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El vuelo fractal de la mosca

El Vuelo fractal
de la mosca
El vuelo fractal de la mosca
Juan Martins
1ª edición: ©Ediciones Estival 2020
Colección El espolio de Pessoa
Depósito legal: AR2020000041
ISBN: 978-980-18-1074-2
Diseño: Ediciones Estival & Asociados
Ediciones Estival
©Centro de Língua Portuguesa. UPEL Maracay.
©Camões Instituto da Cooperação e da Língua.
Portugal.

Diseño de la cubierta: Karwin Poleo


En la portada: Chica preocupada de Ryan McGuire en
Pixabay
Dirección electrónica: edicionesestival@hotmail.com
El autor desea agradecer al Centro de Língua Portuguesa
UPEL Maracay y al Camões, Instituto da Cooperação e da
Língua de Portugal, así como al Ministério Dos Negócios
Estrangeiros por el generoso apoyo durante la producción
de este libro en su formato digital.
Impreso en Venezuela
Printed in Venezuela
Juan Martins

El vuelo fractal de la mosca


Adenda de Eduardo Casanova
A Gonçalo M. Tavares, por su motivación, su alfabeto.
Fui mosca cuando me comparé con la mosca. Me sentí
mosca cuando supuse que me lo sentí. Y me sentí un
alma a la mosca, me dormí mosca, me sentí remata-
damente mosca. Y el horror mayor es que al mismo
tiempo me sentí yo…

Fernando Pessoa (Bernardo Soares).


Libro del desasosiego.

¡Vaya por Dios!», me dije.«Por qué no dejan de pasar-


me cosas raras? ¿Qué he hecho yo? Soy un calculador
independiente, un tipo práctico y realista. …

Haruki Murakami (El fin del mundo y


un despiadado país de las maravillas)
El vuelo fractal de la mosca

Al final entre la vida de una mosca y la


de un humano no hay tanta diferencia,
aunque creamos lo contrario.
Juan José Millás

Tengo ojos de mosca cuando te veo en el espejo. El


ojo, es quien establece su juicio, pero es la presencia
del hombre con la que nos encontramos, este que
«mira» en la división del objeto: el animal por su
parte ve lo que se dispersa en otra realidad. Toda
esta mirada sobre el espejo quiere hacer pensar sobre
aquella «cosa» que se ajusta por medio de los pensa-
mientos. Así que la frase acaso es un sentimiento de
la realidad, donde las dudas se forjan para separar-
nos de la estupidez, hasta que el corazón domine el
estado oscuro de la razón. A partir de aquí, el lugar
de las emociones no son sino una medida mayor de
esa posible racionalidad, pero ahora al revés: una
implosión de fragmentos, los cuales se describen
por la praxis de aquella mirada: el detalle se hace
sentimiento, una artesanía de lo lúdico y de magia
invertida cuando logramos comprender que tal juego
conduce a un modelo de mi subjetividad. Por ejemplo
aquello que «miro» es una mosca bañada por la lluvia
y es también la segmentación de mi vista, una noción
fractal en recreación con la realidad. Al sitiar la duda,
instalamos la composición del objeto: de cómo aquella
mosca tiene la forma del pensamiento. Para otros,
como es natural, no es más que una mosca bañada
por la lluvia y vista por detrás de la ventana. Es, si
se quiere, la ciudad sobre la aleta de la mosca. Y es
cuando en ese contexto más humano, logramos otra
visión de la realidad diferenciada de su monotonía.
Por eso es una representación de las emociones y su

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manera de revelar lo intangible de esa subjetividad
que significa aquel retrato del instante.
Como quieran, será una separación del pensa-
miento que se produce. Tendrá cada interpretación
en el corazón de lo cotidiano. Hasta aquí todo queda
muy claro si el sueño se ha descubierto en vigilia, con
los ojos abiertos, abiertos a la distancia o abiertos a la
diferencia del lenguaje.
¿Cómo si no con el lenguaje se representa este vue-
lo fractal de la mosca? El uso diferenciado del verbo, su
unidad en el lenguaje, como si el aire se repartiera en
un pedazo frágil al tocarlo. Y sólo es posible hacerlo
si el pensamiento es flácido. Y también quiero decir
que el instante se confunde con las palabras. Es una
sensación (otras veces no sentimos) del intelecto. Al
respecto, Pessoa por su parte define sensacionalismo
como el estado más racional de las emociones. Una
emoción, cuando pasa por el intelecto se acaba en lo
racional. Un escueto vuelo es un término emocional
del pensamiento como la disposición de la mosca
que se adhiere, por la lluvia, al vidrio de mi ventana.
Este pronombre posesivo que tanto necesito, si no
pregunten lo contrario a William Golding autor de
El señor de las moscas.

Me toco el rostro, aburrido de verme en el espejo.


Acto seguido, doy un paso adelante y otro atrás,
buscando ese niño que se mete en mi pecho y quie-
re huir agarrándose de las paredes para crear una
autopista con mis brazos sobre mi ciudad, llena de
sonidos guturales. Una ciudad que cabe en mi boca y
reproduce aquel sonido de los autos, gentes y metales
escupiendo y dejando las sílabas altas pegadas en el
espejo como la única sensación que me queda de la
mañana. Repito el sonido pisando mi lengua con los
labios al cerrarlos para provocar el vuelo de las mos-

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cas. El vidrio se moja y sonrío por mi morbosidad. La
sombra entonces que se mueve viene del sol dormido
que entra y rompe con las formas naturales de la luz
hasta bañar el resto de mi habitación para calentarme
las manos. Esta tarde, algo abstracta en su forma, me
gusta y me deja de buen humor cuando ésta, como si
todas las moscas se pusieran de acuerdo, se detiene
en mi codo derecho y salta hacia el espejo.

En literatura las moscas son un asunto serio.

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Caída de la incertidumbre

«Tú no eres quien cae», pienso. Y tal es la caída del


cuerpo: una sustancia de la palabra en busca de algo
menos elocuente. Así, la retórica es un modelo del
discurso para identificarme con mis recaídas, con
la tristeza de un cuerpo que no me funciona. Acaso
lo que está pensando este indigente que veo caer al
suelo y con su cuerpo muestra el latido de su color
de piel, como si la tez le viniera de afuera. Me mira
resignado ante mi curiosidad y sigo de pie. Aún
en medio de su caída tiene suficiente fuerzas para
asaltarme desde la calle. «Dame una moneda», me
dice, como si la moneda fuese entonces la palabra
que necesito para definir el dolor. No es la moneda,
sino la piel de su mano sucia de carbón y el clamor
falso con que la pide. Pero yo sigo insistiendo en que
el gesto intelectual sobrevendrá a mi dolor. El viejo,
ignorándome, continúa ahora con su mano extendida
hacia mí. Soy su cuerpo y él el mío. No sé.
—Dame una moneda —repite.
Logro asir con serenidad el asunto: en principio la
teoría de la incertidumbre te quiere decir que un gato
puede existir y al mismo tiempo deja de hacerlo. Un
poco insólito pero hay que aceptar el hecho tal como
es. Los detalles pasan al terreno de lo alegórico. Dicho
lo expuesto, permítanme equivocarme. Es decir, todo
cuerpo se descompone por la caída, lo sabemos, es un
estilo de aquella retórica del cuerpo, un lugar común
que al repetirse reproduce en un plagio exquisito a
la falsificación escritural del discurso de la ciencia y
lo real. «Porque ninguna caída—recuerdo— es per-
fecta: viene dada por las emociones». Sí ya sé, no se
trata de algo emocional, sino de la caída del cuerpo,

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de su estado clínico después del duro golpe contra
el ribete de la acera. Ya lo sé. Lo sé, no insistas. Eso sí
lo sé. Con todo, existe el modo de legitimar esta lenta
caída que dura todos los minutos. El sentido simétrico
está limitado aun por cualquier abstracción teórica
de esa lógica: este mareo que sufro ahora proviene
de esa pasión por estar midiendo el grado de afecta-
ción que te produce la gravedad de lo irreal. No es
por estar débil y volver a caer, con lo que terminas
acostumbrándote junto al indigente. Lo vivo y es tan
elemental lo que me está pasando, por ejemplo, ciertas
actividades requieren ajustarse a la ley de gravedad,
de lo contrario, nadaríamos como esporas en el aire
sin que nos arrastren (como a todo cristiano) a pedir
limosna por la calle. Hay que mantenerse bien pegado
del piso para evitarlo. Ahora el límite de esa realidad
abraza mis pies al resto del polvo, este rostro que se
mete en tu conciencia y hace que el delirio se despida
de tus pasos frágiles y dormidos, porque el trazo, tal
es la paradoja, es empujado por el aire: la caída es
también el resto de la memoria. Y él —quien quiera
que sea—, no podrá seguirme si me mantengo a flote.
Cae Newton sobre la manzana y joden a medio mun-
do. Y tú, en cambio, eres incapaz de caminar junto a
mí porque sigues aplastado al piso para decirme en
silencio: «dame una moneda», como si la incertidum-
bre te la llevaras de mis manos.

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Breve historia bizarra de Marilyn Monroe

Las palabras te lamen los ojos. Bizarro se escribe


con manos de mujer según el diccionario de W.S. Y
nadie ha evitado cómo se inició mi cuerpo de mujer.
De aquí en adelante trataré de explicarles un poco mi
pasión por lo travestí. Todo empieza más o menos
de esta manera: la palabra «bizarro», por ejemplo, se
entrega al castellano con un tercer significado: «va-
liente, gallardo» y al francés le debe «bizarre» como
«insólito, extraño, fuera de lo común». Sigue su viaje
como inmigrante ilegal hasta la frontera de México
con Estados Unidos en busca del inglés «bizarree».
Su atractivo ahora será mayor, vendrá con todo el
carácter de Marilyn Monroe. No sólo su carácter,
sino con su cuerpo para fascinación del vulgo y del
resto. Junto con sus paseos al lado de Arthur Miller
con quien se casó en 1956, permitiendo que la palabra
cuerpo se adjetivara. Otras veces como puta marroquí
(en la piel de una mujer morena), otras, como en este
caso, rubia, algo así como una joven finlandesa. ¿Han
visto lo divinas que están las mujeres finlandesas?
Hay que detallarlas, son sensualmente atractivas
por su condición natural en la representación de la
palabra. Lo importante es que le pierdes el respecto
como a la palabra serdo, ave notable por su apetito.
El serdo no es respetado por sus carnes, pero esta ave
es de una gran belleza en su canto. Entonces la frase
«se asocia al verso sobre un lado oscuro donde me
abandono para no mirar los ojos de los muertos, estos
muertos que son palabras», llegó a pensar W.S. para
su nuevo diccionario de la duda. Y la belleza de un
cuerpo no le permite morirse de dolor, la belleza esta-
rá en modo inusual de unir fonemas que nos engañan

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o se artifician para evadir su significado de esta ave
enrarecida: creado, al mismo tiempo, a partir de lo
extraño un nuevo significante. ¿Acaso no es el deseo
un signo? El mismo enunciado de la lengua servirá
para el deseo. También la palabra bizarro significará
para el inglés «insólito». Lo insólito viene de allí, del
deseo puro y orgánico por otro cuerpo, aunque no
tengas el permiso para robarte los ojos de nadie ni
mucho menos sus palabras, en cambio, mantendrás
el deseo más insano de tu vida: la tomas en cuerpo
y palabra. No importa, es otro cuerpo el que quieres
para ti y será suficiente. Y la tomas. Y la robas. Y es-
cribes. Desde que ella conoció a Cervantes la palabra
significa para el castellano «valiente». Los académicos
del español desaconsejan su uso con el significado de
«raro». Justo lo contrario de lo que codicias: «bravo,
valiente, arrogante, osado, intrépido, valeroso, audaz,
denodado o esforzado». Se equivocan.
Al momento que escribo me he enterado que vie-
ron a la finlandesa por Berlín, sí, la destacada modelo,
buscando a los hombres que hallan otras inflexiones
fonéticas en su voz. Están, otra vez, confundidos,
porque me aseguraron, algunos amigos del suburbio,
que la han visto practicándole cunnilingus (y eso está
lejos de ser masculino) a otra mujer hecha mierda en
las afueras del peor bar de la ciudad. Pues no se trata
de Marta Korhonen como aseguran. Lo dicen por una
razón muy sencilla: nadie puede ser amante de la
misma mujer en dos periodos diferentes de la historia.
A todas luces ella sigue disfrutando del placer a pesar
de la erudición de W.S. y el deseo de Marilyn Morroe.

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Morder el vino

— P erdóname padre tu hija se ha puteado con


mujeres.
»El territorio que todos odian son los días:
¿quiénes aman a las putas después de mil noches y un
día? Un poco de mierda (discúlpame lector el adjetivo
manierista), sí, pensarán también que la mierda da
placer. Olvidaba decir: 'entre las fisuras de tu cuerpo
se hunde el dolor de mi odio'. Me conformo con el
dolor. Y dejo de un lado esta mediocre metáfora para
que el polvo sea el residuo de los otros. Y tomas la
transparencia de aquel otro lado de la muerte. Allí
(creo estar en ese lugar), figuras el sentimiento y
recreas lo vivido con alegría para contarte así mis
deseos, mi querido padre, de hacerte parte de mí por
la verdad. Hasta cuándo puedes huir de este pecado,
debes tomar el cuello de la arena y ver lo poco que
queda de mí. 'Hazlo', vuelvo a pensar. Y la noche,
en cambio, invierte su mirada al término de su reco-
rrido con aquella lengua dura sobre mis piernas. A
decir verdad, se trata de tomar el descanso necesario.
Porque en eso terminan las miradas: en un giro del
cuerpo y éste a su vez con la idea que fluye sobre el
agua, como si el pensamiento viniera de los fluidos.
Y vendrá un fluido de placer y de dolor al mismo
tiempo. El dolor estará en la medida que contenga
mi humedad: fluidos y saturación son parte de una
misma necesidad del cuerpo: pensar, cuya forma
está en medio de dos aguas, ya muy extendida en mi
memoria, pero hasta esta subjetividad que me arras-
tra con violencia o me impide serte clara padre. No
consigo ese estado omnisciente el cual tú representas
pero te apreso, te contemplo sin las manos de donde

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no hay nada que heredar. Y te adoro. Acto seguido
por favor escucha mi confesión:
»'Todo está más allá de su cuerpo. De este lado de
Dios que se me presenta en tu ciudad. Esta ciudad que
viene de su vientre. Si no estás allí, haciendo de mí un
resto, aquella osamenta de la que todos huyen. Tendré
la oportunidad en tanto de verte (sin la mirada) y sin
la memoria. La memoria pertenece a este otro lado del
olvido y se preserva cuando no tengo la ciudad que
no soy. Lo otro que fluye en la división de estas aguas:
todo lo que no soy. Lucho con las palabras. Si escribo
río, digo también ciudad. Lo otro que está distante. Y
en la palabra reside en su otredad, en una abstracción
del espacio y lo que, insistimos, es del otro: la lengua
que me raspa blanda y se hunde. Tal división oprime
el deseo del cuerpo y su cadencia es el dolor. Si acaso
no tengo esta, ahora si la nombro, ciudad de la sau-
dade, una Lisboa que no soy. Y te fijas en este yo que
busco desde las palabras que vienen del portugués.
El portugués como lengua y sentimiento. Si no nos
hacemos en esta lengua, no podremos entender por
qué esta distancia requiere de nuestra atención. Un
desencanto y placer a la vez: desencanto en la medida
que es inaprehensible y placer por tenerte tan cerca
como el sonido de sus palabras: un sonido es parte
de su cuerpo y de aquél que me lame (más adelante
te confesaré quién es)'.
»¿Quizá los recuerdos no son sonidos? Y su gra-
mática no viene sólo de signos, sino que cada signo
es cuerpo. Es cuerpo por lo que he dicho, es también
una emoción. Y el signo racionaliza el sentido de cada
palabra que desciframos, pero su correcta interpre-
tación del signo lingüístico viene de esa relación que
creamos entre la emoción y el significado. En este
lugar del recuerdo es donde funciona el sentido de
otra lengua, de aquello, como decía, me es distinto:

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me arreglo en el encuentro de esa división de las pa-
labras, también de toda división del cuerpo, puesto
que es con el cuerpo que pensamos. Pero nos hemos
distanciado de todo sentimiento de la razón y me
sostengo en esta idea de la emoción, siempre que
entendamos que la emoción se teje con un poco de
razón. Sí, quiero hablar así, con el propósito de nom-
brar a partir del recuerdo. Por ejemplo aquella ciudad
que me es distante y me arraiga a la vez: Lisboa, un
signo, lo sabemos, el nombre de una ciudad también.
Sin embargo, en este lugar de mis emociones es el
sonido de la memoria. El sonido de las palabras que
me trasmiten el recuerdo de ti. Tú, padre, también
en la memoria eres un amasijo de palabras que unen
el placer de hacerme en el otro. Esta interpretación
es legítima si identificamos sus signos: detrás de las
palabras toda una historia del inmigrante, de una
vida arraigada a este país, de aquella ciudad la cual se
nombra a partir del sonido de las emociones. Lisboa
un sentimiento. Como podrás entender 'este hombre'
que es tan importante en mi vida y que me hablaba
con el acento de una isla cuyo nombre Azores, isla
de San Miguel, 'mi tierra' y tantas formas con las que
me llegaron tus eufonías y ahora insisten en hacerse
parte de este relato que ha fracasado por su intento
literario. Apenas el alfabeto de tu caligrafía era her-
mosa padre. —Me decía a mí misma—. Y la belleza
de esa caligrafía es un signo que se produce en estos
recuerdos: cuerpo, emoción o memoria fluyen toda-
vía sobre el sonido que me desarraiga y me induce
a una imagen, ajena, pero amada. Sí, tus palabras y,
ante todo, tu caligrafía, son signos de la belleza que
se racionalizan cuando comprendo, como vengo di-
ciéndote, que sólo estarás cerca por el pensamiento.
»A estas alturas sólo me queda la botella en me-
dio de la garganta porque el jadeo lo he perdido.

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No queda otra que decirte que 'buenas noches'. He
perdido la botella. ¡Qué fastidio con este personaje!
Todo lo que he tenido que hacer para aprenderme este
libreto. Tenerlos aquí como lectores a ver qué opinan
ustedes. No sé qué pudo parecerles. Pero lo disfruté.
Me queda poco tiempo para el ensayo y espero que al
director le guste mi propuesta. Si así les parece, esto
es un camerino. Es aquí donde he ensayado. Muchas
de estas cosas no van con mi personalidad. Pero allí
sean dichas. ¿Qué les parece mi maquillaje? ¡Ah!... si
tienen algo que decirme pueden hablarme después
del ensayo (perdonen, antes me estoy desdoblando).
Claro, buenas noches. Necesito decirles, mucho an-
tes de que el lector se despida de estas líneas y de la
noche, que pueden hablar conmigo después de la
explosión de esta bomba en las afueras del teatro. Y
de la lluvia de polvo nada queda en la noche de los
amantes con las paredes trazadas por la explosión y el
resto del amor perdido. Y se deja escuchar este polvo
que cae en medio del desasosiego. En medio también
del deseo de un hombre en conocer a una mujer y una
mujer a otra con otro hombre. Y este hombre con otra
mujer que mira a otra mujer que también le desea.
La explosión de la bomba no significa nada ante el
deseo de poseer un cuerpo que, como cualquier otro
signo, será un nombre, una palabra y un recuerdo.
La memoria. El signo que se resiste en esta escritura.
Yo, Miriam, escribo ante la desolación de no tenerte.
El espejo será aquella metáfora y nunca aquel objeto
que se escribe entonces. ¿Te imaginas que te puedo
ver en tus formas sobre el espejo? No en la escritura
ni mucho menos con estas palabras cuneiforme, sino
en el espejo, en una resistencia del reflejo que a su
vez es con el resto de tu mente y lejos del lector. Mi
deseo hacia ti es aquel juego exacto con las palabras.
Una pequeña parte de esta moral que nadie entiende.

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Sólo tú. Me será suficiente. No pienso en esto, sino en
la locura que te llena de las palabras, del reflejo y del
recuerdo. El recuerdo además del cuerpo, es el signo
todavía. Tengo que repetírmelo una y otra vez cada
noche mientras miro el pasado de mi imagen. Es un
fragmento porque en el mismo momento que miro,
el pasado y el futuro se reúnen en el mismo instante
que se refleja este resto que soy. Todo sucede en poco
tiempo cuando ahora el sonido de esta bomba hace
temblar los objetos de esta habitación por un instante,
tiembla el espejo y tiembla el reflejo. Y no sé por qué
razón he perdido el temor a la muerte. Perder el efecto
de un sonido ensordecedor donde los cristales de la
ventana estallan en tu cara. Y veo el polvo, veo las
fustas, veo los pedacitos de cristal, los pedacitos de
mierda, los pedacitos de mi piel que entran y caen en
la habitación del camerino, suave como si aquello no
terminara de bajar por falta de gravedad en mi habi-
tación, pero era tan real como su estallido: gritos. El
agudo eco de la muerte y del acero que se rinde ante
el calor, cristales otra vez cristales que se revientan y
entran con los gritos. Entiendo que debe haber con-
fusión y alarma entre todos. Sin embargo ese tipo de
explosión, donde todo desaparece y nadie muere, es
decir, el terror funciona en el lugar de los sentidos:
daños materiales sin daños colaterales. Como quiera
que sea, ha entrado por mi ventana cuando ya nada
será igual. Quizás las palabras conserven algún con-
tacto con la realidad, pero entiéndase siempre que la
realidad es un tramo de este dolor. Tan real como esta
bomba que puede estallar en cualquier ciudad donde
hay cristianos. Y estalla y revienta los recuerdos y la
gente se muere con la muerte real por las esquirlas que
nadie pone en duda que te parten en dos. Mienten,
sí hubo daños colaterales. Porque tu nombre es el
resto que se hunde sobre mis ojos, taciturno, distante

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y doloroso como los años. Ahora parece sonar esta
canción en la voz de una cantante madura, suave y
repetitiva como las canciones infantiles de mi primer
amor. Todo está compuesto por extractos: una capa
sobre la otra van mostrando a mis oídos las formas
del pasado. El pasado una mierda que se te mete en
los oídos, en la piel, en los labios y en los ojos si acaso
existen. Esta cagada que se te hace un grito agudo que
te quiere inflamar los oídos. Nada hay de placer en
una cagada como esa, como si te vociferara la presión
del mar. Todo se tapa, sobre todo las ganas de vivir
en esta ciudad donde el polvo, el calor o aquella
mierda no te abandonan. Qué saudade y qué coño.
Es mierda, entiendan, mierda la cual no se te despega,
se te mete hasta más no poder. Una resonancia a la
que ya te estás acostumbrando sin poder librarte de
ella. No sé si algún día podrás librarte. Del fastidio
es difícil librarse. Te sientes obligada a esa terapia de
las palabras cuya guisa se hacen en el oscuro sabor
de tu boca. La boca, una figura orgánica (dicen) que
no tiene lugar para las ideas, es la complexión quien
produce el sentido después de todo. Estas ideas o el
pensamiento articulado se producen por la necesidad
de describir aquella realidad. Esta es la verdad del
asunto: ninguna forma del espacio va a redimir su
nostalgia cuando la representación de tales imágenes
adquieren ese escenario de terror el cual impulsa esos
estímulos del habla, es una masa contenida para ser
vomitada por los ánimos de la nostalgia.
»Tú, Miriam, vienes siempre con tus manos pues-
tas sobre tu hombre, tus manos limpias como organi-
zando la excitación de mis labios, tu cuerpo metido
en mis labios por las puntas de tus dedos, apenas una
sombra sobre la comisura para producir un instante
con el silencio al que estarán sometidos mis labios por
tu virtud. Para ti, será un simple saludo, en mí, la rei-

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vindicación del placer, su intimidad con esa realidad
que trato de describir al estar ausente toda imposibi-
lidad de tenerte, pero tenerte en el fluido que esto me
produce. Y tú, estarás ausente con apenas un saludo.
Yo, en cambio, me entregaré y pongo la imaginación
a cambiar tus movimientos que se parecerán más a lo
que quiero que a tu aparente desprecio, sobrio y con
sólo una parte del deseo. Con todo, estarás sentada a
mi lado, profundizando el gesto del saludo sobre mi
hombro, me rozarás con tus labios un secreto. Este se-
creto estará lleno de lujuria para decirme que también
me amas. Tus labios se han quedado un rato allí hasta
saciarme con su articulación, serán entonces éstos, tus
labios, quienes se rendirán ante la gravedad hasta
salivar mi vientre quien espera con un movimiento
acompasado, pero antes has cubierto el sudor de mis
senos con ese secreto. Mis senos estarán también con
la misma ansiedad y te advierten del movimiento
y me morderás, suave, morderás cualquiera de mis
dos pezones, el que más te guste, pero de eso estarás
segura porque mi deseo está en mi piel y, justo en la
mordida, sabrás que mi compromiso no es con lo que
está fuera del cuerpo, sino dentro de él, gimiendo y
girando y saltando porque te detengas allí. Ya lo has
hecho, repetida veces, pero mis manos están débiles
sobre tu bajo vientre, como avisándote de que no hay
nada de qué preocuparse. El cuerpo tendrá su viaje
hacia nuestro secreto húmedo. Te respeto cuando ya
mis manos no dejan de sentir, parece un vuelo con
el que mi cuerpo corta la gravedad del aire, suave
penetras mi vagina. Me aprietas con un pedazo de
tus manos. Nadie puede salir ileso de tanto placer.
»Ahora mascas vino, me golpeas como a una foto
metida en mi boca. Te sientas a mi lado y colocas tu
pierna derecha sobre la rodilla de la izquierda para
que mire tu aristocracia con la comisura de tus labios

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y tus ojos verdes anunciándome la presencia de tu
autoridad. Te acercas y con un pequeño pellizco de
tus dedos fríos y extranjeros quieres hacerme sonreír.
Apenas dejas de cruzar tus piernas, bajas tus hom-
bros, te acercas y logras tu cometido. Hecho que, yo
sin saberlo, te hace reír, aún con el trago de vino en
tu boca mordida. Ríes por lo alto. Tan alto que la
imagen mental que tengo de ti no me deja dormir.
Gritas, gritas y mascullas mi cutis y el pellizco me
arde hasta hacerme también húmeda. Claro, ya no
tengo tu pierna derecha cruzada y tus ojos verdes
como recuerdo de esa isla mestiza y flamenga que se
resiste con una lengua superior. Yo aquí (no sé dónde)
mirando el Atlas y replicando porque esa isla está en
medio de ninguna parte. Padre, te me acercas y siento
alivio, quiero verte morder vino. Y que el aire frío de
tu rúa me abrace. Y olvidarme de ella.
»¿Cómo te lo digo?, no sé».
—Evítate los detalles hija —me dijo.

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La cucaracha de Kafka es pulcra

Era hombre. Eso creía hasta ahora. Este personaje que


se transforma en el abdomen blando de aquel bicho.
Es perfecto: amanece con sus labios (¿tendrá labios?),
patas y la piel cerosa para abrazar. Sobre todo aquel
jardín olvidado que es su habitación. El problema
está en que no podrá ser visto. Debe estar retirado
de su ángulo de visión. De la resonancia natural de
su cuerpo de mujer. Nada puede ser recurrente en la
orilla de sus cobijas. Caminará muy cerca de él con sus
runas de insecto. Buscará lo normal en lo extraño: se
pasea por todas sus sitios y sentirá la transpiración de
su sueño: «por esa razón las cucarachas arrastramos
lo más bajo posible nuestros pasos de espinas», pensó.
Esperó a escondidas y abrazada —debió pensarlo en
femenino— al rincón de sus restos, abrazada al temor
de que la descubran. Hasta ahora no la han encontra-
do, lo que hace de su cuerpo una ventaja porque no
quiere terminar aplastada por el peso de su hermosa
figura (le han dicho, no lo creía, que muchas terminan
pisadas por el culo de la mujer amada). Y sabemos,
en cambio, que los insecticidas hacen su trabajo. En
su caso la transformación que he sufrido esta mañana
le favorece, porque pasar de mamífero a Periplaneta
americana —que es como se le denomina en su argot
científico—, le otorgaría definitivamente el secreto
de lo inasible. Es una posición sumisa como si el
único reino donde vivir fuese al ras del rodapié. Él,
aquella barriga blanda y de entrañas pegajosas, con
el único fin de estar cerca de ella, amándola en celo.
Aun estando consciente de que algún día terminaría
aplastado por sus pies blancos, bellos, duros y alzados
para su muerte si se diera el caso de que nunca más

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regresaría a su forma de hombre desamado. ¿Es real-
mente un hombre del que estamos hablando? Tenía
poco tiempo entonces y debía actuar con la mayor
celeridad posible: permanecer lo más cerca y que se
percatara ella de su presencia: esta nueva presencia
de lo extraño. Para tal efecto, durante el día bajaba
por la cloaca principal, usaba la canaleta más seca.
El recuerdo de haber sido un hombre lo tenía muy
fresco como para asumir su nueva naturaleza la cual,
con cierto dejo, le repugnaba y continuaba buscando
los lugares limpios y claros en contradicción con sus
alas de cucaracha. Tendría paciencia. Las espinas de
sus patas lo trababan a cada paso, tendría paciencia.
Tendría paciencia por su amada que no tiene por
qué saberlo. No significaría nada para ella: tan solo
un resto de la mierda que bajaba y subía por las
tuberías. De pronto, al salir (él) por el desagüe del
baño, la descubrió desnudándose lenta y blanda para
él, hundiendo los dedos en su piel como si la noche
nunca terminara. Y esta iba a ser su noche. Al verla
desnuda ya sabría que ese nuevo entorno se parece
más a la felicidad. Justo cuando piensa en ello su
mujer detiene sus manos. Mira hacia abajo y —lo
que tanto había evitado en estos 15 días de vida que
tenía— su ángulo de visión lo atrapa. Acto seguido
ella frunce el ceño en un gesto de rechazo. Escapa él de
su hincada y bajó a unirse con la mierda. El recuerdo
de sus ojos grises y duros le darían las fuerzas para
encontrarse de nuevo con ella que le desamaba ahora
con más ímpetu. Insistirá, pensará en ello cuando ese
macho deje de copular al despegar su culo del suyo,
asegurando él ser su próxima hembra que depositará
su ooteca (el resto de su abdomen copulado) con sus
huevos preñados. Se equivoca, sólo amó a la mujer
de ojos duros.

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La hendidura me sonríe

La unidad, la apertura del metal que se introduce en


el cuerpo, quizás para transferir un sentido por el otro,
unión que se dispersa en la significación del amor,
siempre ese amor, el residuo inusitado, abstracto,
donde todo se arrastra o se coloca a distancia con la
esperanza. La rendija que se desanda de tus labios
partirá la hiedra de la cerradura, regocijo en lugar de
muerte. Y el vacío hacia la mirada cruzará la duda so-
bre mis dedos. Seccionado por el dolor y cercado por
las ruinas, tu piel metida en la hendidura me sonríe.
Se entrega. Tengo de ti entonces la resonancia de las
hojas como si el pasado se duplicara en la vida de los
otros o en esa forma de pronombre que es tu vientre.
—¡Basta de mala prosa poética! —gritó.
Saco el cuchillo.

-26-
El perro de la rata

Tenía que convertirse en este animal. No sabría cuál


animal, quizás exista en el futuro. Una escala evo-
lutiva hacia atrás, uno del que nadie quiere saber,
sin embargo, todos están absortos ante sus formas.
Y hartos. Pero yo, en cambio, estoy convencido de
que la imagen del animal es la sustitución del futuro:
la representación del instante es un fragmento de
cualquier tiempo. Así cualquier animal, con el que
vamos a transformar al personaje (o a cualquiera de
nosotros), tendrá lugar en otro tiempo. Es decir, el
momento es un mendrugo de animal que se trans-
forma en época: la realidad está sobre el límite de las
ideas, entendiendo que esta idea se da en la noción del
personaje, pero éste a su vez se desvanece, pierde su
gravedad y se instala en la esfera de lo intersubjetivo,
aquella relación entre lo objetivo (real), el sujeto-
animal y lo subjetivo (la idea animal que quiere ser).
Sin embargo, al establecer esta relación estaré más
cerca de encontrarme con lo «real». El sueño es acaso
la condición concreta de ese deseo. Y si el mencionado
personaje recobra la idea es porque en ese momento
lo real se desvanece. Será aquel animal en el que se
convierte, por ejemplo, en un reptil. Es cuando este
reptil sueña a ser hombre y la única posibilidad que
tiene es mantenerse en vigilia ante lo real. Fácil de
entender, el reptil sueña que es un hombre y éste
tiene la idea de ser un reptil. La transformación está
dada a pesar de él. Tendrá entonces un problema
que resolver: siente ahora más placer con su cuerpo
de hombre porque ha aprendido que entender a los
sueños le viene de esa piel de hombre que ostenta. De
ese modo acaso «materialice» sus sueños.

-27-
Hoy, sobre la oscuridad del espejo, los sueños a
veces son tan frágiles como la realidad. Y me siento
agraciado. Aunque la contradicción estaba dada: soy
la sombra de este espejo en el sueño de un reptil. De
pronto, escucho siete disparos. El sonido era claro
y ardía en mis oídos perturbando la imagen desdi-
bujada sobre el espejo. Quizás, pensaba, no debería
preocuparme porque después de todo se trata de un
sueño. El sueño de un reptil quien a su vez soñaba a
un hombre que tenía la intención de ser en el futuro un
reptil capaz de desarrollar el pensamiento y recrear
aquellas figuras desdibujadas de los espejos. Entre un
disparo y otro me soñaba o aludía a las ideas de aquel
hombre. Perdía gravedad no por los disparos sino
por las extrañas sombras del espejo: eran recuerdos,
formas que nunca antes las había visto, salvo en los
sueños, pero yo era uno de esos sueños. Era imposible
entonces definir en cuál lugar de lo soñado, como
límite de lo subjetivo, me encontraba. Si había que
establecer las características de esos límites entonces
la realidad, tal como la entendíamos, estaría sometida
a la duda. Y la duda no tiene lugar aquí. El sueño se
desvanecería. Y ese sueño no podría perder, como
vengo diciendo, su gravedad. La necesito para dar
rienda suelta a mi existencia. Si acaso consideramos
que la mejor palabra que me defina sea ésta: «exis-
tencia». Es decir, dícese del reptil que sueña con los
hombres.
Escucho al segundo disparo. Nada ha cambia-
do cuando continúo desdoblado sobre el espejo. Si
consideramos que esos límites están detrás de este
espejo, no habremos perdido el tiempo con divagar
en torno a la naturaleza de los sueños. La tranquilidad
no volvería. No sé en qué momento se me ocurrió,
tampoco los recuerdos existen. Alguien se asoma en
esas figuras, además de mí, hay un hombre reflejado

-28-
en la oscuridad del espejo. No se trata de una inven-
ción (ni de un reflejo), sino de la realidad la cual está
por encima de esas condiciones de lo fantástico: no
porque tenga ideas, o porque me estén soñando, me
encontraré con lo maravilloso. Sin embargo nada es
maravilloso.
Digámoslo de una vez, me están soñando y allí
también no hay nada fantástico.
¿Quedó claro?
Tercer disparo. El sueño prosigue. Acto seguido el
hombre que no soy también sueña. Estoy pensando
que quiere decirme algo. No importa, me dejo llevar
por la situación: amar y dejarme amar. Dejar que ella,
esta mujer, me decore con sus abrazos. Parece ser
entonces que estos disparos nadie más los escucha.
Sandy mi mujer, seguía sumisa, recordándome que
mi piel servía para algo más, en este caso, para tener
conmigo las sensaciones y no perder mi pene entre
sus manos. En medio de este tercer disparo, la mujer
que me acaricia y el dormir y el soñar y el disparo.
Voy a explicarme: la sensación es la racionalidad de
este pedazo de amor que vivo aquí: saber que estoy
siendo soñado en su estado más puro. Es decir, mi
propia representación de lo real. Quién va a creer
en eso. No lo sé. Tampoco importa. La imagen sale
del espejo y toma el aire endurecido para inclinarse
detrás de mí. Ahora es una imagen sobre la otra,
multiplicada y puesta en duda (pero esa imagen no
me acaricia el culo, sólo está detrás). Afuera, la tarde
pega duro sobre las ventanas. El día ha perdido su
magnitud o todo duerme en la habitación. Y sabes
que la emoción interviene porque las cosas, en cam-
bio, se ablandan aquí dentro: permanecen. Es lo que
hago aquí, permanecer y olvidarme de cualquier
vestigio de racionalidad para dejarme seducir por
esa representación de las emociones. Esto adquiere

-29-
su materialidad. Esta forma de estar en el mismo
lugar y a la vez ajena, distante y fuera de la lógica a
las que pertenece mi vida. Veamos si esto se puede
describir en palabras (siempre vale la pena el intento):
si en nuestras mentes el proceso se invierte desde la
discreción a la emoción y aceptamos a ésta como el
estado crudo del pensamiento, entonces apenas se
acercaría al entendimiento: cuando estamos en medio
de este sueño, el cual trato aquí de redactarles, fracaso
al intentar cualquier explicación. Porque redactar es
una cosa y escribir es otra. Hay una diferencia.
Cuarto disparo. Empecemos de nuevo. La escritu-
ra está al revés. Habrá que leer de atrás hacia delante
para que se ordene en aquella lógica del sueño. Pero
no olvidemos por dónde empezó el asunto. Soy un
reptil. Y los reptiles comemos moscas. Así que me
arrastro, busco tener la temperatura justa en mi cuer-
po. Tengo suerte con el barro que se me pega en el
vientre, está caliente. Necesito salir de la habitación
y volver al barro hasta encontrar mejores condiciones
para mis fluidos. Si acaso fallaran su disparo (quienes
a su vez me sueñan) no podré soñar ese hombre en el
que ahora despierto. Sin embargo, como todo tiene
sus límites, si por un momento, pensé, despiertas y te
encuentras en el mundo de la lógica estaré perdido.
Lo diré de una vez por todas, me arrastro por el culo
de mi mujer suave y caliente. Duerme, duerme pro-
fundamente como para entrar en mi realidad y sentir
lo áspero de mis caricias, la candidez de mi sangre,
mi profundo deseo de tenerla, pero, como sabrán,
en mi forma afable de lagartija es una tarea difícil si
no imposible. Claro, para ella —si por algún razón
despertara—, no sería más que algo repugnante y
digno de rechazo. Saltaría llena de terror, quizás me
aplastaría con el peso de sus pechos sin saberlo. No
quería pensar más en eso. Y de una vez por todas

-30-
entregarme al deseo entre un reptil y una mujer. Qué
aburrido tratar los asuntos del sueño por esa lógica
del deseo.

Quinto disparo. No despierto y me mantengo en el
deseo, me arrastro cerca de sus piernas, siento el subir
y bajar de sus pechos (que todavía no me aplastan)
empujados por su respiración lenta. Y me gusta. Me
calienta el corazón. Estoy vivo. Siento. Mientras que
la habitación se desdobla sobre aquel lugar de las
emociones cuando consiguen explicarse. He fraca-
sado de nuevo en encontrar una explicación, porque
las emociones vienen de un reptil pequeño. Soy un
reptil que te ama deslizándose por tu piel, entre tanto
las ideas van por otro lado, es como mirar esta rata
jugando con mi perro.
Disparo seis. La rata salta.
Disparo siete.

-31-
Peter Handke, mi único lector

A Robert Walser

Estaba conversando con Peter Handke. No lo conoz-


co, pero me sentía a gusto hablando con él —así me
lo creía—. Lo había conocido hace tiempo, pensaba,
y justificaba mi diálogo en abstracto.
—No basta con escribir bien, hay que mantener
el tiempo, la exposición del ritmo sino terminamos
aburriendo —me dice.
Sí, pero me encuentro con que los personajes
están cansados. Ya sabré dónde están los secretos de
la escritura. Hay que ver cómo la historia del relato
le exige menos al lector, buscar un subgénero que
sea capaz de divertirle. Ya lo sé, no paso de ser un
escritor de artículos de crítica teatral en un pequeño
pueblo de provincia que te obliga a lo mediocre. Qué
le vamos a hacer. Y puedo decirme, en una carrera
literaria anodina, que aún tengo mis preocupaciones
por el lector. Esta paradoja comienza con la mierda
que estoy escribiendo.
No llego tarde a ningún sitio, debo reconocerlo.
La escritura (el intento de hacerlo bien) me reconcilia
con el lector por causa de esta sinceridad que ahora
asumo con retraso. Sin embargo voy a necesitar de
palabras sencillas, con una vida más afín al lector. El
hombre de mi escritura (y no digo personaje) tendrá
que escabullirse en la medida que escribo. Cada vez
que voy tras la escritura tengo que desaparecer a su
ritmo: será menuda la letra en un borrador cuyo final
es hacerme invisible. Para mis ojos y los del lector.
Peter Handke no ha dejado de escucharme ni mirarme
como si su pensamiento saliera de una resaca: no se
mueve por mis palabras. Sigue allí, escuchando, mi-
rando a ninguna parte. Insisto con el mismo tesón del

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escritor (mediocre) que busca justificarse en un claro
despliegue de estupidez para llamar su atención. Pero
es así, los malos escritores somos así. He considerado
entonces que, si trato de volverme un desperdicio,
al menos podré lograr una pequeña gloria con la
imitación literaria: este borrador escrito con letra tan
pequeña como mi gloria, en la que tiene que estar lo
que no se puede alcanzar por falta de talento. En el
ejercicio extraño de querer desaparecer me reconci-
liaré con lo poco que me queda. Un infrecuente lugar
de la literatura. Vuelvo con la paradoja: cómo puedo
hacerme de un honor que no me pertenece a la vez
que deseo ser reconocido. Otra vez no lo sé. Peter
Handke tendrá que decírmelo. Ganarme su atención
no será tarea fácil.
—No recuerdo en la literatura un caso parecido
—dijo Peter Handke—. Pocos le conocen y ha escrito
una obra necesaria, importante y ávida de lectores.
Por lo menos de aquellos lectores que gustan de la
buena literatura. Aquí ahora usted me preguntará
por ésta —me entusiasmé. Por un momento pensé
que se dirigía a mí. El sólo hecho de creerlo así hacía
más real mi conversación con él—. No tengo una
respuesta señor. Lo que sí puedo decirle es que este
escritor la representa.
—Estimado Peter Handke —le dije—, ¿a qué es-
critor nos estamos refiriendo?
—¿No lo sabe?
—No —respondí, haciéndome el tonto—. Me
intriga saber de quién estamos hablando.
—Es contradictorio que, por lo general, puedan
ver tanta fascinación en el reconocimiento —me
recordó—, la fama y en cómo llegar a ser escritor sin
serlo. ¿No le parece curioso?
Listo, ya quería sentir que se dirigía a mí.
—Sí —respondí.

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—No estamos hablando de un dramaturgo por si
lo han pensado. Bueno, eso poco importa. Aquí a lo
que me refiero es a la buena escritura. No a nombres
ni mucho menos a escritores reconocidos, yo diría
acaso a escritores secretos. Que son secretos por no
estar sus obras inscritas en los mecanismos mediáticos
de la propaganda y del mal gusto literario. No sé si
me he explicado lo suficiente.
—¿Y qué hacer cuando no encontramos ese «tick»
con lo que escribes?
—No le entiendo.
—Lo dice, claro está, siendo parte usted de ese
grupo de reconocidos.
—Va un poco más allá el asunto.
—De lo que se trata es de mantener la obra por
encima del reconocimiento, ¿no es así?
—Empecemos por el principio.
—Sí por favor, quiero comprender cuál es ese
escritor al que se refiere.
—Habrá que reconocer de qué estamos hablando
cuando hablamos de literatura.
—De creación, pasión por la palabra —le dije,
algo inseguro.
—Es una tontería con sólo pensarlo así.
—Qué hay entonces con todo.
—El hecho de la escritura, como creación, siempre
que sea sincero no requiere de nada.
—¿De nada?
—Ni siquiera de sus lectores —me recordó Peter
Handke.
—¿Y cómo puede entenderse eso?
—Los lectores le quitarían su secreto. El autor sería
relevado. Y allí tenemos la paradoja.
—Pero son necesarios los lectores.
—Lo sabemos, pero prefiero dejar las cosas como
están.

-34-
—¿Sin lectores?
—Sí, un lector que se desvanece con la lectura.
«Se necesita ser un escritor prolífico para convocar
las imágenes como si estuviéramos locos —pensaba
mientras mordía—, hasta donde podamos aguantar-
lo, resistir y girar el diagnóstico que pueda dar por
sentado que, en efecto, comes papeles impresos de
buena literatura».

Habían dicho que al principio les parecía casua-


lidad, si bien tenían ahora la certeza de que, nuestro
escritor mediocre, comía papeles impresos con tinta
negra. No cualquier tipo de papel. Debían estar en él
los textos de sus autores favoritos, ¡vaya a saber usted
por qué! Y así era, textos de escritores o eso querían
creerlo quienes cuidaban de él. No se supo sino mu-
cho más tarde cuáles escritores prefería engullir con
media boca —eran a «media boca» porque cuando lo
hacía parecía estar mordiendo una barra de melcocha
dura y seca—, lo hacía lento y a hurtadillas. Es decir,
se iba arrodillando hasta alcanzar pocos centímetros
del suelo, siempre con la boca de medio lado y frun-
ciendo el ceño. Otra cosa, prefería hacerlo en las tar-
des. Creo que eran alrededor de las cinco de la tarde
las mismas veces que lo vieron pegar las rodillas del
piso. Una vez lo encontraron con la mitad de la cara
pegada al piso sin dejar de mascullar y lamer papel
lleno de tinta y su saliva convertiría al papel en una
masa pastosa y gris que se le babeaba por la comisura
de sus labios. Sigamos con el dato curioso, los autores
de los textos que formarían parte de su dieta eran
extraordinarios y de impecable factura si tuvieras
que reconocer esa escritura. Sucede que todavía era
difícil de reconocer porque estos autores no estaban
en la lista de los famosos, leídos por la mayoría o
premiados por la publicidad. No, eran sí, escritores

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de calidad. «Preciosos» si buscamos la palabra que
se ajuste. Eran textos firmes y de buena pluma como
para colocar aquí otra palabra tonta, pero que afirma
la expresión de un informe médico. Selectos: Red Li-
vsterd, Romerio Sulivan, Roberto Fos, Luis Gelman,
Francisco Peixoto y John Belmont son algunos de los
nombres. Tardaríamos mucho en saber quiénes eran
esos escritores, puesto que casi todo el papel termi-
naba en su estómago como para hacer una lectura de
aquello. Y el narrador se confunde entre quien escribe
en primera o tercera persona: la voz se dispersa, se
desvanece y busca en otro cuerpo la escritura.
—Hasta luego, gracias por estar aquí —dijo—. Se
despide con ese gesto extraño. Una inflexión de su
actitud, claro, estaba representado su performance.
Y fui víctima de mi propia patraña de querer ser un
escritor secreto.

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El secreto de las moscas

No lo anuncies. Dejémonos de interludios que no


nos lleva a ninguna parte. Soy una mierda, a nadie le
importa que siga siendo una mierda. Una resentida de
mierda que busca en la escritura cualquier impronta
para no hacer nada. Si hasta aquí he llegado, es porque
quiero que todo se mantenga así, como un adefesio de
mi propia abstracción. Quedas para eso, reconócelo.
Identificaré, por otra parte, lo que estoy escribiendo al
mismo ritmo de mi honestidad con el lector. Vuelvo a
decirlo, soy una mierda que pretende continuar con
toda aquella parafernalia. Pese a sus consecuencias.
Nada hay más inútil que ese acto de constricción.
Acaso las palabras lo van a justificar al final del des-
asosiego. No lo sé, trataré de ver hasta dónde se puede
llegar. Si lo anuncias y, en el medio de la lectura, aquél
se va a la misma mierda que acabo de nombrar. Irá
derecho a un montón de mierda junta y acumulada
en giros simétricos y semicirculares. Eso, reunido en
un mismo lugar para cualquier infortunado de turno.
En este caso el lector, que siempre tiene algo mejor
que hacer, lo empujaríamos al mismo lugar.
Sigamos con la anécdota: los aspectos que se
relacionan son aquellos que se introducen en el in-
consciente (por lo menos es lo que han dicho). De
tal manera que todo queda en la imagen mental que
tengamos de la mierda. Oí decir que se trata de gi-
ros simétricos. Sí, sin lugar a dudas, todo sucede en
nuestras mentes: me realizo en esa geometría como
si el punto de coincidencia fuera la proporción de la
necesidad emocional de hacerme el punto álgebra
de la circunferencia. Será inútil cuando descubra que
la geometría no resolvería el modo en que nombro

-37-
a la realidad. A fin de cuentas es un mecanismo de
evasión. Evadir, ¿qué?, no lo sé, aunque es suficiente
como para desprenderme de la realidad. Ahora tendré
que definir este nuevo sentido de la realidad o aclarar
qué está empezando a formarse en mi mente, en lo
que queda de ella. Y veo con detalle el trozo de imagen
el cual se introduce en forma de idea. Con todo, esta
imagen tiene el aspecto físico de la mente. Su voluntad
que está por encima de cualquier fuerza. Es decir,
de mi composición orgánica, justo donde el sistema
neurológico debería de funcionar bien. El lugar donde
me encuentro me otorga cierto respeto. Trataré de
explicarme: las personas me rodean tratando de con-
seguir una explicación pero se cansarían de esperar.
No lo sé, sin menos, están rodeándome con sus batas
blancas, almidonadas y refractadas por la misma luz
de la mañana sobre el pasillo. Sus botones simétricos
también apuestan a sus vidas ordenadas, cumpliendo
con rigor en esta ciudad de cuatro paredes que son
estas habitaciones, de cuatro ventanas, ventanas de
cuatro cristales y cristales de cuatro caras reflejadas.
Siempre tiene la forma de cuatro paredes, un pasillo y
una puerta. Mi ciudad. Con la diferencia ahora de ver
entrar a este joven con su americana blanca incluso,
recogida en aquellos botones de pequeñas proporcio-
nes. Éste me sonríe (ya he comenzado a pensar que las
sonrisas en este lugar forman parte de un protocolo
que desconozco), aun así, sonríe. Y continúo viendo
la imagen perfecta y circular de un requiso de mierda
gravitado y deshonesto con la realidad de ese joven
sobre el piso. Mi realidad en cambio es progresiva con
este vacío del pensamiento, a este distanciamiento con
las sonrisas (no me vayan a joder a medio camino). El
distanciamiento es el abandono de mi voluntad. La
distancia que hay entre este joven y yo es ilimitada, no
tiene la medida de nuestros pensamientos. Las batas

-38-
blancas, las formas simétricas y la luz transparente
de la mañana tampoco serán suficientes para hallar
un contenido de aquel vacío. De ser así se llenaría de
mierda. Y si eso sería suficiente para que los enfermos
vinieran por mí, les daría razones hasta quebrarme
el culo a patadas. Ha sucedido otras veces sin que
me puedan sacar de mi pensamiento (en singular
prefiero) de estos giros simétricos y abstractos. Ya les
oigo decir a éste: «Qué quiere encontrar mirando al
piso». No creo en una pregunta tan acomodada como
esa, pero si le digo que busco el silencio en tal giro
simétrico de mierda me pondría yo al descubierto.
En el mejor de los casos vendrían un montón de pre-
guntas «profesionales». ¡No!, no puedo decir silencio.
Simple, cerraré los ojos por causa de la refracción
de la luz venidas de las batas que nunca se van. Y
utilizaré entonces mis mejores palabras guturales
con la boca fraguada de un lado para regresarles
en cambio mi sonrisa. Así, quizás, no descubran el
trazo de mierda que veo. El universo reventando
en mi cabeza, desprendiéndose su olor dulce en las
cuatros paredes y esparciéndose a otros universos
tan parecidos a éstos, donde no hay un simpático
joven de bata blanca y huraña quemándome los ojos
y frunciendo el ceño. No le diré «haz silencio». Si lo
hago el universo seguirá expandiéndose. Y ya existen
suficientes estúpidas como para ser una más, conque
buscaré una estratagema la cual me permita evadirlo.
No es el momento para hacer descubrir la realidad
(no estaría a tiempo de entender sus consecuencias).
Cuántas veces más se repetirán estas paredes hasta
el infinito si acaso existen. Tamaño susto para este
joven de bata y ceño fruncido y de cara olvidada
que empieza con su nuevo trabajo y con su nuevo
paciente dentro de mi ciudad de cuatro paredes,
cuatro ventanas y cuatro cristales. Prefiero dejar las

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cosas como están. Por ejemplo, las paredes aprietan
el calor de la luz. Lo sé porque todo es más blanco
en esta mañana, más que otras veces (¿comprenden
la diferencia?). Los pasos de este joven se los traga la
tierra, se hunden en el pasillo y, con ellos, la mitad
de su cuerpo. «No tanto como para que no sea cierto,
pero algo en mí lo ve hundiéndose», pienso. En un
instante no hay ni paredes ni batas blancas. Sólo giraré
mi cabeza para verla entrar en mi pensamiento. Y mi
ciudad de cuatro paredes, no se me haría tan grande.
Una vez, sólo entonces, me quedaré mirando hacia el
piso autista y solitario. Allí me quedaré. Otros miran
tratando de atraerme hacia sus mundos. Así le dicen:
«mi mundo». No sé que quieren decir con eso cuando
lo repiten. No importa, mientras gire, sólo en un pe-
dazo de mi cabeza, las cosas estarán bien. Para todo
lo demás están los de batas blancas y hurañas y, de
paso, les pagan por hacerlo. Es porque nunca les falta
cigarrillos ni putas (las que se visten de blanco creo
que son sus putas, algunas de ellas son muy lindas
y decentes, incluso, les ayudan en sus quehaceres)
y me dejarán, al fin, vestir mis corbatas (que no son
blancas ni hurañas).
Por cierto, deseo fumar ahora porque he descu-
bierto que aquel punto simétrico emana una espumo-
sa flema blanca. No estoy seguro que esa expansión
tenga algún tipo de olor. Ya habrá tiempo para saberlo
después de evacuar.
«Siempre cerca hay moscas», me lo dijo la puta
más bonita del lugar.

-40-
La herida del cerezo

Todo gira alrededor de un movimiento muy corto y


preciso. No se trata de rodar sobre mi cuerpo, por el
contrario, ya es despreciable lo que logro moverme.
Diría que, al dirigir cualquier pensamiento (porque las
moscas son un tema que te quitan tiempo), entro en
parsimonia. He hallado entonces el cómplice perfecto.
Evadirlo todo. El cuerpo se teje entre un pensamiento
y otro: lo que parece cosa de poco tiempo se confunde
con la más rigurosa de tus ideas. No hay explicación.
Ya nada defiendes con tanta firmeza y el concepto
de tu realidad cambia. Es cuando confirmo que el
suicidio ha consumado su esfuerzo. Miro con cierta
satisfacción, si me permiten el lugar común: el hilo
de sangre que quedó para el recuerdo, mientras que
allá fuera, en la parte externa del ataúd, el sacerdote
cita el epitafio de mi sepultura. Grito. De nada sirve.

-41-
El beso de Truman

Quiero ser Truman Capote.


Un retrato del deseo en mis manos me inhibe de la
realidad: tres retratos, dos y cinco metidos en el piso.
No tengo tiempo para seguir contando. Detenido en
la noche, a la oscuridad debes hundirla con tus de-
dos. Es lo importante, la interioridad de la oscuridad,
cada cuadrante sobre el piso es la medida exacta de
esa imposibilidad. El resultado de una sensación que
no se hace racional, sino mediante la elevación de las
emociones. Pero diría que a las emociones hay que
robarlas para que dé buen resultado. El resultado
que deseamos para alcanzar el número exacto de
cuadrantes y dar con el mito de la máxima felicidad.
Hay dos cuadros, tres, no sé. Hay que hacerlos juntos
(al robarlos) porque cada cuadrante metido en el piso
es una emoción diferente. Son ajenas, pero necesarias,
puesto que en condiciones naturales hemos perdi-
do las nuestras. Sólo nos entendemos con aquellas
emociones las cuales son, como ahora comprenderás,
prestadas para alcanzar un pedazo de vida metido en
el piso. Sí, así es, bien hundida como la oscuridad.
Allí te veo lejano y extendido con tus brazos hacia
nadie, sólo el barullo de la caterva me hace recodar
que ahora me encuentro en Aste Nagusia de Bilbao y
mi cabeza festeja otra cosa: mi amor por la ciudad,
pero quiero que la fiesta termine para gozar de sus
calles, de sus orillas. Y te nombro ciudad con tu pri-
mer nombre La Gran Vía Don Diego López de Haro para
hacerte mía. Prefiero ahora verte desde la luz cristal
de mi cabeza porque tengo que decirlo de una vez:
nos queda poco tiempo y debemos asirnos de una
emoción lo más pronto posible y con ello alcanzar

-42-
el propósito de vivir el momento. Hay que hacerlo
pronto: quitarle las emociones a los otros. Una, dos
y cinco ciclos para clavarlas en el piso siendo ahora
dueño de ellas. Acto seguido me arropa la siguiente
ilusión: el joven me persigue con su mirada desde un
lado de mis hombros, brilla sobre mi intención y sobre
mi mirada. Se arrima con los pasos que son lentos,
colocados uno arriba del otro o arriba de los retratos
de la escalada. En las baldosas puedo ver su incauta
barba que no termina de colgar ni de estar acomoda-
da bajo su rostro. Todo brilla y es él quien termina
robándome. Es un ser real y no el cuerpo sedoso y
mentiroso de Alicia (la del País de las maravillas). Te
pisa la memoria con su rostro, te pisa los cuadrantes
y mi alma se achica por no extender mis brazos. Con
el suave sol a sus espaldas engañándome, procurando
morderme el cuerpo con su inyectadora, pero siento
otros deseos extraños en él. Algo se esconde en su
mirada pusilánime. Me recuerdo ahora de Capote,
pegándome en la garganta y haciéndome yo tan lejos
de él (me es inaccesible en la escritura): Antes de negar
con la cabeza, asegúrate que la tienes… Y es justo lo que
sucede con las emociones. No sabemos porque mira-
mos al piso para contar cuadrantes (retratos) inútiles,
vacíos y estúpidos como mi cuerpo. Hemos perdido
la cabeza por la estupidez. La estupidez es infinita.
Lo mejor será seguir contando cuadros y gravitando
por cada emoción perdida en una gestualidad torpe
al mirar tu foto: entrar también en tu rostro y ser tan
célebre como el hombre infantil de aquella estam-
pa. Quiero ser un pelmazo de tu imagen: todo está
sobre blanco y negro en tus retratos, pero alcanzo a
ver tu notoriedad que no es para mí, ni para quien
amaste (tampoco sé a quién amaste, te lo tenías muy
reservado). Y me muero de incapacidad por hacer mi
gloria, sin la necesidad de imitarte en la justa envidia

-43-
que te tengo. Nada de eso. Sólo quiero un poco de
los besos que te dieron, abrazar tus lentes y pegarlos
a mi rostro, como cuando te fotografiaste junto a tu
gato (también tengo un gato y no es suficiente). La
aristocracia se logra con disciplina a partir del talento
como bien lo demostraste. Y cambias todo, por un
libro más. Y cambias todo por una novela más, por
un rato de alegría que sustituiste a cambio de alcohol.
Te entiendo, todos tenemos que entendernos, si acaso
deseamos tu gloria de sombrero y sonrisa pública. Tú,
que estás allí sentado en el sofá del foyer, gozando
de tu comodidad y buen gusto. Con todo, he visto
a los que te acompañan con tu pecho desnudo. Te
flexionas el tórax para esperar la mejor pose de la
foto. Y así pasas a la eternidad (y Roberto Bolaño
nos dijo que nunca seremos eternos), haciendo de tu
nombre literatura. Listo y hermoso para mi fijación
emocional. Muchas veces nos confundimos por co-
modidad del lenguaje, en vez de decir foto, decimos
en cambio retrato. Seguiremos contando retratos por
no tener mejor suerte. Es una manera de divertirme
con mi fracaso. Y como tú, enciendo ese cigarrillo que
pongo entre tu comisura y la mía. A otros ya no les
importa cuáles libros escribiste. Yo en cambio te leo
para redimir mi estupidez.

-44-
Raymond

Tenía treinta y cinco años pero al cruzar la calle se-


rán apenas trece. Así cavilaba mientras los niños le
miraban sin soslayar la curiosidad, dudaban si acaso
no era aquel señor al que habían visto a las puertas de
su colegio unos minutos atrás y ahora cruzaba la calle
en forma de niño. «¡Hola señor Raymond!» —parecían
decirles al unísono y con sus bocas mudas, pero otra
voz saltó del asombro:
—Epa, ¡Raymond! —dijo Reinaldo.
Raymond descuidó el saludo como si aquello fuera
parte de una rutina infantil. Reinaldo, sin embargo,
no tenía la menor duda de que se trataba del señor
Raymond. «¿Qué hace entonces (pensó Reinaldo), con
ese cuerpo de niño?, los adultos no tienen ese tamaño
ni esas manos pequeñas». Reinaldo por lo visto se
asustó y a la vez quiso reírse, no podía comprender
cómo el cuerpo se desvanece con las formas del aire
en el recuerdo. La ciudad también se hacía pequeña,
sus labios y su rostro se desanda en la mirada de un
niño cuyo entorno venía de su corta edad. Los ojos
de Raymond son sus dedos metidos en el agua, se
hunde, pero sólo Reinaldo reconocía aquella hume-
dad del claro de sus ojos como un niño sabe hacerlo.
Este saludo era un silencio en la ciudad y la ciudad
iba de la mano de su madre. Le apretaba la mano y
quería gritarle a su madre que el señor Raymond ya
no es el hombre grande sino este pedacito de hombre.
«No le digas a nadie Reinaldo» —creía también
decirle Raymond en silencio, junto a la cavidad de
sus ojos, de aquella distancia que hay entre sus re-
cuerdos y el cumplir, bajo sorpresa, trece años—. En
efecto nunca se lo dijo a nadie, si bien ha quedado con

-45-
la duda al otro lado de la ciudad sin saber qué edad
tenía Raymond después de tanto tiempo, si aquello
era real o sería soñado en el día. Para Raymond
continuar con trece años era su mejor heterónimo y
desaparecer de la saga literaria hasta nunca más ser
el hombre grande. Una vez pasado los años, tan solo
Reinaldo conocía el paradero del escritor Raymond
Bleycer y del por qué se había hecho niño para desa-
parecer. El realismo sucio lo usó en su vida, dejando a
otros académicos recrearse en su retórica de escritores
desaparecidos. Reinaldo recordaba esta anécdota
en su soledad de escritor menor con las manos de
cualquier niño.

-46-
El deseo de la sombra

Todo el cuerpo me duele. El dolor es así, me decía


antes de entrar a la habitación. La habitación que
dormía al sol. Apenas entraba tibio y apagado por el
resto de la vidriera. Allí estaba el traje. No sé si era
real pero el traje colgaba como si quisiera invitarme
a entrar, las paredes blancas (como casi todas las
paredes que conozco), una camisa aquí, un pantalón
allá y la pequeña mesa sostenida sobre el estribo de la
cama. Todo desusado y aburrido te hacían medir los
pasos que apenas necesitas para llegar de una pared
a la otra, diría que cinco metros, no menos, para ir de
un punto a otro de la habitación. Y es curioso tanta
memoria para pocos pasos: la luz no llegaba hasta
la puerta, se ahogaba en la oscuridad del pasillo,
produciendo aquella dimensión entre lo oscuro y
lo claro, hasta alcanzar la suavidad refractaria de la
luz. Como todo proceso irradiante, la luz viene de
un estado emocional de la materia. Podía verlo por-
que el tragaluz arriba del clóset permanecía abierto
detrás de ese sol que poco me iluminaba desde esta
puerta y ahora en cambio se presentaba como una
pantalla dentro de mis ojos. Allí entonces vestí aquel
traje otra vez de negro que me había prohibido y yo
insistía en llevarlo, quizá porque deseaba recordarla
a ella de esta manera en mi evidente huida hacia la
oscuridad, recordarla hundiendo su mirada abstracta
sobre mí. Seamos sincero: no es a mí a quien mira,
sino al espectador que se despide en esta fotografía
con su cuello desnudo, la piel clara y una sonrisa con
el labio mordido (o la imaginaba así), advirtiéndome
de su juego o de mi derrota por desearla. Todo estaba
perdido en ese intento y tenía que masturbarme por

-47-
enésima vez. Así que la sombra es el resguardo, sino
un ratico de ti entre mis manos. Suena extraño, pero
la luz tiene su sensualidad bruta, un poco de jadeo
y sudor conformándose en una idea. En un estado
de excitación que te hace perder el hecho sagrado
de Miriam llamándote para servirte la sopa. ¿Sabrá
la señora Miriam que me masturbo con una foto de
cuando ella era joven? Aquella luz nunca me hizo sa-
ber ese lugar de gracia que es el tiempo (una vieja foto
muestra tetas en sepia) ante la figura de tu juventud.
Esta luz corta cae sobre la foto y continúo con el mo-
vimiento acompasado. Un rato más tarde, me estoy
tomando la sopa en un gesto de agradecimiento y aún
vestido de negro veo cómo la sombra abandona mi
habitación, primero, no lo sé, desaparece mi zapatera,
luego desaparece el escaño, la oscuridad del piso, la
ventana vencida, el olvido del tragaluz y el estribo de
mi cama o, al momento, un pedazo del escritorio. Y
le sigo. Disfruto la sopa.

-48-
La cabeza canosa y dura de Joan Brossa

En mi cabeza una tecla tras otra. Un sonido compacto,


breve a la vez que continúo. Quiero decir, en cuanto
más enérgico sea su sonido habrá más palabras es-
critas. Un montón de ellas.
Logro despertar, sólo debo teclear la página
del día de tanta mierda que sale. Desertar tras la
página y con ello desertar de lo ridículo. Hasta de
mí (cuando chateo nunca envío la respuesta). Nada
me es más confuso que huir. Que quede claro, es
el sonido del teclado y no la imagen de la pantalla
quien me mantiene sentado. Diría que las imágenes
pueden persuadirme. Sustituyen a todo placer mis
obligaciones en este lugar horrendo en el que trato de
teclear. Sobre todo cuando estás condenado a tomar
tantos sedantes. Siempre a la misma hora, siempre al
minuto, siempre a una puta hora que no sé de dónde
viene. Si esto cambiara un poco, quizás si llegaran un
minuto más tarde. Un minuto, después de todo no
es mucho pedir. No se conforman con el conjunto de
pastillas que me dan a diario, en cambio, tienen que
cerciorarse del itinerario médico cada día. Sin tardar,
acepto cada coartada por dos horas de tecleado dada
las restricciones. Que me dejen solo ante el brillo de
la pantalla, el teclado y el mogote de cables revueltos
en mis pies.
Cambiarían su maldito y rutinario trabajo por el
placer de teclear a diario conmigo y eso sería muy
pegajoso. Quiero hacerlo solo porque es la mejor
manera de salvar al mundo. No hay otra. Es más, si
de mí dependiera, visitaría los hogares para decirles
que no derrochen la ocasión para salvar al mundo.
Por favor: A TECLEAR QUE EL MUNDO SE ACABA.

-49-
Pero, yo, después de inhalar pega y comer tabaco
prefiero teclear, sabiendo que te produce otro tipo
de alucinaciones que no te da la droga a cambio de
mis masturbaciones diarias. Debo explicarme con
mucho cuidado: no se trata de que no me cautiven las
imágenes, todo depende del color de éstas. Si miran
con detalle notarán algo: son más populares aquellas
páginas que tienen los colores bien combinados entre
rojo y negro, algunas veces matizados entre blanco y
azul. Junto a las ventanas colgantes hacen de la hache-
teeleeme una convicción y, como es natural, un pro-
blema ideológico. Nos garantiza que salvaremos al
mundo. Recuerden, primero debemos teclear, salvar
al mundo y adoptar un niño del África antes de irte
a la cama. A toda luz, es un proceso de convicción
cuando tus dedos se deciden por el cambio hasta que
las imágenes sean recibidas como una alternativa
alucinógena y digital.
Esperen.
Tomo una o dos píldoras. De lo contrario dejaré
de teclear para usted, lector.
Así prefieren llamarle ellos. Así les llamaré.
Debo tomar una.
La letra «X» se repite hasta cubrir la pantalla
completa.
Debo tomar una. La tomo.
Sigue la letra «X» de cifras algorítmicas…
01101010100010020110101010100101001020.//
010101010101010100101001020... Continúa la «X»,
una de la otra como los pensamientos.
Las palabras se dividen, se cortan ante mis ojos,
desde el lado verde de la pantalla. Afuera en la calle
es 1987, en mi cabeza todo se aburre en este año de
2010 y todas las piedras caerán sobre la tierra o una
sola arriba de esta enfermera que me trae píldoras,
me trae todo el miedo y las ganas de odiarla hasta

-50-
verle aplastada su cabeza, sin embargo, allí sigue.
Regreso a lo mío: se repite una letra «X» otra «C» y
barra diagonal (/), la pantalla sigue verde y mis ojos
miran detrás del monitor. Continúan las píldoras
amontonadas y oscuras (no puedo tirarlas al lavabo)
y opto por vomitarlas fuera de mi habitación.
Debajo de mi escritorio las palabras migran por
medio de la estática del cable en forma de algoritmos,
uniéndose finalmente a una matriz de números, cifras
y códigos almacenados en bytes, kilobytes y gigabytes
que no caben ya en mi memoria y tienen que estar en
alguna parte. Es cuestión de convencerse: alguien nos
controla desde la «red». Pese a que nos vigilan, saben
qué estamos haciendo, lo que has comprado, la última
vez que visitaste al médico y si te compraste o no un
condón (soy limpio cuando me masturbo). No es un
secreto para nadie. Están allí tragándose al mundo.
Tal sensación de inseguridad comenzó el día en que
decidí no prestar más atención a las «computadoras
de punta». Y es que la forma minimalista con la que
se dispone sobre tu escritorio es un riesgo para cual-
quiera. Para evitarlo cancelé mi tarjeta de crédito, dejé
de ir a tiendas y aprendí los secretos de los hackers
con lo poco que me quedaba de libertad y de dinero.
Claro, una vez que hayas descubierto el fraude empie-
zas a tomar en cuenta los aspectos técnicos de rigor.
Desde entonces mi entorno tiene ese carácter científico
donde el cableado se revela sobre el escritorio y en
su exterior se deja notar las tarjetas integradas de la
computadora a modo de escabullirme de las manos
blandas. Puedo sentirme tan firme alrededor de la ha-
bitación que, a pesar de la poca luz que entra, aporta
un mayor estigma para concentrarme en el corte de
letras y los números verdes. Todo, dará con el intruso
que ahora percibo más cerca y con ello haré encriptar
los archivos al trocar la contraseña. Es importante

-51-
cambiarla regularmente, pero haga lo que haga, me
darán más de esas píldoras, una, dos, tres y otra tanta.
Nada conseguiré con decirles que esas cosas caminan
entre los cables. Entonces los enemigos, bajo capricho,
se introducen en las paredes hasta alcanzar el módem.
Los de aquí no saben que tengo el módem encubierto
porque están muy ocupados con sus píldoras que te
hace confesar hasta exprimir tus neuronas. Evito estas
píldoras detrás del monitor, cuando no, las vomito.
Quizás si te las tomas poco a poco tu cuerpo recordará
al de una rata de laboratorio: torpe y sumisa hasta
ceder a sus designios y hacerte perder tu inteligencia
de circuitos integrados. Han logrado, los de manos
blandas, su objetivo al dejarte sin estima. Por eso,
escondo las píldoras (vienen sospechando de mí)
porque tengo información de que hoy menstruarán
mi cuerpo para sus bizarros experimentos. No puedo
escapar, si no, no sería necesario este relato. Ya se me
ocurrirá algo para estar del otro lado de los cables.
Estoy preparado y siento sus pasos cerca. Pierdo la
concentración y mi conexión con el módem.
Me apuro y tengo otra vez sueño.
Duermo.
Como quieran debo asegurarme de que todo
sea un juego. En cambio mi cuarto es un sistema de
hombres robando mi voluntad. No pienso, lo hacen
por mí. No sé si está bien cuando es demasiado tarde
para cualquier mesura. Dije, están cerca, los oigo, los
huelo y me llegan a la piel. Me cago, me arde el culo
y me harta entonces el sonido de las botas, —corrijo,
usan sus botas—. Nunca levantan sus pies, trazan
cada paso con la misma parsimonia, golpean las
únicas efigies de mi cuerpo, pierdo la noción de los
colores verdes sobre la pantalla o las ganas de seguir
masturbándome. Lo peor está cuando se te arriman
con el olor a trementina que se confunde con el for-

-52-
mol al lado de mis narices. En cada paso que dan,
la ansiedad se limita alrededor de mi pensamiento,
creándose una figura dentro del módem y de este se-
creto con el semen entre mis manos. Dejémoslo hasta
aquí, incluso, me veo obligado a huir (mi palabra
prohibida) metiendo mi mente en un frasco de agua
caliente. Así la cuchara es un tenedor en su sombra, se
desanda la fotografía en blanco y negro para reescribir
con mi mano derecha ese secreto que confío sobre la
página de un libro, creando un significado de letras
ininteligibles. El primer libro está en blanco y recibe
las palabras espejadas del otro, donde leemos la
refracción de aquél que se proyecta en el vacío. Así
es mi mente caliente, la deserción del albor que me
produce el traje blanco de la enfermera. Y conservo
el cacho de vida que queda. Todavía, en la luz de mi
cuarto, se refracta también la pantalla verde entre
una imagen que se impone sobre el resto del humo,
produciendo una nube sobre la cabeza canosa y dura
de Joan Brossa. Tecleo.

-53-
No puedo casarme con un hombre rana

Soy una actriz fracasada. Los productores y los due-


ños de las televisoras lo saben y, haciendo caso omiso,
continúan armando su red de estupidez fabricada.
Te cambia por otra. Eres prescindible debido a que
las leyes están establecidas para ellos. No puedes
salirte de su plan, el día que lo hagas, como lo estoy
haciendo ahora, eres una cosa más a la que pueden
tirar a la basura. Y te lanzan al pote más cercano y
podrido. Es cuestión de tiempo, lo demás se lo dejan
a las reglas del medio. La ley establece los términos
de tu exterminio. Listo, ya no eres nadie, te escondes
en una pequeña caja que apenas cabe en el mundo.
Todo está consumado para el final que te espera. No
quiero con esto demostrarles nada, acaso continuar
con mi vida. Anunciarles que en mi lugar vendrá otra:
«Alma abierta», «Una mañana con Frank» o «Corazón
iracundo». Pónganle el nombre que quieran a su nue-
va producción del programa. Al final de cuentas todos
tendrán el mismo desenlace, sin derecho a la protesta.
Se toma o se deja. Aunque quieras cambiarlo, será
imposible, puesto que formas parte de un mismo
entramado. El maltrato emocional, la depresión o el
«quítate tú para ponerme yo» constituyen, supuesta-
mente, «un modo de hacer televisión», del mercado
y ya saben cuantas tonterías más. El compromiso
de la publicidad ha hecho de los actores simples
«mercaderes del arte». ¡Nos vendemos a precios tan
bajos! y sin escrúpulos. No hay manera de escapar,
estás hundida. Al darte cuenta, es peor que la muerte.
Después de un tiempo ya me había acostumbrado a
la idea de convivir con placer en esa pocilga. En este
momento, al vivirlo con tanta fuerza en la mujer que

-54-
había despertado en mí, he visto mi futuro, lo he toca-
do y sentido en el estómago. Lo que les digo sucedió
antes de verla llegar a ella en mi oficina con su traje
ceñido y el cabello pegado a su espalda. Saben muy
bien de qué les hablo por hablar de sexo. Bueno, allí
la tenía yo. Visitando este burdel (no tienen por qué
saber que existe un burdel de mujeres para mujeres).
Ya había pasado cinco años desde entonces, pensando
en cómo había sido mi cambio, visto que estoy sin-
tiendo el triste placer de sus pechos sobre mí, con su
crudo respirar que me envuelve desde su movimiento
acompasado. Son tantas las ganas que no sabes si el
puro deseo te va a dominar o estás por devolverle
el mordisco en su labio superior: «estás bien vestida
hoy», me dijo. Justo en el momento que sus palabras
son un rumor abstracto y ajeno. Me había quedado
recibiendo tanta delicia que mi cuerpo de mujer se
confundía con el placer, estaba disfrutando ahora
de mi cuerpo, con tetas, manos y caderas de verdad.
Ese día no tenía grabación. Disfrutaba junto a ella mi
cuerpo de mujer con las mismas tetas, manos y ca-
deras y labios y pene también. El público tendrá que
esperar otra mentira en mi papel de hombre. Debo
decirlo, el corpiño que me puse me aprieta las tetas
plásticas y la luz del estudio no me permite mostrar
las diferencias. Ayer era menos estúpido, pero hoy
tengo trabajo y más dinero en mi cuerpo de mujer.
Soy una cosa que se bate en el culo de los productores
y el púbico quiere más tetas plásticas que esconden
a un hombre. Tragan tetas plásticas, mastican uñas
pintadas y cagan cabellos platinados o el dueño del
canal se masturba con las medias negras de su mujer
mientras que ella se emborracha, pues no sabe qué
hacer con sus improperios y sus regalos de los rega-
los de otro hombre. Sin embargo está segura de que
su nuevo auto le otorgará la mayor felicidad con el

-55-
mundo. No se equivoca, es cierto cuando nota que
está casada con un hombre rana. Y todos los hombres
ranas son dueños de aquel deseo. Y de mi trabajo
como actriz, considerando que el actor es otro que no
soy y se desvanece en el espejo con un pene difuso
de hombre famoso.

-56-
El alfabeto de la memoria

Él estaba loco y quería explicarle al mundo cómo


podía esconder su realidad al resto de las personas.
Nunca lo han sabido. Sólo él lo sabía y tenía que
demostrarlo. Fracasó. Relató su historia para buscar
algunas respuestas de su búsqueda errática: la pala-
bra, en el rigor de la escritura, trae una preocupación
a la apacible conciencia del individuo. Y es un deseo
antes que la razón en un cuerpo que se estrena. Para
tal fin, el individuo es enajenado de piernas y alma a
esa situación o quiere hallar el objeto nombrado por
primera vez en la infancia, el cual adquiere éste en el
intelecto un modo infalible cuando trae al presente
todos sus juegos, con los sueños de la infancia, hasta
armar las primeras palabras. Consiste la táctica en
volver a apostar por lo perdido en la niñez, regresar
a la inocencia y mandar todo al carajo. Un niño con
la conciencia del adulto como divertimento. Las pri-
meras palabras escritas son elaboraciones legítimas
y compuestas desde esos códigos no signados de
la caligrafía ingenua. Convirtiendo lo escrito en un
placer revelador de la vida: la inicial forma de su
escritura es parte del entorno de donde proviene una
mente blandita. Descubre, al hallar la procedencia
de aquellos códigos, cómo se manifiesta en grafía
los sentimientos por el juego y la creación. Pero en la
medida en que pasa el tiempo descuida el significado
del juego por hacerse viejo. Por ejemplo, recuerda
de su infancia cuando trazaba aquellas grafías cuyos
contornos obtenían, además de horizontalidad sobre
el papel, la alegría afable por todo lo que duró su
niñez. Por eso también recuerda cómo su amiguito
escribía sus palabras —o lo que él creía que eran—,

-57-
las cuales, en su entendimiento de niño tímido y re-
traído, era la norma de exponer la irregularidad de
sus pensamientos, el entretenimiento, los sueños y no,
en cambio, según el rigor de la lógica, una convención
de significados que han sido impuestos para leer y es-
cribir por una maestra aburrida y gorda. Gorda como
sus palabras. Y él se rebeló. De ahí que el encuentro
fortuito con la palabra es un acto de placer perdido
en el confín de lo imaginado por un niño. Lo olvidan
quienes exigen un sentido inalterable a las palabras, le
exigen un discurso cuando, en su naturaleza simbóli-
ca, ellas son libres de éste. El discurso por el contrario,
se le entrega liberado al niño: adquiere en el juego
su significado. Él comprendería esto mucho tiempo
después cuando quería explicarse las cosas raras que
le estaban sucediendo. Se comportaba bien, dentro
de lo que le mandaban. Era correcto y noble con los
suyos. Sin embargo, seguía sucediendo cosas extrañas
y tenía que resolverlo si acaso alguien lo ayudara a
encontrar una respuesta por lo que venía. Si no, todo
continuaba de la misma manera. Y es justo lo que no
quiere. Había entendido que las cosas raras tenían al-
gún origen en el mundo de maravillas que se cernían
sobre él. Tomará lápiz, papel (lo prefiere así) y tratará
de reinventar la otra orilla de su vida. Escribe lo que
él considera ser una palabra. Se equivoca, las cosas
siguen igual. Escribe otra palabra y nada ha cambiado
de acuerdo con lo que entiende. Al día siguiente de
cualquier día (según deduce), se levanta ya llegada la
tarde y su escritorio está cubierto aún de decenas de
palabras, papel en blanco y de un silencio abstracto,
raro, como lo que ve. Todo sigue excepcional y ajeno.
Así que las emociones no parecen brotar hasta que
se reconozca en medio de su verdad. Sentía que algo
no estaba claro, el sentido de la realidad salía de su
lógica. Era definitivo entonces, tendría que aprender a

-58-
escribir de nuevo, empezar con las letras, la unidad de
ellas y la fonética que le producía al nombrarlas. Y al
nombrarlas el dolor regresa, porque cuando era niño
no supo escribir. No aprendió a escribir, sus palabras
eran amorfas, cierta predicción de un pensamiento
que venía de otro mundo, el mundo secreto de los
niños quizás. Eso no importa ahora, estaba loco y lo
único que podía hacer era ver qué estaba sucediendo
arriba de su escritorio. Y se recordó que «los escritores
somos seres heridos» como decía Paul Auster. «Por
eso creamos otra realidad». Él no era aún escritor ni
tenía intención de ninguna erudición, pero su mente
daba vueltas hacia cualquier lado como si el incons-
ciente le gritara a sus oídos sordos. Pasado el tiempo,
lo intangible se le acercaba por un lado de sus manos
donde tenía que unir el alfabeto para crear sus signos.
Lo hizo y el dolor de cabeza habría desaparecido
por un buen tiempo mientras pronuncia sus sonidos
ininteligibles, incluyendo el sonido de las letras que
otros dan por hecho. La escritura le sorprendió con
la madurez, puesto que lo único que lo aliviaba era
hacerlo con letra diminuta.
Al pasar los años en la calle lo han visto repetir las
mismas palabras. Él busca papel en blanco cuando se
le termina y a todo el que se le cruza le pide un lápiz.
Sin demora escribe palabras aún más diminutas hasta
desaparecer. Se corre el rumor que allí empezó todo.
Dicen —y para todos no es más que un rumor—, ha-
berle visto conversando con Enrique Vila-Matas de
putas y de una antigua amistad con Montano, porque
la literatura les cansa y se les ha ido de las manos en
una ciudad donde el amor es una traición y no hay
palabra que la contenga. Ha ido a encontrarse con
esa tertulia por simple coincidencia para escribir en
primera persona del plural e identificarse mediante
una voz en alto cuyo oyente imaginado los transeún-

-59-
tes nunca veían. No importa, él sigue hablando a todo
placer con personas y palabras invisibles, creando
ese libro que nadie conoce para los nuevos lectores.

-60-
Bajo el sol de mi lengua

Vuelvo con lo mismo: dejémonos de interludios. Soy


una mierda, a nadie le afecta que siga siendo una re-
sentida de mierda que busca en la escritura cualquier
impronta con tal de no hacer nada. Si hasta aquí he
llegado, es porque quiero que esto se mantenga como
un adefesio de mi propia abstracción. Quedas para
eso, reconócelo, sabré lo que estoy escribiendo con la
misma honestidad para ti (todavía apreciado lector).
Vuelvo a decirlo, soy una mierda que pretende con-
tinuar con toda aquella parafernalia. Lo haré a pesar
de que nada hay más inútil que este acto de confesión.
Acaso las palabras lo justifiquen, no lo sé, trataré de
ver hasta dónde se puede llegar con eso de las malas
palabras. Si es el caso, el enunciado hará que el lector
(este lector que soy de mí) se vaya a la misma mierda
que acabo de nombrar. Será inútil, además de impro-
pio, nombrar un montón de mierda como si fuera los
conductos semicirculares del oído. Que salga de mi
boca mediante la articulación verbal la figura esca-
tológica, no importa. He oído decir que una vez que
tengas todo eso metido en tu cabeza gritarás diciendo
cualquier palabrota en un gesto mudo de la garganta.
—Tenga en consideración mi estimada amiga —
engrío su voz—, que debe utilizar bien las palabras.
—Eso lo tengo claro.
—Lo sé mi jefecita. —Sentía, además de cínica,
que su palabra «jefecita» venía de ese oscuro sabor
de la boca y terminaba pegada a mi oído medio. Allí
se quedaría en un eco grueso y discontinuo. En ese
momento le partí la cara con el nudo duro de mis
manos. Como entenderán, esta distracción de las
palabras quedaría hasta allí. Él, por su parte, tirado

-61-
en el piso con una sonrisa forzada y llena de miedo
por lo que me atreví hacerle. No sabía qué motivos.
Lo hice. Quizás para regodearme con lo cotidiano y
hacerle sentir mi parcial poder por darle un golpe. A
fin de cuentas era extraño que se dirigiera a mí.

Sin demora me retiré a la ciudad donde ya no


cabríamos. Seguí caminando por adoración a los pa-
seos. El asfalto me conduce al emboque de los árboles
que se abren en el medio del techo, como si la tarde
tuviera una deuda conmigo a medio camino entre la
dureza de los hierros y el polvo húmedo que atra-
vieso hasta dejar atrás una parte de esta ciudad —y
el miedo a los jefes con los golpes duros en la cara—.
Los hierros, pensé, que se desandan de los vértices
que lo definen, cubren el matiz del portal abatido
por sus bases que lo destemplan (los enrejados son
la sombra detrás de ti). En dos líneas sacralizadas
queda alineado hacia la bóveda, permitiendo que la
boca de su vómito oriente al transeúnte que huye de
su jefe. Una vez allí, las paredes nos envuelven en su
cofradía. Todo esto puedo mirarlo desde su exterior.
Pero no es mirar lo que atrae mi atención, sino sus
cuerpos que lo constituyen. Tal vez es una forma
ausente, inhabilitada y vocativa de unos dioses que
nadie oye, pero nos ven. Esta sombra que te corta el
camino por las voces que de allí se diluyen. La luz es
simétrica por las características de los ángulos que
la definen. Esta es la composición fundamental que
deben tener las estructuras que unifican su herrumbre
y la forma de estas calles que terminan en el parque
(qué mejor podía hacer si en el trabajo ya te habían
dado una patada por el culo y la patada es real y duele
y es merecida). Entonces desde la horizontalidad de
sus muros donde el tiempo sólo transcurre entre un
vitral y otro, el cual espeja la realidad cuando en ese

-62-
momento cruzo el umbral del portal o me escondo de
la calle porque la ciudad se va quedando torpe ante la
hiedra. Cuando has perdido el trabajo, claro, todo te
parece mediocre y lleno de olvido. Y bajo el sol de mi
lengua un rancio sentido por la pérdida de un sabor
amargo. Las palabras hay que usarlas bien (inclu-
yendo toda articulación) y con ello la lengua. Si no,
tonta, te vuelves un montón de mierda caminando sin
sentido de orientación. Estamos ante el hecho de que
la lengua, como la entendemos, es un órgano vivo.
Me refiero a toda su composición orgánica de la
escritura, por ejemplo, cómo por medio de la fonética
escribimos, imaginamos y hacemos palabras las cua-
les se meten en nuestras cabezas. Es decir, he nacido
lejos de todo, pero me hago entender con este caste-
llano, prestado y enajenado por la necesaria voluntad
de los otros y ahora me enredo entre un bosque y la
ciudad (esta ridícula actitud de las ciudades), ya que
a veces pienso en otra lengua y me siento extraviado,
amarrado de sonidos extranjeros como si alguien
dentro de mí el quisiera deshacerse de la confusión
lingüística. Una ciudad que camino para salir de este
sueño, donde a un tiempo me estoy soñando mientras
camino sin rumbo preciso, imitando a un personaje
de Borges y de otros escritores que copian palabras
de otros. Ya, en ese instante breve de mi pensamiento,
soy eso que camina, deteniéndome en una esquina a
la que tenía tiempo que no regresaba. Y sigo con mi
paseo, en un gesto inútil, imitando a personajes para
hacer de esto un cuento. Contar algo aburrido para
disolver mi intento de huir. Y buscar unir el anterior
relato de éste. Fracaso.
Estas cosas suceden en mi ciudad. En todas las
ciudades. El inicio de un indigente, cuya orina, piel,
suciedad y mierda dejan de tener su propia historia.
No todos tienen la capacidad de notar cómo el jefe

-63-
de la cara partida está cargándote el día después de
mi golpe.
Cayó él con fuerza metiendo la cara en el pavi-
mento.
Se levantó como pudo, con los pantalones mojados
de la rodilla hacia arriba y le corría una gota de sangre
en la boca como un pequeño botón de la camisa de
un niño. Yo quería pensar que su odio se concentraba
en ese punto de la cara. Mi golpe, con el nudo mudo
de mis manos, había sido certero pero no como para
partirle la cara.

—Estás despedida, lóbrega —me dijo con su frase


mal articulada de idioma extranjero.

-64-
El amor está podrido en la respiración del mar

El amor está podrido en la respiración del mar, en


la orilla de tu cuerpo que se abre para la herida de la
memoria. La memoria, aquella estupidez del alma. Te
cito y repito sobre una retórica de la garganta, donde
escupir será lamentar el resto de tu pensamiento, eso
sí, girando sobre la membrana de tu cabeza. Esta pa-
labra rectilínea con la forma de tus ojos que no corren
hacia adelante, sino hacia al horror. El horror del que
dispones a partir de tus labios, este otro labio oscuro
sin profundidad ni estupor por la palabra proferida.
Olvídalo, en él se hunde la realidad de tu odio. Tus
manos ya no se extienden hasta acá, en el placer de
cortar un trozo de mis pies que gritan por tu abando-
no mientras la espuma del agua me acaricia la duda
de estar sentada sobre una piedra amarga. Dura y
amarga como tus manos cuando se despedían aquel
día y sólo te sentía de hermana a hermana. No antes
estabas llena de vida a las puertas de un apartamento
que hasta entonces era de las dos en nuestro mundo
amueblado, amanerado y servido al placer. Un mun-
do que me dio a conocer una hermana que ha sido
producto del incesto. Y el mundo la había escondido
para mí (porque todos odian esta forma de entenderse
con los cuerpos) este amor hacia tu filial pertenencia.
El deseo no te hizo ilegítima. Estás presente, sentada
a mi lado y nuestros cabellos se enredan sin prisa ni
sal del mar.

-65-
Pessoa evade mi fracaso de imitarlo

Porque no nos engañemos: escribimos


siempre después de otros.

Enrique Vila-Matas (Perder teorías)

Leer una vez más sobre aquellos escritores que


desaparecen y no quieren ser reconocidos, con la
intención de no estar en ninguna parte. Alejarse del
mundo. ¿Puede acaso la lucidez llevarnos a un estado
de ánimo tan irreverente que raya en la absoluta for-
ma de la soledad? Como si aquello fuera el retiro de
Silvya Plath del mundo literario. Colocarse en lo que
no es, donde sólo hay citas textuales, transcripciones,
discursos y mi tonto riesgo de escribir una historia
cuando antes ha sido un ensayo y que en este momen-
to no es más que un plagio de mí propia escritura.
Sencillo, hacer esto ya harto de hacerse: un ensayo
convertido en narrativa y aquí va el ejercicio: querer
repetir la masturbación megalómana para emplazar
el lado lúdico de lo literario. El tema: los escritores.
La trama: cualquiera. Ya lo sabíamos, una vez más
con la vida de los escritores, porque nos gusta que
éstos, los escritores, sean también personajes y con
ello dejarnos llevar por esa ojeada del lugar común.
Nada es real, ni siquiera lo que escribo en este
intento de caerme una vez en el mismo lugar de un
cuarto cerrado con dos metros cuadrados, cayendo
y girando nuevamente sobre la pared para volver a
caer, girar y voltear sobre mi cabeza hasta apoyar el
giro y, al caer, separarme en un movimiento cónca-
vo, de mi vientre. No se me ve el rostro por tenerlo
pegado a la pared. Me sostengo de ella al ascender:
una danza como si la escritura tuviera esas formas
del cuerpo. La escritura continúa.

-66-
Tomo el libro. No sé si acaso lo recuerdo, buscan-
do un «Pessoa» que se ha perdido en mi biblioteca
personal y quizás portátil. Veo, leo, entre el polvo que
aún no limpio. No termino de ordenar y mi gato y
los libros y el grueso viento que me hunde los ojos
o borran las hojas de mi capricho libresco e imitador
de otros escritores. Y yo, «escribiendo».
El artificio que existe entre autor y lector queda
enganchado hacia la forma del discurso el cual a su
vez nos conduce a seguir su narrativa, cuya sintaxis
se deja seducir por las ideas para la definición de la
literatura. Decir de ésta su lugar en el desarrollo cul-
tural europeo y para más, con la literatura en general.
Quiero decir europeo porque a quien se hace referen-
cia (entre el libro que ahora tengo entre manos) es a
Robert Walser. Robert Walser es la estructura del otro,
esta ficcionalidad lograda cuando el personaje Doctor
Pasavento consigue «materialmente» desaparecer para
acercarse a su mentado, de tener de él la gloria de su
pensamiento por medio de la idea que tenía aquél de
la escritura: una distancia del mundo, albergado en
un hospital psiquiátrico, como si fuera ese el único
lugar del mundo que representara aquella otredad:
reducirse, desaparecer, ser menos en la medida que
cambiaba de apellido cada vez que se acercara a la
intención física de no existir para nadie. El mundo,
sus lectores son esa relación con la nada. Un medio
de llevar la soledad, esa que me provoco y duplico en
personajes literarios. Por ejemplo ser Robert Walser es
acercarse con una postura y, así pues, con una defini-
ción, insisto, de esta literatura. El Doctor Pasavento ya
no quiere que lo recuerden, pero también quiere saber
cómo se desvanece su éxito en sus lectores. Qué tanto
se preocupan los lectores de él y qué tanto lo extrañan
en esa aventura de cruzar Europa en el cometido. Co-
metido que se verá satisfecho en el encuentro con otro

-67-
nombre que lo haga desaparecer cada vez más (porque,
piensa el Doctor Pasavento, así empecé a imaginarlo,
todo un señor especialista en neuroquímica del cerebro).
Nos relata el personaje en la trama por desaparecer,
como además desaparecen sus manuscritos en peque-
ños papeles que sólo podía leer él por ser tan minuta
la letra: la caligrafía también es la forma gráfica de
esa otredad. Desaparece la letra, desaparece él como
descenso sobre la página en blanco, sobre el diminuto
papel que lo soporta, el sentido de esa escritura es-
taba reservada a los límites de esa lucidez, un límite
con la locura a lo sumo, pero la escritura otorgará un
sentido a esta postura de desaparecer con sus escritos,
con sus papeles, con la vida misma hecha escritura.
La escritura. Repito, desciende sobre lo blanco, como
descendió la muerte de Robert Walser: unos pasos
quedan fijados en la espesura de la nieve antes de
caer muerto. Y sobre la blancura su rostro mira ha-
cia el techo azul y blanco del cielo, mientras ojea la
muerte boca arriba. La muerte en Robert Walser —el
cual me ha hecho buscar un libro de Pessoa que no
encuentro— es la fijación de esa mirada en el lector.
En el que reconoce en éste la dimensión de una vida
hecha poética, hecha escritura. Pasavento en pos de esa
mirada se digiere en diferentes nombres, personajes y
profesiones que nada tiene que ver con el escritor que
ha dejado atrás en la ciudad de Barcelona y termina
en el medio de Europa (aquí el espacio de la otredad
posee nombre de ciudades, se perfilan y se describen
con el elaborado artificio narrativo al que nos tiene
acostumbrado Enrique Vila-Matas). Se traslada el
personaje, como traslada su nombre a otro, de una
ciudad a otra. Se resguarda entonces en un hotel de
la calle Vaneau en París, o viaja de arcano hasta Suiza
para seguir los pasos de otro escritor fallecido, éste
es, Robert Waser. Es el otro que se le impone. Pasa

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así por diferentes apellidos, uno tras el otro, se van
identificando con sus cambios, como si se trasformara
en la metamorfosis que le exige el desaparecer. Un
estado anímico que necesita, un lugar kafkiano que lo
identifique. Con el que sepa de una vez por todas que
ha amanecido con otro cuerpo, su alteridad también
es corporal y se hace signo en el cuerpo. Ser otro, es
para él, igualarse con otra identidad que al siguiente
día no reconocerá, cambiará entonces su subjetividad,
su relación de sujeto con el mundo se simboliza.

El polvo de mi biblioteca está lleno de ideas que


se sienten en el cuerpo, como si mi cuerpo se hiciera
escritura. Soy texto también buscando una definición
de la novela, asiéndome de una teoría. Enciendo la
luz de la habitación y los libros no evitan las ideas con
las puntas de mis dedos. No quiero dormir cuando
todas las teorías están sobre el resto de mis manos. La
habitación sigue allí y este libro del desasosiego se me
desvanece por no encontrar la manera de escribir des-
pués de Pessoa, «siempre escribimos después de los
otros». Y nada cambia. Hasta aquí verás este intento
repitiéndote mediante una farsa intertextualidad de la
escritura. Si es mala ya veremos cuál será su destino,
pero me miento en el intento. Y eso si lo he logrado,
mentir, tanto busco esa fidelidad en mí mismo que me
quedé sin esencia, sin tener nada mejor que inventar-
me. Por ejemplo, insisto, la presencia de Pessoa cuan-
do remacho el poema: Si Dios no tiene unidad/, como he
de tener yo/. Algo así esta escrito, me atrevo a decirlo
en mi torpe traducción, pero es eso, soy portátil, viajo,
me fragmento, me encuentro en esa otredad para de
nuevo mentir. Es cuando he oído decir que Pessoa
aburre. A mí no, porque se ha hecho omnipresente
como mirando qué hacer con mis pecados. Y uno de
ellos, como dije, es asir esa duplicidad de Pessoa con

-69-
el idioma portugués. Una manera de viajar, de irme
de un lado a otro y justificar mi secreto con los libros
cuando me ofrecen el pleno derecho a desaparecer.

[después de leer a Enrique Vila-Matas y repetirlo aquí]

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El vitral en su cuerpo

Los libros no hablan los miércoles, pensaba a solas en


su habitación mientras miraba la ventana afligida con
su invariable estado de ánimo, cierto, porque para él
los marcos de las ventanas tienen ese sentimiento y
prometió, dada las circunstancias, explicarnos cómo
el resto del marco (el fragmento le discutía como si éste
articulara por medio de sus raspaduras las palabras
de sosiego que necesitaba oír. Seguía mirándolo desde
su sillón, aún estaba sentado y podía ver que aquel
marco de la ventana continuaba creando la duda so-
bre esas emociones de los cuerpos. Era extraño que
se dejara llevar por la desidia, aun así le gustaba el
cuartucho donde los libros se arrimaban como una
caterva cómplice de su placer por la lectura en silen-
cio. «Aquí estoy hecho literatura —siguió pensando
cuando miraba todavía debajo de la moldura, ausente
como el cuello de una jirafa—, con rabia, con una
emoción que se consigue en medio de los malditos
recuerdos». Lo hacía porque no tenía tiempo para
ordenar el mundo de su desván. Sin embargo el otro
marco de la ventana era diferente. Se acercó a él para
distinguir aquel lugar de la ciudad que le recordaba
las cejas indiferentes de Milvia y a ese cuerpo que
era entonces y ahora una miel pegajosa, amable y
empalagada en su memoria, pero la disfrutaba, la
lamía y le mordía también el lado duro de la duda en
cualquier parte de su cuerpo. Siempre desconfiaba de
esa realidad antes de que se disipara toda forma de
aparecida. Tenía que conservarla en su mente en vista
de que el deseo en él tenía el nombre de miércoles. Y
hoy es miércoles. Qué había hecho entonces para que
Milvia dejara esta parte del marco y desertara hacia

-71-
al otro lado de la ventana que sólo le servía a él para
husmear, hundirse en la vida de los otros y, cuando
la suerte lo permitía, arrearse en su rol de voyeur. Él
lo podía comprender bien, puesto que, la membrana
de su memoria, era real además pendenciera y dema-
siado cabal para su gusto, pero sí, estaba sucediendo
antes de las tres de la tarde cuando los libros no ha-
blaban. Otra vez, en el medio de la ciudad y del día.
Para cerciorarse, pegaba sus ojos sobre la humedad
del cristal, apretando el resto sobre los bastidores de
la ventana. Lloró el resto de la tarde por su pérdida
cuando cae al piso uno de sus libros que recién habían
publicado con éxito. Nunca más iría a la presentación
de sus libros. Lo esperaban periodistas, lectores y
cuanto evento sus editores habían organizado. Todos
estaban allí, esperando también que la lluvia cesara
y que Levy Saldon entrara con la sonrisa amable y el
gesto displicente como un signo mestizo de su rostro.
Nadie sabe del él hasta ahora. La literatura lo abando-
na y no sé ahora qué es real. Su vida es un libro mudo.

-72-
A 1.236 Metros todas las máquinas de escribir son
iguales

Javier Xiver, escritor de contranovelas, había encon-


trado el lugar más alto desde donde suicidarse. Y
tenía más de un mes calculando cómo se dejaría su
cuerpo y los sesos pegados al friso. Nunca abrazaría
esa clase de pensamientos sino hasta ese día de la
crítica en el diario. Habían descubierto su seudónimo
con rigurosa avenencia siendo para él el fin de todo.
Tenía que reconocerlo: «ese tipo era bueno» y salía
de la media de los críticos (pensó). Su ausencia como
autor era algo que le pertenecía y ningún censor te-
nía porque descubrirlo. Javier Xiver, «escritor de la
ausencia» —así se hacía llamar cuando firmaba sus
escritos—. Toda su creación la presentó en lengua
castellana, había vivido durante los últimos treinta y
cinco años en la montaña de Montserrat a una altura
máxima de 1.236 metros sobre el nivel del mar. Lo
han visto entre las comarcas del Anoia, del Bages y
del Baix Llobregat, icono de caligrafías y símbolos
que colocan su escritura en un lugar místico, tratando
con la soledad, el distanciamiento y el tiempo para
descubrir que las emociones son tan duras como las
piedras de las calzadas. Desde donde estaba seguro
que encontraría además esa relación entre la emoción
y la escritura, el rigor de la emoción racionalizada que
le permitiría escribirlo todo (al menos así lo creía) en
un encuentro con el vacío. Quedarse tranquilo y huir
lo más pronto posible de conferencias, reuniones y
tertulias hechas a lo francés que no tienen de francés
ni de catalán. Quería redimirse, ser poca cosa en
ese intento y dedicar el mayor tiempo posible a su
obra. Ya vendrían otros a encargarse de los méritos.

-73-
Sabemos que la literatura está llena de gente, sólo
de gente que quiere la fama, el goce y la desviación
neurótica del reconocimiento en sí mismo, y deseaba
huir sobre todo de aquella mediocridad, tan carente
de la más mínima reflexión literaria, del uso concep-
tual de la literatura, huir de un montón de firmas y
publicaciones no deseadas. Huir. Dúctil paradoja: lo
había ansiado con tanto ímpetu y, ahora que lo vivía,
quería estar lejos de eso. Entonces buscaba estar un
poco más arriba de nuestras cabezas y a la vez ausente
de su cuerpo.
A quien si hallaron días después hecho pedazos
entre el pedregal es a su heterónimo que, naturalmen-
te, nadie reconoce. El verdadero Javier Xiver, el otro,
mudaría sus emociones hasta la racionalidad de su
escritura sobre el papel de la desusada máquina de
escribir. A 1.236 metros sobre nivel del mar todas las
máquinas de escribir son iguales. Ya saben, corren
muchos rumores, lo único que tenemos es la trans-
cripción de aquél titular del diario, escrito con la cinta
roja: «Javier Xiver, escritor de 'contranovelas'». Había
entonces creado su propia teoría de la novela.

-74-
Progresión simétrica

Cada vez que entras al lugar te verás en la necesidad


de permanecer en los ocho metros cuadrados que te
corresponden. Es decir caminar sobre cuatros metros
que se interrumpen al Wpaso de la mesa. Y regresar al
lugar de origen. La única mesa del lugar que limita la
extensión de mi mente, porque es en la mente donde
quiero tener la libertad de dar el paso siguiente. Esta
secuencia conserva en mí la intención de desaparecer.
O mejor: crear sobre mi mente la posibilidad casi
progresiva de esa realidad: la progresión aritmética
sobre la capacidad de mi cuerpo. El cuerpo, con el
que ahora me traslado hasta golpear con la punta
de mi pie la parte inferior de la mesa. Me detengo
justo al paso donde se confina la continuidad de mis
ideas (las ideas son parte del cuerpo) cuya distancia
entre un paso y el otro son tan horizontales como la
simetría de mis emociones. El cuerpo, éste que toda-
vía existe a la mitad de esa horizontalidad: una línea
divisoria entre la realidad y las moscas. A pesar de
las dimensiones de este cuarto, no se retiran, siguen
allí. Sin embargo, tengo la capacidad de sostenerme
en mi pie. La suma de las partes no corresponde a
la unidad del cuadrante. Su medida se desplaza a la
habitación contigua. Si eso sucediera, la razón que
me motiva a caminar dejaría de tener sentido. Y la
necesidad de tal aritmética ya no sería tan racional.
Acto seguido, mis piernas no me responderían por la
conciencia del espacio que, con el tiempo, adquirió la
presencia de las moscas. El espacio no es la habitación
siguiente. Nadie está en su cabal entendimiento como
para clasificar el sustrato de los objetos que están en
la otra habitación. Ya me desplazo con serenidad para

-75-
evitar que escapen. No es agotamiento corporal sino
la alteridad de ese juego que se repite a su antojo.
Lo que describe hasta dónde es capaz de llevarte la
adicción de girar, una y otra vez, sobre el mismo eje
del cuadrante de la habitación. Y lo único que cambia
es mi sombra: la rotación de los cuerpos (a pesar de
la luz que viene de afuera) afecta tu figura pegada al
piso y a tu propia rotación. A pesar de lo fragmentado,
todo el universo se verá reflejado por la poca altura
de mi ventana. Tocan a la puerta. No importa, sigo
girando (otras veces voy en línea recta) en torno a los
ocho metros que te corresponden. Es decir, caminar
hasta ahogar la luz de la habitación. Es extraño todo
lo anterior, pero la puerta sigue allí, la ventana y la
luz. Tocan a mi puerta. No importa, continúo. Tocan
(siempre tocan más de dos veces en donde quieras que
estés) y al fondo, detrás de alguna cosa que no puedo
ver, se deja escuchar la caterva de los niños jugando.
Sigo caminando a pesar de la progresión.

El tardío movimiento de mis brazos no retiene la


oscuridad de la mesa ni de mi cuerpo: la sustancia de
lo tangible no evita la suma de las partes, donde las
palabras se hunden en la irracionalidad. Y tampoco
sería inteligente escribir aquí los detalles comunes de
la habitación. Pero suena mi puerta y quiero pensar
que la realidad existe. Es más, será saludable para la
densidad de mis piernas cuando en nada se relaciona
con la secuencia aritmética de los cuerpos, puesto que
la lógica de los números pertenece a ese mundo lúdico
de las contradicciones colocadas encima de la mesa.
Es cuando empiezas a entender que las líneas rectas
de mi pasadero están para interrumpir el vuelo de las
moscas. Si detienes algo aquí también lo harás en el
universo estrecho entre el punto a y b de mi cobertizo
y una parte del todo se vendrá a pique. Y el hijo de

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puta tendrá que irse. Abandonará la habitación y
estaré solo.
Tocan a la puerta. Camino.
Este escándalo no está para ser redactado porque
en cuanto a los números, insisto, no siempre atinamos
con el lenguaje, en la mayoría de las ocasiones, se nos
escapa hasta encubrirse en esta abstracción del relato.
Nada fácil. No es para nadie. Tocan a la puerta y la
realidad quiere evitarme el placer de caminar.
Tocan a la puerta a tres metros de nada.
Quizás me entusiasme en ir hasta la puerta. Abrir.
Lo que significaría abandonar el tránsito de esta pro-
gresión simétrica. Nada de espectacular hay en eso. Ya
lo dije: una mesa. También dos sillas en el rincón mini-
malista de mi escenografía personal del espacio, cuya
representación está dada en un lugar muy estrecho de
mi cabeza. Así que el sonido de mi puerta es parte de
sus efectos. Y tendría como público las moscas sobre
la mesa. Las moscas, siempre las moscas que son el
único tema del universo. Es probable que estén allí
para fijar ese ritmo del movimiento (la expectativa
es necesaria) forjando a su vez a las leyes de la física
cuántica. Ahora que lo digo, ¿habrá una realidad
diferente detrás de la puerta? Sólo dos moscas. Dos,
no una. No importa, el ritual debe cumplirse. Y las
moscas sonríen.

-77-
Soledad 3:45

La escritura ni siquiera nos conduce hacia el placer,


si acaso debe aportar en el eterno fastidio de los epí-
tetos. No habrá qué interese al resto de los mortales
lectores, es decir, yo que me leo en este momento
para imaginar que soy producto del desasosiego.
Ya lo sé, esto es como demasiado borgeano para
repetirlo. Hace falta un poco más de creatividad con
el lenguaje en procura del sentido. Tengamos para
ello presente dos cosas: una, que la escritura no va a
resolver el hecho de que esté parada aquí esperando
un coño (la «nada»). Y la otra, es que no logro asir a
ese hombre de mierda cuando está perdiendo esta
oportunidad y todas las que le restan de sus malas
o buenas intenciones. No tengo el menor interés de
resolver el asunto. Para él quizás sea el evento de su
vida. Yo, a diferencia de él, estaré perdida en algún
lugar de mi desabrida cabeza. Porque mi cabeza,
cuando se encuentra entre estos líos, pareciera tener
mal sabor por lo de los malos pensamientos. No sé
por qué, pero los tengo presentes en relación del uno
con el otro. Siempre han estado dispuestos a joderme
con su tiempo. Y aquí el tiempo tiene forma de vientre
masculino. Tal como se lo imaginan: recostando mis
hombros y mi pie derecho sobre este guayabo también
de mierda, con mi espalda de mierda y mis mulos de
mierda y con mi poca paciencia hecha un culo por
el deseo. Porque tenga él un poco más de cultura
que la mía no tiene por qué hacerme esperar. Yo le
dije —él no lo sabe con exactitud— que en el medio
de este guayabo pasan todo tipo de vainas extrañas
ante los ojos de los lugareños. Y sucederá dentro de
poco a las 3:45 de la tarde, como le dije, «no antes ni

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después». Por Dios, en ese mismo minuto, se abre un
hueco pequeñito en la tierra, empieza pequeño, luego,
es del tamaño de un pozo. Dura pocos minutos. Y en
virtud de testigos necesarios, me dije que tendría que
llamar a este doctor culto el cual reconoce todo lo raro
(según dicen, para mí apenas es el hijo de puta que
se está cogiendo a mi prima) como para explicarnos
los hechos. Sin embargo el tipo tiene una ventaja a su
favor, algo que yo respeto mucho como para hacer-
me esperar bajo el olor del guayabo: es un hombre
de palabra, calla todo cuanto ve. Además de tener
vientre de macho, se reserva hasta el nombre de su
madre. Y ese estilo me gusta sabiendo que respetará
entonces el poco sentido de venir hasta aquí a ver
un hueco en medio de ninguna parte. Como si él no
tuviera algo mejor que hacer, me saluda y se despide
con un fuerte beso para lamer mi entreseno asustado
y huidizo de tanta incertidumbre. En el asunto de los
cuerpos los ritmos del placer siempre son un secreto
para quienes se aman.

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El armario de Juan José Millás

A mí, como filólogo, lo que me interesa de


las frases es lo que dicen de sí mismas, no
lo que dicen de la realidad...

Juan José Millás (La mujer loca)

Querida, Miriam.
Una comezón alrededor de las nalgas, luego, el
resto del cuerpo no lo tolera y deja su diálogo natu-
ral con mi cabeza. El cartón de la caja de zapatos me
arrastra la piel sin que me entere. La piel se me seca.
Sin embargo, estoy seguro, que lo percibo más cerca
de mi mente que de la piel: sabemos que el tacto y la
mente están estrechamente unidas inexorablemente.
Tengo que decirlo con gerundio y todo, a modo de
enfatizar lo que está sucediendo aquí dentro. Me he
hecho tan pequeño que todo mi cuerpo entra en esta
caja de zapatos. No es una metáfora, estoy dentro de
ella. Escribo esta carta con la suerte de traer conmi-
go cualquier cosa que me sirve de papel y, como es
natural, también se redujo proporcionalmente a mi
cuerpo. Escribo con la cabeza inclinada y calzando
el culo en este rincón (más adelante me daré cuenta
que no estoy en una caja de zapatos). Me incomoda
pero debo terminar con lo que ahora se parece a un
manuscrito con letra diminuta y tan extraña como el
viaje de mi cuerpo. Será un punto negro ininteligible.
Letra menuda hasta desvanecerse: mi ropa, el reloj,
las piernas y mi pene empequeñecidos en la justa
dimensión de mis ojos. El proceso fue lento. Tomé lo
necesario: nada excepto mi estilográfica. Tardé días,
semanas y hasta meses en un proceso decrecido con
la pérdida de centímetro a centímetro. No es una

-80-
enfermedad sino un transcurso dilatante del cuerpo.
Pero la pregunta de rigor es qué hacer para librarme
de los depredadores. En ese caso, por más que quiera
evitarlo, seré víctima de una rata o, todavía más triste,
de mi propio gato porque he sentido su presencia a
las afuera de esta caja. Sin embargo, nada más difícil
que comer migajas de galletas con los mismos trozos
desabridos. Extraño, todos los días son extraños.
Quieres otra cosa pero terminas resignado. Hasta
entonces pensaba que sucedía sólo en los cuentos de
Juan José Millás. Y no, es real. Quizás estoy viviendo
del otro lado de sus cuentos: soy un hombrecito que
escribe en la soledad de una caja de zapatos que ahora
calzo. Tengo hambre y debo esperar hasta cierta hora
para salir de la alacena si acaso sobrevivo. Ahora que
lo recuerdo, sé, entre otras cosas, que el gato duerme
a esas horas como mecanismo de intuición que he
desarrollando siendo yo el hombre más pequeño del
mundo, por lo cual agradezco —a cualquier extraño
más grande que yo— los minutos vividos. La veraci-
dad de los hechos confirmarán este estado del cuerpo
y dejarán de pensar que se trata de un juego mediático
cuando entrevisten a mi esposa con las mismas pre-
guntas cuyas respuestas se convertirán en mentiras
y la ficción se confunda con los hechos. En todo caso,
le escribo a mi esposa. Sí, a ti Miriam por todo lo que
has tenido que sufrir al ser yo un hombrecito mientras
que te hacía pensar cómo había sido mi retirada. Lo
importante es que ahora me reconozcas. Y escribo
«extraño» con una sensación eufemística en mis ma-
nos, palabra cursi ante la verdad.
Si de algo sirve, te pido perdón con la excusa ante
nuestros hijos: no le digas toda la verdad (real) porque
no sería justo. ¿Qué piensas, estás de acuerdo? Por
favor, ten paciencia y afirma en Dios todas tus du-
das. Y haz todo lo posible por olvidarme, te lo ruego

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porque nada de extraordinario tiene para nuestros
sentimientos. Debemos respetar el lugar de ellos. Le
servirán, sí, a los dueños de los canales de televisión,
quienes querrán devorar la «premisa» de la noticia. Ni
tú eres noticia ni aquí hay que celebrar nada. Mucho
menos la confusión de nuestros hijos.
Me hice pequeño. Mi estilográfica también que
dejaré aquí como una prueba contundente de «mi
verdad» para ti. Troquelada con tu nombre: Miriam
Hernández. Así a secas, pero que adquiere otra
relevancia por su tamaño reducida a tu soledad.
Quizás queden otros vestigios dada las circunstancias
mencionadas. Quiero entonces pedirte un favor, dale
un beso a nuestra Carmencita. Llegado el momento,
sientas conmigo y logremos unir nuestras fuerzas en
un lazo familiar ya amoroso. ¿Qué se puede pedir?
Evita cualquier conexión con lo material. Ya vez, el
tamaño no importa, perdona el juego, pero sabrás
comprender mi actual estado de ánimo. El humor será
lo único que nos quede porque cuando de tamaño se
trate habré desaparecido a los ojos de los otros. ¿Cómo
lo supe? No importa. Lo supe y me preparé, no pude
avisarte por razones obvias además de imposible de
creer. Por ejemplo, en estos momentos no sé si escribo
o empequeñezco si acaso has logrado leer esta carta
por encontrarse ilegible. Van a necesitar de buena
intuición para dar con el paradero de ésta. Y si ahora
la estás leyendo es porque he dejado instrucciones
muy claras que tendrías que ser tú, y tan solo tú, la
primera persona en leerla. Espero que esto sea respe-
tado al rigor de la letra.
Tú estarás satisfecha. Te darás cuenta que no te
abandoné como han pensado. De un modo diferente,
pero aquí estoy. No me he ido del todo y me estoy
conservando en tu memoria. Me haré entender con
mi mejor grito (y nadie me escuchará) en el vacío de

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un ejercicio inútil, mi amor. Y la ruina no me partirá
en dos sino que me acercará a ti en esta sensación
de ser cada minuto más pequeño hasta alcanzar el
tamaño de una partícula. Seré entonces esa partícula
fragmentada en ti también. No te tendré, a fin de
cuentas, seré parte de ti inexorablemente como este
adverbio que repetiré si es necesario. Me agoto en
el menor esfuerzo por saber cómo te sientes. No lo
dudes más: haz tu vida sin mí y seamos coherentes.
Dejemos ya de redactar los pormenores y pasemos
al hecho: en el anaquel donde guardas tres alfileres
estaré allí. No me verás, pero estaré allí. Si mi intui-
ción no me engaña podré escabullirme de mi gato. Si
hasta aquí he evitado descripciones del entorno es por
su inutilidad de las formas en lo extraño, sería una
postura fácil de la escritura. Y qué poco incumbe a la
hora de dilucidar esta idea de la ficción.
Espera, me tomo un receso para almorzar pedaci-
tos de galletas de mi gato.
Nunca será todo igual. Cuando duermo, no es
que duermo sino que estoy en letargo hacia aquella
nada. Vestir, comer y dormir cambia por una suerte
de somnolencia continua. Sabes que descansas pero
no duermes por estar siempre en alerta. Siempre en
espera hasta el estrés. Desde una perspectiva estéti-
ca la realidad es colocada en su permanencia con la
otredad, pero esta alteridad no está dispuesta por
medio de sus límites con lo imaginado: la esfera de
lo real dependerá de su relación directa con lo sub-
jetivo y al mismo tiempo se cruzan y, lo que resta de
esa relación, está condicionado por lo que vives: la
dimensión física de lo real cambia para quien, como
yo, decrece y esta alteridad se somete a lo «imagina-
do». Es decir, te parece que lo que ves es imaginado
en tanto es real. Después de todo, aquella alteridad
pasa a conformar el sentido de lo real. Sí, parece un

-83-
asunto semántico. Y en cierto modo lo es. Si quieres
que tenga sentido, pasará a ser una definición de
carácter discursivo con el cuerpo también, puesto
que es con mi cuerpo que descubro la explicación de
lo real. Si quiero entender que lo real viene dado por
aquella interpretación de lo visual, de la contingencia
de lo vedado en la oscuridad, de lo que se materializa
en esa percepción del sentido: ver que toda sombra
se agranda por decrecimiento de mi cuerpo. Enton-
ces, como ha de esperarse, el signo cambia ante la
necesidad de nombrar los objetos y las cosas sobre la
estructura de aquello que al mismo tiempo es real.
Es el pleonasmo de vivir por debajo de las sombras.
El signo y la emoción cambian. Será emocional tam-
bién puesto que la representación de los hechos se
presenta por primera vez en estas circunstancias del
desasosiego y mi interpretación me aproxima al lugar
de lo racional. O sea, el cuerpo se hace emoción por
el mundo nuevo que tengo ante mis ojos. Mis ojos,
las circunstancias de lo que se hace real y, claro, me
dan esta condición del ser: soy lo que veo y lo visto
me ve también: la mirada viene de mi reflejo, como
si aquello imaginado fuera gelatina en mis manos,
blanda y real como los recuerdos que tengo de ti. El
recuerdo de tu cuerpo sobre el mío para rescatarme
de mi cordura. He aprendido de las películas que lo
mejor es crearme otro personaje con quien hablar en
voz alta. Le otorgo representación a su personalidad.
Miro hacia la sombra intangible de mierda hasta una
eternidad que se quiere reventar en mi cabeza cuando
esto intangible me mira como si fuera real.
Sé que en estos momentos me encuentro en la caja
de alfileres para no mudarme de esta vastedad. Por
lo menos sabré tenerte cerca a pesar de la distancia
vertical que se hunde en mi corazón con la misma
altura de nuestra separación. Sin embargo estaré

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cerca de ti y nuestros hijos. Es un derecho. Tengo que
volver a decirlo, esto es lo que mejor entiendo por
otredad cuando logro escribirte en un lenguaje que
no es el nuestro a modo de convertir mis palabras en
una abstracción que tomo prestado de mis emociones.

Han trascurrido siete meses, cuatro semanas y


tres días.

Vuelvo a mi carta después del letargo (recuerda


que es una incontinencia que regresa). Permanezco
en la caja de alfileres. De esta manera evito enloque-
cer. Hasta ahora no había comprendido el lugar de
la locura y el porqué algunos poetas la prefieren. Es
por causa, pienso, del delirio que produce tal ins-
tancia con el placer distante de la amada. Por esto
no pienses que escribo carente de dolor, sólo que te
escribo desde el distanciamiento mientras la tinta
perdure y viaje conmigo hacia una verticalidad de la
nada a la vez que viajo hacia un mundo desconocido
y cada vez más pequeño. Tú por el contrario me vez
desde el corazón. Sigo siendo mirado por las sombras
o nada cambia con mi escritura con este capricho
ontológico cargado de desasosiego. Para mi fortuna
mi estilográfica decrece con el mismo ritmo, siendo
una referencia de lo grande y lo pequeño. No estaré
para saberlo o me ahogaré finalmente con mi propia
tinta. Es decir, las cosas (grandes) se me hacen oscuras
en su más mínimo detalle. Por lo mismo tengo que
explicarte que te abandoné para no darte más dolor
ya que nada se puede hacer. Todo está destinado en
este tamaño celular de formas surrealistas, pero lo
simbólico es, por extraño que parezca, tangible y real.
Para que tengas una idea: la punta de un alfiler me
sirve de mesa y hasta todo mi cuerpo entra en ella.
Tal decrecimiento te hace pensar en el final. ¿Ves?, es

-85-
una dimensión surrealista y simbólica en constante
desasosiego. De hecho es la escritura lo único que me
vincula a ti con lo real. Al contrario de lo que suele
suceder cuando escribimos para imaginar. Aquí lo
imaginado lo vivo a diario. Ni siquiera sé si estoy
vivo. Seguiré escribiendo hasta que el cuerpo decrezca
a su antojo. Pero las cartas de despedida se supone
que deben tener un final. Nuestros hijos estarán bien
en tus manos mientras decrezco. Duermo. Me des-
pierto. No tardo quince minutos en ello. Miro hacia
la sombra. Otra vez allí el gato (quiero que así sea),
pero por encima de ello, el zumbido de una mosca con
un sonido que, no por fuerte, me molesta sino por su
agudo zumbido adjetivando mi dolor de estómago o
no sé de qué parte del cuerpo. Está allí zumbado sobre
mis orejas. Su aleteo chillón me arruga la garganta: su
fuerza es como si una tonelada de hojas ásperas caye-
ran sobre mi cabeza. Pero te raspan el tímpano porque
se cagan en tus oídos, sin embargo, una tonelada de
hojas secas no paran de cubrirte la cara, los hombros
y mi cabeza, creando esa sensación arisca dentro de
mí que me saluda con su propio ritmo.
Da vueltas por encima de mi como si yo fuera
su dieta. Una y otra vez revolotea con su grillar de
alas hasta dejarme adormitado. Duermo. Dejo caer
mi estilográfica. Desde hace un tiempo que no sé si
estoy entre los restos de mierda de cualquier animal.
Vuelvo a despertar. Esta vez son muchas horas.
Continúo escribiéndote.
Sigue allí la mosca con su aleteo agudo que logra
penetrarme con su punta afilada y fría de las alas: no
me come. No me desea ni me está viendo. Sigue allí
con su maestría cuando me hace pensar que en cual-
quier momento podrá depositarme sus huevos y, al
cabo de tres días, mi cuerpo comenzará a sufrir otra
aguda transformación. Esta vez mortal. Seré entonces

-86-
una piel afelpada y escamosa. Todo yo piel de mosca.
Mis ojos no serán dos, sino decenas de ellos girando
por reconocer el entorno. Seré bello de acuerdo con
su naturaleza. No quiero verme así. Detesto tener que
ablandar mi alimento con mi propio vómito. Creo que
es lo que deben hacer las moscas cuando almuerzan.
A propósito, no siempre es sombra lo que me cu-
bre por lo que debo cuidarme cuando las moscas no
vuelan sobre mí porque dejan entrar el destello fuerte
de luz y me quema los ojos. Las moscas siguen allí.
Siempre las moscas y mi caja de alfileres. Con el tiem-
po he entendido que las moscas están organizadas
por algún mecanismo de comunicación. Lo escribo
ahora porque creo reconocer que ese mecanismo me
produce una fatiga súbita y de pronto, una vez más,
duermo. Y claro no siempre estoy seguro de que se
trate de la misma mosca de hace dos horas o es otra
dándome vueltas en la cabeza confundiéndose lo
irreal con la dimensión de sus alas. A tal efecto carece
de importancia y ya no sé qué es mejor, si dormir en
vigilia para descubrir el secreto de las moscas o mi
secreto. En tanto que lo que descubro carece de vera-
cidad como para afirmar que las moscas se comunican
mediante un código que el hombre reconoce cuando
es pequeño como ellas. Y así tener con nosotros una
nueva teoría del vuelo de ellas, las moscas. Y como
te escribía más arriba, todo está representado en la
esfera de lo imaginado y, siendo un poco arriesgado,
de lo inconsciente.
Sigo descubriendo cómo decrezco con el vuelo de
las moscas. Desde esta perspectiva la belleza es vista
desde otro ángulo: cómo un insecto tan aborrecido
es capaz de mover diferentes sentimientos: rechazo y
magnificencia por sus alas azules que revolotean sin
descanso y ese azul pasa a un verde agua para luego
un brillo de plata y así regresa a su color azul original.

-87-
Y en el culo de la mosca (o lo que entiendo por su
culo) un violeta cuyo brillo resplandece sobre mi caja
de zapatos que resultó al final un dedal de alfileres,
es decir, aún más pequeña para mi resguardo de las
moscas. Pero al pasar de un miedo a otro, entiendo
que he dejado de ser yo para convertirme quizás en
otro que escribe por mí y me piensa con la intención
de que la realidad presente las formas de las moscas.
Por cierto, sus ojos se espejan en múltiples ojos,
cientos de ojos. Y uno cuyo entorno rodea al resto de
éstos. El hecho es que se puede ver desde mi caja de
zapatos que ahora es mi caja de alfileres que no es
sino el dado de alfileres y esto a un tiempo la punta
del alfiler donde me escondo y me araño la espalda
con lo que yo creía entonces era el borde de la caja
de cartón y resultó ser, creo, la punta de un alfiler.
Ni siquiera el vuelo de la mosca es seguro aquí.
Si estoy en lo cierto, tú te acercarás a esta «caja» y
seré para entonces tan pequeño que no veré de ti sino
una sombra que me arropa aún más sobre la encimada
del dedal. Y estará todo perdido para mí, bueno, así
lo creo porque no podré gritar más allá del vuelo de
esta mosca. Tú deberías estar allí. Grito. Es inútil. La
sombra ahoga cualquier intento por regresar a mi
vida anterior y a tus brazos.
A estas alturas la esquizofrenia me rodea dentro de
este yo que no soy. Todo es un complot muy bien or-
ganizado contra mí. Llegando a una sola conclusión:
estoy encerrado en mi propia sombra, puesto que
nada es suficientemente pequeño. Con todo, tomo la
siguiente decisión: hablarle a la sombra que está más
arriba de mi cabeza. ¿O está por debajo de mis pies?
Me quedo más tranquilo hablando con ella y creo
que me escucha. Ya encontrarás el modo de leer esta
diminutiva letra.

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Grado cero de mi escritura

Los escritores somos seres insoportables y con el


paladar helado. Siempre lo digo, no seamos tan
imprecisos con los insectos. Dejemos las cosas hasta
allí, porque nadie vendrá a salvarme y, enredados
en los fracasos meteorológicos, te darán la espalda.
Permanecen ausentes. Lo estático dependerá de qué
tanto aceptamos esta regla de relación entre nosotros
y los insectos.
Sin demora tendrás que aprender a escribir lo más
rápido posible de manera que las palabras no me
traguen, no me jodan en el medio del camino. Escri-
bir antes de que ellas me detengan, me derroten. Me
jodan porque me tengan esperando no sé qué coño en
el medio de nada. Quiero estar aquí escribiendo con el
retardo de tener que corregir, deseo relegar cualquier
idea cercana al fósil templado de aquél insecto, quiero
olvidarte como al texto que me atropella en el medio
de la escritura. O sea (permíteme el uso de mi habla)
en medio de la mierda que significa correr detrás de
la palabra que no me dice de su ofuscación y quiere
imponerse antes de yo pensarla y, antes de pensarla,
me está colocando su propósito en cada dígito. Su
dígito me visita sin que le haya invitado a la repre-
sentación de la duda. Claro, todos somos sucesores
de Duchamp. Es para mí la escritura una relación con
los signos que se traducen en mis dedos antes que en
mis pensamientos. Su lenguaje no viene dado sino
por la membrana del cerebro que reside justo en la
línea divisora entre la tecla blanda y mis anulares.
Entonces es un gesto de sensualidad por más que
quieras evitarlo con el interludio del diálogo. Aquí
estamos ante los hechos, en cuerpo entero entregado

-89-
a la mierda de esta extraña terapia la cual, creo, no
me llevará a ninguna parte: la palabra «insecto» no
se deja escribir, sin poder continuar después de esta
agonía, ya que me persigue, puesto que para algunos
es apenas una regia disciplina con horario incluido
y los burócratas taxidermistas rumiando sobre el
pasado de su glándula viscosa. Les funciona. Les ha
estado funcionando para el advenimiento de estos
hechos. Pero sepan que, por el contrario, es un encuen-
tro con la zozobra, lento y atravesado por las ideas.
En ese caso espero el instante de la escritura sobre
la emoción. Para mí —es necesario que mis lectores
lo sepan—, significa la huida al enjambre del temor.
Por una razón muy sencilla: quién podía pensar que
tantas ganas de escribir iban a terminar en la piel de
mis dedos, donde nadie puede pensar por ese medio
ni bordear el dolor: la piel me consume y no pueden
evitarlo, no habrá terapia capaz de recuperar mi es-
tado uniforme con las frases.
Tus dedos aplastan la cabeza de la abeja. No puedo
evitar la megalomanía de esta mística.

Empiezo de nuevo con la escritura y las formas


del mundo giran sobre mi mirada.

-90-
Collar de moscas

La música vuelve con el vuelo de las moscas.


Le veo horadar cada bicho para cruzar el abdomen
y franquear sus vísceras, uniendo con cadencia el co-
llar de moscas. Su forma curvada y artesanal necesita
la presencia del espectador, puesto que el silencio se
introduce en sus miradas. Samuel (supe su nombre
cuando el rumor ya cubría el Este de la ciudad)
repetía esto con el rito de llegar al deseo más puro
de reconocer el dolor. Por mi parte no lo disfrutaba,
estaba consciente que se trataba de un acto artístico:
su performántica. Un tanto más, ellas continuaban
vivas y sus alas brillaban y se movían al son de esa
penetración. El collar que se urdía al colocar una
mosca al lado de la otra —en un su rito desvarío— o
adquiría ante nuestros ojos un giro artaudiano en
tanto que la crueldad era sometida a esa relación
plástica de necrofilia. Moscas verdes. Moscas azules.
Moscas grises obteniendo el espacio escénico de tal
corporeidad por el pequeño enjambre que se mol-
deaba en su rededor. Las personas miraban el dolor
de las moscas cuando se unían mediante un alambre
bruñido, cuyo tamaño estaba a la proporción de las
moscas que lograba coleccionar (poco le importaba la
mierda verde pegada a la palma de su mano). Según
alcanzaban a verlo, tenía una técnica muy particular:
iba al pequeño restaurante de Camirra, poco antes de
que los comensales se retiraran y, al término, todavía
acudían a sus mesas las moscas que se detenían a vo-
mitar sobre sus alimentos. Entonces hubo colocado el
osado la palma de la mano derecha rasante por detrás
de sus alas. Justo en ese momento lograba engañarlas
y con acrobacia, en un sólo movimiento certero, las

-91-
«aceldaba» en el zarco de sus dedos. Atrapaba con
habilidad a un grupo de ellas. Quedaban adormeci-
das del impacto. A partir de allí las agrupaba por el
tamaño de sus alas o el grosor de su abdomen. Incluso,
la música no estaba exenta del acto: el público ante
el esperpento se mantenía hasta el final. Sin embargo
aquí no hay final, inicio ni desenlace. Es el gesto en sí
lo que perduraba en la mórbida espera de la repre-
sentación. Samuel mantenía la sobriedad del caso ya
que éramos testigo de un mal gusto por las moscas.
Asistía por tercera vez a esta función sin que notara
variantes en su escenificación. La vida de esos insectos
duraba lo que este acto. Samuel, al terminar su collar,
sonría con una locura tímida por el cometido. Todos
estábamos allí mirando su rostro de hombre mosca.
Cada vez que oigo a London Calling de «The Clash»
siento que me rodea una cadena de moscas en mi
nuca dormida.

-92-
Tengo un amigo llamado Verlaine

Debo decir que tengo una mosca como mascota. Se


posa en mi hombro derecho, como lo prefiero. Ya sé
que debo esperarle de ese lado. No del otro. No haría
nada con esperar del lado izquierdo. Lo diferente del
asunto es la hora. Siempre a la misma hora y minuto.
No se equivoca, no le interesa hacerlo. Tanto así que
se ha ganado mi voluntad por contar segundos: me
han dicho que es Verlaine. Ahora, oigo el zumbido
de sus alas pero no sus versos. Quiero de vuelta mi
locura y asirme de su verbo. Todos tienen padres y
madres y una casa y una ciudad y una habitación y
un perro. Yo, sólo tengo el zumbido de sus alas. Soy
feliz. Es cuestión de esperar que vuelva a posar sobre
mi hombro derecho.

-93-
El rinoceronte de Hemingway

De repente, en aquella mañana de enero, dos


decenios más tarde, yo era yo.

Rosa montero, (Amantes y enemigos/Él)

Lo había matado. Debió hacerle frente a los hechos


para soportar el desasosiego.
Y así lo hizo.
Miró con más tranquilidad su camisa para descui-
dar sus responsabilidades. En este caso sería bueno
tratar de olvidar mientras permanezca allí pensando
en los muertos. De algo estaba seguro, su camisa no
cambiará de color y él estará mirando el techo que lo
abrumaba en el encierro por encima de su cabeza. Lo
más curioso es que la luz cambia de tono y la vista,
en lo que queda de su mirada, se diluye. Siente que
su cuerpo se hace más ligero, que cambia de tamaño,
que se hace cada vez más pequeño o que se ajusta y
que podría tratarse de otro cuerpo. Ser otro. Olvida
sus responsabilidades. Vuelve a olvidar.
Lo único que logró determinar de todo esto es que
su cuerpo pesa más que nunca y tiene la sensación de
que es demasiado pequeño dentro de la habitación.
Logró definirlo con mucho esfuerzo porque lo más
cercano que tiene como ejemplo es que su cuerpo se
le hace pequeño. Y lo extraño es que las sensaciones
varían de una a otra, sin que pueda cambiarlas. Se
quedó, en un segundo, dos quizás, mirando la costura
de su camisa. Rechazó contar segundos porque le
repugnan los recuerdos: cuántas entrevistas medio-
cres con la misma camisa para cientos de reportajes
a los que sólo les cambió la transcripción. A fin de
cuentas se convirtió en un experto del plagio. Escribir
es plagiar.

-94-
Aún no había terminado el minuto cuando repuso
la mirada sobre su hombro. Repitió el movimiento.
Esta vez sin aburrimiento, pero el tiempo es el mismo
cuando se cuentan los segundos.
Lo desee o no el cuerpo se contiene en ese lugar
donde se cuentan segundos. Mientras, vio cómo la
visión desde el techo cambiaba de color o, mejor
aún, entre otras cosas, cómo la costura de la camisa
ha tomado importancia. Los eventos giran en torno
a un movimiento corto y preciso. No se trata de que
logre girar sobre su propio cuerpo, por el contrario, es
despreciable lo que consiguió moverse. Diría que, al
dirigir este pensamiento, la responsabilidad lo tenía
bajo parsimonia. Había hallado el cómplice perfecto:
evadirlo todo. Su cuerpo se enreda entre un pensa-
miento y otro: lo que parece cosa de poco tiempo se
confunde con la más rigurosa de sus ideas. No hay
explicación. Y el concepto de su realidad cambia
mientras que él cuenta segundos.
Es cuando creo que el suicidio ha consumado su
esfuerzo. Miro con cierta satisfacción —ahora si debo
decirlo— el hilo de sangre que dejó. Sería suficiente
para postergar su deber con la responsabilidad. Hoy
está más tranquilo. Cuenta menos segundos.
Y, yo, escribo más.
Todo es un recuerdo, mientras que allá afuera en
la parte externa del ataúd el sacerdote cita el epitafio
de su sepultura.

Lo había sentido una vez más. Atrapado en el


hecho de que él soy yo, mediante la forma de aquél
ataúd. Comencé a comprender que no podía devol-
verle la vida con el hecho de pensar en qué puedo
sentir yo por él. Ya está muerto. Ni modo, estaba
seguro que lo había matado. Mucho menos —aún
lo quiera—, podía pensar él por mí en medio de su

-95-
sepelio. Y después de todo una parte de mí insiste en
recordarlo como un ridículo suicidio. Era un buen
periodista, no cabe la menor duda. Por decirlo, poco
me puede afectar lo que están pensando de mí. El
asunto político me tiene sin cuidado desde que sé de
su muerte. Él murió por mí y es algo que no he podido
cambiar. Lo supe más cuando un día que visitaba a
sus padres, como solía hacerlo cada día de su cum-
pleaños, su hermana, en medio de la cena (siempre
pagaba yo sendas cenas el día de su cumpleaños para
reparar la pena), me dijo: «no queremos que vengas
más. Cada vez que te vemos, coño, cada vez que te
vemos, en esta maldita cena, nos recuerdas a él. Así no
queremos saber de él. ¿Lo comprendiste bien?». «Sí».
Le contesté. Y me levanté de la mesa. «No vuelvas
más». Y no volví. Ya no importaba. Lo que importa
es que estoy tratando de comprender qué hago yo
vivo en lugar de él.
La camisa, por su parte, está fuera del cuerpo y
fuera del ataúd (fuera de aquél ridículo recuerdo):
había yo disparado contra él y de modo alguno
debía entender que las cosas existían a través de mi
memoria: en un ejercicio intelectual de delirio mental.
No. Estaban en la realidad. Le había disparado. Y
cuando lo hice tenía él puesta la camisa de cuadros.
Lo sé, porque cuando apunté, fijé la mirada de la
pistola sobre el diseño a cuadros para atinar el dis-
paro, el cual me ofrecía una posibilidad geométrica
alrededor del cuello (dicen que el tiro llegó hasta el
occipital derecho). Activé, estaba seguro, el disparo
en el centro del cuadrado de esa camisa azul que en
el minuto se me confundía con su chaleco. De esos
que acostumbran usar los reporteros a lo Hemin-
gway, o sea, persiguiendo el más alto rinoceronte y
con aquella seguridad de borracho. No, en cambio,
aquél de apariencia intelectual, sino la que tienen los

-96-
lectores de sus libros que se venden bien. Un escritor,
acaso no sé si con el mismo lenguaje realista y conciso
de aquél, pero eso conocíamos de los escritos de W.
S.. Y cuando apuntaba sabía que lo estaba haciendo
sobre Roberto, el articulista, el fotógrafo y el afama-
do escritor. Unos preferían sus escritos, otros, como
yo, sus fotos. Y, claro, él tenía la cámara colgada de
su hombro derecho. No la estaba usando, creo que
se distraía con su pensamiento (me irritaba que en
su mente podía estar desarrollándose su próximo
artículo, su próximo reportaje y la nueva idea de su
libro o qué sé yo, siempre era bueno lo que hacía): lo
reconocí como para decidirme a disparar. Y disparé.
Cabe decir que las emociones están definidas
desde el intelecto, una pequeña sensación se traduce
en una unidad independiente de pensamiento y con
naturaleza propia: un hecho intrascendente es bas-
tante para registrarlo como una motivación de signo
abstracto: el desdoblamiento mental y físico en otro.
Se toma como un fragmento de la realidad que se
identifica con la intención de lo que quieres crear. En
mi caso, insistir en la propiedad de las sensaciones
de aquella otra persona. Partir de nada para llegar al
desdoblamiento de la personalidad. Un poco entiendo
que esto hacen los actores, sólo que sus objetivos son
estéticos y no metafísicos. Desde la estética, el creador
se vale de la emoción para intelectualizarla y tradu-
cirla, una vez que esa emoción es intelectualizada,
en un producto creado o bien, en una representación
actoral por ejemplo. Conmigo, por el contrario, es el
hecho mismo el que cuenta: el minuto que pienso en el
diseño de su camisa y costura. Sin embargo recuerdo
que es un hecho fragmentado en aquella experiencia
orgánica. El cuerpo (mi cuerpo al momento del dis-
paro), se sitúa en un preciso instante que si hemos
llamado memoria es para reunir todo un proceso que

-97-
había imaginado y luego racionalizado mediante el
pensamiento. Pero el orden lo impone todo aquello
que quieres recoger al final de la historia. Entras en
su imaginario, tratas de reconstruir los hechos y ter-
minas apegado a tu propio dedo sobre el gatillo. Es
la manera de explicar un tiempo tan pequeño que va
desde estos recuerdos hasta el tiro que le impacta. En
esa estructura del segundo, en un extraño sentimiento
de odio y amor, quise ser él. Era tarde, él, no yo, había
caído bajo el puente una vez que entendí que nada
podía cambiar aquella realidad. Está muerto y ya. Yo
triunfaba porque a nadie detuvieron por este hecho.
¿Que más da? Había que continuar. Yo escribo en
torno a él. No puedo, sin embargo, ir por allí volando
como si fuera una mosca.
Ahora soy yo bajo la noche mordida, y sin ninguna
emoción, el otro, el contador de segundos. No sé qué
hacer, tampoco si soy yo o él. Los dos narran esta
historia, confundiendo con el narrador y destrozando
la lógica del relato.

-98-
El jardín de Kerouac

—Buenos días —dice K..


—Qué haces.
—Quédese en su lugar —responde.
Escribe como para hablar con personajes de su
naturaleza. Inhala su bocanada de humo, en algún
lugar de sus pulmones los recuerdos también giran
a través de sus membranas, acaso le quedará alguna
reservada para su libre ansiedad. Se detiene, vuelve
con el mismo ritmo. Cuidando de sus membranas por
supuesto. Fuma, fuma a la vez con muchas tragadas,
porque traga el calor de ese humo. Y ese humo toda-
vía es el recuerdo.
Él estará allí con los días. No quiere que los días
sean diferentes, necesita que ese ritmo sea como su
diafragma, sobre la misma constante. Levantando y
recogiendo el aliento. Una y otra vez. Imita a aquel
esquema trillado de su cuerpo. Se levanta un poco
de su silla, revisa los bolsillos de sus pantalones. No
encuentra nada hasta que trata de desahogarse del
humo, pero decide tragarlo. Mastica el humo, no lo
inhala. Una y otra vez su garganta se alterna en cada
bocanada hasta conseguir la respiración. No es un
cuerpo, es un pedazo de mosca, un millón de vacas
comiendo del mismo pasto y dos perros mordiendo
sus talones, a la vez que siente las alas del insecto
que cree ser. La humorada es una gaviota, pero no.
Es el cosquilleo de la mosca, no lo confundiría con la
lengua áspera y grisácea de aquellos mamíferos. Es él
fumando, por lo menos intentándolo con su lengua,
ahora, de mosca. Antes vuelve a tragar. Y ver cómo
los perros muerden su imaginación.
—Qué haces. —Le preguntan.

-99-
Por su parte, continúa K. sin escucharle, como si no
fuera con él. Escribe. Sólo le interesa escribir sobre la
incoherencia de sus nuevas formas, entre lo áspero y
el aleteo. Es un hombre seguro como para diferenciar
sus alucinaciones de lo real. Y en esto, se recuerda de
una vieja cita: «me interesa escribir, no ser escritor.
Allí hay una diferencia». Entonces es cuando le mira.
Vuelve a fumar. K., es cínico hasta cuando fuma.
—Nada —le contesta, por el contrario, toma su
lápiz (curiosa manía del lápiz grafito). Continúa
escribiendo.
«Qué le vamos a hacer», pensaba.
—Tragando —le repite por lo bajo como susu-
rrando al aleteo de su extremidad izquierda. De su
lado derecho el hombre insiste con sus manos en los
bolsillos. De modo que tendrá que disimular su apa-
riencia, incluso, a él mismo le confunde esa transición
de insecto a hombre. Sin embargo, sigue escribiendo
antes de lamerse sus propias patas.

-100-
Él
A César Aira

Él era una niña.


Pensaba en cómo quería ser escritor, es decir,
pongamos por ejemplo, pintar sobre el lienzo el
marco de una puerta. Pasarían unos años antes de
descubrir lo ingenuo de esa idea, pero cuando la mi-
raba más de cerca, algo de cierto había en esta lejana
representación de la infancia. Por otra parte, saber si
era posible volver a ser niño. Instalar, a la luz de sus
conocimientos, cómo sería él, por otra parte, aquella
pequeña paloma que abrazaba todas las tardes en
el patiecito de su casa. Deseaba entonces emplazar
las posibilidades de la escritura. Así que necesitaría
recordar aquel momento cuando abrazaba aquella
paloma a escondidas como si fuese un gesto amoroso
y, por qué no, sexual. De alguna manera era para él
el secreto de amar. Ahora bien, ¿cómo expresarlo si
no fuera por medio del dibujo antes que la pintura? Y
además que éste se hiciera real: si todavía era permiti-
do con la literatura hacer tangible aquella experiencia
tan vaga como lo era aquel recuerdo encarnizado de
un niño que arropa palomas en un patiecito y que a
su vez piensa en ser un futuro escritor. Un niño que
estaba solo con el juego. El jugar con palomas.
¿Será que le correspondía ser aquel sabio loco que
quería César Aira para sus cuentos? ¡Despertó! Le
halló, esta otra idea, en su ritmo de la escritura al oír la
voz seca de Aira. Porque vamos a estar claros —pen-
saba él—, no era erudito como para tener una explica-
ción de las cosas. Sí, sería mejor así, tenerlo por raro
como para hacer algo nuevo si se lo propusiera. Pues
sí, le haría caso. Seguiría buscando algo distinto. Ya
que tenía el gusto de despertar de su letargo, porque

-101-
creía que era el único en reconocer que nunca estamos
solos en nada. Que estaba pensando en hacerse niño.
¡Y vaya!, tenía que encontrar, en aquella voz seca y
antigua, el primer estímulo de su hallazgo y que ahora
se proyectaba hacia esta intención tan personal por
la duda que le ofrecía el futuro. Y por duda prefería
que fuera así. Dicho de otra forma, no convertirse
en un personaje que sólo será para las ideas que se
materializan formalmente en el contenido narrativo
de esta escritura, la cual, quiera o no, se le haría real.
Y siendo así, sería el camino, no por ser una construc-
ción racional, sino por lo que habría vivido abrazando
palomas: con el pecho pequeño abrazando las alas, las
patas, las plumas o el olor a mierda de paloma que
también lo abrazaba a él. Y, acto seguido, deseaba
salir de su cuerpo actual y regresar al hecho de que
él era una niña que no abrazaba el recuerdo. Como
usted lector ya lo intuye, estaría dormido hasta que
César Aira le despertaría tal ambición: volver a hacer
niña para descubrir su viejo amante palomo. De esta
manera descubrir también la invención del cuerpo
mediante la cual se adquiere la capacidad de dicha
regresión, pero es curioso, a la vez tenía él (otra vez él)
que entender cómo esta propuesta era imaginada. Sin
embargo, lo que necesitaba era más corporal: hacerse
niña y abrazar, ahora sí, el recuerdo de manera física y
materialmente suyo. Esto vendría por la inseguridad
que le ofrecía aquel recuerdo tan necesario como res-
pirar. Tendría que hacer algo. Y lo más pronto posible.
Él sabía que no era él mismo siendo un organismo de
palabras, frases y descripciones. Todo lo contrario, él
era, antes que frase, sustancia, antes de narración ca-
beza, tronco y extremidades. Si acaso aquel recuerdo
tenía las extensiones de sus propias extremidades. De
modo que sus extremidades no eran, aun siendo las
pequeñas extremidades de la niña, algo intangible,

-102-
abstracto o hecho de palabras. No, sus recuerdos es-
taban hecho de otras cosas físicas que, lo son, porque
están contenidos de olores, palomas o mucha mierda
de palomas. Palomas que abrazaría. Ya sabía pues
que las abrazaba, por esa misma razón quería hacer
posible esta regresión. Y a esto lo llamaría realismo,
en tanto quiere César Aira que el tiempo sea dueño
de esta regresión. Él, el protagonista de este relato,
se haría dueño de su tiempo, puesto que, por lo que
había vivido, sería dueño de esa evocación. César Aira
sigue allí en la voz antigua del audio. Ahora él —y no
Aira— continuaba en su forma de cuerpo de niña, sus-
tituyendo sus alas por unas pequeñas manitos. Y lo
que quedaba del palomo brotaba en su habitación con
olor a pollo mojado y rancio por la mierda. Todavía
plumas y palomas del pasado, vertido, hasta ahora,
en esa habitación donde antes sólo estaría la voz de
César Aira entrevistado —no sabría él por quién—
diciendo que se puede ser una niña, él mismo sería,
ahora lo sabe, un «producto» imaginario. ¡No sería
así! Todo aquello era creíble porque él (o ella) oía con
claridad la voz de César Aira (su cabeza se reventaba
repitiendo su nombre), diciendo que la imaginación
es real. Y si así es, él (nuestro personaje indetermina-
do) sería un producto imaginario toda vez que, justo
en ese momento, lo imaginaría a él aquella niña que
abrazaba a un palomo: Aira existe porque aquella
niña lo imaginó, al momento que se encuentra oyendo
en aquel audio un argumento de, éste, Aira sobre su
probable —pero real— novela, como una ensoñación
de él mismo: el reflejo invariable de su pronombre.
La niña, en el patio de su casa, abraza a su pequeño
palomo con amor e imagina que ella sería él oyendo
a César Aira en su futura habitación. Abstracta e
ininteligible para el lector.

-103-
Adenda: Después de leer El vuelo fractal de la mosca.

Por Eduardo Casanova

Después de leer El vuelo fractal de la mosca al lector


le queda dos claras sensaciones: la primera es la
satisfacción, el placer de haber recorrido un camino
luminoso, interesante, lleno de elementos positivos;
y la segunda es de curiosidad, interés por discernir el
género literario de lo que acaba de leer. Son 28 par-
tes, pero no se trata de 28 capítulos ni de 28 escritos
distintos entre sí. Para entenderlo hay que recorrer
morosamente los 28 espacios y detenerse a meditar
en cada uno de ellos. Si nos atenemos al primero («El
vuelo fractal de la mosca», p. 9), yo tendería a creer
que se trata de poesía en prosa, inspirada quizás en el
venezolano José Antonio Ramos Sucre o en el argen-
tino Jorge Luis Borges (aunque Borges haya utilizado
elementos formales de poesía). Además de que es
evidente, no sólo en este fragmento sino en buena
parte del libro, la magnífica presencia de Fernando
Pessoa, a quien el autor menciona ocho veces, siete de
ellas en el excelente texto «Pessoa evade mi fracaso de
imitarlo» (p. 66). El solo título, «El vuelo fractal de la
mosca», que le da su nombre al libro, ya incita buscar
por los lados de la poesía: «Fractal» es una palabra
muy nueva, el término fue propuesto por el matemá-
tico polaco Benoît Mandelbrot (1924-2010) en 1975, a
partir del latín «fractus», quebrado, fracturado, para
diferenciar muchas estructuras naturales que hoy se
considera fractal; es la propiedad matemática clave de
un objeto genuinamente fractal es que su dimensión
métrica fractal es un número racional no entero. Es,
pues, un objeto geométrico cuya estructura básica,
fragmentada o aparentemente irregular, se repite
una y otra vez a diferentes escalas, especialmente si

[105]
en cada nuevo paso se ha reducido, por ejemplo, a la
mitad o a un tercio. Por tanto, es evidente que el vuelo
de una mosca no puede ser fractal, como tampoco lo
puede ser, por ejemplo, el ojo de una mosca. Y en ese
caso, lo «fractal» no es otra cosa que una metáfora, y la
metáfora es lo más importante en un buen poema. «El
vuelo fractal…» empieza así: «Tengo ojos de mosca
cuando te veo en el espejo. El ojo, es quien establece
su juicio, pero es la presencia del hombre con la que
nos encontramos, este que 'mira' en la división del
objeto: el animal por su parte ve lo que se dispersa
en otra realidad…» No se está narrando nada: se
divaga, se especula, pero no se cuenta en propiedad
nada específico. No es, pues, un cuento propiamente
dicho. Un cuento es la narración de una situación en
donde los personajes no son lo más importantes, y en
este caso no podemos hablar de personajes, sino de
abstracciones. ¿Es un ensayo? Puede ser. Un ensayo
sobre el idioma. Pero tampoco tiene características de
ensayo. Pero hay una frase clave: «Por ejemplo aquello
que 'miro' es una mosca bañada por la lluvia y es tam-
bién la segmentación de mi vista, una noción fractal
en recreación con la realidad», que por estar escrita
en presente («miro») y en primera persona, también
me hace suponer que el espacio que he recorrido no
es ensayo, no trata de demostrar nada, sino de dar
al lector un rato de muy buena lectura. Entonces es
poesía, y buena poesía, lo que acabo de leer. Porque
Juan Martins, a pesar de definirse como hombre de
teatro, es poeta, y buen poeta, y su trabajo se basa en
lo que los griegos llamaban poiesis, creación.
El segundo fragmento («Caída de la incertidum-
bre», p. 12) se inscribe mucho más dentro del concepto
de narrativa. «'Tú no eres quien cae', pienso. Y tal es
la caída del cuerpo: una sustancia de la palabra en
busca de algo menos elocuente. Así, la retórica es un

-106-
modelo del discurso para identificarme con mis recaí-
das, con la tristeza de un cuerpo que no me funciona.
Acaso lo que está pensando este indigente que veo
caer al suelo y con su cuerpo muestra el latido de su
color de piel, como si la tez le viniera de afuera. Me
mira resignado a mi curiosidad y sigo de pie. Aún
en medio de su caída tiene suficiente fuerzas para
asaltarme desde la calle. 'Dame una moneda', me
dice, como si la moneda fuese entonces la palabra
que necesito para definir el dolor. No es la moneda,
sino la piel de su mano sucia de carbón y el clamor
falso con que la pide. Pero yo sigo insistiendo en que
el gesto intelectual sobrevendrá a mi dolor. El viejo,
ignorándome, continúa ahora con su mano extendida
hacia mí. Soy su cuerpo y él el mío. No sé.» Es, sin la
más mínima duda, una narración, y una muy buena
narración, llena de descripciones, de acción, y también
de buena poesía.
Tal como la tercera («Breve historia bizarra de
Marilyn Monroe», p. 14), en la que hay elementos
periodísticos mezclados con algo de gramática, a
pesar de su brevedad, que también le confiere algo
de poema en prosa.
El siguiente, «Morder el vino» (p. 16), podría ser
la raíz de una novela, pues los personajes se destacan,
muerden al lector, se hacen interesantes. El autor in-
teractúa con ellos y con el lector, que necesariamente
deja de ser pasivo para convertirse en lector-cómplice.
Es una narración con todas las de la ley.
Mientras que «La hendidura me sonríe» (p. 26)
puede ser clasificada sin ninguna duda como cuento
repentista, por su brevedad y su unidad.
Y así podemos recorrer los 28 fragmentos del
libro (no hablemos, pues, de capítulos, ni de cuentos
ni de poemas, puesto que nos es tan difícil definir
el género literario, como dijimos), desde el primero,

-107-
el que empieza con la referencia a los ojos de mosca
cuando te veo en el espejo hasta el último, dedicado a
César Aira, el escritor argentino autor de numerosos
libros, especialmente novelas cortas que él mismo
califica de juguetes literarios para adultos o cuentos
de hadas dadaístas, que bien podría ser otra de las
definiciones apropiadas para los 28 fragmentos de
El vuelo fractal de la mosca. Y al terminar el recorrido
llegar, por fin, a la clara conclusión de que se descu-
bre en cada uno de ellos algo excelente, por lo que
es evidente que la segunda de las sensaciones que
quedan después de leer El vuelo … no tiene ninguna
importancia. Lo realmente significativo es la primera:
después de leer a éste se siente que se ha recorrido
un espacio muy valioso, un trecho excelente de muy
buena literatura, que hay que atesorar para, pasado
algún tiempo, releer, no una vez, sino varias. Sea poe-
sía pura, o sea narrativa, o sea ensayo, es un pequeño
mundo que ofrece lo que todo buen libro ofrece: el
placer de leer, el gusto de haber leído, y la esperanza
de volverlo a leer.

Mérida, Venezuela, enero de 2020.

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Índice

El vuelo fractal de la mosca

El vuelo fractal de la mosca, 9 • Caída de la incerti-


dumbre, 12 • Breve historia bizarra de Marilyn Mon-
roe, 14 • Morder el vino, 16 • La cucaracha de Kafka
es pulcra, 24 • La hendidura me sonríe, 26 • El perro
de la rata, 27 • Peter Handke, mi único lector, 32 • El
secreto de las moscas, 37 • La herida del cerezo, 41
• El beso de Truman, 42 • Raymond, 45 • El deseo
de la sombra, 47 • La cabeza canosa y dura de Joan
Brossa, 49 • No puedo casarme con un hombre rana,
54 • El alfabeto de la memoria, 57 • Bajo el sol de mi
lengua, 61 • El amor está podrido en la respiración
del mar, 65 • Pessoa evade mi fracaso de imitarlo, 66
• El vitral en su cuerpo, 71 • A 1.236 metros todas
las máquinas de escribir son iguales, 73 • Progre-
sión simétrica, 75 • Soledad 3:45, 78 • El armario de
Juan José Millás, 80 • Grado cero de mi escritura, 89
• Collar de moscas, 91 • Tengo un amigo llamado
Verlaine, 93 • El rinoceronte de Hemingway, 94 • El
jardín de Kerouac, 99 • Él, 101.

Adenda: Después de leer El vuelo fractal de la mosca/


Por Eduardo Casanova, 105.
El vuelo fractal de
la mosca de Juan
Martins se terminó
de imprimir durante
el año de 2020. Se
utilizó papel Bond y
en su alzadura Tipos
Book Antiqua de 9 a
10 puntos, Garamond
de 11 a 36 puntos y
Sabon LT Std de 9 a 11
puntos.
Edición de 500
ejemplares

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