Tema global: un máximo de cien palabras. Mensaje global: un máximo de cincuenta palabras. Opinión: un máximo de cien palabras.
2. Señalar los componentes de la narración y la estructura descriptiva (dominada).
Mi solitario y aislado bungalow estaba lejos de toda urbanización.
Cuando yo lo alquilé traté de saber en dónde se hallaba el excusado que no se veía por ninguna parte. En efecto, quedaba muy lejos de la ducha; hacia el fondo de la casa. Lo examiné con curiosidad. Era una caja de madera con un agujero al centro, muy similar al artefacto que conocí en mi infancia campesina, en mi país. Pero los nuestros se situaban sobre un pozo profundo o sobre una corriente de agua. Aquí el depósito era un simple cubo de metal bajo el agujero redondo. El cubo amanecía limpio cada día sin que yo me diera cuenta de cómo desaparecía su contenido. Una mañana me había levantado más temprano que de costumbre. Me quedé asombrado mirando lo que pasaba. Entró por el fondo de la casa, como una estatua oscura que caminara, la mujer más bella que había visto hasta entonces en Ceilán, de la raza tamil, de la casta de los parias. Ella iba vestida con un sari rojo y dorado, de la tela más burda. En los pies descalzos llevaba pesadas argollas. A cada lado de la nariz le brillaban dos puntitos rojos. Serían vidrios ordinarios, pero en ella parecían rubíes. Se dirigió con paso solemne hacia el retrete, sin mirarme siquiera, sin darse por aludida de mi existencia. Y desapareció con el sórdido receptáculo sobre la cabeza, alejándose con su paso de diosa. Era tan bella que a pesar de su humilde oficio me dejó preocupado. Como si se tratara de un animal huraño, llegado de la jungla, pertenecía a otra existencia, a un mundo separado. La llamé sin resultado. Después alguna vez le dejé en su camino algún regalo, seda o fruta. Ella pasaba sin oír ni mirar. Aquel trayecto miserable había sido convertido por su oscura belleza en la obligatoria ceremonia de una reina indiferente. Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. La mujer se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. Su delgadísima cintura, sus plenas caderas, las desbordantes copas de sus senos, la hacían igual a las milenarias esculturas del sur de la India. El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia. TEXTO 2 – TEXTO PARA ESTUDIO INTERPRETATIVO Y PARA ANÁLISIS DE LA ESTRUCTURA DESCRIPTIVA “TILO” (RELATO DE CHICO CARLO , DE JUANA DE IBARBOUROU)
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2. Analizar la descripción que presenta el relato, mediante un diagrama arbóreo.
En el umbral de mis recuerdos de infancia, guardián y fiel hasta más allá
de la vida, está Tilo, mi perro. Con sus orejas puntiagudas, el negro hocico, el pelaje amarillo, las cortas patas, la festiva cola, tan vivo está a través de los años, que un ladrido que se pareciese al suyo, unos ojuelos como los suyos, los distinguiría ahora mismo entre mil. No sé cómo llegó a mi casa. Alguien debió de dármelo pequeñito. Lo veo ya andando a mi lado, con sus saltos, su mirada llena de amistad, su sombra menuda siempre confundiéndose con la mía un poco más grande. Goloso como un niño, me enseñó a ser dadivosa a fuerza de quererlo. La incorregible "manoabierta" de hoy hizo con él su aprendizaje de generosidad. La mitad de mis provisiones dulces era para Tilo. A veces él, sin conciencia de su glotonería, miraba de un modo tan lleno de codicia mi último pedazo de bizcocho, o el postrer terrón de azúcar que tenía en la mano, que dejaba yo de comerlo para dárselo, lo que no era obstáculo para que, más de una vez, luego que se lo hubiera comido, si mi apetito no estaba satisfecho, las lágrimas se me agolparan en los ojos y un tirón de la cola del pobrecillo fuera el corolario de mi magnanimidad. Imitando a mi madre, yo solía decirle "mi ángel", "mi tesoro", "preciosidad", "encanto", y llegó a familiarizarse de tal modo con esos nombres de ternura, que a cualquiera de ellos respondía como al suyo propio. (…) El ladraba, corría con la lengua fuera, tras unos y otros, alegre como de elástico, pero siempre atento a mis pasos y a la orden de recoger la canasta, que ponía fin a sus correrías. Después que la tomaba en la boca, sólo con la cola parecía haber descubierto el movimiento continuo, seguía respondiendo a los gritos joviales y a las solicitudes interminables. Marchaba entonces a mi lado, sobre sus cortas patas, con una obediencia de buen servidor que cumple honradamente su tarea.