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HOMOFOBIA VICTORIANA
En 1895 el autor de El retrato de Dorian Grey fue condenado a dos años de trabajos forzados por su homosexualidad,
considerada una "aberración" para la sociedad victoriana y una "indecencia grave" para la ley
El amor que no se atreve a decir su nombre, y a cuenta del cual estoy aquí hoy, es precioso, está bien, es una de
las formas más nobles de afecto que existen". Con este alegato, el escritor irlandés Oscar Wilde pasó a la historia desde
la abarrotada sala del tribunal donde estaba siendo juzgado por su homosexualidad en mayo de 1895. Todo había
empezado de forma bien distinta, con el escritor de El retrato de Dorian Gray en el papel de acusación y no en el de
acusado. Porque había sido él mismo quien había iniciado un periplo judicial que acabaría con su fulgurante carrera en
medio del más absoluto escándalo.
El marqués de Queensberry emprendió una campaña de acoso para que Wilde dejara a su hijo, hasta el punto de que
intentó reventar uno de sus estrenos teatrales. Harto de la persecución, el escritor intentó denunciar a Queensberry en
varias ocasiones. Por eso, cuando el airado marqués le envió una tarjeta en la que ponía: "Para Oscar Wilde, aquel que
aparenta ser sodomita", el dramaturgo no lo dudó. Por fin tenía una prueba material.
Cansado del acoso al que lo sometía, Wilde denunció al padre de su amante por difamación
De poco sirvió que su abogado intentara disuadirle. "Bosie", como llamaba cariñosamente Wilde a su amante, estaba
también a favor de tomar el camino judicial: la relación con su padre era pésima y tenía mucho interés en verle fracasar
en público. Así, en marzo de 1895, Wilde demandó a Queensberry por difamación, confiado en que iba a salir airoso. Las
tornas, sin embargo, cambiaron rápidamente. Queensberry y sus abogados hicieron bien los deberes y recabaron
información y testigos de la vida privada de Oscar Wilde. La defensa pasó al ataque, armada con los testimonios de una
decena de hombres que se habían acostado con el escritor y a los que se había pagado para testificar.
Wilde, que había sido puesto al corriente de esta estrategia, entró en la sala mucho menos animado que en la vista
inicial. Fue sometido a un intenso interrogatorio por parte del abogado defensor del marqués, del que trató de salir airoso
recurriendo a su magnífico dominio de la oratoria. Negó toda relación física con esos jóvenes y cuando se le preguntó si
había besado a uno de ellos respondió: "Oh, por supuesto que no. Es un chico particularmente soso. Y
desafortunadamente muy feo". Esta y otras respuestas arrancaron ruidosas carcajadas al público. Pero también
contribuyeron a que el jurado se pusiera de parte de Queensberry: el 5 de abril fallaba en favor del marqués, afirmando
que lo que éste habría escrito en la tarjeta era cierto.
LA REINA CONTRA WILDE
Las cosas podían haberse quedado aquí, pero toda una serie de factores jugaban en contra de Oscar Wilde. Alarmada
por lo que percibía como una degeneración de la moral tradicional, la sociedad victoriana presionaba por una mayor
persecución de los comportamientos que se salían de la norma, como la homosexualidad. En 1885 se había aprobado
una ley que definía las relaciones sexuales entre hombres como "indecencias graves" castigadas con hasta dos años de
prisión y trabajos forzados. Gracias a la prensa, las acusaciones vertidas contra el escritor durante el juicio por
difamación eran la comidilla del país. Agitada por otros escándalos anteriores, la opinión pública presionaba a las
autoridades a favor de iniciar un proceso contra Wilde. Así, pocas horas después de que Queensberry saliera indemne,
Oscar Wilde era detenido para ser sometido a juicio.
En 1885 se aprobó una ley que castigaba con penas de cárcel las "indecencias graves", como la homosexualidad
Éste comenzó al cabo de un mes, en medio de una expectación desbordante. Desde el banquillo de los acusados el
escritor asistió a un desfile de testigos de su homosexualidad, muchos de ellos chantajistas profesionales que se
dedicaban a intercambiar silencio por dinero. En el juicio se llegó al punto de requerir el testimonio de la camarera de
piso de un hotel para determinar si, por el estado de las sábanas, Wilde había cometido "el acto de la sodomía".
A pesar de los golpes bajos, Oscar Wilde mantuvo su brillantez y su extravagancia en todo momento. Cuando se le
preguntó por qué frecuentaba tanto la compañía de hombres jóvenes, Wilde se declaró "un amante de la juventud".
Pronunció entonces su apasionado alegato a favor del "amor que no se atreve a decir su nombre", expresión tomada de
un poema de su mismo amante. Algunos testigos incluso creyeron que Wilde sería capaz de meterse al jurado en el
bolsillo, y es cierto que el primer jurado se declaró incapaz de llegar a un acuerdo. Hubo que repetir el juicio, pero esta
vez el jurado no fue tan benevolente y lo declaró culpable. El escritor estuvo a punto de desmayarse cuando oyó que el
juez lo condenaba a dos años de trabajos forzados en prisión por haber cometido "indecencias graves". La prensa
aplaudió la decisión, como hicieron los asistentes al juicio.
PRISIÓN Y EXILIO
En los siguientes dos años, Wilde sufrió los últimos coletazos de la prisión victoriana: raciones mínimas de comida,
prohibición absoluta de hablar con otros reclusos y aislamiento del exterior sólo aliviado por una visita cada tres meses.
Perdió varios kilos en pocos meses y su salud empeoró visiblemente: un día, enfermo, se desmayó en la capilla y se
lesionó gravemente el oído derecho. Sin embargo, la atención que despertaba su caso provocó la mejora de su situación:
se le trasladó de cárcel en dos ocasiones y se le proporcionaron libros para leer y material para escribir. Así pudo escribir
una amarga y larga carta a Douglas, De Profundis, una de sus mejores obras en prosa.
Wilde sufrió la dura prisión victoriana: comida escasa, aislamiento absoluto y condiciones de vida penosas
Al cumplir los dos años de sentencia, Oscar Wilde recibió la libertad con grandes planes para recuperar su vida. En el
exilio escribió La balada de la prisión de Reading, una denuncia de las condiciones de la cárcel victoriana que impulsó su
reforma y fue un absoluto éxito editorial. Pero ésta fue su última obra. Wilde no podía dejar atrás la dura estancia en la
prisión ni el ostracismo social al que fue sometido a su salida. La experiencia le había dejado "sin ganas de reírse de la
vida" y se veía incapaz de escribir comedias como las que le habían llevado a la cima.
Wilde se reencontró con Alfred en Nápoles en 1897, pero sólo estuvieron juntos tres meses. Su esposa le prohibió visitar
a sus dos hijos, a los que no volvió a ver. Muchos amigos le abandonaron, hartos de sus constantes peticiones de dinero
y avergonzados por cómo se mostraba en las calles de París con decenas de jóvenes amantes. El daño, sin embargo,
iba más allá de lo psicológico. Una infección en el oído que se había lesionado en prisión y que le habían tratado con
negligencia probablemente derivó en la meningitis que acabó con su vida en el exilio, el 30 de noviembre de 1900.
Como Oscar Wilde, muchas otras personas fueron perseguidas por su orientación sexual hasta que la ley que lo condenó
fue derogada en 1956. El malogrado escritor lo vio claro poco antes de morir: «No tengo duda de que ganaremos. Pero el
camino será largo y lleno de monstruosos martirios». No pudo estar más acertado.