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Pablo Rey + Anna Callau

20
La vuelta al mundo en 10 años

Historias en Asia y

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AFRICA

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Rey, Pablo
La vuelta al mundo en 10 años: África / Pablo Rey
y Anna Callau. - 2ª. ed.- Cusco : el autor, 2007.
750 ejemplares/126 p. ; 10x15 cm.

ISBN 987-05-2082-0

1. Viajes, narraciones de. I. Título


CDD 910.4

Este libro no puede reproducirse, total o parcialmente, por ningún método


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sin expreso consentimiento del editor.

D.R. © 2006, Pablo G. Rey Berri


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Diseño de tapa: mariajbaglivo@hotmail.com


Ejecución del diseño interior: Del Umbral, Buenos Aires, Argentina.

1ra. edición: Buenos Aires, Argentina, diciembre 2006


2da. edición: Cusco, Perú, agosto 2007
3ra. edición: Manta, Ecuador, septiembre 2008
4ta. edición: Managua, Nicaragua, enero 2010

Impreso en Nicaragua
ISBN-10 987-05-2082-0
ISBN-13 978-987-05-2082-5
Hecho el depósito que previene la ley 11.723

El viaje continúa en
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Índice

EUROPA............................................................ 5
TURQUÍA ...................................................... 15
SIRIA .............................................................. 21
JORDANIA .................................................. 29
EGIPTO .......................................................... 35
SUDÁN ............................................................ 47
ETIOPÍA ........................................................ 55
KENIA ............................................................ 61
UGANDA........................................................ 79
TANZANIA .................................................. 85
MOZAMBIQUE ............................................ 93
ZIMBABWE ................................................ 107
SUDÁFRICA .............................................. 121
EUROPA
Siempre ocurre más o menos lo mismo: cuando te
acostumbras al ritmo de las vacaciones suena un telé-
fono o una llamada de Dios, Allah, Jehová o la con-
ciencia proclamando que hay que volver a trabajar. A
veces es el mismo pipipí de tu móvil lo que te despier-
ta en un lugar extraño que comenzaba a hacerse habi-
tual. Pero no, tu teléfono está apagado, lo prometiste.
Igual te sobresalta y en un acto reflejo digno de un
perro fiel tu mano se abalanza al bolsillo. El teléfono
no está. El mundo se hace pedazos.
Hiroshima en la cabeza.
6 La vuelta al mundo en 10 años

Un regusto amargo y demoledor similar a la bilis


tiñe la punta de tu lengua. Observas tu bañador, hay
algo que no encaja. Más abajo están tus pies calzados
con sandalias. Una hoja blanca, con membrete, se
engancha entre tus piernas. Nagasaki. Y recuerdas que
ésta no es tu vida, que no vives entre palmeras ni tienes
arena en el jardín, que la chica con órdenes de traer un
margarita por hora desaparecerá pronto, que sólo estás
de vacaciones. Y murmuras un insulto que se confunde
con la respuesta insulsa del propietario del jodido telé-
fono. No importa cómo haya respondido, yes, salam,
aló, hola o diga, da igual el acento: estés lejos o cerca,
has vuelto.
Esta vez, lo que disparó la acidez fue encontrar la
segunda parte de un pasaje de avión que estaba a mi
nombre. Había llegado a Johannesburgo porque era el
destino más barato hacia una región desconocida y un
atasco de casualidades me dejaron frente a Martin, un
suizo con rasta dreads que acababa de atravesar África
en un Land Rover destartalado. Él buscaba gente dis-
puesta a compartir la gasolina y algunos dólares. Yo
necesitaba sorprenderme.
Era 1999 y se acercaba el fin del milenio. En la calle
el ambiente era de curiosidad afectada y sorna. El
mundo se había separado en dos bandos: los que esta-
ban a favor y los que estaban en contra de la trascen-
dencia de los años que terminan en muchos números
redondos. Todos discutían, sí, pero nadie creía que
fuera a ocurrir algo excepcional. Dios no bajaría a la
Europa 7

Tierra y nos convertiría en humanos. Las guerras no se


detendrían por un día. Era imposible que todos sacára-
mos la lotería.
Los únicos que parecían preocupados eran las
empresas y los gobiernos. Temían que todos los orde-
nadores volvieran a la prehistoria y dejaran de funcio-
nar al pasar del año 99 al año 00, la nada. Y que toda la
riqueza y bienestar acumulados desaparecieran en un
segundo histórico. Parecía un chiste.
En los medios, pocos profetas, videntes y tiradores
de cartas pronosticaban el fin del mundo. Eso de ves,
yo tenía razón, se acabó el mundo no iba a funcionar.
Las hormonas del planeta estaban revolucionadas y lo
más áspero de todo era que, a mí me daba igual.
A fines de julio había huido al sur de África aprove-
chando mi mes de vacaciones y una baja extra de quin-
ce días por problemas mentales. Mi cabeza ya no
funcionaba bien. No estaba en la lista de espera de un
psiquiátrico, sólo me cuestionaba el sentido de las nor-
mas aceptadas como inevitables. Hay que trabajar, hay
que tomar cada mañana el bus a la misma hora. O con-
ducir en medio de un atasco, escuchando siempre la
misma radio, con la misma cara de museo de cera. Hay
que pagar la luz, el gas, el teléfono, el agua, los paña-
les, la escuela de los niños, la hipoteca o el alquiler.
Hay que entrar a la oficina con la primera luz del día y
salir cuando se esté poniendo el sol. Es normal, la vida
es así. ¿Quieres escapar? Toma Coca Cola, tu mundo
se convertirá en una fábrica de felicidad. Los tipos de
8 La vuelta al mundo en 10 años

Atlanta deben haber reemplazado la cocaína de la fór-


mula original por ácido lisérgico.
Lo que menos necesitaba durante las vacaciones era
juntarme con otros fugitivos. A pesar de sus dreads
Martin parecía un tipo bastante cuerdo, pero precisába-
mos alguien más para compartir los gastos de la ruta.
Eso era un problema. Casi todos los que dormían en el
albergue viajaban acompañados. Muy poca gente se va
sola de vacaciones, menos se dan la libertad de olvidar
esa cadena refinada llamada planes. Y de esos, todavía
menos están bien de la cabeza.
Durante esas pocas semanas africanas pasaron cosas
extraordinarias para un oficinista cualificado: desente-
rré huesos de ballenas en playas deshabitadas y ascen-
dí dunas enormes en el desierto; aprendí a caminar
desarmado entre leones y elefantes y observé desde
abajo los rápidos del río Zambeze. Cada día seguíamos
huellas arañadas a la selva y senderos de arena blanda.
Era mi retorno particular a una vida más sencilla, a la
edad de la inocencia, cuando aún crees que todos nace-
mos libres.
Tres semanas más tarde, en Windhoek, Namibia,
metí la mano en el bolsillo equivocado y recordé que
esa no era mi vida real. Que sólo era una vida presta-
da, vacaciones.
Volví al reino animal de Barcelona embutido entre
una mujer melancólica y un vendedor de filtros de agua
que hablaba compulsivamente. Acababa de terminar
una semana de aislamiento en un país donde no enten-
Europa 9

día a nadie. Yo era su oído, el dummie con quien prac-


ticar el discurso de satisfacción por el buffet de su
hotel-casino en Sun City y el safari entre las prostitutas
negras de Johannesburgo. Eso sí que era peligroso,
repetía, no esas mariconadas de tours para ver anima-
litos salvajes. Cuando comenzó la película me puse los
auriculares y bajé el volumen a cero, dispuesto a
enfrentar lo que me revolvía las entrañas: el retorno a
mi vida real, no demasiado distinta a la vida del ven-
dedor de filtros de agua.
Saqué el papel arrugado que llevaba en un bolsillo
desde Harare y volví a leer: La vida es todo aquello
que nos pasa mientras hacemos planes. La frase era de
un tipo de boca muy grande llamado John Lennon. A
él lo habían matado de un tiro una inesperada tarde
soleada. Yo tenía una habitación empapelada de mapas,
libros y revistas que me llevaban hasta el fin del mundo
sin moverme de casa. Quería llegar a todos esos para-
ísos, pero ‘un día de estos’, ‘todavía no’ y ‘en unos
años’ se habían convertido en las excusas favoritas para
evitar el compromiso que implica apostar por lo que
realmente quieres hacer en la vida.
Cuando abrí la puerta de mi apartamento hipoteca-
do supe que tenía que irme. Al otro lado estaba la vida
de un extraño con trabajo estable, rutinas, obligaciones
y televisor. Quedarse era tomar el camino de la seguri-
dad, y eso significaba comenzar a envejecer. Debía
reinventarme, matar la vida que iba a vivir. ¿Por qué no
comenzar de nuevo?
10 La vuelta al mundo en 10 años

Esa noche, después de dos horas de olernos y hablar


sobre ese mes y medio que habíamos vivido separados,
le confesé a Anna que no le había traído ningún recuer-
do del viaje. Que sólo podía ofrecerle unas palabras
envueltas, cargadas de un veneno dulce.
–¿Quieres venir a dar la vuelta al mundo conmigo?

¿Quién no soñó con dar la vuelta al mundo?


Dicho de otra manera ¿quién no deseó alguna vez
comenzar una nueva vida, más cercana a los sueños y
menos a la realidad?
Sentada a mi lado Anna se revuelve escéptica. Des-
pués de nueve meses haciendo dibujos en el aire no es-
tá segura de nada. Todavía podemos despertar
atrapados en una nueva serie de rutinas pegajosas.
Ella también percibe las manadas de olores mientras
la ciudad se desviste de cemento a 80 kilómetros por
hora. Monóxido de carbono, cloaca, fritura, desodoran-
te de ambientes, pan recién horneado y asfalto calien-
te. Sabemos que nos vamos pero ahí siguen los mismos
edificios, los mismos puentes, los mismos semáforos,
la misma música en la radio. Todavía no nos vamos.
Cuando salimos de Barcelona el retrovisor se llena
de vehículos pero no, viajar no es un sueño comparti-
do. Nuestra nueva casa, una Mitsubishi L-300 4x4 con
el aura de las Volkswagen hippies de los años setenta,
sólo es un estorbo hinchado de equipaje.
Europa 11

A los lados de la ruta las encinas, pinos y robles agi-


tan sus melenas como coristas estresadas. Las nubes se
apresuran y algunos pájaros se dejan arrastrar en una
montaña rusa temeraria. En una curva, una ráfaga de
viento entra filosa por la ventana. Los olores de las ru-
tas estrechas penetran violentamente, esencia de bos-
que, hierba fresca y humedad, madera recién cortada,
humo de leña, concentrado amargo de...
–Mierda de vaca... Anna, ¡abandonamos la ciudad!
El aroma desaparece y cada vez que vuelve es para
recordarnos que el resto de la vida está comenzando. El
cuerpo vibra revolucionado por una sensación desco-
nocida: estamos en la ruta.
–¡Esto es la libertad! ¡Oler a mierda de vaca todos
los días!
La realidad es que salimos a dar una vuelta por el
mundo. Inocentemente, la vuelta al mundo. El plan es
rodear el Mediterráneo por Oriente Próximo y seguir
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alguna ruta del este de África hasta Ciudad del Cabo,


Sudáfrica, donde terminan todos los caminos.
Y después, bueno, después ya veremos.

Cruzamos Francia, Suiza y llegamos a Italia. En el


sur de Nápoles, dos pescadores de Torre Annunziatta
me invitan a acompañarles a soltar las redes de noche.
Anna se muerde unas cuantas palabras y se va a la fur-
goneta. Escuchó por la radio que el sueño del noventa
por ciento de las italianas es salir de vacaciones sin el
marido.
Veinte minutos después empujamos el bote dentro
del agua. En el cielo no hay luna, sólo algunas estrellas
débiles. Nello guía el motor para atravesar en diagonal
las olas que intentan volcarnos. Saben que vamos a ara-
ñar su vientre, a revolver sus entrañas, por eso empujan
con más fuerza hacia la playa.
Cuando el motor se detiene, Enrico, gordo y fuerte,
comienza a remar. Entonces las olas se rinden y Nello
suelta las redes despacio, metro a metro. Luego orien-
tan la barca hacia la pequeña isla fortificada. Hace
tiempo que la torre sarracena fue abandonada y todos
los años se deshace un poco más. No habían dicho que
iríamos hacia allí y mi imaginación se desata.
–En esa isla torturaban a la gente, la ahorcaban, gui-
llotina –explica Enrico pasándose el dedo por el cuello.
‘Apenas les dé la espalda me arponean, me tiran al
Europa 13

agua y me desaparecen. O mejor, me cortan en pedacitos


para que me cocine la mamma. Y Anna está en la playa.’
Casi no nos conocemos. Nuestras vidas se cruzaron
unas horas antes, jugamos de visitante y sé muy poco
de los locales. Sólo lo que dicen y lo que veo. Pescado-
res napolitanos, familia numerosa, todos amigos, bar
en verano, construcción y mecánica el resto del año,
entendernos por los ojos y los gestos y algo de italiano
macarrónico, la mamma y cosas que recuerdo de cuan-
do era un crío pero que curioso, también están allí.
Pero viajar también significa confiar, dejarse llevar
por desconocidos a lugares físicos o mentales adonde
nunca llegaríamos solos. Confiar. Sólo dejando que
otros lleven el timón se pueden descubrir sitios que no
sospechábamos que existían.
Mi imaginación se va pero sigo allí, mojado bajo la
noche estrellada, alucinado por el paisaje oscuro y el
miedo absurdo a naufragar tan cerca de casa. Confiar.
En occidente la gente desconfía de todo lo que no es
habitual. Si los rostros tienen otras facciones u otros
colores hay que desconfiar. Si las palabras que utiliza
son distintas hay que fruncir el ceño, hay que buscar lo
que se esconde detrás de la mirada, porque siempre se
esconde algo. Y hay que desconfiar, a ver si nos hacen
algo. Si se cubren demasiado son moralistas religiosos.
Si van en taparrabos son unos salvajes. Hay que des-
confiar porque son distintos a nuestras costumbres, a
nuestra historia, que por supuesto es la correcta.
Llegamos a las rocas delineadas por los reflejos de
la playa y giramos entre las moles desprendidas en te-
14 La vuelta al mundo en 10 años

rremotos olvidados. Piedras infieles que esconden pie-


dras aún más antiguas puestas por venecianos hace más
de mil años. Piedras habitadas por fantasmas, testigos
sin lengua de traiciones y muertes violentas. Recuerdo
el dedo gordo de Enrico cortando su cuello.
Pero hay que confiar. El miedo puede atenazar pero
hay que aprender a apaciguarlo, a controlarlo, a eliminar-
lo. Hay que confiar. Francia, Suiza, Italia y Grecia no son
muy distintos a España. El destino está más allá, después
de Turquía, donde los pasos sobre la cuerda floja se vuel-
ven más inciertos.
Hay que confiar. Sobre todo cuando cada atardecer
hay que encontrar un lugar donde dormir: la calle, un
estacionamiento, una iglesia o una gasolinera, en la
playa o entre unos arbustos. ¿Será seguro? ¿Los camio-
neros tocan su bocina para saludar o para que nos qui-
temos del medio? ¿Por qué ese hombre nos observa
con tanta intensidad? El miedo es inevitable cuando
das los primeros pasos en lugares donde nadie te está
esperando, donde no tienes reserva.
Miedo a que te roben, miedo a que te asalten, a que te
disparen, a que nadie te dispare a ti pero a que el disparo
llegue hasta ti; miedo a desaparecer, miedo a la desilu-
sión y al veneno en la sangre; miedo a no volver a tener
un buen trabajo, a enfermar de malaria, a no ser com-
prendido, a los policías que se inventan cargos en tu con-
tra, a los fanáticos religiosos, a los accidentes, a chocar
con un camión de Coca Cola en algún rincón de África.
De todas las muertes posibles, esa sería la más es-
túpida.
TURQUÍA
A fines del verano abandonamos Estambul. Cru-
zamos el puente que cierra la herida del Bósforo y,
aunque el asfalto no cambia, a partir de aquí todo es
nuevo. Bienvenidos a Asia.
Lo único que sabemos del futuro es que casi todos los
países están conectados con otro por una ruta. Que todas
las rutas del mundo empiezan en la puerta de tu casa.
Llevamos mapas que nos guían hacia el sur, pero son
mapas basados en la fe. La situación en África puede
variar en horas, en cualquier sitio puede estallar una gue-
rra tribal o desatarse una nueva inundación bíblica que
16 La vuelta al mundo en 10 años

mutile puentes y caminos. Que no te deje avanzar. Que


no te deje retroceder. Después de tantos años de seguri-
dad, la duda es maravillosa.
Tras una curva aparecen tres edificios manchados de
marrón y amarillo en medio del campo, como zanahorias
de Chernóbil. No se distingue un alma, pero hay cortinas
Turquía 17

blancas en las ventanas y macetas en los balcones. Cru-


zamos montes arados de verde y poblados de casas bajas
a medio construir. Los puestos de mercado se desbordan
en cascadas desordenadas de frutas, verduras, ropa y ca-
charros de cocina. Una carreta de dos ruedas unida al ma-
nillar largo de media motocicleta avanza traqueteando
con asma frente a una hilera de maniquíes sin sexo.
Nos detenemos en una gasolinera a cargar uçuz mazot,
diesel barato que llega de Irak de contrabando. El rostro
del encargado es igual al de otros treinta y cinco millones
de turcos: cabello azabache corto y bien peinado, bigotes
retocados cada mañana, ni rastro de barba y mirada
encendida. Mientras nos sirve un vaso de té, explica que
su casa está a mil quinientos kilómetros en una ciudad
llamada Mardin. Que cada dos semanas va a ver a su mu-
jer y sus dos hijos. Que no hay mucho trabajo, pero que
está contento porque tiene trabajo.
Antes del anochecer descubrimos la entrada a una
cantera abandonada. No hay barreras, no hay casetas
de vigilancia, no hay máquinas ni huellas recientes, tan
sólo tres cuartos de luna remojada en cal y miles de
lámparas fijas encendidas en el cielo. Es una foto oscu-
ra rodeada de un marco irregular y brillante color yeso,
un buen sitio para pasar la noche.
Cenamos un bocadillo vegetal, tomate-cebolla-
pepino-aceite de oliva, movemos las garrafas de agua
al asiento del copiloto, extendemos los colchones,
colocamos cortinas en todas las ventanas y nos lava-
mos los dientes. Leemos. Apostamos el trabajo a las
18 La vuelta al mundo en 10 años

cartas. Estudiamos turco. Repasamos los mapas para


decidir la línea que pisaremos mañana. Y cerramos los
ojos a la misma hora que las gallinas, las ocho o nueve
de la noche
En unos segundos pasan tres horas, es casi media-
noche y unos golpes retumban en la puerta de casa, la
furgoneta.
–¡¡Ey messieur!!
Despierto con el relieve de una hoja arrugada gra-
bado en la cara. La luz de la linterna agoniza tiñendo
de amarillo unos centímetros de sábana. Afuera la
oscuridad es total, la luna ha desaparecido y sólo las
luces extraterrestres iluminan la sombra que se mueve
de ventana en ventana. Que pega la nariz contra el
vidrio. Que acaricia el cuerpo de la furgoneta. ¿De
dónde salió este tipo?
Qué pasa... susurra Anna con los ojos cerrados. La
cama se mueve. Entonces resuenan más golpes.
–¡¡¡Messieur!!! ¡¡¡Ey messieur!!!
El sopor desaparece bajo una descarga de adrenali-
na inyectada al corazón, que se acelera. TUMTUM. Es
una pelota que se deforma TUMTUM cuando te golpea
el pecho TUMTUM desbocando caballos y boxeadores
TUMTUM tinieblas y demonios TUMTUM porque
nadie te espera TUMTUM y nadie te conoce TUM-
TUM porque no bailas sobre una cuerda floja TUM-
TUM bailas sobre una delgada cuchilla de afeitar.
El cuerpo reacciona alertado por lo que no debería
suceder. Me llevo el índice a la boca para pedir a Anna
Turquía 19

que guarde silencio y busco las bengalas. No quisiera


usarlas, pero sé que hay que disparar a la altura del
esternón. TUMTUM.
¿Estará solo? TUMTUM.
Un segundo de silencio dura bastante más que un
segundo de ruido. A través de los vidrios entumecidos
sigo al intruso, fornido pero pequeño, que se recorta
contra las paredes de la cantera. Sí, parece solo. Lleva
un palo en la mano y bigotes en la cara. José Pérez, el
borracho anónimo, el turco desconocido convertido en
Mister Hyde. Que rodea la furgoneta con la agilidad de
un fantasma. TUMTUM. Estamos rodeados por un
solo hombre.
–¡¡¡¡¡Ey messieur!!!!!
Anna me observa apoyada contra el mapa. Tiene la
cabeza en Asia y el cuerpo en África. La línea dibuja-
da en negro aún es demasiado corta. TUMTUM
20 La vuelta al mundo en 10 años

Si grito en español no me va a entender. Quiero que


se vaya. Entonces, cansado y con sueño, sin pensar un
segundo en la animalada, respondo con un gruñido
fuerte TUMTUM, un grito arrancado de mi bestiario.
–WRROOOAAAAHHHHH!!!!!!
Volvamos a la Edad de Piedra.
–¡¡No problem!! -grita esta vez.
Pero vuelve a agacharse TUMTUM debajo está la
cocina de gas TUMTUM y su palo rozando las paredes
de casa TUMTUM y va delante TUMTUM donde el
agua se congela durante la noche TUMTUM observa el
parachoques TUMTUM perdido o curioso o lo que es
peor TUMTUM peligroso.
Enciendo las luces largas, delante se dibuja el cuer-
po partido de un fantasma torpe. No tiene cabeza. No
tiene piernas. Caigo sobre la bocina.
–¡¡No problem!! ¡¡¡No problem!!! –vuelve a gritar
antes de levantar los brazos TUMTUM y por fin TUM
comenzar a alejarse.
Cuando consigo volver a dormir tengo demasiadas
pesadillas. Sueño que despierto y nunca partimos de
Barcelona; que debo ir a vender la nueva campaña de
un banco vestido con un taparrabos; que todo el
mundo, hombres, mujeres, niños y perros, tienen el
mismo bigote que Sadam Hussein. Es espantoso.
SIRIA
El desierto se abre como una infinidad de caminos
sin trazar bajo el sol soportable de octubre. La imagi-
nación y las huellas que sobreviven al viento quieren
atraernos fuera del asfalto, hacia cualquiera de las
pequeñas estribaciones que se levantan en el horizonte.
El suelo, jardines de arena gruesa y piedras asentadas
por las gotas que caen cada cuatro o cinco años, da vía
libre para avanzar en cualquier dirección. El paisaje,
aparentemente vacío, está lleno de imágenes individua-
les que siguen de largo, de postes telefónicos perdidos
y hombres convencidos de que el tiempo es un invento
22 La vuelta al mundo en 10 años

de gente complicada. Buscamos Ibn Warden, un casti-


llo bizantino levantado hace más de mil años en medio
de la nada, para un gobernador que debía controlar a
los beduinos, por la razón o por la fuerza.
La carretera se desenrolla libre de señales que
pudieran interpretarse como una delimitación del trán-
sito. Esto es derecha y esto es izquierda, por allí se
viene y por aquí se va, sencillo. Pura lógica. Si te cru-
zas un camión tus neumáticos levantarán una fina capa
de polvo fuera del pavimento. Pretender dividir la ruta
a partes iguales es provocación gratuita, ruleta rusa con
el tambor de un revólver cargado.
Al entrar más profundamente en el desierto apare-
cen las moscas. Una. Dos. Diez. Vuelan dentro de los
oídos, se posan en las únicas partes del cuerpo donde
la piel se funde con el sol. Dicen que en Palmira es
peor, que allí son nubes, que es la música que te acom-
paña mientras caminas entre columnas y árboles de
Siria 23

granadas, que se meten en la boca, en la nariz, que se


pegan a tu sudor. Que buscan la humedad de tus ojos
para depositar sus huevos en un rincón acogedor. Que
sólo desaparecen por la noche cuando el frío las sume
en el letargo, hasta que el primer rayo de sol rompe el
horizonte.
En la radio suena música pop egipcia. Abro el mapa
de Siria, los nombres que aparecen impresos no siem-
pre coinciden con el nombre real del pueblo, pero ya
debemos estar cerca. A los lados permanecen casas
mimetizadas en la arena de puertas pintadas con colo-
res tan intensos que es fácil imaginar el cambio climá-
tico. Hace poco aquí había selva, tucanes y pavos
reales. La vida era roja, verde, anaranjada, celeste, lila
y turquesa, como los ojos del albañil que entra al alma-
cén para comprar una botella de Al-Kola. Este amarillo
gris aún no existía, el colorido tiene que provenir de
algún rincón de la memoria. Entonces aparece un
punto distinto a los demás. Las ruinas de lo que alguna
vez fue un castillo extravagante. Ibn Warden.
Mientras aparcamos a la sombra de uno de los
muros de piedra roja y blanca, se acerca un beduino
joven de ojos azules. Tiene la barba recortada y viste
una chilaba oscura bajo una cazadora de cuero. Se
llama Mohammed y nos invita a la casa de su tío, el
guardián. Sobre la puerta aún se lee Maison de la
Mission National.
–No vienen muchos turistas por aquí, no hay auto-
buses y la carretera termina a veinte kilómetros en la
24 La vuelta al mundo en 10 años

arena –explica en un buen inglés señalando con un


gesto suave y ondulante el suelo que se extiende igual
aquí, igual allí.
Beduino significa nómada del desierto. Durante
miles de años fueron los dueños de un país terrible, las
tierras vacías entre Siria, Jordania e Irak. Eso era el
preludio de la muerte, un sitio encendido que provoca-
ba la locura y digería caravanas que desaparecían sin
dejar rastro. Los más lógicos veían como su cordura se
deshilachaba hasta convertirse en un harapo chiflado.
Su habilidad como guerreros y bandidos sin escrúpulos
sólo era comparable a su instinto para continuar con
vida. Así ocuparon los desiertos más feroces. El Najd y
el Hadramaout en la península arábiga. El Sahara del
norte de África. Los espacios vacíos de los mapas. Hoy
continúan sobreviviendo a base de arroz, harina, leche
de camella y cabra asada crujiente, aderezada con
arena. Conocen la dureza del desierto, por eso reciben
con los brazos abiertos a los recién llegados.
Dejamos las botas en el patio interior, frente a la
puerta del salón, y nos sentamos sobre los almohado-
nes desplegados junto a la pared, sin enseñar la planta
de los pies. Eso podría ser una ofensa. Manos de mujer
cubiertas de dibujos hechos con henna dejan una ban-
deja junto a la puerta. Café amargo aromatizado con
cardamomo, auténtico qahwah saadah beduino, que no
ocupa más de un centímetro dentro del pequeño poci-
llo de loza. Bebo y lo devuelvo, pero Mohammed vuel-
ve a servirme inclinando levemente la cabeza.
Siria 25

–Gracias, es suficiente.
–Entonces me tienes que devolver la taza como los
beduinos, moviendo la muñeca hacia un lado y el otro.
Toma otro café.
Ahora sí. Mohammed sonríe y ofrece el pocillo a
Anna. Cuando termina la ceremonia del café comienza
el bombardeo de preguntas.
–¿Están casados? ¿Tienen hijos? ¿Eres de los que se
hacen la señal de la cruz? ¿Cómo es tu casa? ¿Tienes
fotos? ¿De qué trabajas? ¿Cuánto ganas? ¿Tu familia
es muy grande? ¿Tus padres están vivos? ¿Cuánto te
costó la furgoneta?
Cada respuesta es traducida a Tío Guardián, que
acaba de entrar aclarando no english y sonríe cada vez
que decimos algo en árabe, little arab.
–Aquí nos conocemos todos. En realidad todos
somos de la misma familia, tíos, primos, hermanos,
abuelos…
Como el desierto es enorme la tierra es gratis y las
casas se agrandan a medida que los hijos tienen nuevos
hijos y se casan con las primas o con las mujeres del
pueblo de al lado, a ocho kilómetros, que también son
todos de la misma familia. Su mujer invisible deja otra
bandeja, ésta vez con té. Un niño asoma la cabeza y
Mohammed comienza a preparar un narguile.
–¿Han visto águilas? –pregunta mientras sostiene el
tabaco oloroso, húmedo y pegajoso sabor fresa, que le
tiñe la punta de los dedos de rosa.
–Pocas. Vimos más en Capadocia y el Kurdistán.
26 La vuelta al mundo en 10 años

Durante un momento aguarda inmóvil, medita las


palabras de Anna. Coloca el montón de tabaco en la
cima del narguile y repite la acción dos veces más.
Después lo tapa con un papel metalizado que agujerea
con la punta de un alfiler.
Siria 27

–¿Quieren ver una?


Atravesamos el patio blanco y nos detenemos fren-
te a la ventana enrejada de una habitación. Detrás, un
halcón peregrino se mantiene en pie sobre el respaldo
de una silla.
–La uso para cazar. La compré en Inglaterra, allí las
educan. Hay que ir un par de veces para elegir el ani-
mal y para que se acostumbre a tu voz. Le enseñan dos
o tres palabras, una para ir y otra para volver. Cuestan
unos cinco mil dólares. Es un buen animal.
Cuando volvemos instala el narguile en medio del
salón, frente a sus piernas dobladas. Toma el tronco
seco y pelado de una mazorca de maíz y lo coloca en
el fuego de una hornalla hasta que se enciende al rojo
vivo. Entonces lo levanta con unas pinzas oxidadas y lo
pone sobre el papel metalizado. Comienza a dar chu-
padas largas por la punta de un tubo flexible conectado
al centro de la pipa. Tras la primera bocanada expira
aire, tras la segunda aparece una delgada línea de
humo. El tabaco, que llega a los pulmones convertido
en aire fresco sabor fresa, ya está encendido.
Cuando Mohammed ofrece el narguile, Anna me
observa indecisa. No parece muy higiénico, pero cum-
ple la misma función que el mate argentino, algo que
se comparte, que mantiene viva la conversación.
Tío Guardián trae una fotografía. Posa de pie con un
halcón que otea el horizonte. Entre ambos existe una
misteriosa comunicación primaria, un sostén, un acuer-
do tácito de fidelidad. El animal mantiene los ojos en
28 La vuelta al mundo en 10 años

algún punto lejano mientras Tío Guardián lo mira con


el amor que sólo se le puede profesar a un viejo amigo.
–Se llamaba Djana y era muy buena. Salíamos al
desierto a cazar conejos y pájaros y siempre respondía
bien a las órdenes. Murió hace dos años. Tenía algo en
la pata, se le infectó y el médico no pudo hacer nada.
Fue una pena.
El duelo termina con el ronroneo largo de dos motos
que se acercan y se detienen en la puerta.
–Gouac! –saludo en bedu. Afuera, un sol brillante y
asesino continúa calcinando la tierra.
Mohammed me mira y sonríe. Son sus primos.
Saluda saalam aleikum, keif halek, tamam?, toma una
botella de plástico asegurada a un manillar y saca una
paloma. Está vestida con una chaqueta de cuero para
que el águila la atrape sin lastimarla. Sólo le provoca-
rá un ataque cardíaco.
La otra moto lleva un gorrión que intenta escapar.
Su vuelo se detiene en seco y cae al suelo, donde se
revuelve rebelde o aterrorizado. Tiene un cordel atado
en la pata. El primo lo observa con calma, sabe que no
llegará lejos. Su libertad mide un metro.
.
JORDANIA
–La mayor riqueza de los árabes no es el petróleo
–aseguro a Gareb y Mona, que viven con sus nueve hi-
jos en una casa sin terminar en Wadi Musa, cerca de
Petra. –Si se pudiera meter la hospitalidad en una caja
y enviarla a occidente, los árabes sacarían más dinero
que vendiendo petróleo.
Creíamos que era jueves y golpeamos a su puerta
para recargar la bombona de gas de la cocina. Pronto
nos dimos cuenta que nuevamente se nos había perdi-
do algún día del calendario: todo estaba cerrado. El
martes, el miércoles o el jueves habían desaparecido.
30 La vuelta al mundo en 10 años

Gareb no sólo abrió su negocio y no nos quiso cobrar


el gas, sino que nos invitó a cenar y dormir en su casa,
a desayunar con su familia y a quedarnos el tiempo que
hiciera falta.
–No hay problema. No tenemos mucho, pero donde
comen once, comen trece. Pueden dormir esta habita-
ción. La furgoneta se queda en la calle, no pasará nada.
Aquí todos me conocen y me respetan. Ustedes son
mis huéspedes, usted también son Gareb. Lo siento,
pero no tenemos duchaa ducha. Cuando lo necesiten
calentamos agua así pueden lavarse con este barreño.
¿Tienen hambre? ¿Quieren un té? ¿Un café?
En esta parte del mundo la hospitalidad es algo tan
natural como respirar. Si entras en un negocio es lógi-
co que el comerciante insista en venderte algo. Si no
compras, muchos querrán que por lo menos te sientes
a tomar un té y les cuentes una historia. Hablo de ello
con Gareb y Mona, que tienen más hijos que dinero, y
sonríen. Les cuento que en Europa y Estados Unidos
esto no suele ocurrir. Que la gente de las ciudades es
desconfiada. Que los niños no se acercan a los desco-
nocidos. Que sus padres cierran la puerta en lugar de
abrirla. Gareb no entiende.
–Pero... si te invitamos es porque estás de paso, por-
que tendrás cosas que contar. Si te abrimos la puerta de
nuestra casa es porque no te conocemos.
Jordania 31

Sus palabras continúan en mi cabeza cuando aban-


donamos el asfalto en un desvío señalado por las hue-
llas de las camionetas beduinas. No sé si ésta rodada es
el camino que debemos tomar, pero quizás también lo
sea. Da igual, lo importante es el viaje, el destino es la
32 La vuelta al mundo en 10 años

sorpresa repito mientras volvemos a levantar polvo,


esta vez rojo. Tampoco hay carteles, lo único que indi-
ca que vamos en la dirección correcta es una brújula
que debería marcar hacia el este, pero se vuelve loca
con los pozos. El mapa sólo sirve para saber que en
algún lugar, hacia el norte, hay una carretera.

Manchas oscuras de falsa humedad transforman las


laderas en pasteles de chocolate derretido y quemado.
Wadi Rumm es un laberinto de valles paralelos con
balcones colgados en los lugares más inesperados.
Plateas para buitres que observan emocionados el paso
de carne exótica. Sin duda nos desean lo peor.
Huellas más profundas nos arrojan a los pies de un
puente de piedra natural de quince metros de alto.
Cruzamos cañones, barrancos y árboles solitarios que
al mediodía dan sombra a alfombras de excremento
Jordania 33

verde de cabra. Una tienda beduina tejida con pelo


marrón aparece en un recodo del camino. Debe estar
vacía, no sale nadie. Dos veces debemos dar media
vuelta y cambiar de valle: al topar con una gigantesca
duna de arena y ante el riesgo de oír un helicóptero
repitiendo en árabe, inglés y esperanto que hemos
ingresado ilegalmente en territorio de Arabia Saudí.
Estamos cerca.
Al amanecer del tercer día comienza a llover. Un
aguacero en el desierto es un acontecimiento. Las esca-
sas hojas de los arbustos se quitan la tierra de encima,
los escorpiones beben, las semillas acorazadas se estre-
mecen, el suelo se humedece, hay esperanza. Observo
por la ventana el cielo ondulado, cubierto de azules,
grises, anaranjados y blancos, Van Gogh nuestro que
estás en el cielo, y escapo desnudo a fotografiar mon-
tañas de oro.
Cuando las últimas gotas se estrellan contra el techo
de la furgoneta, un silencio ansioso vuelve a adueñarse
de Wadi Rumm. Una brisa imperceptible comienza a
susurrar junto a la puerta abierta, el rojo de la arena se
enfurece y las espinas de los arbustos se ablandan de
miedo. La pureza de la luz se torna religiosa. Entonces
retornan los pájaros. Tiene sentido que el cristianismo,
el islam y el judaísmo hayan nacido aquí cerca. Hasta
los escépticos se vuelven místicos con estas convulsio-
nes de la naturaleza.
Al anochecer acampamos detrás de una duna, aun-
que tomar la decisión es más fácil que llegar.
34 La vuelta al mundo en 10 años

Necesitamos cuarenta minutos para avanzar treinta


metros. Mientras Anna humedece pan duro con un par
de tomates pasados, ordeno el interior de la furgoneta
en la opción dormir. Luego, me alejo a buscar madera
para encender un fuego. Pero aquí tampoco hay árbo-
les, sólo arbustos escuálidos con todas las espinas de
un erizo. Pequeñas columnas vertebrales, costillas que-
bradas que arden en destellos fugaces, y se apagan tan
rápido como si nunca hubieran existido.
Hay algo excepcional en esta quietud, en esta muer-
te inesperada. Observo alrededor, araño el aire denso
del atardecer, nada. La noche cae silenciosa sobre Wadi
Rumm. No hay viento, los esqueletos de la vegetación
permanecen quietos, la arena descansa en su viaje
hacia otra duna. Esto también es un desierto de soni-
dos.
Muevo una de las ramas grises que llevo en la mano.
Ssssssssss, zumba, crac, se parte.
Busco una piedra plana y me siento a esperar. En
cualquier momento el planeta volverá a encender sus
motores y continuará crujiendo.
EGIPTO
Cuando encontraron a Suleyman ahorcado, balance-
ándose como un manojo de ropa en un árbol solitario
del desierto del Sinaí, la policía sospechó que se trata-
ba de un ajuste de cuentas. Una deuda de honor.
El rumor creció poco a poco. A medida que pasaban
los días alguien oía algo, los vecinos notaban una
ausencia, las mujeres tejían conspiraciones en las
esquinas y los hombres asumían la ley sobre la mesa de
un bar. Era injusto porque eran jóvenes, pero era la ley.
Incluso los ancianos repetían la sentencia que habían
oído a sus padres: el amor no es gratis.
36 La vuelta al mundo en 10 años

Suleyman se había enamorado de una mujer de otra


familia y ella le había correspondido. Pero él no había
pedido su mano a su familia, ni siquiera permiso para
encontrarse con ella. Una ley no escrita sentenciaba
que alguien había estado robando al padre de ella. Que
se aprovechaba de él y de su propiedad, que no había
seguido los pasos que dicta la tradición, que no había
pagado lo que tenía que pagar. Su buen nombre y el
honor de su familia habían sido violados y debían ser
restablecidos.
La ley del desierto es inapelable. Quince niñas vír-
genes son entregadas en matrimonio por una tribu de
Pakistán en compensación por una ola de asesinatos
que se inició con la muerte de un burro. Una joven her-
mosa es desfigurada con un cuchillo por su marido
para que deje de llamar la atención de sus vecinos.
Suleyman apareció ajusticiado a los veinticinco años.
A ella, despreciada por su pueblo y su familia por
haber roto las reglas, le esperaba un destino más cruel.
Como ya no era virgen su padre la casaría con un hom-
bre mayor, un viudo o un anciano, o se convertiría en
la cuarta esposa, la última, de un hombre rico.
Por culpa del honor, un año más tarde alguien muy
cercano a Suleyman acabaría con la vida de uno de los
hijos o hermanos del asesino, que había escapado a un
lugar desconocido de las montañas. Y al siguiente ani-
versario una nueva muerte vengaría la del año anterior,
asegurando una serie de asesinatos anuales para los
próximos veinte o treinta años. Hijo por hijo, pariente
Egipto 37

por pariente. Entonces nadie recordaría los motivos de


tanta sangre, ni que el honor había sido roto por una
historia de amor.
Sigo dando vueltas a la versión árabe de Romeo y
Julieta, cuando llegamos al Monasterio de Santa
Catalina, a los pies del Monte Sinaí. Fue levantado
cuando el inglés y el castellano todavía eran dialectos
y la palabra América no existía. Los grandes bloques
de piedra de las paredes exteriores, financiados por el
fervor religioso de un emperador bizantino, son las
murallas de una fortaleza. Las ventanas, abiertas
durante los últimos dos mil años, son cuadradas, rec-
tangulares y semicirculares. Hay para todos los gustos.
Adentro hay un pequeño pueblo de monjes cristianos
ortodoxos que custodian el salvoconducto que
Mohammed, el profeta del islam, entregó en el siglo
VII para salvarles de la avalancha árabe que conquistó
todo el norte de África. Casi mil quinientos años des-
pués conviven con la venta de postales y réplicas en
miniatura de la montaña sagrada.
Es otro mediodía hermoso, azul, brillante y despeja-
do. Otro día igual, pasen el parte meteorológico de
ayer que nadie se dará cuenta. No hay viento ni
borrascas en perspectiva y los árboles plantados a la
orilla del camino sobreviven asistidos por jardineros
con turbante. Tres enormes autobuses abandonan el
estacionamiento con su carga habitual de turistas dóci-
les, peregrinos con alguna Biblia del excursionista bajo
el brazo.
38 La vuelta al mundo en 10 años

Junto a la puerta, un grupo de ancianas en trance y


jóvenes armados con guitarras destruye la santidad del
monasterio. Según el Antiguo Testamento, Jehová
entregó las tablas de los Diez Mandamientos a Moisés
aquí cerca.
–Tardar dos horas y media en subir. Y hacer calor,
mucho calor –explican cuatro beduinos que se dedican
al viejo oficio de alquilar camellos -Mucho calor.
Cuando comprenden que preferimos caminar, nos
enseñan una postal que recibieron de Japón. Algunos
de estos hombres hablan algo de inglés, pero traducir
los signos a sonidos es más difícil.
–‘Querido Saleh. Gracias por tu amistad. Aquella
fue la primera montaña que subí en mi vida y aún
recuerdo las hermosas horas montada en tu camello.
¿Cómo está tu familia?’
Mientras Anna lee la carta en voz alta se acercan
más beduinos a escuchar las noticias de Tokio. Todos
Egipto 39

sonríen, es imposible no sentirse contagiados por la


ilusión que flota en el aire. Quienes comprenden inglés
traducen a quienes han olvidado la venta de baratijas y
el rent-a-camel. Un hombre con una cicatriz grosera en
el lugar del labio superior enseña las encías a través de
los dientes ausentes. Cuando Anna termina, Saleh
levanta papel y lápiz.
–¿Escribir carta para amiga?
–Bueno... –responde Anna. –¿Qué quieres decirle?
–No sé… aquí nosotros estar bien, cómo estar fami-
lia. Y que vuelva…
–¿Cómo comenzamos? ‘Querida Misoko’ ¿está
bien?
–Yes yes, very good –responden otras voces. La
carta se está convirtiendo en una declaración conjunta.
–‘¿Cómo estás? ¿Cómo está tu familia? Espero que
en tu casa todos estén bien.’ ¿Así está bien?
–Yes yes.
–¿Qué más?
–Que vuelva pronto.
Detrás de Saleh se escuchan risas apagadas. El cír-
culo se cierra un poco más, la mano de Anna dibujan-
do jeroglíficos occidentales levanta murmullos de
aprobación en el país de las pirámides.
–‘Aquí ha nevado en las cumbres de las montañas y
hay pocos turistas por la guerra entre israelíes y pales-
tinos. Los camellos están bien y seguimos subiendo
todos los días hasta la cima del monte Sinaí.’ ¿Okey?
–Very okey.
40 La vuelta al mundo en 10 años

–‘Te echo de menos y espero tu próxima carta


diciendo que volverás pronto.’ ¿Te casaste con ella
Saleh? –pregunta Anna de improviso, entre las risas de
los beduinos.
–Nooooo –responde Saleh con el rostro rojo de san-
gre, rechazando categóricamente haber unido en una
cama las dos puntas de Asia.
Sus compañeros le lanzan pullas en árabe, en un
segundo todos perdieron la inocencia. Con un gesto
rápido levanta una mano para espantar el ruido y unos
cuantos vuelven a reír.
–¿Qué más? ¿Le ponemos habibi al final de la
carta?
–Yes, habibi, very good.
Quien sabe si volverá a ver a Misoko. Inshallah. De
momento sólo importa la promesa cumplida, ese peda-
zo de cartulina de colores llegado de Japón que repro-
duce un monte simétrico cubierto de nieve. Otra
montaña sagrada. En los países árabes el futuro está en
manos de Allah. Y hoy es un día hermoso, azul, bri-
llante y despejado.
–‘Con mucho amor a mi habibi, Saleh.’

Sahara significa desierto, lugar vacío donde no hay


nada, aunque eso sea parcialmente cierto. La escueta vege-
tación de los oasis alimenta la existencia de zorros, escor-
piones, serpientes y pájaros que sólo abandonan sus
Egipto 41

escondites cuando se oculta el sol. Hace años que los


mamíferos mayores, los leopardos, chitas, órix, antílopes y
hienas, sólo sobreviven en los libros.
Por el Sahara también circulan largas caravanas de
camellos, dromedarios que llegan al mercado de El Cairo
guiados por pastores negros como la ceguera. Llegan
caminando desde el sur, desde Sudán, a través de planicies
tan desiertas que podrías creer que nuevamente estás atra-
vesando el infierno. Viajan livianos, aparte del agua y la
comida sólo llevan su propia carne destinada al matadero.
A diferencia de los campos duros e inmóviles de Siria
y Jordania, en el norte de África crecen dunas viajeras que
avanzan grano a grano empujadas por el aliento caliente
del viento. A los lados de la ruta la arena se mezcla con
pequeñas piedras en llanuras estériles y sin fronteras, sin
límite ni final, tan amplias e inabarcables como el vacío.
La desolación, hermosa, se despliega obstinada hacia el
horizonte. Este es un cuerpo en estado catatónico que ape-
nas parpadea, casi cuarenta grados. Acaba de comenzar el
invierno.
En medio de este universo florece Bawiti, el pueblo
más importante del oasis de Bahariyya. Después de tres-
cientos cuarenta kilómetros, apenas un centímetro en el
mapa pero tanto desierto, las primeras casas rodeadas de
palmeras parecen espejismos. Son sencillas, levantadas
con ladrillos de adobe cubiertos de yeso blanco y puertas
coronadas por números árabes pintados a mano. Entonces
una pandilla de niños abandona los columpios levantados
con cinco troncos de palmeras para saltar y sacudir sus
42 La vuelta al mundo en 10 años

brazos, mira, ¡un coche! Presiono el botón de la bocina


auxiliar que imita un mugido e inmediatamente sus manos
se congelan en un gesto de sorpresa. ¿Dónde está la vaca?
Cualquier casa de la calle principal puede ser uno de los
tantos almacenes que no exhiben más de veinte o treinta
productos. Todos ofrecen arroz, pasta, latas de sardinas y
de aceite vegetal, té, jabón y azúcar. Algunos tienen leche
en polvo, otros dátiles y los de más allá aceite de oliva y
latas de judías para preparar ful. Hay restaurantes para
pasajeros sobre la ruta y paradas de comida entre las calle-
jas del pueblo. Almorzamos kushari, arroz con espaguetis
recortados, lentejas y garbanzos, todo mezclado, como en
casa, y dejamos pasar el tiempo con los locales, fumando
un narguile en un coffeshop. Entonces comienza a soplar
el viento.
Primero son ráfagas inesperadas que nos cubren de
escalofríos. Luego llega una fina capa blanca, un chirimiri
de polvo que vuela cargando los bolsillos. Y cuando el
Egipto 43

viento toma confianza las sillas caminan solas, los techos


de chapa acanalada redoblan a destiempo y las galabiyas
avanzan por la calle un metro por delante o por detrás de
su propietario. Las vendedoras de vegetales se esconden
dentro de sus vestidos para protegerse de la tormenta de
arena. Las lechugas ganan peso y un niño negro de pelo
ensortijado se convierte en blanco bastante más rápido que
Michael Jackson. El tránsito desaparece y los bordillos se
cubren de arena delgada que vuela clavándose en la piel.
Media hora más tarde el viento se calma, el polvo se
detiene y la gente vuelve a la calle. El pueblo aparece
cubierto por un manto de crema que rellena los agujeros
del asfalto y suaviza los ángulos. Cuando los comercios
vuelven a abrir buscamos pan, cerveza y carne para cele-
brar primera la noche de fin de año en el desierto. Sólo
conseguimos pan. La cerveza se transforma en Mirinda y
la carne roja en un pollo vivo elegido a dedo, tú, el blan-
quito de los ojos amarillos, degollado y desplumado en
una centrifugadora manual.
Antes de la puesta de sol abandonamos la ruta hacia el
oeste, hacia Libia. No hay camino pero no importa, el
suelo es duro. Estacionamos junto al cono de un volcán de
piedras negras que vibran como el vidrio y preparamos la
fiesta. Hay que quitar las últimas plumas al pollo y encen-
der un fuego. El cielo cambia de colores y los últimos
rayos de luz se reflejan sobre una esperanza de nube.
Probamos el nuevo narguile mientras unas patatas
pequeñas se cocinan en las brasas. Cuatro berenjenas se
quejan sobre la parrilla comprada en Jordania y un zorro
44 La vuelta al mundo en 10 años

se sienta a quince metros a esperar. Algo caerá.


Descorchamos la botella de Mirinda y nos emborracha-
mos con decenas de estrellas fugaces, cometas dispuestos
a suicidarse para aumentar la belleza del primer fin de año
lejos de Santa Claus y su pandilla. Desde la falda de nues-
tro volcán el desierto se despliega iluminado por una
media luna.

A las tres y diez de otra tarde insolada parte el con-


voy policial de Luxor a Aswan, destinado a proteger
dos autobuses y tres furgonetas de un posible ataque
integrista. A partir de este punto, todos los extranjeros
que no viajen en avión deben formar parte de esta cara-
vana armada. No hay otra manera. Lo hacemos para
garantizar su seguridad. Se acabó la libertad de movi-
mientos.
En la cabeza de la columna se coloca un furgón que
rápidamente establece dos puntos. Uno, la velocidad
promedio será de ciento veinte kilómetros por hora;
dos, las normas para conducir en carretera son para
maricones.
Diez minutos después de abandonar Luxor asumo
que a los policías que nos protegen les da igual si pode-
mos seguirles. Pasan al carril contrario para adelantar
coches, autobuses, camiones y burros sin detenerse, sin
precaución, sin reducir la velocidad, sin miedo. Son
inmortales.
Egipto 45

Su estrategia es sacar medio cuerpo por la ventana y


hacer señas frenéticas a los vehículos para que se apar-
ten de la ruta, sin importar si van o vienen. Los mismos
gestos que harías si te quedaras sin frenos. Para sus
pasajeros, policías que se revuelven excitados en los
asientos traseros mientras dan bandazos de un arcén al
otro, es un juego divertido. El resto de las furgonetas,
atiborradas de extranjeros inmovilizados por el pánico,
juegan a adelantarse en las rectas, en las curvas y en los
puentes. Es como un videojuego, pero de verdad.

–¡Están locos! –exclama Anna mientras se agarra de


la puerta, de la ventana, de su asiento. –¡Vamos a sufrir
un accidente!
Diez minutos después los autobuses se perdieron en
el espejo retrovisor. Da igual. Atravesamos pueblos a
más de cien kilómetros por hora, con niños que espe-
46 La vuelta al mundo en 10 años

ran sentados el paso de la caravana. Algún día habrá un


accidente y ellos estarán allí.
Para un musulmán el destino está en manos de Allah
y nadie tiene poder sobre lo que sucede ni sobre su pro-
pia vida. Lo único que puedes hacer para defenderte es
pintar en tu coche una inscripción que pida DIOS ME
PROTEJA. Los listillos, en cambio, llevan una pegati-
na que dice A MI PRIMERO. Y con estos escudos
celestiales se lanzan a las rutas.
No comprendo el origen de la prisa cuando a nues-
tro lado permanece la belleza lenta del Nilo. Pueblos
con casas de adobe, antiguas fortalezas desmoronadas,
mujeres vestidas de negro, fellahin, colinas horadadas
donde vivir cien años atrás, burros tirando de carros
cargados de paja, búfalos y palmeras que se repiten
rápido. A esta velocidad lo único que no cambia es el
río, el Nilo.
En el siguiente control de policía hay otra caravana
de furgonetas y autobuses que espera autorización para
partir hacia Luxor. Un hombre de galabiya blanca se
acerca con un talonario para cobrar peaje. No hay car-
teles ni puestos ni barreras que indiquen que aquí se
cobra peaje, entonces comenzamos a reír. Cuando via-
jas a otro país nunca conoces del todo las reglas del
juego. Lo primero, siempre, es conseguir más tiempo.
Un militar que pasa por allí también ríe. El peaje es una
treta para sacarnos algo de dinero.
SUDÁN
Sólo campos de rocas negras y una fina capa de arena
gris cubren el mundo al este del Nilo. Al oeste, cada vez
más lejos, brillan las dunas doradas de la orilla occiden-
tal.
Unos kilómetros después de abandonar Wadi Halfa, el
camino de tierra que sigue al río tranquilo se transforma
en una sucesión de baches destroza-carrocerías y serru-
chos afloja-tornillos. Esto es bailar dentro de la furgone-
ta. A cuarenta kilómetros por hora, el taca-taca-taca de
los golpes se clava en el cerebro produciendo hemorra-
gias de dolor. Acelero a sesenta kilómetros por hora, qui-
48 La vuelta al mundo en 10 años

zás pueda avanzar tocando sólo la parte alta de las lomas


que se suceden como olas, pero todo se sacude aún más.
Bajamos la presión de los neumáticos pero tampoco fun-
ciona. Si queremos llegar a Sudáfrica hay que avanzar
despacio, a veinte tristes kilómetros por hora.
El camino, si ya es malo, se convierte en peor. Sólo
cuando se abre una huella paralela sobre la arena pode-
mos acelerar un poco. Cerramos las ventanas, el polvo
levantado por las ruedas se cuela dentro. Entonces la
furgo se convierte en un sauna. Cuando las abrimos la
arena entra y se pega en la piel mojada.
El ruido de los baches apaga la música y presiento que
mi puerta va a salir volando. Todo se mueve a destiempo:
las garrafas de agua caen sobre la cama, la tabla de jue-
gos golpea con el armario que se abre y deja caer las latas
de garbanzos. Todo lo que hay en el salpicadero termina
viviendo a nuestros pies. La cascada de arena que se des-
liza por el exterior de los vidrios es asombrosa.
Sudán 49

–Por lo menos hay un camino –dice Anna, optimista.


Hasta los burros tienen que pasarlo mal en estos sende-
ros. Los baches a destiempo y los canales perpendiculares
nos reciben a golpes mientras continuamos haciendo
inventario de pequeñas averías. Hay agujeros sorpresivos
con sacudones tan brutales que mi cabeza pega con el
techo. Mi cerebro vuelve a convertirse en yogur y no es
gracioso. Temo por la furgoneta, ¿aguantará?
Veinte kilómetros después, tras pasar cuatro casas soli-
tarias, el inclinómetro y el altímetro salen volando. El sal-
picadero no se desprende porque Anna lo soporta con un
pie. La furgoneta sigue con epilepsia. Luego, un
pssssssschhhh corto pero potente anuncia que una piedra
afilada acaba de rajar un neumático.
En medio del desierto, la arena vuela propulsada por el
viento del norte y se mete en las grietas del cuerpo. Fabrico
un turbante, buscamos gafas que protejan los ojos y salgo
a cambiar el neumático disfrazado de momia. Media hora
más tarde, con la cara color gris y el desierto en las orejas,
decidimos buscar un refugio.
No hay. La violencia del aire se cuela por cada colina,
por cada valle y por cada huella. La arena busca la hume-
dad y se pega al lagrimal. Rendidos tras un monte y con
los tímpanos agujereados por los golpes de una nueva
goma del amortiguador que acaba de desaparecer, nos
detenemos a las dos de la tarde, bajo una tormenta de
arena.
En cinco horas sólo conseguimos avanzar ochenta y
cinco kilómetros. No hay casas, no hay chozas, no hay
50 La vuelta al mundo en 10 años

nada, sólo un camión destartalado cargado de gente con


el rostro tan cubierto como Ramsés. El Nilo, que se pren-
de fuego con la última luz que llega del oeste, es el testi-
go de la transformación del viaje.
Esto deja de ser turismo.

Al día siguiente, la trocha es peor. El salpicadero


pierde los últimos tornillos y se cae. La bocina suena
espontáneamente y las luces funcionan cuando quie-
ren. Subimos y bajamos pequeños médanos haciendo
slalom. En Dongola, uno de los mayores pueblos del
norte de Sudán, volvemos a convertirnos en la atrac-
ción del mercado. Pobrecitos, son blancos, y con este
sol... Debemos decidir si seguimos junto al Nilo o atra-
vesamos el desierto hasta Karima. Ninguno de los dos
caminos tiene una ruta clara.
Nilo. Cruzamos el río en una barcaza y después de
cincuenta kilómetros de asfalto con una raya pintada
cada treinta metros, el camino se hunde en la arena.
Bastantes kilómetros más adelante surge otra hermosa
franja asfaltada interrumpida por una barrera. Hay que
pagar peaje, pero no tenemos suficientes dinares sud-
aneses.
–¿Aceptan dólares? –pregunto.
–No.
–Tengo liras turcas y unos pesos argentinos, pero no
creo que sirvan...
Sudán 51

El empleado me mira unos segundos desde el inte-


rior de su caseta, escéptico, y finalmente mueve la
mano con impaciencia. Nunca nos vió, nunca existi-
mos, nunca pasamos por aquí. A los dos kilómetros ter-
mina el asfalto y vuelve la arena. ¿El peaje era una
broma o un espejismo? ¿Este es el camino que aparece
en los mapas Michelin?

En medio del campo estéril encontramos una para-


da de camioneros, un oasis de tres tenderetes de paja
donde un hombre delgado vende té con sombra. Los
motores de los camiones se enfrían a ralentí mientras
los conductores ajustan la carga de frutas, dátiles y
bidones de plástico vacíos.
–¿Adónde van? –preguntan desde una camioneta.
–A Khartoum –responde Anna. –Pero no sabemos
qué camino tomar.
–Si quieren nos siguen.
52 La vuelta al mundo en 10 años

Las palmeras del Nilo se alejan lentamente. Una y


otra vez, la arena nos escupe a una laguna de cantos
rodados que permite acelerar lo suficiente para atrave-
sar la siguiente duna. Los neumáticos se hunden y
cuando el mundo parece detenerse el caucho roza una
piedra y vuelve a saltar hacia delante. Es la muerte y la
gloria de la resurrección, el motor se revoluciona, el
viaje continúa, hasta que, de repente, comienza a per-
der potencia. No es una tumba de arena que nos estaba
esperando, no nos hundimos. Sólo perdemos fuerza, el
motor se cala, se agota, nos detenemos. Es peor, el
motor no arranca.
En el medio de la nada, dos manchas pugnan por
salir de esta tela dorada, brillante y pegajosa. Es
mediodía, sólo hay arena y la camioneta que vuelve.
Levanto el asiento que cubre al motor y el tapón del
aceite rebosa babas oscuras. Me deslizo bajo la furgo-
Sudán 53

neta, perdimos la tapa del filtro de aire. Si la arena


llegó al motor estamos en problemas.
Dejamos que se enfríe y ponemos una bolsa de plás-
tico en el lugar de la tapa. Algo no está bien, el motor
quema más que el horno en el que estamos metidos.
Aquí no hay flores, no hay un mar ni una orilla donde
perder dulcemente el tiempo. Estamos rodeados de
desierto vacío.
Media hora más tarde conseguimos arrancar. El
motor sufre, baja de revoluciones, agoniza y yo lo
acompaño, tercera, segunda, primera, punto muerto. A
los diez minutos se apaga sobre otra duna.
–¿Qué te pasa? –le pregunto, pero responde con
toses. Sé que es grave, pero no comprendo el idioma de
los motores. –Necesitamos un mecánico, un arabia
doctor –le digo al conductor de la camioneta.
–Debba –dice Ibrahim, su copiloto, señalando sin
convicción al oeste.
Desde lo alto de la duna se ve la punta de un almi-
nar turquesa. Como mínimo serán quince kilómetros a
través de la arena. Si el motor se muere en el camino,
tenemos agua y comida. Pero por Allah, que no nos
quedemos.
–Debba inshallah.
La camioneta debe seguir hacia Khartoum, pero
Ibrahim, que no habla inglés, decide quedarse. Estos
hawaias necesitan ayuda. El lenguaje de las señas y
nuestro árabe retorcido reemplazan las palabras y el
miedo a lo desconocido se instala entre nosotros.
54 La vuelta al mundo en 10 años

Sabemos que algo está muy mal, pero no sabemos qué.


Partimos de Barcelona sin saber mecánica y las clases
en la Universidad de la Ruta todavía no son suficientes
para sacarnos de aquí.
Siete kilómetros adelante aparecen dos chozas plan-
tadas en la arena. Debe ser un espejismo. Ibrahim habla
con una mujer vestida con harapos que lleva dos niños
rebozados aferrados a su cintura. Inmediatamente nos
invita a pasar.
Nos sentamos sobre una cama de madera armada
con ramas gruesas e irregulares. El suelo es de arena y
restos de cuerdas, gomas y pequeñas piedras. De la
pared cuelgan dos bolsas de plástico grandes. La mujer
saca una caja de metal escondida detrás del armario y
la coloca frente a nosotros con delicadeza. Dentro hay
unas galletas rotas, unos pocos granos de café y otros
de arena. Habla con Ibrahim, prepara café negro en una
tetera abollada y se sienta a contemplarnos.
Houston, Barcelona, Buenos Aires, mamá: tenemos
un problema. Estamos a más de trescientos kilómetros
de Khartoum, entre casas de adobe, en el desierto del
Sahara. La furgoneta no arranca. Esto es Sudán, al
fondo, después del tercer mundo a la izquierda. Los
únicos mecánicos sólo arreglan motores de tractor,
nada de ingeniería japonesa. No hay repuestos. No hay
caminos, sólo marcas paralelas sobre la arena. No hay
grúas ni automóvil club ni seguro. La radio de la poli-
cía está rota. A veces hay un teléfono para todo un pue-
blo. Y a veces, funciona.
ETIOPÍA
En la Europa medieval circulaban historias extrañas
acerca de un reino cristiano más allá de las tierras domi-
nadas por los árabes. Viajeros anónimos encendían el
boca a boca con increíbles batallas de guerreros negros
que creían en la divinidad de Jesucristo, la Virgen María
y los Santos Apóstoles. Hablaban de hombres que se per-
signaban tocándose la frente, la mejilla derecha y la meji-
lla izquierda, como los primeros cristianos. Hermanos de
fe que no habían sido conquistados por los infieles, pero
que quedaron aislados de la cristiandad tras la toma de
Egipto por los ejércitos del profeta Mohammed.
56 La vuelta al mundo en 10 años

Desde entonces Etiopía, el país de la gente que cami-


na, avanzó poco. Despacio. La ruta sigue llena de hom-
bres, mujeres y niños cargados con bolsas, fardos de paja,
atados de leña, bebés, animales o palos atados con trapos.
Y caminan, caminan incansablemente. El transporte pú-
blico son las piernas y la diferencia entre un pobre y un
rico pueden ser un par de burros. Muchos hacen gestos
de piedad con los brazos abiertos hacia el cielo. Subirían
al techo, viajarían sobre la defensa, la cama o nuestras ro-
dillas, se acumularían uno sobre el otro hasta convertir la
furgoneta en una montaña, en una medusa de treinta ca-
bezas.
África es un continente lleno de embudos. Sólo pue-
des cruzar de Egipto a Sudán a través de Aswan. En Su-
dán pasarás por Khartoum para reaprovisionarte de
alimentos imposibles de encontrar en el resto del país. El
sur de Sudán y el Congo están cerrados para quienes no
quieran jugar a los dados con los grupos armados. El
continente queda partido y para continuar hacia Sudáfri-
ca hay que pasar por Addis Ababa, el único sitio de Etio-
pía donde recuperar alguno de los tics abandonados al
inicio del viaje: barras de chocolate auténtico, cerveza
fría, cine.
Morton es un danés de cuarenta años que trabaja co-
mo traductor de árabes sin papeles. Nos abordó mien-
tras nos preparábamos para los setecientos kilómetros
que hay entre Lalibela y Addis Ababa y quiso acompa-
ñarnos pagando la mitad de la gasolina. Pobre Morton,
no sabe dónde se mete.
Etiopía 57

A tres mil quinientos metros de altura, el cielo de la


meseta se cubre de nubes grises que anuncian tormenta.
Las casas se cubren con techos de zinc y cada vez que
nos detenemos, hombres y niños surgen de abajo de las
piedras y se acercan corriendo. Un grupo de mujeres con
líneas de cruces tatuadas en la frente ofrece cubos de
plástico y cestas de mimbre llenas de granos. Un monje
cubierto con un turbante y una capa pesada, que alguna
vez pudo ser la cortina de un restaurante, espera dádivas
con una gran cruz de Lalibela en las manos. Junto a la
ventana, la montaña se desploma en profundas caídas
verticales hacia valles frondosos de verde. Cruzamos
bueyes de cuernos curvos de un metro de largo, niños que
saludan y niños que detienen su partido de fútbol para ti-
rar piedras. Y esta vez, aciertan.
Anna frena en seco, yo salgo corriendo de la furgo-
neta y ellos escapan montaña arriba burlándose estrepi-
tosamente. Después del tiro al blanco quieren jugar al
atrápame si puedes. Cuando levanto sobre mi cabeza el
balón de fútbol recosido que olvidaron en la ruta, se apa-
gan las risas y comienzan los gritos. Extienden los bra-
zos, aúllan desesperados, pero ninguno baja a buscarlo.
Encuentro la cicatriz de la piedra junto al vidrio y, como
un vecino maldito, como el peor hijo de puta que todos
odiamos de niños, exhibo por última vez el balón y lo
guardo en la furgoneta.
Diez kilómetros después, un crío sentado a la orilla
del camino alucina cuando un meteorito de cuero cae del
cielo.
58 La vuelta al mundo en 10 años

A los pies de la montaña la naturaleza es aún más


exuberante. Clones de los Jackson Five se suceden a
los lados de la carretera exhibiendo su pelo negro riza-
do como gigantescas bolas negras. No es una moda,
son los signos de identificación de una tribu. Unos ki-
lómetros después la tribu cambia, es día de mercado y
los hombres caminan con faldas. Las mujeres sólo vis-
ten una bufanda de tela atada en la cintura que baja ver-
tical sobre la pelvis.

Aunque nos acercamos al Ecuador comienza a ha-


cer frío. Volvemos a superar los dos mil metros de al-
tura y los locales vuelven a abrigarse. Los que no
llevan gorros, usan mantas recogidas sobre la cabeza.
Las tribus cambian pero los animales son los mismos y
siempre se comportan como los auténticos amos de la
carretera. Los pastores no los espantan, debes frenar y
tocar bocina para que las vacas y los burros se aparten.
Etiopía 59

Las cabras son más listas, al oír el ronroneo del motor


se refugian en el arcén. Deben haber aprendido que
motor significa muerte.
De repente, al subir una colina por el interior de un
bosque, al llegar al punto en que el camino parece que
va a comenzar a bajar, aparece un grupo de unos trein-
ta hombres jóvenes que marcha por el medio de la ca-
rretera. Nos acercamos rápido, pero no se apartan.
Reducimos la velocidad, tampoco se apartan. Llevan
gruesos palos de caña de casi dos metros de largo que
golpean contra el pavimento al ritmo de la música que
sale de un radiocasete. Frenamos, ellos siguen sin apar-
tarse.
No hay casas, no hay coches, no hay nadie más que
ellos y nosotros. Y mientras nos rodean recuerdo la his-
toria de los ingleses apaleados. Pegan el rostro a los vi-
drios y, sin dejar de golpear el suelo con sus palos,
comienzan a gritar. Anna está tiesa.
–Birr! Birr! Birr! Birr!
Siento como sus cañas acarician la carrocería y
pienso, intento pensar rápido. El birr es la moneda de
Etiopía, quieren dinero.
–Birr! Birr! Birr! Birr! Birr! Birr!
Si uno de ellos golpea la furgoneta, estamos perdi-
dos. Un sólo hombre no es peligroso, pero treinta pue-
den ser mortales. La masa excitada funciona como la
nitroglicerina, el movimiento brusco de uno se convier-
te en la explosión de todos, un tropezón y todo se va a
la mierda.
60 La vuelta al mundo en 10 años

–Birr! Birr! Birr! Birr! Birr! Birr! Birr! –gritan ca-


da vez más fuerte, más cerca, más sordos, más bravos.
–¡Sal-salgan del medio! –se me podría ocurrir algo
mejor. –Birr ok, birr ok, no problem –e intento sonreír
mientras señalo adelante, a un lado del camino.
Avanzo muy lentamente a través de los cuerpos que
se pegan al metal oscuro. Algunos gritan con la boca
verde de chat, una droga legal con efectos parecidos a
los de la cocaína. El coro no cesa y sus ojos abiertos se
aferran a todo lo que ven. Un rosario musulmán, mi ca-
miseta, unas monedas sobre el salpicadero, tres casset-
tes, un bolígrafo, una mujer blanca.
–Birr! Birr! Birr! Birr! Birr! Birr! Birr! Birr! Birr!
Birr! Birr! Birr! Birr!
Gano centímetros con promesas de dinero, de futu-
ros birrs con una sonrisa cada vez más forzada. Con
una mano llevo el volante y con la otra señalo un pun-
to imaginario junto al camino, ahí nomás, donde todos
tus deseos se harán realidad. Entonces se abre un hue-
co entre los hombres y los palos. Y acelero.
El tablero enloquece, las revoluciones saltan hasta
donde nunca habían llegado y el motor levanta la voz
aguda. No tenemos un 4x4 superpoderoso, pero los to-
ma por sorpresa. En el espejo retrovisor hay siete u
ocho hombres que corren estirando sus palos. Parece
que nos alcanzan pero abandonan intoxicados con el
humo del tubo de escape. Es el triunfo de la civiliza-
ción sobre la vida salvaje.
Morton está pálido.
KENIA
El lago Turkana se seca. Rodeado de desiertos ne-
gros avaros en lluvias, las orillas de esta mina antropo-
lógica retroceden y se convierten en pantanos. Los
arbustos impenetrables de raíces poco profundas se
resquebrajan y lo que era agua se confunde con la pie-
dra estéril. La sequía que afecta el suroeste de Etiopía
también se siente aquí: los animales salvajes han mi-
grado o muerto y las plantas se secan al sol.
Despertamos junto a un lugga, el cauce ancho de un
río catatónico que sólo vuelve a la vida tras una tormen-
ta. Pero aunque esté nublado y fines de marzo sea la tem-
62 La vuelta al mundo en 10 años

porada de las pequeñas lluvias, ni un hilo de agua corta


el gris oscuro de la arenilla que se dirige hacia el lago,
cinco kilómetros abajo. Viajamos con nuevos amigos ale-
manes y británicos que están cruzando África en un ca-
mión Unimog y un Land Rover 101, tan cuadrado como
una caja de zapatos.
Cuando nos ponemos en marcha un rebaño de burros
corre espantado por el sonido sobrenatural de los moto-
res. Cruzamos aldeas que parecen montones de kiwis
desperdigados y partidos al medio. A este lado de la fron-
tera las armas parecen guardadas. Hace unas semanas de-
cidimos salir ilegalmente de Etiopía por la región del
valle del Omo para evitar a los shiftas somalíes que ata-
can la ruta central de Kenia. Dentro de pocas horas nos
vamos a arrepentir.
Media hora después un cartel anuncia que estamos
ingresando al Parque Nacional Sibiloi. Pero no quere-
mos pagar por cruzar otro desierto. Entonces giramos
hacia el este para buscar otro camino que aparece en el
mapa. En el horizonte, una gigantesca cortina de agua
cae sobre la mitad derecha del paisaje. En la otra mi-
tad, nubes azules y grises se funden bajo los rayos del
sol. Cuando retomamos otra huella hacia el sur nos
atrapa la tormenta.
Primero descubrimos que el agua no se filtra bien
en los terrenos volcánicos. Luego, que las zonas ane-
gadas pueden ocultar pozos profundas con un manto
oscuro y espejado. Entonces derrapamos, levantamos
olas de agua marrón que nos adelanta y se estrella en
Kenia 63

el parabrisas. Incluso el Unimog avanza lento por el


paisaje difuminado.
Nubes negras oscurecen aún más el cielo y el mun-
do se convierte en un enorme pantano sombrío. Dos
mujeres con una carga de ramas se protegen detrás del
único árbol de las gotas que caen como piedras. En al-
gún lugar hay otra aldea. ¡Cuidado! aúllan los bajos
cuando golpeamos una piedra sumergida. Caemos en
un pozo de agua más profundo y el motor se detiene,
pero luego de un poco de carraspera vuelve a arrancar.
Recuerdo, la toma de aire está junto a las ruedas, esto
es un aviso.
Cinco minutos más tarde el motor se detiene defini-
tivamente. Esta vez no reacciona, no se mueve. Com-
pruebo el filtro de aire: tiene agua. Los tubos que llevan
al turbo también tienen agua. Los calentadores están
mojados.
–Si hay suerte, con secarlos y aspirar el agua con un
cable eléctrico vacío debería arrancar –asegura Neil.
Pero no arranca. Empujamos la furgoneta hacia atrás
y adelante en quinta para hacer girar el motor pero nada,
los pistones siguen sin moverse. Mike y Neil sacan el as-
pa del ventilador para girar el motor a pulso pero todas
las barras se doblan. Estamos en algún lugar del Parque
Nacional Sibiloi, el más aislado y menos visitado de Ke-
nia. La sequía que duró varios años acaba de terminar.
–El agua debe haber desplazado al aceite y no per-
mite que los pistones se muevan. Rectificaron el motor
hace poco, debe estar muy ajustado. Si hicieron un
64 La vuelta al mundo en 10 años

buen trabajo es posible que no haya ni una pequeña


marca por donde pueda escapar el agua –cree Mike.
–Quizás se salió alguno de los aros y trabó el motor
de tu much of a bitch –aventura Neil.
–O quizá se haya doblado una biela… si todo está
muy ajustado… tiene que haber hecho una fuerza enor-
me, pero podría ser –sentencia Mike.
La realidad abruma, la furgoneta no arranca y habrá
que arrastrarla. Otra vez. No podemos abandonarla en
medio de la nada. En África los buenos mecánicos es-
tán en las capitales y Nairobi está a ochocientos cin-
cuenta kilómetros. Hoy, antes que el motor se
estropeara, conseguimos hacer cuarenta. En Sudán nos
atrapó un desierto de arena y aquí es un desierto de
agua. Los dos problemas entraron al motor por el mis-
mo sitio: la maldita toma de aire. Atamos nuestra casa
al Unimog y entramos a una nueva pesadilla.
Kenia 65

La práctica dice que la furgoneta es un ancla que se


hunde en el barro. Entonces hay que palear y buscar ro-
cas bajo el agua marrón para rellenar los agujeros. Una
piedra afilada corta la válvula de un neumático. Llueve
sobre la lluvia, hay que cambiarlo en medio de la inun-
dación, entre el agua que cae de arriba y el agua que
permanece abajo. Podríamos esperar en un monte has-
ta el final de la tormenta, pero nadie quiere quedarse en
este chapapote de lodo.
Por la noche, después de secarme el cuerpo, quito
las espinas clavadas en mis pies. La huella ha desapa-
recido bajo el agua. En el pliegue del dedo gordo des-
cubro algo blanco rodeando un punto negro. Sigue
lloviendo. Aprieto y comienzan a salir huevos, cientos
de diminutas larvas de gusanos blancos.

Al día siguiente conseguimos llegar al campamento


militar de Darate, salida de Sibiloi según los mapas, in-
fierno según los rostros que se asoman fuera de las
chozas de metal. Su único contacto con el exterior son
los camiones militares que se acercan cada quince días
a traer provisiones. Deben odiar profundamente esta
desolación, todas las paredes están pintadas con men-
sajes: ‘El que no trabaja no come’, ‘Bienvenidos al in-
fierno’, ‘Todo sufrimiento siempre tiene un final’.
Nuestra ración particular de sufrimiento acaba de
empezar. Tenemos que deshacer los últimos veinte ki-
lómetros y dirigirnos a Allia Bay, puerta del Parque
Nacional, en la dirección contraria. África nos pone a
66 La vuelta al mundo en 10 años

prueba y todos luchamos por cumplir la máxima entra-


mos juntos, salimos juntos, pero sólo conseguimos ha-
cer entre veinte y cuarenta kilómetros por día. Es
agotador. Sin motor, el sistema hidráulico no funciona,
la dirección se vuelve epiléptica y tiembla con cada
piedra. El freno casi no existe, la inercia y la potencia
del camión nos arrastran y cuando Mike alcanza los
cincuenta kilómetros por hora, volcar se convierte en
una alternativa espantosa.
Una y otra vez recuerdo la historia del todo terreno
averiado en el Sahara y el camión que se ofrece a remol-
carlo. El camionero se confía y acelera hasta que el 4x4
vuelca y es arrastrado sin piedad sobre el desierto. Tiem-
blo antes de tiempo y por un momento siento que la fur-
goneta se escapa contra unas rocas gigantes. Recupero el
control pero el corazón se desboca. Cuando terminamos
de cruzar un arroyo crecido, las cuerdas que nos unen al
camión se tensan y ¡CHASSS!, un latigazo estremecedor
castiga al Unimog. Un nuevo agujero que no penetra en
la caja dibuja Madagascar junto a la silueta de África. El
terreno está tan mal que los tres nos hundimos en el lodo
al mismo tiempo. Es espantoso.
Al inicio del tercer día de lluvia, comenzamos a
cantar. Resistiré se convierte en nuestro himno y una y
otra vez desafinamos las estrofas catastróficas. Al atar-
decer cada uno se derrumba cerca de su casa.
–Pablo, si esto es viajar yo paso, me vuelvo a Bar-
celona –reniega Anna, empapada. –Dos veces nos dejó
tirados esta puta furgoneta en menos de tres meses.
Kenia 67

No está cansada, está harta. La abrazo en silencio


mientras siento las costras de barro pegadas a su cami-
seta. Con tanta agua decidió ponerse el bikini.
–Esto no puede ser viajar –repite.
–No, no puede ser. A veces pasan cosas malas, pero
los últimos meses pasaron muchas cosas malas. Lo sé.
Ten paciencia. Cuando lleguemos a Nairobi vamos a
descansar una temporada. Y después vas a ver que to-
do va a salir bien.
–Casi no tenemos agua –recuerda.
Le acaricio el rostro triste, sonrío.
–¿Cómo que no tenemos agua? –digo señalando a
nuestro alrededor.
–Eso es barro.
–No te preocupes. Agua no nos va a faltar –y aco-
modo la olla bajo la furgoneta para juntar la lluvia que
continúa cayendo a chorros por las canaletas que bajan
del techo.

Nairobi es una jungla. Cada cincuenta metros un


hombre con brazos de pulpo te ofrece un safari, un
ascenso aventurero al monte Kenia o ganja. Los niños
de la calle esnifan botes de pegamento mezclado con
gasolina súper y piden shillings en los semáforos.
Otros no tan niños me estudian, quizá calculan cuánto
llevo en los bolsillos. Soy mzungu, hombre blanco ex-
tranjero.
68 La vuelta al mundo en 10 años

La avenida Moi es un símbolo del país. A un lado de


la grieta están Barclays, McDonalds y Sony. Al otro
queda la pobreza, el caos y los matatus que aceleran
como una orquesta de sordos. Su nombre proviene del
número tres, la cantidad de monedas que originalmen-
te costaba el pasaje. Todos tienen un voceador que
anuncia el destino y empuja a la gente a subir a mini-
buses pintados con graffitis que proclaman ‘Born to
kill’, ‘Jesus is here to save you’, ‘this is Harlem’, ‘get
in & die’ y ‘you move with the best, you die like the
rest’.
A quinientos metros de la avenida Kenyatta está la
calle River y algo más allá el River Market, una zona
complicada. Allí es posible comprar todo tipo de obje-
tos legales, ilegales, nuevos, usados y robados. Muy
pocos extranjeros se mezclan con las putas baratas, los
vendedores que duermen sobre su mercadería y los
Kenia 69

desempleados en busca de una oportunidad miserable.


Es el lado viejo y nunca próspero de Nairobi.
Para llegar hay que esquivar los pozos de agua y
barro de la calle de tierra, esta mañana ha vuelto a llo-
ver. Hay que evitar ser atropellado por otro matatu con
prisa y encarar la bajada más pronunciada de la ciudad,
llena de vendedores que te llaman John e intentan pro-
barte una chaqueta. Sí, creo que me vendría bien una
chaqueta para viajar por África. Y finalmente hay que
dejarse llevar, sin miedo ni prejuicios, por los pasajes
de madera que se abren tras el río podrido.
Los puestos, agarrotados unos sobre otros, levantan
mostradores de tablones de madera y techo de hojalata
sobre el fango. Hay camisas, botas de montaña y zapa-
tillas llegadas dentro de un bolso robado en la calle o
en el aeropuerto. En un rincón hay una batidora de los
años cincuenta que haría babear a un diseñador. Hay
bares dudosos donde comer nyama choma na ugali y
mujeres que se ponen en las manos de peluqueras titu-
ladas en casa para trenzar su cabello en diseños com-
plicados. Separadas por un tabique, otras mujeres
confeccionan y arreglan ropa con su propia máquina de
coser en locales diminutos. Son las pymes africanas.
Hay fruterías y verdulerías, carne con moscas, hey
John de nuevo. Que no, que no soy John. Pero camina-
mos con Peter que busca una cámara de fotos.
–¿Tienes otra cámara digital como la que mi amigo
te compró hace dos semanas? –pregunta en un peque-
ño negocio de cámaras usadas.
70 La vuelta al mundo en 10 años

–No, ahora no.


–¿Y cuándo robarás, digo, tendrás una nueva?
–Vuelve la semana que viene.
Sobre la calle embarrada de basura, cuatro niños
mendigo queman sus últimas neuronas aspirando pega-
mento sobre un contenedor oxidado. Dos cabinas de
teléfono vacías esperan frente a anuncios pintados en
una pared. Montañas de ropa arrugada aguardan com-
pradores sobre sábanas sucias: una camisa cuesta vein-
ticinco centavos de euro, un pantalón de trabajo, un
euro.
Más adelante está el Modern Green, un bar de pros-
titutas abierto las 24 horas desde hace décadas. Cuando
llega un mzungu, las chicas sólo preguntan tu nombre
antes de sentarse a tu lado. Puedes mentir, no creo que
les importe. Piden que les invites a una cerveza y, si la
respuesta es la correcta, te premian poniendo su mano
en tu pantalón, sobre la entrepierna.
En un rincón del local un hombre baila una canción
que sólo él escucha, hace años que la gramola está en
silencio. Nota que lo miro y no le importa. Tiene los
dientes verdes de chat. Una morena de piel suave y bri-
llante, no quisiera pedirle los documentos, me guiña un
ojo y sonríe enseñando dientes perfectos. Las chicas
tienen todas las edades posibles en la prostitución afri-
cana: quince, dieciocho, veintitrés, treinta, las mayores
ya están muertas. La vida se ha cebado en ellas, se
acuestan contigo por cinco euros y la seria posibilidad
de compartir el sida. El condón es opcional.
Kenia 71

A cien metros, los pastores de la palabra de Dios


pregonan el amén desde viejos cines imitando a James
Brown. Voces exaltadas contestan al llamado del Señor
para admirar ejemplos vivos de ex grandes prostitutas,
ex grandes timadores y ex grandes delincuentes resca-
tados de la mala vida. Decenas de predicadores de nue-
vas iglesias con nombres que recuerdan antiguas
profecías, vestidos con camisa blanca, corbata y un
micrófono en la mano, llaman a acercarse a la Verdad
desde los parques.
Aunque suene extraño, en el África negra es moder-
no ser cristiano o musulmán. La televisión y la palabra
de los apóstoles que llegan para invertir en almas con-
vence a muchos africanos a renegar de sus orígenes. Ya
no hay un pueblo sin una iglesia, una mezquita o un
templo evangelista y hasta los gobiernos subvencionan
las religiones importadas.
El islam, que amarró en el este de África con los
comerciantes y traficantes de esclavos de la península
arábiga, está arraigado desde Mali hasta Tanzania. El
camino que cruza el continente se encuentra colmado
de alminares que todos los días llaman a la oración.
Fundaciones como la del Aga Khan construyen hospi-
tales, templos y escuelas donde no llegan los gobier-
nos.
El mismo hueco de necesidad lo cubren las misio-
nes cristianas: alimento, educación, salud y moral
blanca a cargo de sacerdotes católicos europeos y pas-
tores evangelistas made in USA. Los templos hindúes
72 La vuelta al mundo en 10 años

y sikhs se limitan a atender exclusivamente las necesi-


dades de su rebaño. Cada vez hay más testigos de
Jehová, adventistas del séptimo día y, por supuesto,
muchísimos charlatanes.
En el camino, la cultura popular se fusiona y diluye
en los ritos traídos por el hombre blanco. Las tradicio-
nes se olvidan y los tambores y lanzas se convierten en
souvenirs para turistas. Los ancianos dejan de ser una
fuente de respeto y sabiduría y las plantas medicinales
que curaron a sus padres pasan a ser sólo brujería. La
religión tradicional africana, el animismo, la creencia
en los dioses sobrenaturales del cielo y la tierra, es ata-
cada desde los cuatro puntos cardinales. Los relatos
que cuentan cómo Dios creó a la tribu se olvidan y son
suplantadas por las teologías de la globalización. ‘Al
principio, Dios tomó la forma de una serpiente pitón
para vomitar la creación.’ O, ‘al principio había unas
Kenia 73

cañas que crecían junto al río, que se abrieron y deja-


ron salir al primer hombre y a la primera mujer’. O, ‘el
primer miembro de la tribu caminaba con su familia;
cuando sintió que iba a morir les pidió que se metieran
dentro de una cesta y le dio una patada; donde cayeron,
fundaron nuestra tribu’. Por ahora los ganadores son
Adán y Eva.
Son conocidas las palabras de un anciano kikuyu, la
tribu más numerosa de Kenia: ‘cuando llegaron los
blancos, hace mucho tiempo, nosotros teníamos la tie-
rra y ellos la Biblia. Ahora nosotros tenemos la Biblia,
y ellos la tierra’.

El anciano que atiende el almacén Solution to


Illusion Enterprise, junto al Volcano Hotel, Kilgoris,
mueve la cabeza resignado: los maasai y los kisii están
otra vez en guerra. Se enfrentan en combates a muerte
con arcos, flechas y lanzas.
–Ocurre cada dos o tres años. Se resisten a vivir en
paz, a aceptar que los tiempos han cambiado. Se roban
el ganado entre ellos y así comienzan las guerras. Esto
sólo termina cuando sale publicado en algún diario
extranjero. Entonces el gobierno enviará al ejército o a
un anciano para imponer la paz.
Cruzamos Kisii, Kisumu, el bosque subtropical de
Kakamega y entramos al Parque Nacional del Monte
Elgon. El Monte Elgon se hizo célebre a principios de
74 La vuelta al mundo en 10 años

la década de 1980, cuando un expatriado blanco llegó


a un hospital de Nairobi con una enfermedad descono-
cida. Se sentía mal, sus ojos hinchados se habían vuel-
to amarillos y comenzaban a salirse de sus órbitas. Las
azafatas de su avión declararon que durante el vuelo el
hombre había llenado varias bolsas de papel madera
con un repugnante vómito negro.
No se sabe con certeza cómo se desata ni de dónde
viene, pero el ébola es capaz de acabar con la persona-
lidad de un ser humano tras diez días de incubación, y
con su vida en unas dos semanas. No existe cura ni
vacuna y, después de la agonía en las garras de un león,
debe ser uno de los finales más horrorosos.
A los siete días del contagio comienza a dolerte la
espalda. Aparecen jaquecas y tus ojos se tiñen de ama-
rillo. Tienes mareos y comienzas a vomitar sangre
negra, restos de los órganos internos de tu cuerpo, que
se están descomponiendo. Tu cerebro deja de funcio-
nar, pero el corazón late unos días más. Te sale sangre
por los poros de la piel. Eres un muerto vivo y a los
quince días eres un muerto muerto.
En Nairobi leímos Hot Zone, una investigación
novelada que cuenta casos de ébola ocurridos en
Kenia, en el norte de Uganda, en el sur de Sudán, en el
interior del Congo y en un laboratorio de Estados
Unidos. Entre otras, narra la historia de un niño blanco
que va de excursión con su familia a la cueva Kitum.
Cualquier libro de Stephen King es un cuento para
niñas pequeñitas.
Kenia 75

Por eso me sorprendió tanto la belleza del parque.


Los pequeños prados verdes con gacelas y grandes
antílopes, los árboles trenzados de lianas y los arroyos
transparentes que corren con prisa hacia el lago
Victoria. La lujuria de la naturaleza es engañosa, nada
presagia tanto espanto. Detrás de la exuberancia están
las cuevas y allí dentro, en algún lugar, está el virus.
Pero la cueva Kitum no sólo es especial por el ébola.
Se dice que elefantes, búfalos y leopardos la utilizan de
guarida. Que hay fósiles de cocodrilos y simas llenas
de huesos de elefantes que perdieron el equilibrio en la
oscuridad.
Las guías de viaje recomiendan no ir.
Cuando dejas de hacer lo que deseas por temor,
comienzas a morir un poco. Por eso dejamos la furgo-
neta junto al inicio del sendero y caminamos quinien-
tos metros montaña arriba. El secreto de la felicidad es
no tener miedo.
La entrada de Kitum es grande. Tiene unos treinta
metros de largo por siete de alto y se abre como la boca
de un payaso triste en la falda de la montaña. Las pie-
dras amontonadas en el centro son dientes desparejos.
La cascada que cae de los ojos ocultos, más arriba, le
confiere una belleza extraña. También es oscura, des-
pués de unos metros ya no ves nada. A la derecha hay
un barrizal donde hace poco se han hundido las patas
de una manada de búfalos. Los primeros excrementos
frescos están al otro lado de la cascada. Allí las pisadas
son más grandes.
76 La vuelta al mundo en 10 años

Las paredes de la entrada están arañadas. Las líneas


sobre la piedra gris del techo fueron hechas por los col-
millos de elefantes que buscaban sal. Avanzamos con
precaución, el suelo está tapizado por un colchón de
excremento seco. Mirar, solo mirar. No tocar nada. No
levantar polvo. No se sabe cómo se contagia el ébola ni
si sigue latente, esperando un nuevo intruso. Nos dete-
nemos y escuchamos. Aún no sabemos si hay anima-
les. Hay.
Cientos de murciélagos se lanzan en desbandada en
la oscuridad. Vuelan en círculos grandes, chillan cerca
de nuestras cabezas. Enfoco la luz hacia el techo, está
lleno de puñados densos de ojos amarillos que resplan-
decen como piedras engarzadas. Se quejan. El espectá-
culo es inquietante. Arriba hay murciélagos, en las
paredes hay huellas de colmillos, en el suelo hay pisa-
das frescas, detrás está la entrada, cada vez más peque-
ña. ¿Y adelante? ¿Que hacemos aquí?
Descendemos por una rampa hacia la izquierda. Por
primera vez perdemos de vista el paraíso verde selva, a
doscientos metros. Siguen apareciendo marcas en las
paredes, los murciélagos continúan alterados.
Los pies se hunden en otra alfombra de excremen-
tos, recuerdo el ébola, y deseo terminar el ejercicio de
volver a vencer al miedo. Esto es turismo de guerra,
turismo de los horrores, turismo de la adrenalina.
Tropiezo, el ébola es un asesino invisible y puede estar
en la piedra en donde apoyo la mano para no caer.
Puede estar en el excremento que queda pegado en la
Kenia 77

suela de mi bota o en el polvo que levantamos cami-


nando. Puede estar en el aire frío que respiro. Puede
estar en el mosquito o la araña que camina por mi piel
buscando el lugar ideal, el punto exacto para matarme
y ni siquiera me doy cuenta. Eso da más miedo que el
leopardo, el león, el búfalo o el elefante que aguardan
en silencio. Cuando el virus del temor comienza a
mutar en paranoia, comenzamos a retroceder.
La experiencia se transforma en una sensación de
terror oculto, invisible, nuevo.
Llegamos a la furgoneta con el pulso alterado, des-
infectamos la suela y el cuero de las botas con el asesi-
no de gérmenes más efectivo que existe. Jik, la
sangrienta lejía Jik, la que utilizaron los investigadores
que tomaron la cueva buscando el origen del ébola.
Diluimos más Jik en una cacerola con agua y nos lava-
mos las manos, la cara y los agujeros de la nariz.
El regreso a la zona de acampada, vacía, nos deja
pocas palabras. Asumimos un riesgo y al salir aprecia-
mos más que nunca lo alucinantemente curioso, inex-
plicable y hermoso que es estar vivo. Todo puede
perderse así, ¡chas!, en un momento de fragilidad. Y la
selva, el amor, la familia, los amigos, los elefantes, el
perro, el chocolate, el viaje y la vida se desvanecen
para siempre. Cualquier dolor, cualquier calambre
podría indicar el inicio de la descomposición. Vuelvo a
observar el mundo con sorpresa y entro a la casilla de
madera de la ducha para quitarme el sudor y el barro de
un día raro. Durante el regreso tuvimos que trabajar
78 La vuelta al mundo en 10 años

para sacar la furgoneta de otro pozo de fango. Abro el


grifo, me quedo bajo el agua y noto que todo el líqui-
do que cae entre mis pies es marrón oscuro. Estoy muy
sucio. Me echo a un lado y no, no soy yo: el agua que
sale de la ducha es marrón oscura, lodo líquido.
Dentro de ocho días sabremos si seguimos en Africa
o nos desviamos al infierno.

Sueño con animales de dibujos animados. Animales


de formas extrañas, no elefantes o gacelas sino anima-
les pequeños, lombrices, grillos, moscas y mosquitos,
arañas y microbios de colores fluorescentes, con patas
y cabezas que saludan con alegría y levantan los brazos
para recibirme. Celebran una fiesta en mi honor y
comienzan una cuenta regresiva: ¡siete! ¡seis! ¡cinco!
¡cuatro! ¡tres! ¡dos! ¡uno!
Y desaparecen.
UGANDA
Uganda es verde, increíblemente verde. En el aire
flota el aroma empalagoso de la tierra dulce. Donde no
crecen árboles y cultivos crecen chozas y niños de ros-
tros redondos. Ellos son los primeros que nos persi-
guen agitando los brazos porque es divertido. Otros se
quedan congelados a un lado del camino, agitan las
manos frenéticamente o repiten hipnotizados y en si-
lencio mzungu mzungu mzungu… Las niñas, con vesti-
dos de colores gastados, pegan grititos agudos
enseñando dientes de marfil. Quizás seamos los prime-
ros blancos de su vida.
80 La vuelta al mundo en 10 años

Todos, todos, todos levantan las manos para saludar


o sonríen relajados. No hay miradas susceptibles. Las
mujeres se iluminan con un niño en la espalda y algún
bulto en equilibrio sobre la cabeza. Los hombres pasan
de la seriedad absoluta al pulgar en alto, del gesto
adusto a señalarnos. En una escuela, sesenta críos de-
jan de jugar al fútbol y corren hacia el camino. Foto-
grafía de niños corriendo hacia la alambrada.
Fotografía de niños formando un equipo multitudina-
rio. Una mujer se asoma desde su choza circular de ra-
mas trenzadas y barro, sus paredes están abrazadas con
líneas negras y blancas. Las radios se separan de los oí-
dos, las manos huyen por las ventanas de los matatus
atestados, las mujeres dejan de lavar la ropa, dejan de
moler maíz, toman al niño más pequeño que tienen cer-
ca y lo alzan para que nos vea. Un abuelo levanta el
brazo con el bastón que lo apuntala en tierra, ¡y no se
cae!
Los Beatles han vuelto y la piel se me eriza, las
emociones retornan al origen y la carne se convierte
en picos que apuntan al cielo buscando absorber la
lluvia de estrellas fugaces que caen sobre la furgone-
ta. Me siento sobre el marco de la ventana, saco el
torso afuera y lleno los pulmones de aire. Esto debe
ser la felicidad, a pesar de la ruta de tierra roja donde
cuadrillas de obreros han hecho agujeros para conver-
tir el camino en una proeza. Dios se ha confabulado
con Obras Públicas de Uganda para imponernos una
nueva prueba. De repente se escucha un crujido extra-
Uganda 81

ño en el tablero de la furgo, y una lluvia de pedacitos


de alas de mariposa salen volando por los tubos de la
ventilación.

A primera vista, la única actividad de Jinja se desa-


rrolla alrededor del mercado, una gran manzana rodea-
da por muros de un par de metros de alto que
aparentemente son blancos. En el interior se acumulan
pequeños negocios separados por pasillos estrechos
por donde sólo puede pasar una persona a la vez. Entre
los cacharros de cocina hay pangas, machetes utiliza-
dos para cortar madera, limpiar maleza, abrir cocos y
cabezas. Nos estamos acercando a Ruanda.
En el centro del mercado están las carnicerías. No
hay refrigeradores para conservar la carne y deberán
vender pronto los restos mutilados que esperan colga-
dos o sobre mesas de madera. Cuando me acerco a
preguntar el precio de un par de filetes, una manada
de cucarachas carnívoras escapa de un costillar.
–Cenamos pasta de nuevo, ¿no? –sugiere Anna.
Más allá hay un hombre con una gran pila de termi-
tas negras y marrones sobre una manta blanca. Ningu-
na se mueve, nadie se acerca.
–¿Son para comer? –pregunto con todas las dudas
del mundo.
–Sí –dice mientras sonríe y se lleva una a la boca.
–¿Quieres probar?
82 La vuelta al mundo en 10 años

Recuerdo las cucarachas carnívoras y dudo, pero si


él come ¿por qué no voy a hacerlo? Hace cinco días en-
tramos en uno de los hogares del ébola. Ya hicimos una
estupidez, ¿por qué no hacer otra? Estiro una mano, to-
mo el cadáver de una termita con la punta de los dedos,
lo observo atentamente y me lo llevo a la boca. Muer-
do, mastico, no sabe a nada. Es una cáscara vacía, pe-
queña y fea como las cucarachas marrones y alargadas
que viven en las casas, y crocante como una patata fri-
ta pasada.
–¡Eres un guarro! Ni sueñes con que hoy te vuelva
a dar un beso –condena Anna asqueada.

Anochece en las islas Ssese. Sentado sobre la arena


blanca escucho los sonidos que llegan desde el bosque.
En el lago Victoria flota un bote con dos hombres y el
número ocho pintado sobre la madera. Detrás, el círcu-
lo del sol se estrella contra el horizonte. Cierro Las
Flores del Mal, de Baudelaire, en la página donde dice
‘conserva tus sueños, los cuerdos no los tienen tan be-
llos como los locos’.
Recuerdo el ébola y la certeza: un día Dios o el Dia-
blo cerrará este garito y nos enviará primero al recuer-
do y después al olvido. Cuando la memoria se
desvanezca no quedará nada. Quizá un cuaderno con
apuntes, una foto sin nombre, una casa con fantasmas
o un libro. Vivir es un privilegio breve.
Uganda 83

Los pulmones se llenan y vacían en un acto instinti-


vo que evita que los ángeles me arrastren de la barba.
Me pellizco los brazos sí, sigo vivo. Me hago cosqui-
llas en el sexo sí, sigo vivo. Busco mis venas, a lo lejos
veo a Ana, sí, sigo vivo. Lo más jodido de ser ateo es
la conciencia: algún día se acabará el show y este es el
momento, el único momento.
Brown, el perro del camping, se acerca con una ra-
ma en la boca y la deja a mis pies. Pega un salto en el
sitio y ladra moviendo la cola. Tiene ganas de jugar.
Lanzo su rama y la trae cubierta de baba.
–Sólo los inconscientes y los afortunados que tienen
fe pueden acercarse a la felicidad. Los demás sólo te-
nemos fiestas de vez en cuando –le explico mientras
suelta la rama a mis pies.
Miro sus ojos y él inclina la cabeza hacia un lado,
pidiendo que repita o vuelva a lanzar su rama, por fa-
vor. No sé si sus acciones serán instintivas, pero el
bicho tiene cerebro y aunque no entienda sus ladridos
comprendo sus gestos, sus miradas, sus gemidos. Sólo
necesita unas caricias y un poco de alimento para ser
feliz. Nosotros nos complicamos la vida.
Nosotros, monos, con super tatara-tatarabuelos que
comenzaron a caminar más orgullosos, desarrollaron
un cerebro más grande y convirtieron las manos en he-
rramientas. Descendemos de animales que empezaron
a sentir emociones, inventaron palabras para explicar-
las y crearon algo nuevo después de cada pregunta. To-
dos los avances de nuestra especie partieron del deseo
84 La vuelta al mundo en 10 años

y la necesidad. ¿Seremos capaces de crear un espíritu


eterno separado de la sumisión religiosa a partir del de-
seo de permanecer?
Creo en la precariedad. Creo que Adán y Eva fueron
dos monos que caminaban erguidos y que pertenecie-
ron al paraíso mientras fueron inocentes. Hasta los
ocho años, cuando ella fue violada por un mono mayor
y él fue usado de señuelo en una guerra entre tribus ca-
níbales. La carne, siempre la carne.
Creo en Ra, el sol, sobre todo cuando los primeros ra-
yos del día me pegan en la piel. La ropa tendida se seca
meciéndose al viento, el kerosén arde en las lámparas de
hojalata y saludo a desconocidos que jamás volveré a ver.
La vida está llena de encrucijadas. A veces elegir el
camino consiste en ser o no ser nosotros, aunque la vi-
da sea la nuestra. Tomamos una decisión y, aunque
creemos que estamos vivos, estamos muertos. Nos con-
vertimos en zombis que hacen lo que deben hacer y no
lo que desean hacer. Crecer, procrearse, morir. Crecer,
procrearse, morir. Crecer, procrearse, morir. Como las
moscas.
El sol desaparece. Un pájaro se zambulle para buscar
su último pez del día. Escucho murmullos de arena y
siento los brazos de Anna que me rodean desde atrás, y
su voz que habla en un susurro.
–¿En qué piensas?
Entonces me doy cuenta: el gran sentido de la vida
es tener con quien compartir los abrazos.
TANZANIA
Existe una contradicción importante en la definición
de buena ruta según consultemos a un local o a un ex-
tranjero. Lo habitual entre los nativos es asegurar que los
caminos están okey, que son buenos, transitables. Los ex-
tranjeros, en cambio, afirman que en esta zona de Tanza-
nia las carreteras son catastróficas, llenas de agujeros que
no se distinguen por la tonalidad de la tierra. Que allí no
hay nada, no hay rutas comerciales, sólo locales que vi-
ven de la caza y el cultivo de subsistencia.
La realidad es que los caminos son buenos porque es-
tán, y no son tan malos porque hace pocos años descu-
86 La vuelta al mundo en 10 años

brieron grandes vetas de oro al suroeste de Mwanza. Por


eso circulamos a ochenta kilómetros por hora, rebozando
con un torbellino de polvo rojo a ciclistas y caminantes.
En los cruces no hay carteles y sur, este, sureste, son las
direcciones que buscamos en la brújula. Los mapas son
demasiado generales.
A veces los nativos se bloquean, sienten temor
cuando nos detenemos a su lado para preguntar si esta-
mos en el buen camino. ¿Qué querrá este mzungu?
¿Por qué yo? ¿A mí? Algunos niños escapan corriendo.
Nadie habla inglés y a veces responden ‘yes, yes’ a
cualquier pregunta. Los blancos somos el cuco, el
hombre del saco, el residuo de años de colonialismo
alemán e inglés. Entonces recurrimos a nuestro voca-
bulario limitado de kiswahili.
–Salama –saludo diciendo hola.
–¿Habari? –responden preguntando ¿qué tal?
–Mzuri sana. ¿Habariyaco? –todo bien respondo,
¿cómo va todo?
–Mzuri. ¿Wapi safari? –bien, ¿adónde viajan?
–Kahama. ¿Sawa? –hacia Kahama, digo. ¿Vamos
bien?
–Kahama, Kahama –repiten asintiendo con la cabe-
za, señalando hacia delante.
–Assante sana –muchas gracias, digo.
Entonces, los mismos que nos acogieron con temor
no quieren dejarnos partir. Y vuelven a saludarnos de la
manera habitual, nos estrechamos la mano, agarramos
el pulgar del otro como para mantener un pulso y vol-
Tanzania 87

vemos a la posición del principio. A veces no te suel-


tan y terminas saludando tres o cuatro veces seguidas a
la misma persona. O continúan hablando en kiswahili
como si viviéramos en una aldea vecina.
–Eh-e-e-e-eh –digo siempre, –kiswahili kidogo –sé
muy poco de kiswahili. Y es una pena.
88 La vuelta al mundo en 10 años

Es incómoda la transformación del rostro de mam-


mas y hombres cansados de esperar un matatu cuando
cruzamos aldeas sin detenernos: de la nada a la espe-
ranza a la decepción. En el camino quedan mujeres
vestidas con telas brillantes que llevan bebés en la es-
palda y bolsas en la cabeza. Azules, anaranjados, púr-
puras y verdes, los vestidos de colores sientan mejor a
la gente de piel negra. Niños convertidos en hombres
arrastran carretas o guían a los bueyes en la búsqueda
diaria de mejores pastos. Los únicos animales que cru-
zan el camino son perros y ratones. Estamos en plena
estación seca y, exceptuando el cielo, la llanura sur del
Serengeti es amarilla. El interior de Tanzania es un
enorme pueblo vacío, tranquilo y soleado.
Un grupo de marabúes, enormes y horribles ptero-
dáctilos que se alimentan de desperdicios, anuncian la
cercanía de Nzega. Aparcamos junto a hileras de ladri-
llos de adobe que se secan al sol frente al Highway Bar.
Tanzania 89

Cruzamos el umbral hacia el patio descubierto lleno de


mesas y sillas vacías. En un rincón, la camarera-coci-
nera termina de repasarse la boca con un escarbadien-
tes. Mientras se acerca lo limpia con los dedos y vuelve
a introducirlo en el palillero de una mesa.
Dudo, quizá debamos comer otro sándwich de ce-
bolla, tomate y pimiento verde en la furgoneta.
–Bueno... el fuego mata todo. Nyama choma, dos
matokes y dos Coca Colas, por favor.

La obsesión de los documentalistas de televisión


por encontrar parajes naturales únicos alcanzó la gloria
con el Parque Nacional de Ngorongoro. Su situación,
dentro del cráter de un gigantesco volcán apagado, y la
variedad de su fauna le convirtieron en la octava mara-
villa del mundo. El Arca africana de Noé. La entrada es
cara pero antes de las siete de la mañana estamos en la
puerta de acceso.
El camino que asciende al cráter está cubierto con
un denso manto blanco. La espesa niebla no trasluce
nada más allá de diez metros. La primera señal de vida
es una montaña de excrementos de elefante, verdes, ve-
getales y frescos, que amanecen rozagantes en el cami-
no asfaltado. Luego nos detenemos para dejar cruzar a
una pandilla de treinta babuinos.
Sólo cuando descendemos hacia la caldera deslizándo-
nos por debajo de las nubes, aparecen lagos, pastos verdes
y todo el círculo enorme, brutal, del volcán visto desde
90 La vuelta al mundo en 10 años

adentro. Hay cebras, ñúes, gacelas de Thompson, algunos


cerdos salvajes y un grupo de hienas intentando acorralar
a un búfalo solitario. El folleto del parque trae fotos de
leones, leopardos, rinocerontes y elefantes.

Un hipopótamo con el cuerpo lleno de cicatrices y


una herida abierta cerca de la oreja duerme en la orilla
del lago Magadi. Cientos de flamencos pasean desgar-
bados dentro del agua salina. El cielo continúa cubier-
to de nubes blancas que cierran la salida del volcán
como la tapa de una olla. El cráneo despellejado y sin
ojos de un ñu nos observa desde el suelo con la boca
abierta. Su esqueleto está rodeado de huellas de 4x4, lo
único que se mueve es un mechón de pelo que nace de
los huesos.
Avanzamos por la delgada huella de tierra deseando
que ninguna de las espinas de los arbustos, de más de
Tanzania 91

un dedo de largo, se encariñe con un neumático. Cuan-


do abro un yogur, un monstruo que se encuentra a cien
metros levanta la trompa para husmear el aire y co-
mienza a caminar hacia nosotros. En los parques de
animales salvajes suele estar prohibido entrar con cítri-
cos,su olor atrae a los elefantes. Devoro el yogur, meto
el envase vacío dentro de una bolsa, hago un nudo y la
encierro rápido dentro de otra bolsa antes de ocultarla
debajo de un abrigo. El elefante se detiene a quince
metros y observa la furgoneta confuso. Después de un
minuto interminable, da media vuelta y vuelve a su ca-
mino.
Tres leones jóvenes duermen junto a una charca igno-
rando a los diez todo terreno aparcados para verlos en ac-
ción. Si uno de ellos no levantara la cola para espantar
algún tábano, creería que son de cartón piedra. No hacen
nada, que es lo que suelen hacer los leones la mayor par-
te del tiempo, sólo duermen. Al cabo de media hora uno
de los dos machos se despereza, se pone en pie y, entre
los ooooohhh de un público entusiasmado, camina lenta-
mente hacia el otro lado de la colina, fuera de la vista.
Los otros siguen durmiendo. Los leones son aburridos.
A pocos metros, por el techo de otro 4x4, se asoma
un prototipo de familia feliz de vacaciones en África.
Ella es rubia y lleva un traje pantalón color crema-sa-
fari, sombrero con alas, prismáticos y dos grandes pen-
dientes labrados que parecen de oro. Él viste chaleco
caqui, pantalón caqui, sombrero con alas caqui y cami-
sa a tono. El niño, cabello corto y camisa amarilla abo-
92 La vuelta al mundo en 10 años

tonada hasta el cuello. Las niñas, pelo lacio recogido


en un moño y tan aburridas como los leones. Es agos-
to en Europa y se nota en Ngorongoro.
El día continúa húmedo, pero las nubes no se deci-
den a caer. Junto a otra charca una hiena merodea cer-
ca de medio búfalo, propiedad de dos leones que
dormitan al sol. Uno de los gatos levanta la cabeza so-
bre los pastos marrones de sangre, flash! flash! flash!,
más fotos de leones haciendo nada. En el horizonte se
ven seis elefantes y algunos monos.
No está mal, pero tampoco aparecen grandes mana-
das como en Masai Mara. El paraíso Ngorongoro, co-
mo la pintura de la Mona Lisa, es más bonito por
televisión.
MOZAMBIQUE
A las seis de la tarde ya es noche cerrada en el río
Ruvuma. Casi no hay viento y el murmullo insaciable
del agua se cuela por las puertas para inundar los oídos.
Las luces de la furgoneta iluminan los cuerpos delga-
dos que se materializan un instante antes de escabullir-
se hacia la oscuridad. Acabamos de desembarcar en
una playa desconocida, no hay carteles ni caminos, tan
sólo ojos camuflados que reflejan el brillo blanco de la
luna. No sé hacia donde ir.
Avanzamos unos metros por la huella que se abre en-
tre los arbustos y aparecen chozas apenas delineadas por
94 La vuelta al mundo en 10 años

el resplandor de pequeños fuegos. Con las luces largas,


hombres y mujeres se convierten en esqueletos forrados
con un pellejo negro. A nuestra espalda se escucha el mo-
tor del ferry alejándose, volviendo a Tanzania.
–¿Y ahora que hacemos? –pregunta Anna cuando
advierte que la gente nos sigue.
–Tenemos que salir, no podemos quedarnos dentro
de la furgo. Tranquila.
En realidad no hay donde ir, cualquier huella podría
ser la equivocada. Abro la puerta y decenas de ojos me
iluminan de pies a cabeza. Estamos rodeados por loca-
les que murmuran en un idioma desconocido, quizá al-
guna variante de kiswahili. Una voz nos ofrece comida,
pero no tenemos meticais.
–Lo que necesitan es un guardián para que los pro-
teja por la noche –dice una sombra en inglés.
–Dos guardianes –afirma una sombra más grande.
–Mais, ¿pra qué? –intento responder en portugués.
–Mozambique é seguro. Nao tem mais guerra y a gen-
te é boa –digo con falsa seguridad. –Nao, obrigado.
Nao precisamos guardias.
Entonces, una sombra más antigua se desprende del
grupo y me abraza.
–Obrigado... –dice el abuelo antes de volver a fun-
dirse entre los cuerpos.
Y nos sentamos. No hacemos nada, esperamos a
que todos se aburran.
Diez minutos más tarde volvemos a estar solos en la
oscuridad, rodeados de pequeños fuegos. Ya no somos
Mozambique 95

interesantes. Sólo se escucha el crepitar de las llamas y


el avance imparable del agua. Nuestra casa es una cho-
za más, siempre estuvo aparcada allí.

Cuando despertamos seis niños esperan sentados bajo


un árbol. A través de los cristales tintados de la furgone-
ta veo las chozas de ramas y paja. Parecen vacías. Un
grupo de mujeres lava la ropa en el río mientras una ca-
noa surca las aguas marrones hacia Tanzania. El resto del
paisaje es una mezcla de juncos y pastos amarillos altos.
Cuando abro la puerta, los niños toman posición junto a
los arbustos. Descargar la vejiga va a ser imposible.

La trocha que se abre a la izquierda lleva a la rampa


del ferry. Para el otro lado es un mal camino que llega a
la choza grande de inmigración y aduanas, donde nos ali-
geran diecinueve dólares extra en permisos diversos. Es
sábado y los fines de semana cobran el doble.
96 La vuelta al mundo en 10 años

–El camino sigue igual durante cuarenta kilómetros


–dice el policía moviendo la mano. –A partir de Palma
es bueno. Pueden acampar en la pensao Leete, a la en-
trada de Mocimboa da Praia. El dueño se llama Manuel
Correis y seguro que les cambia algunos meticais.
La huella que se dirige hacia el sur es una mezcla de
arena suave y tierra estrecha que se abre paso entre ca-
ñaverales y baobabs. Estamos junto al Parque Nacional
de Niassa, una de las reservas naturales más salvajes de
África. No hay servicios, no hay visitantes, casi no hay
caminos y tampoco cobran entrada: pocos animales so-
brevivieron a la guerra civil. La vegetación es tan espe-
sa que es imposible ver más allá de unos pocos metros.
Las ramas se estiran un poco más y cubren el cielo.
Cuando nos detenemos frente a un arroyo para acomo-
dar las barras de hierro del puente aparece un hombre
y me pide trabajo. Cree que somos misioneros, los úni-
cos blancos que se acercan a este rincón del país.
Cruzamos un par de pequeñas aldeas con nativos
sorprendidos y niños que corren más que en ningún
otro país. Aquí gritan ¡taata! ¡taata! y alargan la ma-
no. Un cartel pintado con brocha desea VOLTE SEM-
PRE en azul. Aumenta la euforia por la belleza y cada
vez que cruzamos un grupo de gente saco el cuerpo por
la ventana y grito ¡¡¡Bom día Mozambiqui!!!
El camino es bueno, malo e irregular, pero mejor de
lo que habíamos soñado. Avanzamos levantando polvo
entre bosques de árboles y arbustos más o menos secos
cuando una serpiente cruza la ruta sin mirar a los lados.
Mozambique 97

Le pasamos por encima y algo marrón, rojo y blanco


sale despedido por su boca. Luego aparece una mujer
negra con el rostro pintado de blanco. Más adelante
hay otra. Y otras tres en la entrada de Mocimboa da
Praia, donde hombres y niños corren hacia nosotros
con bidones amarillos. Ellos son la gasolinera, la única
manera de conseguir combustible.

Pemba es una sorpresa contradictoria. Las viejas ca-


sas portuguesas rodeadas de palmeras son bonitas. La
vista del pueblo de chozas junto al mar transparente es
espectacular y la playa es increíble, suaves pendientes de
arena blanca rodeadas por pequeñas penínsulas de piedra
oscura. Es uno de los trozos de playa más hermosos que
he visto en mi vida, pero es imposible relajarse. La calle
es peligrosa. Cada vez que vamos de compras uno de los
dos debe quedarse junto a la furgoneta para vigilar a la
docena de chicos grandes que espera una oportunidad a
tres o cuatro metros de distancia.
–Aquí hay mucho ladrao –previene un pequeño
vendedor de refrescos.
Le creo. Por eso decidimos probar los efectos sobre-
naturales de la morena seca que llevamos desde Sinaí.
Anna la coloca respetuosamente sobre el salpicadero y
todos los que rodean la furgoneta comienzan a murmu-
rar sobresaltados. Minutos más tarde, dos valientes dan
un paso al frente.
98 La vuelta al mundo en 10 años

–¿Es una cobra? –preguntan.


Es obvio que es una miserable viborilla de agua sala-
da, pero Anna responde que sí. Es una cobra enana.
–¿Y para qué es?
–Para hacer magia.
Instintivamente todos se alejan unos pasos. Nadie
vuelve a acercarse. Mientras negocio el precio de los to-
mates Anna se divierte.
–Apunta –dice cuando vuelvo. –Es recomendable
viajar por África con algún amuleto animal, un cráneo
de mono o una tira de piel de serpiente.
Viajar es hermoso. La sensación de libertad que
otorga el movimiento constante es enorme, mayor que
tras un divorcio reciente. Aquí afuera ningún camino
está trazado, el destino no existe y cada curva, cada
cruce, es una nueva oportunidad. Atrás queda la segu-
ridad, la comodidad y los amigos, salvavidas habitua-
Mozambique 99

les para no perder la cordura. En África la seguridad es


relativa, la comodidad un lujo y los amigos aquellos
desconocidos con quienes compartir unos días después
de un mes de soledad. Las definiciones cambian, y en-
contrar una cerveza fría o ir al cine se convierten en
eventos extraordinarios.
Detrás de la ventana, enormes rocas sólidas de gra-
nito se levantan como calvas gigantescas. Una mujer
nos mira pasar. Sus pechos son dos grandes bolsas de
leche vacías. Cruzamos el puente que atraviesa el río
Lurio tras Eric y Mirella, nuevos amigos efímeros. Tie-
nen unos cuarenta años y llevan varios viajes de un par
de años intercalados con épocas de trabajo como enfer-
meros en Suiza. Viven en un LandCruiser blanco con
Diesel, un perro labrador negro más bueno que un co-
nejo. Él es delgado, rubio y algo desgarbado, ella tiene
pelo negro y nunca dice las cosas, las explica. Habla
como si fueras su paciente en un hospital psiquiátrico.
Modula suavemente la voz y da una apariencia inso-
portablemente lógica a todo lo que dice.
Al otro lado del puente hay una ambulancia y bonitos
jardines parcelados con varillas de plástico rojo y cintas
amarillas. Nada excepcional, hasta que Eric se desvía por
una huella para buscar un rincón acogedor donde almor-
zar. Entonces dos enfermeros saltan de la ambulancia agi-
tando los brazos desesperadamente. La orilla del río está
minada. Los jardines están sembrados de explosivos.
Viajar es estar fuera de todo. Fuera de los impuestos
y las peleas familiares, de las mezquindades competiti-
100 La vuelta al mundo en 10 años

vas del trabajo, de la última moda primavera-verano y


hasta de las compras compulsivas por aburrimiento. En
la ruta no existe la vida aséptica ni las normas de con-
vivencia dictadas en nombre del bien común, que debe
ser un grupo de gente muy sosa. Todo te mancha, todo
te toca y el significado de la palabra experimentar va
más allá de la compra de un televisor de plasma o de
un nuevo jabón con micropartículas esenciales de aloe.
A veinte kilómetros del puente abandonamos la ruta
principal para tomar el supuesto camino que lleva a Lu-
rio. La huella se estrecha dejando atrás bosques de cho-
zas plantadas entre baobabs que parecen de cartón
piedra. Somos la ilustración de un libro infantil, todo es-
to es un cuento. Media hora después, la ruta que perdió
el asfalto que se transformó en camino que se convirtió
en huella se quita la última máscara: estamos en el sen-
dero que la gente usa para atravesar el bosque a pie.
–Si, de vez en cuando pasa algún coche por aquí,
pero sólo si está perdido –afirma un viejo cuando pre-
guntamos direcciones.
Bien, algo inesperado está ocurriendo. Aún necesi-
tamos cambiar la hoja de la ballesta que se rompió en
Tanzania. Podemos volver atrás para buscar una ruta
más segura o podemos seguir adelante por un camino
incierto. ¿Qué podemos perder?
Dos veces tomamos el camino equivocado dentro
del camino equivocado. Buscamos un camino bueno
que está hacia el este, pero la trocha entre los árboles
da giros caprichosos y se dirige a una columna de hu-
Mozambique 101

mo negro. Las llamas, de poco más de un metro de al-


to, laten descontroladas a ambos lados de la huella.
Avanzamos y la furgoneta se convierte en un horno
suave durante cien metros, con el fuego a dos pasos de
la ventana.
Viajar es duro. Lo más importante no es el destino,
es el mientras tanto que recorres antes de llegar. Y
mientras tanto conoces gente, personas que sin darte
cuenta influyen en tu historia. Después de un año vi-
viendo en la piel de un vagabundo, es sencillo llegar a
la conclusión de que todo se repite. Las cascadas dejan
de ser interesantes cuando has visto cincuenta, las ra-
yas de las cebras aburren cuando son tan comunes co-
mo las vacas y una sensación enfermiza de deja vù se
impone sobre el paisaje hasta que vuelve a aparecer al-
guien. Una sola persona distinta es suficiente, el único
espectáculo que cambia constantemente es el que ofre-
ce la naturaleza humana.
Cuando anochece pedimos permiso para dormir en
una aldea. No hay problema, algo nuevo acaba de lle-
gar y cincuenta locales, casi todos hombres y niños,
nos rodean sin la malicia de Pemba. Afeitarme con una
máquina eléctrica es parte del show.
Antes de acostarnos aparece un caminante solitario.
En 1980 se fue a vivir a Alemania del este, comunista
como Mozambique. En 1990 la reunificación le pasó
por encima y lo echaron del país. Le prometieron una
pensión que nunca cobró y un trabajo en una agencia
de cooperación que nunca existió. Vive en Lurio y
102 La vuelta al mundo en 10 años

vuelve a su pueblo después de caminar sesenta kilóme-


tros hasta la parada del autobús que va a Nampula, la
capital de la región.
–Quería asistir a una manifestación de protesta por
la desaparición del dinero destinado a la cooperación,
pero sólo llevaba cuarenta mil meticais. Y el pasaje
cuesta sesenta mil –tres euros, explica resignado.
Y después de caminar sesenta kilómetros en vano
decidió regresar a su casa, caminando los sesenta kiló-
metros de vuelta.

Al amanecer, cinco de la mañana, los vecinos están


preparados. A diez metros de la furgoneta hay una va-
lla de sillas de madera ocupadas por los habitantes de
la aldea. Las mujeres tienen cestas con huevos, toma-
tes y maracuyás sobre las piernas. Los hombres sólo
esperan. Dos niños mantienen un par de gallinas vivas
aplastadas contra el suelo. El mercado vino a nosotros.
A diez kilómetros de la aldea encontramos la buena
ruta y un pozo de agua. Una imagen de la Virgen María
custodia el camino desde el hueco de un baobab. Un
hombre con una camiseta de Snoopy quiere que le sa-
quemos una foto y se la enviemos por correo. Rodamos
felices y despreocupados a ochenta kilómetros por ho-
ra rodeados de selva. Por los altavoces sale la voz rota
de Tom Waits. De repente se acaba el camino.
No hay señales ni barricadas que interrumpan pero
los ojos no engañan, la tierra desaparece y clavo los
frenos. A cinco metros la ruta se hunde en el barranco
Mozambique 103

de un río rodeado de cañaverales. Eric, que nos sigue


lejos para no respirar nuestro polvo, frena con tiempo.
No es posible, pero la carretera se corta de cuajo aquí
y continúa al otro lado, cincuenta metros más allá.
Nos habían avisado que en Lurio encontraríamos
muchas ruinas. Que la guerra civil se había cebado con
el pueblo. Que la mitad de sus habitantes fueron exter-
minados. Pero nadie mencionó que en las primeras ca-
sas, en la cima del risco paralelo a la costa, escoltado
por palmeras y dos casonas portuguesas abandonadas,
un policía levantaría el brazo para detenernos. Que se
acercaría a la ventana de la furgoneta y, con malos mo-
dales, ordenaría a Anna aparcar junto a la casa.
Desobedecemos y bajamos allí.
–¿Por qué?
–Temos que conversar –dice con arrogancia.
–¿Sobre qué? –pregunto.
–Ponga el seu carro ahí y traiga o seu pasaporte.
Esto no me gusta. Unos diez locales observan abu-
rridos como cambio la furgoneta de sitio. Eric vuelve
con su pasaporte y se lo extiende abierto. Cuando el
policía intenta agarrarlo, Eric no lo suelta. Durante va-
rios segundos ambos tiran del pasaporte holandés para
uno y otro lado.
–¿Puede soltar el pasaporte? –dice el policía.
–No –responde Eric. –No confío en usted.
–¿Por qué?
–Porque así no se trata a la gente. Nosotros somos
sus huéspedes, debería tratarnos con más cortesía.
104 La vuelta al mundo en 10 años

Eric tiene razón. Veinte años atrás esta conversación


hubiera sido como mínimo, graciosa. En países en gue-
rra civil o con dictaduras militares había que callarse y
bajar la cabeza. Pero los tiempos también cambian en
África y el policía se sorprende al ver que respondemos
sin miedo.
–El permiso de conducir de ella –me pide.
–No, aquí está el mío. Yo iba conduciendo cuando
estacionamos aquí. ¿Necesita algo más? –pregunto mien-
tras anota los datos en un folio blanco. Todo es una farsa.
–¿Adónde van?
–A la playa.
–Tendré que acompañarlos.
–¿Por qué? ¿Hay bandidos, hay minas? –pregunto.
–Es por su seguridad. Se pueden ahogar.
Eric lanza una carcajada.
–Usted no va a acompañar a nadie. Termina lo que
tiene que hacer y nosotros nos vamos solitos. No nece-
sitamos su protección –respondo.
Todos los papeles están en regla, lo estamos desilu-
sionando. Entonces llama a otro hombre.
–Vengan conmigo. Tienen que conversar con el jefe.
–Ah, ¿él es el jefe?
–Sí, él es el jefe de la región.
–¿Y usted es el jefe de esta casita? –pregunto entre
las risas de los locales que nos rodean. –No, no vamos
a conversar. Nosotros nos vamos. –Y sin que nadie lo
impida subimos a los vehículos y volvemos atrás bus-
cando la playa en otra dirección.
Mozambique 105

Media hora más tarde avanzamos entre niños, hom-


bres y mujeres semidesnudos: hace calor, nadie necesi-
ta mucha ropa. Rodeados de palmeras y arena, todos
viven de la pesca frente a una enorme bahía de aguas
oscurecidas por los sedimentos del río Lurio. Parte de
la orilla está colonizada por manglares que se inundan
cuando sube la marea. Hay algo de madera y los pes-
cadores traen comida para vender.
Primero son calamares. Luego un tiburón pequeño,
de unos setenta centímetros de largo, que vale un euro.
Al rato aparece otro hombre con trozos de una cabra.
Compramos dos patas y un pedazo de costilla para asar
por la noche. Sólo falta el vino, pero el dueño del úni-
co almacén es musulmán y no vende cerveza ni las ga-
rrafas de cinco litros de vinagre que llega de Portugal.
Compramos unas bolachas y unos biscoitos da manha
que apodamos Tyson: son tan duros que pueden rom-
perte los dientes.
106 La vuelta al mundo en 10 años

A media tarde, todos los locales que no tienen nada


que hacer nos rodean en la playa. Se instalan a ocho me-
tros y observan cómo conversamos, qué llevamos puesto
y cómo leemos. Son curiosos, ellos nos miran a nosotros
y nosotros los miramos a ellos.
Todos temen a Diesel, el perro negro de Eric y Mire-
lla. A veces tiro una piedra, Diesel corre a buscarla y los
espectadores escapan aterrados en todas las direcciones.
Entonces se quedan lejos, sentados sobre un gran bote in-
clinado en la arena, esperando que Diesel vuelva con la
piedra y se eche a dormir junto a una rueda.
Después de unas horas anunciamos formalmente
que el show ha terminado, agradecemos su asistencia,
saludamos inclinando la cintura e invitamos a nuestros
espectadores a volver otro día. Todos se van sonriendo.
No hay nada como un público feliz.
ZIMBABWE
Después de casi diecisiete meses llegamos al inicio
de esta historia. Dos años atrás recorrí Zimbabwe en un
viaje que modificó todos los parámetros que utilizaba
para tomar decisiones. Aquí me di cuenta que la idea
descabellada de enlazar todos los continentes en el
mismo viaje era posible. El nómade que todos lleva-
mos dentro comenzó a presionar al sedentario y la
aventura de vivir de manera inesperada rompió final-
mente las cadenas acolchadas de rutinas.
No soy yo quien comenzó el viaje. Ese fue otro.
108 La vuelta al mundo en 10 años

La leyenda africana más popular sobre el origen de los


baobabs cuenta que, al finalizar la Creación, el Gran Es-
píritu entregó un árbol a todos los animales. A todos, ex-
cepto a la hiena. ‘Deja de robar, sé buena y te daré un
árbol’ le dijo fingiendo enojo. Pero la hiena, que siempre
refunfuñaba, respondió con aspereza ‘yo soy como soy,
tú me creaste y tienes que quererme así’. El Gran Espíri-
tu sabía que era una testaruda sin remedio y, cansado des-
pués del trabajo que le había costado crear el mundo, le
entregó la semilla del último árbol. La hiena cavó un agu-
jero en la tierra y colocó la semilla en la tierra, sin darse
cuenta que la plantaba al revés.

Pasamos el control sanitario que intenta mantener a


la mosca tsé-tsé fuera de Zimbabwe y llegamos a los
tres enormes baobabs que dividen el camino de entra-
da a Mana Pools. Sí, sus ramas parecen raíces.
Zimbabwe 109

Mana Pools es uno de los Parques Nacionales más es-


pectaculares de África. No se encuentra dentro del cráter
de un volcán apagado ni tiene llanuras infinitas donde avis-
tar gran cantidad de rinocerontes, no, nada de eso. La gran
diferencia está en la adrenalina, en la posibilidad de cami-
nar entre animales salvajes sin la obligación de estar acom-
pañado por un ranger armado. Aquí encuentras un prado,
un bosque o la orilla del río Zambeze y puedes abandonar
tu vehículo y alejarte en cualquier dirección, hasta donde
quieras. Es tu responsabilidad, tu libertad, tu riesgo. Hay
elefantes, leones, búfalos, serpientes, jabalíes, mosquitos,
cocodrilos, hipopótamos y algunos animales inofensivos.
No, Mana Pools no es un jardín botánico.
El camino termina en el campamento principal, que
está casi desierto. Sólo quedan dos elefantes que parten
ramas con delicadeza junto a una tienda. Los monos
corren chillando como niños cerca de los baños, donde
se agrupan los contenedores diseñados con agujeros
más pequeños para que no puedan hurgar la basura.
Desde entonces envían a sus crías en busca de restos de
pan enmohecido, bolsas de plástico con sabor a pastel
y latas abolladas de Sprite.
Aparcamos la furgoneta bajo un árbol y caminamos
hasta el río Zambeze, el mismo que aderezó con tierra
el arroz con gallina que comimos en Mozambique.
Aquí tiene casi un kilómetro de ancho, aunque la épo-
ca seca ha dejado bancos de arena al descubierto. Me
detengo dentro del molde de una huella de elefante
hundida en la tierra, la temporada de las lluvias está a
110 La vuelta al mundo en 10 años

punto de comenzar y el aire está caliente. Dentro de


unas semanas, los termiteros que se levantan ingenuos
en las islas serán arrasados por el agua. Al otro lado del
río, en Zambia, dos columnas de humo gris se elevan
desde la alfombra mullida de las copas de los árboles.
Más arriba, la cima de una cadena de montañas cierra
la depresión del Zambeze. En la orilla no hay señales
de cocodrilos, sólo hay hipopótamos que gruñen a cien
metros. Los pastizales que dos años atrás rodeaban el
campamento han desaparecido. La vista es amplia, el
paisaje impresionante.
A cuarenta metros, un mono vervet, pequeño y lar-
go, espía el interior de la furgoneta a través del parabri-
sas. Hay otro de pie sobre el espejo retrovisor que mete
un brazo por la ventana apenas abierta. Mira qué tra-
viesos. De repente los monos se cuelgan de los vidrios
Zimbabwe 111

y comienzan a sacudirlos violentamente. Anna grita y


los vándalos escapan corriendo. Qué horror, es como
volver a la civilización.
Esta vez, en lugar de acampar, decidimos compartir
una casa de dos plantas con vistas al río con Jorick, Win-
nie, Ronald y Sofie, viajeros de Bélgica. Es hermoso, es-
tamos solos en el paraíso, aislados de los guardaparques
por varios kilómetros de bosque salvaje. Subimos al bal-
cón a contemplar el Zambeze y flotamos.
Una manada de treinta hembras de antílope pace a
veinte metros, junto a un brazo del río. Detrás aparece
un macho, el único cornudo del grupo. Las hembras se
alejan y el macho las persigue mirando la diana que la
naturaleza marcó en sus ancas, un hermoso círculo
blanco sobre la piel marrón y peluda.
Anna se acuesta sobre un muro bajo que marca los
límites del patio y sonríe. Una avioneta hace más ruido
que cientos de pájaros y Jorick anuncia que acaba de
ver una mamba verde, una de las serpientes más vene-
nosas del mundo. Estaba donde comienzan los pastiza-
les, a unos metros del Land Cruiser anaranjado. Anna
continúa hipnotizada con la copa de los árboles.
Una brisa suave trae el sonido de ramas quebrándose.
A menos de cincuenta metros, un grupo de elefantes
abandona la espesura rumbo al río. Uno a uno se asoman
a través de los arbustos mientras una cría corre para al-
canzar a su madre. Aspiran el agua por la trompa y la de-
jan caer dentro de la garganta sin derramar una gota ante
el desinterés de un grupo de garzas blancas. Dos crías
112 La vuelta al mundo en 10 años

juegan a chocar sus cabezas sin colmillos hasta que una


hembra, enorme, se pone en el medio.
Antes del anochecer llega un guardaparque para
quemar la basura. Media hora más tarde en el horizon-
te sólo brilla el fulgor rojo de los incendios que arden
en Zambia. Decenas de insectos voladores giran alre-
dedor de las lámparas hasta que se queman o son atra-
pados por los lagartos que esperan en la pared. El resto
del paisaje se hunde hasta que asoma la luna.
De vez en cuando ruge un león satisfecho o algo
chapotea en el agua del río. Los monos han desapa-
recido en las ramas altas de los árboles y ya no ame-
nazan con colarse por una ventana abierta para
asaltar la casa. Las voces se apagan bajo las mosqui-
teras y nos dormimos en una cama instalada en el
balcón, arrullados por los bramidos que nos rodean
en la oscuridad.

A veces, durante la noche, los elefantes vuelven


buscando las semillas que caen en el jardín, rompiendo
ramas, pisando fuerte a sólo cinco metros de nuestros
pies. Yo me despierto y creo que sigo soñando.

En Mana Pools es fácil sentirse libre y salvaje de


nuevo. La realidad de caminar entre elefantes y búfalos
cuidando el pellejo, la posibilidad del león entre los ar-
bustos y los cinco sentidos atentos a los cocodrilos que
Zimbabwe 113

asoman sus ojos en el agua, impulsan la adrenalina de


manera escandalosa.
Más de una vez detenemos la furgoneta a un lado de
la huella y, armados con bengalas y la panga, persegui-
mos elefantes a quince metros de distancia. Avanzamos
en contra del viento pero, aunque nos vistamos de ver-
114 La vuelta al mundo en 10 años

de, marrón o negro, siempre presienten algo. Entonces


levantan la trompa para husmear el aire y nos queda-
mos quietos, intentando pasar inadvertidos junto a un
tronco, observando, esperando que vuelvan a olvidarse
de nosotros, molestos humanos.
Los búfalos, hooligans de la naturaleza, siempre
merodean bufando. Se molestan pero nos aceptan, son
vacas comparados con sus primos de Masai Mara. Un
hipopótamo emerge, nos mira y vuelve a sumergirse.
Una familia de monos vervet juega cerca del río. Uno
se detiene sobre un árbol y mea en mi dirección. Tre-
menda pandilla. Minutos después un violento soplo de
viento hace perder el control a un marabú torpe que se
estrella contra las ramas de un árbol. Cuando me acer-
co escapa con una pata rota balanceándose en el aire y
desaparece tras unos pastos altos, donde habrá vuelto a
estrellarse.
Mana Pools es excitante. Seguir los pasos de un ele-
fante es provocador, atraer a las hienas con carne podri-
da te deja sin aliento, descubrir una manada de licaones
junto a un termitero de tres metros de alto es estimulan-
te. La mejor arma de defensa es la precaución, por eso
entre las presas del reino animal nadie arriesga el pelle-
jo. Cuando los impalas, las cebras o los elands nos ubi-
can, todo su cuerpo se yergue en tensión. Las orejas se
levantan y los ojos no dejan de vigilarnos. La situación
se eterniza hasta que cambiamos de dirección o hasta
que se alejan en una carrera corta hacia la distancia que
garantiza la seguridad.
Zimbabwe 115

Uno de esos días admiro con Sofie el desfile de otro


grupo de elefantes. Si nos quedamos quietos las moles
pasan a diez metros ronroneando grave, sin preocupar-
se. Somos insectos inofensivos sentados sobre una pie-
dra. Pero inesperadamente uno abandona la manada y
se acerca con pasos sólidos sin percibir nuestra presen-
cia. Da un paso, confiamos en que se detenga y vuelva
atrás pero no, da otro paso, viene inevitablemente ha-
cia nosotros. Entonces nos ponemos lentamente en pie.
El elefante, que estará a unos siete metros, se asus-
ta. Levanta la cabeza, sacude las orejas con violencia,
grita levantando la trompa y se mueve en nuestra direc-
ción, como empezando una carrera en donde la línea de
meta son nuestros cadáveres. El espectáculo da miedo,
Sofie se sobresalta y agarro su brazo.
–Despacio, despacio. Si corremos nos va a atacar.
Todos los elefantes de más de dos años son grandes.
Este debe tener unos quince y nos sigue con la trompa
levantada mientras, con pasos cortos y sin hacer movi-
mientos bruscos, caminamos lo más rápidamente des-
pacio hacia los vehículos. Si se enoja no tendremos
donde escondernos: la furgoneta no sirve, puede tum-
barla con una embestida, y trepar a un árbol sólo es útil
si tiene el tronco grueso y es alto. Pero primero hay que
subir, rápido.
Dos semanas atrás otro elefante hizo papilla a un
francés que caminaba al teléfono público. Se olvidó
que no estaba en la ciudad y probablemente se acercó
demasiado, se asustó o hizo un movimiento brusco. El
116 La vuelta al mundo en 10 años

elefante lo atrapó con la trompa, lo arrojó al suelo y lo


pisó con las patas delanteras. Después, se arrodilló so-
bre él.
–Hay que andar con cuidado –asegura uno de los
dos guardaparques cuando nos acercamos a pagar una
nueva entrada por otra semana. Los estantes de su ofi-
cina están llenos de frascos con fetos de elefantes en
conserva y antílopes en formol.
–¿Alguna vez te viste obligado a matar? –pregunta
Anna.
–Por suerte no. Pero si quieren ver un elefante
muerto vayan hacia Vundu, al oeste. Lo encontramos
ayer con un par de tiros en la cabeza. Fueron cazadores
ilegales de Zambia, seguro, a veces cruzan el río por la
noche buscando patas y colmillos. Pero esta vez el ele-
fante huyó herido.
Zimbabwe 117

–¿Y qué hacen con el cadáver? ¿Lo dejan allí?


–No, le cortamos los colmillos, las patas, la piel y la
cola y enviamos todo a Harare. Parques Nacionales
vende todo. También cortamos la carne y la repartimos
entre los que trabajamos aquí.
–¿Carne? ¿Sería posible conseguir algo de carne pa-
ra nosotros? Tenemos un braai en el jardín pero no te-
nemos carne. ¿Podríamos comprarte un poco?
–Yo no puedo venderles –contesta el ranger antes
de levantar la cabeza hacia otro hombre que está en la
oficina. –Pero él sí.
Así nos hicimos con tres kilos de carne de elefante
recién salada y cortada en tiras estrechas para biltong,
charque o carne seca. Compramos cervezas y refrescos
en el colmado para los empleados y volvemos a la ca-
sa. Allí nos rodean todos menos Winnie, que empeora
con casi cuarenta grados de fiebre. Hace dos días que
sólo suda y tiembla acostada. Está muy débil y su del-
gadez habitual no le ayuda a luchar contra la malaria.
El médico del parque nacional le ha inyectado una nue-
va medicina china que aparentemente hace milagros.
Y mientras Sofie y Anna buscan leña, remojo parte
de la carne en agua para quitarle algo de sal y encien-
do el fuego. La barbacoa, el asado, el braai de carne de
elefante está en marcha. Cuando los troncos se convier-
ten en brasa, recuerdo el cocodrilo y la cebra que comi-
mos en Kenia. Aquellos eran auténticos bistecs que un
carnicero con experiencia había cortado teniendo en
cuenta los nervios, la grasa y la medida del plato. Na-
118 La vuelta al mundo en 10 años

da que ver con estas tiras rasgadas que se retuercen so-


bre el hierro.
Minutos después anuncio ¡el elefante está listo! Jo-
rick cierra las puertas de la casa y nos sentamos alrede-
dor de la mesa del jardín. El incendio en Zambia está
apagado. Un grupo de búfalos bebe agua a doscientos
metros y los tenedores despiertan sonidos metálicos
cuando pinchamos la carne servida en una bandeja. El
sabor es fuerte y está un poco dura, lo suficiente para
convertir la comida en un ejercicio de musculación de
mandíbula.

No fue difícil encontrar los restos del almuerzo.


Junto al camino principal, tres troncos caídos enmar-
can una gran mancha de sangre que señala el lugar de
la muerte. Aquí nace una nueva huella que esquiva un
par de árboles y termina cien metros más allá, en el ca-
dáver. Sólo queda una masa de carne y huesos malo-
lientes, manjares para los buitres que continúan
picando, saltando y disputando cada trozo.
Desciendo de la furgoneta, tomo la cámara de fotos,
las bengalas y me acerco paso a paso. Busco leones,
sombras, arbustos que se muevan, manchas doradas
sobre la hierba, pero no descubro nada. Los buitres se
quejan, pero continúo avanzando. Los intestinos, gor-
dos como el muslo de un jugador de fútbol, serpentean
sobre la tierra seca. El hueso del cráneo aparece ma-
rrón. Las patas no están y la carne negra intenta ocul-
tar el despellejamiento.
Zimbabwe 119

A medida que me acerco el olor amargo de la muer-


te se hace más intenso. Una ráfaga de viento cambia el
aire y nos rodea una nube tóxica cargada con el hedor
de las entrañas descompuestas. Un viejo Land Rover
verde aparca junto a la furgoneta. Son los rangers, se
acercan con rifles.
–¿Están locos? ¿No saben que hay leones?
–Si, por eso estamos aquí. Queremos verlos, pero
parece que se han ido –respondo estúpidamente.
–No, ustedes no los ven. Ellos siguen aquí.
–¿Y cómo lo sabes? No hemos visto ni uno.
–Están, nosotros siempre los vemos. No debería ha-
cer esto... vengan.
Los rangers, vestidos con pantalón corto y calceti-
nes alzados hasta las rodillas, parecen boy scouts mar-
chando en fila india. Veinte pasos más allá el jefe
señala un punto entre los arbustos. A treinta metros del
ex elefante hay un león que me ha estado vigilando
120 La vuelta al mundo en 10 años

mientras paseaba como un jodido turista alrededor de


su cena. Hacia la derecha se distingue la silueta de una
leona caminando bajo el sol, delante de otros dos leo-
nes jóvenes que no nos quitan un ojo de encima.
–Ves, allí estaban –dice complacido el ranger.
Así es Mana Pools, salvaje y libre, espectacular,
hermoso y peligroso si uno se descuida. Caminar aquí
es un impulso primario, volver a arriesgar, cuidar el te-
rritorio, sobrevivir y retornar después de convivir un
rato con los animales bajo sus propias reglas.
Desde entonces, cuando no sueño de noche que per-
sigo elefantes junto a los bosques del Zambeze, sueño
de día haciendo planes para volver a Mana Pools.
SUDÁFRICA
A las 9.13 horas de la mañana del dieciocho de di-
ciembre, después de dieciocho meses y cuarenta y sie-
te mil ochocientos noventa y cinco kilómetros por
algunos de los peores caminos del mundo, dejamos la
autopista en el centro de Ciudad del Cabo. Todos los
recuerdos del viaje se agolpan como una manifestación
violenta de descubrimientos. Llegamos al sur.
Lo conseguimos, después de dos roturas de motor la
jodida furgoneta ha aguantado y nosotros también. Nos
detenemos junto a un teléfono público y el viento que
cae desde Table Mountain nos abraza. La montaña de
122 La vuelta al mundo en 10 años

cima plana que domina la ciudad nos da la bienvenida.


Acaricio las cicatrices de nuestra casa, los golpes del
viaje en camión a Omdurman, el cabezazo de la vaca
en Etiopía y las piedras de los niños. Ahora son buenos
recuerdos.
Llegamos, pero el final de todos los caminos está a
sesenta kilómetros hacia el sur donde el asfalto se hun-
de en el océano. Suspiro, hace más de dos años que no
vemos el Atlántico. Es domingo, las calles están vacías,
y sí, llegar es emocionante.
El sol brilla entre las nubes que cubren el Cabo de
Buena Esperanza. Acaba de comenzar el verano pero el
océano, inmenso, sigue nervioso, gris y verde. Sobre
unas rocas, una pandilla de babuinos espera un descuido
para saquear otro coche. El punto más al sur de África es
el cabo Agulhas, pero éste es el destino, éste es el final de
todos los caminos. Más allá sólo hay agua, y pingüinos.
–Y ahora, ¿qué hacemos? –le pregunto a Anna, sen-
tada en el borde del acantilado.
La socia, hipnotizada por las olas que rompen con-
tra las piedras, no responde. Sí, llegamos, pero nunca
se ha sentido tan lejos. Hace un mes comenzó a insis-
tir para viajar a España, está cansada de vivir en cuatro
metros cuadrados y nuestras discusiones sobre el futu-
ro no ayudan mucho. Yo podría seguir con ésta vida ca-
si indefinidamente, pero Anna necesita tierra firme.
Necesita vacaciones del viaje.
Un grupo de delfines salta fuera del agua en dirección
al Océano Indico. Una ráfaga de viento levanta olas de
Sudáfrica 123

arena que se estrellan contra las rocas. Podemos volvera


Europa, cruzar a Sudamérica o quedarnos a vivir en Áfri-
ca. Todo se mueve.
Nosotros ya no somos los inconscientes que partieron
de Barcelona con una muñeca inflable y una furgoneta
hinchada de equipaje. Han pasado demasiadas cosas pa-
ra volver al punto de partida, a la vida de antes. El viaje
no puede resumirse en unas vacaciones largas.
Caminamos hacia la punta más lejana del Cabo sal-
tando entre las rocas erosionadas por el mar. No, vol-
ver a una oficina sería demasiado aburrido. Buscamos
un altar que sólo pueda ser alcanzado por las tormen-
tas. En el bolsillo llevo una ofrenda de espagueti, pas-
tillas contra la malaria y parches de neumático, los
símbolos del viaje. El viento arrecia y forma remolinos
que no se deciden en qué dirección empujar. A un par
124 La vuelta al mundo en 10 años

de metros, sobre la marea alta, hay un pequeño salien-


te que precede al acantilado. Nos sentamos y movemos
algunas piedras hasta abrir un nicho.
–Gracias –susurro mientras Anna deposita las ofren-
das. –Gracias por lo malo y lo bueno, gracias por la
gente y gracias por habernos traído hasta aquí. Seas
quien seas y tengas la forma que tengas, humana, eté-
rea o de cucaracha con diez patas, te ofrezco nuestra
comida, nuestra salud y nuestro movimiento. No sé
dónde iremos mañana. Hoy, acabamos de cruzar Áfri-
ca de norte a sur. Llegamos, joder, llegamos.

Durante los meses siguientes volamos a España y


retornamos a África. Recorremos Sudáfrica, Lesotho,
Namibia, Botswana y nuevamente Zimbabwe. Visita-
mos más parques de animales salvajes, caminamos du-
rante días por cañones profundos y compartimos
momentos inolvidables con hombres y mujeres que
continúan viviendo como los antepasados de todos.
Volvemos a escoger el camino equivocado y el cauce
embarrado de un río nos atrapa durante veintitrés ho-
ras. Nos perdemos por huellas que nunca han oído ha-
blar del asfalto y encontramos una tribu de niños himba
que nos persigue exigiendo caramelos. Una cofradía de
pescadores dementes nos enseña a beber tequila expri-
miendo el limón en el ojo y esnifando la sal. Tomamos
todos los desvíos posibles, pero en el sur de África los
Sudáfrica 125

caminos convergen en Ciudad del Cabo y terminan un


poco más allá, en el Cabo de Buena Esperanza, un pre-
sagio que apunta hacia Sudamérica.
Regresar a Barcelona es caminar hacia atrás, titu-
bear. ¿Qué haríamos? ¿Volver a soñar con partir, a es-
perar con ansiedad las vacaciones y los miserables
fines de semana? Eso sería traicionarnos, tener miedo
de lo desconocido. Y si empezamos a tener miedo, em-
pezamos a morir.
A veces creo que nada de lo que ha ocurrido antes
del viaje ha sido verdad. Recuerdo otras vidas radical-
mente distintas a este vagabundeo, pero cada día me re-
sultan más extrañas. Dos años y medio después de
abandonar Barcelona siguen llegando mensajes de
gente que asegura ser mi familia, de otros que dicen ser
mis amigos. Yo les creo, la soledad no es una alternati-
va deseable.
Sea como sea, tengo pruebas de haber vivido en dos
mundos, en un planeta egoísta estrangulado por una
competencia feroz y en un planeta salvaje, lleno de
amor y hospitalidad. Tengo fotografías, tengo direccio-
nes escritas en papeles amarillos.
Rebusco en los armarios inestables de la memoria.
Desordeno archivos. Y cuando el viento del sur deja de
mezclar los papeles, todo encaja.
Por primera vez en la vida sé que es posible vivir tan
intensamente como nunca lo habíamos soñado.
-- --- UN LIBRO, DOS PORTADAS --- --

EL LIBRO DE LA INDEPENDENCIA. No se trata de lo que vas a hacer


cuando te retires, sino de lo que vas a hacer antes de morir.

'Jamás olvidaré el lunes que apoyé el cañón de una pistola en mi


cabeza y disparé hasta quedarme sin balas, sin detenerme a pensar en
lo que hacía para no darle otra oportunidad al arrepentimiento. Era la
despedida a un trabajo fijo, la renuncia a un futuro previsible, la
jubilación de la seguridad. Pasaban diez minutos de las diez de la
mañana y mis últimas palabras decían, más o menos, ‘quédense
ustedes con el muerto que yo me largo’. Mi cuerpo se desplomó y yo
salí por la puerta.'

Perdonad, pero no le puedo recomendar el libro a nadie, no quiero


sentirme responsable de la ‘destrucción’ de una vida estable, segura y
sedentaria. Bueno, y aburrida. - Maya, Catalunya.
-- --- UN LIBRO, DOS PORTADAS --- --

POR EL MAL CAMINO. Roturas de motor, asaltos, armas,


inundaciones, policías corruptos, y otras cosas que nunca deberían
ocurrir cuando viajas por África.

'¿Quieres ir a África? Vas a África. ¿Quieres romper con tu vida


rutinaria? Vas a romper con tu vida rutinaria. ¿Quieres vivir la aventura
de tu vida? Vas a vivir algo inolvidable. Te lo aseguro. Después no
digas que no lo pediste.'

Por el mal camino es un recorrido de buenos y malos momentos, en


que playas espectaculares, desiertos de ensueño, encuentros con
desconocidos, animales salvajes y tribus inolvidables se entremezclan
con robos, persecuciones armadas, averías en medio del desierto del
Sáhara, comisarías, Kalashnikovs, escapadas de la policía,
inundaciones, algún cruce ilegal de fronteras y otras cosas que no
tendrían que haber sucedido. Por el mal camino es un desafío extremo
en el que siempre tienes que estar preparado para que te ocurra lo
inesperado. REVISTA LONELY PLANET.
126 La vuelta al mundo en 10 años

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