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Juan José Saer:

la felicidad de la novela
rafael arce

Juan José Saer:


la felicidad de la novela

COLECCIÓN
itinerarios
Esta obra fue distinguida con el Tercer Premio del Concurso
Nacional «Régimen Fomento a la Producción Literaria Nacional
y Estímulo a la Industria Editorial», del Fondo Nacional
de las Artes, año 2012, género ensayo, por un jurado integrado
por Germán García, Graciela Speranza y Silvio Maresca.

Consejo Asesor Colección Itinerarios


Enrique Butti · Analía Gerbaudo ·
Germán Prósperi · Gustavo Menéndez

Arce, Rafael
Juan José Saer: la felicidad de la novela / Rafael
Arce
1a ed. 1a reimp. Santa Fe: Ediciones UNL, 2017.
212 pp.; 22 x 14 cm (Itinerarios. Ensayo)

ISBN 978-987-657-978-0

1. Estudios Literarios. I. Título.


CDD 801.95

Edición aumentada y corregida, 2017.

Coordinación editorial: Ivana Tosti


Corrección: Laura Prati
Diseño de interiores: Analía Drago

© Rafael Arce, 2017.

© , 2017.

Facundo Zuviría 3563, cp. 3000


Santa Fe, Argentina
editorial@unl.edu.ar
www.unl.edu.ar/editorial

Queda hecho el depósito Se diagramó y compuso en


que marca la Ley 11723. y se terminó de imprimir en Docuprint sa, Ruta
Reservados todos los derechos. Panamericana km 37. Parque Industrial Garín.
Impreso en Argentina Calle Haendel, Lote 3 (b1619iea), Garín, Buenos
Printed in Argentina Aires. Argentina, octubre de 2017.
Para Juan Melero y Lu Martinez:
Debemos renunciar a conocer a aquellos
a quienes algo esencial nos une.
Ahora sentimos efectivamente que
imagen, imaginario e imaginación
no sólo designan la aptitud para los
fantasmas interiores, sino el acceso
a la realidad propia de lo irreal
(a lo que hay en éste de no afirmación
ilimitada, de infinita posición en su
exigencia negativa) y al mismo tiempo
la medida recreadora y renovadora de
lo real que es la apertura de la irrealidad.
~ Maurice Blanchot

El momento disonante es dolor


y felicidad a la vez.
~ Theodor W. Adorno
Liminar

Este ensayo deriva de la tesis doctoral que defendí el 13 de


diciembre de 2011 en Rosario. La distancia que separa aquella
tesis de este libro tiene varias modulaciones. En primer lugar,
el formato tesis arrastra, necesariamente, compromisos comuni-
cacionales que son los de la institución universitaria. Afortuna-
damente, esos compromisos no son acuciantes al punto de dic-
tar enteramente la forma del texto. Me refiero, por supuesto,
a las tesis de crítica literaria en Argentina. De ahí que algo de
ensayo ya tuviera entonces este trabajo. De los cinco capítulos,
el segundo y el tercero fueron los que más reescritura sufrieron.
El quinto está prácticamente intacto. Pero puede decirse que el
texto, en su conjunto, cambió.
En segundo lugar, después de dos años, yo mismo avancé res-
pecto de lo que había podido pensar. Pues de eso se trató para
mí: no de sentarme a escribir cuando ya sabía lo que tenía para
decir, sino más bien de escribir para saber. En eso la tesis se
veía interferida de entrada por lo ensayístico. Cuando terminé
de escribirla, recién entonces empecé a vislumbrar lo que había
estado pensando durante los cinco años en los cuales la rumié.
En crítica literaria, uno escribe la tesis para olvidarla. Tiempo
después, con ese olvido se puede escribir un ensayo pasable.

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No obstante, no quise renunciar a ese compromiso institu-
cional ni renegar del origen de tesis de mi escritura. Pero tuve
esa tentación. Hubiera querido escribir un ensayo de cincuenta
páginas, sin una sola referencia teórica ni crítica, sin una sola cita
directa, que dijera lo esencial. Mi ideal es el Kafka. Una construc-
ción de Sergio Cueto. Me hubiera gustado escribir algo así sobre
Saer. Pero, para hacerlo, hubiera tenido que esperar no dos, sino
diez o veinte años. Hubiera tenido, también, que renunciar al
debate crítico, en el que he intervenido con algunos artículos.
Hubiera tenido, en definitiva, que sustraerle a mi ensayo lo que
tiene de presente, es decir, de inactual, de imperfecto y de pro-
visorio: lo que tiene de acto, de coagulación instantánea de un
proceso que tuvo su tiempo y su lugar.
Escribir sobre toda la obra narrativa de Saer tuvo también
algo de provocación, algo de intento desmesurado. Pero dos
años después me di cuenta de que, a pesar de que las razones
podían ser equivocadas (mezquinas, de ego, de intervención crí-
tica ambiciosa), el ensayo mismo terminó justificando esa voca-
ción de totalidad. Se trataba de devolverle a la obra la plastici-
dad del movimiento que la cristalización de la crítica le había
sustraído: esa restitución no podía darse más que sobre la totali-
dad o, mejor, sobre esa fuerza que no estaba ni en el todo ni en el
fragmento, sino en el pasaje de uno a otro.
Por supuesto, si escribí este ensayo fue porque no encontraba
en la crítica casi nada que hablara de mi experiencia de lectura
de Saer. Una posible consecuencia de aquella tentación ensayística
que tuve fue suprimir la introducción que había escrito para la
tesis (y que en dos años ya había sufrido diversos avatares). Final-
mente, la reescribí en parte. Es cierto que la esquematización dia-
léctica de la crítica generaliza de un modo abusivo y acaso injusto.
Pero me parece que es una consecuencia de la absolutización del
punto de vista, único modo de escribir un ensayo ambicioso sobre
un autor muy estudiado. Sigo pensando que el esquema dialéctico
funciona. Me sorprendió toparme con él incluso en ensayos que
me iluminaron. También es cierto que escribí y pensé con ciertos
ensayistas y con ciertos trabajos puntuales. Me limito aquí a dar
sus nombres, al azar de mi olvido: Alberto Giordano, Miguel Dal-

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maroni, Noé Jitrik, Sergio Chejfec, Dardo Scavino, Sandra Con-
treras, Analía Capdevila, Joaquín Manzi, Julio Premat. Del pri-
mero, su ensayo «El efecto de irreal», muy citado (pero mal leído),
me pareció, cuando lo leí, allá por el año 2005, que planteaba lo
esencial de lo que a mí me preocupaba. Digo muy citado pero
mal leído porque no creo que nadie haya resuelto el problema que
Giordano planteaba. Yo intenté resolverlo. No sé si tuve éxito,
pero poco importa: fue el estímulo inicial y tuvo un largo aliento.
Después están los críticos cuyos trabajos me parecen muy bue-
nos, pero cuyos puntos de vista no comparto. Uno siempre lee
contra otros y, por supuesto, contra otros que respeta profun-
damente (¿qué sentido tendría discutir con trabajos malos?).
También los nombro: Beatriz Sarlo, María Teresa Gramuglio,
Ricardo Piglia, Martín Prieto, Graciela Montaldo, Florencia
Garramuño, Julio Premat, María Cristina Volta. Seguramente,
olvido más de uno.
Analía Gerbaudo y Alberto Giordano dirigieron la tesis. Les
agradezco, primero, que me hayan leído (parece un chiste, pero
en Argentina, y seguramente en otros lugares, los directores no
leen, o leen por partes, las tesis de sus dirigidos), pero sobre todo
agradezco que me hayan dado la libertad que necesitaba, lo que
no estuvo en contradicción con la discusión, la corrección, la
confrontación y la sugerencia. A Miguel Dalmaroni: tuve el pri-
vilegio de que el crítico saeriano más sutil leyera mis trabajos y
mi tesis y me diera valiosos consejos con los que seguramente
mejoré. A Sandra Contreras, no sólo por su actuación como
jurado, sino también por haber acompañado el proceso y haber
sido una interlocutora atenta y generosa.
A Juan Melero, por nuestras largas charlas sobre Saer y por su
lectura lúcida y, sobre todo, desprovista de ortopedias teórico–
críticas. A Luciana Martinez, por las discusiones y los intercam-
bios, por su confianza y su aliento. A Julia Sabena, que una vez
me dijo que abusaba de las comillas y de las cursivas para resal-
tar, y tenía razón.
A los otros jurados: Florencia Garramuño, con la que desde
muy temprano mantuve una polémica amable, llena de respeto
y de cariño. Se aprende más de quien te pelea que de quien te

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elogia y recién en mi reescritura le di la razón a una de sus más
poderosas objeciones, que en su momento no acepté (el exceso
de parafraseo de los textos de Saer). A David Oubiña, a quien
no nombré en la primera lista porque, sinceramente, cuando
redacté mi tesis no había leído su libro (porque no había sido
publicado). Lo leí para la defensa y creo que está en sintonía
con mi punto de vista. Le doy las gracias por su lectura inteli-
gente y profunda, y por lo que dijo, con una metáfora futbolís-
tica, acerca del buen funcionamiento del «tridente» teórico–crí-
tico (Adorno–Blanchot–Barthes).
A Valeria Sager y a Mariana Catalin, por compartir una parte
del viaje, por los intercambios y la inspiración de sus trabajos.
A Analía Capdevila, que me prestó, hace varios años ya, el pri-
mer material bibliográfico, con el que inicié la investigación. A
Silvia Calosso y a Hugo Echagüe, con quienes discutíamos sobre
Saer cuando era estudiante de grado.
Al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técni-
cas, conicet, que me becó durante cinco años para que pudiera
hacer mi doctorado.
Al Fondo Nacional de las Artes, que otorgó a este libro el Tercer
Premio de Ensayo del Concurso Régimen de Fomento a la Pro-
ducción Literaria Nacional y Estímulo a la Industria Editorial.
A dos personas que me ayudaron a repensar a Saer entre la tesis
y la reescritura del ensayo, pero que no habían estado durante la
redacción de la primera: Nicolás Alles y Gabriel Oberlin. Ojalá
algún eco, aunque sea mínimo, de nuestras charlas, resuene en
estas páginas.
A mi papá, por los libros.

Rafael Arce
Santa Fe, 1 de febrero de 2013

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Introducción

Para bien o para mal, parece que la novela no tuvo que vérselas
con la decadencia del aura. Según se dice, su origen estaría indi-
solublemente ligado a la desauratización del mundo. La expe-
riencia del Quijote es la del carácter prosaico de la realidad. Con
este desencanto, arte y experiencia se separan: lo leído no puede
ser nunca lo vivido. El mundo cerrado y total de la epopeya cede
la posta al mundo indefinido y abierto de la novela. Ya no es la
Diosa la que canta, sino el hombre el que relata.
Este origen prosaico de la novela sigue siendo, al parecer, su
sino funesto. La estética clásica (Kant, Hegel) nunca la consi-
deró digna de un abordaje específico. A pesar del romanticismo
alemán y del realismo entendido en el sentido lato de la novela
francesa del siglo xix, a pesar de la llamada «novela de vanguar-
dia», el género novelesco no dejó de ser considerado nunca con
desconfianza en cuanto a su riguroso estatuto artístico. La oposi-
ción poesía/prosa atraviesa la reflexión teórica y crítica del siglo
xx. Cómodamente asentados en la estela posmetafísica (y todos
sus correlatos: posmoderna, posestructural, posautónoma), la
poesía no ha dejado nunca, sin embargo, de considerarse como
la esencia de la literatura.
Por otra parte, es intrínseco a su origen que el realismo se apo-
dere de la novela, como lo dice con ambigüedad Maurice Blan-

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chot, durante mucho tiempo. ¿Cuánto tiempo sería ese? La voca-
ción abstracta del arte de vanguardia encuentra en la novela su
límite: ¿qué sería una novela que se liberara de la realidad? ¿Por
qué en su Teoría Estética Theodor Adorno todavía habla del rea-
lismo de Beckett?
Tan adherido está el problema del realismo al de la forma
novelesca, que Jorge Luis Borges se deshizo del primero abste-
niéndose de escribir la segunda. La invención de la literatura
argentina presupone el sesgo antirrealista borgiano, que sentará
una influencia ineludible en la literatura y la crítica posteriores.
En nuestros días, el tono apologético de la crítica literaria sigue
depositando capas de solemnidad sobre la obra de Juan José Saer,
convirtiéndolo en un «clásico moderno». ¿Cómo se canoniza una
obra narrativa que se esforzó por sustraerse desde sus inicios a la
identificación? Un tal clasicismo es intrínseco a la crítica saeriana
misma (en más de un sentido): la adecuación entre forma y con-
tenido que define al arte clásico encuentra aquí su correlato en la
adecuación de una obra con una idea de Literatura.
Claro que no siempre fue así. La obra de Saer permaneció casi
ilegible por lo menos hasta finales de los setenta. Surgida en el
contexto del boom y del predominio del relato fantástico de Bor-
ges, Bioy Casares y Cortázar, esta obra aparece como una atipi-
cidad hacia finales de los años cincuenta, cuando sus primeros
cuentos se publican aisladamente en antologías, revistas o en el
diario de su ciudad provinciana de residencia, Santa Fe. Lo que
la crítica considera su etapa «inmadura» o «de aprendizaje», En la
zona (1960), Responso (1964), Palo y hueso (1965), La vuelta com-
pleta (1966) y Unidad de lugar (1967), fue, en su momento, sub-
estimada, desatendida o directamente impugnada. Como señala
Miguel Dalmaroni, el relativo anonimato de Saer en el período
en el que publica sus primeros libros no se debió tanto al desco-
nocimiento de críticos y de lectores como a la dificultad de lec-
tura de una obra que se ajustaba mal a los parámetros estéticos
que en ese entonces eran predominantes (2010:635). No obstante
esta general imposibilidad de leer, hubo señalamientos de críti-
cos no menores acerca del valor de esta obra primeriza. Pero ya
fuera en términos de impugnación o de celebración, esta primera

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recepción de la obra se valió siempre de una misma categoría: la
de realismo literario (Dalmaroni, 2010:620–625). Así, a finales de
los setenta, Adolfo Prieto ubica al joven Saer en la entrada «rea-
lismo» de su Diccionario básico de literatura argentina junto con
Germán Rozenmacher afirmando que ambos escritores «ensayan
nuevas técnicas del relato y las integran sobre una concepción del
realismo que ha perdido toda inocencia» (1968:134).
Este problema pareciera haber dejado de ser crítico para con-
vertirse en un problema histórico de recepción. El realismo sigue
siendo algo así como el pecado de juventud de una obra esencial-
mente literaria. La «inocencia realista» a la que alude Prieto se
pierde con la «maduración formal» de la obra. Ahora bien, si la
obra saeriana resultaba ilegible en los sesenta, ¿acaso la repetida
afirmación del realismo de la primera etapa revela mayor legibi-
lidad? Pues si esta tesis sigue hoy vigente, entonces esos paráme-
tros habían sido en verdad los adecuados para leer la obra de Saer
en sus comienzos. ¿Cómo se entiende que la crítica afirme, de
modo simultáneo, la miopía crítica de los sesenta y la inmadurez
de la obra primeriza? La última tesis doctoral sobre el conjunto
de la obra de Saer sigue sosteniendo:

Si hasta entonces la escritura saeriana se acercaba —siguiendo tenden-


cias generales y verificables a su vez en la producción de otros «nue-
vos valores»— a líneas de corte realista, con Unidad de lugar y sobre
todo con Cicatrices (1969) ese supuesto realismo derivará, con un sen-
tido muy peculiar, en impugnación del mismo (Bermúdez Martínez,
2002:28–29).

La «literaturidad» de la obra saeriana se vuelve un rasgo de


la llamada «etapa experimental», que comenzaría con Cicatrices
(1969) y terminaría con Nadie nada nunca (1980), incluyendo
El limonero real (1974) y La mayor (1976). La crítica que le fue
contemporánea acompañó igualmente esta etapa, a su vez en la
estela teórico–crítica posestructuralista. En 1978, Noé Jitrik escri-
bió sobre la predominancia del significante en El limonero real y
filió por primera vez a Saer con el nouveau roman. Una reseña sin
firma de La mayor, que posteriormente se atribuyó a la pluma

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de Ricardo Piglia (Dalmaroni, 2010:611), lamentaba el descono-
cimiento de la crítica literaria de la existencia de un «gran escri-
tor» y de una obra de «calidad» (1978:18). Toda la crítica de Punto
de Vista subraya este carácter formalista, experimentalista y auto-
rreferencial de la obra de Saer, así como su inusitada calidad, y
su epítome lo constituyen los trabajos de Mirta Stern y Graciela
Montaldo producidos en el ámbito académico al cual la obra
de Saer no tardará en integrarse como contenido de los progra-
mas de literatura argentina. Descontada su pertenencia a lo más
alto de la literatura, la obra de Saer pasó de una ilegibilidad que
garantizaba su carácter de arte verdadero a la legibilidad pedagó-
gica que significó su escolarización cuando apenas se lo estaba
comenzando a leer.
Promediando los ochenta, con las primeras novelas de la etapa
de «poética ya constituida» (Dalmaroni–Mebrilhaá, 2000:322),
María Teresa Gramuglio (en 1984) y Beatriz Sarlo (en 1987)
comienzan a señalar la «insuficiencia» de la lectura textualista o
formalista: como puede verse, es la misma crítica saeriana la que
va jalonando sus momentos diversos de modo isomorfo a las eta-
pas de la obra. Nadie nada nunca resulta ser, en este sentido, el
gozne ideal: su carácter refractario, su negatividad, se convier-
ten en la alegoría de un momento histórico–político traumati-
zante. La importancia de la lectura alegórica estriba en la matriz
que proporciona: se vuelve necesario salir del callejón sin salida
de la pura experimentación. Por la vía que abre la negatividad se
arriba a la afirmación de la imposibilidad representativa: el for-
malismo deviene antirrealismo y el antirrealismo es el modo en
el que la escritura saeriana, a través de la alusión, lo cifrado o lo
alegórico, se relaciona (refractariamente) con la «realidad», esto
es, con la historia y con la política.
No es difícil deducir de la periodización de la crítica una matriz
de tipo dialéctico: las etapas «realista» y «experimentalista» dan
paso a la etapa «síntesis» de poética constituida. La misma firma
que inauguraba la lectura autorreferencial de la obra señalaba su
insuficiencia en el artículo que puede considerarse como la clau-
sura de esta etapa de la crítica: «El lugar de Saer» de Gramuglio.
La década del ochenta, que coincide con la publicación de nove-

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las importantísimas, parece ser el momento en el que también se
busca esa síntesis crítica: la insistente preocupación de la narra-
ción saeriana por «lo real», la presumible apertura a la legibilidad
y el retorno a la «narratividad» o a la «inteligibilidad del relato»,
demandan un tipo de intervención crítica que supere los límites
de la lectura autorreferencial pero sin retomar tampoco esa anti-
gualla de la teoría literaria y de cierta estética declarada perimida:
el realismo literario, paso en falso en la juventud de la obra.
La solución parece haber sido dar vuelta las hipótesis autorre-
ferencialistas en favor de un antirrealismo fundamentado en la
autonomía («adorniana»), debidamente teorizada por los ensayos
del escritor que se publican en 1997 y 1999 cuando la obra ya está
consagrada. Si en un primer momento se leyó un Saer realista
y después un Saer formalista, la crítica de los ochenta y princi-
pios de los noventa retorna al problema de lo real para examinar
cómo la autorreferencia, en un movimiento pendular y comple-
mentario, impugna los procedimientos de representación de la
realidad atribuibles al «realismo», refractando (y no ya represen-
tando) la realidad de su época. El presupuesto de esta lectura,
que seguiría los pasos del esquema dialéctico, atribuiría entonces
un lugar central a la etapa de poética constituida.
La voluntad de síntesis atraviesa entonces la crítica. Pero la
tesis y la antítesis no son meramente el resultado de los caminos
de la lectura, paralelos a los caminos de la obra. La matriz dia-
léctica es interior al encuentro (o desencuentro) de la crítica con
la obra saeriana porque estaría fundamentada en una contradic-
ción falsa. Dice Sarlo: «Misteriosamente, una escritura de rigor
implacable trasmite una vibración de experiencia y sentimiento»
(2007:313). ¿Por qué misteriosamente? ¿Por qué el rigor de la escri-
tura estaría en contradicción con la experiencia y el sentimiento?
¿No será más bien al revés: en un mundo en el que la experiencia
se ha vuelto imposible, solamente el rigor del arte puede devol-
ver lo espiritual a lo material?
La articulación de lo contradictorio traduce la pretensión crí-
tica de volver a unir lo que previamente ella ha separado: la inte-
rrogación de esta narrativa por lo real y la indagación insistente
por lo literario. La coherencia del programa descansa de modo

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convencional en la unidad espacio temporal y en el motivo bal-
zaciano de la reaparición de personajes. Este fondo común sirve
para desplegar los tres momentos dialécticos. Pero entre La vuelta
completa y Glosa existe un salto cualitativo por el cual se vuel-
ven dos obras inconmensurables. Julio Premat, que en su libro,
como es de esperar, deja afuera la etapa inmadura, lleva la sepa-
ración a la articulación misma de su recorrido crítico: «Un uni-
verso melancólico» y «Una escritura melancólica» son los títulos
de las dos grandes partes en las que se divide su trabajo. La inten-
ción sintética de Premat es original. Sin embargo, las dicotomías
jalonan la lectura: se trata de conciliar las «pasiones» y las «ideas»
de Saer. Aunque su solución para el problema de esa contradic-
ción sedimentada de la crítica saeriana es singular gracias a la
hermenéutica psicoanalítica, el esquema dialéctico sigue intacto.
Nuestro aire de época nos hace alzarnos por precaución con-
tra toda dicotomía. Pero el límite del pensamiento dicotómico
no es algo que vaya de suyo. El esquema crítico–dialéctico pre-
supone la síntesis de la obra en su etapa «constituida», pero no
hace él mismo la síntesis, puesto que sobre el Saer inmaduro se
sigue diciendo lo mismo que hace cincuenta años. Parece que
a ningún crítico le incomodó que obras como El limonero real
o La mayor hayan quedado como el momento experimental (es
decir, el momento de radicalidad que permite el paso a las ver-
daderas obras maduras), mientras que Las nubes o Lugar, notoria-
mente inferiores, hayan pasado, de modo automático, sólo gra-
cias a la etapa en la que se escribieron y publicaron, a ser parte
del arte consumado.
La parametrización de la tradición crítica, paralela y cohe-
rente con la canonización de la obra, dejó intactas las dicotomías
estructurantes a la vez que avanzó en refinamiento interpretativo
hasta llegar a la hermenéutica psicoanalítica de Premat. El res-
peto por la obra fue de la mano del respeto por la tradición crí-
tica; el clasicismo del escritor encontró su correlato en el clasi-
cismo de la lectura:

O sólo se leen exhaustivamente los textos predefinidos como emble-


máticos (si no «clásicos»), partiendo de la base de que todo significa y
que todo permite avanzar en un conocimiento más amplio que el ejem-

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plo analizado. Son los «grandes» escritores los que merecen estudios
de ese tipo (y en primera línea Borges, el ultraleído), lo que presupone
que las figuras marcantes y las obras trascendentes reflejan una genera-
lidad o van a influir en ella. Borges, en sí, es susceptible de resumir una
literatura. No sé si Saer puede representar la literatura argentina de su
período (o la literatura a secas) (Premat, 2002:12).

Pero «todo» no significa: ese principio metodológico barthe-


siano que intenta volver indiferente la distinción entre lo impor-
tante y lo insignificante ha quedado caduco. En Saer, «todo sig-
nifica» significa: todo puede ser articulado. Por eso resume la
literatura: la denegación de Premat escamotea esta certeza, que es
la de la crítica saeriana «clásica». Por el contrario, si algo nos ha
enseñado nuestro tiempo es que siempre queda algo que no sig-
nifica o, más bien, algo que se sustrae a lo significante y lo insig-
nificante. La literatura se habría hecho cargo de eso: leer se ha
vuelto la experiencia no de una ausencia de sentido (que sería
igualmente un sentido: el absurdo), sino de una ausencia a secas,
de la presencia de una ausencia. Para mí, leer a Saer no puede
seguir siendo continuar con la labor de saturarlo de sentido, con-
tribuyendo a su ya notable inflación: no puede seguir siendo
interpretarlo, sino más bien restituirle su desobramiento (posible
traducción para el désœuvrement blanchotiano), des–sedimentar
las constantes capas de significación que vienen a adherirse sin
ningún conflicto (la crítica saeriana es una «conversación infi-
nita», la síntesis instaura el consenso), desconstruir, en definitiva,
la oposición que hizo posible su lectura y que, por lo tanto, vol-
vió imposible la dimensión positiva de su ilegibilidad. La lectura
de esta obra se clausura con la instauración del valor institucio-
nal en el que se ha convertido la negatividad (Saer como uno de
los «nombres del consenso»): la novela sólo puede hacerla suya
por la vía del antirrealismo. No le queda otra posibilidad.

Pero, ¿por qué seguir hablando de novela? Considero una faci-


lidad abandonar la palabra. En una época de disoluciones, de
rechazo de especificidades, la novela parece arrastrar, de modo
anacrónico, todos los problemas que las otras artes (incluida la
poesía) hace rato han declarado caducos. Para Marthe Robert,

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lo que define a la novela es paradójicamente su indefinición. Es
manifiesta y, sin embargo, permanece inaparente. Esta definición
paradójica es la misma que Adorno da del arte moderno. Tam-
bién lo que entiende Jacques Derrida por literatura: su esencia
consiste en no ser nunca ella misma. Puede decirse, entonces,
que la novela es una de las sobrevivientes de una modernidad
inconclusa. En un mundo donde todo debe ser identificado para
tener estatuto, la novela, que se sigue escribiendo, logra todavía
sustraerse a la identificación.
Hablaré entonces de la novela de Saer. ¿Qué ha pasado con
la novela después de la vanguardia? Pues bien, por lo menos en
su versión altomodernista, ha dejado de ser narrativa o, mejor,
ha perdido paulatinamente narratividad. Correlativamente, ha
ganado en rigor constructivo y en ritmo sintáctico. La novela se
ha hecho menos narrativa, pero esto no significa que haya deve-
nido «poética». No necesita que se la elogie diciéndole que se
parece a la esencia misma de la literatura o, para algunos, a la
esencia misma del arte. Lo que ha perdido en narratividad lo ha
ganado en descripción. Lo que ha perdido en movimiento lo ha
ganado en imagen. Lo que ha perdido en plot lo ha ganado en
pensamiento. La novela no va hacia la poesía, va hacia sí misma
saliéndose de sí misma. La cadencia saeriana tiene un valor nove-
lesco: vuelve experimentable el aura de un mundo en desapari-
ción, es una música de las esferas, restituye la materialidad de las
cosas volviendo sensibles las palabras. En su dimensión negativa,
que tanto le gusta a cierta lectura crítica, la novela trabaja con-
tra la narración. Por eso algunos la llaman «antinovelesca», pero
eso sería definirla como relato cuando partimos de su indefini-
ción esencial. Justamente, después de las vanguardias, el límite
de la novela, la problematización de su sí mismo, es la narración.
Ésta siempre sobrevive, pero cada vez se adelgaza más en favor de
otra cosa. Y, aunque sobreviva, la novela no puede escaparse de sí
misma (es decir, no puede seguir siendo fiel a sí misma) más que
continuando su encarnizada lucha contra su sino narrativo.
El désœuvrement se vuelve aquí experimentable entre dos fuer-
zas: la saga, la unidad, y los ciclos, la multiplicidad. La saga es
legible en varios niveles: el resto de un tiempo histórico y cro-

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nológico; el estatuto del personaje novelesco y el procedimiento
balzaciano de la reaparición; cierto esquematismo que organiza
las doce novelas en bloques fijos, en trilogías (novelas del tiempo,
del espacio, de la historia y del hombre). Los ciclos son móvi-
les: se manifiestan como fuerzas que se apoderan de un cierto
número de novelas. Considero los relatos, en especial algunos,
como desprendimientos o embriones de novelas. La fuerza del
ciclo imanta los relatos, ora aquí, ora allá. Los ciclos mismos
constituyen esas trilogías que esquematizan la saga pero exceden
ese diseño: aparecen y desaparecen, y seguramente no los distin-
guiré a todos. No hay totalidad.
No hay, tampoco, unidad ni multiplicidad: hay tensión, irre-
soluble por principio. Pero, de modo simultáneo, hay un tiempo
que podría llamarse orgánico y que manifiesta otro costado del
désœuvrement: como si fuera una sola novela, la saga cuenta una
historia. Sin embargo, esta historia no es una historia: está más
allá de la pequeña comedia saeriana. Pero se despliega en toda
la saga, en un tiempo que no es el de la duración. En eso coinci-
den novela y ensayo: estamos encadenados a la línea temporal de
la escritura. Mi recorrido intentará ser fiel de alguna manera a esa
historia que se despliega en la saga desde un punto a otro, aunque
quizás el punto de salida y el de llegada sean el mismo. La tensión
saga–ciclos demanda una interrogación que intente descomponer
ese movimiento que quizás tampoco sea temporal sino espacial.
De otra forma, hubiera bastado con la lectura de una sola novela.
Si las leo a todas no es por afán de exhaustividad ni por restituir-
les (o quitarles) una unidad (cualquiera sea), sino más bien por-
que en su movimiento la fuerza produce esa otra historia que el
ensayo quiere desentrañar. La unidad es la del movimiento ima-
ginante (no trabajo por «etapas»), un movimiento que yuxtapone
fragmentos que no quieren saber nada con otra unidad que no
sea la de la fuerza que los acerca y los repele.
No diré mucho sobre la felicidad esperando que adquiera su
oscuro sentido al final del recorrido. El título parece una provo-
cación. Y lo es. Pero no es sólo eso. A la lectura de la moral alto-
modernista (que hace un uso poco plástico de Adorno) había que
restituirle el movimiento de la dialéctica abierta para descoagular

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el objeto Saer como institución literaria y devolverle su désœuvre-
ment, es decir, su experiencia literaria (que a mí me gusta llamar
novelesca). Y a la imagen del Saer melancólico y pesimista había
que restituirle, por un lado, el eudaimonismo de Adorno y, por el
otro, la afirmación de la ausencia en Blanchot. En cuanto al pri-
mero, el arte conserva lo que la realidad le ha escamoteado a casi
todos, o a todos, en un mundo donde la felicidad, al darse junto
con la alienación y la explotación, no puede ser más que inautén-
tica. Eso es la disonancia: la felicidad negada que el arte conserva
como promesa incumplida. En cuanto al segundo, la ausencia se
afirma como presencia, y esa afirmación es feliz. La ausencia es
más originaria que la presencia, por lo tanto no puede experimen-
tarse como falta y como nostalgia. Eso que niega la realidad para
erigirse como tal, la novela lo afirma. En este mundo, contra el
que la novela se cierra, la felicidad es diversión y presencia, unión
y frivolidad. La felicidad de la novela no puede, por lo tanto, ser
más que una con la ausencia y con el dolor.

22
Índice de abreviaturas del corpus1

EZ: En la zona (1960). EE: El entenado (1983).


RE: Responso (1964). GL: Glosa (1986).
PH: Palo y hueso (1965). LO: La ocasión (1988).
VC: La vuelta completa (1966). LI: Lo imborrable (1993).
UL: Unidad de lugar (1967). LP: La pesquisa (1994).
CC: Cicatrices (1969). LN: Las nubes (1997).
LR: El limonero real (1974). LU: Lugar (2000).
LM: La mayor (1976). LG: La grande (2005).
NN: Nadie nada nunca (1980).


1 Todas las referencias corresponden a las reediciones de Seix Barral indicadas en
las referencias bibliográficas. Las citas de los cuentos y relatos trabajados se indi-
can con la sigla del libro correspondiente (por ejemplo, las citas de «Sombras sobre
vidrio esmerilado» corresponden a UL, Unidad de lugar), pero hacen siempre refe-
rencia a la edición de los Cuentos Completos (2001).

23
Índice

Liminar / 9
Introducción / 13
Índice de abreviaturas del corpus / 23

I. El instante / 25
1. La atención / 25
2. Lo visible y lo invisible / 32
3. Imagen y descripción / 40
4. La voz fenoménica / 46

II. Inmanencia de la temporalidad / 53


1. Recuerdo, instante y repetición / 53
2. Inminencia, presagio y alegoría / 65

III. El tiempo cíclico de la barbarie / 79


1. Origen y olvido / 79
2. La fuerza y el vacío / 93
3. La ciudad, el viaje, el exilio / 107

IV. El tiempo histórico de la civilización / 121


1. La catacresis / 121
2. Política y perversión / 141
V. La eternidad / 151
1. La fascinación / 151
2. Epifanía y leyenda / 166
3. Lo imposible / 185

Epílogo. La ocasión y después
por Juan Melero / 197
Referencias bibliográficas / 201

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