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ARRIERO DE CUENTOS
Por: Tatiana Riascos Quiroz.
–¡Pero cómo se le ocurre, Negra! ¡No ve que la quieren sacar porque es mujer! –. La
respuesta que espetó el vecino y compañero de la montaña, Gustavo Saavedra, para
nada correspondía a mi pregunta y sin embargo era la respuesta perfecta. Yo quería
saber si él, conociendo mi trabajo y compromiso, podía considerar poner bajo mi
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responsabilidad un poco de su tierra para poder continuar viviendo en el campo; por
supuesto a cambio de dinero, sólo que él y yo pensamos que la tierra se pertenece a
sí misma, que comprarla y venderla es como prostituir a la mamá. Ya no digamos
intentar robar lo que tanto cuesta.
No quiero pensar que haya sido alguna forma de prejuicio maluco la que me tuvo
dándole vueltas en la cabeza a la hora de explicar semejante solicitud a él que,
podrá ser campesino, pero justamente con su respuesta deja demostrado que es el
ser humano más mente abierta del que pueda darse cuenta por estos lares… y, más
pa’bajo, también. Ya había intentado explicar a jueces de la República y de paz,
abogados, psicólogos, filósofas, hijuepuetas, trabajadores sociales y sexuales,
defensoras y defensores del pueblo, de derechos humanos, sexuales y reproductivos,
así como económicos, sociales y culturales, también, directoras, asesoras, secretarias,
todas en oficinas con perspectiva de degénero, y en cada uno de estos espacios, sin
excepción, me acusaron, en diversas formas y tonos, de demencia, determinando
que debo abandonar mi vivienda campesina, misma en la que vivo desde hace casi
un septenio, porque... Jm.
Con semejante plan de premios, intenté anotarme, pero el semillo de mi yuca que
parece un pancito, se da en esa calidad y textura, aquí. En su finca, un poco más
alta, no tiene ninguna diferencia con una yuca cualquiera, así que aquí tenemos un
trozo y él me provee la alimentación cuando la desyerbo. Uf. No se pierdan su
sopita. No sopa, sopita. Obviamente, algunos ingredientes deben comprarse por el
clima, pero la mayoría son productos que él ha sembrado y cosechado en su casita y
que ha traído de otras regiones del país. Así que eso es, en principio, unas tres horas
de historia de cada semillo que te va largando para que sepas de dónde viene y se
da por sentado que aceptas con todo el compromiso de protegerle, a medida que
vas cuchareando, imposible decidirse sólo por uno, sabiduría y un sazón. ¿Se han
dado cuenta que los campesinos buenos y que están buenos, suponiendo que es su
negocio, siempre cuentan sus secretos de cómo sacar la mejor cosecha y te dan su
mejor semillo?
Ciertamente tiene poco de qué preocuparse, él que ni sabe cómo se llama (más de
una vez se lo he preguntado) quien le solicita autorización para pedir en su nombre
a don William, el de la tienda habitual, galleticas, colores o alguna pastilla pa’l dolor.
A donde arrime le van convidando cerveza y ¡ah! trabajo que le cuesta despedirse
porque siempre queremos que se tome una más para seguirle oyendo cuentos de
sus aventuras y esa risa estentórea, muy chillona, que desde que se le escucha,
arribando al pueblo mío, Floridanegra, indica a dónde dirigir los pasos. No le falta
cerveza ni pareja en Fiesta de la Carranga. Emparamado en sudor, embotellado con
un par de polas en una sola mano, y sosteniendo otro par más entre el antebrazo y
el cuerpo, le asisto con el ecobowl* de chicha que, por ser hecha en fogón de leña,
tiene ese dejo ahumado en el sabor a cada trago y ese vaporcito etílico cálido que
se resbala por la nariz a cada gran buchado, que es como se bebe chicha.
Siempre digo que la de su madre es una de las más sabrosas, pero en realidad la
hace él aunque la comercializa ella, y alguna vez fui su ayudanta. El truco, jajajajá,
hasta se escribe fácil, consiste en cocinar y moler en dos tandas el maíz que, en
primera instancia se cocina envuelto como para ayaco que se pica en trozos, una
vez cocido. Harto brazo y resistencia hay que tener no tanto para moler porque eso
lo hace una máquina, pero sí para pelar, desgranar, verter, moler, mezclar, envolver...
y volverlo a hacer con el maíz que sea necesario para dos timbados como de mil
vasos. De verdad, gigantes: fuerza descomunal la de los hombres que los suben a los
altos vehículos, mi Tavo y sólo mío, entre ellos. Volviendo al cuento, a eso de la doble
molida debe su suavidad, misma con la que hay que tener cuidado porque pega
duuuro.
Es sólo mío, también, si logro colármele en una de esas aventuras que incluyen
muchísima agua helada, rocas resbalosas y/o movedizas, lo mismo que montoneros
de especies animales y vegetales, ocultas para el resto de los ojos. Es la selva y él va
a echar un vistazo pa’ vé qué encuentra de nuevo.
Entre lo que vi hace casi siete años, y cómo luce ahora, deberé escribir un capítulo
aparte, pero, en términos generales, aún se mantiene esa expresión salvaje,
intocada, que sólo junto a alguien como el Tavo te hace tener la certeza de que no
te devorarán incluso las piedras. La raíz, la mariposa y el gusano, requieren tamaños
enormes, formas monstruosas, colores impresionantes, por la necesidad de
sobrevivir en un medio en el que yo, por mí misma, en cualquier instante estaría
expuesta a perder la vida por cualquier razón de la que ni me daría por enterada. Un
entorno dominado por el rumor de un tropel de goterones cuesta abajo que
golpean fortísimo…, como balazos, un pedregal que te abre la piel y una jungla a la
que hay que hacerle con maña para poderla atravesar y con respeto para poderse
devolver.
Me encanta empujarle buen guarapo para que suelte esa lengua más de lo habitual,
que es demasiado, y empiece a echar cuentos de cuándo vio por primera vez un
pajarito al que estuvo echando ojo por un tiempo, pero que se demoró en volver a
ver porque era un ave migratoria, sólo que él ahí de eso no sabía ná, pero desde que
se acuerda, siempre ha estado explorando. Al día de hoy, ese ojo detectivesco del
campesino que avanza con lupa para discriminar las diferencias entre lo que es y no
es nuevo o, posiblemente, nunca visto de la montaña, tiene limpiecitos hileras de
binoculares que ha gestionado para llevarnos a pajariar con su escuela de aves, otra
razón para buscar nuevas especies y que, probablemente, ellas también han
contribuido a que lleguen ahí.
Sólo una vez lo vi asustado. Volvió a su casa buenecito y sano, con la palidez del otro
mundo en el que casi me quedo y casi m’escocoto, por no soltar seis especies de
orquídeas endémicas pequeñitas que por irresponsable y pese a sus advertencias, la
montaña no quiso que salieran conmigo. Caí desde una gran piedra bailarina, cuyo
único soporte cercano era un palo llenito de púas que hubiera visto salir por el dorso
de mi mano donde me hubiera atrevido a agarrarme de él. En aquella oportunidad
ni qué agarrarme si iba concentrada en que no se me maltrataran las mini-
orquídeas que tuvo a bien tragarse el río para sembrarlas quién sabe dónde. (1)
Sólo que hasta aquí no he dicho ná que nadie sepa. Con ustedes el único chisme
por el que han soportado tan tediosa lectura en La Judía, Aguablanca, Vericute,
Casicul… Casiano alto y bajo, Helechales y Villas de.: ¿Qué si lo amo? Con infinita
locura, ¿no ven el entusiasmo con el que de él escribo? Escribo.
Más adelante, en unos materotas que tiene frente a la casita del vino, dado que no
hay suficientes plantas en la hectárea a su cuidado, están embutidos montones de
cartuchos de un rojo cereza escandalosamente encendido que hace juego con una
inmunda planta de un verde profundo en sus puntas y rojo encendido en el centro
de ella que ariza… pica de lo peor, adherida en unos troncos enormes que ubicó a
los costados. Entre su Casagrande y la casita en la que fabricamos el vino más
pólvora del que ya les contaré, tiene un espectáculo de naranjo que es semillero,
pero también penden de él plantas que son bebedero de colibríes y cuanto pájaro
le dé por libar allí. Posterior a él, en lo que podría considerarse el límite final de la
casa, antes de que descuelguen por la ladera los más exquisitos y enormes
aguacates, mangos y otro montón de cosas de las que ya también hablaremos, a
manera de barrera verde, han debido tomarse su tiempo en crecer, sin que yo me
percatara, unos corazonzotes verde aceitunado, matorrales que dispara desde
diferentes lugares varitas mágicas que culminan en corazoncitos rojo oscuro, que se
perciben aún más pequeños entre aquellas hojotas.
Pienso que entre el amarillo casi blanco y este último, está toda la gama de tonos
cálidos, cuando me percato que, mejor ubicado que cualquier otro, junto a la flor
que me mencionó era la flor nacional de Panamá, Espíritu Santo, y un montón de la
preciosa flor de cúrcuma, está un cartucho pequeño, se me antoja zambo, con unas
flores morenas cachetonas, redondas, gorditas risueñas, que, con ese bello tono
chocolate, felizmente, no podía estar en un lugar diferente al comedor.
De inmediato, me dirigí a sus chécheres entre los que ya sé, más o menos, dónde
escarbar, tomé papel y lápiz, y desde entonces no he dejado de escribir con toda la
soltura.
Sin lugar a dudas es sorprendente pero, más aún, que eso ya había pasado el mismo
día en que lo conocí personalmente. Sin saber él de mí, me plantó el regaño más
largo del que pueda dar testimonio en mi edad adulta, dado que to’el mundo sabe
desde que soy chica que eso conmigo es tiempo perdido. A besos entiendo, a veces
no, reza el graffiti. Hoy día, ya enterado, igual no deja de regañarme. El caso es que
me retrasé demasiado aquel día porque, justo 10 minutos antes de llegar a su casa,
mi irreductible despiste me hizo tomar por la pendiente equivocada de un solo
carril y debí emprender un retroceso tortuoso pegadita lo que más pudiera a la
pared y sin mirar al precipicio, en una camioneta con platón, a través de muchas
curvas, aquel día lluvioso de febrero como siempre por mi cumpleaños, sólo que
aquel, que fue el primero, pensé que nunca se iba a detener y que yo nunca
terminaría de llegar. Sigo pensando eso de la lluvia.
Libro pa’ qué hijuepú, como dice él mismo. Si él las tenía, yo las quería ver. Se
sorprendió, pero igual miró de reojo con displicencia, porque le llegué con las botas
puestas y se vio obligado a mencionar que más bien poca pinta de turista. Suele
serse condescendiente con la experiencia que es tener y/o padecer huerta urbana y,
para mí que la ejercí es, a su manera, muy distinta a la del campo, un tema bastante
complejo.
No podía creer que tenía ante mis ojos la pink, la esmeralda, calateas en sus diversos
tonos, gingers con ese fantástico olor y la preciosísima bailarín chocolate que volaba
por los aires mientras él las podaba. Sin pensar un instante en el peligro, yo me le
atravesaba a esa máquina mortal que son un campesino y su machete, con la
intención de recogerlas antes de que tocaran el suelo. Pensando en que le
quedarían pendejas al platón, luego me tocó embutirlas hasta en la cabina,
manchonándolo todo de la tinta pegajosa que suelta por el corte.
Tan sólo unas semanas antes había llorado mares cubriendo la mayoría de las que
moraban mi fría residencia en la capital. Paredes pa’ qué hijuepú, desde entonces
una docena de cuanta especie pueda existir en su casa, ya rodean mi cálida casa en
la montaña. Se pudrió el bailarín, pero estamos seguros que la recuperamos. Lo
cogió el Covid lo mismo que a la sudafricana que nos íbamos a traer apenas pasara
este verano. Gordo y consentido ese semillo que toca criar en costal al lado de la
mamá.
Así que, con esta última solicitud mía, tengo a bien despedirme, por ahora, con una
o dos de sus recomendaciones: Pórtese bien pa’ que lo capen de último. Pórtese
mal pa’ que le vaya bien.