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ana basualdo
oldsmobile 1962

serie del recienvenido ana basualdo nació en Buenos Aires y vive,

oldsmobile 1962  ana basualdo


desde hace más de treinta años, en Barcelona.
En breve cárcel Trabajó como periodista en el semanario
Sylvia Molloy Panorama y, en España, en las revistas
Triunfo, Destino, El Viejo Topo, Vogue, y en los


Nanina diarios El País y La Vanguardia. Es editora de
Tendemos a recordar más los cuentos aislados que los Autobiografía y diarios, de José Luis Cerveto
Germán García libros de cuentos, pero cuando sucede lo contrario es (1978), y de Crónicas ejemplares. Diez años de
que estamos ante un acontecimiento literario. Por ejemplo, en periodismo antes del horror (1965-1975), de
Oldsmobile 1962 este volumen, ‘Palma’ es notable (uno de los mejores cuentos
Ana Basualdo Enrique Raab (1999), y autora del ensayo Julio
argentinos que he leído) y, sin embargo, Oldsmobile 1962 ha Romero de Torres (1980).
persistido en mi memoria con más nitidez que cualquiera
de sus relatos individuales. Más allá de la diversidad de sus
tramas, en sus cruces y sus relaciones implícitas, el libro cons-
truye un universo autónomo.
Si tuviera que arriesgar una hipótesis, diría que es el trata-
miento de los objetos lo que produce el efecto de unidad en la
colección. Hay algo del placer del coleccionista en los cuentos
de este libro.
Dejo a los interesados lectores el encuentro de las otras magias
de este libro venturoso y feliz.”
Del prólogo de Ricardo Piglia

serie del recienvenido


dirigida por ricardo piglia
Serie del Recienvenido ana basualdo
dirigida por
Ricardo Piglia oldsmobile 1962

La Serie del Recienvenido propone al lector grandes obras de la lite-


ratura argentina de las últimas décadas del siglo xx, seleccionadas
y prologadas por Ricardo Piglia. Los libros que conforman la serie
han sido elegidos de acuerdo a la presencia –y la actualidad– que
estas obras tienen en la literatura del presente. En un sentido estos
libros han anticipado –o promovido– temas y formas que tienen
un lugar destacado en la narrativa contemporánea. Siempre recién
venidos, los títulos de la colección están en diálogo y en sincronía
con las propuestas más novedosas de la literatura actual.

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA


México - Argentina - Brasil - Colombia - Chile - España
Estados Unidos de América - Guatemala - Perú - Venezuela
de lo lindo entre los secretos de Tecla. Le dijo a Joel que al día
siguiente, mientras el barrio entero durmiera la siesta, entrarían
y lo revolverían todo. Joel le contestó que a esa hora tendría de-
masiado calor como para salir a la calle.

El diario

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I.

Me di cuenta mucho después de que en el fondo de aquel jardín


empezaba América. El último domingo de noviembre de hace
treinta años sólo atiné a divisar a la multitud feliz que agitaba en
los andenes grandes ramos de hortensias. Habían llegado de las
islas y estaban por asaltar el tren semivacío que llegaba al Tigre
al anochecer. Mis padres se despertaron de su aburrimiento, se
levantaron y me llevaron con desgano hasta la puerta. Mi padre
se parecía tanto a mí que algunas noches confundíamos nuestras
sombras. Mi madre mostraba síntomas de creer que, entre aque-
llos gemelos de diferente altura, estaba de más. El gemelo más
pequeño tenía entonces siete años.
Como todos los domingos, habíamos bajado las Barrancas de
Belgrano a la hora en que el sol (lo tenía bien calculado) caía man-
samente sobre la cancha de River. Todavía hoy preferiría agregar:
sobre el arco del equipo visitante. Habíamos tomado uno de aque-
llos espaciosos trenes ingleses, parecidos a cafés, con las ventanas
siempre abiertas. El tren llegó a las ocho al andén principal, el que
tenía campana y boletería. Mi madre suspiró con disgusto ante la
proliferación de codos y de tallos húmedos, y su único hijo que-
dó suspendido un rato largo en el oleaje lila de las hortensias sin
sospechar que era el último domingo –al menos, el último de una
cadena ininterrumpida de domingos– que nos cruzaríamos con
aquel tumulto de gritos y de flores.
Caminamos por una vereda ancha de baldosas rojas quebradas
desde abajo por los yuyos y las raíces de los plátanos. Un zapato

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de latón anunciaba en las alturas las habilidades de algún zapa- espaldas a la puerta y con la cintura apoyada suavemente contra
tero centenario. Al pasar por debajo del botín oxidado, lo miré, el borde de la cocina, se volvió, sonrió y bajó a la vez la altura del
doblándome para atrás. Mi madre me devolvió de un empujón a fuego y el volumen de la radio. Era una figurita de marfil que se
la posición civilizada y el zapato desapareció como un avión entre desplazaba sin apuro, languidez o cualquier otro vicio del mo-
las nubes. vimiento. Pocas veces la vi sentada: sólo algún domingo por la
De noche, y por muy crecida que estuviera la luna, la casa tarde, mientras descortezaba nueces y naranjas para el postre de
formaba parte estricta de la oscuridad. Hundida bajo la hiedra, la cena, o alguna noche de invierno, con un libro de su amigo
tampoco de día era demasiado visible. En las tardes de verano pa- Víctor Hugo en las manos y los pies enfundados en escarpines de
recía una enorme carroza de quejosos mimbres pintados de verde, lana. A pesar de su actividad, la casa en la que había crecido y el
abandonada por sus caballos detrás de un cerco de madreselvas. enjambre verde que había proliferado alrededor estaban a punto
Los caballos habían escapado hacía tiempo y desde entonces todo de convertirse en ruinas.
se había extendido demasiado. Se acercó con los mismos pasos de un gorrión en el banco de
El portón de hierro, inclinado sobre la izquierda, hizo lo de piedra del jardín. La sonrisa apenas agregó arrugas a su piel
siempre: rastrillar el pasto y girar en sus goznes con toda clase de ge- de cala marchita. Mi tía Julia también sonrió y en su cara irrum-
midos. El bóxer, encadenado en los fondos como un loco furioso, pieron como un sol inoportuno el pelo color mandarina y la mu-
le contestó con los suyos. Empujé el portón con las dos manos y el chedumbre de pecas que ella misma había bautizado “verdadera
pie derecho y me abalancé hacia la casa por la vereda de baldosas plaga”. Estaba de pie frente a la tabla de planchar, con los dedos
color arena, que iba desde la entrada principal, siempre cerrada, monstruosos de la mano derecha metidos en un florero. Mientras
hasta la cocina. Había que adivinar bajo la hiedra una casa de dos salían del agua, las uñas rojas recuperaron su tamaño normal y
pisos y diez o doce habitaciones que, como todas las casas del Ti- llegaron hasta mis rulos, enredándolos distraídamente.
gre, se protegía de las mareas de agosto trepada a pilotes dos metros —Sabés que mamá estuvo recorriendo tiendas para conse-
más altos que la calle. Mientras yo corría, las hojas de la hiedra se guir avisos —le dijo a mi padre—. No voy a poder salir más a la
mecieron como acariciadas a contrapelo por mi hombro derecho. calle yo, de la vergüenza que me da. Los domingos ya no voy al
A la izquierda, aparentemente vacío, el jardín era como un portal club. A ver si a vos te hace caso...
negro y cerrado con llave, pero vulnerable a los olores. La cocina La abuela volvió a subir el volumen de la radio y siguió de
era la única habitación de la casa realmente ocupada. El interior espaldas la fabricación de almíbar. Mi madre acompañaba con
iluminado me pareció lejano y cálido, como la ventanilla de un los ojos el movimiento de la plancha sobre el poplín blanco. Al-
tren vista en pleno campo mientras se oye cantar a los grillos. Los gunas frases de Julia tenían el poder de levantar los ojos de mi
viajeros no pueden oírlos y el espectador solitario, inmóvil junto madre y dirigirlos hacia la espalda pequeña y muda de la abuela.
a los rieles, queda prendado de la escena mundana y seguramente Mi padre, entretanto, buscaba en los armarios algún aparato que
intensa que sus ojos sorprendieron durante cinco segundos. necesitara reparación. La abuela me puso en la boca un trozo de
Adentro olía a caramelo quemado. La voz del locutor anun- almíbar tibio, que rompí con estruendo. La voz dura de mi madre
ciaba un concierto que nunca llegamos a oír porque la abuela, de llegó puntualmente:

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—Al nene esas cosas le hacen mal a los dientes. divertido a aquel muchacho de piel oscura y rulos de mulato
Mientras paladeaba el dulce, me puse a recorrer la cocina, engendrado por Beatriz, la más frágil de sus hijas, en compa-
que era casi tan grande como el resto de la casa. En un rincón, ñía de un ingeniero riojano llamado Juan de Dios. Haroldo se
había montones de diarios viejos y llenos de polvo que se empi- aburrió pronto de memorizar las virtudes patrióticas de los ce-
naban hasta el techo como rascacielos de papel. Pasé un dedo reales: vestido con trajes de dril y sin corbata, se dedicó a ven-
por el polvo, como borrando al revés, y descubrí algunas pala- der capítulos de novelas románticas de pueblo en pueblo. El
bras: carteles, víspera, Amadeo. Era la colección del periódico que último domingo de cada mes calentaba con su voz de bajo el
mi bisabuelo había fundado en esa misma casa más de cincuenta concierto de clavecín desvencijado que se oía en la familia.
años antes: miles de diarios que nadie leía pero que provocaban
continuas disputas alrededor de la mesa. —Si no te apurás —le dijo Haroldo a su prima—, vas a tener que
Me despedí de la ciudad de papel y volví a mi silla preferida, buscar candidato en el puerto.
la única que estaba pintada de blanco. Cuando la blusa quedó —A quién querés que traiga a esta casa —le contestó Julia—.
colgada, como bandera amenazante, sobre una percha, lista para Únicamente a un maniático que le gusten las antigüedades. Un
el lunes, Julia plegó la tabla de planchar y la apoyó contra la pa- impotente o algo así. Ya les dije mil veces que esta casa se nos va
red, avanzó rotundamente hasta la mesa y modificó con ademán a caer encima.
corto y preciso la distribución de los vasos. Entonces se oyó en Con el ademán leve de un mimo, la abuela corrió la silla, se
los cristales un tamborileo provocado seguramente por los dedos levantó y prendió el fuego. El olor del café estimuló en todos al-
de mi tío Haroldo. gún deseo de tránsito y conclusión.
—Mamá —dijo mi padre (y yo miré su sombra en la pared,
Haroldo había vivido once años en aquella casa, desde la tempra- el contorno de su figura entre dos pirámides de sombra; su pelo
na muerte de sus padres hasta que cumplió los veinte. Ocupaba que no tenía el color de las primeras mandarinas del invierno,
una habitación del piso alto que poco después de su partida se sino de esas naranjas que, en lugar de pudrirse, se oscurecen y
volvió inaccesible a causa del polvo y la profusión de polillas en secan hasta rodar por la casa como pelotas de madera hueca; su
las tablas de la escalera. La hiedra había tapado también aquel mano de gorila rubio que levantaba el pocillo hasta el surtidor de
balcón desde el cual saltaba al parque varias noches por semana la cafetera), y hubiera preferido no tener que decir nada—: hay
rumbo al puerto de frutos de San Fernando. Sus fugas tenían que terminar con el diario y vender la casa. No va a haber más
siempre el mismo destino: los prostíbulos cuyos pisos de madera remedio, mamá.
endeble estaban sembrados de aserrín y de cáscaras de naranja y —Si se vende —contestó la abuela—, la van a tirar abajo.
donde se bailaba el tango al compás de una armónica y de un Cerraré el diario porque ustedes no quieren ayudarme y a mí ya
trozo de papel madera que alguien soplaba contra la dentadura no me quedan fuerzas, pero para tirar la casa abajo tendrán que
de un peine. Poco después se inscribió en la Escuela de Agrono- esperar que yo me muera.
mía de Tandil no tanto por amor a sus pinares como para huir de Unos días después de aquella visita al Tigre, mi padre, que pa-
la severidad del abuelo, quien sin embargo miraba secretamente saba las mañanas en una oficina pública, recibió la orden inesperada

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de trasladarse a Tierra del Fuego. Durante años se repitió en el Ti- II.
gre la frase que dije cuando nos despedimos: “Quiero llevarme un
metro de casa”, aunque yo no la recuerdo. Pero me acuerdo muy
bien de todo lo demás.

La última visita no fue en domingo, ni de noche. La mañana


soleada de un sábado me permitió recorrer la calle de siempre
como un turista. Todo estaba cambiado. En la primera cuadra,
le busqué los ojos ciegos a un muñeco disfrazado de jardinero que
temblaba, enclenque, en la puerta de una tienda. La vidriera es-
taba enmarcada por una telaraña de hilo sisal de donde colgaban
camisas de colores viejos, blusones de franela gris y pantalones
para carpintero provistos de por lo menos quince bolsillos: ropa
que seguramente habría de lucir yo mismo, pensé, ante las ove-
jas de Tierra del Fuego. Otro escaparate: acumulación de radios
abiertas, con todos los circuitos al aire. En los cristales encontré
la cara de mi padre, que las miraba como a gatos amigos. Los ojos
de mi madre se miraron a sí mismos, subieron hasta la cabeza y
rodearon el peinado: una sucesión de negros signos de interro-
gación que cubrían la frente y obligaban a leer las doradas letras
del anuncio –Se repara toda clase de radios– como una pregunta
insistente.
El zapato de latón me pareció más chico de día que de noche.
Ni siquiera voló como un avión cuando mi madre detuvo una vez
más las contorsiones de mi cintura. Se quedó ahí, como una veleta
inmóvil: enamorada del oeste, a lo mejor.
La abuela se movía como un abejorro blanco entre las hor-
tensias del jardín. Recortaba guías de madreselva, ponía las ra-
mas vivas en un cesto de mimbre y el pasto en una carretilla de
madera. Al vernos, apoyó la tijera de podar en la pequeña parva

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que llenaba la carretilla, sorteó los canteros con saltos de gorrión sus pulseras. Cubierto de polvo desde las pestañas rubias hasta
y llegó hasta poco más arriba de la cintura de mis padres, que los zapatos, mi padre espió el nuevo acuerdo de colores y comentó
la esperaban con buenas sonrisas y todo el sol de diciembre so- que allá arriba no se estaba del todo mal.
bre sus ropas livianas. Me di vuelta para mirar el jardín. (Aún Las cajas fueron expuestas al sol, sobre un banco de piedra.
lo veo.) Había matas de hortensias recostadas contra la pared La abuela me tomó de la mano, me sentó a su lado y abrió para
vecina, surcos de agua que mantenían húmedo el suelo y el seto mí siete cajas de sombreros: yo las miré como si hubieran sido
oscuro de las madreselvas. Pero el jardín tenía también una zona de chocolate, pero dejé las manos en los bolsillos. No vi más que
menos sombría, con palmeras de plumaje abierto que permitían moho de desván: cartas y fotos amarillentas, postales europeas o
al sol llegar hasta el césped y dotarlo de olores benignos, capaces marplatenses y nubes de pelusa. Pero no había ni una sola tarjeta
de perdurar allí hasta fines de abril. Era un fragmento de campo de comunión. Eligió cuidadosamente algunos papeles agrietados
libre y luminoso, limitado por canteros de geometría francesa. y me los entregó pidiéndome que los guardara toda la vida: hace
En el borde de los canteros, una pelambre oscura y espesa guar- tiempo que los perdí. Entre las cartas que me dio, recuerdo tres:
daba, puedo asegurarlo, tesoros inmemoriales. A la entrada del la primera estaba firmada por Sarmiento en 1884; la segunda ha-
breve bosque de araucarias (dos araucarias bastan para hacer un bía sido escrita con letra torpe por Lisandro de la Torre en 1889
bosque), sobrevivía una glorieta de novela rosa. Sólo tres pobres y en la tercera, de la Logia Unión y Amistad, apenas se notaba el
patos de madera habían llegado enteros hasta 1951 y flotaban apellido de un tal Saroli. Había etiquetas de cigarrillos La Popu-
dignamente sobre las olas de hiedra que tapaban el suelo. lar con la figura de Mitre y hojas de humor tituladas “Don Qui-
La glorieta señalaba el límite de mis exploraciones. No me jote”. Junto con las cartas, me entregó varias fotos de su padre,
atrevía a franquearlo: a lo sumo, cerraba una mano sobre algu- un señor de cuello palomita idéntico a los que aparecen en el ma-
na varilla de hierro todavía firme, apoyaba contra ella los pies y nual de Historia Argentina. Pero Antonio Perna, mi bisabuelo,
daba vueltas como alrededor de la barra cromada de una calesita. era italiano. Había llegado a la Argentina a los diecinueve años.
Y todo cambiaba: verdes, violetas y amarillos se combinaban de No había tardado más de tres semanas, me enteré más tarde, en
otra manera y, a través de ese mosaico irreal, me animaba a mi- aprender castellano: sus amigos se lo habían enseñado leyéndole
rar más allá. Sobre una piedra enorme, un peñón que asomaba los libros de Darwin que él conocía de memoria en italiano y en
por encima de los matorrales, el bóxer lamía su plato de aluminio francés.
como un náufrago ciego. Y, más allá, islas, casuarinas y mosco- Las cajas habían sido azules alguna vez y, bajo el sol compa-
nes verdes. sivo de diciembre, volvían a serlo. El banco de piedra era un es-
Julia volvió del club con su amiga Berenice, siempre ocupada caparate redentor y mariposas blancas revoloteaban en torno a los
en mirar codiciosamente a mi padre y en cambiarse las pulseras hombros encogidos de la abuela. Aquellos papeles no significaban
de una muñeca a otra, corrigiendo la combinación de colores. La para mí huellas de ningún pasado roído por la madreselva y la in-
abuela le pidió a mi padre que intentara subir al piso alto para diferencia de hijos y sobrinos, sino objetos rotundos, tan sorpren-
rescatar unas cajas viejas. Después de la proeza, Berenice lo llamó dentes como el trabajo del insecto amarillo que cerca de allí sorbía
a gritos deshollinador mientras modificaba otra vez el destino de la cara opaca de las hojas. La abuela amontonó provisionalmente

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las cajas en la cocina, junto a las columnas de periódicos, y pro- tarjetas de visita; en la trastienda, componía libros de un ateísmo
puso que tomáramos el té en el living. La travesía no era fácil. fervoroso y pulcro. El 25 de julio de 1889 cenó en el Café de Pa-
Ya dije que el caserón estaba apoyado sobre pilotes: entre el suelo rís y después, levantadas las solapas de su abrigo como un buen
de tierra y el piso de madera había un espacio progresivamente conspirador, esperó el amanecer en la plaza Lavalle. Noches antes,
invadido de hojas podridas. Las tablas que unían la cocina con mientras jugaban al billar, él y sus amigos habían decidido que,
el living estaban comidas por la polilla. Abajo, entre las hendijas, triunfara o fracasara la revolución, tendrían que asentar las “ver-
adiviné un infierno. Julia creía que todo aquello era un atentado daderas” ideas revolucionarias en todo el país. Mi bisabuelo mudó
contra sus posibilidades de matrimonio. su imprenta al Tigre para fundar un periódico local. No pensó en
Mis zapatos brillantes se adelantaron y llegaron al umbral. la “barbarie” que debía esconderse entre los álamos isleños sino
Y mis ojos se pasearon a gusto por un salón ancho y claro donde en la que se difundía por la ciudad, a la sombra de confesionarios
fijaron para siempre su noción de armonía. Algo suave y violeta y sacristías. Editó el periódico –al que llamó, con redundancia,
subía desde las tablas del piso, roble acariciado con cera blanca Tigre– tres veces por semana y, hacia 1915, lo convirtió en dia-
durante más de cincuenta años, y permitía que mi abuela, con sus rio. Eran treinta páginas de papel satinado y temas distribuidos
tés de hojas de mandarina y sus citas de Víctor Hugo, volviera a según las manías de su generación. Tres de esas páginas estaban
ser María Perna en el mejor salón de una casa entera. Mientras se dedicadas a las noticias del extranjero, diez a los disturbios na-
oía resonar la voz de Perón en las radios del vecindario, ella dijo: cionales y cuatro a los escándalos o aciertos que producía el in-
Ceux qui sont satisfaits sont furieux. Las voces se acomodaban a tendente de Tigre. En las seis vastas páginas del sector central
un silencio que nunca desaparecía y que les servía de molde y de convivían rimas panteístas y citas de Stuart Mill, sermones lai-
contorno. Julia hablaba allí, tontamente, de regatas y de partidos cos de José Ingenieros y relatos del geógrafo Fernando de Paula
de rugby, pero se olvidaba de su tema favorito: el hundimiento de Moreno. Recuerdo haber leído ahí, por primera vez, fragmentos
la casa. Mi padre paseaba por la sala saboreando el crujido sun- del viaje de Darwin por el Río de la Plata. En una hoja empas-
tuoso de la madera: cada uno de sus pasos hacía peligrar la posi- tada –o quizá lamida por diez mil generaciones de insectos–, mi
ción de las copas sobre los muebles pero establecía otra clase de bisabuelo había reproducido aquel pasaje en que Darwin cuenta
equilibrio, que yo antes comprendía bien y que ahora sólo puedo cómo en el Montevideo de 1830, una mujer enferma creyó que
evocar con torpeza. Mi abuela sonrió: me sonrió, creo, y me llevó su brújula era un insólito objeto europeo capaz, quizá, de curarla.
de la mano a recorrer la biblioteca. Yo tenía entonces diecisiete años y leí aquel pasaje con resentidos
La biblioteca era un museo con retratos del prócer familiar, ojos rioplatenses; el resentimiento se agudizó cuando llegué a ese
flores lívidas y sillones embalsamados en cuero. El escritorio tenía otro en el que cuenta que los viajeros ingleses compraban indios
el único objeto que me llamó la atención: un paisaje suizo ence- patagones con botones de nácar.
rrado en una bola de cristal.
En la biblioteca nos aturdió, de pronto, como un golpe seco, la
A los veintidós años, Antonio Perna, mi bisabuelo, había insta- risa de Julia. La abuela interrumpió su historia. En puntas de pie,
lado en la calle Victoria un taller en el que simulaba imprimir yo tomé con las dos manos la bola de cristal y la di vuelta: la nieve

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quedó lloviendo eternamente sobre un paisaje al revés. Todavía malhumor del párroco, Tigre se editaba todos los días. En casi
hoy se repite la pesadilla: quiero devolver aquel adorno cursi a su todas las casas de la ciudad compartía con medialunas y café ne-
posición normal pero, como la casa ya no existe, vuelo a Suiza gro las bandejas del desayuno. Por esa época, mi abuela empezó
para orientar rectamente la caída de nieve sobre el horizonte de a escribir algunas páginas de cultura y a comentar los aconteci-
techos rojos que invertí aquella tarde. mientos municipales que le parecían más –o menos– progresistas.
En el salón, mi padre le explicaba a Berenice por qué la voz Poco después, trabajaba junto a su padre siete horas al día y había
de Perón, que se escuchaba todavía en las radios vecinas, nos reemplazado ya a uno de los estudiantes: no tardó en reemplazar
perseguiría durante mucho tiempo. Mi madre leía Atlántida y al segundo. Al equipo del taller, en cambio se habían incorporado
Julia había desparramado sobre la mesa sus herramientas para tres linotipistas. Escribía los editoriales en el escritorio del viejo
las uñas. La abuela y yo cruzamos el salón tomados de la mano Perna y los artículos literarios en su habitación del piso alto, frente
–todos nos miraron y se unieron, de pronto, en la misma sonrisa a los racimos rojos de la Santa Rita. Las buenas o malas noticias
distraída–, atravesamos el pasillo, puente sobre un río de hojas del Tigre las redactaba directamente en el taller, mientras oía el
podridas y de ratones, y nos metimos en el jardín. vaivén de los cilindros y se llenaban y vaciaban los tinteros. Pa-
Debajo de las araucarias, era casi de noche. La imprenta, que dre e hija se cruzaban en el jardín varias veces al día con hojas en
yo veía por primera vez, era más grande de lo que había imagina- la mano y se detenían bajo las palmeras para consultarse algún
do cuando espiaba su perfil desde el otro lado de las araucarias. párrafo. Pero era el padre quien se quedaba en la imprenta hasta
La sólida luz de dos ventanas pequeñas se aposentaba en forma de que los diarios estuvieran listos y quien esperaba la llegada de los
monedas sobre las mesas. Hacía tiempo que el taller estaba inac- tres muchachos encargados de distribuirlos. “Los lunes llegaban
tivo pero una de las monedas iluminaba el único sector que tenía tarde”, solía contar la abuela, “y se topaban en la vereda con el
huellas de un trabajo reciente. Había cepillos limpios, moldes lus- repartidor de leche”.
trosos, cuñas aceitadas y resmas de papel estucado al resguardo Mientras su hermana mayor redactaba medio periódico Bea-
del polvo. La abuela levantó del suelo una piedra pómez y frotó triz prefería leer versos –seguramente más sentimentales que pan-
la platina para evitar que el óxido (invasión comparable, en aque- teístas– en la glorieta. Dos veces por semana el padre y sus hijas
lla casa, a la madreselva y a la polilla) terminara de corromperla. caminaban juntos hasta los muelles y subían a la barca de techos
Gesto inútil: ella misma había estampado dos semanas antes el de guirnalda y sombrillas azules que atracaba minutos después
último ejemplar del periódico fundado poco antes del 900. bajo la marquesina del Tigre Hotel. Era seguro que las dos her-
manas (una mucho mayor que la otra) habrían de encontrar ma-
Mi abuela había llegado al Tigre cuando tenía dieciocho años. rido allí. Lo encontraron el mismo día, en la misma terraza de
Su madre ya había muerto y su hermana Beatriz era todavía un madera blanca, durante el almuerzo al aire libre del mismo jueves
bebé pálido y hosco. Su padre empezó a redactar el periódico con de setiembre. El jueves era, en aquella época (lo descubrí leyendo
la ayuda de dos estudiantes de Derecho y lo imprimió él mismo los avisos del periódico), el día de moda.
hasta que logró convertir en buenos tipógrafos a los tres hijos del Al padre le disgustó el joven “bárbaro” que perseguía a Bea-
jardinero. Diez años después de su aparición, y para creciente triz, su hija preferida. Cómo iba a gustarle: ojos oscuros moteados

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de verde y amarillo (se supo después que era pariente lejano de palmera y leer libros de aventuras o de técnicas, pero no habría
Facundo), piel de mulato, labios que no presagiaban ninguna fi- sabido qué escribir él mismo. La abuela tardó mucho en aceptar
delidad. En cambio, sospechó que al joven rubio que cortejaba que su hijo preferido no la ayudaría a continuar la historia (y nun-
civilizadamente a su otra hija le gustaría, llegada la hora, reem- ca se consoló de aquel desinterés); no tardó nada en darse cuenta
plazarlo en la imprenta. También mi abuela debió sospecharlo y de que Julia se entusiasmaba únicamente por el brillo de sus uñas
a lo mejor por eso –sólo por eso– se casó con él. El joven bárbaro o el exterminio de sus pecas (y nunca lo perdonó). Tuvo que ha-
enamoró a Beatriz y la arrebató del Tigre. Poco después volvió cer el periódico sola. Escribía y componía hasta la última línea.
para entregarles, a cambio de Beatriz –que había muerto–, un También tenía que mantener limpias las máquinas y, lo que llegó
niño, mi tío Haroldo, que tenía sus mismos ojos verdes y su mis- a ser más grave, comprar papel, tintas y emulsiones. Además de
ma piel de tabaco negro. También el joven rubio murió pronto, la máquina de presión plana en la que se editaba el periódico, ha-
dejando en la casa a dos hijos que heredaron su pelo color manda- bía en el taller una vieja minerva en desuso. Se le ocurrió grabar
rina y sus fulgurantes pecas. Nueve años después de aquel jueves allí tarjetas de visita, cartas de vinos y boletas comerciales, pero
de setiembre, padre e hija se habían quedado solos, con la im- ni siquiera entonces aceptó estampas de comunión. La minerva
prenta que funcionaba a buen ritmo y tres niños que rastreaban sostuvo por un tiempo el decreciente tiraje del periódico, que por
el jardín como armadillos y vociferaban viejas canciones italianas entonces sólo salía los domingos. Los viernes por la mañana, la
en la galería de madera del piso alto. abuela ensobraba los pliegos y los mandaba por correo. A sus se-
Mi bisabuelo continuó publicando todos los días su vieja ilu- tenta años –cuando yo tenía siete y estaba por irme a Tierra del
sión liberal. Pudo hacerlo, como el delicado hombre fuerte que era Fuego–, lo intentó por última vez. Recorrió las grandes tiendas
(ardent et froid, explicaba la abuela con palabras, otra vez, de Víctor de Tigre en busca de avisos y también las carnicerías y panaderías
Hugo), durante quince o veinte años más. Mi abuela lo reemplazó del barrio. Juntó dinero suficiente como para editar un último
en la redacción de los temas importantes y, sobre todo, en la im- ejemplar de treinta páginas. En lugar de editoriales patéticos y
prenta. Tuvo que vigilar los entintados y la colocación de moldes despedidas quejumbrosas, incluyó noticias de la semana que na-
y esperar hasta la madrugada la llegada de los repartidores. Con die había advertido y un extenso comentario acerca de la retórica
el tiempo, la gente de Tigre se interesó cada vez menos por aque- del énfasis en la preparación de los discursos políticos.
lla ilusión polvorienta, y las bandejas del desayuno iban y volvían Las monedas de luz brillante habían desaparecido. Pero igual
desprovistas de los pliegos laicos y satinados. Cuando ya no fue se veía cómo el óxido se lo estaba comiendo todo: las ramas, la
posible pagar a los tipógrafos, Tigre se limitó a tres apariciones platina, la tipografía. La abuela cerró la puerta. Mi padre cami-
semanales; después, solamente a dos. Cuando el viejo murió, la naba rumbo a la terraza de piedra en la que el bóxer, sorpresiva-
abuela creyó que su hijo Víctor –mi padre– la ayudaría. Mi pa- mente, había dejado de ladrar. Berenice lo seguía con un plato
dre había aprendido los procesos mecánicos sólo con observar de aluminio en la mano. Al otro lado de las araucarias, se abrió
gestos ajenos pero, en lugar de imprimir el periódico, se entrete- una de las ventanas del living. Mi madre se asomó, llamándome.
nía inventando caracteres exóticos o combinaciones químicas. Le No podía vernos; estábamos lejos, todavía, del lago de césped que
gustaba recostarse a la hora de la siesta contra el tronco de una sostenía la última gota, gris, de luz.

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III.

Cuando cumplí quince años (o a lo mejor nada más que catorce),


nos fuimos de Ushuaia por unas semanas y visitamos a la abue-
la varias veces. Un día, por primera vez, fui solo al Tigre. Mi
preocupación fundamental consistía en aquella época en alisar
los rulos heredados de mi padre, vigilar que mis pantalones se
ajustaran estrechamente al tobillo y mirarme todo el tiempo en
el espejo con la esperanza de parecerme algún día a Tab Hunter,
insulso ídolo de una amiga de la que ya no me acuerdo pero que
entonces me tenía a mal traer.
Pocos pasos más allá del zapato de latón –que seguía ahí,
todavía fiel al oeste–, la casa ya no estaba. En su lugar había un
edificio de tres pisos que empezaba en la vereda y terminaba en
el fondo del antiguo jardín. Había desaparecido casi todo: los ro-
sales, la glorieta, los jazmines, la terraza de piedra donde vivía el
bóxer (también el bóxer, al que había matado de un tiro), la mitad
de las palmeras y todas las araucarias. Sólo quedaban intactas las
hortensias. Tampoco encontré el cerco de madreselvas que antes
separaba el jardín de la calle. Ya nada separaba de la calle; cual-
quiera podía entrar por la vereda, pasar junto a las hortensias y
recorrer el improvisado camino de baldosas. Había llovido toda
la semana y las baldosas se deslizaron como balsas sobre los char-
cos de agua.
El camino iba hasta el taller, adonde Julia y la abuela se ha-
bían mudado después de la caída de la casa. Con el pie derecho
en la cuarta baldosa y los ojos subidos a las copas abiertas de

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las palmeras, reconocí la música que estaba escuchando la abue- como brazos que se desperezan o como las mangas de un abrigo
la: Donizetti. Cuando llegué a la décima baldosa, se asomó a la arrojado distraídamente sobre un sillón. La casa, que no sólo es-
puerta con una cuchara de madera en la mano. Y creo que fue taba envuelta sino también sostenida por las ramas y las guías, se
ahí (entre la nueve y la diez) donde crucé el verdadero umbral. derrumbó en pocos minutos.
Todavía no había dejado atrás las matas de hortensias y me falta- Pero eso no había sido lo peor. Julia había hecho una fo-
ban doce baldosas (estoy seguro de que eran veintidós) para llegar gata con los tratados positivistas y los muebles de caoba y
hasta la puerta, pero entre la nueve y la diez quedó suspendido había vendido como papel viejo la colección de Tigre. La abue-
el mundo ya perturbador y todavía ingenuo que estaba conquis- la había rescatado algunos ejemplares del periódico y unos dos-
tando por mi cuenta. Lo reencontraría más tarde, al despedirme; cientos libros. “Son para vos”, me anunció. Esa tarde hice un
mientras tanto, quizás ese mundo subiera o bajara como una co- importante descubrimiento: el jardín no terminaba, como yo
lumna de agua o se enroscara como una bandera nueva alrede- siempre había temido, en las primeras malezas del Delta. Los
dor de un mástil. Más o menos en la última baldosa, La Favori- fondos del jardín desaparecido nunca habían sido más que un
ta absorbió la voz de cartón de Paul Anka, derramándola en la corazón de manzana y faltaban las calles y casas de cuatro man-
columna de agua y fundiéndola con mis primeros cigarrillos, el zanas más para que realmente empezara América. Mi bisabuelo
gin volcado clandestinamente en los vasos de coca-cola y el rock había plantado un diario en aquella frontera: a lo largo de mi
gimnástico que empezaba a bailar los sábados por la noche. vida miré la cosecha de letras europeas en los linderos de nues-
El taller que yo había visto una sola vez a través de una nube tra selva de casuarinas y álamos frágiles con ojos asombrados,
de partículas de estaño se había convertido en cuatro habitaciones después severos y por fin benévolos.
divididas por cortinas y un escalón de madera. Apenas quedaban El mediodía en que almorcé a solas con la abuela tuve los ojos
muebles de la casa vieja. Sentada frente al ventanal, la abuela ha- demasiado ocupados en corregir tamaños y colores de la infancia.
bía asistido impasible a la caída de la casa. La mañana en que los La casa ya no estaba, y ese último fragmento de parque –frag-
obreros llegaron con escaleras y martillos gigantescos descorrió mento del verdadero confín que tanto me había inquietado– era
las cortinas blancas y vio cómo la hiedra –esa maraña poderosa inofensivo. De chico había paseado en bote por los riachos del
y brillante que tenía más años que ella– complicaba inesperada- Delta. En el Luján había descubierto matorrales altos como árbo-
mente el trabajo de la demolición. Los hombres habían creído les y mástiles de barcos hundidos que se distinguían de los juncos
que la derribarían de un plumazo, pero al final se dieron cuenta sólo porque no bailaban a derecha e izquierda cuando el agua se
de que tendrían que recortar lentamente, con tijeras y hasta con movía. Me había convencido de que más allá de los matorrales
los dedos, las ramas que se cruzaban en el techo, las púas que se empezaba el jardín de la abuela: era lógico entonces que un bóxer
habían encarnado en las vigas, las lianas enroscadas alrededor de rabioso vigilara la posible invasión de animales salvajes.
los hierros y anidadas en el hueco de los ladrillos. La casa se des- Después del almuerzo fui con la abuela hasta el cerco de
plomó después como un montón de ceniza pero la hiedra resistió, alambre que nos separaba del jardín de al lado. Los libros que yo
defendiéndola, durante horas. Cuando los hombres despejaron el acababa de heredar estaban amontonados en un armario apoli-
techo y la mitad del piso alto, la hiedra se dobló hacia los costados llado cuyas patas se hundían en el barro. Julia no había querido

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guardarlos en los seis estantes de madera del dormitorio. Salvados confluyeron de pronto en Víctor Hugo. Cuando la abuela me vio
del fuego, se habían salvado a medias de la lluvia. El jardín de abrir El año terrible, dejó en el armario la taza de chocolate que
al lado estaba cubierto de latas vacías, ruedas de triciclos y sillas acababa de prepararme y se acercó. Con el dedo índice recorrió
rotas. Desde más allá del jardín llegaban algunas voces. Gritos una estrofa de versos rotundos y, golpeando débilmente el papel,
de muchachos que jugaban al fútbol, una canción de Harry Be- se demoró en el último: Et c’est moi le croyant, prêtre, et c’est toi
lafonte, versos de Patotero sentimental entonados con énfasis por l’athée. Un gato blanco salió de atrás del armario, caminó con
una mujer que tendía sábanas rosadas en una cuerda de alambre. inocencia sobre las páginas de Naná y se asustó del estruendo de
A la abuela sólo parecía molestarle el tango porque, cuando la voz latas que produjo su propio salto al jardín de al lado. Entre las
de la mujer se filtró entre los gritos salvajes de ché, pasámela e in- hojas de Madame de Girardin et Balzac, de Gautier, encontré un
terrumpió a Belafonte en Brown skin girl, dijo que aquella “vulga- folleto impreso por el viejo Perna en su taller de la calle Victoria.
ridad” nos impediría disfrutar de La Favorita. Las voces estaban Era una carta que Benjamin Franklin escribió a su amigo Benja-
unidas por un acuerdo que nos incluía pero la abuela escuchaba min Vaughan en julio de 1789 para contarle sus ideas acerca de
una sola música. Como otras veces, me entregaba algo para que los perjuicios del plomo.
yo lo defendiera. Pero aquella vez no me dio miedo. Supe que, así Era esa hora en que el sol cae entre los juncos e ilumina
como entendía las voces distintas que llegaban de la calle, más las rampas de los astilleros desde sus reflejos en el agua. A esa
tarde entendería su herencia. Y al revés: la casa evaporada bajo hora, trasladé algunos libros a la cocina y los dispuse alrededor de
la hiedra, la tipografía comida por el óxido y la tarde ceremonial las hornallas. La abuela me contó que Julia se casaría dos meses
junto al armario de los libros harían misteriosamente más ágil el después: “Yo me voy a quedar acá. Tengo dolores de vejez, no-
rock de acróbata que bailaba los sábados por la noche. Todo es- más”, dijo. Y me aseguró que, aunque esos dolores se acentuaran
taba allí, y yo era quizá dueño del acuerdo. o complicaran, no abandonaría el Tigre.
Pero no era yo. El acuerdo se debía al sol del otoño, que a las No sé si fue aquélla la tarde en que recibí la verdadera herencia.
cuatro de la tarde mostraba la catástrofe de los libros enterrados No sé si fue un solo sermón o la suma de sermones oídos en tardes
en el barro, pero al mismo tiempo insinuaba una posible meta- sucesivas. Sé que aquella vez yo quería contarle la increíble historia
morfosis. Los viejos libros ateos yacían empapados y sucios, pero de unos acuñadores de moneda falsa que había conocido en la Pa-
el sol los incorporó por un momento a la misma bomba de luz tagonia y que ella, insólitamente irritada, no me dejaba. Escucho
donde rodaban el triciclo roto, las sábanas rosadas, la lagartija ahora, muchos años después, algo de lo que desoí aquella tarde. Me
verde que asomaba entre las hojas del Quijote y la voz amistosa habló de las fuerzas morales como quien habla de mariposas que
de Belafonte. recorren un mundo siempre en movimiento. Habló con disgusto
La abuela cortó por la mitad una funda de almohada para de la prudencia, “esa transacción”. Supe que se refería a mi padre
que juntos limpiáramos los libros. Busqué los más húmedos y los cuando criticó los pecados de languidez. Me animó a cultivar la
puse sobre el alféizar de la ventana: el sol ayudaría a secarlos. Al rebeldía, “única manera de que no te conviertas en un animal do-
leer algún párrafo, el curioso acuerdo se extendía: Belafonte se méstico y de que no te engatusen los tiranos”. Quiso convencerme
unió a Donizetti y a los gritos del partido, pero todos los canales de que la verdadera moralidad se transmite a través de la simpatía,

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“que no tiene nada de misteriosa”. Me habló de átomos y de células
con impecables frases científicas que sin embargo alababan de otra
manera a los dioses del aire. Me pidió que aprendiera a distinguir
entre el miedo y la cobardía (“esa omisión”), la transparencia y la
obviedad, la profundidad y la maraña. También entre el sueño de
la acción y el pensamiento que produce acción. Me habló de la po-
lítica, “esa misión, aunque no lo creas, pura”. Y del amor, “que no
es únicamente instinto ni aliento divino ni mucho menos locura,
sino una razonable preferencia”. Se atrevió por fin a formular el El clan
verdadero pedido. Después de hablar del común origen de plantas
y de hombres, me dijo: “No dejes que organicen un entierro deco-
rativo”. En lugar de disimular el proceso con flores falsas durante
toda una velada incómoda, quiso decirme, acelerarlo con un soplo
de cenizas en el aire.

Un año después, los dolores de la abuela se acentuaron y compli-


caron. También aumentó su resistencia a abandonar la casa, hasta
que Julia decidió llevársela en una ambulancia. Los enfermeros
fueron hasta la cama, la levantaron con una sola mano y la pusie-
ron en la camilla. Gritó de indignación, pero ya en casa de Julia
no dijo una sola palabra más.
Yo leía en el jardín, en Ushuaia, cuando llegó el cartero. Mi
padre me llamó. La abuela había muerto y coches negros, cande-
labros, flores falsas y hasta misas habían rodeado su muerte. Por
un par de minutos no hubo ningún sonido, ni un solo acorde
uniéndose a otro. A través de la ventana vi la calle soleada y fría y
dos chicos con sombreros de piel petrificados por la ausencia de
simpatía. Después, sin muchas ganas, dieron un paso.

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