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- El Peregrino Bobo -

Ibn Asad

(C) 2012 Editorial Ibn Asad, Todos los derechos reservados

ISBN 978-1-105-59522-6
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I.

Aquella noche, el peregrino consiguió dormir bien. Cuando despertó

por la mañana, no sólo era consciente de todo lo soñado, sino también de

todo lo vivido.

Se levantó de la que había sido su cama desde hacía treinta y tres años,

y se dio un baño de agua tibia. Después se vistió con un sencillo ropaje blanco

y salió por la puerta de su hogar sin nada.

No tenía itinerario. Ni tenía destino marcado. Tampoco tenía intención

de volver. No era un hombre con tendencia a extrañar personas o cosas. No

acostumbraba a mirar hacia atrás. Ninguna atadura del sentimiento le impedía

comenzar el larguísimo viaje hacia lo que desconocía.

Aquel día, el peregrino comenzó su camino. Y sólo desde entonces

peregrino pudo ser llamado.


II

Atravesó la calle de su casa y llegó a la plaza del pueblo. Era la misma

plaza donde creció, donde jugó, donde aprendió todo lo que aquel día decidió

olvidar.

Saludó a la viejecita que vendía espárragos en frente a la panadería:

“¡Buenos días!” La vieja dijo socarrona: “¡Buenos días, joven! ¿A dónde vas

tan pronto y tan blanco?” Y él respondió: “No sé dónde voy pero esta partida

merece despedida. Será un viaje largo y quizás sin retorno. Quizás no la vuelva

a ver…” La anciana soltó una carcajada y exclamó: “¡Ni soy tan vieja ni el

mundo es tan grande como para no volver a verte! ¡Volverás! ¡Adiós,

peregrino!”

El peregrino sonrió y salió del pueblo por el camino antiguo del río. Y

con nadie más conocido se encontró en su partida.


III

Cuando se alejó lo suficiente, el peregrino pudo ver a su pueblo desde

el cerro del castillo del pueblo vecino. A lo lejos, su aldea, impávida, lo miraba

con cierto aire de reproche mudo, como interrogando el porqué de ese viaje.

Tras unos minutos de mirada y silencio mutuo, el peregrino dijo en voz alta:

“No puedo volver a ti mientras no pueda salir de esta cárcel que soy.”

Tres horas habían pasado del despuntar del sol aquella mañana. Ya

calentaba lo suficiente como para no detenerse más en el camino. Aprovechó

las fuentes de los jardines para beber agua fresca. Se mojó la frente, la nuca y

las manos.

Bajó del castillo y no detuvo su paso hasta horas después, cuando la

noche cerrada exigió su descanso. Hizo eso mismo durante siete semanas:

despertar y caminar y caminar y caminar hasta que el ocaso lo detuviera.


IV

En las primeras semanas de la peregrinación, el peregrino encontró a

muchos viajeros como él. Parecían más experimentados en la senda que él;

por ello, el peregrino se dejó guiar.

Uno decía: “Vamos en esa dirección. Allí está nuestro destino;; allí está

Jerusalén.”

Otro decía: “Vamos en esa dirección. Allí está nuestro destino;; allí está

Meca.”

Otro decía: “Vamos en esa dirección. Allí está nuestro destino; allí está

Compostela.”

Otro decía: “Vamos en esa dirección. Allí está nuestro destino;; allí está

Benarés.”

Otro decía: “Vamos en esa dirección. Allí está nuestro destino;; allí está

Roma.”

Tras unas cuantas semanas siguiendo sus indicaciones, el peregrino

comprobó que se sentía mareado, y que había estado vagando en el espacio,

de aquí para allá, sin rumbo fijo.

Por lo tanto, decidió viajar solo, y cuando otro peregrino se le acercaba

y le decía: “Hagamos el camino juntos.”, el peregrino le apartaba, y con

delicadeza se disculpaba: “Sorry, I don´t understand you.”


V

Otro día, en medio de un camino que unía dos pueblos del mismo valle,

el peregrino se encontró con un gato.

El peregrino se agachó para saludar al animal, y el gato le respondió

restregándose entre las piernas del viajero. El peregrino preguntó: “¿Dónde

vives, amigo?”

El gato maulló, dio un brinco, y llevó al peregrino a una serrería

destartalada. Allí, entre maderas viejas, había más gatos, jóvenes y viejos, de

todos los colores. Alguien había dejado unas latas con agua y algunas

conservas de atún, y unos gatitos pequeños bebían y comían de ellas. El gato

miró al peregrino y maulló de nuevo.

El peregrino respondió: “¿Acaso crees que si yo fuera gato no me

quedaría aquí con vosotros, amigo mío? Pero soy un hombre, y debo

continuar con mi absurdo camino.”


VI

Un día, el peregrino se encontró un pozo de arenas movedizas en el que

otro peregrino había quedado atrapado. La arena tapaba la mitad de su

cuerpo, que se hundía lenta pero irremediablemente en el pozo. El hombre en

apuros exclamó: “¡Ayúdame!” El peregrino, mientras pensaba qué podía

hacer, le respondió: “¡Tranquilo! Ante todo permanece tranquilo, pues todos

tus movimientos acelerarán el hundimiento.” Y el hombre atrapado en las

arenas respondió enfadado: “¿Acaso te crees muy listo, peregrino bobo?

¡Idiota! ¡Estoy aquí atrapado y voy a luchar hasta el último momento para salir

de aquí! ¡Puedo actuar y voy a actuar para salvar mi vida! Por todos los

medios a mi alcance, haré todo lo que esté en mi mano…”

Mientras hablaba, su cuerpo continuó hundiéndose, y su habla se volvió

incomprensible cuando la arena tapó su boca. Mientras la arena engullía su

cuerpo, se escucharon algunos débiles gritos sordos, hasta que finalmente, el

hombre murió ahogado.

El peregrino sintió vergüenza por no haber podido ayudar a aquel

desgraciado; y vergüenza también, porque en todo lo que escuchó de aquel

hombre en sus últimas palabras, tenía razón.


VII

La noche cayó y el peregrino aún no había encontrado lecho para pasar

la noche. Entonces vio un fuego a la vera del río. Allí había un hombre

calentándose en la hoguera. El peregrino le pidió calentarse al fuego y le

ofreció una amistosa conversación.

Los dos hombres conversaron durante horas. Entre variados temas,

aquel hombre contó su vida al peregrino, y acabó confesándole que era un

asesino con varios delitos de sangre a sus espaldas y que se encontraba

prófugo. Contó qué crímenes había cometido y cómo daba esquinazo a la

justicia que lo buscaba. El peregrino, correspondiendo la confianza, contó al

asesino qué itinerario seguía y cuáles eran las motivaciones de su

peregrinación.

Y al final de aquella noche de conversación, cuando el fuego ya era más

una brasa que una llama, aquel hombre dijo al peregrino: “Ah… entonces,

amigo mío, no resultamos personas muy diferentes. Tú eres un hombre en

continuo viaje; y yo también. Tú eres un hombre que evita regresar a su

ciudad; y yo también. Tú eres un hombre escapando de sus enemigos; y yo

también. Tú eres un hombre en búsqueda de paz y perdón; y yo también. Tú

eres un hombre que finalmente se encontrará con la Faz de Dios cuando

llegue a su destino… y yo tampoco.


VIII

Un lunes, el peregrino llegó a una aldea en la que se decía vivía un gran

santo. Vio una muchedumbre que esperaba para recibir su bendición. Decidió

ponerse a la cola. “¿Quién es el último?”, dijo el peregrino. Y una mujer tuerta

le respondió: “Yo soy la última. Póngase detrás de mí.”

Tras seis horas de espera y a unos escasos veinte metros del ruidoso

tumulto donde se supone estaba el santo, unos hombres vestidos de blanco

llegaron y hablaron al peregrino, a la mujer tuerta y a las personas que allí se

encontraban. Uno de ellos dijo: “Cuando les llegue su turno, no se demoren.

Arrodíllense frente a su santidad y esperen a recibir su bendición. Luego

váyanse por el pasillo de la derecha.” Y el peregrino replicó: “¿Arrodillarme?

No comprendo por qué un hombre tiene que arrodillarse ante otro. Me niego

a ponerme de rodillas.” Y el hombre de blanco respondió: “Yo tampoco

comprendo por qué has estado esperando más de seis horas bajo el sol, para

nada. El gran santo no le recibirá.”

Tras ello, el peregrino salió de la fila, sin recibir la bendición y sin ver a

aquel santo ni a ningún otro. Y volvió por donde vino consciente de haber

perdido seis horas de su vida.


IX

Una tarde de primavera, el peregrino se resguardó de un aguacero en el

pórtico de una iglesia. Allí estaba una beata viejecita, esperando a que

escampara.

Y así, el peregrino y la beata comenzaron a conversar. Y tanto se

prolongó la lluvia, que hablaron y hablaron, durante tres o cuatro horas.

Llegaron a intimidar tanto, que tras escuchar la vida contada por su nuevo

amigo, la beata preguntó al peregrino: “…y en todo el relato de su vida, no ha

mentado haber estado casado. ¿Es que nunca tuvo una mujer?”

Y el peregrino respondió: “Oh, sí, estuve casado. Tuve una mujer, que

ejercía de funcionaria.”. Entonces, el peregrino quedó callado por un instante,

con la mirada perdida, y tras una breve reflexión, rectificó: “No, no… creo

que fue una funcionaria que ejerció de mi mujer.”

Y la viejecita beata se carcajeó sin dientes: “Ajá, está correcto, joven:

aquella mujer nunca fue su mujer. Y mientras usted me cuenta estas cosas, con

mucha probabilidad, ella estará trabajando.”


X

El peregrino iba caminando por su ruta, cuando se topó con un

bandido que lo asaltó: “¡Alto! Dame todo lo que tengas, o morirás.” Dijo esto

mientras amenazaba con un puñal.

El peregrino respondió: “Pero no tengo nada… sólo esta vestimenta

sin costuras.” El atracador exclamó: “¡Pues dame esa vestimenta entonces!”

El peregrino se desnudó y dio la ropa al bandido. Tras un instante en el

que quedaron mirándose, el asaltante dijo con tono conciliador: “Me apiado

de ti, al verte desnudo e indefenso. Toma este ropaje y cúbrete.” El peregrino

tomó la ropa y agradeció: “Dios te llene de gracias, bandido. Usted ha

limpiado así todos sus pecados.”

Y así, perdonado por Dios, y libre de todas sus faltas pasadas, el

asaltante se fue, y comenzó una nueva vida como criminal, con un vigor

delictivo purificado por el perdón divino de todo aquel que se apiada del débil

y viste al que está desnudo.


XI

El peregrino estaba en una plaza de un pueblo de interior, y allí había

un grupo de viejos charlando. Estaban sentados contra la pared del

ayuntamiento, y el más joven de ellos debía pasar los ochenta años. El

peregrino se puso a escucharles con disimulo.

Uno de los viejos preguntó: “¿Qué es lo que más habéis amado en esta

vida?” Un viejo con gafas muy gruesas dijo: “En esta vida yo he amado a las

mujeres. Ésa ha sido mi gran pasión: las mujeres. Por las mujeres, llegué a

perderme a mí mismo, perdí mi dignidad, e incluso llegué a mentir por amor a

las mujeres.”

Otro viejo, calvo como una pelota, dijo: “En esta vida yo he amado al

dinero. Ésa ha sido mi gran pasión: el dinero. Por el dinero, llegué a perderme

a mí mismo, perdí mi dignidad, e incluso llegué a robar por amor al dinero.”

Finalmente, el otro viejo que había, respondió: “Pues yo, la verdad es

que amar, lo que se dice amar, no he amado nada… Nunca amé nada en esta

vida.”

Y el grupo de viejos se escandalizó al instante. Uno dijo: “¡Qué horror!

¡Vaya vida vacía!” Y otro añadió: “¡Sí, qué desgraciado eres! Una vida así no

merece la pena ser vivida.”


XII

Estaba el peregrino descansando bajo un pino, cuando se le acercó un

hombre joven. Le preguntó: “¿Eres un viajero?”. Y el peregrino respondió:

“Sí, soy un viajero.”

El hombre joven agitó la cabeza, y exclamó: “¡Menos mal que aún

quedan viajeros! Hoy en día sólo hay turistas que violan el valor sagrado del

viaje. Sólo hay turistas que hacen excursiones organizadas. ¡Hoy sólo hay

turistas!”

El peregrino, aún apoyado contra el árbol, dijo: “Bueno, en verdad, yo

soy un viajero.” Y al oír esto, entusiasmado, el hombre joven le preguntó al

peregrino: “Entonces, viajero amigo, ¿te importa si te saco una foto?”


XIII

Le dijeron al peregrino que en una aldea cercana había un anacoreta que

vivía en un celibato perfecto, sin conocer mujer. Comprobó la información

con los aldeanos, y estos dijeron que así era, que aquel hombre había vencido

al deseo. Movido por la curiosidad y la admiración, el peregrino fue a

conocerle.

Llegó a la ermita y allí se encontró con un hombre. El peregrino se

presentó: “Que la paz sea contigo, admirado sabio. Quería conocer a un

hombre que vive sin mujer, y que ha vencido todo deseo carnal.” El anacoreta

acarició el pelo del peregrino y dijo: “Es cierto que vivo sin mujer, pero,

¿quién te ha dicho que haya vencido al deseo…?” Y guiñando el ojo con

lascivia, añadió: “Ayúdame tú a vencer ese deseo…”

El peregrino apartó al hombre de un empujón, y huyó de allí en una

frenética carrera. Cuando llegó a la aldea jadeando, le preguntaron: “¿Qué

impresión le ha causado nuestro santo ermitaño?” Y el peregrino no contestó.


XIV

El peregrino llegó a un país que se encontraba en guerra civil. Paseaba

por una ciudad en ruinas, con boquetes de obuses en las casas, y cráteres de

bombas en las aceras. Nadie había en las calles.

De repente, encontró paseando a una muchacha de quince años, con

una mirada de tristeza insoportable. El peregrino le preguntó: “Oh, muchacha,

¿qué horrible desgracia ha golpeado a tu pueblo? ¿Quién es el enemigo

culpable de esta miseria?” Y la chica le respondió: “He aquí nuestra auténtica

desgracia: no existe ningún enemigo que sea culpable de esta miseria. Este

infierno lo construimos entre hermanos. Y mi pueblo sólo consiguió ponerse

de acuerdo para matarse entre sí.”


XV

Por circunstancias del viaje, el peregrino pasó una fría noche debajo de

un puente, junto a un mendigo amigo. Aquella noche, el termómetro marcaba

algunos pocos enteros por debajo de cero.

El mendigo le dijo al peregrino: “Estás en mi casa. Y tu casa es mi

casa.”

El peregrino se descalzó, y respondió: “Gracias, mendigo amigo.”


XVI

Un jueves, el peregrino estaba paseando por un enorme parque de una

ciudad en la que había pasado la noche. Allí había un loco subido a un banco

de piedra, predicando y gritando.

Cuando el peregrino pasó frente al banco, el loco le increpó:

“Peregrino, ¿sabes que algún día morirás?” El peregrino respondió: “Sí, lo sé.”

El loco insistió: “Respóndeme, ¿en verdad sabes que algún día morirás?” El

peregrino respondió un poco irritado: “Sí, ya te he dicho que sí.” El loco

sacudió la cabeza y dijo en voz aún más alta: “Sólo quiero que te cuestiones si

verdaderamente eres consciente de que algún día morirás.” El peregrino, ya

mostrando enfado, contestó: “Sí, soy consciente. ¿A qué se debe tanta

insistencia en tus preguntas, hombre loco?” Y el loco respondió: “Te lo

pregunto porque dudo de tu respuesta. Si en efecto eres consciente de tu

inevitable destino, ¿qué estás haciendo aquí, idiota?”


XVII

En lo alto de un cerro, había una muchacha de quince años llorando. El

peregrino se acercó a ella, y le preguntó: “¿Qué te pasa?”

La joven dijo: “No soy hermosa y me siento desgraciada por ello. No

tengo pechos postizos como las demás mujeres. No tengo labios carnosos

como las demás mujeres. No tengo nalgas infladas como las demás mujeres.

No tengo lo que tienen las demás mujeres.”

Al oír esto, el peregrino replicó: “¿Desde cuándo una chica guapa

necesita tener algo para ser eso mismo que ella es? Eres bellísima, y eso es lo

que tú tienes que no tienen las demás mujeres: belleza.”

La muchacha paró de llorar, y con una tímida sonrisa, dijo: “Ah, qué

gentiles tus palabras, forastero. ¿Pero cómo saber si no dices eso por

compasión o para detener mi llanto?”

Y el peregrino contestó: “Pues porque me he enamorado

completamente de ti.”
XVIII

Una mañana, por circunstancias que aquí no conviene contar, el

peregrino se vio en una manifestación contra el gobernante de una ciudad

decadente. Estaba rodeado de una muchedumbre, sin saber cómo salir de ella.

Tocó en el hombro de un manifestante y le preguntó: “Perdone, ¿cómo puedo

salir de aquí?” El manifestante sólo respondió la consigna que repetía la masa:

“¡Abajo Fulano! ¡Muerte a Mengano!” Preguntó a otro manifestante y escuchó

lo mismo. Preguntó a otro y la misma cantinela respondió: “¡Abajo Fulano!

¡Muerte a Mengano!”

Y como no encontraba a nadie que lo ayudara a salir de esa horrible

muchedumbre, se encerró en una letrina que había en la plaza donde estaba

atrapado. Se sentó en el retrete y sólo después de unas horas, cuando cesaron

los gritos, los cánticos y los disparos, el peregrino salió de la letrina

completamente aliviado.

Era de noche y en aquella plaza ya no había nadie.


XIX

Un día, el peregrino se encontró con un hombre muy sabio y muy

anciano. El peregrino, después de los reverenciales saludos, le preguntó:

“¿Tendría para mi algún consejo o indicación que me orientara en mi

crecimiento espiritual?” El sabio respondió: “No, lo cierto es que no.”

Y continuó: “A tu edad también estaba interesado en el crecimiento

espiritual. Conseguí que crecieran mis dudas, mis incertidumbres, mis errores;

pero ningún espíritu creció ahí. Conseguí que creciera mi arrogancia, mi

engreimiento y mis dotes de prestidigitador; pero ningún espíritu creció ahí.

Conseguí que creciera el número de admiradoras, de amantes y de ceros en mi

cuenta bancaria;; pero ningún espíritu creció ahí.”

El peregrino se sintió con confianza como para preguntar: “¿Y cómo

obtuvo finalmente el crecimiento espiritual?” Y el anciano, un tanto irritado,

contestó: “Si estás interesado en el crecimiento de algo, dedícate a la jardinería

o a la cría de puercos. ¿Cómo vas a hacer crecer aquello que ignoras qué es?”
XX

Durante una temporada de lluvia y frío, el peregrino residió en un

monasterio, junto a un maestro y sus discípulos. Una vez, el maestro dijo a los

monjes: “Tomad un papel y escribir en él la verdad.” Cada uno de los

discípulos tomó un papel. Escribieron algo, y entregaron los papelitos a su

maestro.

El maestro abrió un papel y leyó: “Todo es uno.” Después miró a un

monje enjuto y le dijo: “Tú escribiste esto, ¿verdad?” El monje asintió.

El maestro abrió otro papel y leyó: “Dios es amor.” Después miró a un

monje con cabeza en forma de huevo y le dijo: “Tú escribiste esto, ¿verdad?”

El monje asintió.

El maestro abrió el último papel y leyó: “Maestro, eres un invécil

integral.” Entonces miró al peregrino y le dijo: “¡Tú escribiste esto…! Ni si

quiera está bien escrito. Imbécil es con be y no con uve.” Y el peregrino

respondió: “Y aun así, escribí una verdad incontestable.”

Por supuesto, el peregrino fue expulsado del monasterio aquella misma

tarde.
XXI

Una noche, el peregrino paseaba por una hermosa ciudad, cuando vio

en un altísimo viaducto a un hombre solitario que parecía tener intención de

suicidarse. El peregrino le grito: “Eh… ¿Qué haces?” El hombre respondió:

“¡Déjame, forastero!”

El peregrino se acercó lentamente y le dijo: “Sé lo que atormenta tu

corazón. Sé que te sientes indigno, desdichado, y sobre todo, solo. Estás en lo

cierto cuando ves tu vida como una sucesión de calamidades. También estás

en lo cierto cuando piensas que todas las ofensas y humillaciones que desde

niño te hicieron, jamás serán castigadas. Y ahora estás aquí, dispuesto a acabar

tú mismo con la vida que todos tus enemigos han buscado destruir sin éxito.

Aquí estás, culminando la obra de aquellos que te odian. Ellos te han

vencido…”

Entonces, con velocidad endiablada, el hombre lanzó un certero

puñetazo en la nariz del peregrino, que lo dejó inconsciente, tumbado en el

suelo.

Minutos u horas más tarde -quién sabe-, el peregrino volvió en sí, con la

nariz ensangrentada. El hombre ya no estaba ahí. El peregrino se incorporó,

se asomó al puente, y dijo: “No ha saltado. Salvé su vida y él arruinó mi

nariz.”
XXII

Un día, el peregrino caminaba por una ciudad, cuando vio discutir a una

pareja de novios en una plaza donde había una estatua ecuestre. El chico

agitaba los brazos y la chica, con los ojos llorosos, tenía un papel en la mano.

La chica insultó al chico, arrojó el papel a su cara y salió corriendo. El chico

salió detrás de ella, rápido.

El peregrino, curioso, se acercó a donde estaba el papel arrugado en el

suelo, y pudo leer: “Durante muchos años nuestro amor fue maravilloso. Fue

casi perfecto. Lo único que le faltó a nuestro amor para ser completo, fue ser

eso mismo: ser amor.”


XXIII

Por aquellos días, el peregrino llevaba consigo un libro. Y antes de

dormir, leía un poco, recostado sobre su lecho.

Una de esas noches, mientras él dormía, un bandido se le acercó. Como

no veía que tuviera nada de valor, cogió el libro y se lo llevó.

A la mañana siguiente, el peregrino despertó y comprobó que le habían

robado. Sólo aquel libro pudieron haberle robado. Se levantó, lavó su cara con

agua de un abrevadero y dijo para sí: “¡Qué peso me han quitado de encima!

Ya no tengo libros. Cuando tenía una biblioteca en casa, mi vida pesaba. Me

deshice de casi toda ella. Tenía entonces sólo una decena de libros, y mi vida

pesaba aún más. Me deshice de todos menos uno. Y ahora, cuando tenía un

único libro, mi vida pesaba muchísimo más. Pero por fin, esta mañana, me

siento ligero. Sé que en este mundo ya no existen los libros… ¡lo que me

sorprende es que aún existan ladrones de libros!


XXIV

Un día, el peregrino conoció en una ciudad a una señora loca que lo

acogió en su casa durante tres días. Era una casa derruida, muy pequeña, y la

mujer vivía con más de una decena de gatos. El suelo estaba lleno de hojas de

periódico, extendidas en el suelo, donde los gatos hacían sus necesidades.

La señora le dijo al peregrino: “Espero que no te importe. Ellos viven

conmigo.”

El peregrino respondió: “¡Claro que no! Soy amigo de todos los gatos

de este mundo. Pero, sólo por curiosidad, ¿dónde consigues tantos

periódicos?”

Y la mujer le explico: “Mira, los hombres se alimentan de mentiras. Los

periodistas venden mentiras a los hombres y estos se ceban con ellas. Cuando

los hombres se quedan hartos de mentiras, tiran los periódicos al suelo. Yo

recojo esos periódicos y mis gatitos hacen caquita en ellos. ¿Comprendes?”

El peregrino reconoció: “No mucho.”

La mujer añadió: “Cojo las mentiras que esclavizan a los hombres y mis

gatos se liberan sobre ellas.”


XXV

Una vez el peregrino llegó a un pueblo en el que todo el mundo estaba

loco. El agua de su pozo no estaba en buen estado.

A todos los habitantes les faltaba un tornillo. Los hombres iban riendo

y haciendo muecas por la calle. Las mujeres caminaban desnudas. Los niños

actuaban como niños y los viejos eran felices.

El peregrino decidió pasar un par de noches más de las previstas. Un

pueblo así no se conoce en un día.


XXVI

Al anochecer, una tormenta de viento y lluvia sorprendió al peregrino

en medio del camino. La tormenta era de tal violencia, que el viajero temió

por su vida.

Vio un templo en lo alto de una montaña, y fue hasta allí en busca de

refugio. En el pórtico había un sacerdote con larga barba que le preguntó:

“¿Qué haces aquí?”

El peregrino respondió: “La tormenta es terrible y necesito refugio.

¿Puedo pasar la noche dentro de él?”

El sacerdote dijo: “Esta es la casa de Dios. ¿En verdad usted es digno

de entrar en este templo y pasar en él la noche?”.

El peregrino respondió: “Si no paso la noche en este refugio, moriré de

frío tras una experiencia espantosa.”

El sacerdote repitió: “Esta es la casa de Dios. ¿En verdad usted es

digno de entrar en este templo y pasar en él la noche?”

El peregrino habló: “Vea cómo me encuentro. Estoy mojado hasta los

huesos, tengo frío y tengo heridas abiertas en los pies.”

El sacerdote volvió a decir: “Esta es la casa de Dios. ¿En verdad usted

es digno de entrar en este templo y pasar en él la noche?”


XXVII

Una vez, el viaje llevó al peregrino a una bella ciudad del norte,

montañosa y fría. Allí conoció a un vecino que lo acogió. El peregrino se

hospedó en la casa de este amigo durante siete días.

En una de sus conversaciones, el lugareño contó al peregrino que

odiaba a su vecino en una feroz enemistad mutua.

El peregrino preguntó: “¿Por qué?” Y su amigo respondió: “Cuestión

de familia. Mi padre era enemigo de su padre.”

El peregrino volvió a preguntar: “¿Y por qué vuestros padres se

odiaban?” Y el hombre contestó: “Creo que por una cuestión de herencia. Mi

abuelo se peleó con su abuelo por la propiedad de quien fue mi

tatarabuelo…”

El peregrino habló: “Fíjate que así el odio no acabará jamás. Odiáis sin

saber por qué, por peleas de padres, abuelos y bisabuelos. Así es como se

siembra el odio, la enemistad y la guerra entre semejantes.”

Y aquel hombre replicó: “¡Vete a resolver entuertos a tu tierra,

forastero! Este pueblo te acoge como a un hijo y te atreves a juzgarlo.

Además, no te preocupes tanto por el fin de nuestro odio. Está cerca. Ni yo ni

mi vecino tenemos ni podemos tener hijos. No tenemos nada: somos pobres

como ratas. ¡Así que déjanos al menos en paz!


XXVIII

Cuando en el camino comenzaba a llover, el peregrino encogía los

hombros y aceleraba el paso.

Pero un día empezó a caer una lluvia fina y el peregrino se preguntó:

“¿Por qué encojo los hombros si me voy a mojar igual?”

Y aprendió a caminar despacio, con lluvia y sin ella.


XXIX

Y llegó a una aldea en la que saltimbanquis danzaban con ropas amplias

y extrañísimos bardos entonaban rimas sincopadas. Nunca había visto algo

igual. En las puertas de las iglesias, en las plazas, en los suburbios, en los

parques… rapsodas con ropajes de gigante acompañados por percusionistas

sin tambores, aquí y allí, algunos pidiendo limosna, otros sólo pasando el rato.

Era un espectáculo que se repetía cada día en muchas ciudades de los

alrededores y que el peregrino había presenciado en múltiples ocasiones:

mientras el mundo se derrumba, los poetas cantan y las bailarinas danzan.

Y cuanto más derrumbado se encuentra, más danzas y canciones. Por

eso vivir, hoy en día, es una fiesta continua.


XXX

En su peregrinación, el peregrino pasó por un monte que muchos lo

consideraban sagrado. Al pie de la montaña, conoció a un hombre de allí que

se ofreció para guiarle en la subida al sacro monte.

Durante el trayecto vieron a diferentes grupos de gente que subían y

bajaban por el camino. El atento guía señaló a un grupo que pasaba y dijo al

peregrino: “Estos están esperando la llegada de su mesías.” Señaló a otro

grupo que subía y le dijo: “Estos de aquí están esperando la llegada del último

profeta.” Señaló a un grupo parado a la vera del camino y le dijo: “Y estos

están esperando la llegada de la nueva era.”

El peregrino le preguntó a su nuevo amigo: “¿Y tú? ¿A cuál de estos

grupos perteneces? ¿A quién estas esperando?”

Y aquel digno hombre respondió: “A nada ni a nadie. Yo estoy

desesperado. Y mientras unos esperan una llegada, yo trabajo para salir de esta

diabólica trampa.”
XXXI

Durante tres días el peregrino atravesó una isla en la que había ocurrido

una terrible desgracia: el agua estaba contaminada por diablos invisibles, la

lluvia envenenaba los cultivos y hasta la leche de las vacas enfermaba a las

gentes que la bebían.

Y en este panorama, vio un hospital con cajas registradoras en el

vestíbulo de la entrada.

El peregrino se acercó furioso al recepcionista de aquel hospital y le

dijo: “¿Es que no tenéis vergüenza, alimañas, ladillas, criminales

despreciables?” Y el recepcionista respondió: “No. Ninguna. Hacemos

nuestro trabajo.”

El peregrino miró a los ojos de aquel tipo y dijo: “Malditos sois y

maldito es vuestro trabajo. No tendréis que esperar mucho para que veáis lo

que ahora no veis.”


XXXII

Un día el peregrino conoció a otro peregrino, más viejo, muy amistoso

y de conversación interesantísima. Cuando le preguntó cuándo comenzó su

peregrinación, contó la siguiente historia:

“Cuando cumplí quince años fui hasta donde vivía mi maestro y le

pregunté que cuál era el propósito de la vida. Él me respondió que era ‘ser

feliz en la medida de lo posible’. Durante quince años lo intenté sin ningún

éxito. Cuando cumplí treinta años fui de nuevo a los pies de mi maestro y le

pregunté cuál era el auténtico propósito de mi vida. Él me respondió que era

‘ser feliz’. Durante quince años lo intenté sin ningún éxito. Cuando cumplí

cuarenta y cinco años volví a ver a mi anciano maestro. Le pregunté cuál era el

verdadero propósito de mi vida y él me respondió que era ‘ser’. Durante

quince años creí haber obedecido a mi maestro, porque resulta muy fácil

limitarse a ser lo que uno es. Pero cuando cumplí sesenta años, me asaltaron

unas dudas terribles y volví de nuevo a casa de mi maestro. Él ya no estaba;

había desaparecido y nadie consiguió decirme a dónde se había ido. Ahí

comencé mi peregrinación.”
XXXIII

El peregrino llegó a un extraño paraje, aislado de toda presencia

humana, un auténtico desierto. Entre unas rocas, descubrió la entrada a una

pequeña cueva. Entonces, el peregrino se sorprendió al ver en la puerta a un

niño de quince años. Cuando el niño vio al peregrino, se escondió en el

interior de la cueva.

Estupefacto, el peregrino se acercó a la cueva y boceó: “¡Niño, no

tengas miedo de mí! ¡Puedes salir!”

Entonces el niño salió, con el pecho abierto, la cabeza erguida, el

semblante altivo, y dijo: “Por supuesto que puedo salir. ¿Y quién te dijo que

tuviera miedo de ti? No te tengo ningún miedo. Y si me escondo es sólo

porque no quiero que me veas, imbécil. ¡Vete de aquí y no vuelvas a gritar en

mi casa!”
XXXIV

En una ciudad cercana al pueblo donde nació, el peregrino se topó con

un joven que gritaba en la plaza del pueblo. Tiraba piedras a la fachada de un

edificio, con la cara tapada.

El peregrino se acercó y le preguntó: “¿pero qué te pasa?” El joven

exclamó indignado: “No tengo trabajo. No tengo casa. No tengo dinero.

Estoy en guerra contra el tirano…”

Y el peregrino respondió: “No me cuentes pretextos que te conozco.

Recuerdo cuando tenías trabajo; no recuerdo que vivieras en paz. Recuerdo

cuando tenías casa; no recuerdo que vivieras en paz. Recuerdo cuando tenías

dinero; no recuerdo que vivieras en paz. No me cuentes mentiras que te

conozco. El idiota de tu gobernante te ha brindado una oportunidad para que

nos muestres la cloaca de tu corazón. Tú gritas, la vida es injusta, y tu enemigo

sacará partido de tu miseria, una vez más. El que hoy llamas tirano te dará lo

que pides, tú seguirás viviendo en la mentira y él seguirá siendo tu amo. Sigue

haciendo lo que te corresponde… pero no me cuentes historias que te

conozco.”

El joven encapuchado ni tan si quiera debió oír estas palabras. Siguió

tirando piedras.
XXXV

El peregrino llegó a una plaza donde había gente amontonada.

Estaban presenciando a una danzarina que, junto con tres músicos,

mostraban su arte.

Durante una hora, la danzarina enseñó a los asistentes todos los

misterios de la vida, desvelando todo lo que este mundo parece tener de

incomprensible, diluyendo la tristeza de cada uno de los seres humanos en el

ritmo cálido del baile.

La música cesó. La danza acabó con ella inmóvil. Y todos los presentes

mantuvieron silencio durante unos segundos que parecieron eternos.

Pero no lo fueron: un niño rompió a llorar, las viejas comenzaron a

hablar, y uno de los músicos se puso a pasar la gorra entre el público y el

tintineo de monedas.
XXXVI

Un día de Mayo, el peregrino paseaba por una ciudad que celebraba una

feria de libros. Se acercó a un célebre escritor que estaba sentado en una

banqueta, firmando y dedicando sus novelas recién compradas. Le habló: “Y

si le dijera que he leído su libro sin comprarlo, ¿qué me diría?” El escritor,

afable, respondió: “Diría que usted me debe una.”

El peregrino, del que nunca había que olvidar que era un tanto bobo, se

ofendió. Y ofendido, replicó al escritor: “¡Yo no le debo nada! ¿Quién cree

que hoy va a leer un libro? ¿Qué cree que es hoy la literatura? ¿Quién cree que

es hoy un escritor?”

El escritor respondió sin perder su tono amable: “Bueno, yo me limito

a escribir libros, como un sastre hace trajes o un carpintero hace sillas.” Y el

peregrino, con una malicia impropia del espíritu elevado que suponía ser,

ironizó: “Eso lo dice alguien vestido con un polo de poliéster facturado en

China y sentado en una banqueta de una tienda de muebles franquiciada por

alemanes.”
XXXVII

Una tarde el peregrino caminaba por un descampado. Atravesaba la

línea recta que unía una calzada con una ermita sobre una colina.

De repente, cinco caballos imponentes que pastaban, comenzaron a

trotar hacia él. El peregrino pensó: “Si corro estos caballos me arrollarán. Si

consigo quedarme quieto…”

El peregrino cerró los ojos y a pocos metros de su cuerpo, los caballos

desaceleraron y se acercaron al paso. Con sudor frío cayendo por su espalda,

el peregrino se atrevió a abrir los ojos. Los cinco caballos estaban tranquilos

frente a él, y uno de ellos lamía las llagas polvorientas de sus pies de

caminante.
XXXVIII

Y una noche, el peregrino no conseguía dormir. Sentía su cuerpo

pesado, cansado, dolorido, y aun así no conciliaba el sueño. Daba vueltas

sobre sí mismo, en su lecho, nervioso, agitado, ansioso por abandonar el

tortuoso estado de vigilia y deslizarse en el dulce refugio de Morfeo.

Y de repente, apareció una mujer a los pies de la cama. La bella

desconocida tocó los pies del peregrino y su cuerpo entero quedó inmóvil.

Asustado, él preguntó a la mujer: “¿Quién eres tú? ¿Acaso esto es un sueño?”

Y la dama respondió: “Eso es. Es tan sólo un sueño.”


XXXIX

En una ciudad fea, el peregrino conoció a una mujer joven que vivía de

sus artes amatorias. Era alta, morena y hermosa. Sus servicios eran los mejor

pagados de la ciudad, tanto por el clero como por los militares. Era famosa

entre los hombres y envidiada por las otras mujeres.

Esto lo supo el peregrino de su boca amiga. Los dos pasearon por los

alrededores de la plaza durante horas, conversando sobre todos los temas de

los que se puede hablar. Comieron un helado sentados en un banco y dieron

el barquillo para las palomas que revoloteaban a sus pies.

Ella dijo: “Jamás había disfrutado así de la compañía de un hombre.

Sólo te conozco desde hace siete horas y siento como si te conociera desde mi

infancia. Y lo que resulta nuevo para mí, es que un hombre pase una tarde

conmigo sin interesarse por mi cuerpo desnudo. ¡Nunca estuve con un

hombre peregrino con voto de castidad!”

Y el peregrino respondió: “¿Quién dijo que siguiera voto de castidad?

El único voto que sigo es el de pobreza. No tengo dinero…” La chica sonrió

pícara y dijo: “Entonces, hermoso amigo, creo que estamos perdiendo el

tiempo aquí.” El peregrino pregunto: “¿Por qué? ¿Quieres dinero?”. Y la

muchacha respondió: “No. Quiero que me hagas el amor durante toda la

noche antes de que te vayas de la ciudad.”


XL

Y el peregrino llegó a una villa donde todos se preparaban para el fin de

los tiempos. Unos construían refugios, torres, arcas. Otros saqueaban y

violaban. Unos guardaban semillas en silos descomunales. Otros correteaban

desnudos al ritmo de una música odiosa. Unos se sodomizaban en la calle

como los burros. Otros tecleaban, tecleaban, tecleaban en el ordenador.

Sorprendido, el peregrino se dijo a sí mismo: “En verdad esto es el fin

de los tiempos.”
XLI

Al crepúsculo, un caluroso día de Febrero, el peregrino bobo

conversaba con un aldeano del sur que había sido padre recientemente. El

lugareño le contaba anécdotas de su hijito recién nacido.

El peregrino, cansado del viaje, no podía disimular el aburrimiento al

escuchar tantas historias sobre cómo un mismo niño dormía, despertaba,

comía, defecaba… Y tras horas de escucha, el peregrino no pudo evitar abrir

la boca en un grandioso bostezo.

El hombre detuvo su narración y le dijo: “Ah, amigo, ya comprenderás

todo esto que te cuento cuando seas padre…”

El peregrino respondió: “Disculpa mi impertinencia. Estoy agotado.

Llevo años caminando de aquí para allá, sin más itinerario que una espiral que

se extiende hacia confines que aterran. Lo único que quiero es descanso. Ya

comprenderás todo esto que te cuento cuando seas un peregrino…”


XLII

Pasó el tempo y el peregrino llegó a tierras muy remotas. Al llegar a un

país del más lejano oriente, un chico joven se le acercó: “¡Oh, extranjero!

Cuéntame cosas de ese mundo que sólo conozco por otros… Háblame de las

cosas increíbles que vi en las fotos…”

El peregrino preguntó: “¿Qué cosas increíbles son esas?” Y el

muchacho respondió: “En fotos vi gente diferente entre sí, con diferente color

de piel, de cabello…”

Y el peregrino asintió: “Sí, eso fueron las razas. Las había antes de la

gran guerra nuclear.”

“¿La gran guerra nuclear?” -interrumpió el chico- “algo me contaron en

la escuela, pero no mucho.”

El peregrino afirmó: “Pues gracias a ella, este mundo es como es.”


XLIII

Un día feliz, el peregrino llegó a la ciudad donde vivía un famoso

campeón de ajedrez. Como, ya por aquel entonces, el peregrino también era

famoso, ambos marcaron una cita para conocerse y jugar al ajedrez.

El peregrino dijo: “En estos últimos años he madurado una estrategia

para hacerte frente. Juguemos.”

La partida comenzó con el campeón jugando con blancas. Tras unos

pocos movimientos, el ajedrecista se sorprendió al ver que el peregrino repetía

los movimientos de su contrincante a modo de espejo. Él dijo: “¡Ja, ja, ja…!

¿Esa es tu estrategia? ¿Imitar mis movimiento?” El peregrino se encogió de

hombros y dijo: “Pues sí.” En siete movimientos, las blancas dieron mate.

Tras darse la mano, el ajedrecista dijo: “Bien. Juguemos una segunda

partida;; en esta partida yo iré con negras. Comienza.” Y el peregrino concluyó:

“No sé jugar al ajedrez, no sé su reglamento, ni los movimientos de las piezas.

Pero imitándote conseguí jugar con un campeón de ajedrez y perder con

dignidad tras un buen rato de partida. Ha sido un honor.” Y el campeón

respondió: “El honor fue mío.”


XLIV

Una mañana de sábado, el peregrino paseaba por un parque. Allí había

un grupo de cinco madres conversando mientras sus hijitos jugaban en los

columpios. El peregrino se presentó con amabilidad y preguntó: “¿Sabéis que

vuestros hijos nacieron con los ojos abiertos?”

Una madre dijo: “¡Qué!” Otra exclamó: “¡Es cierto!” Otra afirmó:

“¡Recuerdo perfectamente cuando mi hijo nació con los ojos abiertos!” Otra

se sorprendió: “¡Asombroso!” Y la otra preguntó: “¿Y qué significado oculto

tiene que nuestros hijos hayan nacido con los ojos abiertos?”

El peregrino respondió: “Nacieron viendo lo que nosotros nos

negamos a encarar. Son hombres y mujeres con una visión integral de la vida

que les pertenece. Cuando nosotros preferimos no mirar, ellos fijaron su

mirada en las pupilas de sus padres asustados. Ellos traen la valentía y la

sabiduría que a nosotros nos negaron nuestros padres; y a nuestros padres,

nuestros abuelos. Estos niños son nuestros maestros y esa maestría depende

de nuestro amor y protección.”


XLV

Un día, el peregrino llegó a una ciudad triste, vieja y sucia. La tierra

estaba oculta tras montañas de vidrio y asfalto, y todos los hombres iban de

aquí para allá, sin sonrisa en el rostro, y uniformados con ropajes de diferentes

signos.

Sin comprender lo que allí pasaba, el peregrino entró en una tasca y

encontró a un viejo borracho. Le preguntó: “¿Qué ha ocurrido en esta

ciudad?” El viejo contestó con palabras secas: “Soy un campesino ignorante

que sólo sabe cultivar la tierra. No sé. Pregúntale a nuestro gobernante; él

tiene instrucción y competencia para responder a esa pregunta.” Y diciendo

esto, el viejo eructó y se quedó dormido con la cabeza reposada en la barra del

bar.

El peregrino salió de la tasca y pensó para sí: “Otra ciudad en la que el

gobernante desprecia el saber de un campesino. Otra ciudad gobernada por

alguien que no sabe ni cultivar la tierra. Otra ciudad muerta…”


XLVI

Otro día, el peregrino se adentró en una senda pedregosa que se

antojaba eterna. Sin ciudades ni pueblos ni casas, tras horas de caminada, el

peregrino se detuvo a la vera del camino junto a unos cardos.

Entonces, una lagartija se le acercó y le dijo: “Este camino no va a

ninguna parte. Regresa por dónde has venido y márchate de aquí.”

El peregrino, estupefacto, exclamó: ¡Una lagartija hablándome! ¿Puedes

hablar, lagartija? ¡Increíble!”. La lagartija no respondió, ni habló más. Sólo

pensó para sí: “¡Más increíble resulta lo tonto que eres!”

El peregrino siguió la orden dada por la lagartija y regresó por el

camino de piedras. En su vuelta, pensó asombrado en lo ocurrido,

inconsciente de que aquella misma tarde, le habían salvado la vida.


XLVII

Un sábado, el peregrino llegó a una ciudad enorme, con mares de gente

caminando por las calles.

Al ver su mirada perdida, un peatón se acercó al peregrino y le

preguntó: “¿Puedo ayudarle en algo? ¿Adónde quiere ir?”

El peregrino agradeció la atención y respondió: “Me gustaría ir al centro

de esta ciudad.”

El hombre le respondió rápidamente: “Para ir al centro debe coger el

metro”;; y señaló una boca de metro abarrotada de gente.

El peregrino, que ya había escuchado esa palabra alguna vez, encontró

un momento óptimo para saciar su curiosidad: “¿Qué es el metro?”

El paciente peatón le respondió: “Aquí en la ciudad, para viajar, puede

hacerlo bajo tierra…”

El peregrino respondió: “Sí, de donde vengo, el último gran viaje

también se hace bajo tierra, pero yo sólo quiero ir a la plaza mayor de esta

ciudad.”

El ciudadano, un tanto extrañado, dijo al peregrino: “Bueno, en ese

caso, puede coger el autobús.”

El peregrino, que ya había escuchado esa palabra alguna vez, encontró

un momento óptimo para saciar su curiosidad: “¿Qué es el autobús?”

Y el gentil hombre respondió: “Disculpe, señor, pero tengo prisa. No

puedo detenerme a charlar aquí con usted.”


XLVIII

El peregrino llegó a una ciudad que ya conocía. Estaba en un país

limítrofe con su patria, y ya había conocido esa ciudad siendo niño cuando

viajó con su perceptor por todo el continente. Sin embargo todo estaba muy

cambiado, muy diferente: los prados se habían convertido en ríos de asfalto y

había edificios de más de veinte pisos. Sus habitantes vestían ropas nuevas,

extravagantes, extrañas.

El peregrino paseó por la avenida central y dijo: “Por primera vez en

varias décadas de peregrinación, yo me siento solo.”


XLIX

Entre una ciudad y otra, el peregrino pasó por un poblado que estaba

de romería. El peregrino preguntó a un lugareño que se divertía: “¿Qué

celebráis?”

El hombre respondió: “Celebramos la vida. Mañana comienza un

periodo de penitencia y abstinencia en el que no podremos hacer lo que esta

noche hacemos. Por eso me ves aquí, ebrio de mistela, magreando a esta

muchacha despendolada. ¿Te unes a la fiesta?”

El peregrino respondió: “Lo siento, pero soy un extranjero y estoy de

paso. Además, yo mañana, si quisiera, sí podría hacer todo esto que estáis

celebrando. Mañana, y pasado mañana, y al otro… Nada me impide celebrar

la vida durante todo el año.”

Y el borracho replicó escupiendo: “¡Repugnante forastero sinvergüenza!

¡Vuelve a tu disoluto e infame país de costumbres bárbaras!”


L

Y el peregrino llegó a su país. En la frontera la policía le dio el alto:

“¡Detente! ¿Por qué quieres entrar a este país?” El peregrino respondió:

“Bueno, yo nací aquí, crecí aquí, viví aquí… quiero entrar en él porque soy de

aquí”. A lo que el policía replicó: “¿Entonces por qué quisiste salir de él?

¿Crees que puedes abandonar tu patria y volver a ella años después como si

nada hubiera pasado?”

El peregrino pensó por unos instantes y respondió: “Sí. Exacto.”

El policía no dejó entrar al peregrino en su propio país. Tuvo que

retroceder y pasar la noche en un descampado, junto a una ruina. A la mañana

siguiente, rodeó el paso fronterizo y, atravesando un espeso matorral, entró en

el país donde nació, sin el visto de la policía, sin pasaporte, sin documentos.
LI

Por el camino, el peregrino se encontró con un paisano que lo

reconoció: “¡Oh! ¿Eres el peregrino? ¡En verdad eres el peregrino! Por aquí

eres muy famoso y admirado. ¿Qué haces en este país?” El peregrino

respondió: “Yo soy de aquí;; nací en este país.”

El hombre se sorprendió: “¡Ah, no lo sabía!”

El peregrino se despidió del paisano que se fue cabizbajo. Ambos

siguieron con su camino en direcciones opuestas. El peregrino pensó: “¡Oh,

qué agradable sorpresa! Aquí también soy famoso y admirado… En mi propia

tierra conocen mis hazañas” Y el paisano pensó: “¡Bah! Este peregrino en la

televisión parecía otra cosa… ¡En persona parece medio bobo!”


LII

Y a medida que caminaba todo se fue tornando familiar: las calzadas de

bloques toscos, los cercados con cabras, los campos de olivos desparramados

por los lados. Los niños aún jugaban en las plazas de los pueblos vecinos. En

una de esas plazas, la fuente de doce caños seguía dando agua clara,

transparente, fresca. Un viejo llenaba varios bidones y un muchacho joven los

cargaba en el carro.

Atravesó aquel pueblo que tantas veces había atravesado. Sus casas

blancas continuaban igual de blancas. Sus patios floridos no habían

marchitado. Sus muchachas seguían cuchicheando en grupos de tres.

Una de esas muchachas se dirigió al peregrino y le dio una flor

anaranjada: “¿Sabes qué significa el nombre de este pueblo en la lengua que ya

has olvidado?” El peregrino negó con la cabeza. Respondió la chica: “Novia.”

Y se fue corriendo hacia el corrillo de amigas.

El peregrino subió por un laberinto de callejas hasta el monte del

castillo. Desde lo alto, abrió los ojos a lo que tenía delante: el crepúsculo sobre

su pueblo natal, detenido, fijado, petrificado.


LIII

El peregrino dijo en voz alta y clara: “Vuelvo a ti porque ya fui hasta los

confines de lo que me rodeaba. Ahora nada más me rodea. Y sigo dando

pasos sólo porque debo cerrar el camino que comencé siendo tuyo. Pues tuyo

sigo siendo.”

La soledad más absoluta recogió aquellas palabras. Tras unos minutos

en los que el sol siguió poniéndose sobre su pueblo natal, el peregrino

comenzó el descenso de aquella loma.

Aún no era de noche cuando él entró a su pueblo. Era aquel mismo

pueblo del que había partido hace treinta y tres años. Nadie conocido se

encontró entonces.
LIV

Llegó a la plaza central donde jugaba de niño. Aún había niños que

corrían, que gritaban, que jugaban con los últimos instantes de luz rubicunda

que permitía el ocaso de aquel día.

Una alegre niña se acercó al peregrino y le dijo: “Volviste. Viejo, pero

volviste.” La madre llamó a la niña por su nombre y ella volvió corriendo

entre gritos y risas.

Ya hacía frío. Era necesario regresar al hogar. El peregrino atravesó la

calle y se detuvo frente a su casa.


LV

Entró en ella. Comprobó que alguien había cuidado de la casa durante

el tiempo que duró su periplo: la casa estaba ventilada y limpia. Olía a sándalo,

como aquella mañana en la que comenzó el viaje que allí acababa.

Se quitó el sencillo ropaje blanco que había vestido durante su

peregrinación, y se dio un baño con agua tibia.

Después se tumbó en su cama y, musitando una oración de

agradecimiento, cerró los ojos.

Nadie sabe nada de este hombre después de aquella noche. Tampoco

su nombre, ni tan si quiera si él aún vive. Sólo algunos que lo vieron con sus

propios ojos aseguran que peregrino pudo ser llamado. Y sólo yo mismo, el

único que lo acompañó durante su viaje, sé hasta qué punto, este peregrino

fue bobo.
© 2012, Editorial Ibn Asad, versión digital e-book

978-1-105-59522-6

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