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Dorothea Binz
Dorothea Binz
Mónica G. Álvarez
Golpear y azotar sin piedad a los prisioneros en el búnker era una de sus habituales
costumbres, además de entrenar a sus alumnas más aventajadas en lo que pasó a definir
como ‘placer malévolo’.
Se sabe relativamente poco sobre su vida familiar temprana. Era la segunda hija del
matrimonio formado por Walter Binz, un ayudante de técnico forestal, y la
heredera de un vivero y de varias tierras de cultivo de la zona. Tuvo una tercera hermana y
con quince años decidió abandonar el colegio. Aunque según sus propias palabras, aparte
de ser ama de llaves durante su adolescencia se formó como “directora de cocina”.
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Como le ocurrió a otras guardianas, Dorothea Binz se dejó seducir por la radiante estela
del nazismo que dejaba tras de sí una especie de inagotable fascinación. Y decidió acudir a
la oficina local de las SS en su localidad para ofrecerse como voluntaria en la cocina
del campo de concentración de Ravensbrück. Lo consiguió.
El 26 de agosto de 1939, Binz comenzó una nueva vida. Por un lado, iniciaba una etapa
como miembro del Partido Nazi y todo lo que eso conllevaba; y por otro, empezaba la
formación necesaria para convertirse en guardiana del campo junto con otras
compañeras. Allí encontró uno de los mejores lugares para dar rienda suelta a su
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naturaleza sádica, oculta hasta ese momento para los demás, e incluso, para ella
misma.
Se inicia el entrenamiento
Para las mujeres afiliadas al NSDAP llegar a Ravensbrück significaba adiestramiento.
Ellas serían las encargadas de “cuidar” y salvaguardar la seguridad de un recinto
que, poco a poco, fue trastocándose en una gigantesca celda de castigo. La salubridad
brillaba por su ausencia, dejando paso al continuo fluir de muertes y cadáveres, víctimas
de enfermedades tales como tuberculosis, tifus, disentería o neumonía. Pero la realidad
era otra. Más de 300 mujeres morían cada día por culpa del hambre, el frío, el
exceso de trabajo y por supuesto, de las vejaciones perpetradas contra ellas.
Durante el tiempo que Binz residió en Ravensbrück hasta su huida en 1945, estuvo bajo
las directrices de camaradas tan conocidas como Emma Zimmer, María Mandel,
Johanna Langefeld, Greta Boesel o Anna Klein-Plaubel.
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En el proceso judicial, Binz declaró haber trabajado “un año entero entre otros
vigilantes de Außenkommandos (comandos exteriores)”. Conforme al
Arbeitseinteilung Kontrollbuch (libro de control de la división de trabajo), que se puede
consultar en el Museo Memorial de Ravensbrück, y que a su vez forma parte de la
Fundación de Museos Memoriales de Brandemburgo, esto no sería cierto, ya que se puede
verificar que entre octubre y noviembre de 1939 montó guardia en el aserradero de
madera donde había diez mujeres trabajando; en mayo de 1940 también se encargó de
supervisar a las prisioneras que se dedicaban a la conducción de basuras, la
limpieza de suelos o la cocina; e incluso, llegó a gestionar al personal de construcción del
campamento.
Por tanto, su testimonio era totalmente incoherente. Binz había sido parte activa de
aquel encarnizamiento.
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Esta etapa, casi idílica, le valió a Dorothea para actuar como una segunda instructora de
Irma Grese. Binz y Mandel enseñaron a la rubia con carita de ángel todo lo necesario para
imponer el miedo y la perversión a su llegada al campo. Las tres mujeres, cada una a su
manera, se llegaban a coordinar cuando querían atormentar a sus presas con
atroces prácticas sexuales. Las principales vigilantes y guardianas que salieron de
estos “cursillos” se comportaron como verdaderas asesinas en serie.
A pesar del bucólico paraje que rodeaba Ravensbrück, con casitas de maderas pintadas
con colores ocres y verdes en medio de la vegetación, aquel campo inaugurado con prisas
llegó a parecer un almacén de cadáveres en muchos momentos.
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Una de las supervivientes, Barbara Reimann, recordaba que aunque los altos mandos del
campamento eran hombres, la verdadera inhumanidad provenía de sus vigilantes,
especialmente de las guardianas femeninas. Las Aufseherinnen eran las responsables de
impartir la férrea disciplina diaria repleta de normas, castigos y restricciones, y “donde
la amenaza del búnker de castigo era casi una sentencia de muerte”, afirmaba
Kristina Ussarek.
No es hasta febrero de 1944 cuando Binz, cuya carrera había sido meteórica, por fin
obtiene una recompensa en forma de ascenso. Se convierte oficialmente en
Oberaufseherin, la nueva supervisora en jefe de Ravensbrück.
Se desata la violencia
Detrás de una apariencia francamente atractiva y dulce, de hermosos cabellos rubios y
ondulados y ojos claros, se escondía una de las dementes con mayor sangre fría de
todo el campamento. Binz era tan concienzuda a la hora de desempeñar sus funciones
que rara era la ocasión en que sus víctimas lograran sobrevivir.
En la documentación guardada por el archivo oficial del gobierno británico sobre el Caso
Ravensbrück, se pueden leer las tareas que realizaba la nazi: “La ejecución de las
primeras revistas comenzó dos veces por día. [...] Intercambio de prisioneros en el
campo de concentración, resumen de entradas y salidas, controles de bloqueo, reportes de
acceso, registro de quejas de los prisioneros, breves interrogatorios”.
Los llamamientos podían durar entre dos y cinco horas todas las mañanas,
incluso en pleno invierno. Decenas de presas morían antes de personarse en Lagerstrasse
ante su fila de trabajo. No desayunaban, solo un poco de líquido. Y a partir de ahí,
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Dagmar Hajkova, una superviviente checa, rememoraba cómo fue testigo de uno de estos
apaleamientos: “Dorothea observó a una mujer que pensaba que no trabajaba lo
suficiente. Se le acercó y la abofeteó hasta tirarla al suelo, después cogió un hacha y
empezó a rajar a la prisionera hasta que su cuerpo sin vida no era más que una masa
sangrienta. Cuando terminó, Dorothea limpió sus botas brillantes con un trozo
seco de la falda del cadáver. Se montó en su bicicleta y pedaleó sin prisa de vuelta a
Ravensbrück como si no hubiera pasado nada”.
Crimen y castigo
El famoso búnker de castigo tuvo especial protagonismo. Las convictas que eran enviadas
allí estaban acusadas de delitos muy graves. Las dos transgresiones más
importantes eran: participar en un sabotaje y tratar de escapar. La pena
impuesta: la fustigación en tandas de 25, 50, y 75.
Tras dichas vejaciones, las internas permanecían desnudas, sin alimentos, sin calefacción
ni mantas, y cada cierto tiempo eran rociadas con agua congelada a presión. Tras el
manguerazo se iniciaba una serie de golpes y puñetazos que terminaban con la víctima al
borde de la muerte.
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Martha Wolkert, una campesina arrestada por desarrollar lo que los alemanes
denominaban Rassenschande o “profanació́n de la raza”, es decir, estaba acusada de
mantener relaciones sexuales con trabajadores polacos mientras que su marido
permanecía ausente en el servicio militar, fue castigada de la siguiente manera:
“Binz me leyó la orden de arresto y mi castigo: dos tandas de 25 latigazos. Después [el
comandante] Suhren me ordenó subirme al potro. Me fijaron los pies en una
abrazadera de madera, y el de la placa verde me ató. Me levantaron el vestido por
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encima de la cabeza para mostrar mi parte posterior (teníamos que quitarnos nuestra
ropa interior antes de salir de los barracones). Luego me envolvieron la cabeza en
una manta, presumiblemente para amortiguar los chillidos.
Mientras me ataban, respiré hondo para que no me pudiesen atar tan fuerte. Cuando
Suhren se dio cuenta, se arrodilló y apretó la correa tan fuerte que sentí un dolor horrible.
Me ordenaron contar cada latigazo en voz alta, pero solo llegué hasta once.
[…] Sentí mi trasero como si estuviera hecho de cuero. Cuando salí fuera, sentí un terrible
mareo”.
La Binz enamorada
Las sesiones de tortura y crueldad eran una constante en el campo de concentración
liderado por Dorothea Binz. Pero muchas de las reclusas concuerdan en afirmar que la
guardiana estaba enamorada. Aquel por quien suspiraba no era otro que Edmund
Bräuning, SS-Schutzhaftlagerührer y adjunto del comandante Rudolf Höss,
un individuo particularmente violento. De hecho, algunos expertos subrayan que el
ensañamiento de Binz podría explicarse por aquella romántica relación que mantenían
entre ambos camaradas, ya que Bräuning animaba a su amada a perpetrar todo
tipo de abusos.
Durante sus largos y apasionados paseos alrededor del campo, Edmund la incitaba a
acompañarlo y observar los castigos aplicados a las reas para, a continuación,
alejarse entre risas. La relación terminó a finales de 1944 cuando trasladaron al SS a
Buchenwald.
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Otra de la víctimas que logró sobrevivir a las palizas perpetradas por Binz, la rusa Zina M.
Kudrjawzewa, relató ante el tribunal que permaneció en el búnker tres días sin
comer y después de haber recibido 15 latigazos. El motivo: haber garabateado un
pequeño poema en un papel.
La superviviente Germaine Tillion declaró cómo la supervisora golpeó con fuerza a una
compañera: “La víctima estaba tumbada semidesnuda, aparentemente inconsciente,
llena de sangre desde los tobillos hasta la cintura. Binz la miraba, y sin mediar
palabra, la pisoteó en sus ensangrentadas piernas y empezó a mecerse a sí misma,
equilibrando su peso desde los dedos de los pies hasta los tacones”.
Binz se divertía hasta la saciedad ordenando a las prisioneras que se pusieran en posición
de firmes durante horas, mientras les abofeteaba la cara. Si alguna terminaba por
desfallecer, Dorothea se acercaba hasta ellas y se reía a carcajadas. Aquella “risa
diabólica”, como se atrevieron a definirla las internas, se alimentaba del placer malicioso
al contemplar el sufrimiento ajeno hasta límites insospechados.
Esta asesina ya se había ganado la mayor de las famas; ser la peor de las guardianas
del campamento, la más perversa y maquiavélica del momento. Disfrutaba paseándose
y regodeándose ante sus inferiores. Así lo admitió durante el interrogatorio que le
hicieron el 6 de enero de 1947 ante el tribunal militar británico en Hamburgo, cuando
sostuvo que abofeteó y golpeó con una regla a las presas que se mostraban
“insolentes” o se negaban a admitir “las acusaciones ya probadas”. Creía que “la verdad
ya había sido establecida”.
“Era una mala bestia”, llegó a decir Barbara Reimann miembro del Partido Comunista de
Alemania (KPD). “Tenías que mantenerte lejos de ella, porque era realmente muy
peligrosa. […] Se ponía caliente apaleando prisionera”.
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Y entonces sucedió lo que nadie se esperaba: “La brutal Oberaufseherin Dorothea Binz, se
levanta pálida y sale corriendo, tras ella sale Bräuning. ¿Tal vez se sintió culpable, o
quizá le quedaba en el ultimo rincón de su corazón, un poco de compasión
que no quiso demostrar? ¿Acaso sentían la injusticia que les habían causado a estos
niños? Nosotras respiramos con alivio cuando ellos salieron de la habitación”. Este fue el
mayor acto de solidaridad jamás visto en el campo de Ravensbrück.
Fue en torno al 27 de abril de 1945 y la liberación del campo se produjo tan solo tres días
después. Mientras tanto, la supervisora decidió huir por su cuenta, deshaciéndose
de su uniforme y de su identidad. Tras la liberación de Ravensbrück fue Dorothea fue
capturada por los británicos en Hamburgo el 3 de mayo.
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A las nueve de la mañana del 2 de mayo de 1947, en la prisión de Hamelín, Dorothea Binz
se encontró cara a cara con su verdugo, el británico Albert Pierrepoint, quien le señaló
dónde debía colocarse para proceder a la ejecución. Allí se encontraba Binz, con
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los pies en la trampilla, esperando a que Pierrepoint le colocase la capucha negra y la soga
alrededor del cuello. Unos segundos después se pudo escuchar el crujido de la
muerte. Dorothea Binz, la despiadada criminal que había asesinado cruelmente a miles
de mujeres y niños, acababa de morir. Tenía 27 años.
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