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HUGO MIERES

NADIE VIO NADA


Acto único

NADIE VIO NADA

PERSONAJES

El Hijo

El Padre

Epoca actual
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ESCENA 1

El texto contiene dos planos que deben diferenciarse: el de la

realidad consciente y el del sueño o ensoñación, que el Hijo ha

ensayado por años casi diariamente, de modo que en su actuación,

este personaje realizará acciones que parece estar recordando y no

realizando por primera vez.


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Se eludirá de modo expreso el naturalismo, tanto en la violencia

física, como en la verbal. Se ensayarán dos o tres golpes -no más-

reales, y los otros pueden mimarse. Por ejemplo, puede el Hijo

encontrarse a metros de distancia del Padre, realizar la acción de

lanzar el golpe, y el Padre encogerse, acusándolo.

Cuando el Padre reciba los golpes de corriente eléctrica, bastará con

que el Hijo presione con el índice determinado lugar del espacio, o

cierre las manos sobre su cabeza, para que una luz azul destelle

sobre la cabeza del Padre y éste se arquee por la descarga.

Se dará especial importancia a la iluminación. Cuando sea general,

se tratará de una luz blanca, sin ningún tipo de filtros.

El espacio de la realidad por la que transita el Hijo en la escena

inicial se creará con focos desde el piso del escenario en

contrapicado; se iluminará escasamente la figura entera,

privilegiándose la iluminación concentrada en el rostro, las manos, u

objetos que se busque destacar.

Por ejemplo, cuando el Hijo llegue hasta la puerta de calle de la casa

del Padre y llame a la puerta, la sombra de su cuerpo se proyectará

sobre un costado y progresivamente se le superpondrá otra

gigantesca que porta un revólver, sin que sea necesario atender a la

verosimilitud.

Se utilizará una cámara gris para cubrir el espacio escénico y el

único objeto “real”, es la puerta de entrada, gigantesca, que se eleva

perdiéndose más allá de la parrilla.


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En la sala, donde transcurrirá la mayor parte de la acción, habrá un

sillón, una silla, una pequeña mesa con una lámpara.

El Hijo vestirá pantalón y buzo negros, y el Padre uniforme blanco

de gala.

Desde foro, avanza hasta detenerse en primer plano, el Hijo. Una

luz cenital da sobre él. Es un hombre de unos treinta años.

HIJO.- (A los espectadores.) Es imprescindible antes que nada, que

les haga una confesión. Dentro de unas horas, tres o cuatro a lo

sumo, voy a cometer un homicidio. Por supuesto, ustedes

desconocen la víctima, ni siquiera saben quién soy, ni por qué voy

a realizar un acto de semejante naturaleza.

Lo primero lo sabrán dentro de muy pocos minutos, y en cuanto a

quién soy, bueno, simplemente, un hombre bastante común,

aunque creo que en esta oportunidad voy a salir de lo corriente,

ustedes saben, tener una mujer, hijos, una casa, un perro,

cambiar el coche.

En este sentido, puedo decir que poseo algunas ventajas. Perro no

tengo, vivo en una pensión, y si hubo una mujer cuyo recuerdo a

veces duele, esa mujer no ha regresado del exilio, y hace años que

nada sé de ella. Con todo, su ausencia facilita las cosas, porque

hace mucho que sé que mi futuro solo debe transcurrir por el

camino que le he trazado, y ello implica eliminar desviaciones

sentimentales o de cualquier otro tipo, que pretendan

desnaturalizar mi propósito.
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He decidido asumir la filosofía del motín, y decretado ser otro

elegido capaz de emplazar en medio de la calle una ametralladora,

hacer soltar a los tunantes y disparar sobre ellos sin considerar

necesario dar la menor explicación, porque, vean, si han resultado

delincuentes, los fiscales y los jueces ya han dado las explicaciones

necesarias, ergo, están condenados. Nada demasiado original,

desde luego, pero me ha llevado un tiempo considerable tomar esta

decisión, vacilé con idas y venidas, hasta el día en que supe que lo

que me convenía era vivir no humanamente, y que esto significaba

crear un universo singular en que mis actos escaparan al control

moral, convertirme en sacerdote, sacrificador, oficiante y que no

había otro objetivo que justificara mi existencia, sino consumar lo

irremediable, y avenirme a ello. Ahora me siento preparado y sé

que soy capaz de acostumbrarme a respirar con absoluta libertad

cualquier abyección sin sentir el menor remordimiento.

¿Entonces, qué piensan que voy a hacer? Armado con un arsenal

de material militar, mientras voy caminando por la calle, me dedico

a mutilar, violar y asesinar. Un perro atado a un farol que está

llamando a ladridos a su amo, resulta un blanco perfecto para mi

Magnum 47. A una viejecita que arrastra un carro de

supermercado y me obstruye el paso, la quito de en medio con mi

lanzacohetes portátil. Una granada lanzada en el estuche de la

guitarra de un músico ambulante, lo reduce a él y a su

instrumento a picadillo. (En realidad me gusta la música, pero este


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hombre desafinaba demasiado.) El brazo de la guitarra que sale

volando por los aires, atraviesa el parabrisas de un auto y se

estrella contra la cabeza del conductor que ha osado tocarme la

bocina. El globo de un niño estalla sin problemas con solo arrimar

mi cigarrillo. A una mujer vestida con una minifalda ceñida, la

reclino contra un buzón, le arranco el bikini que deja a la vista

unas temblorosas nalgas, y la violo penetrándola por detrás. A un

negro que deja una bolsa de basura sobre la acera, lo aso con mi

lanzallamas...

Perdón. Espero que no me hayan creído. Todo esto no es más que

el resultado de mi imaginación desaforada. En realidad, la esencia

de lo que ustedes calificarán de monstruosidad, (yo lo defino de

otro modo) no puede ser percibido sensorialmente por los demás.

Me corrijo. Lo será por un solo habitante de este mundo, después

de mí, claro.

Entendámonos: al mirarme, es evidente que cualquiera pensaría

que soy lo que se dice una persona bien adaptada. Existe la idea

muy arraigada de ver en los homicidas a seres extraordinarios,

cuando la verdad es que son, en su mayoría, de lo más corrientes.

Por consiguiente, no estamos hablando de Mr. Hyde, desde luego.

No van a verme jamás pisoteando a una inocente niñita a la que

después abandonaré llorando en medio de la calle. Desde luego

que no. Soy una persona cortés y bien educada, que abre la puerta

a las damas, y que ayuda a las jóvenes madres con los cochecitos
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en las escaleras mecánicas. Los detalles típicos. Y como pueden

apreciar, físicamente no estoy mal, aunque me han dicho que

tengo un aire un poco ausente, que puede perjudicar algo esa

imagen.

En fin. Me queda explicarles el por qué, lo que es algo más

complicado. Aunque no lo crean, nunca he matado ni a una

mosca. Pude hacerlo; matar, digo, pero no lo hice. Todos, alguna

vez hemos sentido ese impulso, y mentiría quien lo negara.

Vean: la vez que me pregunté por qué es necesario que toda la

tierra, desde su corteza hasta el centro tuvieran que empaparse de

sufrimiento, lo primero que encontré fue la respuesta de los curas:

todo es voluntad divina, inmarcesible gracia de Dios, ya que éste

nos asiste en el padecimiento, y perdona nuestras ofensas. Los

sufrimientos son imprescindibles, porque con ellos se compra la

felicidad futura; en conclusión, todo lo que ocurre, incluso las más

monstruosas humillaciones y ofensas, son un gran bien.

Pero mi razón, y sobre todo mi memoria, no pueden resignarse. No

hay armonía ni orden cuyo fundamento sea el crimen, ni puede

pedírsele a la conciencia ni a la memoria de los hombres que sean

capaces de perdonar, por lo que el olvido es inmoral y el perdón de

los crímenes es inmoral.

Reconozco que yo mismo, hace un instante, reclamaba mi derecho

al homicidio y a la amoralidad. Así que quién me entiende.


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(Molesto.) Lo siento, me resulta imposible ser más claro. Además,

nada me obliga a serlo. Si desean claridad, lean libros de cocina.

(Hace un gesto de que no le presten atención.)

Perdón de nuevo, no ha sido más que otro arrebato. Quiero que se

me entienda; solo necesito de ustedes, un poco de paciencia.

Comprenderán que no es fácil mantener la mente completamente

fría en momentos como éste.

Lo que quiero decir, es que siento respeto por el asesino. No solo

porque ha conocido una experiencia poco frecuente, sino también

porque se erige en dios; sobre un altar, o sobre tablas podridas. Me

refiero, desde luego, al asesino consciente, cínico incluso, que se

atreve a cargar con el hecho de dar la muerte sin querer remitirse a

ningún poder, pues el soldado que mata en el campo de batalla no

compromete su responsabilidad, ni el loco, ni el celoso, ni menos el

que sabe que conseguirá el perdón; pero sí aquel que frente a

frente consigo mismo, vacila aún en mirarse en el fondo del pozo al

que con los pies juntos se ha lanzado. La trascendencia que busco,

no tiene su raíz en el amor, precisamente; la tiniebla extrema, eso

desconocido puro que espera que lo iluminemos al mismo tiempo

que nos ilumina con su destrucción, es lo que completará todos los

perfiles de mi personalidad por ahora secreta, pero que dentro de

un rato pondré por completo al descubierto.

Ya he dicho que me llevó tiempo decidirme, y mis vacilaciones me

hacían sentir como en una ratonera, pero la presente


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determinación de actuar ha mejorado mi estado de ánimo y he

estado ocupado seccionando el tiempo cuidadosamente; lo he

amojonado palmo a palmo, y ahora, por fin, puedo entregarme

entero, de una sola zambullida al pasado, que necesito recuperar

despiadadamente y que habrá de devorarme, sin que pretenda

escapar del horror; por el contrario, deseo -y debo- hundirme en él

hasta los ojos.

(Se ilumina una puerta y hacia ella se dirige el Hijo.)

Bueno. Hemos llegado. Esta es la casa. Desde luego que para llegar

hasta aquí he dado varios rodeos, con el fin de despistar al tira que

me sigue como si fuera mi sombra. Sé muchas cosas de él. Por

ejemplo, que viene todos los lunes a las nueve de la mañana,

conversa algunos minutos con el hombre encerrado en la casa, y se

retira. Pero hoy es martes, y en ningún caso se le ocurriría

buscarme en esta calle. Lo último que hice hace un rato, fue

perderlo en un shopping, volver a la pensión, mostrarme en la

vereda conversando unos momentos con la dueña, cosa de hacer

evidente mi presencia en el lugar, tomar un café en mi pieza, y

salir de nuevo a la calle a los quince minutos, por una puerta

trasera.

Miren el barniz de la puerta. Demasiado brillante, no? “Por mis

obras me conocerán”, dijo el Maestro.(Ríe.) Es que el dueño se

preocupa todos los años de raspar la pintura saltada, lijar todo

meticulosamente, pintarla de nuevo, y dejarla lo más parecida


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posible a la tapa barata de un cajón de muerto. Fíjense ahora en

este llamador de bronce. Es una delicada mano de mujer con los

dedos juntos y levemente entrecerrada, con el puño festoneado y

que hasta calza un anillo; me gusta imaginar que su dueña, es

decir la damita que la prestó para el molde, está casada, o por lo

menos comprometida. O mejor digamos estuvo, ya que el llamador

hace por lo menos cincuenta años que se encuentra en este mismo

lugar. A la altura de la muñeca tiene una bisagra, que permite

levantarla hasta unos noventa grados de la puerta, y dejarla caer

desde allí sobre una chapa de hierro incrustada en la madera.

Pero no se fíen de su aparente fragilidad. Su curvatura obedece a

una razón muy simple: está sosteniendo una bola de hierro

bastante pesada. Voy a hacerla sonar tres veces, y lo voy a hacer

con ganas. Los ruidos que oirán podrán parecerles insignificantes,

pero puedo asegurarles que dentro de la casa sonarán como

cañonazos, lo que enfurecerá al propietario, que es precisamente lo

que deseo. Aquí vamos.

ESCENA 2

(Golpea tres veces con fuerza. La puerta se abre casi de inmediato,

y aparece un hombre corpulento, de anchas espaldas, y de gesto

adusto. Tiene ya más de sesenta años, pero no ha perdido una

musculatura permanentemente trabajada por el ejercicio.


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Lleva en la mano un revólver que apoya contra su cadera y con el

que apunta al recién venido.)

HIJO.- Buenas.

PADRE.- Así que volviste...

HIJO.- ¿Me vas a pegar un tiro?

(El Padre con toda parsimonia, guarda el revólver en su cintura.)

PADRE.- ¿Sabés que pensé hacerlo? Pero sería gastar pólvora en

chimangos.

HIJO.- No sabías que era yo quien llamaba. Por tanto ibas a

pegarle un tiro a cualquiera que hubiera golpeado, fuera quien

fuera. De lo que se trata es de no perder la costumbre...¿Puedo

pasar?

(El Hijo entra, el Padre lo mira de arriba a abajo y después cierra la

puerta de entrada.)

PADRE.-(Volviéndose) No sos bienvenido. ¿Qué querés?

HIJO.- Ver a mi madre.

PADRE.- No podés.

HIJO.- ¿Por qué?

PADRE- No está.

HIJO.- ¿Dónde fue?

PADRE.- Murió.

HIJO.- (Se ha demudado, pero logra conservar la calma.)¿Murió?

¿Cuándo?

PADRE.- Hace más de un mes.


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HIJO.- No me avisaste. Tus tiras saben donde estoy. Siempre. Ni

mear solo me dejan. Aunque me mudara a la luna lo sabrían, y no

me avisaste.

PADRE.- (Con desprecio e ironía) Pereza. No tenía ganas.

HIJO.- Más de un mes...¿Murió aquí?

PADRE.- Sí.

HIJO.-(El tono anterior se esforzaba por ser indiferente; ahora, en

cambio se vuelve irónicamente agresivo.) ¿No te abandonó antes?

Digo...a veces, algunos animales heridos se alejan de los hogares

de sus amos en la hora de la muerte. Desaparecen. En alguna

cueva, o en lo espeso del monte. ¿Será vergüenza? ¿Restos de

pudor, de orgullo? Bueno, con ella no ocurrió así...Como hasta ese

instinto le mataste, le bastó el boquete de su mutismo como

ratonera...Varias veces me he preguntado cómo habría sido antes

de conocerte... Quizá una mujer alegre. Sí, seguro que fue una

mujer alegre...hasta que la rodeó la muerte. (Entre risas) Pensar

que en algún tiempo tuviste capacidad para seducir a una mujer.

Para declararle tu amor. Realmente, no te veo diciendo palabras de

amor...no te veo...En verdad, tuvo aguante. El hilo de su

voz...desde niño tenía que aguzar mi oído para poder escuchar sus

canciones de cuna. Eran dulces, pero apenas las oía.

Después pude aprender su lenguaje de señas. En tu presencia,

claro. Simples movimientos de la mano, casi imperceptibles, me

decían: “¡No interrumpas cuando me está hablando!”, “¡No te pares


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delante de él!”, “¡A tu cuarto, a tu cuarto!” (Breve pausa) ¿Sabés

que cuando no estabas, hasta cantaba? Bajito, con miedo, pero

cantaba. Y, bueno, en algún momento, me pareció que su silencio

iba creciendo. Era una mujer flaca, pero en los últimos tiempos

parecía más pesada...más densa...como si la carga de lo no dicho,

del alarido atragantado, le hubiera engrosado las carnes. Y tuve la

esperanza de que un día estallara y se decidiera por fin a romperte

todo ese silencio en la cabeza y se mandara mudar. Pero no, me

equivoqué.

PADRE.- ( Sin perder la calma, con tono bajo y fuerte ironía) Callate.

Hablás demasiado.

HIJO.- ¡Caramba! Te molesta precisamente aquello en lo que te

especializaste. Hacer hablar a los otros.

PADRE.- ¡Te ordené callar!

HIJO.- ¿Por qué no me pegás? (El Padre, con los brazos en las

caderas avanza hasta quedar muy cerca del otro) Aunque hace

bastante tiempo, no debés haber perdido el entrenamiento. No,

seguramente que no. Pero por las dudas, te advierto que esta vez

no voy a poner la otra mejilla.

(El Padre ha ido enrojeciendo y cambia el peso de su cuerpo de una

pierna a la otra cada vez más rápido, como una garza monstruosa.)

PADRE.- Me estás tentando. Me estás tentando. Seguí así, y vas a

recibir una paliza como en los viejos tiempos.

HIJO.- ¿Puedo pasar a tu dormitorio?


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PADRE.- ¿Para qué?

HIJO.- Quiero mirar por la ventana por donde miraba mi madre.

PADRE.- Esa ventana sigue en su lugar. No cambió nada.

HIJO.- Algo cambió. Mi madre ya no está.

PADRE.-(Riendo con ganas) ¡Ja, ja, ja! ¿Sentimental? ¿La cana te

volvió sentimental?

HIJO.-(Ve que hasta ahora ha perdido la partida, pero contraataca)

No sé. ¿No te pasa lo mismo, a veces? ¡Pero qué boludez estoy

diciendo! ¡Seguro que no! ¡Quizá si recordás, no dormís bien!

PADRE.- Lo que a mí me pase no tiene nada que ver contigo y no te

interesa.

HIJO.- ¿Puedo pasar, o no?

PADRE.- Un minuto. Por reloj. Después te saco a patadas.

(El Hijo avanza hacia el dormitorio, y en el camino se detiene. El

Padre lo sigue con la mirada.)

HIJO- En algunas cosas te equivocás. Siempre en las mismas.

Cosas en que creíste. O en que fingiste creer. Sobre todo al

principio.

PADRE.- Vos también.

HIJO.- Puede ser. Por ejemplo, creíste que podías salvarnos. Creían

que podían salvarnos.

PADRE.- Ustedes también.

HIJO.- Puede ser.

PADRE.- Cero a cero, entonces.


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HIJO.- No. Tengo una raya a mi favor. A mí todavía pueden

creerme. A vos, no.

PADRE.- ¡Por favor! ¡No seas iluso! ¡Ya nadie los recuerda!

HIJO.- A vos, en cambio, te recuerdan bien. Yo puedo empezar de

nuevo.

PADRE.-(Ríe a carcajadas.) ¿Empezar de nuevo? ¡Ja! Lo único que

podés hacer es ponerte a lustrar mis botas. Si ustedes salen,

salimos atrás, y volvemos a hacerlos mierda.

HIJO.- Creo que no.

PADRE.- ¿Quién va a impedirlo? No me vayas a hablar del pueblo,

o de las masas, no seas atrasado.

HIJO.- No he venido a discutir.

PADRE.- Mejor. ¡Y terminó tu tiempo! ¡Ahora, andate! ¡Fuera! (Se

ha acercado al otro.)

HIJO.- ¡Te equivocás de nuevo! ¡Recién empieza!

(El Hijo, que parece estar mirando distraído hacia el dormitorio, se

da vuelta sorpresivamente y da al Padre un golpe en la nariz,

tirándolo al suelo, y haciéndole sangrar a chorros.)

HIJO.- ¡Me importa un carajo esa ventana!¡ Me importa un carajo

recordar lo que pasó en esta casa! ¡Fue solo un pretexto! ¡The

game is over! ¡Fuera de juego!

PADRE.- ¿Estás satisfecho?

HIJO.- Cuando esté satisfecho, te lo voy a decir. No sé si vas a

oírlo, pero te lo voy a decir.


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PADRE.- (Desde el suelo, sacando un revólver y apuntándole.) ¡Te-

voy-a-pegar-un-tiro! (Se levanta a medias.)

HIJO.- No me extrañaría. Sólo actuarías de acuerdo con tu

naturaleza.

(Le da una patada en la mano, y el revólver vuela. Enseguida, la

emprende a puntapiés con el otro. Después, le pone un zapato en el

cuello, apretando con fuerza.)

¿Te sorprendí? Ya no soy el niño que se desparrama a llorar en un

rincón después de tus palizas. ¿Cómo se siente estar abajo,

general?

PADRE.-A veces, nosotros también perdemos. Pero no te hagas

ilusiones. Apenas llevás un round. Me sorprendiste. Dejame

levantar y vas a ver...

(El Hijo se aparta. El otro, todavía algo mareado, se yergue, y

cuando empieza a levantar los brazos para ponerse en guardia, el

Hijo vuelve a golpearlo con eficacia y lo tira al suelo.)

HIJO.- ¿Viste cómo los boxeadores se apuran cuando ven al otro

medio bobo y liquidan la noche con un golpe de gracia? Bueno, ahí

lo tuviste. No fue nada limpio, lo reconozco. Pero nadie habló de

pelear limpio. ¿Y ahora?

PADRE.- Dos a cero. ¿Ahora? Vas a tener que matarme. Agarrá el

revólver y pegame un tiro, porque si me levanto...

HIJO.- ¿Sabés cuánto tiempo preparé esa media vuelta y el golpe?

¡Años! Bolsas de arena, trozos de madera blanda, hasta paredes


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han sufrido el mismo golpe. Me aseguraron que era bueno, pero yo

no estaba tan convencido. Necesitaba derribar a un elefante.

(Pausa.) Sabés a qué vine?

PADRE.- No. Tampoco me importa.

HIJO.- ¿Querés que te lo diga?

PADRE.- No.

HIJO.- Te lo voy a decir igual. Vine a entregarte.

PADRE.-(Amaga reír a carcajadas y enseguida se contrae por el

dolor de la boca partida. Se aprieta el corte con dos dedos y ríe con

una carcajada esquinada.)

¡Ja, ja, ja! Jí, jí, jíí! ¿A...entregarme?

HIJO.- Sí.

PADRE.- ¿Y a quién?

HIJO.-A la Justicia.

PADRE.- (Con risa estruendosa e imparable.)¡Ja, ja, ja! ¡La Justicia!

¡Seguís siendo un niño! Creciste, pero sos idiota. Un idiota grande.

HIJO.- (Riendo también.) Puede ser.

PADRE.-(Entre risas.) ¿De qué justicia hablás?

HIJO.- De la que administran los jueces.

PADRE.- ¡Ja, ja, ja! ¡Los jueces! ¡Los jueces no quieren saber nada

con nosotros! ¡Nosotros nos pasamos por las bolas a los jueces!

¡Siempre fue así! ¡Siempre será así! ¿No aprendiste ninguna lección

de la Historia? ¡Mal alumno, mal alumno! ¡Se cuidan muy bien de

mantenernos contentos! ¡No habrá plata para nada, pero para


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nosotros, siempre sale de algún lado! ¡Para juzgarnos hay que

tener algo más que un título y una toga! ¡Nosotros somos la

Justicia!

HIJO.- Entonces, te voy a juzgar yo.

PADRE.- ¡Ja, ja, ja! ¿Ah, sí? ¿Y cómo?

HIJO.- Como vos lo hiciste. ¿Acaso no estuviste presidiendo un

tribunal militar? ¡Y que yo sepa, jamás pasaste ni por la vereda de

la Facultad de Derecho! ¡La bufonada completa! ¡Pues vamos a

repetirla!

(Toma una lámpara, le quita la pantalla y con el brazo golpea al otro

en las costillas. El Padre se encoge haciéndose un ovillo, pero no

exhala ni un gemido. Esta, y las acciones que siguen, deben

realizarse con extrema violencia.)

¿Eso fue el ruido de tus costillas? ¡Caramba, es pesado, esto!

(Lleva una silla hasta el centro de la habitación.)

¡Arriba! ¡Arriba! ¡Sentado!

(Lo toma de las axilas y con un gran esfuerzo lo levanta y lo sienta.

¡Eso! ¡Quedate quieto ahí!

(El Padre intenta levantarse, y el Hijo lo golpea en la cabeza con el

pie de la lámpara, dejándolo atontado. Empieza a caer hacia

adelante, desmayado, pero el otro lo toma del cuello de la camisa y

evita que caiga. Mirando el pie de la lámpara.)

¿Qué es esto? ¿Sangre? ¿A ver, a ver?

(Le tantea el cráneo.)


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¡Bah, bah, bah,! ¡Apenas una abolladura! Lo único que espero es

no haber arruinado tu capacidad de sentir. Y sobre todo, tu

capacidad de gritar. ¡Y conste que estoy siendo demasiado suave!

¡Te estoy tratando como si fueras una nena! ¡Ni siquiera te he roto

el hígado de un culatazo! ¡A ver! ¡El cable del teléfono puede servir!

¡Total! ¿No vas a hacer ninguna llamada, no? (Arranca el cable.)

¡Las manos atrás!

( Se las ata al respaldo de la silla.)

¡Ahora, las piernas!

(El Padre empieza a recobrar el conocimiento.)

¡Abrí las piernas! ¡Te digo que abras las piernas!

(Lo golpea en los tobillos con el pie de la lámpara para que abra las

piernas, y se las ata a las patas de la silla.)

¡Ajajá! ¡Muy bien!

PADRE.- (Con una risita.) ¡Soy tu padre!

HIJO.- (Ríe a carcajadas y el padre lo acompaña) ¡Qué gracioso!

¡Pero qué gracioso! ¡Ahora te acordás de eso! ¡Ahora vos te ponés

sentimental! ¡No puedo creerlo! (Termina de atarlo.) ¡Ya está!

¡Perfecto! ¡Podés gritar, si querés! Los vecinos no se inmutarán. Lo

único que desean es mantenerse lejos de aquí. Esta casa está

apestada. Una casa aislada por un olor que vos conocés bien. El

olor que tiene esa cosa que alguna vez fue un hombre y que

después de hacer lo imposible para que un pedazo de cuerda no le

rodee el cuello, se balancea en el aire, indiferente al frío, al calor o


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la cuerda. ¡Mirá vos! ¡Nunca pensé que ese tufo me fuera a

favorecer algún día! Hace rato que el barrio está acostumbrado al

espectáculo del ogro que se pasea entre estas cuatro paredes

apuntando a todo el mundo con su cuarenta y cinco. Y habrán

visto también a una sombra siguiendo al ogro, sirviéndolo,

acomodando su almohadón. Una sombra que cuando terminaba de

lavar los pisos y los platos, cuando acababa por fin de lustrar las

latas de tu uniforme, se sentaba frente a la ventana, en la

oscuridad, y permanecía allí, con la vista fija en el árbol polvoriento

de enfrente, como si estuviera contando las hojas, o intentando

descifrar en su corteza códigos secretos. (Lo golpea.) Gritá, si tenés

ganas, podés hacerlo.

PADRE.- No te voy a dar ese gusto.

HIJO.-(Vuelve a golpearlo.) ¡Estabas autorizado a gritar! ¡Nadie te

dijo que hablaras! ¿No me vas a dar el gusto?

(El Padre guarda un empecinado silencio.)

¡Eso lo vamos a ver! ¿Los mojabas primero, verdad? ¡A lo mejor con

el sudor de tu miedo alcanza!

PADRE.- ¡No tengo miedo! ¡No te tengo miedo!

HIJO.- ¡No te autoricé a hablar! (Lo golpea.)

PADRE.- Vas a tener que matarme. No te olvides de matarme. Si

me dejás vivo, no vas a cojer nunca más en tu vida, porque te voy a

arrancar los huevos!


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HIJO.- ¡Qué reiterativo! ¡No estás en condiciones de amenazar! ¡Si,

sí, sí! ¡Puede que lo hagas! ¡Eso, si te llega el turno! Por ahora, no!

¡Porque ahora, se produjo la rebelión de los extras!

(Pausa. El Hijo mira en derredor.)

¡Empecemos! ¿El cable de la lámpara será suficiente? ¡Probemos!

(Arranca el cable de la lámpara, lo pela con los dientes en un

extremo y conecta el otro en un enchufe.)

¡Esto ya está listo!

(Prueba la extensión del cable y ve que es demasiado corto.)

¡Mierda! ¡No alcanza!

(Intenta empujar la silla, pero lo hace con torpeza y la hace caer de

costado.)

HIJO.- ¡Putísima madre!

PADRE.- ¡Ja, ja, ja! ¡Pero qué torpe que sos! ¡Ni para eso servís!

HIJO.- ¡Callate! (Lo golpea.)

(Intenta enderezarla y después de gran trabajo, lo consigue. Ha

quedado exhausto y se sienta en el suelo a descansar.)

HIJO.- Hay que hacerlo con cuidado. Los elefantes son animales

pesados.

(Toma la silla de la parte superior de las patas y, sentado, tira de

ellas hacia el enchufe. La silla se desliza lentamente. Cuando cree

que es suficiente, se para y mide nuevamente el cable.)

HIJO.- Ahora, sí. Hasta podría ahorcarte con él. Pero no esperes

eso. Si cometo un error y te desnuco, sería demasiado rápido.


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Porque en la horca o en el fusilamiento, cuando te bamboleás en el

aire, o quedás sentado, dueño de una absoluta pasividad mientras

la sangre empapa tus zapatos y no te enterás, porque estás

muerto, en la muerte rápida, digo, siempre hay una cuota de

dignidad que le estás regalando al muertito. Lo despenás, y ya

está. Y vos merecés otra cosa.

(En silencio, da una vuelta alrededor del Padre.)

¡Pero si falta el agua! ¡Esperá por ahí, no te vayas!

(Sale, y regresa a los pocos segundos con una jarra con agua que

vuelca sobre el Padre, empapándolo. Enseguida, levanta los brazos

sobre su cabeza, cierra las manos, una luz azul vibra sobre el padre

que se arquea con la descarga, pero permanece en silencio.)

(Abriendo las manos.) ¡Bien, general! ¡Usted es fuerte! ¡Duro de

pelar! ¡Resistente como un gato! “Entrenamiento duro, combate

fácil” ¿Era así? Una buena frase. Una buena frase...(Nuevo golpe de

corriente.) ¡Pero en todo hay límites, no? ¡Eso lo probaste vos y

todos los mierdas que te asesoraban, eh? ¿Eh? ¡Todo cuerpo tiene

un límite! ¡Toda mente tiene límites! ¡Y pasado ese límite, se canta

hasta el arrorró, o viene el babeo, la estupidez, la pieza acolchada

donde podés dedicarte a comerte los piojos! ¡Eso, cuando tenés

suerte, cuando no, ¡pizza para los gusanos!

(Nuevo golpe de corriente.)

¡Hasta el límite, entonces! ¡Vamos hasta el límite, general! ¡Tiempo,

tenemos! ¡Ni siquiera mi madre va a venir a mirarnos con todo su


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silencio a cuestas! ¡Ni siquiera ella! ¡Lástima que no esté! ¡Capaz

que me ayudaba!

(Pausa. Toma una silla y se sienta frente al otro.)

¡Pensabas que no iba a volver, Aníbal! ¡Cómo te falló la estrategia!

Pero, ¿por qué te llamo así? Aníbal entró en Italia por donde

menos lo esperaban, le metió el dedo en el culo a Roma y no se lo

sacó hasta que apareció Favio Máximo, que lo derrotó, y como

simpatizo con Aníbal, siempre digo que fue por casualidad.

¿Preferís que te llame Favio Máximo? No, no te merecés ninguno de

esos nombres. Ambos estuvieron en el campo de batalla, y no

detrás de un escritorio. Así que te voy a llamar como siempre:

Elefante.

(Se ha levantado y sorpresivamente, le da una fuerte bofetada)

(Pausa)

Cuando me fui, agradeciste al cielo que la oveja descarriada

desapareciera para siempre. Porque iba a ser tu ruina, tu

deshonor. Habías fracasado en mi educación. No te había salido un

marine. ¡A pesar de tus rigores, a pesar de los madrugones para la

gimnasia o la carrera, no te salió un marine! (Pausa) Yo sabía que

lo único que podía hacer era esperar. Que si esperaba y sobrevivía,

iba a tener más tiempo que vos, y que algún día mi tiempo, el que

me estabas debiendo, iba a llegar. Anotaba tus golpes. Uno por

uno. Con un cortaplumas, en el suelo, debajo de la cama, iba

haciendo rayas. Y anotaba el silencio de ella, su sumisión de


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borrego, su tácita aceptación de tus palizas, aunque después,

cuando te ibas, me pasara la mano por la cabeza...no se daba

cuenta que de nada servía eso, ya no importaba, ya estaba

resignado a que no se jugara, a que ni una sola vez te hubiera

detenido el brazo...

(Pausa.)

Una paliza, una raya. Una paliza y un silencio, dos rayas. Y

cuando no hubo más lugar, cuando los cortes se habían ya

confundido con las vetas de la madera, me fui. No hiciste nada.

Creíste que iba a regresar a los tres o cuatro días, muerto de

hambre, a pedirte perdón. Error de nuevo. Algo me enseñaste. A

resistir. Y se puede decir que estoy preparado. Ha pasado mucho

tiempo. Pasó mucho agua bajo los puentes. Mucha agua podrida.

Verde de podrida. Yo me hice hombre, vos envejeciste. Pero no se te

vaya a ocurrir pensar que tu vejez pueda enternecerme o algo por

el estilo. La gente tiende a justificar las maldades de los viejos, y

termina por perdonar esas maldades cuando revientan, como si los

años o la tapa de un cajón pudieran redimir algo.

(Se levanta.)

¡Bueno! ¡Basta de cháchara! ¡Hay que seguir! ¡Ah, pero si me

olvidaba de algo muy importante! Supongo que bastaría buscar

bien en el garaje entre tus cosas viejas para encontrar una

colección...¿o las quemaste? ¡Ne me digas que sentiste miedo

alguna vez! ¡Seguro que cuando se estaba votando la Ley las


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quemaste! ¡Mirá si no salía, y te pescaban con una colección de

capuchas vomitadas! ¡Porque sos muy valiente, pero no masticás

alambre de púa! O tal vez, no...tal vez no pensaste nada, y como te

creías Aníbal, seguiste guardándolas en algún baúl.

(Mira en derredor, ve un baúl, se dirige hasta él, lo abre y saca

aviones y tanques de juguete, los distribuye apuntando al Padre y

juega con el avión, haciéndolo volar con movimientos que rozan la

cabeza del Padre. Se oyen ruidos de carreras, chirridos de cubiertas

de automóviles que frenan, disparos de ametralladoras, voces de

multitudes. El Hijo cesa abruptamente el juego y parece volver a la

situación en que se encuentra, después de haber regresado a la

niñez.) ¡No importa! ¡Ahora me importa un carajo! Así que...con la

funda de cualquier almohadón nos podemos arreglar...

.(Se levanta, le quita la funda a un almohadón.)

lo doblamos aquí...así...

(Se la prueba a sí mismo.)

¡Perfecto!

(Ahora la calza en la cabeza del Padre.)

¡Plinc!

(Lo observa, dando una vuelta alrededor del Hombre sentado.)

¡Ja! ¡Ni que te la hubiesen hecho a la medida! ¡Y eso que sos

cabezón! ¿Qué se siente? (Lo golpea.) ¿Estás sordo? ¡Te pregunté

qué se siente!
25

(Vuelve a golpearlo. El Padre intenta levantar la cabeza y el otro se

la empuja hacia el piso.)

¡Mirá hacia abajo! ¡No levantés la cabeza! ¿A ver? ¿A ver? ¡Dejame

adivinar qué se siente! ¿Soledad? ¡Noo! ¡Eso es demasiado

intelectual para un espartano como vos! ¡Pero ahora estás ciego,

¿viste? ¡Sos un ciego! ¡Un subversivo de mierda, y además, ciego! ¡Y

como estás ciego, estás indefenso, querido! ¡No sabés -eso es lo

principal, la especial exquisitez que tiene esto- no sabés de dónde

puede venir el siguiente golpe.

(Da vueltas sigilosas en derredor del Padre, golpeándolo.)

¿De aquí? (Lo golpea.) ¿O de aquí? (El mismo juego.) ¿O de aquí? (El

mismo juego.)

No sabés cuántos hay a tu alrededor. Pude ser uno,

dos...muchos...y todos acezantes, con sus fuerzas intactas, están

dispuestos a dártela. No sabés qué tenés enfrente, dónde está la

salida, no sabés nada, ¡porque-no-ves-nada! (Vuelve a golpearlo.)

¡No levantes la cabeza, te dije! ¡Mirá hacia abajo!

PADRE.- Te juro que...

HIJO.- ¡No jures, hijo de puta! ¡Limitate a contestar mis preguntas!

(Le aplica otro golpe de corriente.)

¡Mirá que puedo pasarme! ¡Te lo digo de verdad! ¡Realmente, no

tengo experiencia! No hay por aquí ningún médico que te ausculte

y me autorice a seguirte dando o me pare la mano porque ya no

servís para nada! Así que si me paso, sabrás disculparme...


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¡Recordemos, papá, recordemos! ¡El recuerdo es bendito! ¡Miremos

por el espejo! (Pausa.) Desde el hoy, desde la ruina, desde la

sórdida parodia de soldado que sos, miramos hacia atrás y ¿qué

vemos? Apenas un capítulo de “El Príncipe”. Si hubo un hombre

sabio, ése fue Maquiavelo, sí señor. Una escena con hombres de

carne y hueso, hombres que saben que son mortales y tratan de

salvar sus cabezas o de regatear a la Historia un poco de respeto

para sí mismos, ciertas apariencias de valor, de decencia...algunos

hasta lo logran y están en el gobierno...¡Pero cuando empezó...!

¡Superman se puso la capa recién planchada, y salió a salvar al

mundo!...

PADRE.- ¡Estábamos en guerra, imbécil! ¡Y en la guerra hay que

aniquilar al enemigo, deshacerlo, comerlo crudo, pulverizarlo! Y el

enemigo es indefinido, se adapta a cualquier ambiente y usa todos

los medios, lícitos e ilícitos, para lograr sus objetivos. Se disfraza

de sacerdote, de alumno, de peón rural, de intelectual avanzado; va

al campo, a las escuelas, a las fábricas y a las iglesias, a la cátedra

y a la magistratura; usará si es necesario el uniforme o el traje

civil; hará cualquier papel para engañar y mentir! ¡Pues lo

vencimos! ¡Liberamos al país de las ideologías importadas, y

restituimos el orden! ¡Pero siguen por ahí! ¡Siguen! ¡Por eso,

nuestra misión es permanente, justificada y legítima!

HIJO.- ¡Esperá! ¡Sé lo que viene! ¡No me hables, por favor de Patria,

o de Seguridad Nacional, por favor. Podrán no haberse enterado los


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soldados rasos, quizás ni siquiera los tenientes, pero lo que sos vos

y tus pares, siempre supieron que desde Roma, pasando por el

Tercer Reich, y más cerca de nosotros por Pinochet, fueron

sistemáticamente usados como custodias y gendarmes de

millonarios a los que les garantizaron un buen dormir y la bolsa

llena. Y si rapiñaron algo de pasada, fueron migajas, sobras, el

miserable botín del ratero, los huesos roídos que les abandonaron

en los platos dorados. Así que no te gastes y no me interrumpas,

que conozco de memoria tus discursos!

PADRE.- ¡Yo también los tuyos! ¡Terminá de una buena vez, y hacé

lo que tengas que hacer, que te estoy esperando!

HIJO.- Lo primero que dijiste, es verdad. ¿Sabés que tenés razón?

Teníamos un discurso, es cierto. ¿Truco? ¡Pues, retruco! (Pausa)

Pero hay un detalle, mínimo, que desconocés. No de lo que estoy

diciendo, sino de nosotros, de un elefante y su elefantito, en una

habitación cualquiera, en una ciudad cualquiera y en un país

cualquiera de América Latina. No sabés lo que va a seguir.

Aunque...teniendo en cuenta lo que has pasado, y ahora no como

mirón sino como protagonista, seguramente habrás descartado

algunas posibilidades. Por ejemplo, no estarás esperando que nos

arrodillemos juntos a rezar, ni un baño de agua caliente con sales

aromáticas, ni que te arroje flores. No. Es fácil deducir, que estás

esperando algo más de lo mismo. En eso, estás en lo cierto. Pero

como no me conocés, como nunca me conociste, lo que está


28

pasando en este mismo instante por esa augusta cabeza de

emperador desahuciado, es...¡una duda! La duda de si de verdad,

en serio, tengo huevos suficientes como para llegar al final,

porque...el final ya lo habrás adivinado, no?

Ahora, como las reglas del juego las pongo yo, y si me envidás te

canto flor, para enterarte de eso, vas a tener que esperar. No

mucho, te lo prometo.

Decía, ¡y callate! : que se desperezaron y salieron en estampida,

mientras los titiriteros siguieron con su vieja táctica. Esperar,

callar, dejar que el tiempo limara asperezas y pudriera

resistencias...claro, por debajo de ellos había de todo. Gente

sincera pero alejada de la realidad, pescadores en río revuelto que

desensillaron hasta que aclarara para salir después a ser el fiel de

la balanza...mientras tanto, el suelo retemblaba con el peso de las

ruedas de los camiones. ¿Te acordás, mi papá? Nadie sale a ver. Ya

vendrá el recuento de muertes, ya hablarán las bocas del miedo, ya

se sabrá, se comentará. No hablarán los enterrados, ni los

desaparecidos, ni los habitantes de los pozos, no hablarán sino los

vivos, casi muertos de miedo...murmurarán. Será apenas un

susurro, pero otros lo oirán. No solo tienen miedo.Están desolados

y llenos de rencor. Y el rencor, a veces se paga. Sólo a veces.

Ustedes decían: (Con voz estentórea y dando pasos de ganso.)

“¿Qué pueden hacernos cuatro locos sueltos que vociferan por las

calles? Oposición tan desmedrada, da más lustre al gobierno.


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Dejarla que se muestre es mostrar indirectamente la fuerza que

acompaña al nuevo régimen.”

PADRE.- La democracia es un régimen demasiado débil, demasiado

indefenso. A la democracia como a los niños, hay que ponerles

tutores, hay que llevarlos de la mano para que crezcan derecho y

no se tuerzan.

HIJO.- (Como si no lo hubiera oído) Pero nos estamos

adelantando...hablábamos de los camiones, papá...de los

camiones. ¡Rummm, rummm, rummm! Aparecían primero en la

noche. Después fueron tomando confianza, y los peatones

desprevenidos y asombrados, bajaban la cabeza en plena luz del

día y seguían de largo cuando ustedes levantaban la lona,

encasquetaban la capucha en la cabeza de los que habían

etiquetado y los empujaban dentro del camión a culatazos. Pero

usted...usted no está en esos camiones, general. Vamos a suponer

lo siguiente: que está encerrado. En la oscuridad. ¡Sólo lo vamos a

suponer! ¡Esto no es de verdad! ¡Solo estamos jugando! ¿Nunca

jugó, señor? ¿Nunca fue niño? ¡No tenga miedo! Bueno, decía, está

encerrado, no está cómodo, no, claro, no puede decirse que esté

cómodo. Entonces, quiere irse. No puede. Quiere dormir, morirse.

No se puede. Está viviendo exclusivamente desde la carne y los

huesos, señor.
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(Le aplica repetidamente golpes de corriente y el Padre tensa el

cable hasta el máximo, que se introduce en su carne, pero sigue

callado.

El Hijo se detiene un momento.)

Espere. Otra vez la prisa. No hay caso. Me falta la experiencia.

Primero lo están golpeando. Lo primero que hay que hacer es

golpearlo. Pensarás que ya te di una paliza. Eso no tiene

importancia. Se puede repetir cuantas veces se quiera. Y, ¿para

qué golpearlo? ¿Qué sentido tiene semejante salvajada? la

respuesta es sencilla y usted la conoce. Para ablandarlo, general.

(Lo golpea.) Esa es la lógica del garrotazo.(Lo golpea.) Clara como el

agua. (Lo golpea.) Un procedimiento normal y bastante antiguo. Si

golpeás una camisa contra una piedra, la mugre se ablanda. Claro,

la camisa puede arruinarse, pero esos son riesgos que se corren en

esta vida. ¿Quiere carne blanda? Cien garrotazos. No importa que

el animal sea viejo o joven. Lo golpean, y se encoge. Cae, y lo

paran.

(Acompañará el parlamento que sigue con golpes sobre la mesa; se

ha olvidado del otro y está reviviendo su propia experiencia.)

El pantalón no duele, el alma no duele. Duelen los pies...las

piernas...duelen los brazos y los dedos de las manos. Oye su propio

cuerpo sonar como algo extraño, que le recuerda el ruido que hace

el cuero seco de una carroña cuando se la golpea con un palo.

(Vuelve a aplicarle corriente. El Padre se tensa en arco.)


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¡Grite, general, grite, no es ningún pecado, todos gritamos! Se oye a

sí mismo gritar, mientras unos cuantos voltios pasan por su

cuerpo. Claro, no es nada humano. No son sus palabras ni su voz,

pero es su grito, el bramido furioso que emite lo bestial acosado y

herido. Es músculos y tejidos resonando rechazo. ¡Chille, chille,

papito!

(Le aplica corriente con fiereza. El otro aúlla sacudiéndose

espasmódicamente.)

¿Vio? Todo usted es un chillido semejante al del cerdo cuando el

cuchillo corta el cuero, penetra en la garganta y la sangre empuja y

salta y empapa filo y manos. ¿Hay gusto a metal en la boca? Ahora

usted está recordando el rayo y los experimentos con electricidad

en los muslos de una rana. Siente la insoportable resistencia del

cuerpo, de la carne a dejarse vencer, de los huesos a quebrarse, del

corazón a dejar de latir. Y el gusto a metal en la boca. Le parece

estar respirando plomo, masticando y regustando sus propias

muelas hechas de un metal blando, de un chicle metálico

mareante. No sabe si han pasado horas o días. ¿Parece locura, no?

Pero es la pura verdad. No lo sabe...No sabe si es de día o de

noche. Cuando lo tenían parado, llegó un momento en que creyó

que no iba a poder resistir más. Piensa correr hacia la pared que

supone enfrente. Que si arremete contra ella y se da de cabeza,

dejará de estar parado, quedará atontado o quizá muerto por el

golpe, y sentado, por fin sentado... Imagina su cabeza abierta en


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dos. Piensa que así podrá dormir. Y corre. Pero calcula mal y cae

mucho antes de encontrar la pared.

PADRE.- Hice lo que debía. No me arrepiento de nada.

HIJO.- ¡Callate! (Lo golpea.) Lo ponen de pie. Con las piernas

abiertas, las manos en la nuca. Siente sus zapatos a punto de

reventar por la hinchazón de los dedos. El corazón bombea en la

cabeza. En las sienes. Tiene el corazón en la cabeza.

Dormita...parado, como los caballos. Los caballos duermen

parados. Lo sacuden con nuevos golpes.

(Lo golpea.) Pero el general es duro de pelar. Está entrenado. Con

todo, no lo dejan dormir. Y si no lo dejan dormir, morirá.

Y se acuerda del gato. Del gato sentado sobre un angosto tablón de

madera suspendido sobre un gran cubo con agua. El tablón es tan

fino, papá, que si el gato se duerme, cae al agua. Pero el gato es

ágil. Cuando empieza a dormir con peligro de caer, despierta y se

afianza con sus garras a la tabla. Va a dormir, y resbala. Queda

colgando como un malabarista de sus garras delanteras.

Entrenamiento duro, combate fácil, general. El gato vuelve a

subir...se afianza...dormita...se afloja. Al cuarto día cae al agua y

muere...ahogado, asfixiado dentro del cubo con agua hasta los

bordes.

(Pausa.)

¿Y sabe para qué todo eso? ¿Todo eso tan interminable? ¡Para que

usted diera nombres, lugares, cifras...


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(Un largo silencio.)

¿A cuántos mandaste torturar? ¿A cuántos desapareciste? ¡Me vas

a decir que no ordenaste esas muertes! ¡Puede que no! ¡Puede que

no! ¡Pero las permitiste! ¡Las permitiste para darte el lujo de

ignorarlas! ¿A cientos? ¿A miles? ¡Claro, vos mandabas! ¡No te

metiste nunca en las tatuceras ni en las cloacas! ¡No se te fueran a

ensuciar los entorchados de fiesta! ¡Los galones que conseguiste

sin disparar un solo tiro, sin enfrentar a nadie, mandando a otros!

(Pausa larga. Ahora su voz suena cansada, casi sin matices.)

¡Y ya está! ¡Ya es suficiente! ¡Bajé y bajé y llegué hasta tu mierda!

¡Y esa mierda me empapa y de alguna manera hay que limpiarla!

El viaje ha sido tenebroso, pero para llegar hasta el fondo, tuve que

hacer desaparecer todo resto, toda semejanza o recuerdo de amor,

de bien, de virtud, de pureza, de todos esos carajos, hasta llegar

hasta el punto más bajo, el punto cero del bien, lo definitivamente

malo. Fue ahí donde te encontré entero, como verdaderamente sos.

(Pausa.)

Ahora estamos iguales. Empapados y en el final del viaje. Padre e

hijo. Una sola sangre, y la misma ferocidad insensata. (Pausa.

Después, con una voz llena de cansancio.) ¡Tenías razón con la

Justicia! ¡Nuremberg fue una farsa y en la Guerra del Golfo no

murió nadie! “¡Al final la verdad siempre triunfa!” ¡Pero qué

mentira nauseabunda! ¡La mayoría de los bandidos escapa! ¡Casi


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todos los rufianes logran huir después de haber metido la mano en

la lata, a gozar de sus millones!

(Pausa larga)

¡Y ya basta, ya basta! ¡La humanidad me debe ésta!

(Busca por la habitación, encuentra el revólver y lo examina.)

¿Sabés qué estoy haciendo en este momento? Examinando su

revólver, general. Tiene todas las balas, señor. Y ahora lo apoyo

contra su nuca. ¿Siente el frío del metal? Mi mano derecha está

abierta y hago que mi dedo índice realice un breve movimiento

recogiéndose sobre sí mismo. Apenas siento en el dedo como una

ligera tensión.(Pausa.) Ahora el mismo dedo repite el movimiento,

pero en esta ocasión sobre el gatillo del revólver, de nuevo una

ligera presión y la frialdad del metal contra la carne, me indicarán

que el dedo se está moviendo.

(A los espectadores)

Muchos de ustedes pensarán que finalmente no apretaré el gatillo,

están deseando que no lo haga, alguno quizá esté orando para que

no lo haga, se dicen, si pudieran me lo gritarían, que no es cierto

que sea igual que él, que todavía me queda un mínimo escalón por

descender, que mi mierda tiene un poco menos olor que la suya... y

otros, estarán deseando que lo haga, que deje por fin las

payasadas y mande al otro mundo a esta cucaracha. Hasta

podríamos hacer una votación. Repartir papeles azules y papeles

rojos. Si sale una mayoría de papeles azules...Pero, no, no es


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buena idea. Los convertiría en cómplices, en jurado... ¿Y para qué

comprometerlos, si lo único que quieren es que esto termine para ir

a tomar una café en el bar de la esquina y hablar de cualquier cosa

menos de lo que vieron? No. Esta es una decisión que debo tomar

solo.

(Desata parsimoniosamente al padre, y le quita la capucha.)

HIJO.- Esa es la cuota de dignidad que te debía, muertito.

(Se produce un apagón, suena un disparo y el fogonazo ilumina

débilmente a los dos hombres. La cabeza del Padre ha caído hacia

un lado. Un largo silencio. Se enciende progresivamente una luz en

primer plano iluminando al Hijo.)

ESCENA 3

Lo mato siempre, todos los días, a cada instante, cada instante mi

dedo índice se mueve una y otra vez, una y otra vez, hasta que el

tambor se vacía, y el caño del revólver hierve. Pero todo ocurre solo

aquí, solo aquí, bajo los parietales. (Sonríe.) Año tras año llego

hasta esta puerta brillante de barniz, mi mano se estira hacia la

manita de bronce, pero jamás se ha atrevido a tocarla, y lo único

que he visto por mucho tiempo del hombre, es su silueta reflejada

en la ventana, paseándose de arriba a abajo incesantemente, solo,

porque es cierto que su mujer ha muerto, según me han dicho los

vecinos. De arriba a abajo, con pasos militares, solo, esperando,

desafiándome. (Ríe débilmente.) Ahora tengo que empezar a


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planificarlo todo de nuevo. Quizás el año próximo. Una muerte por

tantas muertes, no puede ser tan mal negocio. Apagón

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