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LA DANZA DESNUDA Y OTROS
CUENTOS
Armando Díaz Sagredo

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La Danza Desnuda y Otros Cuentos
Armando Díaz Sagredo
©Armando Díaz Sagredo 2021
Registro de Propiedad Intelectual: 2021-A-631
ISBN: 999-999-9999-9999
Editor: Armando Díaz Sagredo
Diseño y Diagramación:
Cristián Puentes Riffo
Impreso en Chile
Contacto: diazsagredoarmando@gmail.com

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Con amor a:
Lucy, Lucita, Esteban e Isabellita. (Ah y al Simoncito)

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INDICE

Prólogo........................................................ 7
La Danza Desnuda....................................... 9
El Experimento.......................................... 21
Gabriel....................................................... 29
El Canto de la Ballena................................ 37
El Divorcio................................................ 41
El Violinista............................................... 49
La Fosa....................................................... 55
El Cóndor de Los Andes............................ 65
El Angustia................................................ 71
El Valor de las Palabras............................... 81
Suicidio...................................................... 91
La Fotografía.............................................. 95
La Corona de Espinas................................ 99
Tú, Mujer................................................. 109
Hoy.......................................................... 113

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PRÓLOGO

Me defino personalmente como agradecido. De Dios, de


la vida, de la familia, del tiempo que me ha tocado vivir. He
renunciado deliberadamente a incluir la ironía y el sarcasmo en
estos cuentos, aunque ellas sean buenas herramientas literarias.
He querido dar a luz estas líneas como livianas y transparentes,
ojalá motivadoras para quien las lea, sobre todo si esa persona
es joven. Habiendo experimentado una potente experiencia
cristiana en los años 80, me reconozco también como admirador
absoluto de la persona, palabras y valores del Nazareno. Es lo
que he intentado comunicar en estos quince relatos, sin poseer
la pretensión de convencer sino sólo de seducir a través de la
expresión de la enorme felicidad de hacer familia con el Padre
y sus innumerables hijos. Si logro hacerlo con al menos una
persona, la meta ha sido cumplida.
Armando Díaz Sagredo ( 1959)
Comunicador oral y escrito.
Santiago de Chile, enero de 2021

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LA DANZA DESNUDA

V isitaba con frecuencia el zoológico. Recorría sus calles con


alegría infantil. Había pocas cosas que lo hicieran sentir
más contento. El aroma de los animales, mirarlos y admirarlos,
el nado del pingüino a través del gran ventanal, las caras
inigualables del chimpancé, la lengua morada de la jirafa, todo le
pareció fascinante, siempre. Su familia protestaba: “Es una cárcel
de animales”. “Ellos sufren”. Él contestaba: “Es verdad, pero me
fascina estar ahí”. Lo sentía como una experiencia sanadora, a
pesar de las contradicciones. Su adolescencia y juventud sufridas
lo habían llevado a este remanso en que encontraba frescura para el
alma. Allí entraba en un mundo distinto, tan distante del universo
de cemento y plástico en que vivía a diario. Pero nadie sabía que
esta conexión iba mucho más allá. Nadie conocía de sus vuelos
nocturnos, cuando caía en un sueño profundo y se veía sobre la
sabana africana, planeando, flotando y desplazándose velozmente
sobre los elefantes, búfalos y jirafas que huían desordenadamente
al percibir este raro pájaro-humano sobrevolar sobre ellos.
Libertad. Plenitud. Belleza. Sin las ataduras del cuerpo, sin
dolores ni preocupaciones volaba por el espacio inmenso. Abajo,
bosques, arbustos, ríos, colinas, pero sobre todo estepa, planicie
hasta donde alcanzaba la vista. Y ese aire tan cálido. Nunca le

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

gustó el frío, a pesar de haber nacido en él. Lo suyo era el verano,


los atardeceres calurosos y la brisa que los refrescaba trayendo
tanta paz. “Soy un iluso, nadie me entiende”, se decía. Y “ni
siquiera puedo contar lo que me pasa”. Resulta que esta obsesión
peculiar comenzó a provocar en él cierto ensimismamiento. Así
que se preocupó. ¿Se estaba volviendo loco? En todo caso, era
una locura bastante dulce. “Nostalgia, quizás, se decía”. ¿ Pero
cómo se puede estar nostálgico respecto a algo que nunca se ha
tenido? Sin embargo, se diría que aquel era el sentimiento que
podía reflejar en forma más adecuada lo que tenía en el corazón.
Un dejo de tristeza y un potente anhelo de volver a aquellos
lugares donde alguna vez, aunque fuera en sus sueños, había
vivido. “Loquito de patio”. “Falta que me atropellen cualquier
día por andar en la luna”, se dijo. Así que comenzó a intentar
vincularse un poco más con la realidad, se estableció horarios
estrictos y procuró ser un buen ciudadano del gran Santiago, con
la suficiente cuota de ansiedad y cansancio que no le permitiera
pensar en cosas tan superfluas. Y llegó a lograrlo por algunas
semanas, incluyendo un respetable temblor del párpado derecho.
Pero no tuvo mayor éxito.
La fuerza de las ilusiones volvió de manera inesperada. El
día menos pensado debió llegar desde la Alameda hasta el Metro
Bellas Artes, así que cruzó por el Cerro Santa Lucía. Llegó
jadeando hasta la terraza Caupolicán y se lanzó por el sendero
ubicado justo detrás del héroe originario, hacia el norte. Fue allí
cuando quedó cautivado por un cuadro mágico. En una pequeña
caída de agua, cubierta de musgo sobre la roca lisa, se bañaban dos
colibríes de pecho rojo. Diminutos, elegantes, sus movimientos
rápidos y perfectos simulaban una danza clásica y maravillosa.
Una y otra vez se bañaban salpicando pequeñas gotitas de agua
fresca en todas direcciones. ¿Podía existir algo más bello? Quedó
petrificado por tiempo indefinido. ¿Un minuto, una hora?
Nunca supo. Luego siguió caminando, ya mucho más calmado,

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

pensando en cómo daría explicaciones ante aquel compromiso al


que nunca llegó.
Aquel incidente llegaría a ser una puerta de oro hacia un
universo distinto y hermoso. ¿Era tanta su sed, su anhelo, sus
ansias de conocer realidades ocultas y nuevas para él, que este
cruce brevísimo podía llegar a ser tan significativo? Pues ese
fue el caso, el día exacto en que nuestro personaje logró asir
una realidad paralela e infinita y salir del tren diario del paso a
paso, evento a evento, hora tras hora. Ya tarde por la noche se
puso a investigar sobre aquellas avecitas, las más pequeñas del
mundo. Averiguó que viven entre Alaska y Chile y son capaces
de volar ochocientos kilómetros sin escalas con sus alitas ínfimas
que baten a velocidades fantásticas, hasta doscientas veces por
segundo. Entre todas las cosas que pudo escudriñar sobre estos
pequeñísimos seres voladores, hubo dos que le llamaron la atención
más que otras: Nunca podrás ver a un colibrí en la mano de una
persona, o encerrado en una jaula. Y la otra: Ellos no caminan.
Sólo vuelan. Fue como un mensaje profético. Sus amigos alados
eran completamente libres, imposibles de capturar, pero a la vez
y paradójicamente, esclavos de su libertad, pues su vuelo debía
prolongarse por toda su travesía en este mundo, cerca de mil
cuatrocientos sesenta días ininterrumpidos de surcar los aires,
para luego caer exhaustos y alimentar la tierra con sus cuerpecitos.
Indomables, comprometidos con las alturas y mirando siempre
desde arriba la superficie terrestre. “Esclavos de su libertad”. La
poética contradicción le hizo mucho sentido. ¿Acaso no somos
exactamente eso, cuando encontramos el sentido verdadero
de nuestra existencia? La historia de la esclavitud es terrible,
hombres tratados como animales, separados de sus familias,
maltratados, obligados a ir donde ellos nunca hubieran querido.
Pero qué distinto es hacerse esclavo voluntariamente de una vida
que te hace libre. Allí estaba el quid del asunto, la libertad que
se consigue cuando uno cumple con su propósito, no cuando

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hace lo que se le antoja. Las potentes cavilaciones pasaron por


su mente como un cometa luminoso. Así que de ahí en adelante
decidió explorar a conciencia, un poquito cada día, en el Gran
Libro de Dios llamado naturaleza, ya que entendió que se podía
aprender mucho de aquellas creaciones que vienen a vivir con un
indudable mensaje para los hombres.
Lentamente en las siguientes semanas y meses el paradigma
comenzó a crecer. Y ese pequeño rincón encantado se multiplicó
en muchos otros, tan cautivadores como el primero. Allí mismo,
en el corazón de la urbe, en medio de los rugidos de los miles de
motores, entre el smog y el enajenante ritmo de la metrópoli, la
magia vivía y gozaba de buena salud. En la Quebrada de Macul
se hizo amigo de chincoles cándidos y golondrinas hermosas
que anunciaban la primavera. Allí supo del fiel cachudito y su
penacho negro, de la envidia del tordo por el brillante plumaje
del mirlo, del tiuque depredador y de la cotorra argentina, que
construye grandes nidos en lo más alto para vivir en ruidosa
comunidad. De cada uno de sus plumíferos interlocutores
fue obteniendo algún mensaje puro y claro, que ahora podía
escuchar con los oídos nuevos que le habían crecido en el alma.
Recorrió cada parque y plaza en una especie de “tour alternativo”,
sin más guía que el profundo gozo que le producía su peculiar
viaje. Dejó de ver televisión, se alejó lo más posible del celular
y renunció voluntariamente a su dependencia de las noticias y
el fútbol. Sólo pensó que era un descanso librarse de esas cosas,
mientras continuaba su lectura viva y diaria de aquella naturaleza
ciudadana que se abría paso mofándose del yugo del hombre.
Fue descubriendo lo que buscaba: No quería llenarse de
imágenes o visiones, sino más bien tener ojalá diariamente algún
“momento de verdad”, tal vez 20 o 30 segundos, en que la frontera
quedara abierta y tuviera un encuentro más con la sabiduría
expresada en la creación. Los Parques Metropolitano y Forestal,
el Bicentenario, la Quinta Normal, el Araucano, el Bustamante,

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

el Intercomunal de la Reina, el Parque de los Reyes, todos fueron


recorridos con pasos llenos de curiosidad y asombro. Lo más
impresionante: No necesariamente tenía que irse al campo para
conectarse al planeta. Volvieron los sueños. Pero ya no planeaba
sobre la estepa africana, sino sobre su propia ciudad, que desde
arriba se veía como una gran torta gris con puntos de color verde
brillante. A su parecer, un campo de batalla en que se enfrentaban
ferozmente la vida y el artificial imperio de lo humano.
Un día de aquellos lo sorprendió el crepúsculo en una calle
solitaria y apareció frente a él, parada sobre los cables extendidos
entre los postes, una gran lechuza blanca. Brillaba contra el
cielo rojizo, contrastando como un botón de perlas sobre un
abrigo rojo. Se quedó muy quieto observándola y ella comenzó
a emitir un sonido atemorizante. Si quería infundir miedo en
quien la escuchaba, sin duda lo estaba logrando. Instintivamente
retrocedió con lentitud y recibió una mirada penetrante que lo
dejó congelado. Podría haber sacado fotografías, tal vez grabado
el particular sonido, pero nada en él funcionó en aquel instante.
Tal vez sería lo mismo que siente un visitante de un parque
africano al observar por primera vez un león en libertad, quizás
lo que experimenta una persona que contempla una gran ballena
azul azotando su cola contra el océano. El caso es que el ave voló
majestuosamente y sin ruido alguno para perderse en el hueco de
un campanario, desde donde podría observar mejor alguna presa
nocturna. Le llamó la atención su silencioso vuelo y recordó que
las plumas de estos pájaros están provistas, en los extremos de cada
ala de unas pequeñas protuberancias que tienen como misión colar
el aire para que la caída del ave sobre su caza sea sin sonido alguno.
A los pequeños roedores y mamíferos que son devorados por ellas,
la muerte les llega en forma repentina y sin previo aviso. Entonces
meditó en que los genuinos esclavos de la libertad nunca deben
olvidar la subrepticia naturaleza del mal, oculto para infligir su
cruel zarpazo en algún momento de descuido.

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Demás está decir que a esta altura sus seres queridos ya lo


miraban como un auténtico bicho raro. “Oye, el Jorge está muy
extraño… ¿no creen que debiera ir a un buen siquiatra?”. Pero
en definitiva, ¿quién está más loco? ¿El ensimismado personaje
descubriendo un mundo para él nuevo, entre el acero y el
cemento, o quien como un hámster en su rueda de juegos da
vueltas cada día sin parar? Detrás de cada evento mágico, hallaba
una nueva enseñanza. Había descubierto un lenguaje sabio y
hermoso que lo tenía extasiado. Entonces vino lo de la ropa.
Comenzó a vestirse de manera diferente, mucho más casual
y cómoda, abandonando los trajes ajustados y las corbatas. El
símbolo de la elegancia adoptado por los franceses de los croatas
en mil seiscientos y tantos le pareció algo inútil y sin sentido, igual
que todos aquellos ropajes que para él no eran más que disfraces
incómodos. En sus observaciones de la humanidad había notado
a personas, hombres y mujeres absolutamente distinguidos sin
tener que vestirse de una u otra forma. Simplemente irrumpían
en un lugar e imponían respeto y admiración por su apostura, su
sobriedad, su serenidad. Luego comenzaban a hablar y sus palabras
sabias realzaban aquella elegancia natural. En cambio se había
encontrado tantas veces con tipos de traje italiano y pañuelo de
seda, que cuando abrían la boca proclamaban a los cuatro vientos
su ordinariez. Pero ninguna distinción tan pura como la que podía
encontrar en la naturaleza. Recordó entonces al Martín Pescador
del Lago Todos los Santos. Apuesto, observaba sobre un lanchón,
luciendo su peinado perfecto coronando una cabecita orgullosa,
mientras el sol veraniego reverberaba en su plumaje rojo, blanco
y azul. Eso sí era elegancia. Admirado por los griegos por ser
símbolo de paz y tranquilidad, es un personaje absolutamente
seguro de sí mismo. Espera con paciencia los cardúmenes que
nadan bajo la superficie y vuela sin ruido y a velocidad increíble,
entrando al líquido elemento sin salpicaduras, capturando al pez.
Luego vuelve con su presa al lugar de donde partió para tragarla
completa. Impasible, victorioso y hermoso.
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Luego se le ocurrió abandonar su clásico peinado a tijera


y dejar su pelo libre para que se ubicara sobre su cabeza como
quisiera. Se sorprendió al comprobar que aquello era bastante
cómodo, sólo tenía que cortarlo un poco de vez en cuando,
pero ya era una victoria más sobre las convenciones que lo
habían apresado por tanto tiempo. Sin embargo, el cambio no
quedó ahí. Jorge descubrió que los hombres somos los mejores
caminadores y corredores del planeta. El caminar erguidos y tener
la posibilidad de recorrer larguísimas distancias indica que somos
biológicamente los mejores para este fin. Comenzó a observar sus
pies. Dedos cortos, una planta muy adaptable al piso, un fuerte
tendón de Aquiles para realizar un juego perfecto entre pierna y
pie… y claro, acto seguido, despojarse del calzado, descubriendo
un nuevo y enorme placer, caminar descalzo y sentir el alivio de
conectarse corporalmente a la tierra. Finalmente, en su personal
metamorfosis, tomó la determinación de dejar de afeitarse. Así
que comenzó a lucir despeinado, barbón, descalzo y a pecho
descubierto, una imagen lastimosa para algunos y espléndida
para otros. Por supuesto a sus seres queridos esto ya los tenía
abiertamente alarmados. El pavor que sentían a raíz del extraño
cambio de su familiar cercano se traducía en: “El Jorge se está
poniendo fuera del sistema, ¿cómo podrá sobrevivir ahora?”
Llegaron a pensar que todos aquellos años de soledad que había
vivido lo habían llevado a padecer algún tipo de trastorno mental,
similar a la esquizofrenia o la licantropía. Sólo los más jóvenes y
los pequeños tendían a sentir cierta fascinación y hasta un poco
de envidia por su transformación. Escuchaban con atención sus
relatos sobre lo pacíficos que eran el manatí o el koala, o por qué
los egipcios habían endiosado tanto a los gatos. Pero los mayores
tendían a evitarlo o sonreírle con lástima, mientras procuraban
que los menores se alejaran de él. Eso no le importaba. Tenía claro
que había iniciado un camino que necesitaba recorrer hasta el
final, pues necesitaba encontrar la olla de oro al final del arco iris,
pasar el espejo o atravesar la esfera, como quiera uno expresarlo.
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Por supuesto, ya no iba al zoológico, no había necesidad. Ahora


tenía la gran llave y abría la puerta de su nuevo y viejo mundo
cuando quería. Sin embargo, a pesar de su aparente locura, Jorge
cumplía sus compromisos y apreciaba aquellas cosas gratas de
la sociedad humana, como tomarse un café con los amigos,
trabajar en equipo con personas que apreciaba o realizar un gesto
solidario hacia alguien. Sólo que estaba en busca permanente de
una gran verdad soterrada que se le empezaba a abrir poco a poco,
tal como llega el amanecer, pasando desde la oscuridad absoluta
a la claridad matutina. Así que se disfrazaba para ir a trabajar,
sufriendo las apreturas de los ropajes tradicionales, pero sólo lo
estrictamente necesario. Por obligación. Esto le permitió centrar
su atención en las formas de vivir que tenemos los humanos.
Claro, ahora tenía con quien comparar a sus congéneres. La
sabiduría a destajo que había aprendido de la naturaleza le daba
armas para evaluar cuán perdidos podemos estar. Una de las cosas
que más le llamó siempre la atención de sus amigos, fueran ellos
peludos, plumíferos o escamosos, es que cumplían a cabalidad su
propósito en la creación, desplegando las virtudes de sus especies
para llenar la tierra de sentido. Recordó que Lord Byron dijo que
los gatos poseen belleza sin vanidad, fuerza sin insolencia y coraje
sin ferocidad. Además, todas las virtudes del hombre, pero sin
vicios. En cambio, al observar a sus compañeros y compañeras
de trabajo vio tantas veces justamente lo contrario. Vanidad sin
belleza, insolencia a manos llenas, ferocidad para defender sus
propios intereses. ¿Qué andaba mal entonces? ¿Dónde estaba el
gran divorcio entre ambos mundos? Con mayor razón debería
llegar algún día al fondo del asunto. Entre tanto, seguía con su
instrucción autodidacta, bebiendo lecciones de naturaleza.
Un día casualmente, llegó a su celular un video sobre los
lobos. En una ladera nevada caminaban en fila india veintitantos
lobos. Delante, distanciados unos metros iban tres ejemplares.
Lo primero que tiende uno a pensar es que aquellos son los

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dominantes. Pero no. Al contrario, son los más viejos y enfermos,


por lo tanto, toda la manada marcha al paso que ellos pueden
llevar. El cuarto lobo, respetuosamente, imita el tranco cansino
de los que lo preceden y marca así el ritmo del pelotón. Así todos
cuidan a sus débiles. Los que siguen a los tres primeros son cinco
lobos fuertes, guerreros avezados y en plenitud de sus condiciones
físicas, quienes guardan la seguridad de sus compañeros. A ellos
les siguen once hembras fértiles, que representan el futuro y la
perpetuación de la manada. En seguida, otro grupo de cinco
lobos fuertes, quienes cuidan la retaguardia, como sus similares
la vanguardia. Finalmente, solo y a prudente distancia marcha el
lobo Alfa, el jefe de la manada, quien desde su posición tiene una
visión amplia y privilegiada y puede coordinar y dirigir el viaje de
mejor manera. Organización, compasión, respeto, inteligencia,
solidaridad, las “bestias” no dejaban de sorprenderlo. Meditó
semanas en el brevísimo video que la gran mayoría de nosotros
no hubiera tardado en eliminar del teléfono, con la memoria
siempre tan sobrecargada. Lo cierto es que podrían llenarse
páginas y páginas con los “momentos de verdad” que fueron
educando y transformando a Jorge. Pero baste decir que pronto su
“rehabilitación” se consideró causa perdida e intentaron jubilarlo
por incapacidad mental. Sólo se consolaban con que era bastante
inofensivo. Él, por su parte, parecía cada día más feliz. Sus sueños
se hacían realidad y su vuelo sobre la superficie del mundo llegó
a ser permanente.
Finalmente, un buen día Jorge encontró lo que buscaba.
Sin quererlo y en aquel momento en que el día da paso a
la noche tuvo su visión final. Tirado en su cama volvió a ver
frente a sus ojos aquellos pequeños colibríes del Santa Lucía, que
revoloteando sobre él lo invitaban a introducirse en una especie
de ronda en la cual desfilaban rítmicamente muchísimas de
aquellas especies que estaba comenzando a conocer. Cada animal
se detenía por breves segundos y volviéndose hacia él abría su

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boca para pronunciar palabras, como en una fantástica fábula


dirigida a un solo receptor. Ellos proclamaban con voces claras
y musicales términos como elegancia, compasión, fidelidad,
organización, distinción, planificación, propósito, perfección
y belleza. Detrás de ellos, como una escenografía alucinante
apareció la Aurora Austral, brillando reverberante para enmarcar
la original procesión. Miró detenidamente y se dio cuenta de
que se encontraba en un hermoso Jardín, lleno de las especies
arbóreas más variadas y extraordinarias, algunas de las cuales
jamás había visto. Dio hacia adelante un paso imaginario y quedó
justo en medio del precioso vergel. Era cierto, allí todo era paz,
armonía y belleza. Un gigantesco león se le acercó y casi lo bota
hacia atrás con su gesto cariñoso. Varios venados, antílopes y
huemules le hicieron graciosas reverencias a la vez que lo tocaban
con sus narices húmedas. Aves del paraíso, guacamayos y pájaros
multicolores de todos los tamaños sobrevolaron con elegancia
sobre él. Todos aquellos animales, presas y depredadores, enormes
y diminutos, convivían en la mayor armonía en aquel lugar
mágico. ¿Qué había cambiado para que el ser humano saliera de
aquella realidad incomparable para refugiarse detrás de sus muros
de concreto armado, a fin de sobrevivir y preservar su seguridad,
amenazada siempre por otros hombres? Entonces entendió. Allí
estaba, detrás de todos sus incontables amigos, el rostro más
inteligente, amable y creativo que pudiera existir. Sin duda, el Ser
más sabio del universo, la pieza ignorada, el Padre despreciado,
el amigo no tomado en cuenta, aquel que daba sentido a todo, el
que con su Presencia única y amorosa nos hace salir de la máquina
trituradora, del sistema en que sobrevive sólo el más fuerte, de la
vida en que deambulamos perdidos y solitarios buscando quién
sabe qué. Este Ser jamás se había alejado de nosotros, sino que
al contrario, nosotros, en nuestro egoísmo y cortedad de vista
le habíamos dicho a lo largo de la historia: “Gracias, pero no te
queremos con nosotros”. Primero quiso sollozar mientras sentía
crecer un gran nudo en su garganta. Luego, sin embargo, pensó
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que sería más adecuado rendirle un homenaje, tal como lo hacían


los animales en su marcha improvisada. Entonces, lentamente,
como un moderno Francisco, se sacó toda la ropa, para quedar
completamente desnudo, tal como vivían los primeros seres
humanos en aquel lugar donde no había dudas, tristezas ni
guerras, y donde estaba el Padre y Gestor de todo. Allí, sin
sentir vergüenza, sin una pizca de malicia y sobre todo, sin
temor alguno, comenzó una danza enérgica y feliz para celebrar
su descubrimiento. Los árboles lo acompañaban moviendo sus
ramas y los animales emitiendo sonidos amables y melódicos
en cada uno de los dialectos de sus especies. Así estuvo por
largos minutos, hasta caer agotado y acezante en el centro de
la habitación. Entonces todo se detuvo y la flora y la fauna se
inclinaron delicada y respetuosamente, como presintiendo lo que
iba a ocurrir en seguida. En medio del solemne silencio, desde el
corazón del cielo apareció una tórtola blanquecina, descendiendo
con lentitud hasta posarse sobre el hombro de Jorge. Fue cuando
lo envolvió la paz y la alegría más profundas que había sentido
jamás. Su búsqueda había terminado.

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EL EXPERIMENTO

E s deprimente estar cesante, en una sociedad que te valora


sólo por lo que haces. La verdad, en ese contexto vales
menos que un papel arrugado. Y esa era mi situación, pero
decidí tomarlo en forma positiva. Deseché la idea de la cesantía
y me imaginé que sencillamente estaba de vacaciones. Respiré
bien hondo, levanté los brazos y me estiré a gusto por un buen
rato. Luego, entusiasmado, salí a la calle, crucé el Forestal y
comencé a adentrarme en mis tan conocidas calles del centro de
Santiago. Mi efervescencia fue siendo reemplazada poco a poco
por una sensación de profunda paz, como solía ocurrir cuando
emprendía estas caminatas. Ese ensimismamiento me agradaba
mucho, era verdaderamente terapéutico. Simplemente caminar
pausadamente y conversar con Dios. Las caras comienzan a
borrarse, igual que los detalles de las avenidas y los locales de
todo tipo que abundan en la cada vez más cosmopolita capital.
Este “viaje” tiene sus ciclos, comenzando desde una partida
energética hasta un silencioso regreso. No es que alguien pueda
de un segundo para otro interrumpir este sagrado rito, ya que es
un genuino movimiento del alma que busca su centro y escapa
de los problemas. Por ello me molestó en principio aquel joven
barbón que se interpuso en mi camino sin solicitar autorización

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y que sin mediar saludo me lanzó algunas palabras a la cara, con


una solemnidad que se quisiera el papa de Roma:
“¿Quiere saber algo sobre sus orígenes? ¿Saber de dónde
viene y hacia dónde va?”
¿Qué reacción puede uno tener cuando le preguntan algo así?
Obviamente me reí y comencé a retroceder con la firme intención
de hacer “mutis por el foro” para continuar mi peregrinaje. Pero
él continuó:
“No se preocupe, no es ninguna locura, sólo es un
experimento científico”. “Además, es gratis”. Me mostró su
blanca dentadura, enmarcada por un bigote no muy frondoso,
todo lo cual daba cuenta de que el personaje en cuestión era
muy joven, educado y parecía confiable. Así que me atreví a
contestarle escuetamente: “Dime, de qué se trata”, intentando
que el diálogo terminara pronto. Me explicó que la fundación
a la cual pertenecía se dedicaba a romper barreras de prejuicios
raciales, realizando exámenes de ADN a personas de distintas
nacionalidades, demostrando que a estas alturas de la historia
estamos más interrelacionados genéticamente de lo que pensamos.
Sin darme tiempo de reacción hizo otra pregunta:
“¿Usted cree que tiene prejuicios o rechazo hacia otras
nacionalidades o razas?”. La verdad es que me dio vergüenza
contestarle, pero por mi mente, como por la de cualquier “buen
chileno”, pasaron mis incontables prejuicios. Allí estaban en
primer lugar los mapuches, los peruanos, los argentinos y varios
otros… Así que le dije que sí, sin especificar para no quedar tan
mal parado.
“Bueno”, me dijo, “esto le va a parecer muy interesante”.
“Si quiere participar, sólo debe ir el día y la hora que están
mencionados en este papel y le tomaremos unos minutos.
Necesitamos mucha gente porque la muestra debe ser numerosa”.
Me entregó el papelito y se despidió para irse a conversar con una
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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

señora que reaccionó tan sorprendida como yo. Quedé petrificado


por algunos segundos y luego leí la dirección: Bustamante 360,
oficina 4. Viernes 27 de octubre, de 9 a 18 horas. ¿Examen de
ADN? ¿Sería capaz de seguir la corriente de este experimento
deschavetado? Lo cierto es que con ello mi paseo había concluido
en forma repentina. Comencé a volver a casa meditando sobre
aquel encuentro extraño. Pero como soy de decisiones rápidas,
desde el comienzo tuve la íntima convicción de que concurriría
a la cita, aunque en secreto. Me impulsaba primordialmente la
curiosidad. Durante la semana que siguió hice lo que hace un
cesante: Buscar pega y realizar con bastante torpeza las tareas
domésticas. Así que el día indicado me pilló casi por sorpresa,
a pesar de lo cual concurrí al misterioso encuentro. Mientras
caminaba, aquella mañana, me asaltaron innumerables temores:
¿Con cuántas personas me encontraría? ¿Y si había alguien
conocido? ¿Y si todo esto fuera una gran tomadura de pelo?
Llegando cerca de la dirección miré de lejos. No había gente en
la calle así que sentí alivio. Me acerqué un poco más y vi que se
trataba de una casa antigua, bonita, como tantas que existen en
Providencia. ¿Quizás adentro estaría lleno de gente? ¿Me tendría
que sentar en una sala de espera mirando el rostro de otros que se
sentirían igualmente incómodos? Así que pensé en una estrategia:
Entraría rápidamente y si la cosa se complicaba, inventaría que
buscaba una dependencia del Hospital del Trabajador y saldría de
allí. Así podría arrancar sin pasar tanta vergüenza. Pero lo cierto es
que en el interior había pocas personas, todas desconocidas para mí
y se me acercó de inmediato una colorina con cara de ONG, que
sonriente me dijo: “¿Muestra?”. Yo le contesté afirmativamente y
me condujo a una sala pequeña donde me entregó un formulario
para escribir mis datos y un tubo de ensayo.
“Muchas gracias por venir”, me dijo. “De verdad lo
apreciamos mucho” Y luego agregó proféticamente: “Quizás esto
pueda dar un giro positivo a su vida”.

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

En el formulario me enteré sobre la fundación y el


experimento realizado ya en muchos países. La colorina me hizo
escupir en un tubo de ensayo con el número 34 ( el mismo que
llevaba el formulario), y luego dijo: “El resultado estará en un mes
aproximadamente y será publicado en nuestra página web”. “Pero
no se preocupe”, exclamó acercándose como para decirme algo
en voz baja: “En la Web usted sólo será el número 34, por mail le
llegarán las conclusiones completas con sus datos precisos”.
Salí del lugar con una copia del dichoso formulario y un
poco defraudado, pensando que tal vez esperaba algo que no me
hiciera sentir tan “número”. Pero decidí esperar con la mayor
tranquilidad posible los resultados. Los primeros días estuve
un poco ansioso, pero aquello fue diluyéndose al correr de las
horas. De manera que la mañana de los resultados visité la página
de la Fundación sin gran curiosidad. Sentía incluso un poco
de fastidio de mí mismo por no haber podido resistirme a la
tentación de participar de esta especie de consulta genética. Me
salté todo aquello de “Nuestra Misión” y “Nuestros Proyectos”,
y fui directo al botón “Resultados de Exámenes”. Allí estaba el
listado, donde averigüé que todos los consultados sin excepción
eran de nacionalidad chilena. Y llegué al número 34. Leí:
HOMBRE
55 AÑOS
NACIDO EN SANTIAGO
NACIONALIDAD SEGÚN EXAMEN DE ADN:
65% CHILENO
21% MAPUCHE
9% ECUATORIANO

5% ESPAÑOL

Los sorprendentes resultados provocaron en mí un montón


de emociones. Entre ellas asombro y decepción. ¿Mapuche?

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

¿Un 21% mapuche? ¿Ecuatoriano? ¿Sólo 5% español? Me sentí


contento de que los resultados no estuvieran allí con nombre y
apellido. Muy a pesar mío debía reconocer que no debió extrañarme
tanto lo de mapuche, mal que mal, son el pueblo originario por
excelencia. Tampoco lo de español. Pero ¿ecuatoriano? Comencé
a leer comentarios de los participantes del experimento y de otros
visitantes de la página que en su mayoría alababan la iniciativa,
sin faltar unos pocos que pensaban que todo era una gran burla.
Tenía una mezcla de sensaciones. Pero como la mayor parte del
tiempo, esta vez también predominó mi ironía, tan clásica de
nuestra cultura. Y comenté en voz alta: ¿ Y de qué me sirve esto?
¿Voy a encontrar trabajo más rápido?
Apenas había terminado de hilar la frase, me puse de pie
como si me hubiera caído encima un balde de agua fría. ¡Eso es!
Tal vez esto que me parecía un poco loco, bastante alternativo
y tan “ONU”, sin duda, podría eventualmente servirme para
ser considerado un ser un poco más importante que una rata
de alcantarilla, como era ahora. ¿Qué estrategia podría adoptar?
Imprimiría el bendito informe, adjuntaría mi currículum y saldría
a buscar trabajo con entusiasmo, en aquellas ocupaciones en que
alguien pudiera eventualmente interesarse en mis orígenes. Me
miré al espejo. Aquí se me presentaba otro problema. Cara de
mapuche, no tenía. Contemplé mi tez pálida, mis ojos grandes,
arrugas incipientes y rostro coronado por una gran nariz, que de
pueblos originarios, no tenía nada. Pero tenía el informe, firmado
por aquella prestigiosa institución que se dedicaba a examinar el
origen de cada persona que se le cruzaba por delante. Así que me
afirmé en eso y luego de anotar varios avisos de trabajo extraídos
de internet, me fui raudamente a las correspondientes direcciones,
comenzando por un aviso del Gobierno que decía: “El Gobierno
de Chile busca supervisor de contratación para inmigrantes
y pueblos originarios”. Intenté no estar ansioso, lo que no era
fácil. ¿Estaba en camino a “hacer el loco”, como nunca en mi

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

vida? Seguí paso a paso mi rutina un poco obsesiva, cerrando la


puerta con doble llave, revisé si llevaba el celular, las llaves y los
documentos y comencé a caminar, una vez más, hacia el centro
de la ciudad. Un rato después estaba frente a frente con una
funcionaria de una repartición estatal, que no tendría más de 25
años y me miraba con una mezcla de desconfianza e indiferencia.
Era una joven de pelo largo, morena, que usaba un perfume cuyo
aroma me recordaba una feria artesanal. Delante de ella había
una pequeña placa con su nombre, pero desgraciadamente estaba
en una posición que me hacía imposible leer su apellido. Según
mi apreciación, su primera mirada fue dura, tal como el diálogo
que entablamos a continuación: ¿ Nombre? ¿Edad? ¿Profesión? Yo
contestaba las preguntas con una incomodidad cada vez mayor,
ya que mi interlocutora tenía en sus manos mi currículum.
Tímidamente le dije: “Todos mis datos están en el currículum…”
La joven mujer contestó con un lenguaje gestual que denotaba
molestia. “La verdad, a este puesto están postulando, hasta aquí,
45 personas”, dijo, corroborando el dato en la pantalla de su
PC. Lo cierto es que la función de supervisor de contratación
es un puesto que requiere no sólo formación técnica, que usted
parece tener… sino también muchísimas habilidades blandas
que no son fáciles de encontrar”. Y luego lanzó las temidas y tan
trilladas palabras, que llevan en sí el ninguneo más grande que
se le puede hacer a alguien: “Déjenos su currículum y cualquier
cosa, lo llamamos…” Se produjo ese maldito e incómodo
silencio, durante el cual pasan por la mente de uno un millón
de pensamientos derrotistas. Yo sabía lo que había ocurrido. Si
lo ponía con alternativas diría que ya tenían un amigo para el
puesto, me encontró demasiado viejo, no le caí bien o todas
las anteriores. Comencé a levantarme de la silla, sintiendo que
pesaba unos 120 kilos y no los habituales 74. Aparentemente el
loco jueguito del destino no iba a resultar.
Pero luego ocurrió algo que consideré verdaderamente

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

providencial, justo cuando me preparaba para huir avergonzado. La


joven de un momento a otro cambió su actitud, me miró fijamente
dejando de lado su indolencia previa y me dijo: “Mire… dígame
usted mismo por qué motivo nosotros deberíamos escogerlo”.
¿Por qué realizó esa pregunta? ¿Qué influyó en ella para dar ese
vuelco a la entrevista? Lo cierto es que podía elaborar muchas
teorías, desde lástima hasta genuino interés en mi experiencia
laboral y preparación académica. No quise ahondar en ello en
el momento, pero tuve la sensación de que algo muy singular
estaba por ocurrir. Me senté lentamente mientras el corazón me
palpitaba rápido. “Bueno, le dije”… “voy a ser muy sincero con
usted… necesito el trabajo, creo estar calificado para realizarlo,
pero además…” “¿Además”, dijo ella, inclinándose hacia adelante
con femenina curiosidad…“Creo que mis orígenes diversos me
pueden ayudar a comprender mucho mejor a la persona que venga
a postular a las ocupaciones que aquí se ofrecen”, dije con el mayor
sentimiento posible y sintiendo que estaba a un segundo de ver
crecer mi nariz unos 40 centímetros. “A qué se refiere?”, preguntó
sorprendida, “¿ Puede ser más claro?” Sin cruzar otra palabra, le
extendí el informe expedido por la famosa ONG. Ella lo tomó
en sus manos y al ver el timbre de la organización internacional
se mostró complacida. Observé su lenguaje corporal, mientras
leía el informe. Se relajó, comenzó a sonreír y salió pronto de
su formalidad para realizar comentarios a los que yo asentía con
bastante torpeza. “Tuve la oportunidad de conocer Guayaquil,
en una gira de estudios…”, “Sólo 65% chileno”… pero sin duda
ambos sabíamos que su interés principal había sido despertado
por aquel 21% de sangre mapuche. “Qué interesante”, repitió
la frase varias veces ya sin cuidar las distancias. “Pero usted, sus
apellidos son…” “Españoles, creo, dije rápidamente”. “Españoles,
españoles, claro”, respondí pensando que lo más seguro es que
debería comenzar una indagación en mi árbol genealógico, si es
que tal cosa existía en alguna parte. Luego se incorporó y retomó
su posición erguida con una rapidez que me asustó. “Muy bien”,
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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

dijo. “Veré lo que puedo hacer”. “Déjelo en mis manos, lo voy a


llamar”. Luego se levantó y extendió su mano enérgicamente para
estrechar la mía. Fue en ese momento que pude ver su nombre
en la plaquita dorada: Isabel Coñohual. Me retiré pisando con
cuidado, casi con temor de romper el momento mágico que se
había producido en los últimos minutos de entrevista. Pensé
mucho sobre lo sucedido, ese día y los dos siguientes. Pasé por
varios estados de ánimo. Primero me reí bastante. Luego me
sentí hipócrita. Me repetía a mí mismo sobre lo que uno es capaz
de hacer con tal de conseguir pega… en seguida volvieron los
clásicos pensamientos negativos, cuando al mediodía del día tres
aún no recibía la llamada telefónica. Pero finalmente esa tarde
escuché en mi teléfono la voz de Isabel, invitándome a seguir el
proceso y explicándome que bajo su percepción lo que faltaba
eran sólo formalidades, ya que el puesto iba a ser mío desde el
primer día del mes siguiente. Además, agregó, las instituciones
estatales dan incontables garantías a sus funcionarios, así que
podía esperar un estatus de seguridad laboral que, a pesar de no
implicar un gran sueldo, iba a cambiar mi vida ofreciéndome
gran estabilidad y beneficios que se verían aumentados por
haber postulado apoyado por un informe como el que ella había
conocido en nuestra entrevista.
Si como yo creo, Dios está detrás de todas las cosas, esta vez
había actuado con bastante buen humor. En cierta manera había
matado “dos pájaros de un tiro”, humillándome acerca de mis
prejuicios y proveyéndome del trabajo que necesitaba. La cosa es
que justo a las 8:30 AM del primer día del mes siguiente estaba
instalado en un escritorio similar a aquel donde fui entrevistado,
bastante contento y esperando para que me llamaran a la
inducción, dispuesto a convertirme de ahí en adelante en un
auténtico weichafe, listo para entrar nuevamente en la batalla por
la vida.

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GABRIEL

T odos tenemos algo sin lo cual no podemos vivir. Para algunos


puede ser una persona, para otros una profesión, un ideal,
un recuerdo que los hace sentir que realmente vale la pena seguir
estando aquí. Para Gabriel aquello sin lo cual no podía vivir era un
abrazo. Sí, un abrazo, de cualquier persona, un amigo, una amiga,
un niño, un abuelo, en fin, no importaba, pero la energía y la fuerza
que sacaba de allí le hacía terminar bien un día que pudiera haber
empezado difícil. Pero a la vez al abrazar, su eventual receptor
recibía una descarga de afecto que revolucionaba completamente
su día. Desde muy pequeño había sido intensamente abrazado
por sus padres, que lo apretaban, lo levantaban, lo giraban, lo
estrechaban de una forma que lo hacía sentirse el niño más seguro
y relajado de la tierra. Así que ahora su estanque emocional se
llenaba a plenitud sólo si contaba con un buen abrazo. A veces
esto le traía problemas. Lo malentendían o simplemente huían de
él, sobre todo aquellos que no habían contado con tanto estímulo
emocional. Pero toda esta recarga permanente de cariño lo hacía
una persona bastante feliz. Además, los suyos no eran cualquier
abrazo, incluyendo palabras estimulantes, sonrisas y uno que otro
palmetazo en la espalda, ejercido con menor o mayor energía,
dependiendo de quién recibía sus expresiones de afecto.

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

Al llegar a la universidad muchos intentaron reclutarlo sin


éxito: partidos políticos, movimientos ecológicos, fundaciones
promotoras de diversas causas. Claro, ellos entendieron que
era una verdadera arma secreta. Normalmente había muchos
expertos en protestar, dar discursos, escribir manifiestos, diseñar
afiches, producir piezas audiovisuales, pero expertos en abrazar,
no había. Se comentaba que antiguamente, tal vez cuando aún
quedaban idealismos y se hablaba de paz y amor, por allá por
los 70, podían encontrarse personas que habían desarrollado un
nivel bastante bueno de abrazos. Pero hoy, en pleno siglo 21,
muerta ya la esperanza y sobre todo la confianza, no se veía
posible que naciera alguien con el don maravilloso de abrazar y
que lo hiciera tan bien como él. Con sinceridad, efusividad, en
completa libertad y con una calidez capaz de derretir un témpano
de hielo. Se contaba como anécdota que un día, caminando
por fuera de un cementerio, vio desde la reja un funeral en que
las personas estaban consumidas por una tristeza tan enorme
que casi no podían moverse ni hablar. Ya se había celebrado el
responso y estaban en aquel incómodo momento final en que
la gente comienza a retirarse. Sin embargo, nadie podía dar un
paso. La pesadez de la muerte los tenía abrumados, ya que el
fallecido era una persona joven. Nuestro amigo, entonces, cruzó
la puerta del cementerio y simplemente comenzó a ejercer su don.
En forma delicada, gentil, cuidadosa, comenzó a dar abrazos,
empezando por los deudos más cercanos hasta llegar al último
de los presentes. Poco a poco el ambiente comenzó a llenarse de
consuelo y conformidad. No es que el “sin sentido” de lo que
estaba ocurriendo ya no estuviera, sino que se había presentado
algo más fuerte, más poderoso, y se estaba desplegando por todo
el cementerio hasta llegar bien profundo a cada alma. No era algo
racional, por supuesto. Los testigos del extraño acontecimiento
lo guardarían en el corazón como un evento que rompía sus
esquemas y les dejaba algo dulce aunque incomprensible. En otra
ocasión, se comentaba, se había encontrado en un ascensor con
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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

una de sus profesoras de enseñanza básica, ya muy golpeada por


el tiempo, la soledad y una miserable jubilación. El no reconoció
de inmediato a la disminuida mujer. Pero ella sí lo hizo. Aquellos
ojos amables, aquella sonrisa franca, eran inconfundibles. Así que
rápidamente esbozó: “Gabriel… ¿No me vas a dar un abrazo?
¡Hace como veinte años que me diste el último, y lo extraño
mucho!” Entonces fue cuando él reconoció esa voz modulada y
esa correcta dicción, aunque el timbre de hoy era un poco más
ronco. ¡Profe! Y se fundieron en un abrazo con tantos decibeles de
energía que a la mujer se le fueron varias tristezas que tenía en el
alma. Se dice incluso que luego de aquel encuentro se reconcilió
con una hija con la cual no hablaba hacía bastante tiempo. Y así
podríamos seguir.
La verdad es que las historias de nuestro amigo llegaron
a ser legendarias. Algunos hombres son recordados por sus
grandes logros en el campo de la medicina, del arte, del deporte,
de la política… nuestro amigo había de ser recordado como
una fuente de afecto sanador, manifestado en sus abrazos. Un
verdadero abrelatas emocional. Raro en el género masculino, por
lo demás, siempre tan desconectado de las emociones. Pero así
era Gabriel. Algunos, los más graves, aquellos que caminan con
aire de superioridad intelectual por la vida, lo menospreciaban.
Casi creían que era una especie de discapacitado intelectual
que se había estancado en alguna de las etapas de la infancia,
ya que parecía no poseer la capacidad de “ubicarse” en ciertas
situaciones, ni desarrollar lo que ellos llaman “sentido común”,
que es una especie de madurez conveniente que establece
un pacto tácito de “no te metas conmigo y yo no me meto
contigo”. Nuestro amigo no sentía vergüenza. Tal como los
niños dicen lo que sienten sin medir las consecuencias, Gabriel
sencillamente abrazaba y acariciaba, pasando olímpicamente
por sobre prejuicios y convenciones. Esto, la verdad, producía
ciertas situaciones divertidas y profundamente confrontadoras.

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

Porque cuando el Gabo llegaba, muchos comenzaban a ponerse


nerviosos. Algunos huían, alejándose rápidamente. Los que se
quedaban, por su parte, sabían que tenían que estar listos para
ser testigos o protagonistas de alguna situación que los pondría
a prueba, por decirlo de alguna manera. Todo esto había
producido en el ambiente universitario más de una controversia.
Algunos pensaban que Gabriel actuaba todo el tiempo. Que no
era posible que existiera alguien con ese grado de inocencia o
candidez siendo ya un adulto. Decían: “En cualquier momento
sale con un domingo siete”. Otros pensaban que era víctima de
algún tipo de síndrome o trastorno y que al estilo de “Forrest” no
se daba ni cuenta de lo que producía su dulzura y transparencia.
Entre los profesores, en una reunión informal en la cafetería,
llegó a proponerse hacerlo objeto de estudio y análisis, para lo
cual habría que pedir la participación de un par de siquiatras
conectados a la Facultad de Medicina. El caso es que el hombre
se transformó en un personaje conocido por todo el Campus y
sus alrededores.
Se publicó un artículo en el periódico universitario, titulado
simplemente “Abrazador”. Un encabezado que lograba resumir
tanto el don que ejercía el joven, como el efecto que producía.
Finalmente le propusieron ser sometido a una serie de exámenes
a los que accedió voluntariamente, con una sonrisa. Simplemente
dijo: “Interesante, así me conoceré un poco más a mí mismo”.
¿Se daba cuenta de las intenciones que había detrás de todos
estos estudios? Posiblemente. Pero si lo hacía, si lograba percibir
y entender a todo el batallón de perspicaces y curiosos que lo
auscultaron, aparentemente le daba lo mismo. Él había decidido
tomar otro camino, uno sin sospecha, malicia ni desconfianza.
Había descubierto un secreto poderoso y no estaba dispuesto a
transar con ello. Cabe señalar que salieron algunos imitadores
del joven. Dijeron: “¿Si a él le resulta, por qué a mí no?”. Pero
todo el mundo se dio cuenta de que sus abrazos no eran iguales

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

a los del Gabo. Fuera por la integridad de nuestro amigo, que le


confería una enorme autoridad moral, o fuera por la motivación
no completamente diáfana de sus imitadores, el resultado no
fue el mismo. Los exámenes arrojaron que Gabriel tenía un
coeficiente intelectual normal y que no padecía de ningún mal
siquiátrico. Tampoco físico. Así que todo se tranquilizó por
un tiempo, ante la incertidumbre de todos: profesores, centros
de alumnos, funcionarios, acerca de qué hacer con el extraño
joven que se dedicaba a abrazar sin maldad a quien se le pusiera
por delante, no mentía, tenía un comportamiento ejemplar (
acompañado de buenas calificaciones), pero resultaba demasiado
incómodo a la gran mayoría de los que lo rodeaban. Finalmente
se hizo una junta formal de representantes de los tres estamentos
universitarios, para decidir cómo proceder en el singular caso. La
conversación fue acalorada, ya que algunos defendían a Gabriel,
aunque reconociendo que no sabían qué hacer con él, mientras
otros, la mayoría, opinaba que había que obligarlo a tener una
conducta que se alineara con el resto de sus compañeros y que
dejara de ser invasivo, considerando su actuar como “delirante”.
Al votar para cerrar la reunión primó la posición de ejercer
un voto de censura contra Gabriel y conminarlo a cambiar su
forma de ser, ajustándose a un comportamiento “sobrio y acorde
con el respeto al espacio privado de todos los integrantes de la
comunidad universitaria”. El tema es que, contrariamente a lo
que muchos pensaron, Gabriel acató la medida. Entristecido,
guardó silencio ante el dictamen que se le leyó personalmente
en la Rectoría, asintió, firmó y luego se retiró. ¿Fue adecuada su
reacción? Muchos (secreta y anónimamente), le tenían afecto al
joven y les hubiera encantado que se rebelara contra el veredicto.
Pero Gabriel era demasiado respetuoso de la autoridad como
para eso. Así que, de acuerdo al deseo de la mayoría, se “alineó”
y permaneció retraído. Entonces, todo volvió a la normalidad.
Hubo una violenta protesta donde quemaron el quiosco del patio
central, carabineros entró dos veces a desalojar sendas tomas del
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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

plantel, y hubo una marcha autorizada para legalizar la marihuana,


que terminó con una gran fumada en la cancha de la “U”. Bueno,
hay que decir que esto también pasaba “antes de Gabriel”, de vez
en cuando, pero desde que el extraño personaje de los abrazos
había comenzado a actuar, la atención se había centrado muchas
veces más en él que en los movimientos de turno. Ahora, habiendo
salido de escena el “disociador” con apariencia de inocente, todo
volvió a la normalidad. Los inspectores y guardias privados de
la universidad, en todo caso, estaban bien instruidos sobre qué
hacer en caso de que Gabriel fuera sorprendido nuevamente en
sus “oscuras” actividades abrazadoras.
Fue entonces que apareció en escena la Josefina. Estudiante
de primer año, se había venido del sur a estudiar a Santiago,
aprovechando el ofrecimiento de unos tíos acaudalados, que
no sólo la alojarían en su casa, sino que además le pagarían la
universidad. Todo con tal de evitar que la joven estuviera por una
década o dos pagando los intereses usureros del préstamo con
“aval del Estado”. Pero la Jose, con sólo 18 años y sin ninguna
experiencia previa de salir del nido familiar, se sentía horriblemente
sola. Sus tíos eran de hecho lo más cariñosos posible, pero siendo
adultos mayores y personas muy ocupadas con sus negocios, no
podían suplir las necesidades de contención de su sobrina. Así
que un buen día, a poco de comenzar las clases, Josefina explotó,
justo en el patio de Ingeniería, a la hora de almuerzo, cuando no
había menos de 300 estudiantes en el lugar. La siempre silenciosa
y menuda joven, sentada en un escaño junto a los jardines, lanzó
un gran sollozo que terminó en una especie de ronquido y luego se
puso a llorar en forma ruidosa e incontrolable. Los inspectores no
sabían qué hacer, los guardias, menos. Los estudiantes hombres
no se atrevían a acercarse, algunos por vergüenza, otros por el
qué dirán, otros más por no tener compromisos emocionales
con la joven que ni siquiera conocían. Así que se le acercaron
tres jóvenes estudiantes mujeres intentando consolarla, pero fue

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

imposible. La Jose no podía articular palabra, ahogada por las


lágrimas. Mirando de lejos, los estudiantes hacían conjeturas
sobre lo que podría acontecerle a la joven. “Parece que supo que
está embarazada”. “Se le está muriendo el papá”. “Descubrieron
que tenía leucemia”. Las creativas y diversas historias, ninguna
verdadera, corrieron como el agua, pero nadie sabía a ciencia cierta
lo que ocurría. Entonces, como el “piantao” de Piazzola apareció
Gabriel, sólo que no lo hizo de detrás de un árbol, sino desde
una de las vetustas columnas del edificio universitario. Se hizo un
silencio absoluto, como si el universo contuviera la respiración,
cuando el joven se acercó lentamente al lugar donde estaba
Josefina, aun llorando descontrolada. Al verlo, las improvisadas
consoladoras se hicieron hacia atrás y se quedaron observando
a una buena distancia. El Gabo simplemente se agachó sobre
Josefina y tomándola suavemente de los hombros y luego de los
brazos, la puso de pie y le dio el abrazo más tierno y gentil que
ella había recibido en su vida. Poco a poco la joven comenzó
a calmarse. Pasaron dos, cinco, diez minutos que parecieron
interminables para quienes miraban y brevísimos para los dos
jóvenes trenzados suavemente uno en el otro. Los inspectores,
los guardias, los representantes de los docentes, todos tomaron
nota de la grave transgresión. Gabriel y Josefina se fueron al cabo
de un rato por una puerta lateral y emprendieron el regreso a sus
respectivas casas, mientras se iban conociendo un poco, en una
fácil y amena conversación.
Las consecuencias para Gabo no se hicieron esperar. Se le
comunicó que ya había sido advertido formalmente sobre estas
conductas, y que debería terminar su carrera “on line”. Sólo se le
permitiría venir a dar los exámenes importantes al final de cada
semestre, siempre que en su concurrencia al Campus no provocara
ninguno de sus desaguisados. De lo contrario, lo siguiente sería la
desvinculación. Gabriel nuevamente, acató tranquilo la medida
y se preparó para seguir estudiando desde su casa. Sin embargo,

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

su don no quedó sin uso. Se hizo muy amigo de Josefina


y ambos comenzaron a participar como voluntarios en un
hospital de maternidad que estaba implementando un programa
experimental para los recién nacidos carentes de madre. Es sabido
lo importante que es el “apego” o el “desapego” emocional para
estos bebés, sobre todo durante las primeras semanas, marcando
su vida para siempre, ya sea en forma positiva o negativa. Así
que Gabriel y Josefina se presentaban allí, al menos tres veces
por semana, maestro y discípula, para dedicarse a abrazar a esos
pequeños seres, hablándoles, cantándoles, meciéndolos, hasta
que se dormían plácidamente en sus brazos. La Universidad,
por su lado, volvió a la normalidad sin el joven extraño que por
algunos meses había logrado provocar lo que se llegó a llamar “la
revolución del abrazo”. Sin embargo, en el corazón de muchos
estudiantes siguió viviendo por mucho tiempo el recuerdo
nostálgico de aquellos momentos especiales, cuando el Gabo
desplegaba su don por los patios, las aulas y los casinos, dejando
tras de sí una estela de paz.

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EL CANTO DE LA BALLENA

L a gringa lloró de felicidad. No era para menos, aquel día de


febrero pudo escuchar por primera vez el canto de la ballena
azul chilena, después de años de espera. Mal que mal, la búsqueda
de ese sonido único había cambiado el curso de su vida y dejando
todo de lado, había decidido quedarse en estas tierras para
estudiarlo. Con sus modernos aparatos traídos del norte podía
captar hoy en el corazón del mar sureño, aquel sonido mágico que
suele emitir el mamífero más grande sobre la tierra. Pero además
de brindarle alegría, el fenómeno también la llenó de sorpresa.
¡El canto de estas ballenas era muy diferente del que entonaban
sus hermanas de otros mares! En este caso, graves y poderosas
notas cruzaban el vientre del océano, como si un gran terremoto
se estuviera produciendo en las profundidades. El misterio, que
quizás nunca podría ser resuelto es: ¿Qué mensaje se envían entre
ellos los enormes cetáceos de treinta metros de largo y decenas de
toneladas de peso, los únicos animales que el hombre nunca ha
logrado encerrar? Lo más probable es que sea un canto de amor,
un llamado de los machos a las hembras para procrear. Pero no
está del todo claro. Lo más alucinante: Justo al llegar el verano, el
océano se llena de coros diversos mientras las ballenas entonan su
canto poderoso. Los micrófonos acuáticos (hidrófonos), logran

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

entonces captar una verdadera sinfonía, inolvidable y maravillosa


para todo aquel que logre escucharla.
Kim, el primer piloto del enorme mercante, podía estar
orgulloso de su exitosa trayectoria. Tenía sólo 24 años y ya era
el segundo de a bordo, sirviendo a las órdenes de un capitán que
pasaba la mayor parte de la travesía en su camarote, saliendo de
él no más de una vez al día para ver cómo marchaban las cosas.
Podía confiar sin problemas en el brillante joven titulado de
Ingeniero en la Universidad de Seúl. No era una responsabilidad
menor estar a cargo del enorme buque lleno hasta el tope de
4.000 contenedores con productos valiosos y diversos. Pero
Kim era eficiente, al máximo. Así que no había problemas, aun
cuando la nave llevara sólo 23 tripulantes. El corazón del joven,
sin embargo, no sólo vibraba con sus “tarros” de 40 pies y su
barco enorme y moderno. Él además amaba la naturaleza y nunca
había tenido oportunidad de venir tan al sur del mundo. De
manera que cuando zarparon de Puerto Montt para internarse en
los mares australes, el corazón le saltaba en el pecho. Sabía que
podría observar los paisajes más hermosos que existen sobre la
tierra. No dejaba de ser atemorizador observar las nubes densas
y oscuras que poblaban el horizonte. “El sur comienza en Puerto
Montt”, le había comentado un marino chileno el día anterior,
cuando hacía los trámites aduaneros. Al principio no lo entendió,
pero ahora, frente al paisaje impresionante, estaba ansioso por
descubrir las verdades detrás de la frase del uniformado.
Entrando al Golfo del Corcovado, la mar se puso brava.
Claro que eso no era gran cosa para el gigantesco mercante,
aunque cualquier novato tendría al menos un severo cosquilleo
en el estómago y un buen mareo. Había enfrentado mares
picados, llenos de crespones blancos que se originaban cuando las
corrientes chocaban entre sí mientras la quilla del barco golpeaba
fuerte y hacía sacudirse a todos los que lo abordaban. Pero aquí
era distinto. Un mar que se movía “en cámara lenta”, trayendo

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

montañas de agua de decenas de metros que la nave remontaba,


para luego caer en pozos profundos hasta subir la próxima cima.
Una verdadera montaña rusa. El joven no podía ver más allá de
unos pocos metros, en medio de la neblina espesa y las cortinas
de agua pulverizada que el viento lanzaba contra las ventanas del
barco. Pero con instrumentos tan precisos y afinados, no debía
haber grandes tropiezos. Ya al amanecer, cuando amainó un poco
el temporal, comenzaron a salir del golfo hacia el sur y le fue
posible observar a lo lejos, con las primeras luces de la mañana,
las verdes orillas del continente. Una vegetación exuberante y
virgen, las montañas nevadas, los ventisqueros imponentes y
uno que otro palafito colorido anunciando la presencia de los
humanos en aquellas costas inhóspitas y hermosas. Kim estaba
extasiado. Le pidió al segundo piloto que tomara el timón por
algunos minutos y salió a cubierta a respirar ese aire único y a
deleitarse con aquel paisaje singular. Aunque aquella no era
su costumbre, sobre todo cuando les tocaba navegar por rutas
nuevas, la tentación de disfrutar de aquellas maravillas fue más
fuerte. ¿Qué contratiempo podrían tener? Entonces fue cuando
su curiosidad se vio recompensada: Unas 30 toninas comenzaron
a nadar realizando sus graciosas cabriolas junto al mercante. ¿Qué
más se podía pedir?
La gringa estaba preocupada. Lo había expresado muchas
veces en sus reportes enviados a Londres y otros lugares. La
conservación de una especie tan única era cosa que necesitaba
mucho más dedicación, recursos y estrategias de los gobiernos.
Sólo en 1982 se logró promulgar la ley que prohíbe la caza
comercial de la ballena, pero a esas alturas ya sólo quedaban en
los mares del mundo el 1% del número de ejemplares que hubo
en tiempos mejores. Incluso, como todos sabemos, aquella ley
sigue siendo ignorada por naciones que, haciendo caso omiso,
capturan y matan indiscriminadamente la especie. Pero no era
la única amenaza. El fuerte tráfico comercial en los mares del

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

mundo, mediante embarcaciones de gran tonelaje, estaba ahora


en la mira de los científicos y naturalistas. ¿Cómo luchar contra
eso? ¿Cómo lograr los recursos para proveer a las empresas de los
instrumentos y la capacitación para que eviten toparse en alta
mar con las ballenas? Por ahora parecía una lucha sin resultados.
Melancólica, en su pequeña oficina de la universidad, la
oceanógrafa se puso sus audífonos y escuchó atenta por enésima
vez el místico canto de la ballena chilena, aquella que habita cerca
del Corcovado.
Fue cosa de segundos. Imposible de advertir para los pilotos
del barco de más de 300 metros de eslora. La ballena se cruzó justo
delante de su trayectoria. Kim, espantado, vio cómo el animal se
dirigía directo a chocar con la nave y dio un fuerte grito que fue
rápidamente apagado por el sonido del viento y el ruido de la
proa al abrirse paso en el océano. Miró angustiado hacia el puente
de mando, pero los ojos del segundo oficial estaban perdidos en
el horizonte, tal vez recordando a su novia o a sus padres que lo
esperaban en la lejana Corea. El golpe fue imperceptible para
quienes navegaban en el monstruo de acero. Al joven Kim, sin
embargo, le partió el corazón. Sobre todo cuando vio alejarse a
babor los restos inertes del cetáceo, que ya no podría volver a
cantar nunca más en el mar chileno. Lloró a solas, tal y como lo
había hecho tantas veces la gringa, al ver las fotos de las ballenas
muertas luego de impactar con los barcos. Algunas partidas o
fracturadas. Otras, despedazadas por las hélices. ¿Estarían sus
congéneres de esta parte del mundo intentado advertirnos, a
través de su canto ronco, estremecedor, como un grito de auxilio?
Susannah Buchan, (“la gringa”), es una oceanógrafa británica
que llegó en 2007 a Chile y se quedó para investigar a las ballenas
y su singular canto.

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EL DIVORCIO

E se día Juan José tomó al fin la decisión que había venido


madurando hacía mucho tiempo. Le comunicaría a
Guillermina, su esposa por 20 años, la madre de sus dos hijos, que
iba a marcharse de la casa e iniciar un proceso de divorcio. Las
constantes discusiones, las palabras hirientes, la rutina, el desgano
de ambos cuando volvían del trabajo… se sentía realmente
hastiado, no quería escuchar más esa vocecita que comenzó dulce
y terminó siendo amenazadora e implacable. Por supuesto, sabía
que buena parte de la responsabilidad recaía también sobre él,
pero finalmente, alguien tenía que ponerle “el cascabel al gato” y
tomar una determinación firme. Esto no podía continuar así. Al
comienzo sería doloroso, sobre todo para ella, que entre rabietas
y recriminaciones, luego de protestar amargamente en contra de
su falta de cariño y su egoísmo, terminaba reconociendo que lo
amaba y no podría vivir sin él. La respuesta de Juan José siempre
era la misma: ¿Qué más quieres de mí? ¡Pago todas las cuentas,
me saco la cresta trabajando y nunca estás conforme! ¡Ya no
puedo más! Era el momento de poner fin a todo aquello, más aún
ahora que hacía ya cuatro meses había conocido a Isabel. Joven,
graciosa, alegre y con esa mirada sugerente que lo estremecía de
pies a cabeza. Las opiniones de los amigos estaban divididas. Los

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

que conocían a Guillermina y sabían que era una mujer valiosa


y comprometida con su familia, lamentaban profundamente que
JJ le estuviera “poniendo el gorro”. Él se defendía: “Es que he
vuelto a vivir, compadre”. “Hasta me siento más joven”. Otros,
los que ya estaban separados o eran solteros empedernidos
apoyaban su decisión con fuerza: “Dele nomás, compadre,
mire que vida hay una sola”. Así que ese día aprovecharía que
Guillermina vendría al centro para visitar al médico, y luego se
juntarían en el restaurante. De esta forma ella no sospecharía
nada, sólo vería en aquella improvisada reunión un intento de
Juan José de “ponerse en la buena”. La ocasión pues, era propicia
y el hombre estaba determinado a poner fin a su matrimonio
ese mismo día, haciendo “de tripas corazón” ante los llantos de
su esposa. Confiaba en que ella no haría ningún escándalo. La
verdad, ella nunca se hubiera rebajado a tal cosa. Conociéndola,
ni siquiera le exigiría más de lo justo para sostenerse junto a sus
hijos de ahí en adelante, ya que siempre fue una mujer honesta y
digna. Esas características habían sido, justamente, lo que lo había
hecho enamorarse de ella, además de sus ojos grandes y su mirada
profunda. Pero lamentablemente,” la flor había muerto”, por así
decirlo y ya no quedaba nada de aquel apasionado entusiasmo
que los hacía escapar solos a la costa los fines de semana y hacer
el amor en cualquier parte donde los pillara la noche, para luego
dormirse muy tarde después de reír y conversar hasta quedar
agotados. Hoy aquello sólo eran buenos y lejanos recuerdos.
Llegó al restaurante, tan familiar para él como para su
esposa, como a las 6 de la tarde. Guillermina ya lo esperaba allí.
La miró directo a los mismos ojos que hacía 20 años lo habían
fascinado, listo para comenzar a hablar rápido y terminar todo
lo antes posible. Entonces se percató de que ella había estado
llorando. Sorprendido y asustado, pensó cómo podía ser que ella
supiera anticipadamente lo que él venía a comunicarle. Se sentó
expectante y luego de un largo silencio, ella comenzó a hablar.

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

“Vengo del médico, Juan José”. Él no respondió, sólo se puso


aún más alerta. La mujer continuó: “Me encontraron cáncer de
mama”. Luego, rompió a llorar desconsolada y silenciosamente,
guardando como siempre aquella compostura de mujer sufrida.
Juan José no sabía qué decir. Sólo sintió que su corazón se
derrumbaba, ya no por sus planes arruinados sino porque algo
que sentía muy suyo estaba siendo afectado. La miró con dulzura
para luego abrazarla suavemente mientras le susurraba: “Juntos
lo superaremos”. Guillermina se tranquilizó un poco, tomó un
largo trago de agua y siguió hablando: “Los médicos dicen que
si hubiera pasado más tiempo el diagnóstico hubiera sido mucho
más negativo”. “De todas maneras viene un tratamiento largo e
invasivo… y me van a extirpar un pecho”. Las lágrimas brotaban
de nuevo abundantes de los ojos de Guillermina y su marido
la apretó un poco más para sostenerla, ya que parecía que en
cualquier momento se desmayaría y caería de la silla.
El siguiente encuentro de Juan José con Isabel fue extraño.
Mientras comían ella le hablaba largamente de su familia en
el sur y de los sueños que pretendía cumplir en Santiago. El
hombre, la verdad, la escuchaba de lejos, una voz que de alguna
manera estaba interfiriendo en la conversación permanente y
trascendental que había comenzado a tener consigo mismo desde
aquel encuentro con Guillermina en el restaurante. De pronto
le dijo, casi sin pensarlo: “Pero tú te mereces algo mejor que
esto…”. La mujer lo miró sin entender lo que había tratado de
decirle. ”¿Mejor que esto? “¿A qué te refieres?”. Él se reclinó hacia
atrás y la miró sin contestar. Entonces Juan José se sorprendió a
sí mismo abordando el tema con absoluta franqueza, lo mismo
que había pensado hacer con Guillermina, pero que por cosas del
destino no había alcanzado a realizar. “Tú necesitas alguien que
no te comparta con nadie”. Ella lo miró con evidente molestia.
“¿Pero no dijiste que ibas a conversar con tu mujer para pedirle
el divorcio?” “¿No te ibas de tu casa?”. Juan José le explicó

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

que aquello no sería posible, al menos por ahora, a causa de la


situación de salud que se le había presentado a su esposa. Lo que
pasó después, está demás comentarlo en extenso. De parte de
ella, indignación, desprecio, toda la furia que puede desplegar
una mujer enamorada cuando su amante la rechaza. El asunto es
que nunca más volvieron a verse.
Esa noche Juan José volvió a casa y encontró a Guillermina
durmiendo abrazada con Beatriz, su hija de 16. Habían estado
llorando. Juan José hijo, de 13, sentado en el sillón del living lo
miró con tristeza. JJ se sentó a su lado, lo abrazó y el adolescente
lloró en silencio por un rato largo. Cuando toda la familia ya
dormía, cada uno en su dormitorio, Juan José volvió al sillón. Se
sentía más despierto que nunca, consciente, alerta, energético.
¿Cómo era posible? Recién se habían frustrado sus planes de
iniciar una nueva vida, a su parecer romántica y aventurera y lo
normal era que se sintiera enormemente enojado y desilusionado.
Pero el único sentimiento que lo llenaba podría describirse como
heroísmo, el deseo de “ponerle el pecho a las balas “y asumir
su responsabilidad de contención de su esposa y sus hijos, en
momentos tan difíciles. Reconoció con vergüenza que lo que lo
había unido en los últimos meses a Isabel era una irrefrenable
atracción sexual que lo amarraba a su cuerpo como un alcohólico
depende de la botella o como el drogadicto recorre cuadras y
cuadras para comprar un papelillo. Todo eso, en ese instante
le pareció vano y ridículo. Se acordó de Jaime, un compañero
de cuarto medio, que en una honesta conversación le había
confesado: “Me gustaría ser asexuado”. Y luego, indicando
hacia su pene terminó su declaración: “Esta cosa nos trae puros
problemas”. En un comienzo se habían reído a carcajadas, pero
luego, en las siguientes semanas Juan José pensó que no era
tan absurdo el comentario de su compañero. La verdad, aquel
impulso era poderoso y flagelante, casi siempre. Pero esta noche,
en este instante de lucidez suprema, llegaba un sentir nuevo que

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

lo hacía sublimar todo aquello. Entonces se preguntó: “¿Qué


hacer si ya no siento nada por mi esposa?” “¿Cómo hacer que
lo muerto reviva?”. Concluyó que aquello era imposible. Debía
resignarse y dar la pelea junto a ella, hasta el final, escondiendo
sus deseos personales para no provocarle aún más daño. En la
penumbra los objetos se veían borrosos. Percibía los contornos
de la tele, el bulto de la vidriera, las patas de las sillas ordenadas
simétricamente como le gustaba a Guillermina. Los cuadros en
la pared y el pequeño lienzo colgante sobre la estufa, aquel que
decía: “Lo que es imposible para los hombres, es posible para
Dios”. ¿Tendría eso algo de real?
Los doctores concluyeron que lo mejor sería someter a
Guillermina a una mastectomía. Es decir, la extirpación completa
del seno afectado. Ya que no se apreciaban ramificaciones, no
habría necesidad de aplicar radiación, evitando así sus incómodas
secuelas. Un cáncer diagnosticado en forma relativamente
temprana como el de Guille tenía altas probabilidades de ser
superado por completo. Las consecuencias serían, entonces,
principalmente a nivel sicológico, derivadas de la inevitable
depresión que produce en una mujer la pérdida de una glándula
mamaria. Sin embargo, ella podría sobrevivir a la enfermedad,
gracias al pálpito que tuvo de realizarse el examen ese año.
Luego de la intervención, como era de esperarse, Guillermina
estuvo inconsolable por un tiempo largo. Sola en el baño,
frente al espejo, lloraba al mirar aquella cicatriz que sellaba su
carne, justo donde antes tenía su pecho izquierdo. Recordaba
con nostalgia aquellos momentos adolescentes cuando en la
casa de sus padres y frente a otro espejo similar, contemplaba
sus senos crecer armoniosos, haciéndola sentir toda una mujer.
Hoy aquella remembranza la dañaba y recostándose desnuda
sobre la sábana de baño, permanecía allí por largas horas. Tanto
su marido como sus hijos sabían lo que allí estaba ocurriendo,
pero nadie se atrevía a hacer nada más que esperar y quedarse en

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

silencio, en señal de respeto a la pena de su ser querido. Juan José


no podía sentir más que compasión y una enorme conciencia
de responsabilidad hacia su esposa. Explicó a sus jefes lo que
estaba pasando y recibió permisos para retirarse más temprano
cuando lo necesitara. Ella se alegraba de verlo llegar y demás está
decirlo, no discutieron más. La mujer intentaba, a pesar de la
oposición de la familia, seguir efectuando algunos quehaceres,
pero luego de un rato se cansaba y se veía obligada a sentarse.
Juan José entonces, la miraba. Todos los días por largo tiempo,
le tocó vivir la experiencia de verla acezando en el sillón, su
pecho herido subiendo y bajando mientras cerraba sus ojos y se
recostaba para relajarse. Comenzó a ver detalles que no había
vuelto a observar en ella desde los tiempos en que enamorados,
se sentaban en el suelo a jugar Carioca, tirando lejos los zapatos.
Su pequeño pie, como una sabrosa empanada, reposaba sobre
la alfombra y le comenzó a parecer, nuevamente, tan sexy. Sus
manos largas y finas descansaban sobre su regazo mientras en
el dedo indicado brillaba la argolla de matrimonio. Sabía
que no podrían hacer el amor por un tiempo largo. Es decir,
“técnicamente”, podría ser posible, pero no tenía el atrevimiento
de pedirle una cosa así a la Guille, considerando su situación
emocional y la gran carga de culpa que pesaba sobre sí mismo,
por su reciente amorío. Entonces descubrió que una gran forma
de suplir aquello era simplemente tomar entre las suyas aquellas
manos elegantes y sentir su calor, hasta quedar tranquilo y en
paz. En ese sencillo acto, además, parecía que le traspasaba a su
esposa toda su energía y deseos de que en su corazón de hombre
endurecido volvieran los sentimientos que había despreciado
tanto. Ella, cada vez que despertaba de este letargo diurno, se
encontraba cara a cara con Juan José mirándola y se sonreían. Las
diferencias, las discusiones, las recriminaciones, habían quedado
atrás y ambos sabían, sin necesidad de conversar al respecto, que
el sufrimiento había sido para ellos como un mensajero divino
que los había hecho pasar de una etapa difícil a otra mucho
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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

mejor, del egoísmo y la torpeza a una clase de amor nuevo, que


recién estaban descubriendo. Ella, un buen día quiso abordar el
tema de su común pasado. Simplemente sentó a JJ junto a ella y
le dijo: “Quiero pedirte perdón”. “Perdón por ofenderte y quiero
también agradecerte por apoyarme tanto. Ahora veo que me
amas. Y yo lo estaba dudando, sinceramente pensé que me ibas a
dejar”. Juan José, allí mismo, tan cerca de la que fue el amor de
su vida, de aquella mujer que volvía a redescubrir y apreciar, se
derritió interiormente y comenzó a llorar por primera vez en su
vida de hombre adulto. Lo hizo en forma convulsiva, violenta,
deseando con todo el corazón desalojar de su alma toda la culpa
y la tristeza que lo tenían agobiado hacía tanto tiempo. Cuando
se calmó y quedó por fin en paz, sólo atinó a decir: “Gracias”, a
lo que la Guille respondió con un tierno beso de esos labios que
al parecer de JJ, seguían siendo adolescentes.
Guillermina, al cabo de algunos meses, fue dada de alta.
En una solemne y alegre reunión con la junta de médicos, el
matrimonio recibió la noticia y las indicaciones profesionales
para lo que venía por delante. El diagnóstico era optimista, sin
embargo, los doctores les advirtieron muy enfáticamente que
la mujer debía controlarse en forma periódica y guardar los
cuidados correspondientes porque lamentablemente la traicionera
enfermedad podría presentarse de nuevo cuando menos lo
esperaran. La sombría advertencia no hizo decaer el ánimo de
Guillermina. Juan José sólo pensó que aquello le ayudaría a estar
atento a ella y disfrutar al máximo cada minuto vivido juntos. En
todo caso, había descubierto que los imposibles sí eran posibles y
sabía que nada iba a opacar su nueva historia. Sentados a la mesa
en el mismo restaurante en que ella le habló de su enfermedad
por primera vez, el mismo lugar en que él le comentaría su deseo
de divorciarse, JJ miraba a la Guille mientras ella leía la carta y
conversaba con el garzón. Sus mejillas estaban un poquito rojas,
sus ojos brillantes, su pelo magnífico. Ella, sorprendida al saberse

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

tan observada con un gesto gracioso preguntó: ¿“Qué pasa?”


“Por qué me miras así?”. A lo que el hombre respondió: “Es que
estoy enamorado”. Ella se puso nerviosa y contenta y pidió una
ensalada grande con un agua mineral sin gas.

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EL VIOLINISTA

E l teatro lo ovacionó de pie. Los vítores subían desde las


butacas hasta el escenario como una ola poderosa. ¡Bravo!
¡Maravilloso! Observó cada detalle mientras sonreía como solía
hacerlo cuando terminaba un concierto. Para todos quienes
estaban allí era una noche suprema, única, especial. Para él, una
más de tantas veces que tenía que transitar entre la gloria y la
tristeza. Mientras tanto, los gritos aumentaban solicitándole más
tiempo de música, una oportunidad de alargar el éxtasis de una
velada inolvidable. El maestro, su violín y dos mil almas gozando
el espectáculo. Hombres conmovidos intentando ocultar sus
lágrimas, mujeres que le lanzaban besos y flores. Niños que le
sonreían agitando sus manos. Uno que otro artista frustrado,
observándolo con envidia desde un oscuro rincón de la sala. Pero
él estaba triste, casi desesperado. Por fuera, exultante, por dentro,
destruido. ¿Qué sentido tenía aquello? Lo que ejecutaba para
ellos, su arte, su música, era algo que había nacido con él. Para
él provocar asombro y admiración no era nada nuevo. Desde los
ocho años y aún antes, habían sido la culminación de todo acto
del colegio, cada reunión familiar, cada exhibición musical en
que había participado. ¿Qué se siente ser un genio? Se lo había
preguntado un emocionado periodista de espectáculos cuando

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

sólo tenía diez años, y él apenas si sabía lo que esa palabra podía
significar.
Hoy ya consolidado, famoso, con agenda llena por los
siguientes dos años y varias decenas de viajes por delante, estaba
cansado. Nadie entendía su soledad. Aún él mismo no tenía claro
lo que le pasaba en realidad. Había leído sobre Da Vinci, cuando
luego de presentar sus increíbles funciones coreográficas para sus
mecenas, se encerraba a llorar en sus habitaciones. No es que
quisiera compararse con el gran renacentista, uno de los hombres
más brillantes y talentosos de la historia. Pero podía identificarse
con él en este sentimiento extraño de poseer en el alma la más
grande insatisfacción que un ser humano puede sentir. Esta
noche, sin embargo, aquel oscuro sentimiento lo paralizó por
completo, mientras la ovación luego de 10 largos minutos, iba
decayendo. Casi lo tuvieron que despertar para que lentamente y
entre redoblados aplausos abandonara el escenario. Lentamente
llegó hasta su vestidor, donde lo esperaban el silencio y la soledad,
como siempre. Guardó cuidadosamente su violín y se sentó a
descansar y dormitar mientras respiraba hondo y pausado para
relajarse. No tenía deseos de irse a casa. Lo hizo sólo un par de
horas después, cuando el frío de la noche lo impulsó a moverse
hacia su cama.
Al día siguiente emprendió el camino hacia Valparaíso en su
Ducati negra, el único lujito que había decidido permitirse. En
general era austero, pero la sensación de libertad que sentía al
subirse en una buena moto y enfilar por la autopista hacia la costa
era algo a lo cual no podía resistirse. Al final del camino, tantas veces
transitado, le esperaba la nave de la Iglesia Anglicana San Pablo,
en el Cerro Concepción. Le encantaba aquel lugar, declarado
monumento nacional en 1979, hermosa joya de la arquitectura
neogótica, enclavada en el corazón del puerto principal. Era la
única persona a quien se le permitía entrar en el santuario el día
lunes y tocar allí, en solitario, su violín. No le había costado poco

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

lograrlo. Varias veces había conversado con el pastor, quien una y


otra vez le insistía que aquel era el único día de la semana en que
los ministros religiosos podían descansar y dedicarse a conciencia
a la familia. Pero finalmente el hombre cedió, pues como amante
de la buena música, aquella era una oportunidad única de tener
al genio para él sólo. Se escondía, por tanto, en cada visita
detrás de una columna del templo y sentado allí, disfrutaba al
máximo de las notas magistralmente interpretadas. Era músico
aficionado y sabía tocar el órgano, cosa que había aprendido casi
obligadamente debido a los requerimientos de su culto. Así que ese
día, como tantas veces, se dispuso a recibir a su ilustre visita para
permitirle la entrada e instalarse a escucharlo tocar. Cosa extraña,
nunca habían conversado mucho. De hecho, lo que impulsaba al
músico a llegar hasta allí siempre era un estado de ánimo opaco,
de manera que no arribaba con deseos de entablar alguna charla.
El pastor, respetuoso, aunque estaba muy interesado en hablarle
de su fe y conocer un poco más al interesante personaje, nunca
quiso ser invasivo y como hombre con un buen sentido común,
sólo esperaba el minuto en que Dios mismo permitiera que los
canales de comunicación se abrieran y el músico quisiera a la
vez, hablar y escuchar. Este, sin embargo, era un día especial. El
estado depresivo del visitante se había acentuado drásticamente,
cosa que el anfitrión notó en seguida. Sus ojos hundidos, su rostro
sin afeitarse, su pelo desordenado y la voz quebrada le dejaron en
claro en forma inmediata que el genio estaba muy deprimido.
Por lo tanto, no quiso preguntarle nada. Sólo le abrió la puerta
y lo recibió amablemente con un “Bienvenido. La catedral es
suya”. Nuestro amigo hizo un gesto casi imperceptible con la
cabeza y entró con lentitud para instalarse en una de las hermosas
bancas de madera fina a mitad de la sala. El pastor se sentó a
prudente distancia y fuera de la vista del músico, y este comenzó
a interpretar su instrumento, en forma magistral, como siempre.

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

El edificio se llenó de los acordes de “Gloomy Sunday” de


Rerso Serees, la llamada canción más triste del mundo, dedicada a
un amor perdido. La belleza y a la vez la tristeza de la pieza musical
eran indescriptibles. El genio la tocó con tal pasión e intensidad
que al terminar quedó agotado. Cabizbajo, comenzó a llorar en
silencio. Luego, una larga pausa, como si el universo completo
se hubiera detenido. El hombre de Dios, entonces, hizo algo que
rompió el protocolo de sus encuentros habituales. Lentamente
se puso de pie y se dirigió al gran órgano, para sentarse sin que
el visitante se diera cuenta. Acto seguido, con toda la maestría
que pudo desplegar con su experiencia de músico aficionado,
comenzó a interpretar “Cerca de ti, Señor”. El violinista no
tenía idea qué podría decir la letra de aquella antigua melodía,
escrita por una sencilla mujer de iglesia llamada Sarah Adams
para culminar un servicio donde se habló del patriarca Jacob e
interpretada por los músicos del Titanic mientras el gigante de
acero se hundía en las frías aguas del Atlántico norte por allá en
1912. Pero de alguna manera el hombre percibió que aquellas
notas iban en una dirección muy diferente de la pieza interpretada
por él. Entendió que estaba recibiendo un mensaje de vida y
esperanza. El pastor era ahora quien hundía apasionadamente
las teclas del gran instrumento y luego entendería que aquella
intervención suya podría haber sido calificada por algún experto
como algo más que el intento de un aficionado. Al concluir, el
silencio tardó varios minutos en llegar nuevamente. Aquellas
notas parecían rebotar una y otra vez en las paredes del templo
para luego menguar suavemente. El músico, dueño de un oído
prodigioso, hizo entonces algo sorprendente: Puso el violín
sobre su hombro y con suma delicadeza comenzó a interpretar
nuevamente el himno religioso. Su cuidadosa interpretación
pudiera perfectamente haber sido hecha con dignidad ante el
Rey de Reyes, tal fue su esmero y pulcritud. Al terminar, ambos
hombres estaban visiblemente emocionados y sus miradas se
cruzaron, sin mediar palabra. Entonces se acercaron y luego de
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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

sonreír en forma cómplice, se dieron un apretón de manos, justo


al medio del salón. Sin más que agregar, el genio se despidió
agradecido, con la promesa de volver la semana entrante. El
pastor asintió con la cabeza y se fue a su oficina agradeciendo
a Dios, que tiene formas tan creativas y diversas de hablar a los
hombres. Camino a Santiago, el músico detuvo su Ducati en la
cuesta Lo Prado, para observar por algunos segundos el agradable
paisaje del valle que se extendía a sus pies. Allí llenó y vació una
y otra vez sus pulmones. Luego de muchísimo tiempo, se sintió
relajado. Y sonrió complacido con la perspectiva de regresar el
lunes siguiente, para vivir otro momento mágico como el de
aquel día.

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LA FOSA

U n día de primavera tan precioso tenía que ser aprovechado,


sobre todo en aquellas horas en que la pandemia estaba
dando un respiro y se podía salir a caminar un poco cerca de la
casa. La mascarilla quirúrgica, la única que le era posible soportar,
colgaba de sus orejas y estaba levemente apoyada sobre su
barbilla. Humberto sabía que no era la forma en que el elemento
era efectivo, pero tenía muy claro que debía subirla sobre su nariz
en cuanto se cruzara con otra persona. Estaba terminando un
invierno bastante frío, más que muchos de los que había vivido
en Santiago. Siempre decía: “Aunque nací aquí, nunca me he
acostumbrado a las temperaturas de los meses invernales”. Pero
ahora, caminando lentamente por el Forestal, disfrutaba a pleno
la brisa suave, el sol tibio y el vaivén de las hojas de los plátanos
orientales. Le gustaba especialmente uno que está justo allí en
la esquina nororiente de Andrés Bello con Loreto. De unos 12
metros de altura por lo menos, le fascinaba imaginárselo como
una pequeña semilla que dio lugar a una imperceptible ramita
y que había ido creciendo cada año hasta llegar a ser uno de los
reyes del parque. Por el Mapocho corría poquísima agua, ya
que los deshielos aún no comenzaban. Al mirar la cordillera, se
percibían fácilmente las toneladas de nieve acumulada que antes

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

del fin de verano debían derretirse y pasar en forma de agua, justo


debajo de sus pies, hasta que las montañas quedaran desnudas.
Respiró hondo y se sintió complacido por tener la posibilidad de
vivir en el centro de la metrópoli, que “raya para la suma”, tenía
muchas más cosas positivas que negativas. El mal momento, el
año extraño, ya pasaría.
Así que a su manera, se sentía agradecido de la vida. Se relajó
como nunca. Él, que era de aquellos que acostumbraba estar alerta
y atento a cualquier cosa anormal que pudiera observar en la calle,
el que cerraba con doble llave la puerta de su departamento, el que
siempre dejaba el auto con la alarma conectada, el que observaba
si alguien pudiera estarlo siguiendo para arrebatarle el celular o
la billetera, ese día especial, amable y cálido de primavera, ese día
de libertad, simplemente bajó la guardia… y cayó a la profunda
fosa que habían cavado los contratistas del MOP, alrededor de la
cual, con evidente apuro y descuido habían tendido un plástico
blanco impreso con letras rojas que decían “peligro”. Pero
Humberto, ensimismado y contento, feliz de poder salir a la calle
después de tres largos meses, no vio el agujero de boca estrecha y
profunda como una especie de averno metropolitano. Claro que
los trabajadores no eran tan inconscientes, después de todo. Es
que simplemente en esos fatídicos minutos en que nuestro amigo
cayó a la fosa, habían ido a buscar una tapa de cemento con la
que poder sellarla herméticamente, “para que ningún gil se vaya a
caer”, como dijo el capataz. Así que mientras Humberto yacía en
el fondo, bastante aturdido, la cuadrilla se aseguró de que el hoyo
quedara bien tapado, para luego retirarse con la satisfacción del
deber cumplido, no sin antes detenerse para sacar el par de conos
desteñidos y las insignificantes huinchas de plástico que habían
destinado a cercar el lugar de los trabajos.
Humberto, ya recuperada la conciencia y sin la adrenalina de
los primeros minutos, comenzó a sentir intensos dolores, tanto en
el tobillo derecho como en la espalda y uno de sus brazos. Parecía

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

no tener huesos rotos, pero muy posiblemente un gran esguince


de tobillo y una luxación de hombro, además de múltiples
magulladuras provocadas por el roce con el cemento, mientras
su cuerpo descendía a las profundidades. Le había favorecido la
estrechez de la fosa, pues los dolorosos golpes con sus paredes
habían frenado su caída. Quedó medio recostado y buscó apoyo
en el lado del cuerpo que le dolía menos. ¿A cuántos metros
de profundidad se encontraba? Nunca lo supo realmente, sólo
le quedó muy claro que sería imposible salir solo del problema.
Iba a tener que buscar ayuda, aunque no tenía idea sobre cómo
hacerlo. La oscuridad, entre tanto, era impresionante. Como
se dice comúnmente “una boca de lobo”. Abrió bien los ojos e
intentó fijarlos en lo que tenía cerca, sólo para comprobar que
su gesto de voluntario ensanchamiento de las pupilas no le servía
de nada ante una penumbra tan completa. Los olores a humedad
y suciedad eran fuertes y tóxicos. Alargó el brazo que no estaba
lesionado para tocar con su mano los muros que tenía cerca.
Estaban mojados y eran sumamente ásperos. Palpó su celular, que
había puesto en el bolsillo trasero del pantalón. Aún estaba allí,
pero evidentemente dañado por los golpes de la caída. De todas
formas, pensó, lo más seguro es que allí abajo ni siquiera tuviera
señal. Pasó cerca de media hora entre la caída y el momento en
que logró calmarse y pensar en forma relativamente coherente.
La primera decisión que tomó fue mantener la calma, para luego,
analizar la situación. ¿No era eso lo que le habían enseñado?
“Somos seres inteligentes, racionales, así que cuando te veas en
alguna situación que parezca imposible de revertir, simplemente
usa lo que sabes y comienza a trabajar para salir del problema”.
Libros gringos, claro está. Así que se activó mentalmente y puso
sus pensamientos en positivo. Pronto estaría fuera de aquella fosa
traicionera, junto a su familia y sus amigos y todos se reirían del
asunto, que quedaría en su bitácora como una anécdota más.
Entre tanta gente que pasaba por la calle, seguramente alguien lo
escucharía e iría por ayuda.
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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

Se incorporó hasta donde el cuerpo se lo permitía y esperó


para gritar a todo pulmón durante aquellos paréntesis de silencio
en que parecía no pasar ningún vehículo por la superficie.
Entonces, con todas sus fuerzas, por espacio de al menos cuarenta
y cinco minutos pidió ayuda y socorro, hasta quedar literalmente
exhausto. Nada. No parecía posible. Mareado y con deseos de
vomitar, se postró nuevamente para recuperar el aliento. Tenía
muchas ganas de inspirar profundo hasta llenar sus pulmones,
pero entendía que dado el insalubre ambiente en que se
encontraba, sólo debía limitarse a respirar normalmente, aunque
ello significara un mayor tiempo de recuperación. Entonces el frío
comenzó a ser un problema. Entendió que la temperatura exterior
estaba descendiendo y debía ser ya la hora del crepúsculo. Y si en
las noches de primavera en Santiago la temperatura podía llegar a
fluctuar entre 5 y 10 grados Celsius, ¿a cuánto bajaría en aquella
alcantarilla oscura y húmeda? Comenzó a tiritar y estremecerse,
mientras pensaba en el absurdo de estar solo, abandonado y en
riesgo de morir, justo en medio de una ciudad de siete millones
de habitantes que pululaban febrilmente de un lado para otro,
prácticamente sin mirar quién estaba delante, detrás, o en este
caso, debajo suyo.
¿Morir? ¿Era posible que estuviera pensando en la posibilidad
de no salir vivo de aquel lugar? Se recriminó ácidamente por dar
espacio a tan negro pensamiento y comenzó a dialogar consigo
mismo: “¡Pero qué ridiculez pensar así! ¡Basta de tonterías y a
pensar!” Sin embargo, no había muchos elementos a los cuales
echar mano. Más bien, cada vez que racionalizaba lo que estaba
ocurriendo, comenzaba a invadirlo un pánico desconocido para
él. Entonces se acordó de algo que lo alarmó aún más: Esa misma
noche comenzaba una nueva cuarentena en la comuna, dado
que el comportamiento ciudadano no había estado a la altura
y se habían observado varios rebrotes de la pandemia. ¡Ya no
pasaría gente por la superficie! ¡La calle estaría completamente

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

vacía! Y si su familia lo comenzaba a buscar, ¿de qué manera


podrían imaginarse que había caído a una fosa como aquella y
que estaba allí sin poder salir? Aunque pusieran una denuncia por
presunta desgracia, no sería allí donde las policías lo buscarían
y los trabajos en ese lugar ya se habían completado, por lo que
la cuadrilla tampoco volvería más a la traicionera trampa con
hermética tapa de cemento. Se estremeció. Recordó la última
conversación con sus amigos futboleros, en que un deprimido
colocolino dijo que “cuando uno piensa que está tocando fondo,
aún puede seguir cayendo”, al comentar la situación paupérrima
de su equipo, situado al fondo de la tabla de posiciones. Era una
frase que podía aplicar muy bien a su vida. Cuando pensó tener
todo tan bien controlado, comenzaron a llegar uno tras otro los
imponderables, como golpes arteros de enemigos invisibles y
silenciosos. Primero fue el estallido social. Luego, la pandemia
con sus cuarentenas y toques de queda. Y ahora, cuando parecía
acabar la mala racha, este accidente absurdo que lo tenía sumido
en una oscuridad nueva y desconocida para él. Lo que más lo
atormentaba es que aquello se asemejaba a una pared invisible
y dura como el diamante, que no podía cruzar, por más que lo
intentara y echara mano a todos sus recursos de pensamiento
positivo y voluntad inquebrantable. Simplemente estaba tan
aislado como si estuviera en la punta del Everest o en el fondo
de la fosa las Marianas, la más profunda del Océano Pacífico. De
alguna manera pudo valorar las circunstancias de su vida, de la
cual estaba tan acostumbrado a renegar. ¿Qué era la bruma y el
smog de Santiago, comparado con aquel aire irrespirable? ¿Qué
era estar encerrado en su casa por tres o cuatro meses, comparado
con aquella cárcel brutal y tenebrosa? Se acordó de su mascarilla,
todavía adherida a su cuello y rápidamente se la puso cubriendo
boca y nariz. Increíble. Aquello era mucho mejor que estar a cara
descubierta recibiendo el golpe húmedo de ese aire subterráneo.
Pronto lo venció el sueño. A pesar del frío y la dureza de su

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

cama improvisada, estaba tan cansado que comenzó a dormitar a


sobresaltos. Como era de esperarse, sus sueños no fueron gratos.
Pensamientos absurdos e incoherentes lo asaltaron, mientras se
multiplicaban los dolores de sus lesiones. Sus pesadillas lo llevaron
a verse atado de pies y manos mientras moría de sed. Sacaba su
lengua intentando tocar un flujo de agua que pasaba cerca, pero
le era imposible alcanzarlo. Pequeños enanos crueles apretaban y
pinchaban sus músculos, mientras él desesperadamente deseaba
algún analgésico que lo hiciera sentir mejor, medicamentos que
alguien había puesto en una repisa muy alta a la cual no podía
llegar por causa de su invalidez, que se había hecho permanente.
Veía a todos sus conocidos, familiares, amigos, colegas,
despidiéndose y alejándose mientras se reían sarcásticamente.
Despertó sobresaltado y con el corazón saltándole en el pecho.
El tobillo le dolía horriblemente y parecía haber aumentado aún
más su tamaño. El hombro, por su parte, le punzaba y no se
atrevía a hacer el más mínimo movimiento por temor a agravar
su lesión. Entonces escuchó algo atemorizante. Guardó silencio,
aguantando la respiración. Arriba, a través del largo conducto
que conducía a la calle, no se escuchaba absolutamente nada. Era
más bien hacia un costado, por el túnel paralelo que se alejaba
hacia lo que él pensaba era el sur de la ciudad, que se escuchaban
pequeños rasguños en el piso y levísimos chillidos que lo llenaron
de terror. ¡Ratones! Se imaginó espantosos y enormes guarenes
avanzando en manadas hacia él para atacarlo. A Humberto no
habían muchas cosas que lo atemorizaran, pero si había algo que
le causaba repulsión y asco, eran justamente aquellos roedores
urbanos que se alimentaban de basura y eran con toda seguridad,
portadores de incontables infecciones y enfermedades, entre ellas
la mortal rabia.
Fue entonces que la situación lo sobrepasó por completo y
comenzó a gritar nuevamente con todas sus fuerzas, ahora tanto
para pedir ayuda como para espantar a los indeseables visitantes

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

de cuatro patas que se acercaban curiosos a observar a este raro


ser, que no caminaba ni tampoco reptaba. Así se desahogó
nuestro infortunado amigo, para luego analizar los resultados
de su clamor desesperado. Nada. O más bien sólo oscuridad
y silencio. Habían pasado según los cálculos de Humberto, al
menos 10 o 12 horas. Podría soportar aún el hambre y la sed por
algunas horas más, pero no así el frío y la humedad. Sabía que
si su temperatura llegaba a descender de los 35 grados, estaría
en problemas, comenzando a perder la conciencia y entrando en
un estado de confusión mental. Y si se ubicaba en los 30 grados,
podría ser irreversible, hasta el punto de morir. Ya sentía dolor
e irritación en sus vías respiratorias y pulmones y entendió que
su situación se había convertido en insostenible. Entonces fue
cuando hizo aquello que para él era tan aborrecible, una señal
de debilidad e ignorancia: Le pidió a Dios que lo ayudara. “Si
estás en alguna parte, mírame y no me dejes morir aquí”, fue su
escueta oración. Luego comenzó a recriminarse a sí mismo: “No
soy distinto a cualquiera”. “No soy distinto a una abuela que se
golpea el pecho durante un terremoto”. Pero a pesar de que su
mente se oponía férreamente a este último recurso “teológico”, su
deseo de sobrevivir lo llevó a seguir rogando íntima e intensamente
al Ser Supremo para que le echara una mano y lo librara de su
desgracia.
Eran como las seis de la mañana y mientras él temblaba
como una hoja, de pronto sintió que un pequeño rayo de luz
iluminaba su entorno. Miró hacia arriba. Se acordó que en
las tapas redondas de cemento que se instalaban para sellar las
alcantarillas, siempre hay un orificio de no más de 5 centímetros
de diámetro que se utiliza para levantarlas, introduciendo allí
una barreta de fierro. Sorprendido vio cómo a través de aquella
pequeñísima abertura entraba la luz del día. Es cierto, era una muy
leve cantidad de luz, pero suficiente para iluminar una oscuridad
tan densa. Entonces vio frente a sí una inscripción burda, hecha

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

a mano por alguno de los obreros que bajaban allí de cuando


en cuando. Decía simplemente: “Aquí estuvo Jonás.” Su mente
analítica comenzó a funcionar de nuevo, pero esta vez echando
mano a aquel nuevo recurso que se le presentaba fuera del ámbito
de lo empírico y demostrable, ya que aquellos estaban agotados.
“Jonás, el que estuvo en el vientre de la ballena”. Recordó las
lecciones de religión del colegio y los comentarios del viejo
profesor, que él consideraba mitos que sólo podían ser creídas por
gente demasiado cándida. Pero como siempre le gustó obtener
buenas calificaciones, tenía la costumbre de poner atención a las
materias que luego serían evaluadas. Jonás, el hombre que fue
enviado a una misión noble que no quiso cumplir y que por eso
terminó siendo arrojado por la borda de un barco en medio de la
tormenta y luego tragado por un pez enorme. Sin embargo, allí,
justo cuando no había esperanza alguna de sobrevivir, Jonás hizo
la oración que significó su liberación: “La tierra echó sus cerrojos
sobre mí para siempre, mas tú sacaste mi vida de la sepultura,
Dios mío”. Nunca había tenido claro por qué aquellas palabras
solemnes se le habían grabado con una especie de tinta indeleble
en el inconsciente. Pero allí estaban y eran en ese instante lo
único que poseía.
Luchando contra su escepticismo y su orgullo, comenzó
íntimamente a repetir la bíblica declaración, primero en forma
mecánica, luego involucrando sus sentimientos y finalmente,
hasta sus lágrimas de angustia: “Saca mi vida de la tumba,
Dios mío”. Allí estaba él, el que solía tener todo controlado, el
analítico, el devoto de la inquebrantable voluntad del hombre,
absolutamente rendido ante la peculiar señal que apareció en la
pared de la alcantarilla. Cerca de las ocho de la mañana, casi
15 horas después de su caída, llegó al lugar una cuadrilla que
lo rescató. Un error en las planillas había hecho que la revisión
de rutina que debía ocurrir dentro de tres meses se adelantara
para ese día y permitiera que los atónitos hombres rescataran

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

a un debilitado y deshidratado Humberto, que fue derivado


rápidamente a la Posta Central, de donde saldría una semana
después, mucho más humilde y agradecido, dispuesto a investigar
a conciencia en la nueva perspectiva de vida que había adquirido
luego de su accidente.

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EL CÓNDOR DE LOS ANDES

E n una cresta de los andes chilenos, un cóndor adulto y su cría


conversan:
“Padre”, confiesa el polluelo,“estoy avergonzado”.
El gran cóndor de casi un metro y medio de estatura se
vuelve sorprendido hacia su retoño y pregunta: “¿Por qué, hijo?
¿No somos los reyes de la cordillera?”
“Es que creo que somos las aves más feas sobre la tierra.
Además, nos alimentamos de animales muertos y nuestro caminar
es muy torpe. ¿Qué belleza o dignidad hay en eso?”
El adulto se queda pensando mientras otea el horizonte con
sus ojos pequeños y poderosos, que observan hasta el más mínimo
detalle de la inmensidad que se extiende ante él. Y contesta:
“Hoy, hijo mío, te diré por qué somos los verdaderos reyes
de la montaña y por qué nuestra vida es bella como ninguna otra.
¿Ves aquella cumbre a lo lejos?”
“Sí padre, puedo verla. Es imponente, la verdad es que da
temor estar ante una montaña tan enorme.”
“Ese es el Aconcagua. Posee más de seis mil metros de altura
en su cumbre.”

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

“¿Por qué me dices esto, padre?”


“Es que sólo nosotros podemos volar hasta allí y pararnos,
orgullosamente, justo en la cima de aquel monte, al que algunos
hombres, pocos, han llegado a duras penas.”
“¿Tan alto podemos volar? Me da más temor todavía, pensar
que algún día deberé intentarlo.”
“Para ti no será difícil, como no lo ha sido para mí. Pero
te diré algo más. Lo que a nosotros se nos ha concedido es la
felicidad de volar. Somos el ave más grande que existe hoy sobre
la tierra. Eso nos permite elevarnos y desde las alturas observarlo
todo y recorrer grandes distancias, hacia cualquier latitud. Aquí
arriba no hay fronteras.”
“¿Qué son fronteras, padre?”
“Fronteras, hijo, son aquellas líneas que dividen a los
hombres. Ellos incluso luchan fieramente por protegerlas.”
“¿Y por qué hacen eso?”
“Bueno hijo, ellos no saben que la tierra, el aire y el océano
son uno sólo, y que todo lo creado por nuestro Dios pertenece a
todos los seres que viven sobre el planeta.”
El pequeño se queda pensando largamente, mientras su
padre sigue con la enseñanza:
“Aquí en este espacio que nos han regalado para volar y vivir,
todos somos una sola familia. Mira hijo, mira hacia allá. El gran
cóndor se volvió hacia el norte y dijo: Hacia allá hay muchas
hermosas naciones, allí está Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú
y Bolivia. Y en esa dirección, detrás del gran Monte, existe otro
gran territorio que los hombres llaman Argentina. En cada uno
de esos lugares está nuestra familia, muchos cóndores poblando
las montañas, compartiéndolas con el puma, el guanaco, el zorro
y otros animales.

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

“O sea, padre, ¿somos ricos?”


El viejo y sabio cóndor emitió por su garganta sin cuerdas
vocales un silbido parecido a una risa y contestó: “Sin duda
alguna, somos muy ricos. Extiendo mis alas que son tan amplias
como las ramas de un quillay y voy donde quiero, cuando quiero.
Somos tan ricos, que ni siquiera tenemos que cazar ni matar.
Simplemente comemos la carne de los animales que ya han
muerto.”
“Pero, padre, ¿no te parece eso un poco feo? ¿Será por eso
que los hombres nos llaman animales de rapiña?”
“No hijo, no es feo ni malo. Sólo es el ciclo natural. Si
nosotros tuviéramos que ocupar nuestro tiempo en cazar, no
podríamos volar tanto, y es ello lo que nos hace felices. Nos
elevamos a grandes alturas y allí, en medio del aire puro y liviano,
podemos sobrevolar la tierra por horas y horas, sin esfuerzo.
Nadie como nosotros puede disfrutar de aquello. Además, nadie
como nosotros puede decorar estos paisajes. ”
“Es decir, padre, nuestra principal virtud es surcar los aires
con nuestro vuelo.”
“Así es. A nivel del suelo parecemos feos y torpes. Nuestra
vista, además, no alcanza muy lejos, porque no tenemos una
perspectiva suficiente como para que nuestros ojos vean hasta
donde pueden realmente alcanzar. Pero allá arriba, encima de las
nubes, con las alas desplegadas, parece que pudiéramos abrazar
al mundo”. “Asimismo entre los hombres, Dios gusta elevar a
grandes alturas a aquellos que aun sintiéndose menos dotados
que los demás, son capaces de creer”.
“Qué lindo hablas, padre. ¿Cuánto tiempo más estaré contigo
antes de volar para tener mi propia familia?”
El gran cóndor lo miró con ternura, antes de contestar:
“Cuatro primaveras hijo, serán las que estarás con nosotros antes

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

de emprender el vuelo. Entonces ya estarás preparado para reinar


por ti mismo sobre estas montañas. Y deberás ser muy fuerte,
porque te tocará volar muy lejos, en busca de alimento”.
“¿Lejos?” El pequeño, sorprendido, lo miraba ahora fijamente.
No comprendía aquel comentario, nunca hubiera pensado que a
sus padres podía costarles tanto llevar a su pico el alimento que
recibía cada día, desde que nació. “¿”Qué tan lejos, padre?”.
El gran cóndor hizo un gesto lento y triste para señalar con
la punta de un ala el gran Aconcagua.
“¿En el monte, padre?”
“Detrás de él, en las praderas del otro lado. Debemos cruzar
muchos valles y cerros, hasta aquellos campos donde conseguimos
hoy nuestro alimento”.
El pequeño no lo podía creer. Con la natural curiosidad de
cualquier niño, siguió preguntando: “¿Por qué, padre, por qué
volar tanto sólo para comer cada día?”.
Se produjo un largo silencio, que dejó escuchar el silbido del
viento en las cumbres iluminadas por los últimos rayos de sol.
“Porque en nuestra tierra escasea el alimento. Nuestros
padres y abuelos se alimentaron por décadas de las ballenas que
el mar arrojaba a la orilla. Pero ya no hay ballenas, el hombre
terminó con casi todas ellas,y las que quedan sobreviven como
pueden huyendo de los cazadores que vienen en grandes naves
que parecen monstruos marinos y devoran todo”.
“Además, hijo, al acercarte al alimento hay otros peligros de
los que deberás cuidarte: Las pequeñas semillas duras como la
roca que los hombres escupen sobre los animales con sus armas,
se esconden en la carne de ellos y entran en nuestro organismo.
Luego se deshacen lentamente en él, hasta matarnos. Así también
pueden matarnos las ramas de fuego que el ser humano ha

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

instalado por sobre los árboles. Si llegas a tocar una de ellas, es


como si el rayo de la montaña atravesara tu cuerpo y quemara tu
corazón”.
El gran cóndor, con un movimiento cansino, se volvió hacia
su hijo y mirando a sus ojos dijo: “Hijo, hay algo más que debes
saber”.
El pequeño, con voz temblorosa y débil contestó: “¿Qué
padre, qué más debo saber?”.
“Debes saber lo que vas a enfrentar en la vida. El cóndor,
tú, yo y nuestros hermanos, estamos en gran peligro. En las
próximas décadas es posible que ya no exista más nuestra especie.
No sabemos cuándo será, pero tal vez llegará pronto el día en que
el que levante los ojos sobre los cielos de los Andes, no pueda ver
más el vuelo del cóndor.”
El pequeño tuvo una sensación extraña. Por primera vez
en su corta vida se enfrentaba con realidades como las que su
padre le estaba revelando. Hasta ese momento todo había sido
calor de hogar, abrigo, alimento, juegos de niños. Pero ahora
entendía que pronto, cuando tuviera que volar solo a construir
su propio destino, tendría que enfrentarse con la posibilidad de
la extinción y la muerte de la especie. Sin duda, tendría que ser
especialmente fuerte. Ya caía la noche sobre la montaña cuando
terminó la conversación y las aves volaron a refugiarse al nido
cálido donde los esperaba la madre. Las preguntas del pequeño
habían sido contestadas. Ya sabía que eran el ave más grande
del planeta y que su vuelo puede remontarse a miles de metros
de altura por sobre las cumbres de las altas cordilleras. Sabía
también que habían nacido para volar y ser libres, exhibiendo su
estampa inigualable sobre la cadena montañosa más larga de la
tierra. Sabía que cuando tuviera que comer, simplemente debía
bajar a tierra, allí donde la mesa estuviera servida. Lo suyo no
era la tierra, no fueron creados para caminar sobre el polvo sino

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

para supervigilar enormes extensiones desde su planeo suave y


armónico. Sin duda alguna, eran los reyes de la cordillera. Si no
¿cómo podía ser que cuatro naciones lucieran al cóndor en sus
banderas? Sin embargo, esta noche no sería fácil para él conciliar
el sueño. Una gran preocupación había entrado en su corazón
de polluelo. Pronto dejaría de ser cría, para convertirse en otro
majestuoso cóndor adulto y luchar cada día por su sobrevivencia
y la de sus hijos.

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EL ANGUSTIA

A l Angustia no le decían así porque fuera drogadicto. El


simplemente andaba siempre temeroso y angustiado y eso
se notaba. Cuando no era por un motivo, era por otro. Que
le faltaba pega, que andaba medio enfermo, pobre, que tenía
mala suerte, que andaba abandonado desde chico, que vino
de un parto difícil, que las mujeres no lo tomaban en cuenta.
Fuera como fuera, su ceño estaba siempre fruncido y su ánimo
decaído. No tenía fe en nada. Ni en Dios ni en la gente, menos
en él mismo. Hay gente atractiva, cautivadora, que con su sola
presencia provoca que los demás se le arrimen. Bueno, con el
Angustia era exactamente lo contrario. Nadie se le acercaba, por
lo menos no por mucho tiempo. Apenas pasadas unas horas, la
persona que compartía con él comenzaba a percibir la nube negra
que lo acompañaba y partía en busca de nuevas amistades. Nunca
había tenido una novia. Recordaba de vez en cuando el momento
en que todavía adolescente, tuvo un tímido acercamiento con
la Marisol, una chica del barrio que le movía el corazón. Ella,
quizás por curiosidad, quizás por genuino interés, se le acercó.
Porque vale decir que el Angustia no era feo. Tenía ojos grandes
y profundos, que nunca fijaba en nada ni en nadie, ya que nunca
llegó a descubrir el poder de una mirada franca. Al poco tiempo,

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

la Mari se alejó porque encontró que iba a ser demasiado trabajo


relacionarse con aquel joven flaco y temeroso con el cual costaba
tanto hilar una conversación. Fue una gran desilusión.
Ahora, a los 40 años, el Angustia comenzó a pensar que era
más fácil ser viejo que joven. Así que si normalmente nadie quiere
envejecer, a nuestro amigo le pasaba exactamente lo contrario.
De alguna manera llegó a la conclusión de que cuando fuera viejo
estaría emocionalmente más protegido, más cómodo, sin tener
que justificar su carácter, su quehacer diario o su vestimenta.
“Los viejos tienen licencia para ser ermitaños, trabajar en lo que
puedan y vestirse como quieran”, se decía. Además, el Angustia
era algo así como lo contrario de un “Diógenes”. No acumulaba
nada. Más bien tenía sólo tres objetos que apreciaba: Un anillo
que imitaba oro que le heredó su padre, una camisa de tweed que
le obsequió su madre y unos zapatos de gamuza con talones de
cuero, que le regalaron unos vecinos caritativos. En realidad con
cada una de estas cosas mantenía una conexión que le agradaba y
producía en él un sentimiento, aunque fuera vago, de pertenencia
e identidad. Pero entre todos su favorito eran los zapatos. Mal
que mal correspondía que sus padres le regalaran algo, aunque
fuera por cumplir. Pero aquel calzado café de gamuza con talones
de cuero tenía un significado único: Le fueron obsequiados desde
un sentimiento completamente puro, exento de contaminación
emocional. Con nobleza. Así que los cuidaba en forma especial.
Como no los podía lustrar, se compró con sus pocos ahorros
una escobilla de pelo de cerdo con la cual cuidadosamente los
limpiaba y acicalaba. En los días especiales, se los calzaba con
gusto y un toque de gratitud en el alma. La primera de aquellas
fechas: los 21 de septiembre, cuando comenzaba la primavera.
Ese día, la mayoría de las veces soleado y acompañado de una
brisa suave, sentía que eventualmente podría empezar de nuevo.
Dejar de ser el Angustia, el solitario, el ignorado, el de la mala
suerte y por fin, “darle el palo al gato”, convirtiéndose en alguien

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

querido y reconocido por la gente. Y en ese trance sin duda


debían acompañarlo sus zapatos, fieles compañeros.
El Angustia no podía verse a sí mismo con justicia u
objetividad. Si hubiera podido contemplarse desde afuera,
hubiera percibido lo que era su cualidad innata: Una enorme
ternura que le brotaba por los poros. Porque era buen chato y
pudiera haber sido bastante querible, claro que sin la nube negra.
Él sin embargo, nunca había llegado a creerlo. Si alguna vez en la
vida alguien en el mundo se hubiera detenido a mirar al Angustia
por cinco minutos seguidos, al percibir la tremenda humanidad
que había debajo de esa cáscara apática, se hubiera sentido
empujado ineludiblemente a darle un gran abrazo. (Y vaya lo
terapéutico que eso puede llegar a ser). Pero la verdad, nadie tiene
cinco minutos. O al menos nadie los tenía para él.
Pero ¿cómo llegó el hombre a tener el seudónimo por el
cual muchos lo llegaron a conocer? Había sido en el colegio
cuando uno de sus compañeros, el bromista del lote, al observar
su permanente actitud de sufrimiento y temor, le colocó el
apodo. Por supuesto, allí nadie lleva su nombre real, sino sendos
apelativos como el chino, el negro, el chico, el pelado, el rucio
y en este caso, el “Angustia”. Así que su alma ya estaba marcada
por muchos años por el singular adjetivo y él no sabía vivir de
otra forma. Cada día, al despertar, tenía que luchar contra sí
mismo y buscar de alguna parte la determinación para vivir un
día más. Nadie sabía que para él viajar de la mañana a la noche
podía ser una travesía plagada de obstáculos. Pero si bien eso ya
es bastante malo, cabe mencionar que la situación empeora con
los años. Si no ocurre algo milagrosamente determinante en el
camino, alguien como nuestro amigo termina aún más aislado
y desadaptado cada día. Y así ocurrió con el Angustia. Había
tenido pegas ocasionales, nada donde tuviera que relacionarse
mucho. No hubiera podido entablar un diálogo coherente con las
personas. ¿O debemos decir que no hubiera querido? El caso es

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

que trabajó de junior, de ayudante de mecánico, de cuidador de


una vieja casa en Santiago Centro. Pero un día quedó sin trabajo
y luego no fue capaz de conseguir nunca más una ocupación.
Y así llegó a tener el estatus de hombre de la calle. ¿Quién diría
que cuando pequeño el Angustia vivió en una familia con visos
de normalidad? Él era uno más entre cuatro hermanos, un niño
normal en apariencia, un estudiante promedio, un deportista
mediano… etc. Pero nadie puede ver la singularidad que trabaja
en nuestro interior haciéndonos tan distintos unos de otros. Y
hay ocasiones en que nos toca vivir situaciones que nos marcan
de manera permanente.
No recordaba a qué edad fue, pero tenía claro que siendo
muy pequeño su madre, después de almuerzo, lo puso a dormir
siesta y se fue a comprar. Sería que había mucha gente en la feria,
que se encontró con alguna amiga y se puso a conversar, o que
simplemente se olvidó, pero al despertar de aquella siesta, el
Angustia se encontró sólo. Al comienzo esperó paciente, pero los
minutos comenzaron a transcurrir y no aparecía ni su madre ni
nadie. La casa estaba completamente vacía y comenzó a llorar.
Miró por la ventana. Nadie. Sólo ese silencio y desolación del
barrio los días domingo a las 3 de la tarde. No se sabe qué pasó
con exactitud en la mente del Angustia en ese rato fatídico, sólo
que luego de aquella experiencia el pequeño era otro. Sus ojos
reflejaban temor y una desesperación irracional se apoderó de él. Si
lo hubiera auscultado algún médico especialista hubiera sido fácil
determinar que el niño había adquirido un trastorno de angustia,
de aquellos que vienen con crisis de pánico, sólo que en este caso
más que altibajos de comportamientos o episodios intensos,
había quedado enfermo en una manera continua, acompañado
de una depresión que poco a poco se fue acentuando. Sin
embargo, a pesar de que sus padres y hermanos notaron cambios
de conducta, nadie tuvo la voluntad de preocuparse mucho del
tema. Y así aprendió a vivir. O más bien a sobrevivir. Así que

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

ahora, muchos años después, el Angustia resignadamente, como


quien asume un destino que sabía iba a llegar tarde o temprano,
adoptó su nueva forma de vida en su clásico estilo silencioso y
anónimo. Sólo cerró la puerta de la pieza que ya no podía seguir
arrendando, devolvió la llave y cargando sus objetos personales,
incluyendo el anillo, la camisa y por supuesto, los zapatos de
gamuza, emprendió el rumbo hacia cualquier parte. Sus padres
ya habían muerto y con sus hermanos no tenía comunicación
hace mucho. Sabemos que no tenía amigos, menos relaciones
sentimentales, así que estaba absolutamente solo y a la deriva.
Los hombres y mujeres en situación de calle generalmente se
agrupan. Su condición es difícil, pero al menos entre sus amigos,
sean humanos, caninos, felinos o plumíferos, obtienen cierta
pertenencia, una familia bastante sui-generis que los cobija, a
veces por largos años. Me acuerdo del Juan, el “Choro”, un viejo
de calle que tenía allí en el parquecito entre el río y el Forestal, su
reducto. Siempre se le podía ver en su sillón rojo de cuero (que
algún día gozó de una gran posición en el living de alguna casa
importante), sentado, como un verdadero conde descansando en
medio de los jardines de su palacio. Pero el Angustia no tenía ni
sentía pertenencia. Cuando estaba en un lugar, quería irse para
estar en otro. Y viceversa. Como la nueva situación lo sorprendió
entrando al verano, pensó que tenía algo de tiempo para ubicarse
bien. Mientras tanto, podría dormir en la urgencia de la posta tres,
debajo de las bancas, como muchos hombres y mujeres, chilenos
e inmigrantes que habían hecho de aquel lugar un dormitorio,
al comienzo temporal y luego, permanente. Y cuando ya hiciera
calor día y noche, cualquier parque o plaza estaría bien. Trató
de bloquear la mente, para no hacerse la pregunta que serviría
sólo para sentirse torturado. ¿Cómo llegué hasta aquí? No era en
realidad una pregunta lógica, sino más bien un desahogo personal
a través del cual estaba evitando otra mucho más inquietante:
¿Por qué me pasan estas cosas? Entendió el motivo por el cual

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

muchas personas en situaciones similares se vuelcan al alcohol.


¿O sería que el alcohol los lleva a la situación? Como fuera, no
quiso involucrarse en el vicio, básicamente porque no le llamaba
la atención y no tenía ni siquiera dinero para financiarlo. Así que
de alguna forma, el Angustia era atípico. Encajaba en el perfil de
aquellos hombres y mujeres desdichados que quedan en situación
de calle, en cuanto a su paulatino desapego de la familia. Pero él
no se involucraba en adicciones, peleas callejeras o delincuencia,
lo que lo hacía distinto. No es que todos aquellos que están
viviendo en la calle sean alcohólicos, drogadictos, delincuentes
o violentos, pero lamentablemente cuando un hombre o una
mujer queda en esta difícil situación, es mucho más fácil meterse
en problemas.
Durante los primeros días no pensó mucho, ya que estuvo
demasiado ocupado intentando resolver el tema de donde iba a
dormir y cómo se las arreglaría para comer, además de procurarse un
ingreso, que por ahora debía ser, según su convicción, proveniente
de algún trabajo tipo “pololo”, pues aún no sería capaz de pedir
limosna. Todavía había algo en su interior, que creyó identificar
como vergüenza, que no le permitía pensar en eso. Así que luego
de asentarse temporalmente debajo de las bancas de la urgencia e
instalarse en una de las calles aledañas a cuidar autos, un buen día
quedó con tiempo para pensar. Aquello siempre le causó pavor.
Era en esas situaciones cuando los fantasmas que habitaban en su
interior se apoderaban de su conciencia y comenzaba a flagelarse
a sí mismo una y otra vez por ser tan nefasto, poca cosa, fracasado,
inútil… etcétera, etcétera, etcétera. Sus pensamientos se hicieron
nostálgicos. Recordó cuando lloraron junto a su madre, a moco
tendido, mientras ella le narraba la historia de su tío Andresito,
quien así como el Angustia siempre fue inofensivo, pero murió
de las heridas que recibió dentro de un carro policial, cuando los
carabineros lo pillaron ebrio cerca de una feria. “Era bueno mi
tío… muy buena persona… sólo que curadito…”, y lloraba y

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

lloraba de una forma que nunca había visto. Entonces pensó qué
diría su mamá de verlo a él así. ¿Se conmovería? ¿Le daría pena?
De su papá, la verdad, no le daban muchas ganas de acordarse.
No es que el hombre fuera malo. Pero tenía tal vez la forma más
violenta de crueldad que podemos vivir los seres humanos: La
indiferencia. Para él la vida era trabajar, leer su diario, tomar su
vaso de vino en el almuerzo (lo que era como una religión), y
dormir la siesta los fines de semana. Siempre le llamó la atención
que su progenitor llegó a ser un gran intérprete de armónica,
pero ni a él ni a sus hermanos jamás les enseñó una nota. En
realidad, a la persona que más le hubiera gustado volver a ver era
a su mamá. Cómo le hubiera gustado abrazarla y quedarse ahí,
largamente, recostado en su pecho, sin decir nada. Estaba en estas
meditaciones, cuando un estremecimiento lo despertó. Sintió frío
y notó que había comenzado a llover. Débilmente, pero llovía,
cosa que en los últimos años en Santiago se había vuelto un
fenómeno siempre ausente. Se concentró en mirar un pequeño
honguito que había crecido junto a un plátano oriental. Casi
muerto, arrugado y marchito, comenzó milagrosamente a revivir
mientras recibía las finas gotas de la precipitación primaveral. La
humedad lo hizo tomar cuerpo y comenzó lentamente a erguirse
como si se estirara luego de un largo sueño. El Angustia se cubrió
la cabeza con un periódico y luego se concentró por largo rato
en el pequeño amiguito que luchaba por su vida en medio de
la metrópoli. ¡Cómo hubiera querido él que en su propia alma
cayeran algunas gotitas de agua como las que estaban reviviendo
al pequeño hongo! Al menos una sola, que penetrara hasta
el fondo de su corazón y refrescara este ardor doliente que lo
torturaba, en forma de tristeza. Miró hacia el cielo gris, que a
pesar de todo, le pareció luminoso y hermoso. “Dios, ¿por qué
no me llevas?”. Se sorprendió a sí mismo esbozando la oración, ya
que había decidido hacía mucho no volver a creer. Fue en aquella
ocasión en que se acercó a una iglesia y sintió que aquella gente,
tan feliz, tan bien relacionados entre sí, no se dieron ni cuenta de
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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

que él había estado de visita. Entró y salió como un ente invisible,


insignificante, y la verdad, no protestó por eso, ni se apenó. Sólo
puso su corazón bien duro y decidió en ese momento que Dios
no quería nada con él. Pero ahora lo estaba invocando. Algo
dentro suyo, una rebeldía poderosa surgió y se elevó al cielo, con
la misma rabia con que rechazaba instituciones y ceremonias…
y penetró por entre las densas nubes para llegar hasta bien arriba,
allí donde supuestamente debía vivir aquel ser perfecto que podía
escucharlo. “¿Por qué no me llevas?” “Ya no quiero estar aquí”.
Hacía algo de frío, ya que eran cerca de las seis y media de
la tarde. Refrescaba sobre Santiago y el Angustia se dirigió a su
improvisado refugio, esperando que los guardias no le pusieran
problemas para quedarse allí, sobre todo ahora que había caído
un poco de agua. Ya cuando se logró acomodar y cuando su
cuerpo adquirió calor, masticó lentamente la marraqueta con
queso que había comprado con lo recaudado en el día y se
durmió profundamente. Entonces soñó: Volvía a ser joven, ágil,
apuesto, alegre. Corría por un campo lleno de colinas verdes y
árboles coloridos, elevando un gran volantín rojo que se elevaba
muy alto en la medida que le daba más y más hilo. Arriba, en
la cumbre de la colina más alta, se encontró con Marisol. Ella
estaba bella, luminosa, igual de joven que él. No le decía nada,
simplemente le tomaba la mano y corrían juntos hasta un arroyo
de aguas corrientes. De espaldas a ellos estaba una mujer de pelo
largo. Cuando llegaron junto a ella, pudo darse cuenta que era
su madre, quien sonriente y cariñosa, le dio a beber de aquellas
aguas transparentes. Y más allá, un hombre de semblante amable,
que mirándolo a los ojos le dijo: “Un poco más. Sólo un poco
más”. Cuando despertó, estaba como en el aire. Nunca antes
había experimentado algo similar. Le temblaban las rodillas y
como pudo se levantó para comenzar lo que él entendió como
aquel tramo que el personaje del sueño había definido como “un
poco más”.

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

Hasta aquí llega nuestra historia. Para completarla, hay que


decir que el Angustia, unos días después, conoció a una dulce
mujer que le dio el primer abrazo sincero que había recibido en
su vida. Ella lo llevó donde otros que como él, habían quedado
solos y marginados en el Chile del siglo 21. Le enseñó a conversar
con Dios, el misterioso personaje que se le había presentado al
final del camino. Allí se hizo de amigos, a pesar de todas las
dificultades que tenía para establecer relaciones y poco a poco
el temor, la tristeza, la depresión, comenzaron a abandonarlo.
Además, aprendió a fabricar utensilios de madera que comenzó
a vender para sobrevivir. Fueron los años más felices de su vida.
La salud física lo comenzó a abandonar, pero la salud emocional
y espiritual llegó por fin a su golpeada existencia. Y por fin dejó
de ser el Angustia para pasar a ser José Miguel. Disfrutó de su
nueva vida, aunque cuando llegaba cada atardecer, pensaba en
aquel día en que se mudaría definitivamente al paraje verde y
hermoso donde encontró a sus seres queridos y a aquel hombre
que le otorgó, como respuesta a su petición desgarrada, un
tiempo más. José Miguel murió dos inviernos después, con sólo
43 años de edad, cuando la influenza lo derrotó, debido a la mala
alimentación y las condiciones precarias de vida. Pero cuando
se despidió, sus ojos profundos ya podían mirar fijamente y
agradecer. Por fin tenía un destino claro y una identidad definida.
Aunque fuera al final de su vida, dejó de ser el Angustia y pasó
a ser un hombre nuevo. Por deseo de él mismo, en su lápida
escribieron: “Espera un poco más”. “Siempre es posible tener un
tiempo mejor”. Lo sepultaron con sus zapatos de gamuza con
talones de cuero.

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EL VALOR DE LAS PALABRAS

A la Bernardita siempre le gustaron las palabras. Desde chica


ella se dedicó a formar hileras de letras al azar, luego las
vocales bien ordenadas, en seguida el alfabeto entero, que iba
construyendo con las letras de madera en diferentes colores que le
regalaron sus tatas, como si fuera un entretenido rompecabezas.
Para ella fue una enorme emoción ir aprendiendo vocablos y
armarlos allí sobre el piso de la habitación. La primera palabra
aprendida fue su propio nombre, una palabra de diez letras. Fue
justamente su extensión lo que le agradó, además de su sonido
musical. B-e-r-n-a-r-d-i-t-a. Colocaba una por una las letras
y luego pronunciaba la palabra, para en seguida quedarse en
silencio un rato, disfrutando del resultado de su infantil juego-
aprendizaje. No era ansiosa. Es decir, no es que armara un vocablo
y luego quisiera estructurar otro de inmediato. Le gustaba más
bien gozar de cada pequeña victoria y de alguna manera buscar
los significados.
Puso a su papá en apuros cuando muy chica le preguntó:
“Papi, ¿qué significa mi nombre?”. El hombre un poco ruborizado
le contestó: “No sé, hija, sólo te pusimos ese nombre porque nos
gustó. Pero voy a averiguarlo”. Y así lo hizo. Entonces fue cuando
Bernardita supo que su nombre era de origen germánico y

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

significa “mujer audaz y valiente como un oso”. Eso la impresionó


mucho. Su imaginación pura y abierta voló hasta las nubes
imaginando cientos de historias de heroísmo en que ella era la
protagonista. Y así fue, poco a poco, descubriendo sustantivos,
adjetivos, pronombres y verbos. Estos últimos le encantaron. Allí
estaban ante ella, estos que ella veía como verdaderos señores
medievales, vestidos a la usanza de la época, presentándose ante
ella con una solemne reverencia: Primero se imaginó a don
Amar, que llegó con un ramo de flores, le besó la mano y luego
se puso incondicionalmente a su disposición, manifestándole
que difícilmente encontraría otro verbo más importante. Pero al
poco rato apareció ante ella don Pensar, un viejito chico y un
poco gruñón, que venía arrastrando un carrito lleno de libros,
cuadernos y notas. Él le hizo ver que en realidad quedaba poca
gente en el mundo que lo considerara en su real valía. “Hoy se
hacen muchas cosas, señorita. Pero ¿quién piensa?”. Más tarde
hizo su histriónica aparición el verbo Imaginar. Sonriente, alto,
delgado y vestido igualito a la caricatura de un pintor que había
visto en un texto de estudios del colegio, apareció este señor
verbo, dibujando ante ella con una especie de paleta de colores
una hermosa diversidad de paisajes, provenientes según parecía,
de todas las latitudes del mundo.
El universo de Bernardita era por demás amplio y luminoso,
aunque se desarrollara primordialmente entre las cuatro paredes
de su casa. De manera que como se podrá uno imaginar las
palabras, las que se leen y las que se dicen, tenían una importancia
enorme para la niña. Luego comenzó a crecer. Y tanto su fértil
imaginación, enmarcada en un temperamento retraído, como
su obsesión por las palabras y su valor, comenzaron a darle
problemas. Para su infortunio, el primer tropiezo que tuvo fue
con su profesor jefe. Bernardita había estudiado tanto para aquella
prueba de Matemáticas (asignatura que no le era especialmente
grata), que esperaba con ansias los resultados, aquel martes de

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

Julio. Sin embargo, transcurridos los 90 minutos de la clase,


el profe no repartía las notas. Entonces Bernardita se dirigió al
escritorio del docente:
- “Profe, ¿le puedo preguntar algo?
- Claro, Bernardita, pregunte nomás.
- ¿Por qué no trajo hoy los resultados de las pruebas?
El hombre la miró sorprendido, no tanto por la pregunta en
sí, sino más bien por el tono firme en la voz de la niña.
- Ah, bueno… no alcancé a corregirlas. Tal vez la próxima
clase las traiga.
Pero la niña, no satisfecha con la respuesta, se quedó allí,
mirándolo en silencio. El profesor, ya un poco molesto, preguntó:
- A ver, ¿qué pasa, Bernardita?
- Profe, es que usted prometió traerlas hoy.
Y luego la niña añadió la sentencia:
- ¿Usted sabe lo que significa una promesa?
Como es de imaginarse, el hombre se indignó y la mandó a
sentarse de inmediato, no sin antes manifestarle que le parecía una
falta de respeto su forma de dirigirse a él. Bernardita lloró bastante
ese día, sobre todo porque nunca tuvo la intención de atacar al
profesor, sino que ella sinceramente quería explicarle a él que,
según lo que había aprendido, las palabras que salen de nuestra
boca como una promesa son un compromiso, una obligación y
un deber. Nada menos y ella no entendía por qué él no había
cumplido con aquello. El incidente fue tema de conversación
en su casa. Sus padres le explicaron que el hecho no tenía una
importancia capital como a ella le parecía. En este caso quizás el
profe había estado demasiado ocupado, tal vez tenía problemas
familiares o estaba muy cansado… que ella no debía ser tan dura

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

con él y que debía conversar y pedir disculpas. Bernardita así


lo hizo. Le pidió al profesor unos minutos después de clase y
de todo corazón le pidió que la perdonara, explicándole que
había conversado con sus padres y entendía mejor el asunto. Él la
escuchó, aceptó las disculpas y dio por cerrado el inconveniente.
Pero la relación que había comenzado con una fisura, se fue
quebrando aún más en la medida que la falta de cumplimiento
del hombre se repitió una y otra vez, tanto con la revisión de los
exámenes como con otros compromisos. Y ocurrió un fenómeno
que marcó la vida de Bernardita, quizás tanto como su afición
al significado y valor de las palabras: El profesor nunca más la
volvió a mirar a los ojos, cosa que jamás la niña entendió. Para
ella un profesor debía tener obligatoriamente estatus de héroe.
¿Por qué siempre los héroes debían ser personas del pasado? se
preguntaba. Los Prat, los Rodríguez, los Lautaro adornaban su
libro de historia y sus vidas eran fascinantes, pero tan divorciadas
del aquí y el ahora, a su parecer mucho más chato que la vida en
aquellos tiempos de ideales.
Bernardita se sentía muy sola. Había decidido retornar al
origen y el peso de los significados, así como un restaurador de
pinturas trabaja minuciosamente en una tela para lograr sacar
nuevamente a la luz la obra original. Necesitaba alguien que
estuviera tan loco o loca como ella. Su aguda inteligencia y
profunda percepción de la realidad la hacían estudiar a las personas
que la rodeaban sin cruzar una sílaba con ellos, entendiendo que
el lenguaje gestual es mucho más elocuente que el verbal y siempre
descubría deslices, renuncias, incoherencias en las actitudes de
los adultos. Buscó y buscó, tal como Diógenes buscaba con
una lámpara hombres honestos por las calles de Atenas, pero
no logró encontrar a alguien a quien pudiera asociarse en su
cruzada. Es que sin saberlo, nuestra amiga era una especie de
quijote femenino, terca y audaz como para enfrentarse cara a cara
con cualquiera y defender a fondo sus argumentos. Por lo tanto,

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

intimidante para muchos, fueran ellos jóvenes o adultos. De


manera que al cabo de varios años, seguía sola y tendía a aislarse
cada vez más. Había comenzado a albergar en el corazón algo de
intolerancia y desprecio por la condición humana. Sus padres,
evidentemente preocupados, no sabían qué hacer. Conversaban
con ella, intentaban entenderla y traer algo de alegría a su vida,
pero una y otra vez se encontraban con un muro impenetrable.
La joven sabía que aquella dureza hacia la cual había derivado
no era buena para ella ni para nadie, pero no sabía cómo evitar
sentirse así. Fue entonces cuando volvió a aparecer en escena el
profesor de matemáticas, el mismo mediante el cual había sufrido
su primera gran desilusión. Se encontraron a boca de jarro en una
calle del barrio y se reconocieron de inmediato.
¡Profe!
Bernardita… ¿cómo has estado? ¿Ya saliste del colegio?
No profe, este año salgo… y usted, ¿cómo está?
Por algunos minutos entablaron un diálogo de buena crianza,
sin contenido emocional de ningún tipo y sin la honestidad que a
Bernardita le agradaba tanto. Así que un par de minutos después
volvió a repetir la pregunta, esta vez con un tono muchísimo más
cálido y tomando suavemente el brazo del viejo, con el mayor
respeto que podía demostrar.
Profe ¿cómo está?
Se hizo un silencio largo, tras el cual el hombre relajó su ceño
y ¡por fin! levantó la mirada para fijarla en los ojos inquisitivos y
brillantes de la joven.
Bien, Bernardita, estoy bien. Jubilé, quedé viudo hace
algunos años, pero estoy bien. Mis hijos, todos casados, me
visitan de vez en cuando con mis nietos… el resto del tiempo,
leyendo, meditando, descansando… y acordándome del colegio,
por supuesto.

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

La joven, sin saber por qué, tal vez por solidaridad con el
hombre que parecía tan solo, le dijo en tono afectuoso: Profe…
¿Tiene un rato para conversar conmigo?
El hombre se sintió a la vez nervioso y profundamente
complacido de que la joven, a quien sabía tan lúcida
intelectualmente y dueña de un brillante futuro le concediera
algunos minutos para escucharlo.
¡Por supuesto! ¿Tú me aceptarías un té en mi casa? Es aquí a
la vuelta…
Claro profe, si no es molestia…
No, no, cómo se te ocurre, ¡vamos! Y partió adelante,
entrando apresuradamente a un pequeño negocio para volver
con unos dulces de la Ligua para agasajar a su invitada.
¡Te van a encantar! ¡Estos son los verdaderos!
Así que sentados en el pequeño y acogedor living del viejo,
conversaron largamente sobre las anécdotas del colegio, mientras
tomaban un té de hoja acompañado de los mencionados dulces.
Como cualquier mujer lo haría, Bernardita comenzó a fijarse en
los detalles. Había algunos adornos de cobre, plantas de interior,
cuadros de tamaño mediano y un papel mural de buen gusto, con
flores pequeñas y cenefas en tono azulado. Todo bien distribuido
y armónico, como si una invisible mano femenina hubiera
trabajado con paciencia hasta lograr aquel ambiente tan grato.
¿Fue su señora quien decoró su casa, profe? ¡Es tan linda!
El hombre, entre sorprendido y emocionado asintió con la
cabeza.
¡Ella fue! Tenía una mano maravillosa para decorar y era muy
inteligente para comprar los adornos. A veces llegaba con algo
que yo no veía muy apropiado, pero al ponerlo justo sobre la
mesita para la cual estaba destinado, se veía perfecto…

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

Se hizo otro silencio y esta vez el ambiente quedó cargado


de tristeza.
¿De qué falleció su señora, profe? La joven lanzó la pregunta
y cerró imperceptiblemente los ojos, quizás por haberse dado
cuenta de que podía estar siendo impertinente.
Ella… ella sufrió una larga enfermedad, que al final se la
llevó. Yo la cuidé lo más que pude. Llegaba después del colegio,
la atendía, le daba sus medicamentos, su cena y después me iba a
trabajar al Instituto.
¿Instituto? ¿Qué instituto, profe? ¿Hacía clases en otro lado
aparte del colegio?
Claro, Bernardita, necesitaba hacerlo para costear el
tratamiento y los medicamentos de mi señora. Tú sabes que aquí
en este país no hay presupuesto que aguante una enfermedad
terminal, excepto que seas un millonario. En aquellos tiempos
corría todo el día y me quedaba muy poco tiempo, incluso para
dormir.
La joven se echó para atrás en el cómodo sillón de tono
rojizo mientras el corazón se le encogía y los ojos se le llenaban
de lágrimas.
¡Profe! ¡Profe! ¡Perdóneme! ¡Por favor, perdóneme! Yo no
sabía.
Pero al ver a la joven compungida, el profe no se demoró en
responderle.
¡No te preocupes Bernardita! Yo entiendo… tranquila. No
llores… ¿Te acordaste del encontrón que tuvimos en la sala?
Eso está olvidado hace mucho tiempo. Entonces fue él quien se
acomodó bien en su propio sillón y siguió hablando:
Mira, yo sé que fallé mucho. Es cierto, la mayor parte de
las veces tenía poco tiempo y me “pillaba la máquina” como

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

suele decirse, pero tal vez podía haber hecho mejor las cosas. De
eso no hay duda. Ahora, déjame mostrarte algo. El hombre se
incorporó lentamente y desapareció por un pasillo, para volver
con un retrato de la que había sido su esposa. La joven tomó
la fotografía en sus manos y la observó con detención. En ella
se veía una mujer delgada, de rasgos finos y mirada hermosa.
Bernardita no supo qué decir, sólo se limitó a mirar y admirar a
esta persona que no había conocido jamás, pero que de alguna
manera le despertaba una profunda simpatía. Entonces el profe
le dijo, en tono solemne:
Bernardita, en estos años sin mi esposa yo he aprendido
muchas cosas. Es cierto, las palabras tienen un gran valor, como
tú dices. Tú me preguntaste si yo sabía lo que era una promesa.
Por supuesto que lo sabía y no fui capaz de darte una explicación
de por qué no estaba cumpliendo las mías en ese momento,
aunque es lo que debería haber hecho. Otra cosa: ¿Sabes por qué
Dios tiene tanta paciencia con nosotros?
No profe, la verdad es que no lo sé.
Porque él nos conoce en lo más íntimo: Lo que sentimos, lo
que pensamos, nuestros problemas, nuestros dolores. Así que es
el Ser más empático que pueda existir. Quizás hoy, después de
tantos años, si volviéramos a vivir aquella situación incómoda,
mi reacción sería muy distinta.
También la mía, profe, no le quepa duda, contestó la niña
compungida.
Aquel encuentro fue muy significativo para la joven. Tanto,
que al egresar de Cuarto Medio decidió que quería estudiar
Pedagogía y ser profesora de Lenguaje. Y lo hizo. Fue así como
intentó siempre inculcar en sus alumnos el amor por las palabras,
el cariño por el idioma y sus miles de preciosos tesoros, además
de la importancia de valorar las promesas que se hacen, porque
decía: “Lo único que tenemos los seres humanos es el valor
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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

de nuestra palabra”. Pero por sobre todo aquello, les enseñó a


combatir sus prejuicios para no juzgar las conductas de nadie y
a utilizar el idioma como un poderoso medio de comunicarse y
relacionarse y no como un arma para establecer muros divisorios
entre unos y otros. De vez en cuando seguía visitando al profe,
que se había convertido desde su revelador diálogo en su “héroe
personal”. Juntos tomaban un exquisito té de hojas con dulces de
La Ligua.

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SUICIDIO

S e miró al espejo una vez más. Gordo, feo, repugnante. Sus


dientes, chuecos, picados, una puerta a las cloacas del mundo.
Un auténtico Gregorio Samsa convirtiéndose cada día en escarabajo,
el más repelente que uno pudiera encontrar. Le harían un favor si
lo aplastaran y pudiera por fin dejar de respirar, de sentir, de estar.
Siempre fue el hazmerreír en todos lados. No por ser el más ridículo
o torpe, sino más bien porque él estaba convencido de aquello. Y esa
angustia permanente era como un cuchillo en su estómago. Dolor,
náuseas, tristeza, llanto sin lágrimas. “¿Por qué no puedo llorar de
verdad?”, se preguntaba. El que puede llorar no sabe que aquello
puede llegar a ser una virtud. Lo entendería si pudiera percibir
lo que siente aquel que lo desea con toda su alma, pero no tiene
libertad para hacerlo. Sólo ese absurdo ronquido o sollozo que no
se parece a nada. Pero tampoco podía sonreír. En una ocasión había
visto una película de terror donde aparecía un zombi con la boca
cosida. No era mala idea, tal vez. La verdad, todo había comenzado
muy temprano, cuando era un niño. Ya no quería buscar razones,
había jugado en su mente por tantos años con reflexiones que
pudieran explicar por qué algunos nacen “parados” y otros como
él, “caen de hocico” en este mundo. A veces recordaba las caricias

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

de una profesora de básica que se parecía a la novia de Popeye: La


Miss Margarita. Ella en alguna ocasión lo miró directo a los ojos
y le dijo algunas palabras cariñosas mientras tocaba su cabeza.
Fueron gotitas de agua fresca en medio de un desierto infernal.
Pero hasta esas gotitas dejaron de caer. Claro, ¿por qué lo iban
a querer si siempre fue un estorbo? Sus hermanos, inteligentes,
deportistas, exitosos. Él, la vergüenza de la familia, el “perno”, el
flojo, el “nerd”. ¿Qué va a ser de ti? ¿Por qué no aprendes de tus
hermanos? ¡Cierra la boca! ¡Nunca debí parirte! Muchas veces
quiso pensar que aquellas palabras nunca fueron pronunciadas,
que fue un mal sueño. Pero se las había gritado en la cara, en un
minuto de furia, su propia madre.
II
Pegado a la ventana del bus sentía su respiración muy lenta.
Agonizante. Inspiraba largamente y luego exhalaba, sintiendo
aquel proceso largo y tedioso. “Me cansa respirar, quisiera dejar
de hacerlo”, se dijo. Pero sabía que según la determinación que
había tomado, faltaba poco tiempo para que eso fuera realidad.
Una hora y media, dos a lo más. Sería cosa de llegar a la bahía y
caminar por la larga costanera hasta encontrar un lugar adecuado
para arrojarse al mar. Y ya. Trató de dormitar. De acuerdo a la
importancia de su decisión, debería estar en un estado de alerta
máxima. Atento, expectante. Pero la verdad es que la depresión era
tan profunda que apenas si podía moverse. Sentía un cansancio
final. Sólo esperaba tener las fuerzas para llegar a aquella baranda
desde la cual daría el salto que terminaría con su vida. Y un
imbécil menos al que nadie extrañaría.
III
Después de caminar por lo que le parecieron largos minutos,
se detuvo en un lugar solitario que escogió como propicio. Ahora
sí, sentía la vida funcionando en él a toda máquina. La sangre
transitaba por sus venas a mil kilómetros por hora y su corazón le
saltaba en el pecho. El oído se abrió para percibir todos los ruidos
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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

del ambiente marino, por allí entraban a raudales el sonido


del viento, el graznar de las aves, el repicar de las olas, todo en
una especie de réquiem. Para qué decir cómo se le agudizó en
aquel instante el sentido del olfato. Ríos de aromas diferentes
saturaron sus fosas nasales, que no discriminaron los agradables
de los desagradables. En aquel instante supremo su cuerpo se
transformó en un catalizador de todos los estímulos de aquel
día de otoño en la costa. Era un verdadero concierto de vida.
Sin embargo, su alma herida sólo deseaba terminar. No había
vuelta atrás. Enjugó una lágrima mezquina que quiso caer hacia
el piso y luego miró hacia todos lados. Nadie. Había llegado
el momento. Lentamente se subió a la baranda de cemento y
yeso. Con dificultad se paró sobre ella y miró hacia abajo. De
las olas que reventaban mansamente contra el murallón lo
separaban unos diez metros. ¿Cuánto se demoraría en caer? Y
luego, si no moría con el impacto de la caída, ¿cuánto tiempo
estaría consciente en el agua, antes de rendirse por completo? Un
torbellino de pensamientos pasó por su mente pero ninguno en
absoluto le sugirió abortar su vuelo fatal. Así que se lanzó. Cayó
como si fuera una pluma en el océano inconmensurable.
IV
¡Allá! ¡Allá está! ¡Se tiró de la baranda! ¡El joven se tiró desde
la baranda! Los gritos de alarma de la mujer alertaron a los
pescadores que pasaban y estos bajaron de su vehículo a atender
el desesperado llamado. Nunca se había visto en el lugar un
rescate tan rápido. Casualmente los hombres iban perfectamente
equipados para entrar en el agua fría del Pacífico y no tardaron
más de dos minutos en entrar en ella y buscar el cuerpo que
encontraron desmayado pero aún con vida.
V
Horas después despertó en la cama del hospital, sin heridas
graves, sólo con el dolor de una que otra magulladura, producidas

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

principalmente durante el rescate. Entendió que no había podido


cumplir su cometido. Normalmente hubiera pensado: “Soy
fracasado hasta para suicidarme”. Pero no fue así. Al contrario,
comenzó a surgir desde dentro de su corazón resucitado una
gratitud enorme. Se sintió libre y feliz. Comprendió que
efectivamente había muerto. Simbólica y realmente, sin dejar
el cuerpo, pero abandonando su viejo yo por completo. Por
alguna extraña razón supo que ese día se había librado de un peso
gigantesco y había vuelto a vivir. De pronto ya no le preocupaba
lo que los demás dijeran de él. Se llenó de ganas de comenzar de
nuevo, de adelgazar, de trabajar, de ir al dentista, de estudiar, de
viajar. “Ya, ahora sí que me volví loco”, pensó. Pero en realidad
tampoco le importaba. Sabía que el corazón manda y estaba
por primera vez con una paz inconcebible. Tuvo certeza de que
alguien a quien no podía percibir aún, lo quería, y ese alguien era
superior a su madre. Al día siguiente dejó el hospital agradeciendo
a todos y dispuesto a aprovechar esta nueva oportunidad.

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LA FOTOGRAFÍA

L a foto era un poco extraña. Un hombre alejándose, que se


percibía a simple vista llevaba por lo menos siete u ocho
décadas sobre los hombros. Manos tomadas detrás de la espalda,
algo cabizbajo, se diría que pensativo. La imagen permitía ver
de cuerpo completo al viejo. Ropas desgastadas, zapatos oscuros,
chaleco que algún día fue verde petróleo, hoy de un tono
indefinido, tal como la fotografía. ¿Quién era? ¿Dónde estaba?
¿Hacia dónde iba? ¿En qué día, en qué año, en qué siglo estaba
situada? Daba para pensar. El primer sentimiento que me despertó
fue algo de tristeza. Este hombre estaba terminando su vida y nos
decía adiós, retirándose parsimonioso hacia aquel lugar del que
nadie vuelve. Allí iba, un hijo, un hermano, un padre, un abuelo.
¿Qué cosas había vivido? ¿Fue feliz? ¿Fue bueno? ¿Fue malvado?
Al final del camino y sobre todo el día después de nuestro último
suspiro todos somos buenos. Pero cada cual sabe con certeza
en su fuero más íntimo de qué cariz fueron las decisiones que
tomó y si logró amar lo suficiente o si el feo rostro del egoísmo
se encajó en su cara y fue quien comenzó a hablar, a gesticular, a
hacer muecas, a interpretar roles por él. ¿Qué recuerdos dejaría?
¿Alguien se acordaría de él, y por cuánto tiempo? Después,
como nos suele suceder a todos, nuestra memoria se disiparía

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

lentamente como un poquito de tierra y hierba que se lleva la


brisa desde las veredas solitarias.
Luego, me asaltó una cierta inquietud. ¿La pendiente por la
cual caminaba, era una subida o una bajada? El ángulo en que fue
tomada la foto no permitía saberlo. Claro está, la perspectiva con
que vemos las cosas no es necesariamente la correcta, en relación
a la manera en que todo transcurre. Así que si uno quisiera
evaluar correctamente a quien tiene delante, debería comprender
las intimidades del corazón y eso nos resulta imposible. Es sólo
cosa de cada quién saber cuánto calza y dónde le aprieta el
zapato, por así decirlo ¿Iría el hombre de la imagen al abrazo con
el Padre o a sumergirse en una densa oscuridad, que daría paso a
la desesperanza eterna? Sólo algunos tienen la certeza, los demás
deambulan llenos de un millón de dudas hacia no saben dónde.
Así que en definitiva, por más que efectuemos un close up y un
vistazo en 360 grados que nos muestren en detalle hasta el último
surco del rostro del sujeto, jamás podremos llegar hasta allí, hasta
sus secretos.
Ni siquiera había una secuencia fotográfica, otras imágenes
que permitieran saber hacia dónde se dirigían los pasos de nuestro
personaje. Sólo una y exclusiva fotografía, reflejando un instante,
un momento y nada más. ¿Cuánto demora la cámara en captar
la imagen? ¿Es por eso que se llama instantánea, porque se apoya
el dedo sobre el obturador y en una milésima de segundo ya está
capturada la escena? Asimismo hay momentos, oportunidades
que pasan ante nosotros sin que ni siquiera nos demos cuenta.
Primero palpar, luego encontrar, finalmente gozar. Pero para
eso, hay que decidirse a buscar. Los pájaros vuelan de un lugar a
otro, supuestamente sin mayor conciencia del curso de las cosas,
cumpliendo el ciclo ineludible de la vida, hasta caer muertos
desde alguna rama. ¿Y nosotros? Así que, pensé, la gran mayoría
estamos sólo en la etapa de “palpar”, buscar a tientas, aparentar
que sabemos aunque no sepamos, reírnos aunque quisiéramos
llorar.
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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

En este punto ya estaba por comenzar a juzgar, a opinar, a


tejer la historia de aquel a quien en realidad no conocía. Pero
no volví a cometer el error de siempre. Volví a mirar al hombre
de espaldas y sentí compasión. Más allá de cómo hubiera
transcurrido la vida de aquel que quedó plasmado en el papel
como un manchón gris con verde oscuro, estaba en él toda la
dignidad posible, porque era un hombre. Un ser humano que no
había cometido más errores que yo mismo. Desastroso, lleno de
pensamientos, palabras y actos innombrables. Pero
hombre y por ello, digno. Di vuelta la foto, instintivamente.
Me sorprendí cuando encontré en el reverso una frase manuscrita:
“Camino al santuario del cerro”. ¿Qué santuario? ¿Qué cerro?
La historia seguía estando llena de acertijos y vaguedades, pero
permitía el noble juego de las asociaciones. Así que me quedé
con las palabras “Cerro” y “Santuario”. Mis márgenes eran
amplísimos, así que podía cerrar los ojos y volar hacia cualquier
cerro y hacia cualquier santuario. Pensé en la definición de la
segunda de las dos palabras: “Lugar que ha adquirido un carácter
sagrado por haberse manifestado allí algo divino”. Descarté sin
dudarlo la afirmación de “sitio sagrado” ya que esta denominación
ha conducido a través de la historia a los hombres a cambiar lo
“sagrado” por el “sitio”, así como alguien cambia el fondo por
la forma y el significado por el significante. Más bien quise ir a
la definición de cerro, una palabra tan común para todos como
leche o nube: “Elevación natural del terreno de poca altura y
aislada, donde generalmente abundan riscos, piedras o escarpas”.
Me gustó. Sonaba agreste, natural, verdadero.
El hombre, en definitiva, se dirigía a un cerro no muy alto
(por lo tanto, accesible), ni muy hermoso (que nos hiciera perder
el sentido de estar allí por quedarnos observando extasiados el
paisaje). Más bien sería una colina rocosa y árida, fácilmente
alcanzable, donde sólo pudiera mirar en una dirección: Hacia
sí mismo. Me imaginé entonces que después de una extensa

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

caminata el hombre llegaba a la cima. Viejo como era, jadeaba,


pero no quiso sentarse. El momento era demasiado solemne. El
aire puro y limpio llenaba sus pulmones y el viento despeinaba su
cabello escaso y plateado. Pensó en lo buena que es la soledad a
veces. En momentos tan importantes, ella y el silencio son buenos
compañeros. Meditó en cuánto pueden llegar a pesar las acciones
de una vida. Las malas, perforando su conciencia y añadiendo
culpa a su alma como si fueran una manta oscura. Aún las buenas,
trayendo un desagradable sentimiento de vanidad y vacío cuando
recordaba los aplausos y las loas. Quería desesperadamente
deshacerse de todo aquello. Cerró los ojos. Sabía dónde ir. A
la colina más importante de todas, aquella llamada Gólgota,
Calavera. Allí escucharía sólo palabras de perdón.
El viejo entonces se arrodilló y tomando todos los pesos que
lo agobiaban, las heridas y golpes de tantos años, los dejó a los
pies del Cristo. Ya no sería necesario comparecer ante el hombre
de la balanza ni abrir libros de obras buenas y malas. No tendría
que representar ningún papel de humana bondad ante el que todo
lo ve. No debería presentar salvoconductos o permisos, bastaría
con el total despojo ante aquel que lo había amado tanto. Para el
viejo desde aquel momento no tendría validez alguna la palabra
“mérito”, ya que este pertenecía a uno solo, el que había sufrido
en el monte. Había llegado hasta la cruz y las gotas de sangre que
caen desde allí le habían hecho entender la naturaleza del amor
y el sentido verdadero de su incansable caminata. Por mucho
tiempo ni siquiera había buscado. Luego, había comenzado a
palpar. Finalmente, había encontrado. Y ahora le tocaría gozar,
sólo por la gracia de Dios. En un instante, en un abrir y cerrar de
ojos, sólo por un acto sublime de humillación podía compartir
el destino del ladrón crucificado a quien Jesús dijo: “Hoy estarás
conmigo en el paraíso”. Tomé la foto y delicadamente escribí,
debajo de la primera inscripción: “La caminata que todos
debiéramos hacer”.

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LA CORONA DE ESPINAS

E n este caso, nuestro protagonista podría llamarse Alberto,


Tadeo o Joaquín. En realidad, da lo mismo. Baste decir
que era un hombre común y corriente, de cualquier parte del
mundo, joven o viejo, instruido o ignorante, bueno o malo. Es
igual. Lo que le ocurrió a él pudo pasarle a cualquiera. También
pudo haberle pasado a una mujer, sin duda. El desarrollo de
esta historia hubiera sido el mismo. Pero fue un hombre, un ser
humano, igual que tú o yo, con sueños y desilusiones, con miles
de defectos y una que otra virtud. En una cálida y somnolienta
tarde veraniega, se encontró de frente con la gran vitrina de una
tienda de artesanía y en medio de ella, una corona de espinas
elaborada en bronce. Magnífica, la pieza lucía trazos gruesos, con
púas relucientes que sobresalían desde ramas tan bien hechas que
parecían reales. Estaba diseñada en base a tres circunferencias
muy bien logradas, de manera que tenía suficiente volumen sin
perder naturalidad. Parecía que alguien había deshojado una
larga vara de espino para luego enrollarla hábilmente.
No supo en un comienzo por qué motivo aquella obra
de artesanos inspirados le impresionó tanto. Su mirada quedó
fija en ella por largo rato, mientras se iban disipando todas las
voces y estímulos a su alrededor. Su mente quedó en blanco y

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

aquellos pensamientos ansiosos que nos dominan la mayor parte


del día fueron alejándose uno a uno hasta dejarlo en una paz
profunda. En seguida lo invadió la tristeza. Sorprendido, sintió
cómo le brotaban algunas lágrimas involuntarias, las que se
apresuró a secar mientras miraba rápidamente hacia los lados
para percatarse si alguien se había dado cuenta de su momento
de debilidad. Pero no había nadie. Comenzó, luego, a enojarse
consigo mismo. “¿Qué es esto?”, se preguntó. “¿Qué me pasa?”.
Huyó rápido del lugar, intentando dar por cerrado el extraño
capítulo que acababa de vivir. Llegó a la costanera y comenzó
el paseo solitario que tanto le agradaba. No existía para él algo
más grato que una caminata bordeando el Océano. De vez en
cuando ráfagas de brisa marina le golpeaban la cara mientras él
aprovechaba para llenar sus pulmones de aire puro y refrescante.
Se sentía tan liviano que le parecía que en cualquier momento
podría elevarse y volar junto con pelícanos y gaviotas. Este paseo,
sin embargo, fue diferente. Justo al medio del corazón, sentía
atravesada una de aquellas rudas espinas que había contemplado
en la corona. Era un dolor soportable pero permanente, como
si alguien estuviera intentando que aquella escena no pasara al
olvido para él. Y el aguijoncito persistente se convertía, subiendo
hacia su garganta, en un nudo incómodo, como si estuviera a
punto de llorar nuevamente. Otra vez se hizo la pregunta. “¿Qué
me pasa?”. “¿De qué se trata todo esto?”. Comenzó a sentir cierta
preocupación, ya que pocas veces sus emociones se desbordaban
o quedaban fuera de control. Sin embargo, había algo más allá
de lo emotivo, algo que no podía definir, como si aquel elemento
metálico que reposaba en la vitrina tuviera vida propia y lo
estuviera persiguiendo.
Esperaba sinceramente que aquella extraña e incómoda
sensación no pasara de ese día. Que caída la noche y luego de
dormir plácidamente como siempre, el día siguiente llegara hasta
él como una página en blanco que pudiera escribir de acuerdo

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

al ritmo normal de su vida, que en general consistía en realizar


todas sus actividades en forma planificada y controlada. Sin
embargo, nunca llegó a ocurrir aquello. Aquella noche si bien
no soñó (o al menos no recordó haberlo hecho), fue consciente
en todo momento de aquella congoja profunda que le producía
el recuerdo de aquellas espinas. Amaneció cansado, como si
hubiera estado luchando con alguien toda la noche. Se repitió,
una vez más la pregunta: “¿Pero qué diablos me pasa?”. Aquella
mañana, además, se agregó otro nuevo sentimiento mucho más
atemorizante a su extraño proceso: Sintió que estaba muerto. Es
decir, muerto en vida. Se miró al espejo, sólo para comprobar
que no le ocurriera algo macabro, quizás algún violento cambio
en su aspecto físico. Pero nada de eso. Era exactamente la misma
persona, ante él podía ver con claridad sus ojeras, sus arrugas
incipientes, su pelo desordenado. Sólo que al cerrar los ojos y
“sentirse” interiormente, no percibía absolutamente nada. Abrió
los ojos con pavor y entendió: Tenía ante él un cuerpo que
respiraba, podía palpar, ver, pero no tenía más vida que la física.
Todo el contenido de su alma, lo que pudiera llamarse ánimo, fe
o esperanza, se había ido. Sólo quedaba un enorme vacío y una
sensación desagradable de verse como un cadáver caminando por
la tierra. Bajó la tapa del inodoro y se sentó allí a meditar unos
momentos. Jamás pudiera haber pensado vivir tan inexplicable
fenómeno. Era imposible que esto, fuera lo que fuera, continuara.
Debía encontrar el meollo del asunto. ¿Se estaba volviendo loco?
Comenzó a analizar sus antecedentes familiares, sus conductas
previas, su historia personal para indagar si en algún momento
había tenido algún tipo de comportamientos o pensamientos
incoherentes o patológicos. Nada. Tenía claro que nadie en el
mundo podría ser un tipo más normal que él. Entonces decidió
volver al origen de todo el embrollo, a la tienda donde había visto
la corona de espinas hecha en bronce, que hoy parecía perseguirlo
como un fantasma personal. Llegó al lugar en las primeras horas

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

de la tarde. Había postergado todas sus obligaciones del día para


enfrentar el problema, sin embargo, la casona que albergaba
la tienda de artesanía se encontraba absolutamente desolada,
incluyendo la vitrina. La vieja puerta de acceso permanecía
cerrada y todo era silencio. Entonces escuchó vagamente unos
pasos acercándose desde dentro. Sin duda alguien saldría de allí y
podría desentrañar el misterio de lo que le estaba ocurriendo. Sin
embargo, ¿qué preguntaría? ¿De qué manera averiguar si aquella
pieza de arte tenía que ver con los singulares sentimientos que lo
estaban atormentando? Pronto salió hacia el exterior el dueño de
los pasos: Era justamente el artesano y arrendatario del inmueble,
quien lo miró con gesto adusto para ver si se le ofrecía algo.
Buenos días…
Si, buenos días, ¿qué desea?
Mire, tengo una consulta, el otro día estuve aquí y en la
vitrina había una corona de espinas hecha en bronce, que me
interesó…
Ah, sí, pero ya me llevé todo. Tuve que entregar el local por la
pandemia y las bajas ventas. No sé qué pasará de aquí en adelante.
De todas maneras, esa corona nunca ha estado en venta, desde
que la fabriqué.
¿Usted la fabricó? ¿Y por qué no venderla? ¿Tiene algún
significado especial para usted?
Sí, tal vez. La verdad es que me gustó mucho el producto
final, artísticamente hablando. Entonces no la quiero vender,
quiero conservarla y ahora va a tener un lugar en mi casa, con su
propia vitrina iluminada y todo.
Okey… y ¿de dónde sacó la idea para crearla? Se supone que
representa la corona de espinas que le pusieron a Cristo, ¿verdad?
Por supuesto, eso representa. Me gustó el desafío de lograr

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

algo que técnicamente era bastante difícil, sobre todo una pieza
elaborada en bronce, con esas espinas, que lograra naturalidad.
Y vaya que lo logró…
Gracias. Y usted, ¿qué interés tiene en eso?
Entonces se produjo un silencio medio incómodo, mientras
nuestro amigo intentaba elaborar alguna respuesta lógica a la
interrogante del artesano.
Bueno, la verdad es que cuando vi la corona me impresionó
mucho. No soy creyente, en realidad, pero me pasó algo muy
raro porque me he quedado pensando y no me la he podido sacar
de la cabeza.
El hombre lo miró con gesto de extrañeza.
Ah, ya… bueno, no sé, no está a la venta, como le digo y para
mí lo único que tiene de especial es el orgullo que siento como
artesano de haber logrado elaborar una pieza así.
Luego el hombre, rápidamente, tomó su bolso y se dispuso a
caminar, no sin antes murmurar un “hasta luego”.
Espere, espere, por favor… casi gritó nuestro personaje. Le
voy a decir la verdad. Desde que vi esa corona en la vitrina me
han estado pasando cosas extrañas. Necesito averiguar por qué y
de qué se trata.
El artesano lo miró de nuevo, esta vez con una especie de
compasión y temor de estar hablando, quizás, con algún hombre
mentalmente enfermo.
No sé, oiga. Pregúntele a un cura, o lea la Biblia. ¿Qué
le puedo decir? Y se fue, perdiéndose en el horizonte con una
rapidez que pudiera interpretarse como deseos de alejarse lo antes
posible.
Allí quedó nuestro amigo, profundamente desilusionado,

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

mientras la espina seguía clavándole el corazón y la sensación de


ser un cadáver que deambula por la ciudad se hacía más y más
patente. Pero al menos algo sacó algo en limpio: Podría consultarle
a algún religioso o ir directamente a la Biblia para leer la historia e
indagar si tal vez allí podría encontrar respuestas. No había ido a
la iglesia hacía años, así que no creyó que aquella fuera una buena
forma de comenzar esta etapa de su investigación. Además, quien
fuera su interlocutor podría intentar convencerlo de creer y venir
a la iglesia, cosa que no estaba en sus planes. Así que se decidió
por conseguir una biblia. Al final del día, ya bien cansado y luego
de recorrer varias librerías sin éxito, compró una usada en un
pasaje estrecho donde varias pequeñas tiendas exhibían libros de
todo tipo. Ese día llegó a su casa tarde y dejó el libro en el velador,
para seguir su búsqueda al día siguiente. Pero no tenía idea de
que esa noche tendría nuevas e inquietantes experiencias.
Esta vez soñó y fue aterrador. Grandes máquinas voladoras,
llenas de armamento y cañones, luchaban en la atmósfera y
sobre ella, en el espacio exterior. Le llamaron particularmente la
atención unos grandes dirigibles tipo Zeppelin, parecidos a los de
los comienzos del siglo 20, en este caso modernos y veloces, que
lanzaban misiles en todas direcciones. Las explosiones se sucedían
una tras otra, mientras aviones tipo Airbus caían en llamas y otros
más pequeños, similares a los F16, surcaban los cielos a velocidades
increíbles en escuadrillas ordenadas, vomitando fuego de tanto
en tanto. Se vio a sí mismo en medio de la ciudad destruida.
A su alrededor mucha gente arrancaba despavorida en todas
direcciones. Tal como en las películas apocalípticas, vio hombres
cargando autos y camionetas con enseres domésticos, mientras
mujeres instaban a sus niños llorosos a subir a los vehículos para
huir a las montañas, que desaparecían de la faz del planeta en
cuanto las personas intentaban escalarlas. El cuadro le pareció
espantoso, sin embargo, lo más horroroso para él fue su propia
condición: Intentaba correr, pero sus pies estaban adheridos a

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

la tierra y por más que se esforzaba por levantarlos, no tenía


éxito. Se dio cuenta de que él mismo era una prolongación de
la corteza terrestre, como si fuera un árbol extraño con fuertes y
profundas raíces. Una y otra vez lo intentaba, pero sólo intentaba
gritar desesperadamente desde una garganta dura y reseca que no
conseguía emitir sonidos.
Entonces despertó, sudoroso y agitado, casi sin poder
respirar. Intentó calmarse, abriendo la ventana e inspirando con
fuerza el aire de la madrugada. Pero claro, lograr relajarse, tanto
exterior como interiormente no iba a ser tan sencillo de lograr.
No iban a bastar unos cuantos ejercicios respiratorios, una ducha
fría o un trote por el habitual circuito del parque. Esto iba mucho
más allá que eso. Por primera vez en su vida rompió en llanto
desconsoladamente, sintiéndose víctima de algún ataque extraño,
de una emboscada mental, de una angustia incontrolable e
inédita para él. Nuevamente se hizo a sí mismo la pregunta,
esta vez con voz lastimera y quebrada: “¿Qué me pasa?” “¿Qué
diablos me está pasando?”. Como un relámpago llegó a su cabeza
la idea de quitarse la vida. Pero ¿y si luego de hacerlo, la pesadilla
continuaba? ¿Y si luego de cruzar el umbral de lo desconocido, se
encontraba cara a cara con una oscuridad fría, en que sus temores
y angustias se multiplicaran por la eternidad? ¿Y si morir no
significara simplemente desaparecer? Le parecía que todo había
empeorado, hasta un grado insoportable. La espina seguía allí,
clavada en su corazón y el nudo de garganta no lo abandonaba.
La muerte interior ocupaba todo su ser hasta hacerlo sentirse
como una ridícula cáscara vacía. Y ahora se agregaban estos
sueños atemorizantes del fin del mundo. ¿Qué hacer? De alguna
manera debía salir de esta locura que lo estaba destrozando día
tras día como miles de feroces enemigos invisibles que no podía
combatir. Entonces miró hacia el velador. Allí estaba la Biblia
que había conseguido el día anterior. Recordó que todo había
comenzado con la corona de bronce plagada de espinas que había

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

encontrado en aquella tienda. Bebió un largo sorbo de agua y


luego tomó el libro en sus manos para buscar el episodio de la
vida de Cristo donde apareciera la famosa corona.
No conocía la Biblia así que, ¿cómo buscar? Recordó que
alguna vez tuvo en sus manos un Nuevo Testamento de color
azul, de esos que regalaban en los hospitales. Allí en esa parte de
la Biblia sabía que debía encontrar la vida de Jesús. Encontró el
evangelio de Juan y el capítulo 19, después de indagar un buen
rato. Justo ahí, en el primer versículo leyó: “Pilato mandó a azotar
a Jesús con un látigo que tenía puntas de plomo. Los soldados
armaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y lo
vistieron con un manto púrpura”. Lo que leyó le pareció brutal.
Era la imagen de un hombre torturado y menospreciado, no sólo
por parte del Imperio, sino también por la propia voluntad de los
soldados. El escarnio consistía en mofarse de él por su supuesta
realeza. Este judío, un personaje común y corriente, hijo de un
carpintero y una mujer anónima, no merecía lucir una auténtica
corona de oro y piedras preciosas, sino una del arbusto más
ordinario que podía encontrarse en la zona y además, llena de
púas. A nuestro amigo el asunto comenzó a interesarle. ¿Estaba
viendo aquí una tensión política? ¿Por qué Jesús fue tan rechazado?
¿Qué amenaza podía constituir un hombre como él para Roma
o para el poder religioso de los judíos, coludidos siempre con las
autoridades para mantener sus privilegios? Tenía que haber algo
más en este asunto.
Sin darse cuenta, la investigación teológica había traído
a su corazón algo de paz. La lectura de las vetustas líneas,
la exploración del misterioso libro que tantos consideraban
sagrado, había logrado traerle templanza. Continuando la
lectura, se dio cuenta de que Pilatos, el gobernador, no quería
condenar a Jesús. La verdad, no encontraba en sus acciones delito
alguno. Y luchó por liberarlo, sin embargo la férrea oposición
de los sacerdotes fariseos lo impidió. Luego averiguó algo que

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

le pareció aún más inquietante: Los judíos acusaban a Jesús de


querer autodenominarse como el Unigénito, es decir, de la misma
esencia, origen y composición que el Todopoderoso. Ese era el
delito “religioso” que Jesús de Nazaret estaba cometiendo, si bien
sus acusadores aludían a uno de carácter más bien político, a fin
de que los romanos lo condenaran a muerte. La pregunta que
surgió entonces en su mente fue: ¿Por qué, si Jesús era realmente
aquello que decía ser, no impidió su muerte? Miró hacia el cielo.
Le pareció hoy más extraño, misterioso, enrarecido. Ya las líneas
que tenía en frente dejaban de ser historia, para pasar a tener una
tremenda actualidad y una significancia que lo tocaba muy en
lo personal. ¿Acaso los romanos y los judíos del año 33 habían
matado a Dios mismo? ¿Acaso se habían burlado del Creador de
todo? Pero todavía seguía dando vueltas en su mente la pregunta:
¿Por qué? ¿Para qué?
Ese día, en forma tan inexplicable como llegaron, se fueron
el dolor del corazón, la sensación de muerte y el temor del fin
del mundo, para dar lugar a una tranquilidad enorme y una
espera paciente de la respuesta que pusiera fin al acertijo. Unos
días después completó el rompecabezas, cuando en el mismo
evangelio encontró las palabras: “Dios amó tanto al mundo que
dio a su único Hijo, para que todo el que crea en él no se pierda,
sino que tenga vida eterna”. Su extraño viaje, el que comenzó al
detenerse frente a la corona de espinas que brillaba en la tienda
de artesanía, había llegado a su fin. Sintió una enorme gratitud.

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TÚ, MUJER

S iempre estuve ahí a su lado, pero quise simular que no era


así. Que miraba desde lejos, observando detenidamente su
ineludible hermosura, mezcla de delicadeza, fragilidad y elegancia.
Siempre he amado el silencio y ella estaba allí, silenciosa, sólo
maniobrando con su vista y a veces con sus manos sobre las joyas
de lapizlázuli, en la boutique del cerro, donde tanto nos gusta
ir. Así que me mantuve callado y complacido. Ella mirando las
vitrinas y yo, contemplándola a ella. Me acerqué para colocarme
cerca de su hombro y así sentir su aroma, tan grato y envolvente.
Disimuladamente miré su rostro. Más bien, su perfil. Estaba
tranquila, contenta, en paz, tal como yo lo estaba también. Sabe
que la amo. Sé que me ama. Sabemos que cuando estamos juntos,
nos importa poco lo que pasa a nuestro alrededor. Di gracias a
Dios y luego me invadió una pena profunda. No por nosotros, ya
que estábamos en un momento tan estable, sólido y hermoso que
eso sería un contrasentido. Pero si por tantas mujeres maltratadas,
ignoradas, postergadas y asesinadas. ¿Cómo alguien puede actuar
con tanta injusticia y maldad ante un ser tan bello?
Desde lo más profundo del corazón musité una breve
plegaria: “No quiero que pase”. “No quiero que siga pasando”.
Allí, en la vereda del frente, en la ciudad completa, en el mundo

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

entero, la plaga seguía extendiéndose. Recordé el caso de Antonia,


que me rompió el alma. Abusada, violada, ultrajada, no soportó
la vergüenza y la pena y se quitó la vida. También el caso de
Ámbar, violentada sexualmente y luego asfixiada hasta morir por
su padrastro. Y así, tantos otros. Cerca de cincuenta mujeres cada
año en Chile, lo que arroja una simbólica y trágica estadística
de una por cada semana. La miré de nuevo. No estaba a la vista.
Luego la ubiqué revisando un colgador lleno de jeans, en la
tienda del frente. Me sentí ridículo, abandonado en la boutique
de joyas y luego me reí. Había hecho lo de siempre, moverse libre
y olvidarse de mí por un rato. ¿Qué tiene eso de malo?, pensé. Era
yo el que esta vez no había reaccionado como lo hubiese hecho
hace una década. En aquel tiempo, como un perfecto idiota,
me hubiera molestado y le hubiera enrostrado la escapada con
la pregunta: “¿ Andamos juntos o no?”. Pero esta vez agaché la
cabeza y partí detrás de ella.
Era mucho mejor disfrutar de una concentrada observación
de sus graciosos y dulces movimientos. Hasta quizás interesarme
un poco en aquellos jeans demasiado caros para mi gusto, ya
que lucían sendos agujeros en las rodillas. “Oye, es la moda”, me
había dicho alguna vez. Así que me paré cerca del umbral, donde
no estorbara y seguí con mis meditaciones. Pensé en cómo somos
los hombres y en aquella oscura cadena de situaciones que nos
lleva a la locura. En primer lugar algo no resulta como queremos.
Ese algo puede ser importante o intrascendente, pero sea como
sea, nos produce frustración. Sensación de fracaso. Y aquello da
paso a la ira y a la violencia. Es el círculo decadente de nuestra
masculinidad fallida. Cerré los ojos y vi ante mí las imágenes
de mis antiguos días de furia, cuando daba portazos, andaba a
los gritos, agredía verbalmente. Es cierto, jamás había llegado a
instancias mayores, sin embargo, el germen era el mismo. Esa
supuesta “hombría”, brutal, caída, torcida, que luchaba por
imponerse, empoderarse a como diera lugar. No podemos resistir

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

ser ignorados, “ninguneados” y reaccionamos. Nuestro propio


orgullo nos resulta incontrarrestable. Las llegamos a entender
como una propiedad y no como lo que auténticamente son,
un regalo, tal como lo somos nosotros para ellas. Toda aquella
fuerza y determinación poderosa de las cuales fuimos dotados,
simplemente fluye por el canal incorrecto.
Nunca he visto, pensé, que aquel francotirador que mata
decenas desde la azotea o aquel joven que entra con un arma al
colegio disparando a sus compañeros sea una mujer. En términos
más locales, aquellos que protagonizan accidentes mortales en
las autopistas sabemos que casi siempre son hombres. ¡Cuánto
me había costado entender estas cosas! Qué largo camino hasta
detenerme y concluir que el problema no estaba en ella, sino
en mí, la mayoría de las veces! Tocó mi hombro suavemente.
“¿Vamos?, me dio un poco de hambre”, dijo. Y partimos felices en
busca de alguna de aquellas picadas donde nos esperaba un buen
ceviche o tal vez un chupe de jaibas. Yo ya sabía lo que iba a pasar.
Devoraría con ansiedad aquellas exquisiteces y luego me pondría
a esperar que ella terminara, mirando con apetito no muy bien
disimulado su plato consumido a medias. Ella, condescendiente,
no se comería todo, sería yo quien terminaría con aquel platillo
maravilloso y con el resto de su pisco sour.
A través de los años habíamos aprendido a conocernos
y esperarnos. Una vez me preguntó por qué siempre estaba
impaciente, ansioso, cuál era el motivo de querer “conducir al
mundo”, controlando cada situación y cada detalle. Respondí
que no sabía, que me era difícil no hacerlo, que sentía que era mi
responsabilidad. Se quedó pensando largo rato y luego dijo: “Me
gustaría que antes de mirar hacia adelante, me miraras primero a
mí”. Así que ahora la estaba mirando. Siempre la miraba. Aquello
fue una verdadera revelación, que llegó a enseñarme que lo más
importante de la vida son las relaciones, no los logros, no los
éxitos, no las luchas personales ni nuestro intento de reafirmar

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

nuestras identidades con las cosas que hacemos. Nada mejor


y más importante que sentarnos juntos, mirarnos a los ojos,
abrazarnos, comunicarnos, incluso soportarnos. Nos paramos
en el Mirador del Paseo Gervasoni. El mar estaba calmo, como
nosotros, allá abajo en la Bahía de Valparaíso. Las gaviotas, como
siempre, sobrevolaban los techos y un par de gatos dormían en
una cornisa. Las paredes lucían mayor cantidad de rayados que
otras veces. “Ni una menos”. “Queremos justicia”, entre otros.
Ella me notó pensativo y lejano y preguntó: “¿Qué pasa?”.
Le conté sobre mis reflexiones por espacio de unos diez minutos.
(Siempre me pregunto si hablo demasiado). Se conmovió. Yo me
sentí melancólico y volvimos a quedarnos en silencio. Ya estaba
anocheciendo y pronto volveríamos al hostal. Yo nuevamente
sabía lo que pasaría. Estaríamos juntos, uno en el otro, uno con
el otro, nos entregaríamos por completo a nuestra singular forma
de vivir la plenitud. Luego nos quedaríamos dormidos. Primero
abrazados, luego sólo tomados de la mano. Más tarde, ella
completamente enrollada en la ropa de cama (“Es que tengo la
presión baja”, me decía), yo destapado y acalorado. Despertaríamos
en medio de la noche un par de veces. Yo pensaría en aquellas
cuatro chicas adolescentes con que habíamos compartido terraza
en el restorán. Como cualquier grupo de mujeres jóvenes, eran
ruidosas, risueñas y felices. Entonces elevaría al cielo un par de
preguntas y una segunda plegaria: “¿Qué les espera a ellas?”.
“¿Seguirán siendo tan felices?” “Ojalá ninguna sea otra Antonia
u otra Ámbar”. Mi esposa, por su parte, recordaría nuestra
conversación y derramaría alguna lágrima por aquellas tantas
otras mujeres, tan hermosas, tan únicas, tan adorables como ella.

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HOY

H oy quiero hablarle a ese niño que se paseaba siempre


solo por cualquier parte. Quiero decirle que no debe
importarle tanto que en su enorme colegio, de gran nombre y
prestigio centenario, nadie pudiera sentarse con él y orientarlo
verdaderamente. Él, de mente aguda y sensible, entendía mejor
que muchos adultos la necesidad de que alguien te mire a los
ojos, te pregunte cosas y pueda guiarte hacia el futuro. No
sucedió. Pero no importa. Quiero decirle que no tome en cuenta
a aquel profesor literato que nunca le creyó cuando con ilusión
infantil le enseñó su primer poema. “¿Quién escribió esto?”, le
dijo. Qué importa, sencillamente el viejo no fue capaz de ver su
talento incipiente. Quiero decirle que se olvide de los profesores
de atletismo que jamás se dignaron en inscribirlo oficialmente
en la nómina del equipo, a pesar de haber entrenado día tras día
por años.
También deseo hablarle susurrando al oído, que comprenda
a sus padres. No estaban preparados para la tarea, aunque lo
hicieron lo mejor posible. Que no tome en cuenta aquellos largos
silencios, la ausencia de palabras motivadoras, ni las miradas
siempre severas que reemplazaron a los abrazos dulces. Quiero
comentarle además, que ya no recuerde al viejo cura cruel que

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ARMANDO DÍAZ SAGREDO

le dio un vaso de vino para emborracharlo y luego reírse de él,


cuando su madre indignada lo castigó por aquel pecado extraño
que ni siquiera sabía que existía. Es cierto, el hombre era un idiota
que no sabía lo que hacía, cerrando absolutamente la puerta de
la fe a un niño pequeño. Allá él, tendrá que dar cuenta, como
todos. Quiero hablarle al joven que hecho un volcán de palabras
no supo nunca qué hacer con ellas. Podría, perfectamente, hablar
a todos sus deudores. Pero para qué. Si cada uno tiene sus propias
circunstancias y en algún momento de la vida, necesitaran que
alguien les hable también a ellos. El caso es que no importa cómo
comenzamos, sino como terminamos.
Quiero decirle que crea en sí mismo. Que a su alrededor la
belleza florece en múltiples formas, que los observadores siempre
son solitarios. Que a pesar de todo, siguen existiendo los universos
fascinantes, los ríos, los lagos, las cascadas, los zorzales, los gatos,
los perros, las ballenas, los cóndores, los guanacos, danzando cada
día al ritmo de sinfonías poderosas y cautivantes. Que él mismo en
su sencilla condición de hombre es la corona de toda la creación
y capaz de comprender las sutilezas, los detalles, los rincones, los
paisajes, las grandezas de este planeta único. Quiero decirle que
sea libre para desarrollar sus talentos, porque tienen un sentido
colocados allí, en alguna parte oculta del corazón. Quiero decirle
que la música sigue brotando como un manantial de colores en
todas partes. Que sus oídos pueden deleitarse hasta la saciedad
con aquellas notas increíbles que salen de un instrumento o de
una garganta. Que la maravilla, el milagro sigue estando ahí y se
llama vida.
Para qué gastar tiempo en lamentos o recuerdos vanos, si
las velas de su velero siguen completamente hinchadas. Quiero
decirle que abra de nuevo, una y otra vez, las ventanas de su
habitación y respire el aire limpio de cordillera, contemplando
las montañas que rodean la ciudad. Que se olvide de cualquier
clase de odio o menosprecio. Que no sirve de nada arrastrarse en

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LA DANZA DESNUDA Y OTROS CUENTOS

el barro cuando fuimos creados para surcar las alturas. Que el


amor tocará a su puerta tarde o temprano. Que podrá conocerlo
intensamente y sentirse pleno como un vaso de cristal rebalsado
de agua fresca brotando a borbotones. Que es maravilloso tener
hijos y tener nietos es igual de maravilloso, sólo que diferente.
Pero sobre todo quiero decirle que crea en Dios. Que
luego de muchísimos años de tropiezos y desilusiones llegará a
comprender que el gran Padre estuvo ahí siempre, para él. No
en las religiones, posiblemente ni siquiera en sus progenitores.
Tal vez nunca en los esquivos amigos ni tampoco en los amores
adolescentes. Sino simplemente en la intimidad, en los momentos
angustiosos, en sus búsquedas desesperadas. Cuando la brisa se
transformaba en huracán y el rocío en tormenta, cuando la ilusión
quedaba destrozada por la escasez de caridad. Siempre estuvo allí,
al alcance de la mano, esperando para enseñarle el camino. Que
allí, en el campo de batalla, en el erial mustio y seco, de alguna
manera inexplicable, siguen floreciendo margaritas. Hoy quiero
hablarle al niño que se paseaba solo por todas partes. Y a muchos
otros también.

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