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Prólogo........................................................ 7
La Danza Desnuda....................................... 9
El Experimento.......................................... 21
Gabriel....................................................... 29
El Canto de la Ballena................................ 37
El Divorcio................................................ 41
El Violinista............................................... 49
La Fosa....................................................... 55
El Cóndor de Los Andes............................ 65
El Angustia................................................ 71
El Valor de las Palabras............................... 81
Suicidio...................................................... 91
La Fotografía.............................................. 95
La Corona de Espinas................................ 99
Tú, Mujer................................................. 109
Hoy.......................................................... 113
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sólo tenía diez años, y él apenas si sabía lo que esa palabra podía
significar.
Hoy ya consolidado, famoso, con agenda llena por los
siguientes dos años y varias decenas de viajes por delante, estaba
cansado. Nadie entendía su soledad. Aún él mismo no tenía claro
lo que le pasaba en realidad. Había leído sobre Da Vinci, cuando
luego de presentar sus increíbles funciones coreográficas para sus
mecenas, se encerraba a llorar en sus habitaciones. No es que
quisiera compararse con el gran renacentista, uno de los hombres
más brillantes y talentosos de la historia. Pero podía identificarse
con él en este sentimiento extraño de poseer en el alma la más
grande insatisfacción que un ser humano puede sentir. Esta
noche, sin embargo, aquel oscuro sentimiento lo paralizó por
completo, mientras la ovación luego de 10 largos minutos, iba
decayendo. Casi lo tuvieron que despertar para que lentamente y
entre redoblados aplausos abandonara el escenario. Lentamente
llegó hasta su vestidor, donde lo esperaban el silencio y la soledad,
como siempre. Guardó cuidadosamente su violín y se sentó a
descansar y dormitar mientras respiraba hondo y pausado para
relajarse. No tenía deseos de irse a casa. Lo hizo sólo un par de
horas después, cuando el frío de la noche lo impulsó a moverse
hacia su cama.
Al día siguiente emprendió el camino hacia Valparaíso en su
Ducati negra, el único lujito que había decidido permitirse. En
general era austero, pero la sensación de libertad que sentía al
subirse en una buena moto y enfilar por la autopista hacia la costa
era algo a lo cual no podía resistirse. Al final del camino, tantas veces
transitado, le esperaba la nave de la Iglesia Anglicana San Pablo,
en el Cerro Concepción. Le encantaba aquel lugar, declarado
monumento nacional en 1979, hermosa joya de la arquitectura
neogótica, enclavada en el corazón del puerto principal. Era la
única persona a quien se le permitía entrar en el santuario el día
lunes y tocar allí, en solitario, su violín. No le había costado poco
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lloraba de una forma que nunca había visto. Entonces pensó qué
diría su mamá de verlo a él así. ¿Se conmovería? ¿Le daría pena?
De su papá, la verdad, no le daban muchas ganas de acordarse.
No es que el hombre fuera malo. Pero tenía tal vez la forma más
violenta de crueldad que podemos vivir los seres humanos: La
indiferencia. Para él la vida era trabajar, leer su diario, tomar su
vaso de vino en el almuerzo (lo que era como una religión), y
dormir la siesta los fines de semana. Siempre le llamó la atención
que su progenitor llegó a ser un gran intérprete de armónica,
pero ni a él ni a sus hermanos jamás les enseñó una nota. En
realidad, a la persona que más le hubiera gustado volver a ver era
a su mamá. Cómo le hubiera gustado abrazarla y quedarse ahí,
largamente, recostado en su pecho, sin decir nada. Estaba en estas
meditaciones, cuando un estremecimiento lo despertó. Sintió frío
y notó que había comenzado a llover. Débilmente, pero llovía,
cosa que en los últimos años en Santiago se había vuelto un
fenómeno siempre ausente. Se concentró en mirar un pequeño
honguito que había crecido junto a un plátano oriental. Casi
muerto, arrugado y marchito, comenzó milagrosamente a revivir
mientras recibía las finas gotas de la precipitación primaveral. La
humedad lo hizo tomar cuerpo y comenzó lentamente a erguirse
como si se estirara luego de un largo sueño. El Angustia se cubrió
la cabeza con un periódico y luego se concentró por largo rato
en el pequeño amiguito que luchaba por su vida en medio de
la metrópoli. ¡Cómo hubiera querido él que en su propia alma
cayeran algunas gotitas de agua como las que estaban reviviendo
al pequeño hongo! Al menos una sola, que penetrara hasta
el fondo de su corazón y refrescara este ardor doliente que lo
torturaba, en forma de tristeza. Miró hacia el cielo gris, que a
pesar de todo, le pareció luminoso y hermoso. “Dios, ¿por qué
no me llevas?”. Se sorprendió a sí mismo esbozando la oración, ya
que había decidido hacía mucho no volver a creer. Fue en aquella
ocasión en que se acercó a una iglesia y sintió que aquella gente,
tan feliz, tan bien relacionados entre sí, no se dieron ni cuenta de
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La joven, sin saber por qué, tal vez por solidaridad con el
hombre que parecía tan solo, le dijo en tono afectuoso: Profe…
¿Tiene un rato para conversar conmigo?
El hombre se sintió a la vez nervioso y profundamente
complacido de que la joven, a quien sabía tan lúcida
intelectualmente y dueña de un brillante futuro le concediera
algunos minutos para escucharlo.
¡Por supuesto! ¿Tú me aceptarías un té en mi casa? Es aquí a
la vuelta…
Claro profe, si no es molestia…
No, no, cómo se te ocurre, ¡vamos! Y partió adelante,
entrando apresuradamente a un pequeño negocio para volver
con unos dulces de la Ligua para agasajar a su invitada.
¡Te van a encantar! ¡Estos son los verdaderos!
Así que sentados en el pequeño y acogedor living del viejo,
conversaron largamente sobre las anécdotas del colegio, mientras
tomaban un té de hoja acompañado de los mencionados dulces.
Como cualquier mujer lo haría, Bernardita comenzó a fijarse en
los detalles. Había algunos adornos de cobre, plantas de interior,
cuadros de tamaño mediano y un papel mural de buen gusto, con
flores pequeñas y cenefas en tono azulado. Todo bien distribuido
y armónico, como si una invisible mano femenina hubiera
trabajado con paciencia hasta lograr aquel ambiente tan grato.
¿Fue su señora quien decoró su casa, profe? ¡Es tan linda!
El hombre, entre sorprendido y emocionado asintió con la
cabeza.
¡Ella fue! Tenía una mano maravillosa para decorar y era muy
inteligente para comprar los adornos. A veces llegaba con algo
que yo no veía muy apropiado, pero al ponerlo justo sobre la
mesita para la cual estaba destinado, se veía perfecto…
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suele decirse, pero tal vez podía haber hecho mejor las cosas. De
eso no hay duda. Ahora, déjame mostrarte algo. El hombre se
incorporó lentamente y desapareció por un pasillo, para volver
con un retrato de la que había sido su esposa. La joven tomó
la fotografía en sus manos y la observó con detención. En ella
se veía una mujer delgada, de rasgos finos y mirada hermosa.
Bernardita no supo qué decir, sólo se limitó a mirar y admirar a
esta persona que no había conocido jamás, pero que de alguna
manera le despertaba una profunda simpatía. Entonces el profe
le dijo, en tono solemne:
Bernardita, en estos años sin mi esposa yo he aprendido
muchas cosas. Es cierto, las palabras tienen un gran valor, como
tú dices. Tú me preguntaste si yo sabía lo que era una promesa.
Por supuesto que lo sabía y no fui capaz de darte una explicación
de por qué no estaba cumpliendo las mías en ese momento,
aunque es lo que debería haber hecho. Otra cosa: ¿Sabes por qué
Dios tiene tanta paciencia con nosotros?
No profe, la verdad es que no lo sé.
Porque él nos conoce en lo más íntimo: Lo que sentimos, lo
que pensamos, nuestros problemas, nuestros dolores. Así que es
el Ser más empático que pueda existir. Quizás hoy, después de
tantos años, si volviéramos a vivir aquella situación incómoda,
mi reacción sería muy distinta.
También la mía, profe, no le quepa duda, contestó la niña
compungida.
Aquel encuentro fue muy significativo para la joven. Tanto,
que al egresar de Cuarto Medio decidió que quería estudiar
Pedagogía y ser profesora de Lenguaje. Y lo hizo. Fue así como
intentó siempre inculcar en sus alumnos el amor por las palabras,
el cariño por el idioma y sus miles de preciosos tesoros, además
de la importancia de valorar las promesas que se hacen, porque
decía: “Lo único que tenemos los seres humanos es el valor
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algo que técnicamente era bastante difícil, sobre todo una pieza
elaborada en bronce, con esas espinas, que lograra naturalidad.
Y vaya que lo logró…
Gracias. Y usted, ¿qué interés tiene en eso?
Entonces se produjo un silencio medio incómodo, mientras
nuestro amigo intentaba elaborar alguna respuesta lógica a la
interrogante del artesano.
Bueno, la verdad es que cuando vi la corona me impresionó
mucho. No soy creyente, en realidad, pero me pasó algo muy
raro porque me he quedado pensando y no me la he podido sacar
de la cabeza.
El hombre lo miró con gesto de extrañeza.
Ah, ya… bueno, no sé, no está a la venta, como le digo y para
mí lo único que tiene de especial es el orgullo que siento como
artesano de haber logrado elaborar una pieza así.
Luego el hombre, rápidamente, tomó su bolso y se dispuso a
caminar, no sin antes murmurar un “hasta luego”.
Espere, espere, por favor… casi gritó nuestro personaje. Le
voy a decir la verdad. Desde que vi esa corona en la vitrina me
han estado pasando cosas extrañas. Necesito averiguar por qué y
de qué se trata.
El artesano lo miró de nuevo, esta vez con una especie de
compasión y temor de estar hablando, quizás, con algún hombre
mentalmente enfermo.
No sé, oiga. Pregúntele a un cura, o lea la Biblia. ¿Qué
le puedo decir? Y se fue, perdiéndose en el horizonte con una
rapidez que pudiera interpretarse como deseos de alejarse lo antes
posible.
Allí quedó nuestro amigo, profundamente desilusionado,
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