El Infierno Son Los Otros Las Relacione

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“El infierno son los otros”: las relaciones intersubjetivas según J.-P.

Sartre

Savignano Alan Patricio i

La revelación filosófica de Garcin

¡Ah! ¿No son más que dos? Creía que iban a ser más. (Ríe.) Entonces, es esto el
infierno. Nunca lo hubiera creído... ¿Recuerdan?: el azufre, la hoguera, las
brasas... ¡Ah! Qué chiste. No hay necesidad de brasas; el infierno son los
Otros. ii

(SARTRE, 2000: 93)

El 27 de mayo de 1944, en el teatro Vieux-Colombier, durante la ocupación nazi de París, es


interpretada por primera vez la obra teatral A puertas cerradas de Jean-Paul Sartre. La puesta
en escena fue dirigida por Raymond Rouleau. Quince días demoró el autor en escribir esta breve
pieza de un solo acto. El argumento se basa en dos mujeres y un hombre que han muerto y son
condenados a pasar la eternidad juntos en una habitación estilo Segundo Imperio Francés. Los
tres saben que fueron enviados al infierno, aunque quedan atónitos al no toparse con una clásica
escena dantesca. Ni ríos de fuego ni un monstruo de tres cabezas son representados en el
escenario. El desconcierto se sostiene hasta que Inés descubre el castigo al que ella y sus dos
compañeros están atados. “Cada uno de nosotros es el verdugo de los otros dos”, afirma. Hacia
el final de la obra, Garcin ratifica la epifanía de Inés con la célebre frase que trascendió la obra:
“El infierno son los Otros” (“L’enfer, c’est les Autres”, en el original).

Luego del estreno, algunas personas expresaron un espontáneo rechazo ante estas líneas del
antihéroe. Estaban en desacuerdo con que la existencia del prójimo fuese un calvario. Éste fue el
caso común de la crítica cristiana y la comunista. Sartre es un amoral, denunciaron los
religiosos, no cree en los sentimientos de amor y compasión propios de la humanidad. Sartre es
un individualista, injuriaron los de la izquierda, piensa que cada hombre y mujer busca cumplir
sus deseos egoístas y que los demás son meros estorbos para sus fines. Sartre es un anti-
humanista, concluyeron ambos, niega que la comunidad guarde un valor más allá sus
miembros.

A puertas cerradas da lugar a una gran proliferación de interpretaciones sobre la concepción de


las relaciones interpersonales que anima los diálogos de sus protagonistas. Sin embargo, Sartre
creyó que el sentido del diálogo de Garcin que él quería deliberadamente transmitir fue en
general mal interpretado. En un prefacio de 1965 para una grabación de sonido de A puertas
cerradas para la discográfica Deutsche Grammophon, Sartre explica el malentendido.

“El infierno son los otros” ha sido siempre mal comprendida.


Se creyó que yo quería decir con esto que nuestras relaciones
con los otros estaban siempre envenenadas, que eran siempre
relaciones infernales. Ahora bien, es completamente otra cosa
lo que yo quiero decir. Yo quiero decir que si las relaciones con
los otros son retorcidas, viciadas, entonces el otro no pude ser
más que el infierno. ¿Por qué? Porque los otros son, en el
fondo, aquello que hay más importante en nosotros mismos,
para nuestra propia conciencia de nosotros mismos.

(SARTRE, 1965)

La última parte es esencial: los otros son aquello más importante para la imagen que tenemos de
nosotros mismos. Las palabras de Garcin, en realidad, no pretendían ser un juicio apreciativo de
cómo sufrimos día a día el trato con los demás, sino una elucidación filosófica de qué función
cumple la presencia de otros sujetos en nuestra existencia. Pues Sartre sintetiza en el diálogo
señalado toda su doctrina filosófica acerca de las relaciones intersubjetivas. De hecho, un año
antes de la puesta en escena de A puertas cerradas, el autor editó por medio de Gallimard el
extenso ensayo de filosofía El ser y la nada (1943). El libro tenía una extensión de 724 páginas
en su primera edición. La tercera parte de las cuatro que poseía estaba dedicada a analizar la
esencia de la alteridad y los tipos de relaciones básicas que existen con el prójimo. La obra
teatral de 1944 está basada en la teoría filosófica del ensayo de 1943. Esa sección e incluso el
libro todo poseen una gran complejidad teórica.

Lamentablemente, entender de inmediato el mensaje filosófico tras “el infierno son los otros” no
se halla a la mano de cualquier espectador o lector. El ser y la nada es uno de esos libros de
filosofía de gran complejidad teórica. Pero esto no significa que no pueda elaborarse una
explicación somera e introductoria de la teoría sartriana de la intersubjetividad desde una
interpretación de A puertas cerradas accesible. El propósito de este artículo es precisamente
ése, acercar a todo quien que no sea experto en existencialismo o en filosofía el sentido que
Sartre quiso grabar en la frase de Garcin.

Jean-Paul Sartre: la pluma al servicio de la libertad

Si este artículo hubiese sido escrito antes de fines del siglo pasado, una introducción de Sartre
habría sido superflua. La celebridad de la que gozó este gran escritor y pensador de Saint-
Germain-des-Prés durante la segunda mitad del siglo XX no tiene hasta hoy paragón entre las
personalidades del universo cultural. Hoy en día esta popularidad ha quedado en el pasado. Por
eso, para abordar el propósito de este artículo, es conveniente ofrecer aquí una pequeña
biografía suya que desemboque en el estreno de A puertas cerradas en el teatro Vieux-
Colombier.

Jean-Paul Sartre (1905-1980) fue un intelectual en el sentido total de la palabra, es decir, esa
clase de figura de las letras que no excluye ningún tema de su actividad reflexiva e intenta
comunicar sus ideas por todas las vías que están a su alcance. Fue el principal exponente del
existencialismo francés del siglo XX. Elaboró un estilo literario que le hizo merecedor del
premio Nobel de literatura en 1964, el cual rechazó por motivos políticos. Marxista y
antigaullista declarado, participó de los debates sociales más relevantes de su época. Aplaudió y
apoyó la emergencia de los gobiernos socialistas americanos y los movimientos de liberación
africanos. Forjó la figura del intelectual comprometido, aquél que presta su pluma a acusar las
injusticias de la sociedad de la cual es miembro. Novelas, artículos de revistas, piezas de teatro,
biografías y guiones de cine son algunos de los medios en los que incursionó el escritor parisino.
No obstante, Sartre fue ante todo un filósofo. Sus producciones más numerosas y fructíferas
pertenecen al campo filosófico, e incluso éstas siempre marcaron la dirección del resto de su
creación artística y teórica.

Nace en 1905 en París en el seno de una familia burguesa urbana. Su padre muere un año
después de su nacimiento, de manera que su crianza queda a cargo de su madre y sus abuelos
maternos. Su abuelo, Charles Schweitzer, es quien despierta en él la pasión por la literatura.
Desde temprano devora bibliotecas y escribe gran cantidad de pequeñas historias, sobre todo de
aventuras, un género que le apasionaba de niño. A medida que el joven Jean-Paul crece, se
desarrolla en su ojo derecho un fuerte estrabismo divergente, un defecto físico con el que se lo
representará y caricaturizará ya alcanzada la fama. Durante la adolescencia, hace sus estudios en
el Liceo Henri-IV y Louis-le-Grand, donde forja una amistad de hierro con Paul Nizan (1905-
1940). Luego ingresa en la École Normal Supérieure de Paris y comienza a estudiar filosofía.
Conoce allí a otras dos personas que marcarán su vida: por un lado, Raymond Aron (1905-
1983), quien será el primero de sus colegas en hablarle sobre la fenomenología alemana de
Edmund Husserl (1959-1938). Desde ese momento, esta disciplina deviene en una verdadera
brújula para las inquietudes filosóficas de Sartre. Por otro lado, Simone de Beauvoir (1908-
1986), con quien formará una relación amorosa e intelectual fuera de los parámetros del amor
convencional burgués. Entre 1933 y 1934, pasa un año en el Instituto Francés de Berlín, donde
se dedica a estudiar con fervor los escritos de Husserl y redactar trabajos fenomenológicos
acerca de la conciencia, las emociones y la imaginación.

La edición de su primera novela La Nausea en 1938 hace que Sartre gane cierta visibilidad en el
ámbito literario. Durante esos años, el autor ejerce la docencia en el pueblo de Havre. Luego es
trasladado a Neuilly para ocupar otro puesto de profesor. Por los testimonios de sus estudiantes
se sabe que Sartre era un profesor heterodoxo y muy estimado. Enemigo de los protocolos, luego
de dar clases sobre filosofía trascendental de Kant, invitaba a sus alumnos a tomar una cerveza
en el bar o tomar clases de boxeo juntos, un deporte que practicaba. Pero Sartre no quería para
él una vida de docente, sino la de un escritor de renombre, con una plaza privada en el panteón
de la literatura francesa. La salida de la colección de relatos cortos El muro (1939) lo perfiló un
poco más hacia destino buscado.

Mientras estudió en Berlín, la gestación del movimiento nazi le pasó completamente


desapercibida, hecho por el cual fue criticado más adelante. Antes de la Segunda Guerra
Mundial, no tenía casi ningún interés por cuestiones políticas. Era sólo un pensador rebelde y
algo anarquista, siempre dispuesto a atacar los valores burgueses en los que fue criado. Su
interés por la política y la sociedad comienza a modificarse, cuando es reclutado por el gobierno
francés para la guerra contra Alemania. Cumple el puesto de meteorólogo en lo que los franceses
llaman la Drôle de guerre (Guerra en broma), el período que va desde la declaración de guerra
hasta la invasión alemana, en el cual las tropas francesas no realizaron ninguna acción bélica
significativa. La gran cantidad de tiempo libre que le ofrecía la Drôle de Guerre le posibilita
escribir extensos cuadernos de literatura y filosofía. Por otro lado, la vida comunitaria con otros
reclutas despierta en él una conciencia social que florece durante los meses de prisión en
Alemania, luego de que su escuadra es tomada prisionera el 21 de junio de 1940. Gracias a un
falso certificado médico que declaraba una ceguera parcial en el ojo derecho y consecuentes
problemas de orientación, vuelve a la capital francesa, donde participa arduamente en acciones
para la liberación. Funda el movimiento “Socialismo y ibertad” y se moviliza en bicicleta a través
de territorios ocupados y libres para reclutar escritores como Gide o Malraux a su causa.

Bajo el clima parisino de ocupación, Sartre publica en 1943 su gran ensayo filosófico El ser y la
nada y expone su primera pieza de teatro Las moscas. Las dos obras trasmiten a públicos
diversos sus nociones de libertad y responsabilidad. Según éstas, los hombres y las mujeres son
seres de una existencia contingente, es decir, no hay un fundamento que explique por qué
existen en el mundo en el que les tocó vivir. Tampoco tiene el ser humano una esencia o destino
predeterminados que lo coaccione a ser de una forma particular. Cada individuo llega a ser lo
que es por cómo se eligió a sí mismo en su historia personal. Frente a las situaciones objetivas
que vive cada sujeto, es libre y responsable de encararlas a su manera.

Así, Sartre en los años del gobierno colaboracionista de Vichy habla de una libertad inajenable
de todo ser humano por los medios que le proporcionan el teatro y la filosofía. No hay que
olvidar las palabras con las que años posteriores describió la experiencia de los ciudadanos
franceses ante la invasión.

Jamás fuimos más libres que bajo la ocupación alemán. […]


Como el veneno nazi se deslizaba hasta nuestros pensamientos,
cada pensamiento justo era una conquista; como una policía
todopoderosa pretendía obligarnos al silencio, cada palabra se
volvía preciosa como una declaración de principios; como
éramos perseguidos, cada uno de nuestros gestos tenía el peso
de un compromiso.

(SARTRE, 1982: 11)


Un año después de Las moscas y El ser y la nada, A puertas cerradas es llevada al teatro. Era el
momento de escenificar cuál es el papel que cumple la alteridad de los otros en la constitución
de mí mismo y el ejercicio de mi libertad.

El problema del solipsismo: ¿existen los demás?

“El infierno son los otros” no es la única frase de un filósofo que quedó grabada en la memoria
colectiva. De la historia de la filosofía, todo el mundo alguna vez escuchó el célebre “pienso,
luego existo” de René Descartes (1596-1650). Aunque no se evidente a primera vista, las dos
oraciones están estrechamente relacionadas. Sin el enunciado cartesiano, Sartre no hubiese
nunca escrito las líneas inmortales de Garcin. La razón de esta conexión es que “el infierno son
los otros” responde a un problema que Descartes inauguró con su filosofía sobre el sujeto en el
siglo XVII, a saber, el problema del solipsismo.

“Solipsismo” es un latinismo que significa “solo uno mismo” (“solus ipse”, en latín). El término
refiere a una postura subjetiva radical según la cual solamente existe o puede ser conocido el
propio yo, mientras que o bien los otros sujetos no existen o bien la existencia de los mismos no
puede ser conocida por mí. En nuestras vidas cotidianas, alguna vez cruzó por nuestra mente la
posibilidad de que las demás personas fueran una mera ilusión y que él único ser
verdaderamente existente fuese uno mismo. Por otro lado, las películas de ciencia ficción, como
Yo, robot (2004) o El hombre bicentenario (1999), nos hicieron poner en duda nuestro criterio
de cómo distinguir un sujeto que vive y experiencia el mundo como yo lo hago de una máquina
que simula conductas humanas.

Descartes fue quien trajo esta problemática al plano filosófico cuatrocientos años atrás. No
obstante, el solipsismo nunca fue su preocupación central, aunque sí para pensadores
posteriores. La principal inquietud teórica de Descartes era, de hecho, encontrar una primer
verdad que sea indudable para cualquier sujeto con el fin de que a partir de ésta se asegurase la
certeza de todo el saber científico. En la época en que él vivió, las bases de las ciencias eran
puestas en jaque por críticas escépticas que negaban que el conocimiento científico e incluso el
conocimiento del sentido común tuvieran una certeza indudable. Descartes quiso demostrar que
existe una cosa que nunca puede ser puesta en duda por un sujeto que piensa, y esto es que
existe mientras está pensando. “Pienso, existo”, dos acciones que no pueden darse separadas.
No importa si el mundo es un sueño o si estoy enchufado a una especie de Matrix que me hace
creer en un universo ilusorio, la existencia de uno mismo nunca puede ser puesta en duda. De
esta manera, Descartes creyó encontrar el punto de partida apodíctico que llevaría más adelante
a la seguridad epistémica de las verdades científicas.

No obstante, ¿qué sucedía con el conocimiento que tengo de la existencia de los otros? Esta es
una cuestión difícil de resolver, consideraba Sartre.
En el acto de conocimiento, se presenta la clásica estructura de un sujeto que conoce y un objeto
que es conocido. Como afirmaba Descartes, el sujeto cognoscente tiene la certeza absoluta de
que existe mientras lleva a cabo sus acciones cognitivas, pero la certeza de la existencia de los
objetos no es de la misma índole, sino más bien es probable. Por ejemplo, veo a lo lejos un oasis
y resulta luego que es un espejismo. Pienso que paseo por París y ese paseo no era más que un
sueño que tuve desde mi cama en Buenos Aires. Por ende, nunca estamos completamente
seguros de la existencia del objeto que conozco, pues siempre se conserva una mínima
posibilidad de que me equivoque.

Esto mismo sucede también con el saber que tiene el sujeto acerca de otros sujetos. Los otros
son un objeto que conozco y, como tales, soy capaz de dudar de si existen. No es completamente
desquiciado pensar que los demás podrían ser ilusiones o máquinas que simulan gestos
humanos. La literatura y el cine han explotado en abundancia estos motivos. Así pues, muchos
consideraron que de la filosofía cartesiana podía extraerse una postura solipsista.

Desde que Descartes formuló el “pienso, luego existo”, muchos filósofos intentaron dar una
solución al problema de fundamentar la existencia de los otros a partir de un pensamiento de la
subjetividad. Descartes mismo dijo que sabemos que el otro es un sujeto existente porque su
comportamiento es el de un ser racional y emocional como lo soy yo. Aunque no viva en carne
propia sus emociones o experimente sus cavilaciones, contemplo que el otro grita cuando se
lastima, sonríe cuando está feliz y a través del lenguaje me trasmite sus ideas. Eso debe ser
suficiente prueba de que detrás de tal cuerpo hay una subjetividad idéntica a la mía. Husserl,
aquel filósofo alemán que Sartre consideró maestro, también pensaba que, a pesar de que nunca
podemos vivir los pensamientos y las sensaciones “en carne propia”, comprendemos éstas por
medio de un acto llamado “empatía”. La empatía es la acción que nos permite saber que detrás
de tal cuerpo físico hay un álter ego (es decir, otro yo que no es el mío), al asemejar el
comportamiento emocional y racional de ese cuerpo con el nuestro.

Ahora bien, a Sartre nunca le convenció este tipo de respuestas contra el solipsismo. En su
opinión, el problema seguía indemne; continúa habiendo una diferencia abismal entre la certeza
apodíctica de que yo existo y la seguridad hipotética de que otra subjetividad existe en tal
corporalidad. En el segundo caso, queda abierta la posibilidad de equivocarme. Al final, quizás
no hay más que una máquina robótica que simula a la perfección la conducta humana o tal vez
es una proyección mental como las que se adjudican a ciertos casos de psicopatología. La
vinculación primeria que hay con los otros no puede limitarse a un acceso cognitivo y objetivo
del prójimo basado en la suposición de una subjetividad que subyace a un cuerpo. Debe haber
una conexión más profunda, algo que tenga que ver directamente con mi existencia y mi modo
de ser, que dé cuenta de esa verdad que, en la opinión de Sartre, también es indudable. Los otros
existen.

La mirada ajena: la refutación del solipsismo


Garcin: […] ¡Pero cállense! (Una pausa). Volveremos a
sentarnos tranquilamente, cerraremos los ojos y cada uno
procurará olvidar la presencia de los demás.

(Una pausa. Vuelve a sentarse. Ellas vuelven a sus lugares con


paso vacilante. Inés se da vuelta bruscamente).

Inés: ¡Ah!, olvidar. ¡Qué chiquilinada! Los siento hasta en mis


huesos. Su silencio me grita en los oídos. Pueden coserse la
boca o cortarse la lengua, ¿dejarán de existir de igual modo?
¿Detendrán ustedes su pensamiento? Yo lo escucho, hace tictac,
como un despertador, y yo sé que ustedes escuchan el mío. […]
Hasta la cara me han robado: ustedes la conocen y yo no.

(SARTRE, 2000:50-51)

En A puertas cerradas, hay un momento en que Garcin exige paz y tranquilidad para descifrar
el enigma de la punición del cuarto decorado con muebles Louis-Philippe. Les pide a Inés y
Estelle que reduzcan sus gestos y movimientos al mínimo hasta que no haya ningún signo que
recuerde su forzosa compañía. Si estuviese en su poder, él haría desaparecer por completo la
presencia de sus cohabitantes. Pero Inés reacciona enfurecida. Mal que no quiera, Garcin no
controla las acciones de ella. Inés le reprocha que no pueden jugar al ermitaño en la situación en
que se encuentran: aunque no capte ninguna acción del cuerpo de sus dos compañeros, ella no
deja de sentir su existencia. Ellos siguen dentro de su cabeza, como un “tictac” incesable que no
depende del sonido de sus respiraciones o de sus pasos al chocar con el suelo. No consigue
abstraerlos de esa pequeña habitación infernal. Por otro lado, sabe también que la existencia de
ella misma no le es indiferente a Estelle y Garcin. Ellos están meditando quién sabe qué cosa
acerca de su persona. Quizás la desprecien o la admiren, tal vez la consideren repugnante o
atractiva. Lo cierto es que los otros dos atesoran secretamente alguna imagen de Inés a la que
ella no puede acceder. “Hasta el rostro me han robado”, dice la condenada, puesto que la cara es
aquello que para todos es bien propio, pero que, al mismo tiempo, es el otro quien la conoce
mejor que uno.

La crítica de Sartre a las respuestas al solipsismo de Descartes y Husserl se halla en este diálogo
entre Garcin e Inés. La conciencia infalible de la existencia de los otros no se infiere de la
conducta corporal de otro sujeto. Garcin fracasa una y otra vez a lo largo de la obra en su intento
de hacer de su estancia en el averno una muerte solipsista. Este fracaso no es debido a que
decidió la suerte que compartiera el cuarto con compañeros extrovertidos, dado que la
percepción de la existencia de los demás no se da externamente sino internamente. Las otras
personas son un tictac en nuestras mentes.

Un poco antes en la obra, a Estelle, una mujer hermosa y coqueta, le asalta el pánico al enterarse
que en el salón no hay espejos. Ella quiere contemplar su rostro para revisar su maquillaje. Sin
ningún objeto reflejante en el salón, no es capaz de hacerlo. Entonces, le confiesa a Inés: “Me
siento rara. (Se palpa) ¿A usted no le hace ese efecto? Cuando no me veo, es inútil que me
palpe; me pregunto si existo de verdad.” Estelle parece sospechar de la sagrada verdad
cartesiana. Por la ignorancia de su aspecto, la consistencia de su ser le resulta frágil. Entonces
Inés le ofrece una solución. “¿Quiere que le sirva de espejo?”, le pregunta, “Yo te veo. Toda
entera. Hazme preguntas. No habrá espejo más fiel.”. Ante la falta de algún cristal que le
devuelva la imagen, Inés y Garcin e convierten en los propietarios exclusivos de la apariencia de
Estelle. Este hecho no se restringe al caso extremo de una ficción de un cuarto sin espejos;
sucede en la cotidianidad de nuestras vidas. Cuando conversamos con alguien, el color de
nuestros ojos nos es inaccesible, mientras que para el interlocutor puede ser un objeto de
fascinación. De este modo, la contemplación ajena siempre es dueña de nuestro aspecto.

Las múltiples referencias a la mirada de los otros no son casuales en A puertas cerradas. La
cuestión de que los otros me ven es la noción central de la reflexión sartriana sobre las
relaciones intersubjetivas. Según el existencialista, Descartes y Husserl tomaron un muy mal
camino al querer probar la existencia ajena por medio de cómo yo constituyo un objeto
particular, esto es el cuerpo ajeno, en un portador de subjetividad. Sartre reprochaba que, si el
otro sujeto es primariamente constituido por mí mismo, no es originalmente otro. Al contrario,
lo propio de una alteridad es que es ésta quién construye la imagen que yo tengo de mí mismo.
Lo que resulta más revelador, es el otro el principal artífice de la idea que poseo de mi yo.

Esta estrategia de Sartre para oponerse al solipsismo es en verdad revolucionaria. En vez de


pensar que soy yo el que define la subjetividad del otro, ¿por qué no considerar que es el otro el
que da origen a mi objetividad? Para Sartre, cómo me pienso a mí mismo, qué características
cargo dentro de mi idea de yo, es un producto de la conciencia que los demás tienen de mí. Inés
le dice a Estelle “[…] si yo cerrara los ojos, si me negara a mirarte, ¿qué harías con toda esa
belleza [tuya]?”. La belleza de Estelle no nace de cómo ella se ve en el espejo, sino de la manera
en que Inés la contempla. Este fenómeno no acontece únicamente con atributos físicos de los
individuos, sino también con propiedades psíquicas. Ser inteligente, intuitivo, despistado o
ingenuo también son caracteres que surgen de apreciaciones ajenas sobre nosotros. Sin éstas, no
tendríamos manera de conocer cómo somos. El yo, la idea que nos hacemos de nosotros
mismos, es sobre todo una creación a partir de cómo otro individuo o un grupo de personas o la
sociedad entera nos objetiva.

INÉS- […] Eres un cobarde, Garcin, un cobarde porque yo lo


quiero. ¡Yo lo quiero, entiendes, lo quiero! Y sin embargo, mira
como soy frágil, un suspiro; no soy nada más que la mirada que
te ve, pensamiento incoloro que te piensa. (Él marcha sobre ella,
con las manos abiertas.) ¡Ah! Se abren, estas gruesas manos de
hombre. Pero, ¿qué esperas? No se atrapan los pensamientos
con las manos.

(SARTRE, 2000:91)

“Yo soy un cobarde” es el tictac mental que el atormentado Garcin no puede quitarse de la
cabeza. Él quiere tomarse por héroe, un periodista pacifista que huyó de su país para no
combatir en la guerra, pero Inés lo juzga cobarde y vil. Somos rehenes de cómo nos piensan los
demás. Todo lo que continúa a un juicio que comienza con “Yo soy…” proviene de esa imagen
que los demás sujetos forman de mí en la intimidad de sus mentes. Incluso cuando nos
resistimos a estas atribuciones, cuando Garcin se dice a sí mismo “yo no soy cobarde”, el
adjetivo cobarde sigue proviniendo de fuera de él. Con respecto a esto, Sartre dice en prefacio
mencionado anteriormente:

Cuando pensamos acerca de nosotros, cuando intentamos


conocernos, en el fondo sólo tenemos conocimientos que los
otros tienen ya de nosotros, nos juzgamos con los medios que
los otros tienen, nos han dado, para juzgarnos.

(SARTRE, 1965)

La mirada del otro me transforma en un objeto con características alienantes. Sólo otra
subjetividad es capaz de realizar eso, porque en el fondo uno no es bello o cobarde para sí
mismo sino para los demás. Así pues, la posibilidad de mi alienación, es decir, la objetivación de
mí mismo, es la prueba más contundente contra el solipsismo para Sartre. La clave del
movimiento argumental es el siguiente: si de hecho sucede que me pienso a mí mismo
forzosamente con ciertas categorías (e.g. valiente, tímido, prepotente, etc.) que no pueden
provenir de la consideración solitaria que tengo de mí mismo, es que esta enajenación viene de
otra subjetividad que me capta como un objeto. Así pues, la existencia del otro se prueba en la
posibilidad permanente de ser visto/objetivado por el prójimo.

Conclusión: el existencialismo pesimista de Sartre en el 40

Ahora se está en condiciones de comprender que la célebre línea de Garcin “El infierno son los
otros” refiere al fenómeno de que los demás sujetos son el origen de mi alienación, de los juicios
descriptivos y valorativos que tengo de mí mismo. Sin embargo, como último problema a tratar
aquí, es interesante preguntarse por qué Sartre escogió esa frase de tono tan manifiestamente
negativo para comunicar su concepción filosófica. El hecho de que los demás son los
responsables de mi objetivación no implica necesariamente un infierno existencial. En el marco
de la pieza de teatro, esta desesperanza puede deberse a que los protagonistas son seres
despreciables, criminales y desdichados. De entre Inés, Estelle y Garcin solamente son capaces
de surgir miradas de desconfianza o desprecio. Esto fue señalado por el mismo autor en el
prefacio de 1965. Allí dice Sartre que los personajes de su ficción teatral experimentan un
infierno, porque a causa del encierro eterno sufren una dependencia total de la mirada ajena.
Algunas personas reales también llegan a hacer de sus relaciones con otras una dependencia
similar, agrega él. Pero Sartre dice esto en 1965. Muchos de los especialistas en sus trabajos
encuentran un cambio crucial en las reflexiones de Sartre, cuando su pensamiento hace un
explícito vuelvo hacia el marxismo en los 60. Al contrario, en las producciones sartrianas de las
décadas del 40 y del 50 sus textos gozan de cierto matiz pesimista. Por ejemplo, en El ser y la
nada, el autor califica la existencia humana como una “pasión inútil”. En resumen, es una
pasión inútil porque su condición de libre nunca le da reposo, jamás llega a ser una cosa
completa y determinada. En el mismo texto, el filósofo francés afirma que las relaciones
concretas con los otros siempre son conflictivas. El amor, para nombrar una de éstas, es el
proyecto de querer determinar la libertad del amante para que siempre sus elecciones tengan en
vista el bienestar del amado. El escollo nace del hecho de que determinar para siempre una
libertad a hacer algo es imposible. El amante siempre posee la alternativa de simplemente dejar
de adorar al amado. Por lo tanto, el amor es una empresa con un fin ideal e incumplible.

En fin, queda en manos del lector las herramientas para interpretar las connotaciones filosóficas
detrás de la frase “el infierno son los otros” y decidir cuánto de pesimismo guardan las palabras
de Garcin respecto a las relaciones interpersonales.

Bibliografía

SARTRE, J.-P. (2004), A puertas cerradas; La puta respetuosa, Buenos Aires, Losada.

--- (1965), « Commentaire de Jean-Paul Sartre : L’enfer c’est les autres », en Naïm Moshé, Huis
clos de Jean-Paul Sartre précédé du commentaire de Jean-Paul Sartre : L’enfer c’est les autres
[CD-ROM], Francia, Emen.

--- (2000), Huis Clos, suivi de Les Mouches, Paris, Gallimard.

--- (1960), La república del silencio: estudios políticos y literarios, Buenos Aires, Losada.

--- (1982), Situations, III, Lendemains de Guerre, Paris, Gallimard.

Resumen

Aquello que era extraordinario y único de J.-P. Sartre como intelectual era su capacidad para
expresar sus ideas en múltiples géneros y estilos de la literatura. Novelas, relatos cortos, obras
teatrales, crónicas de viaje, ensayos filosóficos y artículos periodísticos fueron algunos de sus
vehículos ideológicos. Por ejemplo, la pieza de teatro A puertas cerradas (1944) atesora en sus
diálogos la concepción sartriana de la intersubjetividad, que asimismo aparece expuesta en el
ensayo filosófico El ser y la nada (1943). Este despliegue de un mismo tema en modos de
expresión distintos hace que éste gane en riqueza de contenido y transmisión. La literatura
ficcional y el teatro fueron los medios más éxitos para la divulgación de su pensamiento. En
cambio, sus escritos teóricos se mantienen, lamentablemente, reservados para lectores expertos.
Todo el mundo habrá escuchado o leído alguna vez el famoso diálogo dicho por Garcin “El
infierno son los otros”, pero la intención conceptual de Sartre detrás de esa frase aún hoy
permanece oculta para la mayoría. El objetivo de este artículo es acercar al público general, no
experto en filosófica, la teoría de las relaciones intersubjetivas que se esconde en A puertas
cerradas.

Résumé

Ce qui était extraordinaire et unique de J.P. Sartre comme intellectuel, c’était sa capacité pour
exprimer ses idées en plusieurs genres et styles de la littérature. Des romans, des nouvelles, des
pièces de théâtre, des chroniques de voyage, des essais philosophiques et des articles de presse
ont été quelques-uns de ses véhicules idéologiques. Par exemple, la pièce de théâtre Huis clos
(1944) thésaurise dans ses dialogues la conception sartrienne de l’intersubjectivité, laquelle est
aussi exposée dans l’essai philosophique L’être et le néant (1943). Ce déploiement d’un même
sujet dans différentes façons d’expression fait que celui gagne en richesse de contenu et
transmission. La littérature fictionnelle et le théâtre ont été les milieux les plus succès pour la
divulgation de sa pensée. En revanche, ses écrits théoriques restent, malheureusement, réservés
pour les lecteurs experts. Tout le monde un jour a lu ou entendu le célèbre dialogue dit par
Garcin « L’enfer c’est les autre », mais l’intention conceptuelle de Sartre derrière cette phrase
demeure cachée pour la plupart encore. Le but de cet article c’est de rapprocher au public
général, pas versé en la discipline philosophique, la théorie des relations intersubjectives qui se
cache dans Huis clos.

i
Alan Patricio Savignano es Profesor de Filosofía graduado de la Universidad de Buenos Aires. Se
especializa en existencialismo francés, sobre todo en la filosofía de Jean-Paul Sartre. Actualmente
investiga la noción de dialéctica en el pensamiento sartriano.
savignanoalan@gmail.com
Alan Patricio Savignano est professeur de Philosophie diplômé de l’Université de Buenos Aires. Il se
dédie à l’existentialisme français, surtout à la philosophie de Jean-Paul Sartre. Actuellement il fait des
recherches sur la notion de dialectique chez Sartre.
savignanoalan@gmail.com
ii
Todos los textos y audios de Jean-Paul Sartre son citados de las versiones francesas y están traducidos
en este artículo por su autor. Empero, en la sección de Biografía se ofrecen ediciones en español de los
materiales que gozan de una traducción hasta la fecha.

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