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Documento 11
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no tenía celular. Nadie nunca lo interrumpía. Era dedicación absoluta la del especialista, verdadero
fanatismo ruso inoculado por su estirpe soviética. En cada ocasión volvía a repasar el itinerario de
sus pacientes, pedía detalles, anotaba todo prolijamente en su carpeta aunque con una letra
inexpugnable, y después, mirando atentamente el ojo, parecía iluminarse. Quedaba encandilado
ante la pupila que su experta asistenta se encargaba de abrir para él tras meticulosas mediciones
de la vista. Es Yuku, murmuró Ignacio como leyéndome el pensamiento, ahí viene, con sus colirios
por el pasillo. Venía raspando sus mocasines contra la alfombra. Se detuvo ante mí y yo me
enderecé comprendiendo lo que me pedía su lengua en otra lengua: que echara atrás la cabeza.
Sus dedos me separaron los párpados para dejar caer, con precisa puntería japonesa, dos gotas
ardientes sobre mis córneas. portavoz del espanto que ella era, a este especialista solo le importan
los casos extremos, los ojos in extremis, los que requieren de una extraordinaria agudeza; a Lekz,
siguió Doris tragándose una galleta que masticaba con la boca abierta, al doctor Lekz le interesa
detenerse en cada ojo, buscar en las retinas la presencia sibilina de otros males del cuerpo, el sida,
por ejemplo, la sífilis, la tuberculosis, y seguía enumerando mientras se escarmenaba la melena
con un dedo, la diabetes mal cuidada, la presión alta, incluso el lupus. Porque la retina, continuaba
su retintín perverso, la retina era nuestra hoja de vida, el espejo de nuestros infortunados actos,
una superficie perfectamente pulida que vamos dedicándonos a estropear a lo largo de nuestras
existencias. Por todo el estropicio que nos habíamos causado ahora tendríamos que esperar
nuestro turno, esperar sin chistar o simplemente largarnos. El oculista no se iba a apurar por
ninguno de nosotros, repitió. No hacía excepciones porque todo lo que veía ya era excepcional. Y
no era meramente un discurso de Doris. Yo había ido constatando lo que ella decía durante
incalculables horas de espera en esa sala y luego dentro de la consulta. Nunca noté que Lekz
apurara una sílaba o que mirara discretamente la hora; no había un solo reloj en los muros de su
oficina, jamás sonaba su teléfono, no tenía celular. Nadie nunca lo interrumpía. Era dedicación
absoluta la del especialista, verdadero fanatismo ruso inoculado por su estirpe soviética. En cada
ocasión volvía a repasar el itinerario de sus pacientes, pedía detalles, anotaba todo prolijamente
en su carpeta aunque con una letra inexpugnable, y después, mirando atentamente el ojo, parecía
iluminarse. Quedaba encandilado ante la pupila que su experta asistenta se encargaba de abrir
para él tras meticulosas mediciones de la vista. Es Yuku, murmuró Ignacio como leyéndome el
pensamiento, ahí viene, con sus colirios por el pasillo. Venía raspando sus mocasines contra la
alfombra. Se detuvo ante mí y yo me enderecé comprendiendo lo que me pedía su lengua en otra
lengua: que echara atrás la cabeza. Sus dedos me separaron los párpados para dejar caer, con
precisa punteríver si aclara
¿Esperar qué, doctor, un donante? Pero no. Estamos, me dijo, todavía muy lejos de un trasplante.
Empezaba lentamente a desinflarme tocada por la metralla de la medicina. Un mes entero te
tienes que esperar, insistió anotando algo en mi ficha. Nada menos que treinta y un días mientras
los ojos se aclaran y también nosotros aclaramos tu caso con el seguro. Repito, repitió, implacable,
antes de un mes no podemos bajo ningún punto de vista operarte. ¿Y mientras, doctor? ¿Qué
hago mientras? ¿No ibas a ir a Chile a ver a tu familia? Ándate a Chile. De vacaciones.