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discretamente la hora; no había un solo reloj en los muros de su oficina, jamás sonaba su teléfono,

no tenía celular. Nadie nunca lo interrumpía. Era dedicación absoluta la del especialista, verdadero
fanatismo ruso inoculado por su estirpe soviética. En cada ocasión volvía a repasar el itinerario de
sus pacientes, pedía detalles, anotaba todo prolijamente en su carpeta aunque con una letra
inexpugnable, y después, mirando atentamente el ojo, parecía iluminarse. Quedaba encandilado
ante la pupila que su experta asistenta se encargaba de abrir para él tras meticulosas mediciones
de la vista. Es Yuku, murmuró Ignacio como leyéndome el pensamiento, ahí viene, con sus colirios
por el pasillo. Venía raspando sus mocasines contra la alfombra. Se detuvo ante mí y yo me
enderecé comprendiendo lo que me pedía su lengua en otra lengua: que echara atrás la cabeza.
Sus dedos me separaron los párpados para dejar caer, con precisa puntería japonesa, dos gotas
ardientes sobre mis córneas. portavoz del espanto que ella era, a este especialista solo le importan
los casos extremos, los ojos in extremis, los que requieren de una extraordinaria agudeza; a Lekz,
siguió Doris tragándose una galleta que masticaba con la boca abierta, al doctor Lekz le interesa
detenerse en cada ojo, buscar en las retinas la presencia sibilina de otros males del cuerpo, el sida,
por ejemplo, la sífilis, la tuberculosis, y seguía enumerando mientras se escarmenaba la melena
con un dedo, la diabetes mal cuidada, la presión alta, incluso el lupus. Porque la retina, continuaba
su retintín perverso, la retina era nuestra hoja de vida, el espejo de nuestros infortunados actos,
una superficie perfectamente pulida que vamos dedicándonos a estropear a lo largo de nuestras
existencias. Por todo el estropicio que nos habíamos causado ahora tendríamos que esperar
nuestro turno, esperar sin chistar o simplemente largarnos. El oculista no se iba a apurar por
ninguno de nosotros, repitió. No hacía excepciones porque todo lo que veía ya era excepcional. Y
no era meramente un discurso de Doris. Yo había ido constatando lo que ella decía durante
incalculables horas de espera en esa sala y luego dentro de la consulta. Nunca noté que Lekz
apurara una sílaba o que mirara discretamente la hora; no había un solo reloj en los muros de su
oficina, jamás sonaba su teléfono, no tenía celular. Nadie nunca lo interrumpía. Era dedicación
absoluta la del especialista, verdadero fanatismo ruso inoculado por su estirpe soviética. En cada
ocasión volvía a repasar el itinerario de sus pacientes, pedía detalles, anotaba todo prolijamente
en su carpeta aunque con una letra inexpugnable, y después, mirando atentamente el ojo, parecía
iluminarse. Quedaba encandilado ante la pupila que su experta asistenta se encargaba de abrir
para él tras meticulosas mediciones de la vista. Es Yuku, murmuró Ignacio como leyéndome el
pensamiento, ahí viene, con sus colirios por el pasillo. Venía raspando sus mocasines contra la
alfombra. Se detuvo ante mí y yo me enderecé comprendiendo lo que me pedía su lengua en otra
lengua: que echara atrás la cabeza. Sus dedos me separaron los párpados para dejar caer, con
precisa punteríver si aclara

Lina, Lucina, exclamó Ignacio repentinamente aliviado o agotado y confundido, Lucina,


enredándose entre mis nombres, Lina, con la espalda tiesa y el cuello resentido: levántate, Lekz te
está esperando. Se había apostado junto a la puerta, Lekz, para dejarme entrar mientras Ignacio se
quedaba sentado. Me hizo subir a la silla mecánica que yo llamaba eléctrica y que él manejaba con
sus piernas. No necesitó decirme que apoyara la frente en la barra y presionara hacia delante.
Habían sido dos años ininterrumpidos de entrenamiento: él y yo nos habíamos ejercitado en esa
posición como dos luchadores de resistencia, midiendo nuestras fuerzas, tomándonos el pulso y el
aliento; él examinándome con su ojo mecánico y yo dejando que me escrutara el interior. Dejando
que me quemara a golpes de láser la retina para evitar llegar a esto. Pero ahora Lekz se estaba
demorando en tomar asiento ante mí, esquivaba la rutina, eludía el examen mostrándose
interesado en el informe detallado de esa noche, de esa fiesta y de los días que siguieron; lo que
yo había visto y lo que ya no distinguía. Con la mano quizá perdida en su frondosa cabellera Lekz
preguntaba, inquisitivo, por destellos, resplandores, chispazos iridiscentes, y quería saber si sentía
pulsaciones ahí atrás, al final del ojo. Se detuvo en mi expediente antes de sentarse y encumbrar
por fin el brazo y sujetar mi párpado con su dedo especialista; solo entonces se asomó por el
agujero dilatado como quien se asoma por una cerradura. ¿Qué ve, doctor? ¿Qué está viendo?
Estaba haciendo una pregunta y exigiendo con impaciencia una respuesta, un aclarar de la
garganta, un rumor que diera alguna pista. Pero el oculista no emitía más que suspiros perplejos.
El oculista, entonces lo comprendí, estaba viendo lo mismo que yo. La misma nada sangrienta que
yo veía. Pese a sus infinitos lentes de aumento Lekz no discernía ni un detalle de la retina. Se echó
para atrás absolutamente resignado y dijo, habrá que esperar a ver si aclara y puedo echarle un
vistazo a este desastre. Y si no aclaraba nunca, interrumpí, siabsorbía su propia sangre. Si eso no
ocurre, contestó titubeante, si eso no llegara a ocurrir, porque, es cierto, la posibilidad de que el
ojo se limpie solo es muy remota, si no desaparece tendremos que arriesgarnos y operarte. A
ciegas él. Un ojo, luego el otro. Lekz tenía trozos de palabras entre los labios, trozos de palabritas
colgándole de la nariz, y resbalando de su mejilla pedazos de sílabas nefastas que posponían la
intervención inmediata. Un ojo y el otro pero no ahora sino más adelante, repitió seco como una
grabación, como una máquina repetidora aunque dentro de Lekz la lengua parecía seguir
palpitando; era una lengua despabilada metiéndose por mi oreja con su baba espesa y todavía
tibia. Tragando aire, tragándome a mí misma con toda mi frustración, mi rencor, mi odio ciego a
esa vida de la que quería divorciarme, aguantándome para no intoxicarlo con mi ira, le dije en un
hilo de voz que por favor me sacara de la incertidumbre y me metiera al pabellón. Al pabellón,
inmediatamente, mañana mismo, por favor. Sentía los ojos más hinchados que nunca y latiendo.
Habrá que esperar, replicó Lekz inmutable.

¿Esperar qué, doctor, un donante? Pero no. Estamos, me dijo, todavía muy lejos de un trasplante.
Empezaba lentamente a desinflarme tocada por la metralla de la medicina. Un mes entero te
tienes que esperar, insistió anotando algo en mi ficha. Nada menos que treinta y un días mientras
los ojos se aclaran y también nosotros aclaramos tu caso con el seguro. Repito, repitió, implacable,
antes de un mes no podemos bajo ningún punto de vista operarte. ¿Y mientras, doctor? ¿Qué
hago mientras? ¿No ibas a ir a Chile a ver a tu familia? Ándate a Chile. De vacaciones.

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