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agujeros

Si no estás exhausta, dijo Félix entrando a la pieza con pies de plomo, si no estás absolutamente
agotada te invito a dar una vuelta. Por el centro, dijo, tengo un nuevo proyecto que me gustaría
mostrarte. ¿Mostrarme? Contarte, respondió, editándose, agregando, ¡salir a dar una vuelta!, ¿te
tinca? ¿Tincarme? Me quité los audífonos dejando el capítulo de otra novela leída o escuchada a
medias. Apagué el aparato y lo lancé sobre la cama. Me habría lanzado a la calle y cruzado sin
mirar entre el rugido de los autos, habría roto la chapa para subirme a un auto cualquiera, hubiera
metido yo misma mi pie en el acelerador con tal de salir de esa casa. Necesitaba aire fresco
aunque el de Santiago fuera radioactivo. Ya hablaremos de lo que importa, acotó mi hermano
enchufándose el cinturón y sujetando mi cuerpo con el del copiloto. Antes de iniciar el recorrido y
agarrar velocidad, pude espiar con los ojos de la memoria, los ojos de la mente que componen
después el recuerdo, por el espejo retrovisor. Félix miraba para atrás, yo tenía los ojos fijamente
perdidos hacia adelante. En cuanto nos pusimos en movimiento Félix empezó a hablarme de la
torre en la que estaba metido, hasta las cejas, dijo, con su equipo. Pero para qué más torres, pensé
yo, las torres son monumentos en decadencia, no hay más que levantarlas para que alguien venga
y las derribe. Pero mi hermano hilaba su soliloquio con los detalles modulares del diseño, los
largos y anchos de cada piso, de cada una de las ventanas, lanzaba nombres de materiales,
ángulos de inclinación, cálculos de resistencia. Hablaba absorbido por la renovación arquitectónica
del centro, por la urgencia de hacer espacio para lo nuevo, por el currículo de ese lote baldío. Yo lo
escuchaba silenciosa pensando que a esa hora insulsa de la tarde estaríamos rodeados de micros
llenas, de taxis llenos, de alguna carreta vacía del mercado central, que iríamos escoltados por
autos brillantes e insolentes destinados a dejarnos atrás. Pensaba y casi veía el río barroso y hostil
que Ignacio llegaría a sentir como suyo, codecía, tan joven y eufórico, tan indolente. De jaba que
fuera salpicando el mapa en mi memoria visual con trozos sueltos de la ciudad, sus avenidas sucias
y el contorno de las esquinas, letreros escritos a mano con faltas de ortografía, almacenes de ropa
usada americana, los cafés con piernas del centro, ciertas calles que todo chileno conocía y que yo
le iba a presentar después a Ignacio, casetas rotas de teléfonos, carritos de mote con huesillo. A tu
izquierda va quedando la plaza Italia (y se me apareció la plaza, Ignacio, la que ahora está también
grabada en tus ojos, la plaza con su Ícaro portando una excesiva antorcha de bronce) y a la
derecha, señaló, el ex Normandie refaccionado, es decir, reconvertido (el cine donde vi
desoladoras películas rusas en sesión de medianoche, matándome de frío, muriéndome de sueño)
y acá, la voz de Félix interrumpía mis recuerdos, acá el cerro Santa Lucía y su mural de la fundación
de Santiago (cada palabra una paletada de color en mi cabeza), ¿te ubicas dónde estamos? Yo
simplemente asentía ante el formato panorámico en que mi pasado santiaguino iba
transcurriendo dentro de mí. El auto surcó la ciudad como un bólido hasta que llegamos al palacio
de La Moneda que se me figuró blanco, inmaculado, previo al estallido de las bombas y a los
helicópteros militares sobrevolándonos, y en medio de la imaginada ofensiva con la banda sonora
del dictador anunciando su nefasta victoria se coló la voz viva, gutural y articulada de mi hermano
Félix discurriendo sobre los metros que tendría la torre, su torre, la de su equipo fantasmal,
cuando estuviera completa. Félix, dije yo, interrumpiéndolo, ¿y los hoyos? ¿En La Moneda?, cómo
se te ocurre, contestó con impaciencia, ¡si la reconstruyeron hace siglos! Pero yo me refería a los
edificios del frente, cruzando La Alameda, por el paseo Bulnes, los viejos edificios con muros
teñidos de tiempo y de pólvora, perforados particularmente en los pisos más altos, por unos
funestos bazucazos. Ah, sí, dijo, ahí siguen, sí, los hoyos abiertos, y en los edificios menos visibles
de las calles contiguas lo que queda son los agujeros de las metralletas que dispararon los
francotiradores apostados en los techos aledaños. ¿Por? No estoy segura, me oí contesestilos de
suicidio

Vamos de regreso. Entre semáforo y semáforo mi hermano se anima a pedir el detalle clínico de
mis ojos. Los pormenores técnicos de la intervención. El control de calidad de los instrumentos. El
contrato con el seguro que exige mi expediente antes de autorizar la cobertura. Me pregunta por
las opciones que barajan los médicos: el pronóstico o la prognosis, esa palabra que suena más a
mal incurable que a remedio. ¿Y qué vas a hacer?, pregunta mi hermano sin atreverse a terminar
la frase. ¿Si las cosas no salen bien?, pregunto yo sin atreverme a ser exacta. Nadie se ha animado
a formular esa hipótesis. He suspendido el futuro mientras exprimo, sedienta, el presente. Pero
qué vas a hacer, insiste mi hermano, si la cosa no sale bien. La cosa es la operación y no será una
sino dos. Tengo dos oportunidades, digo. ¿Y si ambas operaciones fracasan? Simulo reflexionar un
instante pero estoy en blanco, y en esa nube aparece una respuesta que no había considerado.
¿Suicidarme? Otra nube que ahora es de silencio. A mi hermano se le habrá crispado la cara; sus
ojos lerdos parpadean en cámara lenta mientras los míos se han olvidado de hacerlo. Puedo
adivinar en su voz mesurada pero sarcástica que no me cree capaz. Y cómo harías, eso, en estas
condiciones, ¿no tendría alguien que echarte una mano, prestarte al menos un ojo? La frase de mi
hermano se me clava como un imperdible, me despierta. Prestarme el ojo, me digo atesorando la
imagen todo lo que puedo. Silencio. Vas muy callada, dice Félix, ¿sí?, digo yo dejando mucho aire
entre su sí y el mío. Sí, muy callada, no me has dicho cómo se supone que lo vas a hacer, eso, dice,
y marca tanto las palabras que puedo verlas en cursivas, aplastadas por la ironía. Cómo voy a
hacerlo, me pregunto secretamente mientras voy rebobinando la cinta de los suicidios en mi
memoria. Pongo play en los suicidios paradójicos. La letra de esa canción explica: Lo que te hace
vivir es lo que en exceso podría matarte. El coro repite: Exceso de sol, de azúcar, de agua, de
oxígeno. Exceso de amor materno. Exceso de verdad. ¿De qué

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