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Capítulo 3
LA REGIÓN ANDINA: DEL POBLAMIENTO
A LA CONFORMACIÓN
DE LOS ESTADOS PREHISPÁNICOS
El universo andino es, sin duda, uno de los ecosistemas o conjunto de paisajes más
complejos que puedan hallarse sobre la tierra. No sólo comprende la región cordille-
rana, sino que abarca también una estrecha franja costera que corre paralela a la sierra
a lo largo del litoral del Pacífico; y otra zona más ancha de pie de monte («yungas»)
y selvas situada al oriente del sistema serrano, que desciende en una suave pendiente
hacia las cuencas de los grandes ríos. Así, costa, sierra y selva, tan diferentes entre
sí, son los tres grandes paisajes íntimamente relacionados que componen el espacio
andino. Pero si el primero y el último son importantes, la gran cordillera, la sierra, con
sus altitudes abruptas, sus nódulos y articulaciones, sus llanuras de altura (punas), sus
salares, sus ríos encajonados en quebradas, sus valles profundos, sus paisajes en cues-
ta, sus altas cumbres de nieves eternas, sus abras (pasos entre los cerros), sus vientos,
sus noches heladas, y su gran variedad de microclimas, conforma un conjunto cuya
biodiversidad es única en el planeta.
La costa es seca y desértica (aquí hallaremos algunos de los desiertos más extre-
mos de la tierra, Sechura y Atacama, por ejemplo). En esta zona, apenas moteada por
pequeños oasis originados por los ríos que de corto cauce y caudal estacional descien-
den rápidamente de la cordillera, el agua establece la frontera de la vida. Por contras-
te, la región de la selva es húmeda y de vegetación exuberante, con nieblas matutinas
y cerros apelmazados de verdor, donde la fauna y la flora son de una extraordinaria
variedad. Aquí se inician algunas de las cuencas fluviales más importantes de la hidro-
grafía mundial (las del Orinoco, el Amazonas, o las del complejo Pilcomayo, Bermejo,
Salado). La sierra, por último, serpentea desde las cálidas costas del Caribe hasta los
fríos hielos del Estrecho de Magallanes: es como un cordón vertebral que articula todo
el conjunto y donde además se hallan algunas de las cumbres más elevadas de la Tierra,
muchas de ellas volcanes en plena actividad. Todos estos elementos en continua inter-
acción generan el espacio natural andino, a veces de más de mil kilómetros de ancho,
a veces más estrecho. Un espacio donde se desarrollaron algunas de las culturas más
importantes de la humanidad.
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Sierra Nevada
de Santa Marta
Pico Bolivar
Océano
Golfo
de L. de Maracaibo
Urabá Atlántico
rinoco
al e na
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Nevado
Huascarán
R. Beni
L. Titicaca
L. Poopó
Golfo de Arica uay
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R. Pa g
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Pi
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Nevado Illimani ay
o
Bahía de Balparaiso
R. Pa
Pico Aconcagua an
r
Océano Atlántico
Arch. de Chiloé
Pacífico
Cabo de Hornos
LA REGIÓN ANDINA 55
GRÁFICO 3.1. DIFERENTES DISTANCIAS ENTRE LOS PISOS DE CULTIVO EN LOS ANDES DE PÁRAMO
Y DE PUNA
ANDES DE PÁRAMO
4.000
Piso de la papa
3000
ANDES DE PUNA
4.000
Piso de la papa
3000
2.000
1 2 3 4 5 6 7 8
días
En este espacio andino, poblado desde muy antiguo, coexistieron diversos estadios
culturales en diferentes grados de evolución. Así pues, para conocer el pasado remo-
to de un área concreta es necesario recurrir a su cronología específica a fin de ir enten-
diendo el proceso; y en esta tarea, los arqueólogos han desarrollado un trabajo funda-
mental. Porque si en 1532, en el momento de la invasión europea, el Imperio incaico
había alcanzado altísimas cotas de desarrollo cultural, en la misma región otras cul-
turas habían evolucionado mucho más lentamente.
Si la fase de cazadores-recolectores comenzó desde el mismo momento del po-
blamiento, hace más de 12.000 años, algunos grupos continuaron en ella durante
siglos, en especial en el oriente o incluso en la costa.
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LA REGIÓN ANDINA 57
58
metros
7.000
11/5/05
Nieves perpetuas
12:06
6.000
Zona de nieves
Glaciares Salares
Límite de la vegetación
Zona de Puna
Pastizales para camélidos
y ovejas
Límite de los cultivos
4.000
Zona de páramos 6
Tubérculos y cereales
de altura
Tierras frías 9 10 11
Límite del cultivo
HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
8 del maíz
3.000 7
Zona de Quechua Límite de
4 5
las heladas
1
2 12
13
Tierras templadas 3 Región de los valles Zona de Yunga
2.000
1, Quito. 2, Cuenca. 3, Loja. 4, Cajamarca. 5, Huaraz. 6, Cerro de Pasco. 7, Huancayo. 8, Cusco. 9, Titicaca. 10, La Paz.
11, Potosí. 12, Arequipa. 13, Cocha Bamba.
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entre los 2.500 y los 3.000 m); al pastoreo, a la caza de algunos animales no domes-
ticables (guanacos) en las punas (por encima de los 3.000 m) y a la obtención de sal
en los salares de altura; y a la recolección (coca, frutas, maderas, etc.) en las zonas
bajas de los valles costeros o del oriente selvático. Esta necesidad de trabajar y ma-
nejar los recursos de nichos ecológicos tan distintos y a veces tan distantes, fue la que
provocó la evolución hacia formas de organización más complejas que las que se re-
querían en las tareas de nomadeo para la caza y la recolección. Formas de organiza-
ción que les permitió acceder a diferentes ecosistemas, más arriba o más abajo, sin
tener que establecerse en ellas perennemente porque el núcleo del grupo residía en
un punto central (en la zona de quechua) que les facilitaba los desplazamientos hacia
otras áreas.
Los cazadores-recolectores conformaron durante milenios los grupos más nume-
rosos en la región andina, y como se ha indicado, evolucionaron muy lentamente. Su
dispersión por la geografía fue extraordinaria, adaptándose a los diferentes productos
de cada región. Elaboraron en torno a ellos, a su abundancia o escasez, o a la dificul-
tad para su acopio, modelos culturales que aunque poseen una matriz común, adqui-
rieron formas diferentes según las diversas zonas. Su instrumental era muy rudimen-
tario inicialmente, piedra lascada y huesos, y en cuanto a sus formas de organización
normalmente permanecieron en el estadio de las bandas pretribales.
Normalmente poseían un área más o menos determinada de nomadeo en función
de las estaciones y las migraciones de la caza. Cuando éstas eran más acusadas, ob-
viamente el área de nomadeo debía ser mayor. Sus sistemas de organización social
fueron complicándose en la medida en que el éxito acompañaba a alguno de estos gru-
pos y crecía en número teniendo, por tanto, mejor acceso a los recursos y mayor capa-
cidad de captura. Al parecer, la redistribución existió en su interior, si bien efectuada
de un modo muy asimétrico, considerando que en estos procesos de intercambio inter-
venían factores tan diversos como la pertenencia al linaje dirigente, la distinta difi-
cultad de las tareas asignadas a los diferentes sectores en que podía segmentarse la
banda en el reparto de tareas (predominio de los encargados de la caza y de la guerra
frente a los recolectores), los ciclos vitales en que se encontraran los individuos
(infancia, vejez) o el lugar que ocuparan en los rituales, que si bien iban destinados a
reforzar los lazos comunales originaron también una élite que los dirigía.
Una de las características más relevantes de estos grupos pretribales, tanto en la
costa, en la sierra, o en la selva, y desde los actuales grandes ríos colombianos hasta
el sur chileno, es que el ciclo entre apropiación de alimentos (por recolección o cap-
tura) y su consumo era muy breve. Este ciclo debía ser continuo, sin posibilidad de
interrupciones, lo que obligaba al grupo a una constante actividad, es decir, a una con-
tinua precariedad, al no existir control sobre la disponibilidad de alimentos ni sobre
su preservación o almacenaje. El excedente era nulo y, así, las contingencias natura-
les constituían una amenaza potencial permanente que podía acarrear la destrucción
total o parcial del grupo. La reciprocidad era entonces entendida como una salva-
guarda que el colectivo ofrecía ante posibles carencias individuales. La sumisión al
grupo, por tanto, era consustancial a la supervivencia, y la entrega al mismo la esen-
cia de las relaciones sociales.
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Guajiros Caquetios
Senues Tairona
Cuicas Timotes
Choco Lache
Barbacoas Muiscas
Atacames Paez
Quimbayas Pastos
Manteños Yumbos
Chonos Quijos
Quitos Puruha
Tallanes Shoar
Cañaris Chachas
Moches Paltas
Chimor Huamachucos
Huayllas Chupaichos
Chancay Chancas
Ichma Canchis
Chincha Inka
Huancas Nasca
Paraca Collaguas
Sora Canas
Colla Pacaje
Pukina Chiriguano
Lupaqa Carangas
Lipe Chincha
Atacamas Diaguita
Picunche Huarpes
Mapuches Chonos
MAPA 3.2. ALGUNOS DE LOS PRINCIPALES GRUPOS ÉTNICOS Y SEÑORÍOS ANDINOS PRECOLOM-
BINOS
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sumo de sus frutos. Ello ocasionó que las formas de organización de la vida y funda-
mentalmente del trabajo, se fueran consolidando hasta conformar una tradición; y a la
vez se adquiría la certeza de que la acción del grupo sobre la naturaleza era lo que ase-
guraba el éxito, siendo menos dependientes de los avatares de un medio hostil. La
obtención de bienes de consumo, por ejemplo, dependía de la cantidad —pero tam-
bién de la calidad, en cuanto a organización— de la mano de obra disponible como
fuerza de trabajo. Por otro lado, surgió la necesidad de determinados bienes que re-
querían una especialización productiva, como ciertos textiles, cierta cerámica, ciertos
instrumentos. O un mayor conocimiento de determinadas técnicas para realizar algu-
nas tareas agrícolas o pastoriles, o para el manejo del agua de regadío.
Esta especialización por actividades, distintas del trabajo agrícola, produjo desa-
justes en los tradicionales mecanismos de reciprocidad y redistribución, por lo que tu-
vieron que ser modificados en función de estas circunstancias a fin de evitar o disminuir
las asimetrías al interior del grupo. Así, las diferentes actividades laborales llegaron a
entenderse como partes de un mismo proceso, sin las cuales el éxito era imposible.
Por tanto, estas formas cada vez más complejas de organización, surgidas a partir de
la interacción del grupo con el medio, fueron generando particularismos zonales, en
tanto que cada comunidad o conjunto de comunidades encontró y aplicó soluciones
diferentes adaptadas a sus propias circunstancias. Todo lo cual dotó a la región andi-
na de una gran diversidad cultural que dio lugar a distintos desarrollos regionales.
En torno a 2000 a.n.e., cuando comienza a aparecer la cerámica como elemento
diferenciador de estas culturas regionales primitivas, casi todas las plantas que el
hombre andino utilizaría en adelante ya estaban adaptadas y distribuidas por la región.
Como hemos comentado, comenzaron a erigirse los primeros centros ceremoniales o
santuarios, basados en el manejo de los calendarios agrícolas. La temprana arquitec-
tura monumental demuestra el nivel de organización alcanzado por algunas de estas
sociedades, donde era posible dedicar a la construcción parte del excedente acumula-
do, o hacer acopio, mediante las ofrendas rituales o el pago de un tributo en especie,
productos aportados por otros grupos dominados militar o religiosamente.
Lo que algunos arqueólogos denominan el Período Formativo u Horizonte Anti-
guo, tuvo en la sierra su principal punto de partida. Chavín, un templo situado en las
tierras altas de Ancash, fue su centro más importante. Este lugar ha sido considera-
do como la raíz de la civilización andina, cuyo apogeo debe datarse entre el 1000 y el
300 a.n.e. La polémica al respecto ha sido intensa: dos especialistas en el tema como
Julio C. Tello y Rafael Larco no parecieron ponerse de acuerdo sobre si el origen de
Chavín debía situarse en la costa o en la sierra. Como quiera que fuese, puede afir-
marse que la importancia de Chavín no estuvo en que constituyera un complejo cere-
monial concreto, sino en un conjunto de manifestaciones religiosas que se extendió
por toda la región y que consiguió reunir y difundir una serie de conocimientos, con-
ceptos, técnicas y tradiciones procedentes de la costa, la sierra y la selva.
En sus muros, los relieves muestran la ferocidad de los dioses: rostros con colmi-
llos, pedazos de cuerpos destrozados, calaveras y huesos, reflejan la fuerza de sus
divinidades. Entonces se forjó una relación asimétrica entre los hombres, campesinos
o artesanos, con la casta sacerdotal, que es la que interpretaba, hablaba y se comuni-
caba con tan terribles deidades. El runa debía tributar (en especies o en trabajo) si
deseaba la aquiescencia divina en su vida o el éxito en sus cosechas, porque la fuerza
de la naturaleza hostil, manejada cuando no conformada por los dioses, podía casti-
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garlo en cualquier momento. Los dioses, como la naturaleza, reunían los poderes del
bien y el mal simultáneamente. Los sacerdotes entendían el lenguaje de la naturaleza,
eran los intérpretes de los dioses y a la vez los valedores del hombre ante ellos. El
templo y su casta sacerdotal se situaban en el corazón de la vida económica, social y
espiritual de las comunidades.
Si al principio el centro ceremonial de Chavín estuvo constituido por el templo en sí
y por las moradas de sus servidores, su fama creciente obligó a nuevas construcciones,
entre otras el conocido como «templo nuevo», un inmenso complejo donde habitó una
población numerosa, con almacenes y depósitos para guardar los tributos o contribu-
ciones, y grandes explanadas donde tenían lugar las multitudinarias ceremonias. En
ellas, la redistribución de algunos de los productos recibidos confería a la celebración
un carácter festivo, a la par que mantenía y reforzaba los vínculos del centro religio-
so con sus fieles. La fiesta era la demostración de la generosidad de los dioses.
La influencia de Chavín fue grande y no cesaron de llegar ofrendas y tributos des-
de lugares muy lejanos. Su fama se extendió por los Andes: por ejemplo, el dios de
las varas, manifestado en una de sus estelas, aparece posteriormente en otras culturas
como paracas, tiwanaco, wari e incluso en los templos incaicos. Sacerdotes de otras
áreas acudieron a Chavín en busca de la sabiduría (seguramente de las técnicas agrí-
colas y astrales, y parece que de las metalúrgicas también) y extendieron sus rituales
por toda la región, multiplicando los santuarios incluso en la costa y tanto al norte
como al sur de la sierra. Parece que estos centros emanados de Chavín no tenían vincu-
laciones entre sí, sino que adquirieron sus propios particularismos según las zonas, a
partir de esta matriz común. El resultado fue un mayor desarrollo de la agricultura, la
ganadería y sus técnicas en toda la región, y un aumento de la población y del presti-
gio político y económico de las castas sacerdotales. El impacto de Chavín fue tan
importante que, a partir de él, estas culturas regionales —como ha señalado Guiller-
mo Lumbreras— pudieron «fabricar su propio ambiente». Como si con sus nuevas
capacidades productivas, o tomando de otros lo que necesitaban, tanto material como
técnicamente, fueran conscientes de que podían alcanzar su plena autonomía eco-
nómica en el medio en que se desarrollaran.
Así pues, estamos ante un conjunto de sociedades diferentes pero que van adqui-
riendo similares tecnologías básicas, aunque definiéndose o distinguiéndose entre sí
hasta conformar diversos desarrollos regionales, siempre caracterizados por sus cen-
tros ceremoniales: en el norte (Cuenca), en Lima (Pachacamac), en Cajamarca, Aya-
cucho, Ica, Cuzco (o el Cusco), valle de Chincha, Huarpas, Paracas, Nasca, o Pucará,
en la zona de Puno.
Éste fue también un tiempo de guerras, de grandes conflictos interétnicos. Guerras
que tenían como objetivo apoderarse, ocupar o situarse en las mejores zonas agríco-
las; acrecentar el prestigio y la influencia de los diferentes centros ceremoniales, de
las castas sacerdotales y de los señoríos militares, dominando a sus vecinos; acumu-
lar mayores cantidades de bienes en los almacenes; controlar abundante mano de obra
para las construcciones y el trabajo en los campos, fundamentalmente esclavizando a
los enemigos. Todo ello, además, procurando mostrar una mayor aparatosidad y refi-
namiento en los cultos religiosos, a la vez que aumentar el prestigio y los bienes sun-
tuarios adquiridos por sus dirigentes. Guerras y conflictos en los que los hombres
hicieron intervenir a sus dioses, que justificaban y conducían sus acciones. Un tiem-
po de dioses poderosos, sacerdotes influyentes y guerreros sanguinarios.
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Además de Chavín, o como consecuencia de esta cultura, dos grandes focos regio-
nales cobraron una fuerza especial y tuvieron una gran influencia en el futuro: una en
la zona costera del norte peruano, Moche; y otra en las alturas del lago Titicaca: Ti-
wanaco.
En los valles actuales de Trujillo y Lambayeque se desarrolló la cultura mochi-
ca. Dos inmensos complejos ceremoniales, la Huaca del Sol y la Huaca de la Luna
(300 a.n.e), entre otros, testimonian la importancia que alcanzaron los señoríos de la
costa del norte peruano. El desarrollo agrícola de esta región llevó a los señores de mo-
che a convertirse en los más importantes y poderosos de toda la zona. El regadío se
aplicó intensamente extendiendo los cultivos, e incluso usaron el guano (excrementos
de aves marinas) como abono, a lo que sumaron una gran actividad pesquera. Además
pusieron en práctica una política militar muy agresiva que les permitió capturar a
miles de esclavos entre los grupos vecinos. El desierto costero podía dominarse.
La necesidad de contar con más tierra cultivable a causa del incremento demográ-
fico les hizo temibles guerreros, invadiendo, ocupando y esclavizando a los demás va-
lles costeros del norte, adentrándose incluso en la sierra hacia la zona de Cajamarca.
La iconografía, a través de una prodigiosa cerámica (probablemente una de las más
importantes de la historia de la humanidad) y los murales escenográficos de los tem-
plos, demuestran la existencia de una intensa actividad social, política y económica.
Las castas sacerdotales y militares acabaron fundiéndose en un señorío teocrático que
les proporcionó un prestigio y una fuerza formidables; señores que gozaron de los
excedentes productivos y que aparecen con todo tipo de lujos y fastuosos atavíos en
sus sepulcros (Sipán), señalando las diferencias abismales que existían entre éstos y
los artesanos o campesinos (ni hablar de los esclavos), apenas sin recursos y someti-
dos a un rudo trabajo y a una fuerte presión.
No existieron grandes ciudades, salvo los enormes complejos ceremoniales cons-
truidos en adobe y pintados con los colores más vivos. La guerra y el continuo trajín
de hombres, tributos y mercancías caracterizaron la vida en esta región.
Al otro extremo, en Tiwanaco, en los alrededores del Titicaca, se ubicó otra gran
cultura regional de extraordinaria influencia en todo el sur andino. El desarrollo agrí-
cola de la zona, a una elevada altitud (por encima de los 4.000 m), una gran aridez y
pluviometría estacional (escasa y sólo durante dos o tres meses al año), necesitó la
complementariedad de productos procedentes de los valles y las punas (ganadería de
altura). Tuvieron que combinar diversas estrategias de cultivo y manejar un compli-
cado sistema calendárico para predecir las épocas de sequía y aprovechar las inun-
daciones provocadas por la subida del nivel de las aguas del lago; a la par que nece-
sitaron establecer sistemas de almacenamiento y racionamiento de los bienes para
hacer frente a las temporadas de escasez. Ante un medio aún más hostil necesitaron
formas de organización todavía más complejas. De ahí que la experiencia Tiwanaco
se expandiera por todas las zonas altas del sur andino como la única capaz de asegu-
rar la subsistencia y la autonomía económica.
La construcción de terrazas escalonadas para aprovechar las laderas, la explota-
ción de los salares de altura para conservar la carne (charqui, carne salada), o el uso
de canales de riego, fueron técnicas que permitieron no solo mejorar la producción
agrícola sino el establecimiento de grandes contingentes de población en esas altitu-
des. Pero sobre todo hay que señalar que el núcleo principal de esta cultura no residió
en éstas u otras realizaciones materiales, sino en el conocimiento y en el manejo de
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los calendarios, que resultaban básicos para regular las siembras y las cosechas, apro-
vechando los períodos de humedad y sequía, y para fijar las fechas en que era posible
acarrear otros productos desde zonas complementarias.
El templo, observatorio astronómico y centro de este conocimiento, constituía el
eje en torno al cual giraba la vida, mientras la población se diseminaba por los terre-
nos de cultivo. Pero dadas las particulares condiciones del altiplano andino, tan apa-
rentemente homogéneo aunque tan diverso en realidad, otros centros similares, más
allá del mismo Tiwanaco, fueron surgiendo y ubicándose por la región (Pucará, Chi-
ripa, Tuma-Tumani). Los recursos que no podían obtenerse en la zona nuclear se con-
seguían por intercambio con los valles, hacia la costa (Moquegua, Arica), o con las
punas, situadas por encima de los 4.500 metros y donde la agricultura era imposible,
pero en las que se desarrolló una ganadería intensiva de camélidos que proporciona-
ron carne, lana, abono y transporte.
Esta relación íntima del hombre con los dioses a través de sus sacerdotes, que leían
en los astros, en los vientos, en las lluvias, en las tormentas y en los temblores los
mensajes de la divinidad, se hizo consustancial a la supervivencia y al modelo cultu-
ral Tiwanaco. La ciudad llegó a lograr su máximo desarrollo en torno a los años 700-
800 d.n.e, aunque su proceso de formación y crecimiento fue muy lento, arrancando
desde muy atrás. Templos como el Pumapunku (punku, puerta), o la plataforma de
Kalasasaya (con la famosa puerta del sol), orientadas este-oeste, es decir, orto-ocaso,
son característicos de esta cultura, cuya influencia sobre los incas fue muy importan-
te. Como luego veremos, los incas decían proceder del Titicaca, e incorporaron bue-
na parte de los elementos aportados por Tiwanaco.
En la zona del actual Quito, en Cuenca, Lima, Chincha, Nasca o Ayacucho (Huar-
pa), otras culturas fueron adquiriendo rasgos de desarrollo propio, si no tan elevados sí
bien significativos, y muestran la fortaleza y la evolución progresiva que fue alcanzan-
do el mundo andino. Agricultura calendarizada, sistemas y técnicas de regadío, cons-
trucción de terrazas, almacenes para guardar el excedente, intercambio de productos
con otras zonas, manejo intensivo de los diversos microambientes, especialización pro-
ductiva de una parte de la población, ganadería en las zonas de altura, métodos de con-
servación de los alimentos, notable alfarería policroma, telares cada vez más perfec-
cionados, son algunas de las características comunes de todas estas culturas.
En torno al siglo VI d.n.e., y a grandes rasgos, podría afirmarse que los desarrollos
regionales evolucionaron hacia formas cada vez más belicistas: poco a poco, los seño-
ríos teocráticos se transformaron en señoríos militares que, en su afán por acumular
mayores recursos, más tierras y más servidores, expandieron su poder sobre sus veci-
nos por la fuerza de las armas. La multiplicación de los centros urbanos a partir de los
centros ceremoniales ofrecía grandes beneficios a quienes emprendieran su conquis-
ta: mucha población concentrada, almacenes copiosos, riquezas acumuladas… Las
ciudades y santuarios fueron así objetivos prioritarios de estos pueblos en expansión.
La intensificación agrícola y ganadera y la creciente actividad de los circuitos de
intercambio requirieron cada vez una mayor cantidad de mano de obra que sólo podía
obtenerse rápidamente mediante guerras de conquista, sometiendo a las poblaciones,
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una enorme muralla. Pikillacta todavía impresiona por su tamaño, por la disposición de
su trazado en cuadras y por el volumen de productos que podían guardar sus almacenes.
Wari provocó un notable crecimiento demográfico en las zonas donde se desarrolló.
La organización —seguramente coactiva en muy alto grado— de las fuerzas pro-
ductivas en un espacio tan grande contribuyó muy exitosamente a lograr excelentes
resultados económicos porque el intercambio de productos pudo realizarse a largas
distancias. Nuevas tierras fueron puestas en producción; las obras de ingeniería, fun-
damentalmente de canalización, contando con abundante mano de obra, se extendie-
ron por la geografía serrana; los caminos trazados y los puentes tendidos sobre las
quebradas de los ríos articularon el espacio Wari.
Su experiencia en cuanto a confección de manufacturas y el volumen de las mis-
mas hicieron que éstas alcanzaran las zonas más remotas del área ocupada: cerámica
y, sobre todo, textiles; además, introdujeron notables mejoras en los telares y en los
tornos alfareros.
Por otra parte hay que señalar que, como otros muchos casos en la historia andi-
na, Wari fue evolucionando en la medida que las culturas sobre las que se asentaron
—por conquista o por sometimiento político— influyeron sobre su modelo original; in-
fluencia recibida especialmente de aquellas que poseían mayores niveles de orga-
nización social, política y religiosa: en especial Moche y Tiwanaco. Wari no sólo in-
corporó recursos materiales o humanos procedentes de las culturas sometidas, sino
también incorporó sus dioses, sus conocimientos y sus técnicas.
De todas formas, parece que extensión e intensidad en la fuerza expansiva de Wari
no fueron de la mano. La mayor parte de las sociedades andinas ocupadas acataron la
sumisión, pero no la aceptaron. El consumo que demandaban las grandes ciudades por
la numerosa población que contenían, destinada a la producción manufacturera y a los
servicios, resultaba cada vez más difícil de atender por parte de las zonas productivas
o al menos exigían una complicada organización que Wari todavía no había conse-
guido desarrollar con la eficacia requerida. La inestabilidad producida por una ex-
pansión bélica constante impedía profundizar en el modelo de coordinación entre
necesidades de consumo y producción de recursos. La guerra parecía devorar todo lo
alcanzado, y sus necesidades desbordaron las posibilidades de un esquema todavía
frágil, especialmente cuando llevaban a cabo campañas militares lejos de sus bases de
avituallamiento.
La integración de diversas y lejanas regiones entre sí estaba apuntada pero no lle-
gó a consolidarse. Así, en el norte, Moche y Lambayeque consiguieron zafarse de la
presión Wari, y se constituyeron de nuevo en señoríos étnicos de alcance regional. En
el sur se produjo también, aunque más lentamente, la disgregación de los elementos
regionales que Wari había unido a la fuerza. Es decir, el eclipse de Wari acarreó, en
torno al siglo X d.n.e., el rebrote de los desarrollos regionales, caracterizados ahora
por la generalización de los señoríos étnicos locales: algunos con bases similares a las
del ciclo anterior; otros, muy marcados por la influencia Wari.
Por tanto, el período comprendido entre el declive de Wari y la aparición de los
incas como nuevo poder centralizador e integrador de todas estas realidades regiona-
les en el Tawantinsuyu (el Imperio incaico) se caracterizó por el desarrollo paralelo
pero irregular de diversos pueblos y culturas diseminados por el espacio: es el que
algunos arqueólogos han llamado el período Posclásico, Clásico tardío o de Estados
Regionales.
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En estos cuatro siglos, del X al XIII, el mosaico de pueblos andinos que fueron
incorporándose al modelo desarrollado en los Andes centrales, aunque cada uno de
ellos en diferentes estadios de evolución y de organización, fue cada vez más com-
plejo y extenso. Y debe ser estudiado caso por caso, porque los particularismos zona-
les tuvieron una gran fuerza y presencia.
Así por ejemplo, y en un recorrido velocísimo de norte a sur, los muiscas y los
chibchas de las sabanas y los páramos centrocolombianos fueron alcanzando en estas
fechas y muy lentamente un elevado nivel de organización, con un alto desarrollo
demográfico. Habían evolucionado desde el cacicazgo a una suerte de confederación
de pueblos que les aseguraba no sólo la paz entre los diferentes grupos, sino el acce-
so a nichos ecológicos distintos, a una diversificación productiva, a mejorar sus con-
diciones de habitabilidad y a destinar una parte de la mano de obra a las manufacturas,
entre las que destacó la orfebrería. En cuanto a sus jefaturas, parece que no existieron
sustanciales diferencias entre sacerdotes y caciques; las mismas personas debieron si-
multanear ambas funciones. En general se basaron en el linaje y se sustentaron me-
diante un sistema tributario tanto en especie como en trabajo que les permitió mante-
ner un alto nivel de ostentación que actuaba como diferenciador social no sólo ante su
grupo sino ante otros jefes de la confederación. Uno de estos señores debió ser el gran
cacique de la laguna de Guatavita, el que los españoles quisieron ver como El Dora-
do, quien se bañaba ritualmente espolvoreado en oro.
Más al sur, los pastos también habían evolucionado hacia una estructura caciquil,
con poblados dispersos en los que existía una marcada diversificación productiva
entre agricultores y manufactureros, especialmente cerámica y textiles. Manejaron
también con habilidad los diversos nichos ecológicos que ofrece la cordillera andina
en esa región, muy entreverada entre valles de altura y ríos profundos (el llamado
nudo de Pasto) y, en general, su crecimiento demográfico entre los siglos X y XV
demuestra que pudieron desarrollarse con bastante éxito. Algunos de estos caciques
pastusos muestran en sus tumbas la suntuosidad de su vida en la que se mezclaban
también, como los muiscas, las funciones de mando político, militar y religioso.
Los pueblos situados en los valles del actual Ecuador, desde Imbabura a Azuay,
mantuvieron este mismo esquema. Caras y Caranquis fueron señoríos poderosos,
dotados incluso de una lengua común, quienes realizaban intercambios con otros gru-
pos (yumgos, «bárbaros») situados en los valles de la costa pacífica o en las selvas de
oriente. La especialización de la mano de obra y su alta producción de textiles y alfa-
rería permitió acelerar estos intercambios, fundamentalmente mediante el trueque, de
manera que pueden encontrarse productos de la región en zonas muy alejadas.
Hacia la costa, otros pueblos como los tumacos, tolitas, cayapas, huancavilcas o
manteños, lograron también grandes éxitos agrícolas, usando la técnica de los came-
llones de tierra (islotes cultivables rodeados de agua por las inundaciones que provo-
caban las crecidas de los ríos). Su cerámica alcanzó también un notable desarrollo,
entre ellas las conocidas como «Valdivia» y «Chorrera».
En la cordillera, puruháes y cañaris ocuparon los valles interandinos del sur ecua-
toriano. Estos últimos aprovecharon su privilegiada situación geográfica realizando
un intenso intercambio de productos entre la selva, la sierra y la costa. Sus asenta-
mientos fueron numerosos, dispersándose por los diferentes ecosistemas, desde las
zonas de quechua, donde obtenían abundantes cosechas de papa y maíz, hasta las más
altas, en las que intensificaron el pastoreo; o en las áreas bajas, donde realizaron algún
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tipo de recolección y realizaban el intercambio con los grupos vecinos. Sus cacicaz-
gos fueron numerosos, con una fuerte impronta militar como el de Tomebamba (Cuen-
ca), lo que se pondría de manifiesto cuando los incas intentaron someterles.
Una importancia especial cobró en toda la región un molusco llamado «mullu»,
procedente de las costas cálidas del norte, cuya concha de color rojizo servía para la
elaboración de elementos suntuarios. De mucho tiempo atrás el «mullu» (Spondylus
princeps) constituyó uno de los bienes más preciados y un elemento del máximo valor
en los intercambios entre la costa y la sierra.
En los valles de Trujillo se desarrolló el llamado complejo cultural Chimú (para
algunos arqueólogos el Estado Chimor), que de alguna manera es continuación del
universo moche, en cuanto se desarrolló en los mismos oasis costeros que los ante-
riores. La cabeza del «reino» chimú la constituía una especie de soberano, rodeado
por una «corte», estableciéndose un régimen hereditario al que servía una «nobleza»
selecta, sacerdotal y militar, que conformaba la cúspide de una sociedad de casi nula
movilidad social. Su gran ciudad fue Chanchán, un complejo gigantesco de decenas
de inmensos palacios de adobe, alternados con plataformas donde se desarrollaban las
ceremonias de la tributación y la reciprocidad, y de almacenes donde se guardaban
los productos acopiados. Según algunos investigadores, Chanchán llegó a tener cerca
de 100.000 habitantes, entre servidores de la corte, funcionarios, artesanos y agricul-
tores, aunque parece más lógico pensar que la mayor parte de la población viviera dis-
persa en el conjunto de oasis que los Chimú llegaron a dominar. La extensión de
Chanchán parece deberse a que cada uno de los «monarcas» construía su propio pala-
cio, y se abandonaba el anterior, que quedaba destinado a panteón del soberano difun-
to y de su extinta corte.
Chimú fue así casi un Estado, con un régimen impositivo muy fuerte, una casta
dirigente fuertemente consolidada, una mano de obra —en buen número seguramen-
te esclavizada— que construía las inmensas y continuas obras públicas (los palacios,
los almacenes y, sobre todo, los canales de riego para aumentar el área destinada a los
cultivos), un ejército poderoso y una compleja red de intercambios de productos con
la Sierra y con el resto de la costa, puesto que su influencia llegó hasta las proximi-
dades de Lima. La importancia de esta corte nobiliaria se demuestra en la riqueza de
sus atavíos y en la especialización que alcanzaron algunos de los artesanos a su ser-
vicio: una cerámica muy bella que debió producirse en serie, una orfebrería delicada,
y unos textiles de algodón teñido que produjeron mantos ceremoniales de gran belle-
za y suntuosidad.
Más al sur, por la costa, los rezagos de Wari siguieron siendo activos: el adorato-
rio de Pachacamac, en Lima, todavía era muy importante, ahora en manos del seño-
río de Ichma; otros señoríos costeros como Chancay, o el del Valle de Cañete, el de
Chincha, Ica o Nazca, tuvieron un notable desarrollo: centros urbanos, explotación de
los recursos marinos y de los oasis, intercambios de productos con la sierra o con
otros centros costeros —a veces utilizando algún tipo de embarcaciones construidas
con un junco llamado totora—, especialización alfarera y textil —con especial men-
ción de la alcanzada en Paracas—, fueron algunas de sus manifestaciones.
En la sierra central, tras el eclipse de Wari, no se produjo un incremento de la urba-
nización como sucedió en la costa. Por el contrario, pudo notarse un aumento de la
ruralización. Las prácticas agrícolas convencionales y tradicionales continuaron des-
arrollándose e incluso mejoraron. Sin las espectaculares expansiones territoriales de
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Los incas configuraron su imperio a partir de una particular visión del mundo, de
su propio universo. Habría que comenzar advirtiendo que la concepción del espacio
para los incas fue anterior a la constitución del imperio. En todo caso. éste se super-
puso sobre aquél. Porque su mundo y su universo no fueron solamente geográficos
sino fundamentalmente conceptuales y simbólicos. Este Imperio fue el Tawantinsuyu:
las cuatro partes del mundo (tawa, «cuatro»; suyos, «regiones»).
Y no se trataba exclusivamente de una división geográfica; obviamente era algo
más. No debe achacarse a ignorancia o desconocimiento la no correspondencia de es-
tas cuatro partes del mundo con los cuatro cuadrantes generados por los puntos cardi-
nales manejados en el mundo occidental. En el conocimiento geográfico y cosmogóni-
co que poseían, en sus saberes astronómicos, y en su particular cosmovisión andina, los
puntos cardinales no eran referencias determinantes; ni siquiera hoy lo son. Simple-
mente porque en el mundo andino el norte y el sur no son relevantes. En cambio, el
este y el oeste, en cuanto a salida y puesta del sol, sí, pero no sólo como orientación,
sino fundamentalmente como referencia calendárica, simbólica y cronológica.
Es mucho más importante en el espacio andino el uso y el manejo de la verticali-
dad, como ya se ha explicado. Y en esta cosmovisión, lo simbiótico y al mismo tiem-
po lo antitético de los conceptos arriba/abajo, conforman dos referencias fundamen-
tales. El mundo es vertical; por tanto, existen dos localizaciones básicas: lo que está
arriba, Hanan; y lo que está abajo, Urin. Se trata de dos mundos contrapuestos pero
coordinados: el mundo de arriba, el Hanansaya (saya, estatura, lugar que se ocupa en
la verticalidad); y el de abajo, Urinsaya.
Pero, a su vez, existe el concepto «suyo»: lugar, región, espacio en el territorio,
que sirve tanto para lo de arriba como para lo de abajo. Por tanto, cada uno de estos
mundos de arriba y de abajo se dividía a su vez en dos partes, dos territorios: el Chin-
chaysuyo y el Andesuyo, ambos de arriba, son de Hanansaya; y el Collasuyo y el
Condesuyo, de abajo, son de Urinsaya. El conjunto de las partes forman el Tawantin-
suyo: el mundo. Y Cuzco, la ciudad sagrada, es el centro, el corazón del mismo. En
ella se halla el eje desde el que parten los «ceques» (líneas imaginarias) que dividen
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al mundo en estos cuatro suyos, desde ese punto central hasta el confín de la Tierra.
Como Cuzco se dividía en dos sayas, Cuzco de arriba y de abajo, Hanancusco y
Urincusco, las regiones que partieran de ellos quedaban determinadas por esta cir-
cunstancia. Cuzco era el ombligo del mundo, que es exactamente lo que cuzco, cusco
o kosko, significa en quechua: ombligo, centro.
En una localización más adaptada a nuestras formas actuales de entender y manejar
la geografía, y muy a grandes rasgos, el Andesuyo comprendería la tierra situada desde
Cuzco al norte, hacia la selva y las cuencas de los grandes ríos amazónicos; el Chin-
chaysuyo, la que correría hacia el noroeste, continuando por la cordillera, la sierra cen-
tral, Cajamarca y más arriba, hasta el Ecuador; el Collasuyo, siguiendo la cordillera
hacia el sureste, hacia la región del Collao (de ahí el nombre), las tierras altas del Ti-
ticaca y la actual Bolivia; y el Condesuyo, los valles hacia la costa y el desierto. Los dos
suyos más importantes, los más grandes, ricos y poblados, eran el Chinchaysuyu y el
Collasuyo; es decir, toda la cordillera a partir de Cuzco hacia un lado y hacia el otro.
El mundo inca es un mundo mítico. Sobre sus orígenes ellos mismos se encarga-
ron de tejer una leyenda que les proporcionó buena parte de sus señas de identidad.
Decían proceder del gran lago, el Titicaca, desde donde una pareja original inició un
largo periplo hasta encontrar un lugar donde sus cuatro hijos, cuatro hermanos (dos
hijos y dos hijas), se asentaron: ese lugar fue una cueva cerca de Cuzco. Dos de ellos
fueron los iniciadores del linaje: sus descendientes eran y serían en adelante incas;
pero todos formaban parte, en mayor o menor grado, de las panacas (familias) impe-
riales. Desde esta pareja hasta el inca mandado matar por Francisco Pizarro en Ca-
jamarca, la tradición señaló doce generaciones, doce incas, una saga. Y cada uno
poseyó su propia panaca.
El primero de estos grandes señores, Manco Cápac, (Cápac, equivalente a sobera-
no) casado con su hermana, Mama Ocllo, inició la conquista del valle de Cuzco,
expulsando y sometiendo a los otros pueblos que allí vivían. Esta ocupación marca el
inicio de una expansión que en dos generaciones les hizo dueños del Valle Sagrado y
de otras zonas agrícolas importantes de los alrededores, a veces derrotando a sus ocu-
pantes y otras estableciendo alianzas a través de matrimonios de las princesas incas
(ñustas) con los señores étnicos locales que sometían.
Los chancas, una confederación de pueblos conocidos en la región por su belico-
sidad y a los que anteriormente nos hemos referido, entraron en conflicto con los incas
y atacaron Cuzco. Fueron finalmente derrotados por el Inca Pachacuti, aunque a cos-
ta de la destrucción de la ciudad. Pachacuti, el reorganizador, inició entonces la
reconstrucción de Cuzco, a manera de refundación, lo reordenó y estableció como
cabecera de un Imperio (el Tawantinsuyu), dando inicio en la cronología incaica a un
nuevo tiempo (correspondiéndose con la cronología occidental con el año 1430 d.n.e).
Cuzco cobró entonces naturaleza propia: era más que una ciudad; y su simbología
quedó asociada a la del inca, y con él a la del supremo dios Inti, el Sol, quién, según
la leyenda, se había aparecido a Pachacuti para comunicarle que los incas eran sus
hijos y sólo a él debían consagrarle la ciudad. Con Pachacuti y su nueva ciudad
comienza la constitución política, económica y religiosa del Imperio incaico. A partir
de entonces, los incas no solo eran reyes poderosos, sino seres sobrenaturales y semi-
dioses que descendían directamente del propio Sol.
La expansión incaica fue militar, pero también política. En muchos casos, los pue-
blos sometidos lo fueron simplemente tras recibir amenazas de la invasión: el some-
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hacerse con hombres y recursos con los que ocupar el Valle Sagrado, los reservorios
de maíz del Urubamba, el señorío de Pisac y sus andenes cultivados, y lanzarse a la
guerra todavía más allá.
Así, buscando las mejores y más pobladas áreas productivas, llegaron hasta el lago
Titicaca por una parte, y a la sierra central por otra, aunque ésta estaba controlada por
los chancas. A estos últimos tuvieron que vencerles por las armas, ya que constituían
otro señorío en expansión similar al de los propios incas, pero con un nivel de orga-
nización política y militar menor; de ahí el carácter mítico de la guerra Chanca, sus
peores enemigos, la destrucción de la ciudad de Cuzco, su refundación y el estableci-
miento del Tawantinsuyu: la plasmación física y política del nuevo Estado.
El inca Huayna Cápac, siempre combatiendo, murió en Quito víctima de una epi-
demia de viruela que había llegado a la región desde el Caribe antes que los españo-
les. Sus dos hijos, uno en Cuzco, Huascar, y otro en Quito, Atahualpa, entraron en
guerra por la mascaypacha, la «corona imperial». Aquí termina la saga y la leyenda.
En mitad de la guerra entre los dos herederos, otros hermanos, de apellido Pizarro,
comenzaban a escalar los contrafuertes andinos. Era el año 1532 y el Tawantinsuyu
pareció estremecerse por entero.
La organización de todo este inmenso territorio es lo más importante y relevante
del período incaico. La suma de experiencias y realidades acumuladas a lo largo de
tantos siglos de conformación de una cultura andina, de un modo de producción andi-
no, de unas formas de relación andinas, de una cosmogonía y cosmovisión andinas,
cobró cuerpo en el incario y se homogeneizó hasta transformarse en un modelo
común que afectó a millones de habitantes y a regiones muy diferentes.
Una organización que comienza en su centro: Cuzco. El conjunto de ayllus dis-
persos situados en lo que luego sería la ciudad, en la confluencia de dos ríos y a 3.400
metros de altitud, fue sometido con rapidez e incorporado al paisaje urbano. La ciu-
dad imperial de Cuzco que refundara Pachacuti, tenía la forma de un puma, extendido
desde los barrios altos hacia abajo. Sobre esta gran extensión poblada se ubicaban los
templos, los palacios, las plazas y el caserío urbano, con calles trazadas linealmente
en torno a la gran plaza central, huacaypata («andén», «plaza de la fiesta», «de la ale-
gría»), sorteando los cursos de agua que la atravesaban, los ríos Huatanay y Tulluma-
yo, y una intrincada red de canales.
El templo más importante, el coricancha, («cancha», «recinto») era el templo o
casa del Sol, centro desde el cual se trazaban los ceques o líneas invisibles que divi-
dían el mundo en los cuatro Suyos y que comunicaban este templo central con los
adoratorios o huacas diseminados por la geografía cusqueña y sus alrededores (nor-
malmente cerros sagrados que representaban cada uno a una divinidad diferente).
Otro templo importante era el acllahuasi (huasi, «casa») donde moraban las llamadas
por los españoles «vírgenes del sol», especie de sacerdotisas dedicadas al culto solar.
Otros templos menores, dedicados al rayo (Illapa), a la luna (Quilla), etc., se distri-
buían por la ciudad. Los palacios eran igualmente importantes, no solo el primitivo
incahuasi, indicancha, o «casa del inca», sino que cada inca, y otros miembros de las
panacas reales, según su rango, fueron construyendo su propio recinto (como el hatun
kancha —«gran cercado»—, o el amaru cancha —«cercado de la serpiente»—, resi-
dencia de la panaca de Huayna Cápac). Los conocidos por los españoles como «ore-
jones» (llamados así por deformarse los lóbulos de las orejas) tuvieron también sus
casas y recintos principales (suntur wasi, «casa del Cóndor» o de las «Armas»). Cons-
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tituían una casta superior, no pertenecían a la realeza pero se les reconocía como
«incas de privilegio», normalmente relacionados con el desempeño de empleos mili-
tares y de gobierno en las «provincias» ocupadas.
En la parte más elevada de la ciudad se alzó la inmensa fortaleza de Sacsahuaman
(el águila real): un recinto ciclópeo de piedras colosales con muros escarpados que
servía al mismo tiempo como resguardo de la ciudad y como santuario. Muchos epi-
sodios, no sólo de las guerras incaicas sino contra los españoles, tuvieron lugar allí.
Las casas más suntuosas se construyeron con piedras, cortadas, pulidas y ensam-
bladas con una maestría inigualable, transportadas hasta allí a veces desde lejanas
canteras. Los techos eran de caña, barro y juncos, aunque las viviendas populares en
los barrios fueron casi todas de adobe.
Los canales de riego, que cruzaban la ciudad y que transformaron sus zonas bajas
en un vergel, constituyeron una de las claves del éxito agrícola de Cuzco. Un compli-
cado sistema de compuertas aseguraba el caudal, desde una caja de aguas situada en
la zona más alta de la ciudad, en Tambo Machay.
Los ceques, como hemos indicado, dividían imaginaria pero efectivamente a la
ciudad y sus contornos. No sólo se trataba de realizar una división espacial que estu-
viera relacionada con los canales, las tierras de cultivo o la responsabilidad de orga-
nizar las tareas agrícolas por parte de determinados ayllus o miembros de las panacas;
los ceques poseían también un marcado carácter simbólico, en la medida que estas
líneas ordenaban al Coricancha con las huacas o adoratorios más importantes, situa-
dos en los cerros que rodean la ciudad. Los alineamientos venían a conformar un
calendario solar, como un gran mapa de las estaciones extendido sobre el valle donde
se asienta la ciudad. Allí donde moría un ceque, sobre un cerro, existía una huaca, y
era el lugar por donde salía o se ponía el sol sobre Cuzco un determinado día del año.
Otro ceque, otro cerro y otro adoratorio, marcaban un día diferente. Quedaban así
señalados sobre el paisaje cusqueño los solsticios y los equinoccios, y con ellos las
estaciones, períodos de siembras, cosechas, riegos, lluvias, sequías… De ahí la exis-
tencia de grandes festividades que relacionaban ceques, huacas, adoratorios, divini-
dades y ciclos agrícolas. Era especial la gran fiesta del solsticio de junio, el gran día
del Sol o Inti Raimi. Estos ceques conformaron un complejo sistema de comunicación
entre los hombres, la Tierra (la Pachamama), el Sol, los astros, los cultivos y los dio-
ses. Tierras, hombres y dioses fueron los tres elementos que, en una interacción con-
tinua, constituyeron el alma del incario y de su capital.
En los alrededores de Cuzco los santuarios cobraron mucha importancia, en espe-
cial los relacionados con ciertas festividades del calendario agrícola. Centros como
Puca Pucará (puca, rojo; pucará, fortaleza) o Kenko (el laberinto), trazan el camino
hacia el Valle Sagrado, donde lugares muy importantes y muy antiguos como Pisac u
Ollantaytambo mostraban la íntima relación existente entre adoratorios, zonas de cul-
tivo (normalmente en terrazas sobre el río Urubamba), áreas de habitación de fami-
lias campesinas, palacios incaicos y fortalezas para defenderse de incursiones de ene-
migos procedentes de oriente. En ese camino, bajando el río, en el camino de
Vilcabamba y la selva, es donde se situó el complejo de templos y almacenes conoci-
do como Machu Picchu, y donde, por estar situado hacia la salida del sol, existía una
piedra sagrada llamada Intiwatana (wata, «cuerda»), o lugar donde se amarra el Sol,
para asegurar que al día siguiente el astro-dios volvería a salir después de haber deja-
do a la Tierra abandonada en la oscuridad de la noche.
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lo y anotación era el quipu, un conjunto de cuerdas con nudos donde quedaban refle-
jados los datos. El lugar que en el quipu ocupara cada cordón, su tamaño y color, los
nudos, su número y ubicación en cada tramo, contenían, conservaban y transmitían la
información. Los encargados de manejar este complicado sistema, los kipucamayok
(el afijo yok, yuk, significa autoridad, el que tiene, el que posee, el que detenta), eran,
por tanto, fundamentales en el control del sistema productivo, redistributivo y fiscal.
Además se necesitaba una red de comunicaciones que enlazara todo el Tawantin-
suyu. La trama de caminos incaicos (y en especial el «cápac ñan» o gran camino)
constituyó otra de sus más importantes aportaciones a la integración andina. Los
«chasquis» o mensajeros, situados cierta distancia unos de otros, se encargaban de
transmitir o portar la información que, por estos caminos, hacían correr la noticia o
llevar el mensaje. Así, éste podía llegar con rapidez de un lugar a otro. En estos cami-
nos se situaban, perfectamente escalonados y a manera de posadas, «tambos» o apos-
taderos en los que existía una reserva de comida y otras ayudas para los viajeros.
Los servicios y prestaciones que necesitara el inca de sus súbditos debían ser apor-
tados por éstos mediante la mita (turno): una especie de obligación de servicio tem-
poral para realizar una actividad concreta. La comunidad o el grupo sujeto a esta tri-
butación debía ofrecer un número determinado de «mitayos» por un tiempo y para una
tarea específica. Había mitas para construir caminos, terrazas, canales, o para abaste-
cer a los tambos, o para cultivar determinadas parcelas… La mita entraba también en
el sistema de redistribución del incario y se entendía como una contraprestación más
de la relación de reciprocidad establecida entre el inca y sus vasallos. De la mita se
obtenían también los contingentes necesarios para conformar el ejército imperial,
marchando al combate los mitayos aportados por los diferentes ayllus con sus seño-
res al frente.
Los yanaconas (yana, criado) eran los sirvientes o siervos exclusivos del inca, y
no se debían a ningún otro señor ni servicio. Constituían un grupo especial entre los
trabajadores, en el sentido que era un privilegio servir al soberano. Estos yanaconas
contaban con especiales exenciones, y estaban distribuidos por todas las provincias.
En resumen, lo más interesante del período incaico fue que lograron en muy bre-
ve plazo la articulación de un enorme espacio en torno a una hegemonía política y
religiosa concreta y, aún más importante, la homogeneización de un modo de pro-
ducción y de relaciones.
Este modelo, desarrollado en todo o en parte a lo largo de este vasto espacio, tenía
como raíz o nudo articulador básico al ayllu.
Su existencia era, desde luego, muy anterior a los incas. Básicamente, aunque la
explicación no es sencilla, el ayllu estaba constituido por un conjunto de productores
más o menos dispersos, unidos por lazos cooperativos, a través de los cuales el grupo
conseguía la pretendida autonomía económica. Además, estos lazos se reforzaban con
la aceptación por parte de todos de que pertenecían a una misma familia étnica, y po-
seían un linaje común, en la medida que se identificaban entre ellos y ante otros como
descendientes de un mismo antepasado (real o mítico), sintiéndose parientes entre sí.
Y también por estar ligados a una tierra concreta, a un medio físico específico, que en
sus elementos naturales (un cerro, un río, una pampa, una quebrada) les aportaba las se-
ñas de identidad colectiva que los consolidaba como miembros de una misma «familia».
El ayllu no tenía un tamaño concreto. A veces estaba compuesto por pocas unida-
des familiares u hogares (hablando siempre de familias extensas); a veces por varios
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ayllus pequeños que formaban uno mayor. Incluso entre varios ayllus grandes podía
darse ese mismo sentido de pertenencia común o de parentesco, más o menos lejano
pero definitorio. Decían pertenecer a una misma unidad étnica, a una zona geográfica
reconocida, usaban una misma lengua o un dialecto, unas formas alimenticias con-
cretas, un tipo de cerámica o de tejido determinados, utilizaban unos colores especí-
ficos para teñir la ropa… En este proceso de identificación colectiva, incorporándose
un mayor número de hogares, transitamos desde el ayllu a la comunidad, al grupo
étnico o al señorío.
Ese sentido de ser y sentirse «hermanos» en el ayllu confería a sus integrantes una
sensación de unidad y cohesión que incluso llegaba a constituir un férreo caparazón
ante cualquier influencia externa. Normalmente, las relaciones eran endogámicas en
el interior de los mismos.
Las relaciones de parentesco, entendidas en el sentido anteriormente explicado, y que
obviamente retrocedían hasta la época del antepasado fundador conformando la tradición
del grupo, constituían la red de hogares o familias que integraban el ayllu. En él sentían
que reposaba su identidad y era el que les aseguraba la supervivencia y el progreso.
La tierra y sus bienes potenciales, los pastizales, las aguas, los animales, los fru-
tos, pertenecían al dominio colectivo del ayllu, o de la comunidad compuesta por
varios de ellos. Solos, o en colaboración con otros ayllus, intentaban el acceso y el
control de los diversos microambientes cuya explotación necesitaban. En función de
la zona donde se ubicaran ello era posible o no, con mayor o menor esfuerzo, pero era
el objetivo común. Desde el ayllu se tenía derecho a los bienes. Si éstos crecían, el
ayllu aumentaba su prestigio. Estamos, pues, ante un sentido colectivo, no individual,
de la movilidad social y del progreso económico en función del éxito obtenido en el
manejo de los recursos disponibles.
Con los dioses y las huacas locales sucedía lo mismo. Eran parte de la colectividad
y nadie podía usufructuarlos por sí solo. Lo religioso era una parte fundamental de lo
colectivo.
Es el interior del ayllu no sólo se trataba de compartir recursos. El trabajo (o mejor
dicho, la fuerza de trabajo) era igualmente compartido. Al igual que se intercambia-
ban recíprocamente los bienes, aportados por el esfuerzo de cada hogar o grupo de
hogares en los diferentes nichos ecológicos, también se distribuía el trabajo de forma
compensada. Así, aunque se tratara de un esfuerzo disperso —en la medida en que se
explotaban a la vez distintos microambientes—, las relaciones de cooperación entre
estos productores eran las que garantizaban compartir la totalidad de los bienes y los
servicios. En la medida en que este tipo de relación podía extenderse a las articula-
ciones entre diversos ayllus, aumentando la fuerza de trabajo, se posibilitaba alcanzar
mayores y mas lejanos recursos o emprender tareas colectivas más ambiciosas. Esto
fue lo que permitió, por ejemplo, la construcción masiva de andenes de cultivo o cana-
les de riego con el consiguiente aumento de la producción. El esfuerzo colectivo,
aportando trabajo, es lo que se llamaron las «mingas»: a ellas acudían todos para rea-
lizar tareas comunitarias en momentos señalados.
Prueba de la complejidad del sistema es el doble método de producción desarro-
llado (muchas veces simultáneamente) en torno a dos elementos básicos: el de la papa
por una parte, más «popular» y de consumo masivo al interior del grupo, y el del maíz,
bien diferente y destinado fundamentalmente a la tributación (imperial en la época del
Tawantinsuyu).
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