LA PELIGROSIDAD CRIMINAL DEL DELINCUENTE. Sergio Cámara Arroyo1
Fecha de publicación: 02/01/2018
Sumario: I. ¿Qué es la peligrosidad criminal? II. ¿Por qué es
importante el concepto de peligrosidad? ¿Para qué se utiliza? III. ¿Qué principales instrumentos de medición de la peligrosidad criminal existen? ¿Cuál es su fiabilidad? IV. Si la peligrosidad criminal es un concepto de rancia tradición en Criminología, ¿Por qué preocupa más actualmente la peligrosidad criminal? V. ¿Qué es el Derecho penal de la peligrosidad? ¿Qué delincuentes se suelen denominar peligrosos? VI. ¿Qué instrumentos se han propuesto para solucionar esta preocupación en España? ¿Qué son las medidas de seguridad? – Referencias bibliográficas.
I. ¿QUÉ ES LA PELIGROSIDAD CRIMINAL? No es fácil determinar un concepto como el de “peligrosidad” que ha sido estudiado desde diversas ramas de las ciencias del comportamiento, desde la dogmática jurídico penal y, por supuesto, desde la Criminología. En realidad, al tratarse de un concepto abstracto y complejo deberíamos hablar de diferentes acepciones del término “peligrosidad”, entre las que podemos distinguir la “peligrosidad social”, la “peligrosidad criminal” y la “peligrosidad penitenciaria”. El primero en mencionar el término fue Garofalo (1878), famoso criminólogo de la denominada primera escuela italiana de corte positivista, quien en un primer momento, junto a Lombroso, se refería a temibilidad y, posteriormente, a peligrosidad (en su libro Criminología, 1885). El autor italiano ya hacía referencia a una interpretación probabilística del concepto, como “capacidad criminal o delincuencial” de una persona, esto es, su propensión a cometer hechos delictivos. Posteriormente, muchos otros autores se han posicionado en términos generales (Rocco, Grispigni, Petrocelli). Así, como definición general del término, algunos autores han propuesto la conceptualización de “peligrosidad” como “capacidad para cometer conductas antisociales” (Chargoy, 1999). No obstante, esta definición es excesivamente general y puede asociarse más bien con lo que habitualmente se denomina “peligrosidad social”, puesto que no hace referencia específicamente a la comisión de hechos delictivos. En este sentido, si bien es habitual que la Criminología proponga su propia definición de delito, más amplia que la ofrecida por el Derecho penal, debemos recordar que no toda conducta antisocial puede ser considerada como delito. Será Ferri (1933) quien, acertadamente, distinga entre peligrosidad social y peligrosidad criminal. La primera será entendida como “la mayor o menor probabilidad de que un sujeto cometa un delito”, mientras que la segunda se refiere a “la mayor o menor re-adaptabilidad a la vida social de un sujeto que ya delinquió”. El gran penalista Antón Oneca (1949), en un sentido similar, aunque confundiendo en gran medida los términos peligrosidad social y peligrosidad criminal, habla de “sujetos que no han
cometido delito, aunque es de temer que lo cometan”. De un modo parecido, Landecho (1974) define la peligrosidad criminal como la posibilidad de que un sujeto cometa un delito o continúe con su “carrera criminal”; por otra parte, para el autor citado, la peligrosidad social se refiere a la posibilidad de que una persona se convierta en un “parásito social”, es decir, que llegue a una situación de riesgo social o marginalidad no deseable para el resto de la comunidad. Este último modo de entender la peligrosidad social dio origen en el siglo pasado a normativas que imponían una serie de consecuencias jurídicas concretas, denominadas habitualmente medidas de seguridad pre- delictuales, a aquellas personas que potencialmente mostraban una tendencia a convertirse en marginados sociales o de los que se sospechaba que pudieran terminar cometiendo conductas antisociales de algún tipo. Tristemente célebres fueron en España, la Ley de Vagos y Maleantes de 1933 y su continuadora durante el régimen franquista, la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970. Ambas disposiciones contenían una serie de medidas de seguridad eminentemente de carácter pre-delictual, pues no exigían la comisión de ningún delito, pudiendo imponerse simplemente atendiendo al “estado de peligrosidad” potencial del sujeto. Así, como ya expusieron en su día nuestros más eminentes penalistas y criminológicos (Serrano Gómez, 1974; Cobo Del Rosal, 1974; Landecho, 1974), “en el concepto de peligrosidad social se pueden abarcar conductas que van más allá de la probabilidad de delinquir basada en un pronóstico. En efecto, la peligrosidad social es un término más extenso que peligrosidad criminal. Supone aquélla la acentuada probabilidad de cometer un daño social, mientras que la peligrosidad criminal será esa misma situación, pero con el riesgo de cometer un delito. Por tanto, el primer supuesto es más amplio que el segundo, pues toda peligrosidad social no es peligrosidad criminal, mientras que toda peligrosidad criminal siempre supone peligrosidad social”. Modernamente, se ha definido peligrosidad como “calidad de peligroso” y, más concretamente, “peligrosidad criminal” como “tendencia de una persona a cometer un delito (probabilidad de comisión de actos futuros), evidenciada generalmente por su conducta antisocial”. Estado peligroso sería, por tanto, “el conjunto de circunstancias o condiciones que derivan en alto riesgo para la producción de un daño contra bienes jurídicamente protegidos”. En definitiva, actualmente se tiene en consideración un juicio de probabilidad, nunca de certeza, entendido como una “valoración del riesgo de violencia” (Esbec, 2003).
Podemos distinguir, de este modo, dos dimensiones del concepto “peligrosidad criminal”: una vertiente subjetiva como la capacidad criminal que porta un sujeto, y otra dimensión objetiva, por los delitos ya cometidos y aquellos que se espera que cometa en el futuro (Leal Medina, 2011). En principio, aunque parte de la sociología y la psicología criminal postulan que las conductas antisociales son comportamientos atípicos o anormales, en realidad cualquiera es susceptible de realizar una de estas conductas consideradas desviadas o antisociales. Desde el punto de vista de la peligrosidad social bien puede decirse que todos somos sujetos peligrosos en potencia. Desde el punto de vista de la Criminología y Sociología modernas, los delincuentes son personas “normales”. El comportamiento delictivo no deviene de patología alguna, si bien puede darse en determinados sujetos considerados incapaces de responsabilidad penal (inimputables o seminimputables) que se encuentran inmersos en un “estado peligroso” diagnosticable. Además de ello, hay que tener en cuenta que el concepto de peligrosidad criminal puede estar desligado de la comisión de hechos delictivos, es decir, “la peligrosidad es una condición probabilística, no un hecho, y aun si esa persona no infringe lesiones a nadie, no por ello deja de ser peligrosa hasta cierto punto” (Maguire et al., 2004). En tercer lugar, podríamos hablar de “peligrosidad penitenciaria”, como un concepto diferente al de peligrosidad social y peligrosidad criminal. En este caso, la peligrosidad penitenciaria puede definirse como inadaptación a la convivencia y régimen de vida ordenado ordinario en prisión. En definitiva, se trata de una tenaz resistencia por parte del recluso a las normas del centro penitenciario o una actitud abiertamente hostil y agresiva ante el régimen de vida. Este concepto de “peligrosidad penitenciaria” es clave en la clasificación penitenciaria del interno, de la que dependerá su régimen de vida en prisión. Los sujetos inadaptados al orden de vida común en prisión son segregados en el denominado primer grado de clasificación penitenciara, al que le corresponde el régimen de vida cerrado (el más restrictivo de todos los regímenes penitenciarios, como lo denomina Ríos Martín, “la cárcel dentro de la cárcel”). Se ha dicho que el concepto de peligrosidad es “peligroso” en sí, sobre todo para ciencias como el Derecho penal y la Criminología (Serrano Gómez, 1974; Barbero Santos, 1972; Bueno Arús, 1971), puesto que introduce una gran inseguridad jurídica (Rodríguez Devesa, 1973; Rodríguez Murullo, 1974). En primer lugar, porque está asociado a un positivismo bastante exacerbado, que categoriza directamente a
determinados individuos como “peligrosos” basándose en un pronóstico, es decir, en un mero futurible de comisión de conductas antisociales; y, en segundo lugar, porque tal pronóstico es, en el mejor de los casos, muy complejo de determinar mediante las actuales técnicas de las ciencias de la conducta humana (Vives Antón, 1974) en los que nunca se conocen los márgenes de error (Serrano Gómez, 1974). Por ello, habitualmente se requiere que esta peligrosidad se manifieste externamente de alguna forma, en el caso de la peligrosidad criminal, supone la comisión previa de un hecho delictivo. En nuestra patria, con la entrada en vigor de la CE 1978, la reforma jurídica de la transición eliminó las anteriores leyes especiales (Vives Antón, 1986), extrayendo algunas conductas de la consideración de “peligrosas” (como es el caso de la homosexualidad, o la pertenencia a partidos políticos simpatizantes del comunismo). II. ¿POR QUÉ ES IMPORTANTE EL CONCEPTO DE PELIGROSIDAD? ¿PARA QUÉ SE UTILIZA? Frecuentemente, el concepto de peligrosidad es un parámetro que se utiliza para determinar las medidas encaminadas a lograr la rehabilitación y reinserción social de los sujetos que han cometido una conducta antisocial. Si hablamos de hechos delictivos, la peligrosidad es una variable habitual en las juntas de tratamiento de los equipos multidisciplinares de Instituciones Penitenciarias para confeccionar un adecuado tratamiento penitenciario, así como para realizar un pronóstico relativo a la probabilidad de cometer nuevamente un hecho delictivo. Algunos autores han llegado a afirmar que “la peligrosidad y su determinación diagnóstica son la base primordial sobre la cual se asientan todas las resoluciones judiciales y lineamientos que rigen toda propuesta de tratamiento criminológico” (Chargoy, 1999). Aunque la importancia del concepto de peligrosidad es muy relevante en la confección de los programas de tratamiento, lo cierto es que esta afirmación puede resultar algo sobredimensionada, ya que en muchos casos se valorarán otras cuestiones por encima de la peligrosidad del sujeto, tales como la gravedad del hecho cometido, sus circunstancias familiares, sociales, laborales, etc. Por otra parte, la peligrosidad criminal, a pesar de ser un concepto eminentemente criminológico, también es relevante en cuestiones estrictamente penales como la posible aplicación de medidas de seguridad en sujetos que ya han delinquido, en la suspensión de la ejecución de una condena, el establecimiento de la libertad condicional y en la propia individualización de la pena (Esbec, 2003).
También los conceptos de peligrosidad social y peligrosidad penitenciaria han sido utilizados en la práctica. El primero de ellos para el establecimiento de medidas de “profilaxis social”, construyendo programas de prevención de conductas antisociales; el segundo, servirá para la valoración de clasificación penitenciaria en cualquiera de los distintos grados de tratamiento. Finalmente, el concepto de peligrosidad en su vertiente objetiva ha sido utilizado para el establecimiento de medidas de lucha contra la reincidencia delictiva. Como exponen Capdevila Capdevila et al, (2014) “a pesar de la falta de estudios oficiales de reincidencia en España, se han realizado algunos estudios relacionados con la reincidencia en delitos específicos. En relación con los delitos sexuales, no existen estudios generales (Herrero, 2013), pero sí los hay de las prisiones catalanas, que han informado de tasas de reincidencia parecidas a las de otros países europeos, de cerca del 8-12% en seguimientos de 4 años (Redondo et al., 2005). Asimismo, se han realizado varios estudios sobre la tasa de reincidencia de los agresores domésticos y de pareja que han mostrado tasas de reincidencia muy variables. Así, Téllez (2013), haciendo un seguimiento, entre 2005 y 2012, de 571 condenados por violencia de género, retrospectivamente, observó que un 73% de los casos habían reingresado en prisión por delitos diversos, y no exclusivamente de violencia de género. Sobre el mismo tipos de delitos, Loinaz, Lecumberri y Doménech (2011) identificaron una tasa de reincidencia penitenciaria en agresores de pareja del 8,4% a los 12 meses y del 60% a los 10 años. Otros estudios similares, como los realizados por el equipo de Echeburúa, generalmente han mostrado tasas de reincidencia de los agresores de pareja en el rango del 50-60% en periodos de 5 años de seguimiento (Echeburúa et al., 2009)”. Esta clase de estudios es coherente con el paradigma bien conocido en el ámbito de la Criminología, y es el que los delincuentes habitualmente mantienen un perfil poco especializado o heterogéneo. Los delincuentes reincidentes no suelen cometer los mismos delitos siempre, sino que más bien tienden a diversificar sus actividades delictivas (Serrano Maíllo, 2009). Por otra parte, los índices de reincidencia de las “tipologías” delictivas que habitualmente se asocian con la peligrosidad criminal no parecen ser especialmente elevadas ni alarmantes en la mayor parte de los supuestos. Más aún, en los casos de delincuencia sexual y terrorismo, las tasas de reincidencia suelen ser más bien bajas (Cámara Arroyo, 2012).
III. ¿QUÉ PRINCIPALES INSTRUMENTOS DE MEDICIÓN DE LA PELIGROSIDAD CRIMINAL EXISTEN? ¿CUÁL ES SU FIABILIDAD? La medición de la peligrosidad ha preocupado a psiquiatras, psicólogos y criminólogos desde hace bastante tiempo. También los penalistas y operadores jurídicos han mantenido un elevado interés en los instrumentos para su medición, de cara a individualizar las medidas de seguridad a imponer o, incluso, algunas penas. Para evaluar la peligrosidad criminal se han utilizado toda clase de enfoques: La Criminología positiva ha centrado sus esfuerzos en determinar la peligrosidad del sujeto a través de sus características personales, bien sean éstas de carácter físico (antropología criminal, frenología, etc.) o psiquiátrico (psiquiatría criminal, psicología criminal). También desde los enfoques de la medicina legal y la psiquiatría forense se ha evaluado la peligrosidad como manifestación de conductas violentas o agresivas. La Sociología criminal y la Criminología crítica se han aproximado al concepto de peligrosidad desde una óptica más interaccionista, como ruptura o desviación de los procesos de relación entre el individuo y la sociedad. También desde la postura crítica se ha llegado a establecer una fuerte relación entre los modos de gobierno y regímenes políticos y el concepto de peligrosidad. Para muchos de los autores que pertenecen a esta corriente de fuerte influencia marxista, peligroso será todo aquel que se enfrente al régimen político establecido. De este modo, el concepto de peligrosidad carece de connotaciones de diagnóstico, pese a que el poder trate de justificarlas, y pasa a ser una categoría que se utiliza como arma por parte del poder político para señalar a los disidentes del régimen, siempre siguiendo a estos autores. La Criminología clínica ha seguido un enfoque más completo, en el que también tienen cabida cuestiones personales, socioeconómicos, culturales y medioambientales. Actualmente, la Criminología clínica integral sigue teniendo gran peso en la medición de la peligrosidad de los internos que se encuentran privados de libertad en centros penitenciarios (Herrero Herrero, 2013). Para realizar una evaluación y determinación de la peligrosidad se han seguido, asimismo, distintas aproximaciones (Abekhzer y Gosselin, 1987): a) Macrobiológica: estudio a nivel individual de quien ha realizado actos peligrosos.
b) Cuantitativa: estudio de la probabilidad de comisión de actos peligrosos. c) Microsociológica: estudio del contexto y evolución de los actos peligrosos de acuerdo al proceso de transformación del individuo. Actualmente, sin embargo, ninguno de estos métodos está exento de críticas y puede decirse, sin empacho alguno, que con los modernos medios y avances en las ciencias de la conducta humana aún no se ha logrado un método 100% seguro para determinar la peligrosidad criminal de un sujeto que no se encuentre afectado por una patología concreta y con anterioridad a la comisión de un hecho delictivo. En general, existe un gran consenso entre los expertos criminólogos al afirmar que, a pesar de los esfuerzos llevados a cabo desde ciencias como la psicología criminal y la psiquiatría forense, la determinación de la peligrosidad criminal es bastante arbitraria. No obstante, eso no obsta para que la Criminología y otras ciencias cercanas a su ámbito de estudio hayan intentado construir metodologías lo más objetivas posibles para su medición y evaluación. Algunas de ellas serían las siguientes: 1. Escala de respuesta individual criminológica (Chargoy, 1999): basada en le teoría de la personalidad criminal (De Greef, 1950; Glueck & Glueck, 1950, Pinatel, 1960; Landecho, 1967, Chargoy, 1985), con fuertes connotaciones de la Criminología Clínica y el diagnóstico psiquiátrico y psicológico, basa su construcción en 5 fases o etapas: a) Construcción de la prueba: se utilizan básicamente técnicas de psicología criminal (MMPI, PRF, etc.) que permiten construir reactivos basados en la conceptualización operacional de los rasgos componentes de la personalidad criminal. Tales rasgos se resumen en: agresividad (capacidad para causar daño); egocentrismo (incapacidad para modificar valores o actitudes personales); indiferencia afectiva (no repercusión afectiva por sufrimiento ajeno); tendencia antisociales (conducta en contra de la sociedad); adaptabilidad social (habilidad para la adecuación a las normas sociales); labilidad afectiva (respuesta conductual para satisfacer aspectos emotivos propios); identificación criminal (contaminación por conducta antisocial, auto-reconocimiento como “criminal”, status criminal, violencia, etc.). De este modo, los reactivos pueden demostrar la existencia o no de estas características. La cuestión, sin embargo, es metodológicamente compleja, por cuanto puede terminar revirtiendo en una tautología: un sujeto es peligroso criminalmente porque en él se dan las características antes mencionadas, y se dan estas características porque es peligroso. Además de ello, la Escala de Respuesta Individual
Criminológica parte ya de una definición de las características de la personalidad criminal, como ella misma reconoce, por lo que puede perderse bastante efectividad en el proceso posterior de evaluación si existen fallos en los términos previos. No olvidemos, al respecto, que el propio concepto de peligrosidad no está carente de cierta subjetividad. b) Validación de la facie (inter-jueces): se someten las preguntas y los reactivos a la opinión de 25 jueces expertos en psicología y/o sistemas penitenciarios. c) Validación del constructo: se aplican los reactivos seleccionados a 1400 sujetos de una población de reclusos, distinguiendo sexo y rangos de edad e, incluso tipologías delictivas. Los reactivos, como se mencionaba antes, evalúan las características de la peligrosidad criminal y ello en distintas facetas. d) Determinación de confiabilidad temporal: re-aplicación de los test iniciales a un % de la anterior muestra. e) Resultados: se trata de una herramienta de uso preferente en instituciones penitenciarias, que ofrece resultados sólidos en cuanto a la posibilidad de estimar la probabilidad de comisión de nuevos hechos delictivos pero, como sus propios defensores advierten, NO ARROJA CONCLUSIONES DEFINITIVAS, sino únicamente POSIBILIDADES DE APARICIÓN DE CONDUCTAS (Chargoy, 1999). 2. Valoración de análisis psicológico y análisis clínico del delincuente: Fundamentalmente, se tienen en cuenta dos variables: a) La personalidad del sujeto, en un sentido amplio: factores constitucionales, crianza, rasgos o disposiciones, deficiencias, etc. b) Las situaciones peligrosas, es decir, la ocasión de cometer un crimen está presente y existe un factor dinámico, la pulsión hacia el delito. Especialmente importante en esta clase de análisis clínicos son los denominados Manuales de Diagnóstico (DSM-V), que estandarizan los principales puntos clave para el reconocimiento de determinados trastornos de la personalidad antisocial. 3. Índice de personalidad criminal (Heilbrun, 1979): asociación entre la asociabilidad del sujeto y su cociente de inteligencia. Se trata de una inserción de la Criminología clínica más clásica y positivista que asociaba el bajo índice de inteligencia con la delincuencia, dado el gran número de personas que presentaban discapacidades psíquicas o mermas cognitivas en prisión. En este índice se correlaciona la baja inteligencia del sujeto con su
grado de interacción social. No obstante, los estudios más recientes demuestran que no existe una correlación directa entre baja inteligencia y delito. 4. Valoración jurídica (Esbec, 2003; Esbec y Delgado, 1994): Tres han sido los elementos valorativos que se tienen en consideración: a) Nocividad: lo dañino y apasionado de la conducta del sujeto. b) Motivación por la norma o intimidabilidad: progresiva adquisición de refuerzos maduros (contrato social, orden social). Es interesante que este punto se pueda relacionar con algunas teorías del control social informal, como es el caso de la que postula que el origen de la delincuencia se centra en la desvinculación de los sujetos de las instituciones sociales (Laub). Además de ello, la moderna doctrina penal de la imputabilidad también hace referencia a la “motivación” normativa a la hora de establecer la responsabilidad penal del sujeto, es decir, su culpabilidad (Gimbernat, 1980; Mir Puig, 2011; Muñoz Conde, 2010), concepto históricamente antagónico al de peligrosidad criminal. c) Subcultura: si el sujeto pertenece a un orden racional diferente al de la colectividad, por lo que no cabe esperar de él que se comporte conforme a la norma. Nuevamente podemos relacionar esta característica con la teorías criminológica de las subculturas (Cohen). 5. Valoración de la peligrosidad criminal con base el “factor de frecuencia de violencia” (Mossman, 2000): valoración del factor de violencia de grupo, agresividad, etc. 6. Métodos actuariales (Grove y Meehl, 1996): realización de estudios estadísticos en los que se analiza el efecto durante un intervalo de tiempo determinado de una variable independiente (factor) sobre una variable dependiente. En este caso la valoración estadística orbita alrededor del riesgo de violencia de los individuos e implica la predicción de la conducta de un individuo sobre la base del comportamiento de otros sujetos en situaciones similares, o la similitud de un individuo con miembros de grupos considerados violentos (Milner & Campbell, 1995). El problema de esta clase de estadísticas, propias de las ciencias que estudian, por ejemplo, los riesgos en materia de seguros, es que no pueden valorar correctamente algunas características personales/ individuales del sujeto en concreto, sino que solamente incluyen tendencias grupales por similitud de patrones estáticos.
7. Métodos mixtos (Milner et al., 1995; Serin, 1993; Litwack, Kirschner & Wack, 1993): mezcla de experiencia y método clínico (psicología y psiquiatría forense) y estadístico. 8. Tablas de valoración del riesgo (Esbec y Gómez-Jarabo, 2000): se basan en un cambio de paradigma que pretende superar el concepto de peligrosidad criminal y sustituirlo por el de análisis del riesgo de conductas violentas a través de la aplicación de una fórmula que permite baremar el riesgo en una escala de valores determinada. Suele utilizarse para la valoración del riesgo en la concesión de permisos penitenciarios. 9. Nuevas tendencias: aún se siguen desarrollando nuevas metodologías e instrumentos para la valoración del riesgo de violencia basados en distintos elementos de carácter globalizador (disposiciones biológicas y genéticas del sujeto a la agresividad; claves disposicionales como variables demográficas, cognitivas y de personalidad; factores históricos; factores clínicos, etc.). Actualmente, se manejan manuales, guías y herramientas de diagnóstico que incluso inciden en determinadas tipología delictivas normalmente asociadas con la peligrosidad criminal. Así, entre otras (Andrés Pueyo y Redondo Illescas, 2007; Vázquez González, 2012; Armanza Armanza, 2013; Muñoz Vicente & López Osorio, 2016; Marco Francia, 2016): HCR-20 (Guía para la valoración de la peligrosidad criminal); SVR-20 (Manual de valoración del riesgo de violencia sexual); SARA (Guía para la evaluación de riesgo de “asalto conyugal”). En concreto, el HCR-20 y el SVR-20 son instrumentos que tienen por objetivo valorar el riesgo de reincidencia y orientar a las instituciones sobre las probabilidades de reincidencia delictiva, lo que supone una evolución del concepto de peligrosidad. De hecho, estas herramientas de medición utilizan en realidad el baremo de factores de riesgo que pueden predecir la conducta delictiva. De este modo, el SVR-20 no es un test ni cuestionario psicológico, por lo que no se trata de una herramienta de perfilación criminal, sino que se trata de una escala actuarial que tiene como estrategia valorar múltiples factores del propio individuo, así como factores de riesgo estático y dinámico. Por otro lado, el HCR-20 tampoco se conceptúa como un test psicológico formal, sino que valora ítems tales como enfermedades mentales, número de condenas en prisión, riesgo de violencia, factores ambientales, situacionales y sociales (Tapias-Saldaña, 2011). A estas herramientas genéricas se les unirán otras más específicas por razón del sujeto activo de los hechos delictivos, tales como: PCL-R: Psychopathy Check-list-Revised; VRAG: Violent Risk Appraisal Guide;
EPV: Risk Prediction Scale of Serious Violence against the Sentimental Couple; SAVRY: Structured Assessment of Violence Risk in Youth; YLS/CMI: Youth Level Service /Case Management Inventory (sobre las dos últimas herramientas de valoración de violencia en jóvenes infractores, véase Botija Yagüe, 2011). Aunque estos instrumentos de medición del riesgo de violencia pueden ser útiles manejados por los criminólogos en determinados contextos, Martínez Garay (2014), nos advierte que son muchas las objeciones que pueden establecerse a los resultados de los mismos. Así, tras la comparación de los diferentes estudios relativos a la eficacia de esta clase de herramientas de valoración realizada en su investigación, la autora precita indica que en algunos supuestos, no puede asegurarse que “las predicciones hechas utilizando estos instrumentos de valoración de la peligrosidad sean siempre mejores que el azar”. 10. Conclusiones: Como expone Esbec (2003), a pesar de todos los estudios clásicos que se han venido realizando desde el siglo pasado, no se ha encontrado un tipo estructurado de personalidad criminal, aunque sí podemos en la actualidad obtener una serie de rasgos que habitualmente se encuentran en las personas “peligrosas” que han cometidos hechos delictivos (impulsividad, baja auto-estima, suspicacia, psicoticismo, etc.). Aunque el concepto de “peligrosidad criminal” se ha mantenido en nuestra doctrina criminológica y, en general, en otras ciencias cercanas al fenómeno delictivo, la tendencia generalizada es su progresiva redefinición e, incluso, podría decirse sustitución por otros conceptos tales como la determinación de “factores de riesgo”, “predicción de la violencia”, “daño”, “niveles de riesgo de daño”. Este nuevo enfoque tiene relación directa con la denominada Criminología de corte plurifactorial, de carácter eminentemente pragmático, que estudia los principales factores criminógenos que afectan a los sujetos. El debate se centra, sobre todo en los últimos años, en la dicotomía entre seguridad/libertad y en la gestión o manejo del riesgo en cuestiones de delincuencia. El alcance del mismo, como puede comprobarse fácilmente, es enorme: sociológico, jurídico, político, etc. El principal problema es que existen dos posturas enfrentadas al respecto: por un lado, aquellos que postulan la necesidad de predicción de las conductas violentas “a priori” y aquéllos que, por el contrario, estiman que lo más adecuado es trabajar en la reducción o manejo del riesgo, poniendo el acento en modificar aquellos factores de riesgo que convierten a un individuo en potencialmente peligroso (Esbec, 2003). La segunda de las posturas nos
parece mucho más razonable. En primer lugar por que huye de los automatismos en materia de predicción de la peligrosidad e introduce, por tanto, una mayor seguridad; y, en segundo lugar, porque nos dirige a una política pro-social desde el punto de vista de prevención que pone el acento en minimizar los factores de riesgo antes que tratar de realizar predicciones probabilísticas de dudosa fiabilidad. Desgraciadamente, la tendencia generalizada a nivel internacional –al menos, en materia de política criminal y a nivel legislativo penal- parece haberse centrado en la primera de las vías. Sin lugar a dudas, cada vez existen métodos más fiables desde las ciencias de la conducta humana para determinar el grado aproximado de peligrosidad criminal de un individuo, esto es, su mayor o menor propensión a cometer hechos delictivos en el futuro. No obstante, debemos coincidir con la doctrina mayoritaria al insistir en que nunca podemos hablar de certeza, sino solamente de posibilidad. Se trata, en suma, de un mero futurible. Por ello, si bien no puede dudarse de la utilidad de los métodos anteriormente para establecer la probabilidad de reincidencia de un recluso a la hora de conceder un permiso de salida ordinario, su utilidad en la concesión de la libertad condicional o la suspensión de la pena, en programas de prevención de la violencia, etc., el concepto de peligrosidad criminal y su determinación no puede constituirse en la principal herramienta para adecuar nuestros sistemas de control social formal. Su inexactitud es, aún, su principal desventaja. IV. SI LA PELIGROSIDAD CRIMINAL ES UN CONCEPTO DE RANCIA TRADICIÓN EN CRIMINOLOGÍA, ¿POR QUÉ PREOCUPA MÁS ACTUALMENTE LA PELIGROSIDAD CRIMINAL? Desde el ámbito de la sociología criminal se ha denominado a la sociedad actual como “sociedad del control” (Garland, 2001) o “sociedad del riesgo”. Ciertamente, la postmodernidad ha traído consigo un desarrollo tecnológico y de ingeniería social en el que han hecho su aparición nuevos riesgos y peligros potenciales para los ciudadanos de las comunidades occidentales. Actualmente, los bienes jurídicos necesitados de protección se han multiplicado y la sensación de inseguridad ciudadana –real o no- se ha intensificado. El recurso a los medios de control formal se ha hecho más evidente y la demanda social de los mismos es mayor desde hace unas décadas. Así, es frecuente la utilización del Derecho penal como una especie de válvula de gestión del riesgo, lo que ha derivado en un
fenómeno conocido en política criminal como “expansión del Derecho penal” (Silva Sánchez, 2001). Así, por ejemplo, la sensación de inseguridad ciudadana es mucho más elevada que las ratios de delincuencia real en España, encontrándonos en un punto de desinformación generalizado, que debería paliarse a través de un estudio serio y profundo de la delincuencia, para una mejor comprensión de nuestra situación criminológica real. La comunicación con la sociedad es especialmente importante, puesto que debe establecerse una suerte de “doble flujo” (García Valdés, 2012): no solamente el Derecho penal debe adaptarse a los nuevos tiempos, sino que debe informarse a los ciudadanos del porqué de las reformas y, sobre todo, el porqué de los límites a las mismas a pesar de determinadas demandas sociales. El miedo al delito, a la victimación, se ha convertido en un arma política: la promesa de una mayor seguridad es un reclamo electoral importante, y los políticos se han dado cuenta de ello. Por ello, cada vez es más frecuente que se eleven políticas que incidan en la detección, vigilancia o control del delincuente peligroso. Muchas de estas políticas tienen como único objetivo el mejor posicionamiento electoral de quienes las desarrollan, siendo habitualmente ineficaces desde el punto de vista preventivo. A este fenómeno se le conoce como “populismo, simbolismo o electoralismo punitivo”. Más aún, cada vez con mayor frecuencia se reclaman respuestas que traten de anteceder a la criminalidad. Sin embargo, como es obvio, la mayor parte de las reformas se acometen con posterioridad al acaecimiento de crímenes especialmente mediáticos, que tienen un carácter excepcional en nuestra estadística criminal. V. ¿QUÉ ES EL DERECHO PENAL DE LA PELIGROSIDAD? ¿QUÉ DELINCUENTES SE SUELEN DENOMINAR PELIGROSOS? De forma simplista, podemos definirlo como un constructo dogmático que hace referencia a un Derecho penal en el que la principal preocupación es atajar y dar respuesta a la peligrosidad criminal de determinados delincuentes. Se basa en el objetivo de inocuización de determinadas categorías de delincuentes que se consideran “especialmente peligrosos”, como los delincuentes terroristas, los delincuentes sexuales, los maltratadores (violencia de género), etc. Se trata de un concepto muy cercano al denominado Derecho penal de Autor, en el que lo importante no es el hecho delictivo en sí y su gravedad, sino las características del propio autor.
Se caracteriza por la imposición de medidas de seguridad complementarias a las penas (como la libertad vigilada o la custodia de seguridad), basadas en la peligrosidad de esta clase de delincuentes, así como medidas que atañen a la potencial reincidencia de los delincuentes. Además, esta clase de Derecho penal recurre habitualmente a los denominados delitos de peligro abstracto que pretenden anticiparse a la efectiva lesión de los bienes jurídicos protegidos, valorando el peligro para los mismos antes de que ocurra el daño. Se eleva, de este modo, la protección ante la posible lesión de bienes jurídicos a la gestión del riesgo de potencial peligro para tales bienes sin necesidad de que se produzca esta lesión. Se trata de un concepto muy denostado por la mayor parte de penalistas y criminólogos, pues es habitual que se construyan ad hoc determinadas categorías de delincuentes considerados peligrosos, sin el debido análisis criminológico. La principal crítica que ha recibido este modo de entender el Derecho penal es que supone una importante merma de garantías constitucionales en aras de una mayor seguridad ciudadana. VI. ¿QUÉ INSTRUMENTOS SE HAN PROPUESTO PARA SOLUCIONAR ESTA PREOCUPACIÓN EN ESPAÑA? ¿QUÉ SON LAS MEDIDAS DE SEGURIDAD? Las medidas de seguridad se han definido de forma clásica como las segundas consecuencias jurídicas al delito más importantes después de la pena. A diferencia de ésta última, las medidas de seguridad son una suerte de “sanciones” que se imponen a sujetos que se encuentran en un “estado peligroso”, previamente definido en el Código penal. En definitiva, se imponen a sujetos “peligrosos criminalmente” y no “socialmente”. Ello nos deriva a la principal diferenciación entre Derecho penal y Moral (García Valdés, 1995), del mismo modo que separa los conceptos de peligrosidad criminal y social. Históricamente, la medida de seguridad ha estado ligada a la doctrina de la Escuela Positiva italiana, al correccionalismo más representativo y al concepto de sentencia indeterminada. También ha sido la protagonista de nefastos atentados contra las garantías de los ciudadanos, como es el caso del uso que la doctrina alemana realizó de las medidas de seguridad en la Alemania nazi. El Título IV del libro del CP de 1995 recopila las disposiciones que contienen las medidas de seguridad y su aplicación en nuestro ordenamiento jurídico-penal. La inclusión de medidas de seguridad en nuestro CP supone una novedad, cuyo antecedente más cercano se
encuentra en el CP de 1928, que tomaba como referencia la doctrina italiana sobre las medidas de seguridad. Actualmente, el principio de legalidad y todas las garantías establecidas para las penas en el CP se extienden a las medidas de seguridad. Con anterioridad a la entrada en vigor de la LO 5/2010, de 15 de junio, los conceptos de peligrosidad criminal y culpabilidad se encontraban relativamente distanciados. Del mismo modo, medida de seguridad y pena mantenían una clara separación en cuanto a su aplicación: las primeras para delincuentes inimputables que mostraran su peligrosidad criminal mediante la comisión de un hecho delictivo; y la segunda, la pena, para aquellos delincuentes plenamente responsables, como reproche por su conducta criminal. Nuestro sistema era, por tanto, eminentemente dualista. Tal régimen de aplicación mantenía como única excepción el régimen vicarial (art. 99 CP), en aquellos casos en los que existiera una disminución de la culpabilidad del individuo debido a la aplicación de una eximente incompleta (art. 21.1 CP). La reforma de 2010 vino a cambiar estos conceptos asentados en la doctrina con la introducción de una medida de seguridad -la libertad vigilada (art. 106 CP)- que, por vez primera en nuestro Derecho penal, puede aplicarse a delincuentes plenamente imputables una vez cumplida su pena, si se estima que su peligrosidad criminal se mantiene. Según los defensores de la reforma (Feijoo Sánchez, 2011), las nuevas medidas de seguridad estarían legitimadas toda vez que, por una parte, los conceptos de peligrosidad criminal y culpabilidad no están completamente disociados, pudiendo existir delincuentes plenamente responsables en los que se mantenga un diagnóstico de peligrosidad criminal una vez cumplida su pena; y, en segundo lugar, la sociedad no tiene porqué soportar una carga de riesgo frente a la posible comisión por parte de delincuentes especialmente peligrosos de futuros delitos: la libertad vigilada sirve de prevención frente a las potenciales víctimas. No obstante, la aplicación conjunta de penas y medidas de seguridad en sujetos plenamente imputables puede plantear algunos problemas de compatibilidad entre ambos conceptos. La clave para determinar la pertinencia de las medidas de seguridad aplicables a sujetos plenamente imputables se encuentra, en mi opinión, en el concepto de peligrosidad criminal que manejemos. En este sentido, quizás deberíamos distinguir entre dos aspectos muy próximos pero que,
sin embargo, deben distinguirse: estado peligroso y pronóstico de peligrosidad criminal. Habitualmente, nuestro Derecho penal vigente ha entendido por peligrosidad criminal, como presupuesto para la imposición de una medida de seguridad, la inclusión del delincuente en alguno de los denominados “estados peligrosos” previstos legalmente. En la mayor parte de los supuestos, la peligrosidad criminal deriva normalmente de una anomalía en el comportamiento del sujeto (inimputabilidad o semimputabilidad) que necesita de un diagnóstico facultativo -o, al menos, un estudio criminológico-, y que podría aumentar las probabilidades de que cometa nuevos delitos en el futuro (pronóstico o juicio de probabilidad criminal). El delincuente inmerso en tal “estado peligroso” no se sentiría motivado por una pena, siendo insuficientes las finalidades de la misma para él (falta de motivación de la norma) por lo que deberá aplicársele una medida de seguridad, sea con fines curativos, correccionales, pedagógicos (prevención especial positiva) o meramente asegurativos (inocuización, prevención especial negativa). Como puede observarse, el concepto de “estado peligroso” es objetivo ya que normalmente conlleva una serie de situaciones tasadas legalmente (art. 95.1, “Las medidas de seguridad se aplicarán por el Juez o Tribunal, previos los informes que estime convenientes, a las personas que se encuentren en los supuestos previstos en el capítulo siguiente de este Código”), a saber: inimputables por anomalía o alteración psíquica (art. 101 CP); inimputables por grave adicción (art. 102 CP); inimputables por alteraciones en la percepción (art. 103); semiinimputables por cualquier de las tres anteriores razones (art. 104 CP); y, la que quizás sea la más dudosa como “estado peligroso”, ostentar la condición de extranjero no residente en España (art. 108 CP), si bien parece que, por el tenor literal del texto legal, las medidas de seguridad aplicables a los mismos podrán ser sustituidas por la expulsión del territorio nacional (art. 108 CP). Ciertamente, un sujeto plenamente imputable puede mantener un elevado pronóstico de peligrosidad criminal, entendido como una probabilidad de comportamiento futuro de comisión de nuevos delitos. Tal es el segundo requisito que recoge nuestro vigente CP para la imposición de una medida de seguridad. No obstante, a diferencia del requisito de “estado peligroso”, el pronóstico de peligrosidad criminal es un juicio de futuro que no mantiene las mismas garantías y seguridad jurídica. Y es que, si prescindimos, como se pretende en el caso de la imposición de medidas de seguridad post penitenciarias a sujetos imputables, del requisito de “estado peligroso”, deberíamos llegar a la conclusión de que cualquier
persona con capacidad de responsabilidad penal es iuris tantum potencialmente peligrosa criminalmente. Otro de los requisitos fundamentales para la imposición de una medida de seguridad en un Derecho penal de un Estado democrático de Derecho es la previa comisión de un hecho delictivo (medidas de seguridad post delictivas). Es cierto que la comisión de un hecho delictivo revela cierta peligrosidad criminal, pero no establece un juicio iuris et de iure de futura comisión de nuevos delitos. Más aún, a pesar de las avanzadas técnicas en los campos de la criminología, la sociología, la psicología, las ciencias del comportamiento y la medicina, sería muy complicado poder establecer, en sujetos plenamente responsables penalmente, una prognosis de criminalidad futura que cubriera las garantías necesarias predicables de un ordenamiento jurídico-penal sometido a una serie de principios limitadores. Ciertamente, hoy en día existen métodos que pueden determinar con mayor exactitud un pronóstico de peligrosidad criminal que en tiempos pasados. Los Equipos Técnicos y Juntas de Tratamiento de los centros penitenciarios desarrollan, en este aspecto, una labor principal. Sus informes serán determinantes para la progresión de grado de tratamiento y régimen de vida en prisión, así como para la obtención de beneficios penitenciarios. Ahora bien, el estudio de la personalidad del reo y sus circunstancias sociales, familiares, formativas, educativas, afectivas y culturales en un ambiente cerrado (peligrosidad penitenciaria), como es la prisión, dista mucho de poder convertirse en una predicción segura de comportamiento criminal futuro, en aquellos sujetos que no se encuentran inmersos en ningún estado peligroso. Por esta razón, en mi opinión, para la imposición de una medida de seguridad que cumpla con todas las garantías de nuestro actual Derecho penal, será necesaria la confluencia de todos los requisitos: a) Comisión de un hecho delictivo; b) Estado peligroso; y, por último, c) Diagnóstico de peligrosidad criminal. Obviar cualquiera de estos tres elementos, transformaría a las medidas de seguridad en otro elemento diferente, una nueva consecuencia jurídica del delito (Cámara Arroyo, 2014). Por otra parte, el mantenimiento de la medida de seguridad se basará, a su vez en la continuidad de tal “estado peligroso”. El pronóstico de peligrosidad criminal servirá únicamente como indicativo del seguimiento del estado peligroso del sujeto de cara al cese, modificación o sustitución de la medida de seguridad.
Más aún, prescindir del requisito de “estado peligroso” conllevaría confundir la peligrosidad criminal con la peligrosidad social, puesto que se estaría imponiendo una medida de seguridad simplemente por el hecho de pertenecer a una categoría criminal determinada. Finalmente, si, como las últimas tendencias apuntan, puede entenderse como nuevo “estado peligroso” una nueva categoría de delincuente -el denominado culpable peligroso- al menos debería ser exigible un punto de partida inicial: la demostrada habitualidad o reincidencia delictiva del sujeto. Más allá, actualmente parece existir una gran confusión entre los conceptos de culpabilidad y peligrosidad social, por cuanto en la nueva pena de prisión permanente revisable se incluye también la valoración de la peligrosidad criminal del delincuente para la concesión de la suspensión en las revisiones. De este modo, la pena de prisión permanente revisable puede convertirse en una verdadera sentencia indeterminada, concepto más cercano a las medidas de seguridad basadas en la peligrosidad criminal del sujeto y, por ello, inconstitucional a la luz de los arts. 25.1 y 25 CE (Cámara Arroyo, 2015). REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS. ABEKHZER, H. Y GOSSELIN, P. (1987): “La dangerosite: un point de vue ce clinicien”, en Psychiatrie Francaise, Vol 18 (2). ANTÓN ONECA, J. (1949): Derecho penal. Tomo I: Parte general. Gráfica Administrativa, Madrid. ARMANZA ARMANZA, E.J. (2013): El tratamiento penal del delincuente imputable peligroso. Granada: Comares. BARBERO SANTOS, M. (1972): “Consideraciones sobre el estado peligroso y las medidas de seguridad, con particular referencia a los derechos italiano y alemán”, en VV.AA.: Estudios de Derecho penal y Criminología, Valladolid. BUENO ARÚS, F. (1971): “La peligrosidad social”, en Razón y Fe. BOTIJA YAGÜE, M.M. (2011): “Herramientas útiles en Trabajo Social: Instrumentos de valoración del riesgo en menores y jóvenes con medidas judiciales”, en Documentos de Trabajo Social, Nº 49, pp. 34- 46. CÁMARA ARROYO, S. (2012): “La libertad vigilada en adultos: naturaleza jurídica, modos de aplicación y cuestiones penitenciarias”, en La Ley Penal, Nº 96-97.
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