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Derecho y Cambio Social

ESTUDIOS CRIMINOLÓGICOS CONTEMPORÁNEOS (III):


LA PELIGROSIDAD CRIMINAL DEL DELINCUENTE.
Sergio Cámara Arroyo1

Fecha de publicación: 02/01/2018

Sumario: I. ¿Qué es la peligrosidad criminal? II. ¿Por qué es


importante el concepto de peligrosidad? ¿Para qué se utiliza?
III. ¿Qué principales instrumentos de medición de la
peligrosidad criminal existen? ¿Cuál es su fiabilidad? IV. Si la
peligrosidad criminal es un concepto de rancia tradición en
Criminología, ¿Por qué preocupa más actualmente la
peligrosidad criminal? V. ¿Qué es el Derecho penal de la
peligrosidad? ¿Qué delincuentes se suelen denominar
peligrosos? VI. ¿Qué instrumentos se han propuesto para
solucionar esta preocupación en España? ¿Qué son las medidas
de seguridad? – Referencias bibliográficas.

1
Profesor de Derecho penal y Criminología. UNIR.

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I. ¿QUÉ ES LA PELIGROSIDAD CRIMINAL?
No es fácil determinar un concepto como el de “peligrosidad” que ha sido
estudiado desde diversas ramas de las ciencias del comportamiento, desde
la dogmática jurídico penal y, por supuesto, desde la Criminología. En
realidad, al tratarse de un concepto abstracto y complejo deberíamos hablar
de diferentes acepciones del término “peligrosidad”, entre las que podemos
distinguir la “peligrosidad social”, la “peligrosidad criminal” y la
“peligrosidad penitenciaria”.
El primero en mencionar el término fue Garofalo (1878), famoso
criminólogo de la denominada primera escuela italiana de corte positivista,
quien en un primer momento, junto a Lombroso, se refería a temibilidad y,
posteriormente, a peligrosidad (en su libro Criminología, 1885). El autor
italiano ya hacía referencia a una interpretación probabilística del concepto,
como “capacidad criminal o delincuencial” de una persona, esto es, su
propensión a cometer hechos delictivos. Posteriormente, muchos otros
autores se han posicionado en términos generales (Rocco, Grispigni,
Petrocelli).
Así, como definición general del término, algunos autores han
propuesto la conceptualización de “peligrosidad” como “capacidad para
cometer conductas antisociales” (Chargoy, 1999). No obstante, esta
definición es excesivamente general y puede asociarse más bien con lo que
habitualmente se denomina “peligrosidad social”, puesto que no hace
referencia específicamente a la comisión de hechos delictivos. En este
sentido, si bien es habitual que la Criminología proponga su propia
definición de delito, más amplia que la ofrecida por el Derecho penal,
debemos recordar que no toda conducta antisocial puede ser considerada
como delito.
Será Ferri (1933) quien, acertadamente, distinga entre peligrosidad
social y peligrosidad criminal. La primera será entendida como “la mayor o
menor probabilidad de que un sujeto cometa un delito”, mientras que la
segunda se refiere a “la mayor o menor re-adaptabilidad a la vida social de
un sujeto que ya delinquió”. El gran penalista Antón Oneca (1949), en un
sentido similar, aunque confundiendo en gran medida los términos
peligrosidad social y peligrosidad criminal, habla de “sujetos que no han

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cometido delito, aunque es de temer que lo cometan”. De un modo
parecido, Landecho (1974) define la peligrosidad criminal como la
posibilidad de que un sujeto cometa un delito o continúe con su “carrera
criminal”; por otra parte, para el autor citado, la peligrosidad social se
refiere a la posibilidad de que una persona se convierta en un “parásito
social”, es decir, que llegue a una situación de riesgo social o marginalidad
no deseable para el resto de la comunidad.
Este último modo de entender la peligrosidad social dio origen en el
siglo pasado a normativas que imponían una serie de consecuencias
jurídicas concretas, denominadas habitualmente medidas de seguridad pre-
delictuales, a aquellas personas que potencialmente mostraban una
tendencia a convertirse en marginados sociales o de los que se sospechaba
que pudieran terminar cometiendo conductas antisociales de algún tipo.
Tristemente célebres fueron en España, la Ley de Vagos y Maleantes de
1933 y su continuadora durante el régimen franquista, la Ley de
Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970. Ambas disposiciones
contenían una serie de medidas de seguridad eminentemente de carácter
pre-delictual, pues no exigían la comisión de ningún delito, pudiendo
imponerse simplemente atendiendo al “estado de peligrosidad” potencial
del sujeto.
Así, como ya expusieron en su día nuestros más eminentes penalistas
y criminológicos (Serrano Gómez, 1974; Cobo Del Rosal, 1974; Landecho,
1974), “en el concepto de peligrosidad social se pueden abarcar conductas
que van más allá de la probabilidad de delinquir basada en un pronóstico.
En efecto, la peligrosidad social es un término más extenso que
peligrosidad criminal. Supone aquélla la acentuada probabilidad de cometer
un daño social, mientras que la peligrosidad criminal será esa misma
situación, pero con el riesgo de cometer un delito. Por tanto, el primer
supuesto es más amplio que el segundo, pues toda peligrosidad social no es
peligrosidad criminal, mientras que toda peligrosidad criminal siempre
supone peligrosidad social”.
Modernamente, se ha definido peligrosidad como “calidad de
peligroso” y, más concretamente, “peligrosidad criminal” como “tendencia
de una persona a cometer un delito (probabilidad de comisión de actos
futuros), evidenciada generalmente por su conducta antisocial”. Estado
peligroso sería, por tanto, “el conjunto de circunstancias o condiciones que
derivan en alto riesgo para la producción de un daño contra bienes
jurídicamente protegidos”. En definitiva, actualmente se tiene en
consideración un juicio de probabilidad, nunca de certeza, entendido como
una “valoración del riesgo de violencia” (Esbec, 2003).

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Podemos distinguir, de este modo, dos dimensiones del concepto
“peligrosidad criminal”: una vertiente subjetiva como la capacidad criminal
que porta un sujeto, y otra dimensión objetiva, por los delitos ya cometidos
y aquellos que se espera que cometa en el futuro (Leal Medina, 2011).
En principio, aunque parte de la sociología y la psicología criminal
postulan que las conductas antisociales son comportamientos atípicos o
anormales, en realidad cualquiera es susceptible de realizar una de estas
conductas consideradas desviadas o antisociales. Desde el punto de vista de
la peligrosidad social bien puede decirse que todos somos sujetos
peligrosos en potencia. Desde el punto de vista de la Criminología y
Sociología modernas, los delincuentes son personas “normales”. El
comportamiento delictivo no deviene de patología alguna, si bien puede
darse en determinados sujetos considerados incapaces de responsabilidad
penal (inimputables o seminimputables) que se encuentran inmersos en un
“estado peligroso” diagnosticable.
Además de ello, hay que tener en cuenta que el concepto de
peligrosidad criminal puede estar desligado de la comisión de hechos
delictivos, es decir, “la peligrosidad es una condición probabilística, no un
hecho, y aun si esa persona no infringe lesiones a nadie, no por ello deja de
ser peligrosa hasta cierto punto” (Maguire et al., 2004).
En tercer lugar, podríamos hablar de “peligrosidad penitenciaria”,
como un concepto diferente al de peligrosidad social y peligrosidad
criminal. En este caso, la peligrosidad penitenciaria puede definirse como
inadaptación a la convivencia y régimen de vida ordenado ordinario en
prisión. En definitiva, se trata de una tenaz resistencia por parte del recluso
a las normas del centro penitenciario o una actitud abiertamente hostil y
agresiva ante el régimen de vida. Este concepto de “peligrosidad
penitenciaria” es clave en la clasificación penitenciaria del interno, de la
que dependerá su régimen de vida en prisión. Los sujetos inadaptados al
orden de vida común en prisión son segregados en el denominado primer
grado de clasificación penitenciara, al que le corresponde el régimen de
vida cerrado (el más restrictivo de todos los regímenes penitenciarios,
como lo denomina Ríos Martín, “la cárcel dentro de la cárcel”).
Se ha dicho que el concepto de peligrosidad es “peligroso” en sí, sobre
todo para ciencias como el Derecho penal y la Criminología (Serrano
Gómez, 1974; Barbero Santos, 1972; Bueno Arús, 1971), puesto que
introduce una gran inseguridad jurídica (Rodríguez Devesa, 1973;
Rodríguez Murullo, 1974). En primer lugar, porque está asociado a un
positivismo bastante exacerbado, que categoriza directamente a

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determinados individuos como “peligrosos” basándose en un pronóstico, es
decir, en un mero futurible de comisión de conductas antisociales; y, en
segundo lugar, porque tal pronóstico es, en el mejor de los casos, muy
complejo de determinar mediante las actuales técnicas de las ciencias de la
conducta humana (Vives Antón, 1974) en los que nunca se conocen los
márgenes de error (Serrano Gómez, 1974).
Por ello, habitualmente se requiere que esta peligrosidad se manifieste
externamente de alguna forma, en el caso de la peligrosidad criminal,
supone la comisión previa de un hecho delictivo.
En nuestra patria, con la entrada en vigor de la CE 1978, la reforma
jurídica de la transición eliminó las anteriores leyes especiales (Vives
Antón, 1986), extrayendo algunas conductas de la consideración de
“peligrosas” (como es el caso de la homosexualidad, o la pertenencia a
partidos políticos simpatizantes del comunismo).
II. ¿POR QUÉ ES IMPORTANTE EL CONCEPTO DE PELIGROSIDAD? ¿PARA
QUÉ SE UTILIZA?
Frecuentemente, el concepto de peligrosidad es un parámetro que se utiliza
para determinar las medidas encaminadas a lograr la rehabilitación y
reinserción social de los sujetos que han cometido una conducta antisocial.
Si hablamos de hechos delictivos, la peligrosidad es una variable habitual
en las juntas de tratamiento de los equipos multidisciplinares de
Instituciones Penitenciarias para confeccionar un adecuado tratamiento
penitenciario, así como para realizar un pronóstico relativo a la
probabilidad de cometer nuevamente un hecho delictivo.
Algunos autores han llegado a afirmar que “la peligrosidad y su
determinación diagnóstica son la base primordial sobre la cual se asientan
todas las resoluciones judiciales y lineamientos que rigen toda propuesta de
tratamiento criminológico” (Chargoy, 1999). Aunque la importancia del
concepto de peligrosidad es muy relevante en la confección de los
programas de tratamiento, lo cierto es que esta afirmación puede resultar
algo sobredimensionada, ya que en muchos casos se valorarán otras
cuestiones por encima de la peligrosidad del sujeto, tales como la gravedad
del hecho cometido, sus circunstancias familiares, sociales, laborales, etc.
Por otra parte, la peligrosidad criminal, a pesar de ser un concepto
eminentemente criminológico, también es relevante en cuestiones
estrictamente penales como la posible aplicación de medidas de seguridad
en sujetos que ya han delinquido, en la suspensión de la ejecución de una
condena, el establecimiento de la libertad condicional y en la propia
individualización de la pena (Esbec, 2003).

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También los conceptos de peligrosidad social y peligrosidad
penitenciaria han sido utilizados en la práctica. El primero de ellos para el
establecimiento de medidas de “profilaxis social”, construyendo programas
de prevención de conductas antisociales; el segundo, servirá para la
valoración de clasificación penitenciaria en cualquiera de los distintos
grados de tratamiento.
Finalmente, el concepto de peligrosidad en su vertiente objetiva ha
sido utilizado para el establecimiento de medidas de lucha contra la
reincidencia delictiva.
Como exponen Capdevila Capdevila et al, (2014) “a pesar de la falta
de estudios oficiales de reincidencia en España, se han realizado algunos
estudios relacionados con la reincidencia en delitos específicos. En relación
con los delitos sexuales, no existen estudios generales (Herrero, 2013), pero
sí los hay de las prisiones catalanas, que han informado de tasas de
reincidencia parecidas a las de otros países europeos, de cerca del 8-12% en
seguimientos de 4 años (Redondo et al., 2005). Asimismo, se han realizado
varios estudios sobre la tasa de reincidencia de los agresores domésticos y
de pareja que han mostrado tasas de reincidencia muy variables.
Así, Téllez (2013), haciendo un seguimiento, entre 2005 y 2012, de
571 condenados por violencia de género, retrospectivamente, observó que
un 73% de los casos habían reingresado en prisión por delitos diversos, y
no exclusivamente de violencia de género. Sobre el mismo tipos de delitos,
Loinaz, Lecumberri y Doménech (2011) identificaron una tasa de
reincidencia penitenciaria en agresores de pareja del 8,4% a los 12 meses y
del 60% a los 10 años. Otros estudios similares, como los realizados por el
equipo de Echeburúa, generalmente han mostrado tasas de reincidencia de
los agresores de pareja en el rango del 50-60% en periodos de 5 años de
seguimiento (Echeburúa et al., 2009)”.
Esta clase de estudios es coherente con el paradigma bien conocido en
el ámbito de la Criminología, y es el que los delincuentes habitualmente
mantienen un perfil poco especializado o heterogéneo. Los delincuentes
reincidentes no suelen cometer los mismos delitos siempre, sino que más
bien tienden a diversificar sus actividades delictivas (Serrano Maíllo,
2009).
Por otra parte, los índices de reincidencia de las “tipologías” delictivas
que habitualmente se asocian con la peligrosidad criminal no parecen ser
especialmente elevadas ni alarmantes en la mayor parte de los supuestos.
Más aún, en los casos de delincuencia sexual y terrorismo, las tasas de
reincidencia suelen ser más bien bajas (Cámara Arroyo, 2012).

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III. ¿QUÉ PRINCIPALES INSTRUMENTOS DE MEDICIÓN DE LA
PELIGROSIDAD CRIMINAL EXISTEN? ¿CUÁL ES SU FIABILIDAD?
La medición de la peligrosidad ha preocupado a psiquiatras,
psicólogos y criminólogos desde hace bastante tiempo. También los
penalistas y operadores jurídicos han mantenido un elevado interés en los
instrumentos para su medición, de cara a individualizar las medidas de
seguridad a imponer o, incluso, algunas penas.
Para evaluar la peligrosidad criminal se han utilizado toda clase de
enfoques:
La Criminología positiva ha centrado sus esfuerzos en determinar la
peligrosidad del sujeto a través de sus características personales, bien sean
éstas de carácter físico (antropología criminal, frenología, etc.) o
psiquiátrico (psiquiatría criminal, psicología criminal). También desde los
enfoques de la medicina legal y la psiquiatría forense se ha evaluado la
peligrosidad como manifestación de conductas violentas o agresivas.
La Sociología criminal y la Criminología crítica se han aproximado al
concepto de peligrosidad desde una óptica más interaccionista, como
ruptura o desviación de los procesos de relación entre el individuo y la
sociedad. También desde la postura crítica se ha llegado a establecer una
fuerte relación entre los modos de gobierno y regímenes políticos y el
concepto de peligrosidad. Para muchos de los autores que pertenecen a esta
corriente de fuerte influencia marxista, peligroso será todo aquel que se
enfrente al régimen político establecido. De este modo, el concepto de
peligrosidad carece de connotaciones de diagnóstico, pese a que el poder
trate de justificarlas, y pasa a ser una categoría que se utiliza como arma
por parte del poder político para señalar a los disidentes del régimen,
siempre siguiendo a estos autores.
La Criminología clínica ha seguido un enfoque más completo, en el
que también tienen cabida cuestiones personales, socioeconómicos,
culturales y medioambientales. Actualmente, la Criminología clínica
integral sigue teniendo gran peso en la medición de la peligrosidad de los
internos que se encuentran privados de libertad en centros penitenciarios
(Herrero Herrero, 2013).
Para realizar una evaluación y determinación de la peligrosidad se han
seguido, asimismo, distintas aproximaciones (Abekhzer y Gosselin, 1987):
a) Macrobiológica: estudio a nivel individual de quien ha realizado
actos peligrosos.

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b) Cuantitativa: estudio de la probabilidad de comisión de actos
peligrosos.
c) Microsociológica: estudio del contexto y evolución de los actos
peligrosos de acuerdo al proceso de transformación del individuo.
Actualmente, sin embargo, ninguno de estos métodos está exento de
críticas y puede decirse, sin empacho alguno, que con los modernos medios
y avances en las ciencias de la conducta humana aún no se ha logrado un
método 100% seguro para determinar la peligrosidad criminal de un sujeto
que no se encuentre afectado por una patología concreta y con anterioridad
a la comisión de un hecho delictivo. En general, existe un gran consenso
entre los expertos criminólogos al afirmar que, a pesar de los esfuerzos
llevados a cabo desde ciencias como la psicología criminal y la psiquiatría
forense, la determinación de la peligrosidad criminal es bastante arbitraria.
No obstante, eso no obsta para que la Criminología y otras ciencias
cercanas a su ámbito de estudio hayan intentado construir metodologías lo
más objetivas posibles para su medición y evaluación. Algunas de ellas
serían las siguientes:
1. Escala de respuesta individual criminológica (Chargoy, 1999):
basada en le teoría de la personalidad criminal (De Greef, 1950; Glueck &
Glueck, 1950, Pinatel, 1960; Landecho, 1967, Chargoy, 1985), con fuertes
connotaciones de la Criminología Clínica y el diagnóstico psiquiátrico y
psicológico, basa su construcción en 5 fases o etapas:
a) Construcción de la prueba: se utilizan básicamente técnicas de
psicología criminal (MMPI, PRF, etc.) que permiten construir reactivos
basados en la conceptualización operacional de los rasgos componentes de
la personalidad criminal. Tales rasgos se resumen en: agresividad
(capacidad para causar daño); egocentrismo (incapacidad para modificar
valores o actitudes personales); indiferencia afectiva (no repercusión
afectiva por sufrimiento ajeno); tendencia antisociales (conducta en contra
de la sociedad); adaptabilidad social (habilidad para la adecuación a las
normas sociales); labilidad afectiva (respuesta conductual para satisfacer
aspectos emotivos propios); identificación criminal (contaminación por
conducta antisocial, auto-reconocimiento como “criminal”, status criminal,
violencia, etc.). De este modo, los reactivos pueden demostrar la existencia
o no de estas características. La cuestión, sin embargo, es
metodológicamente compleja, por cuanto puede terminar revirtiendo en una
tautología: un sujeto es peligroso criminalmente porque en él se dan las
características antes mencionadas, y se dan estas características porque es
peligroso. Además de ello, la Escala de Respuesta Individual

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Criminológica parte ya de una definición de las características de la
personalidad criminal, como ella misma reconoce, por lo que puede
perderse bastante efectividad en el proceso posterior de evaluación si
existen fallos en los términos previos. No olvidemos, al respecto, que el
propio concepto de peligrosidad no está carente de cierta subjetividad.
b) Validación de la facie (inter-jueces): se someten las preguntas y los
reactivos a la opinión de 25 jueces expertos en psicología y/o sistemas
penitenciarios.
c) Validación del constructo: se aplican los reactivos seleccionados a
1400 sujetos de una población de reclusos, distinguiendo sexo y rangos de
edad e, incluso tipologías delictivas. Los reactivos, como se mencionaba
antes, evalúan las características de la peligrosidad criminal y ello en
distintas facetas.
d) Determinación de confiabilidad temporal: re-aplicación de los test
iniciales a un % de la anterior muestra.
e) Resultados: se trata de una herramienta de uso preferente en
instituciones penitenciarias, que ofrece resultados sólidos en cuanto a la
posibilidad de estimar la probabilidad de comisión de nuevos hechos
delictivos pero, como sus propios defensores advierten, NO ARROJA
CONCLUSIONES DEFINITIVAS, sino únicamente POSIBILIDADES
DE APARICIÓN DE CONDUCTAS (Chargoy, 1999).
2. Valoración de análisis psicológico y análisis clínico del
delincuente: Fundamentalmente, se tienen en cuenta dos variables:
a) La personalidad del sujeto, en un sentido amplio: factores
constitucionales, crianza, rasgos o disposiciones, deficiencias, etc.
b) Las situaciones peligrosas, es decir, la ocasión de cometer un
crimen está presente y existe un factor dinámico, la pulsión hacia el delito.
Especialmente importante en esta clase de análisis clínicos son los
denominados Manuales de Diagnóstico (DSM-V), que estandarizan los
principales puntos clave para el reconocimiento de determinados trastornos
de la personalidad antisocial.
3. Índice de personalidad criminal (Heilbrun, 1979): asociación entre
la asociabilidad del sujeto y su cociente de inteligencia. Se trata de una
inserción de la Criminología clínica más clásica y positivista que asociaba
el bajo índice de inteligencia con la delincuencia, dado el gran número de
personas que presentaban discapacidades psíquicas o mermas cognitivas en
prisión. En este índice se correlaciona la baja inteligencia del sujeto con su

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grado de interacción social. No obstante, los estudios más recientes
demuestran que no existe una correlación directa entre baja inteligencia y
delito.
4. Valoración jurídica (Esbec, 2003; Esbec y Delgado, 1994):
Tres han sido los elementos valorativos que se tienen en
consideración:
a) Nocividad: lo dañino y apasionado de la conducta del sujeto.
b) Motivación por la norma o intimidabilidad: progresiva adquisición
de refuerzos maduros (contrato social, orden social). Es interesante que este
punto se pueda relacionar con algunas teorías del control social informal,
como es el caso de la que postula que el origen de la delincuencia se centra
en la desvinculación de los sujetos de las instituciones sociales (Laub).
Además de ello, la moderna doctrina penal de la imputabilidad también
hace referencia a la “motivación” normativa a la hora de establecer la
responsabilidad penal del sujeto, es decir, su culpabilidad (Gimbernat,
1980; Mir Puig, 2011; Muñoz Conde, 2010), concepto históricamente
antagónico al de peligrosidad criminal.
c) Subcultura: si el sujeto pertenece a un orden racional diferente al de
la colectividad, por lo que no cabe esperar de él que se comporte conforme
a la norma. Nuevamente podemos relacionar esta característica con la
teorías criminológica de las subculturas (Cohen).
5. Valoración de la peligrosidad criminal con base el “factor de
frecuencia de violencia” (Mossman, 2000): valoración del factor de
violencia de grupo, agresividad, etc.
6. Métodos actuariales (Grove y Meehl, 1996): realización de estudios
estadísticos en los que se analiza el efecto durante un intervalo de tiempo
determinado de una variable independiente (factor) sobre una variable
dependiente. En este caso la valoración estadística orbita alrededor del
riesgo de violencia de los individuos e implica la predicción de la conducta
de un individuo sobre la base del comportamiento de otros sujetos en
situaciones similares, o la similitud de un individuo con miembros de
grupos considerados violentos (Milner & Campbell, 1995). El problema de
esta clase de estadísticas, propias de las ciencias que estudian, por ejemplo,
los riesgos en materia de seguros, es que no pueden valorar correctamente
algunas características personales/ individuales del sujeto en concreto, sino
que solamente incluyen tendencias grupales por similitud de patrones
estáticos.

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7. Métodos mixtos (Milner et al., 1995; Serin, 1993; Litwack,
Kirschner & Wack, 1993): mezcla de experiencia y método clínico
(psicología y psiquiatría forense) y estadístico.
8. Tablas de valoración del riesgo (Esbec y Gómez-Jarabo, 2000): se
basan en un cambio de paradigma que pretende superar el concepto de
peligrosidad criminal y sustituirlo por el de análisis del riesgo de conductas
violentas a través de la aplicación de una fórmula que permite baremar el
riesgo en una escala de valores determinada. Suele utilizarse para la
valoración del riesgo en la concesión de permisos penitenciarios.
9. Nuevas tendencias: aún se siguen desarrollando nuevas
metodologías e instrumentos para la valoración del riesgo de violencia
basados en distintos elementos de carácter globalizador (disposiciones
biológicas y genéticas del sujeto a la agresividad; claves disposicionales
como variables demográficas, cognitivas y de personalidad; factores
históricos; factores clínicos, etc.).
Actualmente, se manejan manuales, guías y herramientas de
diagnóstico que incluso inciden en determinadas tipología delictivas
normalmente asociadas con la peligrosidad criminal. Así, entre otras
(Andrés Pueyo y Redondo Illescas, 2007; Vázquez González, 2012;
Armanza Armanza, 2013; Muñoz Vicente & López Osorio, 2016; Marco
Francia, 2016): HCR-20 (Guía para la valoración de la peligrosidad
criminal); SVR-20 (Manual de valoración del riesgo de violencia sexual);
SARA (Guía para la evaluación de riesgo de “asalto conyugal”).
En concreto, el HCR-20 y el SVR-20 son instrumentos que tienen por
objetivo valorar el riesgo de reincidencia y orientar a las instituciones sobre
las probabilidades de reincidencia delictiva, lo que supone una evolución
del concepto de peligrosidad. De hecho, estas herramientas de medición
utilizan en realidad el baremo de factores de riesgo que pueden predecir la
conducta delictiva. De este modo, el SVR-20 no es un test ni cuestionario
psicológico, por lo que no se trata de una herramienta de perfilación
criminal, sino que se trata de una escala actuarial que tiene como estrategia
valorar múltiples factores del propio individuo, así como factores de riesgo
estático y dinámico. Por otro lado, el HCR-20 tampoco se conceptúa como
un test psicológico formal, sino que valora ítems tales como enfermedades
mentales, número de condenas en prisión, riesgo de violencia, factores
ambientales, situacionales y sociales (Tapias-Saldaña, 2011).
A estas herramientas genéricas se les unirán otras más específicas por
razón del sujeto activo de los hechos delictivos, tales como: PCL-R:
Psychopathy Check-list-Revised; VRAG: Violent Risk Appraisal Guide;

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EPV: Risk Prediction Scale of Serious Violence against the Sentimental
Couple; SAVRY: Structured Assessment of Violence Risk in Youth;
YLS/CMI: Youth Level Service /Case Management Inventory (sobre las dos
últimas herramientas de valoración de violencia en jóvenes infractores,
véase Botija Yagüe, 2011).
Aunque estos instrumentos de medición del riesgo de violencia
pueden ser útiles manejados por los criminólogos en determinados
contextos, Martínez Garay (2014), nos advierte que son muchas las
objeciones que pueden establecerse a los resultados de los mismos. Así,
tras la comparación de los diferentes estudios relativos a la eficacia de esta
clase de herramientas de valoración realizada en su investigación, la autora
precita indica que en algunos supuestos, no puede asegurarse que “las
predicciones hechas utilizando estos instrumentos de valoración de la
peligrosidad sean siempre mejores que el azar”.
10. Conclusiones: Como expone Esbec (2003), a pesar de todos los
estudios clásicos que se han venido realizando desde el siglo pasado, no se
ha encontrado un tipo estructurado de personalidad criminal, aunque sí
podemos en la actualidad obtener una serie de rasgos que habitualmente se
encuentran en las personas “peligrosas” que han cometidos hechos
delictivos (impulsividad, baja auto-estima, suspicacia, psicoticismo, etc.).
Aunque el concepto de “peligrosidad criminal” se ha mantenido en
nuestra doctrina criminológica y, en general, en otras ciencias cercanas al
fenómeno delictivo, la tendencia generalizada es su progresiva redefinición
e, incluso, podría decirse sustitución por otros conceptos tales como la
determinación de “factores de riesgo”, “predicción de la violencia”,
“daño”, “niveles de riesgo de daño”. Este nuevo enfoque tiene relación
directa con la denominada Criminología de corte plurifactorial, de carácter
eminentemente pragmático, que estudia los principales factores
criminógenos que afectan a los sujetos.
El debate se centra, sobre todo en los últimos años, en la dicotomía
entre seguridad/libertad y en la gestión o manejo del riesgo en cuestiones
de delincuencia. El alcance del mismo, como puede comprobarse
fácilmente, es enorme: sociológico, jurídico, político, etc. El principal
problema es que existen dos posturas enfrentadas al respecto: por un lado,
aquellos que postulan la necesidad de predicción de las conductas violentas
“a priori” y aquéllos que, por el contrario, estiman que lo más adecuado es
trabajar en la reducción o manejo del riesgo, poniendo el acento en
modificar aquellos factores de riesgo que convierten a un individuo en
potencialmente peligroso (Esbec, 2003). La segunda de las posturas nos

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parece mucho más razonable. En primer lugar por que huye de los
automatismos en materia de predicción de la peligrosidad e introduce, por
tanto, una mayor seguridad; y, en segundo lugar, porque nos dirige a una
política pro-social desde el punto de vista de prevención que pone el acento
en minimizar los factores de riesgo antes que tratar de realizar predicciones
probabilísticas de dudosa fiabilidad.
Desgraciadamente, la tendencia generalizada a nivel internacional –al
menos, en materia de política criminal y a nivel legislativo penal- parece
haberse centrado en la primera de las vías.
Sin lugar a dudas, cada vez existen métodos más fiables desde las
ciencias de la conducta humana para determinar el grado aproximado de
peligrosidad criminal de un individuo, esto es, su mayor o menor
propensión a cometer hechos delictivos en el futuro. No obstante, debemos
coincidir con la doctrina mayoritaria al insistir en que nunca podemos
hablar de certeza, sino solamente de posibilidad. Se trata, en suma, de un
mero futurible.
Por ello, si bien no puede dudarse de la utilidad de los métodos
anteriormente para establecer la probabilidad de reincidencia de un recluso
a la hora de conceder un permiso de salida ordinario, su utilidad en la
concesión de la libertad condicional o la suspensión de la pena, en
programas de prevención de la violencia, etc., el concepto de peligrosidad
criminal y su determinación no puede constituirse en la principal
herramienta para adecuar nuestros sistemas de control social formal. Su
inexactitud es, aún, su principal desventaja.
IV. SI LA PELIGROSIDAD CRIMINAL ES UN CONCEPTO DE RANCIA
TRADICIÓN EN CRIMINOLOGÍA, ¿POR QUÉ PREOCUPA MÁS
ACTUALMENTE LA PELIGROSIDAD CRIMINAL?
Desde el ámbito de la sociología criminal se ha denominado a la sociedad
actual como “sociedad del control” (Garland, 2001) o “sociedad del
riesgo”. Ciertamente, la postmodernidad ha traído consigo un desarrollo
tecnológico y de ingeniería social en el que han hecho su aparición nuevos
riesgos y peligros potenciales para los ciudadanos de las comunidades
occidentales. Actualmente, los bienes jurídicos necesitados de protección
se han multiplicado y la sensación de inseguridad ciudadana –real o no- se
ha intensificado. El recurso a los medios de control formal se ha hecho más
evidente y la demanda social de los mismos es mayor desde hace unas
décadas. Así, es frecuente la utilización del Derecho penal como una
especie de válvula de gestión del riesgo, lo que ha derivado en un

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fenómeno conocido en política criminal como “expansión del Derecho
penal” (Silva Sánchez, 2001).
Así, por ejemplo, la sensación de inseguridad ciudadana es mucho
más elevada que las ratios de delincuencia real en España, encontrándonos
en un punto de desinformación generalizado, que debería paliarse a través
de un estudio serio y profundo de la delincuencia, para una mejor
comprensión de nuestra situación criminológica real. La comunicación con
la sociedad es especialmente importante, puesto que debe establecerse una
suerte de “doble flujo” (García Valdés, 2012): no solamente el Derecho
penal debe adaptarse a los nuevos tiempos, sino que debe informarse a los
ciudadanos del porqué de las reformas y, sobre todo, el porqué de los
límites a las mismas a pesar de determinadas demandas sociales.
El miedo al delito, a la victimación, se ha convertido en un arma
política: la promesa de una mayor seguridad es un reclamo electoral
importante, y los políticos se han dado cuenta de ello. Por ello, cada vez es
más frecuente que se eleven políticas que incidan en la detección,
vigilancia o control del delincuente peligroso. Muchas de estas políticas
tienen como único objetivo el mejor posicionamiento electoral de quienes
las desarrollan, siendo habitualmente ineficaces desde el punto de vista
preventivo. A este fenómeno se le conoce como “populismo, simbolismo o
electoralismo punitivo”.
Más aún, cada vez con mayor frecuencia se reclaman respuestas que
traten de anteceder a la criminalidad. Sin embargo, como es obvio, la
mayor parte de las reformas se acometen con posterioridad al acaecimiento
de crímenes especialmente mediáticos, que tienen un carácter excepcional
en nuestra estadística criminal.
V. ¿QUÉ ES EL DERECHO PENAL DE LA PELIGROSIDAD? ¿QUÉ
DELINCUENTES SE SUELEN DENOMINAR PELIGROSOS?
De forma simplista, podemos definirlo como un constructo dogmático que
hace referencia a un Derecho penal en el que la principal preocupación es
atajar y dar respuesta a la peligrosidad criminal de determinados
delincuentes. Se basa en el objetivo de inocuización de determinadas
categorías de delincuentes que se consideran “especialmente peligrosos”,
como los delincuentes terroristas, los delincuentes sexuales, los
maltratadores (violencia de género), etc. Se trata de un concepto muy
cercano al denominado Derecho penal de Autor, en el que lo importante no
es el hecho delictivo en sí y su gravedad, sino las características del propio
autor.

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Se caracteriza por la imposición de medidas de seguridad
complementarias a las penas (como la libertad vigilada o la custodia de
seguridad), basadas en la peligrosidad de esta clase de delincuentes, así
como medidas que atañen a la potencial reincidencia de los delincuentes.
Además, esta clase de Derecho penal recurre habitualmente a los
denominados delitos de peligro abstracto que pretenden anticiparse a la
efectiva lesión de los bienes jurídicos protegidos, valorando el peligro para
los mismos antes de que ocurra el daño. Se eleva, de este modo, la
protección ante la posible lesión de bienes jurídicos a la gestión del riesgo
de potencial peligro para tales bienes sin necesidad de que se produzca esta
lesión.
Se trata de un concepto muy denostado por la mayor parte de
penalistas y criminólogos, pues es habitual que se construyan ad hoc
determinadas categorías de delincuentes considerados peligrosos, sin el
debido análisis criminológico. La principal crítica que ha recibido este
modo de entender el Derecho penal es que supone una importante merma
de garantías constitucionales en aras de una mayor seguridad ciudadana.
VI. ¿QUÉ INSTRUMENTOS SE HAN PROPUESTO PARA SOLUCIONAR ESTA
PREOCUPACIÓN EN ESPAÑA? ¿QUÉ SON LAS MEDIDAS DE
SEGURIDAD?
Las medidas de seguridad se han definido de forma clásica como las
segundas consecuencias jurídicas al delito más importantes después de la
pena. A diferencia de ésta última, las medidas de seguridad son una suerte
de “sanciones” que se imponen a sujetos que se encuentran en un “estado
peligroso”, previamente definido en el Código penal. En definitiva, se
imponen a sujetos “peligrosos criminalmente” y no “socialmente”. Ello nos
deriva a la principal diferenciación entre Derecho penal y Moral (García
Valdés, 1995), del mismo modo que separa los conceptos de peligrosidad
criminal y social.
Históricamente, la medida de seguridad ha estado ligada a la doctrina
de la Escuela Positiva italiana, al correccionalismo más representativo y al
concepto de sentencia indeterminada. También ha sido la protagonista de
nefastos atentados contra las garantías de los ciudadanos, como es el caso
del uso que la doctrina alemana realizó de las medidas de seguridad en la
Alemania nazi.
El Título IV del libro del CP de 1995 recopila las disposiciones que
contienen las medidas de seguridad y su aplicación en nuestro
ordenamiento jurídico-penal. La inclusión de medidas de seguridad en
nuestro CP supone una novedad, cuyo antecedente más cercano se

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encuentra en el CP de 1928, que tomaba como referencia la doctrina
italiana sobre las medidas de seguridad.
Actualmente, el principio de legalidad y todas las garantías
establecidas para las penas en el CP se extienden a las medidas de
seguridad.
Con anterioridad a la entrada en vigor de la LO 5/2010, de 15 de
junio, los conceptos de peligrosidad criminal y culpabilidad se encontraban
relativamente distanciados. Del mismo modo, medida de seguridad y pena
mantenían una clara separación en cuanto a su aplicación: las primeras para
delincuentes inimputables que mostraran su peligrosidad criminal mediante
la comisión de un hecho delictivo; y la segunda, la pena, para aquellos
delincuentes plenamente responsables, como reproche por su conducta
criminal. Nuestro sistema era, por tanto, eminentemente dualista.
Tal régimen de aplicación mantenía como única excepción el régimen
vicarial (art. 99 CP), en aquellos casos en los que existiera una disminución
de la culpabilidad del individuo debido a la aplicación de una eximente
incompleta (art. 21.1 CP).
La reforma de 2010 vino a cambiar estos conceptos asentados en la
doctrina con la introducción de una medida de seguridad -la libertad
vigilada (art. 106 CP)- que, por vez primera en nuestro Derecho penal,
puede aplicarse a delincuentes plenamente imputables una vez cumplida su
pena, si se estima que su peligrosidad criminal se mantiene.
Según los defensores de la reforma (Feijoo Sánchez, 2011), las nuevas
medidas de seguridad estarían legitimadas toda vez que, por una parte, los
conceptos de peligrosidad criminal y culpabilidad no están completamente
disociados, pudiendo existir delincuentes plenamente responsables en los
que se mantenga un diagnóstico de peligrosidad criminal una vez cumplida
su pena; y, en segundo lugar, la sociedad no tiene porqué soportar una
carga de riesgo frente a la posible comisión por parte de delincuentes
especialmente peligrosos de futuros delitos: la libertad vigilada sirve de
prevención frente a las potenciales víctimas.
No obstante, la aplicación conjunta de penas y medidas de seguridad
en sujetos plenamente imputables puede plantear algunos problemas de
compatibilidad entre ambos conceptos.
La clave para determinar la pertinencia de las medidas de seguridad
aplicables a sujetos plenamente imputables se encuentra, en mi opinión, en
el concepto de peligrosidad criminal que manejemos. En este sentido,
quizás deberíamos distinguir entre dos aspectos muy próximos pero que,

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sin embargo, deben distinguirse: estado peligroso y pronóstico de
peligrosidad criminal.
Habitualmente, nuestro Derecho penal vigente ha entendido por
peligrosidad criminal, como presupuesto para la imposición de una medida
de seguridad, la inclusión del delincuente en alguno de los denominados
“estados peligrosos” previstos legalmente. En la mayor parte de los
supuestos, la peligrosidad criminal deriva normalmente de una anomalía en
el comportamiento del sujeto (inimputabilidad o semimputabilidad) que
necesita de un diagnóstico facultativo -o, al menos, un estudio
criminológico-, y que podría aumentar las probabilidades de que cometa
nuevos delitos en el futuro (pronóstico o juicio de probabilidad criminal).
El delincuente inmerso en tal “estado peligroso” no se sentiría motivado
por una pena, siendo insuficientes las finalidades de la misma para él (falta
de motivación de la norma) por lo que deberá aplicársele una medida de
seguridad, sea con fines curativos, correccionales, pedagógicos (prevención
especial positiva) o meramente asegurativos (inocuización, prevención
especial negativa).
Como puede observarse, el concepto de “estado peligroso” es objetivo
ya que normalmente conlleva una serie de situaciones tasadas legalmente
(art. 95.1, “Las medidas de seguridad se aplicarán por el Juez o Tribunal,
previos los informes que estime convenientes, a las personas que se
encuentren en los supuestos previstos en el capítulo siguiente de este
Código”), a saber: inimputables por anomalía o alteración psíquica (art.
101 CP); inimputables por grave adicción (art. 102 CP); inimputables por
alteraciones en la percepción (art. 103); semiinimputables por cualquier de
las tres anteriores razones (art. 104 CP); y, la que quizás sea la más dudosa
como “estado peligroso”, ostentar la condición de extranjero no residente
en España (art. 108 CP), si bien parece que, por el tenor literal del texto
legal, las medidas de seguridad aplicables a los mismos podrán ser
sustituidas por la expulsión del territorio nacional (art. 108 CP).
Ciertamente, un sujeto plenamente imputable puede mantener un
elevado pronóstico de peligrosidad criminal, entendido como una
probabilidad de comportamiento futuro de comisión de nuevos delitos. Tal
es el segundo requisito que recoge nuestro vigente CP para la imposición
de una medida de seguridad. No obstante, a diferencia del requisito de
“estado peligroso”, el pronóstico de peligrosidad criminal es un juicio de
futuro que no mantiene las mismas garantías y seguridad jurídica. Y es que,
si prescindimos, como se pretende en el caso de la imposición de medidas
de seguridad post penitenciarias a sujetos imputables, del requisito de
“estado peligroso”, deberíamos llegar a la conclusión de que cualquier

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persona con capacidad de responsabilidad penal es iuris tantum
potencialmente peligrosa criminalmente.
Otro de los requisitos fundamentales para la imposición de una
medida de seguridad en un Derecho penal de un Estado democrático de
Derecho es la previa comisión de un hecho delictivo (medidas de seguridad
post delictivas). Es cierto que la comisión de un hecho delictivo revela
cierta peligrosidad criminal, pero no establece un juicio iuris et de iure de
futura comisión de nuevos delitos. Más aún, a pesar de las avanzadas
técnicas en los campos de la criminología, la sociología, la psicología, las
ciencias del comportamiento y la medicina, sería muy complicado poder
establecer, en sujetos plenamente responsables penalmente, una prognosis
de criminalidad futura que cubriera las garantías necesarias predicables de
un ordenamiento jurídico-penal sometido a una serie de principios
limitadores.
Ciertamente, hoy en día existen métodos que pueden determinar con
mayor exactitud un pronóstico de peligrosidad criminal que en tiempos
pasados. Los Equipos Técnicos y Juntas de Tratamiento de los centros
penitenciarios desarrollan, en este aspecto, una labor principal. Sus
informes serán determinantes para la progresión de grado de tratamiento y
régimen de vida en prisión, así como para la obtención de beneficios
penitenciarios. Ahora bien, el estudio de la personalidad del reo y sus
circunstancias sociales, familiares, formativas, educativas, afectivas y
culturales en un ambiente cerrado (peligrosidad penitenciaria), como es la
prisión, dista mucho de poder convertirse en una predicción segura de
comportamiento criminal futuro, en aquellos sujetos que no se encuentran
inmersos en ningún estado peligroso.
Por esta razón, en mi opinión, para la imposición de una medida de
seguridad que cumpla con todas las garantías de nuestro actual Derecho
penal, será necesaria la confluencia de todos los requisitos: a) Comisión de
un hecho delictivo; b) Estado peligroso; y, por último, c) Diagnóstico de
peligrosidad criminal. Obviar cualquiera de estos tres elementos,
transformaría a las medidas de seguridad en otro elemento diferente, una
nueva consecuencia jurídica del delito (Cámara Arroyo, 2014).
Por otra parte, el mantenimiento de la medida de seguridad se basará,
a su vez en la continuidad de tal “estado peligroso”. El pronóstico de
peligrosidad criminal servirá únicamente como indicativo del seguimiento
del estado peligroso del sujeto de cara al cese, modificación o sustitución
de la medida de seguridad.

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Más aún, prescindir del requisito de “estado peligroso” conllevaría
confundir la peligrosidad criminal con la peligrosidad social, puesto que se
estaría imponiendo una medida de seguridad simplemente por el hecho de
pertenecer a una categoría criminal determinada.
Finalmente, si, como las últimas tendencias apuntan, puede entenderse
como nuevo “estado peligroso” una nueva categoría de delincuente -el
denominado culpable peligroso- al menos debería ser exigible un punto de
partida inicial: la demostrada habitualidad o reincidencia delictiva del
sujeto.
Más allá, actualmente parece existir una gran confusión entre los
conceptos de culpabilidad y peligrosidad social, por cuanto en la nueva
pena de prisión permanente revisable se incluye también la valoración de la
peligrosidad criminal del delincuente para la concesión de la suspensión en
las revisiones. De este modo, la pena de prisión permanente revisable
puede convertirse en una verdadera sentencia indeterminada, concepto más
cercano a las medidas de seguridad basadas en la peligrosidad criminal del
sujeto y, por ello, inconstitucional a la luz de los arts. 25.1 y 25 CE
(Cámara Arroyo, 2015).
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