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LA CASA

Vivo en una casa. O quizás la casa me vive a mí. Desde que nací, he vivido en esta casa.
Mucho antes de que yo naciera, la casa existía. La casa es grande y antigua. Desconozco su
edad y su verdadero origen. Siempre estuvo aquí. Podría decirse que la casa “acogió mi
existencia”. Pero ya han pasado treinta años y no conozco otro lugar más que la casa.
Afuera, en el frontis, hay una carretera. En la parte posterior, no lo sé, pero todo apunta a
que se trata de un pasaje o una calle pequeña. He oído allí, parapetado tras el portón de
latón, la voces melifluas y efímeras de los niños cuando juegan contentos, así como sus
chillidos estridentes cuando son reprendidos por los mayores. También oí allí, alguna vez,
uno o dos disparos y los gritos y llantos de una mujer y las imprecaciones de otra. También
he oído el canto de los pájaros, los maullidos de los gatos y los ladridos de los perros.
Muchas cosas he oído, ninguna he visto: ningún alma viviente se acercado ni presentado
nunca a la casa donde vivo. La carretera, por su parte, me ha servido como fuente eterna de
distracción: he logrado clasificar cada vehículo, según su forma, tamaño y color; he
inventado cientos de juegos relacionados con las infinitas combinaciones entre estas
características y la cantidad de cada vehículo que cumple con alguna determinada en
relación con las demás. Y, como la carretera es de doble sentido, me he deleitado en
expandir dichas combinaciones hacia un sentido u otro o hacia ambos, lo cual ha absorbido,
evidentemente, gran cantidad de mi tiempo. Como he dicho, la casa siempre estuvo aquí.
Un día nací y ya estaba la casa. La casa es grande (aunque no conozco otra con la cual
comparar, a mí me lo parece): tiene un jardín rectangular en cuyo centro hay un naranjo; la
puerta de la reja da a un amplio patio con baldosas ajedrezadas: a un extremo, un enorme
muro que en altura triplica al menos mi estatura; al otro, la entrada de la casa; las ventanas
principales dan a la carretera, dos dan al patio lateral, una última da al patio trasero. El
interior de la casa comienza con un pequeño umbral; hacia la carretera, primero el living,
luego el comedor. La cocina da al comedor y viceversa. Hacia la parte posterior, es decir en
dirección al patio trasero y en paralelo con el lateral, se extiende un enorme pasillo que en
mis sueños parece no tener fin, pero sí lo tiene. Desemboca en lo que viene a ser la pieza
principal y que es la yo ocupo actualmente. A cada lado, y justo antes de llegar a dicha
pieza, dos piezas o dormitorios menores. A mis treinta años, he ocupado ambos. El baño y
un patio de luz se miran al principio o justo después de empezar la boca del pasillo. He
descrito, a muy grandes rasgos (me temo), el interior de la casa. El exterior no es gran cosa.
Como he dicho, la casa es antigua. La pintura de las paredes está agrietada y se cae a
pedazos. La casa (me parece) alguna vez debió haber sido de un vivo color salmón. Ahora,
dicho color se asemeja más al durazno o al damasco (pero todo esto me lo figuro, puesto
que, en realidad, nunca he visto ni el color de un durazno ni el de un damasco, así como
tampoco el de un salmón); he logrado vislumbrar que el techo está cubierto por tejas de
gran tamaño (a pesar de que hay un majestuoso palto en el patio, justo antes de llegar al
recodo por el cual se accede a la parte posterior de la casa, nunca he sido tan estúpido o tan
lúcido como para escalar su tronco y sus ramas y poder así, ver y divisar la casa y más allá
de la casa desde cierta altura). Algo digno de notoriedad es la casucha que hay en la casa:
se ubica justo al fondo del patio lateral, es decir, a un lado del palto y en el recodo mismo
que desemboca a al patio trasero (nunca he entrado, ni entraré allí). Tampoco entraré en
detalles. Si tuviera que describir fidedignamente la casa, tal ejercicio me tomaría otros
treinta años. No conozco ni he conocido a persona, animal, vegetal u otro ser viviente,
salvo el naranjo y el palto de la casa. Obviamente, sé que existen otros seres, puesto que me
los puedo figurar. La casa no es un ser vivo, eso lo sé. No, la casa no está viva como yo,
pero sí lo está en otro sentido, en una forma más allá de la que puedo figurarme. En
consecuencia, la casa ha de ser un ser vivo, aunque a mí no me lo parezca. Y, a pesar de
que siempre he tenido dicha impresión, la casa nunca me ha poseído. La casa no es mi
dueña, pero tampoco yo soy su dueño. No es ni ha sido la casa la que no permite la entrada,
o inclusive acercamiento, de otros seres a su morada. Tampoco he sido yo sensu stricto.
No, la casa no me vive a mí, ni yo la vivo a ella: hay algo más. Una fuerza, mucho, mucho
más allá de lo que logro figurar, debe gobernarnos. Y si logro figurarme esto (la hipótesis
de una fuerza que escapa a mi entendimiento y que gobierna el sentido de mi existencia y el
de la casa) es porque ha de ser así, de otra forma, no tendría como figurármelo.

La casa siempre ha existido y yo seguiré existiendo siempre con treinta años tratando de
resolver el misterio.

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