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Grecomaniacos

Buen día, bienvenidas y bienvenidos a este video pecha kucha. En 1960 el


director norteamericano Jules Dassin estrena Nunca en domingo, una comedia
sobre “Homero de Tracia”, un “grecomaniaco” que viaja a Pireo, puerto de
Atenas, en búsqueda de la razón que llevó a la cultura griega a la decadencia.
Allí se enamora de Ilia (nombre que equivale a Troya), una prostituta que parece
encarnar las razones de la decadencia de la cultura clásica. Se propone
enseñarle sobre su pasado y así revivir la gloria perdida.
Sus argumentos para restituir la gloria del pasado griego son semejantes
a los de Winckelmann. Para Homero, “el arte griego era el más armonioso del
mundo” y las posturas lógicas de Aristóteles sobre el conocimiento, el pináculo
de la sociedad. Viajar a Atenas es presenciar el resultado de un mundo en
ruinas. Su mirada, tan melancólica y solemne como la de Winckelmann, ve la
antigüedad como algo muerto, como un proyecto olvidado e irrecuperable.
Para poner un freno a esa mirada llena de tristeza en la que se
abanderaba Winckelmann, en el panorama alemán del siglo XVIII aparecen
grandes figuras representativas con ideas que buscan transformar la mirada
laudatoria del pasado. Me interesa que nos enfoquemos en dos de ellas: Georg
Hegel y Friedrich Schiller. Para ambos el arte adquiere un nivel de importancia
superior en la sociedad, y en el caso de Schiller se vuelve una necesidad para la
consolidación de un pueblo libre y soberano. En el caso de Hegel, su postura
sobre el arte hace de éste un objeto de estudio riguroso, capaz de ser analizado
como cualquier ciencia.
Para entender estas dos posturas y poder preguntarse qué validez tienen
actualmente, es necesario recordar el contexto de ambos autores. Hegel y
Schiller están en la cúspide del proyecto de la ilustración. Están en medio de la
caída del feudalismo y el absolutismo, la revolución francesa, así como la
consolidación de la clase burguesa. Arsenio Ginzo Fernández destaca la
importancia del contexto en la toda la filosofía de Hegel y su relevancia para la
construcción de su postura sobre el mundo clásico. Para el filósofo, el
pensamiento tiene que estar localizado en su tiempo y no sólo tener la mirada
hacia el pasado, como le ocurría a Winckelmann. En sus palabras: “Ciertamente
nos sentiremos eternamente atraídos por Grecia, pero la suprema satisfacción
no la encontraremos ahí” (45). Para él Grecia es, efectivamente, cuna y madre de
la sabiduría; el acceso para el pensamiento contemporáneo y el alimento
intelectual para la vida moderna. Sin embargo, la historia del arte, que es
también la historia del espíritu de su época, se renueva a partir de las formas
caducas. En palabras de Ginzo: “No se trata tanto de un cambio de envoltura, de
un cambo de una vida por otra, sino de acceder a un nivel superior de existencia
a partir de los anteriores” (46-46).
En ese sentido Hegel, como hijo de su tiempo, no verá el pasado de
manera monolítica e incluso tendrá una posición férrea contra la idea de
imitación. Para él, el valor esencial del arte –inspirado en uno de las virtudes
insignia de la revolución francesa– es la libertad. Dice Hegel: “En efecto,
formalmente considerada, cualquier ocurrencia, por desdichada que sea, que se
le pase a un hombre por la cabeza, será superior a cualquier producto natural,
pues en tal ocurrencia siempre estarán presentes la espiritualidad y la libertad”
(I.1. p.8). En ese sentido, cuando él afirma que: “el arte es y sigue siendo para
nosotros, en todos estos respectos, algo del pasado” (I.2. p.14), a lo que se refiere
es que la mirada pasmada, estática de la antigüedad ha agotado su capacidad de
producción y no responde a las inquietudes del tiempo actual. En sus palabras:
“el principio de imitación es enteramente formal, cuando de él se hace el fin
desaparece lo bello objetivo mismo. Pues en tal caso ya no se trata del jaez de lo

que ha de ser imitado, sino sólo de que sea correctamente imitado” (3.β. p.36).
El arte moderno exige algo más del pasado que la contemplación y la
fascinación; para Hegel la “imaginación creadora puede verterse
inagotablemente”.
La posición de Schiller es semejante a la de su compañero. El arte de la
imitación ha agotado su potencial creador y hay que pasar a un estudio crítico
de éste. No se puede seguir, como dice en su sexta carta, trabajando bajo las
reglas de una existencia mecánica, de relojería, en donde todo carece de
libertad. En esta misma carta Schiller compara a la humanidad con un reloj, en
el cual ejecuta las acciones como le es dado y no en pro de su libertad. Para él,
así como para Hegel, el proyecto de la ilustración escindió al hombre entre
naturaleza y entendimiento. En palabras de Vicente Jarque, Schiller entendía la
ilustración como un momento de fragmentación, de un cuerpo desmembrado
que, a diferencia de los griegos, no haya la posibilidad de reconciliación entre lo
natural y los sentidos.
Esa separación fue una “herida a la humanidad moderna”. Schiller creía
que los griegos no se habían dejado escindir por la separación entre
entendimiento y naturaleza, entre razón y sensibilidad, pues para ellos todo
funcionaba como un cuerpo orgánico, absoluto, que conducía al ser humano
hacia la sabiduría. Ese todo, ese absoluto, ese “uno primordial”, sólo podía
reconstruirse a través de la educación estética. Esta estaba definida por tres
impulsos: el impulso intelectual, el impulso sensible y el impulso del juego, que
era aquel que abolía la escisión y permitía la creación libre.
El proyecto educativo de Schiller, como dice en su novena carta, piensa el
arte como un instrumento capaz de formar ciudadanos aptos para el cuerpo
social, tal y como pasaba en la antigua Grecia. Política, ética y estética son para
él campos íntimamente ligados. La preparación de un sujeto entrenado en las
cuestiones estéticas debe derivar en la consolidación de una sociedad más
armónica. Sin embargo, “no todo aquél que siente arder ese ideal en su alma le
han sido dadas la calma creadora y paciente sentido necesarios para imprimirlo
en la callada piedra…” dice Schiller. Sólo el genio es quien puede recibir la
inspiración de su época y verterla en el arte.
Si bien es cierto que resulta útil retomar la mirada desafiante de estos dos
autores, que conduce a la creación y no se detiene ante la tradición que la
precede y que además reconoce en el pasado un potencial para la inspiración,
pero no lo ve como el yugo sobre las reglas estéticas; también es importante
reconocer quiénes, según esta propuesta, tiene acceso a esa formación estética.
Resulta muy útil para la actualidad rescatar las potencialidades de una
educación capaz de formar seres políticos, comprometidos con los dilemas de su
tiempo y con la sociedad, capaces de agarrar el espíritu su momento, entrenados
en el arte. En palabras de Schiller: vive con tu siglo, pero no seas obra suya. Vale
la pena rescatar la postura de estos dos autores que vinculan lo emotivo con lo
intelectual y así entender que la creación es un proceso atravesado por estas dos
fuerzas y que no se puede crear una jerarquía entre ellos, sino que se debe
buscar la reconciliación entre estos dos mundos tradicionalmente separados.

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