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TEORÍA DEL

CONOCIMIENTO II
Filosofía

2021

Consultas:
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centrodelosestudiantes.ffyh@gmail.com
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UNIVERSIDAD NACIONAL DE CORDOBA

FACULTAD DE FILOSOFIA Y HUMANIDADES

ESCUELA DE FILOSOFIA

Asignatura: Teoría del Conocimiento II

Docentes a cargo: Prof. Adjunto Dr. Daniel Kalpokas.

Aytes alumnos: Eugenio Mié Battán y Mateo Santillán Castro.

Año lectivo 2021

Carga horaria: martes, de 14 a 16 hs y jueves de 14 a 16 hs.

Consultas: martes 16 a 17 hs.

I- Enfoque general sobre la materia


Según suele entenderse, la teoría del conocimiento es el estudio filosófico del conocimiento y
de la justificación de la creencia. Entre las cuestiones centrales que trata de responder están: ¿qué es
el conocimiento? ¿Qué podemos conocer? ¿Cómo se justifican las creencias? ¿Cuál es la importancia
de la experiencia para el conocimiento? ¿Cuál es la relevancia epistemológica de la memoria y el
testimonio? ¿Se puede conocer algo a priori?
De los diversos problemas y debates epistemológicos que en la actualidad podrían
seleccionarse para el dictado de la presente materia, se escogerá este año el que concierne a la
contribución que la experiencia perceptiva hace al conocimiento empírico. Las ventajas de este eje
temático son las siguientes: permite poner en conocimiento de los alumnos las principales
concepciones de la experiencia perceptiva defendidas durante el siglo XX; permite hacer un repaso
de las principales teorías de la justificación epistémica actualmente en boga; introduce a los alumnos
en una reflexión acerca de la naturaleza del conocimiento empírico; y permite relacionar problemas y
teorías epistemológicas bien conocidas con discusiones que tienen lugar en la filosofía del lenguaje y
de la mente.

II- Fundamentación del programa


¿Cuál es el papel que desempeña la experiencia en el conocimiento del mundo? ¿Cuál es su
importancia para la justificación de las creencias? ¿Cuál es su aporte en la constitución del contenido
empírico de nuestras creencias? Estas preguntas circunscriben el área temática del presente curso. El
empirismo de los siglos XVII y XVIII no dudó en otorgarle a la experiencia una importancia crucial
en el proceso de conocimiento empírico. Filósofos como Locke, Berkeley y Hume entendían que
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todo nuestro conocimiento del mundo externo tenía su origen y su justificación en las impresiones de
los sentidos. Dicha tesis iba acompañada por una determinada concepción de la mente humana, de
una específica comprensión del conocimiento, y de una teoría del lenguaje asociada a ellas. La idea
de la mente como tabula rasa, la concepción según la cual el conocimiento se funda en impresiones
o ideas de las cuales la mente puede tener certeza, y el punto de vista según el cual los estados
mentales constituyen primariamente los significados de los términos lingüísticos, son elementos que
constituyen de manera característica la concepción empirista de los autores mencionados. El impacto
de esta concepción del conocimiento, de la experiencia y de la mente ha sido tan profundo, que
incluso filósofos como Russell, Ayer, Schlick y Carnap –todos filósofos comprometidos con el giro
lingüístico- continuaron defendiéndola en la primera mitad del siglo XX.
La segunda mitad del siglo XX, sin embargo, introdujo una ruptura importante con esta
tradición. Giro lingüístico mediante, el empirismo moderno fue sometido a una profunda revisión por
parte de Sellars, Quine, Davidson y Rorty. Sellars criticó con profundidad el empirismo tradicional
como una de las formas que adoptó el llamado “Mito de lo Dado”. Quine cuestionó los que, según él,
eran los dos dogmas fundamentales del empirismo. Davidson cuestionó el dualismo esquema
conceptual-contenido, el último dogma –según su opinión- del empirismo tradicional. Y Rorty instó
a abandonar el empirismo por ser un capítulo más del agotado paradigma cartesiano. El resultado de
tales críticas fue un liso y llano abandono del empirismo, tanto de sus pretensiones fundacionistas
como de la concepción de la experiencia asociada a él.
Actualmente, distintos y distinguidos filósofos enrolados en lo que podría llamarse “realismo
directo” han reflexionado sobre el carácter epistémico de la experiencia. Este es el caso de, por
ejemplo, Noë, Searle, Putnam, Brewer y, especialmente, McDowell. En todos estos casos, puede
observarse un intento por restituirle a la experiencia su papel en el proceso de justificación de la
creencia sin recaer en el llamado “Mito de lo Dado”.
La idea del presente curso consiste, pues, en hacer un relevamiento de las principales formas
en que el siglo XX ha entendido la experiencia perceptiva a fin de analizar las ventajas y desventajas
de cada una de las propuestas a la hora de responder las preguntas que se hallan al comienzo de esta
sección.

III-Objetivos
1- que el alumno conozca y comprenda los conceptos fundamentales de cada una de las teorías de la
percepción contempladas por el programa;
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2- que el alumno pueda establecer comparaciones sistemáticas entre distintas teorías filosóficas de la
experiencia perceptiva;

3- que el alumno pueda establecer comparaciones históricas entre las distintas propuestas teóricas
acerca de la experiencia a fin de advertir la evolución de los problemas tratados;

4- que el alumno desarrolle y ejercite su capacidad argumentativa y crítica;

5- que el alumno desarrolle su capacidad interpretativa de textos filosóficos;

6- que el alumno pueda expresar con precisión (de manera oral y escrita) sus propias ideas y las ideas
de los autores leídos;

7- que el alumno desarrolle una actitud de tolerancia, diálogo y consideración de los puntos de vista
ajenos.

IV-Contenidos
Eje temático: “La noción de experiencia perceptiva en las teorías del conocimiento contemporáneas
y su importancia epistemológica para la justificación de la creencia”

Unidad temática Nro 1. Introducción: algunas nociones generales. Teorías de la justificación:


fundacionismo vs. Coherentismo; internismo vs externismo. Teorías de la percepción: realismo
directo, realismo indirecto, fenomenalismo, teoría adverbial de la percepción.

Bibliografía Obligatoria.
BonJour, L., Epistemology. Classic Problems and Contemporary Responses, New York, Rowman &
Littlefield Publishers, 2002, cap. 6, 7, 9 y 10.
Dancy, J., Introducción a la epistemología contemporánea, Madrid, Tecnos, 1993, cap. 10.

Bibliografía optativa.
Ayer, A., El problema del conocimiento, Bs As, Eudeba, 1985.
BonJour, L., Epistemology. Classic Problems and Contemporary Responses, MaryLand, Rowman &
Littlefield Publishers, 2002.
Bonjour, L., y Sosa, E., Epistemic Justification, Massachussets, Blackwell, 2003.
Dewey, J., La reconstrucción de la filosofía, Barcelona, Planeta Agostini, 1986.
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Pollock, J., y Cruz, J., Contemporary Theories of Knowledge, MaryLand, Rowman & Littlefield
Publishers, 1999.
Russell, B., El conocimiento humano, Barcelona, Hyspamérica, 1983.
Sosa, E., Conocimiento y virtud intelectual, México, FCE, 1992.
Williamson, T., Knowledge and Its Limits, Oxford, Oxford Univesity Press, 2000, “Introducción” y
cap. 1.

Unidad temática Nro 2. La teoría de los datos sensoriales. Realismo indirecto: Algunos
antecedentes históricos. La distinción de Russell entre conocimiento directo y conocimiento por
descripción. Las proposiciones básicas de Ayer. Fundacionismo y proposiciones protocolares en el
Círculo de Viena. El fenomenalismo.

Bibliografía obligatoria
Ayer, A., Proposiciones básicas, México, UNAM, 1981.
Russell, B., “Conocimiento directo y conocimiento por descripción”, en Russell, B., Misticismo y
lógica, Barcelona, Edhasa, 2001.
Schlick, M., “Sobre el fundamento del conocimiento”, en Ayer, A. Op. cit.

Bibliografía optativa.
Ayers, L., Locke, Bogotá, Norma, 1998.
Ayer, A., “Verificación y experiencia”, en Ayer, A., El positivismo lógico, México, FCE, 1965.
Bennet, J., Locke, Berkeley, Hume: temas generales, México, UNAM, 1988.
García-Borron, J., Empirismo e ilustración inglesa: de Hobbes a Hume, Bogotá, Cincel, 1985.
Mackie, J., Problemas en torno a Locke, México, UNAM, 1988.
Noxon, J., La evolución de la filosofía de Hume, Madrid, Revista de Occidente, 1974.
Russell, B., Conocimiento del mundo externo, Bs As, Los libros del mirasol, 1964.
Russell, B., Investigación sobre el significado y la verdad, Bs As, Losada, 2003.

Unidad temática Nro 3. Críticas a la teoría de los datos sensoriales. Sentido y percepción: La crítica
de Austin. La crítica de Sellars al Mito de lo Dado. La interpretación de Brandom. Causalidad y
justificación: la crítica de Rorty al fundacionismo clásico. Coherentismo e interpretación: la
epistemología externalizada de Davidson. El modelo de la experiencia como adquisición de
creencias perceptivas.
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Bibliografía obligatoria.
Austin, J., Sense and Sensibilia, Oxford, Clarendon Press, 1962, cap. 3, 4, 5, 9 y 10 (hay traducción
española).
Brandom, R., “The Centrality of Sellars’s Two-Ply Account of Observation to the Arguments of
‘Empiricism and the Philosophy of Mind’”, en Brandom, R., Tales of the Mighty Dead, Cambridge,
Harvard University Press, 2002.
Davidson, D., “Verdad y conocimiento: una teoría de la coherencia”, en Davidson, D., Mente, mundo
y acción, Barcelona, Paidós, 1992.
Davidson, D., “El mito de lo subjetivo”, en Davidson, D., op. Cit.
Rorty, R., La filosofía y el espejo de la naturaleza, Madrid, Cátedra,1989, cap. IV.
Sellars, W., Empiricism and the Philosophy of Mind, Cambridge, Harvard University Press, 1997
(hay traducción española).

Bibliografía optativa.
Alston, W., “What’s Wrong with Immediate Knowledge?”, Synthese 55, 1983.
Alston, W., “Two Types of Foundationalism”, The Journal of Philosophy, vol. LXXIII, Nro 7, April
8, 1976.
Alston, W., The Reliability of sense Perception, Ithaca, Cornell University Press, 1993.
Davidson, D., “De la idea misma de un esquema conceptual”, en Davidson, D., De la verdad y de la
interpretación, Barcelona, Gedisa, 1995.
Fumerton, R., “Inferential Justification and Empiricism”, The Journal of Philosophy, vol LXXIII, no
17, October 7, 1976.
Kalpokas, D., Richard Rorty y la superación de la epistemología, Bs As, Ediciones del Signo, 2005.
Kalpokas, D., “Pragmatismo, empirismo y representaciones. Una propuesta acerca del papel
epistémico de la experiencia”, Análisis Filosófico, Vol XXVIII, No 2, 2008.

Kalpokas, D., “Two Dogmas of Coherentism”, Grazer Philosophische Studien, 85, 2012.

Kalpokas, D., “The Experience Not Well Lost”, Contemporary Pragmatism, vol. 11, No. 1, 2014.

Kalpokas, D., “Sellars on Perceptual Knowledge”, Transactions of the Charles S. Peirce Society, vol.
53, no. 3, 2017.

Merleau-Ponty, M., Fenomenología de la percepción, Barcelona, Planeta-Agostini, 1984,


“introducción: La sensación y La asociación y la proyección de los recuerdos”.
Rorty, R., Objetividad, relativismo y verdad, Barcelona, Paidós, 1996.
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Rorty, R., ¿Esperanza o conocimiento?, Bs As, FCE, 1997 (cap. 1 y 2).


Rorty, R., “Epistemological Behaviorism and the De-Transcendentalization of Analytic Philosophy,
en Hollinger, R., (ed) Hermeneutics and Praxis, Notre Dame, University of Notre Dame, 1985.
Williams, M., Groundless Beliefs, Princeton, Princeton University Press, 1975, cap. 2.
Williams, M., Unnatural Doubts, Princeton, Princeton University Press, 1996, cap. 2, 3 y 7.
Wittgenstein, L., “Notas para las clases sobre ‘la experiencia privada’ y ‘los datos de los sentidos’”,
en Wittgenstein, L., Ocasiones filosóficas. 1912-1951, Madrid, Cátedra, 1997.

Unidad temática Nro 4. El Realismo directo. Percepción e intencionalidad: Anscombe y Searle.


Realismo de sentido común: Strawson. Percepción y contenido no conceptual: Dretske. Realismo
directo y justificación: el empirismo mínimo de McDowell. Percepción y razón: Brewer. Percepción
y acción: El enfoque enactivo de Nöe.

Bibliografía obligatoria.
Anscombe, E., “The Intentionality of Sensation: A Grammatical Feature”, en Noë, A. y Thompson,
E., (eds.), Vision and Mind, Cambridge, The MIT Press, 2002.
Brewer, B., Perception and Reason, Oxford, Oxford University Press, 1999, cap. 2, 3 y 6.
Dretske, F., “Simple Seeing”, en Dretske, F., Perception, Knowledge and Belief, Cambridge,
Cambridge University Press, 2000.
McDowell, J., Mind and World, Cambridge, Harvard University Press, 1994, “Introducción”, y
Lectures 1 y 2 (hay traducción española).
Nöe, A., Action in Perception, Cambridge, The MIT Press, 2005, cap. 1, 3 y 6.
Searle, J., Intencionalidad, Madrid, Tecnos, 1992, cap. 2.
Strawson, P., “Perception and its Objects”, en Noë, A., y Thompson, E., (ed), op. cit. (hay una
traducción hecha por la cátedra).

Bibliografía optativa
Apel, K-O., “El problema de la evidencia fenomenológica a la luz de una semiótica trascendental”,
en Vattimo, G. (comp), La secularización de la filosofía, Barcelona, Gedisa, 1992.
Brewer, B., Perception and Reason, Oxford, Clarendon Press, 1999.
Drestke, F., Perception, Knowledge and Belief, Cambridge, Cambridge University Press, 2000.
Gibson, J., “A Theory of Direct Visual Perception”, en Noë, A., y Thompson, E., (ed), op. cit.
Grice, P., “The Causal Theory of Perception”, en Grice, P., Studies in the Way of Words, Cambridge,
Harvard University Press, 1989.
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Haack, S., Evidencia e investigación. Hacia la reconstrucción en epistemología, Madrid, Tecnos,


1997.
Hurley, S., “Overintellectualizing the Mind”, Philosophy and Phenomenological Research, LXIII: 2
(2001).
Kalpokas, D., “Acción, percepción e inferencia”, Letzen D., y Lodeyro, P., (eds), Epistemología e
Historia de la ciencia. Selección de trabajos de las XIX Jornadas, V. 15, Córdoba, UNC, 2009.

Kalpokas, D., “Experience and Justification: Revisiting McDowell’s Empiricism”, Erkenntnis, 82


(4), 2017.

Lewis, D., “Veridical Hallucination and Prosthetic Vision”, en Noë, A., y Thompson, E., (ed), Vision
and Mind, Cambridge, The MIT Press, 2002.
McDowell, J., “Singular Thought and the Extent of Inner Space”, en McDowell, J., Meaning,
Knowledge and Reality, Cambridge, Harvard University Press, 1998.
McDowell, J., “Criteria, Defeasibility, and Knowledge”, en McDowell, J., op. cit.
McDowell, J., “Conceptual Capacities in Perception”, en Having the World in View, Cambridge,
Harvard University Press, 2009.
McDowell, J., The Engaged Intellect, Cambridge, Harvard University Press, 2009.
McDowell, J., “Avoiding the Myth of the Given”, en McDowell, J., Having the World in View,
Cambridge, Harvard University Press, 2009.
Merleau-Ponty, M., “Primera parte: el cuerpo, Preámbulo” y “Segunda parte: el mundo percibido,
Preámbulo”, op. Cit.
Pears, D., Las condiciones causales de la percepción, Cuadernos de Crítica, México, UNAM, 1984.
Ryle, G., The Concept of Mind, New York, University Paperbacks, 1949, cap. VII (hay traducción
española).
Smith, N (ed), Reading McDowell on Mind and World, London, Routledge, 2002.
Snowdon, P., “Perception, Vision and Causation”, en Noë, A., y Thompson, E., (ed), op. cit.
Tamar Szabó Gendler and John Hawthorne (ed), Perceptual Experience, Oxford, Clarendon Press,
2006.

V-Metodología de trabajo
La actividad filosófica es variada y requiere de diversas capacidades para su desarrollo. Por
ejemplo, la hermeneusis de un texto filosófico exige comprensión textual, contextualización de la
obra, análisis conceptual y todo un bagaje de habilidades lógicas que hacen posible un abordaje
crítico de lo leído. El tratamiento de un problema filosófico requiere, además, sensibilidad para con
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las alternativas teóricas y una actitud receptiva para con las críticas actuales y posibles. Por otro lado,
el diálogo filosófico torna imprescindible la exposición clara y razonada de las tesis defendidas. En
este sentido, la metodología del curso estará orientada a desarrollar en los estudiantes todo ese
abanico de habilidades.
Teniendo en cuenta este enfoque pedagógico, se expondrán y analizarán en clase los textos
señalados en la bibliografía obligatoria. Se dará vital importancia a la discusión crítica de las diversas
concepciones consideradas por parte de los alumnos. Estos deberán traer leídos los textos a tratar en
cada clase de modo de reducir el tiempo de las exposiciones e incrementar el espacio para la
discusión. Oportunamente, podrán asignarse algunos textos para que sean objeto de exposición por
parte de los alumnos.

VI-Evaluación y pautas generales de acreditación


Habrá cuatro instancias de evaluación: dos trabajos escritos breves, de 2000 palabras como
máximo, de naturaleza monográfica, en los que los estudiantes deberán reconstruir, comparar o
criticar algunas teorías o posiciones de la bibliografía vista; y dos trabajos prácticos, de confección
domiciliaria, en la que deberán responder algunas preguntas puntuales acerca de los textos
discutidos.
Para aprobar la cursada como promocional se requerirá un promedio mínimo de 7 (siete) para
los trabajos monográficos, y una nota no menor a 6 (seis) para cada uno de tales trabajos. Lo mismo
vale para los trabajos prácticos domiciliarios. Podrán recuperarse un TP y un trabajo monográfico.
Para la aprobación regular de la materia se requerirá calificaciones iguales o mayores a 4 (cuatro)
para monografías y trabajos prácticos. Los estudiantes que promocionen, podrán rendir un coloquio
final que involucrará todos los contenidos de la materia vistos en clase. En todas estas instancias se
evaluará la capacidad de i) análisis textual, ii) argumentación a favor de una interpretación o tesis
propia, iii) síntesis de la bibliografía, iv) claridad en la exposición y v) habilidad para establecer
comparaciones entre autores y temas.

Dr. Daniel Kalpokas


UNIDAD 1
Introducción a la
epistemología
contemporánea
Jonathan Dancy

Traducido por José Luis Prades Celma


Tecnos, Madrid, 1993

Título original:
An Introduction to Contemporary
Epistemology, 1985

La paginación se corresponde
con la edición impresa. Se han
eliminado las páginas en blanco.
A Sarah

PRÓLOGO

Este libro es una versión ampliada de un curso de epistemología


que he impartido durante años en la Universidad de Keele. Por supues-
to, es el resultado de numerosas conversaciones con estudiantes y
colegas. Les doy las gracias a todos ellos, pero debo especial gratitud
a David Bakhurst, David McNaughton y Richard Swinburne, que
leyeron la totalidad del libro, a veces diversos borradores, y, con suma
amabilidad, me ofrecieron comentarios y sugerencias detallados. Mi
padre, John Dancy, también revisó con elegancia todo el libro. Agnus
Gellatly, Hanjo Glock, Peter Hacker y Cathy McDaniel leyeron algu-
nas partes e hicieron críticas valiosas. Mi gratitud para todos ellos, y
para cuatro informadores anónimos comisionados por Basil Blackwell
Ltd., por sus intentos de mejorar el texto; también a Charles Swann
por su apoyo constante. John Thompson me persuadió de la necesidad
de comenzar a escribir, tanto explícitamente como con su ejemplo;
considero que también le estoy agradecido.
Pero mi deuda mayor es con mi esposa Sarah, que me proporcionó
una fuente inagotable de aliento después de los días malos y un oído
generoso tras los buenos. Siempre he sido un tanto escéptico ante las
profesiones de gratitud de los autores para con esposo, esposa, amigo
o quien fuere, sin el cual no... Nunca más. Tener que vivir con alguien
que tiene la mente ocupada casi por completo en un solo asunto es
más de lo que podría pedirse razonablemente. Ciertamente, no estaba
incluido en el contrato original.

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INTRODUCCIÓN

Como indica su título, este libro está concebido como una intro-
ducción a los temas más importantes que se discuten hoy en día bajo
el rótulo, más bien confuso, de «epistemología» o teoría del conoci-
miento. La epistemología es el estudio del conocimiento y de la jus-
tificación de la creencia. Entre las cuestiones centrales a las que tra-
tan de responder los epistemólogos están: «¿Qué creencias están jus-
tificadas y cuáles no?», «Si hay algo que podemos conocer, ¿qué
es?», «¿Cuál es la relación entre conocer y tener una creencia ver-
dadera?», «¿Cuál es la relación entre ver y conocer?». Cuestiones
como éstas están en el corazón de la epistemología, pero, por supuesto,
ésta va más allá y, como en cualquier otra disciplina filosófica, sus
fronteras son más bien difusas.
El libro está concebido para estudiantes de los primeros cursos de
una licenciatura en filosofía, pero no es preciso que asuste a lectores
de otra procedencia; mi padre, por ejemplo, asegura que lo entiende,
aunque es posible que no me agradezca la insinuación de que se trata
de un lector representativo. Aunque el libro sea introductorio, no veo
razón alguna para ocultar mis propias opiniones, que, por lo demás, no
son demasiado idiosincrásicas. Creo que es una ventaja para el alum-
no el tener algo contra lo que reaccionar, sin que ello me haya llevado
a empeñarme en alcanzar conclusiones sólidas en cada tema tratado.
Algún material del que aquí he utilizado ha aparecido publicado con
anterioridad, y estoy agradecido a los editores del American Philoso-
phical Quarterly y de Analysis por el permiso para la nueva publi-
cación.
El punto de vista que adopto está casi exclusivamente centrado en
la tradición angloamericana, aunque cedo el paso a Hegel en el último
capítulo. Al final de éste, doy algunas referencias a textos paradigmá-
ticos de la tradición continental, especialmente de la teoría crítica. En
la tradición en la que me muevo, hay que elegir entre dos aproxima-
ciones distintas a las cuestiones epistemológicas. La primera, asociada
con Descartes, comienza considerando el reto del escepticismo, la
pretensión de que el conocimiento es imposible, y confía en que, al

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responder al reto, se verá obligada a exponer la naturaleza del conocer,
de la que se seguirá la posibilidad del conocimiento. La segunda, que
asocio a Grice (1961), mantiene que Descartes distorsionó la reflexión
filosófica con la obsesión patológica por un personaje inexistente
denominado «escéptico». En lugar de ello, lo que debemos hacer es
investigar directamente la naturaleza del conocimiento (si es que el
conocimiento tiene una naturaleza) y de la justificación, con la espe-
ranza de que los resultados que alcancemos nos lleven —de uno u otro
modo— a una conclusión sobre la naturaleza del conocimiento. Desde
este segundo punto de vista, la intención de la buena epistemología no
es la refutación del escepticismo. Ni siquiera es preciso que tal refuta-
ción sea uno de sus resultados.
Sigo la primera de estas dos aproximaciones, al menos formal-
mente, ya que mi primer capítulo trata del escepticismo. A lo largo del
libro encontraremos referencias, esporádicas y constantes, a una for-
ma de argumento escéptico. Mi razón o mi excusa pueden estar en el
hecho de que hay un nuevo renacimiento del interés en el escepticis-
mo. El tema vuelve a ser el foco de atención del último capítulo, en el
que cuestiono la posibilidad misma de la empresa en la que me he
embarcado en los catorce capítulos precedentes.
El libro se divide en tres partes, la primera sobre el conocimiento,
la segunda sobre la justificación y la tercera sobre las formas de cono-
cimiento. Se podrían plantear muchas objeciones, algunas de ellas jus-
tificadas, a esta división. Una sería que el escepticismo no se restringe
a la duda sobre la posibilidad del conocimiento. Los argumentos
escépticos más interesantes, como sugiero en el primer capítulo,
incorporan el mismo tipo de duda sobre la posibilidad de la creencia
justificada. Por tanto, el capítulo sobre el escepticismo que aparece en
la primera parte podría aparecer con el mismo derecho en la segunda.
Otra queja podría ser la de que no está claro en absoluto que los temas
tratados en la tercera parte, percepción, memoria, inducción, y conoci-
miento a priori, sean formas de conocimiento. Se ha mantenido que
son fuentes del conocimiento. Podría decirse que el conocimiento se
deriva de lo que es dado en la percepción, que lo que la percepción
proporciona no es en sí mismo conocimiento, sino que se convierte en
conocimiento tras algunas transformaciones. Por otra parte, la induc-
ción se parece más a una forma de inferencia que a una forma de
conocimiento. Muchos autores eluden esas dificultades con capítulos
sobre los objetos del conocimiento: el pasado, el futuro, el mundo ex-
terno, la necesidad, las otras mentes, etc. Pero creo que esta aproxima-
ción contiene sus propias dificultades. Una de las más importantes

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sería que cada objeto de conocimiento puede ser conocido de muchas
formas diferentes. Por ello, yo hablo de formas de conocimiento, y he
permitido que los diferentes objetos posibles de conocimiento salgan a
la superficie en el momento oportuno. El problema de las otras men-
tes, por ejemplo, aparece excepcionalmente en el capítulo 5.
Después del capítulo introductorio sobre escepticismo, la primera
parte contiene un capítulo sobre la naturaleza del conocimiento y sus
relaciones con la creencia verdadera justificada, y otro centrado en
una teoría específica. El primero no puede más que rozar la superficie
de un área profundamente trabajada en los últimos años. Incluyo el
segundo porque creo que esa teoría, aunque reciente, es más que una
moda pasajera y contiene algunas intuiciones fundamentales sobre la
naturaleza del conocimiento.
En la segunda parte comparo los méritos de dos puntos de vista
sobre la naturaleza de la justificación, el fundamentalismo* y el cohe-
rentismo. En los capítulos 4 y 5 expongo los defectos de las formas
más crudas de fundamentalismo, y en los capítulos 6 y 7 argumento
que tenemos más de una razón general para evitar cualquier tipo de
fundamentalismo, una razón que se deriva de la teoría del significado.
Con ello se plantean, obviamente, ciertas cuestiones sobre prioridades
filosóficas; ¿es posible que la teoría del significado sea prioritaria
sobre la epistemología y proporcione una suerte de tribunal de apela-
ción para el debate epistemológico? Al margen de ello, estos dos capí-
tulos son quizá más difíciles que los que los rodean, y recomiendo
pasarlos por alto en la primera lectura. Si el lector pasa directamente
del capítulo 5 al 8, se encontrará con un marcado contraste entre dos
teorías diferentes de la justificación, y todo lo que necesitará saber por
el momento es que la función asignada a los capítulos intermedios es
la de proporcionar una razón contra cualquier forma de fundamenta-
lismo. Los dos últimos capítulos, 14 y 15, dependen, de algún modo,
de lo que se dice en el 6 y el 7. Por ello sugiero también que se omitan
en la primera lectura, reservando para ésta los capítulos 1-5 y 8-13.
La tercera parte está dominada por dos capítulos sobre percepción,
que quizá constituyen el núcleo del libro. Este tema me parece a la vez
el más difícil e importante de la epistemología.

* Los términos ingleses «foundationalism» y «foundationalist» se traducen por


«fundamentalismo» y «fundamentalista», que se consideran preferibles a los
injustificados anglicismos «fundacionalismo» y «fundacionalista». Por supuesto, debe
evitarse cualquier connotación que no sea estrictamente epistemológica de los
términos castellanos escogidos. (N. del T.)

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Al final de cada capítulo hay una breve ampliación titulada
«Lecturas complementarias», con dos secciones. (Hay también refe-
rencias en el texto principal que a veces se recogen al final del capítu-
lo.) La diferencia entre las dos secciones es que, mientras la primera
trata de mostrar por dónde comenzar a ampliar los temas principales
del capítulo, la segunda contiene referencias a lecturas que proporcio-
nan un trasfondo adecuado, me permite hablar en general sobre el área
implicada y ofrece referencias bibliográficas sobre aspectos del capí-
tulo, para que el lector sepa adonde acudir, si lo desea. Los textos
mencionados en la primera sección están, más o menos, al mismo
nivel de dificultad que el capítulo al que acompañan. Los menciona-
dos en la segunda pueden ser más difíciles. Las referencias siguen el
sistema de autor-fecha [por ejemplo, «Grice (1961)»] y se recogen de
nuevo en la sección «Referencias bibliográficas», al final del libro.
Por último, se pretende que el índice temático remedie un defecto:
el hecho de que puntos de vista, temas y teorías se sucedan en lugares
diferentes a lo largo del libro. Por ejemplo, el antirrealismo se discute
en el capítulo 1 y vuelve a aparecer en el 9; las aproximaciones anti-
rrealistas a la percepción se discuten en los capítulos 10 y 11, a la
memoria en el capítulo 12 y a la inducción en el 13. Todo ello puede
ser confundente: hubiera sido mejor el poder tratar cada tema en un
único lugar. Si el lector está interesado en saber lo que ha sucedido, o
siente curiosidad por saber lo que sucederá, con relación a un tema
específico, debe consultar el índice; espero que éste se lo diga.

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PARTE I

CONOCIMIENTO
1. ESCEPTICISMO

1.1. ALGUNAS DISTINCIONES


El escepticismo en su forma más interesante depende siempre de
un argumento; cuanto mejor es el argumento, más fuerte es la forma
de escepticismo que genera. Dado que depende de un argumento, debe
poder ser expresado en forma de conclusión. La conclusión escéptica
es la de que el conocimiento es imposible. Nadie sabe nada de hecho,
porque nadie puede saber nada.
Se da un contraste entre el escéptico que ofrece un argumento con
esta conclusión y otros dos tipos de escéptico. El primero es quien res-
ponde a cada aseveración con la cuestión «¿Cómo lo sabes?» y luego,
a cualquier contestación se limita a repetir la cuestión hasta que las
respuestas se agotan. Esta cuestión repetida es tremendamente eficaz
a la hora de dejar a los demás reducidos a un silencio furioso e impo-
tente, pero no hay mucho que aprender de ella hasta que no sepamos
lo que esconde. Por supuesto, hay aquí posibilidades interesantes,
como, por ejemplo, las proposiciones siguientes:

1. Nadie sabe que p a no ser que pueda decir cómo sabe que p.
2. No es posible contestar satisfactoriamente a la cuestión «¿Có-
mo sabes que p.?» por el mero procedimiento de volver a ase-
verar que p. Se trata de una petición de principio.

El escéptico que plantea la cuestión sin comprometerse con propo-


siciones de este tipo no presenta ninguna posición filosóficamente
interesante. Sin embargo, cuando sí se da ese compromiso volvemos a
una forma de escepticismo que depende de un argumento. Es preciso
señalar a este respecto que las dos proposiciones anteriores son dudo-
sas. La segunda, por ejemplo, equivale a la aseveración de que no es
posible responder a la cuestión «¿Cómo sabes que tienes dolor?»
diciendo simplemente «Porque tengo dolor». Quien da esta respuesta
está considerando claramente que en algunos casos funciona, y no
debemos sentar la cuestión en contra suya por anticipado.

21
El segundo tipo de escéptico, por el contrario, no nos ofrece tanto
un argumento o una pregunta como una mera actitud. Se trata de una
persona obstinada cuya pretensión es la de que, aunque la mayoría de
la gente se deje convencer por lo que no son más que débiles eviden-
cias, se necesita algo más para que él se convezca. Este escéptico pre-
tende tener patrones más altos de evidencia que la mayoría de noso-
tros; estigmatiza a los otros como seres a los que se engaña o persuade
fácilmente. Su posición se convierte en escepticismo propiamente
dicho (es decir, en la posición de que el conocimiento es imposible,
más bien que algo más infrecuente de lo que pensamos de ordinario)
cuando los patrones se colocan tan altos que no pueden satisfacerse.
Sin embargo, para ir más allá de la mera extravagancia y tener algún
interés filosófico, no puede limitarse a afirmar que los patrones de
evidencia más estrictos son los mejores. Debe aportar algún argumen-
to para defender que los patrones ordinarios no son apropiados. Y el
argumento debe apelar tanto a nuestros patrones como a los suyos.
Aquí acecha el peligro de la incoherencia: ¿es consistente dar un argu-
mento que apele a los patrones ordinarios de evidencia para demostrar
que esos mismos patrones no son apropiados?
La conclusión es aquella con la que comenzábamos: las formas inte-
resantes de escepticismo dependen siempre de un argumento. En esta
sección consideraremos tres argumentos escépticos lo suficientemente
fuertes como para tomarlos en serio. Antes debemos tener en cuenta
algunas distinciones entre diferentes tipos de argumento escéptico.
La primera distinción, y la menos importante, se da entre argu-
mentos escépticos locales y globales. El escepticismo local mantiene
que hay razones especiales por las que el conocimiento no es posible
en un área determinada, aunque pueda ser posible en otra cualquiera.
Las áreas predilectas para el escepticismo local son la ética, la religión
y el futuro. Podemos saber cómo están las cosas cuando suceden
delante de nuestras propias narices, pero no podemos saber si un acto
altruista es moralmente bueno, si Dios existe, o si mañana me tomaré
un café con leche para desayunar. Es obvio que el escepticismo local
espera encontrar su razón de ser en alguna particularidad especial de
este tipo de áreas. Sin embargo, mi experiencia es la de que es muy
difícil que el escepticismo local se mantenga en mero escepticismo
local. Por ejemplo, el escepticismo ético local tiende a expandirse
rápidamente y se convierte en escepticismo general sobre lo que no
puede observarse, o sobre la posibilidad del conocimiento científico.
El problema es encontrar un argumento convincente para el escepticis-
mo local que no tenga consecuencias expansionistas.

22
No deja de ser una ventaja que el escepticismo local tienda a con-
vertirse en escepticismo general, dado que los argumentos escépticos
globales son, por lo general, más convincentes y efectivos que sus
contrapartidas locales. Y lo mismo sucede con la segunda distinción
que quiero proponer. Algunos argumentos escépticos atacan directa-
mente la noción de conocimiento, pero no tocan algunas otras nocio-
nes relacionadas con ésta, como la noción crucial de creencia justifi-
cada. Se podría argumentar, por ejemplo, que para saber es preciso
estar seguro, pero que nadie puede estar realmente seguro y, por tanto,
que nadie puede saber. Dejando a un lado por el momento la fuerza de
ese «realmente», todavía podría confiarse en que, incluso concedien-
do que una condición necesaria para el conocimiento no se cumple y
debemos dejar de hablar de conocimiento, no hay ningún problema en
seguir hablando de creencias justificadas. Todavía podríamos selec-
cionar algunas creencias como creencias justificadas, o como más jus-
tificadas que otras, y otras como menos justificadas o completamente
injustificadas. El argumento escéptico que estamos considerando nos
permite referirnos con pleno derecho a la justificación. Podemos tener
la impresión de que el argumento, aunque expresa ciertas particulari-
dades del concepto de conocimiento, nos permite arreglárnoslas per-
fectamente bien, tanto para los propósitos filosóficos como para los
prácticos, con la noción de justificación, a la que el argumento no ata-
ca. Por el contrario, una forma más fuerte de argumento constituye
una amenaza para ambas nociones al mismo tiempo y pretende que
cualquier deficiencia en la noción de conocimiento está presente de
igual modo en la de creencia justificada. Nos encontramos con estas
formas de argumento y veremos que son siempre más interesantes que
sus contrapartidas más débiles. La afirmación de que ninguna de
nuestras creencias sobre el futuro está nunca justificada es más impor-
tante y más interesante que la afirmación de que, aunque es muy pro-
bable que nuestra creencia en que el sol saldrá mañana sea verdadera y
esté justificada, nunca puede decirse que sepamos que el sol saldrá
mañana.
La tercera distinción es incluso más importante. Podemos separar
los argumentos escépticos que, aunque pretendan privarnos del cono-
cimiento (o incluso de la creencia justificada), nos conceden que com-
prendemos las proposiciones cuya verdad se supone que no conoce-
mos de aquellos otros que afirman que la razón por la que no podemos
conocer su verdad radica en que no las comprendemos. Un ejemplo
obvio sería el contraste entre la sugerencia de que no podríamos tener
ninguna evidencia a favor de la proposición de que Dios existe, por

23
más que comprendemos esa proposición, y la sugerencia de que la
proposición nos es incomprensible y a fortiori ni podemos saber que
es verdadera ni estar justificados para creerla.
Por supuesto, esta distinción sólo tiene sentido si suponemos la
posibilidad de comprender una proposición que nunca pudiéramos
creer justificadamente o cuya verdad no pudiéramos conocer nunca.
La distinción se viene abajo si adoptamos una teoría de la compren-
sión que una lo que podemos comprender con lo que podemos recono-
cer como verdadero. En ese caso, todos los argumentos escépticos
relevantes pertenecerán al tipo más fuerte; es decir, pretenderán que ni
siquiera comprendemos las proposiciones que pretendemos saber.
A primera vista, un argumento para tratar de mostrar que no com-
prendemos las proposiciones que pretendemos saber debe ser local
más bien que general. La razón es que un argumento global pretende-
ría que no comprendemos nada; esto es ridículo, en primer lugar por-
que es obvio que sí comprendemos algunas cosas y, en segundo lugar,
porque es esencial que comprendamos (y de hecho se espera de noso-
tros que lo hagamos así) el mismo argumento escéptico.

1.2. TRES ARGUMENTOS ESCÉPTICOS


CEREBROS EN CUBETAS
No sabemos que no somos cerebros, flotando en el líquido conte-
nido en una cubeta de laboratorio, conectados con un computador que
nos provee de las experiencias que tenemos en cada momento y bajo
el control de algún técnico/científico inteligente (o bondadoso, o
malévolo, dependiendo de los gustos de cada cual). No lo podemos
saber porque, en el caso de que lo fuéramos y si el científico tuviera
éxito, nada en nuestra experiencia nos revelaría que lo somos. Por
hipótesis, nuestras experiencias serían idénticas a las de algo que no
fuera un cerebro en una cubeta. Dado que cada uno de nosotros sólo
puede apelar a su propia experiencia, y como la experiencia es idénti-
ca en cualquiera de las dos situaciones alternativas, nada hay que pue-
da revelar cuál de las situaciones es la que de hecho se da.
¿Es posible que, aunque no sepamos que no somos cerebros en una
cubeta, sí sepamos, a pesar de todo, muchas otras cosas que podrían
ser más importantes? Por desgracia, parece que, si no sabemos eso, no
hay mucho más que podamos saber. Supongamos que alguien preten-
de saber que está sentado leyendo un libro. Es de suponer que, si sabe

24
que está sentado leyendo, también debe saber que no es un cerebro en
una cubeta y, por tanto (por un simple modus tollem), es de suponer
que, al no saber que no es un cerebro en una cubeta, no sabe que está
sentado leyendo.
El principio en el que descansa este argumento puede ser formali-
zado como el principio de cierre bajo la implicación conocida:

PCS: [Sap & Sa (p → q)] → Saq

Lo que este principio afirma es que, si a sabe que p y que p impli-


ca q, en ese caso a también sabe que q; siempre sabemos que son ver-
dad las proposiciones que sabemos que son consecuencias de una pro-
posición que sabemos. (Es una práctica habitual expresar los princi-
pios de este tipo en notación lógica, pero en nuestro caso se escribirá
la expresión castellana equivalente. Sin embargo, es importante pres-
tar atención a la notación lógica porque ello facilitará las referencias
posteriores. PCS es un principio de cierre porque dice que la transición
desde algo conocido a algo que se sabe que es una consecuencia de lo
conocido no nos lleva más allá del área cerrada del conocimiento.) Así
pues, el principio, cuando a no sabe que q (~Saq) y a sabe que p
implica q (Sa.(p → q)) nos permite inferir que a no sabe que p (~
Sap). Por tanto, parece mostrar que en general, cuando no sabemos
que no somos cerebros en una cubeta, tampoco podemos conocer nin-
guna proposición p respecto a la que sí sabemos que, si fuera verdade-
ra, no seríamos cerebros en una cubeta. Hay multitud de argumentos
ligeramente diferentes. Por ejemplo, la versión cartesiana que consi-
dera q como la proposición «Estoy soñando». En la primera de las
Meditaciones metafísicas, Descartes argumenta que, en la medida en
que no sabe que no está soñando, no conoce ninguna proposición p
respecto a la que sí sabe que, en caso de que fuera verdadera, no esta-
ría soñando.
¿Cómo catalogar este argumento haciendo uso de las distinciones
de 1.1? No es un argumento completamente global: admite que el
conocimiento es posible, es decir, que es posible saber que p → q, y
usa este hecho a modo de palanca. De hecho, el argumento sólo afecta
a esas proposiciones cuya verdad significaría que no somos cerebros
en cubetas. Por otra parte, se trata de un argumento fuerte en la medi-
da en que pretende atacar la noción de creencia justificada exactamen-
te en las mismas zonas en las que ataca a la noción de conocimiento.
Todavía no hemos mostrado este aspecto, pero podemos hacerlo desa-
rrollando una analogía completa del argumento. Todo lo que precisa-

25
mos es mostrar, en primer lugar, que nuestra creencia de que no somos
cerebros en una cubeta no puede justificarse porque nada en nuestra
experiencia contaría como evidencia para esa proposición, y, después,
utilizar un principio análogo a PCS:

PC.j: [CJap & CJa (p → q)] → CJaq

que mantiene que, si a está justificado al creer que p y que p implica


q, también estará justificada su creencia de que q. PC.j parece tan con-
vincente como puede parecerlo PCc, si no más.
Sin embargo, el argumento no consigue sugerir que no compren-
demos la proposición de que estamos sentados leyendo un libro.
Todavía se nos permite entenderla, por más que nunca pudiéramos
conocerla ni saber si estamos justificados al creerla. El argumento
sólo se convierte en un argumento sobre la comprensión si adoptamos
además un punto de vista especial sobre esta última, tal y como ya
vimos anteriormente.

EL ARGUMENTO DEL ERROR


Todos hemos cometido equivocaciones, incluso en áreas en las que
podemos sentirnos completamente confiados: por ejemplo, simples
equivocaciones en matemáticas. Y no hay nada en la situación presen-
te a lo que podamos señalar para que nos revele que esta situación no
es una de aquellas respecto a las cuales podemos estar equivocados.
No podemos decir qué hay en ella que la haga diferente a las situacio-
nes en las que sí hemos cometido errores. Dado que en ese tipo de
situaciones no había conocimiento, ¿cómo podemos decir que ahora sí
lo hay? No podemos dar ninguna razón por la que la nueva situación
es mejor, a este respecto, que una cualquiera de las antiguas en las que
estábamos equivocados.
Este argumento descansa en una versión epistemológica de un
principio que es bastante habitual en ética (véase Hare, 1963, pp. 7-
16), el principio de universalizabilidad. Se dice que es universalizable
un juicio respecto a la bondad moral de una acción, en el sentido en
que por el mero hecho de hacer tal juicio nos comprometemos a man-
tener que cualquier acción similar en ciertos aspectos relevantes será
también moralmente buena. Cuando se da otra acción que es semejan-
te a la primera en los aspectos relevantes, o bien la catalogamos asi-
mismo como buena o debemos cancelar el juicio previo de que la pri-

26
mera acción era buena. ¿Cuáles son los aspectos relevantes que hacen
que una acción sea suficientemente similar a la primera? Una acción
es similar, en ese sentido, a la primera cuando tiene también las pro-
piedades que constituían las razones para el primer juicio. Ser seme-
jante en los aspectos relevantes no es, pues, ser completamente indis-
tinguible. Al menos, nos encontramos con una restricción con relación
a las propiedades que deben ser tenidas en cuenta a este respecto, y es
la de que han de ser propiedades cuya presencia o ausencia deben ser
detectables por la persona que hace el juicio. Las diferencias entre las
acciones que esa persona no pueda reconocer no pueden justificar una
diferencia en el juicio. El principio de universalizabilidad nos dice,
pues, que en ausencia de diferencias detectables debemos hacer de
nuevo el mismo juicio. Debe existir algo a lo que podamos señalar
para que quede justificada una diferencia de juicio.
Quizá puedan existir propiedades que trasciendan a toda evidencia
posible. Lo que quiere decir que siempre sería posible que estuvieran
ausentes aun cuando tuviéramos la mejor evidencia posible de su exis-
tencia. Quizá la bondad es una de ellas. Ésta es la razón por la que el
principio de universalizabilidad tiene tanta importancia en ética. No
podemos suponer que una acción es buena y otra no lo es, a menos
que podamos seleccionar otra diferencia entre ellas.
El argumento del error expresa las consecuencias en epistemología
de este tipo de punto de vista. Supongamos que ayer yo hubiera afir-
mado que sabía que iba a llover por la tarde basándome en fundamen-
tos normales (previsiones meteorológicas, las formaciones de nubes,
etc.), pero que resultara luego que me había equivocado. Cuando hice
mi afirmación, el hecho de que no iba a llover trascendía toda eviden-
cia posible, como sucede en todas las afirmaciones sobre el futuro. Lo
que quiere decir que si hoy afirmo saber que lloverá por la tarde
basándome en los mismos fundamentos que ayer, debo aceptar que
ayer por la mañana también sabía que iba a llover por la tarde. Si, por
otra parte, abandono mi pretensión de que ayer sabía tal cosa, ya no
puedo afirmar que hoy lo sé. La razón estriba en que el único hecho
que justificaría la diferencia no me es accesible: los hechos sobre la
lluvia vespertina trascienden a toda evidencia matutina. Por lo que mi
aceptación de que ayer por la mañana no sabía me impide afirmar que
hoy sí lo sé.
Podemos recorrer de nuevo este argumento desde el punto de vista
de un observador exterior. Existe la posibilidad de que, aunque yo mis-
mo no estuviera justificado al hacer esos juicios diferentes, otra perso-
na lo podría estar al decir que ayer por la mañana yo no sabía y que

27
hoy sí sé. Podría ser así, por ejemplo, después de que hoy hubiera llo-
vido y los hechos sobre la lluvia ya no trascendieran a todas las evi-
dencias. Aunque yo no pudiera señalar la diferencia relevante en el
momento de hacer los juicios, de hecho estaba equivocado ayer y en lo
cierto hoy, lo que bastaría para justificar la diferencia en la descrip-
ción de un observador exterior al afirmar que ayer no sabía y hoy sí.
Sin embargo, es fácil ver qué diría el escéptico a todo esto, indepen-
dientemente de que sea más o menos extraño suponer que yo no esta-
ría justificado al hacer una afirmación que otro sí podría hacer con
plena justificación. Lo que se sugiere es que yo sabía hoy y no sabía
ayer, a pesar de que en el momento de hacer las afirmaciones yo no
pudiera indicar ninguna diferencia relevante entre los dos días. Esto
muestra que, por todo lo que yo sabía, no iba a llover. ¿Cómo pode-
mos aceptar que yo pueda saber que va a llover si, por todo lo que sé,
no va a suceder tal cosa?
La conclusión parecer ser que, si reconozco que alguna vez me he
equivocado al afirmar que sabía que p, ya no puedo saber que p nun-
ca a no ser que muestre alguna diferencia relevante entre las dos situa-
ciones. Y nadie puede decir de mí que sé en un caso y no en el otro,
porque, por todo lo que sé, estoy equivocado en ambas ocasiones.
Hasta ahora, sin embargo, hemos restringido el argumento de un
modo innecesario a casos en los que, de hecho, yo he cometido errores
en el pasado. Pero no es necesario ceñirnos a errores reales del pasa-
do. Podemos verlo en un ejemplo moral. Un ejemplo imaginario
podría describirse de tal modo que yo tendiera a afirmar que la acción
involucrada es buena. Y este juicio debe ser tan universalizable, debe-
rá ser tan vinculante para mis juicios futuros, como si se hubiera trata-
do de un caso real y no imaginario. De un modo similar, un caso ima-
ginario en el que yo pretendiera saber que p, pero en el que p fuera fal-
so, debería impedirme la afirmación de que sé que p en un caso nuevo
que no sea relevantemente diferente (discernible por mí). Así pues, los
casos imaginarios son tan efectivos en este argumento como puedan
serlo los reales.
Por supuesto, una característica de nuestro primer argumento
escéptico era la de que comenzaba con el supuesto imaginario de que
alguien era un cerebro dentro de una cubeta, con la particularidad de
que nada podía servir para que la persona en cuestión discerniera esa
posibilidad de la realidad. De modo que el argumento que acabamos
de construir puede considerarse como una compleja defensa de la pri-
mera parte del primer argumento escéptico. Parece demostrar que el
supuesto imaginario de que alguien es un cerebro en una cubeta al que
28
se provoca la experiencia de estar leyendo un libro es una manera
completamente efectiva de mostrar que nadie sabe que está leyendo un
libro. La diferencia entre los dos argumentos parece estar en el camino
que toman a partir de ese punto. El primero usa PCS para mostrar que
nadie sabe nada de lo que se sepa que, si fuera verdadero, no seríamos
cerebros en el interior de cubetas. El segundo argumenta de un modo
más general que, dado que hemos cometido errores, o los cometería-
mos en casos similares, ahora no conocemos.
¿Cómo es de fuerte el escepticismo generado por el argumento del
error, en caso de que tenga éxito? Si, como se argumentará en 4.2, no
existe ninguna área específica en la que no cometamos errores, el
argumento del error ha de ser global más bien que local. Sin embargo,
no es algo inmediatamente obvio cómo enunciar un argumento seme-
jante contra la noción de creencia justificada. No podemos argumen-
tar directamente que una creencia falsa no puede estar justificada. De
modo que, a no ser que podamos afirmar, como hemos hecho con
relación al conocimiento, que la creencia de alguien sólo está justifi-
cada cuando la persona en cuestión puede diferenciar las situaciones
en las que sus creencias son verdaderas de aquellas en las que son fal-
sas, será imposible concluir que sus creencias verdaderas están injusti-
ficadas.
No obstante, quizá sea posible apelar a los movimientos iniciales
del argumento en favor de que no tenemos ninguna justificación para
creer que no somos cerebros en cubetas. En aquel caso afirmábamos
que, si nada en nuestra experiencia podía contar como evidencia de
que no somos cerebros en una cubeta, no podíamos decir que la creen-
cia en que no lo somos está justificada. La creencia carece de justifi-
cación porque no podemos señalar nada que sugiera si somos o no
cerebros en cubetas. Del mismo modo, en nuestro caso podemos decir
que la creencia carece de justificación porque nada de lo que podemos
señalar sugiere que se trata de una situación en la que la creencia es
verdadera más bien que una de las situaciones indistinguibles por
nosotros —y, por supuesto, raras— en las que es falsa. Si este movi-
miento es adecuado, nuestro segundo argumento escéptico ataca la
noción de creencia justificada, al menos tanto como lo pueda hacer el
primer argumento; de hecho, más aún, puesto que es más global.
Debemos conceder, también, que este argumento, tal y como está
expuesto, no afecta en modo alguno al problema de la comprensión.
Como anteriormente, necesitamos que una teoría de la comprensión
vincule la posibilidad de comprender con la de tener creencias justifi-
cadas, o la de conocer, si no queremos que la comprensión sobreviva a
29
la pérdida de la creencia justificada. Una teoría semejante podría afir-
mar, por ejemplo, que comprender una proposición es ser capaz de
distinguir entre las circunstancias en las que estaríamos justificados
para creerla y aquellas en las que no. Existen esas teorías, como vere-
mos más adelante.

LA JUSTIFICACIÓN DE LOS ARGUMENTOS


A PARTIR DE LA EXPERIENCIA
¿Tenemos conocimiento de sucesos que no hayamos experimenta-
do o que no estemos experimentando en estos momentos? Suponemos
normalmente que nuestra experiencia es una guía fiable sobre la natu-
raleza de las partes del mundo que estamos observando en un momen-
to dado, y que, en casos favorables, nos proporciona conocimiento.
Puedo saber lo que hay en el último cajón de mi mesa de trabajo, o lo
que desayunaré mañana, por alguna forma de inferencia inductiva a
partir de lo que he observado o de lo que estoy observando. David
Hume (1711-1776), filósofo e historiador escocés, planteó de un modo
particular si eso es o no así (Hume, edición de 1955, capítulo 4.2).
Argumentó que no puedo saber que mi diario está en el cajón (cerra-
do) de mi mesa a menos que tenga una razón para creer que mi expe-
riencia hace que la proposición sea probable; podemos suponer, quizá,
que la experiencia relevante sea mi recuerdo de que puse el diario allí
hace cinco minutos y el hecho de que no recuerde haber abierto el
cajón desde entonces, junto con mi conocimiento general sobre el
comportamiento consistente del mundo de experiencia. Pero sólo ten-
go una razón para creer que la experiencia hace que la proposición sea
probable si tengo alguna razón para creer, en general, que los sucesos
que no he observado son semejantes a los que he observado. Lo esen-
cial del argumento de Hume es que es imposible tener razón alguna
para esta última creencia, dado que —al no haber ninguna contradic-
ción en el supuesto de que es falsa— no es una creencia analítica o
necesariamente verdadera. Y no puedo suponer tampoco que la misma
experiencia me ha dado razón para creer que lo no–observado se pare-
cerá a lo observado. Cualquier apelación a la experiencia sienta por
anticipado el problema que se plantea, al argumentar desde la creencia
crucial de que nuestra experiencia es una guía fiable, o desde la creen-
cia crucial de que lo no–observado se parece a lo observado, y no en
favor de esas creencias. Por lo que no puedo tener razón alguna para
creer que mi experiencia es una guía fiable, y, por ello, no tengo razón

30
alguna en favor de creencias sobre sucesos que están más allá de la
experiencia, de modo que no puede tener conocimiento sobre ellos.
Vale la pena indicar que el argumento de Hume no intenta derivar
una conclusión escéptica a partir del hecho de que yo podría estar
equivocado (como sí lo hace el primer argumento), ni a partir del
hecho de que he cometido equivocaciones (como hace el segundo
argumento). En vez de ello, mantiene que nuestra creencia general de
que la experiencia es una guía fiable no puede justificarse, dado que
todas las posibles justificaciones sentarían por anticipado la cuestión
esencial, al suponer que la experiencia puede revelarnos que la misma
experiencia es una guía fiable. Hay un defecto obvio en cualquier
argumento que parte de la experiencia para tratar de justificar todos
los argumentos que parten de la experiencia.
El escepticismo que se origina en el argumento de Hume no es
global, dado que sólo trata de nuestro conocimiento de lo no–observa-
do. El argumento ataca claramente tanto la noción de creencia justifi-
cada como la de conocimiento, en esa precisa área, al mantener que no
podemos extraer de nuestras observaciones razón alguna en favor de
lo que no observamos. No afecta a la noción de comprensión; Hume
parece aceptar que comprendemos proposiciones sobre lo que no
observamos, aunque argumenta por otros motivos que son, en su
mayor parte, falsas.

1.3. UN MODO FÁCIL DE ESCAPAR DEL ESCÉPTICO


Ninguno de los tres argumentos mencionados anteriormente es del
tipo más fuerte, dado que ninguno ataca la noción de comprensión.
Hay argumentos escépticos locales de este tipo más fuerte, como vere-
mos en el capítulo 5 (nuestro conocimiento de las otras mentes). Y al
discutir nuestro conocimiento del pasado y el futuro (capítulos 10 y
11) deberemos tener presentes argumentos en favor de que es imposi-
ble concebir un suceso como algo que se da fuera del presente, por
ejemplo, en el pasado o el futuro. Pero podríamos suponer que es
imposible proporcionar un argumento global de este tipo que fuera
convincente. No se trata sólo de que es obvio que comprendemos
algo.; más bien sabemos de antemano que sólo se nos puede llevar a
aceptar que no comprendemos nada si, tal y como se espera de noso-
tros, comprendemos el argumento escéptico. Incluso si no comprende-
mos el argumento, es cierto que comprendemos la conclusión; de
modo que la conclusión debe ser falsa.

31
Esta escapatoria fácil puede utilizarse contra cualquier argumento
escéptico global, tanto si ataca sólo al conocimiento como si ataca
también a la creencia justificada. Podríamos decir que el escéptico
acepta implícitamente que conoce su conclusión de que el conoci-
miento es imposible, o que pretende que sus premisas justifican su
conclusión de que la creencia justificada es imposible. La primera
sugerencia parece poco convincente, pero la última es bastante efecti-
va. ¿Qué utilidad tendría argumentar que la creencia justificada es
imposible, dado que, si tuviéramos razón, perderíamos toda razón en
favor de la conclusión?
Estas defensas contra el escéptico intentan evitar el examen deta-
llado de los argumentos presentados y se fijan sólo en la conclusión.
Lo hacen así en cualquiera de dos formas posibles. O bien discuten el
derecho del escéptico a aseverar su conclusión; o sugieren directa-
mente que la conclusión no puede ser verdadera, de modo que no se
les puede obligar a considerar ninguna supuesta razón para que la cre-
an. Ya hemos dado ejemplos del primer tipo. Los ejemplos del segun-
do tipo deben derivarse de la pretensión de que comprender una u otra
proposición es comprender bajo qué condiciones es verdadera y bajo
qué condiciones es falsa. Si la conclusión del escéptico fuera verdad,
no podríamos tener este tipo de conocimiento; de modo que, si la con-
clusión del escéptico fuera verdad, no podríamos comprenderla. De lo
que se sigue que no podemos entender la conclusión sin darnos cuenta
de su falsedad. Creo que está claro que este argumento, si tuviera
éxito, convertiría el argumento contra el escepticismo global sobre la
comprensión en un argumento contra una forma más débil de escepti-
cismo global sobre el conocimiento. Dado que comprendemos lo que
está diciendo el escéptico, debemos tener el tipo de conocimiento que
se requiere para tal comprensión.
En mi opinión, el escéptico no debe preocuparse en absoluto por
este tipo de argumentos. Debe insistir en que no justifican en modo
alguno la negativa a considerar los argumentos que él da como lo que
en realidad son. Consideremos, en primer lugar, el caso más débil:
incluso si el escéptico fuera tan imprudente como para mantener que
cualquier aseveración involucra la pretensión de conocer y que él ase-
vera su conclusión de que el conocimiento es imposible, todavía
podría mantener su propia posición. Considera que sus premisas son
verdaderas y que existe una inferencia válida a una conclusión tam-
bién verdadera; las premisas podrían incluir la proposición de que en
el pasado ha cometido errores. Puede admitir, imprudentemente, que,
al usar esa proposición a modo de premisa, está pretendiendo implíci-
32
tamente que sabe que es verdadera. Pero todavía insiste en que se
sigue de ella, y de otras del mismo tipo, que el conocimiento es impo-
sible. Podemos redescribir su argumento del siguiente modo: si sé esto
—y esto sería un caso central del tipo de cosas que sé si sé algo—,
entonces sé que el conocimiento es imposible, de modo que, si sé
algo, entonces no sé nada. Podemos considerar este argumento de dos
formas diferentes. O bien es un ejemplo de prueba por reducción al
absurdo, en la que se supone que algo es verdadero para probar que es
falso; o es una forma de exponer una paradoja interna al concepto de
conocimiento, ya que el escéptico puede insistir en que, si un concep-
to tan básico como el de conocimiento puede usarse para llevarnos
válidamente desde premisas que son verdaderas a una conclusión falsa
o imposible, en ese caso hay algo de incorrecto en ese concepto. Debe
haber alguna suerte de tensión interna en el concepto que debe expo-
nerse más bien que permanecer oculta debajo de la alfombra. Por tan-
to, cualquier respuesta que consistiera simplemente en señalar que la
conclusión es falsa o imposible estaría dando la espalda a lo esencial.

1.4. OTRA RÉPLICA


Una réplica habitual a los dos primeros argumentos escépticos es
la de decir que no tenemos ningún motivo para preocuparnos de ellos.
Dado que se admite, o se sugiere, que en lo que a cada uno de nosotros
nos importa, no habría ninguna diferencia entre la hipótesis de que
ahora alguien está sentado leyendo y la de que es sólo un cerebro en
una cubeta alimentado con las experiencias pertinentes de estar senta-
do y leyendo, no nos puede importar en realidad qué es lo verdadero y
qué lo falso. Nada de genuina importancia puede depender del hecho
de que seamos o no cerebros en una cubeta.
Esta respuesta puede adoptar una forma más fuerte o una más
débil, pero tiene algún sentido bajo cualquiera de ellas. Mantiene que
lo que para el escéptico es la fuerza de sus argumentos no es en reali-
dad sino su punto más débil. El escéptico insiste en que hay una dife-
rencia entre las dos hipótesis, pero se trata de una diferencia que tras-
ciende a toda evidencia posible, es decir, una diferencia que no pode-
mos distinguir en la práctica. De ello concluye que no podemos saber
en cuál de esas situaciones estamos en realidad. La réplica admite que
la diferencia trasciende a toda evidencia posible, y usa ese hecho en
contra del escéptico. Pero ese hecho puede utilizarse de dos formas
distintas.

33
La forma más débil consiste en reconocer que la existencia de una
diferencia radical y obvia entre las dos hipótesis es incapaz de estable-
cer diferencia alguna para ninguno de nosotros, de modo que no se
nos puede reprochar el que no le prestemos ninguna atención. Es una
actitud semejante a la que se podría adoptar ante el problema filosófi-
co de la libertad de la voluntad. Podría intentarse rechazar toda la dis-
cusión sobre ese problema, sobre la base de que el hecho de que ten-
gamos o no una voluntad libre no afecta en absoluto al modo en que
vivimos nuestras vidas. Actuamos y continuaremos actuando como si
tuviéramos una voluntad libre, tanto si nuestras acciones están deter-
minadas como si no lo están. Mi opinión es la de que hay algo profun-
damente equivocado en esta estrategia, tanto en el área de la libertad
de la voluntad como en la del escepticismo. Sin embargo, no es nece-
sario que nos detengamos a examinar sus defectos, dado que, afortu-
nadamente, existe una estrategia más potente y más interesante con la
que la anterior puede confundirse.
El escéptico dice que hay una diferencia entre las dos hipótesis,
aunque no podamos distinguirla en la práctica porque tal diferencia
trasciende a toda evidencia posible. La estrategia débil acepta esto,
pero la fuerte lo niega. La posición más fuerte niega que existan ver-
dades o hipótesis que trasciendan a toda evidencia posible, de modo
que niega al escéptico el contraste que necesita entre las dos hipótesis.
Si la diferencia que se sugiere es una que no podría establecer ninguna
diferencia para nosotros, se trata de una diferencia completamente
vacía y, por tanto, inexistente.
La estrategia débil, entonces, dice que hay una diferencia que no
tiene importancia. La fuerte, que no hay ninguna diferencia en absolu-
to. Podríamos decir que la primera de esas posiciones es realista.; el
realista cree que hay verdades que trascienden a toda evidencia posi-
ble, verdades que están más allá de nuestras capacidades efectivas de
reconocimiento. La estrategia más fuerte podría denominarse antirre-
alista.; niega la existencia de verdades más allá de toda evidencia y
sostiene que las diferencias que en un principio no pueden ser recono-
cidas no existen.
Este tipo de antirrealismo no aparece porque sí, ni es su propósito
inicial el de elaborar un contraataque al escepticismo. Pero su espíritu
es obvio. Tanto el realista como el escéptico piensan en el mundo
como en algo con respecto a lo que, en el mejor de los casos, sólo
podemos tener una aprehensión imperfecta. Hay muchos hechos sobre
el pasado y el futuro remotos para cuyo reconocimiento o verificación
no tenemos medios adecuados. Y siempre es posible que, sin que nos
34
demos cuenta, el mundo sea completamente diferente a cómo nos
parece que es. El antirrealista no cree en la existencia de ese mundo
«real» ulterior que estaría por detrás del mundo que sí podemos cono-
cer y que podría ser completamente distinto a nuestro mundo en
modos que, si se dieran, no podríamos reconocer en absoluto. Para él,
nuestro mundo, el mundo que podemos reconocer, es el único mundo.
Es por ello por lo que, para el antirrealista, la tarea de la epistemología
es mucho más fácil, ya que se sitúa a los objetos de conocimiento muy
cerca de nosotros y, al desaparecer las propiedades trascendentes a
toda evidencia, elimina el abismo entre evidencia y verdad. De modo
que la cuestión de si en un momento determinado se da o no una pro-
piedad no es distinta a la cuestión de si tenemos la mejor evidencia a
favor de su presencia.
El antirrealismo es una teoría de la comprensión que se ha mencio-
nado varias veces a lo largo del presente capítulo. (Tanto el rótulo
como su desarrollo en los últimos tiempos se deben a Michael
Dummett.) El antirrealista sostiene que la comprensión de las oracio-
nes de nuestro lenguaje debe haberse adquirido en las situaciones que
aprendimos a considerar como justificatorias del uso de tales expre-
siones, situaciones en las que esas expresiones deben contar como ver-
daderas. Se sigue de ello que, si no existe tal cosa como la creencia
justificada, tampoco existe la comprensión. Ya que comprender una
oración es ser capaz de seleccionar situaciones que justifican la creen-
cia de que la oración ha de ser verdadera.
Por todo esto, podría parecer que el antirrealismo es una posición
particularmente débil. Todo argumento escéptico contra la posibili-
dad de la creencia justificada es un argumento de la forma más fuerte
y nos priva incluso de la comprensión que creíamos poseer respecto a
nuestro propio lenguaje. Pero, de hecho, sucede exactamente lo con-
trario. Los argumentos escépticos que tendrían este efecto requieren
un paso que el antirrealista se niega a dar, por lo que nunca alcanzan
su devastadora conclusión. Todos ellos requieren la idea de que, sin
que pudiéramos darnos cuenta, el mundo podría ser radicalmente
diferente a como parece ser y concluyen de ella que no podemos
saber que el mundo sea realmente tal y como nos parece que es. Es
esto lo que el antirrealista considera imposible. Para él, el sentido de
una oración está determinado por los tipos de situación que cuentan a
favor la verdad de la oración, de tal modo que la oración con ese sen-
tido (es decir, tal y como la entendemos nosotros) no puede ser falsa
cuando se da el tipo de situación que nosotros consideramos que
cuenta a favor de su verdad. Así pues, el antirrealismo ofrece una

35
perspectiva desde la que no sólo no hay ninguna posibilidad de un
escepticismo global sobre la comprensión, sino que (por la misma
razón) tampoco queda lugar alguno para el escepticismo global sobre
la creencia justificada.
El problema en este punto es que el antirrealismo parece ser tan
inverosímil como pueda serlo el escepticismo. Para percatarnos de
ello, sólo necesitamos comprobar cuáles son las exigencias del anti-
rrealismo y cuan fuertes son nuestras intuiciones realistas.
Un área que parece exigir un punto de vista realista es la de las
otras mentes, que discutiremos en el capítulo 5. Nuestra intuición
realista en este punto es la de que las sensaciones y pensamientos de
los demás son algo que nos está oculto. Por supuesto que observamos
su conducta, pero la cuestión de si están experimentando las sensa-
ciones que suponemos que experimentan trasciende, para cada uno de
nosotros, cualquier evidencia posible. Siempre es posible que, a pesar
de toda su conducta, no se dé, de hecho, ninguna sensación, o que se
den sensaciones distintas a las que imaginamos que se dan. De modo
que hay un problema real respecto a si hay o no sensaciones en los
demás, pero se trata de una cuestión que trasciende a toda evidencia
posible.
Otra zona problemática es el pasado. Independientemente de
cómo concibamos el futuro, concebimos el pasado como algo que, a
su debido momento, ha sido tan determinado como pueda serlo el
presente ahora. Pero también asumimos que hay muchas proposicio-
nes sobre el pasado cuya verdad trasciende a toda evidencia posible.
A pesar de que no podemos decidir tales verdades, consideramos que
descansan sobre hechos definitivos que trascienden a toda evidencia
posible y que están ahora más allá de nuestras posibilidades de reco-
nocimiento. Esta actitud respecto al pasado es una actitud realista.
Consideraremos más en detalle estas dos áreas en capítulos poste-
riores. El objetivo de la discusión precedente ha sido mostrar que,
aunque fuera posible, no sería fácil refutar el escepticismo constru-
yendo una alternativa antirrealista al realismo explícito en la actitud
escéptica. Si existen áreas en las que el antirrealismo es relativamen-
te aceptable, magnífico. Pero, en la medida en que subsistan otras en
las que el realismo parezca ser atractivo, el reto del escéptico manten-
drá toda su fuerza. Es posible que no podamos comprar una escapato-
ria general al escepticismo en el mercado del antirrealismo: el precio
que deberíamos pagar sería demasiado alto.

36
1.5. UNA RESPUESTA MEJOR
Si no existen las escapatorias fáciles, no tenemos más remedio que
involucrarnos plenamente en los argumentos que se nos presentan.
¿Dónde podríamos buscar ayudas para una ofensiva crítica? Podría
hallarse alguna esperanza en la perspectiva de un análisis satisfactorio
del conocimiento que tuviera el efecto de desvelar errores en el razo-
namiento del escéptico. En el capítulo 3 se considerará un análisis que
pretende tener esta consecuencia.
Mientras tanto, quizá debiéramos reflexionar sobre la situación en
la que nos quedaríamos si concediéramos que el argumento escéptico
es efectivo. Se ha sugerido muchas veces que la epistemología podría
prescindir por completo del concepto de conocimiento, porque todas
las cuestiones epistemológicas relevantes pueden parafrasearse usan-
do en su lugar el concepto de creencia justificada. Así, en vez de pre-
guntarnos si podemos saber qué sucederá en el futuro, preguntémonos
cuándo están justificadas, si es que lo están alguna vez, nuestras cre-
encias sobre el futuro. Y el problema de las otras mentes (capítulo 5)
puede exponerse como el problema de cómo mi observación de la
conducta de los cuerpos humanos justifica mi creencia de que tales
cuerpos son genuinos seres humanos. Poco se gana con la pregunta
adicional de si, o cómo, sé que son seres humanos.
La dificultad con esta sugerencia es la de que todos los argumen-
tos escépticos presentados, y en realidad cualquier argumento escépti-
co interesante, parecen dirigirse tanto contra la noción de creencia jus-
tificada como contra la de conocimiento. Lo que quiere decir que no
se puede mantener esa posición de compromiso fácil. Parece realmen-
te importante para la epistemología que encontremos alguna manera
de responder al escéptico.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS
El argumento de Descartes sobre el sueño se encuentra en la primera de sus
Meditaciones metafísicas.
Las reflexiones de Hume sobre la inducción pueden encontrarse en su Inquiry
Concerning Human Understanding, sección 4, parte 2.
Stroud (1984, capítulo 1) ofrece un análisis sencillo del escepticismo de Descartes.

El argumento sobre cerebros en una cubeta se ofrece en Nozick (1981, pp. 167-
171). Sus puntos de vista se analizan más adelante en el capítulo 3.

Stroud (1968) ofrece un valioso análisis de la estrategia antiescéptica considerada

37
en 1.3, denominada habitualmente trascendental. Lo vincula con el verificacionismo
(el «principio de verificación»), una forma anterior de antirrealismo.

Dummett, el arquitecto del antirrealismo como heredero del verificacionismo,


ofrece la explicación más introductoria que conozco en Dummett (1978, capítulo 10),
pero a los neófitos en este tipo de problemas les recomiendo la lectura del capítulo 9
del presente libro antes de afrontar ese texto.

38
2. CONOCIMIENTO

2.1. EL ANÁLISIS TRADICIONAL


El análisis tradicional del conocimiento, alrededor del cual gira
todo el trabajo reciente al respecto, define el conocimiento como cre-
encia verdadera justificada. Por tanto, mantiene que a sabe que p si y
sólo si

1. p ,
2. a cree que p,
3. la creencia de a de que p está justificada.

Se la denomina la definición tripartita, o el análisis tripartito, por


tener tres partes. Define el conocimiento preposicional, o conoci-
miento de que p. No define el conocimiento por familiaridad directa
como en «José conoce a Pedro» ni el denominado «saber–cómo», por
ejemplo el saber montar en bicicleta, a no ser que pueda mostrarse que
son reductibles al conocimiento proposicional.
La definición tripartita tiene atractivos obvios. Normalmente, se
considera que la primera cláusula, la que dice que, si a sabe que p, p
es verdadera (que puede leerse como Sap → p), es estipulativa. La
segunda cláusula, que, si a sabe que p, a cree que p (Sap → Cap),
parece ser de contenido mínimo. La tercera, que, si a sabe que p, su
creencia de que p está justificada (Sap → CJap), trata de evitar que
cuente como conocimiento cualquier acierto casual por parte de un
imprudente que confíe acriticamente en sus propias decisiones. Sin
embargo, es importante que tengamos en cuenta una consecuencia de
esta justificación de la cláusula 3: normalmente una creencia no está
justificada por el mero hecho de ser verdadera, de otro modo la cláusu-
la 3 sería redundante. Si decido la inversión en Bolsa más rentable por
el método de echar una moneda al aire y resulta que acierto, el feliz
resultado no puede justificar mi elección: no tenía ninguna justifica-
ción real para hacer la elección que hice. (También podríamos distin-
guir entre dos formas de justificación: justificación antes del suceso y

39
después de él. Utilizaríamos, en ese caso, la primera de ellas en nuestra
definición tripartita. Pero, entonces, la cuestión sería si se trata real-
mente de formas distintas de lo mismo.)
¿Qué problemas plantea la definición tripartita? Podríamos pensar
que la cláusula 2 es insuficiente: creer que p no es tan fuerte como
estar seguro de que p, y para saber no basta con creer, uno debe estar
seguro.
El mejor motivo para introducir la certeza en nuestro análisis del
conocimiento radica en que, muy a menudo, tenemos razón al vacilar
respecto a nuestras pretensiones de conocimiento cuando no estamos
seguros. Este movimiento de vacilación parece deberse a algo intrínse-
co al conocimiento, y no habría manera obvia de explicarlo si el cono-
cimiento fuera lo que afirma la definición tripartita. A pesar de que se
sugiera muchas veces que la noción de certeza es relevante para el
análisis de las declaraciones de conocimiento, pero no para el análisis
del conocimiento mismo [por ejemplo, Woozley (1953)], hay que
tener en cuenta que, en tal caso, no tendríamos modo alguno de expli-
car por qué la certeza es necesaria para poder declarar que sabemos
sin serlo para el conocimiento mismo, es decir, para la existencia de
aquello que declaramos.
Dado que vamos a descubrir otras razones para rechazar la defini-
ción tripartita, no hay motivo para proseguir ahora con este argumento.
La moraleja debe ser la de que, para dar un análisis del conocimiento
que no incluya el requisito de la certeza, debemos buscar algún lugar
apropiado para la noción de certeza. Un análisis que considere que la
certeza es un requisito para las declaraciones de conocimiento necesita
poder explicar en sus propios términos por qué ha de suceder tal cosa.
¿Por qué no cambiar sin más la cláusula 2 por «a está seguro de
que p.»? Porque estamos dispuestos, en circunstancias que son perfec-
tamente normales, a conceder que alguien sabe algo por más que la
persona en cuestión no se atreviera a declarar su conocimiento por
carecer de la certeza necesaria. Pensemos en un mal estudiante que,
por ejemplo, se ha aprendido la noche anterior las fechas de la muerte
de los reyes de Inglaterra durante varios siglos, pero que se siente tan
amedrentado por el profesor que pierde toda seguridad sobre la
corrección de las respuestas que se le ocurren cuando le pregunta.
Supongamos que sus respuestas son las correctas, ¿no diríamos que
las sabía, aunque él mismo no se atreviera a decir tal cosa? Parece
obvio que nuestras razones para concederle conocimiento están muy
cerca de lo que nos sugiere la definición tripartita: da la respuesta
correcta, y no lo hace así por mera casualidad.
40
Hay un problema en este ejemplo del mal estudiante, que está rela-
cionado también con la cláusula 2. En la medida en que el estudiante
no está seguro de las respuestas que se le ocurren, ¿diríamos que las
cree? Si no vamos con sumo cuidado, este tipo de ejemplos contra el
requisito de la certeza puede hacernos perder la condición de la creen-
cia, que tratábamos de salvar.

2.2. LOS CONTRAEJEMPLOS DE GETTIER


Henry está mirando la televisión una tarde de junio. Es la final
masculina del torneo de Wimbledon y McEnroe está venciendo a
Connors por dos sets a uno y con punto de partido en el tercero.
McEnroe gana este punto. Henry cree justificadamente que

1. Acabo de ver la victoria de McEnroe en la final de Wimbledon


de este año

e infiere razonablemente que

2. McEnroe es el campeón de Wimbledon de este año.

Sin embargo, lo que ha sucedido es que las cámaras instaladas en


Wimbledon se han estropeado y lo que muestra la pantalla es una gra-
bación del partido del año anterior. Mientras sucede eso, McEnroe
está, de hecho, a punto de repetir la abultada victoria que obtuvo el
año pasado. De modo que la creencia 2 de Henry es verdadera, y está
ciertamente justificado para tener tal creencia. Pero no concederíamos
que Henry sabe 2.
Este tipo de contraejemplo al análisis tripartito del conocimiento
es conocido como contraejemplo de Gettier, a partir de E. L. Gettier
(1963). Gettier argumentó que estos casos muestran que el análisis tri-
partito es insuficiente: es posible que alguien no sepa algo, aunque se
satisfagan las tres cláusulas pertinentes. Gettier no pone en cuestión
ninguna de las tres cláusulas. Concede que individualmente son nece-
sarias, y se limita a argumentar que no son suficientes.
Por motivos que quedarán claros más adelante, es importante que
formalicemos la situación. Traduciendo 1 por p, y 2 por q, tenemos:

~p, Cap, CJap, p → q, CJa (p → q), q, Caq, CJaq.

41
De modo que, en un contraejemplo de Gettier, a tiene una creen-
cia justificada pero falsa, de la cual infiere la creencia justificada en
algo que de hecho es verdad, llegando así a una creencia justificada y
verdadera que no es conocimiento.
¿Qué respuesta podemos dar a este tipo de contraejemplos, enor-
memente conocidos pero todavía un tanto molestos? Parece que se nos
abren tres opciones:

1. encontrar algún medio de mostrar que los contraejemplos no


funcionan;
2. aceptar los contraejemplos y buscar algún modo de comple-
mentar el análisis tripartito de modo que los podamos excluir
de él;
3. aceptar los contraejemplos y alterar la adecuación del análisis
tripartito, en vez de añadirle algo más.

El resto de esta sección trata de la primera de estas alternativas.


¿En qué principio de inferencia descansan los contraejemplos? El
mismo Gettier expone dos. Para que los ejemplos funcionen debe ser
posible que una creencia falsa pueda estar justificada; y una creencia
justificada debe justificar cualquier creencia que sea implicada por
ella (o que se crea justificadamente que es implicada por ella). Esto
último es exactamente el Principio de Cierre PC.j, mencionado ante-
riormente en la discusión del escepticismo (1.2). De modo que, si
pudiéramos demostrar que PC.j es falso, nos encontraríamos con el
doble efecto de que socavaríamos los contraejemplos de Gettier y (al
menos parte de) el primer argumento escéptico. Sin embargo, todavía
sería posible construir nuevas variaciones sobre el tema de Gettier que
no descansaran en la inferencia, o en inferencias de este tipo, como
veremos en la sección siguiente. Si eso es así, ninguna queja sobre
PC, ni sobre otros principios, sería muy efectiva.
Lo que no podemos es rechazar los ejemplos de Gettier como si
fueran demasiado forzados y artificiales. En sus propios términos,
son perfectamente efectivos. Pero sería razonable que nos preguntára-
mos cuál es el objetivo de exprimirnos el cerebro tratando de encon-
trar una definición adecuada de «a sabe que p.». ¿Se trata de algo más
que de un mero ejercicio técnico? ¿Por qué deberíamos preocuparnos
si no pudiéramos dar con una definición libre de todo problema?
Muchos de los artículos escritos en respuesta a Gettier dan la impre-
sión de ser parte de un juego entre filósofos que no tiene ningún inte-
rés para nadie, excepto los propios jugadores. Después de todo, ¿no
42
nos ha demostrado Wittgenstein que un concepto puede ser completa-
mente legítimo aunque no tenga ninguna definición, al argumentar
que no es necesaria la existencia de un elemento común en todas las
instancias de una propiedad (por ejemplo, instancias de conocimiento)
distinta a aquella de la que son instancias (por ejemplo, que son cono-
cimiento). [Cf. Wittgenstein (1969b), pp. 17-18, y 1953, §§ 66-67.]
De modo que ¿qué demonios importaría que tuviéramos o no éxito en
la empresa de descubrir condiciones necesarias y suficientes para el
conocimiento?
Simpatizo de muchas maneras con el tono general de esta queja,
como resultará evidente muy pronto. Lo que me mantiene en la bús-
queda de una respuesta a Gettier es el sentimiento de que puede ser
posible encontrar un análisis de lo que sea el conocimiento que tenga
un efecto sustancial sobre lo que se dirá más tarde respecto a la justifi-
cación. Esto podría suceder en una cualquiera de dos maneras posibles.
Podríamos encontrar un análisis de lo que es el conocimiento que fuera
suficiente para socavar movimientos esenciales para el escéptico, con-
firmando con ello la posibilidad de que algunas de nuestras creencias
estuvieran justificadas; el análisis que apoyo provisionalmente en el
capítulo 3 pretende algo semejante. Otra posibilidad sería la de definir
la justificación en términos del conocimiento. Por ejemplo, podríamos
suponer que una creencia está justificada si y sólo si en ciertas circuns-
tancias (que deberían ser especificadas) produce conocimiento. (Debo
esta idea a Jennifer Hornsby.) Mientras tanto, consideremos algunos
análisis del conocimiento que no parecen tan fructíferos.

2.3. RESPUESTAS A GETTIER


Supongo que es obvio que he evitado, en la medida en que he
podido, cualquier diagnóstico, por provisional que fuera, sobre el
defecto del análisis tripartito descubierto por Gettier. La razón es que
todas las respuestas a Gettier surgen de diagnósticos diferentes sobre
las carencias del análisis tripartito: una vez que conozcamos lo que
falta, será fácil añadirlo.

LA PRESENCIA DE LA FALSEDAD RELEVANTE


El diagnóstico más obvio es fijarse en la falsedad de p, que es la
creencia inicial de la que se infiere la creencia verdadera y justificada

43
q. Podríamos, pues, añadir al análisis tripartito la cuarta condición de
que no puede ser conocido nada que se haya inferido de una creencia
falsa, o de un grupo de creencias entre las que haya una falsa.
Esta sugerencia simple tiene dos defectos. En primer lugar, pueden
escribirse variaciones del tema de Gettier en las que, aunque haya fal-
sedad, no se dé ninguna inferencia. Supongamos que creo que hay una
oveja en el campo cercano a causa de lo que veo. No estoy infiriendo
la existencia de la oveja a partir de lo que veo. Simplemente, veo que
hay una oveja. El animal que veo es un perro pastor, pero mi creencia
no es falsa porque, oculta por la cerca, hay una oveja que no veo.
Podríamos admitir que mi creencia es verdadera y está justificada y
rechazar que existiera conocimiento. [El ejemplo proviene de
Chisholm(1977),p. 105.]
Una réplica posible sería decir que estoy infiriendo que veo una
oveja en el campo a partir de mi conocimiento de mis propios estados
sensoriales. Esta respuesta plantea cuestiones de mayor calado, pero
en el capítulo 5 se da un argumento bastante claro en favor de que, si
hay conocimiento no–inferencial, debe darse a veces sobre cosas dis-
tintas a nuestros propios estados sensoriales; por ejemplo, ¿por qué no
sobre ovejas?
El segundo defecto radica en que la sugerencia es demasiado fuer-
te y convierte en improbable que alguien de nosotros sepa algo alguna
vez. Como veremos, ése es un peligro común a muchas de las respues-
tas a Gettier. En este mismo momento, muchos de nosotros tenemos
creencias falsas que desempeñan algún papel en nuestras inferencias,
de modo que, de acuerdo con la sugerencia, ninguna de nuestras cre-
encias verdaderas y justificadas contaría como conocimiento.
Para eliminar estos defectos, debemos dejar a un lado las referen-
cias a la inferencia y estrechar la relación especificada entre las creen-
cias que son falsas y las que, siendo verdaderas y justificadas, no
debieran contar como conocimiento. Por ejemplo, podríamos exigir
que no se diera falsedad relevante. Así podríamos afrontar el ejemplo
de la oveja en el campo, porque es de presumir que yo crea (con false-
dad) que el animal que veo es una oveja, por más que esa creencia no
sea usada para ninguna inferencia. Pero esta sugerencia parece identi-
ficar la dificultad más bien que resolverla: ¿Qué creencias falsas
deben contar como relevantes?
Una respuesta podría ser la de decir que la falsa creencia de que p
es relevante en el sentido requerido cuando la creencia en q habría
cesado de estar justificada si el creyente hubiera creído ~p en vez de
p. No todas las creencias falsas son relevantes en este sentido.

44
Algunas serán tan distantes o tan insignificantes que el hecho diferen-
cial de creer en ellas o en sus opuestas no tendría efecto alguno sobre
lo que se cree en un momento determinado. Por ejemplo, entre las cre-
encias por las que creo que Napoleón fue un gran soldado puede haber
una que sea falsa, pero tan insignificante que mi justificación para
creer que Napoleón fue un gran soldado se mantendría si cambiara de
opinión respecto a ella. Una creencia falsa de este tipo no sería rele-
vante en el sentido comentado.
Pero el nuevo análisis plantea dificultades, que pueden ilustrarse
mejor por medio de un ejemplo. Supongamos que espero que un cole-
ga me lleve a casa en su coche esta tarde, y que el coche tiene la bate-
ría descargada. De hecho, no sería un gran problema porque el coche
de otro amigo está aparcado al lado con los cables adecuados que
podrían usarse para arrancar el coche estropeado. Ahora creo que me
llevará esta tarde en su coche y mi creencia está justificada. ¿Sé que
me llevará en su coche? El requisito de que no haya creencias falsas
relevantes sugiere, plausiblemente, que el que yo sepa o no depende
de otras creencias que yo tenga. Pero esta sugerencia plantea dificulta-
des. Si, por ejemplo, me limito a creer

1. me llevará a casa en su coche esta tarde,

se me podría conceder que lo sé, pero si creyera 1 y

2. la batería de su coche no está descargada,

ya no puedo saber 1, dado que tengo una creencia relevante falsa. Sin
embargo, si, además de creer 1 y 2, también creo

3. el coche de un amigo está aparcado al lado con cables para car-


gar baterías,

esta creencia, aparentemente gratuita, tiene el efecto de que yo crea de


nuevo que me llevarán a casa en coche. Dado que, si creyera lo contra-
rio de 2, mi creencia 1 no estaría justificada a no ser que creyera tam-
bién algo similar a 3. Parece, pues, que la sugerencia que analizamos
tiene el efecto de que el que yo tenga conocimiento dependerá normal-
mente de otras creencias aleatorias que yo pueda tener. Hay algo insa-
tisfactorio en este punto, y es necesario que se trabaje más para defen-
der este análisis contra objeciones de este tipo.

45
REFUTABILIDAD
Un punto de vista ligeramente distinto diagnostica que la fuente de
los contraejemplos de Gettier es la presencia de algunas verdades que,
de haber sido creídas, habrían destrozado la justificación del creyente
[cf. Lehrer y Paxson (1969), Swain (1974)]. Supongamos, por ejem-
plo, que Henry hubiera creído que estaba mirando una grabación de la
final del año anterior, como de hecho sucedía; en ese caso, su justifi-
cación para la creencia de que p y, por PC.j, para su creencia de que q
se habría venido abajo. La sugerencia es, pues, que debe añadirse una
cuarta cláusula con el requisito de que no puede existir ninguna ver-
dad tal que, si Henry la creyera, perdiera toda justificación para creer
en q. Ésta es la sugerencia de la refutabilidad; para que haya conoci-
miento, requeriremos que la justificación no sea refutable, es decir,
que no haya verdades cuya adición pudiera refutarla.
Esto no implica que una creencia falsa nunca estará justificada,
dado que la sugerencia dice que, aunque algunas creencias están justi-
ficadas y sean refutables, lo que necesitamos para que haya conoci-
miento es una justificación irreprochable. Sin embargo, corremos el
peligro de convertir en algo redundante la primera de las condiciones
para el conocimiento (Sap → p). Parece que una creencia falsa nunca
podría estar justificada irrefutablemente, dado que siempre habría
alguna verdad (como mínimo, la negación de la creencia falsa) cuya
adición crearía la justificación. Quizá esto sea una virtud, y no un
defecto, dado que el nuevo análisis cuatripartito tiene más coherencia
que el anterior; proporciona, en la cuarta cláusula, una explicación de
algo que antes se había introducido a modo de mera estipulación: que
el conocimiento requiere verdad.
La sugerencia de la refutabilidad puede considerarse como una
extensión del requisito anterior de que no hubiera falsedad relevante;
estamos mirando, más allá de las proposiciones que el creyente está
creyendo, las proposiciones que tendrían determinado efecto en caso
de ser creídas. Pero esta ampliación no es ninguna ventaja. Un ejem-
plo ilustrará mejor el tipo de dificultad con que se enfrenta la noción
de refutabilidad. Supongamos que yo crea que mis hijos están ahora
jugando en el jardín de casa, y que yo tenga buenas razones para esta
creencia. Sin embargo, sin que yo lo sepa, un vecino vino a casa des-
pués de que yo saliera por la mañana y les invitó a dar un paseo. Si yo
hubiera sabido esto, mi justificación para creer que están en el jardín
se vendría abajo, dado que sé también que, normalmente, aceptan este
tipo de invitaciones. Pero, en este caso, mi mujer ha rechazado la invi-

46
tación porque está preocupada por la salud de uno de los niños. Bajo
esos supuestos, ¿sé que mis hijos están jugando en el jardín de casa?
Si la intuición del lector es afirmativa, deberá rechazar el criterio de
refutabilidad tal y corno lo acabamos de formular. Si la respuesta es
negativa sobre la base de que, si yo hubiera sabido que el vecino los
había invitado, mi justificación habría sido refutada, todavía necesita-
mos una explicación de por qué la (desconocida para mí) verdad de
que mi mujer ha rechazado la invitación no vuelve a equilibrar el fiel
de la balanza. En cualquier caso, la sugerencia de la refutabilidad
necesita ser modificada.
El problema parece radicar, como en el caso de la exigencia de que
no hubiera falsedades relevantes, en la manera en que las nuevas ver-
dades pueden ser añadidas, poco a poco, para destituir la justificación
existente, mientras ulteriores verdades todavía esperan en el transfon-
do para destituir las destituyentes. Lo primero que deberíamos pregun-
tarnos es si no es probable que siempre haya alguna verdad que, si fue-
ra considerada con exclusión de todas las demás, destrozara mi justifi-
cación. Incluso si tal cosa no sucede siempre, sucederá lo bastante a
menudo como para reducir el alcance de mi conocimiento, lo que, por
sí mismo, ya es una objeción. En segundo lugar, necesitamos encon-
trar una manera de bloquear el modo en que la paulatina adición de
verdades nuevas me da y quita conocimiento una y otra vez.
El segundo objetivo podría alcanzarse si alteráramos nuestro análi-
sis de la refutabilidad, de modo que, en vez de hablar de alguna otra
verdad (que origina el problema de la adición paulatina de verdades),
habláramos de la totalidad de las verdades. Podríamos requerir como
cuarta condición que la justificación se mantuviera después de la adi-
ción de todas las verdades a nuestro conjunto originario de creencias.
Esta nueva noción de refutabilidad parece permitir (probablemente)
que yo sepa ahora que mis hijos están jugando en el jardín de casa,
porque la segunda verdad añadida elimina los poderes refutantes de la
primera. Pero todavía hay problemas en esta nueva noción de refutabi-
lidad. En primer lugar, al hablar de la adición de la totalidad de las
verdades parece que ingresamos definitivamente en el terreno de la
pura ficción. ¿Tenemos alguna noción adecuada de la «totalidad de las
verdades»? En segundo lugar, parece que, según este nuevo criterio,
nunca pasaremos de tener razones mínimas para creer que sabemos
algo; al creer algo lo que estamos creyendo es que, cuando se añadan
todas las verdades, nuestra justificación todavía se mantendrá. A pri-
mera vista, no necesitamos tanto para apoyar las pretensiones ordina-
rias de conocimiento.
47
FIABILIDAD
Un punto de vista diferente nos aparta de la relación entre la pro-
posición que se pretende saber y otras creencias falsas que deberían
ser verdaderas u otras verdades que deberían haber sido creídas. Se
sugiere a veces que una creencia justificada puede ser conocimiento
cuando se deriva a partir de un método fiable [véanse Goldman
(1976); Armstrong (1973), e. 13; Swain (1981)]. En el ejemplo de
Gettier, Henry sabe que esta tarde se está jugando la final de
Wimbledon. Esta creencia verdadera y justificada se deriva de méto-
dos fiables, como la lectura de los periódicos, que están normalmente
en lo cierto con relación a este tipo de cosas. Sin embargo, su creencia
de que q se deriva de un método que no es fiable. Le hubiera llevado al
mayor de los errores si se hubiera dado el caso de que McEnroe hubie-
ra sufrido un inesperado decaimiento, sucumbiendo definitivamente
ante los esfuerzos de Connors.
Este punto de vista puede elaborarse mucho más; en algunos extre-
mos, está bastante cerca de los análisis causales que se mencionarán a
continuación, porque necesitamos una explicación de qué sea lo fia-
ble, y una respuesta causal es tentadora [véase Goldman (1979)]. Sin
embargo, ya podemos ver las dificultades que plantea cualquier
variante de este punto de vista. Corre el peligro de o bien hacer impo-
sible el conocimiento, o bien llevarnos directamente a uno de los argu-
mentos escépticos.
Podemos utilizar «fiable» en el sentido de que un método apropia-
do, cuando se le sigue adecuadamente, es completamente fiable y
nunca nos lleva a una creencia falsa. Pero, independientemente de la
dificultad general de distinguir entre un defecto en el método y un
defecto en la manera en que el método se aplica, parece improbable
que haya métodos completamente fiables para la adquisición de creen-
cias. Los seres humanos somos falibles, lo que se muestra no sólo en
la manera en que usamos ciertos métodos, sino también en los mismos
métodos de adquisición de creencias que nos son accesibles. Podemos
decir que, si requiere un método infalible o perfectamente fiable, el
conocimiento es imposible.
Si dejáramos a un lado la noción de fiabilidad perfecta y exigiéra-
mos tan sólo que el método fuera fiable en líneas generales, atraería-
mos argumentos escépticos del segundo tipo. ¿Cómo es posible que
un método que ha fallado una y otra vez en circunstancias relevante-
mente similares baste en un momento dado para producir conocimien-
to? Si confiáramos en que el análisis del conocimiento nos ayudara a
48
rechazar los argumentos escépticos, este particular análisis no nos
facilitaría en absoluto las cosas. Nada de esto muestra, por supuesto,
que el análisis sea incorrecto. Un análisis correcto del conocimiento
podría tener la desagradable consecuencia de darle al escéptico la
oportunidad que está buscando. Pero no debemos aceptar que tal cosa
sea inevitable hasta que estemos convencidos de que no hay otro análi-
sis del conocimiento que ofrezca menos juego al escéptico. Podemos
mantener la esperanza de encontrar uno que le haga la vida más di-
fícil.
Una retirada final sería la de exigir sólo que el método fuera fiable
en este momento. Esto tiene el efecto de desviar nuestra atención de
los casos previos en los que el método ha fallado y evitar así el argu-
mento escéptico que tiene su punto de partida en esos casos. Pero sería
razonable dudar de si el requisito de que el método sea fiable en un
caso particular equivale a alguna genuina adición al análisis tripartito.
Si la fiabilidad es definida en términos de la producción de la verdad,
no añade nada a la primera condición, una vez que restringimos nues-
tra atención al caso particular. Si se la define en términos de justifica-
ción, no añade nada a la tercera. Y no parece que haya otras alternati-
vas. (No obstante, bien pudiera ser que la teoría causal equivaliera a
una noción de justificación en el caso particular; véase 2.4.)

RAZONES CONCLUYENTES
Otro punto de vista diría que el fallo de Henry en el ejemplo
comentado se debe al hecho de que sus razones no llegaban a ser con-
cluyentes. Si, para que haya conocimiento, requerimos que la creencia
verdadera justificada esté basada en razones concluyentes, todos los
ejemplos de Gettier, y todos los casos en los que el creyente acierta
por casualidad, se vienen abajo.
Este punto de vista requiere que se trabaje en un análisis convin-
cente de qué es una razón concluyente. Una sugerencia podría ser la
de que cuando las creencias A – M constituyen razones concluyentes
para la creencia N, A – M no podrían ser verdaderas si N fuera falsa.
Esto excluiría los contraejemplos, pero, en el mejor de los casos, haría
del conocimiento un fenómeno extraño. De una u otra forma, el cono-
cimiento empírico sería algo imposible; en el campo de la experiencia,
nuestras razones nunca son concluyentes en este sentido.
Un análisis más débil, ofrecido por F. Dretske (1971), sugiere que
las razones A – M de alguien en favor de una creencia N son conclu-

49
yentes si y sólo si A – M no serían verdaderas si N fuera falsa. El aná-
lisis es más débil porque decir que A – M no serían verdaderas si N
fuera falsa no es decir que no podrían ser verdaderas si N fuera falsa,
tal y como pide el análisis más fuerte. Es tan débil que no nos da un
sentido genuino de «concluyente», lo cual no importa demasiado. Me
parece que, en líneas generales, este análisis más débil es provechoso,
y la teoría que apoyaré en el siguiente capítulo es muy parecida. Pero
se diferencia de él en que no habla de razones, lo que es una ventaja
porque parece posible que haya creencia justificada sin razones. Quizá
sea posible que mi creencia de que tengo dolor esté justificada. Pero
es difícil decir que yo la fundamento en razones, concluyentes o no.
No la fundamento en ningún tipo de razones.

LA TEORÍA CAUSAL
A. I. Goldman propone un complemento causal a la definición tri-
partita [Goldman (1967)]. Un diagnóstico inicial de los contraejem-
plos de Gettier puede ser afirmar que es mera suerte el que la creencia
justificada de Henry sea verdadera. Este diagnóstico no puede propor-
cionar por sí mismo una respuesta adecuada. No nos podemos limitar
a estipular que no esté involucrada la suerte, porque todos nosotros la
necesitamos en mayor o menor medida. Por ejemplo, el hecho de que
un método fiable de formación de creencia nos proporcione ahora una
creencia verdadera más bien que una falsa, como sucede a veces, esta-
rá en función de la suerte que tenga cada uno de nosotros. Por supues-
to, el escéptico encuentra también un punto de apoyo en el hecho de
que siempre esté implicada la suerte. Pero el diagnóstico puede suge-
rir una respuesta mucho mejor. La sugerencia de Goldman equivale a
decir que lo que hacía que la creencia de Henry fuera verdadera en
nuestro ejemplo no es lo que hacía que él la creyera. De modo que
propone que, como cuarta condición para el conocimiento de que p,
que la creencia de a en p sea causada por el hecho de que p. Con ello
quedan excluidos los casos de Gettier porque en ellos es una pura
coincidencia que la creencia sea verdadera. Queremos un vínculo
entre creencia y verdad que evite que suceda tal cosa, y un vínculo
causal parece atractivo a este respecto.
Por atractivo que sea este punto de vista, plantea varias dificulta-
des. La primera es la dificultad en suponer que los hechos causen
algo; son demasiado inertes como para afectar la manera en que fun-
ciona el mundo, incluso si el mundo es el mundo meramente mental

50
de las creencias. Después de todo, ¿qué son los hechos? Una primera
idea es que los hechos son similares, si no idénticos, a las proposicio-
nes verdaderas (lo que explicaría por qué no hay hechos falsos). Pero
¿pueden las proposiciones verdaderas causar algo? Ciertamente, los
hechos (o las proposiciones verdaderas) parecen reflejar el mundo
más que actuar sobre él. Los análisis más corrientes de la causación
parecen estar en lo cierto al no permitir que sean causas más que los
sucesos y, posiblemente, los agentes. En segundo lugar, hay un pro-
blema sobre el conocimiento del futuro; la sugerencia de Goldman
parece implicar que nos encontramos en este punto con un caso de
causación hacia atrás (backward causation) —el futuro causando el
pasado— o que el conocimiento del futuro es imposible, ya que las
causas no pueden ser posteriores a sus efectos. En tercer lugar, está el
problema del conocimiento universal o, en líneas más generales, del
conocimiento por inferencia. Mi creencia de que todos los hombres
son mortales está causada, pero no por el hecho de que todos los
hombres sean mortales; si hay hechos que causen tal creencia, son los
hechos de que este hombre, ese hombre, etc., han muerto. Y lo que ha
causado que esos hombres mueran no es el hecho de que todos los
hombres mueran (lo que reivindicaría de nuevo al análisis causal, con
una causa intermedia); más bien sucede que todos los hombres mue-
ren porque esos hombres concretos (junto con otros muchos) lo
hacen. ¿Cómo podría mostrar el análisis causal que yo sé que todos
los hombres mueren?
Hay respuestas a algunas de estas críticas, por supuesto. Estamos
más acostumbrados a hablar de hechos como causas de lo que nos per-
mite la primera crítica. El hecho de que los filósofos no se hayan con-
vencido de que comprenden la idea de que los hechos pueden ser cau-
sas no debe hacer que prohibamos cualquier apelación a la causación
de hechos como filosóficamente injustificada. La segunda crítica tam-
bién podría responderse si complicáramos la teoría y concediéramos
que pudieran conocerse ciertos hechos cuando hecho y creencia son
efectos distintos de una causa común. Sin embargo, la tercera crítica
parece más intratable. La admisión de que los hechos pueden ser cau-
sas no hará más aceptable el supuesto de que los hechos universales
pueden causar creencias universales. A pesar de todo ello, hay que
decir que en la teoría causal hay algunos aspectos atractivos, y la teo-
ría que voy a apoyar puede verse, de hecho, como una generalización a
partir de ella.

51
2.4. OBSERVACIONES FINALES
Las diversas propuestas de la sección anterior se han presentado
como si fueran añadidos al análisis tripartito, al haberse admitido
que Gettier había mostrado la insuficiencia de tal análisis. Pero, entre
ellas, podemos descubrir al menos una que podría considerarse como
una defensa directa de ese análisis. Cualquier propuesta que equival-
ga a una nueva teoría de la justificación podría mostrar con éxito
que, en el caso de Gettier, las creencias relevantes verdaderas no
estaban justificadas en absoluto. La teoría causal podría decirnos que
una creencia sólo está justificada cuando está causada (directa o
indirectamente) por los hechos. En ese caso, adoptaría la ruta 1 (tal y
como se distinguió en 2.2). (Algunas versiones de la propuesta de la
fiabilidad también podrían verse bajo esta luz.) Realizando este
movimiento, partiríamos de una teoría causal de la justificación;
la teoría causal del conocimiento sería tan sólo una de sus conse-
cuencias.
Un posible argumento contra la teoría causal de la justificación
podría pretender que no tenemos garantía alguna de que sólo haya un
modo en que nuestras creencias se justifican, y, en particular, ningu-
na razón real para suponer que cualquier modo aceptable debe ser
causal y que todas las creencias justificadas de que p deben estar
causadas por hechos relevantes. Ciertamente, aunque no quisiéramos
admitir la existencia de hechos morales, no desearíamos, por ello,
prohibir de antemano la posibilidad de que algunas creencias mora-
les estuvieran justificadas. También podríamos dudar de la existencia
de hechos matemáticos causalmente efectivos, sin desear decir que,
por ello, ninguna creencia matemática puede estar justificada.
Sin embargo, es más importante advertir que este análisis causal
de la justificación es falso porque niega la posibilidad de que una fal-
sa creencia esté justificada. Una falsa creencia de que p no tiene nin-
gún hecho de que p para causarla. Esta objeción sólo puede ser evita-
da si encontráramos un análisis de la justificación de las creencias
falsas diferente del que se ofrece para las verdaderas. Y tal cosa no
podría ser correcta. La justificación debe ser la misma para las cre-
encias verdaderas y para las falsas, aunque sólo sea porque podemos
preguntar y decidir si una creencia está justificada (por ejemplo, una
creencia sobre el futuro) antes de decidir si es verdadera o falsa.
Esta crítica deja abierta la posibilidad de un tipo diferente de teo-
ría causal, sobre las líneas que se han sugerido al final de 2.2. Con
una teoría causal del conocimiento y la tesis de que una creencia está
52
justificada si y sólo si, en el caso de ser verdadera, produciría cono-
cimiento, podemos proporcionar un análisis causal de la justificación
que no sea vulnerable a la existencia de creencias falsas justificadas.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS
Ensayos cruciales en este tipo de problemas son los de Gettier (1963), Dretske
(1971), Goldman (1967) y Swain (1974).

Es posible que la primera discusión (y el rechazo) del análisis tripartito se encuen-


tre en un diálogo de Platón: el Teeteto (201c-210d).

Shope (1983) analiza detalladamente la enorme producción generada en los últi-


mos años por la percepción de los defectos del análisis tripartito. Por supuesto, hay
muchos puntos de vista, con sus variantes respectivas, sobre el problema de Gettier
que no he discutido todavía, incluyendo el del mismo Shope.

Muchos de los ensayos a los que se ha hecho referencia en el presente capitulo


están recogidos en Pappas y Swain (1978), que contiene también una introducción ana-
lítica al área.

Prichard (1967) proporciona un análisis de las relaciones entre conocimiento, cre-


encia, certeza y verdad, que difiere de una manera muy interesante del que se ha ofre-
cido.

Una cuestión importante que no se ha discutido es la de si el conocimiento implica


la creencia. Para esto, véase Rang (1977).

Los ensayos de Gettier, Prichard y Woozley están recogidos en Phillips Griffiths


(1967).

53
3. LA TEORIA CONDICIONAL DEL CONOCIMIENTO

3.1. LA TEORIA
Esta teoría, que debemos principalmente a Robert Nozick, parte de
donde lo hacen otras: de los defectos del análisis tripartito desvelados
por Gettiter. Nozick sugiere que la razón por la que consideramos que,
en esos ejemplos, las creencias verdaderas justificadas no son conoci-
miento es que a las habría creído incluso si hubieran sido falsas. La
razón por la que la creencia de Henry de que McEnroe es el campeón
de este año era demasiado afortunada, o verdadera con demasiada for-
tuna, como para ser considerada conocimiento es que el camino por el
que aquél llegó a esa verdad era tal que, incluso si su creencia hubiera
sido falsa, hubiera acabado creyéndola. Nozick considera, por tanto,
que, para que a crea que p, necesitamos que a no hubiera creído que p
si p hubiera sido falsa.
Con ello tenemos las dos condiciones habituales:

1. p
2. a cree que p,

junto con

3. si p no fuera verdadera, a no creería que p.

Pero Nozick argumenta que, aunque este análisis puede enfrentar-


se a los ejemplos que nos ofrece Gettier, existen otros ejemplos seme-
jantes que escaparían a la formulación presente. Hay dos maneras en
las que puede ser una coincidencia que la creencia de a sea verdadera,
y necesitamos eliminar las dos. La primera es aquella en la que a cree-
ría p, incluso cuando p fuera falsa. La adición de la cláusula 3 intenta
neutralizar este hecho. La segunda es que podrían existir circunstan-
cias ligeramente distintas en las que p continuara siendo verdad, sin
que a creyera en ella. Hay muchos ejemplos de coincidencia feliz en
ambos sentidos. Supongamos que creo que hay un coche de policía ahí

54
afuera porque puedo oír una sirena. De hecho hay un coche de policía,
pero la sirena que oigo proviene del aparato de música de mi hijo en la
habitación de al lado. No sé que haya un coche de policía en la calle,
por dos razones diferentes. En primer término, hubiera tenido la cre-
encia aunque el coche no hubiera estado en ese lugar. En segundo tér-
mino, no hubiera tenido la creencia si mi hijo no hubiera estado escu-
chando música, por más que el coche hubiera continuado estando a la
puerta de la calle. Eliminamos esta segunda forma en la que una cre-
encia verdadera podría ser demasiado afortunada como para contar
como conocimiento, añadiendo una cuarta cláusula a las otras tres:

4. si, en circunstancias diferentes, p todavía fuera verdadera, a


todavía creería que p.

Estas cuatro condiciones, que constituyen la teoría condicional del


conocimiento, pueden simbolizarse de la manera siguiente:

1. p
2. Cap
3. ~p → ~Cap
4. p →Cap

donde el cuadrado con flecha « →» se usa para simbolizar la cons-


trucción subjuntiva en castellano «Si fuera el caso que..., sería el caso
que...». La teoría así constituida es un intento de articular la intuición
de que, para que una creencia sea conocimiento, debe ser particular-
mente sensible a la verdad de la proposición creída. Por expresarlo en
términos del propio Nozick, debe seguir el rastro a la verdad, en el
sentido de que, si la proposición fuera verdadera en circunstancias
diferentes, todavía sería creída y, si no fuera verdadera, no lo sería.

3.2. ALGUNOS COMENTARIOS


a) El requisito de que la creencia de que p debe seguir el rastro a
la verdad de p es el requisito de que las dos primeras cláusulas de la
teoría deben estar relacionadas de alguna manera. Es algo similar a la
manera en que funcionaba la teoría causal, aunque en tal caso la rela-
ción que se requería era, específicamente, una relación causal. La teo-
ría condicional es menos exigente, de modo que escapa a algunas de
las dificultades a las que se enfrentaba la teoría causal. Pero incluye la

55
teoría causal como un caso especial, dado que podríamos pensar que,
si el hecho de que p causa la creencia de a en p, en ese caso los dos
condicionales subjuntivos serán verdaderos (pero no viceversa). De
modo que la teoría condicional es una generalización de la teoría cau-
sal. Mientras que la teoría causal sugiere que sólo hay una manera en
la que las creencias verdaderas justificadas pueden llevar a ser conoci-
miento (el que sean causadas por los hechos), la teoría condicional
está dispuesta a considerar cualquier manera, causal o no, que preser-
ve la verdad de los dos condicionales subjuntivos.
De hecho, la teoría condicional adopta algunas de las mejores
intuiciones de algunas de las teorías que, en el capítulo anterior, consi-
derábamos que eran defectuosas. Por ejemplo, está muy cerca de la
elaboración que hizo Drestske del punto de vista de las «razones con-
cluyentes».

b) Considerábamos si la teoría causal del conocimiento descansa-


ba sobre (o nos permitía acceder a) una teoría causal de la justifica-
ción. Es obvio que podríamos preguntar lo mismo respecto a la teoría
condicional. ¿Podemos ofrecer una definición condicional de CJap
como

CJap ≡ (p → Cap & ~p → ~Cap)?

Esto equivaldría a mantener que una creencia justificada es aque-


lla que sigue el rastro a la verdad. Pero surgen dificultades del mis-
mo tipo. Una creencia falsa puede estar justificada. Entonces, CJap
es consistente con (Cap & ~p). Pero (Cap & ~p) es inconsistente
con (p → Cap & ~p → ~Cap); una creencia falsa no sigue el
rastro de la verdad. De modo que la definición condicional de la justi-
ficación falla.
A pesar de todo, una teoría semejante debería ser atractiva. Con
toda seguridad, alguien que considere que su creencia de que p está
justificada está muy cerca de aceptar que su creencia sigue el rastro a
la verdad de p. Podemos, si lo deseamos, restaurar la posibilidad de
una teoría condicional de la justificación por medio de un movimiento
similar al que hicimos en 2.4. La sugerencia en ese punto era la de
derivar el análisis de la justificación a partir del análisis del conoci-
miento: a está justificado por creer que p si y sólo si en ciertas cir-
cunstancias a sabría que p. A modo de ilustración, podemos conside-
rar el siguiente ejemplo:

56
CJap ≡ (p → Sap)

La expresión crucial «en ciertas circunstancias» debe ser leída de


la manera más simple posible, como «si p fuera verdad». Si pudiéra-
mos disponer de una teoría de este tipo, podríamos aceptar de una
manera indirecta la posibilidad de una teoría condicional de la justifi-
cación.

c) Otro aspecto que, a mi parecer, está en favor de la teoría es que


comienza a dar cierto sentido teórico al sentimiento intuitivo de que lo
incorrecto en los ejemplos de Gettier era la suerte excesiva que en
ellos se incorporaba. La teoría nos da el siguiente análisis de cuándo
una creencia es verdadera por mera suerte: la creencia de a es verda-
dera por suerte en la medida en que a la hubiera continuado creyendo
aunque fuera falsa, o aunque hubiera sido verdadera bajo ciertas con-
diciones diferentes. La importancia de este análisis resultará obvia en
la sección siguiente.

d) La teoría parece poseer algunos recursos con los que explicar


los vínculos entre certeza y conocimiento. Alguien que pretende que
sabe que p, pretende que no creería en p si p no fuese verdadera, y que
creería en p cuando p fuera verdadera. No podría tener tal pretensión
si no estuviera seguro de p. Lo que había perdido el mal estudiante del
ejemplo que mencionábamos anteriormente era la confianza en que
sus creencias estuvieran rastreando la verdad; consideraba que, aun-
que creía que p, era por lo menos tan probable que estuviera en lo cier-
to como que no lo estuviera. Por tanto, la teoría analiza la certeza
necesaria para las declaraciones de conocimiento como la creencia en
que se satisfacen los dos condicionales subjuntivos. Utiliza este análi-
sis para explicar el hecho, que en caso contrario resultaría difícilmente
explicable, de que el mal estudiante sepa sin que pueda declarar que
sabe.

3.3. EL PRINCIPIO DE CIERRE Y EL PRIMER


ARGUMENTO ESCÉPTICO
La teoría condicional del conocimiento puede mostrar que no
sabemos que no somos cerebros en una cubeta, dado que falla una
condición necesaria para tal conocimiento, la tercera: que, si no fuera
verdad que no somos cerebros en una cubeta, no creeríamos que no lo

57
somos. La condición no se cumple porque, si fuéramos cerebros en
una cubeta (a los que se les provocan artificialmente experiencias),
todavía creeríamos que no lo somos. Por tanto, si la teoría condicio-
nal del conocimiento está en lo cierto, no sabemos que no somos
cerebros en cubetas. Una condición necesaria para tal conocimiento
no se cumple.
A pesar de ello, el análisis de Nozick puede usarse para mostrar
que el lector sabe que está sentado leyendo un libro de filosofía (por
favor, siéntese usted antes de continuar). En este caso se satisfacen las
cuatro condiciones: es cierto que el lector está sentado, etc.; el lector
cree que está sentado, etc.; si no estuviera sentado, etc., no creería que
lo está; si estuviera sentado, etc., creería que lo está.
El análisis muestra también, de una manera semejante, que sabe-
mos que, si estamos sentados leyendo un libro de filosofía, no somos
cerebros en una cubeta. De donde se sigue que, de acuerdo con la teo-
ría condicional del conocimiento, es posible saber que p y saber que p
implica q sin saber que q. Esta conclusión ¿no rompe directamente el
principio de cierre [(Sap & Sa (p → q)] → Sag.? Lo hace; pero Nozick
es capaz de mostrar de una manera más general que, según este análi-
sis, el principio no es aceptable. La explicación descansa en los aspec-
tos más generales de una teoría sobre las condiciones en las que condi-
cionales subjuntivos como 3 y 4 son verdaderos.
La teoría usa la noción de «mundo posible» para proporcionar un
análisis de las condiciones de verdad de los condicionales subjunti-
vos. Un mundo posible debe ser considerado como una forma com-
pleta en la que el mundo podría haber estado, un modo en el que el
mundo podría haber existido. La idea de que el mundo podría haber
sido diferente en ciertos respectos se considera la idea de que hay un
mundo posible que difiere del actual en ese respecto (y, posiblemen-
te, otros también). Los mundos posibles varían en su grado de pareci-
do con el mundo real. Algunos están muy cerca del nuestro, otros son
mucho más lejanos. Pero, por dos razones, puede que no sea posible
ordenar mundos de acuerdo con su cercanía al mundo real. En primer
lugar, las nociones de cercanía, parecido y semejanza son demasiado
imprecisas como para apoyar el tipo de juicios comparativos precisos
que exigiría semejante ordenamiento. En segundo lugar, siempre pue-
de ser razonable esperar que, para cada mundo posible, podamos
encontrar otro que se parezca en el mismo grado al real. Por estas dos
razones, es preciso que pensemos en términos no de mundos posibles
individuales, sino de grupos de mundos posibles, con todos los mun-
dos de un mismo grupo estando a la misma distancia del mundo real.

58
Si hay una ordenación, aunque sea vaga e imprecisa, debe serlo de
grupos de mundos igualmente similares más bien que de mundos
individuales.
Nozick da un análisis inicial de las condiciones de verdad para el
condicional subjuntivo p →q :

p →q es verdadero en el mundo real si y sólo si p → q es verda-


dero en todo un rango de grupos de mundos razonable-
mente cercanos al mundo real.

(Ésta no es la teoría final, sino una primera aproximación.)


Aunque esta teoría se expresa formalmente, podemos darle fácil-
mente un apoyo intuitivo. Supongamos que queremos saber las cir-
cunstancias en las que estaría justificada la aseveración del condicio-
nal «Si la Sra. Thatcher hubiera esperado más, habría perdido las elec-
ciones». Lo que hacemos es representarnos la situación actual,
alterándola hasta el punto en que la Sra. Thatcher retrasa las eleccio-
nes. Por supuesto, habría que alterar otras muchas cosas, dado que la
fecha de unas elecciones no es un hecho aislado (no hay hechos aisla-
dos, y ésa es la razón por la que no puede haber un mundo similar al
nuestro en todos los respectos excepto en un hecho). Tendríamos que
cambiar también todas las cosas que no hubieran sucedido si las elec-
ciones se hubieran retrasado, por ejemplo, la edad de la Sra. Thatcher
en la fecha de las elecciones. Luego, manteniendo constantes las
demás cosas, en la medida en que sea posible, formamos un juicio
sobre lo que hubiera tenido una mayor probabilidad de suceder. Si
consideramos que lo más probable hubiera sido una derrota del parti-
do conservador, aseveramos el condicional subjuntivo. En caso con-
trario, no.
La teoría formal completa esta aproximación informal diciendo
que consideramos los grupos de mundos más cercanos en los que el
antecedente p es verdadero y nos preguntamos si, en esos mundos, q
es también verdadero. Si q es probable dado que p, entonces p & q es
más probable que p & ~q, y, por tanto, en los mundos más cercanos
en los que p es verdadero, q será también verdadero. Por supuesto,
habrá mundos más lejanos en los que tendremos p & ~q, pero no
importa, puesto que estamos diciendo lo que sucedería (más proba-
blemente) no lo que podría (dentro de los límites de la mera posibili-
dad) suceder.
Esta distinción entre lo que sucedería y lo que podría suceder es
crucial para lo que sigue. Por considerar el ejemplo de David Lewis
59
[D. Lewis (1973)], «si los canguros no tuvieran cola, se caerían»; es
verdad, por supuesto, que siempre es posible que no cayeran: es posi-
ble que un gobierno con ganas de fomentar el turismo les diera mule-
tas. Pero nada de eso afecta al hecho de que caerían, dado que, en los
mundos más similares a los nuestros, los canguros sin cola caen y
nadie les regala muletas.
El análisis de Nozick puede usarse ahora de dos maneras. En pri-
mer lugar, puede reforzar nuestras intuiciones de que el lector está
sentado, leyendo, etc., que sabe que si está sentado y leyendo, etc., no
es un cerebro en una cubeta, y que no sabe que no es un cerebro en
una cubeta. Con la teoría condicional del conocimiento, y la explica-
ción precedente de las cláusulas 3 y 4, puede decirse que el lector sabe
que está sentado leyendo porque (3) en los mundos más cercanos en
los que no está sentado leyendo no cree que lo está, y (4) en los mun-
dos más cercanos en los que está sentado leyendo cree que lo está. A
pesar de ello, el lector no sabe que no es un cerebro en una cubeta por-
que no es el caso que (3) en los mundos más cercanos en los que es un
cerebro en una cubeta él crea que es un cerebro en una cubeta. Pongo
de nuevo de relieve que sólo se tienen en cuenta los mundos más cer-
canos en los que el antecedente es verdadero. Se admite que sea posi-
ble, por ejemplo, que el lector crea que está sentado leyendo cuando
en realidad no lo está. Pero un mundo semejante está mucho más lejos
del actual que un mundo en el que, cuando está sentado y leyendo,
cree que lo está. Estamos interesados no en lo que podría ser el caso
(por supuesto, todo es posible), sino en lo que sería el caso, y la teoría
señala que ése es el centro de interés al tomar en consideración sólo a
los mundos relevantes que están más cerca del nuestro.
La teoría proporciona también una contraprueba directa del prin-
cipio de cierre. Para ello tiene dos caminos: o bien dar la descripción
de un mundo para el que el principio falla y probar formalmente que
la descripción es consistente, o bien utilizar un método más informal y
apelar a un contraejemplo. Ya tenemos uno de esos contraejemplos: el
caso en el que a = el lector, p = el lector está sentado leyendo, q = el
lector no es un cerebro en una cubeta. Pero el ejemplo es discutible y
necesita del apoyo de una explicación, en términos de la teoría condi-
cional, de cómo son posibles tales contraejemplos. Eso es lo que ahora
ya podemos hacer.
Una tarea previa e importante es distinguir el principio de cierre,
que es falso, del caso siguiente de modus ponens, al que debemos con-
ceder mucha más confianza:

60
[Sap & (Sap → Saq)] → Saq.

En la medida en que mantengamos separados ambos principios, no


es difícil darse cuenta de que el principio de cierre no funciona. La
razón estriba en los condicionales subjuntivos y los mundos posibles
que se consideran relevantes para la evaluación de esos condicionales
como verdaderos o como falsos. Los mundos relevantes para evaluar
la parte izquierda del condicional del principio de cierre son el grupo
de mundos más cercano en el que p es verdadera, el grupo más cercano
en el que p es falsa, el grupo más cercano en el que p → q es verdadera
(que puede ser diferente) y el grupo más cercano en el que p → q es
falsa. Los mundos relevantes para evaluar la parte derecha del principio
de cierre son el grupo más cercano en el que q es verdadera y el grupo
más cercano en el que q es falsa, es decir, grupos de mundos completa-
mente diferentes, uno de los cuales puede estar, como en el ejemplo
que considerábamos, mucho más alejado de nuestro mundo real que
cualquiera de los primeros cuatro grupos. Por ello, no es probable que
un conjunto de observaciones sobre los primeros cuatro grupos pudiera
establecer alguna restricción sobre la naturaleza de los dos últimos gru-
pos, por lo que queda un espacio enorme para un contraejemplo que
invalide el principio de cierre. Cuanto más distante sea uno de esos
últimos grupos, más probable será que podamos construir un contrae-
jemplo; como quedaba claro en el propio ejemplo que considerábamos
anteriormente, en el que ~q = el lector es un cerebro en una cubeta.
A modo de ilustración final, podemos aplicar la refutación de
Nozick al argumento escéptico de Descartes sobre el sueño, y, así, es
posible que nos vaya mejor que a Descartes en la última página de las
Meditaciones. Sean a = el lector, p = el lector está sentado leyendo,
q = el lector no está en el lecho soñando que está sentado leyendo. ¿Es
posible que sean verdad Sap, ~Saq y Sa(p → q)? Sí. Saq es falsa
porque, en el grupo más cercano de mundos en el que q es falsa (el
lector está en la cama leyendo, etc.), el lector todavía cree que es ver-
dadera. Sap es verdadera porque en el grupo de mundos más cercanos
en los que el lector está sentado y leyendo cree que está sentado y
leyendo, y los mundos más cercanos en los que no está sentado y
leyendo son o bien mundos en los que está en pie/arrodillado/acosta-
do leyendo, o bien mundos en los que está sentado cosiendo/mirando
la televisión, etc., pero no mundos en los que suceda que el lector está
dormido y soñando que está sentado leyendo. De modo que el lector
Puede saber que está sentado leyendo, aunque no sepa que no está dor-
ado en la cama, soñando que está sentado leyendo.
61
3.4. ¿HA REFUTADO NOZICK AL ESCÉPTICO?
Nuestro objetivo en la sección precedente era mostrar que la preo-
cupación por las virtudes y los defectos de la condición tripartita pue-
de ser de genuino provecho filosófico. La teoría condicional es atrac-
tiva de propio derecho como un análisis verosímil del conocimiento
que escapa a las objeciones del tipo de Gettier. Tiene, también, la vir-
tud añadida de que bloquea un tipo habitual de estrategia escéptica, y
lo hace mostrando, además, la razón por la que esa estrategia parece
tan atractiva.
De acuerdo con Nozick, sin embargo, todos los argumentos escép-
ticos descansan en el principio de cierre y la invalidación de tal princi-
pio sirve, por tanto, de respuesta general al escepticismo [Nozick
(1981), p. 204]. Aparte de que esta sugerencia sea implausible en
líneas generales, hay un argumento escéptico que no puede rechazar
de esa manera. Se trata del argumento del error (1.2).
El argumento es que nosotros, o los demás, hemos cometido erro-
res en el pasado o los cometeríamos en circunstancias en las que, en la
medida en que podemos distinguirlas, no son relevantemente distintas
de las circunstancias presentes. Por tanto, no podemos, admitiendo
que nosotros o ellos no sabíamos en un momento determinado ante-
rior, insistir en que sí sabemos ahora, dado que eso sería hacer decla-
raciones distintas en circunstancias que no muestran ninguna diferen-
cia relevante.
Este argumento nos obligaba a admitir, en primer lugar, que no
sabemos que no somos cerebros en cubetas. Nozick necesita de esta
conclusión para poder generar el problema escéptico que trata de
disolver, dado que su escéptico argumenta que el consecuente Saq de
PCS es falso en este caso y, por ello, admitiendo la verdad de Sa(p →
q), que Sap es falsa. Nozick desea considerar este argumento escépti-
co, a la vez que admite la legitimidad de su primer movimiento, y es el
argumento a partir del error el que fuerza tal admisión. De modo que,
sólo si admite la fuerza del argumento del error puede pensar que llega
a algún sitio al refutar PCS.
Nozick podría decir que su teoría condicional prueba también el
mismo extremo: que no sabemos que no somos cerebros en una cube-
ta. Y está en lo cierto; en ese caso, nuestra creencia no seguiría el ras-
tro de la verdad. Pero si no tuviéramos razones independientes para
aceptar esa conclusión, como las que proporciona el argumento del
error, lo consideraríamos como algo en contra de su teoría, al mostrar
que no conocemos las cosas más centrales y obvias, como que no

62
somos cerebros en cubetas, que hay un mundo material o que el uni-
verso existe desde hace más de cinco minutos. De modo que no puede
arrojar por la borda el argumento del error y confiar completamente
en la teoría condicional para mostrar que Saq es, en este caso, falsa.
En segundo lugar, hay obviamente algo de correcto en un argu-
mento que mantiene, como hace el argumento del error, que, por el
mismo tipo de razones por el que el lector no sabe que no es un cere-
bro en una cubeta, tampoco sabe, por ejemplo, que The Times se
publicará mañana ni que está sentado leyendo. Ciertamente, es invero-
símil suponer, ateniéndonos al ejemplo de Russell [Russell (1921), p.
159] que yo sepa lo que hice ayer, sin saber que el mundo no comenzó
a existir hace cinco minutos repleto de residuos arqueológicos y otros
muchos restos del pasado. Nozick desea mostrarnos que podemos
suponer tal cosa; pero no estoy seguro de que mi deseo sea aceptar tal
supuesto (o de que deba desear aceptarlo). El argumento del error tie-
ne, en ese punto, una consistencia que le hace plausible, mientras que
lo que Nozick considera el punto fuerte de su propio argumento
comienza a parecer su punto débil. (Esta observación podría reivindi-
carse como la base de un argumento general contra la teoría condicio-
nal del conocimiento.)
En tercer lugar, el argumento del error no puede ser atacado por
descansar en PCS. La razón de esto es independiente de la validez de
PCS. Incluso aunque fuera válido, no hay razón para suponer que el
argumento descansa sobre tal principio. De cualquier modo, Nozick
no puede mantener que sí lo hace, porque su posición descansa en la
prueba independiente de que el lector no sabe que no es un cerebro en
una cubeta. Sin semejante prueba, mantendríamos el principio en con-
tra de la teoría condicional del conocimiento, que ni siquiera es capaz
de mostrar que sabemos que no somos cerebros en una cubeta. Con
dicha prueba, Nozick puede encontrar y encuentra un apoyo indepen-
diente para su propia teoría; desea decir que la teoría está en lo cierto
en ese extremo particular. Pero Nozick pierde ese apoyo independien-
te y, con él, una gran dosis de verosimilitud si el argumento del error
descansa en PCS que, de acuerdo con su propia teoría, no es un princi-
pio válido.
En cuarto lugar, el argumento no puede rechazarse sobre el razo-
namiento similar de que parte del hecho de que podríamos equivocar-
los, tratando de alcanzar directamente la conclusión de que no sábe-
los. Tal tipo de argumentación, como Nozick puede mostrar, sería
JOválido. Pero el argumento no sigue este desarrollo directo y falaz,
aÒK) una ruta indirecta, utilizando el principio de universalizabilidad.

63
3.5. INTERNALISMO Y EXTERNALISMO
Hasta ahora lo que tenemos es que el análisis de Nozick tiene éxi-
to contra un argumento escéptico, pero no contra otro. ¿Es una conclu-
sión que Nozick deba aceptar sin reticencias? ¿Debe abandonar cual-
quier pretensión de éxito total y limitarse a señalar el éxito incontro-
vertible pero parcial?
Todavía hay una queja que Nozick podría hacer y que probable-
mente hiciera. Podría decir que su concepción del conocimiento es
una concepción externalista, mientras que nuestro argumento escépti-
co a partir del error es un argumento internalista. Si el externalismo es
una actitud sensata, el argumento del error será irrelevante, dado que
no hace sino elaborar un punto de vista defectuoso (aunque tradicio-
nal) sobre la epistemología. Si hace algo más, sólo muestra cómo ese
punto de vista defectuoso conducirá al escepticismo.
¿Qué se quiere decir al hablar de concepciones «internalistas» y
«externalistas»? La respuesta a esta cuestión puede darla un ejemplo.
La teoría causal del conocimiento, que define «a sabe que p» como
equivalente a

1. p es verdadera
2. a cree que p
3. la creencia 2 de a está justificada
4. la creencia 2 de a está causada por el hecho de que p es verda-
dera

es una concepción externalista, porque a podría ser completamente


incapaz de reconocer o de señalar a la condición 4, si se le preguntara
si sabe que p. En este caso, el externalismo dice que, en la medida en
que la condición 4 se mantenga de hecho y se supongan dadas las con-
diciones 1–3, a sabe que p, independientemente de si es o no capaz de
señalar o comprender tal condición. El internalista pretenderá que
para que la cláusula causal pueda convertir la creencia justificada en
conocimiento, es preciso no sólo que sea verdad, sino que a crea que
lo es. Así pues, el internalista añadiría

5. a cree 4.

Hay argumentos a favor del externalismo y argumentos a favor del


internalismo. El externalista puede señalar lo difícil que va a ser para
el internalista el proporcionar un análisis satisfactorio del conocimien-

64
to. Ciertamente, podría decir, si añadimos la cláusula 5, debemos aña-
dir también

6. la creencia 5 de a está justificada,

y, después, es de presumir que necesitara añadir nuevas cláusulas del


tipo de

7. la creencia 5 de a está causada por el hecho de que 5 es verda-


dera.

Hemos generado un regreso al infinito, lo que quiere decir que el


internalismo está condenado al escepticismo. Lo que es más, el regre-
so no depende de los elementos causales del ejemplo usado.
Podríamos crear el mismo regreso si comenzáramos por la concepción
tripartita tradicional y añadiéramos, basándonos en consideraciones
interaalistas,

4. a cree 3

y, después, presumiblemente requeriríamos

5. la creencia 4 de a está justificada

y, después,

6. a cree 5,

y así sucesivamente.
El internalista puede responder señalando lo enorme que es nues-
tra intuición natural en favor de la concepción internalista.
Supongamos que elaboramos el ejemplo causal; para el conocimiento,
se requiere que la cuarta cláusula sea verdadera, pero no que a tenga
indicio alguno de que lo es. ¿No muestra eso que, por todo lo que a
sabe, no sabe que p.? ¿Y cómo puede saber que p cuando, por todo lo
que sabe, no lo sabe?
En mi opinión, ninguno de esos argumentos es efectivo para des-
trozar a su opositor. El primero se limita a señalar las dificultades con
el escepticismo; el internalista aceptaría eso y diría que tales dificulta-
des han de afrontarse. El segundo parece equivaler más a un enuncia-
do de la posición externalista que a un argumento independiente con-

65
tra el internalismo. De hecho, dudo de que pueda existir un argumento
concluyente en favor de cualquiera de estos puntos de vista; éstos son
tan distintos que cualquier argumento dará por sentada la cuestión
principal.
La posición de Nozick pretende ser externalista [Nozick (1981),
pp. 265-268 y 280-283]. Las condiciones 3 y 4 son evidencia obvia de
externalismo, y no hay ninguna sugerencia de que sea necesario añadir
nada como

5. Ca(~p → ~Cap).

En tanto que externalista, ¿no estaría justificado para dejar a un


lado el argumento del error como expresión irrelevante de internalis-
mo? No lo creo, por dos razones. En primer lugar, de nuevo, Nozick
necesita el argumento, internalista o no, como un apoyo independiente
de algo que, si careciera de él, parecería una consecuencia contraintui-
tiva de la teoría. En segundo lugar, al considerar que el argumento es
necesario, Nozick acepta tácitamente que su teoría no es tan puramen-
te externalista como podría parecer en un principio, por lo que no pue-
de pretender inmunidad para un ataque con la única excusa de que es
un ataque internalista.
Volveremos al contraste entre internalismo y externalismo en 9.3,
y lo examinaremos con mayor detalle. Mientras tanto, ¿dónde nos ha
dejado nuestra discusión de la teoría condicional? Todavía no tenemos
ninguna respuesta al argumento escéptico del error. Hemos menciona-
do, sin adoptarlas, dos posiciones que parecen prometedoras en este
respecto: externalismo y antirrealismo. Sin embargo, aquellos que no
encuentran ningún atractivo en estas posiciones deberán buscar más si
quieren decir que existen cosas tales como el conocimiento o la creen-
cia justificada. El argumento del error volverá a aparecer, como una
amenaza persistente. Aventuraré mi propia respuesta en el capítulo
final.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS
La teoría condicional y sus consecuencias para el escepticismo se exponen en
Nozick (1981), especialmente en pp. 172-178 y 197-227.

Stroud (1984, cap. 2) considera un argumento similar contra el intento del escépti-
co de generalizar a partir del hecho de que no sabemos que no somos cerebros en una
cubeta. Prosigue la discusión en el capítulo 7 de su libro.

66
En Garret (1983) se ofrecen contraejemplos a la teoría condicional; Gordon (1984)
intenta una respuesta. Shope (1984) ofrece más contraejemplos.

D. Lewis (1973) ofrece un análisis pionero de las condiciones de verdad para los
condicionales subjuntivos (que él denomina «contrafácticos») en términos de mundos
posibles. Discuto una diferencia importante entre D. Lewis y Nozick en Dancy
(1984b).

Al final del capítulo 9 se dan referencias para el debate entre internalismo y exter-
nalismo.

67
PARTE II

JUSTIFICACIÓN
4. FUNDAMENTALISMO

4.1. FUNDAMENTALISMO CLÁSICO


Quizá la posición más influyente en epistemología sea la que
denominaré fundamentalismo clásico. La discusión de la justificación,
de lo que sea una creencia justificada, comienza con esta teoría. Otras
teorías se describirán en términos de su relación o su diferencia con
ella. Nos ofrece una imagen persuasiva de los propósitos de la episte-
mología. En pocas palabras, equivale a una definición de la tarea epis-
temológica.
El fundamentalismo clásico divide nuestras creencias en dos gru-
pos: las que necesitan el apoyo de otras y las que pueden apoyar a
otras sin necesitar ellas mismas ningún tipo de fundamentación. Estas
últimas constituyen nuestros fundamentos epistemológicos; las prime-
ras, la superestructura construida sobre esos fundamentos.
La distinción entre fundamentos y superestructura, entre creencias
básicas y creencias no básicas, es una distinción estructural. Pero el
fundamentalismo clásico da contenido a la distinción añadiendo que
las creencias básicas son creencias relativas a la naturaleza de nues-
tros propios estados sensoriales, o nuestra experiencia inmediata. Tales
creencias descansan en sus propios pies, sin apoyarse en otras. Otras
creencias necesitan de apoyos, y los obtienen de las creencias sobre
nuestros propios estados sensoriales.
El fundamentalismo clásico, de este modo, da expresión a una
asunción central del empirismo, el punto de vista de que todo nuestro
conocimiento deriva de la experiencia. Lo hace así, insistiendo en que
una creencia que no trata de nuestros propios estados sensoriales
(experiencia inmediata) sólo puede justificarse apelando a creencias
que tratan de ellos.
¿Cómo es posible que las creencias sobre nuestros estados senso-
riales presentes no necesiten de ningún apoyo en otras, mientras que
todas las demás creencias precisan de tal apoyo? La respuesta hay que
buscarla en el tercer elemento del fundamentalismo clásico: el supues-
to de que las creencias sobre nuestros estados sensoriales presentes son

71
infalibles. Es por ello por lo que pueden desempeñar el papel que se les
adjudica en esta forma de empirismo; las creencias sobre nuestros esta-
dos sensoriales presentes pueden ser nuestra base —pueden mantener-
se sobre sí mismas y sustentar a las demás— porque son infalibles.
Ya podemos ver qué es la epistemología, de acuerdo con el funda-
mentalismo. Es un programa de investigación que trata de mostrar
cómo es posible que nuestras creencias sobre el mundo externo, sobre
la ciencia, sobre el pasado y el futuro, sobre las otras mentes, etc.,
puedan justificarse sobre una base que está restringida a las creencias
infalibles sobre nuestros propios estados sensoriales. Se sugiere que,
si podemos hacer tal cosa, las exigencias de la epistemología se verán
satisfechas. En caso contrario, nos aguarda el escepticismo.
En este capítulo y en el siguiente examinaremos el fundamentalis-
mo clásico en algún detalle, y encontraremos razones para rechazarlo
prácticamente en su totalidad. Pero antes debemos examinar los moti-
vos y los argumentos que llevan o han llevado a los filósofos a seguir
esa dirección. Ya hemos visto que el fundamentalismo clásico es una
expresión de empirismo. Pero, como veremos, hay otras expresiones
de empirismo. ¿Por qué debemos escoger ésa particularmente?

PROBABILIDAD Y CERTEZA
C. I. Lewis, el fundamentalista clásico más eminente del presente
siglo, mantuvo que «a menos que algo sea cierto, nada más puede ser
ni siquiera probable» [véase C. I. Lewis (1952)]. Este punto de vista
puede ser entendido mejor si nos aproximamos a él con (un ligero)
conocimiento del cálculo de probabilidad. En este cálculo, la probabi-
lidad se evalúa siempre con relación a la evidencia. No preguntamos
cuál es la probabilidad absoluta de una hipótesis h [escrito como P(h)].
En lugar de ello, nos preguntamos sobre la probabilidad condicional
de h dada la evidencia e [escrito como P(h/e)]. La probabilidad de h
dada e se expresa por medio de correlaciones que normalmente están
en la escala del 0 al 1. Si P(h/e) = 0, dada e, es completamente seguro
que h es falsa. Si P(h/e) = 1, dada e, es seguro que h es verdadera. Si,
dada e, P(h/e) = 0.5, es tan probable que h sea verdadera como que
sea falsa, puesto que, en el cálculo, P(h/e) + P (~h/e) = 1.
Lo más importante es que, al evaluar la probabilidad de h dada e,
no cuestionamos e.; temporalmente asumimos que e es cierta y pasa-
mos por alto la posibilidad de que e no fuera verdadera. Pero la misma
e tiene una probabilidad con relación a alguna otra evidencia e’, y así
72
indefinidamente. Y, a menos que encontremos al final una proposi-
ción o un conjunto de evidencias e” que, de algún modo, tenga por si
misma la probabilidad 1, toda esa serie de probabilidades no tendrá
nada en qué apoyarse. Necesitamos encontrar algo cierto que pueda
funcionar como la evidencia no cuestionada, por apelación a la cual
evaluar las probabilidades de las demás cosas.
En este argumento se sugiere que una proposición con probabili-
dad 1 es cierta. Pero certeza e infalibilidad son cosas distintas, y esta-
mos tratando de explicar una teoría que considera infalibles a sus pro-
pias creencias básicas. El paso de una a otra no es difícil. Si una pro-
posición que es cierta tiene la probabilidad 1, no hay ninguna
posibilidad de que una creencia en esa proposición sea falsa; de modo
que tal creencia será infalible.
Hay algo de extraño en este argumento, que comienza insistiendo
en que hablamos sólo de probabilidad relativa a la evidencia, y acaba
por hablar de que una proposición tiene una probabilidad 1 de propio
derecho. Los teóricos de la probabilidad eluden esta dificultad defi-
niendo la probabilidad absoluta en términos de la probabilidad relati-
va: dicen que la probabilidad absoluta de h = la probabilidad de h rela-
tiva a una tautología. [P(h) = P(h/q v ~q).] Es dudoso que esta manio-
bra sea algo más que un mero recurso técnico.

EL ARGUMENTO DEL REGRESO DE JUSTIFICACIONES


Todos están de acuerdo en que algunas de nuestras creencias están
justificadas por su relación con otras creencias. Normalmente, se cree
que esa relación es inferencial; una creencia se infiere de otra u otras.
De modo que mi creencia en que, rascando la cerilla, ésta se encende-
rá está justificada inferencialmente. La he inferido (por supuesto, no
de una manera consciente) a partir de otras creencias, probablemente
creencias sobre ocasiones similares en el pasado.
El argumento del regreso de justificaciones supone que, tanto
como las creencias justificadas inferencialmente, deben existir algu-
nas creencias que se justifiquen no inferencialmente. Su intuición fun-
damental queda clara si suponemos que la inferencia es básicamente
asunto de pasar de premisas a conclusión siguiendo una ruta acepta-
ble. Si las premisas carecen de justificación, no habrá justificación
alguna para la conclusión —al menos, no por esa inferencia—.
Podemos suponer, entonces, que sólo las creencias justificadas pueden
justificar las otras. Ésta es la idea que genera la regresión.

73
Supongamos que toda justificación es inferencial. Cuando justifi-
camos la creencia A, apelando las creencias B y C, todavía no hemos
mostrado que A esté justificada. Sólo hemos mostrado que A está
justificada si lo están B y C. La justificación por inferencia es sólo
justificación condicional; la justificación de A está condicionada a la
justificación de B y C. Pero, si toda justificación inferencial es condi-
cional en este sentido, no hay nada de lo que pueda decirse que está
justificada realmente, de un modo no condicional. Para cada creencia
que intentamos justificar, siempre habrá una creencia ulterior de cuya
justificación dependerá la justificación de la primera, y, dado que
éste es un regreso al infinito, no habría ninguna creencia que estuvie-
ra justificada más que de un modo condicional.
La única escapatoria a esta conclusión es suponer que la cadena
de justificaciones, en vez de extenderse hasta el infinito, se retuerce y
se une a sí misma en cierto punto, formando una especie de círculo.
Pero con ello no se arreglan las cosas, porque todavía será el caso que
la justificación de todos los miembros de este anillo es condicional:
nunca podrá tener éxito en la eliminación de la condicionalidad.
El argumento del regreso de las justificaciones, por tanto, nos lle-
va a suponer que debe haber alguna justificación que no sea inferen-
cial siempre que consideremos inadmisible la consecuencia escéptica
de que ninguna creencia está justificada realmente. Y la pretensión
de que hay dos formas de justificación, inferencial y no–inferencial,
es el núcleo de cualquier forma de fundamentalismo en la teoría de la
justificación.
Aparte de la rendición directa, hay una diversidad de respuestas
posibles a este argumento. En 9.1 se mencionará una muy importan-
te. Mientras tanto, debemos preguntar si esta regresión es tan peligro-
sa como podría parecer. No todo regreso al infinito es vicioso.
Algunos son virtuosos, es decir, podemos convivir con ellos y no es
preciso encontrar una manera de detenerlos. Por ejemplo, la regresión
generada por la observación de que siempre hay un punto entre cual-
quier par de puntos puede ser virtuosa, incluso aunque la considere-
mos con relación a puntos del tiempo más bien que del espacio. Del
mismo modo, podríamos aceptar la regresión temporal causada por el
supuesto de que para cada momento en el tiempo siempre hay un
momento que le precede, o la regresión causal derivada de las propo-
siciones de que todo suceso tiene una causa separada y que cada cau-
sa es un suceso. Podríamos incluso aceptar la regresión causada por
la sugerencia de que, cuando creemos que p, creemos que p es proba-
ble (la regresión se da al considerar q = «p es probable»). ¿No pode-

74
mos aceptar simplemente que la justificación continúa ad infinitum.?
Creo que el regreso de justificaciones, una vez que se le permite
comenzar del modo que se ha indicado, es vicioso, en el sentido de
que mostrará que ninguna creencia está nunca justificada. Sin embar-
go, hay una razón para pensar tal cosa que es incorrecta: considerar
que la regresión es temporal, considerar que antes de justificar A se
deben justificar B y C, y así ad infìnitum, de modo que nunca se
podría comenzar. No considero que el argumento de la regresión esté
preocupado con relaciones temporales entre actos de justificación.
Un punto de vista mejor se limita a subrayar lo que dijimos anterior-
mente, que la regresión muestra que, si toda justificación es inferen-
cial, ninguna creencia está justificada más que condicionalmente. Si
el conocimiento requiere algo más que justificación condicional,
como parece, la única manera de escapar al escepticismo del argu-
mento de la regresión es concluir con el fundamentalista que hay cre-
encias justificadas de un modo no inferencial.
Para evitar esta conclusión fundamentalista, deberemos mostrar
que el argumento del regreso de justificaciones es falaz. Más adelan-
te (9.1) se le dará una respuesta no fundamentalista. Por el momento,
sólo deseo dirigir la atención a la posible ambigüedad de uno de sus
pasos cruciales. La oración «Sólo hemos mostrado que A está justifi-
cada si lo están B y C» podría querer decir, como supusimos anterior-
mente, que habíamos mostrado que la justificación de A estaba con-
dicionada a la justificación de B y de C; pero también podría querer
decir que, cuando B y C están justificadas de hecho, hemos mostrado
que lo está A, es decir, que lo que es condicional no es la justificación
que hemos demostrado, sino el éxito de la propia demostración. El
argumento presentado anteriormente requería la primera interpreta-
ción de esa oración crucial. Si la interpretamos de la otra manera, lo
que tenemos no es una regresión de las justificaciones, sino una
demostración de la justificación que sólo tiene éxito en ciertas condi-
ciones.
El argumento del regreso de justificaciones se diferencia del argu-
mento de Lewis sobre probabilidad y certeza, a pesar de sus grandes
semejanzas estructurales (de hecho, ambos son argumentos sobre
regresiones). La diferencia entre los dos radica en que la primera de
las regresiones sólo puede ser detenida por ciertas creencias (infali-
bles), mientras que el segundo insiste tan sólo en la existencia de cre-
encias que no están justificadas inferencialmente.

75
INFALIBILIDAD Y JUSTIFICACIÓN
La idea de que cualquier creencia infalible habrá de justificarse
de un modo no inferencial unifica los dos argumentos previos, como
un argumento conjunto a favor del fundamentalismo clásico. Una cre-
encia infalible estaría justificada, sin derivar su justificación de ningu-
na relación con otras creencias; no necesitaría ningún tipo de apoyo
externo, dado que parece obvio el carácter impecable de cualquier cre-
encia cuyas posibilidades de ser falsa son nulas. Por tanto, si hay cre-
encias infalibles, no debemos preocuparnos por una regresión ame-
nazante de justificaciones. La infalibilidad de la base detendrá tal
regresión.
Veremos en 4.3 que, aunque todas las creencias infalibles estén
justificadas de un modo no inferencial, lo contrario no es cierto. Es
esto lo que abre la puerta a tipos de fundamentalismo distintos a los de
la versión clásica. Es posible abandonar la opinión de que tenemos
creencias infalibles y encontrar maneras diferentes de suponer que
algunas creencias están justificadas de un modo no inferencial. Pero
no podemos limitarnos a presumir que tal cosa ha de suceder, por
ejemplo, con nuestras creencias sobre estados sensoriales. Debemos
elaborar alguna explicación de cómo es posible que una creencia logre
status y desempeñe ese papel especial. El fundamentalismo clásico
dice, plausiblemente, que nuestras creencias sobre nuestros estados
sensoriales lo consiguen porque son infalibles. En la sección siguiente
argumentaré que tal cosa no puede ser cierta y, si mi argumento es
correcto, deberemos encontrar alguna otra manera de mostrar cómo
nuestras creencias pueden estar justificadas de un modo no inferencial
y sustentarse, de ese modo, sobre sí mismas.

4.2. ALGUNOS PROBLEMAS


PARA EL FUNDAMENTALISMO CLÁSICO
Una de las razones más importantes para desear que las propias
creencias clásicas fueran infalibles es que tal cosa garantizaría que
todas fueran verdaderas. ¿Tiene algún propósito la búsqueda de esta
garantía? Los principios de inferencia, por los que nos movemos de
creencias básicas a creencias no básicas, son falibles, en el sentido de
que, a veces, nos llevan de creencias verdaderas a falsas. (Recordemos
el pollo de Russell [Russell (1959), p. 35], cuyas creencias verdaderas
sobre la regularidad con la que había sido alimentado hasta un

76
momento determinado le llevaron a una falsa creencia sobre la seguri-
dad de su futuro.) Si el procedimiento incorpora siempre esta fuente
de contaminación, ¿qué sentido tiene insistir en que el input esté com-
pletamente esterilizado, limpio de cualquier tinte de falsedad?
Pero la objeción principal al fundamentalismo clásico es la de que
no existen creencias infalibles. El falibilista sostiene, en mi opinión
correctamente, que en ningún lugar estamos completamente a salvo de
la posibilidad del error.
¿Son infalibles las creencias sobre nuestros estados sensoriales
presentes? Los defensores más destacados de la infalibilidad tienden a
conceder que hay espacio para el error en la descripción de los propios
estados sensoriales [Ayer (1950)]. Podría equivocarme al describir mi
experiencia como de rosa cuando en realidad fuera de naranja. Pero se
supone que sólo sería un error verbal. Por supuesto, puedo estar equi-
vocado sobre los significados de las palabras que utilizo, pero tal cosa
no mostraría que me equivoco respecto a mis estados sensoriales pre-
sentes. Por el contrario, debo saber cómo me parecen ser las cosas; mi
único error radica en escoger las palabras erróneas. La descripción
que uso podría ser falsa, pero yo continuaría siendo infalible. Mis cre-
encias —las cosas que mis palabras tratan de describir con más o
menos éxito— deben ser verdaderas.
De un modo semejante, podemos decir que los errores meramente
verbales pueden corregirse por los métodos habituales. Puedes mos-
trarme o recordarme las diferencias entre el rosa y el naranja, quizá
enseñándome una carta de colores. Cuando haya comprendido la dife-
rencia, la podré aplicar a mi experiencia presente para poder decidir si
es de naranja o de rosa. Pero para ello debo ser previamente conscien-
te de la naturaleza de la experiencia, antes de poder compararla con
otras para decidir las palabras que la describen correctamente. No
cambio de opinión sobre cómo me parecen las cosas, sólo respecto a
cómo describirlas.
En tercer lugar, aunque yo necesite comparar entre mi experiencia
presente y otras para que saber qué palabras utilizar en las descripcio-
nes, y aunque semejante comparación, especialmente en el caso en
que comparo una experiencia presente y una pasada, sea falible (dado
que la memoria es falible), no es la comparación lo que trato de expre-
sar cuando trato de expresar mis creencias sobre mi mera experiencia
presente. Dado que mi experiencia hubiera sido como es, indepen-
dientemente de otras experiencias que hubiera podido tener o no tener.
De modo que la falibilidad de la comparación no llega a mostrar la
falibilidad de la expresión de creencia.
77
Por último, si la comparación es de alguna forma posible, sólo
puede ser porque tenemos conocimiento no–comparativo de las dos
cosas comparadas. Las comparamos para ver no cómo es cada una,
sino en qué aspecto se parecen.
¿Qué replica debe dar el falibilista a este argumento? En primer
lugar, ¿cuál es el contenido de semejante creencia infalible? No puede
ser que la manera en que las cosas me parecen ahora a mí es de color
rosa, dado que podría dudar de si semejante manera de parecer es o no
rosa. Es más verosímil que la creencia infalible lo sea respecto al
hecho de que las cosas me parecen ahora de esa manera. Pero ¿a qué
equivale semejante creencia? ¿Qué contenidos tiene? No es una des-
cripción interna y, de algún modo, no verbal de cómo parecen las
cosas; no dice cómo parecen. A lo único a lo que equivale semejante
creencia es a un gesto hacia algo; en realidad, una especie bien extraña
de gesticulación, dado que los gestos son normalmente inteligibles
sólo como actos públicos respecto a objetos públicamente observa-
bles, mientras que aquí nos las vemos con un acto privado de gesticu-
lación con un objeto privado. Si los gestos dirigen la propia atención
hacia algo, ¿es inteligible la idea de nosotros mismos dirigiendo nues-
tra atención a cómo nos parecen las cosas?
El infalibilista puede insistir en que no puedo equivocarme al creer
que el color rosa es la manera en que me parecen las cosas, aunque
pueda equivocarme al suponer que «rosa» es la palabra que debe usar-
se para describir la manera en que las cosas me parecen. Éste es el
movimiento del «error meramente verbal». Pero se diría que esto es un
mal uso de la noción de un error meramente verbal. Hay bastantes cla-
ses de errores verbales (un estudio de la vida de Warden Spooner sería
instructivo en este punto, aunque no pueda evitarse la sospecha de que
algunos de sus errores fueron deliberados). Pero el caso en el que,
escogiendo las palabras cuidadosamente y con plena conciencia de lo
que estoy haciendo, me pronuncio deliberadamente sobre la naturale-
za de mi estado sensorial presente no es uno de ellos. En este caso, si
estoy equivocado, mi error es sustancial, dado que, al estar equivocado
respecto a que «rosa» sea la palabra adecuada para describir mis expe-
riencias presentes, estoy equivocado sobre qué sea el color rosa y, por
ello, sobre si mi experiencia es de rosa más bien que de naranja. De
modo que, en este caso, el error es tanto verbal como sustancial.
Si el contenido de una creencia que se supone infalible es simple-
mente que las cosas me parecen de cierta manera ahora, hay obvia-
mente menos espacio para el error que si me arriesgara a creer que esa
manera particular es de color rosa. A menos contenido, menor riesgo

78
y mayor posibilidad de infalibilidad. Por lo tanto, parece probable que
una creencia sólo puede ser realmente infalible si está privada de todo
contenido. Esta es la conclusión falibilista extrema. Pero, incluso si
esta conclusión no está justificada, podemos decir que las creencias
infalibles deben tener un contenido mínimo y evanescente. Lo impor-
tante de ello es que el programa del fundamentalismo clásico preten-
día que las creencias infalibles fueran aquellas por referencia a las
cuales las demás creencias se justificaran. Se suponía que eran las cre-
encias básicas que fundamentan a las demás, los auténticos funda-
mentos epistemológicos. Para cumplir tal papel necesitarían tener el
contenido mínimo que les permitiera funcionar como premisas de
inferencias. Con la reducción de contenido necesaria para mantener la
infalibilidad de esas creencias básicas parece improbable que las cre-
encias interesantes sobre el pasado, el futuro, lo inobservado o, incluso,
los contextos materiales presentes pudieran justificarse apelando a
ellas. Nuestras creencias básicas deben tener suficiente contenido
como para apoyar la superestructura en la que estamos interesados, y
ninguna creencia con semejante grado de contenido podrá ser infalible.
Una breve consideración de los argumentos de Chisholm, destaca-
do defensor del fundamentalismo contemporáneo, puede confirmar
este diagnóstico de los errores del infalibilismo. Chisholm distingue
entre el uso comparativo y el no comparativo de la frase «parece blan-
co» (1977, pp. 30-33). En el uso comparativo, «X parece blanco» es
una abreviación de «X parece como que parecen normalmente las
cosas que son blancas». Pero el uso no comparativo, que se da en la
oración «las cosas blancas normalmente parecen blancas», es muy
diferente. La última oración se convertiría en una tautología si la ana-
lizáramos como si involucrara el uso comparativo. No se trata de una
tautología, por lo que debe haber un uso distinto, no–comparativo, de
la expresión «parece blanco»: un uso en el que realizamos un genuino
intento de describir, sin comparar, el modo como parecen normalmen-
te las cosas blancas. Chisholm pretende que en el uso no–comparativo
los enunciados sobre apariencias expresan lo que es «directamente
evidente». Una proposición directamente evidente es una que, en ter-
minología de Chisholm, no es ni idéntica a, ni está implicada por, una
proposición contingente verdadera que no llega a ser cierta. (Una pro-
posición contingente es aquella que podría ser o no verdadera o falsa.)
Una creencia en una proposición directamente verdadera no es lo mis-
mo que una creencia infalible, aunque las dos comparten la caracterís-
tica que nos importa aquí: ambas son verdaderas.
Chisholm considera diversas objeciones a su tesis de que hay un

79
uso no comparativo de «parece blanco» que expresa lo que es directa-
mente evidente (y, por tanto, verdadero). Algunas de sus observacio-
nes se han hecho eco de los argumentos a favor del infalibilismo que
se han dado anteriormente. La última objeción que considera reza del
siguiente modo (1977, p. 33):

a) al decir «Algo parece blanco» hacemos ciertas asunciones sobre el


lenguaje; suponemos, por ejemplo, que la palabra «blanco» y la frase
«parece blanco» se usan de la misma manera en la que las hemos usado en
otras ocasiones, o en la que otras personas las han usado. Por tanto, b)
cuando decimos «esto parece blanco», estamos diciendo algo no sólo sobre
la experiencia presente, sino también sobre todas esas ocasiones. Pero c) lo
que estamos diciendo sobre todas esas ocasiones no es directamente evi-
dente. Y, por tanto, d) «esto es [sic.; debe ser «parece» (J. D.)] blanco» no
expresa lo que es directamente evidente.

Chisholm comenta correctamente que en ese argumento el error


está en el tránsito de a) a b). Estoy de acuerdo en que no es un paso
válido, b) debería ser b’): «Cuando se dice “Esto parece blanco”, lo
que se dice no puede ser verdadero a menos que ciertas proposiciones
sobre experiencias de otros distintos al que habla sean verdaderas.»
Todo esto genera un argumento mucho más fuerte, pero lo que me
interesa en este punto es la razón de Chisholm para mantener que b)
no se sigue a a). Afirma:

Debemos distinguir entre la creencia que un hablante tiene sobre las


palabras que está utilizando y la creencia que trata de expresar por medio
de esas palabras. Un francés [puede creer que] «patatas» en castellano sig-
nifica «manzanas»...; del hecho de que tenga creencias equivocadas sobre
las palabras «patatas» y «manzanas» no se sigue que tenga creencias equi-
vocadas sobre las patatas y las manzanas.

Es obvio de Chisholm sigue en este punto la línea tradicional de


que todo error aparente respecto a las creencias sobre nuestros estados
sensoriales es un error verbal, y que el error verbal debe distinguirse
del error sustancial. Esto confirma nuestro diagnóstico original sobre
el paso erróneo que da el infalibilista. Chisholm da ese paso, y no pro-
porciona ninguna razón nueva para creer en la infalibilidad.

4.3. FUNDAMENTALÍSIMO SIN INFALIBILIDAD


En ausencia de la infalibilidad, el programa del fundamentalismo
clásico se viene abajo, pero no vimos ninguna razón para suponer que

80
ésta era la única, ni siquiera la mejor, forma de fundamentalismo.
¿Qué versiones más débiles son posibles?
La primera tesis característica del fundamentalismo involucra una
respuesta al argumento del regreso de justificaciones:

F1: Hay dos formas de justificación, la inferencial y la no–inferen-


cial.

Pero la aceptación del argumento del regreso de premisas involu-


cra una tesis adicional:

F2: Las creencias básicas nunca están justificadas, ni siquiera en


parte, por apelación a las creencias no–básicas.

F2 es incompatible con cualquier sugerencia de que la justificación


no–inferencial de las creencias básicas es sólo parcial y necesita ser
complementada por otras creencias. Esta sugerencia podría tentar a
aquellos que advierten que, por más que normalmente aceptemos sin
ninguna reticencia la descripción que alguien da de sus propios esta-
dos sensoriales, a veces la objetamos diciendo, por ejemplo: «No es
posible que ese semáforo te parezca naranja. Está encendida la luz de
arriba, que es siempre la roja.» Si las creencias no básicas de este tipo
pueden reducir la justificación de las creencias básicas, es de presumir
que también pueden incrementarla, en cuyo caso se daría la posibili-
dad de que, aunque las creencias sobre nuestros propios estados sen-
soriales estén siempre parcialmente justificadas precisamente por su
propio objeto, no estuvieran justificadas, completa y satisfactoriamen-
te, a menos que se diera evidencia confirmatoria, o que no hubiera
evidencia refutante, al nivel no–básico. Pero semejante idea no sería
accesible a alguien convencido por el argumento del regreso de justifi-
caciones. El fundamentalismo supone que hay dos tipos de justifica-
ción y que las creencias justificadas inferencialmente se justifican por
apelación a las que están justificadas de un modo no inferencial. Si
continuamos admitiendo que las últimas se justifican parcialmente por
apelación a las primeras, reintroducimos el círculo de la justificación
condicional cuya consecuencia escéptica era la de que nada estaba
realmente justificado. El fundamentalismo debe mantener la dirección
de la justificación en un sólo sentido, desde el no–básico al básico, o
renunciar a cualquier posible utilización del argumento del regreso
de justificaciones.
Así pues, el único modo de fundamentalismo que podría retener F1

81
sin F2 sería el que aceptara F1 por razones distintas de aquellas que pro-
porcionaba el argumento del regreso de justificaciones. Podría soste-
nerse que las creencias sobre nuestros propios estados mentales están
justificadas siempre hasta algún grado, precisamente por su objeto (por
ende, no inferencialmente), mientras que el resto de las creencias, si
están justificadas, tienen una justificación inferencial. Podría suponer-
se que todo esto es un intento de dar sentido a la idea empirista de que
nuestras creencias sobre la experiencia presente tienen una estabilidad
de la que carecen otras creencias, en virtud de lo cual son capaces de
justificar esas otras creencias y adecuarse así a la exigencia empirista
de que (por expresarlo vagamente) todo el conocimiento esté basado en
la propia experiencia. Este nuevo tipo de fundamentalismo, que se con-
siderará más adelante en el capítulo 6, podría escapar a las exigencias
de F2, pero sólo a costa de abandonar el arma favorita del fundamenta-
lismo, el argumento del regreso de justificaciones.
Cualquier fundamentalista tiene el deber de dar sentido a la posibi-
lidad de que haya creencias justificadas no inferencialmente. ¿Cómo
podrían ser? El requisito formal que impone el argumento del regreso
se vería satisfecho si hubiera creencias de uno cualquiera de los tres
tipos siguientes:

1. creencias que están justificadas por algo distinto a creencias;


2. creencias que se justifican a sí mismas;
3. creencias que no necesitan justificación.

Sería poco apropiado eliminar 3 por la mera razón de que el argu-


mento pide que sólo las creencias justificadas puedan justificar otras;
si podemos dar un sentido razonable a la noción de una creencia sus-
tentándose sobre sí misma, más bien que sobre otras, sería fácil consi-
derar 3 como un caso especial de 2.
Debemos considerar 1–3 como propiedades formales; las creencias
con esas propiedades detendrían la regresión, pero cualquier propiedad
formal como ésas necesita fundamentarse en una propiedad «epistémi-
ca» más fundamental. La infalibilidad es una propiedad de este tipo,
como se puso de relieve anteriormente. El fundamentalismo clásico
suponía quizá que las creencias infalibles serían del tipo 2. En ausencia
de infalibilidad, ¿qué movimientos similares nos son accesibles?
C. I. Lewis afirmaba que las creencias básicas eran «ciertas» o
«incorregibles» [Lewis (1952 y 1946), cap. 7]; no está siempre claro si
pensaba de ellas que eran infalibles. De un modo similar, otros
(Descartes, quizá) sostuvieron que eran o podían ser «indudables».
82
Podríamos definir la incorregibilidad e indubitabilidad del siguiente
modo:

Una creencia es incorregible si y sólo si nadie podría estar en posi-


ción de corregirla.
Una creencia es indudable si y sólo si nadie podría tener nunca una
razón para dudarla.

Cualquiera de estas dos propiedades ¿es capaz de proporcionarnos


una forma clásica de fundamentalismo que, aunque débil, sea todavía
atractiva? Según mi punto de vista, una vez que admitamos que nues-
tras creencias sobre nuestros estados sensoriales no son infalibles y
pueden ser falsas, la incorregibilidad sería un vicio más que una vir-
tud. El pensamiento de que algunas creencias básicas son incorregi-
blemente falsas es demasiado terrible como para tenerlo en cuenta. De
igual modo, podríamos preguntarnos cómo podría ser indudable una
creencia falible, dado que las creencias básicas están en relaciones
inferenciales con creencias mucho más interesantes sobre los objetos
físicos, y tales creencias son ciertamente dubitables; siempre existe la
posibilidad de que alguien tenga una razón para dudarlas. Pero, si es
así, es difícil ver cómo la dubitabilidad de las creencias no básicas no
se transmite a las básicas sobre las que descansan; parece obvio que la
falsedad de una creencia no básica sería una razón para dudar la cre-
encia básica sobre la que descansa la primera, una vez admitido el
hecho de que las creencias básicas pueden ser falsas.
De modo que ni la incorregibilidad ni la indubitabilidad pueden pro-
porcionarnos una forma alternativa de fundamentalismo. Pero hay otras
formas posibles. Podríamos sugerir la posibilidad de que hubiera creen-
cias del tipo 1 si hubiera creencias que se justificaran por apelación a los
hechos, y que una creencia tal estuviera justificada si la causaran los
hechos. Austin propuso la idea de que, en la ocasión apropiada, lo que
justifica mi creencia de que hay un cerdo delante de mí es, simplemente,
el cerdo [Austin (1962), pp. 115-116]. Pero esta idea no se puede genera-
lizar fácilmente a no ser que supongamos que la justificación se alcanza
menos por apelación al cerdo que por apelación al hecho de que hay un
cerdo delante de mí; el hecho, en este caso, causa la creencia. Este movi-
miento debe recordarnos algunas observaciones hechas en 2.4 sobre la
teoría causal del conocimiento. Aceptamos la idea de que los hechos
pueden ser causas; la dificultad ya mencionada de que los hechos univer-
sales no pueden causar creencias universales no importa ahora, dado que
no es probable que las creencias universales sean básicas.

83
Otra posible versión de fundamentalismo sostiene que hay algunas
creencias que nos están dadas como «datos», y que están completa-
mente justificadas a menos que surja algo que refute su justificación
(cf. el uso de la refutabilidad en 2.3). Podríamos denominar esta justifi-
cación «prima facie» o «refutable»; es más débil que la que nos da la
indubitabilidad, dado que contempla la posibilidad de que haya razones
en contra de una creencia básica. Pero todavía acepta tanto F1 como F2.
Ya ha sido propuesta una versión final. Más débil que la última,
sostiene que las creencias dadas como «datos» no están nunca justifi-
cadas completamente por esa mera razón, pero que tales creencias ya
están justificadas parcialmente, independientemente del apoyo que
puedan recibir de otras creencias. Sin embargo, sin ese apoyo ulterior
su justificación es insuficiente. Éste es el fundamentalismo que acepta
F1 y no acepta F2.
Estas versiones diferentes del fundamentalismo no se ven afecta-
das por la falta de infalibilidad. En el próximo capítulo considerare-
mos un problema diferente para el fundamentalismo que pueda tener
efectos desastrosos.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS
C. I. Lewis (1952) y Ayer (1950) defienden formas de infalibilismo.
Alston (1976) y Amstrong (1973, cap. 11) ofrecen un buen análisis del argumento
del regreso.
Firth ( 1964) clasifica las formas diferentes de fundamentalismo desde el punto de
vista de su postura rival, el coherentismo.
La noción de infalibilidad que se usa en este capítulo precisa de detallada aten-
ción. Alston (1971) analiza las diferencias entre infalibilidad, incorregibilidad, indubi-
tabilidad, etc.
C. I. Lewis (1952) es una respuesta a Reichenbach (1952) y Goodman (1952), que
argumentan contra su opinión de que nada es ni siquiera probable si no hay nada que
sea cierto.
La mayor parte de los textos anteriores, con otros muchos ensayos importantes
sobre temas tratados en este capítulo, están reimpresos en Chisholm y Swartz (1973).
El fundamentalismo de Chisholm (1977) descansa explícitamente en el argumento
del regreso en las pp. 16-20.
Todavía vale la pena leer el ataque de Austin (1962) a Ayer, especialmente el
capítulo 10.
Sellars (1963, cap. 5) constituye un ataque extremadamente influyente al «mito de
lo dado» que se incorpora al fundamentalismo clásico. Se trata de un ensayo difícil que
recompensa su estudio.

84
5. EL FUNDAMENTALISMO
Y LAS OTRAS MENTES

5.1. LAS CREENCIAS BÁSICAS Y LOS PROPIOS


ESTADOS SENSORIALES
En el último capítulo se presentó el fundamentalismo clásico como
una respuesta a tres tipos de exigencias: las de dos argumentos sobre
regresiones y las del empirismo. La doble respuesta consiste en supo-
ner que hay creencias básicas infalibles y que esas creencias tratan de
la naturaleza de los propios estados sensoriales. En 4.2 se dieron razo-
nes para dudar de la existencia, o la utilidad, de las creencias infali-
bles. Me gustaría examinar ahora la otra mitad de la historia.
Hay una fuerte tradición en filosofía que mantiene que nuestro
punto de partida es el conocimiento de nuestros estados sensoriales y
que todo lo demás se construye a partir de ahí. Descartes nunca cues-
tionó sus creencias sobre cómo le parecía que eran las cosas en un
momento dado; se preguntó, más bien, cómo podría saber otras cosas,
tales como la existencia de Dios o del mundo material. Es posible que
el patrón clásico sea el que estableciera John Locke, al mantener que
una persona es directamente consciente sólo de la naturaleza de sus
propias ideas y que todo lo demás, si se conoce, se conoce de un modo
indirecto. Este punto de vista ha sido bastante habitual en epistemolo-
gía desde entonces. Es posible que conozcamos la naturaleza de nues-
tros propios estados sensoriales, pero ¿cómo construir a partir de ahí
para llegar al conocimiento del pasado, del futuro o de los estados sen-
soriales de los demás?
Un aspecto cuestionable de este punto de vista, que parece auténti-
camente cartesiano, es la sugerencia de que la epistemología se centra
en el individuo. No tiene ningún interés en poner de relieve el creci-
miento del conocimiento a lo largo de las generaciones, o la fecundi-
dad de la herencia que nos legaron los investigadores que nos han pre-
cedido. Más bien, se piensa en cada uno de nosotros como si comen-
zara más o menos de nuevo, y la cuestión filosófica es la de explicar

85
cómo podemos llegar a partir de tal estado, por medio de nuestra con-
ciencia de la representación cambiante de la experiencia sensorial, al
sofisticado conocimiento que todos tenemos como miembros de una
sociedad moderna.
En este capítulo daré diversas razones para rechazar ese punto de
vista, o, si no para rechazarlo, para mostrar que las cuestiones que
plantea nunca pueden encontrar respuesta, de modo que conduce
directamente al escepticismo. De hecho, hay una tendencia escéptica
en este tipo de fundamentalismo, precisamente porque nos lleva a con-
siderar problemático todo lo que no sea el conocimiento de nuestros
propios estados sensoriales; reconoce el peligro de que pudiéramos
ser incapaces de construir el tipo de superestructura que se supone
sustentada por tales cimientos.

5.2. EL PROBLEMA DE LAS OTRAS MENTES


Una de esas áreas en las que existe el peligro de que no sepamos
nada es la de las otras mentes. Cada uno de nosotros conoce la natura-
leza de sus propios estados sensoriales, pero ¿podemos conocer la
naturaleza de los estados sensoriales de los demás? Aún más, ¿pode-
mos saber si hay otras mentes que tienen estados sensoriales distintos
a los de cada uno de nosotros?
El mero hecho de denominar el problema como «Problema de las
Otras Mentes» consagra el fundamentalismo. El conocimiento de no-
sotros mismos es seguro, y el de los otros es problemático. (Del mis-
mo modo, el apelativo tradicional de otro problema, «Nuestro
Conocimiento del Mundo Externo», consagra cierto tipo de aproxima-
ción epistemológica sin la que no habría problema, o, al menos, ese
problema. Pudiera ser que tal aproximación fuera la que, más que
solucionar el problema, lo originara.) A pesar de ello, aceptaremos esa
perspectiva por el momento. No será por mucho tiempo.
No hay ninguna duda de que, de acuerdo con el punto de vista tradi-
cional, tendremos dificultades para afrontar los argumentos en favor
del escepticismo sobre las otras mentes. Puede usarse el argumento del
error para mostrar que sabemos de casos en los que los demás han con-
seguido ocultar sus propios estados mentales, o han fingido estar en un
estado mental distinto al real (en realidad, no se trata de alternativas
distintas). ¿Qué nos asegura que un nuevo caso no es de esos tipos?
No hay nada de incorrecto en esa formulación del argumento, pero
es débil. Da por sentado que hay otras mentes y se limita a argüir que
86
podemos estar equivocados respecto a sus estados, pensando que
alguien es feliz cuando está triste, etc. Para usar el argumento del error
sin semejante supuesto, deberíamos ser capaces de señalar casos en
los que nos equivocamos al considerar que se daba una mente. Es
posible que existan tales casos, gracias al creciente desarrollo de la
tecnología, con máquinas que juegan muy bien al ajedrez, o que son
capaces de contestar coherentemente.
Pero lo que se usa para generar el escepticismo sobre la existencia
de mentes distintas a la propia es, normalmente, la apelación a casos
posibles más bien que reales. ¿No podría ser el caso que esos otros
cuerpos con los que parece que tenemos relaciones personales de
amistad, o enemistad, carecieran en realidad de cualquier estado men-
tal, que sólo tuvieran conducta exterior desprovista de toda vida inte-
rior? Ninguno de nosotros podría distinguir del mundo real un mundo
en el que la conducta de los demás fuera la misma, pero en el que no
tuvieran vida mental. ¿Cómo sabemos, entonces, que en realidad hay
otras mentes? Por todo lo que podemos distinguir, no hay ninguna.

5.3. EL ARGUMENTO POR ANALOGÍA


El argumento por analogía que vamos a tratar admite que es posi-
ble que los objetos que denominamos personas, distintos a cada uno
de nosotros, sean autómatas sin mente, pero afirma que, a pesar de
ello, tenemos suficientes razones para creer que ése no es el caso. Hay
más evidencia a favor de que no son autómatas sin mente que a favor
de que lo sean.
La formulación clásica del argumento se encuentra en J. S. Mill.
Escribe (1867, pp. 237-238):

Soy consciente en mí mismo de una serie de hechos conectados por una


secuencia uniforme, el principio de la cual es la modificación de mi cuerpo,
el punto medio son las sensaciones, y el final, la conducta exterior. En el
caso de los otros seres humanos, tengo la evidencia de mis sentidos para el
primer y último eslabón de esa serie, pero no para el eslabón intermedio.
Sin embargo, descubro que la secuencia entre el primero y el último es tan
regular y constante en esos casos como en el mío. En mi propio caso, sé que
el primer eslabón produce el último a través del eslabón intermedio y que
no lo podría producir sin él. Por tanto, la experiencia me obliga a concluir
que debe existir un eslabón intermedio; que debe ser en otros, o bien el mis-
mo que en mí, o bien otro diferente; [...] al suponer que el eslabón es de la
misma naturaleza [...] actúo de acuerdo con las reglas legítimas de la inves-
tigación experimental.

87
La primera objeción podría consistir en decir que este argumento,
como argumento inductivo, es muy débil, dado que está obligado a
argumentar a partir de una única instancia. Pero esta crítica no da en lo
esencial. Por la misma naturaleza del caso, la hipótesis de que las que
parecen ser otras personas tienen sensaciones que son como las mías,
aunque necesariamente inobservables, no es una hipótesis contra la
que pudiéramos tener ninguna evidencia en contra. Si el argumento de
Mill consigue mostrar que hay aunque sólo sea una pequeña evidencia
a favor, ya habrá más evidencia a favor que en contra, por lo que debe-
remos aceptar la hipótesis.
Las dificultades del argumento derivan de dos de sus supuestos: a)
sobre la separabilidad y b) sobre la comprensión. Acepta sin reticencia
alguna a) la separación de la mente (inobservable) respecto a la con-
ducta (observable) sobre la que se basa el argumento escéptico. El
escéptico argumenta que el vínculo entre ambas cosas es meramente
contingente, es decir, que es perfectamente posible que una se dé sin la
otra, y que, por todo lo que sabemos, es eso lo que sucede. El argu-
mento por analogía concede la primera parte y niega la segunda, afir-
mando que, como mínimo, tenemos evidencias de lo contrario. Al
conceder la primera parte, muestra por qué es necesario el propio
argumento por analogía. Es necesario porque no podemos considerar
lo mental y lo físico como relacionados de un modo que no sea contin-
gente. Si hubiera, por ejemplo, un vínculo conceptual entre estado
mental y conducta tal que no pudiéramos concebir la presencia de la
conducta sin el (o sin algún) estado mental, no sería preciso el argu-
mento por analogía.
El argumento supone también b) que puedo comprender qué es
para los otros tener estados mentales. Y proporciona una explicación
rudimentaria de cómo puedo hacer tal cosa. Comprendo qué es el
dolor a partir de mis propios recursos y del mejor de los modos posi-
bles, es decir, sintiéndolo. Pero el concepto de dolor adquirido de ese
modo puede aplicarse a los demás, por el mero supuesto de que ellos
tienen una sensación similar a la que tengo yo (Mill: «suponiendo un
eslabón de la misma naturaleza»).
La crítica principal al argumento por analogía es la de que esos dos
supuestos son incoherentes. Esta crítica se la debemos a Wittgenstein
y la expone Malcolm (1958). Si no hay un vínculo no–contingente
entre conducta y estado mental [es decir, si aceptamos a).], nunca
podremos mostrar que b) es verdadera, por lo que estaremos a mer-
ced de una forma excepcionalmente poderosa de escepticismo local
(cf. 1.1). De modo que, si el argumento por analogía es necesario, por
88
a), está condenado al fracaso con respecto a b). Por otra parte, si con-
seguimos mostrar b), sólo lo podemos hacer negando a) y convirtien-
do el argumento por analogía en algo completamente innecesario.
Todo esto no es más que una declaración de intenciones hasta que
mostremos cuál es el argumento escéptico crucial. Debe ser distinto a
los que mencionamos anteriormente, dado que no muestra razón algu-
na para dudar de nuestra comprensión de las proposiciones sobre otras
mentes. Hasta ahora hemos dado por supuesto que comprendemos la
sugerencia de que hay mentes distintas a la nuestra propia, y nos
hemos limitado a preguntar cuánta evidencia tenemos a su favor. El
argumento que vamos a considerar ahora trata de mostrar que este
supuesto (característico del escepticismo débil) es falso.

5.4. ¿PODEMOS COMPRENDER PROPOSICIONES


SOBRE MENTES DIFERENTES A LA NUESTRA?
¿Por qué la separación de lo físico y lo mental convierte en imposi-
ble comprender qué sea la existencia de mentes distintas a la nuestra?
El argumento por analogía supone que podemos construir, a partir del
caso propio, el concepto de dolores que pueden sentir los demás y no
cada uno de nosotros. Pero ¿es tan fácil concebir un dolor que no me
duela a mí? Deberé empezar con uno de mis dolores y hacerme a la
idea de que existe algo similar que duele, pero sin que me duela a mí,
y también a la idea de que podría haber algo que fuera similar a mí, sin
ser yo, al que los dolores le duelen. Ambas ideas son bastante dudo-
sas. ¿Cómo concebir algo doloroso sin concebir que me duele a mí?
Parece obvio que, al concebir algo que duela, necesariamente lo con-
cibo como algo que me duele. Mi concepción de dolores que no son
míos no es la concepción de algo que es como mi dolor, dado que due-
le, pero que no es de los míos. Del mismo modo, ¿me es realmente
fácil concebir otro sujeto de experiencia distinto a mí? Si no lo puedo
hacer a partir de la idea de dolores que no sean míos, no lo puedo
hacer de ninguna otra manera. Es imposible sustraer de la idea de mi
dolor aquella parte que es mi yo, el sujeto, y sustituirla por la noción
de otro sujeto (algo similar a mí que no sea yo) y suponer que el resto
(el dolor) permanece inalterado. Cualquier dolor que pueda concebir
doliendo exactamente como me duele a mí, debe concebirse como
doliéndome a mí.
Este argumento escéptico es crucial. Muestra que no tiene ningún
sentido limitarse a proclamar la posibilidad de concebir el dolor de

89
otro sobre la única base de que es posible suponer que él tiene lo mis-
mo que yo. Esa observación [véase b) anteriormente] sólo sienta la
cuestión por anticipado en contra del argumento relevante.
Tampoco tiene sentido alguno insistir en que podemos concebir
qué es que una rodilla distinta a la nuestra duela. Un dolor concebido
como estando en otro cuerpo no es un dolor concebido como doliendo
a otra persona. De hecho, si el argumento anterior es correcto, conce-
bir una rodilla distinta a la mía y endolorecida como la mía es exacta-
mente concebir que a mí me duele esa rodilla. Podríamos admitir,
pues, que es posible concebir que tengo dolor en la rodilla de otro (un
sentido nuevo de «Me duele su rodilla») pero, en este caso, no pode-
mos concebir que la rodilla duela a alguien más.
Por tanto, el argumento escéptico pretende que yo no puedo dotar
de sentido a la idea de un sujeto de experiencias distinto a mí mismo.
Me es imposible concebir experiencias que no sean mías (generalizan-
do a partir del ejemplo más simple del dolor) y tampoco tengo ningu-
na otra manera de concebir un sujeto de experiencias que no sea yo
mismo. Nos conduce directamente desde el fundamentalismo (ya que
el argumento se formuló en términos fundamentalistas) a la forma
más interesante de solipsismo, el punto de vista de que debo conside-
rarme a mí mismo como el único sujeto de experiencia —de hecho,
como el sujeto de experiencia— ya que me es completamente imposi-
ble formarme concepción alguna de ningún otro sujeto.
¿Por qué muestra todo esto que el argumento por analogía, al acep-
tar el supuesto a), no puede dar cuenta de b), no puede explicar nues-
tra comprensión de los enunciados sobre otros sujetos? La razón es
que muestra cómo, si nuestro único punto de partida es el caso propio
y nos limitamos por entero a una concepción de la mente que convier-
te los estados mentales en algo independiente de la conducta, no pode-
mos pasar de nuestra concepción de nosotros mismos como sujetos de
experiencia a la concepción de otros sujetos. El concepto de estado
mental incorporado al argumento, y sobre el que descansa el argumen-
to escéptico, es demasiado restrictivo para que sea posible tal movi-
miento.
La conclusión más adecuada de todo esto no es que el escepticis-
mo o el solipsismo sean inevitables, sino que los términos en los que
se presentó el argumento escéptico, el supuesto a), deben rechazarse.
Y, al rechazar ese supuesto, hacemos que el argumento por analogía se
convierta en un argumento redundante.
¿Cómo encontrar una concepción de los estados mentales distinta
a aquella que maneja el argumento escéptico? Una de estas concepcio-

90
nés sería el conductismo, que proporciona un vínculo conceptual entre
conducta y estados mentales, diciendo que mi estado mental cuando
me duele la rodilla es exactamente el estado conductual en el que me
inclino y me cojo la rodilla con sumo cuidado, etc. Hay también for-
mas más débiles de conductismo que intentan contemplar la posibili-
dad de estados mentales ocultos; se podría mantener, por ejemplo, que
el que yo tenga dolor en la rodilla es mi disposición a actuar de cierto
modo, lo haga o no realmente de ese modo. Para ocultar mi dolor,
deberé reprimir mi deseo (disposición) de inclinarme y de cogerme la
rodilla con sumo cuidado, etc.
La dificultad obvia con las explicaciones conductistas de los esta-
dos mentales es la de que, aunque nos proporcionan de algún modo lo
que estamos buscando, es decir, un análisis de los estados mentales en
el que éstos están vinculados a la conducta de un modo no contingen-
te, parecen pasar por alto todo lo que es típicamente mental. En el
caso del dolor, pasan por alto, por ejemplo, el modo en el que el dolor
es sentido. Puede que esto no sea todo lo relevante en el concepto de
dolor, pero, ciertamente, es parte de él. Incluso si fuéramos capaces de
mostrar la imposibilidad de que existiera gente que sintiera como
nosotros sin tener las disposiciones a la conducta que nosotros tene-
mos, o viceversa, la maniobra del conductista parece demasiado extre-
mista. Lo que nos gustaría hallar es una posición intermedia entre el
conductismo, que identifica los estados mentales con alguna función
de la conducta, y el punto de vista común al escepticismo y al argu-
mento por analogía, que los separa en demasía. Es difícil en filosofía
hallar compromisos satisfactorios, porque tienden a compartir los
defectos de ambos extremos y a carecer de sus virtudes. Esperemos,
sin embargo, que sea posible hallar uno en este problema.
La crítica del argumento por analogía que se dio anteriormente se
la debemos a Wittgenstein. Su conclusión es la de que nuestra única
esperanza de mostrar cierta comprensión de las proposiciones sobre
los estados mentales de otros es la de aceptar una relación no–contin-
gente entre los estados mentales y la conducta, eliminando, de este
modo, la posibilidad de que se separen demasiado. La manera en la
que el propio Wittgenstein lo hizo puede expresarse por medio de la
controvertida noción de criterio. He aquí un análisis provisional de esa
noción:

A es criterio de B si y sólo si la verdad de A o el hecho de que A


suceda es necesariamente una buena —aunque refutable— eviden-
cia para la verdad de B, y, en ausencia de indicaciones de lo con-

91
trario, evidencia suficiente. De modo que, en casos favorables, la
verdad de A, o el hecho de que A suceda, justifican perfectamente
la creencia en B, o la aseveración de B,

Saber tal cosa es parte del tener competencia en el concepto B;


parte de lo que es conocer el significado de «B».

Esta noción de criterio podría usarse para mostrar que el argumen-


to por analogía no es necesario. Ya que, usándolo, podemos decir que
cualquiera que comprenda el concepto de dolor sabe que ciertos tipos
de conducta son criterios de las adscripciones de dolor. No es posible,
por tanto, que existan seres que se comporten como nosotros y que
carezcan de ciertos estados mentales, como el dolor. En casos en los
que no hay evidencia al contrario, tal conducta cuenta como evidencia
concluyente de que quien actúa de ese modo tiene dolor. Por supuesto,
sí es posible que alguien finja que tiene dolor o que actúa movido por
el dolor. En muchos de esos casos, la evidencia creada por la satisfac-
ción de los criterios se ve refutada por otra evidencia; lo vemos, por
ejemplo, retorciéndose y cogiéndose el estómago, pero sabemos que
ha realizado el mismo tipo de gesticulación en este momento de la
representación teatral todas las noches de la semana, por lo que no
estamos justificados para creer algo que sí estaría perfectamente justi-
ficado por evidencias similares en otro contexto. Pero el aspecto esen-
cial del fingimiento en una actuación es el de que ésta es una actividad
que también tiene sus propios criterios. Necesita de un trasfondo que
podría no ser accesible. Si estoy en una batalla y mi amigo pierde
media pierna izquierda por una explosión y se dobla en agonía, no hay
ninguna posibilidad de que esté actuando o fingiendo.
De modo que la noción wittgensteiniana de criterio parece propor-
cionar el tipo de compromiso que buscábamos. Sin embargo, es suma-
mente idiosincrásica, dejando a parte dudas exegéticas sobre su exacta
formulación. No necesitamos ahora seguir esta puerta que nos abre
Wittgenstein, al menos no todavía. Todo lo que tenemos por el
momento es que sólo podemos comprender el discurso sobre las otras
mentes si hay algún tipo de vínculo no contingente entre estados men-
tales y conducta. Si no lo hubiera, parecería inevitable el compromiso
con el solipsismo.

92
5.5. EL ARGUMENTO DEL LENGUAJE PRIVADO:
SEGUIR UNA REGLA
El solipsismo es una posición inestable. De hecho, sufre de
muchas incoherencias. Ésta es una de las conclusiones de una familia
de argumentos que dio Wittgenstein y que se conocen en su conjunto
como el «argumento del lenguaje privado». El solipsista está en la
situación en la que pretende tener un lenguaje para describir sus expe-
riencias presentes y pasadas, y, quizá, para especular sobre el futuro.
Y éste es un lenguaje privado.; nadie más podría aprenderlo porque las
experiencias por apelación a las cuales obtienen significado sus térmi-
nos son experiencias privadas del hablante. Wittgenstein argumenta
que tal lenguaje privado es imposible. El solipsista no puede tener
siquiera ese conocimiento limitado de sus propias experiencias.
La interpretación del argumento del lenguaje privado es muy dis-
cutible. Comenzaré con un análisis debido, principalmente, a Saúl
Kripke (1981).
¿Cómo adquiere su lenguaje el solipsista? Pretende saber, a partir
de su propio caso, qué sea, por ejemplo, el dolor. Experimenta una
sensación de cierto tipo y decide aplicar el término «dolor» a todas las
sensaciones que son como ella. Dado que recuerda exactamente cómo
era la sensación original, ha elaborado un concepto de dolor del que se
seguirá, para cada sensación nueva, si debe o no denominarla «dolor».
Lo esencial del argumento del lenguaje privado es que el solipsista
ni siquiera puede encontrar un punto de partida en todo esto. Nada de
lo que hiciera, concentrándose de determinada manera en la sensación
original y emitiendo la palabra «dolor», conseguiría proporcionar un
significado a esa palabra. Para que una palabra tenga significado es
preciso que existan reglas para su uso: reglas en virtud de las cuales la
aplicación de la palabra pueda contar como correcta en algunos casos
e incorrecta en otros. Es en virtud de esas reglas como podemos dar
sentido a la idea de que estamos objetivamente en lo correcto al deno-
minar «dolor» a la nueva sensación. El solipsista podría aplicar mal la
regla sólo si ésta hubiera sido fijada previamente: en ese caso, podría
pensar que estaba siguiendo la regla cuando de hecho no lo hacia así;
podría parecerle que la nueva sensación era semejante a la sensación
original, cuando de hecho no se pareciera. Para que haya objetividad
es preciso que «no todo lo que parezca correcto sea correcto». ¿Cómo
es posible que concentrarse en la sensación original capacite al solip-
sista para crear una regla en virtud de la cual puede decirse que es
objetivamente verdad que la nueva sensación es dolor? No es posible.
93
La interpretación de Kripke del argumento del lenguaje privado
sostiene que la respuesta negativa a esta última cuestión es consecuen-
cia de consideraciones generales sobre reglas y objetividad.
Alejémonos del caso especial del solipsismo y los términos de
sensación, y consideremos un caso que puede parecer más simple (de
hecho, es el caso en el que es más difícil dar plausibilidad a lo que
decimos). El ejemplo es el de una regla matemática; la regla para +2.
Suponemos que, si alguien sabe la regla para +2, sabe, para cada
número n, qué número es n + 2. La regla crea una serie; 0, 2, 4, 6..., y, a
cada paso de la serie, existe una respuesta objetivamente correcta res-
pecto a cómo seguir.
La cuestión es la de qué puede haber en lo que aprendemos, cuan-
do aprendemos la regla para n + 2, que convierta en algo objetivamen-
te correcto la continuación 20.002, 20.004, 20.006, y en algo objetiva-
mente incorrecto la continuación 20.004, 20.008, 20.012. ¿A qué
podríamos señalar, cuando alguien escogiera esta última expansión,
para mostrarle que estaba equivocado? Suponemos que la persona
cree que la regla aprendida le exige esta expansión, más bien que la
que nosotros escogeríamos (que, por supuesto, es la correcta). ¿Qué
hace que ella esté equivocada y nosotros no?
No parece que haya nada en los pasos anteriores de la serie que
pudiera apoyar una continuación más bien que la otra. Hay, de hecho,
una fórmula que genera la continuación «errónea» a partir de esos mis-
mos primeros pasos; dado que ambas series comienzan de la misma
manera, no podemos apelar a la manera en que una comienza para jus-
tificar nuestra preferencia por una determinada manera de continuar.
Podríamos sugerir que, al concebir la regla para +2, concebimos de
alguna manera la totalidad de los casos, y es esto lo que convierte a la
interpretación «correcta» en correcta. Sin embargo, esta sugerencia no
es convincente. Incluso si, por causalidad, fuera cierto que hubiéramos
pensado exactamente en esos miembros de las series, no sería ese
hecho la razón por la cual deberían ser considerados como expansio-
nes correctas de la serie. Y, en todo caso, ¿qué decir de las otras conti-
nuaciones igualmente correctas que nunca nos pasaron por la imagi-
nación hasta que tuvimos que escribirlas?
De un modo similar, podríamos decir que, al concebir la regla, nos
limitamos a pensar que debíamos añadir 2 cada vez. Pero la sugeren-
cia tampoco funciona, en parte porque no se nos dice qué debe contar
como «añadir 2», y en parte porque da por sentado cómo interpretar
ese «cada», sin tener en cuenta que podríamos preguntar sobre «cada»
lo mismo que preguntamos sobre «+2», dado que siempre existe la

94
posibilidad de que alguien, al cabo de un rato, comience a usar «cada»
del modo en que nosotros usamos «cada otro», pretendiendo que así
se mantiene en lo correcto.
La última posibilidad parece ser la de que nuestra concepción ori-
ginal de la regla no era otra que la de la creación de una disposición a
ejecutar la serie de un modo más bien que de otro. Pero ¿en virtud de
qué hecho se creó una disposición para continuar ahora de un modo
más bien que de otro? El contenido de mi disposición original parece
determinado por el modo en que descubro en un momento dado mi
tendencia a continuar, más bien que al revés.
Parece que hemos agotado todas las respuestas posibles a nuestra
cuestión. ¿Deberemos concluir que el escepticismo aparentemente
arbitrario que subyace a la cuestión no tiene, de hecho, ninguna res-
puesta, que no hay ninguna manera objetiva de seguir la regla? Esto
parecería atentar contra nuestra intensa convicción de que 20.002,
20.004, 20.006 es la manera correcta de continuar y de que las otras
alternativas son erróneas. Pero éste parece ser uno de los casos en los
que el mero pensamiento no puede ser tan pretencioso. Afortunada-
mente, existe una posibilidad que hemos pasado por alto, dado que,
hasta ahora, nos hemos concentrado exclusivamente en los recursos
internos al individuo que sigue reglas, sobre el tipo de cosas a las que
podría señalar el solipsista.
En consecuencia, Kripke ve que la conclusión del argumento es la
de que, para encontrar una base de nuestra creencia de que existe un
método objetivamente válido de continuar la serie, debemos buscar,
más allá del individuo, en lo que sucede a la comunidad de seguidores
de reglas. En último término, el fundamento de la objetividad no radi-
ca en el pasado, en la naturaleza de los primeros miembros de la serie
o en nuestra anterior comprensión de la regla, sino en la conducta
actual de nuestra comunidad lingüística o matemática. Lo que con-
vierte en correcta nuestra continuación de la serie es el hecho de que
la comunidad coincide con nosotros. Lo que convierte en incorrecta la
expansión alternativa es el hecho de que sería única dado que, en este
caso, «corrección» significa «actuar en coincidencia con los otros».
Es fácil comprender la razón por la que la interpretación de Kripke se
denomina «interpretación comunitaria».
Estas ideas sobre el seguimiento de reglas en matemáticas pueden
generalizarse para que nos proporcionen el argumento sobre el solip-
sismo que estamos buscando. El solipsista no admite comunidad algu-
na para fundamentar su creencia de que es objetivamente verdadero
que su sensación nueva es de dolor. Lo que quiere decir que, en un
95
caso nuevo, carece de toda regla que le lleve en una u otra dirección.
Puede decir lo primero que se le ocurra con relación a cualquier regla,
y será tan correcto como cualquier otra cosa. Lo que quiere decir que
sus palabras pierden todo significado y se convierten en algo vacío. Si
no importa lo que digamos, sería mejor quedarse callado. Por tanto, es
imposible la existencia de un lenguaje privado como el que necesita el
solipsista. Todo el lenguaje posible es necesariamente público, dado
que no tiene significado alguno a menos que sea usado por una comu-
nidad.

5.6. OTRA INTERPRETACIÓN


La interpretación comunitaria del argumento del lenguaje privado
lo considera una consecuencia directa de las ideas de Wittgenstein
sobre reglas, seguimiento de reglas y objetividad. Hacia el final de su
discusión sobre seguir una regla, Wittgenstein dice (1953, § 202):

Y pensar que uno está obedeciendo una regla no es obedecer una regla.
De modo que no es posible obedecer una regla «privadamente»; de otro
modo, pensar que uno estaba obedeciendo una regla sería lo mismo que
obedecerla.

Y Kripke considera este párrafo como una breve anticipación del


argumento del lenguaje privado, que oficialmente parece comenzar
unas cuarenta secciones más adelante.
Sin embargo, hay una interpretación alternativa, debida a Hacker y
Baker, que ve de un modo bastante diferente las relaciones entre las
consideraciones sobre seguir una regla y el argumento contra el len-
guaje privado (Hacker y Baker, 1984). Según su interpretación, lo
esencial de las consideraciones sobre el seguimiento de reglas es que
seguir una regla es una práctica, una costumbre o un modo de compor-
tamiento. Seguir una regla, por ejemplo, la regla para el uso de la pala-
bra «dolor» (la regla involucrada en el concepto de dolor), no es com-
probar dentro de uno mismo, por decirlo de algún modo, si la nueva
sensación se parece o no a la sensación original y, en caso de que se
parezca, pensar que es dolor. Obedecer una regla es asunto de conduc-
ta pública, no la operación de un mecanismo privado. Es, por tanto,
importante que la sección citada anteriormente comience de hecho:
«Por lo que también “obedecer una regla” es una práctica. Y pensar
que uno está obedeciendo una regla...» Pero si obedecer una regla es
una práctica, que debe ser pública sólo en el sentido en que es una

96
manera de comportarse más bien que de estar controlado por la comu-
nidad, ¿cómo llegar a la conclusión de que el lenguaje privado del
solipsista es imposible? ¿Por qué no sería posible una práctica que
pudiera ejercerse en soledad, en aislamiento de cualquier comunidad?
También podemos preguntarnos cuál sería la respuesta que, de acuer-
do con esta interpretación, daría Wittgenstein a las cuestiones de
Kripke sobre la objetividad. Ciertamente se trata de cuestiones oportu-
nas que deben ser afrontadas y, al abandonar la interpretación comuni-
taria, nos privamos de la única posible respuesta.
La primera de estas objeciones a la interpretación Hacker–Baker
puede responderse diciendo que, aunque la práctica que constituye
conocer y seguir una regla para el dolor podría tener lugar lejos de una
comunidad (en una isla desierta) una vez que hubiera sido establecida,
el problema no radica en el ejercicio de esa práctica, sino en su misma
institución. Es decir, el solipsista no puede conseguir, como pretende,
que la práctica sea instituida por el mero hecho de concentrarse en la
naturaleza de la sensación original y de inventar un nombre que se
refiera a esa sensación y a otras similares a ellas.
Ya hemos considerado algún fundamento para esta conclusión al
discutir la interpretación comunitaria. No es sorprendente, dado que
ambas interpretaciones comparten el mismo punto de partida: la sen-
sación original no puede servir para fundamentar la práctica (no puede
crear el concepto relevante). Pero necesitamos más argumentos, dado
que la versión de Kripke dependía estrechamente de su análisis de las
relaciones entre pensamientos sobre seguimientos de reglas y el argu-
mento del lenguaje privado. Afortunadamente, Wittgenstein ofrece
tales argumentos. El problema no es el encontrarlos, sino el seleccio-
narlos y ordenarlos de un modo comprensible.
En primer lugar, indica que el proceso de definición ostensiva, por
la que el solipsista pretende dar significado al término «dolor» seña-
lando (mentalmente) a una sensación, sólo funciona cuando tenemos
previamente un trasfondo de conocimiento conceptual, y no puede
usarse para construir tal conocimiento a partir de una página en blan-
co. Supongamos que señalo a una silla y digo «Por “silla” quiero decir
esto ». Nada de lo que he hecho crea el significado deseado para
.

«silla», a menos que pueda caracterizar además qué es lo que conside-


ro relevante en el objeto que acabo de señalar; por ejemplo, podría
decir «este tipo de mueble», lo que mejoraría algo las cosas. Pero, en
ese caso, necesitaría tener antes el concepto de «mueble». Sucede lo
mismo con las sensaciones: si dijera «por “dolor” quiero decir esto », .

el efecto buscado sólo se alcanzaría si tuviera algún modo de distin-

97
guir las características relevantes de las que no lo son. ¿En virtud de
qué han de ser irrelevantes la duración, la intensidad, la localización,
la causa y el poseedor del dolor? En general, la definición ostensiva
descansa sobre la existencia previa de conocimiento conceptual, y no
puede ser la primera fuente de tal conocimiento. Lo que quiere decir
que nunca puede existir el tipo de pura definición ostensiva privada
que el solipsista y otros necesitan.
En segundo lugar, supongamos que sea necesaria una regla formu-
lable para la palabra «dolor», conteniendo una referencia explícita a la
sensación inicial, como en «dolor = sensación como esto». Se supone
que la regla es algo que podemos usar para comprobar si la nueva sen-
sación es dolor. Pero, si estamos inclinados a llamarla «dolor», ¿qué
contenido tendría el supuesto proceso de comprobar si nuestra inclina-
ción está o no justificada? Wittgenstein dice que lo único que pode-
mos hacer es mirar otra vez para ver si sentimos realmente la inclina-
ción de llamarla «dolor». Pero no hay aquí una comprobación inde-
pendiente: es más bien como comprar un segundo ejemplar del diario
para comprobar si el primero que compramos decía la verdad. La ten-
tación de denominar «dolor» a la nueva sensación es la tendencia de
creer que es semejante a la sensación original. No podemos compro-
bar independiente esta creencia examinando de nuevo la sensación
original, no porque no podamos volver a examinarla, sino porque todo
lo que podríamos hacer es repetir lo que ya hicimos al pensar que la
nueva sensación es relevantemente similar a la antigua.
Lo esencial en este punto no es que las únicas comprobaciones que
podemos hacer sobre nuestras inclinaciones son comprobaciones fali-
bles. Si hubiera un proceso real de comprobación no haría falta exigir
que fuera infalible; el hecho de que siempre pudiéramos estar equivo-
cados sobre cómo era la sensación original (una especie de escepticis-
mo sobre la memoria) no es, en absoluto, parte del argumento. El
argumento no es que la comprobación es falible; si así fuera, siempre
podríamos esperar que un número suficiente de recuerdos pudieran
apoyarse entre sí, como sugiere Ayer (1954). Lo esencial es, más bien,
que la supuesta comprobación independiente es una mera repetición
del procedimiento que se supone que comprueba.
Esta conclusión no debe verse afectada por ninguna consideración
sobre si el uso de la memoria constituye un nuevo examen de la sensa-
ción original o una mera inspección de cómo nos parece ahora que ha
sido esa sensación. Cualquiera que sea de esas dos alternativas (no
muy claras) la que adoptemos (véase 12.2–3), todavía es cierto que lo
que proporciona la memoria no es una comprobación distinta de nues-

98
tra inclinación a creer que la nueva sensación se parece a la antigua.
Todo lo que pueda proporcionarnos la memoria contribuye a nuestro
sentimiento de que, al denominar «dolor» esa sensación, continuamos
siguiendo la regla del mismo modo. Por lo que no podemos compro-
bar si seguimos la regla tratando de recordar la sensación original.
Por último, Wittgenstein observa que, si el lenguaje se usa para la
comunicación, sus términos no pueden obtener significado a partir de
los objetos privados de uno de sus usuarios. Compara ese supuesto
escenario con un grupo de personas que tienen cajas; en las cajas hay
distintas cosas (algunas pueden estar vacías) y cada persona denomina
«escarabajo» al contenido de su caja. Si el término «escarabajo»
adquiere significado a partir del contenido de las cajas, no puede usar-
se para la comunicación con los demás, que, desconociendo la natura-
leza de ese escarabajo, no entenderán el término. Si el término tiene
un significado independiente de la naturaleza del objeto, puede usarse
para la comunicación (quizá signifique «el contenido de la caja»),
pero el objeto privado de la caja queda cancelado por irrelevante: una
especie de clavija desconectada.
Este último argumento parece de escasa utilidad contra el solipsis-
mo, que no está interesado en la comunicación con otros. Sin embar-
go, es posible que haya algún modo de adaptarlo para mostrar que el
solipsista no puede usar el término «escarabajo» para comunicarse
con su yo posterior (por ejemplo, en un diario), dado que lo que da
significado al término no puede ser, ni siquiera para él, lo que estaba
en la caja (un objeto al que no tiene acceso ahora), sino sólo lo que él
crea que había en ella.
Parece, entonces, que el argumento del lenguaje privado tiene una
vida independiente con respecto a la interpretación dada por Kripke
de las consideraciones sobre el seguimiento de reglas. En vez de decir
que no puede haber reglas en ausencia de una comunidad, lo incorrec-
to en las reglas del solipsista es que no pueden establecerse, tal y como
pretende, usando la experiencia privada como una muestra. Y ese
extremo es independiente del número de usuarios del lenguaje priva-
do. Si, per impossibile, el lenguaje pudiera establecerse podría funcio-
nar sin ninguna comunidad que lo controlara. Lo erróneo del lenguaje
del solipsista no es que carece de control comunitario; Robinson
Crusoe puede hablar consigo mismo y llevar un diario en su isla
desierta. Pero su lenguaje no es el del solipsista: no se fija por defini-
ción ostensiva de sensaciones privadas usadas como nuestras.
¿Qué sucede con la segunda objeción a la interpretación de Hacker
y Baker, la de que no pueden responder a los retos de Kripke sobre la
99
objetividad? Aquí, estos autores adoptan una línea intransigente, ne-
gando que Wittgenstein estuviera impresionado en lo más mínimo por
tal tipo de cuestiones. Su objetivo principal respecto al escepticismo
es el de rechazar sus supuestos, no el de responderlos, y, en este caso,
el supuesto es el de que necesitamos alguna base para la objetividad
de las prácticas de seguir una regla. Las dudas escépticas sobre la
objetividad tienen sentido dentro de una práctica; hay respuestas obje-
tivamente correctas a las cuestiones sobre cómo seguir, y, si se nos
reta sobre un caso particular, podemos apoyar nuestra elección apelan-
do a la regla («¿Por qué escribiste 20.002?», «Porque me dijiste que
continuara añadiendo 2»). Pero las cuestiones sobre la consistencia
objetiva de una práctica, realizadas, por así decirlo, desde el exterior
de esa práctica, no tienen ningún sentido. (¿Qué me justifica para
escribir 20.002 después de 20.000 cuando estamos añadiendo 2? Nada
me justifica; eso es lo que denominamos «añadir 2».) Y las cuestiones
escépticas que Kripke considera cruciales son todas cuestiones de este
tipo. Involucran la separación de la regla respecto a sus instancias y
nos preguntan qué nos justifica para considerar que esas instancias lo
son de esa regla particular. Pero, si separamos de ese modo las instan-
cias y la regla, no queda regla alguna sobre la que hacernos este tipo
de pregunta. Las instancias son la práctica, y la práctica es la regla;
una regla está «internamente relacionada» con sus instancias y los
intentos del escéptico de establecer una separación entre ellas relevan
una confusión sobre qué sea seguir una regla.
Hay en esta actitud de Wittgenstein mucho más que una negativa
completa a tomar parte en el juego filosófico. Su posición es que
deberíamos pensar en las reglas como prácticas, como formas de
actuación, y no suponer que debe existir, para apoyar esas formas de
actuar, alguna interpretación interna de la regla que les diga a los que
la siguen cómo llevarla a la práctica. Si suponemos tal cosa, ingresare-
mos en un regreso al infinito; nos encontraríamos a la búsqueda de
una nueva interpretación. El seguimiento de una regla en tanto que
práctica debe poder ejecutarse, por tanto, sin nada que lo apoye, y
debemos intentar alejarnos del sentimiento de vértigo engendrado por
el reconocimiento de esa falta de apoyo. De un modo semejante, no
debemos permitirnos buscar algo por debajo de la práctica sobre lo
que fundamentar el sentimiento de que la practicaba a continuar de un
modo objetivamente correcto. La objetividad es parte de la práctica,
no algo que la apoye o la fundamente desde afuera. La objetividad es
el elemento de la práctica que involucra la comprobación, la reafirma-
ción, el abandono de posiciones previas, las quejas sobre los demás,

100
etc. Pero nada de todo eso es necesario como fundamento que convier-
ta a esas actividades en algo de algún modo justificado.

5.7. CONCLUSIONES COMUNES


Dadas las diferencias entre las dos interpretaciones del argumento
de Wittgenstein, deberíamos poner de relieve sus semejanzas.
En primer lugar, ambas están de acuerdo en que el concepto de
«dolor», que nos ha servido de ejemplo a lo largo de toda esta discu-
sión, no es especial en ningún sentido relevante. Sería posible sentir la
tentación de decir que el análisis de Wittgenstein podría ser correcto
con relación a las sensaciones; pero que no hay cosa tal como una sen-
sación de azul, por lo que no hay ninguna razón por la que un hablante
privado no pudiera comenzar dando nombre al modo en que le pare-
cen las cosas antes de pasar al lenguaje mucho más difícil sobre cómo
son en realidad las cosas. Las dos interpretaciones comentadas consi-
derarían que ésta es una escapatoria equivocada. No hay ninguna dife-
rencia relevante entre sensaciones y otros posibles «contenidos de
conciencia». Podemos comprobarlo volviendo a considerar los argu-
mentos procedentes. Nada de lo que se ha dicho dependía de una
característica esencial del dolor. Y, por supuesto, hemos visto que
Wittgenstein deseaba mostrar la imposibilidad de que existieran seres
que se comportaran de un modo similar al nuestro y que carecieran de
sensaciones u otros tipos de experiencias distintas a las nuestras. Y
pretendía considerar de un modo similar nuestra creencia inicial de
que, aunque usemos el mismo lenguaje y estemos de acuerdo en las
palabras con las que describimos los colores de los objetos que nos
rodean, todavía podríamos, por todo lo que sabemos, ver los objetos
de un modo completamente distinto; un objeto que causa en mí lo que
denomino una sensación de rojo puede causar en ti lo que yo denomi-
naría una sensación de azul, aunque nunca pudiéramos advertirlo dado
que continuaríamos coincidiendo respecto a qué decir y cómo actuar
en los distintos medios coloreados (por ejemplo, ambos nos detendría-
mos ante el semáforo rojo). De acuerdo con Wittgenstein, esta creen-
cia inicial es tan incoherente como la declaración del solipsista de que
es capaz de fijar un lenguaje privado, dado que descansa en una enor-
me separación entre nuestra conducta (incluyendo la conducta lingüís-
tica) y la vida mental interior.
En segundo lugar, ambas interpretaciones están de acuerdo en la
conclusión de que la pantomima solipsista de concentrarse en una

101
experiencia y pronunciar una palabra, no importa cuan fervientemen-
te, no puede establecer una regla que el solipsista pueda seguir en un
caso nuevo. La naturaleza de la sensación no puede crear una regla, la
regla puede crear una naturaleza para la sensación, capacitándonos
para concebir distintas maneras en las que esa sensación podría pare-
cerse a otras. Hasta que no tuviéramos semejante concepción, no
podríamos describirnos a nosotros mismos la naturaleza de la sensa-
ción; sería sólo un esto inútil, dado que el concepto de sensación no
tiene ningún contenido hasta que no se hayan fijado las reglas.
Esta conclusión es similar a la crítica al fundamentalismo clásico
que se hizo en el capítulo 4. Allí se dijo que las creencias del funda-
mentalista sobre sus propios estados sensoriales, para ser infalibles,
deberían tener un contenido mínimo y evanescente; de hecho, equival-
drían sólo a una especie de gesto incomprensible. Esta semejanza
entre los dos polos del ataque al fundamentalismo clásico parece
reconfortante.
Sin embargo, vale la pena que recordemos que la crítica de
Wittgenstein al solipsismo pretendía dirigirse también al programa del
empirismo clásico expuesto por el fundamentalismo clásico. Esta ob-
servación puede hacerse de dos maneras. En primer lugar, Wittgens-
tein considera este tipo de fundamentalista como una suerte de es-
céptico, que admite la dificultad de mostrar que alguna vez estemos
justificados para creer que existen otras personas. Pero ve a este fun-
damentalista como un escéptico tímido que, para ser consistente,
debería atreverse a ir más allá; que, de hecho, debería dudar de su
comprensión de la proposición de que existen otras mentes, por lo que
debería ser un solipsista. Las críticas del solipsismo deben, por tanto,
contar como críticas del tímido escepticismo incorporado al funda-
mentalismo. Si, por el contrario, resistiéramos el intento de
Wittgenstein de empujarnos desde el escepticismo tímido al solipsis-
mo, es posible que encontráramos poco convincente el argumento
relevante (véase 5.4). Lo que Wittgenstein quiere decir puede expre-
sarse de otro modo. El programa del fundamentalismo clásico de
empezar a partir del propio caso y de moverse hacia afuera sufre de
todos los defectos radicales que afectan al intento solipsista de fijar un
lenguaje en el que describir las experiencias que constituyen su objeto.
Ni el fundamentalismo ni el solipsismo pueden realizar el primer
movimiento. Estas posiciones están minadas por su creencia equivoca-
da de que sabemos lo que significan los términos de experiencia
«dolor», «parece rojo» por familiaridad directa con las cosas a las que
se refieren.
102
5.8. PERSPECTIVAS PARA EL FUNDAMENTALISMO
Vimos en 4.3 que hay teorías fundamentalistas distintas a las de la
variedad clásica. ¿Qué sucede con ellas si aceptamos los argumentos
de Wittgenstein?
El fundamentalismo acepta que hay dos tipos de justificación: la
inferencial y la no–inferencial. Este supuesto no se ve afectado por el
argumento contra el lenguaje privado. La asimetría involucrada en la
distinción entre dos tipos de justificación sólo se convierte en peligro-
sa si se supone que todas las creencias básicas (justificadas de un
modo no inferencial) tratan sobre la naturaleza de los estados senso-
riales presentes del creyente. Por lo que hace al argumento del lengua-
je privado, el fundamentalismo es todavía posible en la medida en que
evite el punto de vista tradicional de que la epistemología es la empre-
sa de comenzar a partir del propio caso y de construir a partir de él.
No será una sorpresa advertir que Wittgenstein es, a su manera, un
fundamentalista. Escribe (Wittgenstein, 1969, § 136):

Cuando Moore dice que sabe tal y tal [por ejemplo, que tiene dos
manos (J. D.)], en realidad, está enumerando un conjunto de proposiciones
empíricas que afirmamos sin comprobación especial; es decir, proposicio-
nes que tienen un papel lógico peculiar en el sistema de nuestras proposi-
ciones empíricas.

Y esta opinión de que algunas proposiciones (creencias) desempe-


ñan un papel especial en nuestro conjunto de creencias es sintomática-
mente fundamentalista.
Wittgenstein no es un fundamentalista ordinario, las creencias que,
según su sugerencia, desempeñan ese papel especial para nosotros
incluyen creencias como que tengo dos manos, que los hombres no
vuelan a la Luna, que el Sol no es un agujero en el cielo, que la Tierra
ha existido durante el último siglo y que nuestras manos no desapare-
cen cuando no les prestamos atención. Está de acuerdo en que pode-
mos preguntar qué justifica esas creencias; pero hacer tal cosa signifi-
caría que ya no les concedemos ese status especial. El status especial
que tienen no necesita de fundamentos o de justificación. Se trata tan
sólo de que las tratamos como proposiciones que no necesitan de justi-
ficación pero que pueden justificar otras. No preguntamos, ni siquiera
nos lo planteamos, qué las justifica.
Si, después de los argumentos de este capítulo, Wittgenstein toda-
vía puede ser considerado un fundamentalista, es obvio que aún no
está decidido cuáles son las últimas perspectivas para el fundamenta-
103
lismo. En el capítulo 7 se ofrecerá una razón para rechazar todas las
formas de fundamentalismo.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS
Wittgenstein (1953, §§ 143-242) sobre seguir una regla y (§§ 243 y siguientes)
sobre lenguajes privados.

Hacker (1972, caps. 7-10) proporciona un análisis más detallado de las opiniones
de Wittgenstein.

Kripke (1982) es una versión más extensa de Kripke (1981), incluyendo un capítu-
lo sobre Wittgenstein y las otras mentes. Baker y Hacker (1984) atacan explícitamente
la interpretación de Kripke.

El conductismo extremo se asocia normalmente a B. F. Skinner. Una de las discu-


siones menos desfavorables al conductismo de Skinner puede encontrarse en Dennett
(1978, cap. 5).

Ryle (1949) representa otro intento de encontrar un camino entre el conductismo


extremo y la separación mental/físico.

Desafortunadamente, la falta de espacio ha impedido cualquier comentario sobre


las opiniones positivas de Wittgenstein en epistemología, para las cuales véase
Wittgenstein (1969a). La contribución de Wittgenstein en este terreno podría haber
tenido una resonancia mucho mayor en el presente capítulo.

La noción de criterio es discutida por Albritton (1959). Un punto de vista novedo-


so respecto al papel de los criterios se encuentra en McDowell (1982), al que responde
Wright (1984).

104
6. TEORÍAS EMPIRISTAS DEL SIGNIFICADO

6.1. LA RELEVANCIA DE LAS TEORÍAS DEL SIGNIFICADO


PARA LA EPISTEMOLOGÍA
Existe una íntima conexión entre la epistemología y la teoría del
significado que ya se ha vislumbrado en los capítulos anteriores. En el
capítulo 1, por ejemplo, considerábamos el efecto que podrían tener
distintas teorías de la comprensión sobre ciertos argumentos escépti-
cos; y una teoría de la comprensión es sólo una teoría del significado
con otro nombre. Del mismo modo, la respuesta antirrealista al escép-
tico descansa en el punto de vista de que no podemos comprender pro-
posiciones cuyo significado es tal que expresan (o pretenden expresar)
hechos que trascienden toda evidencia. Vimos también, en 1.2 y en
5.4, que los argumentos escépticos más poderosos atacan tanto la
comprensión como el conocimiento. Por último, en el capítulo 5 se
utilizó una teoría del significado como forma de desacreditar cierto
programa epistemológico. Ha llegado el momento de detenernos para
ver exactamente cómo ha sido posible todo esto.
La crítica de Wittgenstein al solipsismo, o al fundamentalismo
más consistente, era que el solipsista no puede, a pesar de sus preten-
siones, desarrollar ningún lenguaje. La crítica depende de una consi-
deración sobre qué es el ser competente en un concepto, sobre qué es
conocer el significado de una palabra, sobre qué es conocer las reglas
para la aplicación de esa palabra: las reglas que se supone que nos lle-
van de una instancia a otra. Wittgenstein argumentó que el solipsista
no puede elaborar esas reglas del modo pertinente y, por tanto, que no
puede construir un lenguaje. De ello concluíamos que cierto programa
epistemológico nunca podría tener éxito. De modo que podría decirse
que el error básico que subyace al fundamentalismo clásico es un
error en la teoría del significado.
Sabemos que existen otras formas de fundamentalismo distintas a
la clásica. En este punto, ¿podemos aislar una teoría del significado
que, si fuera correcta, nos forzara a adoptar alguna forma de funda-
mentalismo? Si tal cosa fuese posible, nos sería útil de dos maneras.

105
En primer lugar, podríamos utilizarla para persuadirnos de que los
errores que Wittgenstein encontró en el fundamentalismo clásico no
contaminan realmente todas las formas de fundamentalismo. En
segundo lugar, podríamos discernir lo correcto y lo erróneo en tal teo-
ría del significado, y usar estas conclusiones para determinar nuestra
actitud hacia el fundamentalismo en general, de modo que no necesi-
taríamos considerar, una a una, todas las posibles variedades del mis-
mo.
En último término, ésta será mi estrategia. Argumentaré que los
atractivos del fundamentalismo, sean los que sean, no derivan de la
teoría del significado que subyace al mismo; de hecho, la forma más
aceptable de teoría del significado carece de los rasgos característicos
del fundamentalismo y, en realidad, sirve de apoyo a una epistemolo-
gía alternativa, el coherentismo.

6.2. EL EMPIRISMO LÓGICO Y LA EVIDENCIA


DE LOS PROPIOS SENTIDOS
En 4.3 sugerí que el fundamentalismo debe definirse por su res-
puesta al argumento del regreso de justificaciones:

F1: Hay dos formas de justificación, la inferencial y la no–inferen-


cial.

Pero hay otra tendencia característica del fundamentalismo, el


empirismo. El fundamentalismo, desde un punto de vista general
(aunque aquí debamos excluir a Wittgenstein), puede ser considerado
como la expresión del punto de vista empirista de que la verificación y
la justificación, que discriminan si algo es o no verdadero y respaldan
las declaraciones propias sobre lo que es verdadero, deben descansar,
en último término, en la evidencia de los propios sentidos; puede que
no en primera instancia, pero sí al final del trayecto. ¿A qué más
podríamos apelar, para que nos diga si algo es verdad, que a la eviden-
cia de nuestros sentidos? He aquí un reto empirista que parece sensa-
to. De acuerdo con él, es la evidencia de nuestros sentidos el punto de
partida siempre que necesitamos proveernos de justificaciones para
nuestras creencias.
Llegados aquí, es esencial percibir que la evidencia de los propios
sentidos no es sólo aquello a lo que apelamos cuando tratamos de jus-
tificar y verificar. Es también el punto de partida para el aprendizaje

106
del lenguaje. También en este respecto podríamos preguntarnos qué
otro punto básico de apoyo podríamos encontrar que no fuera lo que es
dado, es decir, la evidencia de nuestros sentidos. De modo que los
empiristas consideran que esta noción de evidencia de los propios sen-
tidos es la básica, no sólo en epistemología, sino también en teoría del
significado. Una teoría empirista del significado será una que consa-
gre esta dependencia de todo aprendizaje del lenguaje, y, con ello, de
todo lenguaje significativo, sobre la evidencia de los propios sentidos.
Llevados por la idea de que la evidencia de los propios sentidos es
básica tanto en epistemología como en teoría del significado, positi-
vistas como Ayer propusieron, como una teoría del significado, lo que
denominaron el principio de verificación del significado empírico
[véanse Ayer (1946) y Schlick (1936)]:

PV: un enunciado tiene significado empírico si y sólo si su verdad


establecería alguna diferencia respecto a la evidencia de nues-
tros sentidos,

que (dado que este punto de vista considera que un enunciado es veri-
ficable si y sólo si su verdad establece alguna diferencia respecto a la
evidencia de nuestros sentidos) es equivalente a:

PV1: un enunciado tiene significado empírico si y sólo si es verifi-


cable.

Y a partir de este análisis del significado empírico surge fácilmente un


análisis de en qué consiste el que alguien comprenda un enunciado o
conozca su significado:

PC: a conoce el significado de p si y sólo si a sabe cómo verificarp.

Lo que podría ampliarse del siguiente modo:

PC1: a conoce el significado de p si y sólo si a sabe qué diferencia


establecería la verdad de p respecto a la evidencia sensorial
de a.

De donde derivamos fácilmente un análisis del significado de cual-


quier enunciado particular E:

PS: el significado de E es la diferencia que la verdad de E estable-


cería respecto a las propias evidencias sensoriales.

107
Lo que se interpretó a veces, y de un modo más bien desafortunado,
como:

PS1: el significado de E es su método de verificación.

Como puede verse, estos tres principios son aceptablemente empi-


ristas. De hecho, PV era y es el núcleo de la posición conocida como
empirismo lógico o positivismo lógico.
¿Qué quiere decir la palabra «verificar» en esos principios?
Tradicionalmente, se traza una distinción tradicional entre verifica-
ción fuerte y verificación débil [véase Ayer (1946), p. 9]. La verifica-
ción fuerte es verificación concluyente; un enunciado es verificable
de un modo concluyente si, una vez que tengamos la mejor evidencia
posible para él, no queda ninguna posibilidad de que sea falso. La
verificación débil no llega a ser concluyente. Un enunciado que es
verificable de un modo débil puede ser confirmado o desautorizado
por otros enunciados que sean verificables de un modo concluyente,
sin que él mismo sea verificable de ese modo; es decir, enunciados
que son verificables en sentido fuerte pueden contar como evidencia a
favor o en contra suya.
Esta distinción puede ayudarnos a dar la mejor versión del empi-
rismo lógico. Podríamos insistir en que «verificable» en VP1 significa
«verificable de modo fuerte». Pero tal cosa eliminaría como no signi-
ficativos tantos de nuestros enunciados que sería autorrefutante. Por
otra parte, no es normal que los empiristas sientan la inclinación de
suponer que no hay, en absoluto, enunciados verificables en sentido
fuerte. Más bien, consideran que los enunciados que sólo informan
sobre la propia evidencia sensorial, sea la que sea, pueden ser verifica-
dos concluyentemente cuando los propios sentidos proporcionan de
hecho la evidencia en cuestión. Parece, pues, que la forma más plausi-
ble de empirismo lógico sostiene que los enunciados pueden clasifi-
carse en dos tipos, los que son verificables de un modo fuerte y los
que no tienen ellos mismos ese tipo de verificabilidad, aunque puedan
ser confirmados o desautorizados por otros enunciados que sí son
verificables en sentido fuerte.
Podemos ver ahora lo estrecha que es la relación entre empirismo
lógico y fundamentalismo. La pretensión del fundamentalismo de que
hay dos tipos de justificación, la inferencial y la no inferencial, se
refleja en el supuesto del empirismo lógico de que todos los enuncia-
dos significativos son verificables en sentido fuerte o en sentido débil.
¿Qué enunciados son verificables de un modo concluyente, o, en
108
otras palabras, qué enunciados reflejan la evidencia de los propios sen-
tidos? Por usar la terminología de Ayer, ¿qué enunciados son «enuncia-
dos observacionales» [observation statements.], y cuáles informan
sobre estados de cosas que están más allá de lo que, en sentido estricto,
puede observarse? Los empiristas lógicos discrepan respecto a esta
cuestión, del mismo modo en que discrepan los fundamentalistas res-
pecto a la naturaleza de las creencias básicas. Ayer, por ejemplo, adop-
ta la posición clásica de que los enunciados de observación son los que
describen la naturaleza de los propios estados sensoriales. Pero no es
ésta una posición obligatoria; lo que nos viene bien, dado que conside-
ro que los argumentos de los capítulos 4 y 5 ya la han refutado. Quine
escoge la alternativa de decir que la evidencia sensorial propia versa no
sobre lo interno al observador, sino sobre lo que es externo a él, es
decir, la presencia de cierto estímulo (público) [Quine (1975a), p. 73].
Un enunciado observacional se hace como respuesta a ciertos estímu-
los y es verificable en sentido fuerte por apelación a tales estímulos. De
modo que la noción de un enunciado de observación, que no informa
de nada más que de la evidencia de los sentidos, es una noción contro-
vertida entre los empiristas lógicos. Lo que no se discute es la distin-
ción entre verificación fuerte y débil y su importancia para la teoría del
significado. La versión de Quine de empirismo lógico daría apoyo a
una variante de fundamentalismo que no sería vulnerable a los argu-
mentos del capítulo 5, dado que, para él, los enunciados observaciona-
les básicos para la justificación, la verificación y el aprendizaje del len-
guaje no versan sobre la naturaleza de los estados sensoriales propios.

6.3. TRES TEORÍAS VERIFICACIONISTAS


¿Cuál es exactamente la relación entre enunciados de observación y
los otros, que forman la enorme mayoría? Hemos sugerido que los últi-
mos pueden ser confirmados o desautorizados por los primeros; pero
¿cómo han de estar relacionados para que tenga lugar tal confirma-
ción? Debemos dar un análisis al respecto que sea consistente con el
principio de verificación. De hecho, esto quiere decir que nuestra res-
puesta equivaldría a un análisis del carácter significativo de los enun-
ciados no–observacionales, y de lo que hace que uno de esos enuncia-
dos tenga un significado distinto al de otro de ellos. Consideraremos
tres respuestas a la cuestión, que forman una especie de espectro.

109
FENOMENALISMO
El fenomenalismo, como teoría del significado de los enunciados
no–observacionales, sostuvo, en un principio, que tales enunciados son
equivalentes en significado a una lista (probablemente muy larga) de
enunciados (unidos por una conjunción) sobre lo que se observaría
bajo circunstancias diferentes. Por ejemplo, lo que tiene que suceder
para que haya una rosa roja en esta habitación oscura es que se dé el
caso de que, si encendiera la luz, haría una determinada observación,
de que, si me desplazara hacia un determinado lugar, haría otra obser-
vación diferente, y de que, si tú entraras en la habitación, observarías
tales y tales cosas, etc. Esta teoría tiene un enorme atractivo tanto en
metafísica como en epistemología, dado que fenomenalistas como
Ayer tendieron a considerar que los enunciados observacionales infor-
man sobre la naturaleza de los estados sensoriales del observador. Si
esto fuera así, nos encontraríamos con el bonito resultado de que, en
vez de haber dos tipos de cosas radicalmente diferentes, estados sen-
soriales y objetos materiales, sólo hay un tipo, los estados sensoriales,
y todos los otros tipos que se pudieran suponer no serían más que
complejos de cosas reales y posibles del primer tipo. Ésta es la ventaja
metafísica del fenomenalismo. El atractivo epistemológico, por
supuesto, radica en que es genuinamente posible el conocimiento del
mundo «externo» de objetos materiales. Tales objetos no yacen más
allá de nuestras capacidades, como podría sugerir el escéptico; dado
que podríamos esperar que cada miembro del conjunto de enunciados
sobre lo que se observaría fuera verificado de un modo concluyente, y,
en tal caso, no quedaría ninguna posibilidad de que el enunciado sobre
objetos materiales fuera falso. Así pues, el fenomenalismo de este tipo
sería una forma de antirrealismo (véase 1.4).
Si cada miembro del conjunto de enunciados observacionales que,
en conjunto, determinan el significado de un enunciado no–observa-
cional, pueda especificarse y verificarse de un modo preciso, ese
enunciado no–observacional tendría, de acuerdo con el principio de
verificación, su propio significado determinado y, en ciertas circuns-
tancias, estarían determinadas su verdad o su falsedad. Esta situación
constituye el ideal del fenomenalista: todos los enunciados no–obser-
vacionales serían verificables en sentido fuerte y las dudas escépticas
sobre ellos serían imposibles. Pero las cosas no son así, por dos moti-
vos. En primer lugar, parece posible que, en la mayoría de los casos,
no puedan verificarse todos los enunciados condicionales sobre lo que
se observaría en ciertas circunstancias, porque habría casos en los que

110
la verificación de uno eliminara cualquier posibilidad de verificar
otro. Si sólo pueden verificarse algunos de ellos, el enunciado no–
observacional no será más que verificable en sentido débil. En segun-
do lugar, no está claro que los enunciados condicionales sean verifica-
dos en sentido fuerte por el mero hecho de que se muestre la verdad
conjunta del antecedente y del consecuente. El lector sabe leer caste-
llano y está leyendo este libro, pero no es cierto que, si sabe leer caste-
llano, entonces está leyendo este libro. De modo que, si el significado
de un enunciado no–observacional está dado por un conjunto de enun-
ciados sobre lo que se observaría si..., no es probable que sean verifi-
cables en sentido fuerte. (Aunque pudieran ser refutables en sentido
fuerte.)
Esto quiere decir, por supuesto, que las ventajas contra el escéptico
no son tan espectaculares como se pretendía. Sin embargo, algo sí
ganaríamos, dado que no pretenderíamos conocer, basándonos en la
experiencia, la naturaleza de un mundo independiente de la experien-
cia. El fenomenalismo reduce la separación entre el mundo de expe-
riencia y nuestra experiencia de él.
Hasta ahora se ha hablado del fenomenalismo como si todos los
fenomenalistas estuvieran de acuerdo en que los enunciados de obser-
vación informan sobre la naturaleza de los estados sensoriales del pro-
pio informador. Pero tal fenomenalismo sólo es una de las formas de
reduccionismo. En vez de ello, podríamos sostener que los enunciados
de observación informan sobre la naturaleza del mundo cercano, y
definir todos los otros enunciados en términos de éstos (considerándo-
los como condicionales sobre la localización del observador). Esto
constituiría una teoría también reduccionista, compatible con las exi-
gencias del empirismo y del principio de verificación, pero quizá
careciera de algunos de los atractivos epistemológicos y metafísicos
de la teoría tradicional.
Un problema crucial para el fenomenalismo de cualquier tipo es el
hecho de que pocos filósofos han intentado (y ninguno lo ha consegui-
do ni siquiera remotamente) mostrar los detalles del tipo de reducción
que nos propone. Tan pronto como se intentó detallarla, la teoría se
demostró impracticable. Independientemente de otras dificultades,
parecía implausible suponer que un enunciado sobre la rosa roja en la
oscuridad hubiera de tener unas consecuencias observacionales com-
pletamente precisas. De modo que, además de ser probablemente de
una longitud infinita, la lista de enunciados condicionales de observa-
ción habría de tener un contenido más bien vago. Como dijo Ayer, «lo
que se requiere para verificar un enunciado sobre un objeto material

111
no es tanto la ocurrencia de uno u otro contenido sensorial bien preci-
sos, como la mera ocurrencia de uno u otro de los contenidos senso-
riales abarcados por un rango más bien indefinido» [Ayer (1946), p.
12]. Y con esta admisión el fenomenalismo pierde una de sus ventajas.
Dado que, en la medida en que el rango implicado es impreciso, en
esa misma medida los enunciados no–observacionales tienen un signi-
ficado indeterminado, y el rango de circunstancias en las que su ver-
dad o su falsedad están determinadas se ve enormemente reducido,
quizá a la pura nada. Lo que esto significaba era el abandono de la
teoría reductiva original, al no poder pretenderse que un enunciado
no–observacional fuera exactamente equivalente en significado a un
conjunto de enunciados de observación, por más complejo y condicio-
nal que fuera el conjunto en cuestión.

LA REVISIÓN DE CARNAP
Rudolf Carnap fue quizá el único filósofo que intentó una reduc-
ción completa de los enunciados no–observacionales a complejos
explícitamente elaborados de enunciados de observación. Sus intentos
fracasaron, y llegó a la conclusión de que lo mejor que se podía hacer
era especificar, en la medida de lo posible, qué enunciados observa-
cionales estaban implicados por ciertos enunciados no observaciona-
les [véase el prefacio a Carnap (1967) y Quine (1969), p. 77]. Esto
nunca produciría nada semejante a una reducción de unos a otros, pero
Carnap supone que todavía nos está permitido declarar que el concep-
to de objeto material puede reducirse a «conceptos autopsicológicos»,
aquellos relativos a la naturaleza de los propios estados sensoriales.
Pero si todo lo que podemos hacer, cuando tratamos de especificar
los significados de los enunciados no–observacionales, es formular
algunas implicaciones observacionales de esos enunciados, parece
que siempre habrá algunos aspectos de su significado que se nos esca-
parán y quedarán sin especificar. Y esto sólo incrementa el grado de
indeterminación de los enunciados no–observacionales. Da un sentido
legítimo a la idea de que un enunciado verificable en sentido débil
sólo puede ser confirmado o desautorizado, sin llegar nunca a ser veri-
ficado concluyentemente. Por otra parte, admitimos que, para decir
que tal enunciado tiene su verdad determinada, debemos aceptar la
existencia de hechos en virtud de los cuales es verdadero, y que tales
hechos están más allá de cualquier posibilidad de verificación. El veri-
ficacionista que, por ser un antirrealista coherente, se niegue a admitir

112
la posibilidad de este tipo de hechos deberá decir que un enunciado así
nunca tendrá determinada su verdad, aunque pudiera estar determina-
da su falsedad si se observara que una de sus consecuencias es falsa.

QUINE
La posición de Quine es más radical. Argumenta que ni siquiera
podemos esperar la especificación de las oraciones observacionales
que son consecuencia de unas oraciones no–observacionales determi-
nadas.
La teoría de Quine parte en este punto de tres supuestos bien dis-
tintos. El primero es su tesis de la indeterminación de las teorías por la
evidencia (los datos). Independientemente de las evidencias que poda-
mos tener, siempre habrá teorías diferentes que explicarán y asimila-
rán los datos de un modo igualmente satisfactorio. Por ejemplo, es
compatible con los resultados de todas las mediciones reales y posi-
bles mantener tanto que el universo tiene un tamaño constante como
que se está expandiendo a una velocidad constante. No hay ninguna
teoría que esté implicada por sus datos. Distintas teorías pueden tener
las mismas consecuencias observacionales.
El segundo es su pretensión de que las oraciones no–observaciona-
les se enfrentan con el tribunal de la experiencia no individualmente,
sino en grupos. Quine afirma que esta tesis, que se debe a Pierre Duhem,
la podemos denominar la tesis de Duhem [Quine (1969), p. 80].
Duhem sugiere que las oraciones individuales que no son de observa-
ción no pueden ser verificadas ni refutadas de un modo concluyente
por medio de la observación, por la evidencia de nuestros sentidos. La
razón es que tales oraciones no se dan aisladas, en una especie de lim-
bo; se dan como parte de una teoría más general. Por ello, debemos
decidir dónde alterar la teoría cuando las cosas no funcionan en el
nivel observacional. Siempre habrá más de una manera en que pueda
hacerse esta rectificación: las experiencias recalcitrantes nunca nos
podrán forzar a alterar precisamente una oración no–observacional
determinada. Del mismo modo, las oraciones no–observacionales
individuales nunca se ven confirmadas por la experiencia. La expe-
riencia puede confirmar teorías, y, por ello, confirmar también las
oraciones con las que se edifican esas teorías, pero no puede confir-
mar esas oraciones individualmente y de un modo directo.
Independientemente de lo bien que vaya la experiencia, sólo puede
confirmar una oración no–observacional a la luz de la teoría que la

113
rodea; cambiemos la teoría, y la oración no–observacional no podrá
ser confirmada en modo alguno por la experiencia.
Estos dos supuestos son distintos. El segundo afirma que las ora-
ciones individuales que no son de observación no están sujetas, por sí
mismas, a verificación o refutación por parte de la experiencia. El pri-
mero afirma que las cosas que pueden verificarse, las teorías, nunca
pueden ser verificadas de un modo concluyente. (Por supuesto, sí pue-
den ser refutadas de un modo concluyente.)
El tercer supuesto quineano ya ha sido considerado. Es la teoría
empirista del significado PS:

PS: el significado de E es la diferencia que establecería la verdad


de E respecto a la propia evidencia sensorial.

Quine dice de esta teoría que «no hay otra opción más que la de ser
empiristas respecto a la propia teoría del significado lingüístico»
[Quine (1969), p. 81].
Quine utiliza estos tres supuestos para argumentar en contra de la
idea de que las oraciones individuales no–observacionales tengan por sí
mismas un significado separado. Por PS, al especificar las consecuen-
cias observacionales de E, lo que especificamos es el significado de E.
Pero, por la tesis de Duhem, ninguna oración no–observacional indivi-
dual tiene sus propias consecuencias observacionales. Si las tuviera,
cuando se diera el caso de que esas consecuencias se vieran contradi-
chas, sabríamos exactamente qué deberíamos rectificar. Pero siempre
tenemos un margen de elección a este respecto, por lo que ninguna ora-
ción tiene consecuencias observacionales por sí misma. Lo que quiere
decir, por PS, que ninguna oración no–observacional tiene por sí misma
un significado determinado; dado que no hay nada que sea la diferen-
cia que su verdad establecería respecto a la observación.
El significado de una oración dada, en la medida en que tenga uno,
no es una determinada característica que lleve incorporada a ella.
Dado que el significado es asunto de consecuencias observacionales,
y tales consecuencias pertenecen a las teorías y no a las oraciones, la
conclusión de Quine se convierte en inevitable: el significado pertene-
ce a las teorías más que a las oraciones. Y, dado que, como sucede en
el caso de las oraciones, una teoría parcial siempre puede contraponer-
se a otra, debemos acabar concluyendo, con Quine, que «la unidad de
significado empírico es la totalidad de la ciencia».
Esta conclusión puede volverse a expresar de dos maneras distin-
tas, ambas necesarias para discusiones ulteriores. Quine sostiene, en
114
contra de Carnap, que una oración no–observacional no tiene sus pro-
pias consecuencias observacionales [Quine (1953), pp. 40-41]. Lo que
demuestra que no hay nada como el significado de la oración, consi-
derada en sí misma. En la medida en que podemos decir qué significa,
nuestra respuesta dependerá de la naturaleza del resto de la teoría que
rodea a la oración. Así pues, no hay ningún objeto determinado al que
podamos denominar el significado de esa oración.
De modo que, en el nivel no–observacional, el significado de las
oraciones está indeterminado. Ésta es la tesis de la indeterminación
del significado oracional.
Respecto a las oraciones no–observacionales, la teoría del significa-
do de Quine puede denominarse holista. El atomismo, opuesto al holis-
mo, sostiene que cada oración tiene su propio significado, que queda
incorporado a ella a través del cambio de teorías. El holismo es el pun-
to de vista de que los significados de las oraciones son interdependien-
tes, de modo que lo que significa una depende de los significados de
las otras, y puede verse alterado por un cambio en otras zonas. El por-
tador del significado es primariamente la totalidad de una teoría, no sus
partes, dado que es la totalidad de la teoría la única que tiene conse-
cuencias observacionales. Sólo la totalidad de la teoría puede verse
refutada concluyentemente por la experiencia desfavorable.
Quine utiliza la posición que acabamos de alcanzar para argumen-
tar, además, que ninguna oración en nuestra teoría es completamente
inmune a la revisión [Quine (1953), pp. 41-43]. Podemos considerar
toda una teoría como si fuese una esfera, con oraciones observaciona-
les en la periferia y oraciones no–observacionales en el interior.
Comenzando con comparaciones relativamente mundanas sobre los
objetos materiales, desplazándonos a través de oraciones más teóricas
hasta las leyes de la física, hasta llegar a las leyes de la lógica, en el
centro. Si hubiera alguna anomalía en la periferia, sabríamos qué ora-
ciones observacionales deberíamos revisar, y deberíamos hacer tam-
bién revisiones en el interior, dado que la teoría se habría demostrado
falsa. La respuesta normal es la de buscar algún arreglo relativamente
menor cerca de la periferia: si no encontramos el pastel donde espera-
mos encontrarlo, tendemos a suponer que alguien se lo ha comido, y
no pensamos que se ha evaporado. Lo hacemos así porque este reajus-
te no afecta a la estructura general de nuestra teoría. Las oraciones
cercanas al centro se resisten a la revisión más que las oraciones de la
periferia. Las leyes de la lógica, situadas en el mismo corazón de la
teoría, son las más resistentes de todas. Necesitaríamos de circunstan-
cias extraordinarias antes de abandonar leyes como la de no–contradic-

115
ción. Pero no hay ninguna oración completamente inmune a la revi-
sión. Incluso las leyes de la lógica pueden revisarse como respuesta a
la investigación empírica. Es posible que el cambio más simple en una
teoría, dadas ciertas observaciones extrañas, fuera un cambio estructu-
ral en su mismo centro más bien que alteraciones exteriores. Por ejem-
plo, se ha sostenido que el principio de indeterminación de Heisen-
berg es una razón para rechazar la ley de tercio excluso.
Esta conclusión es el último remache del ataúd de la noción de sig-
nificado oracional. Dada esa noción, podría mantenerse que la mayo-
ría de las oraciones, si verdaderas, se convierten en verdaderas por una
combinación de su significado y del comportamiento del mundo.
Necesitamos conocer algo más que su significado para saber si son o
no verdaderas. Tales oraciones se denominan tradicionalmente «sinté-
ticas». Pero también puede haber, y tradicionalmente se ha sostenido
que es así, oraciones que sean verdaderas sólo en virtud de su signifi-
cado. Y tales oraciones analíticas nunca serían revisables. A menos
que cambie su significado, no hay ninguna posibilidad de que se con-
viertan en falsas. La posición de Quine tiene la consecuencia de que
no existen tales oraciones analíticas. El sentido en el que podemos
hablar del significado de una oración individual no está lo suficiente-
mente determinado como para que sea posible la verdad no-revisable
de ciertas oraciones en función de ese significado. No existen las ver-
dades analíticas.
Así pues, el argumento general de Quine es que la teoría empirista
del significado PS, conjuntamente con la tesis de Duhem y la de la
indeterminación de una teoría por los datos, echan por tierra la
noción de significado oracional que se suponía que PS explicaba. Pero
esto no es un argumento en contra de PS. Los empiristas deben acep-
tar PS. La situación la salva la afirmación holista de que la unidad de
significado empírico es la totalidad de la ciencia.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS
El ensayo clásico de Quine «Epistemology naturalised» [«Epistemología naturali-
zada»] se encuentra en Quine (1969, pp. 69-90).

Las dudas de Quine sobre la analiticidad fueron expresadas por vez primera en su
«Two dogmas of empiricism» [«Dos dogmas del empirismo»], ensayo 2 en Quine
(1953). Los argumentos de Quine los discute Putnam (1975, ensayo 2).

La introducción de Ayer (1946) a la segunda edición y el capítulo 1 constituyeron


una formulación, poco matizada pero influyente, del positivismo lógico como expre-
sión de empirismo extremo.

116
Quine (1975a) constituye «una sumaria formulación de mi actitud hacia nuestro
conocimiento de la naturaleza».

Føllesdal (1975) constituye un valioso análisis de la epistemología de Quine y su


relación con su teoría del significado, por un «aficionado» *.

Berlin (1939) es un buen ejemplo del tipo de respuesta que generó Ayer ( 1946).

Ayer (1969, pp. 240-243) es una expresión más completa de fenomenalismo. C. I.


Lewis (1946, cap. 8) argumenta también en favor del fenomenalismo. Chisholm
(1948) critica el fenomenalismo como teoría del significado.

* En castellano en el original. (N. del T.)

117
7. HOLISMO E INDETERMINACIÓN

7.1. LA INDETERMINACIÓN DE LA TRADUCCIÓN


De acuerdo con Quine, el significado oracional está indetermina-
do. No hay ningún hecho que determine lo que significa una oración
individual. Una consecuencia de ello parece ser la de que, del mismo
modo que el significado de una oración individual está indeterminado,
también está indeterminada la idea de que dos oraciones tengan el
mismo significado. La traducción es la empresa de buscar, para una
oración dada, otra oración con el mismo significado. Por tanto, la tra-
ducción está indeterminada.
Esto no quiere decir sólo que la corrección de la traducción no está
completamente determinada por todos los datos posibles. Por supues-
to, nuestros datos son siempre incompletos, nunca determinan una tra-
ducción como concluyentemente correcta en contraposición a todas
sus alternativas que serían así concluyentemente erróneas. Lo que
querría decir que la corrección de la traducción siempre trascendería
toda evidencia, mientras que sí habría hechos determinando la correc-
ción de una y la incorrección de otras, sin que nunca pudiéramos estar
en situación de distinguirlos.
No es ésta la conclusión de Quine. Después de todo, ¿qué podría
haber que determinara que una de las traducciones fuera correcta y las
otras erróneas? La única respuesta posible está en el significado de la
oración original. Pero tal significado no está lo bastante determinado
como para fijar, entre dos traducciones alternativas, la corrección exclu-
siva de una de ellas, aunque nunca siquiera pudiéramos decidir cuál.
Lo que es más, esto no quiere decir que la traducción sea imposi-
ble. Podríamos sostener que el significado de una oración dada es lo
suficientemente rico e idiosincrásico como para no poder ser captura-
do nunca por otra oración de un lenguaje diferente. Según este punto
de vista, ninguna traducción pasaría de ser una mera aproximación.
Pero lo que Quine quiere decir es que no hay nada determinado en el
significado de la oración original a lo que deban aproximarse las tra-
ducciones. En vez de insistir en la posibilidad de que ninguna traduc-

118
ción sea adecuada, deberíamos reconocer lo que significa en realidad
la indeterminación; las distintas traducciones que son igualmente bue-
nas son lo mejor a lo que podría aspirar cualquier posible traducción.
Representan lo que es una traducción correcta. De modo que, en vez
de concluir que no hay traducciones correctas, debemos aceptar que
siempre habrá más de una. Dos oraciones diferentes en un lenguaje
pueden ser ambas traducciones correctas de una oración única en otro.
Podríamos tratar de rechazar esta conclusión pensando que, para
muchas oraciones del inglés, parece existir una traducción al caste-
llano cuya corrección está completamente determinada. Quine lo
aceptaría, pero mantendría que la razón, en este caso particular, es la
existencia de un esquema general no discutido para la traducción
inglés–castellano. Con tal esquema, y dentro de él, existe una traduc-
ción determinada. Pero lo indeterminado es la elección del esquema.
Siempre habrá más de un candidato igualmente adecuado.
Quine no parte de este tipo de caso familiar, sino de lo que deno-
mina traducción radical [Quine (1960), cap. 2], Se trata de la tarea,
supuestamente ejecutada por un lingüista de campo, de escribir un
«manual de traducción» para un lenguaje completamente desconoci-
do, sin ninguna ayuda de hablantes bilingües, diccionarios previamen-
te elaborados o esquemas generales compartidos. (Un manual de tra-
ducción es una especie de diccionario cuyas entradas son oraciones en
vez de palabras.) El traductor radical se enfrenta con la tarea de escri-
bir ese manual sobre las evidencias que le son accesibles; en pocas
palabras, sobre la evidencia de las oraciones que emiten o a las que
asienten los «nativos» y los contextos de esas emisiones y esos asenti-
mientos. Intenta establecer una relación entre ambas cosas, tratando
de responder a la cuestión crucial: ¿en qué circunstancias observables
asentirán los nativos a «p»? La traducción debe estar indeterminada
porque ninguna cantidad de evidencia disponible garantizaría nunca
que la traducción ofrecida fuera la única correcta. En último término,
podremos alcanzar la seguridad de que una traducción es lo bastante
correcta, pero nunca la certeza de que no existe otra distinta e igual-
mente correcta.
El argumento hasta este punto ha sido el de que, dado que el signi-
ficado está indeterminado al nivel no–observacional, la traducción
también debe estarlo. Encontraremos motivos para sentirnos incómo-
dos con él. En 7.4 se ofrecerán argumentos que intentan establecer
directamente la indeterminación de la traducción. La indeterminación
del significado se seguirá entonces de la indeterminación de la traduc-
ción, más que al contrario. Mientras tanto, consideraremos un área en
119
la que Quine no desea aseverar la indeterminación, el área de las ora-
ciones observacionales.

7.2. QUINE COMO FUNDAMENTALISTA


Ya hemos visto que el verificacionismo, la adopción del PV1, es
una expresión natural de fundamentalismo. Vimos que la distinción del
fundamentalismo entre las creencias justificadas inferencialmente y las
justificadas no–inferencialmente se reflejaba en la distinción verifica-
cionista entre enunciados verificables de un modo fuerte y los verifica-
bles de un modo débil. El fundamentalista, en este punto, insiste en una
asimetría.; está en posesión de una teoría bipolar, sosteniendo que hay
dos tipos de justificación. Las creencias no–básicas están justificadas
en términos de las básicas, y las básicas están justificadas de algún otro
modo. La asimetría radica en el hecho de que la justificación funciona
de una única manera, de lo no básico a lo básico. El verificacionismo
reduplica esta asimetría en la teoría del significado.
Quine nos ofrece una teoría rica en asimetrías del mismo tipo. A
pesar de su posición, holista en términos generales, en cuestiones de
significado y de justificación al nivel no–observacional, insiste en el
tipo de asimetría entre lo observacional y lo no–observacional que
caracteriza al fundamentalismo. Estas asimetrías giran, como sería de
esperar, en torno a la noción de oración observacional. La noción, de
acuerdo con Quine (1969, pp. 88-89), es

fundamental en dos conexiones [...]. Su relación [...] con nuestro conoci-


miento de lo que es verdadero es, con mucho, la tradicional: las oraciones
observacionales son el almacén de evidencia para las hipótesis científicas.
Su relación con el significado es también fundamental, dado que las oracio-
nes observacionales son las que estamos en posición de aprender a com-
prender en primer lugar, tanto como niños como en calidad de lingüistas de
campo [...]. Ofrecen la única puerta de entrada al lenguaje.

La epistemología de Quine es, en este punto, una consecuencia de


su teoría del significado y la traducción. El lingüista de campo que
emprende la traducción radical se pregunta bajo qué condiciones los
nativos asentirían a una determinada oración ocasional O, y bajo qué
condiciones disentirían. Con la mayoría de las oraciones, en particular
las oraciones no–observacionales, no aparecerá ninguna respuesta cla-
ra porque los nativos no se comportarán de la misma manera en las
mismas condiciones. Podríamos explicar esto diciendo que el que los
nativos asientan o no a O dependerá normalmente no sólo de la situa-

120
ción a la que se encaran, sino también de las otras creencias con las
que se enfrentan a la situación. Pero esto sólo sería un caso particular
del hecho general de que, con la mayoría de las oraciones, es posible
que dos personas las comprendan sin coincidir sobre su verdad. Sin
embargo, hay otras oraciones sobre las que no surge este problema.
Son aquellas tales que cualquiera que las entienda estará de acuerdo
en su valor de verdad independientemente de las circunstancias. En
estos casos especiales, podemos confiar en poder especificar comple-
tamente el significado en términos de condiciones de asentimiento y
disentimiento. Lo que quiere decir que, para tales oraciones, el signifi-
cado está determinado y la traducción también lo está. Podemos espe-
rar que encontraremos una oración en otro lenguaje con condiciones
de asentimiento exactamente coincidentes. Y, si está determinada la
traducción, el significado debe ser atomista más bien que bolista.
Cada oración debe tener su propio significado, si ese significado pue-
de reflejarse exactamente en una oración de otro lenguaje. Las oracio-
nes de este tipo son oraciones observacionales.
No se trata tan sólo de que, de hecho, algunas oraciones sean de
este tipo especial. Si eso fuera todo, se nos podría perdonar que nos
dejara insatisfechos; podríamos pensar que no se nos han dado dema-
siadas razones para suponer que existan oraciones tales que todos los
que las entiendan estarán, sean cuales sean las circunstancias, de
acuerdo sobre su valor de verdad. Recordemos que, para Quine, las
oraciones observacionales no informan de sucesos privados como las
sensaciones. Informan de que se dan ciertos estímulos sensoriales, y
estos estímulos se consideran públicamente accesibles: el mismo estí-
mulo puede suceder a más de una persona. (Decir que dos oraciones
pueden tener condiciones coincidentes de asentimiento y disentimien-
to es lo mismo que decir que pueden ser estimulativamente sinóni-
mas.) ¿Existen, de hecho, tales oraciones? Quine ofrece el ejemplo de
oraciones de una sola palabra, como «Rojo» y «Conejo», o «La marea
ha bajado», aunque afirma que, en sentido completamente estricto,
sólo sería admisible la primera de éstas [Quine (1960), p. 44]. Es de
imaginar que podría existir algún argumento al respecto.
Lo que convence a Quine, sin embargo, no es el carácter convin-
cente de estos ejemplos, sino su conocimiento de que deben existir
tales casos, y éstos le parecen los mejores candidatos. ¿Cómo sabe que
es así como son las cosas? La respuesta puede encontrarse en una afir-
mación que ya hemos citado: «las oraciones observacionales son
aquellas que aprendemos a comprender en primer lugar, tanto como
niños como en calidad de lingüistas de campo».

121
Es claramente posible aprender un lenguaje sin conocer ninguno
con anterioridad, dado que todos hemos hecho tal cosa. Pero, si el
holismo es verdadero y el significado de cada oración depende de los
significados de las otras, ¿cómo lo hicimos? No parece que hay nin-
gún posible punto de arranque, ninguna oración cuyo significado fue-
ra, por decirlo así, lo bastante autosuficiente como para poder ser
aprendida como el primer paso para el aprendizaje de las restantes.
Pero debe haber algún lugar desde el que comenzar, algo que quien
está aprendiendo, sea niño o lingüista, puede ponerse en las alforjas y
utilizarlo como dato firme con el que evaluar hipótesis sobre lo que
pudieran significar otras oraciones. Por lo menos, nuestro holismo
debe atemperarse respecto a los requisitos impuestos por el aprendiza-
je del lenguaje. Debemos reservar algún lugar para el atomismo en la
teoría del significado, dado que, en caso contrario, convertiríamos en
algo imposible el aprendizaje lingüístico (radical).
El fundamentalismo de Quine se revela en el contraste entre el
holismo al nivel no–observacional y el atomismo al nivel observacio-
nal. Las asimetrías a este respecto son evidentes. Las oraciones obser-
vacionales, en las que el significado está fijado y la traducción es
posible, son la única puerta de entrada al lenguaje; ésta es la asimetría
semántica. Las oraciones de observación pueden verificarse indivi-
dualmente, nuestra aceptación de ellas puede justificarse una a una, y
constituyen la evidencia sobre la que ha de descansar lo no-observa-
cional, es decir, la totalidad de la ciencia; ésta es la asimetría episte-
mológica. Para Quine, hay datos y hay teoría, y, con independencia de
las características internas positivas que pudiera tener la teoría, su jus-
tificación se logra, si es que se logra, como nos enseñó nuestra semán-
tica verificacionista; es decir, por apelación a la diferencia que esta-
blecería la verdad de la teoría con relación a la experiencia posible y
por verificación directa (fuerte) de si la experiencia se comporta como
la teoría dice que debe hacerlo. Así pues, la posición de Quine muestra
los rasgos características del fundamentalismo.

7.3. ATOMISMO Y HOLISMO


El atomismo de Quine en el nivel observacional se fundamenta en
su adhesión al verificacionismo como expresión de empirismo en teo-
ría de significado. Y considera que esto demuestra que todo buen
empirista debe caminar junto a él. «El tipo de significado que es bási-
co para la traducción, y para el aprendizaje del propio lenguaje, es

122
necesariamente el significado empírico y nada más [...]. Ciertamente,
no nos queda otra opción más que la de ser empiristas en lo que res-
pecta a la teoría del significado lingüístico» [Quine (1969), p. 81].
Éste es el pensamiento que proporciona el argumento crucial en favor
del fundamentalismo y de sus asimetrías: el de que el empirismo con-
duce al verificacionismo y que el verificacionismo incorpora las asi-
metrías del fundamentalismo. Por lo que nadie puede ser empirista sin
ser también fundamentalista.
No creo que esta conclusión sea correcta. Contra ella argumentaré,
en primer lugar, que lo que Quine considera verificacionismo no es la
única teoría empírica del significado y, en segundo lugar, que una teo-
ría que abandone el atomismo al nivel observacional en favor de un
holismo más completo sería preferible, en líneas generales, tanto para
los empiristas como para los demás.
Comenzamos con tres principios expuestos en 6.2: PV, PC y PS.
Se dijo que PC y PS se seguían «naturalmente» de PV, pero tal cosa no
era toda la verdad. PV trata de las condiciones en las que una oración
es significativa —en contraposición a que fuera un sinsentido— mien-
tras que PS trata de las condiciones determinantes de que una oración
tenga un significado más bien que otro. Deberíamos confiar en que
una teoría del primer tipo nos ayudara con cuestiones del segundo
tipo, pero no podríamos exigir por anticipado que sucediera tal cosa.
Ciertamente, es compatible con PV, tal y como los hemos expresado,
que dos oraciones tengan las mismas consecuencias observacionales
aunque difieran en significado. Ésta es la posibilidad que prohíbe PS.
Por tanto, es obvio que PS va mucho más allá de PV; quizá sea una de
sus consecuencias naturales, pero no es su consecuencia «lógica».
El problema radica en el paso de PV a PC. PV todavía deja abierta
la posibilidad de que algunas oraciones tengan, como componente de
su significado, algo más que el mero efecto que establecería su verdad
respecto a la evidencia de nuestros sentidos. Y, si existen oraciones de
ese tipo, PC no será verdadero en su formulación actual. Habrá enton-
ces oraciones cuyas consecuencias observacionales conocemos, sin
que conozcamos otras posibles contribuciones (sean las que sean) a su
significado. Pero si abandonamos PC, tal y como está formulado, ya
no podemos llegar a PS. Una versión más correcta y más débil de PC,

PC2: a conoce el significado de p → a conoce la diferencia que


establecería la verdad de p respecto a las evidencias sensoria-
les de a,

123
no nos permite aseverar el tipo de identidad consagrada por PS, dado
que ya no contiene el bicondicional «si y sólo si».
Si esto es así, Quine no tiene razón al afirmar que nadie puede ser
empirista respecto a la teoría del significado sin aceptar su particular
versión de verificacionismo, centrada en PS. Deriva el holismo de su
teoría del significado de PS, pero insiste en que no podemos explicar el
aprendizaje del lenguaje como actividad empírica, a menos que permi-
tamos que algunas oraciones tengan un significado determinado y que,
por tanto, sean independientemente verificables (de un modo fuerte).
El ataque a Quine tiene, por tanto, dos polos, el rechazo de PS y el
intento de mostrar que no necesitamos ser atomistas para poder expli-
car la posibilidad del aprendizaje del lenguaje. El primero ya se ha
alcanzado; Quine no tiene razón al vincular el empirismo con PS. Si
PV basta para ser empirista, PS no es necesario.
¿Por qué no es posible suponer que los datos iniciales con los que
comenzamos a aprender el lenguaje no son completamente sólidos, y
que su papel es el de ser revisados, reevaluados y quizá abandonados a
la luz de lo que suceda más tarde? Parece obvio que para comenzar
sólo necesitamos oraciones cuyo significado esté vinculado estrecha-
mente a lo que no es inmediatamente accesible, no que existan oracio-
nes cuyo significado pueda darse completamente en términos de sus
condiciones de asentimiento. Todo lo que se necesita es una diferencia
de grado, no de tipo. Hay algo de cierto en la idea de que nadie podría
comenzar a aprender el lenguaje partiendo de las leyes de la física y de
la lógica; se necesitan muchas cosas antes de que podamos comenzar
a entender éstas. Pero todo esto no muestra que las oraciones a partir
de las que podemos empezar deban ser de un tipo distinto al de ellas;
sólo muestra que su grado de observacionalidad debe ser mucho
mayor. Si siempre hay un elemento del significado de nuestras oracio-
nes que no es observacional, la mera observación no nos revelará la
totalidad del significado. Pero esto sólo muestra que, en el proceso de
aprendizaje, no podremos aprender todo el significado de una vez. No
muestra que no podamos comenzar, sólo que nuestros movimientos
iniciales serán reevaluados más tarde. Por tanto, no necesitamos abra-
zar la asimetría semántica para poder explicar nuestro aprendizaje del
lenguaje. Y, en ese caso, la asimetría epistemológica que depende de
ella se desmorona también. Parece, pues, que existe la posibilidad
alternativa de adoptar un holismo más completo que incluya las ora-
ciones de observación, sin dejar de ser coherentes con las exigencias
del empirismo. Queda ahora por demostrar que es ése el camino
correcto que hay que seguir.
124
7.4. LOS MÉRITOS DE UN HOLISMO MÁS COMPLETO
Buscamos razones para ser más quineanos que el propio Quine,
para ir más allá de la indeterminación de lo que el propio Quine que-
rría. ¿Bastaría con decir que las razones de Quine para la indetermina-
ción en el nivel no–observacional debieran abarcar también lo obser-
vacional, y que su razón para salvar lo observacional no llega a ser
contundente? Quizá Quine estuviera de acuerdo en que la distinción
entre centro y periferia en la teoría siempre es una mera cuestión de
grado, y que no podemos pasar abruptamente de la indeterminación a
la determinación.
Existe cierta ironía en que esta oferta parezca un compromiso,
dado que la filosofía de la ciencia de Quine insiste una y otra vez en
que no hay una distinción firme entre observación y teoría. Si él mis-
mo parece olvidar esta obsesión cuando se enfrenta a la teoría del sig-
nificado, es por su convencimiento de que el aprendizaje del lenguaje
requiere algún punto de determinación. Si abandonamos esta exi-
gencia, podemos contentarnos con adscribir un grado menor de inde-
terminación a lo observacional. Ésta es la posición que parece haber
sido adoptada por Quine en algunos escritos anteriores [Quine
(1960), § 10, y Quine (1953), cap. 2].
Sean cuales sean los méritos de este compromiso, no es un com-
promiso completamente afortunado, dado lo que hemos dicho ante-
riormente. Quizá se dan en él tres dificultades distintas.
La primera es el hecho de que uno de los fundamentos del argu-
mento de Quine para la indeterminación era su teoría empirista del
significado, PS. Hemos visto que no hay ninguna razón para aceptar
PS, y hemos considerado que PV, que es más débil, es suficiente para
un empirista. De modo que no podemos seguir la ruta inicial de Quine
para fundamentar la indeterminación.
La segunda dificultad consiste en que Quine, al insistir en que la
unidad de significado empírico es la globalidad de la ciencia, debe
conceder que la totalidad de la teoría no sufre de la indeterminación
que afecta al significado de las oraciones individuales. Parece, pues,
que, si la unidad de significado determinado es la totalidad de la cien-
cia, en este nivel debemos encontrar la determinación de la traduc-
ción. Pero me da la impresión de que, incluso aquí, Quine insistiría en
la indeterminación de la traducción.
La tercera es que el argumento que pasa de la indeterminación del
significado a la indeterminación de la traducción puede parecer poco
convincente. ¿Por qué el hecho de que oración no tenga significado

125
por sí misma implica que debe tener más de una traducción correcta?
Ciertamente, todavía podríamos encontrar, para una oración cuyo sig-
nificado está indeterminado, otra cuyo significado indeterminado se
ajustara exactamente al de la primera. Podría ser más que convincente
establecer la indeterminación de la traducción de un modo directo y
usar esa conclusión para consolidar argumentos anteriores sobre la
indeterminación del significado. Por todo esto, es probable que encon-
tremos argumentos consistentes en favor de un holismo más general.
El mismo Quine ofrece dos de estos argumentos, y existe un tercero en
el seno de la tradición quineana.
En primer lugar, está lo que denomina «el argumento desde arri-
ba». Este argumento trata de establecer la indeterminación de la tra-
ducción directamente desde la infradeterminación de la teoría por los
datos. Para empezar, es preciso distinguir infradeterminación de inde-
terminación. Podríamos defender que la teoría está infradeterminada
por los datos en el sentido de que dos teorías rivales abarcan igual-
mente bien los mismos datos, pero insistir en que una de ellas es
correcta y la otra errónea, a pesar de que no podamos decir cuál es la
correcta. La indeterminación va mucho más allá de esta infradetermi-
nación de la teoría por los datos; mantiene que, dadas dos teorías
igualmente satisfactorias, no hay ningún hecho relativo a cuál sea
correcta. Quine sostiene que la traducción está tanto infradeterminada
como indeterminada, mientras que nuestra teoría física sólo está infra-
determinada. (Adopta la segunda posición porque desea dar el máxi-
mo sentido posible al sentimiento de que nuestra ciencia física o algo
semejante a ella es especialmente verdadera; no necesitamos tal
supuesto en el caso de la traducción.) El argumento es que la indeter-
minación de la traducción se sigue de la infradeterminación de la teo-
ría física, dado que el nativo que tratamos de traducir tiene una teoría
física que está infradeterminada por sus evidencias, y nuestra traduc-
ción de su teoría, al ser una teoría sobre cuál pueda ser su teoría, tam-
bién está infradeterminada. Quine, por tanto, afirma que en la traduc-
ción «el mismo viejo desajuste empírico, la vieja indeterminación
entre teorías físicas, reaparece en segunda intensión» [Quine (1970),
p. 179; cf. Quine (1975b), pp. 302-304]. Pero este argumento no pare-
ce convincente. ¿Por qué una doble dosis de infradeterminación pro-
duce indeterminación, si una única dosis no lo hace? Parece que
Quine pasa por encima de esta cuestión en el fragmento citado, escri-
biendo «indeterminación» donde debiera haber escrito «infradetermi-
nación». Por tanto, creo que el «argumento desde arriba», tal y como
está formulado, no consigue su objetivo.

126
Un segundo argumento quineano, más convincente, está relaciona-
do con los criterios que se usan de hecho en la construcción de traduc-
ciones. Si los examinamos, descubriremos que hay más de un criterio,
y que los distintos criterios compiten entre sí. ¿Qué es lo que pedimos
de un manual de traducción? Lo usamos para interactuar con la gente
que estamos traduciendo, y para comprenderlos a ellos y a sus prácti-
cas. Nos encontramos con que operan conjuntamente distintos crite-
rios, sopesados distintamente de acuerdo con los propósitos generales
del traductor. Un criterio del éxito de la traducción es que nuestras
traducciones de las creencias de los nativos las muestren verdaderas
en líneas generales. Consideramos que una traducción será implausi-
ble en la medida en que impute errores masivos. Pero otro criterio es
que nuestra traducción debe atribuir a los nativos las creencias cuya
posesión por su parte tenga sentido para nosotros. Estos dos criterios
se denominan normalmente el principio de caridad y el principio de
humanidad; esta última denominación se la debemos a Grandy, que
argumenta que el mero principio de caridad es insuficiente [Grandy
(1973)]. Y estos dos principios pueden entrar en conflicto. A veces,
deberemos escoger entre atribuir a los nativos una falsa creencia cuya
adquisición por su parte nos resulte inteligible o una creencia verdade-
ra cuya adquisición no podamos entender. Por ejemplo, podríamos
tener que escoger entre decir que creen que hay un espíritu en el cable
o que creen que existe cierta carga eléctrica. Cuál sea la opción esco-
gida dependerá de cómo sopesemos los dos principios, el de caridad y
el de humanidad, lo que, a su vez, dependerá, en parte, de nuestros
propósitos y, en parte, de nuestra predisposición a aceptar que los nati-
vos son, en sus creencias, radicalmente distintos de nosotros. Si esta-
mos dispuestos a aceptar tal cosa, como muchos antropólogos de cam-
po (que, en ocasiones, parecen no sólo predispuestos, sino ansiosos
por suponerlo), es probable que podamos escribir un manual de tra-
ducción que tenga la apariencia de mostrar cómo son las cosas. Pero
siempre existirá otro manual igualmente bueno que no lo haga del
mismo modo, o, al menos, que difiera en grado.
Existen otros criterios que sería razonable aplicar a los manuales
de traducción. Por ejemplo, que las traducciones presentadas sean
simples (fácilmente aprendibles), y que nos capaciten para predecir lo
que hagan los nativos. Pero ya se ha dicho bastante para establecer lo
esencial: que con criterios diversos y conflictivos debemos esperar
que haya más de un posible manual que los satisfaga igualmente bien.
Cada manual satisface los criterios de una buena traducción, por lo
que «da el significado» de la oración nativa; pero cada manual ofrece

127
una oración diferente en el lenguaje «de casa» como traducción. Es
fácil ver hasta qué punto está indeterminada la traducción.
Es posible distinguir entre dos tipos de principios que gobiernan
cualquier investigación intelectual. En primer lugar, los principios de
evidencia. Establecen las condiciones que, en caso de cumplirse por
una teoría, son evidencia de que la teoría es verdadera. Por ejemplo,
en ciencia, podríamos considerar que una teoría que proporcione una
explicación convincente de los datos es la que tiene más posibilidades
de ser verdadera. Hay, en segundo lugar, principios regulativos rela-
cionados con el uso práctico de una teoría. En ciencia podríamos
suponer que la simplicidad es una virtud; una teoría más simple sería
más fácil de manipular y falsar, pero eso no es una razón para conside-
rar que tiene más posibilidades de ser verdadera. (Hay dos puntos de
vista a este respecto; también es posible sostener que simplicidad es
evidencia de verdad y que, por tanto, el principio de simplicidad no es
regulativo.) La sugerencia presente es la de que los principios de cari-
dad y humanidad no son principios de evidencia. Nadie supone que
nuestra traducción tiene más posibilidades de ser correcta cuantas más
creencias verdaderas atribuya a los nativos. Tales principios son prin-
cipios regulativos. Su fuerza deriva de los propósitos prácticos de la
traducción que son muy variables. Cuantas más creencias de los nati-
vos supongamos falsas, más difícil resultará la interacción social con
ellos.
El argumento para la indeterminación de la traducción nos exige
que, una vez que se hayan satisfecho los principios de una buena tra-
ducción, incluso aunque puedan sopesarse de formas diversas y verse
igualmente bien satisfechos por manuales diferentes, debemos consi-
derar que el significado es lo que está preservado por esos manuales
alternativos. Esto es decir que son los principios regulativos de la tra-
ducción los que dan contenido a la noción de significado. «Preservar
el significado» no es ningún principio adicional para traducir. Si fuera
distinto en contenido a los otros principios, regulativos, se trataría de
un principio de evidencia. Pero no tiene un contenido distinto al de los
principios regulativos, se limita a resumir su efecto combinado. Por
tanto, el significado es lo que preservan las buenas traducciones.
Este argumento para la indeterminación de la traducción no ofrece
ningún ámbito en el que sea posible una distinción entre lo observa-
cional y lo no–observacional que no sea de grado. Y nos ofrece un
modo de desplazarnos desde la indeterminación de la traducción a la
indeterminación del significado. Es una de las razones que podemos
ofrecer en favor de un holismo más completo en teoría del significado.
128
El tercero es un argumento relativo a la relación entre creencia y
significado. En la traducción radical nos encontramos, al menos, con
dos tareas distintas: establecer lo que quieren decir las oraciones nati-
vas y descubrir las creencias de los nativos. Si supiéramos el significa-
do de las oraciones, no tendríamos demasiados problemas con las
segundas. Si conociéramos las creencias, sería muy fácil llegar al pri-
mero. Pero necesitamos ambas cosas a la vez. ¿Cómo no es posible
comenzar? Debemos suponer que sabemos lo que creen en algún con-
junto inicial de circunstancias para poder establecer hipótesis sobre lo
que significan sus oraciones. Y éste es un supuesto que no podemos
justificar en modo alguno. Todo lo que podemos hacer es pasar conti-
nuamente de una a otra parte, asumiendo las hipótesis sobre una de las
vertientes como si fueran sólidas para poder poner a prueba las hipóte-
sis sobre la otra vertiente, y, después, asumir estas últimas para poder
poner a prueba las hipótesis que las han generado. La sugerencia es la
de que la indeterminación surge, precisamente, de esta continua inte-
racción. Un buen ejemplo es el de alguien que diga que tiene dos rino-
cerontes en la nevera y que exprime uno para el zumo del desayuno.
¿Qué sucede? ¿Quiere decir «naranjas» cuando habla de «rinoceron-
tes»? ¿O utiliza las palabras con el mismo significado que nosotros y
tiene esas extrañas creencias sobre los rinocerontes? Hay varios defec-
tos en estas preguntas. La finalidad del ejemplo es, en primer lugar, la
de mostrar que siempre existirán modos alternativos de contrapesar
las atribuciones de creencia y significado cuando tratemos de com-
prender a los nativos y, en segundo lugar, cuestionar el sentimiento de
que debe haber un hecho determinado al respecto. En el ejemplo ante-
rior, ¿qué diferencia establecería para la persona en cuestión la verdad
de una de las hipótesis alternativas? Para ella, no parece haber dema-
siada diferencia. Pero, si no hay diferencia, no puede estar determina-
da la cuestión sobre cuál de las dos hipótesis es la correcta. Las res-
puestas difieren, no porque exista un hecho determinado que marque
la discrepancia relevante, sino porque son claves distintas para una
explicación más general sobre la persona en cuestión.
Por tanto, esta interacción entre creencia y significado tiene la
consecuencia de que la traducción está indeterminada. También, que
la creencia está indeterminada; en el ejemplo anterior se sugirió que
no había un hecho determinado relativo a lo que se cree, más de lo que
pueda haberlo con relación al significado. El significado está indeter-
minado a causa de la indeterminación de la traducción.
Este último argumento no ofrece ningún ámbito en el que sea posi-
ble practicar la distinción entre lo observacional y lo no observacional.

129
Si no coincidimos con relación a la presencia de la rojez, nuestra dis-
crepancia puede deberse tanto a una diferencia en nuestra creencia
como a una diferencia en el significado. Tenemos, pues, dos argumen-
tos que sugieren que nuestro holismo debe ser más completo. Creo
que una teoría holista del significado no incorporaría las asimetrías
características del fundamentalismo. Si la asimetría epistemológica de
Quine surge de la asimetría semántica, el holismo en la teoría del sig-
nificado es letal para ambas. En ese caso, tenemos una razón general
para preferir una teoría no-fundamentalista, si es que la podemos
encontrar. Una teoría holista del significado debe llevarnos a una epis-
temología holista. En el capítulo próximo, empezaré considerando la
base de esa epistemología, la teoría de la coherencia sobre la justifi-
cación.

7.5. VERIFICACIONISMO, ANTIRREALISMO


Y FUNDAMENTALISMO
El fenomenalismo clásico es una forma extrema de empirismo, es
antirrealista. Tiene la esperanza de deshacerse del argumento del error
mostrando que todos los enunciados verdaderos son, en principio,
verificables (y, si fuera posible, no sólo débilmente verificables). Las
formas menos extremas de empirismo son realistas. Quine mantiene
que la teoría está infradeterminada por los datos; ésta es una posición
realista. El fundamentalismo puede expresar cualquiera de estas dos
formas de empirismo; en tanto que teorías del significado, contienen
las asimetrías que caracterizan la epistemología fundamentalista. Pero
si el fundamentalismo se desprende de esas formas, más fuertes o más
débiles, de verificacionismo y acepta una dosis mayor de holismo en
teoría del significado, se produce una tensión sintomática en su nueva
posición: el contraste entre su holismo en teoría del significado y su
atomismo en epistemología. La distancia entre ambos quiere decir que
el fundamentalismo debe apoyarse ahora en los dos argumentos
«internos» sobre el regreso de justificaciones, y no en otros supuestos
filosóficos (véase 4.1). Si estos argumentos se vinieran abajo, o fue-
ran inaplicables en el seno de una posición epistemológica más bolis-
ta, se encontraría de nuevo sin ningún apoyo. Argumentaré que es esto
lo que sucede. Mi conclusión será que, en ausencia de razones convin-
centes para admitir las asimetrías características del fundamentalismo,
será mejor que adoptemos una teoría que esté libre de ellas.

130
LECTURAS COMPLEMENTARIAS
Véanse Quine (1960, cap. 2), sobre la traducción radical, y Quine (1970), sobre los
argumentos respecto a la indeterminación de la traducción.

Hookway (1978) discute esos argumentos de un modo constructivo.

Dummett (1978, cap. 2) arguye que la tesis de la indeterminación de la traducción


es o bien verdadera y banal, o bien significativa pero errónea.

Una cuestión importante en la filosofía de Quine es hasta qué punto la tesis de la


indeterminación de la traducción es independiente de la tesis de la indeterminación del
significado oracional (6.3) y, por tanto, también independiente del rechazo de la distin-
ción analítico/sintético. Dummett (1978, cap. 22) y Hylton (1982) lo discuten.

Davidson (1974) discute problemas asociados con la interacción entre creencia y


significado; también Lewis (1974).

131
8. TEORÍAS DE LA COHERENCIA

8.1. ¿QUÉ ES LA COHERENCIA?


En los dos últimos capítulos comenzamos a tratar nuestras creen-
cias como un tipo de teoría interrelacionada, y nos planteábamos el
problema de cómo están relacionadas. Por supuesto, hay muchos
aspectos de esta cuestión que no hemos examinado todavía, aunque sí
hemos encontrado razones para rechazar una posible respuesta. Se tra-
ta del punto de vista de que la relación es crucialmente asimétrica, de
que hay una distinción asimétrica entre evidencia y teoría, según la
cual la evidencia confirma y desautoriza la teoría de una manera en la
que la teoría no puede confirmar o desautorizar la evidencia. El funda-
mentalismo nos ofrece ese tipo de estructura cuando asevera que la
justificación es unidireccional, y cuando pretende que hay algunos
puntos en la estructura, las creencias básicas, que son relativamente
fijos. La noción de inferencia desde puntos fijos involucra claramente
las asimetrías relevantes. La misma noción de inferencia es asimétrica.
Es posible inferir B a partir de A sin poder inferir A a partir de B.
La noción de coherencia, en la que se basa una teoría más comple-
tamente holista, pretende ser simétrica. Pero, para conocer el éxito de
tal pretensión, necesitamos saber con mayor exactitud qué quieren
decir los coherentistas por «coherente».
Todos los coherentistas están de acuerdo en que la consistencia es
una condición necesaria para la coherencia. Bradley añadió (1914, pp.
202-203) que un conjunto coherente debe ser completo o comprehen-
sivo en algún sentido. (Enseguida veremos por qué.) Pero la consis-
tencia y la compleción no son suficientes, no hacen justicia a la intui-
ción de que el conjunto coherente se mantiene unido y mutuamente
ajustado de un modo particular. Para hacer justicia a ello, los coheren-
tistas clásicos usan la noción de implicación (p implica q si y sólo si,
dada p, q debe ser verdadera). Brand Blanshard escribió que en un sis-
tema completamente coherente «ninguna proposición sería arbitraria,
cualquier proposición estaría implicada, conjunta o individualmente,
por las otras, ninguna proposición podría mantenerse fuera del siste-

132
ma» [Blanshard (1939), vol. 2, pp. 265-266]. Pero este análisis de la
coherencia en términos de implicación mutua es discutible. Ewing
sugiere que bastaría con que cada uno de los miembros de un conjunto
coherente estuviera implicado por el resto [Ewing (1934), p. 229] y
que todo lo que fuera más allá de eso resultaría desastroso. En reali-
dad, ¿podemos dotar de sentido a la idea de un sistema cada uno de
cuyos miembros entrañe a todos los demás?
En lugar de responder de un modo directo a esta pregunta, pode-
mos encararla si consideramos una objeción a cualquier uso de la
noción de implicación mutua como el elemento central de un conjunto
coherente. Esa noción, tal y como la usa Blanshard, es suficientemen-
te simétrica. Pero la implicación entendida al modo tradicional no es
asunto de grados. Lo que es importante, porque los coherentistas pre-
tenden dar sentido a la idea de que, a medida que crece el propio con-
junto de creencias, mejora (eso esperamos) y gana en coherencia. Y
no sólo porque se convierta en algo más completo; difícilmente la
compleción puede considerarse como una virtud en sí misma. Es
importante percibir que no podemos apoyarnos en la consideración de
que las relaciones de implicación sólo se mantienen entre los miem-
bros de un conjunto completo, porque con tal cosa no atraparíamos
realmente el sentido en el que, al ampliar nuestro conjunto de creen-
cias, tratamos de hacerlo más coherente. Dado que es probable que
nunca logremos llegar a un conjunto coherente y completo, la defini-
ción de coherencia en términos de implicación tiene la consecuencia
de que no hay nadie cuyas creencias sean coherentes en absoluto.
[Más problemas en la apelación a la implicación se exploran en
Rescher(1973), cap. 2.5.]
De modo que, para tener una teoría de la justificación como cohe-
rencia, deberemos dar sentido a la idea de que la justificación puede
crecer. Un análisis alternativo de la coherencia, debido a Lehrer
(1974) y Sellars (1973), define un conjunto coherente como uno que
es consistente, completo y mutuamente explicativo. La idea aquí será
que, a medida que el conjunto aumenta de tamaño, podemos esperar
que cada uno de sus miembros sea explicado mejor por el resto. Las
explicaciones pueden mejorar en calidad; esto da cuenta de la mejora
en la justificación. Y la noción de explicación mutua es claramente
simétrica, en el sentido requerido.
Podrían hacerse dos comentarios sobre este análisis de lo coheren-
te como lo mutuamente explicativo. Parece, en primer lugar, que el
requisito de la compleción puede ser dejado a un lado. La exigencia
de la compleción puede fundamentarse en la búsqueda de un grado

133
más alto de explicatividad mutua. Lo que está muy bien, dado que en
realidad no disponemos de una noción clara de compleción. Quizás
pudiéramos suponer que un conjunto completo contiene toda proposi-
ción o su contradictoria. Pero esto no nos servirá de ayuda, a menos
que tengamos una idea clara de qué es «toda proposición». Del mismo
modo, tampoco poseemos una idea clara de una explicación perfecta,
de alcanzar una situación desde la que ya no sea posible mejorar. Esta
situación, como mucho, será un punto límite de nuestras constantes
aproximaciones. Pero no hay ningún contenido en el supuesto de que
la hemos alcanzado. Por todo ello, las dudas sobre la compleción nos
permiten dejarla tranquilamente a un lado al definir la coherencia.
(Más tarde, surgirán otros motivos.)
El segundo comentario es que la coherencia es una propiedad de
un conjunto de creencias, no de sus miembros individuales. El conjun-
to es coherente en la medida en que sus miembros sean mutuamente
explicativos y consistentes. Lo que será importante para las reflexio-
nes siguientes.
Puede parecer que este análisis en términos de explicación mutua
es una mejora del que apela a la implicación para mantener unido al
conjunto coherente. Pero creo que el análisis de la explicación mutua
restituye más que reemplaza la utilización que hacía Blanshard de la
implicación. La manera en que entiende Blanshard la implicación no
es la tradicional. En la interpretación tradicional, «p implica q» se
entiende de un modo atomista, como un rasgo de los significados indi-
viduales de p y de q.; dado el significado de p y el de q, si p es verda-
dero debe serlo q, con total independencia de cualquier consideración
sobre otros rasgos del sistema. En esta interpretación de la implica-
ción se basa Rescher cuando se queja de que, cuando p implica q, q es
un miembro redundante del conjunto; de modo que un conjunto cohe-
rente está infectado de redundancia mutua, contrariamente a la inten-
ción explícita de Blanshard. Lo que también está en la base de la
observación anterior de que la implicación no es asunto de grados.
Pero Blanshard, como es de esperar en alguien que es holista en teoría
del significado, no concibe la implicación de ese modo. Para él, la
implicación sólo se da en el seno de un sistema; y, dado que el sistema
determina los significados de p y de q, determina la intensidad del
vínculo entre p y q. Por lo que el vínculo puede hacerse más estrecho
a medida que el sistema crece.
Hay siempre un obvio vínculo intuitivo entre implicación, como la
considera Blanshard, y explicación. Explicar q apelando a p es mostrar
por qué, dada p, q debe ser verdadera. La explicación funciona en la

134
medida en que muestra que, dada p, q debe ser verdadera. De modo
que, en el sentido de Blanshard, la explicación revela la implicación.
Y, como la implicación, la explicación debe ser considerada desde el
punto de vista holista más bien que de un modo atomista. Por tanto, al
final, los dos análisis de la coherencia acaban coincidiendo.
Antes de dirigir nuestra atención a la teoría de la justificación
como coherencia debemos considerar la teoría de la verdad como
coherencia; las dos están estrechamente vinculadas.

8.2. LA TEORÍA DE LA VERDAD COMO COHERENCIA


Esta teoría mantiene que una proposición es verdadera si y sólo si
es un miembro de un conjunto coherente.
Quien mantenga dudas sobre la posibilidad de un conjunto com-
pletamente coherente mantendrá, con los defensores clásicos de la
coherencia, que la verdad es asunto de grados. Las proposiciones son
verdaderas en la medida en que hay un conjunto coherente del que
son miembros. Debemos advertir, sin embargo, que la teoría no iden-
tifica verdad con coherencia. No dota de sentido a la noción de un
conjunto verdadero. Por el contrario, define la verdad para los
miembros individuales del conjunto. Una proposición es verdadera si
y sólo si es un miembro de un conjunto coherente. Las proposiciones
no pueden ser coherentes en el sentido requerido, y los conjuntos sólo
pueden ser calificados como verdaderos en la medida en que son
miembros de conjuntos más amplios.
Sin embargo, la teoría sí pretende proporcionar una definición de
verdad. No se limita a decirnos en qué circunstancias estaríamos justi-
ficados al considerar que una proposición es verdadera. Podría hacer
tal cosa afirmando que estamos justificados a creer que/? es verdadera
en la medida en que tal supuesto incremente la coherencia de nuestro
conjunto de creencias. El coherentista tiene esa pretensión: ofrece un
análisis criterial de la verdad, una teoría sobre cuáles sean los criterios
para la verdad. Pero también nos ofrece un análisis definitional. Se
supone que, como veremos, los dos análisis encajan entre sí.
Muchos filósofos que han mostrado cierto interés en la teoría de la
verdad como coherencia han discutido que la teoría ofrezca una defi-
nición de verdad, argumentando que, considerada de esa forma, la teo-
ría es manifiestamente falsa [por ejemplo, Russell (1907)]. Es mani-
fiestamente falsa porque, independientemente de cuánto ajustemos el
análisis de la coherencia, tendremos que admitir que siempre hay más

135
de un conjunto coherente de proposiciones. Nada en la noción de
coherencia, tal y como está definida, nos da derecho alguno a decir
que hay un único conjunto con la máxima coherencia. Pero, obvia-
mente, como mucho sólo puede haber un conjunto completo de verda-
des. De modo que la verdad no puede definirse sólo en términos de la
coherencia.
La situación puede recordarnos las tesis de Quine sobre la infrade-
terminación de la teoría por la evidencia. Si hay más de una teoría
igualmente efectiva para hacer frente a la experiencia, ¿qué debemos
decir de diferentes teorías? ¿Sería posible afirmar que son todas ver-
dades, o que todos sus miembros son verdaderos? Parece que no pode-
mos. Si nuestros distintos conjuntos coherentes están todos cerca de la
compleción, si constituyen diferentes descripciones del mundo igual-
mente completas, ¿cómo admitir que todas las partes de esas descrip-
ciones diferentes son igualmente verdaderas? Ciertamente, si las des-
cripciones son diferentes, están en mutua competencia, y el premio
por el que compiten no es otro que el de la verdad. Por lo que sólo uno
de los conjuntos competidores puede contener exclusivamente verda-
des, y la teoría de la verdad como coherencia es incorrecta.
Ésta es una objeción habitual a la teoría de la verdad como cohe-
rencia. Podemos denominarla la objeción de la pluralidad. Produce
una enorme indignación entre los que se clasifican a sí mismos como
coherentistas. Brand Blanshard escribe (1939, vol. 2, pp. 275-276):

Esta objeción, como muchas otras críticas demoledoras, hubiera tenido más
sentido si alguien hubiera mantenido alguna vez la teoría que se pretendía
aniquilar. Pero es una enorme confusión en la medida en que pretenda
representar el uso sensato de la teoría de la coherencia.

Blanshard argumenta que la objeción de la pluralidad no aprecia el


carácter empirista de este coherentismo. De hecho, al igual que hacen
otros coherentistas como Bradley, considera que sólo existe un con-
junto coherente, y que tal conjunto se distingue de sus rivales por ser
el único que tiene fundamento en la experiencia. Sucede así, de acuer-
do con Bradley, a causa del mismo objetivo de la investigación y el
pensamiento, que no es sino el descubrimiento de la ordenación más
sistemática de nuestra experiencia [Bradley (1914), p. 210; cf. p. 203]:

Mi experiencia es sólida [...] en la medida en que, en pocas palabras, cons-


tituye un sistema. Mi objetivo es el de tener un mundo tan comprehensivo y
coherente como sea posible y, para poder alcanzarlo, no sólo tengo que
reflexionar, sino que necesito el recurso constante a los materiales de los

136
sentidos. Debo acudir a este fuente tanto para verificar viejos descubri-
mientos como para incrementarlos con lo que haya de novedoso. Y para
ello debo depender de los juicios perceptivos.

Estos coherentistas afirman que la empresa debe comenzar con los


datos de la experiencia para construir un conjunto de creencias sobre
esos datos que los ordenará de la manera más sistemática (coherente).
Para ello es posible que necesitemos rechazar algunos de esos datos,
pero no podemos rechazarlos todos porque nuestro auténtico objetivo
es dar sentido a lo que no es dado. De modo que el conjunto de creen-
cias que construimos debe estar fundamentado en la experiencia, y
este fundamento en los datos de la experiencia garantiza que sólo
habrá un conjunto que constituya la «ordenación más sistemática».
Esta apelación a la necesidad de un fundamento empírico se las
arregla para excluir todos los conjuntos artificiosos de proposiciones
que podrían parecer coherentes. De modo que, por ejemplo, una
expansión perfecta de las historias de Sherlock Holmes no debería
contar como una descripción verdadera del mundo, a pesar de su
coherencia. Pero, desgraciadamente, aunque excluyamos todos esos
conjuntos, todavía nos quedará más de uno, dado que nada en la apela-
ción a la necesidad de ordenar los datos de experiencia puede conver-
tir en necesaria la existencia de una única ordenación máximamente
sistemática. Es posible, a pesar de todo lo que hagamos por evitarlo,
que haya más de una manera igualmente buena de «ordenan) los datos
o de encajarlos en un sistema explicativo, particularmente cuando
recordamos que algunos de los datos serán rechazados en el camino.
Esto es, después de todo, la infradeterminación de la teoría por la evi-
dencia. Con lo que la objeción de la pluralidad se mantiene en pie.
La defensa correcta contra la objeción de la pluralidad es el ata-
que. Deberíamos preguntar si existe alguna otra teoría de la verdad,
algún otro análisis de lo que sea la verdad, que se comporte mejor.
Enseguida parece que ninguna de las teorías habituales de la verdad
tiene la consecuencia deseada de que sólo pueda haber un conjunto de
verdades. Ciertamente, el adversario tradicional de la teoría de la
coherencia, la teoría de la correspondencia, se enfrenta al mismo pro-
blema. Las teorías de la correspondencia tratan de erigir su análisis de
la verdad sobre la observación inneglable de que la verdad de una pro-
posición consiste en su ajuste con los hechos. Pero, en la medida en
que hechos y proposiciones se mantengan separados entre sí, ¿qué
puede evitar la existencia de dos conjuntos de proposiciones que se
«ajusten a los hechos» igualmente bien? O bien debemos admitir que

137
la objeción de la pluralidad es tan efectiva contra una teoría como con-
tra otra, y abandonar la exigencia de que la «verdad» es de algún
modo única, o bien admitir que, aunque la verdad sea única, el mos-
trarlo no es misión de la teoría de la verdad.
Es posible que la objeción de la pluralidad tenga algún fundamento.
Después de todo, el coherentismo debe admitir que las teorías alternati-
vas son verdaderas en la medida en que sean igualmente coherentes,
mientras que el teórico de la correspondencia puede decir que una es
verdadera y la otra falsa. El teórico de la correspondencia tiene esta
ventaja porque dice que el mundo es algo distinto a las teorías alternati-
vas, que está más allá de ellas y que puede hacer que una sea verdadera
y la otra falsa. Parece, pues, que el coherentista no puede dar un buen
sentido a la idea de que diferentes teorías compiten entre sí o son
incompatibles. Es ésta una debilidad que no afecta a su oponente.
La respuesta a esto tiene dos aspectos. En primer lugar, debemos
decir que, para el coherentista, una teoría es incompatible con otra
cuando no podemos aceptar ambas a la vez, so pena de perder cohe-
rencia. Desde el punto de vista de alguien con una teoría, cualquier
otra teoría es falsa porque no puede añadirse a la teoría verdadera. Y,
en segundo lugar, es sólo desde el punto de vista del mundo, un punto
de vista externo a cualquier teoría, desde donde adquiere ventaja el
teórico de la correspondencia. Sólo aquellos que no sostienen ninguna
teoría en absoluto y que consideran todas las teorías desde un punto de
vista externo pueden dar sentido a una noción de incompatibilidad
entre teorías que vaya más allá de la propuesta coherentista. Pero no
hay un punto de vista externo y libre de teoría. De modo que el cohe-
rentista puede ofrecer un análisis de la incompatibilidad de dos teorías
coherentes, sin que exista otro análisis alternativo que sea propio de su
adversario.

8.3. LA TEORÍA DE LA JUSTIFICACIÓN COMO COHERENCIA


Esta teoría sostiene que una creencia está justificada en la medida
en que el conjunto de creencias al que pertenece es coherente. Cada
creencia debe evaluarse apelando al papel que desempeña en el con-
junto de creencias. Si el abandono de una creencia y, a veces, su susti-
tución por la creencia opuesta aumentara la coherencia del conjunto,
tal creencia no estaría justificada. Si el conjunto es más coherente con
esa creencia como miembro más bien que con una creencia alternati-
va, la creencia está justificada. La noción de justificación es relativa a

138
los creyentes individuales. El análisis completo debe ser: si el conjun-
to de creencias de a es más coherente con la creencia de que p como
miembro que sin ella o con otra alternativa, a está (o estaría) justifica-
do para creer que p.
¿Cuál es el vínculo entre justificación y verdad? Un conjunto de
creencias con un grado razonable de coherencia justificará a cada uno
de sus miembros. Pero ello no significa que todos sean verdaderos. Es
posible que el conjunto no pueda ser expandido; que, más allá de cier-
to punto, cualquier adición de creencia no haga más que disminuir la
coherencia del todo que va creciendo. En ese caso, los miembros del
conjunto no pueden ser todos verdaderos, porque no pueden ser todos
miembros de una totalidad auténticamente coherente. Pero todavía
están justificados (para a). Igualmente una creencia puede ser verda-
dera cuando la proposición que es su contenido pertenezca a un con-
junto coherente, sin que ello implique que está justificada para a.
Según el análisis coherentista, por tanto, una creencia puede ser verda-
dera sin que esté justificada y estar justificada sin ser verdadera. La
justificación puede crecer, pero no es preciso que con su crecimiento
se aproxime a la verdad. Es obvio que, a medida que un conjunto de
creencias crece y se convierte en algo más coherente, tenemos más
razones para suponer que sus miembros son verdaderos. Pero es posi-
ble que no lo sean; de hecho, siempre será bastante probable que
expansiones posteriores requieran que revisemos algunas creencias.
A pesar de la distinción entre creencia y justificación, el cohe-
rentista subraya como una virtud de su teoría el que, según ella, la ver-
dad y la justificación vayan a la par. Los miembros de un conjunto de
creencias van a estar justificados por la coherencia de éste; la coheren-
cia de un conjunto de proposiciones, creídas o no, va a convertir a sus
miembros en verdaderos. El sentido en el que, de acuerdo con la teo-
ría, la verdad no coincide con la justificación no disminuye la ventaja
de tener un vínculo confortable entre verdad y justificación.
Supongamos que, como sugieren Ewing (1934), Rescher (1973) y
Lehrer (1974), adoptamos una teoría de la justificación como cohe-
rencia, mientras rechazamos la teoría de la coherencia de la verdad —
es posible que estemos impresionados por la objeción de la plurali-
dad—. Nos enfrentamos a un misterio: ciertamente, nuestra teoría
deberá mostrar de algún modo por qué es valiosa la justificación, por
qué deben buscarse y aceptarse las creencias justificadas y rechazarse
las que no lo están. Es obvio que mostraríamos tal cosa si mostrára-
mos que, o cómo, las creencias justificadas tienen más posibilidades
de ser verdaderas. Si consideramos que la coherencia es tanto un crite-
139
rio de verdad como de justificación, tenemos gran probabilidad de
conseguirlo. La alternativa es suponer que la justificación es asunto de
coherencia interna, una cuestión de ajuste entre objetos que son del
mismo tipo, mientras que la verdad es asunto de correspondencia
entre proposiciones y objetos de un tipo distinto, hechos o estados de
cosas. Pero, en ese caso, sería difícil encontrar una razón para pensar
que, cuando se da la relación interna de justificación, también se da la
relación externa de verdad. De modo que nos encontramos con una
ventaja enorme al poseer teorías de la verdad y de la justificación que
se ajustan entre sí. La teoría de la verdad debe ajustarse a la epistemo-
logía y no debemos permitir que vaya al margen de ella.
¿Qué objetos están vinculados por la relación de explicación
mutua en un conjunto coherente? En la teoría de la verdad como cohe-
rencia son proposiciones; en la teoría de la justificación como coheren-
cia, también son proposiciones. De modo que, cuando hablamos de la
justificación de la creencia de a de que p, estamos preguntándonos si
la proposición p forma, con otras proposiciones creídas por a, un con-
junto que promete ser coherente. Si lo hace, la verdad de p se explica
por relación a la verdad de esas otras. [Una perspectiva diferente la
adopta Lehrer (1974) al sugerir que lo que necesita explicación no es
tanto la verdad de p como el hecho de que a crea que p.] Por tanto,
también en este extremo, nuestra teoría de la verdad se ajusta a la teo-
ría de la justificación.
Por otra parte, el coherentista diría que tenemos motivos más
importantes para deshacernos de las asimetrías del fundamentalismo.
Todavía no hemos descubierto ninguna razón convincente para adop-
tar esas asimetrías (véanse, sin embargo, 8.4 y 5.1) y, en ausencia de
tal razón, debemos considerar que sólo hay una forma de justifica-
ción: la misma para todas las creencias. No existe ningún otro punto
estable por apelación al cual puedan evaluarse las otras creencias.
Todas las creencias se evalúan del mismo modo, teniendo en cuenta
sus efectos en la coherencia global, por lo que no hay restricciones en
lo que puede tomarse en consideración para dar apoyo a una creencia.
La prueba crucial, como dice Bradley, es el sistema y no un criterio
unidireccional de adecuación a la evidencia. Del mismo modo, cuando
surge una dificultad no hay requisitos previos acerca de dónde debe
efectuarse la revisión. No tenemos razones independientes para prefe-
rir retener creencias altamente observacionales antes que otras teóri-
cas. La revisión correcta es la que resulta en una nueva totalidad más
coherente, sin que podamos decir por anticipado qué tipo de revisión
tiene más posibilidades de éxito.

140
Los coherentistas asegurarían que esta teoría holista se adecua a
nuestra práctica real mucho mejor que la explicación fundamentalista,
que es más restrictiva. En la práctica, no existen tabúes sobre qué pue-
de utilizarse para dar apoyo a una creencia ni exigencias sobre los
tipos de enunciados que deben retenerse preferentemente en caso de
conflicto con otros. No siempre preservamos lo observacional a
expensas de lo teórico. Por ejemplo, suponemos que alguien está equi-
vocado cuando dice que la cortina le parece naranja, sobre la base de
que los objetos con determinada estructura molecular no parecen de
color naranja. Del mismo modo, defendemos nuestras creencias
observacionales apelando a las teóricas (por supuesto —véase 4.3—,
una forma débil de fundamentalismo lo podría admitir también). No
sólo no hay una necesidad teórica de aceptar las asimetrías, sino que
nuestra práctica revela que no hacemos tal cosa.
Es así como el coherentismo hace de la necesidad virtud. En
ausencia de puntos fijos y de claves respecto a dónde comenzar la
revisión, sabemos que, en cualquier momento, nuestro conjunto de
creencias es meramente provisional. La necesidad de revisión puede
aparecer por cualquier lado. Es ésta una forma de falibilismo (véase
4.2). Los coherentistas la aceptan con los brazos abiertos y aseguran
que es su punto de vista el que revela la fuerza del falibilismo. El fali-
bilismo no es un defecto infortunado, sino una parte esencial de la
tarea epistemológica, la disposición a la revisión constante a la bús-
queda de mayor coherencia.
La capacidad de la teoría para justificar los principios de inferen-
cia que utilizamos le proporciona un soporte adicional. El fundamen-
talismo supone que necesitamos no sólo creencias básicas, sino tam-
bién principios de inferencia que nos lleven de esas inferencias a la
supraestructura más sofisticada. Es posible que comprendamos qué
justifica las creencias básicas, pero ¿qué justifica los principios de
inferencia? El ejemplo clásico de este planteamiento es nuestro tercer
argumento escéptico sobre la inducción (1.2). Volveremos sobre ello
en el capítulo 13. Pero el principio inductivo no es el único principio
de inferencia que está en cuestión. Otros podrían ser los siguientes:

1. Si me parece recordar que hice una acción, es probable que la


hiciera. (Memoria.)
2. Si los demás me dicen que observaron un suceso, es probable
que el suceso ocurriera. (Testimonio de los demás.)
3. Si me parece que cierto objeto está frente a mí, es probable que
esté frente a mí. (Percepción.)

141
Tales principios no pueden justificarse apelando a las creencias
básicas, ni como conclusiones de inferencias a partir de esas creen-
cias. Parece, por tanto, que el fundamentalismo todavía debe encontrar
una forma ulterior de justificación para sus principios de inferencia.
Los coherentistas se enfrentan a una tarea mucho más fácil, tanto si
pueden alcanzar el éxito como si no. Para ellos, los principios de infe-
rencia son, por supuesto, necesarios como una de las formas de man-
tener unido al conjunto coherente. Pero pueden justificarse del modo
ahora familiar, consistente en la apelación al incremento de la cohe-
rencia que resulta de la adopción de un principio. Es de esperar que el
uso de un principio incremente el tamaño de un conjunto de creencias,
y que esté justificado si el conjunto aumenta en coherencia a la vez
que en tamaño. Y si se dan principios en conflicto, como cuando con-
sideremos una opción a 1 que incluye una restricción a ciertas circuns-
tancias, está justificada la alternativa cuyo uso incremente más la
coherencia del conjunto. (Estas cuestiones se examinarán mejor en los
capítulos 11-13, donde se pondrá en cuestión esta respuesta.)
Otra ventaja del coherentismo, sugerida por Rescher (1973, p.
332), es la de que no presta atención exclusiva a la lucha del individuo
por construir su propia epistemología, que es la concepción clásica de
la tarea epistemológica (véase 5.1); en lugar de ello, da sentido a la
idea de conocimiento como un fenómeno social, algo que puede com-
partirse y que se incrementa por el hecho de ser compartido. Esta pre-
tensión parece depender de la facilidad con la que los coherentistas
puedan justificar el uso del principio 2. Es como si los coherentistas
comenzaran con el problema egocéntrico tradicional respecto a cuáles
de nuestras creencias están justificadas. En este respecto no se alejan
de la tradición, excepto en que no insisten en restringir los datos ini-
ciales a hechos básicos sobre los propios estados sensoriales. El testi-
monio de los demás puede usarse de un modo más o menos inmediato
para incrementar la coherencia del propio conjunto de creencias, por
lo que es posible realizar un pronto desplazamiento desde el predica-
mento egocéntrico y pensar en uno mismo como en un colaborador,
incluso como alguien que tiene más posibilidades de aprender de los
demás que de contribuir por sí mismo a la suma total del conocimien-
to (una especie de modestia epistemológica). Esto no llega a ser el
supuesto de que el conocimiento es un fenómeno completamente
social, como algunos podrían desear, pero se aproxima a esa posición,
a pesar de comenzar en el punto de partida tradicional.
Los coherentistas también suponen que su punto de vista, así como
proporciona una posible justificación de la inducción, ofrece también

142
una perspectiva desde la que es posible eludir, si no refutar, al escépti-
co. Consideramos esta pretensión en 9.3, 9.5 y 13.3.
Por último, ya vimos en el capítulo 7 una razón general para bus-
car un holismo más completo en teoría de la justificación, para ade-
cuarse a la teoría holista del significado. El coherentismo es la teoría
holista; nos proporciona lo que buscábamos.
Son éstas las ventajas principales que los coherentistas reclama-
rían para su teoría. Ahora consideraremos el ataque crucial contra el
coherentismo. Se trata de la queja de que no es compatible con el em-
pirismo.

8.4. EL PAPEL DE LOS DATOS EMPÍRICOS


En 8.2 consideraremos la objeción de la pluralidad a la teoría de la
coherencia de la verdad y mencionamos una respuesta habitual. Se
trata de que un conjunto coherente se selecciona entre otros muchos
porque está fundamentado empíricamente. La tarea del pensamiento
es la de comenzar a partir de los datos de la experiencia y construir un
conjunto de creencias alrededor de esos datos que los ordene de la for-
ma más sistemática. Pero esta perspectiva empirista parece revelar una
dificultad para el coherentismo como teoría de la justificación, dado
que parece reintroducir una distinción entre dos tipos de justificación.
En este punto el coherentista debe ser monista ; debe afirmar que la
.

justificación es siempre del mismo tipo. Sin embargo, ¿no introduce la


noción de datos empíricos una suerte de pluralismo? Una teoría exclu-
sivamente interesada en la relación interna entre creencias parece
incapaz de capturar el papel de los datos. Un dato es lo que es gracias
a su fuente, no gracias a su relación con otras creencias. Sus pretensio-
nes de que debe ser aceptado derivan de que sea parte de nuestro
input, parte de lo que nos está dando la experiencia.
Ciertamente, debemos reservar algún lugar a la idea de que las cre-
encias de alguien estén justificadas, al menos en parte, por referencia
a algo que esté más allá de las creencias mismas; por referencia, de
hecho, a su experiencia. Pero esto equivale a abandonar el monismo
de nuestro coherentismo y volver al tipo de asimetrías características
del fundamentalismo. Sólo el fundamentalismo puede proporcionar a
la evidencia sensorial el papel especial que debe tener en cualquier
explicación empirista de la justificación de la experiencia. El empiris-
mo y el coherentismo son incompatibles.
Debemos preguntarnos, en primer lugar, por qué el coherentista

143
debe sentirse preocupado por este ataque. Se le ha puesto en la situa-
ción de mantener que conjuntos de creencias que no tienen relación
alguna con la experiencia de nadie pueden tener todos los rasgos defi-
nitorios de la coherencia. Pero sólo concedería tal cosa si aceptara la
distinción entre creencia y experiencia; y es ésta una distinción en la
que no coincidirían todas las partes de esta disputa. Podemos construir
una forma de coherentismo inmune al argumento anterior si mantene-
mos, como Kant, la imposibilidad de establecer una distinción adecua-
da entre los elementos «cognitivos» y sensoriales de la experiencia
sensorial, o si mantenemos que toda experiencia es una forma de
conocimiento o juicio (esto es, de adquisición de creencia) más bien
que una forma de sensación. Si el coherentista exige, para que se dé la
justificación, que todos los elementos cognitivos estén interconecta-
dos, no hay ninguna posibilidad, una vez que consideramos que la
experiencia es cognitiva, de que creencias completamente desconecta-
das de la experiencia sensorial pudieran contar como justificadas.
Esta línea de defensa, por importante que pueda ser, no es comple-
ta. Incluso si aceptamos que la experiencia es una forma de creencia,
todavía podemos insistir en una distinción entre creencias sensoriales
y otras (sin poder especificar exactamente cómo ha de ser trazada), y
volver a expresar, por medio de esa distinción, la demanda del empi-
rista como la exigencia de que las creencias sensoriales den apoyo a
las demás. Y es ésta una exigencia de algo que está más allá de la
mera coherencia, dado que la noción relevante de apoyo se entiende de
un modo asimétrico. Lleva la asimetría al interior de la teoría de la jus-
tificación del modo preciso que al coherentista le gustaría evitar.
(Ideas similares, por ejemplo la de que nuestras creencias sensoriales
son nuestras evidencias o nuestros datos, tienen el mismo efecto.) El
requisito de que lo sensorial preste apoyo a lo no sensorial equivale a
decir que la justificación es unidireccional, yendo de lo sensorial a lo
no sensorial, y, por ello, a decir que la justificación adopta dos formas:
en primer lugar, la justificación de lo no sensorial por lo sensorial y,
en segundo lugar, la (de algún modo diferente) justificación de lo sen-
sorial. Lo que equivale a abandonar la tesis monista esencial del cohe-
rentismo en favor de alguna forma de fundamentalismo, por muy limi-
tada que esa forma resulte ser.
El coherentismo podría, por supuesto, tratar de escapar a este ata-
que pretendiendo que la mera distinción entre las creencias sensoriales
y las no sensoriales no equivale a imponerle una de las asimetrías no
deseadas. Pero creo que, por ese camino, no tiene escapatoria. En pri-
mer lugar, no es la distinción misma la que crea asimetría, sino la

144
demanda de que, distinguidas de ese modo, las creencias sensoriales
soporten a las no sensoriales. En segundo lugar, parece que hay razo-
nes poderosas para que incluso el coherentista adjudique a las creen-
cias sensoriales algún papel especial en la epistemología del indivi-
duo. No todas esas razones deben tener el mismo peso, pero mencio-
naré tres de ellas.
En primer lugar, aquellos objetos cuya justificación estamos con-
siderando son conjuntos de creencias, y todos los conjuntos de creen-
cias con los que estamos familiarizados (el nuestro propio y el de
nuestros contemporáneos) están, de hecho, basados en la experiencia.
No tenemos razón alguna para preocuparnos, por tanto, con inexisten-
tes conjuntos de creencias que carecen de fundamento empírico. En
segundo lugar, para que un conjunto cuente como conjunto de creen-
cias —para que la actitud proposicional implicada sea la creencia—
debe ser concebido como una respuesta a los estímulos del medio. No
se trata de que las creencias completamente desconectadas de la expe-
riencia estarían injustificadas; se trata más bien de que, en ese caso,
no serían creencias en absoluto. En tercer lugar, parece posible, aun-
que la cuestión deba determinarse empíricamente, que la confianza
asimétrica en la experiencia que se expresa en la idea de que nuestra
evidencia es la experiencia produciría, a partir del mismo input, con-
juntos de creencias con una mayor coherencia, y, si esto es así, hay
razones para introducir una asimetría en la explicación desde el mis-
mo proyecto coherentista.
Dado que debe existir alguna asimetría, ¿puede vérselas con ella el
coherentista? Podría intentarlo distinguiendo entre dos tipos de seguri-
dad en las creencias, la antecedente y la subsiguiente. La seguridad
antecedente es aquella que una creencia lleva consigo, que es anterior
a cualquier consideración sobre lo bien que la creencia pueda ajustar
con otras creencias o sobre la coherencia del conjunto. Podríamos
mantener que las creencias sensoriales tienen un grado de seguridad
antecedente al ser prima facie fiables o justificadas; habrá, hasta la
infalibilidad, grados mayores de seguridad antecedente. La seguridad
subsiguiente es la seguridad que adquiere una creencia como resultado
de su contribución a la coherencia del conjunto. Todas las creencias
justificadas, en una explicación coherente, tienen cierto grado de
seguridad subsiguiente.
Los coherentistas tradicionales pretenderían que ninguna creencia
tiene una seguridad antecedente mayor que otra. Podríamos denomi-
nar esta posición puro coherentismo; una forma extrema de ella man-
tiene que ninguna creencia tiene ninguna seguridad antecedente en
145
absoluto. Pero el argumento anterior podría convencernos de que las
creencias sensoriales tienen una seguridad antecedente de la que care-
cen otras creencias. Si este «coherentismo débil» es consistente, es
posible que pueda afrontar las demandas del empirismo. Pero parece
que el coherentismo débil corre el peligro de ser sólo otro rótulo para
una forma de fundamentalismo. Después de todo, la fiabilidad prima
facie y características semejantes se mencionaron en 4.3 como crucia-
les de las formas no-clásicas de fundamentalismo. Por tanto, ¿es posi-
ble ser empirista y aceptar una relación asimétrica entre las creencias
sensoriales y las otras, sin ser por ello un fundamentalista? En la pre-
cedente discusión sobre Quine (7.2 y 3) parecía que la insistencia
empirista en que nuestras creencias se fundamentaran en la experien-
cia debería ser, de algún modo, compatible con el holismo completo
tanto en epistemología como en teoría del significado. ¿Podemos
mostrar con más detalle cómo sería posible tal cosa?

8.5. COHERENTISMO Y EMPIRISMO


El punto de vista coherentista más fructífero puede encontrarse en
la obra de F. H. Bradley. Bradley es un empirista, que se expresa a este
respecto con toda la claridad que pudiera desear el empirista más fer-
voroso:

Estoy de acuerdo en que dependemos vitalmente del mundo sensorial, en


que nuestros materiales provienen de él, y en que sin él no podría comenzar
el conocimiento. Estoy de acuerdo en que siempre tenemos que volver a
este mundo, no sólo para acceder a cosas nuevas, sino para confirmar e
incrementar las viejas [Bradley (1914), p. 209].

Vemos aquí que Bradley adjudica a los «datos de la percepción» o


al «mundo sensorial» un papel asimétrico en la epistemología del indi-
viduo. De hecho, se trata de una asimetría compleja. En parte es gené-
tica, el material proviene del mundo sensorial, y sin ese mundo no
podría comenzar el conocimiento. También tiene un papel continuo,
tanto por nuestra necesidad de volver constantemente a los «datos de
la percepción» previos, como por nuestra necesidad da dotar de senti-
do al flujo constante de nueva vida sensorial. Esta asimetría compleja
refleja (si fuera posible alterar el orden temporal) los argumentos de
Quine en favor de la teoría verificacionista del significado; éstos eran
o bien sobre requesitos genéticos, como cuando escribe sobre el tipo
de significado que es básico para el aprendizaje del propio lenguaje, o

146
bien sobre requisitos continuos, como cuando escribe sobre el tipo de
significado básico para la traducción (7.2).
Bradley aceptaría que el mundo sensorial desempeña un papel
especial en epistemología, pero no que ese papel equivalga al tipo de
asimetría que caracteriza el fundamentalismo (ibíd, p. 210).

Para comenzar mi construcción, considero como absoluto el fundamento


[...]. Pero no se sigue de ello que mi construcción descanse continuamente
en los comienzos de mi conocimiento. Puesto que es otro el sentido en el
que mi mundo descansa sobre los datos de la percepción.

Bradley mantiene que la experiencia proporciona datos (asimetría


genética) pero que la cuestión de si algo que parece un dato debe per-
manecer como un hecho aceptado es una que no está determinada, ni
siquiera parcialmente, por su origen como dato. La aceptación de los
datos en nuestro mundo se produce del mismo modo y por los mismos
criterios que la de cualquier otra proposición. En cada caso, la prueba
crucial es lo que él denomina «sistema», o, en otras palabras, el que la
coherencia de nuestro mundo se incremente o no por su admisión
como un hecho. En este respecto, no hay ninguna asimetría; todas las
proposiciones (en el sentido, por decirlo de algún modo, de propues-
tas) que están justificadas reciben exactamente el mismo tipo de justi-
ficación.
¿Es consistente la posición de Bradley al aceptar una asimetría
mientras que rechaza otra? Podría argumentarse en su contra que,
incluso si estamos de acuerdo en que tanto las proposiciones que tratan
de datos como las demás se justifican por su contribución al sistema,
todavía queda una asimetría crucial que no es genética. Recordemos
que el primer objetivo del sistema era la necesidad de dotar de sentido
al mundo sensorial; incluso aunque en la ejecución de esa finalidad
rechazáramos algunos de los elementos de ese mundo, todavía existiría
una asimetría en el propósito de la sistematización. La asimetría se
revela en la exigencia de aceptar por lo general los elementos que sean
datos. Sería una objeción contra cualquier sistema el que requiriera un
rechazo sustancial de los «datos de la percepción», independientemen-
te de si con ello se incrementa la coherencia del sistema.
Por supuesto, sería posible la escapatoria fácil de argumentar que
la objeción es sólo válida contra el coherentismo puro, que sostiene
que todas las creencias tienen la misma seguridad antecedente; y que
no afecta al coherentismo débil, que acepta que algunas creencias tie-
nen mayor seguridad antecedente que otras y puede, por tanto, ofrecer
un análisis de la necesidad de que, en general, los elementos conside-
147
rados como datos hayan de sobrevivir al escrutinio epistemológico.
Pero no sería ésta una estrategia adecuada, dado que la cuestión rele-
vante es otra. Lo realmente importante es si ese tipo de seguridad
antecedente, si estamos obligados a aceptarla, equivale o no a una asi-
metría en el análisis que demos de la justificación y, por tanto, a una
teoría bipolar de la justificación del tipo que sólo puede proporcionar
un fundamentalista. Si es equivalente, tenemos un argumento tan efec-
tivo contra el coherentismo débil como contra el puro. De modo que
hay dos cuestiones distintas aquí: ¿es necesaria alguna forma de segu-
ridad antecedente para las creencias sensoriales?, y, si eso es así,
¿introduce la seguridad antecedente una asimetría que nos obligue a
admitir una teoría bipolar de la justificación?
La seguridad antecedente de la que gozan las creencias sensoriales
parece equivaler al hecho de que debemos aceptarlas como verdaderas
si nada cuenta en su contra. Pero ¿no hacemos lo mismo, sensatamen-
te, con todo aquello que aceptamos como creencia? Nos quedamos
con cualquier creencia a menos que haya alguna razón para rechazar-
la. De modo que, en este sentido, todas las creencias tienen seguridad
antecedente. Y ello no introduce dos formas de justificación. No hay
ninguna asimetría originada en la aceptación de que todas las creen-
cias tienen algún grado de seguridad antecedente, siempre que la
seguridad antecedente de la que gocen sea del mismo tipo en todos los
casos.
Pero es posible que el problema sea que creencias diferentes tienen
grados diferentes de seguridad antecedente, y que es típico del empi-
rismo el mantener que las creencias sensoriales tienen un grado mayor
que otras. ¿Puede el coherentista dotar de sentido a esta idea en sus
propios términos? El problema parece ser que el hecho de que una cre-
encia pueda ser así más segura que otra es un hecho previo e indepen-
diente de cualquier consideración sobre la coherencia con otras creen-
cias, introduciendo de nuevo una asimetría para la que no puede exis-
tir una explicación coherentista.
El problema, por tanto, es si el coherentista puede ser empirista, no
el de si debe serlo. Y el empirista se caracteriza por la actitud que
adopta hacia sus creencias sensoriales; exige más de lo que exigiría
otro para estar dispuesto a rechazarlas. Pero, si esta actitud es extrínse-
ca a las creencias sensoriales mismas y si puede ser considerada legíti-
mamente como una creencia adicional, se trata de una creencia que
podría compartir el coherentista. Y, si la comparte de hecho, se obten-
drá el resultado apetecido. La eliminación de la creencia sensorial cre-
aría una distorsión mayor y requeriría más justificación, por el mero
148
hecho de que la creencia típicamente empirista es también parte del
conjunto de creencias. Por ello, las creencias sensoriales del coheren-
tista tendrán un grado mayor de seguridad, pero será una seguridad
subsiguiente, no antecedente; dado que, normalmente, será considera-
da de un modo compatible con el coherentismo, es decir, en términos
de la coherencia interna del conjunto de creencias.
Si esto es correcto, el coherentismo puro es más fuerte que el
débil. Si el coherentismo débil ha de caracterizarse por su disposición
a admitir grados diferentes de seguridad antecedente, su posición es
genuina e innecesariamente débil.
Por todo ello, debemos concluir que el coherentismo es compatible
con el empirismo. Una cuestión diferente es la de si el coherentista
debe ser empirista. Se hablará de ello en el capítulo 11. Pero el cohe-
rentista parece tener perspectivas halagüeñas en este punto. Para él, es
una cuestión empírica el que, al final de la jornada, la adopción de la
actitud empirista hacia las creencias sensoriales dé como resultado un
conjunto más coherente. Es una cuestión empírica el que esta especie
de tozudez empirista produzca o no dividendos en último término. Y
ésta es la manera en la que el coherentista debe tratar de justificar el
empirismo.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS
«On truth and coherence», cap. 7 de Bradley (1914).
Rescher (1973, cap. 2) distingue entre teorías «criteriales» y «definicionales» de la
verdad, y rechaza la pretensión de la teoría de la coherencia de ser definicional. No
está claro que una teoría «criterial» de la verdad sea reconociblemente distinta a una
teoria definicional de la justificación.
Firth (1964) discute la cuestión de si una explicación coherentista del conocimien-
to puede dotar de sentido a la idea de que el conocimiento empírico se basa en la expe-
riencia; la defensa que ofrece parece ser una forma de coherentismo débil.
Seilars (1979) responde a Firth de un modo más consistente con el puro coheren-
tismo.
Ewing (1934, cap. 5) es un critico de las teorías de la coherencia que simpatiza con
ellas. Está de acuerdo con Rescher en que la teoría de la coherencia de la verdad debe
considerarse criterial más que definicional.
Blanshard (1939, caps. 25-27) ofrece la formulación autorizada más reciente de
una posición descaradamente coherentista.
La idea de lo coherente como lo mutuamente explicativo parece que se deriva de
Sellars( 1936, pp. 321-358).
Una extensión del argumento de 8.4-5 se encuentra en Dancy (1984a).
Cornman (1977) sugiere que una mezcla de fundamentalismo y coherentismo
resultará ser «la teoría de la justificación empírica más razonable».

149
9. COHERENCIA, JUSTIFICACIÓN
Y CONOCIMIENTO

9.1. EL ARGUMENTO DEL REGRESO DE JUSTIFICACIONES


¿Qué tiene que decir el coherentista con relación al argumento del
regreso de justificaciones (4.1)? El argumento, después de todo, se
supone que muestra que la distinción entre justificación inferencial y
no inferencial no es opcional; estamos obligados a ella, so pena de
caer en un regreso al infinito y en el escepticismo. La dificultad en
este punto radica en que, como lo expresamos anteriormente, el argu-
mento del regreso dependía de una concepción de la justificación que
era a la vez no-holista y lineal. (Era lineal en el sentido de suponer que
A podría estar justificada por B, B por C, etc., o bien ad infìnitum o
bien cayendo en circularidad.) Por tanto, es preciso reformular el argu-
mento en términos de la concepción holista de la justificación que es
central al coherentismo. ¿Es posible tal cosa? De hecho, soy incapaz
de encontrar ninguna reformulación del argumento del regreso de jus-
tificaciones que lo haga efectivo en contra del coherentismo.
El análisis coherentista de la justificación puede ser formulado del
siguiente modo: una creencia B1 está justificada en la medida en que
contribuya a la coherencia del conjunto de creencias del que es un
miembro. Supongamos que el conjunto contiene como miembros las
creencias B1 – Bn, y supongamos también que el tipo de justificación
bolista en el que estamos interesados puede ser considerado razona-
blemente inferencial. Podría ser incluso inductivo, en la medida en
que consideráramos la inducción como una inferencia a la mejor
explicación [como se argumenta en Harman (1970)]. ¿Nos enfrenta-
mos ahora al mismo peligro de que, a menos que exista otra forma de
justificación, toda justificación será condicional (4.1)? Parece que hay
dos formas en que podría plantearse esta dificultad.
La primera es que B1 sólo esté justificada si lo está (por ejemplo)
B2, etc. Pero tal cosa no se sigue de la concepción coherentista. Incluso
si B2 no estuviera justificada, y existiera una alternativa B2’ que tuvie-

150
ra una contribución mayor a la coherencia del conjunto B1 – Bn, toda-
vía podría suceder que B1 estuviera justificada. Lo estaría si, en líneas
generales, ninguna alternativa hiciera el conjunto más coherente.
Parece, pues, que no hay ningún sentido en el que la justificación de
B1, incluso aunque exista por apelación a otros miembros del conjun-
to y al papel que desempeñan en la construcción del mismo, esté con-
dicionada a la justificación de otros miembros. Está, por supuesto,
condicionada a su presencia, pero este tipo de condicionalidad no crea
ningún regreso al infinito que sea vicioso.
La segunda alternativa sería la de sostener que B1 debe contar
como creencia justificada por apelación a su contribución a la cohe-
rencia del todo. Pero su papel en el todo sólo podría justificar B1 si el
mismo todo estuviera justificado. La justificación de B1 sería de nue-
vo condicional, pero ahora lo sería respecto a la justificación del con-
junto del que es miembro. Creo que hay dos respuestas distintas que,
en último término, coinciden. La primera sería decir que este tipo de
condicionalidad no importa, dado que confiamos en que el conjunto
sea incondicionalmente (realmente) coherente y, por ello, en que esté
realmente justificado. No habrá, por tanto, peligro alguno de una
cadena al infinito, dado que en el primer eslabón ya no nos encontra-
mos con algo cuya justificación no está condicionada. Sin embargo,
esta contestación no me deja completamente satisfecho, puesto que
podría mantenerse que admite la existencia de dos formas distintas de
justificación, la de las partes y la del todo. Una respuesta menos pro-
blemática es la de decir que el coherentismo no otorga sentido alguno
a la idea de la justificación de un conjunto completo. Un miembro está
justificado por su contribución a la coherencia del conjunto; la justifi-
cación se define en términos de coherencia, pero la justificación y la
coherencia no son lo mismo (cf. las observaciones al final de 8.1).
Ésta no es una cuestión meramente verbal, un exabrupto coheren-
tista o un rechazo injustificado del rótulo de «justificación» para algu-
nos casos. Tras ello yace una explicación más sustantiva de la práctica
de buscar justificaciones y de nuestro modo de actuar en lo que Levi
denomina «la empresa del conocimiento» [Levi (1980)]. En cualquier
momento nos podemos encontrar con tensiones, si no contradicciones,
en el seno de un enorme conjunto de creencias. La cuestión importan-
te es la de qué hacer entonces. Lo que buscaremos es un reajuste que
incremente la coherencia global. Cualquier creencia puede ser dejada
de lado o reemplazada, pero todas las creencias están codificadas en
otras, de modo que su rechazo creará problemas adicionales. Una cre-
encia se acepta como justificada si no hay ninguna otra aparente alter-

151
nativa que pudiera comportarse mejor. Pero no hay sentido alguno en
el que se evalúe la totalidad del conjunto de creencias, en función de
su justificación, para su aceptación o su reemplazamiento. Lo mejor,
de hecho lo único, que podemos hacer es mejorar la coherencia inter-
na, usando la amplia estructura del conjunto para evaluar la contribu-
ción de los miembros individuales y de los nuevos candidatos. Si es
esto lo que constituye el proceso de justificación, difícilmente puede
sorprendernos que no tenga ningún sentido la cuestión de si el conjun-
to entero está o no justificado.
Parece, pues, que los coherentistas pueden escapar a la conclusión
de que las creencias justificadas «inferencialmente» sólo están justifi-
cadas de un modo condicional. Pueden mantener que cada creencia
está (o debe estar) justificada de hecho y de un modo no condicional
gracias a su contribución a la coherencia del conjunto. Si esto es así,
estamos obligados a considerar el argumento del regreso de justifica-
ciones no como un argumento independiente en favor del fundamenta-
lismo, sino como expresión de la actitud fundamentalista sobre la jus-
tificación, una expresión que pone de manifiesto las consecuencias de
considerar que la justificación es no–holista y lineal.
No obstante, todavía nos aguarda una regresión diferente. He suge-
rido que una creencia puede estar justificada por el hecho de que hace
determinada contribución al conjunto de creencias del que es miem-
bro. Pero ¿puede bastarme realmente como justificación para mante-
ner una creencia el que incremente la coherencia de mi conjunto de
creencias? ¿Qué sucede si no tengo ni idea de que ése es el caso?
Ciertamente, sólo estaría justificado para mantener esa creencia si, de
algún modo, creo que contribuye del modo adecuado. E incluso esto
puede no ser suficiente. Podría darse el caso de que no estuviera justi-
ficado para creer que la contribución es la adecuada; esta segunda cre-
encia podría resultar completamente gratuita o podría mantenerse por
motivos completamente irracionales. ¿No es necesario también que yo
esté justificado al creer que la primera creencia contribuye a la cohe-
rencia del conjunto?
Quizá pueda verse más fácilmente esta regresión desde un punto
de vista formal. Si q = «la creencia de a de que p contribuye a la cohe-
rencia del conjunto de creencias de a», parece que estamos en peligro
de definir CJap en términos de:

1. q
2. Caq
3. CJaq.

152
Con lo que generamos un nuevo regreso de justificaciones. Para
cada creencia justificada p debe existir una creencia justificada adi-
cional q, y así ad infinitum. En el ejemplo anterior, considerando r
como «la creencia de a de que q contribuye a la coherencia del con-
junto de creencias de a », estamos obligados a continuar
.

4. r
5. Car
6. CJar,

y, una vez efectuado este movimiento, lo tendremos que repetir indefi-


nidamente. Este nuevo regreso al infinito deriva de un punto de vista
internalista sobre la justificación. Nos debe recordar el que menciona-
mos en 3.5. Para ver si se trata de una amenaza al coherentismo, nece-
sitamos considerar con más detalle tanto el contraste entre internalis-
mo y externalismo como las supuestas ventajas del externalismo.

9.2. INTERNALISMO Y EXTERNALISMO


El regreso internalista de justificaciones genera un problema simi-
lar para el coherentista al que no afectaba el anterior argumento del
regreso. Pero para el fundamentalista las cosas son mucho peores. Se
diría que el regreso internalista tendrá el efecto de que el regreso ante-
rior no puede detenerse, por muchas sutilezas que inventemos.
Supongamos que alcanzamos algunas creencias básicas, y suponga-
mos que lo que las hace capaces de estar justificadas de un modo no
inferencial es cierta propiedad epistémica E (que podría ser cualquier
cosa desde la mera infalibilidad hacia abajo). El internalismo nos
empuja a sostener que la creencia básica que tiene a de que p sólo
puede justificarse por apelación a E si a cree que su creencia posee la
propiedad E; y nos empuja, además, a admitir que también es necesa-
rio que a esté justificado en su creencia de que su creencia posee E. Si
se concede todo esto, ya no hay manera de detener el regreso de justi-
ficaciones. Ni siquiera podría detenerlo el descubrimiento de algunas
creencias justificadas de un modo no inferencial, dado que sólo pue-
den justificarse en presencia de una creencia justificada ulterior. Por
lo que ningún tipo de creencia pasará nunca de ser una creencia justi-
ficada condicionalmente.
Todo esto nos proporciona un buen incentivo para iniciar la retira-
da, aceptando el externalismo y reduciendo los requisitos para la justi-

153
ficación. El externalista lo tiene más fácil de dos maneras distintas. En
primer lugar, no tiene problema alguno con el argumento habitual del
regreso de justificaciones. Consideremos, como ejemplo de una posi-
ción externalista, la siguiente definición de CJap:

CJap ≡ la creencia de a de que p se adquirió por un método fiable.

Dado que la inferencia a partir de la creencia justificada es un


método fiable de adquisición de creencia, tanto las creencias justifica-
das de un modo inferencial como las justificadas no inferencialmente
pueden ser subsumidas bajo esa definición. La justificación inferen-
cial no es el territorio particular del internalismo. En este punto, le
será fácil al externalismo encontrar un análisis satisfactorio de la cre-
encia externamente justificada. No hay necesidad de retrotraerse al
nivel básico, como se pensó tradicionalmente. Si suponemos, como es
verosímil suponer (al menos en ciertos casos), que preguntar a los
padres es un método fiable de adquisición de creencias, cualquier cre-
encia obtenida de esta manera contará como creencia justificada de un
modo no inferencial. El argumento del regreso de justificaciones ya
ha perdido aquí mucha de su mordiente, aunque todavía pueda llevar-
nos a la distinción entre justificación inferencial y no inferencial.
En segundo lugar, el externalismo parece no tener problema algu-
no con nuestro segundo argumento escéptico, el del error (1.2). El
mayor atractivo de este argumento era que debo señalar una diferencia
entre el caso actual y otros casos relevantemente similares en los que
estaba equivocado antes de poder decir que ahora sé. Pero esta exigen-
cia parece estar basada únicamente en una perspectiva internalista. El
externalista se siente feliz con suponer que, en la medida en que de
hecho haya una diferencia entre este caso y otros, yo puedo saber aho-
ra incluso aunque sea incapaz de señalar esa diferencia. Si esto es
correcto, todo lo que consigue el segundo de nuestros argumentos
escépticos es expresar una dificultad general añadida para los análisis
internalistas del conocimiento y la justificación.
Dadas esas ventajas del externalismo, ¿qué motivos puede tener
alguien para ser internalista? La respuesta es que los filósofos son
internalistas sólo porque creen que deben serlo. Antes de que poda-
mos sentir confianza en la opción externalista, debemos estar bien
seguros de haber entendido bien los supuestos del internalismo. Y,
antes de hacer tal cosa, es preciso que distingamos diversos grados de
internalismo que aparecen de un modo más bien confuso en la litera-
tura contemporánea.

154
9.3. GRADOS DE INTERNALISMO
Supongamos que existe, por lo menos, una cláusula c en la defini-
ción de Sap o de CJap que no comienza con Ca– o con Sa–. Antes ya
se dio un ejemplo: la creencia de a de que/? se adquirió por un método
fiable. El internalismo podría estar constituido por cualquiera de estas
afirmaciones:

1. no debe haber tal tipo de cláusula c.;


2. para cada cláusula c debe existir una cláusula Sac.;
3. para cada cláusula c debe existir una cláusula Cac.;
4. para cada cláusula c debe existir una cláusula CJac.;

Hay diferentes motivos para mantener o negar cada una de ellas.


1 y 2 son las más extremas. Con mucho, la menos exigente es 3, y
argumentaré que debemos preferirla, o, al menos, que debemos prefe-
rirla a 4. Ofreceré, a continuación, algunos comentarios sobre cada
una de ellas.

1. Literalmente, eliminaría cualquier definición contemporánea


de conocimiento, porque en todas ellas la primera cláusula viola esta
condición. Podríamos restringir el alcance de 1 al análisis de la justi-
ficación; pero tal cosa la inutilizaría, como lo harían otros muchos
compromisos. Entonces, ¿de qué sirve 1? Quizá la justificación, la
evaluación de las creencias para su aceptación o su rechazo, es una
actividad que debe ser ejecutada por el individuo. Pero el individuo no
puede distinguir en cada caso particular entre sus creencias y la ver-
dad. De modo que, cuando hay una cláusula Cap y una cláusula sepa-
rada p, una al menos es redundante. Si esto yace tras la aseveración de
1, sería razonable restringirla al análisis de la justificación sobre la
base de que el individuo no está en una posición privilegiada a la hora
de determinar lo que sabe. Hasta esto iría en contra de una firme tradi-
ción filosófica, que comienza en Platón y reaparece de un modo lla-
mativo con Descartes. Si, a pesar de todo, la aceptamos momentánea-
mente, quizá podamos distinguir otros motivos impulsores tras 1,
incluso en esta versión restringida, que provienen de la filosofía de la
mente. He aquí dos opiniones sobre lo que determina la naturaleza de
un estado mental como la creencia. La primera opinión (la análoga del
internalismo) mantiene que la naturaleza de la creencia está completa-
mente determinada por sus características subjetivas, por lo que el cre-
yente goza de privilegios exclusivos para poder decirnos la naturaleza

155
de sus creencias. El punto de vista contrario (análogo al externalis-
mo) es el de que la naturaleza de ciertas creencias está determinada
por algo distinto a sus características subjetivas; a veces puede ser
crucial la naturaleza del mundo circundante. No se trata de la consi-
deración débil de que la naturaleza del mundo causa la naturaleza de
la creencia, sino de la consideración fuerte de que la naturaleza de la
creencia depende lógicamente de la naturaleza o la existencia de
algún rasgo del mundo. Un ejemplo será útil. ¿Qué es lo que hace que
una creencia lo sea sobre una olla particular? ¿Es el «ser sobre» una
característica subjetiva interna de la creencia, una característica que
la creencia podría llevar consigo con total independencia de la natu-
raleza o la existencia de cualquier objeto (la olla, quizá)? O, ¿depen-
de lógicamente este «ser sobre», a pesar de ser una característica
esencial de la creencia, de la existencia o la naturaleza del objeto
apropiado? En el caso de ciertas creencias sobre objetos particulares
(de re.), no hay ningún residuo interno y separado que pudiéramos
considerar como la parte «interna» de la historia y suponer que conti-
núa presente incluso cuando no existiera el objeto relevante. No hay
ningún factor común de nivel más bajo compartido por las creencias
de re que tienen éxito y las que no lo tienen.
Este tipo de externalismo en filosofía de la mente es discutible,
pero es probable que tenga consecuencias interesantes en teoría de la
percepción (que se discutirán, posteriormente, en 11.4). Si lo adopta-
mos, ¿dónde nos llevará en teoría del conocimiento y de la justifica-
ción? Creo que no muy lejos. Lo que sí hace es alejarnos del deseo de
pensar que todo lo relevante para la justificación debe ser transparen-
temente accesible al que crea; puesto que, si lo que cree depende no
sólo de sus estados subjetivos sino del estado independiente del mun-
do, no tiene sentido continuar insistiendo en que todas las cláusulas en
la definición de justificación deban comenzar con Sa– o Ca–. Podría-
mos haber esperado con ello asegurar que la justificación fuera una
actividad del individuo, pero ésta era una vana esperanza. Dado que el
procedimiento no puede alcanzar lo que intentábamos, daría lo mismo
no haberlo iniciado.
Este tipo de externalismo sólo es discutible en teoría de la justifi-
cación. En teoría del conocimiento parece ser verdadero, aunque bajo
ciertas lecturas pueda llevar al rechazo de una de las condiciones del
conocimiento: la de la creencia. El conocimiento no se consideraría
entonces como creencia con algo añadido, sino como un estado men-
tal independiente. Pero esto nos llevaría demasiado lejos. Por el
momento, parece que, si hay un debate entre las concepciones inter-

156
nalista y externalista del conocimiento, todavía no lo hemos locali-
zado.

2. Esta versión del internalismo proviene de Armstrong (1973,


pp. 153-157), aunque está anticipada en el Teeteto de Platón (209E-
210B). Sin embargo, tal y como la presentamos, sólo se refiere a la
teoría del conocimiento. No hay ninguna sugerencia de que para estar
justificado sea preciso saber, por ejemplo, que el método seguido es
fiable. Más aún, tampoco resulta convincente en teoría del conoci-
miento. También crea un regreso al infinito. Sugiero que nos olvide-
mos de ella.

3. Ésta es la teoría menos exigente. No puede ser atacada sobre la


base del externalismo en filosofía de la mente, dado que ese tipo de
externalismo sólo argumentaba que no tenía sentido insistir en que
todas las cláusulas comiencen con Ca– o Sa–. Y no crea ningún regre-
so al infinito, a menos que se conjunte con 4. (Tales regresos en 3.5 y
9.1 eran producto de la combinación de 3 y de 4.) Parece también apli-
cable al conocimiento y a la justificación, y dota de sentido al interna-
lismo, dado que requiere que el creyente «internalice» los hechos que
hacen que su creencia esté justificada, o que su creencia verdadera sea
conocimiento. Si hay un sentido de justificación «interna» en el que
todo lo que podemos pedir a alguien es que retenga las creencias que,
según él, satisfagan las condiciones para la justificación, tenemos una
forma de internalismo que nos ofrece una distinción relevante. La jus-
tificación interna se da cuando todas las cláusulas relevantes Ca– son
verdaderas; la justificación externa se da cuando todas las otras cláu-
sulas son también verdaderas.
Podría parecer que esta teoría es tanto externalista como internalis-
ta, dado que da sentido a una idea de justificación externa, de facto,
de una creencia que es diferente de la idea de justificación interna.
Pero esto sería un error, por dos razones. En primer lugar, de acuerdo
con la teoría, la justificación externa incluye la interna. Podemos tener
la última sin la primera, pero no al revés; de modo que no podemos
dotar de sentido a la idea de que alguien pueda estar justificado en una
creencia aunque no sea consciente de algunos de los hechos en virtud
de los cuales está justificado. En segundo lugar, esta teoría internalista
se opone claramente a una teoría externalista como la de Nozick. Hay
en este punto una especie de transición gradual, y esta teoría se halla
en algún lugar del medio.
Una de las ideas que subyace a esta teoría es una analogía entre

157
epistemología y ética. Cuando consideramos nuestra actitud hacia la
acción moral, ¿nos basta con que la acción sea de hecho correcta, o
exigimos algo más? Ciertamente, también exigimos que el agente crea
que la acción es correcta. En caso contrario, la acción no tiene propie-
dades morales en absoluto; es tan sólo afortunada, más que merecedo-
ra de aprobación moral. De un modo similar, el internalista en episte-
mología podría exigir que la justificación externa comience con, e
incluya, la interna.
Considero, pues, que esta teoría más débil es una forma reconoci-
ble de internalismo y satisface, al menos, algunas de las ideas a partir
de las que surgen las diferentes formas de internalismo.

4. Esta teoría más exigente es la que genera el regreso al infinito.


Podemos proseguir con la analogía en ética para mostrar por qué, sin
embargo, parece atractiva e incluso imprescindible. Ya hemos sugeri-
do que una acción no puede ser correcta a menos que su agente crea
que es correcta. Sin embargo, ¿no debemos añadir algo más? ¿Qué
sucede si la creencia del agente es pura coincidencia? Podría suceder
que sus razones para pensar que es correcta, si es que las tiene, fueran
absolutamente irrelevantes; por ejemplo, podría pensar que es correcta
porque se hace en martes. Por tanto, podría parecer que es necesario
añadir el requisito de que la creencia del agente respecto a la correc-
ción de la acción ha de estar justificada. Con lo que nos vemos condu-
cidos a la forma presente y más extrema del internalismo. En episte-
mología nos encontramos con las mismas ideas. Si exigimos del agen-
te que crea que su primera creencia se adquirió, por ejemplo, por
métodos fiables, con toda certeza deberemos exigir que esta creencia
no sea una mera coincidencia, que tenga buenas razones y, por tanto,
que la creencia esté justificada.
Aunque esta línea de pensamiento tiene cierta fuerza, está equivo-
cada. Lo que de hecho nos lleva desde la teoría 3 a la 4, como al final
del parágrafo anterior, es la idea de que la justificación y el conoci-
miento deben depender, de algún modo, de algo que no sea suerte o
coincidencia. Esto era lo esencial en los contraejemplos de Gettier
(2.2); en la definición tripartita del conocimiento no había nada que
excluyera el conocimiento por suerte. La insistencia de que una cláu-
sula CaJa- correspondiente a cada cláusula Ca– es un intento de
resolver el problema de Gettier y de eliminar el conocimiento por
mera suerte. La insistencia en que una cláusula CaCJa- corresponda a
cada cláusula Cía- es nuestra teoría internalista número 3. Si las uni-
mos, nos topamos con el regreso vicioso al infinito, como vimos en 3.5.

158
La solución, por tanto, debe ser la de encontrar otra respuesta al pro-
blema del conocimiento por mera suerte; si lo logramos, no tenemos
ninguna necesidad de añadir la teoría 4 a la 3. El regreso vicioso al
infinito no es una consecuencia del internalismo sólo, sino del inter-
nalismo añadido a algo relativamente distinto.
Nuestra conclusión hasta ahora es que hay una forma de internalis-
mo que no es vulnerable al regreso internalista de 9.1. Aunque el
externalista ofrezca ventajas contra el escéptico, el internalismo sigue
siendo una opción abierta.

9.4. INTERNALISMO Y COHERENTISMO


¿Tienen los coherentistas la posibilidad de elegir entre internalis-
mo y externalismo? Parece que sí. Las relaciones entre los miembros
del conjunto de creencias de uno mismo que hacen coherente el con-
junto pueden existir con independencia de que uno las crea o no. De
modo que, si podemos aceptar que el internalismo no es necesario, el
coherentista tiene acceso a las ventajas del externalismo.
Hay una pequeña duda respecto a esta solución tan reconfortante,
dado que, parece obvio, las condiciones requeridas por las formas
extremas de internalismo tenderían, si se tuvieran presentes, a incre-
mentar la coherencia de un conjunto de creencias dado. Los coheren-
tistas piensan en términos de un incremento de justificación a medida
que el conjunto de creencias se hace coherente. Y parece que la cohe-
rencia del conjunto se incrementará siempre por la adición de la creen-
cia de que existen relaciones relevantes de explicatividad mutua. Es
decir, si tales relaciones existen, uno siempre estará justificado para
creer que si existen. Sin embargo, ello sólo muestra que la justifica-
ción se incrementa por el desplazamiento desde la perspectiva exter-
nalista a la internalista, y no que nunca esté presente sin la adición
internalista. Hasta los externalistas más extremados pueden estar de
acuerdo en que hay cierta ganancia en la internalización de los hechos
relevantes; y el coherentista se encuentra en una posición bastante
buena para mostrar que esto es así.
Si nos encontramos ante una opción abierta, ¿qué debemos elegir?
Los intentos más importantes de argumentar en favor de una u otra de
estas posiciones [Goldman (1980) en favor del externalismo, y
Bonjour (1980) en favor del internalismo] captan de una forma bas-
tante insegura el contraste entre las dos posiciones y muestran la ten-
dencia a sustentarse en la analogía entre ética y epistemología que ya

159
hemos considerado al distinguir entre diferentes formas de internalis-
mo [cf. también Pollock (1979), pp. 108-111]. Pero es improbable, por
dos razones diferentes, que el uso de esta analogía resulte efectivo. En
primer lugar, es bastante fácil poner en cuestión la fuerza de la analo-
gía. En segundo lugar, la relación entre la corrección «objetiva» y la
«subjetiva» en ética (análoga a la justificación externa e interna) no ha
sido todavía comprendida bien y se encuentra en el centro de una aca-
lorada disputa.
Así pues, parece que hay que aceptar que no hay argumentos deci-
sivos en ninguno de los dos bandos. Mi propia opinión es la de que el
internalismo se encuentra mejor respaldado por nuestras intuiciones.
Lo que quiere decir que no puedo quedarme satisfecho con la depen-
dencia exclusiva en la posibilidad del externalismo como respuesta al
argumento escéptico del error; esa posición será intrínsecamente ines-
table. Todavía necesitamos una estrategia que pueda utilizar el interna-
lista y que eluda el argumento del error.

9.5. COHERENTISMO, REALISMO Y ESCEPTICISMO


¿Nos proporciona el mismo coherentismo este tipo de estrategia?
El argumento del error se expresó en términos realistas; como el pri-
mero de los argumentos escépticos, parecía depender de diferencias
reales e irreconocibles (trascendentes a toda evidencia). Si tal cosa es
así, y el coherentismo resultara ser incompatible con el tipo de realis-
mo que se necesita, un coherentista tendría una perspectiva desde la
que el argumento del error ya no constituiría ninguna amenaza.
De modo que la cuestión es la de si el coherentismo es una forma de
antirrealismo. Para responderla, es preciso que proporcionemos un ma-
pa filosófico de las diferentes formas de antirrealismo. Hay cuatro gra-
dos de antirrealismo, que van desde el solipsismo extremo, a través del
idealismo y del fenomenalismo, a lo que denomino antirrealismo puro.
El solipsista (como se le define en este punto) sostiene que todas
las proposiciones imaginables tratan de sus propias experiencias. El
solipsista más estricto sólo podrá imaginar sus propias experiencias
actuales; solipsistas más laxos aceptarán tanto las actuales como las
pasadas, las actuales y las futuras o las pasadas, presentes y futuras.
El idealista sostiene que todas las proposiciones imaginables tratan
de sus propias experiencias o de las de otros; y, de nuevo, existen
variantes relativas al tiempo: se puede escoger el presente, el presente
y pasado, presente, pasado y futuro, etc.

160
El fenomenalista sostiene que todas las proposiciones imaginables
tratan o bien de experiencias reales de sí mismo o de los otros, o bien
de experiencias que él o los demás podrían tener en determinadas cir-
cunstancias. El fenomenalista habla de experiencias reales o posibles,
mientras que el idealista se limita a las reales. De nuevo, hay varias
versiones de fuerza diferente de acuerdo con las diferencias tempora-
les entre las experiencias, reales o posibles.
El antirrealista puro sostiene que algunas proposiciones imagina-
bles tratan de asuntos distintos a las experiencias, reales o posibles, de
él mismo o de los demás, pero que, sin embargo, no entendemos que
tales proposiciones puedan ser verdaderas de un modo irreconocible.
De modo que el antirrealista puro, como otros antirrealistas, niega la
posibilidad de una verdad que trascienda a toda evidencia posible,
aunque admite que algunas verdades conciernen a cosas como los
objetos materiales, que no pueden suponerse reductibles a la experien-
cia. Un antirrealista, pues, puede admitir la existencia del mundo
material, siempre y cuando insista en que carece de propiedades tras-
cendentes a toda evidencia.
También hay distintos grados de antirrealismo puro, dependiendo
de lo que se entienda por «irreconocible»; debemos preguntarnos:
«irreconocible ¿para quién y cuándo?». Las respuestas pueden variar:
la más estricta sería: «irreconocible para mí, ahora». La más débil:
«irreconocible para un ser con capacidades cognitivas mucho mayores
que las nuestras, como lo sería Dios».
Del mismo modo que hay grados diferentes de antirrealismo,
hay distintos grados de realismo. El realista que mantiene que pode-
mos concebir que ciertas proposiciones son verdaderas de un modo
irreconocible, debe contestar a la misma pregunta sobre qué quiere
decir «irreconocible». Pero no nos detendremos en esta complica-
ción añadida.
Podemos volver ahora a la cuestión de si el coherentismo es una
forma de antirrealismo. ¿Qué tipos de afinidad existen entre las for-
mas de antirrealismo y de coherentismo? Una posición clásica en filo-
sofía es la combinación de idealismo y coherentismo, no sólo como
teoría de la justificación, sino también como teoría de la verdad. Esta
combinación se encuentra en Bradley y Blanshard. Y podemos ver por
qué es probable que un idealista sea coherentista. El idealista sostiene
que no hay más que experiencia y creencia; incluso podría, como
sugerimos en el último capítulo, decir simplemente que no hay nada
distinto a la creencia, sensorial o no sensorial. Si eso es así, no hay
nada distinto al conjunto de creencias que pudiera utilizarse para dis-

161
criminar las creencias verdaderas de las falsas. La verdad debe ser una
característica interna, una relación entre elementos del mismo tipo,
más que una relación externa entre experiencia o creencia y algo dife-
rente. Y el coherentista concibe la verdad como sólo una característica
interna. De modo que es posible que un idealista debiera ser coheren-
tista.
Pero todavía no parece existir razón alguna por la que el coheren-
tista haya de ser idealista; el vínculo entre ambos es unidireccional.
Podemos concebir la verdad con una relación interna al modo cohe-
rentista, sin añadir el punto de vista idealista de que las proposiciones
relacionadas de este modo tratan de la experiencia.
Sin embargo, podríamos sentir la tentación de pensar que el cohe-
rentista, si no es un idealista, estará obligado a adoptar el antirrealis-
mo puro. Y ello porque en esta posición se encuentran combinadas las
teorías de la coherencia de la verdad y de la justificación. Si adoptára-
mos sólo la teoría de la coherencia de la justificación, combinándola
con una teoría de la correspondencia de la verdad, sería fácil ver que la
verdad quedaría como algo trascendente a toda evidencia. Puesto que
la justificación, por fuerte que sea, sería sólo una relación interna. Y
siempre sería posible la presencia de una relación interna y la ausencia
de la verdad, la relación externa entre el conjunto coherente y el mun-
do. Este punto de vista, que constituye una mezcla, es una forma de
realismo [un ejemplo del cual puede encontrarse en Ewing (1934), p.
250]. Pero argumentamos en 8.2 que se trata de una combinación poco
atractiva, porque es difícil ver cómo, en tal mezcla, una creencia justi-
ficada tiene más posibilidades de ser verdadera.
La combinación más consistente de coherentismo en teoría de la
verdad y teoría de la justificación acepta la imposibilidad de una ver-
dad que sea trascendente a toda evidencia y, por tanto, se compromete
con el antirrealismo. Dado que, a medida que la justificación se incre-
menta, se acerca a la verdad, no parece haber ninguna separación entre
la «mejor justificación posible» y la verdad. Y esto es todo lo que
necesitaba el antirrealista para derrotar al argumento del error.
Si esto es correcto, el coherentismo se revela como una forma de
antirrealismo y como la base para una epistemología inmune a nues-
tros argumentos escépticos. Pero si, por otra parte, un realista puede
adoptar el coherentismo de forma consistente, perdemos ese resultado
tan reconfortante. Y algunas formas de coherentismo parecen compa-
tibles con el realismo. La cuestión gira de manera crucial en torno a la
actitud que tomemos respecto a la noción idealizada de un conjunto de
proposiciones completamente coherente y sobre el sentido exacto que
162
demos a la doctrina de los grados de verdad. Los coherentistas no son
unánimes respecto a esta doctrina, y esas diferencias constituyen la
base de la que surge la distinción entre los que son realistas y los que
no lo son.
Los realistas pretenderán que no hay nada como el conjunto de
todas las proposiciones verdaderas. Para cada conjunto, existe en un
momento dado, o incluso de forma intemporal, un conjunto que es
mayor y más coherente. Y, si la verdad de las proposiciones se define
en términos de la coherencia de los conjuntos, no puede existir una
proposición situada en el mismo límite de la verdad. Ni siquiera pode-
mos decir que las proposiciones son verdaderas de un modo aproxi-
mado, o que se acercan más y más a la verdad en tanto que miembros
de conjuntos cada vez mayores. Esto sería suponer que existe un esta-
do imaginable que no puede ser mejorado, al que denominamos «ser
verdad» y al que nos aproximamos gradualmente. Pero no existe tal
estado, se aleja de nosotros a medida que nos aproximamos. Ninguna
proposición, pues, es perfectamente verdadera, dado que la idea de
verdad perfecta es un ideal inalcanzable.
Desde este punto de vista, parece que queda el espacio suficiente
para que el coherentista sea un realista. La verdad, con el status de ide-
al, yace más allá de cualquier posible conjunto de creencias. Cualquier
conjunto de creencias semejante, por enorme que sea, podría ser falso.
No hay nada como un punto del que pudiera decirse que, una vez
alcanzado, ya estamos situados en un lugar en el que no existe la posi-
bilidad de falsedad. Y la razón no está en la brevedad de la vida huma-
na o la falibilidad del sistema cognitivo de los humanos. Se trata, más
bien, de la relación entre la finitud de cualquier posible conjunto de
creencias y la infinitud del ideal de un conjunto completamente cohe-
rente. De acuerdo con este punto de vista sobre la teoría de la coheren-
cia de la verdad, la verdad es trascendente a toda evidencia en un sen-
tido muy fuerte.
Esta conclusión es discutible e importante. Argumentaremos en
11.1 y 11.6 que el antirrealismo se compromete con una teoría de la
percepción inadecuada. Si todos los coherentistas fueran antirrealistas
(o, por ejemplo, idealistas), esta conclusión destrozaría el coherentis-
mo. De modo que es importante que exista una forma de coherentismo
compatible con el realismo. Afortunadamente, parece que es así.
Sea esto correcto o no, debemos ser precavidos a la hora de acep-
tar como algo obvio que el antirrealismo constituye una posición
invulnerable al escepticismo, particularmente al argumento del error.
Es verdad que los dos primeros argumentos escépticos del capítulo 1

163
apelan a la hipótesis inverificable de que somos cerebros en una cube-
ta a los que se provocan las experiencias que tenemos. Pero el argu-
mento del error, aunque se presenta como dependiendo de la creencia
de que la verdad trasciende a toda evidencia, puede funcionar de
hecho con relación a la observación mucho más simple de que los
seres humanos nunca estamos en una posición tan buena que no haya
espacio para el error, para la posible falsedad de nuestra creencia
actual, dadas nuestras evidencias. Incluso si la mejor evidencia posible
para p y la verdad de p no están separadas, siempre existirá para noso-
tros esa separación entre nuestra evidencia y la verdad de p. ¿Cómo
podemos, entonces, discriminar entre la situación en la que p es ver-
dad y aquella en la que p es falsa? Independientemente de lo fuerte
que pueda ser nuestra antipatía a la existencia de diferencias inverifi-
cables, esta situación escéptica todavía puede hacer daño.
La conclusión de este capítulo es la de que el coherentismo no es
vulnerable a ningún argumento basado en el regreso de justificacio-
nes, pero, con ello, todavía no tenemos una respuesta al escepticismo.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS
La distinción entre internalismo y externalismo sólo se ha convertido en foco de
discusión recientemente. Goldman (1980) y Bonjour (1980) discuten los méritos relati-
vos de ambas posturas, aunque no parecen estar de acuerdo en qué sea el internalismo.

Pollock (1970) apoya una forma de internalismo, como hace Kvanvig (1984).

Formulaciones clásicas del idealismo y del fenomenalismo son las de los


Principios del Conocimiento Humano de Berkeley (Principles of Human Knowledge,
edición de 1954 o cualquier otra fiable) y Mili (1867, pp. 244-257).

Como contraste, Dummett (1978, cap. 10) constituye una introducción al antirrea-
lismo puro.

Los intentos de Kant de combinar idealismo y realismo se discuten en Stroud


(1984, cap. 4) con referencia especial al éxito de Kant en contra del escéptico.

El externalismo en filosofía de la mente se discute por diversos autores en el colec-


tivo de Woodfield (1982), sin excesivas referencias a sus efectos en epistemología.

164
PARTE III

FORMAS DE CONOCIMIENTO
10. TEORÍAS DE LA PERCEPCIÓN

10.1. ¿HAY ESPACIO PARA LA FILOSOFÍA


DE LA PERCEPCIÓN?
Hay dos cuestiones generales que debemos afrontar antes de entrar
en el intrincado territorio de la teoría de la percepción. La primera es
la de qué pueden esperar añadir los filósofos a los estudios sobre la
percepción que llevan a cabo los psicólogos y los neurofisiológos. La
segunda es la de cómo un epistemólogo puede conceder el respeto
debido a los resultados de esos estudios sin quedar involucrado en
alguna forma de circularidad viciosa.
Para responder a la primera cuestión, quizá deberíamos decir que
los filósofos están interesados en cuestiones muy generales sobre la
percepción. Éstas son cuestiones sobre las que los psicólogos tienen, y
están en la obligación de tener, sus propios puntos de vista. Estos pun-
tos de vista generales deben estar de acuerdo con sus descubrimientos
más específicos, por lo que no debe esperarse que los filósofos eludan
el conocimiento de algunos de esos descubrimientos. Pero las cuestio-
nes más generales pueden ser discutidas de propio derecho, como
espero que muestren los capítulos siguientes.
La segunda cuestión la plantea nuestra propia respuesta a la prime-
ra. Si un epistemólogo debe aceptar como relevante el tipo de resulta-
dos que proporcionan los psicólogos y los neurofisiológos, ¿cómo
puede evitar la acusación de que su estrategia es circular? Esta circula-
ridad radica en el intento de construir un análisis general de la creen-
cia justificada que dé por supuesto que las creencias de los psicólogos
profesionales, por ejemplo, están justificadas. Para responder a esta
cuestión necesitamos un análisis de lo que sea la filosofía y de su rela-
ción con las ciencias, dado que la afirmación de que los filósofos estu-
dian cuestiones más generales aumenta, más que disminuye, las difi-
cultades respecto a la circularidad. Volveremos sobre este tema en el
capítulo 15.

167
10.2. TEORÍAS DE LA PERCEPCIÓN
Existen tres grupos principales de teorías de la percepción: realis-
mo directo, realismo indirecto y fenomenalismo. En este capítulo
haremos un poco de topografía filosófica y seleccionaremos los
miembros principales de cada uno de esos grupos, así como el tipo de
consideraciones que se usan a su favor y en su contra. Para evitar una
confusión excesiva, no atribuiré las posiciones respectivas a sus prota-
gonistas más importantes hasta la sección de referencias al final del
capítulo, donde se encuentra también un mapa de las distintas posicio-
nes que puede ser útil.
En primer lugar, para una comprensión inicial de las diferencias
entre las tres familias, necesitamos una perspectiva previa de lo que,
en este contexto, se quiere decir por «realismo», y del contraste entre
el realismo directo y el indirecto.
El realismo en teoría de la percepción (al que denominaré realismo
perceptivo) puede caracterizarse inicialmente, de una manera vaga,
como el punto de vista de que los objetos que percibimos tienen la
posibilidad de existir, y normalmente existen, conservando algunas de
las propiedades que percibimos que tienen, incluso cuando no son per-
cibidos. Lo que quiere decir que la existencia de los objetos que perci-
bimos y, al menos, parte de su naturaleza es independiente de la exis-
tencia de cualquier perceptor. Este tipo de realismo parece distinto del
que discutimos en 1.4 y 9.5, al que denominaremos realismo metafisi-
co. En último término, tendremos que decidir cómo están relacionadas
ambas formas de realismo (11.6), pero, por entonces, nuestro análisis
del realismo perceptivo ya habrá sido mejorado.
El contraste entre realismo directo e indirecto es notoriamente res-
baladizo y, como veremos, de difícil definición precisa. Tristemente,
es habitual que los filósofos ataquen el uso ambiguo de este contraste
por parte de sus oponentes, cuando ellos mismos no son capaces de
hacerlo mucho mejor. La definición inicial que dimos de percepción
directa puede resultar vaga, pero no tan vaga como para ser completa-
mente inútil. Podemos considerar que un perceptor P percibe directa-
mente un objeto O, si P percibe O sin percibir ningún intermediario I.
P percibirá un intermediario I si, tal y como son las cosas, P percibe O
tan sólo en virtud de que percibe I. La relación de P con el intermedia-
rio I, si es que existe, no es necesario que sea exactamente la misma
que la relación de P con O, y en casos normales no lo será. Sólo se
requiere que el modo en que P aprehende I sea análogo al modo en
que aprehende O. Casos de percepción indirecta, por ejemplo, serían

168
la propia percepción en un espejo y la percepción de los actores en la
pantalla de la televisión. En ambos casos hay un objeto más inmediato
de percepción, al percibir el cual decimos que nos percibimos a noso-
tros mismos o a los actores; quizá podría decirse que el objeto inter-
medio, que, en estos casos, aprehendemos de un modo directo, es el
reflejo, en un caso, y la imagen de la pantalla, en el otro.
La percepción indirecta se acaba de definir en términos de tipos
análogos de aprehensión. Habrá tipos de aprehensión que no sean per-
ceptivos, un posible ejemplo sería la aprehensión del dolor o la apre-
hensión de la posición de los propios miembros. De modo que, cuan-
do hablamos de percepción como aprehensión, debemos recordar la
existencia de aprehensión no perceptiva.
Ahora bien, la disputa entre el realista directo y el indirecto está
relacionada con la cuestión de si aprehendemos alguna vez directa-
mente la existencia y la naturaleza de los objetos físicos. Ambos,
como realistas, están de acuerdo en que los objetos físicos que vemos
y tocamos pueden existir y retener algunas de sus propiedades cuando
no son percibidos. Pero el realista indirecto asevera que nunca apre-
hendemos directamente los objetos físicos; sólo los captamos de un
modo indirecto, en virtud de la captación directa de un objeto interme-
dio (descrito de formas diversas como idea, dato sensorial, percepto o
apariencia). El realista directo niega esta pretensión.
El fenomenalismo es una forma de antirrealismo; el fenomenalista
niega la existencia de un mundo físico que yazca tras el mundo de
experiencia y que pudiera separarse de este último. Para él, el único
objeto posible de aprehensión es la experiencia y los complejos de
experiencias. No hay realidad alguna aparte de la experiencia. Si tal
cosa es así, los únicos objetos de aprehensión son los objetos directos.
No hay nada más que pudiéramos percibir de un modo indirecto. Por
tanto, el fenomenalista puede ser considerado como alguien que está
de acuerdo con el realista directo con relación al carácter inmediato de
la percepción y la ausencia de intermediarios en ella, pero de acuerdo
también con el realista indirecto en que los objetos directos de percep-
ción no son los objetos físicos. Ésta es una descripción preliminar:
será revisada y, me temo, complicada en 10.6.
Necesitamos también decir algo más sobre la noción de «directo»
que hemos utilizado. La noción es vaga, básicamente porque no le
hemos dado un sentido preciso a la noción correlativa de intermedia-
rio; sólo hemos hablado en líneas generales sobre la percepción de una
cosa «en virtud de» percibir otra, y sobre la necesidad de que los dos
tipos de percepción sean «análogos». Estos términos pueden y deben

169
refinarse más para poder estar seguros de que hemos captado clara-
mente la distinción entre realismo directo y realismo indirecto.
Mientras tanto, el hecho de que la distinción sea vaga no puede utili-
zarse como argumento en favor de ninguna de las partes.
Nuestra definición de «directo», aunque insatisfactoria, no carece
de fuerza. Hay dos nociones cruciales que tienden o bien a inferirse
inválidamente de ella, o bien a confundirse con ella. La primera es la
noción de infalibilidad. Podemos preguntarnos cómo es posible equi-
vocarse sobre la existencia o naturaleza de algo que aprehendemos
directamente. Si el objeto se me presenta de un modo directo, en la
forma más íntima posible, no parece que quede lugar alguno para que
me equivoque sobre él. Pero esto es un simple error. En el sentido
definido de «directo», podemos estar equivocados sobre un objeto
incluso cuando lo percibimos directamente.
También podemos ver que se trata de un error si consideramos el
argumento de 4.2 al efecto de que nuestro conocimiento de los propios
estados sensoriales es falible. No importa ahora si el argumento tuvo
o no éxito. Lo que importa es que, aunque hubiera tenido éxito, no
planteaba duda alguna sobre el carácter directo de nuestra aprehensión
de nuestros propios estados sensoriales. No había tentación alguna de
concluir, a partir de nuestra falibilidad en este punto, que nuestra apre-
hensión es sólo indirecta, y que existe algún otro objeto más directo
que nuestros propios estados sensoriales. De modo que no es necesa-
rio que la aprehensión directa sea infalible.
Es importante subrayar este punto por las resistencias que puede
provocar. Si partimos de la idea de percepción directa, tendemos a
pensar en un objeto directamente percibido como algo que se nos
muestra abierto y desnudo para que lo inspeccionemos, de tal modo
que será imposible que cometamos errores perceptivos sobre su natu-
raleza e, incluso, de tal modo que no podrán haber hechos sobre él que
dejemos de advertir; así que, a este respecto, seríamos no sólo infali-
bles, sino omniscientes. Si éste es el modelo de percepción directa, es
fácil ver que no puede haber una percepción directa del mundo físico
y el realista indirecto vence en la disputa por falta de adversario. Pero,
en el modelo que estamos considerando, comenzando por la noción de
percepción indirecta tal y como ha sido definida, el perceptor directo
no necesita ser ni infalible ni omnisciente, por lo que sí se genera un
debate interesante entre dos posibles teorías.
El segundo error es suponer que es obvio que un objeto que apre-
hendemos directamente debe existir y tener las cualidades que le atri-
buimos en el momento en que lo aprehendemos. Ésta es una idea
170
sobre el tiempo; la aprehensión y su objeto deben existir al mismo
tiempo. En la formulación precedente de esta idea subsiste cierta
sugerencia en favor de la infalibilidad. Pero, olvidándola como algo
irrelevante, todavía podemos preguntarnos si el objeto de aprehensión
directa no debe existir al menos en el momento de la aprehensión.
Ciertamente, el objeto directo se nos presenta, y está presente a noso-
tros, de un modo directo. Pero ¿cómo puede sernos presente si no es
coexistente en el mismo tiempo? En el mejor de los casos, lo no exis-
tente debe concebirse como ausente (temporal y espacialmente) y, por
ello, no presente.
Hay aquí una ambigüedad desafortunada en la noción de «presen-
te», y mi sugerencia es la de que el argumento anterior se basa en ella.
En un sentido de «presente», lo presente se contrasta con lo ausente
(temporal y espacialmente). En otro sentido, lo presente es aquello
que se nos presenta, aquello de lo que tenemos aprehensión directa.
En la medida en que no nos aprovechamos de esta ambigüedad, no veo
ningún argumento que pueda llevarnos de un sentido a otro. En el sen-
tido definido, sugiero que un objeto, como una estrella lejana, puede
haber dejado de existir en el momento en que lo percibimos directa-
mente.
Ésta es una sugerencia que puede parecer contraintuitiva. Si el lec-
tor cree tal cosa, espero que se verá reafirmado cuando advierta que
habrá un posible sentido en que la memoria puede ser aprehensión
directa del pasado. Menciono este extremo para que no se me acuse
más tarde de hacer trampa. No me comprometo todavía con que la
memoria sea de hecho una aprehensión directa del pasado; sólo que no
podemos argumentar que la memoria ha de ser una forma de aprehen-
sión indirecta sólo porque su objeto haya pasado.

10.3. REALISMO DIRECTO


El realismo directo mantiene que en la percepción sensorial capta-
mos de un modo directo la existencia y naturaleza del mundo físico
circundante. Todos los realistas directos están de acuerdo en este
aspecto de las cosas: su carácter de objetos directos. Se diferencian,
sin embargo, en el grado del realismo que están dispuestos a defender.
El realista, en el sentido presente, sostiene que los objetos físicos pue-
den existir y retener al menos algunas de las propiedades que percibi-
mos que tienen, incluso cuando no los percibamos. La expresión cru-
cial es «al menos algunas», y la cuestión es exactamente cuáles.

171
Deberemos distinguir dos tipos de realismo directo, el ingenuo y el
científico; sin embargo, por la propia naturaleza del problema, deberá
haber muchas posibles posiciones intermedias.
El realista directo ingenuo sostiene que los objetos no percibidos
pueden retener propiedades de todos los tipos que percibimos que tie-
nen. Con esto quiere decir que un objeto no percibido todavía puede
tener no sólo forma y tamaño, sino también el calor y el frío, el color,
el sabor y el olor, la aspereza y la suavidad, el ser silencioso o el hacer
ruido. La ingenuidad de esta posición radica en la palabra «todas». La
posición se convierte en algo menos ingenuo en la medida en que
«todas» se convierte en «casi todas», luego en «la mayoría», y así
sucesivamente; pero nos es más fácil considerarla en su forma más
extrema y descamada.
El realismo científico directo se opone a la forma ingenua de rea-
lismo directo. Esta versión científica cree que la ciencia ha demostra-
do que los objetos físicos no retienen, cuando no son percibidos, todas
las propiedades que parecen tener cuando los percibimos. La existen-
cia de algunas de esas propiedades depende de un perceptor. Así, el
color, el sabor, el sonido, el olor, el calor y la aspereza no son propie-
dades independientes del objeto que puedan conservarse cuando nadie
lo percibe. El objeto sólo las tiene con relación a un perceptor. El rea-
lista directo científico acepta el carácter directo de nuestra percepción
del mundo, pero restringe su realismo a un grupo especial de propie-
dades.
Esta distinción es un pariente cercano de la distinción de Locke
entre cualidades primarias y secundarias (véase J. Locke, edición de
1961, libro 2, cap. 8). Locke mantuvo que las cualidades primarias de
forma, tamaño, textura molecular y movimiento tienen un status dife-
rente del de las cualidades secundarias como el color, el calor, el olor,
el sabor, etc. (podríamos denominar a estas propiedades «sensoria-
les»). De acuerdo con Locke, un objeto que percibimos como colorea-
do no retiene, cuando no lo percibimos, ninguna propiedad de ese tipo
tal y como se nos da en percepción. Por supuesto, hay un sentido en el
que se puede decir que todavía tiene color, dado que las propiedades
primarias continúan estando presentes de tal manera que aparecerá
como coloreado a un perceptor, en las circunstancias apropiadas. Un
objeto retiene la «base de cualidades primarias» para las cualidades
secundarias que parece tener. Pero el color–tal–como–lo–vemos, el
calor–tal–como–lo–sentimos o el sabor–tal–como–lo–saboreamos no son
propiedades de las que pueda decirse que el objeto las conserva cuan-
do nadie lo percibe, y, por esa razón, no podemos suponer que son

172
propiedades independientes del objeto cuando sí lo percibimos. El
color–tal–como–lo–vemos es más una propiedad de nuestra manera de
aprehender el mundo que una propiedad del mundo mismo.
Locke proporcionó un conjunto de argumentos para su posición.
De formas diversas sugirió que la evidencia experimental es abruma-
dora y que la alternativa ingenua es inconcebible. Un argumento más
débil que la apelación a la inconcebibilidad de una alternativa es uno
análogo a la navaja de Ockham. Esta navaja es el principio general de
que no debemos multiplicar las entidades más allá de lo que es necesa-
rio; por ejemplo, no debemos admitir la existencia de números o de
otros supuestos tipos de entidades a no ser que no tengamos literal-
mente ninguna alternativa. El análogo a este argumento en el caso que
nos ocupa es que no debemos admitir la existencia de un tipo de pro-
piedad si lo podemos evitar. Es posible que la parsimonia sea la acti-
tud correcta en metafísica y, además, podemos poner en juego la ape-
lación a la ciencia. Podemos decir que el tipo de explicación que nos
ofrece la física actual no necesita suponer que las cualidades secunda-
rias sean propiedades independientes de los objetos físicos. Esto pue-
de mantenerse de dos maneras distintas. En primer lugar, necesitamos
apelar a las cualidades primarias de los objetos microscópicos para
explicar las cualidades primarias de los macroscópicos, pero no nece-
sitamos adscribir cualidades secundarias a los objetos microscópicos
para explicar las cualidades secundarias de los macroscópicos. La for-
ma y el tamaño de un objeto ordinario se explican por las formas y
tamaños de sus partes componentes, pero el color y el calor de un
objeto ordinario no se explican por medio del color y el calor de sus
partes. No necesitamos introducir en nuestra explicación el supuesto
de que sus partes tengan color o calor en modo alguno. En segundo
lugar, nuestra explicación del suceso perceptivo en el que un objeto
parece cuadrado es una explicación causal que requiere que atribuya-
mos a la causa algún tipo de forma (al menos, en casos normales).
Pero nuestra explicación de que un objeto parezca azul, en la medida
en que sea posible por el momento, no necesita de una propiedad simi-
lar al color en el objeto; la explicación depende sólo de ciertas relacio-
nes entre las propiedades primarias del objeto, del ojo, del cerebro y
de las condiciones locales. Por tanto, el principio de parsimonia exige
que abandonemos la idea de que hay en el objeto algo semejante a los
colores–tal–como–los–vemos. El mundo, en la medida en que existe con
independencia de los perceptores, es tan sólo un mundo de cualidades
primarias.
Esta apelación a la autoridad de la física es realmente impresio-

173
nante. No hace imposible que el realista directo mantenga su posi-
ción, dado que la navaja de Ockham es tan sólo un principio metodo-
lógico y no una verdad necesaria. Pero sí plantea un problema. Creo
que la forma ingenua de realismo directo es, a pesar de todo, más
atractiva que la forma científica. ¿Cuáles pueden ser las razones de
esa preferencia?
Hay dos observaciones que pueden hacerse en contra de la forma
científica. La primera es una desazón general sobre el funcionamiento
de la distinción entre cualidades primarias y secundarias, que planteó
en primer lugar Berkeley (Principles..., edición de 1954, §§ 8, 14-15;
véase también el primero de sus Three Dialogues). La cuestión es la
de si nuestra experiencia del mundo, una experiencia en la que las pro-
piedades primarias y secundarias aparecen entremezcladas y con un
status semejante, es de tal tipo que podemos concebir la clase de sepa-
ración que requiere la perspectiva científica, y podemos suponer que
comprendemos qué sería un mundo espacial con cualidades primarias
pero sin las secundarias. La cuestión, por tanto, es la de la inteligibili-
dad de la concepción científica del mundo. No podemos imaginar qué
sería percibir ese mundo tal y como es en sí mismo. Sería imposible
ver los objetos de ese mundo y distinguirlos entre sí sin percibirlos, al
mismo tiempo, como coloreados. ¿Qué nos convence, pues, de que
podemos concebir qué sería ese mundo sin poder concebir cómo pare-
cería? Se diría que hay, en este punto, el peligro de atribuirnos capaci-
dades a las que no podemos dar demasiado sentido.
La primera observación es una desazón general sobre la distinción
entre cualidades primarias y secundarias. La segunda observación es
la de que, incluso aunque esta distinción fuera impecable, no es obvio
que resulte accesible al realista directo. Puede haber una incompatibi-
lidad de perspectivas a este respecto. Si la hay, la distinción no sería
fácil de establecer. Una sugerencia inicial sería que, para el realista
directo, nuestra aprehensión del calor o del color difícilmente puede
ser de orden distinto a nuestra aprehensión de la forma o el tamaño.
Ambos tipos de propiedades se nos presentan de un modo igualmente
directo; el color de un objeto es tanto una parte de él como lo puedan
ser su forma o su tamaño. Una segunda versión podría ser la de que no
está claro qué análisis de la percepción de colores puede proporcionar
el realista directo científico. Existe el peligro de que su análisis acabe
siendo una forma de realismo indirecto, dado que, seguramente, el
color se percibe tan directamente como cualquier otra cosa, por lo que,
si los objetos físicos no fueran coloreados en sí mismos, deberíamos
descubrir algún otro tipo de objeto intermediario que sí fuera colorea-

174
do. Y admitir un objeto intermediario como portador de propiedades
sensibles abriría la puerta al abandono completo del realismo directo.
Estas observaciones son un tanto oscuras, pero expresan una difi-
cultad para el realista directo científico y tratan de mostrar que la for-
ma ingenua de realismo es más consistente. La forma ingenua también
tiene sus problemas, pero veremos que la mayoría de ellos son, asimis-
mo, problemas para la forma científica.
El primer problema lo constituye la inclinación a rechazar la posi-
bilidad de concebir los colores–tal–como–los–vemos como algo que
existe cuando nadie los percibe. Si esta observación fuera correcta,
sería una crítica tanto a la forma ingenua como a la científica, dado
que la variante científica considera que tal cosa es concebible, aunque
la ciencia nos proporciona razones para creer que, por más que conce-
bible, no sucede de hecho. Pero ¿está justificado el rechazo? (Y, si lo
está, ¿qué impide que sea igualmente efectivo en el caso de la forma-
como-la-vemos y el tamaño–como–lo–vemos, tal y como argumentó
Berkeley?) No podemos apoyarnos en nuestras intuiciones básicas,
dado que éstas, en la medida en que las haya, me parecen que están
todas del lado del realista ingenuo. ¿Qué argumento puede haber tras
ese rechazo?
El primero de los argumentos es que el color percibido se altera de
acuerdo con el estado no sólo del objeto, sino del medio circundante
(básicamente, la luz) y del perceptor. Por tanto, no puede haber tal
cosa como el color real del objeto; cualquier elección entre los diver-
sos colores percibidos será arbitraria y dependerá, probablemente, de
propósitos de los seres humanos. Y, si el color real se define en térmi-
nos de los propósitos humanos, ¿no abandonamos la pretensión de que
los objetos conservan el color cuando nadie los percibe? La respuesta
es no. No es preciso que el color real sea el que se conserva cuando
nadie lo percibe; en vez de eso, haríamos mejor en definir el color real
como el que se percibe en condiciones normales. Esto deja abierta la
posibilidad de que los objetos conservan un color no percibido, que
puede o no ser su color real. Al mantener que conservan un color no
percibido, el realista ingenuo no se compromete a decir qué color es.
De cualquier modo, el argumento que parte de los cambios en el color
percibido causados por cambios en el observador no es válido. La
sugerencia de que algún color se mantiene no percibido es compatible
con el punto de vista de que percibimos objetos físicos directamente
como coloreados y con el punto de vista de que el color de un objeto
puede alterarse de acuerdo con el medio circundante (por ejemplo,
una luz de neón o la del anochecer).
175
La segunda objeción es que los objetos pierden su color en la oscu-
ridad. Por tanto, puede decirse que el color sólo existe en condiciones
adecuadas a la percepción. Es esto lo que hace difícil afirmar que los
colores existen sin ser percibidos. Pero, en primer lugar, el realista
ingenuo no necesita aceptar que los objetos pierden su color en la
oscuridad; puede decir, en vez de ello, que retienen un color que, a
causa de condiciones contingentes desfavorables, no podemos ver. E,
incluso aunque admita que el color desaparece en la oscuridad, todavía
tiene una escapatoria, dado que el hecho de que el color sólo puede
existir en presencia de la luz adecuada no contribuye en nada a mos-
trar que el color no puede existir sin ser percibido, en la medida en que
admitamos que la luz adecuada puede estar presente sin ser percibida.
El segundo bloque de problemas para el realista ingenuo es más
preocupante y trata de la posibilidad del error perceptivo y la alucina-
ción. Hay una manera correcta y una incorrecta de expresar esta difi-
cultad. La incorrecta es decir, como se hace a menudo, que el realismo
ingenuo se refuta simplemente por la existencia del error perceptivo,
dado que no podemos percibir algo directamente si no resulta ser
como vemos que es. Éste es el viejo error de suponer que la aprehen-
sión directa entraña la infalibilidad, y ningún tipo de realista directo
debería preocuparse de él. Sin embargo, el mero enunciado de que el
carácter directo de la percepción es compatible con el error perceptivo
parece insuficiente, puesto que tal error necesita una explicación y no
es en absoluto obvio cómo puede proporcionarla el realista directo.
Una manera adecuada de expresarlo sería decir que no es probable que
el realista directo tenga una explicación para el error perceptivo sin
caer en el realismo indirecto. Éste era un movimiento contra el realis-
mo directo científico y su explicación de los colores; aparece ahora,
generalizado, como una dificultad para cualquier realista directo.
Me tomo muy en serio esta dificultad. Pero antes de considerarla
(en 11.3) necesitamos examinar el realismo indirecto para ver cómo y
por qué pretende obtener mejores resultados. Sea como sea, es difícil
comprender las pretensiones del realismo directo hasta que veamos
qué mantienen sus oponentes.

10.4. REALISMO INDIRECTO


El realismo indirecto mantiene que en la percepción aprehende-
mos de un modo indirecto los objetos físicos que nos rodean en virtud
de la aprehensión directa de objetos internos, objetos no–físicos.

176
Ésta es la forma más contundente de realismo indirecto, y es la que
nos ocupará en la presente sección. Hay otras formas de realismo indi-
recto que se mencionarán (sólo para ser rechazadas) en el capítulo 11.
Incluyen la sugerencia de que nunca aprehendemos objetos físicos,
sino que inferimos su presencia de los objetos internos que sí aprehen-
demos directamente.
Por el momento, sin embargo, nos concentraremos en argumentos
en favor de la teoría tal y como se ha formulado. La tradición contiene
una enorme cantidad de argumentos diseñados para forzarnos a admi-
tir la presencia del objeto interno. Ofrezco, a continuación, cuatro de
ellos.
El primero se basa en la introspección. Ciertamente, cada uno de
nosotros sabe, a partir de su propio caso, que cuando aprehendemos
un objeto externo nuestro estado perceptivo tiene su propia naturaleza.
Dos personas que perciban el mismo objeto estarán en estados percep-
tivos distintos. Y las diferencias entre esos estados pueden ser descri-
tas como diferencias en contenido. Estos estados distintos tienen con-
tenidos perceptivos diferentes. ¿Y cómo podría el contenido de nues-
tra percepción ser algo distinto a un objeto de percepción? Se supone
que aprehendemos ese contenido y que sólo en virtud de nuestra apre-
hensión del mismo podemos aprehender (indirectamente) el objeto
material que se nos presenta. Así que el contenido de nuestro estado
perceptivo es el objeto directo de aprehensión, el objeto intermediario.
El segundo argumento es conocido como el argumento del interva-
lo temporal. Cuando percibimos un objeto como una estrella, es pro-
bable que la estrella haya dejado de existir en el momento de la per-
cepción, por lo que al no ser contemporánea al acto de la percepción,
sólo podría ser el objeto indirecto del mismo. Y, si es el objeto indirec-
to, deberá existir otro objeto que sea el directo; y, si en este caso existe
tal tipo de objeto, también deberá existir en los demás casos, dado que
siempre hay un intervalo temporal, por pequeño que sea, entre el
momento en que un objeto tiene determinada propiedad y el momento
en que percibimos que la tiene. Si esto es así, aunque el objeto no haya
cesado de existir, el estado del objeto que se nos presenta en la percep-
ción no existe en el momento del acto perceptivo y no puede consti-
tuir, por tanto, el contenido de la percepción, que sí debe estar presen-
te en dicho momento.
Claramente, este argumento descansa, en gran medida, en la
segunda de las confusiones que se señalaron en 10.2; la de suponer
que el objeto directo de percepción debe estar presente en el momento
de la percepción. Lo que añade a esa confusión son consideraciones

177
como las del primer argumento. La aprehensión debe tener un conte-
nido, el contenido debe existir en el momento de la aprehensión, y
debe ser el objeto directo interno. Dado que éste es el primer argu-
mento, el argumento del intervalo temporal no parece añadir nada
nuevo.
El tercer argumento es el conocido argumento de la ilusión. Ha
aparecido de muchas maneras; de hecho, hay un sentido en el que el
argumento anterior podría considerarse un argumento de la ilusión
(incluso dos sentidos, siendo uno de ellos un tanto peyorativo). Pero la
forma central del argumento de la ilusión se basa en el hecho de que
las experiencias perceptivas genuinas, en un momento dado, son cuali-
tativamente indistinguibles al perceptor de las experiencias ilusorias.
Debemos tener cuidado con la palabra «ilusión» en este contexto. El
argumento adopta su forma más fuerte cuando nos concentramos no
en la ilusión, cuando un objeto nos parece ser diferente a como real-
mente es, sino más bien en la alucinación, cuando creemos que hay un
objeto frente a nosotros que en realidad no existe. El realista directo
parece obligado a aceptar que, en casos normales, la percepción es una
relación entre perceptor y objeto (externo), pero que existen casos
anormales de alucinación que, aunque indistinguibles al perceptor en
su naturaleza general, son de un tipo completamente distinto, constitu-
yendo un estado no relacional del perceptor más bien que una relación
entre perceptor y objeto. La semejanza fenoménica entre los dos casos
(es decir, el hecho de que la persona implicada no pueda discriminar-
los) constituye una razón para evitar cualquier análisis que las supon-
ga de naturaleza radicalmente distinta. Por ello, el realista indirecto
concluye que el mejor análisis es suponer que, aunque ambos estados
tienen un objeto interno, sólo uno tiene un objeto externo indirecto.
Dado que la existencia y la naturaleza del objeto indirecto no es intrín-
seca a la naturaleza del estado perceptivo del perceptor, las semejan-
zas fenoménicas entre los estados no impiden que podamos decir que
uno está agraciado con un objeto externo del que el otro carece.
El argumento no es concluyente. Sería posible suponer que los dos
estados son fundamentalmente diferentes, a pesar de sus diferencias
fenoménicas, pero el argumento de la ilusión nos recuerda que hay,
como mínimo, algo extraño esta estrategia, y que sería mucho más
atractivo evitarla. Estoy de acuerdo en que el realismo directo está
comprometido con esa extraña distinción, pero creo que, a pesar de
ese carácter extraño, todavía puede ser preferible al realismo indirecto
(las razones pueden encontrarse en 11.2).
El argumento final para el realismo indirecto es un argumento

178
basado en los logros de la neurofisiología. Este argumento pone de
relieve los procesos causales involucrados en la percepción, cuyos
detalles estamos comenzando a vislumbrar. Dada esa complejidad, nos
pregunta: ¿cómo podemos pretender que percibimos directamente el
objeto externo? Hay numerosos estados o procesos intermedios en el
cerebro entre el objeto externo y la percepción; es cierto que el objeto
está separado de nosotros y sólo puede ser percibido indirectamente
por medio de los efectos que tiene sobre la superficie de nuestras reti-
nas, etc.
El argumento es un error. Es fácil que estemos de acuerdo sobre la
importancia de los recientes descubrimientos neurofisiológicos, pero
no es tan fácil el acuerdo sobre su relevancia en este contexto.
Exactamente, ¿cuál es el sentido en el que los procesos cerebrales
ocurren como intermediarios entre nosotros y los objetos externos? Es
un sentido causal; tales procesos son causalmente necesarios para que
se dé la percepción. Pero lo relevante es que no somos conscientes de
su intervención en ningún sentido remotamente semejante al sentido
en el que somos conscientes de los objetos externos. De modo que los
procesos neurofisiológicos no funcionan como objetos directos e
intermediarios de la percepción. El argumento, pues, no es un argu-
mento para el realismo indirecto, en absoluto.
Lo que nos queda como resultado de estos argumentos no es más
que la observación, incluida en el primero, de que el contenido de la
aprehensión debe considerarse un objeto interno y el carácter extraño,
que puede no ser letal, del realismo directo, tal como lo revelaba el
argumento de la ilusión. Ninguno de estos extremos es concluyente. El
segundo puede esperar hasta que examinemos con más detalle el éxi-
to, o la falta de éxito, con el que el realista directo puede enfrentarse al
fenómeno del error perceptivo (11.3). El primero es más una afirma-
ción que un argumento. Su éxito depende de un examen de las dificul-
tades para considerar los contenidos de la percepción como objetos.
Tales dificultades se exploran en 11.2.

10.5. LAS FORMAS INGENUA Y CIENTÍFICA


DEL REALISMO INDIRECTO
Podemos distinguir entre las formas ingenuas y científicas del rea-
lismo indirecto. La forma ingenua mantiene que el objeto indirecto de
aprehensión tiene propiedades de los mismos tipos que las propieda-
des del objeto directo. De modo que el objeto indirecto, el objeto físi-

179
co, tiene tanto color, olor, sabor, etc., como forma y tamaño. El realis-
mo científico indirecto, que es mucho más común, sostiene que el
objeto indirecto sólo tiene las propiedades primarias, y que las propie-
dades secundarias (sensoriales) sólo pertenecen al objeto directo. No
hay, como diría Locke, nada semejante a ellas en el objeto (indirecto).
Ambas opciones plantean problemas. La forma científica entraña
el tipo de separación entre las propiedades primarias y las secundarias
que nos cuestionábamos anteriormente. Pero la manera en que la sepa-
ración funciona en el interior del realismo indirecto es diferente del
modo en que funciona en el seno del realismo directo, y podría pen-
sarse que es menos cuestionable. Después de todo, una de las objecio-
nes a ella en 10.3 era su incompatibilidad con el espíritu del realismo
directo, y el hecho de que era probable que condujera a algún tipo de
realismo indirecto en el análisis de los colores y de otras propiedades
sensoriales. Se planteó, pero no se contestó, la cuestión de si podemos
concebir un mundo de objetos que sólo posea propiedades primarias.
El asunto es discutible. De modo que, por todo lo que se ha dicho hasta
ahora, la forma científica de realismo indirecto es una opción posible.
La forma ingenua, sin embargo, es claramente insostenible. Entra-
ña la grotesca sugerencia de que, junto con los colores visibles perte-
necientes al objeto directo de aprehensión, hay otros colores que no se
pueden ver en el mismo sentido y que pertenecen a los objetos indi-
rectos. No podemos aceptar la sugerencia de que hay dos tipos de
color, uno visible y otro invisible; o, para no exagerar sobre los com-
promisos de una teoría, que hay dos maneras de aprehender el color,
una directa y otra esencialmente indirecta. Sentimos la fuerte tenta-
ción de decir que el color es algo que sólo podemos aprehender direc-
tamente, al menos en los casos normales. Y creo que no deberíamos
resistirnos a tal tentación.
En las dos últimas secciones he ofrecido un mapa de los cuatro
tipos de realismo en teoría de la percepción. He argumentado que la
forma ingenua de realismo directo es más sólida que la forma científi-
ca, y que la forma científica de realismo indirecto es más sólida que la
ingenua. No hemos encontrado argumentos concluyentes en favor de
ninguna de las teorías supervivientes, ni, en líneas más generales, en
favor del realismo directo, por contraposición al indirecto (o vicever-
sa). Ofrezco ahora la sugerencia preliminar de que el realismo directo
está apoyado por la intuición extraordinariamente fuerte de que el
mundo físico yace, en cierto sentido, abierto a la inspección directa; a
una inspección que no se hace a través de intermediarios. Por otra par-
te, los pronunciamientos de la física favorecen el tipo de distinción
180
entre cualidades primarias y secundarias que parece encuadrarse
mejor en el seno del realismo indirecto.

10.6. FENOMENALISMO E IDEALISMO


El análisis del fenomenalismo de 10.2 era preliminar; necesita de
ciertas complicaciones para comprender propiamente la relación entre
fenomenalismo y realismo perceptual.
En 9.5 distinguimos entre idealismo y fenomenalismo como for-
mas de antirrealismo. El contraste inicial entre los dos puede verse
más claramente en la obra del obispo Berkeley (Principles of Human
Knowledge, edición de 1954). Su idealismo era del tipo que podría-
mos denominar metafísico; pretendía que los objetos físicos sólo son
conjuntos de ideas reales. Para él, un objeto no puede existir sin ser
percibido; el esse de un objeto físico es percipi (existir es ser percibi-
do). Es posible que los objetos reaparezcan después de un intervalo en
la percepción, pero no pueden continuar existiendo cuando nadie los
percibe durante el intervalo. El peligro de que, de acuerdo con este
análisis, la mayoría de los objetos serían intermitentes, y los proble-
mas subsiguientes sobre reidentificación tras un intervalo, fueron neu-
tralizados por Berkeley al afirmar que Dios es el perceptor permanen-
te de todas las ideas posibles. Con esta afirmación, se asegura que los
objetos físicos tengan una existencia continuada análoga al tipo de
existencia que el realista reclamaría para ellos. No va más allá de una
analogía, dado que, para el realista, los objetos son continuos e inde-
pendientes, mientras que, para el idealismo berkeleyano, son conti-
nuos y dependientes.
También hay indicios en Berkeley del punto de vista más flexible
de que los objetos existen en la medida en que sea posible percibirlos,
incluso aunque no sean percibidos de hecho (cf. Principles, edición de
1954, §§ 3 y 58). Una manera de expresar este punto de vista es decir
que, de acuerdo con él, los objetos son conjuntos de ideas posibles o
reales; pero esto es un tanto extraño, porque no está claro qué es una
idea posible, ni si puede ser reunida en el mismo conjunto con las
ideas reales. Sea cual sea el modo escogido para expresar este punto
de vista, implica claramente que los objetos físicos pueden existir no
percibidos, en la medida en que todavía puedan ser percibidos. Ésta es
una conclusión fenomenalista.
El fenomenalismo es más flexible y (por tanto) más verosímil que
el idealismo, dado que parece que da un sentido más natural a la idea

181
de que los objetos físicos no cesan de existir cuando no son percibi-
dos, y, por esa razón, proporciona una teoría de la percepción más ade-
cuada. A diferencia del idealismo, el fenomenalismo puede ofrecer
algo a modo de explicación del hecho de que se den sucesos percepti-
vos. El fenomenalista puede decir que lo que implica el hecho de que
yo vea mi coche en el garaje cuando abro la puerta es que el coche esté
allí durante todo el tiempo, a la espera de ser visto. (Consideraremos
en 11.1 si esta explicación es tan efectiva como parece.) Por esta
razón, se considera el fenomenalismo como la forma más importante
de antirrealismo perceptual. El idealismo queda fuera del análisis, a
pesar de que, en último término, pueda ser una teoría más consistente
y de que Berkeley podría haber estado en lo cierto al preferirla.
Hay una distinción entre tipos de fenomenalismo, que es relevante
para la manera de concebir la relación entre fenomenalismo y realis-
mo. Se trata de la distinción entre fenomenalismo eliminativo y reduc-
tivo. Y la misma distinción puede trazarse entre diversas formas de
idealismo, donde puede ser entendida más fácilmente.
La cuestión crucial aquí es la de si el idealista admite o niega la
existencia de objetos físicos o materiales. El idealista eliminativo
mantiene que no existe tal cosa como un objeto físico, que no hay
nada más que experiencia (idea, sensación). El idealista reductive sos-
tiene que sí hay objetos materiales, pero que no son nada más que
complejos de experiencias. Berkeley era de este último tipo, aunque
complicó la cuestión al distinguir entre lo que querían decir los filóso-
fos (científicos) por «objeto material», que le resultaba incomprensi-
ble, y lo que quieren decir las personas ordinarias, que, según él, era
verdadero.
La distinción entre fenomenalismo eliminativo y reductive implica
que nuestro análisis original del realismo perceptivo necesita ciertas
reformas. Dijimos que el realista perceptivo sostiene que los objetos
materiales existen (o pueden existir) y retienen la mayor parte de sus
propiedades cuando nadie los percibe. Con toda certeza, el fenomena-
lista eliminativo lo niega. Pero el fenomenalista reductivo lo puede
afirmar y lo afirma. Por tanto, necesitamos una base nueva y mejor
para la distinción entre realismo perceptivo y sus oponentes. La pode-
mos encontrar cuando consideremos qué análisis dan las teorías riva-
les sobre la naturaleza del mundo cuando no se experimenta.
Todos están de acuerdo, quizá, en que durante los intervalos entre
la experiencia la posibilidad de experiencia se mantiene. Una conse-
cuencia de la existencia permanente de los objetos físicos es la de que,
si alguien estuviera en el momento y lugar adecuados, tendría una

182
experiencia de determinado tipo (o, mejor, el mundo le parecería ser
de determinada manera). Pero el realista se distingue por su deseo de
afirmar que, tanto como la posibilidad permanente de experiencia,
está la base permanente de tal posibilidad, algo distinto de ella y que le
da soporte; y este algo es el mundo material. Esta proposición es nega-
da por todos los fenomenalistas y podemos exponer la debilidad del
fenomenalismo, precisamente, a partir de esta negativa.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS
Ayer (1969, caps. 1-2) proporciona un análisis clásico del argumento de la ilusión,
pero extrae de él la conclusión idiosincrásica de que el realismo indirecto no es una
teoría sustancial sobre la naturaleza de la percepción, sino una recomendación para un
nuevo lenguaje filosófico (de acuerdo con sus puntos de vista sobre la naturaleza de la
filosofía).

Strawson (1979) apoya el realismo directo ingenuo, pero, de una forma extraña,
mantiene que es compatible con alguna forma de realismo científico.

Comman (1975, introducción) proporciona un análisis valioso de la noción crítica


de percepción directa; en el capítulo 6 se defiende el realismo ingenuo en contra de la
mayoría de las objeciones. Mi discusión debe mucho a la de Cornman.

Jackson (1977, cap. 1) discute la distinción entre objetos de percepción mediatos e


inmediatos.

Según mi punto de vista, los libros de Cornman y Jackson son los mejores de entre
los accesibles sobre la teoría de la percepción.

He intentado asegurar que mi terminología de este capítulo sea razonablemente


representativa. La cartografía de las diversas teorías puede ser la siguiente:

El realismo directo se denomina muchas veces simplemente realismo ingenuo,


pero con ello se oscurece una distinción importante. El realismo indirecto se denomina
a menudo realismo representacional o teoría representacional de la percepción.

Las diversas teorías se discuten del siguiente modo en este capítulo y en los próximos:
El realismo directo ingenuo se prefiere provisionalmente al realismo científico
directo en 10.3.

183
El realismo indirecto ingenuo se rechaza en 10.5.
El idealismo se rechaza en 10.6.
El fenomenalismo se rechaza en 11.1.
El realismo científico indirecto se rechaza en 11.2.
El realismo directo se examina con más detalle en 11.3-5.
El realismo directo científico se prefiere, sin demasiada seguridad, al realismo
directo ingenuo en 11.6.

Los filósofos que pueden considerarse actualmente como defensores representati-


vos de las diversas teorías son:

El realismo directo ingenuo: Strawson (1979), Armstrong [1961; pero cf.


Armstrong (1968), caps. 10-11, esp. p. 277], Cornman (1975).
El realismo directo científico: Sellars (1963, cap. 3).
El realismo indirecto ingenuo: Mackie (1976, cap. 2). Se trata de un examen de los
puntos de vista de Locke.
El realismo indirecto científico: J. Locke (1961), Jackson (1977).
El fenomenalismo: Ayer (1969, cap. 5), C. I. Lewis (1946, cap. 7).

Durante el período de 1900-1950, la mayoría de los filósofos fueron realistas indi-


rectos. Ahora la balanza se decanta a favor del realismo directo; Jackson (1977) es una
excepción a la regla.

La sugerencia que Sellars es lo que he denominado realista directo científico es


discutible; Cornman piensa en Sellars como en un realista indirecto [Cornman (1975),
pp. 271-272]. El problema radica en si los senso, que Sellars concibe como constructos
teóricos explicativos, se conciben también como objetos intermedios de percepción.

Aunque Cornman rechaza una teoría que denomina realismo directo ingenuo, su
«realismo compatible del sentido común» parece una versión de lo que he denominado
realismo ingenuo directo porque es una forma de realismo directo que rechaza la dis-
tinción entre cualidades primarias y secundarias.

184
11. PERCEPCIÓN: LA ELECCIÓN DE UNA TEORÍA

11.1. EL FENOMENALISMO Y LA EXPLICACIÓN


DE LA EXPERIENCIA
Supongamos que, en cierta ocasión, le parece al lector que hay una
pared enfrente de él, y que está en lo cierto; hay una pared y él la pue-
de ver. ¿Qué explicación puede darse del hecho de que le parece que
está enfrente de la pared? ¿Cómo explicar que suceda una determina-
da experiencia perceptiva?
El realista tiene una respuesta con enorme atractivo, y la cuestión
es la de si podemos o debemos resistirnos a su poder de atracción. La
explicación parte de la existencia continuada de un objeto material
con ciertas propiedades y del suceso nuevo consistente en que un per-
ceptor se ponga en contacto (aunque sólo sea visual) con dicho objeto.
La pared estaba ahí todo el tiempo, lo que explica por qué le parece a
alguien, cuando llega y abre sus ojos, que ve una pared.
La respuesta paralela del fenomenalista es la de aceptar que hay
algo continuo en este caso, lo que explica que, en un momento dado,
se dé determinada experiencia perceptiva, pero no se trata de la pared
del realista. Hay una continua o permanente posibilidad de experien-
cia; experiencia que se desencadena cuando se dan las condiciones
apropiadas (lo que el realista describiría de nuevo como el hecho de
que alguien llegue a la escena con los ojos abiertos). De modo que el
fenomenalista explica el que le parezca a alguien que ve una pared
apelando a un condicional subjuntivo permanentemente verdadero: si
se dieran las condiciones adecuadas le parecería a la persona en cues-
tión que ve una pared.
El problema es que este condicional subjuntivo parece requerir
algún tipo de explicación. ¿Cómo llega a suceder que el condicional
subjuntivo sea verdadero? Por supuesto que el realista no negará que
sea verdadero, ni siquiera que sea relevante para la explicación. Pero
puede proporcionar una explicación de su verdad como lo hacía ante-
riormente: es verdadero porque existe un objeto físico continuo que
actúa como fundamento de la posibilidad permanente de sensación. Le

185
podría parecer a alguien que ve una pared porque (entre otras cosas)
hay una pared ahí durante todo el tiempo. ¿A qué puede apelar el feno-
menalista para fundamentar el condicional subjuntivo?
La respuesta más común del fenomenalista consiste en apelar a
regularidades en experiencias pasadas. El condicional subjuntivo se
fundamenta en conjunciones regulares de experiencias de estar en
cierto lugar con experiencias de una pared; a alguien le parecería ver
una pared en esas circunstancias porque regularmente en el pasado a
él (y a otros) le ha sucedido tal cosa. En casos adecuados, podemos
inferir un condicional subjuntivo a partir de un enunciado de tal regu-
laridad en la experiencia, y esto es así, precisamente, porque la regula-
ridad convierte al condicional subjuntivo en verdadero.
Pero esta dependencia en las regularidades pasadas como funda-
mento del condicional subjuntivo parece proporcionar un tipo de
explicación incorrecto para la experiencia perceptiva con la que
comenzábamos. Podemos verlo mejor con la ayuda de un ejemplo.
Supongamos que hay un arco sobre el que descansa la pared. ¿Qué
explicaría la capacidad que tiene el arco de servir de soporte a la
pared? Una respuesta que apelara al éxito de arcos similares para
soportar paredes similares sería incorrecta. Podría acallarnos o dejar-
nos satisfechos, pero no debería. La petición de una explicación de la
capacidad del arco de soportar la pared no se satisface señalando otros
casos similares. Sabemos que el arco soporta de hecho la pared. Lo
que nos interesa es saber por qué. La apelación a las regularidades
pasadas no parece decirnos tal por qué, sino sólo que el arco soporta o
soportará la pared. Ésta puede ser una información interesante, pero
no es la que estamos buscando. Lo que deseamos saber es qué hay en
este arco que le hace capaz de soportar esta pared, y las observaciones
sobre otros arcos no parece que sean directamente relevantes, y, de
hecho, empeoran el problema. Si hay un problema o misterio sobre
este arco, hablar sobre otros arcos se limita a hacer el misterio aún
más misterioso, no menos.
De un modo parecido, cuando preguntamos por la explicación de
una experiencia perceptiva, estamos preguntando por una explicación
en términos de esta situación; deseamos saber qué hay en esta situa-
ción que fundamente su capacidad de producir ciertas experiencias
perceptivas. La respuesta del fenomenalista en términos de regularida-
des previas no es lo que buscamos, aunque sea todo lo que él nos pue-
da dar. Sólo el realista puede proporcionar una respuesta, en términos
de las propiedades inobservadas pero continuas de los objetos que
vemos. De modo que el realista puede ofrecer un fundamento contem-
186
poráneo y relevante para el condicional subjuntivo sobre la experien-
cia; lo fundamenta en la naturaleza permanente de un tipo de cosa dis-
tinto, un objeto físico. Por el contrario, en último término, el fenome-
nalista no puede proporcionar una explicación de la experiencia per-
ceptiva.
¿Cuál es la relación entre esta crítica al fenomenalismo y la que
considerábamos en 6.3? Argumentábamos allí que el significado de
un enunciado sobre un objeto material no era equivalente al significa-
do de ningún conjunto de condicionales subjuntivos sobre la expe-
riencia. Y lo que hemos proporcionado aquí es una nueva razón en
favor de tal conclusión, dado que uno sólo podría servir de funda-
mento al otro si no fueran equivalentes en significado. Si fueran equi-
valentes, no habría ninguna ganancia explicativa en el movimiento de
uno al otro. Y un enunciado sobre un objeto material sí puede expli-
car y fundamentar la verdad de un condicional subjuntivo sobre la
experiencia.
¿Qué respuesta daría el fenomenalista a este argumento? La más
apropiada sería el cuestionar los supuestos que yacen tras él. Podemos
distinguir entre propiedades categóricas y disposicionales de los obje-
tos. Las disposicionales son las capacidades que tiene el objeto para
operar en cierto modo, bajo ciertas condiciones. Las categóricas no
son disposiciones a actuar de cierto modo (lo que no es todavía decir
qué son). Podríamos creer que sabemos que, si un objeto tiene una
propiedad disposicional, también debe tener una categórica, dado que
las propiedades disposicionales necesitan de un fundamento que no
sea disposicional. Por ejemplo, el ser cortante es una propiedad dispo-
sicional. Pero un cuchillo cortante debe serlo en virtud de la configu-
ración no disposicional de sus moléculas. Esta configuración es una
propiedad categórica que fundamenta la disposición del cuchillo a
cortar con facilidad, y es posible que también otras, como la disposi-
ción a parecer gris bajo cierta luminosidad.
Podríamos tener la impresión de que las disposiciones no pueden
existir sin un fundamento; que, si un objeto tiene la disposición a com-
portarse de cierta manera o a tener ciertos efectos, es sólo porque tiene
ciertas propiedades categóricas, una naturaleza intrínseca que explica
y fundamenta su capacidad de comportarse de ese modo. Ésta es la
impresión que expresábamos en el argumento de que los condiciona-
les subjuntivos sobre la experiencia necesitan el tipo de fundamento
que sólo puede proporcionar un realista, dado que sólo él puede dar-
nos una base no disposicional. Pero esta impresión puede ser cuestio-
nada, a pesar de que para mucha gente sea tan fuerte que la dignifica

187
hasta el punto de considerarla una necesidad conceptual o un requisito
racional. Podemos ver hasta qué punto es cuestionable si advertimos
que el tipo de explicación que ofrece normalmente la física actual es
disposicional; las propiedades básicas de la materia se conciben
actualmente como disposiciones; y, si son disposiciones básicas, es de
suponer que no tengan fundamento. Por ejemplo, los físicos conciben
la carga eléctrica como una propiedad básica, aunque suponen que hay
alguna vinculación entre esta propiedad básica y una disposición a
comportarse de cierto modo. Pero ¿cuál es la diferencia entre la pro-
piedad básica y la disposición? No es que una le da soporte o funda-
mento a la otra; se trata, más bien, de que son indistinguibles. Y, si
podemos aceptar propiedades disposicionales básicas en física, segu-
ramente las podremos aceptar en psicología filosófica. Por lo que, en
contra del argumento precedente, no es necesario que los condiciona-
les subjuntivos sobre la experiencia tengan un fundamento categórico
del tipo que sólo puede proporcionar el realista.
Para contestar a esto, podríamos distinguir tres niveles distintos.
Están, en primer lugar, lo que podríamos denominar «disposiciones
subjetivas»; se trata de las disposiciones de un objeto a parecer de
cierto modo a un perceptor. A continuación las «disposiciones objeti-
vas»: disposiciones a actuar en cierto modo, definibles sin referencia a
ningún perceptor. Por último, los estados categóricos del objeto, que
fundamentan las disposiciones a actuar de cierta manera, sin ser ellos
mismos disposiciones. La respuesta precedente del fenomenalista pre-
tende que las disposiciones subjetivas pueden explicarse sin recurrir a
ningún otro tercer nivel de propiedad categórica de las que sólo puede
hablar el realista. La respuesta a esto sería constatar que el hecho de
que la física considere como básicas ciertas propiedades disposicio-
nales no nos hace más inteligible, en absoluto, la idea de que las dis-
posiciones subjetivas en las que estamos interesados pudieran ser
básicas. Cualesquiera que pudieran ser las disposiciones básicas, la
disposición a parecer rojo no estaría entre ellas. Así pues, aunque
estemos dispuestos a admitir, en algunas ocasiones, la existencia de
disposiciones objetivas sin fundamento, no debemos aceptar la posi-
bilidad de un análisis fenomenalista de las disposiciones objetivas.
Creo, por tanto, que el movimiento que hace el fenomenalista, aun-
que mejora en mucho la calidad del argumento, no consigue mostrar
cómo sería posible explicar una experiencia perceptiva en términos
fenomenalistas.

188
11.2. REALISMO INDIRECTO: DOBLE APREHENSIÓN
Y DOBLE OBJETO
Si se rechaza el fenomenalismo, tenemos que optar entre dos for-
mas de realismo. El resto de este capítulo argumenta en favor del rea-
lismo directo. Intento mostrar que no podemos dotar de sentido al pa-
pel del objeto «interno» de aprehensión directa, y considero que éste
es un argumento suficiente en contra del realismo indirecto. Después,
trato de defender el realismo directo de algunas objeciones.
En el capítulo 10 proporcioné los argumentos más importantes en
favor del realismo indirecto y de su pretensión de que sólo aprehende-
mos el mundo físico indirectamente. El realismo indirecto afirma que
lo que aprehendemos directamente es algo distinto. La cuestión es qué
y cuál sería el papel que podrían desempeñar esos objetos más directos.
Ha habido diversas respuestas a la primera cuestión. Los objetos
directos han sido denominados perceptos, datos sensoriales, aparien-
cias, ideas, sensibilia, sema, etc. La cuestión importante no es, sin
embargo, la de qué nombre les demos, sino cómo se supone que son
los objetos así denominados. Después de todo, alguien podría decir
que ha mostrado que debe haber un objeto directo interno; denominé-
moslo «dato sensorial» y examinemos con detalle los argumentos tra-
tando de descubrir lo que nos pueden decir sobre la naturaleza de estos
datos sensoriales. ¿Qué sentido se desprende de esos argumentos para
la palabra «interno», por ejemplo?
El argumento de la ilusión, tal y como lo formulamos en 10.4, nos
lleva a suponer que la alucinación es un estado del perceptor que está
dirigido a un objeto; pero que, por ser una alucinación, la naturaleza y
existencia de ese objeto no dependen lógicamente de ningún hecho
relativo al medio circundante al perceptor, ni a la condición física de
su cuerpo o sus órganos. La conclusión era que, incluso en los casos
normales, podríamos buscar una caracterización de cómo se siente el
perceptor, una caracterización que excluyera cualquier detalle sobre el
cuerpo del perceptor o sobre el medio circundante. Tal caracterización
incluiría un análisis del objeto, un objeto «interno» en el sentido de
que su naturaleza dependería por completo del contenido de la percep-
ción, que sería en sí mismo independiente, o podría caracterizarse
independientemente, de cualquier implicación sobre el mundo físico.
Por lo que, al menos, sabemos que un dato sensorial no puede ser la
superficie de un objeto físico, como algunos han sugerido. Pero los
argumentos de 10.4 nos dicen muy poco más sobre la naturaleza del
objeto directo de aprehensión. Todo lo que sabemos es que se trata de

189
un objeto portador de las propiedades que conforman el contenido de
la percepción, descritas sin ninguna implicación sobre la naturaleza
del mundo físico. Creo, sin embargo, que en esta mínima descripción
podremos encontrar dificultades para el realismo indirecto. De ellas
me ocupo ahora.

LA OBJECIÓN ESCÉPTICA
Una queja tradicional sobre la concepción del realista indirecto es
que nos lleva directamente a un escepticismo muy general sobre la
posibilidad de conocer el mundo «externo». Si todo lo que percibimos
directamente es un objeto «interno», ¿cómo podríamos colocarnos en
la situación de adquirir creencias justificadas sobre un mundo físico
externo? Por todo lo que sabemos, no existe como mundo físico en
absoluto, dado que nunca lo podemos percibir directamente. Berkeley
argumentó que no podemos inferir la existencia de un mundo externo.
Es lógicamente posible, incluso dada nuestra aprehensión de objetos
directos internos, que no haya un mundo externo, por lo que una infe-
rencia de lo interno a lo externo no puede ser deductiva. Por otra parte,
si la inferencia fuera inductiva dependería de establecer con éxito
correlaciones previas entre los enunciados sobre los objetos directos
de aprehensión y los externos e indirectos. Pero, por hipótesis, no
podemos establecer tales correlaciones, porque necesitaríamos, para
ello, una aprehensión independiente de los objetos externos. El realis-
mo indirecto sostiene, sin embargo, que sólo podemos aprehenderlos
de un modo indirecto; nuestra aprehensión de ellos depende de nuestra
aprehensión del dato sensorial.
Este argumento ha tenido un efecto enorme, y ha sido uno de los
motores más poderosos en el desplazamiento hacia el fenomenalismo.
Si alguien está convencido de la existencia de datos sensoriales y
abrumado por dudas escépticas sobre cualquier otra cosa, con toda
probabilidad, se sentirá atraído por la solución radical de tratar de
arreglárselas sin nada más, y de tratar de construir un mundo sobre el
único material de los datos sensoriales o conjuntos de tales datos. A
pesar de su importancia en el pasado, existe la creciente convicción de
que el argumento no está bien concebido. Está equivocado si hace uso
de la idea crucial de que no podemos establecer las correlaciones
requeridas porque no podemos observar los objetos externos. El rea-
lismo indirecto no tiene la consecuencia de que los objetos externos
sean inobservables; pretende, simplemente, decirnos algo sobre qué

190
sea observarlos. Y, si lo esencial es que el realismo indirecto es vulne-
rable al argumento escéptico del error, la respuesta será que el argu-
mento del error es una amenaza a cualquier teoría de la percepción,
incluyendo el realismo directo y el fenomenalismo; dado que, bajo
cualquier teoría, siempre existirá la posibilidad de que las cosas no
sean como parece que son.
Por ello, la objeción escéptica parece no ser efectiva en contra del
realismo indirecto tal y como lo hemos caracterizado. Si el realista
indirecto hubiera sostenido que los objetos físicos son inobservables o
que inferimos su presencia o su naturaleza a partir de nuestro conoci-
miento de los objetos internos que percibimos, en ese caso, la obje-
ción escéptica hubiera tenido algún papel relevante. (La importancia
de esta observación se verá con más claridad en la siguiente subsec-
ción.) Pero contra el realista indirecto que mantenga que hay dos for-
mas análogas de aprehensión, la directa y la indirecta, el argumento
escéptico es completamente impotente.
Nos enfrentamos, pues, al problema de si podemos dotar de senti-
do a la idea de dos formas análogas de aprehensión y de sus objetos
correspondientes.

LO DIRECTO Y LO INDIRECTO
La teoría de la percepción de Locke es un ejemplo clásico de rea-
lismo indirecto, como hemos caracterizado esa posición. Locke sostu-
vo que en la percepción hay dos aprehensiones, cada una con su pro-
pio objeto. El objeto interno, que denominó idea, es percibido y el
objeto externo, la cosa material, es visto. Así, al percibir una idea en
condiciones favorables, vemos una cosa material. Hay, por tanto, apre-
hensión doble: una del objeto interno y otra del externo.
Una objeción natural a la noción de doble aprehensión es que al
perceptor sólo le parece que hay un tipo de aprehensión y un tipo de
objeto (podemos discutir más tarde si es o no un objeto interno). ¿Qué
se nos puede decir para llevarnos a aceptar la pretensión de que ver un
objeto es estar en dos estados de aprehensión distinguibles aunque
análogos?
La respuesta es que, de hecho, estamos familiarizados con la idea
de que aprehendemos una cosa en virtud de aprehender (análogamen-
te) otra. Aprehendemos la presencia de los objetos que se reflejan en
un espejo en virtud de nuestra aprehensión de los reflejos en el espejo,
y el sentido en el que vemos los reflejos es análogo al sentido en el
191
que vemos los objetos en este caso. De un modo semejante, aprehen-
demos la imagen en una pantalla de televisión en virtud de nuestra
aprehensión de las partes que la componen, y aprehendemos los suce-
sos representados (los vemos sobre la pantalla) en virtud de nuestra
aprehensión de las imágenes de la pantalla. Y, de nuevo, aprehende-
mos (vemos) una vaca en virtud de nuestra aprehensión de la superfi-
cie de la vaca que se nos presenta. Así pues, hay ejemplos familiares
en los que, dadas las circunstancias adecuadas, aprehender una cosa es
aprehender, no del mismo modo exactamente, otra. Por tanto, no es
necesario que parezca que hay dos formas de aprehensión para que
estemos justificados al decir que, en un proceso, se dan dos formas de
aprehensión.
Los ejemplos de doble aprehensión difieren entre sí de diversas
maneras, lo que no garantiza que alguno de ellos pueda utilizarse
como modelo del tipo de doble aprehensión que, de acuerdo con el
realista indirecto, se presenta en cada caso de percepción. ¿En cuál de
los ejemplos anteriores, si es que sucede en alguno de ellos, se relacio-
nan los dos objetos de aprehensión de un modo análogo a la manera en
que el dato sensorial «interno» se supone que está relacionado con el
objeto externo?
Los casos de los puntos y la imagen y de la superficie y la vaca son
casos en los que los objetos directos de aprehensión constituyen o son
partes integrantes del objeto indirecto. No es esto lo que buscamos:
los datos sensoriales, de acuerdo con el realista indirecto, no son parte
de los objetos externos. Sólo el fenomenalista desearía decir que los
datos sensoriales que aprehendemos directamente pasan a ser partes
constituyentes de los objetos que vemos, lo que demuestra que, al
menos aquí, no nos encontramos con el tipo de caso que el realista
indirecto está buscando.
Quizá sean más prometedores los casos de los reflejos en el espejo
y los objetos reflejados, y de la imagen en la pantalla y los sucesos
representados. En estos ejemplos, la relación entre los objetos directos
e indirectos parece ser doble: los objetos indirectos causan los direc-
tos y se parecen a ellos. Esto parece estar mucho más cerca de lo que
buscamos, dado que es probable que el realista indirecto afirme, como
hizo Locke, que ambas relaciones se dan entre los objetos externos y
los datos sensoriales.
Sin embargo, ¿es realmente cierto que nuestros objetos directos
internos (si tenemos tal cosa) se parecen a los objetos externos que los
causan? Nuestro realista indirecto científico deseará restringir a las
cualidades primarias la afirmación de que los datos sensoriales se ase-

192
mejan a los objetos externos, dado que niega que el color-tal-como-lo-
vemos se parezca en modo alguno a la cualidad del color, tal y como
se da en el objeto (su base de cualidades primarias). Pero es muy difí-
cil suponer que los datos sensoriales pueden parecerse a los objetos
materiales con relación a las cualidades primarias cruciales de forma y
de tamaño. No tiene ningún sentido la cuestión de cuánto mide un
dato sensorial o una parte de él. Y la impresión de un objeto cuadrado
no es, ella misma, algo cuadrado, ni puede pensarse que comparta las
propiedades relevantes del objeto cuadrado. Incluso si consideramos
datos sensoriales de tipo visual, no podemos suponer que compartan
las formas de los objetos que representan. En el mejor de los casos,
podemos decir que un dato sensorial puede parecerse a una imagen
pictórica de un objeto, pero, entonces, el parecido no se da entre dato
sensorial y objeto, sino entre el dato sensorial y una imagen pictórica.
El tipo de forma tridimensional que atribuimos a los objetos no es
algo que puedan compartir nuestros datos sensoriales. Nuestros datos
sensoriales sólo pueden ser semejantes a la manera en que los objetos
parecen, no a cómo sean. Pero esto no sirve, dado que nuestros datos
sensoriales son exactamente la manera en que tales objetos parecen.
Si lo relevante no es la semejanza, ¿podemos retrotraernos a la
relación causal entre objetos directos e indirectos de nuestros ejem-
plos, para mostrar que son relevantemente similares a la idea del rea-
lista indirecto de una doble aprehensión? El problema es que la rela-
ción causal es incapaz de sostener la analogía por sí misma. Nuestra
aprehensión en estos casos se concibe como algo doble: aprehende-
mos tanto la imagen como los sucesos representados. Pero esto no es
así por el mero hecho de que los sucesos representados estén entre las
causas más importantes de las imágenes. Hay muchos sucesos que
están entre las causas más importantes de las cosas que aprehende-
mos, sin que se diga que aprehendemos de un modo análogo esos
sucesos. En la mayoría de los casos, no los aprehendemos análoga-
mente más de lo que aprehendemos a alguien por ver sólo su sombra.
Sabemos que están ahí, pero este conocimiento, aunque lo denomine-
mos aprehensión, no es relevantemente similar a nuestra aprehensión
de la sombra. Vemos la sombra y no vemos a la persona. De modo que,
si abandonamos la semejanza como fundamento de la analogía, des-
truimos ésta, dado que lo que nos queda es insuficiente para sostener-
la por sí mismo.
Las dificultades que hemos encontrado en la idea del realista indi-
recto de una aprehensión doble no son definitivas, no constituyen una
refutación del realismo indirecto. Pero sí nos dan una razón para bus-

193
car una teoría que no genere tantas dificultades. Una teoría tal sería,
por supuesto, el realismo directo; pero, antes de volver a ella, debemos
considerar brevemente los méritos o deméritos de otra teoría alterna-
tiva.
Esta alternativa, que denominaré realismo inferencial, acepta que
hay problemas en la noción de una aprehensión doble, y las evita
abandonando una de las dos formas de aprehensión. Pero se diferencia
del realismo directo al abandonar no el objeto directo interno o dato
sensorial, sino el objeto indirecto externo. La teoría, por tanto, mantie-
ne que no aprehendemos los objetos materiales en ningún sentido aná-
logo a aquel en el que aprehendemos los datos sensoriales. Más bien,
nuestro conocimiento de los objetos materiales es inferencial. [Un
buen ejemplo de realismo inferencial es Russell (1926) y, más recien-
temente, Ayer (1976).] Se sostiene que los datos sensoriales son los
únicos objetos de aprehensión perceptiva, y que, a partir del conoci-
miento de nuestros propios estados sensoriales, inferimos la presencia
y naturaleza de los objetos materiales que los causan.
Una queja sobre este punto de vista es que convierte el mundo
material en algo invisible. Comenzábamos tratando de explicar qué es
ver, por ejemplo, un objeto material, y acabamos anunciando que tales
cosas no pueden ser vistas en absoluto. Como poco, se trata de una
consecuencia altamente inverosímil, pero no es letal. Es de suponer
que el realista inferencial piense que debemos tragarnos esta medicina
porque es nuestra obligación. Pero podemos proseguir con este asunto.
Parece que la objeción escéptica, que no era concluyente en contra del
realismo indirecto, sí podría serlo en contra del realismo inferencial.
¿Qué razones tenemos para suponer que hay cosas tales como los
objetos materiales, si son invisibles, etc.?
La respuesta habitual a este ataque es señalar a generaciones de
físicos, cuya práctica ha sido la de inferir lo inobservable a partir de lo
observable. ¿No muestra eso que la inferencia de lo observable a lo
inobservable no puede descartarse como principio? Pero la analogía es
insuficiente. El físico infiere, a partir de la observación de objetos o
sucesos estrictamente materiales y normales, un mundo mucho más
remoto. La diferencia entre su práctica y la del realista inferencial no
es la de que el mundo que infiere el realista inferencial sea remoto,
sino la de que los objetos a partir de los cuales infiere no parecen tener
las propiedades suficientes como para apoyar la inferencia.
El argumento del capítulo 5 contra la imposibilidad del lenguaje
privado proporciona cierto apoyo para esta observación. Si no pode-
mos instituir un lenguaje primario para la descripción de la experien-

194
cía sensorial, es decir, los datos sensoriales, no podemos esperar soste-
ner la creencia del realista inferencial de que nuestro conocimiento de
los objetos materiales se infiere completamente a partir de nuestra
aprehensión primaria de datos sensoriales.
De modo que lo que nos resta por hacer es ponderar los méritos del
realismo directo. La situación actual es que el realismo directo tiene
una enorme plausibilidad intuitiva, pero que parece tener dificultades
con el argumento del error. El realismo indirecto tiene menos plausibi-
lidad, y los argumentos en su favor no son concluyentes. Los proble-
mas que hemos encontrado para dar sentido a la idea de una doble
aprehensión y un doble objeto parecen, por tanto, suficientes para que
escrutemos con mayor detalle el realismo directo.

11.3. EL REALISMO DIRECTO Y LA EXPLICACIÓN


DEL ERROR PERCEPTIVO
Al final de 10.3 sugerí que el realismo directo necesita algo más
que la afirmación descarnada de que su teoría permite la posibilidad
del error perceptivo. Es verdad que la aprehensión directa no entraña
infalibilidad. El peligro es, sin embargo, que, al intentar una explica-
ción del error perceptivo, el realismo directo acabe por caer en el rea-
lismo indirecto.
El atractivo del realismo indirecto en esta área es fácil de ver. Para
el realista indirecto, el error perceptivo es un desajuste entre dos obje-
tos; un desajuste, por ejemplo, entre un dato sensorial cuadrado y azul
y una caja verde y oblonga. Pero, para el realismo directo, sólo existe
un objeto, por lo que le es difícil hablar de desajuste. ¿Entre qué cosas
se daría tal desajuste?
El argumento de la ilusión nos pide que admitamos que, en el caso
de la alucinación extrema, no está presente, en absoluto, ningún objeto
externo. Si es así, ¿cómo analizar lo que le sucede a la persona que
sufre la alucinación? Tal persona tiene una experiencia perceptiva,
está en cierto estado, perceptivo. Y este estado preceptivo debe poder
ser caracterizado de un modo independiente, sin ningún tipo de impli-
cación respecto a la naturaleza del medio físico circundante. Además,
tal estado perceptivo, que se da sin el objeto adecuado, puede ser redu-
plicado en un perceptor que no esté sufriendo ninguna alucinación. En
un caso ordinario, también puede darse una descripción independiente
del lado de la historia que vive el perceptor, sin decir nada sobre el
mundo circundante. Estas descripciones independientes describen un

195
estado perceptivo. Pero, en el análisis del realista directo, el estado
perceptivo no tiene objeto interno y no es un intermediario entre el
perceptor y el objeto externo. Parece que, entonces, para que haya un
análisis del error perceptivo en términos de desajuste debe establecer-
se como un desajuste entre el estado perceptivo y el objeto. ¿Cómo ha
de ser un estado perceptivo para poder «dejar de ajustarse» al mundo?
Los realistas directos no están obligados a conceder que el argu-
mento de la ilusión haya de conducirlos a este punto. Alguien que
adoptara una posición externalista radical en filosofía de la mente
(véase 9.3) sostendrá que no hay en la percepción nada como un esta-
do perceptivo cuya naturaleza sea lógicamente independiente de la
existencia del objeto del que parece ser una percepción. No hay resi-
duo de tal estado, común a los estados perceptivos y a las alucinacio-
nes, descriptible sin referencia a su objeto. Pero la mayoría de los rea-
listas directos son internalistas en este respecto y admiten la existencia
del estado perceptivo como un residuo no–objetual.
¿Qué sentido puede darse a la noción de un desajuste entre el esta-
do perceptivo y el mundo? ¿Cómo son esos estados perceptivos? ¿Qué
análisis de ellos podría darse que no los convirtiera en unos nuevos
objetos de aprehensión? El realista directo podría apelar, en este pun-
to, a una analogía con la denominada Teoría Adverbial de la
Sensación. [Esta teoría se deriva de Chisholm; véase Chisholm
(1977), p. 30, y Cornman (1975), pp. 73-77.] Supongamos que esta-
mos preocupados por la expresión «tengo dolor», preguntándonos,
quizá, si puede ser verdadera cuando no somos conscientes del dolor.
La teoría adverbial intenta evitar concebir el dolor como un objeto de
aprehensión y reformula la expresión de un modo adverbial: «me sien-
to dolorosamente». Parte del sentido de hacerlo así es sugerir que la
expresión «duele» es más reveladora que la expresión «tengo dolor».
La analogía podría usarse para sugerir que debemos analizar el
contenido de una experiencia visual, o de otro tipo, como una manera
de ser consciente. En lugar de hablar de experimentar un dato senso-
rial con una propiedad P, deberíamos hablar de sentirnos P–mente o de
sentirnos de un modo P. Incluso si esto equivale a la adscripción de
tipos especiales de propiedades a nuestros estados de aprehensión no
es incompatible con el realismo directo. Porque el estado de aprehen-
sión que tiene esas propiedades no es un objeto de aprehensión, inter-
medio entre nosotros y el mundo físico. (Ésta es la razón por la que no
es probable que Sellars, que mantiene la teoría adverbial, sea un rea-
lista indirecto.)
Pero, incluso si el realista directo concibe el estado perceptivo, o el

196
contenido de la aprehensión, como una manera de aprehender más que
como un objeto de aprehensión, ¿de qué le podría servir a la hora de
proporcionar un análisis del error perceptivo? Deberá suponer, clara-
mente, que puede haber un desajuste entre el estado perceptivo y el
mundo, pero considerar tal estado como una manera de aprehender el
mundo todavía no proporciona una clara comprensión del posible
desajuste entre la manera y el mundo. Todos sabemos que el mundo
puede no ser como consideramos que es. Pero tal hecho no proporcio-
na una respuesta a la cuestión. Más bien, es la cuestión ¿Cómo pode-
mos entender ese hecho?
Para progresar ahora necesitamos introducir una nueva cuestión
sobre la percepción, una cuestión que ya ha aparecido de forma breve
e imprevista en 4.2 y 8.4. Podemos considerar la percepción como una
forma compleja de sensación; podemos considerarla como, esencial-
mente, una forma de creencia; o podemos considerarla como una
combinación de creencia y sensación. De modo que existen tres tipos
de teoría:

1. teoría de la «sensación pura»,


2. teoría «mixta»,
3. teoría de la «pura creencia».

El primer tipo de teoría no necesita sostener que las sensaciones


perceptivas son objetos de aprehensión; podría ser una teoría adver-
bial. Pero es probable ver sólo una diferencia de grado entre sensación
«perceptiva» y otras sensaciones más simples, como dolor. Aunque
dejemos a un lado la cuestión de si hay sensaciones visuales, distintas,
por ejemplo, a las que causa la luz muy brillante e intermitente, toda-
vía nos podemos sentir incómodos con una analogía demasiado fuerte
entre la «sensación visual» y una sensación como dolor. Dado que,
incluso aunque aceptemos que la percepción involucra el que se dé
alguna forma característica de sensación, parece que ese tipo de sensa-
ción no puede darse sin una creencia, o, al menos, sin que se dé la ten-
dencia a formarse una creencia, sobre los objetos que causan la sensa-
ción. La sensación pura no es lo suficientemente cognitiva como para
poder constituir un modelo para la percepción. La percepción no es la
aparición de una sensación que puede o no provocar una creencia, o, al
menos, una tendencia a tener cierta creencia. Percibir es (tener la ten-
dencia a) creer.
Pero esto no nos debe llevar tampoco a una teoría de la percepción
como «pura creencia». Hay filósofos [cf. Armstrong (1951), cap. 9]

197
que mantienen que los elementos «sensoriales» característicos de la
percepción no son esenciales al proceso, y analizan la percepción
como una mera tendencia a formarse creencias sobre el mundo circun-
dante. De hecho, existe un fenómeno interesante, y descubierto
recientemente, que podría considerarse que presta apoyo a esa posi-
ción. Se denomina visión ciega. Se da cuando personas que parecen
ser ciegas, en el sentido de que no experimentan sensaciones visuales
(ésta es, obviamente, una descripción interesada), son capaces de res-
ponder con extraordinaria exactitud algunas cuestiones simples sobre
la forma y la localización de los objetos circundantes. Las personas en
cuestión no saben que sus respuestas son exactas; normalmente, con-
sideran que están tratando de adivinar.
Este fenómeno podría considerarse como una forma de percepción
pura no sensorial que mostraría que la sensación visual, aunque habi-
tual, no es algo esencial para la percepción misma. El problema radica
en que el tema que nos ocupa en esta investigación sobre la percepción
no es esta forma de aprehensión empobrecida, aunque interesante,
sino la manera mucho más rica en que nosotros aprehendemos el mun-
do que nos rodea. La visión ciega no puede utilizarse para mostrar que
las diferencias características entre los sentidos, y la diferencia entre
ver que algo es verdad y llegar a creer meramente que lo es, no son
importantes para nuestro modo de escudriñar las cosas. Sea lo que sea
la visión ciega, no es ver.
Parece, pues, que debemos optar por una teoría mixta de la percep-
ción, en la que la percepción sea alguna forma de combinación de
«sensación» y «creencia». La cuestión es la de qué tipo de combina-
ción podría ser. Lo que tenemos, hasta ahora, es que la percepción ha
de ser concebida como algo cognitivo, aunque no podamos dejar a un
lado, por ello, las maneras características en las que las cosas le pare-
cen a alguien cuyos oídos están abiertos, etc. Tenemos aquí una elec-
ción. O bien consideramos que los dos elementos de la teoría mixta
son separables, o bien los consideramos como idénticos en último tér-
mino. Si los consideramos separables, deberemos suponer que la ten-
dencia a creer que las cosas son del modo en que parecen ser es, de
algún modo, extraíble del todo, dejando tras ella la mera apariencia. Si
las consideramos como idénticas en último término, deberemos supo-
ner que el hecho de que el mundo se nos parezca en un modo caracte-
rístico es exactamente que adquiramos cierta tendencia a creer. Esta
tendencia a creer no es algo que pudiera darse en ausencia de ese
modo característico de parecer, por lo que no es algo que pudiéramos
compartir con el que pueda poseer la visión ciega.

198
Me parece que esta última alternativa es, con mucho, la más vero-
símil. En vez de considerar la percepción como una combinación de
dos elementos separados, uno cognitivo y otro sensorial, deberemos
considerar que la percepción es una forma característica de creencia
(o de tendencia a creer), una que no comparten los que carezcan de
input sensorial relevante, y en la que la tendencia a creer no puede
separarse de que se dé tal input.
Pero, en este punto, en la medida en que optemos o bien por una
teoría mixta, o bien por teoría de la percepción como pura creencia, ya
podemos ofrecer una respuesta a la cuestión original sobre el error per-
ceptivo y su explicación en términos de desajuste entre el estado
perceptivo y el mundo. Este desajuste puede considerarse ahora como
un caso del desajuste entre la creencia y el mundo que se da cuando
una creencia es falsa. Puede que haya problemas para proporcionar un
análisis de la falsa creencia, pero son problemas que, de cualquier
modo, estamos obligados a afrontar. De modo que este análisis del
error perceptivo, que es accesible al realista directo, no añade proble-
mas nuevos, sino que se limita a unir dos problemas en uno solo.

11.4. UN ELEMENTO CAUSAL


Hemos concedido que una persona que vea, oiga o sienta un obje-
to, se encuentra en un estado perceptivo que puede describirse sin
implicaciones respecto al mundo que la rodea, porque tal estado per-
ceptivo puede darse en alguien, quizá bajo una alucinación, indepen-
dientemente de cuál sea su medio circundante. Por tanto, no puede
decirse que todo aquel que esté en ese estado perceptivo ve (oye, sien-
te) los objetos que lo rodean. ¿Qué más se necesita, además del estado
perceptivo, para que la persona implicada vea?
No sería suficiente decir que alguien ve lo que lo rodea si y sólo si
está en un estado (visual) perceptivo adecuado y el mundo es como él
cree, en ese estado, que es. Supongamos que estoy sentado enfrente de
una pared blanca, con el cerebro conectado a un computador que me
causa diversos estados perceptivos, y que uno de ellos es el de una
superficie blanca. ¿Diríamos que hay ciertos momentos en los que veo
lo que me rodea y otros momentos en los que no? No lo diríamos, y
nuestras reticencias muestran cómo mejorar el análisis de qué estados
perceptivos constituyen ver algo. No sólo el mundo debe ser como yo
creo, en un estado determinado, que es, sino que cómo sea el mundo
debe ser una causa de mi creencia de que el mundo es así. Esta idea es

199
conocida como la teoría causal de la percepción. Ver (oír, sentir) es un
estado perceptivo causado de la manera adecuada.
En esta sugerencia causal, hay algo que es obviamente correcto.
Me gustaría hacer un par de comentarios sobre ella.
En primer lugar, la sugerencia, tal y como la hemos formulado, no
puede ser completamente correcta; la relación causal entre el mundo y
el estado perceptivo ha de especificarse en mayor detalle. El ejemplo
del científico benevolente revela la necesidad de esos retoques.
Supongamos que el computador conectado a mi cerebro está controla-
do por un científico benevolente que causa los estados que yo tendría
si estuviera viendo, es decir, que asegura que mis estados perceptivos
no son erróneos (falsos). En este caso, mis estados perceptivos están
causados indirectamente por el mundo, pero no diríamos que ésta
sería una situación en la que yo viera lo que me rodea. La razón pare-
ce ser que el vínculo entre el mundo y el estado perceptivo no es fia-
ble, dado que depende de la voluntad de un experimentador que podría
ser arbitraria.
Hay, en este caso, un vínculo causal entre el mundo y el estado
perceptivo, pero no se trata del vínculo adecuado. ¿Cómo podremos
impedir los vínculos causales inapropiados? Una manera de hacerlo
sería confiar en los descubrimientos (futuros) de la neurofisiología.
Lo que tenemos que hacer es proporcionar una lista de ejemplos que
estemos dispuestos a considerar como casos genuinos de ver (oír, sen-
tir) en el medio circundante, y decir que todos los estados perceptivos
causados de maneras relevantemente similares a las que están involu-
cradas en los casos específicos pueden ser considerados casos de ver.
Esto eliminaría las rutas causales inapropiadas. Lo esencial es que,
como filósofos, y/o mortales ordinarios, podemos no tener ni idea de
cómo han de ser esas rutas, por lo que dejamos en manos de los neuro-
fisiólogos la investigación pertinente. Y, por el momento, nos servi-
mos por adelantado de sus descubrimientos como si fueran una suerte
de pagaré anticipado. [Éste es el punto de vista que adopta Grice
(1954).]
Hay, sin embargo, una dificultad en este punto de vista y radica en
la expresión «estados causados en maneras relevantemente similares a
las que están involucradas en los casos especificados». Supongamos
que nuestro pagaré se hace efectivo y que conocemos la historia causal
de mi creencia actual con detalle suficiente; ¿conocemos también, por
ello, qué otras rutas causales son relevantemente similares y cuáles no
lo son? Parece que no es necesario que sepamos tal cosa, por lo que
los detalles de la cláusula causal no pueden ser dejados enteramente

200
en manos de los neurofisiólogos. Si descubren una creencia aparente-
mente perceptiva causada de una manera completamente nueva,
¿quién podría decidir si la manera era relevantemente semejante a las
maneras ya conocidas? Los neurofisiólogos no tienen ninguna autori-
dad especial para tomar una decisión al respecto. Y nuestra decisión
no tendría en cuenta el grado de semejanza entre las historias causales,
sino que consideraría directamente nuestra tendencia a aceptar la cre-
encia como perceptiva. Estaríamos decidiendo sobre si queremos
incrementar la cantidad de ejemplos cruciales o casos paradigmáticos.
Por tanto, la apelación a la neurofisiología parece incapaz de resolver
nuestros problemas. Tampoco podemos limitarnos a decir que los
estados perceptivos causados de la manera adecuada son casos de ver.;
tal cosa sería eludir la cuestión que nos ocupa. Por tanto, el requisito
causal plantea dificultades que, por el momento, no sabemos resolver.
[Strawson intentó solucionar estos problemas en Strawson (1974),
cap. 4.] Esto nos lleva al segundo de los comentarios que deseo hacer
sobre la teoría causal de la percepción.
La necesidad de un elemento causal se mostró al conceder que la
diferencia entre alguien que viera su medio circundante y alguien que
sufriera una alucinación no debería ser una diferencia «interna». En la
medida en que nos limitemos a las personas implicadas, podría no
haber ninguna diferencia entre sus estados perceptivos. La diferencia
radica por entero en el desajuste en las relaciones causales entre estos
estados y el mundo «externo». Este punto de vista nos plantea todas
las cuestiones tradicionales como la de qué evidencia «interna» tene-
mos en un momento dado de estar viendo y no de estar sufriendo una
alucinación, y como la de qué hay que añadir exactamente al estado
perceptivo interno para que se convierta en un caso de visión. Pero
todas estas cuestiones y dificultades pueden evitarse en la medida en
que neguemos el supuesto en el que están basadas, o sea, que hay un
núcleo residual que es común a las dos situaciones mencionadas. El
argumento de la ilusión trata de establecer, precisamente, la existencia
de este núcleo residual compartido. Pero un filósofo de la mente que
adopte el externalismo (véase 9.3) negaría la existencia de ese tipo de
núcleo común, y diría que, aunque no podamos decidir si estamos
viendo o alucinando, ello no quiere decir que ambas situaciones tienen
un núcleo idéntico común. Se trata más bien de situaciones diferentes,
a pesar de ser indistinguibles. El hecho de que, a veces, no podamos
señalar sus diferencias, no quiere decir que sean «internamente» idén-
ticas. Un externalista diría que ver es un tipo de estado mental sólo
posible cuando se da un objeto externo adecuado. Que uno esté o no

201
en tal estado dependerá, por tanto, de si se da o no el objeto relevante.
Pero el objeto no puede separarse del estado de tal modo que podamos
preguntarnos si está o no causando el estado de la manera adecuada.
No es posible que el objeto cause ese estado de un modo inadecuado.
Hay otro tipo de estado que podría ser causado de esa manera inapro-
piada, pero eso es otra cuestión. [McDowell (1982) muestra la impor-
tancia de esta posición externalista.]
El atractivo del externalismo en filosofía de la mente, para nues-
tros propósitos, radica en su respuesta intransigente al argumento de la
ilusión y en la resultante facilidad con la que puede manejar la cues-
tión, que de otro modo resulta embarazosa, sobre la relación causal
que se requiere entre el estado perceptivo y el objeto. Pero este tipo de
externalismo todavía no está bien elaborado. Su alternativa internalis-
ta es, con mucho, el punto de vista hoy en día más habitual.

11.5. PERCEPCIÓN, CAUSALIDAD Y JUSTIFICACIÓN


En 11.2 argumentábamos que un estado perceptivo (si hay tal cosa,
a pesar de las protestas del externalismo) no es tanto un tipo complejo
de sensación como una forma característica de creencia. Ahora, como
epistemólogos, debemos preguntarnos por qué confiar en creencias de
esa forma característica.
Hay dos cuestiones aquí que es importante distinguir. La primera
es la de bajo qué condiciones estaría justificada una creencia percep-
tiva. La respuesta a esta cuestión es coherentista. Una creencia perceptiva
está justificada si y sólo si el conjunto del que es miembro es; más
coherente con ella que sin ella. Pero hay otra cuestión que comenzar
mos a considerar en 8.5, al discutir la seguridad antecedente y la sub-
siguiente. Era la cuestión de si (y, si la tienen, por qué) las creencias
perceptivas tienen cierto grado de seguridad antecedente, de si, en
calidad de perceptivas, va a resultar más difícil desbancarlas.
Podríamos decir que las creencias perceptivas están normalmente jus-
tificadas, o que ver cómo son las cosas a nuestro alrededor es, normal-
mente, saber cómo son. Si tal cosa es cierta, podría quizá seguirse que
toda creencia perceptiva tiene, como tal, un buen comienzo, una opor-
tunidad mayor de probarse, en último término, justificada. Pero, si
esto es así, ¿cuál es la razón?
Podríamos comenzar sugiriendo, con Nozick, que nuestras creen-
cias perceptivas son normalmente conocimiento porque tales creen-
cias, normalmente, siguen el rastro de la verdad. Pero esta respuesta

202
tiene dos defectos. En primer lugar, la cuestión era, en realidad, la de
por qué es normal que las creencias perceptivas sigan el rastro a la
verdad. En segundo lugar, esta respuesta al modo de Nozick parece,
como sería de esperar, una respuesta externalista, externalista en el
viejo sentido del contraste externalismo/internalismo de 9.1–2. El
hecho en virtud del cual mis creencias perceptivas deben contar como
conocimiento (un hecho sobre su capacidad de seguir el rastro a la
verdad) no es uno del que yo, como creyente, necesite ser consciente.
Pero, como todavía no tenemos ninguna razón, distinta a la mera pere-
za, para ser externalistas, no podemos contentarnos con ninguna res-
puesta de este tipo.
Un segundo intento de responder nuestra cuestión adopta la pers-
pectiva de que es una necesidad conceptual que nuestras creencias sean
normalmente, o en su mayor parte, verdaderas. [Ésta es una sugerencia
que hacen Hamlyn (1970), pp. 177-183, y Shoemaker (1963), pp. 229-
239.] Si esto es así, cualquier apelación a ello debe ser externalista,
dado que la mayoría de la gente, filósofos incluidos, no lo cree. Pero
los argumentos en su favor no son concluyentes. Hay dos. El primero
es una apelación a los cánones para la traducción correcta (véase 7.4).
Se sugiere que nunca estaríamos en lo correcto al traducir una palabra
extranjera como «ver» o «percibir» si la mayoría de las que estuviéra-
mos considerando, al hacer tal cosa, como afirmaciones perceptivas
resultaran ser (de acuerdo con nuestros propios criterios) falsas. Por
tanto, sólo podemos entender como perceptivo un tipo de proceso
cuyos resultados sean normalmente verdaderos. Pero este argumento
es, con mucho, demasiado fuerte, y hace un uso inválido del principio
de que la traducción debe preservar la verdad en la medida de lo posi-
ble. Del mismo modo, podríamos probar la imposibilidad de atribuir
creencias morales a unos nativos, a menos que las creencias morales
que les atribuyéramos fueran normalmente verdaderas (de acuerdo con
nuestros propios criterios). Un argumento mejor es el de que los infor-
mes que los demás dan sobre sus estados perceptivos son una parte
muy importante de nuestros criterios para los enunciados sobre cómo
es el mundo. Por tanto, es imposible que el mundo sea, en líneas gene-
rales, distinto al modo en que la gente ve normalmente que es. Hay una
dificultad general sobre el uso de este argumento aquí, dado que, cuan-
do menos, el argumento está coloreado de tintes antirrealistas, mientras
que tratamos de trabajar en el seno de un punto de vista de realismo
directo. Aparte de ello, el argumento parece exagerar el papel del
acuerdo. Es posible que no tengamos ninguna esperanza de construir
una teoría de cómo el mundo es, por nosotros mismos, sin recurrir a la

203
presencia de otros. Pero no se sigue que el papel de los otros se limite a
(o se defina en términos de) la necesidad del acuerdo. Y sin la necesi-
dad del acuerdo no queda esperanza alguna para la idea de que nuestras
creencias perceptivas deben ser (normalmente) verdaderas.
Una tercera respuesta, particularmente apropiada para el coheren-
tista, proviene de las discusiones de 8.5. Sugerimos allí que una adhe-
sión más empecinada a las creencias perceptivas, una que fuera más
exigente a la hora de aceptar el carácter refutante de las evidencias en
su contra, lleva, y se espera que lleve, a una mayor coherencia en el
conjunto de creencias. Es algo similar a la justificación coherentista
de los diversos principios de inferencia considerada en 8.3. Pero hay
problemas para este punto de vista.
Podríamos admitir que, para alguien que sostenga esta creencia
implícita, habrá un sentido en el que sus creencias perceptivas estén
(normalmente, de un modo no definitivo) justificadas. Y podríamos
admitir que, como asunto de hecho, todos nosotros sostenemos implí-
citamente esta creencia. Pero ¿qué sucedería si hubiera alguien que no
la mantuviera? Lo que tratamos de mostrar, sin apartarnos del interna-
lismo, es que todo el mundo tiene una razón internalista para conside-
rar las creencias perceptivas justificadas en tanto que perceptivas; por
tanto, la razón no puede estar en la existencia de una creencia que
alguien pudiera no tener. Intentamos mostrar, de algún modo, que,
incluso si las personas no consideran justificadas las creencias percep-
tivas, deberían hacerlo.
¿Es verdad que un aumento en la confianza en las creencias per-
ceptivas incrementa la coherencia? Si lo es, podemos argumentar que
todo el mundo debería creerlo, a causa del incremento de coherencia
que resulta de la adición de esa creencia. Por tanto, dentro de los lími-
tes del internalismo y el coherentismo, hay una manera de argumentar
desde la verdad a la justificación. Pero ¿qué nos dice que la proposi-
ción crucial es verdadera? Sin ninguna razón para creer que lo sea, no
tenemos ninguna razón para suponer que habrá un incremento de la
coherencia en el conjunto de creencias si la incluimos. Y esto vuelve
el argumento del revés. En ausencia de razones para creerla verdadera,
esta respuesta a la cuestión original se convierte en una hipótesis sin
soporte. Es posible que pueda encontrarse alguna manera de mejorar
la respuesta coherentista a nuestro problema, ello estaría de acuerdo
con el programa de este libro. En caso contrario, deberemos dirigirnos
a un tipo distinto de respuesta.
Una cuarta respuesta descansa sobre el elemento causal introduci-
do en las secciones previas. Una diferencia entre creencias perceptivas

204
y otras es que concebimos la percepción como algún tipo de respuesta
al mundo, y el mundo como algo que está frente a nosotros abierto a
nuestra inspección. En un caso adecuado, la razón principal por la que
vemos el mundo de un modo determinado es que el mundo es así. Una
creencia perceptiva de que p, entonces, puede tener como su causa
principal el hecho de que p. Esto diferencia las creencias perceptivas
de las demás. No es posible percibir que todos los hombres son morta-
les o que e = mc.2.; tales hechos no pueden ser la causa más importante
de mi creencia, incluso aunque tengan algún tipo de papel causal.
Esto no quiere decir que todas las creencias perceptivas tengan
como causas más importantes los hechos relevantes. Si tal cosa suce-
diera, el error perceptivo sería imposible. Lo importante es que tal
cosa puede suceder en cada caso, no que suceda en todos ellos.
Esta diferencia causal entre creencias perceptivas y de otro tipo no
quiere decir, por sí misma, que haya mayor probabilidad de que las
creencias perceptivas sean verdaderas; la observación sobre la causali-
dad no es estadística. Pero podemos usar una idea nueva de vínculo
directo, de un modo más cuidadoso, para decir que la percepción
(cuando tiene éxito) es un vínculo particularmente directo con el mun-
do. Esta idea de un vínculo directo es distinta a la que hemos estado
usando hasta este momento, pero todavía no es un sustituto débil de la
infalibilidad. Todo lo que podemos decir es que la percepción es la
forma más segura de contacto con un mundo que se nos presenta
directamente.
Lo que equivale a decir que una creencia perceptiva verdadera (es
decir, que tiene éxito) es normalmente conocimiento. Si hay algún
conocimiento del mundo que nos rodea, la percepción es conocimien-
to. ¿Cómo utilizar esto para mostrar los fundamentos de la justifica-
ción de las creencias perceptivas? Hemos abandonado el intento de
probar directamente que sea muy probable, o más probable, que las
creencias perceptivas sean verdaderas. En vez de ello, confiamos en
una creencia que todo el mundo tiene (y tiene derecho a tener) cuando
está percibiendo: es decir, que su estado perceptivo, si tiene éxito,
constituye una forma peculiarmente directa de contacto con el mundo.
Podríamos usar tal cosa para mostrar la justificación de la creencia
perceptiva, por apelación a una sugerencia que hicimos en 3.2.
Mencionamos allí un vínculo posible entre la justificación y el conoci-
miento, usando el esquema siguiente:

Una creencia está justificada si y sólo si, en las circunstancias C,


constituiría conocimiento.

205
Y propusimos el caso siguiente de ese esquema, que era el único
inmediatamente obvio:

CJap ≡ (p →Sap).

Y ahora podemos ver en nuestro análisis de la percepción un caso


especial de ese punto de vista. La verdadera razón por la que la justifi-
cación va unida a las creencias perceptivas es la razón por la que, si
fueran verdaderas, constituirían conocimiento.

11.6. REALISMO DIRECTO Y COHERENTISMO


En esta sección final, argumento que un antirrealista puro como
Dummett se compromete con el fenomenalismo en teoría de la per-
cepción, que ya consideramos insatisfactorio (11.1); que un coheren-
tista debe ser realista directo, antes que indirecto; y que el realismo
científico directo resultará, en último término, más fuerte que su alter-
nativa ingenua.
¿Qué se quiere decir cuando se habla de realismo perceptivo y cuál
es la relación entre esa forma de realismo y el realismo metafísico, con-
siderado en 1.4 y en 9.5? El realismo perceptivo sostiene que los obje-
tos pueden existir y conservar (algunas de) sus propiedades no percibi-
das. El realismo metafísico sostiene que hay, al menos, algunas proposi-
ciones que son verdaderas o falsas, pero cuyo valor de verdad no está
determinado ni siquiera cuando se tiene en cuenta toda la posible evi-
dencia. ¿Es posible adoptar consistentemente un realismo sin el otro?
En 9.5 distinguimos formas diversas de antirrealismo metafísico,
desde el solipsismo a lo que denominamos antirrealismo puro. El
solipsista, el idealista y el fenomenalista deben adoptar claramente un
antirrealismo perceptivo. ¿Qué sucede con el antirrealismo puro?
Podría parecer que puede ser realista perceptivo, en la medida en que
su realismo sea directo más que indirecto, dado que el realismo per-
ceptivo es el punto de vista de que la posibilidad de la experiencia
perceptiva tiene un fundamento que es independiente y distinto de esa
posibilidad, o sea, la existencia continuada del mundo material. Si
podemos concebir qué sería la existencia de tal fundamento, sin poder
concebirla como algo irreconocible, habremos unido el realismo per-
ceptivo con el antirrealismo puro. Pero, en este caso, nuestro realismo
perceptivo deberá ser directo, porque un realista indirecto encontrará
difícil evitar decir que el mundo material, que es el objeto de percep-

206
ción, es algo independiente de la experiencia posible, y, por tanto, pue-
de darse al margen de ella.
Sin embargo, creo que hay una tensión incómoda en esta amalga-
ma de realismo perceptivo y antirrealismo puro y que, en último tér-
mino, es letal. El antirrealista puro más consistente no concederá que
podamos concebir un estado de cosas que sea, a veces, reconocible y,
otras veces, irreconocible. Si queremos ser consistentes deberemos
decir que no podemos concebir en qué pueda consistir que algo sea
irreconociblemente verdadero en alguna circunstancia, porque nuestra
comprensión de la verdad de esa oración está vinculada de una forma
tan estrecha a lo que consideramos como evidencia para ella, que no
podemos separar ambas y suponer que la verdad está presente sin que
lo esté la evidencia (o viceversa). Pero, ciertamente, el realista directo,
al suponer que existe un fundamento independiente y distinto de la
posibilidad de la experiencia, está suponiendo que ese fundamento
podría estar presente de un modo que fuera irreconocible, o que podría
parecer presente cuando en realidad estuviera ausente. El concepto de
independencia incluye, en este caso, el de variabilidad independiente.
Lo que es inconsistente con el antirrealismo puro, que, por tanto, se ha
de comprometer con una posición en filosofía de la mente que ya
hemos rechazado, o sea, el fenomenalismo.
Argumenté en 9.5 que el coherentista todavía podría ser un realista
de la forma más fuerte; y es probable que tal coherentista sea también
realista en teoría de la percepción. ¿Qué tipo de realista debería ser?
Mi opinión sería que el realismo directo es perfectamente acorde con
el espíritu del coherentismo, mientras que el realismo indirecto vuelve
a abrir una brecha inaceptable entre verdad y justificación.
La cuestión central es el sentido que demos a la idea del coheren-
tista de que justificación y verdad no son propiedades de tipos radical-
mente diferentes; o que la justificación, a medida que se incrementa,
se aproxima a la verdad (aunque nunca puede llegar a ella). El realista
que piense que las propiedades de los objetos físicos son, a la vez,
directamente observables y capaces de perdurar cuando nadie las
observa acepta que el mismo estado de cosas que observa puede darse
aunque nadie lo observe. Esto es realismo directo. Sin embargo, el
realista indirecto sostiene que no podemos concebir el objeto que
aprehendemos directamente como algo que pueda continuar existien-
do cuando nadie lo percibe. El mundo que perdura, cuya naturaleza es
la que convierte en verdaderos nuestros estados de aprehensión, es,
por tanto, distinto a cualquier concepción del mismo por apelación a
la cual se justifiquen nuestras creencias perceptivas. Es de presumir
207
que la verdad sea una relación entre el objeto directo y el indirecto,
mientras que la justificación será una relación entre los objetos direc-
tos de aprehensión; una creencia perceptiva estará justificada en la
medida en que se ajuste bien con otras creencias. Pero esto crea una
distinción entre verdad y justificación que, desde el punto de vista del
coherentista, no puede ser correcta.
Históricamente hablando, el realismo indirecto se ha sentido atraí-
do por el tipo de escepticismo que surge cuando pensamos que, por
todo lo que sabemos, detrás del mundo de apariencias puede yacer un
mundo real completamente diferente, o incluso ningún mundo real en
absoluto. Los realistas indirectos han tendido a aceptar esa posibilidad
y han argumentado que, a pesar de ello, podemos conocer el mundo
real gracias a nuestra aprehensión del mundo de apariencias. Por el
contrario, para él realista directo, la distinción entre el mundo tal y
como es y nuestra manera de percibirlo, aunque se acepte, es mucho
menos radical. Y esto es así porque la naturaleza del mundo real es
exactamente del mismo tipo que la naturaleza de las propiedades que
percibimos que tiene. Las propiedades que, gracias a la percepción, le
atribuimos al mundo son propiedades que el mundo puede tener y que
pueden perdurar cuando nadie lo percibe.
Así que, por esas dos razones, creo que el coherentista sólo puede
ser consistente si adopta una forma de realismo directo en teoría de la
percepción. Lo cual, por supuesto, no es lastre alguno, porque el realis-
mo directo es, sobre razones independientes, la teoría más verosímil.
¿Cuál de las formas de realismo directo deberá preferir? En 10.3 di
argumentos que apuntaban que el realismo directo ingenuo era más
consistente que su alternativa científica. Pero esos argumentos pueden
parecer ahora menos contundentes. Eran dos: en primer lugar, la duda
sobre la distinción entre cualidades primarias y secundarias, y, en
segundo término, el temor a que el uso de esa distinción provocara que
el realista directo científico cayera en el realismo indirecto para expli-
car la percepción del color. Pero la discusión del error perceptivo en
11.3 parece haber alejado tal temor. Con lo que hemos vuelto a abrir la
posibilidad de que el coherentista acepte la distinción entre cualidades
primarias y secundarias y opte por el realismo científico directo.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS
Grice (1961), sobre los elementos causales en la teoría de la percepción y su rela-
ción con el escepticismo.

208
Cornman (1975, cap. 7) examina el realismo indirecto (clasificando a Sellars como
realista indirecto) y lo rechaza.

Jackson (1977, cap. 6) responde con ciertas objeciones al realismo indirecto.

McDowell (1982) argumenta en favor de una respuesta externalista al argumento


de la ilusión.

Snowdon (1981) usa un punto de vista externalista para cuestionar la necesidad de


una teoría de la percepción completamente causal. Se alude a los efectos del externalis-
mo en epistemología en el comienzo de Sellars (1973).

Strawson (1974, cap. 4) continúa el trabajo de Grice sobre la teoría causal.

Weiskrantz (1980) proporciona un análisis introductorio del fenómeno de la visión


ciega.

Rock (1984) es una introducción clara a la psicología de la percepción, accesible a


los filósofos.

Respecto a la elección entre una teoría de la percepción como «pura creencia» y


una «mixta», véase Peacocke (1983, cap. 1). Sellars (1963, pp. 155-156) protesta con-
tra la asimilación de las sensaciones a pensamientos.

209
12. MEMORIA

12.1. TEORÍAS DE LA MEMORIA


Podríamos pensar que percibir es aprehender la naturaleza del
medio en el que estamos ahora, y que, de un modo semejante, recordar
es aprehender la naturaleza de nuestro pasado. Las diferencias y seme-
janzas entre memoria y percepción serán un tema constante en este
capítulo; las semejanzas parecerán mucho mayores que las diferen-
cias. Pero ya sabemos que el contraste establecido en la primera ora-
ción está mal concebido; no es necesario que el medio circundante que
aprehendemos en la percepción esté temporalmente presente, y encon-
traremos razones para dudar de que la memoria deba restringirse a la
aprehensión de nuestro pasado.
El alcance de la semejanza entre la memoria y la percepción está
testificado por la existencia de doctrinas análogas, en la teoría de la
memoria, para cada una de las tres familias de teorías de la percep-
ción. Podemos distinguir, de nuevo, entre realismo directo, realismo
indirecto y fenomenalismo. Por sí mismo, este hecho ya constituye
una tentación para concebir la memoria como la percepción del pasa-
do. No es completamente necesario que nos resistamos a ella, por más
que también puedan existir formas de memoria que no puedan conce-
birse como perceptivas.
Al considerar las pretensiones de las tres teorías, nos encontrare-
mos a menudo con repeticiones de los argumentos que se formularon
en teoría de la percepción. Lo que quiere decir que podemos ir un
poco más deprisa. Por otra parte, con ello tendremos un contexto dife-
rente en el que volver a evaluar la fuerza de tales argumentos.
Como paso previo, necesitamos aclarar qué se quiere decir cuando
se habla de realismo en esta nueva área. Nuestro análisis debe y puede
ajustarse al que se dio en 10.6 (que era una mejora de la versión inicial
de 10.2). El realismo sobre la memoria es el punto de vista de que tan-
to la presencia de ciertos recuerdos, como la accesibilidad o la posibi-
lidad de recuerdos distintos a los que de hecho tenemos, están funda-
mentados en algo completamente diferente a los recuerdos mismos,

210
algo cuya naturaleza explica la posibilidad de éstos. Ese algo es el cur-
so del pasado, la historia previa del universo. En el recuerdo conserva-
mos o recobramos la aprehensión de algo que es independiente de
nuestra aprehensión, dado que las propiedades del pasado no depen-
den de nuestra capacidad actual de recordarlo.

12.2. REALISMO INDIRECTO


El realista indirecto sostiene que recordar es aprehender indirecta-
mente el pasado. Cuando recordamos, hay un objeto directo de apre-
hensión que funciona a modo de intermediario; es la imagen de la
memoria. La imagen de la memoria es nuestro objeto directo interno.
Los argumentos a favor del realismo indirecto sobre la memoria
tienden a parecerse a los argumentos en favor del realismo indirecto
en la percepción. En ambos casos se da el impulso a transformar el
contenido de la aprehensión en un segundo objeto; se apela al argu-
mento del intervalo temporal, que es especialmente tentador en teoría
de la memoria, y se utiliza una versión del argumento de la ilusión. Ya
hemos visto que estos argumentos no son concluyentes, y la atracción
adicional del argumento del intervalo temporal no los convierte en
concluyentes. No hay ningún argumento que nos obligue a aceptar la
existencia de un objeto directo e intermediario del recuerdo.
Este rechazo del realismo indirecto es demasiado precipitado,
especialmente si recordamos que los realistas indirectos han sido
abrumadora mayoría en la reciente historia de la filosofía. Pero pode-
mos completarlo con algunas observaciones.
En primer lugar, los verdaderos problemas para el realista indirec-
to en teoría de la percepción surgían cuando intentaba proporcionar un
análisis de la doble aprehensión y del doble objeto. Esos problemas se
plantean, exactamente del mismo modo, en el caso de la memoria. Si
la imagen es el objeto directo intermedio, ¿cómo se las arregla para
funcionar como tal?
En segundo lugar, la intermediación entre la mente que recuerda y
el suceso pasado es doble. Ya que los argumentos en favor del realis-
mo indirecto son los mismos en el caso de la memoria y en el caso de
la percepción, es probable que el realista indirecto encuentre dos
objetos de aprehensión entre la mente que recuerda y el objeto origi-
nal. Está, en primer lugar, el objeto original directo, intermediario
entre el perceptor en ese momento y la cosa percibida. Además, hay
un segundo objeto directo que se le presenta ahora a la mente que

211
recuerda y que, de algún modo, está relacionado (probablemente se
parece) con el anterior objeto directo que ahora está más allá de las
posibilidades de aprehensión, dado que ha dejado de existir (por el
argumento del intervalo temporal). Hay dos razones por las que no
podemos suponer que el objeto directo anterior vuelve a aparecer tras
un lapso en el que ha permanecido oculto. En primer lugar, no es
obvio que cosas del tipo de las imágenes de la memoria puedan retor-
nar a la existencia tras un lapso de tiempo. Más bien deberíamos
suponer que aparece una imagen distinta que se asemeja a la anterior,
de otro modo estaríamos tentados a decir que la imagen recurrente ha
estado «almacenada» de un modo u otro durante los intervalos entre
nuestra aprehensión de ella. Con ello estaríamos concibiendo la
memoria como suerte de almacén de imágenes no usadas, lo que
parece una concepción muy poco atractiva. En segundo lugar, incluso
si una imagen puede, en principio, volver a la existencia después de
un intervalo, es normal que las imágenes de la memoria difieran tan-
to de las originales que (bajo el supuesto de que éstas son los objetos
directos originales) sea difícil considerarlas como supervivientes de
ellas. Tenemos, pues, que tanto el intervalo temporal como las dife-
rencias cuentan contra la identidad de las diversas imágenes a través
del tiempo. Pero la doble intermediación entre la mente y el objeto
indirecto acentúa todos los problemas sobre la relación entre objeto
directo e indirecto en el caso de la percepción. Por ejemplo, conside-
rábamos en 11.2 la objeción de que la existencia de un objeto de
aprehensión intermediario entre nosotros y el mundo hará imposible
que sepamos cómo es el mundo. Cualquiera que esté impresionado
por esa objeción la encontrará incluso más contundente en el caso de
la memoria.
La tercera cuestión que se plantea habitualmente como objeción al
realismo indirecto está relacionada con nuestra capacidad de distin-
guir entre la memoria y la imaginación. El realismo indirecto concibe
ambas facultades como productoras de imágenes. Pero consideramos
que algunas de estas imágenes son imágenes–de–memoria, mientras
que las otras son meros productos de la imaginación. ¿Qué criterios
utilizamos para distinguirlas?
La cuestión se plantea a menudo como demanda de un criterio
infalible. La idea es la de que, sin un criterio infalible que distinga
entre memoria e imaginación, seremos incapaces, en un caso determi-
nado, de decir si estamos recordando esas cosas o sólo imaginándolas.
Y, si no podemos decir eso, tampoco podemos decir que alguien que
recuerde el pasado tiene conocimiento del pasado. ¿Cómo es posible

212
que la memoria nos dé conocimiento del pasado, si ni siquiera puede
discriminar con seguridad si estamos recordando o sólo imaginando?
La preocupación sobre estos retos escépticos es real, pero está mal
dirigida. Los peligros de este tipo de argumento escéptico del error
son reales, pero no debemos suponer que la manera de eliminarlos sea
el descubrimiento de un criterio infalible. No hay criterios infalibles, y
ninguna teoría debería ser rechazada por su incapacidad de proporcio-
nar uno. Todavía necesitamos enfrentarnos al argumento escéptico del
error, pero debemos enfrentarnos a él en términos generales, no sólo
con relación a este tema específico, y no debemos confundir el inten-
to de vérnoslas con tal argumento con la búsqueda de un criterio infa-
lible.
Nuestra cuestión, entonces, es la de cómo distinguir de hecho entre
las imágenes que son productos de la memoria y las otras. Hay dos
respuestas clásicas a esta cuestión. La primera se la debemos a Hume
(edición de 1967, libro 1, 1.3). Sugirió que las imágenes de la memo-
ria son, en general, más vividas y más fuertes que las demás. No está
del todo claro lo que Hume quería decir con esto. Después de todo,
hay un sentido en el que los productos de la imaginación son más vivi-
dos, en general, que las imágenes que son restos difusos del pasado.
Es posible que Hume no lo negara. Una manera más provechosa de
entenderle sería recordar que él también utilizaba el mismo criterio
para distinguir entre la creencia y la imaginación. Los contenidos de
nuestra creencia son más vividos y fuertes que los de la imaginación.
Y lo que con ello quería decir es que nuestras creencias influyen en
nuestras acciones de un modo en que no lo hacen los contenidos de
nuestra imaginación. Si esto es correcto, lo que Hume sugería es que
la memoria es una forma de creencia. Nuestra capacidad de distinguir
la memoria de la imaginación es un caso de la capacidad más general
de distinguir lo que creemos de lo que no.
Antes de pasar a evaluar esta respuesta, consideremos una alterna-
tiva. Russell sugirió (1921, cap. 9) que nuestro criterio en este punto
es un sentimiento de familiaridad que acompaña normalmente a las
imágenes de la memoria y no a las de la imaginación. El sentimiento
puede ser muy fuerte (e incluso puede estar mal dirigido, como en el
sentimiento de déjà vu) o muy débil. Pero está presente normalmente
y constituye el criterio que estamos buscando.
El problema con la respuesta de Russell no es tanto el que la pre-
sencia o ausencia de este sentimiento no sea una marca completamen-
te fiable (lo que sería de esperar, dado que no hay marcas completa-
mente fiables). El problema, más bien, es el de distinguir el sentimien-

213
to de familiaridad y la creencia de que la imagen presente representa,
de algún modo, el pasado. Russell pretende que el sentimiento y la
creencia son distintos (ibid., p. 169), estando la creencia basada siem-
pre en la presencia del sentimiento. La réplica es que, en ese caso, no
hay un sentimiento de familiaridad distinto a la creencia que se supone
que ese sentimiento fundamenta. El denominado sentimiento es exac-
tamente la creencia que se supone que fundamenta.
Con ello parece que la respuesta de Russell no es tal respuesta. Si
la cuestión era qué criterio usamos para distinguir entre memoria e
imaginación, la respuesta no puede ser que en un caso creemos y en el
otro no. La creencia no puede ser el criterio, dado que es exactamente
el criterio de la creencia lo que estamos buscando. La creencia, por
tanto, parece que no tiene criterio.
La misma conclusión podemos extraer del ejemplo de Hume. Si
estamos de acuerdo en que el recuerdo es una forma de creencia que
va unida a una imagen presente, no es posible encontrar un criterio por
el cual podamos adscribir creencia en un caso y no en el otro. La ads-
cripción de creencia carece, de nuevo, de criterios.
Parece, por tanto, que la cuestión de qué imágenes son de memoria
no puede responderse; pero es una cuestión respecto a la que el realista
indirecto tiene razones para esperar una respuesta. Veremos que el rea-
lista directo sí tiene respuesta a la cuestión, aunque la razón sea que la
cuestión ya será otra. La cuestión del realista directo no trata de imáge-
nes, sino de creencias. ¿Qué creencias son creencias-de-memoria?
El obstáculo principal para aceptar el realismo indirecto en teoría
de la memoria es que parece que tenemos dos alternativas: o bien
adoptar el realismo indirecto, tanto para la percepción como para la
memoria, o bien adoptar el realismo directo en ambos casos. Una teo-
ría mixta, directa en un caso e indirecta en otro, no será atractiva por-
que los argumentos aceptados en uno de los casos se extenderían irre-
mediablemente al otro. Habiendo argumentado a favor del realismo
directo en teoría de la percepción, no es probable que seamos consis-
tentes si aceptamos el realismo indirecto para la memoria.

12.3. REALISMO DIRECTO


El realista directo sostiene que en el caso de memoria, como en el
de la percepción, nuestra aprehensión del pasado es directa. No hay
ningún objeto intermediario «interno», en virtud de cuya aprehensión
podamos aprehender otras cosas de un modo indirecto. Las imágenes–

214
de–la–memoria, en el caso de que se den alguna vez, no funcionan de
la manera en que sugiere el realista indirecto. Las imágenes no son tan
importantes para el recuerdo como los filósofos han tendido a supo-
ner, e, incluso, cuando sí hay una imagen, ella misma no es un objeto
de aprehensión, sino (parte de) la manera de que aprehendemos el
suceso pasado.
De modo que el realista directo reduce el papel de la imagen u
objeto interno, tanto en la memoria como en la percepción. ¿Es razo-
nable? ¿No se arriesga a perder de vista lo realmente característico de
la memoria?
Para responder a esta pregunta es necesario que investiguemos lo
que se han considerado como formas diferentes de recuerdo, para ver
cómo están relacionadas y qué papel desempeñan las imágenes en
cada una de ellas.
Una forma de memoria, de la que hasta ahora se ha dicho bien
poco, pero que es la más común, es la memoria fáctica. La memoria
fáctica es conocimiento fáctico, conocimiento de que p, que se ha
adquirido en el pasado; este conocimiento puede haberse perdido
(olvidado) y recuperado, o puede no haberse perdido nunca y haber
estado simplemente conservado. Parece que mucho de nuestro conoci-
miento está constituido por memoria fáctica. Pero no todo; nuestro
conocimiento de lo que estamos percibiendo en este preciso momento
no es memoria fáctica, incluso aunque nos fuera imposible tener tal
conocimiento si no tuviéramos esa memoria.
No es preciso que los hechos con los que está relacionada la
memoria fáctica sean relativos al pasado. Puedo recordar que estaré en
Londres el próximo fin de semana, o que hay más de una variedad de
pájaro carpintero. Hay, pues, un sentido importante en el que la
memoria no está limitada al pasado y mucho menos al pasado propio.
La memoria fáctica no depende, en modo alguno, de que se den las
imágenes adecuadas o los objetos directos «internos». Podemos
advertir que sucede así porque gran parte de nuestra memoria fáctica
es inimaginable en un sentido especial: es relativa a hechos de los que
no caben imágenes relevantes. Por ejemplo, el conocimiento matemá-
tico está constituido, en gran parte, por memoria fáctica. No es posible
tener una imagen del hecho de que 2 + 2 sea equivalente a 4.
Parece, pues, que la memoria fáctica, a pesar de su carácter preva-
lente, no es lo que concibe el realista indirecto. No es particularmente
relativa al pasado, y las imágenes no son, en ella, ni imprescindibles ni
especialmente relevantes. Seguramente ello demuestra que hay otra
forma de memoria sobre la que sí hablaba el realista indirecto. Sea
215
como sea, parece obvio que es así. La memoria fáctica es relativa a la
conservación o la recuperación de algún tipo de conocimiento. Si esto
fuera todo lo que es la memoria, no tendríamos demasiadas esperan-
zas de extraer paralelismos interesantes entre memoria y percepción.
Lo que es más, no hay nada en la noción de memoria fáctica que pue-
da dotar de sentido a la idea de que sólo puedo recordar algunos de los
sucesos u objetos del pasado. Y es cierto que sí creemos que, en algún
sentido, nuestra memoria está limitada a nuestra propia historia pasa-
da. Lo que no es decir que sólo podemos recordar lo que conocimos
anteriormente, sino que sólo podemos recordar sucesos y objetos que
aprehendimos alguna vez anteriormente. Si hay un sentido en el que
esto es así, queda espacio para las analogías entre percepción y memo-
ria y para las discusiones entre realismo directo e indirecto sobre, por
ejemplo, el papel y la función de la imaginación.
Una manera no muy buena de prestar atención a la distinción entre
memoria fáctica y lo que podríamos denominar memoria perceptiva
sería apelar al lenguaje. ¿No nos ofrece el lenguaje la distinción entre
que te acuerdes de que hiciste algo y que te acuerdes de ti haciendo
algo? ¿No podemos suponer que para el segundo caso, y no para el
primero, es necesario que puedas recordar el suceso «con la misma
conciencia de él que tuviste en la primera ocasión»? De un modo
semejante, podríamos distinguir entre recordar que algo parecía simi-
lar a algo y recordar cómo parecía, o recordar que el partido terminó
empatado y recordar el partido que terminó empatado. Pero las distin-
ciones lingüísticas no se adecuan completamente a la distinción entre
memoria fáctica y perceptiva, aunque sólo sea porque la memoria per-
ceptiva puede ser descrita perfectamente en términos de recordar-que.
Debemos ser cuidadosos y no dar demasiado por supuesto en la
relación entre memoria fáctica y perceptiva. Por todo lo que sabemos
hasta ahora, la memoria perceptiva podría ser sólo un tipo de memoria
fáctica. Supongamos las siguientes definiciones provisionales:

a recuerda fácticamente que p si y sólo si el conocimiento actual de


a de que p se fundamenta en el conocimiento previo de a de que p.
a recuerda perceptivamente que p si y sólo si el conocimiento
actual de a de que p se fundamenta en la percepción previa de a de
que p.

Si añadimos a ellas la idea de que la percepción misma puede ser


una forma de conocimiento (véase 11.5), nos encontramos con el

216
resultado de que la memoria perceptiva es un tipo especial de memo-
ria fáctica. Todavía habría una distinción entre ellas, pero no un con-
traste. [Martin y Deutscher (1966) ofrecen razones para pensar que las
definiciones anteriores son demasiado restrictivas.]
Es preciso que consideremos ahora lo que tenga que decir el realis-
ta directo sobre la memoria perceptiva, la capacidad de ver de nuevo,
«en el ojo de la mente», lo que vimos antes, volver a experimentar los
propios sentimientos o volver a vivir las propias acciones. Esta capaci-
dad está fundamentada en las propias experiencias anteriores (percep-
ciones) y, por tanto, cualquier análisis de ella va a depender del análi-
sis previo de la percepción. Ya hemos visto el análisis del realista indi-
recto: la memoria perceptiva es la aprehensión de una imagen presente
que se parece a una imagen previa que representaba un objeto. No es
probable que el realista directo, que ha rechazado el intermediario
anterior, admita este último. ¿Qué dificultades adicionales hay en esta
posición?
Puede parecer que hay un problema en la posibilidad de que nues-
tra aprehensión se altere a lo largo del tiempo, incluso para mejorar.
Parece que es posible que alguien decida, apelando a sus recuerdos,
que un colega estaba presente en cierta conferencia, incluso aunque
haya un sentido en el que no pueda decirse que, entonces, fue cons-
ciente de su presencia. La cuestión es por qué este fenómeno ha de
concebirse como una objeción al realismo directo. ¿Por qué ha de
comprometerse el realista directo con la tesis de que nuestra aprehen-
sión del objeto no puede cambiar a lo largo del tiempo? O, si no, ¿por
qué debe comprometerse con la tesis de que sólo puede deteriorarse?
La posibilidad de que cambie a mejor debe ser un argumento a favor, y
no en contra, del realismo directo, dado que supone que nuestra apre-
hensión actual del objeto no está limitada por la naturaleza de alguna
experiencia o imagen previa, sino que puede ser mejor. ¿Cómo sería
posible tal cosa si no aprehendiéramos directamente el objeto, incluso
a través del tiempo?
Si el realismo directo puede sobreponerse a este tipo de objecio-
nes, ¿cómo se verá afectado por la distinción entre teorías (de la
memoria, no de la percepción) sensoriales, «mixtas» o de «pura creen-
cia»? En el caso de la memoria fáctica, la perspectiva de la creencia
pura parece ser obviamente correcta. Parece que se dan analogías
entre la percepción y la memoria perceptiva, la capacidad de volver a
vivir el propio pasado. ¿Deberemos adoptar, por tanto, una teoría mix-
ta para la memoria perceptiva y mantener intacta la analogía?
Muchos filósofos se resisten menos a la teoría de la creencia pura

217
de la memoria en general que a las teorías de la creencia pura de la
percepción. La razón es que en la percepción la apariencia es central,
mientras que en la memoria no es necesario que haya un modo de apa-
rición o de reaparición del pasado a quien está recordando. Lo que
quiere decir, como se admite, que en la memoria fáctica las aparien-
cias son irrelevantes. Todavía queda el fenómeno obstinado de la
memoria perceptiva, en el que las apariencias sí son importantes. Y,
dada la naturaleza distintiva de la memoria perceptiva, el mejor cami-
no parece ser el de preservar la analogía entre percepción y memoria,
adoptando una teoría mixta en ambas áreas. Debemos suponer que la
memoria perceptiva es una forma distintiva de creencia sobre el pro-
pio pasado. Según este análisis, la memoria perceptiva, en tanto que
creencia, es una forma de memoria fáctica; pero se trata de una forma
distintiva. Ambas son creencia, pero, aunque alguien podría tener
memoria fáctica sin memoria perceptiva, nada podría disfrutar de
memoria perceptiva sin la memoria fáctica.

12.4. FENOMENALISMO
Podemos distinguir, como antes, entre fenomenalismo eliminativo
y reductivo. El fenomenalismo eliminativo sostiene que no existe tal
cosa como el pasado; no hay nada más que el hecho de que sucedan en
el presente experiencias de cierto tipo. El fenomenalismo reductivo
mantiene que sí existe el pasado, pero que no es nada más que un
complejo de ciertas experiencias presentes. Para que un suceso se dé
en el pasado es necesario que tengamos o seamos capaces de tener una
experiencia–de–recuerdo en el presente; el pasado consiste en el hecho
de que las experiencias–de–recuerdo nos sean accesibles. [Para este
punto de vista, véase Ayer (1946), pp. 101-102.]
Este tipo de teoría sufre de los mismos defectos que los de su con-
trapartida en teoría de la percepción. ¿Qué explica que se dé una expe-
riencia–de–recuerdo? Normalmente, responderíamos esta cuestión
apelando a un suceso previo percibido, que se recuerda ahora. Ésta es
la explicación que no se puede permitir el fenomenalista, que se limi-
taría a explicar el hecho de que se dé una experiencia–de–recuerdo
apelando a la accesibilidad de esa experiencia. Lo que, en último tér-
mino, no parece ser ningún tipo de explicación. El fenomenalista ni
siquiera puede apelar a las regularidades previas en la sucesión de
experiencias–de–recuerdo. Y no porque tales regularidades estén en el
pasado: hay un análisis fenomenalista de lo que está en el pasado en

218
términos de accesibilidad en el presente de experiencias–de–recuerdo.
La apelación a las regularidades previas es, pues, consistente con el
fenomenalismo, pero no logra su objetivo. No lo hace porque, como
en el caso de la percepción, las regularidades previas no proporcionan
el tipo de explicación que buscamos. Nos confirman que la experien-
cia–de–recuerdo es predecible, pero no nos dicen por qué la experien-
cia sucedió de un modo y no de otro.
El fenomenalismo en teoría de la memoria es, por tanto, defectuo-
so. Pero hay algo que podemos aprender del contraste entre fenomena-
lismo y realismo en este punto. Para el fenomenalismo, la memoria
fáctica sólo puede existir si hay memoria perceptiva. La memoria fác-
tica requiere la existencia de conocimiento pasado; pero el fenomena-
lismo considera que el hecho de que hubiera un momento en el que yo
supe que p consiste en la accesibilidad de experiencias de haber sabi-
do que p.; lo que está involucrado en la memoria perceptiva es que se
dan tales experiencias. Sin embargo, para el realista parece que lo con-
trario sea la verdad. La memoria perceptiva no es posible sin memoria
fáctica. Ello es así porque el realista considera la memoria perceptiva
como una especie de memoria fáctica. Dada esta relación, podemos
decir que, si no hubiera tal cosa como el conocimiento presente basa-
do en el conocimiento pasado (memoria fáctica), no podría existir
nada como el conocimiento presente basado en la percepción pasada
(memoria perceptiva). El carácter estricto de este vínculo se revela en
el reconocimiento de que, en casos favorables, percibir que p es saber
que p.
La importancia de este contraste reaparecerá cuando tratemos de
considerar las cuestiones escépticas sobre el conocimiento y la memo-
ria. ¿Cómo puede una creencia–de–memoria ser conocimiento?

12.5. LA HIPÓTESIS DE RUSSELL


Las dificultades escépticas se plantean mejor, quizá, por medio
de la hipótesis de Russell de que el mundo ha sido creado hace exac-
tamente cinco minutos del modo exacto en que es, con una pobla-
ción que «recuerda» un pasado completamente irreal [Russell
(1921), pp. 159-160]. Como afirma Russell, nada de lo que sucede
ahora, o de lo que pudiera suceder, puede probar que el mundo no se
creó de ese modo. Más importante, parece que nada de lo que está
sucediendo o pudiera suceder podría contar como evidencia de que el
mundo no se creó de ese modo. Por tanto, si no podría haber evidencia

219
contra la hipótesis de Russell, es seguro que no podemos saber que la
hipótesis es falsa. Y, en tal caso, ¿cómo podemos llegar a conocer algo
sobre el pasado? Si pudiéramos saber algo sobre el pasado, por ejem-
plo que ha habido dos guerras mundiales en este siglo, sabríamos que
el mundo no ha sido creado hace cinco minutos. No sabemos esto últi-
mo y, por tanto, no sabemos lo anterior.
Hay que hacer dos comentarios sobre este argumento, antes de
considerar tres posibles respuestas a él. En primer lugar, el argumen-
to es un mero caso del argumento del error (1.2), por el que antes
mostrábamos que no sabemos que no somos cerebros en una cubeta.
El núcleo del argumento era la existencia de dos hipótesis que nos
son completamente indistinguibles; no podemos pretender saber cuál
es verdad, ni siquiera tener justificación alguna para cualquier creen-
cia al respecto. El caso que nos ocupa es exactamente así. No hay
ninguna posibilidad de descubrir evidencia alguna en favor de la
hipótesis de Russell, más bien que en favor de la concepción tradicio-
nal, o viceversa. En segundo lugar, debe estar claro que el primer
objetivo del argumento escéptico no es la memoria perceptiva, sino la
fáctica. Si el argumento es correcto, independientemente de si hay o
no cosas tales como las experiencias–de–recuerdo, no habrá caso
alguno de conocimiento presente que esté fundamentado en el cono-
cimiento pasado.
La primera respuesta posible al argumento escéptico es la de
Nozick. Se articula bajo el modelo de su respuesta, considerada en el
capítulo 3, a las dificultades escépticas con los cerebros en cubetas.
Nozick sería amigo de solucionarlas diciendo que el principio de
inferencia PCS sobre el que las que descansan es falso, por lo que
podemos llegar a saber más hechos normales sobre el pasado, incluso
aunque no podamos saber que la hipótesis de Russell sea falsa. Sin
embargo, sugerimos en el capítulo 3 que, incluso si PCS es falso, el
movimiento de Nozick no puede alcanzar su objetivo. Hay otra mane-
ra de argumentar, por medio del principio de universalizabilidad, que,
si no sabemos que la hipótesis de Russell es falsa, no seremos capa-
ces de conocer hechos más mundanos sobre el pasado. Y, ciertamen-
te, esto se ajusta a nuestras intuiciones. A Nozick le gustaría que
aceptáramos que yo puedo saber lo que desayuné esta mañana sin
poder saber si el mundo existe desde hace más de cinco minutos. Sin
embargo, tenemos la fuerte intuición de que no deberíamos poder
decir tal cosa.
El fenomenalismo, si fuera correcto, proporcionaría una respuesta
mucho mejor. Sostiene que la existencia del pasado no es otra cosa
220
que la accesibilidad de las experiencias–de–recuerdo. Si esto fuera así,
no podría haber una situación en la que fueran accesibles las experien-
cias–de–recuerdo sin que se hubiera dado ninguno de los sucesos pasa-
dos que esas experiencias parecen representar. Podemos expresarlo,
como en 1.5, diciendo que no es como si hubiera dos alternativas, una
en la que habría experiencias–de–recuerdo, pero sin pasado, y otra en
la que habría no sólo las experiencias–de–recuerdo, sino también un
pasado fundamentando esas experiencias. No podemos decir que hay
una diferencia que no podemos distinguir y que no establecería dife-
rencia alguna para nosotros. Más bien, el hecho de que no pudiéramos
distinguirla y el hecho de que no establecería ninguna diferencia para
nosotros muestran que no hay ninguna diferencia que distinguir. Lo
único que determina que esos sucesos hayan sucedido es la accesibili-
dad de las experiencias–de–pasado. En tal caso, la hipótesis de Russell
no proporciona ninguna razón para que aceptemos una conclusión
escéptica. Es éste un ejemplo de la relativa facilidad con la que un
antirrealista puede rechazar los argumentos escépticos.
De modo que el pasado, tal como lo concibe el fenomenalismo, es
algo con lo que estamos en contacto directo en las experiencias–de–
recuerdo. Y no hay sucesos pasados que estén fuera del alcance de la
memoria. No hay hechos relativos al pasado distintos de los que deter-
minan la accesibilidad de las experiencias–de–recuerdo. Es posible que
haya oraciones sobre el pasado que pretendan expresar hechos sobre el
pasado que están más allá del alcance de la memoria, pero tales ora-
ciones no son verdaderas ni falsas. Sólo serían verdaderas o falsas si
fueran accesibles ciertas experiencias–de–recuerdo de los sucesos que
las oraciones describen como habiendo sucedido o no sucedido. Al no
ser accesibles ese tipo de experiencias, las oraciones implicadas no
son ni verdaderas ni falsas.
Esta concepción del pasado se opone radicalmente a la concepción l
realista. El realista considera que ciertas maneras de existir el mundo
en el pasado pueden estar más allá de los recuerdos que nos son acce-
sibles. El pasado es más rico que las posibilidades de la experiencia–
de–recuerdo. Un realista puede, aunque quizá no le sea necesario,
expresar su posición diciendo que toda oración sobre el pasado es, de
hecho, o bien verdadera o bien falsa, independientemente de si son o
no accesibles ciertas experiencias–de–recuerdo relevantes. Ésta es una
manera de defender que la Ley de Tercio Excluso, que mantiene que
cualquier proposición es o bien verdadera o bien falsa, es válida para
las oraciones sobre el pasado. El fenomenalista parece en la obliga-
ción de negar la Ley de Tercio Excluso, y decir que algunas oraciones
221
describen sucesos que ni sucedieron ni dejaron de suceder. De modo
que el pasado, concebido de una manera realista, se extiende más allá
de las fronteras a las que le gustaría limitarse el fenomenalista.
Una vez adoptamos el punto de vista realista de que son dos cosas
completamente distintas el que haya ocurrido un determinado suceso
y el que sean accesibles experiencias–de–recuerdo del mismo (conce-
bidas como imágenes o creencias de cierto tipo), nos enfrentamos al
argumento escéptico habitual. El argumento del error arranca de la
observación de que, con independencia de la consistencia de nuestras
experiencias-de-recuerdo, siempre existe la posibilidad de que sean
falsas. Hasta ahora no hemos visto ninguna respuesta satisfactoria a
este tipo de argumento. Su ataque a nuestra pretensión de conocer el
pasado era de esperar, y debe ser controlado, si fuera posible, por
medio de alguna estrategia epistemológica más general y no por un
movimiento especial en teoría de la memoria. El fenomenalismo tiene
el mérito de proporcionarnos ese tipo de estrategia.
Otra estrategia general de ese tipo se consideró en 1.4. Era el argu-
mento «trascendental». Enfrentados a la tendencia escéptica de la
hipótesis de Russell, intentamos, en primer lugar, maximizar sus efec-
tos. Decimos, por ejemplo, que, si la hipótesis de Russell fuera verda-
dera, la memoria fáctica sería imposible. Y no sólo no habría posibili-
dad de conservar el conocimiento del que disfrutamos en el pasado,
sino que tampoco habría posibilidad alguna de obtener ahora un cono-
cimiento nuevo. ¿Cómo podría saber que eso es un fuego, si no puedo
recordar lo que es un fuego? Este último movimiento, tal y como está
formulado, es de dudosa validez. Pero pasémoslo por alto; lo esencial
es que tratemos de maximizar los efectos del movimiento escéptico
por todos los medios a nuestro alcance y que, después, señalemos que,
una vez perdido todo eso, nos será muy difícil considerarnos a noso-
tros mismos como seres racionales. ¿Cómo podríamos considerar algo
como una razón para otra cosa si no tuviéramos el tipo de información
que nos proporciona la memoria fáctica? De modo que los efectos del
argumento escéptico son gigantescos. Tan gigantescos que el argu-
mento debería ser rechazado.
No he formulado este argumento exactamente del mismo modo
que en 1.4. Pero la respuesta más importante a él es la misma. Las
consideraciones escépticas no se debilitan porque reconozcamos el
alcance de sus consecuencias. Es posible que nos sintamos más incli-
nados a dudar de la validez de esas consideraciones, pero la mera
constatación de la enormidad de sus consecuencias no es un argumen-
to independiente en favor de que tales consideraciones contienen
222
defectos importantes. No podemos eludir la tarea de diagnosticar el
error del argumento escéptico, tal y como tratan de hacer los argumen-
tos trascendentales. Por tanto, nuestras tres respuestas al argumento
clásico sobre la memoria fáctica han fallado. ¿Dónde nos deja todo
esto? Necesitamos una manera de tratar con el argumento del error, y
todavía no hemos encontrado ninguna. Realizaré mis propias sugeren-
cias en 15.5.

12.6. MEMORIA PERCEPTIVA Y JUSTIFICACIÓN


Como en 11.5, hay dos cuestiones que nos podemos preguntar
sobre la memoria perceptiva y la justificación. Según el análisis aquí
proporcionado, la memoria perceptiva se considera un tipo especial de
creencia. Nuestra primera cuestión es, por tanto, bajo qué condiciones
una creencia semejante está justificada. A ella contestamos con la res-
puesta, ahora familiar, del coherentismo. [cf. Brandt (1955).] Cual-
quier creencia está justificada por los efectos de su retención o su
rechazo en el sistema global.
La segunda cuestión es la de justificar nuestra tendencia creciente
a retener ciertas creencias por ser creencias de determinado tipo. ¿Por
qué es una razón para conservar una creencia el que sea de ese tipo?
No podemos limitarnos a reiterar la respuesta que dimos en el caso
de la percepción. Argüíamos allí que, en la percepción, nuestro con-
tacto con el mundo es tan directo que, si tiene éxito, debe contar como
conocimiento. Pero las rutas causales involucradas en la memoria per-
ceptiva no son tan directas. No podemos decir que el suceso original,
distante, puede ser la causa principal del recuerdo perceptivo actual.
Muchas más cosas parecen necesarias, especialmente a medida que
aumenta la distancia en el tiempo. Necesitamos encontrar algún otro
medio de suponer que la confianza en la memoria perceptiva como tal
está justificada.
Consideramos que la memoria fáctica es posible y que la memoria
fáctica, en casos apropiados, es conocimiento. Quizá podamos utilizar
esto para responder a la cuestión que nos ocupa. La memoria percepti-
va es creencia presente causada por percepción pasada. Ya hemos
aceptado que, en casos favorables, la percepción es conocimiento. De
modo que, en casos favorables, la memoria perceptiva es creencia pre-
sente causada por conocimiento perceptivo pasado. Por tanto, alguien
que se considere a sí mismo como teniendo memoria perceptiva debe
considerarse a sí mismo como teniendo una creencia fundamentada en

223
conocimiento previo. En cuyo caso estará justificado al adscribir a esa
creencia una dosis adicional de consistencia.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS
D. Locke (1971) proporciona una revisión breve pero excelente de las teorías filo-
sóficas de la memoria.

Russell (1921, cap. 9) muestra la desafortunada batalla de Russell con el problema


del realismo indirecto.

Brandt (1955) rechaza las teorías coherentistas de la justificación, pero todavía se


siente capaz de ofrecer un análisis de la justificación de las creencias-de-memoria que
tiene un marcado aroma coherentista.

Dummett (1978, cap. 21) es un intento de dar el mejor sentido posible a la disputa
entre realistas y antirrealistas sobre el pasado.

Martin y Deutscher (1966) intentan un análisis general de la memoria, subrayando


la necesidad de una conexión causal entre la percepción pasada y la «representación»
presente.

224
13. INDUCCIÓN

13.1. INDUCCIÓN, PERCEPCIÓN Y MEMORIA


En los capítulos anteriores hemos considerado nuestra capacidad
de reunir conocimiento sobre nuestro medio circundante, y nuestra
capacidad para retener y conservar ese conocimiento con posterioridad.
En el capítulo presente consideraremos nuestra capacidad (o nuestra
falta de capacidad) para ir más allá de tal conocimiento, para construir
conocimiento nuevo sobre la base del conocimiento más antiguo.
Podemos extender nuestro conocimiento por medio del razonamiento,
al constatar que ciertas cosas que sabemos proporcionan razones a
favor de otras creencias. Cuando esas razones sean suficientemente
poderosas, es de esperar que, al creer de acuerdo con ellas, hayamos
adquirido un conocimiento nuevo. Una creencia verdadera, basada en
un conocimiento previo que proporcione justificación inferencial sufi-
ciente para esa creencia, es de esperar que sea conocimiento.
Hay dos formas de razonamiento, el deductivo y el inductivo. El
razonamiento deductivo se da cuando consideramos que nuestra justi-
ficación inferencial es concluyente, en el sentido especial de que es
imposible, so pena de contradecirnos, que las creencias que constitu-
yen nuestras razones sean verdaderas y la conclusión que extraemos
de ellas sea falsa. Cuando es cierto que sucede tal cosa, nuestro razo-
namiento deductivo es válido; en caso contrario, es inválido.
El razonamiento inductivo se da cuando consideramos que nues-
tras razones son suficientes para justificar una conclusión, sin ser con-
cluyentes en el sentido anterior, o cuando pensamos que tenemos
algunas razones, que no llegan a ser concluyentes, en favor de la con-
clusión, quizá a la espera de encontrar razones ulteriores, de modo que
la suma total de razones sea suficiente. Esto puede expresarse más
claramente en términos de probabilidad. Un argumento inductivo con
éxito es el que convierte su conclusión en algo probable, o en algo más
probable que cualquier alternativa igualmente detallada; la probabili-
dad (relativa) que da a su conclusión puede no ser suficiente todavía
para justificar nuestra creencia en ella, porque puede haber razones

225
más poderosas en su contra, o porque el grado de probabilidad que se
obtiene no es lo suficientemente grande para justificar nada más que
una creciente tendencia a seguir buscando. Pero suponemos que es
posible que, con razones adicionales, acabaremos por estar justifica-
dos para aceptar la conclusión.
El razonamiento inductivo se emplea en casi todas las ramas de la
investigación humana. Podemos preguntarnos si lo que sabemos ahora
sobre el presente proporciona justificación inductiva para las creen-
cias sobre el pasado, como haría un detective en el curso de una inves-
tigación criminal. O podemos preguntarnos si nuestras creencias sobre
el pasado justifican ciertas creencias sobre el futuro, como podría
hacer alguien que estuviera considerando una oferta de matrimonio
(aunque, en este caso, no creo que sea recomendable adoptar esta
perspectiva). La inducción, por tanto, no está especialmente implicada
en el conocimiento del futuro. Pero podría tentarnos la propuesta
inversa: ¿es posible llegar al conocimiento del futuro de un modo que
no sea la inducción?
Hay dos maneras en las que podríamos esperar llegar al conoci-
miento de los sucesos futuros que no son razonamiento inductivo. La
primera es suponer que, a veces, sabemos lo que sucederá porque
tenemos un conocimiento no inferencial de nuestras intenciones. Esto
plantea cuestiones complejas que no podemos detenernos a conside-
rar en detalle. Advirtamos sólo que no es obvio que esta forma de
conocimiento del futuro sea completamente independiente de cual-
quier apoyo inductivo. Es posible que tengamos un conocimiento no-
inferencial de nuestras intenciones, pero el conocimiento resultante
sobre el futuro ¿no depende del conocimiento general de que, en cier-
tos asuntos, nuestras intenciones se llevan normalmente a cabo?
La segunda manera en la que podríamos esperar un conocimiento
no-inductivo del futuro es la de suponer que, en ciertos casos, pode-
mos ver lo que va a suceder. Esta sugerencia puede hacerse en casos
extremos, como en los adivinadores de la suerte que observan sucesos
futuros en una bola de cristal, o en casos más ordinarios en los que
hablamos de ver que se producirá un choque o que la pelota saldrá
fuera. Pero hay un argumento poderoso en favor de que en ninguno de
estos casos podemos observar el futuro.
Es preciso que se trate de un argumento poderoso, dado que
muchas de las cosas que se han dicho en los capítulos anteriores pare-
cen dejar espacio para la idea de que, al menos en una forma limitada,
la observación del futuro es algo posible. La creencia perceptiva puede
ser asunto de grado. Algunas creencias son más perceptivas que otras,

226
algunas son muy perceptivas, algunas menos, y es posible que algunas
no lo sean en absoluto. Esto nos deja espacio para decir, por ejemplo,
que podemos ver que una escalada es difícil o que un acantilado es
peligroso. No estamos obligados a decir que tales cosas sólo se pue-
den conocer por un razonamiento inductivo a partir de lo que puede
decirse con más propiedad que es objeto de percepción. Es posible
que haya la laxitud suficiente como para que no estemos obligados a
eliminar todas las alusiones a nuestra percepción de lo que ha de suce-
der, que, de hecho, son habituales. Decimos, por ejemplo, que vemos
que la pelota saldrá fuera.
El argumento crucial que nos lleva a eliminar completamente la
percepción del futuro es un argumento sobre la dirección de la causa-
ción. Sugerimos con anterioridad que las creencias perceptivas difie-
ren de otras en que los hechos que son sus contenidos pueden ser la
causa principal de la creencia en ciertos casos favorables. Pero, para
que haya percepción del futuro, las cosas que constituyen el contenido
de la percepción deben estar en el futuro. ¿Y es posible que algo que
está completamente en el futuro sea parte de la causa de un suceso
actual? ¿Puede el futuro causar el presente? Incluso si concedemos
que no es necesario que una causa preceda a su efecto, pudiendo ser
contemporánea, hay argumentos a favor de que el presente no puede
ser efecto de un suceso que todavía no ha ocurrido.
El ejemplo típico es el de alguien que se levanta invariablemente
cinco minutos antes de que suene el timbre de su despertador, inde-
pendientemente de la hora a la que lo haya conectado. ¿Qué impide
que digamos que la causa de que se despierte es el hecho de que su
despertador habría comenzado a sonar cinco minutos más tarde?
Decir tal cosa sería afirmar que el efecto (el hecho de que se despier-
te) puede haber pasado antes de que suceda la causa. Lo que se supone
que es imposible. Imaginemos que un día, habiendo puesto el desper-
tador a las ocho en punto, se despierta a las ocho menos cinco y que el
despertador no suena a las ocho por algún fallo mecánico. En una oca-
sión semejante, deberíamos buscar alguna otra explicación de que se
hubiera despertado, y es probable que escogiéramos algún suceso
anterior, como, por ejemplo, el que hubiera preparado el despertador
para sonar a las ocho. Y si es esa acción anterior la que causa, en este
caso, que se despierte posteriormente, ¿no deberíamos decir lo mismo
en los demás casos? El que suene el timbre, algo que sucede normal-
mente cinco minutos después de que la persona se despierta, puede
considerarse como un efecto distinto de una causa común, y no como
una causa posterior de un suceso precedente.

227
Este argumento puede generalizarse. No podemos contestar di-
ciendo que podría haber alguien que no se levantara cuando su desper-
tador se hubiera estropeado y fuera a fallar. La razón está en que la
estructura del ejemplo parecería exigir que el efecto hubiera pasado
antes de comenzar la causa, o, al menos, que hubiera una brecha entre
el comienzo del efecto y el de la causa durante la cual alguien podría
intervenir para evitar que se diera la causa. No es necesario que
nadie intervenga, basta con que tal intervención sea una posibilidad.
Esta posibilidad es incompatible con la idea de que el despertarse está
causado por el posterior sonido del timbre. Es esto lo que constituye
que un suceso sea efecto de otro. B sólo es un efecto de A si el que se
dé A es necesario para que se dé B. Para verlo, consideremos una
mañana particular en la que nuestro hombre se despierta. Al suponer
que tal suceso es el efecto del sonido del timbre, deberemos suponer
que, si el despertador no fuera a sonar, nuestro hombre no se hubiera
despertado. Pero el mero hecho de que podamos intervenir muestra
que este condicional es falso. Porque se ha despertado y podría no
sonar, sabemos que se habría despertado tanto si el despertador hubie-
ra estado a punto de sonar como si no. Saber esto es saber que el que
se despierta está causado por algo distinto al sonido del timbre.
La conclusión de este argumento, pues, es que el orden causal nun-
ca puede ser el inverso del orden temporal [véase Flew (1954)]. Lo
que demuestra, por la manera en la que la percepción necesita de una
relación causal entre hecho y creencia, que no podemos percibir el
futuro. Si el argumento nos ha impresionado, deberemos insistir en
que no es realmente posible ver que lloverá o que la pelota saldrá fue-
ra. Más bien lo que vemos es el tiempo que hace ahora o la trayectoria,
y razonamos inductivamente a la lluvia futura o al camino que seguirá
la pelota.

13.2. DOS CONCEPCIONES DEL FUTURO


Como antes, realistas y antirrealistas ofrecen concepciones alter-
nativas del futuro. En esta área, el antirrealista considera que sólo lle-
gamos a comprender las oraciones en tiempo futuro en circunstancias
que aprendemos a considerar como evidencia de la ve/dad de esas ora-
ciones, y que es increíble la sugerencia realista de que, con posteriori-
dad, llegamos a comprender cómo podrían ser verdad tales oraciones
en ausencia de las evidencias relevantes. En nuestra comprensión ori-
ginaria de tales oraciones no hay dos elementos distintos que pudieran

228
ser diferenciados de ese modo. La oración se evalúa como verdadera o
falsa de acuerdo con la evidencia pasada o presente. Por tanto, si no
hay evidencia ni en favor ni en contra de la oración, no es ni verdadera
ni falsa. La mayoría de las oraciones sobre el futuro serán de este tipo,
por lo que carecerán de valor de verdad.
Esta posición tiene su atractivo. El futuro no ha sucedido todavía y
tenemos la impresión de que no hay nada que puedan describir las ora-
ciones en futuro, ni nada sobre el futuro que pueda hacer que, ahora,
tales oraciones sean verdaderas o falsas. El carácter abierto del futuro,
al haber un enorme número de hechos sobre el futuro de los que no
tenemos esperanza alguna de conocimiento actual, no es un defecto
epistemológico. Es una necesidad metafísica; lo que distingue el futu-
ro del pasado. El pasado ya está cerrado, y su naturaleza hace que los
enunciados en tiempo pasado tengan determinada (aunque quizá no
sea determinable) su verdad o falsedad. No podemos decir lo mismo
sobre el futuro.
Si encontramos que este tipo de contraste entre pasado y futuro es
convincente, estaremos tentados por el antirrealismo respecto al futu-
ro y por el realismo respecto al pasado. Un antirrealismo más comple-
to rechazaría el contraste, y diría lo mismo respecto a nuestra concep-
ción del pasado y del futuro. Dejando a un lado el argumento sobre el
pasado, debemos considerar un argumento en favor de cierta forma de
antirrealismo sobre el futuro. Se trata de la afirmación de que un rea-
lista sobre el futuro no puede conceder que tengamos libre albedrío.
Hay argumentos contra la posibilidad de la libertad de la voluntad
que son independientes de esta controversia. El determinista causal
argumenta que todo suceso y toda acción están causados por otros
sucesos, y, por tanto, que no es verdad, en ningún caso, que hubiéra-
mos podido actuar de forma distinta a como lo hicimos. Dado que lo
que determina que un suceso cause otro es (o incluye) el hecho de que,
dado el primer suceso y las circunstancias concurrentes, el segundo no
podría haber sido distinto a como fue. Una acción libre es una acción
que podría haber sido, en las mismas circunstancias, distinta a como
ftie. Por tanto, si todas las acciones están causadas, ninguna es libre.
Este argumento determinista se ve discutido por el compatibilista,
que argumenta que una acción puede ser, a la vez, causada y libre. No
obstante, el argumento que nos interesa ahora no es el del determinis-
ta, sino el del fatalista. El fatalista supone, de algún modo, que ya está
fijado lo que sucederá mañana, pero no por motivos causales. Sus
razones son las del realista, que considera que toda oración sobre el
futuro ya tiene ahora un determinado valor de verdad. Un fatalista

229
razonaría del siguiente modo: o bien moriré de un cáncer causado por
fumar, o no. Si moriré de ese modo, no tiene sentido que deje de
fumar. Si no, no tiene sentido que deje de fumar. Así que no tiene sen-
tido que deje de fumar. Este razonamiento comienza con la asunción
realista de que todo enunciado sobre el futuro tiene un valor de ver-
dad; o es verdadero o es falso.
De una forma menos caricaturesca, podemos presentar del
siguiente modo el argumento del fatalista contra la libertad de la
voluntad. Ya es verdad que iré al restaurante el viernes o que no iré. Si
ya es verdad que iré, ¿cómo puede decirse que tengo la opción de no
ir, o viceversa? Parece como si el asunto ya estuviera fijado y nada
pudiera cambiarlo. Sea cual sea la verdad, es inevitable y cualquier
alternativa es imposible.
Hay suficiente peso en este argumento, a pesar de que parezca un
mero truco, como para haber persuadido a Aristóteles de la necesidad
de abandonar el realismo sobre el futuro (edición de 1962, cap. 9).
Este movimiento se beneficia de las ventajas tradicionales en contra
del escéptico, puesto que el antirrealista sostiene que lo que hace que
un enunciado sobre el futuro sea verdad o es sólo la mejor de las evi-
dencias que pudiéramos tener sobre su verdad. Por tanto, no hay nin-
guna posibilidad de que tengamos la evidencia relevante y el enuncia-
do sea falso. Se rechaza como inconcebible la queja del realista de que
siempre es posible, dada determinada evidencia, que el enunciado sea
falso. De modo que el antirrealismo sobre el futuro es muy atractivo.
La dificultad estriba en cómo adoptarlo sin adoptar una forma general
de antirrealismo. Después de todo, ya hemos argumentado en contra
del antirrealismo en teoría de la percepción.
Sin embargo, hay una forma más severa de argumento escéptico en
esta área, que ataca, en general, la noción misma de evidencia en la
que confía el antirrealista. Se trata de la cuestión de Hume sobre la
inducción en general. Al considerarla, nos desplazamos de la mera
cuestión del conocimiento del futuro hacia una preocupación más
general sobre la posibilidad de conocer lo inobservado.

13.3. HUME Y SUS CRÍTICOS


Las cuestiones de Hume sobre el razonamiento inductivo ya se han
planteado en 1.2; las hemos dejado descansar por algún tiempo y aho-
ra se reavivan. No las repetiremos ahora, sino que empezaremos a
considerar inmediatamente posibles respuestas a Hume.
230
¿ES VICIOSA LA CIRCULARIDAD?
Hume se queja de que el único argumento verosímil para justificar
nuestro uso de la inferencia inductiva involucra un círculo vicioso,
dado que apela a la experiencia para justificar las apelaciones a la
experiencia. Pero algunos filósofos han sentido la tentación de mante-
ner que, aunque haya algo como un círculo en una justificación induc-
tiva de la inducción, no se trata de un círculo vicioso [por ejemplo,
Black (1954), cap. 11, y (1958)]. La sugerencia es que un argumento
como:
El razonamiento inductivo se ha demostrado fiable en el pasado.
Por tanto, el razonamiento inductivo es (normalmente) fiable,
tiene como conclusión el enunciado de que el principio de inferencia
que nos lleva desde la premisa a esa conclusión es fiable. Pero no es
una forma de circularidad; hay una diferencia crucial entre un princi-
pio de inferencia y un enunciado. Habría circularidad si el argumento
requiriera realmente como una premisa la proposición que se compor-
ta también como conclusión. Pero no lo requiere. Hay sólo dos razo-
nes para pensar que sí lo requiere, pero las dos son erróneas. Podría-
mos decir, en primer lugar, que el argumento sería inconcluyente de
cualquier otro modo. Para convertirlo en concluyente, añadamos el
enunciado relevante a las premisas; pero, en ese caso, el argumento
será palmariamente circular. La respuesta a esto es que el argumento
es un ejemplo perfectamente adecuado de razonamiento inductivo tal
y como está. No hay ninguna necesidad de que añadamos premisas
adicionales para hacerlo deductivamente válido, y, por tanto, conclu-
yente. En general, no puede ser queja alguna contra los argumentos
inductivos el que no sean deductivos; la justificación de la inducción
no es el intento de mostrar que todos los argumentos inductivos son
implícitamente deductivos.
En segundo lugar, podríamos pensar que, normalmente, un enun-
ciado del principio de inferencia sobre el que descansa el argumento
debe ser insertado, para que sea completamente explícito, como una
premisa. Pero esta sugerencia lleva a un regreso al infinito, dado que
el argumento resultante dependerá de algún principio de inferencia,
que, por tanto, deberá insertarse; y el argumento resultante dependerá
de un principio ulterior, etc.
Por tanto, se sostiene que el argumento no es implícitamente circu-
lar, porque no hay ningún sentido en el que la conclusión se necesite

231
como una de las premisas. Así que un argumento puede establecer la
fiabilidad de su propio principio de inferencia cuando, como anterior-
mente, su conclusión asevera esa fiabilidad. Podemos justificar induc-
tivamente la inducción.
Esto es ingenioso, pero no funciona. Para ver por qué, tratemos de
considerar el asunto desde la perspectiva de Hume. ¿Nos da el argu-
mento anterior alguna razón para aceptar su propia conclusión? Sólo
puedo considerar que lo hace si acepto previamente sobre razones
independientes, el principio de inferencia sobre el que descansa. De
modo que el argumento nunca podría proporcionarnos una razón para
aceptar su conclusión si no dispusiéramos previamente de razones
suficientes para hacerlo.

APELACIONES A LA ANALITICIDAD
La cuestión de Hume es la de cómo podemos tener razón alguna
para suponer que la observación pasada y presente proporciona evi-
dencia de la que podamos inferir inductivamente. En ausencia de tal
razón, insiste, no puede haber tal cosa como evidencia, tal cosa como
la posesión de razones inductivas para creer.
Una respuesta clásica es sostener que no es posible cuestionar si la
observación presente o pasada nos da evidencia o razones para creen-
cias adicionales [véanse Edwards (1949) y Strawson (1952), cap. 9.2].
El enunciado de que la observación constituye evidencia es verdad a
causa de lo que queremos decir por «evidencia». Alguien que dudara
si la órbita observada de un planeta era evidencia sobre su órbita futu-
ra mostraría, con ello, que no comprendía el significado de la palabra
«evidencia». No hay ninguna posibilidad de que pudiéramos equivo-
carnos sobre el significado de «evidencia», y no hay, por tanto, ningu-
na posibilidad de que esas observaciones dejaran de proporcionar evi-
dencia sobre lo inobservado.
Esto se denomina la justificación analítica de la inducción, porque
equivale a sostener que el enunciado «el pasado observado es eviden-
cia para el futuro» es analítico; es verdad en virtud de los meros signi-
ficados de sus palabras. Como tal, por supuesto, no es accesible direc-
tamente a aquellos que, con Quine, rechazan la noción de analiticidad
y el contraste tradicional entre analítico y sintético. Pero hay otro
argumento adicional contra la justificación analítica, que puede ser
atractivo a quineanos y no quineanos. Se debe a Urmson (1953).
Este otro argumento parte de la observación de que decir de algo

232
que es evidencia es, en parte, evaluarlo, considerarlo como una guía
fiable que estamos justificados para seguir. Ahora bien, los términos
que se usan para esta evaluación tienen una característica peculiar
(aunque es posible que esta característica sea menos notoria en otros
casos) que puede verse más claramente en el caso del término de apro-
bación más general «bueno». Aprendemos el uso de este término por
apelación a ejemplos como los que nos presentan nuestros mentores
(padres, tutores escolares...). Pero ello no nos obliga a limitarnos a
aprobar sólo, o todas, las cosas que ellos aprueban. Sea como sea,
nuestra comprensión del término «bueno» puede dejar de depender de
los ejemplos originales. Podemos llegar a aprobar conjuntos de obje-
tos radical o completamente diferentes, o ninguno en absoluto, sin que
por ello mostremos que hemos olvidado lo que se nos enseñó. Y lo
mismo es verdad con la palabra «evidencia». Nuestra comprensión de
esa palabra, indudablemente obtenida en circunstancias normales, es
tal que, sin abusar de ella, podemos llegar a considerar tipos diferentes
de cosas como evidencia, o incluso preguntarnos si existe algo que sea
realmente evidencia para algo más. Esto es, por supuesto, lo que hizo
Hume. Parece, pues, que la justificación analítica no tiene éxito al tra-
tar de dejar a un lado, como incoherente, la cuestión de Hume.
Podría objetarse que no hemos advertido toda la fuerza de la justi-
ficación analítica. El antirrealista podría pretender que la justificación
analítica es una respuesta antirrealista a la cuestión realista; y, al
habernos limitado a afrontarla desde una perspectiva realista, habría-
mos dejado a un lado lo esencial. Es posible que Hume suponga que
hay asuntos de hecho, sobre el pasado inobservado y sobre el futuro,
sobre los que la experiencia acumulada se considera, normalmente,
evidencia relevante aunque no concluyente. A continuación señala que
la experiencia no puede proporcionarnos razón alguna para suponer
que podemos cruzar la brecha entre lo observado y lo inobservado. La
réplica antirrealista es insistir en que no hay tal brecha entre los asun-
tos de hecho y las proposiciones que consideramos que constituyen
evidencia relevante. Nuestra comprensión de qué es que una proposi-
ción sobre lo inobservado sea verdadera está indisolublemente vincu-
lada a los tipos de consideración que aceptamos como evidencia con-
cluyente. La razón por la que es una verdad analítica que el pasado
observado es evidencia para el futuro es, pues, la afirmación general
de que nuestros conceptos de verdad y evidencia van a la par. El que
una proposición sobre el futuro sea verdadera es, exactamente, que
exista evidencia accesible de que es verdadera. Comprender qué es
que un enunciado sea verdadero es, exactamente, saber lo que cuenta

233
como evidencia de su verdad. Por tanto, no podemos suponer que esta-
mos equivocados al considerar que ciertas observaciones son eviden-
cia relevante. Que sean evidencia relevante está determinado no tanto
por el significado de la palabra «evidencia», como por el significado
de las proposiciones respecto a las que cuentan como evidencia.
La versión antirrealista de la justificación analítica de la inducción
parece más impresionante. Para poder elaborar una respuesta adecua-
da a ella es preciso que nos aproximemos desde un punto de vista un
tanto diferente.

13.4. GOODMAN: EL NUEVO ROMPECABEZAS


DE LA INDUCCIÓN
Hume planteó una cuestión en términos de la práctica de inferir, a
partir de regularidades observadas, la probable continuidad de esas
regularidades. Argumentó que la práctica misma de inferir no podría
justificarse, si tal justificación requiriera razones para creer que el
razonamiento inductivo es fiable. Pero no concluyó de ello que la
práctica fuera irracional. Sugirió que la naturaleza humana es tal que
adquirimos ciertas expectativas habituales después de observar una
regularidad suficiente en la naturaleza. No tenemos ninguna razón
para razonar inductivamente, pero no podemos dejar de hacerlo. Dado
que comprendemos qué es ser racional no por inferencia a lo que
debemos hacer (y normalmente no hacemos), sino por referencia a lo
que de hecho hacemos, la inferencia inductiva es una práctica racio-
nal, aunque no esté fundamentada en razones.
Nelson Goodman argumenta que la solución de Hume plantea, de
hecho, cuestiones de tipo similar que son incluso más difíciles (1973).
La respuesta de Hume es que la observación de patrones regulares
produce en nosotros ciertas expectativas habituales. Observamos tan a
menudo que los objetos caen cuando se les suelta, que esperamos
naturalmente que el próximo haga lo mismo. Y la inferencia inductiva
correcta se define en términos de inferencia a sucesos similares a los
observados. La inferencia más fiable se supone que es aquella cuya
conclusión sugiere que el mundo continuará siguiendo el curso más
semejante al que ha seguido hasta ahora. Pero Goodman afirma con-
vincentemente que esta apelación a semejanzas oculta un supuesto
que tiene difícil justificación.
Supongamos que, hasta este momento, todas las esmeraldas obser-
vadas han sido verdes. Los cánones de la inferencia inductiva, tal y

234
como se explicitaron anteriormente, nos permiten inferir que la próxi-
ma esmeralda será verde. Pero esta historia dejará de ser convincente
si suponemos que hay otro predicado «verdul», que tiene el siguiente
sentido: un objeto es «verdul» en el momento del tiempo t si y sólo si
o bien es verde y t es anterior al 1 de enero del año 2000, o bien es
azul y t es posterior al 1 de enero del año 2000. Dado este predicado,
cualquier evidencia a favor de que las esmeraldas futuras han de ser
verdes estará también a favor de que hayan de ser azules. La razón es
que las esmeraldas observadas no eran más verdes que «verdules». Es
tan verdad que son verdes como que son «verdules», por lo que esta-
mos tan justificados para concluir que las esmeraldas serán azules en
el futuro como para concluir que serán verdes.
Lo que quiere decir que la inferencia inductiva correcta no puede
caracterizarse en términos de inferencia de la continuación de seme-
janzas previamente observadas. Estamos inclinados a suponer que una
de las inferencias sobre las esmeraldas es correcta, y que la otra no lo
es (y, por supuesto, hay un número infinito de inferencias semejantes,
definiendo predicados como «vermarillo», «verrojo», y aún peores).
Pero todavía no hemos dado razón alguna para preferir una a la otra.
Ni tenemos un análisis aceptable de qué sea una inferencia inductiva
correcta, por apelación al cual pudiéramos confiar en que el uso de
tales inferencias estuviera justificado.
La respuesta natural es protestar diciendo que hay algo profunda-
mente sospechoso con relación a predicados artificiales como «ver-
dul». Pero no hay consenso respecto a qué pueda haber de equivocado
en ellos. (En cierto modo, el nuevo rompecabezas es simplemente la
cuestión de por qué son incorrectos.) El mero hecho de que sean arti-
ficiales no fundamenta ninguna queja sobre ellos; sólo muestra que no
lo usamos, no que no los deberíamos usar.
Una respuesta común es la de decir que un predicado «sensato» no
puede contener ninguna referencia a un punto del tiempo (o del espa-
cio) particular. «Verdul» se define en términos de verde antes de t y,
por tanto, no es sensato. Pero hay dos errores en este argumento. En
primer lugar, es igualmente cierto que «verde» se define en términos
de su «verdulez» antes de t.; un objeto es verde en t si y sólo si es «ver-
dul» en t y t es anterior al 1 de enero del año 2000, o es «azude» en t y
t es posterior a esa fecha. «Azude» se define como «verdul», pero
intercambiando en la definición los términos «azul» y «verde». De
modo que, de acuerdo con este criterio, todos los predicados parecen
igualmente insensatos, desde el punto de vista de quien utilice otros.
En segundo lugar, incluso si debiéramos denominar «insensatos» a
235
tales predicados, todavía no se nos ha dicho qué es lo que hay en ellos
que hace que las inferencias que los utilizan no sean fiables.
En vez de proseguir con otros intentos de solucionar el rompecabe-
zas de Goodman, terminaremos relacionándolo con otras de nuestras
preocupaciones anteriores. En primer lugar, la respuesta antirrealista a
Hume que se ha ofrecido anteriormente no nos proporciona nada que
podamos aprovechar en contra del rompecabezas de Goodman. El anti-
rrealista apela al «hecho» de que usamos las observaciones pasadas
como evidencia para los casos futuros, o que nuestra comprensión de
qué sea la verdad de algo inobservado está vinculada a lo que conside-
ramos como mejor evidencia a favor de esa verdad. Nuestra compren-
sión del hecho de que algo sea verde en el futuro está vinculada a lo
que consideramos como evidencia de que será verde; así pues, dado el
significado del enunciado relevante, no hay ninguna posibilidad de que
estemos equivocados en lo que consideremos evidencia para él. Pero
estas observaciones no discriman entre «verde» y «verdul». La única
esperanza de que lo hicieran así reside en la constatación de que hemos
estado usando el predicado «verde» y no el predicado «verdul». Y ésta
es una idea de dudosa utilidad, por dos razones. En primer lugar, no
está claro qué importa el predicado que hayamos usado; según este
análisis, no vamos a poder mostrar que el otro es incorrecto. En segun-
do lugar, y más importante, ¿qué es lo que, en nuestra práctica anterior,
determina que de hecho hayamos usado «verde» y no «verdul»?
Es verdad que hemos usado la palabra «verde». Pero ¿qué demues-
tra que no hemos estado pensando en términos de «verdulez» todo el
tiempo? ¿Qué demuestra que no vamos a denominar «verdes» a los
objetos azules después del 2000? Hasta que no digamos qué concepto
hemos estado usando, no podemos tener esperanza alguna de argumen-
tar en favor de uno de ellos sobre la base de que es el que hemos usado.
Esto es importante porque una razón atractiva para dejar de lado
conceptos como «verdulez» es que no pueden ser adquiridos a través
de ejemplos [Small (1961)]. La «verdez» es un concepto que podemos
aprender por medio de ejemplos, como sabemos por haberlo adquirido
de ese modo. Pero este argumento se viene abajo cuando nos enfrenta-
mos a la posibilidad de que el concepto que hayamos estado usando
todo el tiempo sea el de «verdulez». Si tenemos tal concepto, lo debe-
mos haber adquirido a través de la experiencia de objetos «verdules».
La cuestión a la que hemos llegado, y el intento de responderla por
medio de ejemplos, debe recordarnos en gran medida las observacio-
nes de Wittgenstein sobre el seguimiento de reglas (5.5.-7). La cues-
tión de Goodman es, y debe ser, semejante a la de Wittgenstein, dado

236
que Goodman se pregunta qué es lo que justifica una manera de actuar
más bien que otra. Y ésa es, precisamente, la cuestión que se plantea-
ba Wittgenstein.

13.5. EL COHERENTISMO Y LA INDUCCIÓN


La situación actual es que tenemos dos formas de escepticismo
inductivo con las que vérnoslas, la de Hume y la de Goodman. Como
vimos, el antirrealismo proporcionaba algún tipo de respuesta a Hume,
pero fracasaba por completo a la hora de enfrentarse al rompecabezas
de Goodman. Veremos ahora qué puede aportar el coherentismo.
Los coherentistas hacen afirmaciones ambiciosas sobre la capaci-
dad del coherentismo para proporcionar una perspectiva dentro de la
cual se venga abajo el escepticismo sobre la inducción. Ewing sostuvo
que «el principio de coherencia proporciona la única justificación
racional para la inducción» [Ewing (1934), p. 247]; Blanshard está de
acuerdo [Blanshard (1939), vol. 2, pp. 504-505]. Hay dos restricciones
dentro de las cuales evaluar esas afirmaciones. La primera es nuestra
preferencia presente por el internalismo; las respuestas del externalis-
mo son insuficientes. La segunda es que la respuesta debe ser tan
efectiva contra Goodman como contra Hume.
Supongamos que tenemos un breve enunciado de un principio
inductivo de inferencia, PII. Un movimiento externalista sería decir
que la adopción o el uso de PII tiene como resultado un incremento de
la coherencia en el propio conjunto de creencias; esto es lo que justifi-
ca nuestro uso de PII. Un internalista añadiría que creemos que la adi-
ción de PII incrementaría la coherencia, y que, en la medida en que
esa creencia sea verdadera, estamos justificados para usar PII. El
internalismo no tiene que mostrar que su creencia verdadera está justi-
ficada, tal y como concedimos al considerar los grados de internalis-
mo en 9.3; tal cosa nos conduciría a un regreso de justificaciones, y,
por ello, nos arrojaría directamente en brazos de Hume.
Pero todavía está la cuestión de si es verdad que la adopción de PII
incrementa siempre la coherencia. No tiene ningún sentido que inten-
temos mostrar tal cosa apelando al pasado; lo que involucraría una for-
ma dañina de circularidad. Por tanto, la cuestión de si el uso de PII lle-
va a un incremento de la coherencia no puede ser completamente
empírica. Necesitamos una razón por anticipado, un vínculo concep-
tual entre la inferencia inductiva y el incremento de la coherencia
explicativa.

237
El coherentismo puede proporcionar ese tipo de razón. Lo hace
así, manteniendo que el principio conductor de la inferencia inductiva
es, exactamente, la «inferencia a la mejor de las explicaciones alterna-
tivas» [Harman (1970), p. 89)]. Por ejemplo, un detective infiriendo la
culpabilidad de un sospechoso a partir de ciertas evidencias trata de
llegar a la hipótesis que proporcione la mejor explicación de toda la
evidencia. No es, por ello, un accidente que la inducción lleve a un
incremento en la coherencia explicativa. Y, dado que tanto la verdad
como la justificación se ven en términos de coherencia, podemos
decir que el uso de la inducción debe aproximarnos a la verdad. ¿Qué
otra mejor justificación de la inducción podríamos esperar?
Y hay más que esto. Todavía no hemos explicado la afirmación de
Ewing de que el coherentismo es la única posición con éxito en esta
área. Para considerar las bases de esta afirmación, necesitamos reha-
cer los pasos de Hume.
¿Cómo podemos saber o estar justificados en cualquier creencia
sobre lo que sucederá a continuación? Vemos que un ladrillo va a rom-
per la ventana; nuestra creencia natural sobre el futuro se alcanza por
medio de la inferencia inductiva. ¿Qué justifica tal inferencia? No hay
ninguna conexión necesaria que vincule los sucesos diferentes del vue-
lo del ladrillo y del rompimiento del cristal. No hay ninguna contradic-
ción en suponer que se da el uno y no el otro, como sucedería en el
caso de que estuvieran conectados por necesidad lógica. Y no hay nin-
guna otra noción comprensible de necesidad que la de necesidad lógi-
ca. Siendo así, esos dos sucesos van unidos sin estar conectados.
Nuestra inferencia de uno al otro debe derivarse, por tanto, de la expe-
riencia de conjunciones similares en el pasado. Y este tipo de inferen-
cia no puede estar justificado empíricamente sin circularidad (ver 1.2).
Los coherentistas como Ewing y Blanshard detienen esta cadena al
negar uno de sus eslabones cruciales. Sostienen que hay otra noción
comprensible de necesidad, necesidad natural, que vincula conjunta-
mente los sucesos individuales, y mantienen que cualquiera que nie-
gue tal cosa está condenado al escepticismo sobre la inducción, por lo
que su punto de vista ofrece la única esperanza.
El tipo de necesidad natural del que hablamos es básico para la
posibilidad de la explicación; sin ella la explicación sería imposible.
Explicar algo es ver por qué, en esas circunstancias, debiera suceder.
Los filósofos en la tradición de Hume, Hempel, por ejemplo (1942),
consideran que la explicación se da cuando estamos convencidos de
que el suceso relevante va o iba a suceder. Pero esto no basta. A menos
que podamos ver por qué va a suceder, no tenemos ninguna explica-

238
ción. Y, para ver por qué, necesitamos algo más que el conocimiento
de que en casos previos y semejantes sucedió tal tipo de cosa. Este
tipo de conocimiento puede capacitarnos para hacer predicciones
arriesgadas, pero no nos proporciona ninguna explicación; para la
explicación necesitamos comprensión (cf. 11.1). El argumento de
Hume es que, dado que no hay nada como una relación de necesidad
entre sucesos, estamos limitados al tipo de explicación que él nos
ofrece. Pero la respuesta es que, si la explicación es posible en absolu-
to, debe existir una relación necesaria entre los sucesos. En el caso
simple del ladrillo y la ventana, no se trata sólo de que la ventana se va
a romper; debe romperse, está obligada a ello. Nuestro conocimiento
inductivo de que se romperá es conocimiento inferencial. El vuelo del
ladrillo entraña que la ventana se romperá; puesto que, dado el ladri-
llo, la ventana tiene que romperse. Y sabemos tal cosa porque sería
mucho más difícil explicar que la ventana no se rompiera que explicar
su rompimiento. (Hay, de hecho, vínculos de explicación mutua.)
Ewing y Blanshard pretenden escapar al argumento de Hume
negando su atomismo, el punto de vista de que los sucesos individua-
les están conjuntados, pero no conectados. Es el atomismo el que ori-
gina el escepticismo sobre la inducción, más bien que la naturaleza
del caso.
Pero esto todavía nos deja con Goodman. Goodman señala que,
tanto como nuestra práctica inductiva, hay muchísimas otras, cada una
consagrada con su propio lenguaje; y no parece que haya nada para
escoger entre los lenguajes. Cada práctica goodmaniana es igualmente
inductiva. De modo que, si una está justificada, lo están todas.
Supongamos por el momento que el argumento anterior sobre Hume
nos permite aceptar la conclusión de que nuestra práctica inductiva
está justificada. ¿Por qué debe preocuparnos el hecho de que otras
prácticas estarían igualmente justificadas? Después de todo, el hecho
de que muchos conjuntos de creencias estarán tan justificados como el
nuestro no nos preocupa, la justificación puede ser compartida. La
objeción de la pluralidad (8.2) sólo hace daño cuando consideramos
pretensiones de verdad, más bien que de justificación. De modo que
¿no es igualmente aceptable el tipo de pluralidad que señala
Goodman?
Lo que necesita mostrar Goodman es que, dado que otras prácticas
son posibles, la nuestra no está justificada. Si la nuestra lo está, las
otras lo están también. Y el punto crucial es que, por cada creencia
que estemos dispuestos a sostener, habrá otra práctica, tan bien funda-
mentada como la nuestra, que recomiende la creencia opuesta. Por

239
ejemplo, el uso del predicado «verdul» nos lleva a concluir que las
esmeraldas no son verdes sino azules después del 1 de enero del año
2000. Lo que quiere decir que las dos prácticas no son sólo diferentes,
sino alternativas opuestas. Se oponen y nada justifica la adopción de
una más bien que la de la otra, de modo que nada justifica la creencia
de que las esmeraldas continuarán siendo verdes más bien que la cre-
encia de que no lo serán.
En este momento, debemos buscar ayuda en la analogía de
Wittgenstein. Lo que hemos descubierto es que no hay ningún rasgo
interno de nuestra práctica que no pueda convertirla en algo más justi-
ficado que sus alternativas. Tampoco hay ningún rasgo externo que
pueda hacerlo. El único factor relevante era que nuestra práctica es la
que usamos, mientras que las otras no. Esto no ayuda demasiado, pero
no debemos desesperar. La conclusión de los pensamientos de
Wittgenstein sobre seguimientos de reglas era que una práctica no
necesita de un fundamento externo independiente a modo de justifica-
ción (5.6). La razón por la cual buscamos ese fundamento externo es
que pensamos que tales cuestiones son cuestiones externas, que nos
preguntan sobre nuestra práctica desde un punto de vista que se supo-
ne externo a ella. Pero no lo son. Del mismo modo que las cuestiones
sobre la justificación de alguna parte de nuestro uso del lenguaje, por
ejemplo, nuestro uso de los predicados morales, son cuestiones que se
preguntan en el seno de nuestra práctica lingüística. De modo que las
cuestiones sobre la inducción, que constituye una forma de vida omni-
presente, que parece casi constituir nuestro paradigma de conducta
racional, son todavía cuestiones que se preguntan y deciden en el seno
de nuestra visión del mundo. Hay que admitir que no pueden justifi-
carse desde el exterior. Pero tal cosa no debe desconcertarnos. Si insis-
timos en que las cuestiones sobre justificación sólo pueden plantearse
desde el seno de nuestra práctica, sentiremos menos vergüenza de las
respuestas que tanto nos tientan.
Si esta respuesta wittgensteiniana a Goodman es efectiva, nos
damos cuenta de que el movimiento de Goodman, al ir más allá de
Hume, no era más que el desplazamiento desde una cuestión que tiene
respuesta, en términos coherentistas, a una cuestión que no tiene posi-
bilidad de respuesta. Sería una cuestión que nadie podría responder en
el sentido en que se plantea, que conlleva su propia imposibilidad de
encontrar respuesta y que, por tanto, se sitúa fuera del juego. Si pode-
mos dejar a Goodman a un lado, Ewing tenía razón al afirmar que el
coherentismo es la única posición desde la que puede mostrarse que la
inducción es una práctica racional.

240
LECTURAS COMPLEMENTARIAS
Hume (edición de 1955, cap. 4.2) y Goodman (1973, caps. 3-4) ofrecen dos argu-
mentos clásicos.

Las respuestas a Goodman incluyen las de Barker y Achinstein (1960), Small


(1961) y Quine (1965, cap. 5).

Swinburne (1974) es un buen conjunto de respuestas a Hume, incluyendo las de


Russell, Edwards y Black. La introducción es una visión útil y general.

El argumento contra la causación retroactiva está en Flew (1954). Dummett (1978,


cap. 18) muestra grandes dosis de originalidad.

Cahn (1967) constituye una valiosa discusión de varios intentos (el de Aristóteles
entre ellos) de enfrentarse al fatalismo.

Una buena formulación del determinismo se halla en Van Inwagen (1975). El com-
patibilismo de Hume se encuentra en Hume (edición de 1955, caps. 7-8).

Hay discusión sobre si el problema humeano de la inducción debe verse como


abiertamente escéptico, más que como un intento de reducir al absurdo una teoría inco-
rrecta de la racionalidad. Véase Stroud (1977, cap. 1).

Harré y Madden (1975, caps. 3-4) discuten las conclusiones de Hume. La res-
puesta coherentista a Hume la dan Ewing (1934, cap. 4.3) y Blanshard (1939, vol. 2,
pp. 504-511).

241
14. CONOCIMIENTO A PRIORI

14. 1. EL FUNDAMENTALISMO Y EL CONOCIMIENTO A PRIORI


Hasta ahora nos hemos ocupado, casi exclusivamente, del conoci-
miento empírico, del conocimiento que sólo puede adquirirse por
medio de la experiencia. En este capítulo consideraremos la naturale-
za, el alcance y el objeto de otra supuesta forma de conocimiento, el
conocimiento a priori.
El fundamentalismo distingue entre la justificación inferencial y la
no inferencial. Nuestras creencias no básicas están justificadas infe-
rencialmente por apelación a las básicas, que se justifican de un modo
diferente y no inferencial. Pero ¿qué es lo que justifica los principios
de inferencia sobre los que debe descansar cualquier justificación
inferencial? Tales principios no son justificables en sí mismos por
apelación a las creencias básicas, ni como conclusiones de inferencias
a partir de esas creencias. Por tanto, para que el fundamentalismo ten-
ga éxito, deberá existir una tercera forma de justificación de los prin-
cipios de inferencia.
Como hemos visto (4.1), el fundamentalismo es una forma de
empirismo, y su distinción entre creencias básicas y no básicas trata
de reflejar la distinción entre aquellas creencias que vienen dadas por
la experiencia y aquellas otras que derivamos por medio de inferencias
a partir de la experiencia. [Esta distinción se hace en Russell (1926),
p. 226]. El fundamentalismo, por tanto, nos proporciona una razón
empirista para aseverar la existencia de algún conocimiento que no sea
empírico. Pero también hay otras razones.

14.2. EL EMPIRISMO, LO A PRIORI Y LO ANALÍTICO


El empirismo tradicional, en su forma extrema, mantenía una dis-
tinción entre ideas y proposiciones. Las ideas son partes componentes
de las proposiciones; las proposiciones son complejos de ideas, com-
binadas de tal manera que pueden ser verdaderas o falsas. (Las ideas

242
en sí mismas no se pueden caracterizar como verdaderas o falsas.) Los
empiristas radicales sostuvieron que todas nuestras ideas se derivan de
la experiencia, y que no puede saberse que ninguna proposición o
combinación de ideas es verdadera sin apelación a la experiencia.
La primera de estas pretensiones no se discutirá aquí, aunque sólo
sea porque hacerlo así sería aceptar la distinción entre ideas y proposi-
ciones; encontraremos muy pronto razones para sentirnos incómodos
con esa discusión. John Locke intentó establecerla de la única manera
que pudo concebir, examinando todas las ideas cruciales, una a una, y
mostrando cómo podrían derivarse de la experiencia. En una batalla
denodada, alcanzó éxitos y fracasos. Los casos difíciles incluyen las
ideas de identidad, igualdad, perfección, Dios, poder y causa.
La segunda de estas pretensiones se abandonó tan pronto como fue
formulada, porque entraña una contradicción con el supuesto, alta-
mente verosímil, de que podemos conocer que muchas proposiciones
son verdad sin ningún otro uso de la experiencia adicional al que se
requiere para la misma adquisición de las ideas (o conceptos) relevan-
tes. Este supuesto es verosímil por el número de ejemplos que le dan
apoyo. «Rojo es un color»; «2 + 3 = 5»; «un cuñado es el cónyuge de
un hermano», y (un ejemplo más complicado del propio Locke) «don-
de no hay propiedad no puede haber injusticia». No necesitamos de la
experiencia para verificar esas verdades; cualquiera que las entienda
(que tenga las ideas relevantes) ya está en situación de conocer su ver-
dad sin necesidad de investigación empírica.
Sin embargo, nada de esto debe perturbar, ni perturbó de hecho, a
los empiristas. Aceptaron que tenemos conocimientos que no se obtie-
nen a través de la experiencia. Lo hicieron al aceptar que las proposi-
ciones implicadas gozan de un status especial. Todas ellas expresan
relaciones entre nuestras ideas y nuestros conceptos, siendo el conoci-
miento que de ellas tenemos un conocimiento conceptual, sobre los
conceptos, más que conocimiento sustancial, no conceptual, sobre el
mundo real. Locke estaba de acuerdo en que estas verdades concep-
tuales (que consideró verdades verbales) podían conocerse por el ejer-
cicio de la razón más que del de la experiencia, pero sostuvo que tal
cosa era compatible con, y explicable por, su empirismo sobre los con-
ceptos. Las ideas cuyas interrelaciones podemos conocer de ese modo
son todas ideas empíricas.
El empirista que acepte que hay conocimientos a priori, por tanto,
debe proporcionar una explicación de él en sus propios términos.
Locke sostuvo que las proposiciones que se pueden conocer a priori
son proposiciones triviales que expresan relaciones entre nuestras

243
ideas. Los empiristas del siglo XX, como Ayer, han defendido que una
proposición sólo puede ser conocida a priori si es analítica, es decir,
verdadera en virtud de los significados de sus palabras, más que en
virtud de la forma de ser del mundo. Según este punto de vista, todo el
conocimiento a priori es de verdades analíticas; las verdades sintéti-
cas sólo pueden conocerse empíricamente. Por ello, se pensó que la
aceptación del conocimiento analítico no podía ser dañina para el pro-
grama empirista, dado que tal conocimiento no pretendía ser conoci-
miento sustancial sobre el mundo. El empirismo se convirtió en el
punto de vista menos radical de que toda verdad sustancial sobre el
mundo es empírica; sólo las verdades analíticas pueden ser conocidas
a priori.
Este resultado no se ajusta muy bien a la tendencia fundamentalis-
ta a mantener que nuestro conocimiento de los principios de inferencia
es a priori, ya que tales principios son escasamente analíticos. No son
verdaderos en virtud sólo de los significados de las palabras, como
vimos en el caso de la inducción (13.3). Parecen ser sintéticos. En ese
caso, ¿cómo puede decir el empirista que los conocemos a priori.?
Pero ahora no estamos defendiendo la doctrina empirista; nuestra
tarea, por el momento, es la explicación.

14.3. ¿ES POSIBLE CONOCER A PRIORI


VERDADES SINTÉTICAS?
¿Hay verdades de las que no puede decirse de un modo convincen-
te que sean triviales o analíticas y que, sin embargo, sean conocidas
a priori.? Ya hemos considerado un ejemplo posible de lo sintético a
priori, o sea, nuestro conocimiento a priori de los principios sintéticos
de inferencia. Hay otros ejemplos.
Uno sería el de la exclusión de colores. Sabemos que ningún obje-
to es completamente verde y completamente rojo en el mismo aspecto
y al mismo tiempo. Y lo sabemos sin ninguna necesidad de compro-
barlo por apelación a la experiencia, porque sabemos por anticipado
que no es posible tener una experiencia como de algo que sea comple-
tamente rojo y completamente verde a la vez.
Podríamos objetar a esto señalando que, seguramente, es un hecho
de experiencia que ser rojo excluye ser verde: en algún sentido, puede
ser algo que podamos verificar sin ulterior experiencia, una vez que ya
sepamos qué es ser verde y qué es ser rojo. Pero el hecho de que un

244
color excluya otro no es un hecho sustancial sobre el mundo, por lo
que nuestro conocimiento de que sucede así no es el tipo de conoci-
miento de verdades sintéticas a priori que estamos buscando. En vez
de ello, es un simple hecho empírico sobre la apariencia que nada
parece tener simultáneamente dos cualidades «competidoras».
Esta réplica no funcionará, por dos razones. En primer lugar, es
sentar la cuestión por anticipado pretender que podemos conocer por
medio de la experiencia que dos cualidades compiten del modo rele-
vante. La experiencia nos dice que ningún objeto es, a la vez, comple-
tamente rojo y completamente verde. Pero ¿qué hay en la experiencia
que nos revele el hecho ulterior de que ningún objeto puede ser de esa
forma? Sería más plausible decir que la exclusión de colores no se
revela por la experiencia, sino que se origina simplemente por nuestra
manera de distinguir entre diferentes colores. Distinguimos de tal
manera entre rojo y verde que no permitimos que nada cuente como
algo rojo y verde a la vez. De modo que la exclusión de los colores no
es más que un artificio de nuestro esquema conceptual, no un reflejo
de la manera en que el mundo se comporta (y se debe comportar).
Pero ¿qué hay que decir de la intuición de que no inventamos la
exclusión de colores para nuestros propios propósitos, sino que nos
limitamos a reflejar en nuestro uso del lenguaje (o de nuestro esquema
conceptual) las relaciones de exclusión que descubrimos en el mundo?
Es posible que pudiera argumentarse, en el caso de los colores, que el
color es asunto de apariencia y, por tanto, una relación entre nosotros
y el mundo, por lo que la exclusión de colores es tanto un hecho sobre
nosotros —sobre el modo como nos parecen las cosas— como sobre
el mundo que nos rodea. Esto es reformular la posición ya planteada
en los parágrafos precedentes.
La segunda objeción a esta posición es que hay otros ejemplos del
tipo de relaciones de exclusión que ahora nos ocupa y de los que no
puede decirse que traten de la apariencia en el mismo sentido. Por
ejemplo, ¿qué sucede con el hecho obvio de que una vaca no es un
caballo? Nada puede ser, a la vez y respecto a lo mismo, caballo y
vaca. Y este hecho, del tipo que sea, no es un hecho sobre las aparien-
cias. Ni es muy convincente decir que es un hecho sobre nuestro
esquema conceptual, más bien que sobre vacas y caballos.
¿Es posible que sea parte del significado de «es una vaca» que las
vacas no son caballos, por lo que «vaca» implica, entre otras cosas,
«no es un caballo»? Si así fuera, la verdad de que las vacas no son
caballos sería una verdad analítica, y no sería un caso de verdad sinté-
tica conocida a priori. Pero, si esto fuera parte del significado de «es

245
una vaca», es de presumir que cualquiera que conociera ese significa-
do sabría también que las vacas no son caballos. ¿Y no podría darse el
caso de que alguien no supiera nada sobre caballos, y tampoco cono-
ciera el significado de «es un caballo», pero que conociera perfecta-
mente bien el significado de «es una vaca»? Para persuadirnos de
esto, sólo es preciso que recordemos los miles de otras cosas que no
son las vacas: televisiones, mariposas y gazpacho, por ejemplo. Si el
significado de «es una vaca» contuviera, de algún modo, todas esas
relaciones de exclusión, sería imposible que nadie lo aprendiera, en
particular, cuando recordemos que las otras palabras contendrían tam-
bién sus propias relaciones de exclusión. De modo que la proposición
de que nada es a la vez vaca y caballo no es analítica. Pero no es sobre
apariencias como se podría sostener de las proposiciones correspon-
dientes sobre colores. Y nuestro conocimiento de ella no puede, según
ese análisis, considerarse empírico. Parece que, si la conocemos, la
conocemos a priori, porque no necesitamos, para verificarla, de nin-
guna experiencia adicional a la que necesitamos para saber qué es ser
una vaca y qué es ser un caballo. Por tanto, éste parece ser un caso de
conocimiento a priori de una verdad sintética.
Un argumento similar puede introducirse con relación al proble-
ma, más difícil incluso, de nuestro conocimiento de la verdad mate-
mática. Si concedemos que el conocimiento matemático es a priori,
¿qué vamos a decir de las verdades matemáticas? ¿Son analíticas o
sintéticas? «7 + 5 = 12» ¿es verdadera en virtud del mero significado
de sus símbolos? Kant utilizó la palabra «analítico» de un modo lige-
ramente diferente al que se ha venido utilizando aquí, definiéndola no
en términos de significado, sino de conceptos. Sostuvo que un juicio
es analíticamente verdadero si el concepto que aparece como predica-
do está contenido en el concepto que aparece como sujeto; un buen
ejemplo sería «un hermano es de sexo masculino» (Kant, edición de
1961, Introducción 4; B10-14). En este sentido de «analítico», man-
tuvo por algún tiempo que las verdades simples de la matemática
son analíticas, pero más tarde lo puso en duda (Kant, edición de
1967, pp. 128-131). Por ejemplo, 12 es la suma de 5 y 7, y podríamos
sentir la tentación de decir que el conocimiento de tal cosa es un
requisito de la posesión del concepto de 12. Pero 12 es también el
resultado de infinitas sumas de otros números, el producto de otros,
etc. El conocimiento de cualquiera de estos hechos tendría el mismo
derecho a ser considerado como un requisito de que alguien poseyera
el concepto de 12, y, como no podemos admitir a todos ellos, no pode-
mos admitir ninguno. (La única de estas verdades de la que sería posi-

246
ble decir que tiene un status especial sería «12=11 + 1», que definiría
12 como el sucesor de 11.) Por tanto, la verdad matemática es sintéti-
ca, en el sentido de Kant.
El mismo argumento sería también efectivo si se formulara con
nuestra definición de «analítico» en términos de significado. Del mis-
mo modo que hay demasiadas propiedades excluidas por el hecho de
que «es una vaca» se satisfaga, hay demasiadas interrelaciones entre
un número y otros números para que todas ellas estén incluidas en el
significado de «12». Por tanto, la verdad matemática es sintética, en
nuestro sentido, aunque sea cognoscible a priori.
Hasta ahora el argumento ha discurrido en términos de ejemplos.
Cada uno de ellos es efectivo en sus propios términos, pero todavía
son discutibles. Kant, sin embargo, afronta la cuestión de un modo tal
que, si tuviera éxito, convertiría en redundante la apelación a los ejem-
plos. Vimos que los empiristas clásicos, como Locke, pretendían que
nuestros conceptos (o ideas, para Locke) se derivan de la experiencia
y trataban de establecer esta conclusión por enumeración. Kant no
argumenta directamente contra ninguna de las partes de la enumera-
ción, sino que arguye que hay algunos conceptos que no pueden deri-
varse de la experiencia, en la medida en que son necesarios para cual-
quier experiencia posible. Alguien que careciera de ellos sería incapaz
de tener experiencia alguna. El argumento en este punto es extremada-
mente complejo, pero una idea básica es que el mundo es experimen-
tado en la medida en que está ordenado espacial, temporal y casual-
mente. Por ejemplo, la experiencia de un barco desplazándose por el
curso de un río es una experiencia de una cadena de sucesos que está
ordenada en el espacio, en el tiempo y con relación a los vínculos cau-
sales entre sus partes. (Este ejemplo proviene de Kant, edición de
1961, B237-8.) Estos elementos de ordenación, sin embargo, no son
elementos cuyo conocimiento original pudiera derivarse de experien-
cia alguna (como, por ejemplo, esa misma experiencia). Se trata, más
bien, de que sólo podemos tener una experiencia de este tipo si posee-
mos previamente los conceptos que constituyen la matriz causal espa-
cial y temporal dentro de la que se presentan los sucesos de experien-
cia. Por tanto, tales conceptos no son empíricos. Aunque sean discer-
nibles en la experiencia, no pueden adquirirse extrayéndolos del
contenido de ninguna experiencia. Tal extracción, si fuera posible de
algún modo, sólo podría realizarla quien los posea, dado que sólo
alguien así puede tener una experiencia de la que extraerlos.
Podríamos replicar a esta sugerencia que Kant no pudo distinguir
entre la afirmación de que todos los conceptos son empíricos y la
247
afirmación de que todo el conocimiento es empírico. Los conceptos
son constituyentes de las proposiciones, y nuestro conocimiento de
que las proposiciones son verdaderas puede ser empírico, incluso
cuando esas proposiciones tienen como constituyentes conceptos que
no son empíricos. Pero, en este preciso momento, comienza a parecer
discutible la distinción entre conceptos y proposiciones (si es que
todavía no lo era). Esa distinción equivale, en el presente contexto, a
la sugerencia de que es de algún modo posible poseer conceptos
como espacio, tiempo y causalidad sin conocer la verdad de ninguna
proposición de la que esos conceptos sean constituyentes. Lo que es
altamente improbable. Tener el concepto de causalidad es conocer la
diferencia entre sucesos que están causalmente conectados y sucesos
que no lo están: entender qué es que dos sucesos están causalmente
conectados. Tener el concepto de tiempo es ser capaz de colocar los
sucesos en orden lineal. Encontramos, por ello, que alguien que
posea el concepto de causalidad ya tiene algún conocimiento proposi-
cional; Kant afirma, de hecho, que tal persona ya sabe que todo suce-
so es precedido por otro, del que se sigue de acuerdo con una regla
(edición de 1961, B238-41). De un modo semejante, quien tenga el
concepto de espacio conoce, de acuerdo con Kant, que el espacio es
infinito, homogéneo y euclideano, y quien tenga el concepto de tiem-
po ya sabe que el tiempo es lineal. De modo que, para Kant, el cono-
cimiento conceptual requiere conocimiento proposicional, por lo que
las proposiciones que aparecían en nuestros ejemplos, si son conoci-
das de algún modo, lo son a priori. Sin embargo, no son analíticas,
dado que constituyen conocimiento sustancial del mundo empírico, el
mundo que experimentamos.
Podríamos poner objeciones a la versión kantiana del conoci-
miento proposicional requerido para la posesión de conceptos como
espacio, tiempo y causalidad, pero es difícil discutir la afirmación de
que el conocimiento conceptual requiere algún tipo de conocimiento
proposicional. Por tanto, una posible objeción a Kant deberá concen-
trarse en su argumento de que algunos de nuestros conceptos no son
empíricos.
Lo que hasta ahora hemos visto es, pues, que, si admitimos la dis-
tinción entre conocimiento a priori y conocimiento empírico, le será
difícil al empirista mantener su afirmación de que no puede conocerse
a priori ninguna verdad que no sea analítica. Parece que una versión
más eficaz de empirismo negará la distinción entre lo empírico y lo a
priori, manteniendo que ningún tipo de conocimiento se distingue por
ser una cosa más que la otra. Ésta es la posición de Quine; nos aproxi-

248
maremos a ella, preguntándonos cuál es el objeto del conocimiento a
priori. ¿Cuál es la naturaleza de esas verdades, si las hay, que pueden
conocerse sin apelar a la experiencia? Kant sostuvo que cualquier ver-
dad cognoscible a priori debería ser tanto universal como necesaria
(edición de 1961, B3-4). Examinaremos sucesivamente cada una de
esas afirmaciones.

14.4. CONOCIMIENTO A PRIORI Y VERDAD UNIVERSAL


¿Por qué mantuvo Kant que el conocimiento a priori debe ser
conocimiento de una verdad universal? La razón es la de que, si
el conocimiento lo es de la naturaleza de un objeto particular, deberá
depender del examen de ese objeto y, por tanto, deberá ser empírico.
De hecho, Kant no vio ninguna distinción entre necesidad y universa-
lidad y supuso, por tanto, que, dado que el conocimiento a priori lo es
de una verdad necesaria, debe serlo de una verdad universal. Conceda-
mos por el momento que el conocimiento a priori lo es de verdades
necesarias, y utilicemos tal concesión para argumentar que no es pre-
ciso que, por esa razón, sea también universal.
Kant no necesitaba negar la posibilidad de conocer verdades nece-
sarias sobre objetos particulares, en la medida en que esas verdades se
conozcan por inferencia a partir de verdades universales antecedentes.
Así, es posible que yo sepa que el objeto que está frente a mí no puede
ser, a la vez, cuadrado y no cuadrado, pero tal conocimiento se adquie-
re por inferencia a partir de la Ley de No Contradicción (que es uni-
versalmente verdadera). Es posible que las verdades universales y
necesarias tengan verdades necesarias particulares como sus conse-
cuencias, pero la dirección de descubrimiento —para que éste sea a
priori y no empírico— debe ser siempre desde lo universal a lo parti-
cular. Puesto que, para que el conocimiento universal sea a priori, no
podemos llegar a él a partir de nuestro conocimiento de los casos par-
ticulares; dado que el conocimiento particular ha de ser empírico, tam-
bién lo sería el conocimiento universal derivado de él.
La debilidad del punto de vista de Kant, en este aspecto, radica en
la afirmación de que todo conocimiento de verdades necesarias sobre
objetos particulares ha de ser empírico, por extraerse del examen de
tales objetos. Es posible que haya un modo de adquirir conocimiento a
priori que, aunque relativo a la naturaleza de un objeto particular, se
adquiera no examinándolo, sino reflexionando sobre su naturaleza.
Es importante que aclaremos lo que intentamos mostrar. Hay dos

249
niveles. En primer lugar, podríamos encontrar un ejemplo de verdad
necesaria sobre un objeto particular que no es conocida empíricamen-
te, aunque sí podría haberse conocido de ese modo. En segundo lugar,
podríamos encontrar un ejemplo de verdad necesaria sobre un objeto
particular que sea conocida, pero que no podría ser conocida empíri-
camente. En el primer caso, nos encontramos con el ejemplo de algo
que puede ser conocido tanto empíricamente como a priori. En el
segundo caso, tenemos un ejemplo que sólo puede ser conocido a
priori. En los dos casos, tenemos un ejemplo de conocimiento a prio-
ri, dado que conocimiento a priori es el conocimiento que puede ser
adquirido sin apelación a la experiencia. Es irrelevante si la misma
proposición puede ser conocida de alguna otra manera. De modo que
la persona que pretende que su experiencia muestra la verdad de la ley
causal de que cada suceso se sigue de algún otro de acuerdo con algu-
na regla puede estar en lo cierto. Pero, aun así, nuestro conocimiento
de esta regla es todavía a priori.
Kripke proporciona un ejemplo del tipo que buscamos [Kripke
(1971)]. En una conferencia, le pidió a su auditorio que considerara la
mesa de madera sobre la que estaba apoyado. Sus oyentes sabían,
empíricamente, que se trataba de una mesa de madera. Kripke pregun-
tó si esa misma mesa podría haber sido una mesa de hielo.
Ciertamente, podría haber sucedido que hubiera habido una mesa de
hielo en el lugar, en vez de una de madera, pero tal cosa no es sufi-
ciente. Lo que preguntaba era si una mesa que de hecho es de madera
podría haber sido de hielo; tenemos la fuerte intuición de que ninguna
mesa de hielo podría haber sido la mesa (de madera) sobre la que
Kripke estaba preguntando. Podemos advertir, reflexionando sobre esa
mesa, que, habiendo sido hecha de madera, no podría haber sido
hecha de hielo. Éste no es un conocimiento empírico. Nosotros (o los
oyentes) sabíamos empíricamente que la mesa era de madera, (p), y
vimos que tal cosa quería decir que no podía haber sido hecha de hielo
( q; necesariamente, no estaba hecha de hielo). Nos encontramos,
pues, con esta situación:

1. sabemos empíricamente que p,


2. sabemos que (p → q),
3. sabemos que q.

Nuestro conocimiento de q es empírico, porque se deriva por


inferencia de nuestro conocimiento empírico de que p. Pero ¿qué

250
sucede con nuestro conocimiento de que (p → q)? ¿Es empírico o
a priori.? No parece ser empírico, porque no podemos concebir ningu-
na experiencia que lo verificara o lo refutara (como argumenta
Kripke, ibid., pp. 52-53). De modo que se trata de un condicional
conocido a priori, y que es una verdad necesaria.
Debemos enfrentarnos ahora a la cuestión de si la verdad necesaria
(p → q), que es una verdad sobre un objeto particular, se conoce
reflexionando sobre la naturaleza de un objeto particular o por subsun-
ción como una simple instancia de una verdad universal. ¿Conocemos
directamente la verdad universal de que los objetos de madera no
podrían haber sido hechos de hielo, o podemos inferir la verdad uni-
versal de nuestro conocimiento del caso particular?
Creo que, al menos, el auditorio de Kripke se dio cuenta de
(p → q), no reflexionando sobre las consecuencias universales
de la propiedad de estar hecho de madera, sino reflexionando sobre
esa mesa y sobre si cualquier mesa hecha de hielo podría haber sido
idéntica a ella. Por supuesto, una vez advertida esa verdad con rela-
ción a esta mesa, podrían advertir que reflexiones semejantes serían
igualmente efectivas en cualquier caso relevantemente similar. Lo que
descubrieron a priori era reconocible y universalmente verdadero, y la
verdad particular era, en ese sentido, un caso particular de una verdad
universal. Pero no fue ésa la ruta que siguieron. Descubrieron que era
una verdad necesaria reflexionando sobre la naturaleza del caso parti-
cular; su conocimiento a priori no era entonces universal, y no lo
hubiera llegado a ser si no hubieran reflexionado más.
Lo que sugiere este ejemplo de Kripke es que, del mismo modo
que una verdad universal contingente ordinaria (por ejemplo, que
todos los cuervos son negros) puede conocerse por inferencia a partir
de verdades particulares contingentes (sobre este u otro cuervo), una
verdad universal necesaria (por ejemplo, que ninguna mesa de madera
podría haber sido de hielo) puede conocerse por inferencia a partir de
verdades necesarias particulares (verdades necesarias sobre mesas
particulares). Pero esto no haría todavía que el conocimiento universal
fuera empírico. Todavía es a priori porque el conocimiento particular
del que se infiere es a priori. Kant estaba equivocado, pues, al suponer
que las verdades sobre objetos particulares sólo pueden conocerse de
un modo empírico. Algunas verdades necesarias sobre objetos parti-
culares pueden conocerse a priori.
De hecho, podríamos intentar dar otra vuelta de tuerca al argumen-
to de Kripke. Hasta ahora, hemos admitido que la verdad necesaria de
que esta mesa, al ser de madera, no podría haber sido de hielo podía

251
haber sido conocida o bien directamente, o bien por inferencia a partir
de la verdad universal de que ningún objeto de madera podría haber
sido hecho de hielo. Pero es posible que existan algunas especiales
verdades necesarias que sólo puedan descubrirse a partir de los casos
particulares; en tal caso, las verdades universales inferibles de ellas no
pueden reconocerse más que en la medida en que figuran en los casos
particulares.
El ejemplo de Kripke puede ser de este tipo, dado que es posible
que nuestro conocimiento de que ninguna mesa de madera podría
haber sido hecha de hielo sólo pueda alcanzarse confrontando cuestio-
nes sobre mesas particulares (reales o imaginarias). Puede haber otros
ejemplos relativos a nuestro conocimiento de las verdades morales. Es
posible que tales verdades sean necesarias, puesto que, si las acciones
son mejores por ser generosas, es difícil imaginar un mundo posible
en el que tal cualidad las hiciera peores (aunque pudieran ser malas
por otras razones). Pero quizá sea imposible conocer la verdad necesa-
ria de que una acción es mejor por ser generosa si no es reflexionando
sobre casos particulares; es esto lo que los teóricos de la ética denomi-
nan inducción intuitiva [véase Broad (1930), p. 271].

14.5. CONOCIMIENTO A PRIORI Y VERDAD NECESARIA


Por ello, Kant estaba equivocado al decir que el conocimiento a
priori debe serlo de una verdad universal. La verdad particular puede
conocerse a priori. Pero nuestro argumento de que es así ha asumido
que Kant estaba en lo cierto en su pretensión adicional de que el cono-
cimiento a priori debe serlo de una verdad necesaria. Las verdades
contingentes no pueden conocerse a priori. Y esto es así porque una
verdad contingente es una que podría ser o podría haber sido falsa;
una proposición contingente es una que podría ser o podría no ser ver-
dadera, y que podría ser o podría no ser falsa. Pero, si podría ser falsa,
no podemos evitar la investigación empírica si queremos descubrir si
de hecho es falsa o no. La verdad contingente, entonces, sólo puede
conocerse empíricamente.
Esta observación puede expresarse usando la terminología de los
mundos posibles (véase 3.3). Una proposición contingente es aquella
que es verdadera en algunos mundos y falsa en otros. Si deseamos saber
si es verdadera en el mundo real, sólo podemos hacerlo determinando
empíricamente si el mundo real es de uno u otro tipo, es decir, determi-
nando la clase de mundos posibles en la que se incluye el mundo real.

252
La verdad contingente, en ese caso, sólo puede ser conocida empí-
ricamente. Pero lo inverso no es verdad, como mostramos en la última
sección. Algunas verdades necesarias sólo pueden conocerse empíri-
camente; por ejemplo, nuestro conocimiento de que esta mesa no
podría haber sido hecha de hielo.
Lo que estamos diciendo aquí no es que, a veces, cuando p es
necesariamente verdadera, podemos conocer empíricamente que p es
verdad. La afirmación es, más bien, que, cuando p es verdad necesa-
riamente, podemos conocer empíricamente que p es necesariamente
verdad.
Pero el ejemplo que se ofreció era el de una verdad necesaria que
se conocía empíricamente porque se conocía por inferencia a partir de
dos proposiciones, una de las cuales se conocía empíricamente.
¿Podemos descubrir un ejemplo distinto de verdad necesaria que se
conozca empíricamente, de un modo distinto a la inferencia? ¿Es posi-
ble tener, algunas veces, experiencia de las necesidades? La cuestión
es parte de una que se planteó anteriormente, sobre el alcance del
conocimiento conceptual. Por ejemplo, ¿nos es posible ver que algo
debe ser, o no puede ser, verdadero?
El tipo de ejemplo que podríamos presentar al respecto sería, quizá,
como el siguiente. Vemos que dos personas pasean por la calle, una
detrás de otra. ¿Podemos ver que, para alcanzar a la otra, una de ellas
tendrá que caminar más deprisa? La cuestión es, si no, ¿por qué no?

14.6. QUINE Y LA DISTINCIÓN ENTRE LO A PRIORI


Y LO EMPÍRICO
Hasta ahora hemos decidido que, por más que todo conocimiento
a priori lo sea de una verdad necesaria, algunas necesidades pueden
conocerse empíricamente, aunque sólo sea por inferencia desde lo
contingente y por medio de un condicional conocido a priori. Quine
argumenta que no hay otra manera en la que podrían conocerse las
necesidades. Ninguna necesidad puede conocerse de un modo que no
sea empírico.
Esto parece implicar que Quine acepta, de algún modo, la distin-
ción entre conocimiento empírico y a priori, sin asignar ningún papel
ni contenido al lado del a priori. De hecho, Quine acepta la estrategia
que en 14.3 considerábamos más prometedora para el empirismo; nie-
ga que la distinción sea mantenible en absoluto. No hay línea diviso-
ria, ninguna razón por la que debamos obsesionarnos sobre si este o

253
aquel conocimiento es a priori o empírico. Es posible que, en este
punto, haya distinciones de grado, pero todo conocimiento es más o
menos empírico.
La ruta de Quine para alcanzar esta conclusión no es distinta a la
ruta por la que demolió la distinción entre lo analítico y lo sintético
(6.3). De hecho, el vínculo entre ambas distinciones (a priori/empiri-
co y analítico/sintético) es tan íntimo que cualquier aceptación de la
primera resucitaría la última. En ambos casos, el argumento parte del
holismo de Quine y de la indeterminación del significado oracional.
Quine argumentó, a partir de ahí, que ninguna oración de nuestra teo-
ría es completamente inmune a la revisión. La experiencia recalcitran-
te causa una revisión en las oraciones de observación que forman la
periferia de nuestra teoría, y, en consecuencia, una revisión en algún
punto del interior. Las oraciones más cercanas a la periferia se pueden
revisar más fácilmente que las oraciones que están más en el interior,
pero no hay ninguna manera de discriminar por anticipado qué tipo de
revisión resultará siendo más efectivo. Al ser de ese modo, incluso
nuestro conocimiento más firme se ve afectado, en algún grado, por
los resultados empíricos. Por el contrario, el conocimiento a priori no
puede verse afectado por los resultados empíricos, porque no necesita-
mos de esos resultados para adquirirlo. Por tanto, no puede haber tal
cosa como el conocimiento a priori. Todo el conocimiento es, en algu-
na medida, empírico.
La actitud de Quine hacia la distinción entre verdad necesaria y
contingente resultará ahora predecible. La verdad necesaria se concibe
como una verdad que no podría ser de otra manera y que, por tanto,
debe ser inmune a la revisión. Si hubiera verdades necesarias, podría
darse un conocimiento necesario de ellas. Pero, dado que ninguna ora-
ción es inmune a la revisión, no hay tampoco ninguna verdad nece-
saria.
En este punto, una matización es imprescindible. El tipo de necesi-
dad que Quine está rechazando es necesidad lógica o conceptual,
necesidad que se concibe como verdadera por la lógica, la naturaleza
de nuestro esquema conceptual o los significados de nuestras pala-
bras. Tales verdades necesarias, si se dieran, serían irreversibles y, por
esa razón, Quine las rechaza. Pero existe otro tipo de necesidad, la
necesidad natural, que puede aceptar, y sí acepta. Lo necesario natu-
ralmente es aquello de lo cual la ciencia nos dice qué no podría haber
sido diferente. El papel ha de arder si se le acerca un fuego y el agua
ha de helarse a determinada temperatura. Las posibilidades naturales
son aquellas que la ciencia permite. Este tipo de necesidad y posibili-
254
dad es aceptable para Quine porque las proposiciones implicadas no
son más irrevisables de lo que pueda serlo la propia ciencia. Pero no
hay ninguna otra noción ulterior de posibilidad lógica con la que
poder decir que algunas cosas que son naturalmente imposibles
(incompatibles con las leyes científicas) son, sin embargo, lógicamen-
te posibles.
La dificultad de la posición de Quine en este punto radica en su
actitud ambivalente respecto a la Ley de No Contradicción. Cuando
adopta cierto talante, Quine asevera que esta ley está también técnica-
mente sujeta a revisión, aunque sólo sea en las circunstancias más
extremas e inconcebibles. Éste es el talante de su «Dos dogmas del
empirismo» («Two Dogmas of Empiricism», 1953, p. 43). En escritos
posteriores, sin embargo, se muestra más dispuesto a admitir vestigios
de irrevisabilidad. Argumenta [Quine (1960), pp. 57-61] que las
conectivas lógicas tienen un significado determinado, lo que le permi-
te conceder [Quine (1970), cap. 6] que las leyes lógicas son verdade-
ras en virtud del significado de las conectivas lógicas que en ellas apa-
recen. La gente que está en desacuerdo sobre las leyes de la lógica no
habla en el mismo lenguaje. Lo que equivale a admitir que tales leyes
son verdades analíticas irrevisables.

14.7. UN ANÁLISIS COHERENTISTA


Blanshard da un análisis un tanto diferente del conocimiento a
priori y de la verdad necesaria.
El empirista radical se niega a aceptar la noción de necesidad natu-
ral. Para él, no hay necesidad en el mundo, sino tan sólo regularidades
y nuestra respuesta a ellas. Hume sostuvo (Hume, edición de 1955,
cap. 7) que nuestro sentimiento de que los objetos pesados no podrían
dejar de caer, o de que una ventana de cristal está obligada a romperse
cuando un ladrillo la golpea, no ha de ser explicado por la idea de que
hay maneras en las que el mundo se comporta de hecho y otras en las
que no puede dejar de comportarse, sino por la idea de que nuestra
experiencia de regularidades perfectas origina en nosotros un hábito
irresistible de tener ciertas expectativas. La necesidad natural, por tan-
to, es más un hecho sobre nosotros, los observadores, que sobre el
mundo que observamos. La necesidad lógica, sin embargo, se admite
y explica por apelación a la Ley de No Contradicción (véase Hume,
edición de 1955, cap. 4.1).
Quine adopta el punto de vista opuesto. Rechaza la necesidad lógi-
255
ca en favor de la necesidad natural, concebida como la que está reque-
rida por las leyes de la ciencia. Quine, por tanto, reaviva la distinción
entre lo necesario y lo contingente en el seno del mundo natural, antes
que como una distinción entre lo natural y la lógica.
El punto de vista de Blanshard es más bien diferente. Rechaza la
vieja pretensión empirista de que toda necesidad es necesidad lógica,
argumentando, más bien como hicimos en 14.3, que hay grandes can-
tidades de verdades sintéticas necesarias cuya necesidad parece ser un
hecho sobre el mundo más bien que derivado de las complejidades de
la lógica [Blanshard (1939), caps. 28-30]. Pero él extiende el dominio
de la necesidad natural más lejos de lo que haría Quine, por dos razo-
nes surgidas de su coherentismo.
La primera razón es relativa a la distinción entre el conocimiento
y la comprensión. Como investigadores, buscamos no sólo conocer la
verdad, sino comprender, y comprender es ver por qué las cosas son
como son. Al comprender, por tanto, nos movemos del reconocimien-
to del hecho de que algo es verdad, contingentemente verdad, al reco-
nocimiento de que ha de ser verdad, de que es necesariamente verdad
(cf. observaciones sobre la actitud coherentista respecto a la induc-
ción en 13.5). El dominio de la necesidad natural se extiende, pues,
tan lejos como pueda alcanzar la comprensión.
La segunda razón tiene un alcance incluso mayor. Para un coheren-
tista en la tradición de Bradley, la verdad y el sistema coinciden (véase
8.2). Lo sistemático y lo coherente son lo mismo, y la coherencia se
define en términos de lo mutuamente explicativo. A medida que nues-
tro sistema crece en coherencia, las interrelaciones entre sus partes se
hacen cada vez más estrechas. El poder explicativo del sistema se hace
tan grande que ya no podemos dar ningún sentido a la idea de que
suceda sin más que una u otra parte sean verdaderas. En lugar de ello,
comenzamos a considerar cada parte como necesaria para el todo, y,
de esta manera, reconocemos que lo que anteriormente era una verdad
contingente se convierte en una verdad necesaria (cf. observaciones de
8.1 sobre las diferencias entre implicación y explicación mutua). De
modo que, si Blanshard está en lo cierto, la verdad contingente en últi-
mo término se evapora, dejando tan sólo la verdad necesaria. Y, dado
que esta necesidad ha ido aumentando progresivamente, la necesidad,
como la verdad, es asunto de grado.
Esta conclusión lleva al rechazo de la distinción entre conocimiento
empírico y a priori . Blanshard escribe [Blanshard (1939), vol. 2,
p. 424]:

256
La percepción de que la necesidad es asunto de grado es inconsistente
con la línea definida entre lo a priori y lo empírico que los positivistas pre-
tenden trazar. A la luz de tales obviedades como la de que cualquier cosa
roja debe ser coloreada y extensa, o la de que el naranja cae, en el espectro
de los colores, entre el rojo y el amarillo, es absurdo decir que los juicios
sobre un hecho empírico están completamente desprovistos de necesi-
dad. Es también absurdo decir que un juicio determinado posee, exacta-
mente con su significado actual, una necesidad tan absoluta como para no
poder ser modificado por ninguna ampliación del conocimiento.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS
Kant (edición de 1961, introducción) y Kripke (1971).

Putnam (1977), sobre la relación entre Quine y las distinciones analítico/sintético y


a priori/empírico.
Stroud (1969), respecto a las ideas de Quine sobre la irrevisabilidad de la lógica.
Véase también la réplica de Quine en el mismo volumen.

Pears (1966), sobre la incompatibilidad de los colores.

Las opiniones epistemológicas de Locke se encuentran en i. Locke (edición de


1961, vol. 4). Hume realiza una distinción análoga a la distinción analítico/sintético en
Hume (edición de 1955, cap. 4.1). El empirismo de Locke se expone, no muy coheren-
temente, en J. Locke (edición de 1961, libro 4, cap. 3.25). El de Hume, en Hume (edi-
ción de 1955, cap. 12.3). Los puntos de vista de Hume sobre causalidad y necesidad
natural se encuentran en Hume (edición de 1955, cap. 7).

257
15. ¿ES POSIBLE LA EPISTEMOLOGÍA?

15.1. HEGEL
En este último capítulo consideraremos la acusación de que la
tarea de la epistemología, como ha sido concebida en este libro, no es
posible. La acusación no puede defenderse con un argumento escépti-
co cualquiera. La mayoría de los argumentos escépticos sugieren que,
por más que podamos comenzar la construcción de una teoría del
conocimiento o la justificación, nunca podemos completar la tarea; al
menos, si el completarla incluye demostrar que tenemos conocimiento
perceptivo, científico o de cualquier otro tipo. Éste ha sido el papel del
argumento del error y, hasta ahora, no hemos encontrado ninguna res-
puesta a él. Pero los argumentos escépticos en los que ahora estamos
interesados pretenden otra cosa distinta: que la tarea epistemológica
no puede ni siquiera comenzarse, y de ahí, a fortiori, que no puede
completarse con éxito. Una manera de expresar esta observación sería
decir que los argumentos del primer tipo pretenden que —aunque fue-
ra posible construir una teoría de lo que sería el conocimiento, si
tuviéramos alguno— nos encontramos con que, de hecho, no pode-
mos pretender que conocemos nada (y, por ello, tampoco podemos
pretender que sabemos que nuestra teoría es verdad). Los argumentos
del segundo tipo pretenden que no podemos comenzar a construir nin-
guna teoría en absoluto, porque tal cosa involucraría alguna forma de
circularidad viciosa o el compromiso con supuestos injustificables.
Hegel comienza la introducción a la Fenomenología del Espíritu
considerando la acusación de que en epistemología la tarea del cono-
cimiento es la de examinarse a sí mismo más bien que a otras cosas, y
que eso es algo imposible. El conocimiento mismo no es un objeto
para nosotros, sino un instrumento por medio del cual los objetos se
nos aparecen. No podemos examinar el medio mismo, porque es siem-
pre aquello a través de lo cual nos relacionamos con nuestros objetos,
y si lo convertimos en un objeto dejará de ser la relación en la que
estamos interesados. Esta aproximación es sugerente, pero Hegel la
rechaza inmediatamente porque involucra nociones, como las de

258
medio o instrumento, que todavía no han sido clarificadas. Recons-
truye, pues, el problema a su manera. Su primera reformulación es la
de que en el estudio del conocimiento necesitamos un criterio que nos
permita distinguir entre conocimiento genuino y sus sucedáneos falsi-
ficados. Pero ninguno de los criterios que pudiéramos adoptar puede
haberse justificado a sí mismo al comienzo de la investigación, dado
que la justificación del criterio es, precisamente, uno de los resultados
que suponemos que encontraremos como conclusión. Y, sin un crite-
rio que poder usar al comienzo, ni siquiera podemos comenzar.
Antes de proporcionar una respuesta a este problema, Hegel elabo-
ra su posición. El conocimiento es una relación entre nosotros y el
objeto de nuestro conocimiento. Tal objeto, cuando lo conocemos,
existe para nosotros. Pero el objeto de nuestro conocimiento es inde-
pendiente de nosotros, y existe en sí mismo también. En tanto existe
en sí mismo, lo denominamos verdad; en el conocimiento, nuestro fin
es la aprehensión del objeto, la verdad, tal y como existe en sí mismo.
Pero ¿cómo es posible tal cosa? ¿Cómo podemos tener un conoci-
miento de la verdad? Lo que sabemos, en la medida en que lo sabe-
mos, es para nosotros, no en sí mismo. Y el criterio de lo que existe
para nosotros radica en nosotros y viene de nosotros, mientras que
aquello que juzgamos por medio de ese criterio, al existir en sí mis-
mo, no necesita aceptar nuestro criterio como relevante o adecuado.
El criterio constituye una imposición sobre un objeto independiente.
De modo que no hay nada de lo que podamos hacer que pueda asegu-
rar que nuestro criterio se ajusta a nuestro objeto tal y como es en sí
mismo.
Así, el problema del criterio se convierte, en manos de Hegel, en
un aspecto del problema más general de cómo es posible que nuestros
esfuerzos para conocer el objeto tal y como es en sí mismo puedan
tener éxito alguna vez. Y esto constituye una manera radical de expre-
sar la dificultad ya familiar de que, independientemente de lo firmes y
bien establecidas que sean nuestras creencias, siempre queda la posi-
bilidad de que el mundo no sea como creemos. Esta dificultad, que
yace a la base del argumento escéptico del error, pasa a ser el argu-
mento de que la epistemología, más bien que no poder completarse, ni
siquiera puede comenzar.
Hegel comienza su solución al problema señalando que, en episte-
mología, el objeto de investigación es nuestra propia aprehensión o
nuestra conciencia. Pero este objeto es de tal naturaleza que la distin-
ción entre lo que existe para nosotros y lo que existe en sí mismo no es
aquí la distinción entre lo que nos es accesible a la conciencia y lo que
259
no nos lo es. Ambos lados de la distinción caen dentro del alcance de
la conciencia. La razón es que nuestra cuestión es la de cómo estamos
relacionados a nuestro objeto en la conciencia, y cuando nuestro objeto
es nuestra propia conciencia está claro que no hay peligro alguno de
que tal conciencia tenga una existencia en sí misma que, en principio,
nos esté oculta y sea diferente a la conciencia tal y como existe para
nosotros. Por tanto, en epistemología comparamos el objeto del que
somos conscientes con nuestra conciencia de él, pero ello no significa
que la empresa sea imposible, dado que las distinciones cruciales entre
conciencia y objeto, o entre el para nosotros y el en sí, son distinciones
en el seno de lo que nos es accesible, más bien que entre algo que cae
dentro y algo que cae fuera del alcance de nuestra aprehensión.
Pero, aunque no haya ninguna imposibilidad general que impida la
comparación entre conciencia y objeto, siempre existe la posibilidad
de que, en la comparación, descubramos que el objeto tal y como es
en sí mismo sea una cosa para la conciencia, mientras que nuestro
conocimiento de ese objeto, el objeto tal y como es para nosotros, sea
otra; y que, cuando los comparemos, no lleguen a corresponderse.
Cuando sucede tal cosa, ¿qué opciones nos quedan? Una sería la de
intentar alterar nuestro conocimiento para hacer que se ajustara al
objeto. Pero ello no tendría el efecto deseado, por una importante
razón. Nuestro conocimiento, en este caso, es el estado de conciencia
que se ajusta mejor al criterio que estamos utilizando. Incluso así, no
llegó a ajustarse a su objeto. Y el criterio por el que se produjo este
desajuste lo encuentra la conciencia en la naturaleza del objeto, no,
como se sugirió anteriormente, como algo impuesto arbitrariamente
desde el exterior. De modo que no podemos esperar ganar nada «alte-
rando» nuestro conocimiento a menos que cambiemos también el cri-
terio; y no podemos cambiar el criterio sin cambiar el objeto. Alterar
nuestro conocimiento querría decir cambiar nuestro objeto; cuando
conocimiento y objeto dejan de corresponderse, ambos se vienen aba-
jo y, con ellos, perdemos el criterio que estábamos usando para deter-
minar si se corresponden.
Lo que sucede aquí es que, a cierto nivel de conciencia, ha surgido
lo que Hegel denominaría una contradicción. Pero la actitud de Hegel
ante esas contradicciones no es de desesperación. En vez de ello,
supone que el resultado de esas contradicciones es que, la naturaleza
de la contradicción que hemos expuesto nos puede enseñar adonde lle-
gar desde ese punto. Cuando conocimiento y objeto no se correspon-
den, no nos quedamos sin nada en absoluto. Nuestros intentos de alte-
rar el conocimiento llevan a un cambio en el objeto y, con ello, a un

260
nuevo par para examinar, para ver si se corresponden. Sucede así por-
que la negación contenida en la contradicción no es una negación abs-
tracta, en la que cada parte destruye a la otra, sin dejarnos nada, sino
lo que Hegel denomina una negación determinada, que tiene cierta
forma. Y, por medio de esta forma, nos conduce desde la contradic-
ción a un nuevo nivel, donde encontramos un nuevo objeto y una nue-
va investigación.
Por considerar un ejemplo ordinario (no es de Hegel): suponga-
mos que en nuestro examen de la percepción sensorial como forma
de conciencia determinamos que la percepción sensorial, tal como la
concebimos, no se ajusta a su objeto; que el objeto tal y como es en sí
mismo no se ajusta al objeto que existe para nosotros. Una respuesta
a esto es el escepticismo sobre el conocimiento empírico. Otra es
decir que, por este desajuste (la contradicción), emerge una nueva
forma de conciencia, con su nuevo objeto, que requiere un nuevo exa-
men. Y este progreso, de una forma de conciencia a otra, continuará
hasta que alcancemos una forma en la que la distinción entre el obje-
to para nosotros y el objeto en sí mismo desaparezca por completo,
porque hayamos alcanzado una conciencia cuyo objeto sólo existe en
sí mismo en la medida en que existe para nosotros. Por lo menos
aquí, la conciencia ya no parece obstaculizada por lo que es externo a
ella; hemos alcanzado un nivel en el que la conciencia puede ser y es
su propio objeto.
El progreso desde una forma de conciencia a la otra es la marca de
la concepción hegeliana de la «fenomenología». Difiere en dos aspec-
tos importantes de la perspectiva que se ha adoptado en este libro. En
primer lugar, trata el argumento escéptico no como un peligro del que
debamos huir, sino como una fuente de descubrimientos. Puesto que
es sólo a través de argumentos escépticos como las contradicciones
inherentes a un particular nivel de conciencia se nos van a revelar, es
el escéptico el que muestra que, en un área determinada, nuestro cono-
cimiento no se corresponde a nuestro objeto, y, por ello, es el escépti-
co quien nos conduce de una forma de conciencia a otra, hasta que
alcanzamos una forma en la que conciencia y objeto coinciden. La
noción crucial aquí es la de negación determinada; éste es el tipo de
negación que concierne al escepticismo y que constituye el hilo con-
ductor de la fenomenología. En segundo lugar, la epistemología es
posible para Hegel, pero sólo en la medida en que adopta esta ruta,
progresando de una forma de conciencia a la siguiente. Cualquier for-
ma de epistemología que no progrese de este modo (la de Kant, por
ejemplo) es destrozada por la circularidad viciosa. La apelación a esta

261
progresión era el único medio que vio Hegel para solucionar el proble-
ma del criterio y de superar la separación entre el en sí mismo y el
para nosotros.

15.2. CHISHOLM Y EL PROBLEMA DEL CRITERIO


¿Hay alguna respuesta al problema del criterio que plantea Hegel y
que no nos aleje tanto de la tradición analítica, de la que trata este libro?
Pocos escritores de esta tradición han encarado este problema metodo-
lógico, pero Chisholm no sólo lo ha expuesto, sino que ha intentado
proporcionar una respuesta al mismo [Chisholm (1977), cap. 7].
Chisholm comienza considerando una dificultad general. En epis-
temología, tendemos a comenzar con ciertas intenciones; por ejemplo,
intentamos mostrar que son posibles el conocimiento matemático y el
empírico. Hay, pues, ciertos tipos de conocimientos, ciertos ejemplos,
que esperamos que sean validados por nuestra teoría; el que tal cosa
no suceda afectará a la teoría y no a los ejemplos. Hay pretensiones de
conocimiento que son más dudosas, como las aseveraciones de cono-
cimiento religioso o moral, por ejemplo, cuyo último destino tendrá
que ser decidido por la mejor de nuestras teorías. Pero nos aferrare-
mos a algunos de los ejemplos. Y lo que, como filósofos, hacemos es
extraer de los ejemplos en los que estamos de acuerdo ciertos criterios
que validarán retroactivamente tales ejemplos y que nos proporciona-
rán una decisión sobre los ejemplos más discutibles. Ésta es la pers-
pectiva de «sentido común» que ejemplifica la propia teoría del cono-
cimiento de Chisholm. Aceptando que es posible el conocimiento
empírico y estando persuadido por el argumento del regreso de justifi-
caciones (4.1) de que nuestra teoría debe tener una estructura funda-
mentalista, se limita a formular una serie de principios epistemológi-
cos con el efecto deseado. La justificación de los principios es, sim-
plemente, que tiene ese efecto; y aceptamos entonces su veredicto
sobre los ejemplos problemáticos.
Un punto de vista alternativo es adoptar ciertos criterios como
posición de partida, dejando abierta la cuestión de qué pretensiones de
conocimiento serán validadas por ellos (si es que alguna lo es). Por
ejemplo, podríamos establecer como nuestro criterio la .pretensión de
que todo conocimiento se derive, de algún modo, de la experiencia
sensorial. Pero podría suceder que no fuéramos capaces de mostrar
cómo cualquier conocimiento interesante (por ejemplo, de objetos no
vistos, del pasado o de las verdades de la matemática) se deriva de la

262
experiencia sensorial, en cuyo caso abandonaríamos esas áreas. Así
pues, según esta perspectiva, tenemos más confianza en nuestro crite-
rio que en nuestros ejemplos y concedemos la posibilidad de que nin-
guno de nuestros ejemplos favoritos sobreviva a las exigencias de
nuestros criterios.
Ambas perspectivas involucran supuestos para los que ellas mis-
mas no proporcionan medios de confirmación. El punto de vista del
sentido común es manifiesta expresión de un prejuicio filosófico,
mientras que la perspectiva «criterial» alternativa, aunque es probable
que dé algunos buenos criterios como punto de arranque, será incapaz
de explicar por qué está justificada la elección de esos criterios más
que la de otros. Por supuesto, es posible que la perspectiva de sentido
común no deje espacio alguno para el escepticismo filosófico. Pero,
en la medida en que tal cosa depende de nuestros prejuicios, difícil-
mente podrá reivindicarse como una ventaja.
Puesto que su propia teoría adopta la perspectiva del sentido común,
no deja de ser una sorpresa la sugerencia de Chisholm de que hay una
escapatoria entre los dos polos del dilema planteado en las líneas ante-
riores. Denomina cognitivismo crítico esta tercera perspectiva.
Supongamos que, en vez de fijar ciertos ejemplos (conocimiento
perceptivo, conocimiento por recuerdo, etc.) e insistir en que nuestra
teoría muestra que, de hecho, tenemos tales tipos de conocimiento,
nos ponemos de acuerdo, por anticipado, en ciertas «fuentes» de
conocimiento: percepción, memoria, razón y autoaprehensión, por
ejemplo. Cuando lleguemos a la consideración de un concepto discu-
tible, como el de conocimiento ético, podría parecer que sólo nos
quedan dos opciones. O bien nos aferramos a nuestra lista original de
fuentes y aseveramos que, dado que no existe ninguna más, no existe
el conocimiento ético, o bien concedemos que debe haber una fuente
adicional (quizá la intuición) que haga posible el conocimiento ético.
Éste es el dilema original, expresado ahora en términos de las fuentes
de conocimiento. Pero el cognitivismo crítico nos ofrece una tercera
posibilidad. Concede que ninguna de las fuentes anteriores es una
fuente directa de conocimiento ético, pero intenta mostrar que lo que
tales fuentes nos proporcionan nos hace capaces de conocer determi-
nados hechos morales. Nuestras fuentes nos proporcionan conoci-
miento que sirve de signo de la verdad ética, que expresa para noso-
tros la verdad ética y a través del cual podemos conocerla. Por ejem-
plo, el que detestemos una acción sirve para hacer que conozcamos la
maldad de algo; la conducta de otra persona puede expresarnos su
dolor, por lo que podemos conocer su dolor a través de su conducta.
263
En general, esta sugerencia puede tener sus méritos. Parece ofrecer
una mayor flexibilidad a aquellos empeñados en elucidar el concepto
de percepción moral o en intentar analizar nuestro conocimiento
empírico de los estados mentales de otros sin introducir una fuente adi-
cional denominada simpatía. Así formulado, esto no es tanto una teoría
como un prometedor anticipo de teoría. Para ir más allá, nos gustaría
saber en qué consiste que una cosa exprese otra, en qué consiste ver
una cosa como expresión de otra, y si, en diferentes áreas, por ejemplo,
en ética y en las otras mentes, hay distintas formas de expresión.
Pero el problema es, en realidad, por qué tiene que pensar
Chisholm que el cognitivismo crítico es una tercera posibilidad para
escapar al dilema que se planteaba originalmente. El cognitivismo crí-
tico parece especialmente preocupado con la manera de aproximarnos
a los casos más discutibles, particularmente de conocimiento moral y
religioso (quizá también de conocimiento del futuro). Pero el proble-
ma del criterio está vinculado, en realidad, a nuestra actitud no respec-
to a los casos discutibles, sino respecto a los indiscutibles. El proble-
ma era que la selección inicial de cuatro fuentes de conocimiento no
era nada más que un prejuicio filosófico, y nada en el cognitivismo
crítico sirve de respuesta a esta queja.
Hegel pensaría que una epistemología que comenzara con la acep-
tación de las cuatro fuentes sería algo ridículo (un cognitivismo acríti-
co), tanto por aceptar como punto de partida algo sin ninguna posibili-
dad de ser validado por el procedimiento, como porque, si la distin-
ción entre las diferentes fuentes de conocimiento se toma seriamente
como el punto de partida de una teoría de la mente y el conocimiento,
se vendría abajo por sus propias contradicciones. Ninguna de las fuen-
tes, aisladamente consideradas, es capaz de darnos conocimiento. La
conciencia no puede corresponderse, en ninguno de los casos, a su
objeto; cada nivel de conciencia crea sus propios criterios, y el análisis
muestra que no pueden satisfacer los criterios creados de ese modo.
De modo que, si el problema de Hegel es real, la única conclusión
posible es la de que Chisholm no lo ha respondido.

15.3. QUINE Y LA INEXISTENCIA


DE LA FILOSOFÍA PRIMERA
Hegel y Chisholm consideran la acusación de que la epistemolo-
gía debe o bien asumir un criterio que no está en situación de justifi-
car, o bien considerar como dados ciertos criterios cuya elección es

264
un mero asunto de prejuicios. Quine también se enfrenta a este pro-
blema. El holismo que resulta de la aceptación, por su parte, de la
tesis de Duhem tiene, como una de sus consecuencias, el abandono
de la distinción analítico/sintético, es decir, la distinción entre las ora-
ciones que son verdad simplemente en función de su significado y
aquellas cuya verdad depende, al menos hasta cierto punto, de cómo
sea el mundo (véase 6.3). Aunque, para Quine, haya una diferencia
de grado entre las oraciones a cuya verdad estamos firmemente com-
prometidos y aquellas para cuyo abandono se nos puede persuadir
más fácilmente, no hay oraciones que sean completamente irrevisa-
bles. En cierta manera, todas las oraciones han de considerarse sinté-
ticas, aunque algunas sean más sintéticas que otras. Esta versión de
holismo nos fuerza a abandonar cualquier esperanza de filosofía pri-
mera, un sistema filosófico que se mantenga separado de (que se jus-
tifique con independencia de, y que pueda evaluar a) las afirmacio-
nes de las ciencias especiales como la física, o, en términos más mun-
danos, la percepción sensible. La filosofía, y en particular la
epistemología, forma un continuo con la ciencia natural, o es incluso
una parte de ella. No es una investigación peculiar de nuestros con-
ceptos, ni una investigación independiente de los significados de tér-
minos cruciales como «saber» o «justificar». Si existiera de hecho
una filosofía primera, es posible que fuera éste su objeto específico.
Pero la filosofía sólo se distingue de otras formas de investigación
humana por su generalidad, se aferra a cuestiones que son más gene-
rales y amplias que las que investigan las ciencias especiales de la
física y la psicología.
De acuerdo con esta perspectiva quineana, la filosofía es el estudio
de la ciencia desde el mismo interior de la ciencia. Pero esto parece
plantear problemas de circularidad. Al estudiar la ciencia desde el
interior de la ciencia, el filósofo no es capaz de cuestionar de un solo
golpe la totalidad de la ciencia; ha de asumir, más bien, la validez
general de los procedimientos y resultados científicos para poder
encontrar razones en el interior de la ciencia que le permitan cuestio-
nar, aceptar, rechazar o reemplazar aspectos particulares.
Ésta es la razón por la que Quine se muestra tan complacido con la
parábola de Neurath del marinero obligado a reconstruir su barco
mientras ha de mantenerse a flote sobre él. Debemos mantener el bar-
co de la ciencia intacto, en líneas generales, mientras lo examinamos y
reparamos sus partes más defectuosas. No podemos amarrarlo a un
puerto seguro y salimos de él, ni podemos suponer que el descubri-
miento de contradicciones en el seno de la ciencia haya de permitirnos

265
elevarnos por encima de ella y abandonar el barco a bordo de una
especie de helicóptero hegeliano.
¿Qué es lo que persuade a Quine de que esta concepción de las
relaciones entre filosofía y ciencia le capacita para evitar la acusación
hegeliana de circularidad? Parece como si, al abandonar la filosofía
primera, la acusación reaparece de nuevo en una forma mucho más
dañina.
Una de las sugerencias de Quine es la de que el problema de la cir-
cularidad sólo surge en el seno de una tradición filosófica obsesionada
por la búsqueda de la certeza y por la posibilidad de deducir la ciencia
a partir de los datos de los sentidos [Quine (1969), pp. 83-84]. Pero
esta sugerencia no basta. Es verdad que, si intentáramos deducir la
ciencia de los datos de los sentidos, caeríamos en un círculo vicioso si
apeláramos a la ciencia para nuestros propósitos. Pero es falaz suponer
que todo irá bien en cuanto renunciemos a la esperanza de semejante
deducción.
La sugerencia de Quine en este punto sólo comienza a tener senti-
do en el seno de su punto de vista más general. Dado que, en ausencia
de la filosofía primera, no nos queda otra alternativa que la de exami-
nar la ciencia desde dentro, no hay ningún peligro de que la filosofía
deba adoptar o imponer un criterio desde el exterior. Los criterios a
usar son los criterios de la ciencia, lo que no involucra ninguna circu-
laridad o supuesto previo, sino el mero reconocimiento de cuál es la
tarea propia de la epistemología. En segundo lugar, las únicas dudas
escépticas que son posibles son aquellas que, más que intentar criticar
la ciencia desde un arbitrario patrón de «racionalidad», se derivan de
la misma ciencia. La cuestión que nos planteemos no debe ser «¿qué
es lo que hace que nuestras creencias científicas cuenten como cono-
cimiento?», dado que tal cuestión nos lleva a suponer que ninguna res-
puesta a ella puede apelar, sin circularidad a los resultados de la cien-
cia. En vez de eso, nos debemos preguntar: «Si nuestra ciencia fuera
verdadera, ¿cómo lo podríamos saber?» En este caso, la cuestión epis-
temológica se plantea dentro del alcance de un condicional y, dado
que la cuestión supone la verdad de los descubrimientos científicos
contemporáneos, la respuesta lo puede hacer también. La epistemolo-
gía aparece aquí en el interior de la ciencia. De modo que los peligros
que Hegel señala sólo surgen, para Quine, en aquellos sistemas que
separan ciencia y filosofía. Una vez que, como holistas, dejemos a un
lado semejante separación y nos hagamos menos ambiciosos, ya no
podrá haber ninguna objeción metodológica general a la práctica de la
epistemología.
266
15.4. EPISTEMOLOGÍA NATURALIZADA
¿En qué se convierte la filosofía, una vez que se concibe como
parte de la ciencia, más que como un estudio independiente de ella?
¿Vamos a ser capaces de preguntar (y de esperar una respuesta a) las
mismas cuestiones que preguntábamos anteriormente? Y, ahora, ¿qué
actitud deberemos adoptar con el escepticismo? ¿Queda algún lugar
para el escéptico?
La epistemología tradicional estudiaba la relación entre los datos y
las creencias, entre la evidencia y la teoría. Intentaba mostrar cómo
nuestras creencias (por ejemplo, la creencia en un mundo externo)
están justificadas por los datos de los que surgen; cómo nuestras teo-
rías científicas están justificadas por la evidencia en la que descansan.
Este estudio ¿ha de ser abandonado y reemplazado, o puede conti-
nuarse en el seno de una nueva perspectiva? Quine parece vacilar entre
estas dos alternativas. A veces, sugiere que las viejas cuestiones hue-
len a filosofía primera y que, de cualquier modo, el intento de descu-
brir una relación entre evidencia y una teoría que justificara la teoría
se ha probado infructuoso. En ese caso, pregunta por qué no limitar-
nos a estudiar simplemente cómo nos comportamos, de hecho, cuando
nos movemos desde nuestros datos a la formación de la creencia. Este
estudio fáctico, claramente dentro de los límites de la psicología, es lo
que denomina epistemología naturalizada. Deja a un lado cuestiones
relativas a la justificación y considera sólo las cuestiones genéticas, o
causales. Dejamos de preocuparnos sobre la brecha entre evidencia y
teoría, y estudiamos las relaciones causales entre las dos.
Quine tiene alguna sugerencia sobre el modo en que podría desa-
rrollarse este tipo de investigación. Encuentra un modelo de la práctica
de la construcción de teorías en la práctica del aprendizaje del lengua-
je. Las oraciones de observación son básicas en cada caso; son la evi-
dencia sobre la que descansan nuestras teorías y el lugar en el que el
lenguaje confronta la realidad de un modo lo suficientemente directo
como para que las oraciones individuales puedan aprenderse (véase
7.2). De modo que un sucedáneo empírico para el estudio de la rela-
ción entre evidencia y teoría es el estudio de las maneras en las que los
que aprenden el lenguaje se mueven, de hecho, desde la comprensión
de las oraciones simples de observación a la comprensión de las ora-
ciones más complejas (que expresan disposiciones y tendencias o las
consecuencias de condiciones no satisfechas) de las que se constru-
yen las teorías.
Lo que Quine sugiere aquí es que la epistemología naturalizada no

267
implica un cambio de tema, sino que ofrece, por el contrario, una
manera nueva de estudiar un tema viejo. El viejo problema era el de la
brecha entre «input escaso» y el «output torrencial». Pero esta brecha
puede estudiarse de dos maneras distintas, o bien estudiando la rela-
ción entre oraciones de observación y oraciones teoréticas, como
mencionábamos anteriormente, o bien, más directamente, estudiando
la relación entre el input físico recibido por el sujeto humano —las
modificaciones en la retina, por ejemplo, constituyen la información
recibida por el ojo— y las creencias del sujeto causadas por él; siendo
estudiadas esas creencias de un modo fisicalista, es decir, estudiando
la neurofisiologia de la actividad cerebral que las constituye. Este últi-
mo punto de vista es, quizá, el más característico de la epistemología
naturalizada, y Quine sostiene (Quine, 1969, p. 83) que nos vemos
obligados a adoptarlo,
por razones que, de algún modo, son las mismas que han impulsado siem-
pre la epistemología, para poder ver cómo se relaciona la evidencia con la
teoría, y de qué manera la teoría que uno tenga sobre la naturaleza trascien-
de cualquier evidencia accesible.

En lo que respecta a los argumentos escépticos, ya hemos visto


que Quine está dispuesto a admitir la cuestión epistemológica general:
«Si nuestra ciencia fuera verdadera, ¿cómo lo sabríamos?» Al escépti-
co sí se le concede un papel en el seno de este planteamiento. Deberá
encontrar razones interiores a la ciencia para cuestionar la posibilidad
de conocer la verdad científica; nuestra ciencia deberá mostrarse a sí
misma como incognoscible. Según Quine, tal cosa no es imposible,
aunque sí sea muy improbable. Hay dos estrategias escépticas habitua-
les que están prohibidas de antemano por el requisito de que el escép-
tico trabaje desde el interior de la ciencia.
La primera la constituye cualquier versión del argumento del error
que comienza con la afirmación de que es lógicamente posible, en
cualquier momento y en cualquier circunstancia, que las propias cre-
encias sean falsas. Lo que quiere Quine es hundir en el lodo cualquier
argumento de este tipo, negándose a aceptar la noción de posibilidad
lógica que usa. La única noción de posibilidad que está dispuesto a
admitir es la de posibilidad física, aquello que nuestra ciencia acepta
como posible. Permitir otro tipo de posibilidad, que fuera indepen-
diente de los resultados de la física, sería volver a generar la distinción
analítico/sintético. Y no es físicamente posible que, en cualquier
momento y en cualquier circunstancia, la creencia actual de uno sea
falsa. Si el único espacio lógico para la falsedad fuera el espacio lógi-

268
co, no habría espacio en absoluto. De modo que este argumento escép-
tico general no puede funcionar.
De un modo semejante, el escéptico podría intentar argumentar
que, por todo lo que sabemos, la realidad podría ser completamente
diferente a como creemos que es; no es necesario que el mundo con-
firme nuestra teoría, ni que el objeto tal y como es para nosotros se
corresponda al objeto tal y como existe en sí mismo. Según Quine,
todas estas afirmaciones descansan en el supuesto de que hay un obje-
to, el mundo, que está separado de nuestra teoría y que proporciona un
criterio por el que nuestra teoría puede estar determinada como falsa
(por supuesto, no por nosotros, sino como una cuestión de hecho).
Pero, según el análisis de Quine de las relaciones entre ciencia y epis-
temología, ese supuesto carece de sentido. El único criterio de reali-
dad es el que nos proporciona la ciencia, la única realidad es la que
describe la ciencia. Así que, de nuevo, no hay peligro alguno de que
nuestro criterio deje de ajustarse al objeto, dado que la ciencia propor-
ciona, a la vez, el criterio y el objeto: una situación que debería resul-
tar, hasta cierto punto, atractiva para Hegel.
Estas dos perspectivas escépticas están, pues, prohibidas, pero
cualquier argumento escéptico que use la ciencia para refutar la cien-
cia es, al menos metodológicamente, aceptable. Y el mismo Quine nos
da uno. Ya que considera que un descubrimiento de la ciencia es que
recibimos un «input escaso» del que generamos un «output torren-
cial». Y, ciertamente, este contraste entre lo escaso y lo torrencial es
todo lo que necesita el escéptico para elaborar su argumento desde el
interior de la ciencia contra la posibilidad de un conocimiento científi-
co o teorético. Puesto que, si el contraste es tan amplio, ¿cómo es
posible que haya en el input lo suficiente como para justificar el out-
put que damos como respuesta a él?
Creo que la respuesta que daría Quine es la que repite en contextos
similares [Quine (1981), p. 475]: que la reacción del escéptico es exa-
gerada. En lugar de saltar precipitadamente a las enormes conclusio-
nes escépticas, debemos esperar a ver en qué se convierte el estudio
naturalista de la relación entre input y output. Nos puede parecer por
anticipado que el input es desproporcionadamente pequeño para poder
fundamentar el abundantísimo output, pero quizás la psicología empí-
rica pueda volver a estabilizar el fiel de la balanza. De modo que el
contraste entre input y output no es, todavía, un resultado de la cien-
cia: puede serlo o puede no serlo.
Parece que, en este punto, hay una confusión. Quine está supo-
niendo que la cuestión de si hay una brecha desproporcionada entre

269
input y output es empírica, y que puede responderse por un estudio
naturalista de las relaciones causales entre input, concebido como un
estímulo sensorial, y output, concebido como los estadios fisiológicos
del cerebro que son los correlatos físicos de las creencias. Pero, desde
ese punto de vista, no hay ningún contraste entre lo escaso y lo torren-
cial. El input es (conjuntamente con otras cosas) suficiente para cau-
sar los estados cerebrales que son sus efectos, y, al seguir esta historia
causal, ya no estamos investigando una brecha entre el input y el out-
put, si tal brecha se concibe análoga a la brecha entre evidencia y teo-
ría. El contraste entre un input escaso y un output torrencial, como la
brecha entre evidencia y teoría, no es un asunto causal, sino inferen-
tial.. Pertenece a lo que Sellars denomina «el espacio lógico de las
razones» [cf. Sellars (1963), cap. 5.1]. La evidencia no se concibe
como causalmente insuficiente para fundamentar la teoría; es insufi-
ciente (si lo es realmente) en el sentido de no proporcionar razón sufi-
ciente para (o de no justificar) la teoría. Por ello, Quine se enfrenta a
un dilema. O bien prohíbe las cuestiones inferenciales como impro-
pias de la epistemología naturalizada, o las acepta y no puede propor-
cionar un método para responderlas. [Esta objeción está bien formulada
por Stroud( 1984), cap. 6].
Pero ¿qué nos podría justificar para aceptar la primera alternativa
del dilema? Es posible que Quine afirmara, o admitiera, que, al estu-
diar las relaciones causales entre el input y lo que, a veces y un tanto
tendenciosamente, denomina información, hemos abandonado el inte-
rés tradicional de los epistemólogos en las cuestiones evidenciales.
Desde un punto de vista naturalista, la brecha crucial ya ha dejado de
existir. Pero ¿cómo podría justificar, desde su posición, semejante
renuncia? El mero hecho de que, para él, la epistemología se haya
naturalizado, o de que sea ahora parte de la ciencia antes que una cor-
te suprema, no significa que las cuestiones sobre la justificación no
puedan juzgarse de ningún modo. La misma ciencia no es completa-
mente naturalista. Contiene sus mismos criterios evaluadores, y tales
criterios pueden usarse desde el interior de la ciencia para afrontar
cuestiones evaluativas como las de la justificación. Parece, pues, que
la epistemología naturalizada no proporciona ninguna respuesta al
escéptico; ni siquiera un método por el que pudiera encontrarse tal res-
puesta.
La misma distinción que hemos venido usando entre cuestiones
evidenciales y cuestiones causales podría ser cuestionada. ¿Por qué las
mismas investigaciones causales no pueden ser investigaciones sobre
la justificación? Después de todo, entre los posibles análisis de la jus-

270
tificación que considerábamos anteriormente, una posibilidad relevan-
te era la teoría causal de la justificación, que sostiene que las creencias
están justificadas si y sólo si están causadas de cierta manera. Es posi-
ble que Quine quisiera usar este resultado para mostrar cómo un inte-
rés en asuntos causales puede dotar de sentido, y mantener la esperan-
za de responder a las cuestiones sobre justificación. Pero, si ésta es
una respuesta al escéptico, es sólo otra forma de externalismo en teo-
ría de la justificación. No hemos visto, hasta ahora, razón alguna por
la que debamos aceptar respuestas externalistas; es el internalismo el
que tiene el respaldo de nuestras intuiciones (9.2-3). Pero, sea como
sea, la adopción por parte de Quine del externalismo sería una actitud
independiente, que no podría justificarse por ninguna de las tesis dis-
tintivas que se han discutido aquí. Ni la ausencia de la filosofía prime-
ra ni la naturalización de la epistemología tienen como resultado un
argumento independiente en favor del externalismo. De modo que, si
lo que buscamos es una respuesta internalista a las cuestiones episte-
mológicas, Quine no nos la da, ni tampoco ningún sucedáneo.

15.5. CONCLUSIÓN
Al comienzo de este capítulo distinguíamos entre argumentos a
favor de que la tarea epistemológica no puede ni siquiera comenzar de
los argumentos que defendían que nunca podrá ser completada con
éxito. (Algunos argumentos eran de los dos tipos.) Hemos visto que
Hegel proporciona una concepción de la epistemología como la pro-
gresión de un estado de conciencia a otros estados más elevados, bajo
la que se pueden eludir los argumentos en favor de la imposibilidad de
la epistemología. La idea de Chisholm del cognitivismo crítico no pro-
porciona ninguna respuesta en absoluto, pero el rechazo de Quine de
la filosofía primera tenía como resultado una perspectiva no-hegeliana
que escapaba a la acusación de circularidad viciosa. La diferencia
entre Hegel y Quine es, no obstante, que la perspectiva de Hegel con-
tiene la promesa de una respuesta al escéptico, entendido ahora como
alguien que argumenta que la tarea epistemológica nunca se completa-
rá con éxito. Las opiniones de Quine, por el contrario, no parecen
ofrecer ninguna estrategia para refutar los argumentos escépticos que
aparecerán normalmente dentro de los límites que él mismo acepta, es
decir, argumentos escépticos desde el interior de la ciencia. De modo
que todavía nos queda un argumento escéptico del que no sabemos
cómo escapar si no seguimos la estrategia de Hegel.

271
Esto me obliga a ofrecer mis propias sugerencias. Una idea atracti-
va sobre cómo responder al escéptico, hecha, por ejemplo, por Stroud
(1984, cap. 7), es que debemos encontrar algún medio de evitar que el
escéptico generalice a partir de los ejemplos que él mismo escoge. Es
decir, podríamos admitir que no sabemos que no somos cerebros en
una cubeta y, sin embargo, seguir confiando en que evitaremos que se
nos obligue a admitir que tampoco sabemos otras cosas. Ésta era la
estrategia de Nozick, pero ya vimos en el capítulo 3 que no tenía éxito.
Nos deja con la aseveración contraintuitiva de que podemos saber qué
haremos mañana sin poder saber si existirá un mañana. Pero hay otro
sentido en el que el escéptico está generalizando a partir de ejemplos
aceptados, sobre el que quizás podríamos fijar nuestra atención. Este
sentido puede verse claramente en las versiones habituales del argu-
mento de la ilusión, y está también en el movimiento crucial del argu-
mento del error.
El argumento del error sostiene que, si nuestros estados cognitivos
actuales son, en la medida en que los podemos discriminar, relevante-
mente indiscernibles de otros que no eran conocimiento, no podemos
aseverar que sabemos. Y no se trata sólo de que no podamos aseverar
que sabemos; no sabemos porque nuestro estado actual es relevante-
mente indistinguible de (semejante en todos los aspectos relevantes)
otro en el que no sabemos.
Este argumento descansa en un análogo epistemológico del princi-
pio de universalizabilidad familiar en teoría ética (véase 1.2). Según
mi punto de vista, tal principio es un error, y mostrar tal cosa me pare-
ce lo importante en la lucha en contra del escéptico. (Todo el mundo
dice piadosamente que su objetivo es aprender del escéptico, pero la
práctica sólo se ajusta raramente a este deseo.)
El principio de universalizabilidad es un error en ética porque pasa
por alto la capacidad que puedan tener otras propiedades en un caso
distinto para refutar lo que han sido razones suficientes para un juicio
moral en casos anteriores, sin que tengamos que reconsiderar de nue-
vo el caso anterior ni revisar nuestro juicio al respecto [véase Dancy
(1981)]. A causa de esta capacidad, nunca podemos ser conducidos de
un caso a otro por la universalizabilidad de los juicios morales. El
hecho de que este caso sea indistinguible de otro en todas las caracte-
rísticas relevantes para el valor moral del primero no asegura que el
segundo no posea otras características moralmente relevantes, por lo
que ninguna posible evaluación del segundo puede alterar la opinión
que nos hicimos del primero, a menos que decidamos que los dos
casos son semejantes en todos los aspectos relevantes (en todos los

272
aspectos relevantes para cualquiera de ambos). Pero alguien que pien-
se que son moralmente diferentes no tomará esa decisión, por lo que
no se verá atrapado por la universalizabilidad. Su posición es consis-
tente, en la medida en que mantenga que existe una diferencia moral
relevante, aunque él no pueda señalarla todavía.
La analogía con la epistemología sugiere que no es posible mostrar
que no sabemos ahora por la mera constatación de que no podemos
señalar una diferencia relevante entre el caso actual y otro en el que no
sabemos. En la medida en que aseveremos (como lo haremos) que hay
una diferencia relevante, nuestra incapacidad de señalarla no es una
prueba de que no sepamos, ni siquiera de que estemos equivocados (o
que seamos inconsistentes) al afirmar que sabemos.
Sin embargo, esta conclusión no es una forma de externalismo.
Alguien que sepa ahora, a pesar de no poder señalar una diferencia
relevante entre la situación actual y otra en la que no sabe, todavía
está, o puede estar, en posesión de los factores en virtud de los cuales
su estado cognitivo es de conocimiento. Ello es así porque el hecho de
que haya una diferencia relevante (y la diferencia relevante que hay)
no es uno de los rasgos en virtud del cual ahora sí sabe. Esto le permi-
te saber ahora cuando no sabía antes, pero las propiedades en virtud de
las cuales ahora sabe no incluyen este permiso. Las propiedades en
virtud de las cuales sabe ahora son propiedades más ordinarias sobre
el caso actual, no remotas relaciones entre este caso y otros. Y estas
propiedades más ordinarias son propiedades que él (probablemente)
puede señalar. Por ejemplo, sé que hoy es miércoles aunque no pueda
decir que no he cometido, o no pueda cometer, errores en situaciones
relevantemente similares. Es posible que no pueda distinguir mi situa-
ción de otras reales o posibles, pero sí puedo decir cómo sé que hoy es
miércoles, y esto es todo lo que necesita el internalismo en teoría de la
justificación.
Hay una semejanza considerable entre el argumento que ofrezco
aquí y la respuesta externalista (en el otro sentido de externalismo,
externalismo en filosofía de la mente) al argumento de la ilusión
(11.4); el argumento descansa también en una versión del principio de
universalizabilidad. Cualesquiera que sean sus méritos, no puedo ase-
verar que mi argumento sea completamente firme. Lo que quiere decir
que el título que había pensado para este libro era correcto por dos
razones. Dejé a un lado ese título, Pies de barro, por no ser demasia-
do claro. Pero expresaba el sentido en el que el coherentismo mantiene
que podemos tener conocimiento empírico sin una base sólida en la
que apoyarnos: sin fundamentos. Expresa también el hecho de que el
273
escepticismo puede continuar siendo más perdurable, más seductor y
más firme que cualquiera de las respuestas hasta ahora encontradas.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS
Hegel (edición de 1931, Introducción), Chisholm (1977, cap. 7), Quine (1969,
cap. 3, y 1973, pp. 1-20) y Stroud (1984, cap. 6).

Taylor (1972) argumenta que el argumento de Wittgenstein sobre el lenguaje


privado es un buen ejemplo de lo que Hegel entiende por negación determinada.

La noción de Chisholm de cognitivismo crítico es similar a una idea apuntada por


McDowell (1982).

Rorty (1980) es un intento más reciente de mostrar la imposibilidad de la episte-


mología para el que no he encontrado espacio. (Hay que tener cuidado con lo que de-
nomina «fundamentalismo».) Rorty sugiere la necesidad de una concepción diferente
de la filosofía, una nueva perspectiva.

Este libro está enraizado en la tradición que Rorty critica. Para trabajar en el seno
de la tradición continental, podría comenzarse con las siguientes fuentes, primarias y
secundarias: Habermas (1972, Apéndice y cap. 1); sobre Habermas, McCarthy (1978)
y Ottmann (1982); Foucault (1972); sobre Foucault, Taylor (1984) y Coussins y
Hussain (1984, 1); por último, Bernstein (1983) ofrece un análisis general.

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281
ÍNDICE TEMÁTICO*

ALBRITTON, R.: p. 104. —en teoría del significado: 6.3.


ALSTON, W. P.: p. 84. —introducción: 1.4.
aprehensión/percepción directa/indirecta: —metafísico/perceptivo: 10.5, 11.6.
5.1. —pero es una respuesta incompleta:
—compatible con el error: 10.2. 9.5.
—compatible con el intervalo temporal: —tipos de: 9.5.
10.2. —y el futuro: 13.2.
—definición: 10.2. —y el pasado: 12.5.
—el fenomenalismo, una teoría de la —y fundamentalismo: 7.5.
aprehensión directa: 10.2. —y la justificación de la inducción:
—la inverosimilitud de la doble apre- 13.3.
hensión: 11.2. antirrealismo puro:
—la memoria puede ser aprehensión —comprometido con el fenomenalismo
directa: 10.2. en teoría de la percepción: 11.6.
—objetos directos e indirectos de la —introducción: 9.5.
memoria: 12.2. argumento del error:
—objetos directos internos (datos sen- —descansa en el principio de universa-
soriales): 11.2. lizabilidad: 1.2.
—una noción diferente de aprehensión —el coherentismo no proporciona nin-
directa: 11.6. guna respuesta: 9.5.
aprehensión doble: 5.1, 10.4, 11.2. —internalista: 3.5.
analítico/sintético: —introducción: 1.2.
—el rechazo de Quine: 6.3, 14.6, 15.4. —no refutado por Nozick: 3.4.
—la justificación analítica de la induc- —refutado fácilmente por el externalis-
ción: 13.3. mo: 9.3.
—lo sintético/a priori: 14.3. —respuestas antirrealistas: 1.4.
—un análisis coherentista: 14.7. —usado contra el realismo indirecto:
—y empirismo: 14.2. 11.2.
—y verdad lógica: 14.6. —y el conocimiento por recuerdo: 12.5.
antirrealismo: —y las otras mentes: 5.2.
—como respuesta al escepticismo: 1.4, argumento del intervalo temporal: 10.2,
6.3, 12.5. 10.4, 12.2.
—compatible, pero no exigido por el argumento por analogía (otras mentes):
coherentismo: 9.5. 5.3.
—comprometido con una teoría inco- argumentos trascendentales: 1.3, 12.5.
rrecta de la percepción: 11.6. ARISTÓTELES: 13.2.

* Las referencias a temas o autores que aparecen en el texto principal se dan men-
cionando la sección del texto (v. gr., 1.4); cuando aparecen en las «Lecturas comple-
mentarias», se usa el número de página (v. gr., p. 67).

283
ARMSTRONG, D. M.: 2.3, 9.3, 11.3, pp. cerebros en cubetas: 1.2, 1.4,3.3.
84, 183-184. certeza: 2.1, 3.2, 4.1.
asimetrías: —e infalibilidad: 4.1, 4.3.
—el coherentismo no contiene tales asi- cognitivismo crítico: 15.2.
metrías: 8.1. coherencia (definición): 8.1.
—genética/continua: 8.5. color: 10.3, 10.5, 14.3.
—incompatibles con el holismo: 7.3. compatibilismo: 13.2.
—la asimetría del empirismo es compa- comprensión:
tible con el coherentismo: 8.4, 8.5. —el antirrealismo como teoria de la
—semánticas y epistemológicas en comprensión: 1.3, 1.4.
Quine: 7.2. —escepticismo sobre ella: 1.1, 1.2, 1.4,
—y fundamentalismo: 7.2. 5.3,5.4.
atomismo: véase holismo. —y explicación: 11.1, 13.5.
AUSTIN, J. L.: p. 84. condicionales subjuntivos: 3.1, 3.3, 6.3,
AYER, A. J.: 4.2, 5.6, 6.2-6.3, 11.2, 12.3, 11.1.
14.2, pp. 84, 116-7, 183-4. conductismo: 5.4.
conocimiento: cf. escepticismo, argu-
BAKER, G.: 5.6, 5.7, 5.8, pp. 104. mento del error, justificación.
BARKER, S. F., y ACHISTEIN, P.: p. 241. —conocimiento por recuerdo: 12.5,
BERKELEY, G.: 10.3, 10.6, p. 164. 12.6.
BERLIN, I.: pp. 116-7. —definición tripartita: 2.1.
BERNSTEIN, R.: p. 274. —¿implica creencia?: 2.1, 2.2, 9.3.
BLACK, M.: 13.3, p. 241. —¿por qué son conocimiento las creen-
BLANSHARD, B.: 8.1, 8.2, 9.5, 13.5, 14.7, cias perceptivas?: 11.5.
pp. 149, 164. —teoría condicional: 3.1, 3.2.
BONJOUR, L.: 9.4, 9.5, pp. 164. —y escepticismo: 1.1-1.5.
BRADLEY, F. J.: 8.1, 8.2, 8.5, 9.5, 14.7, conocimiento a priori: 14.1-14.7.
pp. 131, 149,257. —de los principios de inferencia: 12.3,
BRANDT, R.: p. 224. 14.1.
BROAD, C. D.: 14.4-14.5. —el rechazo de Quine: 14.6.
—lo sintético a priori: 14.3.
CAHN, S. M.: 241. —¿sólo de verdades necesarias?: 14.5.
CARNAP, R.: 6.3. —¿sólo de verdades universales?: 14.4.
caso propio (el), como punto de arran- —y el coherentismo: 14.7.
que: 4.1, 5.1-5.3. conocimiento matemático: 14.3.
—el argumento del lenguaje privado conocimiento no inferencial: cf. justifica-
(cf.) lo muestra imposible: 5.5-5.7. ción inferencial.
—el coherentismo ¿convierte el conoci- contenidos de aprehensión:
miento en algo público?: 8.3. —como modos de ser consciente: 11.3.
—problemas: 5.4. —como objetos directos: 10.4.
causalidad en la memoria: 12.3. contradicción: cf. Ley de no contradic-
causalidad en la percepción: ción.
—argumentos causales para el realismo CORNMAN, J. W.: 11.3, pp. 149, 183-4,
indirecto: 10.5, 11.2. 209.
—justificación causal de las creencias COUSINS, M., y HUSSAIN, A.: p. 274.
perceptivas: 11.5. creencia:
—teoría causal de la percepción: 11.4. —el recuerdo como creencia: 12.3.
—y la imposibilidad de percibir el futu- —interacción entre creencia y significa-
ro: 13.1. do: 7.4.
causalidad retroactiv: 13.1. —ninguna creencia es infalible: 4.2.

284
—percepción como forma de creencia: —fundamentalismo clásico, una varian-
11.3. te de empirismo: 4.1.
—y conocimiento: 2.1, 2.4. —¿implica fundamental ismo?: 7.2.
—y la experiencia sensorial: 4.2, 8.4. —la justificación de nuestra confianza
—y la sensación en la percepción: 11.3. en la creencia perceptual: 11.5.
creencia perceptiva: cf. creencia. —variantes más débiles: 4.3.
—¿asunto de grado?: 13.1. —y lo a priori.: 14.2, 14.4, 14.5.
—su justificación: 11.5. —y lo analítico: 14.3.
—su seguridad antecedente: 8.4, 8.5. —y lo necesario: 14.5-14.7.
creencia sensorial: 8.4, 8.5. empirismo lógico: cf. positivismo lógico
creencias básicas/no básicas: 4.1-4.3; cf. epistemología naturalizada: 15.4.
justificación inferencial. —no da respuesta al argumento del
criterio: 5.4, 5.8. error: 15.4.
—de traducción: 7.4. error verbal: 4.2.
—el problema del criterio: 15.1-15.5, escepticismo:
especialmente 15.2. —argumento del error (cf.)
CRUSOE, R.: 5.5. —cerebros en cubetas (cf.)
cualidades primarias y secundarias: 10.3, —el coherentismo no tiene respuesta:
10.5. 9.5.
—el fundamentalismo como expresión
CHISHOLM, R.: 4.2, 11.3, 15.2; p. 84, pp. de escepticismo: 5.1, 5.7.
116-17, p. 274. —forma débil de escepticismo: 5.7.
CHISHOLM, R., y SWARTZ, R.: p. 84. —grados de: 1.1.
—Hume y la inducción: (cf).
DANCY, J.: pp. 66-7, 149, 274. —la epistemología naturalizada no tie-
datos sensoriales: 11.2, 11.3. ne respuesta: 15.4.
DAVIDSON, D.: p. 131. —la refutación de Nozick: 3.3-3.4.
de re (creencia): 9.3. —la respuesta de Hegel: 15.1.
definición ostensiva: 5.6. —respuestas trascendentales: 1.3-1.5,
definición tripartita del conocimiento: cf. 12.5
conocimiento, justificación. —sobre la posibilidad de la epistemolo-
—alternativas: 9.3. gía: 15.1-15.5.
—ampliaciones de la definición: 2.3. —sobre las otras mentes: 5.2-5.4.
—estrategias de respuesta a Gettier: 2.2, —sobre el conocimiento por recuerdo:
2.3. 12.5.
—introducción: 2.1. —una respuesta sugerida: 15.5.
—los contraejemplos de Gettier: 2.2. —y el antirrealismo: 1.4, 6.3, 9.5.
—teoría condicional: 3.1, 3.2. —y el fenomenalismo: 6.3.
DENNETT, D.: p. 104. —y el internalismo: 3.5, 9.2-9.5.
DESCARTES, R.: 1.2, 1.5, 3.3, 4.3, 9.3. —y el realismo indirecto: 11.2.
determinisno: 13.2. —y el realismo inferencial: 11.2.
dolor: 5.3-5.7, 15.2. estados sensoriales e infalibilidad: 4.1-
DRESTK.E, F.: 2.3, 3.2, p. 53. 4.2; cf. lenguaje privado, usos com-
DUHEM, P.: 6.3, 15.3. parativos, experiencia inmediata.
DUMMETT, M. A. E.: 1.4, p. 37, p. 131, ética y epistemología:
p. 164, p. 224, p. 241. —relaciones entre ellas: 1.2, 9.3, 14.4,
EDWARDS, P.: 13.3, p. 241. 15.5.
empirismo: evidente de un modo directo: 4.2.
—compatible con el coherentismo puro: EWING, A.C.: 8.1, 8.3, 9.5, 13.5, p. 241.
8.4,8.5. experiencia inmediata: cf. aprehensión,

285
creencia, lenguaje privado, externa- —en teoría de la memoria: 12.4.
lismo en filosofía de la mente. —en teoría de la percepción: 10.2, 10.6.
—como forma de creencia: 8.4, 11.3. —en teoría del significado: 6.3.
—como objeto de aprehensión: 10.4, —rechazado como no explicativo: 11.1.
11.2. —y el antirrealismo metafisico: 11.6.
—como un modo de ser consciente: —y escepticismo: 6.3, 7.5, 11.2.
11.3. fiabilidad: 2.3, 8.4, 11.5, 12.6, 13.4.
—no tiene conocimiento infalible: 4.2. filosofía primera:
—su conocimiento infalible: 4.1. —rechazada por Quine: 15.4.
experimentador caprichoso: 11.4. —y escepticismo: 15.2, 15.4.
explicación: física y filosofía: 10.1.
—e implicación: 8.2. —explicación en física: 11.1.
—lo coherente como lo mutuamente —inferencia a inobservables: 11.2.
explicativo: 8.1. —y la distinción cualidades primarias/
—y la inducción: 9.1, 13.5. secundarias: 10.3, 10.5.
—y la necesidad: 8.1. —y la pérdida de la filosofía primera:
—y las regularidades experimentadas: 15.3-15.5.
11.1. —y la teoría causal de la percepción:
externalismo (en filosofía de la mente): 11.4.
cf. internalismo. FIRTH, R.: pp. 84, 149.
—introducción: 9.3. FLEW, A. G. N.: 13.l, p. 241.
—rechaza el argumento de la ilusión: FØLLESDAL, D.: pp. 116-7.
11.3-11.5, 15.5. FOUCAULT, M.: p. 274.
externalismo (en teoría de la justifica- fundamentalismo: cf. regreso de justifi-
ción): cf. internalismo. caciones, justificación inferencial.
—argumentos no concluyentes contra el —¿apoyado por el empirismo en teoría
internalismo: 3.5. del significado?: 6.1-6.3.
—el coherentismo puede escogerlo: 9.4. —argumentos del regreso de justifica-
—el internalismo, intuitivamente prefe- ciones en su favor: 4.1.
rible: 9.4. —conducido al solipsismo: 5.4, 5.7.
—¿lo utiliza Quine?: 15.4. —criticado: no existe la infalibilidad:
—no es preciso que el rechazo del prin- 4.2.
cipio de universalizabilidad sea ex- —introducción al fundamentalismo clá-
ternalista: 15.5. sico: 4.1.
—Nozick como externalista: 3.4, 3.5, —¿la única forma de empirismo?: 7.2-
11.5. 7.3, 8.5.
—rechazo de estrategias external istas: —las asimetrías fundamentacionalistas
11.5, 15.4. reflejadas en Quine: 7.2.
—relacionado con el externalismo en —una forma débil de escepticismo: 5.1.
filosofía de la mente: 9.3. —una teoría holista (por ejemplo, el
—sus ventajas: 9.2. coherentismo) es preferible a sus asi-
—y el argumento del error: 9.2. metrías: 7.3-7.5.
—versiones más débiles que la clásica:
falibilismo: 2.3, 4.2, 8.3. 4.3, 5.8, 6.1, 7.4, 7.5.
falsedad relevante: 2.3. —vulnerable al argumento del lenguaje
fatalismo: 13.2. privado: 5.5-5.7.
fenomenalismo: cf. antirrealismo. y el regreso internalista de justifica-
eliminativo-reductivo: 10.6, 12.3, ciones: 9.1.
12.4. —y la justificación del principio de
—en metafísica: 9.4-9.5. inferencia: 8.3, 14.1.

286
—y \o a priori.: 14.2. HYLTON, P.:p- 131.
futuro: cf. inducción.
—¿conocido de un modo no inductivo?: idealismo:
—las concepciones antirrealistas contra —eliminativo/reductivo: 10.6.
las realistas: 13.2. —en metafísica: 9.5.
—en teoría de la percepción: 10.6, 11.5,
GARRETT, B.: pp. 66-7. 11.6.
GETTIER, E. L.: 2.1-2.4, 3.1-3.2, 9.3. —es preferible el fenomenalismo: 10.6.
GOLDMAN, A. I.: 2.3, 2.4 94, 9.5 p. 53, —no es necesario para el coherentismo:
p. 164. 9.5.
GOODMAN, N.: 13.4, 13.5, p. 84, p. 241. implicación: 8.1, 13.5.
GORDON, D.: pp. 66-7. incorregibilidad: 4.3.
grados de verdad: 8.2. indeterminación (principio de): 6.3.
GRANDY, R.: 7.4. indeterminación del significado: 6.3, 7.1,
GRICE, H. P. 11.4, p. 208. 7.4, 8.2, 15.4; cf. infra determina-
ción, analítico/sintético.
HABERMAS, J.: p. 274. indeterminación de la teoría: 6.3, 7.1,
HACKER, P. M. S.: 5.6-5.7, p. 104. 7.4, 8.2, 15.4.
HAMLYN, D. W.: 11.4. indeterminación de la traducción: 7.1; cf.
HARE, R. M.: 1.2 analítico/sintético.
HARMAN, G.:9.1, 13.5. —argumentos a su favor: 7.4.
HARRE, R., y MADDEN, E. H.: p. 241. —previa a la indeterminación del signi-
HEGEL, G. W. H.: 15.1, 15.2, 15.4, 15.5, ficado: 7.1, 7.4.
p. 274. indubitabilidad: 5.1.
HEISENBERG, W.: 6.3. inducción: cf. explicación, necesidad.
HEMPEL, C. G.: 13.5. —definida: 13.1.
holismo: —el nuevo rompecabezas: 13.4-13.5.
—el atomismo de Quine al nivel obser- —la justificación coherentista: 8.3,
vacional: 7.1, 7.2. 13.5.
—el coherentismo como teoría bolista: —las dudas de Hume: 1.2.
8.1, 8.3. —respuestas a Hume: 13.3-13.5.
—el holismo de Quine: 6.4. —y el argumento por analogía: 5.3.
—es preferible el holismo en epistemo- —y la inferencia a la mejor explicación:
logía: 7.5. 9.1, 13.5.
—es preferible una forma de holismo inducción intuitiva: 14.4.
más completa: 7.4. infalibilidad: 4.1,4.2.
—introducido en teoría del significado: —y la percepción directa: 10.2.
6.3. infradeterminación de la teoría por parte
—las razones de Quine, insuficientes: de la evidencia: 6.3, 7.4, 8.2.
7.3. internalismo:
—nociones holistas de explicación e —compatible con el coherentismo: 9.4.
implicación contra las atomistas: 8.1, —distintos tipos: 9.3.
8.2, 13.5. —el regreso intemalista de justificacio-
—y lo analítico/sintético: 6.3, 14.6, 14.7. nes: 3.5,9.1,9.2.
HOLMES, S.: 8.2. —introducción: 3.5.
HOOK WA Y, C.: p. 131. —intuitivamente preferible al externa-
HORNSBY, J.: 2.2. lismo: 3.5, 9.4.
HUME, D.: 1.2, 12.2, 13.2-13.5, p. 37, —y el argumento del error: 3.5, 9.2,
p. 257. 15.5.
—y la justificación inferencial: 9.2.

287
interpretación comunitaria: 5.5. MACKIE, J. L.:pp. 183-4.
—discutida: 5.6. MALCOLM, N.: 5.3.
—y el problema de la inducción: 13.4- MARTIN, C. B., y DEUSTCHER, M.: 12.3.
13.5. MCCARTHY. T.: p. 274.
MCDOWELL, J.: 11.4, p. 104, p. 209,
JACKSON, F.: pp. 183-4, 209. p. 274.
justificación: cf. teoría de la justificación memoria: 8.3, 12.1-12.6.
—como coherencia, fundamentalismo, —e imaginación: 12.2.
justificación inferencia!. —fáctica/perceptiva: 12.3.
—definición del conocimiento en térmi- —realismo directo sobre ella: 12.3.
nos de ella: 2.1. —realismo indirecto sobre ella: 12.2.
—definida en términos de conocimien- —realismo versus antirrealismo: 12.5.
to: 2.2, 3.2, 11.5. —semejanzas entre memoria y percep-
—escepticismo respecto a ella: 1.1-1.4. ción: 12.1.
—y antirrealismo: 1.4. —teoría de la pura creencia: 12.4.
justificación inferencial/no inferencial: —y fenomenalismo: 12.4.
cf. asimetrías. —y justificación: 12.6.
—el argumento del regreso de justifica- memoria perceptiva: 12.3.
ciones (cf.): 4.1. —y justificación: 12.5.
—el empirismo coherentista no contie- MILL, J. S.: 5.3, p. 164.
ne tal tipo de asimetría: 8.5. monismo: 8.4-8.5.
—esencial para el fundamentalismo: MOORE, G. E.: p. 104.
4.1,4.3. mundo externo: 5.2, 10.2-10.6, 11.1-
—y el argumento del lenguaje privado: 11.6.
5.7-5.8. mundos posibles: 3.3, 14.5.
—y el coherentismo: 9.1.
—y el empirismo lógico: 6.2. NAPOLEÓN: 2.3.
—y las propiedades epistemológicas: navaja de Ockham: 10.3.
4.3. negación determinada: 15.1.
justificación prima facie: 8.4. necesidad: cf. analítico/sintético.
—e inducción: 13.5.
—natural: 13.5.
KANT, L: 8.4,9.5, 14.3-14.4, 14.7, 15.1.
—Quine, sobre ella: 14.6.
KRIPKE, S.: 5.5-5.6, 14.4, p. 104, p. 257.
—un punto de vista coherentista: 14.7.
KVANVIG. J. L.: p. 164.
—y el conocimiento empírico/a priori.:
14.5.
LEHRER, K.: 8.1, 8.3. —y explicación: 8.1.
LEHRER, K., y PAXSON, T.: 3.2. NEURATH, O.: 15.3.
lenguaje privado (argumento): 5.5-5.7, NOZICK, R.: 3.1-3.5, 9.3, 11.5, 12.5, 15.5,
11.2, p. 104. p. 37, pp. 66-7.
LEVI, I.: 9.1. objeción de la pluralidad: 8.2-8.4, 13.5.
LEWIS, C. I.: 4.1, 4.3, p. 84, pp. 116-17, oraciones/enunciados
pp. 183-84. observacionales:
LEWIS, D.: 3.3, pp. 66-7, p. 131. cf. asimetrías.
Ley de No Contradicción: 6.3, 14.4, —su naturaleza: 6.2.
14.6-14.7. —su relación con lo no observacional:
Ley de Tercio Excluso: 6.3, 12.5. 6.3, 7.4.
LOCKE, D.: p. 224. —y la determinación del significado en
LOCKE, J.: 6.1, 10.3, 10.5, 11.2, 14.2, Quine: 7.2.
14.3, pp. 183-4, p. 257. —y la traducción: 7.1.

288
otras mentes: 1.4,5.2-5.8, 15.2. QUINE, W. V. O.: 6.2, 6.3, 7.1-7.5, 8.2,
OTTMANN, H.: p, 274. 8.4, 13.3, 14.4, 14.7, 15.3-15.5.

PARPAS. G., y SWAIN, M.: p. 53. razones concluyentes: 2.4, 3.2.


pasado: cf. memoria. realismo directo: cf. argumento de la ilu-
PEACOCKE, C: p. 209. sión, aprehensión directa.
PEARS, D.: p. 257. —comparado con el realismo indirecto:
percepción: 10.1-10.6, 11.1-11.6, 12.1- 10.2.
12.6; cf. aprehensión directa, realis- —en teoría de la memoria: 12.3.
mo directo, realismo indirecto, feno- —¿es preferible la forma científica?:
menalismo. 11.6.
—de la necesidad: 14.5. —formas científicas e ingenuas: 10.3.
—del futuro: 13.1. —incompatible con el realismo antime-
—recuerdo como percepción: 12.1- tafísico: 11.6.
12.3. —introducción: 10.2.
—teorías puras y mixtas: 11.3. —la forma ingenua, preferible: 10.3.
PHILLIPS GRIFFITHS, A.: p. 53. —recomendado como teoría mixta de la
PLATÓN: 9.3, p. 53. percepción: 11.3.
POLLOCK, J: 9.4-9.5. —se adecua al coherentismo: 11.6.
posibilidad: cf. necesidad, —y el escepticismo: 11.6.
positivismo lógico: —y la explicación del error perceptivo:
PRICHARD, H. A.: p. 53. 11.3.
principio de caridad: 7.4. —y la teoría adverbial de la sensación:
principio de cierre (conocimiento): 1.2, 11.3.
2.2,3.3. realismo directo ingenuo: cf. realismo
principio de cierre (justificación): 1.2, directo.
2.2,3.3. —¿es preferible al realismo directo
principio de humanidad: 7.4. científico?: 10.3, 11.6.
principio de universalizabilidad: 1.2, 3.4, —introducción: 10.3.
12.5, 15.5. —sus proponentes: pp. 183-4.
principio de verificación (del significa- realismo directo científico: cf. realismo
do): 6.2, pp. 116-17. directo.
—tres teorías verificacionistas: 6.3. —defensores: pp. 183-4.
—y el empirismo: 7.3. —introducción: 10.3.
—y el fundamentalismo: 6.2. —problemas: 10.3.
principios de inferencia: 4.2, 8.3, 13.1- —¿es preferieble al realismo directo
13.4 ingenuo?: 11.6.
probabilidad: realismo indirecto:
—absoluta/relativa: 4.1. —argumentos en su contra: 11.2.
—y certeza: 4.1. —argumentos en su favor: 10.4.
—y la inducción: 13.1. —comparado con el realismo inferen-
—y la justificación de la creencia per- cial: 10.2, 11.2.
ceptiva: 11.5. —en teoría de la memoria: 12.2-12.3.
propiedades epistemológicas: 4.3, 9.2. —incompatible con el coherentismo:
propiedades trascendentes a toda eviden- 11.6.
cia: 1.2, 1.4,7.1,9.5. —introducción: 10.2.
psicología: —sus formas (científica e indirecta):
—y la epistemología naturalizada: 15.4. 10.5.
—y la filosofía de la percepción: 10.1. —una teoría de la aprehensión doble:
PUTNAM, H.: pp. 116-17, p. 257. 11.2.

289
realismo indirecto ingenuo: cf. realismo RORTY, R.: p. 274.
indirecto. RUSSELL, B.: 3.4, 4.2, 8.2, 11.2, 12.2,
—introducción: 10.5. 12.5, 14.1.
—rechazo: 10.5. RYLE, G.: p. 104.
—sus defensores: pp. 183-4.
realismo indirecto científico: cf. realismo SCHLICK, M.: 6.2.
indirecto, argumento de la ilusión. seguir el rastro de la verdad: 3.1-3.2,
—defensores: pp. 183-4. 11.5, 12.5; cf. teoría condicional del
—inmune a las objeciones escépticas: conocimiento.
11.2 seguir una regla: 5.5-5.7,6.1, 13.4-13.5.
—introducción: 10.5. seguridad (antecedente/subsiguiente): 8.4-
—no hay noción clara de aprehensión 8.5, 11.5.
doble: 11.2. SELLARS, W. F.: 11.3, 15.4, p. 84, p. 149,
—preferible al realismo indirecto inge- pp. 183-4, p. 209.
nuo: 10.5. sensación versus creencia en la percep-
—su explicación del error perceptivo: ción: cf. teorías de la percepción
11.3. puras y mixtas, creencia.
—una teoría de la doble aprehensión: separación entre la mente y la conducta:
11.2. 5.3-5.4.
realismo inferencial: 10.4, 11.2. SHOEMAKER, S.: 11.5.
realismo metafisico: SHOPE, R.: p. 53, pp. 66-7.
—compatible con el coherentismo: 9.5. sintético: cf. analítico/sintético.
—distinto al realismo perceptivo: 10.2. SKINNER, B. F.: p. 84.
—incompatible con el antirrealismo SMALL, K.: 13.4-13.5.
perceptivo (fenomenalismo): 11.6. SNOWDON, P.: p. 209.
—versus antirrealismo: 1.4. solipsismo: cf. caso propio.
realismo perceptivo: —argumentos escépticos a su favor:
—introducción: 10.2. 5.3.
—una redefinición frente al fenomena- —refutado por el argumento del lengua-
lismo: 10.5. je privado: 5.5-5.7.
—y el coherentismo: 11.6. —una forma de antirrealismo: 9.5, 11.6.
—y el realismo metafisico: 11.6. —y el fundamentalismo clásico: 5.8.
refutabilidad: 2.3, 5.4. STRAWSON, P. F.: 11.4, 13.3, pp. 183-4,
regreso de justificaciones (argumento): p. 209.
4.1 ; cf. regreso internalista de justifi- STROUD, B.: 15.4.
caciones, justificación inferencial. subjetiva/objetiva (justificación): 9.4; cf.
—no efectivo contra el coherentismo: internalismo, externalismo, ética y
9.1. epistemología,
—propiedades formales y epistémicas: suerte: 2.1,2.3, 3.2, 9.3.
4.3. SWAIN, M.: 2.3, p. 53.
—vicioso, no virtuoso: 4.1. SWINBURNE, R. G.: p. 241.
—y Chisholm: 15.2.
—y el empirismo lógico: 6.2.
TAYLOR, C.: p. 274.
—y el fundamentalismo no clásico: 4.3.
teoría adverbial de la sensación: 11.3.
regreso internalista de
teoría causal del conocimiento: 2.4, 3.2.
justificaciones:
teoría causal de la justificación: 2.3, 2.4,
3.5,9.1-9.2.
3.2,4.3, 15.4
REICHENBACH, H.: p. 84.
—en teoría de la percepción: 11.5.
RESCHER. N.: 8.l, 8.3, p. 149.
teoría condicional del conocimiento: 3.1-
RING, M.: p. 53.
3.5.
ROCK, I.: p. 209.

290
—introducción: 3.1. —y la teoría de la verdad como corres-
—su respuesta al escepticismo: 3.3- pondencia: 8.2.
—tal respuesta es rechazada: 3.4, 15.5. teoría de la verdad como corresponden-
—una teoría externalista: 3.5. cia: 8.2.
—y el conocimiento por recuerdo: 12.5. teorías empiristas del significado: 6.2-
—y la justificación de la memoria per- 6.3.
ceptiva: 11.5. —compatibles con el holismo: 7.3.
teoría de la justificación como coheren- —compatibles con el realismo/antirrealis-
cia: 8.3. mo: 7.4.
—compatible con el realismo: 9.5. —el verificacionismo no es la única:
—compatible con idealismo y antirrea- 7.3.
lismo: 9.5. teorías puras/mixtas de la percepción:
—compatible con internalismo y exter- 11.3.
nalismo: 9.4. testimonio de los demás: 8.3, 11.5.
—debe preferir el realismo directo cien- traducción: 7.1-7.2, 7.4, 11.5; cf. indeter-
tífico: 11.6. minación de la traducción.
—el coherentismo puro es compatible —criterios: 7.4.
con el empirismo: 8.5. traducción radical: 7.1-7.2.
—es preferible el coherentismo puro: —su indeterminación: 7.4-7.5.
8.5.
—la justificación de las creencias per- URMSON. J. O.: 13.3.
ceptivas: 11.5. usos comparativos y no comparativos de
—mejor adecuada al realismo directo: términos de apariencia: 4.2.
11.6.
—no responde al escéptico por sí mis- VANlNWAGEN. P.: p. 241.
ma: 9.5. verdad contingente:
—teorías puras y débiles: 8.4. —definición: 4.2, 14.5.
—y la justificación de las creencias de «verdul»: 13.4-13.5.
memoria: 12.6. verificación fuerte/débil: 6.2.
—y la teoría de la verdad como cohe- visión ciega: 11.3.
rencia: 8.3.
—y lo empírico/a priori: 14.7. WEISKRANTZ, L.: p. 209.
—y los principios de inferencia: 8.3. WITTGENSTEIN. L.: 2.2, p. 104.
teoría de la verdad como coherencia: —como fundamentalista: 5.8.
—compatible con el realismo: 8.5. —el lenguaje privado y seguir una re-
—defendida contra la objeción de la gla: 5.5-5.8.
pluralidad: 8.3. —y el nuevo rompecabezas de la induc-
—defensa e introducción: 8.1-8.2. ción: 13.4, 13.5.
—definicional/criterial: 8.2. —y los criterios: 5.4.
— y el idealismo: 9.5. WOODFIELD, A.:p. 164.
—y la teoría de la justificación como WOOZLEY, A. D.: 2.1.
coherencia: 8.3. WRIGHT, C. J. G.: p. 104.

291
CHAPTER SIX

Immediate Experience

We have now examined the first main part of what many, beginning with
Descartes, have regarded as the basis or foundation for justification and
knowledge, namely a priori insight and the beliefs that it allegedly justi-
fies. In this chapter, we turn to what has been regarded as the second main
foundational component: immediate experience and the justification that
allegedly results from it. Though we will have to discuss the general idea
of immediate experience, our main focus will be on the particular variety
of immediate experience allegedly involved in sense perception—for it is
here, according to most philosophers in the general Cartesian tradition,
that the main basis for knowledge of the material world “external” to mind
is to be found.

The Concept of Immediacy


What then is immediate experience? What exactly is the significance of
describing it as “immediate” (or, alternatively, as “direct”)? The contrast,
as the term itself suggests, is with things that although still experienced in
some sense, are experienced via the mediation of something else, something
that is itself experienced more directly or immediately. But just what sort of
mediation is at issue here?
Perhaps the clearest examples of experience that is less than fully imme-
diate are those involving explicit inference. Thus, for example, suppose that
upon hearing a certain distinctive thumping or vibrating noise, I am puzzled

97
98  Chapter Six

(and perhaps slightly alarmed) for just a moment, and then realize (because
this is the overwhelmingly best explanation for the sound) that my dog Willy
is scratching himself, as he often does, and bumping against the dining room
table as he does it. Here it would be quite natural to say that I hear, and thus
experience, my dog scratching and bumping into the table. But it also seems
reasonable to say that my experience of the scratching and bumping is medi-
ated by (a) an experience or awareness of the sound this activity produces
that is more direct and (b) an inference from the awareness of this sound to
the thought that the dog is behaving in the way described.
Why exactly might we be tempted to say this? In the first place, my aware-
ness of Willy’s activity is obviously caused by my awareness of the sound,
which is thus in a sense prior. And, second, the reason or justification both (i)
for the belief that I come to have in this case that Willy is indeed scratching
and bumping, and (ii) for the belief (whether held by me or by an external
observer) that I do hear Willy behaving in this way (think carefully about
the difference between these two beliefs) clearly depends on my having an
awareness of the sound.1 We need not worry for the moment about whether
my inference is really justified and, if so, how. All that matters for the mo-
ment is that it takes place and that my experience of Willy’s activity conse-
quently depends on my prior experience of the noise in both of these ways.2
Consider now a series of modified examples. As I become more familiar
with this particular doggy activity, my momentary hesitation becomes briefer
and briefer and the inference in question becomes less and less considered
and explicit. Eventually we reach a case where it is no longer clear that any
explicit inference is taking place at all: one in which I just think at once,
with no hesitation or uncertainty at all, that Willy is again scratching and
bumping the table. In this last case, I may no longer focus on the noise in any
very explicit way, and it might even be questioned whether I am very explic-
itly aware of it at all. Intuitively, what I am primarily aware of experiencing
is just the scratching and bumping activity of the dog.
But even in this case, it seems clear that my experience or awareness of
the dog’s activity is still causally dependent on an awareness of some sort of
the sound. After all, if my ears were plugged or otherwise disabled, I would
obviously no longer be aware in any sense of the dog’s activity (assuming, of
course, that I do not perceive it in some other way). Moreover, if someone
(perhaps someone who does not know what is causing the sound) were to ask
whether I heard that funny thumping and vibrating noise, the answer would
plainly be “yes”; and (a trickier and less obvious point—think carefully about
it) it would also seemingly be true that my awareness of the sound did not
just begin at the point when the question was asked, but rather was present
Immediate Experience  99

earlier as an element in my total conscious experience, even though I was not


focusing on it explicitly. In addition, the most crucial point, both the belief
that the dog’s activity is taking place and the belief that I am hearing this
activity still seem to depend for their justification (assuming for the moment
that they are justified at all) on my awareness of the sound, even though
there is no longer an explicit inference involved—at least, this is something
that many, many philosophers have taken to be obviously true.3 The main
reasons for such a view are, first, the continuity of this case with the earlier
ones in which the justificational dependence is clearer and also, second, the
alleged absence of any good alternative account of where the justification
might come from.4
We now have a reasonably clear set of examples in which one thing (the
noise produced by Willy’s activity) is experienced more immediately than
something else (that activity itself). But most if not all philosophers who
have ever invoked the notion of immediate experience would also deny
that the sound is itself immediately experienced. Sounds, after all, are still
physical occurrences external to the mind: vibrations in the air. As Des-
cartes would have been quick to point out, a sound is thus something about
which the evil genius might deceive me. Hence, he might argue, what is
experienced most immediately in this situation is not the external, physical
sound, but rather something subjective and mental, about which, in his view,
I could not be deceived: the aural sensations or apparent aural qualities that
would still occur even if the evil genius were deceiving me about the physical
sound or, alternatively, even if I were merely hallucinating it or experiencing
it in a dream.5 And here too the claim would be, first, that my experience
of the physical sound, assuming that I really am experiencing one, clearly
depends on or results from my experience or awareness of these subjective
sensations; and, second, that my reason or justification (if any) for thinking
both that such a sound has actually occurred and that I have experienced it
also depends on my experience of these sensations, making that experience
also prior from a justificatory standpoint.
In fact, according to the general view held by Descartes and many others,
essentially the same thing is true of all cases in which we experience or seem
to experience external material objects or processes: in each such case, it is
subjective sensations or subjectively experienced qualities that are experi-
enced most immediately; and it is upon the experience of these subjective
entities or processes or whatever exactly they are (more on this shortly)
that the justification, if any, for the resulting claims about both the material
world and my (less immediate) experiencing of it depends. This is obvi-
ously a major and not at all initially obvious philosophical thesis, for which
100  Chapter Six

some substantial argument is accordingly required. One argument here is


Descartes’s own, invoking the specter of the evil genius. (This argument was
briefly suggested but not developed in the previous paragraph—you should
think more about just how much force, if any, it has.) We will look at some
further, more widely advocated arguments shortly.
Before doing that, however, we need to probe further into the idea of im-
mediacy itself. If something is experienced less immediately when the experi-
ence of it is dependent in these ways on an experience of something else, so
that the latter experience is prior in both the causal and justificatory order,
then a thing that is experienced fully immediately would apparently be one
the experience of which is not in these ways dependent on the experience
of anything else. The intuitive picture that proponents of immediacy seem to
have in mind, often without articulating it very explicitly, is that the object
of immediate experience is directly before “the eye of the mind,” directly
present to its mental gaze. This is why the awareness of this object is not
dependent in any way on the awareness of anything else. The fundamental
Cartesian assumption is that it is with such immediate awareness that all
justification that is not purely a priori begins.
Another quasi-metaphorical term that has sometimes been used to ex-
press this idea of immediate experience is acquaintance, sometimes also with
the added adjectives “immediate” or “direct.”6 Again the suggestion is that
there is no gap of any sort between the mind and the object with which it
is immediately or directly acquainted (as seems commonsensically to be the
case when a person is directly introduced to someone else), thus no need for
anything like inference, and accordingly also no room for doubt of any sort.
(It is important to recognize that both such talk of acquaintance and the
invocation of the “eye of the mind” are highly metaphorical in character; a
large part of the issue here is just how appropriate these metaphors really are
and how much weight they can bear.)
What things are we supposed to be immediately aware of or “acquainted”
with in this sense? As we saw earlier, Descartes’s view is apparently that we
are immediately aware of the existence and contents of all of our conscious
states of mind, a view that has been adopted by many others. These would
include, first, sensory experiences of the sort that we have just been discuss-
ing, about which we will shortly have a good deal more to say. Included also
would be, second, bodily sensations, such as itches, pains, tingles, and the like.
These are naturally regarded as experiences of various events and processes in
the physical body, but Descartes’s point again would be that there is in each
of these cases something directly or immediately present to consciousness,
something that cannot be doubted, even though the more remote bodily
Immediate Experience  101

cause certainly can be.7 The third main category of states of whose existence
and content we are allegedly immediately aware are conscious instances of
what are sometimes referred to as “propositional attitudes”: conscious beliefs
or acceptances of propositions, together with conscious wonderings, fearings,
doubtings, desirings, intendings, and so forth, also having propositional con-
tent. In these cases, the view would be that I am immediately aware both of
the propositional content (what it is that is believed, doubted, or whatever)
and of the distinctive attitude toward that content that such a state involves
(believing or accepting it, wondering whether it is true, fearing that it might
be true, and so forth). On the other hand, I am of course not immediately
aware of the contents of those merely dispositional states that are also often
classified as mental: dispositional beliefs and desires, emotions like fear or
hatred or anger (as opposed to the conscious manifestations of those emo-
tions), traits of character, and the like. (Think carefully about the difference
between these two general kinds of things that are standardly included in the
category of “mental states.”)
For epistemological purposes, the most important—and commonsensi-
cally implausible—part of this general set of doctrines is the view that in
ordinary sensory perception, I never immediately or directly experience the
ordinary objects and events in the material world that I seem to be per-
ceiving, but instead only subjective objects or processes or states (the right
category is not quite clear at this point) of the sort that have so far been
indicated with the perhaps not altogether appropriate term “sensation.” If
this view is correct, as was believed without much question by Descartes
and his immediate successors (again, especially Locke), then, as we will see
in the next chapter, it has very momentous consequences for the further
issue of how beliefs about the material world are justified and indeed of
whether they can be justified at all. We will look next at the two main
arguments, over and above Descartes’s appeal to the evil genius, that have
been offered for this general view.

The Argument from Illusion


First Stage
The standard label for the first argument (as indicated in the heading) is in
fact something of a misnomer: it would be better described, as we will see, as
“the argument from illusion, hallucination, and perceptual relativity,” with
these two added kinds of examples probably playing in the end a more im-
portant role than examples of illusion proper. The argument was first stated
explicitly by Berkeley,8 but it is hard to avoid thinking that Descartes and
102  Chapter Six

Locke also had something like it in mind. The argument falls fairly naturally
into two main stages.
We will honor the traditional label by starting with an example of illu-
sion. Consider the case of a straight stick, say an ordinary broomstick, that
looks bent when half of it is immersed in reasonably clear water. (If you have
never actually encountered such a case, it might be a good idea to perform
this or a similar experiment yourself: a pencil in a clear glass of water will do
fine.) The argument would then be as follows. What I am immediately aware
of, the thing that is directly before my mind, that object or entity or what-
ever it is that is just there in my “visual field” in such a case, is undeniably
bent: I observe directly that it has two straight sections that are clearly at
an angle to one another. But the only relevant material object, the broom-
stick itself, is not bent in this way (as determined by viewing it out of water,
feeling along it, inserting it successfully into a straight piece of pipe, and so
on). Therefore, by the logical law that things having different, incompat-
ible properties cannot be identical (one aspect of what is often referred to
as “Leibniz’s Law”), the immediate object of my experience, the thing that
according to the proponents of this argument really is bent, cannot be the
physical broomstick, but must instead be something else that is apparently
not to be found in the material world at all, but rather exists only in or in
relation to my experience. The British philosophers John Locke and George
Berkeley spoke here of “ideas” or “ideas of sense,” while more recent philoso-
phers have used the term “sense-data” (singular: “sense-datum”—see further
below).9 But this latter term, especially, introduces a substantial amount of
theoretical baggage that will be considered later on, but should not be pre-
supposed yet. (You should try to think of other examples that are referred to
as examples of perceptual “illusions,” and see if a parallel argument seems to
apply to them; in some cases it will, but in others the application is at least
not so straightforward.)
Consider now a second example, this time an example of hallucination.
Having had quite a bit too much to drink, I seem to see very lifelike green
rats scurrying around me, darting between my legs and under the furniture.
In this case, so the argument goes, the things that I am immediately experi-
encing are undeniably green and variously rat-shaped: again such objects (or
instances of whatever metaphysical category they ultimately fall into—see
below) are just there in my visual field, not arrived at by inference or anything
analogous to inference, but just basic, undeniable elements of my experience.
But, although I may not fully realize this at the moment in question, there
is in fact nothing at all in the immediately adjacent material world that has
Immediate Experience  103

these two properties of being green and rat-shaped, nor indeed, we may eas-
ily suppose, either one of them. I might come to know this by asking other
people or perhaps by closing and locking the door and looking carefully after
I have sobered up, but all that really matters is that it is true. Thus here too,
it is argued, the green and rat-shaped elements undeniably present in my im-
mediate experience cannot be identified with anything physical,10 but must
again apparently be entities that somehow exist only in or in relation to that
experience. (Again, you should try to think of parallel examples and assess
this general line of argument in relation to them.)
Consider, finally, an example of perceptual relativity. Looking from some
distance at what I know independently to be a table with a rectangular top,
I am immediately aware of a roughly trapezoidal shape, with what I think of
as the closer edge of the table presenting an appearance that is quite discern-
ibly longer than that presented by the farther edge. But there is once again
no external material surface in the vicinity having such a trapezoidal shape,
something that could again be determined in a variety of ways. Thus, it is
argued once again, the trapezoidal element present in my immediate experi-
ence, since it has a shape that no material thing in the relevant vicinity has,
cannot be identified with anything in the external material world and so
must once more be some distinct experiential or experience-related entity
that actually has the trapezoidal shape that I experience.11 (Here too, you
should try to think of parallel examples, which are in this case much more
numerous and easy to find.)
The conclusion arrived at so far is that in all three of these examples and
in others that are similar, the immediate object of my experience is not some-
thing in the external material world,12 but rather some other sort of entity
or entities with quite a different sort of nature and status (to be discussed
further below). Obviously the first two examples, especially the second, are
relatively unusual in character. But examples like the third one are much
more common, reflecting an aspect that seems to be present in one way or
another in virtually all of our perceptual experience. It is very, very common
when perceiving a material object or situation to be immediately aware, at
least in part, of properties, including relational properties, that the object
or objects in question do not, according to our best judgments about them,
actually possess: colors that are affected or distorted by such things as reflec-
tions, varied lighting, and colored glasses or windows; shapes that are in part
a reflection of perspective and distance; perceived relative sizes that do not
correspond to the actual sizes of the relevant objects; felt temperatures that
are affected by whatever was handled just before; and so forth.
104  Chapter Six

Second Stage
If this conclusion is right (something that we will eventually have to con-
sider further), then there are at least many cases of sensory experience (or, in
the examples of hallucination, apparent sensory experience) in which what
we immediately experience is something other than material objects and
situations: relatively rare cases of illusion and hallucination and much more
common cases of perceptual relativity. But nothing said so far comes even
close to justifying the stronger thesis mentioned earlier: the thesis that what
we are immediately aware of in all cases of sensory experience, whether actual
or apparent, is never an ordinary, external material object. To support this
much more sweeping conclusion, a second, supplementary stage of argument
is needed, comprising three distinct, but mutually supporting subarguments.
First, it is possible to extend the result of the discussion of perceptual
relativity in the following way. There are obviously lots of examples where a
material object is experienced in which some of the immediately experienced
qualities are not different from and incompatible with (at least not clearly
so) the relevant qualities that common-sense judgment ascribes to that ob-
ject. Thus, for example, although I can immediately experience a trapezoidal
shape in connection with the table, I can also, by putting myself in an opti-
mum position (think about how I might have to do this!), immediately ex-
perience a rectangular shape, one whose proportions correspond more or less
exactly to the “real” shape of the table (as specified by common sense). And
similarly for color, temperature, and many other kinds of perceivable quali-
ties.13 So far, then, the foregoing line of argument would provide no reason
for thinking that when I experience these “true” qualities, I am immediately
experiencing anything other than a material object itself.
But there is an important feature of at least many such cases that we need
to take note of. Think again of the table example. Suppose that I have ob-
tained a perspective from which I experience the “true” rectangular shape of
the table. But suppose that I am, from that perspective, still not experiencing
the “true” color of the table: in reality, it is a light blond color, but due to my
colored glasses or the dim lighting, I am experiencing a much darker, more
reddish shade of brown. Think now of what my actual experience would be
like in such a case. What would happen, at least roughly, is that there would
in a clearly intelligible sense be a rectangular patch of reddish brown color in
my “visual field.” The issue we are presently considering is whether although
my immediate experience of the color is not an immediate experience of the
material table (since that isn’t its “true” color), my immediate experience
of the “true” rectangular shape might still be an immediate experience of
the table. But does this view really make good sense? After all, what both
Immediate Experience  105

outlines and fills the rectangular shape that I experience is precisely the
very reddish brown color that I experience, so that apart from the awareness
of the color, I would have no awareness of the shape. Given this intimate
connection between them, it is hard to see how that very shape and that very
color could be immediately experienced features of two quite different kinds
of objects or entities, one an external, independently existing material object
and the other an object, entity, or whatever it is that, as we have been put-
ting it so far, exists only in or in relation to my experience. On the contrary,
the immediately experienced object or entity or whatever it is that has the
immediately experienced “true” shape seems necessarily to be the very same
one that has the immediately experienced non-“true” color, so that if the
latter is not the material table, then neither is the former.14
And there seem to be many other examples of the same general sort: ex-
amples (i) where though some of the immediately experienced qualities are
those that commonsensically are the “true” qualities of the material object,
others are not; and (ii) where the “true” qualities are related in experience
to the “false” ones in such a way as it make it difficult or impossible to make
sense of the idea that the entities to which the two kinds of qualities belong
are distinct. To give one more example, if what I immediately experience in
relation to an external, material sound has a pitch that is different from the
sound’s true pitch (perhaps due to some problem with my ears), but a timbre
that is the same as its true timbre then neither my immediate experience of
the pitch nor my immediate experience of the inextricably connected timbre
can be an immediate experience of the physical sound, since the same im-
mediately experienced object has both properties. If this is right, then even
many cases in which we immediately experience some of the “true” qualities
of material objects will still turn out not to be cases where we immediately
experience those material objects themselves. Exactly how far this argument
can be pushed is not altogether clear, however, and it is at least not entirely
clear that it has the result that ordinary, external material objects are never
immediately experienced. (Think about this issue by considering a variety
of examples for yourself. The main question is whether there are any clear
examples of perception in which all of the set of immediately experienced
qualities, or at least all those that are inextricably bound up with each other
in the way indicated, can be plausibly regarded as the “true” qualities of the
relevant material objects.)
Second, philosophers attempting to extend the conclusion of the first
stage of the argument from illusion have pointed also to the fact that the
conscious character of an immediate experience in which (assuming that
we accept the first stage) we are immediately experiencing something other
106  Chapter Six

than a material object is often indiscernible from the conscious character of


an immediate experience in which we might still, for all that has been shown
so far (not counting, for the moment, the first of the second-stage arguments
just given), be immediately experiencing a material object itself. Thus if my
experience of the green rats is sufficiently lifelike, which is apparently often
true in such cases, I may well be unable to tell whether it is an experience of
real green rats (dyed for some purpose) or not by simply scrutinizing the con-
scious experience itself. Instead, I will have to appeal to collateral informa-
tion involving such things as my failure to find any trace of rats when I wake
up in the morning or the fact that rats of that color do not occur naturally
or perhaps my general awareness of my state of inebriation. Similarly, and
even more obviously, if I want to distinguish cases where I am experiencing
the “true” color of an actual object from cases in which I am not, it will do
no good to carefully scrutinize the color experiences themselves. Instead, I
have to rely on further information about lighting conditions, the presence
of sunglasses, previous knowledge of the specific objects or kinds of objects
in question, knowledge of the way in which light reflecting of a surface can
produce a glare that distorts the “true” color, and the like.
The case of shape is more complicated and at least somewhat debatable.
Clearly I can normally tell when I am looking at an ordinary object from the
sort of perspective that makes something other than its “true” shape appear
as the immediately perceived quality in my visual field. (Thus, while I am
often fooled about the “true” colors of things, I am much more rarely fooled
about their “true” shape.) But even here it is doubtful that my experience
of the trapezoidal shape could be distinguished from my experience (from a
different perspective) of the “true” rectangular shape of the tabletop simply
by examining the conscious character of those shape experiences themselves.
Instead, I am able to tell when I am experiencing the “true” shape by rely-
ing on cues having to do with my perceptions of the legs and other distinct
parts of the table, my perceptions of other objects in the vicinity of or lying
on the table, my knowledge of how light looks when reflected off such a
surface at an angle, my background knowledge of this table and of tables in
general, and so on. What I am suggesting is that in a case where all of these
background elements were systematically eliminated, the immediate experi-
ence of the “true” shape would be indiscernible in its conscious character
from the perspectivally distorted experiences that did not reflect the true
shape. (Imagine a set of tabletops of various regular and irregular shapes, thin
enough for the edges not to be very distinctly perceivable, hung at different
angles to the observer by thin, invisible wires, and so lighted and of such
surface reflectance as to give no clue to the angle on the basis of anything
Immediate Experience  107

like the presence or absence of glare. Then the point is that the immediate
experiences of the various shapes would not be distinguishable as experiences
of the “true” shapes or not simply by appeal to the conscious character of the
experiences themselves.)
Suppose that we accept, at least provisionally, this claim that immediate
experiences of “true” qualities are not distinguishable by appeal to their con-
scious character from immediate experiences of “false” qualities. The further
argument is then that if in some cases the immediate object of experience
is really an ordinary, external material object (such as the table), while in
others it is something other than any such object, something that exists only
in or in relation to the experience itself, then it would surely be reasonable
to expect there to be some discernible difference between the conscious
characters of these two sorts of experiences. The idea here is that if what is
“directly before the mind” in these two sorts of cases is as different in nature
as an external material object is from these subjective, mind-dependent or
mind-related entities (whose nature we have admittedly not yet said any-
thing very specific about), then this difference should surely make some dif-
ference to the conscious character of the experience itself. Thus if the two
experiences are really indistinguishable in their conscious character, and if
the immediate experiences involving “false” qualities cannot, as already ar-
gued, be immediate experiences of external material objects, it would follow
that the immediate experiences involving “true” qualities are not immediate
experiences of the external material objects either. Instead, it is suggested,
what is immediately experienced in both sorts of cases are objects or entities
or whatever exactly they are of the same basic kind, ones that exists only in
or in relation to the experience. At least in the cases involving the “true”
qualities, we can also be properly said to experience the material object that
really has those qualities—but not immediately.
Third, in addition to the indiscernibility in conscious character of the
immediate experiences involving “true” qualities and those involving “false”
ones, there is also in many cases a striking continuity between immediate ex-
periences of these two kinds. Consider the table case again, and suppose that
I am able to move continuously from the immediate experience of the “false”
trapezoidal shape to an immediate experience of the “true” rectangular
shape. (Perhaps I am lying at the end of the sort of mechanically controlled
movable platform used in making motion pictures.) Think of the series of im-
mediate experiences that I would have in such a situation: first, of the clearly
trapezoidal shape; then, as I move closer to being directly over the table, a
series of less and less trapezoidal shapes (that is, shapes in which the angles of
the sides in relation to the farther edge become smaller and those in relation
108  Chapter Six

to the nearer edge larger, so that all of these angles gradually get closer to
right angles); then finally an immediate experience of an exactly rectangular
shape; and then, if I look back and continue to move, a series of shapes that
are at first again slightly trapezoidal and then become more and more so.
According to the hypothesis being argued against, the one that accepts
the first stage of the argument from illusion but still holds that at least some
immediate experiences involving “true” qualities are immediate experiences
of the external material object itself, all of the immediate experiences in this
sequence except the one involving the exactly rectangular shape are immedi-
ate experiences of entities existing only in or in relation to experience, but
that single immediate experience is an immediate experience of the table
top itself. But, the argument now goes, this is very difficult to believe in light
of the continuity just described. How can it be, given a series of immediate
experiences that shade into each other so gradually and continuously, that at
some point there is a radical shift of this sort in the object or entity or what-
ever it is that is being immediate experienced? Surely this sort of “jump” from
the entities existing only in or in relation to experience (whatever exactly
their nature may be) to an external material object would have to involve
some sort of consciously discernible break or discontinuity in the experiential
sequence? Thus if, as seems to be the case, no such break or discontinuity can
be found, the conclusion indicated is that no such “jump” occurs, that the
object or entity or whatever it is that is being immediately experienced at the
instant when the shape is perfectly rectangular is of the same general sort as
those being immediately experienced in the other cases, and thus is not an
external material object.
The same sort of argument can be made for many of the other examples
in which there are immediate experiences of both “false” and “true” qualities:
lighting can be gradually varied, the darkness and tint of glasses gradually in-
creased or decreased (think here of the sunglasses that darken gradually when
exposed to sunlight and then lighten gradually when such light is absent),
the broomstick can be very slowly and gradually immersed in the water, the
motion that distorts the pitch of sounds can be varied gradually, and so on.
To be sure, it does not seem to work for at least the most striking cases of
hallucinations, such as the green rats, to which only the second of the three
sub-arguments is really applicable.

The Argument from Illusion: Evaluation


What evaluation should we make of the argument from illusion? Does it re-
ally establish the conclusion that it purports to establish, namely, that in sen-
sory experiences (and apparent sensory experiences, as in the hallucination
Immediate Experience  109

case), we never immediately experience external material objects in the way


that we commonsensically think that we do? This is a very complicated
question that I will largely leave to you to consider and discuss, offering only
a few further suggestions as to some of the issues involved. Pretty clearly in
thinking about this question, you should think separately about the two main
stages of the argument.
First, is there any defensible way to reject the conclusion of the first stage?
This is very hard to do in the hallucination case, in which it seems most
clear that there is something (though not necessarily, as we will see, a genuine
object) being immediately experienced that cannot be an external material
object. Could the conclusion be rationally rejected in the other sorts of cases?
Could we say, for example, in the stick in water case that what is being im-
mediately experienced is just the two parts of the material stick, with the
circumstances merely creating the illusion that they are at an angle to each
other? (But isn’t it the result of that illusion that is immediately experienced,
and what exactly is that?) Could we say in the table case that even where the
immediately experienced shape is trapezoidal, we are still experiencing the
material table, which merely looks trapezoidal from that perspective? (But
what is it for it to look trapezoidal?) Could we perhaps even deny that there
is anything genuinely trapezoidal involved? (But then what about that appar-
ent shape in my visual field? What exactly is it?)15
Second, even if we were to decide that the first stage of the argument
cannot be rejected, is there perhaps some defensible way to reject the conclu-
sion of the second stage? Here the three subarguments need to be separately
assessed. In fact, it is pretty clear that none of these is conclusive by itself,
and hence also that they are not conclusive together.16 Thus, for the first sub-
argument, isn’t it still possible that the immediate experience of the “true”
shape could be an immediate experience of the material object, even though
the conjoined immediate experience of the “false” color is not? And, in ad-
dition, it would be very difficult to show conclusively that all cases in which
a “true” quality is immediately experienced are also cases in which at least
one “false” quality is also immediately experienced in the closely connected
way discussed earlier. (Again, can you think of clear cases to the contrary?)
As for the second subargument, it is surely not impossible that immediate
experiences of very different sorts of objects or entities might be indiscernible
in their conscious character. (But isn’t it nonetheless seriously unlikely, es-
pecially when the difference is this large?) And as for the third subargument,
it is surely also not impossible that an indiscernible shift in what is being im-
mediately experienced could occur in an experientially continuous series of
such experiences. (But doesn’t it again seem quite unlikely?) The issue that
110  Chapter Six

you should think about is thus how strongly these subarguments separately
and together support the conclusion in question.

The Causal or Scientific Argument


The second main argument for the thesis that the immediate object of sen-
sory (or apparently sensory) experience is never the external material object
that we seem commonsensically to be perceiving (assuming that such an
object is actually present) appeals to broadly scientific facts about the percep-
tual processes that are causally responsible, in at least normal, nonhallucina-
tory cases, for such experiences. Consider a perceptual experience in which
I seem to see a light yellow ball about the size of a basketball sitting on the
ground some distance away on the other side of my yard. What I immediately
experience is something that occupies a round region in my visual field and
is light yellow (with the sorts of perceived variations in color that seem to
reflect the curvature of the ball’s surface and the effects due to lighting and
shadow). As so far described (and setting aside the argument from illusion for
present purposes), this immediately experienced entity could just be a mate-
rial ball. But is this really plausible, given our common-sense and scientific
knowledge of the process of perception?17
If there really is a material ball of at least approximately the sort in ques-
tion, then it may very well be part of the cause of my having that immediate
experience. But it is surely not all of the cause. Think what else is involved
and how these other elements could and perhaps do affect the experience
that results. In the first place, my seeing of the ball depends on there being
light of the right sort present in the situation and reflected off the ball toward
my eyes. If the color or intensity of the light were different, the qualities that
I immediately experience would also be different, even though the ball itself
might be exactly the same. Second, the reflected light must be transmitted
through the space separating me from the ball, and there are a variety of ways
in which what occurs there could affect the experienced result, even though
the ball itself is again unchanged. For example, if there were a colored haze
in the air, this would affect the color that I experience. Or if there were panes
of glass or pieces of transparent plastic, either large ones off in the distance or
small ones that I wear like glasses, then they could affect either the color or
the shape that I experience. Third, what I immediately experience depends
on the functioning of the eye and the optic nerve, and there are a variety of
ways in which defects or abnormalities here can affect what is ultimately ex-
perienced, even though the ball itself is again unchanged. Finally, the signal
Immediate Experience  111

from the eye needs to be received and processed in the brain, and again there
are a variety of ways in which changes or abnormalities at this level can affect
what I immediately experience, even though the material ball, assuming that
there is one, once again remains unchanged. (There are lots of possibilities
at each of these stages, and you should again use your imagination to explore
and assess some of them.)
It is possible that in an actual case of the sort described, the character of
my immediate experience is being affected in one or more of these ways. Per-
haps, for example, I am suffering from jaundice, and this accounts for the yel-
low color; and my glasses are distorted in a way that affects the experienced
shape and size. Suppose that this is so, and that the external object that is
really there is white and egg-shaped and substantially smaller than it appears
to be. How in such a case could I be said to experience it immediately?
But, of course, it might also be the case that no such distortion is taking
place, and that I am experiencing the external ball exactly as it really is. Even
then, is it not obvious that the character of my immediate experience is a re-
sult, not just of the ball and its characteristics, but of all of these other kinds
of factors, even though they do not in this case produce any alteration or
distortion? The conclusion that has seemed to many philosophers to follow
from these considerations is that the object or entity or whatever it is that
is immediately experienced is not the external material object, but is instead
the end result in my mind of this complicated causal process to which that
external object, if it exists, is merely one out of many contributing factors,
and a relatively remote one at that. This is a conclusion that is strikingly
similar to that of the argument from illusion.18

Tentative Conclusion and Further Problems


We now have two different arguments in support of the thesis that what we
immediately experience in actual and apparent sensory experience is not
an external material object, but rather something else, something, as we
have put it, that exists only in or in relation to the conscious experience in
question. Philosophers have differed widely as to whether the resulting case
for this conclusion is strong enough to compel rational assent, with earlier
philosophers mostly accepting the thesis in question on this basis and recent
ones being predominantly inclined to reject it. For the moment, I propose to
conclude only that the conclusion in question is strongly enough supported
to make it interesting and important to explore the consequences of accept-
ing it, something that will occupy us for the rest of the present chapter and
112  Chapter Six

most of the next. Eventually, toward the end of the next chapter, when those
consequences have become reasonably clear, we will reconsider whether
there is a defensible way to avoid accepting this claim.
Before we get to that point, there are two main issues to be considered.
One is the metaphysical nature of immediate experience and its objects—
including, as we will see, the issue of whether they are even properly described
as objects at all. In the last part of the present chapter, we will consider the
two most widely held views on this question: the sense-datum theory and the
adverbial theory. As we will eventually see, the issue between these two views
may well make no real difference to the epistemological questions that are
our primary concern, but this can hardly be decided until we have examined
them. The second main issue is how and indeed whether it is possible to jus-
tify beliefs about external material objects on the basis of perceptual experi-
ences whose immediately experienced objects (or entities or whatever they
turn out to be) are, as we are presently assuming, quite distinct from material
objects. This will be the main topic of the next chapter.

The Sense-Datum Theory


The sense-datum (plural: sense-data) theory is the historically more promi-
nent view, growing as it does rather naturally out of the fuzzier talk of “ideas”
or “impressions” to be found in philosophers like Locke, Berkeley, and
Hume.19 As the term itself suggests, sense-data are supposed to be the enti-
ties that are directly or immediately given (a variant term for immediately
experienced20) in sense experience. But what exactly is the nature of such
entities supposed to be?21
First, sense-data are supposed to be objects or entities that actually pos-
sess the very qualities that are immediately experienced. Indeed, much of
the point of the notion is to explain why a material object that actually has
one quality can lead to an experience of quite a different quality, or why,
as in the rat hallucination case, qualities can be experienced when there
is no material object having even approximately those qualities present at
all. Thus, according to the sense-datum theory, if I experience a trapezoidal
shape of a certain shade of dark reddish brown, then the immediate object
of my experience is a sense-datum that actually is trapezoidal in shape and
that shade of dark reddish brown in color. If I experience a bent shape in
the stick case, then the sense-datum that I am immediately experiencing
actually is bent in just that way. And when I hallucinate the green rats,
the sense-data that I am immediately experiencing actually are green and
rat-shaped. (Implicit here is the idea that while I can misperceive material
objects, I cannot misperceive sense-data, for the sense-datum is precisely
Immediate Experience  113

what has whatever qualities I am most immediately aware of, leaving no


apparent logical room for misperception.)
Second, there is an important and difficult issue here as to whether sense-
data are two- or three-dimensional as regards their spatial characteristics.
The historically most standard view has been that they are two-dimensional,
and that the third dimension, though experienced in some sense, is actually a
result of inference or suggestion, rather than being immediately experienced.
Berkeley was the original philosopher to argue explicitly for this view, claim-
ing that distance in the third dimension amounts to “a line turned endwise
to the eye” and is thus incapable of being immediately seen.22 Though a
few philosophers have challenged this view, insisting that the third dimen-
sion is experienced as immediately as the others, we will mostly follow the
more traditional view here.23 There are also similar questions about whether
sense-data are capable of having various other sorts of properties, though the
underlying principle is always that they have whatever qualities are actually
experienced immediately (and hence that any qualities that they are inca-
pable of having are not immediately experienced).
Third, it is clear that sense-data are supposed to be distinct from ordinary,
external material objects.24 It is also clear that they cannot be identified with
entities (or processes) existing in the brain, since these also fail in general
to possess all of the immediately experienced qualities, most obviously col-
ors.25 Sense-data seem, therefore, to be distinct from anything in the material
world. They have sometimes been thought of as existing in the mind, but
if the mind is thought of in a Cartesian way as a nonspatial substance, it is
difficult to see how it can literally contain entities having shape and color,
as the sense-data involved in visual experience seemingly do. This in turn
has sometimes led to the view that sense-data are neither physical nor mental
in character, that they somehow exist in relation to the mind, but are not
literally in it.26
Fourth, sense-data have often been thought of as momentary entities,
incapable of persisting through time in the way that material objects and
persons are commonsensically thought to do. In fact, there seems to be no
clear reason why what is immediately experienced in a temporal passage of
experience in which the immediately experienced qualities do not change
could not be one and the same sense-datum (or set of sense-data) through
the entire time in question. But since sense-data have been introduced solely
as the bearers of immediately experienced qualities, there does not seem to
be any easy way to make sense of their qualities changing over time, since
there is no apparent basis on which to identify the sense-datum existing af-
ter a change in the immediately experienced qualities as the same one that
114  Chapter Six

existed before the change. And since changes of some sort or other are al-
most ubiquitous in immediate experience, this comes at least very close to
securing the result that sense-data never persist through time.
Fifth, an obvious question to ask is how many sense-data are being imme-
diately experienced at a particular moment, for example, as I look across my
study and out the window, seeing the edge of my computer table, a reading
chair, a floor lamp, the window frame itself, the edge of the house, a number
of trees, and patches of cloudy sky. Are there distinct sense-data for each
object or perhaps even for each distinguishable part of an object, or is there
just one large and variegated sense-datum having all of the immediately ex-
perienced qualities involved in the whole visual array? In fact, proponents of
sense-data have worried very little about this issue, seeming to suggest that
any of these answers will do, in a way somewhat analogous to the way in
which it seems to make no real difference whether I think of, for example,
my television set as one material object or as a collection of smaller mate-
rial objects, where the division into smaller objects could be done in a wide
variety of ways. (Is there in fact any serious issue here?)
Sixth, two more puzzling questions that have sometimes been asked are
(i) whether sense-data can exist at times when they are not being immedi-
ately experienced, and (ii) whether the same sense-datum could be experi-
enced by more than one person. The most standard version of the sense-da-
tum theory gives a negative answer to both of these questions, and virtually
all proponents of sense-data have given a negative answer to (ii). But the
rationale for these answers is less than fully clear, in part because the nature
of the entities in question is so puzzling. (For present purposes, I will simply
assume that the two negative answers are in fact correct.)
It should be clear that sense-data are at least puzzling entities, particularly
as regards their apparently being neither physical nor mental in character.
But before attempting a further assessment of the view, we will consider its
main rival, a view not formulated until the last century.

The Adverbial Theory


The sense-datum theory is often characterized as an act-object theory of the
nature of immediate experience: it accounts for such experience by postulat-
ing both an act of awareness or apprehension and an object (the sense-datum)
which that act apprehends or is aware of. The fundamental idea of the ad-
verbial theory, in contrast, is that there is no need for such objects and the
problems (such as whether they are physical or mental or somehow neither)
that they bring with them. Instead, it is suggested, merely a mental act or
Immediate Experience  115

mental state with its own intrinsic character is enough to account for im-
mediate experience.
According to the adverbial theory, what happens when, for example, I im-
mediately experience a dark reddish brown trapezoidal shape is that I am in
a certain specific state of sensing or sensory awareness or of being appeared to:
I sense in a certain manner or am appeared to in a certain way, and it is that
specific manner of sensing or way of being appeared to that accounts for the
specific content of my immediate experience. This content can be verbally
indicated by attaching an adverbial modifier to the verb that expresses the
act of sensing27 (which is where the label for the view comes from). Thus in
the example just mentioned, it might be said that I sense or am appeared to
dark-reddish-brown-trapezoid-ly—where this rather artificial term is supposed
to express the idea that the qualitative content that is treated by the sense-
datum theory as involving features or properties of an object should instead be
thought of as somehow just a matter of the specific manner in which I sense
or the specific way in which I am appeared to. Similarly, when I hallucinate a
green rat, I sense or am appeared to a-green-rat-ly—or, perhaps better, a-green-
rat-shape-ly. And analogously for other examples of immediate experience.
The essential claim here is that when I sense or am appeared to dark-red-
dish-brown-trapezoid-ly, there need be nothing more going on than that I
am in a certain distinctive sort of experiential state. In particular, there need
be no object or entity of any sort that is literally dark reddish brown and
trapezoidal—not in the material world, not in my mind, and not even in the
netherworld of things that are neither physical nor mental.

Assessment of the Sense-Datum and Adverbial Theories


How might the choice between these two different accounts of the meta-
physical nature of immediate experience be made? Each of the two views
has fairly obvious virtues and equally obvious drawbacks. The sense-datum
theory accounts much more straightforwardly for the character of immedi-
ate experience. I experience a dark reddish brown trapezoidal shape because
an object or entity that literally has that color and shape is directly before
my mind. But both the nature of these entities and (as we will see further
below) the way in which they are related to the mind are difficult to under-
stand. (One more specific question worth asking here is whether we really
have a clear understanding of how shape in particular could be a property of
a nonphysical entity.)
The adverbial theory, on the other hand, has the advantage of being
metaphysically simpler and of avoiding difficult issues about the nature of
116  Chapter Six

sense-data.28 The problem with it is that we seem to have no real understand-


ing of the nature of the states in question or of how exactly they explain or
account for the character of immediate experience. It is easy, with a little
practice, to construct the adverbial modifiers: simply hyphenate the descrip-
tion of the apparent object of immediate experience and attach “ly” at the
end. But it is doubtful that anyone has a very clear idea of the meaning of
such an adverb, of what exactly it says about the character of the state—be-
yond saying merely, unhelpfully, that it is such as to somehow account for the
specific character of the experience.
Here I will limit myself to a brief consideration of one further, less obvi-
ous argument on each side, and then to pointing out why the issue between
these two views, though of great metaphysical significance, may not matter
very much if at all for epistemological purposes. One major proponent of the
sense-datum theory has advanced the argument that the adverbial theory
cannot adequately describe cases in which we experience a number of dif-
ferent apparent objects having a variety of different properties in a way that
keeps straight which object has which property.29 Thus compare a case in
which I am experiencing a red circle and a green square with one in which
I am experiencing a green circle and a red square. In both cases, I might be
said to be sensing or to be appeared to red-and-green-and-round-and-square-
ly, thus apparently failing to capture the clear distinction between the two
cases. And the suggestion is that only the sense-datum theory can success-
fully distinguish what is going on in such cases, by making explicit reference
to each of the apparent objects.
But this objection seriously underestimates the resources available to the
adverbial theory. In the example in question, the adverbialist can say that
I sense red-circle-and-green-square-ly in the first case and green-circle-and-
red-square-ly in the second case, thus capturing the difference between them
perfectly well. More generally, if it is possible to capture the content of a
particular immediate experience adequately in sense-datum terms, as the
sense-datum theorist must surely agree that it is, then the adverbialist can
construct a description that is equally adequate insofar as the present issue is
concerned by simply making the entire sense-datum description the basis for
his adverbial modifier, that is, by saying that the person is sensing or being
appeared to [such and such sense-data]-ly, with the appropriate sense-datum
description going into the brackets.
The additional argument in the opposite direction is, in my judgment,
more telling. A sense-datum theorist needs some account of the relation
between a person and a sense-datum when the former immediately experi-
ences the latter. The natural thing to say is that the sense-datum somehow
Immediate Experience  117

influences the internal state of the person (that is, of his or her mind) in
a way that reflects the sense-datum’s specific character. But the resulting
state of mind would then be just the sort of state that the adverbial theory
describes, one which is such that a person who is in it will thereby experi-
ence the properties in question. And there would then be no apparent
reason why such a state could not be produced directly by whatever process
is supposed to produce the sense-datum, with the latter thus becoming an
unnecessary intermediary. Thus the sense-datum theorist must apparently
say that the immediate experience of the sense-datum does not involve any
internal state of the person that reflects its character, but is instead an es-
sentially and irreducibly relational state of affairs. The person simply experi-
ences the sense-datum, but without there being any corresponding change
in his or her internal states that would adequately reflect the character of
the supposed sense-datum and so make its existence unnecessary in the way
suggested. But does this really make good metaphysical sense, and, more
importantly, would it allow the person to grasp or apprehend the nature of
the sense-datum in a way that could be the basis for further justification and
knowledge? It is very hard to see how such a view is supposed to work—how
the character of the sense-datum is supposed to become internally accessible
to the person in question.
Both views thus have serious problems, though, in light of the last argu-
ment, I would assess the problems of the sense-datum theory as the more se-
rious. Fortunately, however, as already suggested, it does not seem necessary
for strictly epistemological purposes to decide between these two views. The
reason is that while they give very different accounts of what is ultimately
going on in a situation of immediate experience, they make no difference
with respect to the experienced content of that experience. And it is on that
experienced content, not on the further metaphysical explanation of it, that
the justificatory power, if any, of such an experience depends. Thus when we
turn, in the next chapter, to the issue of whether and how immediate sen-
sory experience can justify beliefs in external material objects, we may safely
leave the issue between the sense-datum theory and the adverbial theory
unresolved—though it will prove more convenient to talk as though the
sense-datum theory is true, leaving the corresponding adverbial description
of experience to be constructed by the reader in the way already indicated.
CHAPTER SEVEN

Knowledge of the External World

We have so far tentatively accepted the conclusion that the immediate object
of awareness in perceptual experience is never an external material object,
but is instead something of a quite different sort: either a sense-datum or else
the content of a state of sensing or being appeared to (in the latter case there
is of course, strictly speaking, no object at all). It will be useful to have a brief
label for this disjunctive result, and I will refer to it here as perceptual subjec-
tivism.1 We have not tried to decide in any firm way between these two views,
which, I have suggested, are in fact more or less equivalent in their episte-
mological (though obviously not their metaphysical) implications. In the
present chapter, however, it will be convenient, for reasons of simplicity, to
couch our discussion mainly in terms of sense-data, leaving the alternative,
rather more cumbersome adverbial version to be supplied by the reader.
We have now to consider the implications of perceptual subjectivism for
the epistemological issue upon which it bears most directly, which is also
arguably the most central issue of the modern period of epistemology begin-
ning with Descartes: the issue of whether and, if so, how beliefs concerning
the external material world and the objects that it allegedly contains can be
justified on the basis of our immediate sensory experience, thus understood.
We have already looked briefly at Descartes’s rather unsatisfactory theologi-
cal response to this problem. In this chapter, we will first look at the views
of Descartes’s immediate successors, the so-called British Empiricists Locke,
Berkeley, and Hume, whose arguments played a major role in shaping the sub-
sequent discussion. We will then examine the two main alternative accounts

119
120  Chapter Seven

of “knowledge of the external world” (on the assumption that perceptual sub-
jectivism or something like it is indeed true) that have subsequently emerged,
mainly in the forms that they took in the ongoing discussion of these issues
in the last century: phenomenalism and representative realism. Difficulties with
these views will then prompt, in the last part of the chapter, a reconsideration
of whether rejecting perceptual subjectivism might make available a further,
more promising alternative.

Locke, Berkeley, and Hume on


Perception and the External World
As noted earlier, Locke and Berkeley speak not of sense-data or adverbial
contents, but of “ideas” or “ideas of sense”—with the former term being
applied also to contents of thought and indeed apparently to conscious con-
tents of any kind. The way that they use these rather slippery terms suggests
in many places something like a sense-datum theory of the immediate objects
of sensory experience.2 For our purposes, however, it will suffice to take the
term “idea” merely to refer to conscious contents of any sort, and “ideas of
sense” to the distinctive contents of sensory experience, without supposing
these terms to indicate any definite metaphysical picture of the nature of
such contents.
Locke’s view is clearly that our beliefs or opinions about material objects
existing outside of our minds can be justified by appeal to our ideas of sense.3
But his discussion of this point is both rather uncertain and quite guarded.
He says that our assurance on this basis concerning material objects “deserves
the name of knowledge” [631], thus seeming to suggest that it is not knowl-
edge simply and with no qualification. He also questions whether anyone
can be genuinely skeptical about the existence of the things that he sees and
feels, and speaks rather vaguely of “the assurance we have from our senses
themselves, that they do not err in the information they give us” [631–32].
But the closest that Locke comes to explaining how such beliefs are justi-
fied by sensory experience is his citing of four “concurrent reasons” that are
supposed to further confirm the assurance derived from the senses: First,
we can know that sensory ideas are “produced in us by exterior causes” by
observing that those lacking a particular sense organ can never have the cor-
responding sensory ideas [632]. (Thus, for example, a blind man can never
have immediate sensory experiences of visual qualities such as color.) Sec-
ond, another reason for thinking that our sensory ideas result from external
causes is their involuntary character, as contrasted with imagination and, to a
lesser extent, memory [632]. (Thus if I have my eyes open and am facing in
Knowledge of the External World  121

a particular direction, I have no choice as to what apparent objects or prop-


erties I will experience—that is, in Locke’s view, what ideas of vision I will
experience. For example, as I look out my study window, I cannot help being
aware of a mass of variegated green and brown that I take to be a perception
of trees, branches, and leaves.) Third, another difference between our imme-
diate sensory experiences and other sorts of ideas, such as those of imagina-
tion and memory, is that sensory ideas of certain kinds are accompanied by
pain, whereas the corresponding ideas of imagination and memory are not
[633]. (For example, if I have the immediate sensory experience of appar-
ently hitting my hand with a hammer while attempting to drive a nail, I will
usually experience pain along with it; but if I merely imagine or remember
such an experience, there is no pain.4) Fourth, “our senses, in many cases,
bear witness to the truth of each other’s report, concerning the existence
of sensible things without us” [633]. (For example, my visual experience of
the appearance of a fire close to my body is normally accompanied by tac-
tile experiences of heat, apparent smells of burning, the apparent hearing
of cracklings or other distinctive firelike sounds, and so on—think here of
other examples of your own.) But Locke has little to say as to just how these
“concurrent reasons” are supposed to show that our beliefs concerning mate-
rial objects that are arrived on the basis of our immediate sensory experiences
are justified by those experiences. Does such a conclusion really follow, and,
if so, how and why? (Stop and think about this question on your own before
reading further. How much force in this direction, if any, does each “reason”
have and why? Do they support the desired conclusion separately, or is there
perhaps some way that some or all of them work together?)
In fact, Locke’s supposed reasons are of very unequal weight. The first one
is totally worthless, because it begs the very question at issue and also would
require a prior solution of another, related epistemological problem. Until
the problem of justifying belief in external objects on the basis of his sensory
experience has been solved, Locke is obviously not in a position to appeal
to supposed facts about other people’s sense organs, since sense organs are
themselves physical structures, and so beliefs about them would have to be
justified in some way, presumably in just the way that is in question. More-
over, to invoke this first reason, he would also have to have justified beliefs
about the mental states of other people, specifically concerning whether they
do or do not have sensory ideas of the relevant sort. How this latter sort of
knowledge is possible is a serious problem in itself (the “problem of other
minds”—considered briefly in the next chapter). But it is pretty clear on
reflection (think about this) that knowledge of other people’s mental states
normally depends on prior knowledge of the behavior and condition of their
122  Chapter Seven

physical bodies, thus again presupposing the very knowledge of the material
world that has not yet been accounted for. (This obviously assumes that we
have no other way of justifying beliefs about the material world and about
other minds.)
Locke’s second reason is at least a bit better. The involuntary or spontane-
ous character of my sensory experience does at least distinguish it from other
sorts of mental states and experience (albeit perhaps not in a completely
sharp way—aren’t many memories and even some imaginings similarly in-
voluntary?). But this fact does not by itself seem to establish that immediate
sensory experiences are, as he claims, caused by something external to the per-
son who has them. Why couldn’t my involuntary sensory experiences result
instead from some subconscious or unconscious faculty of my own mind that
is outside my voluntary control? And, even more obviously, that the ideas are
involuntary tells us nothing at all about whether the external cause, if there
is one, has the specific properties that my sensory experience seems to portray
(whether it “resembles my ideas,” as Locke would put it). Why couldn’t the
external cause of my idea of a green tree, again if there is one, neither be green
nor have the other properties of a tree? Indeed, why couldn’t it, as Berkeley
will suggest, be something utterly different from a material object: God (or
perhaps a Cartesian evil genius)? And the third reason, while again perhaps
showing that sensory experiences are importantly different from many other
mental phenomena, also does not seem to support in any clear way a conclu-
sion about what is responsible for this difference. (Does it?)
What about the fourth reason? Surely it is a striking fact that my various
sensory experiences fit together in an extremely orderly and coherent fashion
to depict an ongoing world that is both quite complicated and highly regular
or law-governed. The information or apparent information derived at a given
time from one sense agrees to a very great degree with both that derived at
that time from other senses and also with that derived from both the same
sense and others at other times—allowing, of course, for the ongoing change
and development of the world, which is also something that is reflected in
regularities within our sensory experience. Thus if I seem to see a chair, I can
normally also have the experience of touching it, given that I also have the
experience of moving my body in the right direction and far enough. And
the experiences that I have of the furniture and contents of my office before
leaving for a class agree very well with the similar experiences that I have
after I have apparently returned—allowing, in some cases, for the actions of
the janitor or my dog (who is sometimes left there) or my wife (who has a
key). (You should try to spell out some further, more detailed examples of
this general order and coherence of experience on your own.)
Knowledge of the External World  123

But how exactly is this admittedly striking fact supposed to support


Locke’s intended conclusion, namely that there is good reason or justifica-
tion for thinking that the beliefs about the material world that we arrive at
on the basis of our immediate sensory experience are likely to be true? On
this obviously crucial question, Locke has very little to say. (Can you see
how an answer might go, given what has been said so far?—think about this
question before continuing.)
In fact, if you think carefully about it, the order of my immediate sensory
experience and the seeming agreement between experiences apparently
produced by different senses would not be striking, or at least not nearly so
striking, if those ideas were under my voluntary control—for then I could
deliberately imagine an orderly world, in something like the way in which
this is done by an artist or novelist. What makes the order so noteworthy
is precisely that it is not voluntarily created, but just occurs spontaneously
and, in many of its details, unexpectedly. Thus we see that Locke’s fourth
“concurrent reason” needs to be supplemented by his second, and that it is
these two together that might provide at least the beginnings of a real argu-
ment. Experience that was involuntary but chaotic would show very little,
and neither would experience that was orderly but voluntarily controlled.
It is experience that is both involuntary and highly orderly that seems to
demand some sort of further explanation: what is it that produces and sustains
the order? Thus it is natural to interpret Locke as arguing, admittedly without
formulating the point very clearly or explicitly, that the best explanation of
his involuntary but orderly experience is that it is systematically caused by a
world of independent material objects which it depicts with at least approxi-
mate accuracy.5 (The main way in which the depiction is only approximately
accurate is that, according to Locke, material objects have only primary quali-
ties like size, shape, and motion,6 but not secondary qualities like color, smell,
taste, and temperature (as felt).)
Does this argument really show that our beliefs about the material world
that are arrived at on the basis of our involuntary sensory experience are
likely to be true and hence are justified? It seems reasonable to think that
there must be some explanation for these features of our sensory ideas, which
is just to say that the sort of order that they exhibit is extremely unlikely
to result from mere chance.7 But is Locke’s proposed explanation the best
explanation of this experiential order? (And if so, why?)
Berkeley, while appealing to essentially the same features of our sensory
ideas (their being independent of our will and their being orderly and co-
herent8), offers a quite different and in his view superior explanation: that
our sensory ideas are produced in our minds by God, who determines and
124  Chapter Seven

controls their orderly character, so that there is thus no need or justification


for supposing that the independent material realm advocated by Locke really
exists. Berkeley’s God obviously bears a striking resemblance to Descartes’s
evil genius, with the crucial difference that whereas Descartes assumes that
the evil genius would be deceiving us, Berkeley’s view is in effect that having
sensory ideas systematically produced in us by God (presumably reflecting
God’s ideally complete picture of the world thus depicted) is just what it is for
a world of ordinary objects to exist, so that no deception is involved.9 Thus
we have at least two competing explanations for the same facts concerning
our sensory experience, and the question is how we should decide between
such explanations.
Assuming, that is, that we can rationally decide at all. Hume’s response
to the problem is to deny that any such attempt to explain our experience
by appeal to objects or entities existing outside of that experience could ever
be justified. An essential ingredient of both Locke’s and Berkeley’s proposed
explanations is the claim that our immediately experienced sensory ideas (or
“impressions,” as Hume calls them, in order to distinguish them from other
kinds of ideas) are caused by the external entities that those explanations
invoke—by material objects, according to Locke’s explanation, and by God,
according to Berkeley’s. Moreover, it seems obvious that any similar attempt
to explain experience by appeal to something existing outside experience
(even the person’s own unconscious mind) will require a similar causal
claim (for how else would the explanation work?). But, argues Hume, causal
relations can be known only by experiencing the regular sequence of cause
and effect, something that is impossible in the case of an alleged causal rela-
tion between something outside immediate experience and that experience
itself.10 In relation to Locke’s explanation specifically, the point is that I
cannot immediately experience material bodies regularly causing my sensory
ideas because I have no immediate experience of such bodies at all; and the
claim that I indirectly perceive material bodies presupposes for its justification
an explanation relying on the very causal relation in question and so cannot
be used to establish that such a causal relation exists.
Hume’s further discussion of the issue of the external world11 is charac-
teristically muddled by his general tendency to conflate and confuse issues
concerning justification with issues having to do with the psychological cau-
sation or genesis of the beliefs in question. Thus he mainly tries to explain
how the belief in a mind-transcendent material world could have arisen
psychologically. His rather implausible suggestion is that we confusedly
take the immediate objects of our experience, our impressions of sense, to
be mind-transcendent objects. But it is nonetheless easy to see how a Hume
Knowledge of the External World  125

who was clearer about the distinction between psychological explanation


and epistemic justification might have argued that the content of our claims
about material objects, to the extent that this is justified, must have to do
solely with features and patterns of our sensory experience, rather than with
genuinely mind-transcendent objects. (This is an extremely puzzling and
commonsensically implausible view, one that you will very likely not be able
to fully understand until we have discussed it further.)
Thus we have initial adumbrations of the two main views that we will
now proceed to discuss more systematically. Locke’s view, according to
which our subjective sensory experience and the beliefs that we adopt on the
basis of it constitute a representation of the external material world, one that
is caused by that world and that we are justified in thinking to be at least
approximately accurate, is a version of the more general position known as
representative realism or representationalism.12 (So also is Descartes’s view.) The
second main view, which Hume’s discussion suggests but never quite arrives
at, is that (i) we can have no knowledge (or perhaps even no intelligible
conception) of a realm of external causes of our experience, but also (ii) that
our beliefs about the material world can still be in general justified and true
because their content in fact has to do only with the features and order of
our subjective experience. This is the view that has come to be known as
phenomenalism, a version of idealism. (Contrary to what is often suggested,
Berkeley’s “idealist” view is not in fact in any clear way an anticipation
of phenomenalism, but rather in effect a curious version of representative
realism—one in which our perceptual ideas constitute partial representations
of the much more complete picture of the material world constituted by
God’s much more complete ideas; to take Berkeley to be a proto-phenom-
enalist is to ignore the central role of God in his view.) Yet a third possibility
would be the essentially skeptical view that we can know that our experi-
ences are externally caused in some way, but can know nothing further about
the nature of those causes.13 Such a skeptical view would, of course, not be
a solution to the problem of the external world, but rather a confession that
there is no solution; it is thus a view to be adopted only after the other two
possibilities have clearly failed.
Historically, the objections to the representative realism of Descartes and
Locke, especially the Humean one discussed above, were widely taken to be
decisive, with positions in the direction of phenomenalism being viewed as
the main nonskeptical alternative, especially in the first two-thirds or so of
the twentieth century.14 Thus we will begin our more systematic discussion
with a consideration of phenomenalism, and then return later to the consid-
eration of representative realism that was begun in the discussion of Locke.
126  Chapter Seven

Phenomenalism
As just briefly formulated, the phenomenalist view is that the content of
propositions about material objects and the material world is entirely con-
cerned with features and relations of the immediate objects of our perceptual
experience, that is, the features and relations of our sense-data.15 According
to the phenomenalist, to believe that a physical or material object of a cer-
tain sort exists just is to believe that sense-data of various sorts have been
experienced, are being experienced, will be experienced, and/or would be
experienced under certain specifiable conditions. Thus, for example, to be-
lieve that there is a large brown table in a certain room in the University of
Washington library is to believe, roughly, (i) that the sorts of sense-data that
seem from a common-sense standpoint to reflect the presence of such a table
either have been, are presently, or will in the future be experienced in the
context of other sense-data, themselves experienced concurrently or shortly
before or after, that reflect the location as the room in question; and in ad-
dition—or instead, if the table has never in fact been perceived and never
in fact will be perceived—(ii) that such sense-data would be experienced if
other sense-data that reflect the perceiver’s going to the library and to that
room were experienced. (This is quite a complicated specification, and you
will have to think very carefully about what it is saying.)16
In a fairly standard formula, to believe that such a material object exists
is, according to the phenomenalist, to believe nothing more than that sense-
data of the appropriate sort are actual (in the past, present, or future) and/or
possible—where to say that certain sense-data are possible is to say, not just
that it is logically possible for them to be experienced (which would appar-
ently always be so as long as the description of them is not contradictory),
but that they would in fact actually be experienced under certain specifiable
circumstances (specifiable in sense-datum terms); thus it would be somewhat
clearer to speak of actual and obtainable sense-data. The British philosopher
John Stuart Mill put this point by saying that material objects are nothing
but “permanent possibilities of sensation,”17 that is, of sense-data—where, of
course, the possibilities in question are only relatively permanent, since ob-
jects can change or be destroyed. The crucial thing to see is that what Mill
and the other phenomenalists are saying is that there are no independently
existing objects that are responsible for the possibilities of sensation or the
obtainability of sense-data; the actuality and obtainability of sense-data are
all there is to the physical or material world. These facts are the bottom line,
not explained or explainable by anything further.
Knowledge of the External World  127

Phenomenalism is in fact one of those occasional (some would say more


than occasional) philosophical views that is so monumentally bizarre and
implausible, at least from anything close to a common-sense standpoint, as
to perhaps make it difficult for some of you to believe that it really says what
it does—and even more difficult to believe that such a view has in fact some-
times been widely advocated and (apparently) believed, indeed that it was
arguably the dominant view concerning the problem of the external world
for a good portion of the last century and, in less explicit versions, in earlier
times. The first and most important thing to say about this situation is that
you must not, as sometimes happens, allow it to cause you to fail to under-
stand what the view is saying by trying to make it more reasonable than it is.
The phenomenalist really is saying that there is nothing more to the material
world (including, of course, our own physical bodies!—think carefully about
that) than our subjective sensory experiences and the possibility, in the sense
explained, of further such experiences (though there is, as we will eventually
see, a serious problem about the “our”).
But why should such an obviously implausible view be taken seriously,
even for a moment? We have already in fact encountered the essential ingre-
dients of the main argument for phenomenalism, but it will be helpful to reit-
erate them in a somewhat more explicit fashion. The background assumption
is what I have here called perceptual subjectivism: the view that the immedi-
ate object of awareness in perceptual experience is always something other
than a material object. One main premise of the further argument is the
Humean thesis that causal relations can be known only via experience of
the causal sequence, so that, as already explained, there is no way in which
a causal relation between the immediate content of experience and some-
thing outside that immediate content could be known, and hence no way
to justifiably invoke such external causes as explanations of that experience.
This thesis has a good deal of initial plausibility, and can be rebutted only by
offering some other account of how such causal relations can be known. The
other main premise is simply the common-sense conviction that skepticism
is false, that we do obviously have justified beliefs and knowledge concerning
ordinary objects like trees and rocks and buildings and about the material
world in which they exist. And the argument is then just that the only way
that such justified beliefs and knowledge are possible, given that no causal
or explanatory inference from immediate experience to material objects that
are genuinely external to that experience could ever even in principle be
justified, is if the content of our beliefs about the material world does not re-
ally have to do with objects existing outside our immediate experience, but
128  Chapter Seven

instead pertains just to that experience and the order that it manifests. Most
phenomenalists will admit that this seems initially very implausible, but will
try to argue that this apparent implausibility is in some way an illusion, one
that can be explained away once the phenomenalist view and the consider-
ations in favor of it have been fully understood.18

Objections to Phenomenalism
The foregoing argument, like most arguments for implausible philosophical
views that are nonetheless widely held, is a serious argument, one not easily
dismissed. Neither premise is easy to rebut, and the conclusion does seem to
follow from these premises. But it is, of course, still abundantly obvious that
this conclusion cannot be correct, and so that something must have gone
wrong.19 For it is obvious upon even the slightest unbiased reflection that the
content of beliefs about physical or material objects does pertain, whether
justifiably or not, to a realm of entities that, if genuine, exist outside of our
minds and experiences in an independent physical realm: to mind-indepen-
dent objects.
This basic insight seems in fact to constitute by itself a more than adequate
reason to reject phenomenalism. But since it nevertheless amounts to little
more than a direct, unargued denial of the view, it will be useful to see if we
can find further objections and problems of a more articulated sort pertaining
to phenomenalism. (Considering such objections and the responses available
to the phenomenalist will also help you to better understand the view.) In
fact, there are many such objections and problems that have been advanced.
Here we will be content with a few of the most interesting ones.
Consider, as our first main problem, what is perhaps the most obvious
question about the phenomenalist view: Why, according to the phenomenal-
ist, are the orderly sense-data in question obtainable or “permanently pos-
sible”? What is the explanation for the pattern of actual and obtainable sense
experiences that allegedly constitutes the existence of a material object or
of the material world as a whole, if this is not to be explained by appeal to
genuinely external objects? As we have already seen, the only possible phe-
nomenalist response to this question is to say that the fact that sensory expe-
rience possesses this sort of order is simply a fundamental fact about reality,
not further explainable in terms of anything else. For any attempted further
explanation, since it would obviously have to appeal to something outside of
that experience, would be (for the reasons already discussed) unjustified and
unknowable.20 The phenomenalist will add that it is obvious anyway that not
everything can be explained, since each explanation just introduces some
further fact for which an explanation might be demanded.
Knowledge of the External World  129

But while this last point seems correct (doesn’t it?), it still seems enor-
mously implausible to suppose that something as large and complicated as
the total order of our immediate experience has no explanation at all—and
also very obvious that common sense (at least if it accepted perceptual
subjectivism) would regard claims about material objects as providing such
an explanation, rather than as just a redescription of the experiential order
itself (as the phenomenalist claims them to be). Perhaps, for all we have
seen so far, the phenomenalist is right that we cannot ever know that any
such explanation is correct, but this, if so, is an argument for skepticism
about the material world, not a justification for perversely reinterpreting
the meaning or content of claims about material objects. (Here it is impor-
tant to be very clear that phenomenalism is not supposed to be a skeptical
view, but rather an account of how beliefs about material objects are indeed
justified and do constitute knowledge—given the phenomenalist account
of the content of such beliefs.)
A second main problem (or rather a set of related problems) has to do
with the specification of the conditions under which the various sense-data
that (according to phenomenalism) are what a material-object proposition
is about either are or would be experienced. It is clear that such conditions
must be specified to have even a hope of capturing the content of at least
most such propositions in sense-datum terms. To recur to our earlier exam-
ple, to say merely that the sense-data that are characteristic of a brown table
are actual or obtainable in some circumstances or other may perhaps capture
the content of the claim that the world contains at least one brown table
(though even that is doubtful), but surely not of any more specific claim,
such as the one about such a table being in a particular room in the Uni-
versity of Washington library. For that, as we saw briefly, conditions must
be specified that say, as it were, that it is in relation to that particular room
that the sense-data are or would be experienced. (But remember here that
for the phenomenalist, the room does not exist as a mind-external place; talk
of a room or of any physical location is to be understood merely as a way of
indicating one aspect of the order of immediate experience, namely that the
various sense-data that reflect the various features ascribed to the room tend
to be experienced together or in close succession, with this whole “cluster” of
sense-data standing in similar relations to the further sense-data that pertain
to the surrounding area.)
What makes this problem extremely difficult at best is that for phenom-
enalism to be a viable position, the conditions under which sense-data are
experienced or obtainable must themselves (as just in effect indicated) be
specifiable in terms of other sense-data, not in terms of material objects and
130  Chapter Seven

structures such as the library or room in question. For the essential claim of
phenomenalism is that the content of propositions about material objects
can be entirely given in terms of sense-data. If in specifying the conditions
under which the actual and obtainable sense-data relevant to one material-
object proposition would occur, it were necessary to make reference to other
material objects, then the account of the content of the first proposition
would not yet be completely in sense-datum terms. And if in specifying the
conditions relevant to claims about those other material objects, still other
material objects would have to be mentioned, and so on, then the phenom-
enalist account would never be complete. If the content of propositions
about material objects cannot be given entirely in terms of sense-data, if that
content involves essential and ineliminable reference to further such objects,
then phenomenalism fails.
There are in fact many more specific problems here, but we may continue
to focus on the one suggested by the example of the table in the library
room. How can the idea that sense-data are or would be observed in a certain
location be adequately captured in purely sense-datum terms? The natural
response, which was in effect invoked when the example was originally dis-
cussed, is to appeal to the idea of a sensory route: a series of juxtaposed and
often overlapping sense-data that would be experienced in what we think of
intuitively as moving to the location in question. For the case in question,
these might involve the sense-data that would be experienced while walking
to and into the library, taking the elevator or climbing the stairs, walking
down a specific corridor in the right direction, and opening a door with a
certain number on it. (But, to reiterate, there is not supposed to be any real
mind-external location or bodily movement; according to the phenomenal-
ist, claims about this sort of experienced movement have to do only with
sequences of sense-data that are experienced or could be experienced—
including those that we think of intuitively as the feelings associated with
bodily movements like walking.)
There are at least two serious problems pertaining to this answer, how-
ever. One is that there are normally many different sensory routes to a given
location, depending on where one starts and how one approaches it; and if
the starting location is itself determined by a previous sensory route, then a
regress threatens, in which the sensory conditions must go further and fur-
ther back in time without ever reaching a place from which they can unprob-
lematically begin. A second problem is that it seems clear that we can often
understand the claim that a certain material object or set of objects exists
at a certain physical location without having any clear idea of the relevant
sensory route: for example, I seem to understand the claim that there are
Knowledge of the External World  131

penguins at the South Pole, but have no clear idea of the sensory route that I
would have to follow to guarantee or even make it likely that I have reached
the South Pole. (Note that it is in fact a guarantee that is required, for other-
wise the content of the claim in question has not been fully captured.)21
An alternative possibility22 is that the relevant location can be adequately
identified in sensory terms by specifying other sense-data that would be
experienced there, rather than by a sensory route: by those pertaining to
the local scenery or landmarks or reflecting locating measurements of some
kind. Perhaps there are some locations where this would work (though one
must remember such things as movie sets and amusement parks and, before
long, virtual reality devices). But we must remember that it is the content of
the originally believed material object proposition that is supposed to be re-
flected in these specifications, and it seems abundantly clear (but this is again
something to think about carefully and in detail) that there are many, many
propositions about material objects in various locations that I seemingly can
understand and believe perfectly well without having in mind any adequate
way of identifying that location in purely sensory terms—or, to bring in the
other possibility, any clear way of specifying a sensory route from some loca-
tion that I can thus identify.
And there is also the related, but still much more difficult problem of what
the phenomenalist can say about the content of propositions about material
objects and events in the past, perhaps the very distant past. Consider this
one carefully on your own, focusing on the most difficult case: past events
that were not observed by anyone at the time in question. Under what sen-
sory conditions would sense-data of a tree have to have been obtainable to
make it true that there was in 1000 b.c. a pine tree in the place now occupied
by my house? It is thus very doubtful that the sort of specification of condi-
tions that the phenomenalist needs is possible in general.
A generalization of this objection is offered by the American epistemolo-
gist Roderick Chisholm.23 Chisholm argues that there is in fact no condi-
tional proposition in sense-datum terms, however long and complicated
the set of conditions in the “if” part might be, that is ever even part of the
content of a material-object proposition. This is shown, he claims, by the
fact that for any such sense-datum proposition, it is always possible to de-
scribe conditions of observation (including conditions having to do with the
state of the observer) under which the sense-datum proposition would be
false, but the material-object proposition might still be true. The idea here
is to describe various sorts of abnormalities pertaining to the conditions or
the observer: for example, having followed the sensory route to the room in
the library, I am suddenly struck blind or knocked unconscious or injected
132  Chapter Seven

with a mind-altering drug at just the instant before I would experience the
distinctive table sense-data, which thus are not experienced (or the lighting
is so altered as to make it impossible to see the table or to make it look very
different in color; or the table is dropped through a trap door in the floor, to
be restored only after I leave;24 and so forth). Chisholm’s suggestion, which
you should think about more fully by imagining many more examples of your
own, is that the only way to guarantee that the sense-data that are experi-
enced reflect the object that is actually there is to specify the conditions in
material object terms. But in that case, for the reason already discussed, the
phenomenalist project cannot succeed.
A third, somewhat related, but deeper main problem arises by reflect-
ing that it is apparently a condition for the success of phenomenalism that
the realm of sense-data have an intrinsic order of its own, one that can be
recognized and described solely in terms of the sense-data themselves. For
how could we (without invoking independent material objects) have any
justification for thinking that further sense-data will, under various condi-
tions, occur, except by finding regularities in those we actually experience
and reasoning inductively? But does such an intrinsic order of sense-data
really exist? It is obvious that our sense-data are not completely chaotic,
but far less obvious that they have an order of their own that can be cap-
tured without making reference to material objects. And this is not some-
thing that the phenomenalist can just assume, for it is utterly essential to
his whole position.
One way of thinking about this issue is in fact suggested by Mill, a pro-
ponent of phenomenalism, who speaks of sense-data (his term, as we have
seen, is “sensations”) falling into “groups,” intuitively those that are all per-
ceptions of the same material object or perhaps of the same general kind of
material object (think of all the different sense-data, mainly those of vision
and touch, that would be experiences of a particular table or of tables in
general). He then remarks that in “almost all” cases, the regular sequences
that are to be found in our experience pertain not to specific sense-data,
but to these groups: for example, that sense-data belonging to the mailman
group are regularly followed by sense-data belonging to the letters in the
mailbox group; that sense-data belonging to the opening-the-door-of-the-
departmental-office group are for me regularly followed by sense-data of the
departmental-staff-and-other-colleagues group or groups; and so forth.25 But
if the regularities pertaining to sense-data are mostly or entirely of this sort,
then the phenomenalist seems to have a severe problem. For if (i) the jus-
tification for his conditional claims that certain sense-data are or would be
experienced if other sense-data are or were experienced depends on identify-
Knowledge of the External World  133

ing regularities in the occurrence of sense-data, and if (ii) most or all of the
regularities to be found depend on viewing sense-data as members of such
groups, and if (iii) the only justification for lumping very different sense-data
into such groups is the observed regularities themselves, then it becomes
hard to see how the whole project can ever get started. There would have to
be observed regularities prior to justified grouping, but also justified group-
ing prior to being able to justify most or all claims about regularities. (This
is perhaps the most difficult issue and line of argument in this entire book,
one that I bring in only because it is relevant both to the essential core of
the phenomenalist view and, in a way to be discussed later, to the prospects
for representative realism. To assess it, you need to think carefully about all
three of the “if” claims in the statement of the argument, with examples, as
usual, being extremely helpful.)
A fourth and final main objection to phenomenalism, one that is, thank-
fully, much simpler and more straightforward, concerns what the phenome-
nalist must apparently say about the knowledge of the mental states of people
other than myself (or other than whoever is thinking about the issue—for
reasons that will become clear, each of you will have to formulate this issue
for yourselves). The whole thrust of the phenomenalist position, as we have
seen, is that any inference beyond immediate experience is impossible, that
claims that might seem to be about things outside of experience must, if they
are to be justified and knowable,26 be understood as pertaining only to fea-
tures and orderly patterns of that experience. But the mental states of other
people, their experiences and feelings and conscious thoughts, are surely out-
side of my immediate experience. Indeed, to reach justified conclusions about
what people distinct from me are genuinely thinking and experiencing would
apparently require two inferences: first, an inference from my immediate
experience of sense-data pertaining to their physical bodies to conclusions
about those bodies; and then, second, an inference from the facts about those
bodies thus arrived at to further conclusions about the minds and mental
states of the people in question. Both of these inferences depend on causal
relations that are, according to the phenomenalist, unknowable, because we
cannot experience both sides, or in the second case even one side, of the rela-
tion; and thus neither inference, construed in that way, is justified according
to the basic phenomenalist outlook.
What phenomenalism must apparently say here, in order to be consistent,
is (i) that the content of propositions about the conditions and behavior of
other people’s bodies (like that of all other material object propositions) per-
tains only to facts about my immediate experience; and (ii) that the content
of further claims about the mental states associated with those bodies is only
134  Chapter Seven

a further, more complicated, and less direct description of, once again, my
experience. Though the phenomenalist would perhaps resist putting it this
way, the upshot is that my mind and mental states, including my immediate
experience, is the only mind and the only collection of mental states that
genuinely exist, with claims that are apparently about other minds amount-
ing only to further descriptions of this one mind and its experiences. This is
the view known as solipsism—which each of you must obviously formulate for
yourselves (assuming that any of you are really out there!). It seems clearly
to be an absurd consequence, thus yielding a really decisive objection, if one
were still needed, to phenomenalism.27

Back to Representative Realism


If phenomenalism is indeed untenable, and assuming that we continue to
accept perceptual subjectivism, then the only nonskeptical alternative ap-
parently left is representative realism: the view, restating it a bit, that our im-
mediately experienced sense-data, together with the further beliefs that we
arrive at on the basis of them, constitute a representation or depiction of an
independent realm of material objects—a representation that we are in gen-
eral, according to the representative realist, justified in believing to be true.
Defenses of representative realism have taken a variety of forms, but I
will assume here that the best kind of defense for such a view is one along
the general lines that we found to be suggested, albeit not very explicitly,
in Locke (and indeed also, though even less explicitly, in Descartes). The
central idea is, first, that (contrary to the claim of the phenomenalist) some
explanation is needed for the complicated and intricate order that we find in
our involuntarily experienced sense-data (or adverbial contents); and, sec-
ond, that the best explanation, that is, the one most likely to be correct, is
that those experiences are caused by and, with certain qualifications, system-
atically reflect the character of a world of genuinely independent material
objects, which we accordingly have good reasons for believing to exist.
I have already remarked that representative realism was widely repudi-
ated as untenable during most of the period between Locke and recent
times, with the main argument being the one that we found in Hume about
the unknowability of any causal relation between something outside expe-
rience and experience itself. We will begin by looking further at that argu-
ment and considering in a general way how it might be answered. Having
argued that representative realism cannot be simply ruled out as impossible
in the way that Hume tries to do, we will then consider the further issue
of whether and how the specific explanation of experience that the repre-
Knowledge of the External World  135

sentative realist proposes can be defended against other alternatives, such


as Berkeley’s. Finally, we will look at the significant qualification, already
briefly mentioned, advocated by Descartes, Locke, and many others with
regard to the accuracy with which our experience represents the true char-
acter of material objects: the one having to do with the distinction between
primary and secondary qualities.

A Response to Hume’s Argument: Theoretical or Explanatory Inference


To recall, Hume’s objection to representative realism rests on the premise
that causal relations can be known only by experiencing the regular sequence
between cause and effect, which requires experiencing both sides of the
causal relation. This, he argues, is impossible for an alleged causal relation
between something outside of direct experience and the experience itself,
so that the claim that such a causal relation exists can never be justified or
known.28 And therefore, he concludes, neither can the representative real-
ist’s proposed explanation of the order of our experience, since that depends
essentially on such an unknowable and unjustifiable causal claim.
If Hume’s initial premise is accepted, then the rest of his argument seems
to follow. But should that premise be accepted? One way to approach this
issue is to consider examples where we seem to reason in ways that conflict
with that premise but which still seem intuitively cogent. Here I will con-
sider two examples of this kind, the first having to do with the knowledge
of other minds (discussed further in the next chapter) and the other having
to do with knowledge concerning unobservable entities and events, such as
electrons or quarks or radioactivity, in theoretical physics. In both of these
cases, we seem intuitively to have justified belief and knowledge pertain-
ing to causal relations that could not be arrived at in the way that Hume’s
premise, if correct, would require. (In considering both of these examples, we
adopt the standpoint of common sense, thus assuming temporarily that the
problem of the external world has—somehow—been solved.)
In the other minds case, the relevant causal relation is that between an-
other person’s conscious mental states or events and the behavior (including,
importantly, the verbal behavior) of his or her body. I certainly seem to have
knowledge of a wide variety of causal relations of this kind (that pain causes
wincing or moaning, that fear causes various sorts of defensive or avoidance
behavior, that having the belief that it is raining tends to cause one to an-
swer “yes” when asked if it is raining, and so forth), but the mental states or
events that are the alleged cause are almost entirely outside of my immediate
experience; and so also, analogously, for anyone else who might have such
knowledge. To be sure, for each person, there is one set of such supposed
136  Chapter Seven

causes that can be immediately experienced: the ones occurring in his or her
own mind. But an inductive argument from the cases where this is possible
seems obviously too weak, being based on such a small and possibly unrep-
resentative set of cases, to justify the general causal knowledge that each
of us seems commonsensically to have in this area. The issue of how such
knowledge might actually be justified will be considered further in the next
chapter. The point for the moment is just that here is an example of apparent
causal knowledge that does not seem to conform to Hume’s premise.
The case of unobservable scientific entities and events is even clearer.
Here we seem to have justified belief and knowledge concerning causal rela-
tions among such entities and events and between them and various sorts of
observable results, even though the entities and events themselves cannot be
experienced in even the indirect sense: knowledge, for example, that radio-
activity results from the splitting or decay of various sorts of atoms and that it
produces a crackling sound in a Geiger counter. Obviously beliefs concerning
relations of these kinds cannot be justified by experiencing both sides of the
causal relation in the way that Hume’s premise would require.
Notice carefully that the claim so far is not that these alleged cases of
causal knowledge are genuine, so that Hume’s premise would have to be mis-
taken. It is possible for a proponent of Hume’s view to respond by claiming
either that we do not really have the causal knowledge in question (or pos-
sibly, though this seems even more difficult to defend, that it can in fact be
somehow accounted for in a way that is compatible with the Humean claim).
Thus defenders of Hume’s view have often also been advocates of behaviorism
(the view that there is nothing more to mental states than patterns of observ-
able behavior, so that there is no need for an inference to the inner states of
mind of other people) and of fictionalism (the view that seemingly unobserv-
able scientific entities do not really exist, but only reflect ways of talking
that help to systematically describe observations, so that there is no need for
an inference to genuinely existing unobservable entities).29 But these views
both seem desperately implausible, so that if a reasonably plausible general
account can be given of how such causal knowledge can be justifiably arrived
at, this would be enough to warrant the rejection of Hume’s premise and the
argument that results from it.
The account that has been offered, by a series of philosophers of whom
the first was probably the American philosopher Charles Sanders Peirce,
holds that knowledge of the sort in question depends on a fundamental and
sometimes unrecognized mode of reasoning, one that is quite distinct from
both deductive reasoning and the inductive reasoning that was considered
in chapter 4. Peirce called it “abductive reasoning,” but it is perhaps more
Knowledge of the External World  137

perspicuously characterized as theoretical or explanatory reasoning. In rea-


soning of this sort, a hypothesis is advanced to explain some relevant set
of data and is justified simply on the basis of being the best explanation of
the data in question.30 Exactly what makes an explanation the best—in a
sense that is relevant to its truth—is a difficult and complicated issue, as
we will see to some extent below, but the point for the moment is that if
such an assessment can be defended, then it allegedly becomes justifiable
to accept the entire explanatory hypothesis, including any causal claims that
it may involve, on that basis—without any requirement that there be direct
experiential evidence for those causal claims by themselves (of the sort that
Hume’s premise would require). Thus, for example, when the entire physi-
cal theory of radioactive isotopes and their decay into other kinds of atoms
is justified as the best explanation of a variety of observed phenomena,
including the fogging of photographic film, changes in the composition of
samples, tracks in cloud chambers, and so on, claims about the causal rela-
tions between the various kinds of atoms and particles and also between
these unobservable entities and processes and their observable manifesta-
tions are justified as part of the total package, with accordingly no need for
them to be justified separately.31
A full defense of the idea of theoretical or explanatory reasoning is obvi-
ously not possible in the present book. The suggestion for the moment is
only that the idea is plausible enough, especially in light of examples like
those given, to make it reasonable to reject at least tentatively Hume’s thesis
about knowledge of causal relations, thus opening the door to the possibility
that the representative realist position on the problem of the external world
might be defensible after all.

The Representative Realist Explanation


But this response to Hume, even if correct, only opens the door. We still
need to worry about whether the representative realist’s proposed explana-
tion of our experience really is the best one. And before we can do that, we
need to consider in substantially more detail what the rationale for that ex-
planation might be and how it is supposed to work (something about which
representative realists have often had surprisingly little to say).
The place to start is to ask what it is about the character of our immediate
sensory experience that points to or perhaps even seems to demand such an
explanation. As we saw earlier, Locke points to two features of our experi-
ence in this connection: its involuntary character and its systematic order.
But while these features may indeed demand some sort of explanation, they
do not, at least when described at that level of abstraction, seem to point at
138  Chapter Seven

all clearly to the specific one that the representative realist favors (which is
why the door is seemingly open to Berkeley’s alternative). If anything about
experience favors the physical object explanation in a clearer, more obvious
way, it will thus have to be, I would suggest, features more specific than any
that Locke explicitly mentions.
Here is a question for you to think hard about, preferably before reading
beyond this paragraph—one that is both historically and substantively as
fundamental as any in the whole field of epistemology. Think as carefully as
you can about your immediate sensory experience as it would be described
in sense-data terms: your experience of qualities like colors and shapes and
apparent spatial relations and apparent sounds and tactile qualities and so
on. You are presently experiencing patterns of black and white marks that
according to the representative realist are caused by and represent the pages
of this book, along with other colors reflecting your immediate surrounding
environment; your auditory sensations might be those that seem to reflect
the steps of people in the library (or your dormitory or your house) or the
music that you listen to while you read; you have tactile sensations seem-
ingly reflecting things like the book in your hand, the chair or couch you
are sitting on, and so on; perhaps there is a distinctive smell of some sort as
well. What, if anything, about those experienced qualities taken in themselves
suggests that their source or cause is an independent realm of material objects
of the sort that the representative realist advocates? Why, apart from mere
familiarity, does such an explanation of experience seem so compelling?
My suggestion is that the answer to this question has two main parts. The
first points to the presence in immediate experience of repeatable sequences
of experienced qualities, qualities that overlap and often shade gradually into
one another. Here I have in mind something like the “sensory routes” that
are, as discussed earlier, invoked by the phenomenalist. While these “sensory
routes” cannot ultimately do the job that the phenomenalist needs them to
do, for the reasons given there, they are nonetheless very real and pervasive.
Think of the ways in which such “sensory routes” can be experienced in
opposite orders (imagine here what common sense would regard as walking
from one place to another and then returning to the first place by the same
route—perhaps even walking backwards, so as to make the two sequences as
similar as possible). Think of the ways in which such “sensory routes” inter-
sect with each other, thus, for example, allowing one to get from one end
to the other without going through the “route” itself, thereby delineating a
sensory loop. Think of the resulting structure of a whole set of overlapping
and intersecting “sensory routes.”32
Knowledge of the External World  139

Here it may be helpful, as a kind of analogy, to think from a common-


sense standpoint of how you would go about programming a computer game
to simulate a “space” containing “objects” through which the computer char-
acter can move. You would program successive “screens” of visually observ-
able colors and shapes in such a way as to mimic the appearance of objects
that are gradually approached and passed, perhaps with concomitant sound
qualities that get louder and then softer and imaginably even other system-
atically varying qualities like smells or temperatures. (Perhaps the game is
played in an enclosed booth that can be heated or cooled.) You would also
include some controllable way in which the character can be made to face
in different directions, move at different rates, and stand still. In these terms,
my suggestion is that our actual immediate experience has more or less ex-
actly the features that an ideal program of this sort would create. (Again, you
will have to ponder this point, “chew on” it, in relation to a range of your
own examples, in order to fully understand it.)
The idea is then that at least the most obvious and natural explanation
of these features of our experience is that we are located in a spatial realm of
objects through which we move (sometimes voluntarily and sometimes not)
and of which we can perceive at any given moment only the limited portion
that is close enough and in the right direction to be accessible to our various
senses (what this requires differs from sense to sense)—a kind of experiential
“tunnel.” Our experience reflects both the qualities of these objects and the
different perspectives from which they are perceived as we gradually approach
them from different directions, at different speeds, under different conditions
of perception, and so forth. Thus the relatively permanent structure of this
spatial array of objects is partially reflected in the much more temporary and
variable, but broadly repeatable features of our immediate experience. (Are
we being misled by mere familiarity here? Can you think of another explana-
tion of these features of experience that is equally “natural” or reasonable?)
The second part of the answer to the question of what it is about the
character of immediate experience that points to the representative real-
ist explanation appeals to the fact, already noticed in our discussion of
phenomenalism, that the experiential order just described, though undeni-
ably impressive, is in fact incomplete or fragmentary in a number of related
ways. The easiest way to indicate these ways is by reference to the sorts of
situations that, from a common-sense standpoint, produce and explain them
(though the representative realist cannot, of course, assume at this stage,
without begging the question, that these things are what is actually going
on). Imagine then traversing a “sensory route” of the sort just indicated, but
140  Chapter Seven

doing so (i) with one’s eyes closed (or one’s ears plugged, etc.) during some
of the time required, or perhaps while asleep during part of the time (travel-
ing in a car or train); or (ii) while the conditions of perception, including
those pertaining to the functioning of your sense organs and to your mental
“processing,” are changing or being varied (involving such things as chang-
ing lighting, including complete darkness; jaundice and similar diseases that
affect perception; objects and conditions that temporarily block or interfere
with perception; even something as simple as turning one’s head in a differ-
ent direction, blinking, or wiping one’s eyes). If you think about it carefully,
you will see that interfering factors of these various kinds make the sensory
sequences that define the various “routes” far less regular and dependable
than they might at first seem. (The more time you spend thinking carefully
about specific examples, the better you will understand and be able to evalu-
ate this point.)33
Thus the basic claim is that the realm of immediate sensory experience,
of sense-data (or adverbial contents), is both too orderly not to demand an
explanation and not orderly enough for that explanation to be that the sense-
data have an intrinsic order of their own. What this strongly suggests, the
representative realist will argue, is an independent realm of objects outside
our experience, one that has its own patterns of (mainly spatial) order, with
the partial and fragmentary order of our experience resulting from our partial
and intermittent perceptual contact with that larger and more stable realm.
The discussion so far provides only an initial and highly schematic pic-
ture of the representative realist’s proposed explanation. It would have to be
filled out in a number of ways in order to be even approximately complete.
Here I will be content with three further points. First, the main focus of
the discussion so far has been on spatial properties of material objects and
the features of immediate experience that seem to suggest them. Thus the
result to this point is at best only a kind of skeletal picture of the material
world, one that would have to be “fleshed out” in various ways in order to
even approximate the common-sense picture of the world. In fact, it is use-
ful to think of the representative realist explanation as starting with spatial
properties as a first and most fundamental stage and then adding further
refinements to that starting point.
Second, the most important addition to this initial spatial picture of the
world would be various sorts of causal relations among material objects and
between such objects and perceivers, together with the causal and dispo-
sitional properties of objects (flammability, solubility, malleability, brittle-
ness, toxicity, and so on) that underlie such relations. These are, from the
representative realist standpoint, basically added in order to explain appar-
Knowledge of the External World  141

ent changes in material objects that are reflected in relatively permanent


changes in the otherwise stable “sensory routes.” (Think here, for example,
of the relatively permanent change in a “sensory route” that would result
from a building burning down or being destroyed by an earthquake.) Here it
is important to note that like the stable spatial order, the causal regularities
that pertain to material objects are only intermittently and fragmentarily re-
flected in immediate experience, partially for the reasons already considered,
but also because any given perceiver may simply not be in the right position
to observe the beginning or end or some intermediate part of a given causal
sequence, even though other parts are experienced. Simple examples would
include throwing a rock into the air without seeing or hearing it land, pulling
on a string without observing the movement of an object at the other end
(or seeing the object move but without observing the movement of part of
the intervening string), or planting a seed and returning later to find a well-
developed plant.34
Third, there is the issue of primary and secondary qualities. As already
noted, Locke’s view is that material objects have primary qualities like size,
shape, and motion through space, but not secondary qualities like color,
smell, taste, and felt temperature, a view with which most other representa-
tive realists have tended to agree. Here it will suffice to focus on color, surely
the most experientially pervasive and interesting of the secondary qualities.35
Clearly to deny that material objects are genuinely colored complicates the
representative realist’s proposed explanation by making the relation between
material objects and our immediate experiences much less straightforward
than it would otherwise be: according to such a view, whereas our immediate
experiences of spatial properties are caused more or less directly by closely
related spatial properties of objects (allowing, importantly, for perspective),
our immediate experiences of color properties are caused by utterly different
properties of material objects, primarily by how their surfaces differentially
reflect wavelengths of light.
Locke offers little real argument for this view, but the argument he seems
to have in mind36 is that as the causal account of the material world develops,
it turns out that ascribing a property like color (construed as the “sensuous”
property that is present in immediate visual experience) to material objects
is in fact quite useless for explaining our experiences of colors. What colors
we experience depend on the properties of the light that strikes our eyes
and this in turn, in the most standard cases, depend on how material objects
reflect and absorb light, which yet in turn depends on the structure of their
surfaces as constituted by primary and causal properties. I think that this is
correct as a matter of science, but the important point for the moment is that
142  Chapter Seven

if it is correct, then the denial that material objects are really colored simply
follows from the basic logic of the representative realist position: according
to representative realism, the only justification for ascribing any property
to the material world is that it best explains some aspect of our immediate
experience, so that the ascription of properties that do not figure in such
explanations is automatically unjustified.37

Alternatives to the Representative Realist Explanation


The discussion so far has perhaps made a reasonable case, though of course
nothing like a conclusive one, first, that the representative realist’s proposed
explanation of the order of our immediate experience cannot be ruled out
on Humean grounds; and, second, that this explanation has a good deal of
plausibility in relation to that experience. But this is still not enough to show
that it is the best explanation and hence the one, even assuming the general
acceptability of theoretical reasoning, whose acceptance is thereby justi-
fied. Here we are essentially back to the question posed very early on in this
chapter: why, if at all, should the explanation of our experience that invokes
external, mind-independent material objects be preferred to other possible
explanations such as Berkeley’s (or the very similar if not identical one that
appeals to Descartes’s evil genius)?
It should be obvious that Berkeley’s explanatory hypothesis is capable of
explaining the very same features of immediate experience that the represen-
tative realist appeals to. All that is needed, as suggested earlier, is for God to
have an ideally complete conception or picture of the representative realist’s
material world and then to systematically cause experiences in perceivers that
reflect their apparent location in and movement through such a world—that
is, to directly cause the experiences that such a world would (if it existed)
produce. (This assumes that God can recognize intentions to “move” in vari-
ous directions and adjust the person’s perceptions accordingly; of course, no
genuine movement really takes place, nor does the perceiver, in Berkeley’s
view, really have a physical location.38) A different, but essentially parallel
explanatory hypothesis, is provided by a science-fiction scenario: the per-
ceiver is a disembodied brain floating in a vat of brain nutrients and receiving
electrical impulses from a computer that again contains an ideally complete
model or representation of a material world and generates the impulses ac-
cordingly (taking account of motor impulses received from the brain that
reflect the person’s intended movements), thus stimulating the person’s brain
so as to yield the pattern of experiences in question.39 And further explana-
tory hypotheses can be generated according to the same basic formula: there
must be some sort of a representation or model of a material world together
Knowledge of the External World  143

with some sort of mechanism (which need not be mechanical in the ordinary
sense) that systematically produces experiences in perceivers, allowing for
their subjectively intended movements. Any pattern of immediate experience
that can be explained by the representative realist’s explanatory hypothesis
can thus automatically be also explained by explanatory hypotheses of this
latter sort, probably indefinitely many of them, with no possible strictly expe-
riential basis for deciding between them or between any one of them and the
representative realist hypothesis.
If there is to be a reason for favoring the representative realist hypothesis,
therefore, it will have to be a priori in character, and it is more than a little
difficult to see what it might be. Here I will limit myself to one fairly tenta-
tive suggestion, before leaving the issue for you to think further about.
One striking contrast between the representative realist’s explanatory hy-
pothesis and the others we have looked at is that under the representative re-
alist view there is a clear intuitive sense in which the qualities of the objects
that explain our immediate experiences are directly reflected in the character
of those experiences themselves, so that the latter can be said to be, allow-
ing for perspective and perhaps other sorts of distortion, experiences of the
former, albeit indirect ones. Once again this applies most straightforwardly to
spatial properties: thus, for example, the rectangular or trapezoidal shape that
is immediately experienced can be said to be an indirect perception of a rect-
angular face of the material object that causes that experience. In contrast,
the features of the elements in the other explanatory hypotheses that are
responsible for the various features of our experience are not at all directly
reflected in that experience. For example, what is responsible in these other
hypotheses for the rectangular or trapezoidal shape in my immediate experi-
ence is one aspect of God’s total picture or conception of a material world (or
perhaps one aspect of a representation of such a world stored in a computer).
This aspect has in itself no shape of any sort (or at least, in the case of the
computer, none that is at all relevant to the shape that I experience); it is
merely a representation of a related shape, according to some system of repre-
sentation or coding. Thus its relation to the character of the experience that
it is supposed to explain is inherently less direct, more complicated than in
the case of the representative realist’s explanation.
My suggestion is that the inherently less direct, more complicated charac-
ter of the way that these competing explanatory hypotheses account for the
features of our immediate experience may yield a reason for preferring the
more direct (and thus in a sense simpler) representative realist explanatory
hypothesis, for regarding it as more likely to be true. But how, exactly? Why
should an explanation that is in this way simpler be thereby more likely to
144  Chapter Seven

be true? Sometimes philosophers appeal at this point to a general standard of


simplicity, according to which it is just a fundamental principle that the sim-
pler explanation is more likely to be true. The problem with this is twofold:
first, the justification or rationale for the principle in question is far from
clear (why is the simpler explanation more likely to be true?); and, second,
the way in which it would apply to the case with which we are concerned
is at best debatable, since Berkeley’s explanation, for example, might be
claimed to be simpler, in a different way from the one just discussed, on the
grounds that it invokes only one entity, albeit an extremely complicated one,
rather than the many objects that make up a material world.
Rather than appealing to a general standard of simplicity, a perhaps bet-
ter way to put the point is to say that an alternative explanatory hypothesis
like Berkeley’s, at least as we have construed it, depends for its explanatory
success on the truth of two distinct claims, both equally essential: First, there
is the claim that a material world of the sort postulated by the representative
realist could account for the features of our experience. This claim is crucial
to the alternative explanations, for it is precisely by emulating or mimick-
ing the action of such a world that God (or the computer) is supposed to
decide just what experiences to produce in us. Merely to say that God or the
computer produces experience in some way or other would not explain the
specific sorts of experience (with their incomplete or fragmentary order) that
we actually have. Nor would it do to say just that God (or the computer)
produces experiences that are in some way suggestive of a material world, for
that is too vague to yield definite results. Thus the specificity of the alterna-
tive explanation depends on characterizing the experiences that God (or
the computer) produces as those which a material world (if it existed) would
actually produce, thus conceding that such a world could produce experience
of that specific sort.
Second, there is the claim that God (or some specified computer) could
indeed successfully produce the required emulation, a claim that is in general
anything but trivial or obvious. This is obvious for the computer: any com-
puter that is specified in detail might fail in any number of ways to actually
produce the experience in question. (And simply to appeal to an unspecified
computer is not to really give a competing explanation.) And the same is
true of any specified God or Godlike being whose nature and mode of func-
tioning is specified in detail.40
But the representative realist view requires only the truth of the first of
these two claims. It is thus, I suggest, inherently less vulnerable to problems
and challenges and so more likely to be true. As some of you will know, it
Knowledge of the External World  145

is a fact of probability theory that the probability of the conjunction of two


propositions is equal to the product of their separate probabilities, so that
where each of them has a separate probability less than one (that is, is not a
necessary truth), the probability of the conjunction is automatically smaller
than either of the separate probabilities. And this is an apparent reason for
regarding the representative realist’s explanatory hypothesis as providing the
best of these competing explanations. (An approximate analogy:41 Suppose
that I come home to find my truck, to which only my wife has the key, gone
from my driveway. One explanatory hypothesis is that she has driven it
somewhere on her own. A second explanatory hypothesis is that an intruder
has kidnapped her and forced her to drive somewhere. Assuming that there
is no further evidence that also requires explanation, such as a broken door
or window, the first explanatory hypothesis is more likely to be true than the
second simply because the second one requires both the essential ingredi-
ent invoked in the first explanatory hypothesis (my wife using her key to
drive the truck away) and a further, separate ingredient (the intruder, who
forces her to do so). Because it requires both of these ingredients, the second
explanatory hypothesis is less likely to be true than the first, which requires
only one of them.42)
Is this a successful argument for representative realism? There are at least
two questions about it that need to be considered. First, the argument as-
sumes that the competitors to representative realism are all parasitic upon
the representative realist explanatory hypothesis in the way indicated, and
it is worth asking whether this is really so. Is there an explanation of our
immediate experience that does not in this way rely on an emulation of the
way in which a material world would produce that experience? As we have
already seen, it will not do to say simply that God causes our experience
without saying how and why he produces the specific results that he does,
for that is not really to give a complete explanation. But is there some other
way of filling out Berkeley’s explanatory hypothesis or one of the parallel
ones that does not invoke a conception of a material world whose causa-
tion of experience is emulated by the being or mechanism postulated by the
hypothesis? Second, even if the argument succeeds to a degree, how probable
or likely does it make the material world hypothesis in comparison to these
others? Is the resulting degree of probability or likelihood high enough to
agree approximately with our common-sense convictions in this regard (or
to yield knowledge, assuming that some version of the weak conception of
knowledge is correct43)? I will leave these further difficult questions for you
to think further about.
146  Chapter Seven

Is There a Better Alternative?: Direct Realism


The upshot of our discussion so far in this chapter is that phenomenalism
appears entirely untenable, and that at least a better defense than many have
supposed possible can be offered for representative realism. Many recent
philosophers, however, have thought that there is a third alternative that is
superior to either of these: one usually referred to as direct realism. The central
idea of direct realism is that the view we have called perceptual subjectivism
is false, that is, that instead of immediately experiencing either sense-data or
adverbial contents, we instead directly experience external material objects,
without the mediation of these other sorts of entities or states. And the sug-
gestion often seems to be, though this is usually not explained very fully, that
such a view can simply bypass the representative realist’s problem of justify-
ing an inference from immediate experience to the material world and do so
without having to advocate anything as outlandish as phenomenalism.44
For anyone who has struggled with the idea of sense-data (or the adver-
bial alternative) and with the difficulties and complexities of representa-
tive realism and phenomenalism, the apparent simplicity of direct realism,
the way in which it seems to make extremely difficult or even intractable
problems simply vanish, may be difficult to resist. We must be cautious,
however. What does such a view amount to, and can it really deliver the
results that it promises?
Many different versions of direct realism have in fact been proposed, of-
ten differing in subtle and complicated ways. Here there is room only for a
brief consideration of some of the general features of such a view. We may
begin with a point that is often advanced in arguments for direct realism,
one that, while correct as far as it goes, turns out in fact to be of much less
help than has sometimes been thought in either defending or even explain-
ing the direct realist view. Think about an ordinary example of perceptual
experience: standing in my backyard, I watch my dogs chasing each other in
a large circle around some bushes, weaving in and out of the sunshine and
shadows, as a car drives by on the street. The direct realist’s claim is that
in such a case (assuming that I am in a normal, non-philosophical frame of
mind), the picture that it is easy to find in or read into some representative
realists, according to which I first have thoughts or occurrent beliefs about
the character of my experience (whether understood in sense-datum or in
adverbial content terms) and then infer explicitly from these to thoughts or
beliefs about material objects is simply and flatly wrong as a description of
my actual conscious state. In fact, the only things that I think about at all
directly and explicitly in such a case are things like dogs and bushes and cars
Knowledge of the External World  147

and sunlight, not anything as subtle and abstruse as sense-data or adverbial


contents. The direct realist need not deny (though some have seemed to)
that my sensory experience somehow involves the various qualities, such as
complicated patterns of shape and color, that these other views have spoken
of, or even that I am in some way aware or conscious of these. His point is
that whatever may be said about these other matters, from an intuitive stand-
point what is “directly presented to my mind” in such experience is material
objects and nothing else—and that any view that denies this obvious truth
is simply mistaken about the facts.
I have already said that I think that the direct realist is at least mostly
right about this. What happens most centrally in perceptual experience is
that we have explicit thoughts or make perceptual judgment about what
we are perceiving; and in normal cases (apart from very special artistic or
perhaps philosophical contexts), these perceptual judgments are directly and
entirely about things (and processes and qualities) in the external material
world. Philosophers speak of that which a propositional state of mind is
directly about as its intentional object, and we can accordingly say that the
intentional objects of our basic perceptual judgments are normally alleged
or apparent material objects. In this way, the relation of such judgments to
material objects is, it might be said, intentionally direct.
But what bearing, if any, does this intentional directness have on the
central epistemological question of what reason or justification we have for
thinking that such perceptual judgments about the material world are true?
It is at least fairly plausible that the sort of direct presence to the mind that
is involved in the idea of “immediate experience” discussed in the previous
chapter yields the result that one’s beliefs or awarenesses concerning the
objects of such experiences are automatically justified, simply because there
is no room for error to creep in.45 But is there any way in which it follows
from the mere fact that perceptual judgments about material objects are
intentionally direct that they are also justified? It still seems obvious that a
perceptual judgment (and the total state of mind of which it is a part) is
quite distinct from the material object, if any, that is its intentionally direct
object. This is shown by the fact that in cases like hallucination, the object
in question need not exist at all, but it would be clear enough even without
such cases—phenomenalist views having been rejected, the material object
does not somehow literally enter the mind. Thus even though perceptual
judgments are directly about such objects in the intentional sense, the ques-
tion of whether they represent them correctly—and indeed of whether the
specific objects exist at all—still arises, I suggest, in exactly the same way
that it does for the representative realist, with intentional directness provid-
148  Chapter Seven

ing no very obvious basis for an answer. Thus this question must apparently
still be answered, if at all, by appeal to the immediately experienced features
involved in the perceiver’s state of mind, with the specific character of the
sensory experience being the only obvious thing to invoke.
Thus while the idea of intentional directness can be used to present a
somewhat more accurate picture of a normal perceiver’s state of mind, the
view that results is still fundamentally a version of representative realism in
that it faces the same essential problem of justifying the transition (whether
it is an explicit inference or not) from the character of the person’s experi-
ence to beliefs or judgments about the material world. If this is all that direct
realism amounts to, then it is not a genuinely distinct third alternative with
regard to the basic issue of how perceptual beliefs or judgments are justified.
Is there any further way to make sense of the “directness” to which di-
rect realist appeals, one that might yield more interesting epistemological
results? It is far from obvious what it would be. Some proponents of this
supposed view have tried to deny that we have any awareness of the char-
acter of our immediate experience that is both distinct from our judgmental
awareness of material objects and of the sort that could provide the basis for
the justification of material object claims. Such a challenge raises subtle and
difficult issues about different kinds of awareness, but it is hard to see how
it could really be correct. Moreover, the correctness of this challenge, while
it would surely constitute a serious or perhaps even conclusive objection to
representative realism, would not in any way yield a positive direct realist
account of how beliefs about the material world are justified, if not in the
representative realist way.46
My tentative conclusion (which some of you may want to investigate
further by consulting some of the recent literature on direct realism47) is that
the idea that direct realism represents a further alternative on the present
issue is a chimera. Thus, once phenomenalism is rejected as hopeless, the
only alternatives with regard to knowledge of the external world appear to
be skepticism and some version of representative realism, perhaps one that
recognizes and incorporates the view that perceptual judgments about the
material world are intentionally direct.48
CHAPTER EIGHT

Some Further Epistemological Issues:


Other Minds, Testimony,
and Memory

We have now completed our discussion of the most obvious and widely
discussed problems that arise within or grow fairly directly out of Descartes’s
basic epistemological outlook. In this chapter, I want to look somewhat more
briefly and tentatively at three further, less widely discussed and perhaps
somewhat less obvious problems, still approaching them from the broadly
Cartesian standpoint that we have adopted so far. That these problems have
on the whole received substantially less attention from epistemologists is the
main justification for treating them in this more cursory way, even though
they are in my judgment still far too important to neglect entirely. Partly for
reasons of space, but also to give you some more restricted problems to think
further about, I have left the discussion in each case in an even more tenta-
tive and unfinished state than in the earlier chapters.

The Problem of Other Minds


The problem of other minds, which was already briefly noticed at several
points in the previous chapter, has to do with whether and, if so, how beliefs
concerning the minds and mental states of people other than the person
who has the beliefs in question are justified. From the standpoint of com-
mon sense, it seems obvious that we do often have justified beliefs (and
knowledge) of this sort, that we often believe with justification that other
people are experiencing pain or coldness or redness, feeling fearful or angry
or happy, or believing or wondering or doubting various things. (To be sure,

149
CHAPTER NINE

Foundationalism and Coherentism

As has been noticed in a few places, though without very much discussion or
elaboration,1 Descartes’s basic epistemological approach is foundationalist in
character: it views justification and knowledge as ultimately derivative from
a set of basic or foundational elements whose justification does not depend
in turn on that of anything else. For Descartes, as for many foundational-
ists, the foundation for knowledge and justification consists of (i) a person’s
immediate awarenesses of his or her own conscious states of mind, together
with (ii) his or her a priori grasp of self-evidently true propositions. Beliefs
deriving from these two sources require no further justification, whereas be-
liefs about most or all other matters, and especially beliefs concerning objects
and occurrences in the material world, require justification or reasons that
ultimately appeal, whether directly or indirectly, to immediate experience
and a priori insight.2 As the term “foundation” itself suggests, the underlying
metaphor is an architectural one: think of a building or structure, perhaps a
very tall one with many different levels, but all of them resting on a bottom
level that does not rest in the same way on anything else.
Most historical epistemological views have been broadly foundational-
ist in character (though they have not always agreed with Descartes about
the specific composition of the foundation). But in recent times a fairly
widespread apparent consensus has developed to the effect that the whole
foundationalist approach is deeply flawed and ultimately untenable.
In the present chapter, I will explore this issue. We begin by considering
a basic problem pertaining to the structure of justified belief or knowledge,

177
178  Chapter Nine

one that is usually taken to provide the most telling argument in favor of
foundationalism and that will also help to clarify the foundationalist view.
Next we will consider some of the main objections that have been advanced
against foundationalism. This will lead to a consideration and assessment of
the main contemporary alternative to foundationalism, namely coherentism.
Doubts about the tenability of this alternative will then motivate a reconsid-
eration of foundationalism in the final part of the chapter.

The Epistemic Regress Problem


and the Foundationalist Argument
I will formulate the general problem abstractly, since it is the structure and
not the particular beliefs that matters. Suppose that there is some belief,
which we may refer to as B1, that is allegedly justified for a particular per-
son at a particular time, and consider what specific form the justification of
this belief might take. One obvious possibility is the following: B1 might be
justified because the person in question holds some other justified belief B2
(which might of course be a conjunction of simpler beliefs) from which B1
follows by some rationally acceptable kind of inference, whether deductive,
inductive, abductive (inference to the best explanation), or whatever. I am
not suggesting that the mere existence of this other belief and of the inferen-
tial relation is by itself sufficient for B1 to be justified. Clearly if the person
in question is not at all inclined to appeal to B2 as a reason for B1 or has no
idea that any inferential relation holds between the two or has a mistaken
conception of this inferential relation, B1 will not be justified in this way for
him. For the moment, however, I will simply assume that whatever further
conditions are required for B1 to be justified for this person by virtue of its
inferential relation to B2 are in fact satisfied.3
But whatever these further conditions may turn out to be, it is clear at
least that (as already stipulated) B2 must itself be somehow justified if it is to
confer justification, via a suitable inferential relation, upon B1. If the person
in question has no good reason to think that B2 is true, then the fact that B1
follows from B2 cannot constitute for him a good reason to think that B1 is
true. Thus we need to ask how B2 might in turn be justified. Here again one
possibility, the only one that we have identified so far, is that the justifica-
tion of B2 derives, via a suitable inferential or argumentative relation, from
some further justified belief B3. And now if the question regarding the justifi-
cation of B3 is answered in the same way by appeal to another justified belief
B4, and so on, we seem to be faced with a potential infinite regress in which
each answer to an issue of justification simply raises a new issue of the same
Foundationalism and Coherentism  179

kind, thus seemingly never reaching any settled result and leaving it uncer-
tain whether any of the beliefs in question are genuinely justified. All of the
justifications up to any point depend on whether or not beliefs further along
(or back) in the sequence are justified, and this issue is never fully resolved.
To think more carefully about this issue, we need to ask what the alter-
natives are as to the eventual outcome of this regress. What, that is, might
eventually happen if we continue to ask for the justification of each new be-
lief that is cited as a reason for an earlier belief in the sequence? (You should
think about this issue carefully for yourself before reading further. For the
moment try to consider all apparent possibilities, no matter how bizarre or
implausible they may seem and no matter whether or not they seem initially
to be compatible with the alleged justification of the original belief B1.)
In fact, there seem to be only four possible outcomes of the regress.4 First,
we might eventually arrive at a belief, say B6, upon which the justification
of the previous belief in the series rests, but which is itself simply unjustified.
This, however, would surely mean that the belief whose justification rests
directly on B6 is also not really justified, and so on up the line, so that the
original belief B1 turns out not to be justified either—contrary to our original
supposition. There can be no doubt that some alleged justificatory chains do
in fact end in this way, but if this were true in general, and if there were no
other sort of justification available that did not rely in this way on inference
from other beliefs, then we would have the skeptical result that no belief is
ever justified, that we never have a good reason to think that anything is
true. This would obviously be a very implausible result, at least from a com-
mon-sense standpoint. (Is this a good reason to think that it could not be
correct? And if so, how strong a reason is it?—think carefully about this.)
Second, it seems to be at least logically possible that the regress might con-
tinue infinitely, with new beliefs being appealed to at each stage that are suffi-
cient to justify the preceding belief but are themselves in need of justification
from one or more other new beliefs. This is perhaps the alternative that it
is most difficult to get a clear focus on. Is it really even a logical possibility?
And if it is logically possible, is there any serious chance that it might turn
out to actually be realized, either in a particular case or in general? (Think
about this before reading further. Can you think of any arguments against the
actual occurrence of this sort of justificatory structure?)
It is tempting to argue that no finite person could have an infinite number
of independent beliefs, but this does not seem to be strictly correct. As I gaze
at my bare desk, can’t I believe, all at once, that there is not an armadillo
sitting on it, that there are not two armadillos sitting on it, that there are
not three armadillos sitting on it, and so on for all of the infinitely many
180  Chapter Nine

natural numbers (positive whole numbers), thus resulting in an infinite set


of beliefs? Moreover, the members of such an infinite set of beliefs might
even stand in the right inferential relations to yield a justificatory chain, as
is indeed true with the present example: that there is not even one armadillo
is a good, indeed conclusive reason for thinking that there are not two; that
there are not even two is a conclusive reason for thinking that there are not
three; and so on.
But though the actual infinite regress alternative is interesting to think
about, it still seems clear that it could not play a role in an account of how
beliefs are actually justified. One reason is that it is difficult or impossible
to see how this picture could be applied to most actual cases of apparently
justified belief, where no plausible infinite chain of this sort seems to be
forthcoming. A deeper reason is that it seems clear on reflection that merely
having an infinite chain of beliefs related in the right way is not in fact suf-
ficient for justification. Suppose that instead of believing that there are no
armadillos on my desk, I am crazy enough to have the infinite set of beliefs
to the effect that for each natural number n, there are at least n armadillos
on my desk. You may doubt that I could really be this crazy (I hope you do!).
If I were, however, then I could construct an infinite justificatory chain: that
there are at least two armadillos is a conclusive reason for believing that
there is at least one, that there are at least three is a conclusive reason for
believing that there are at least two, and so on. But it still seems clear that
none of these beliefs would really be justified. The reason is that in such a
justificatory chain, the justification conferred at each step is only provisional,
dependent on whether the beliefs further along in the chain are justified. But
then if the regress continues infinitely, all of the alleged justification remains
merely provisional: we never can say more than that the beliefs up to a par-
ticular stage would be justified if all of the others that come further on (back)
in the sequence are justified. And if this is all that we can ever say in such a
case, and if all chains of inferential justification were infinite in this way, and
if there were no other account of how beliefs are justified that did not rely
on inference from other beliefs, then we again would have the unpalatable
skeptical result that no belief is ever genuinely justified.
The third apparent possibility is that the chain of inferential justification,
if pursued far enough, would eventually circle back upon itself: that is, that
some belief that has already appeared in the sequence (or perhaps a conjunc-
tion of several such beliefs) would be appealed to again. The belief that has
this status might be the original belief B1, or it might be some later belief in
the sequence; suppose again that it is B6 and that the belief for which it is
supposed to provide the justification on this second occurrence is B10. The
Foundationalism and Coherentism  181

obvious problem with a justificatory chain having this structure is that the
overall reasoning that it reflects appears to be circular or question-begging in
a way that deprives it of any justificatory force: Omitting explicit mention of
some of the intermediate steps (and assuming that the inferences are all cor-
rect), B1 is justified if B6 is, and B6 is justified if B10 is, and B10 is justified if B6
is. But then B6 is justified just in case B6 is justified, which is obviously true,
but provides no reason at all to think that B6 is in fact justified; and since
the justification of B1 depends on that of B6, such a chain of justification also
provides again no real justification for B1. Once again we have an apparently
skeptical result: if all inferential justification were ultimately circular in this
way, and if there were no noninferential way in which beliefs are justified,
then no belief would ever be genuinely justified.5
The fourth and final alternative is the one advocated by the foundational-
ist. It holds, first, that there is at least one way (or perhaps more than one)
in which beliefs can be justified that does not rely on inferential relations
to other beliefs and so does not generate a regress of the sort we have been
considering; and, second, that any chain of alleged inferential justifications
that genuinely yields justification must terminate with beliefs that are justi-
fied in this other, noninferential way. These noninferentially justified or
basic beliefs are thus the foundation upon which the justification of all other
beliefs ultimately rests.
The main argument for foundationalism is that this last alternative must
be the correct one, since all of the other alternatives lead, in the ways we
have seen, to the implausible skeptical result that no belief is ever justified.
This may not be a conclusive argument for foundationalism, since it is hard
to see any very clear basis for asserting that total skepticism could not pos-
sibly be correct (think about whether you agree with this), but it is surely
a very powerful one, both intuitively and dialectically. Moreover, the most
standard version of foundationalism, which is at least approximately the one
reflected in Part I of this book, has also a good deal of independent plausibil-
ity from a common-sense or intuitive standpoint: it certainly seems as though
we have many beliefs that are justified, not via inference from other beliefs,
but rather by sensory or introspective experience (and also by a priori insight).
Thus the case for foundationalism appears initially to be quite strong.

Objections to Foundationalism
Nonetheless, as already remarked, there are many recent philosophers who
have argued that foundationalism is in fact seriously and irredeemably mis-
taken,6 and we must try to understand the objections to foundationalism that
182  Chapter Nine

they advance in support of this claim. These objections fall into two main
categories, the first pertaining to the alleged relation of justification between
the supposed foundational beliefs and the other, nonbasic beliefs that are
supposed be justified by appeal to them and the second pertaining to the
nature and justification of the foundational beliefs themselves.
The first kind of objection has to do with whether it is in fact possible on
the basis of the foundation specified by a particular foundationalist position
to provide an adequate justification for the other beliefs that we ordinarily
regard as justified (which might be referred to as “superstructure” beliefs), or
at least for a reasonably high proportion of such beliefs. For the Cartesian
version of foundationalism we have been considering, the core of this issue
is essentially the problem discussed in chapter 7: is it possible to justify be-
liefs concerning the external world of material objects on the basis of beliefs
about immediately experienced states of mind7 (together with a priori justi-
fied beliefs in self-evident propositions)?
A foundationalist view that cannot justify giving an affirmative answer
to this question, one for which a significant proportion of the beliefs that
common sense regards as justified cannot be satisfactorily shown to be justifi-
able by appeal to its chosen foundation, will itself amount to a fairly severe
version of skepticism, with the severity depending on just how thoroughgo-
ing this failure turns out to be. Such a skeptical result obviously tends to
seriously undercut the foundationalist argument from the regress problem,
discussed above, which advocates foundationalism as the only way to avoid
an implausible skepticism (though the skeptical consequences of any founda-
tionalist view will never be as total as those that apparently result from the
other possible outcomes of the regress, since at least the foundational beliefs
themselves will still be justified).
In fact, the shape and seriousness of this first general sort of problem varies
widely among foundationalist views, depending mainly on just how much is
included in the specified set of basic or foundational beliefs.8 There are ver-
sions of foundationalism according to which at least some perceptual beliefs
about physical objects count as basic or foundational, and views of this sort
have substantially less difficulty in giving a reasonably plausible account of
the overall scope of nonfoundational knowledge than does the Cartesian
view that restricts the empirical foundation to beliefs about subjective states
of mind. In fact, however, as we will see toward the end of the present chap-
ter, it is the Cartesian view that turns out to provide the most defensible
response, indeed in my judgment the only defensible response, to the second
main sort of objection to foundationalism, that concerning the justification
of the foundational beliefs themselves. If this is right, then a defensible ver-
Foundationalism and Coherentism  183

sion of foundationalism will have to meet this first problem, not by expand-
ing the foundation, but rather by arguing that the more restricted Cartesian
foundation is indeed adequate to avoid unacceptably skeptical results. (Much
of Part I is relevant to this issue, especially chapters 4, 7, and 8, though much
more discussion would be needed to resolve it.)
Here, however, we will focus mainly on the second and seemingly more
fundamental kind of objection to foundationalism, that which challenges the
foundationalist to explain how the supposedly foundational or basic beliefs
are themselves justified. In considering this issue, we will focus primarily on
the empirical part of the foundation: the part that is not justified a priori and
that thus consists of contingent beliefs, beliefs that are true in some possible
worlds and false in others.9 Most foundationalists follow the general line
taken by the Cartesian view and hold that foundational beliefs of this kind
are justified by appeal to sensory and introspective experience. But despite the
apparent obviousness of this answer, it turns out to be more difficult than
might be thought to give a clear account of how it is supposed to work.
There are in fact at least two ways of developing the problem that arises
here, though they are perhaps in the end just different ways of getting at the
same underlying point. The first way questions whether the whole idea of
sensory experience justifying beliefs really makes intelligible sense,10 and the
starting point of the argument is the view that the distinctive content of a
sensory experience is itself nonpropositional and nonconceptual in character.
Think here of an actual sensory experience, such as the one that I am pres-
ently having as I look out my window. (You should supply your own firsthand
example.) There are many trees of different kinds at least partially in my field
of view, and what I experience might be described as a variegated field of
mostly green with small patches of brown and gray and other colors, and with
many, many different shades and shapes, all changing in complicated and
subtle ways as the wind blows or clouds move by. Given some time and close
attention, I could arrive at many, many propositional and conceptual judg-
ments about what I am experiencing: that one patch is larger than another,
that one shape is similar to or different from another, that a particular patch
is brighter than the one that was there a moment earlier, that various specific
colors for which I have learned names are present, and on and on.11 But my
most fundamental experience of the sensory content itself does not seem to
be propositional or conceptual in this way. It is not primarily a consciousness
that the experiential content falls under certain general categories or univer-
sals. The experienced sensory content is what these general or classificatory
judgments are about, what makes them true or false, but this sensory content
itself is different from and vastly more specific than the various conceptual
184  Chapter Nine

characterizations, in a way that makes it extremely doubtful that it could ever


be fully described in such conceptual terms. (Think very carefully about this
difficult point, considering lots of examples—which are fortunately very easy
to come by. Imagine trying to describe such an experienced sensory content
to someone else, perhaps over the phone. One problem is that our vocabu-
lary in this area seems obviously very inadequate: we have words for general
ranges or colors and shapes, but not for fully specific instances. But even if
you did have an adequate vocabulary, isn’t it clear that it would be very, very
difficult to actually give anything close to a complete description, and—the
real point—that the sensory content of which you are conscious and which
you are attempting to describe does not itself already involve or consist of
such a conceptual or classificatory description?)
Remember that the issue we are presently concerned with is whether
sensory experience can justify beliefs. But if sensory experience is in this
way nonconceptual, and given that beliefs are formulated in propositional
and conceptual terms, it becomes hard to see how there can be an intel-
ligible justificatory relation between the two. How can something that
is not even formulated in conceptual terms be a reason for thinking that
something that is thus formulated is true? The present line of argument
concludes that there can be no such justificatory relation—and hence, as
the only apparent alternative, that the relation between sensory experience
and beliefs must be merely causal. As the recent American philosopher
Donald Davidson puts it:

The relation between a sensation and a belief cannot be logical, since sensa-
tions are not beliefs or other propositional attitudes [that is, are not formulated
in conceptual terms]. What then is the relation? The answer is, I think, obvi-
ous: the relation is causal. Sensations cause some beliefs and in this sense are
the basis or ground of those beliefs. But a causal explanation of a belief does
not show how or why the belief is justified.12

And if this is correct, then we have the rather surprising result that the
nonconceptual content of sensory experience, even though it undeniably ex-
ists, is apparently incapable of playing any justificatory role, and thus cannot
provide the justification for foundational beliefs. Sensory experience in itself
would thus turn out to have no very important epistemological significance.
(Can this possibly be right? And if you think it couldn’t, then what exactly
is wrong with the argument just given?)
The second, closely related anti-foundationalist argument focuses on
the person’s awareness or apprehension of the experiential content.13 Clearly
Foundationalism and Coherentism  185

(setting the previous objection aside for a moment), the experience that sup-
posedly justifies a particular basic belief must have a correlative specific char-
acter that somehow makes it likely that that specific belief is true. Moreover,
the person must somehow apprehend or be aware of the specific character of
this experience if it is to provide him or her with justification (of an internal-
ist sort—see chapter 10) for his or her belief. But what is the nature of this
apprehension or awareness of the character of the experience? There seem
to be only two possibilities here, and the objection is that neither of them
is compatible with the foundationalist view. (Thus the argument takes the
form standardly referred to by logicians as a dilemma.)
One possibility is that the specific character of the sensory experience is
apprehended via a reflective conceptual awareness, that is, another belief (or
at least a state that strongly resembles a belief): the belief that I have such-
and-such a specific sort of experience. Here it is important to keep the whole
picture in mind. We started with one supposedly foundational belief, which
was presumably about some feature of the experience. In order to explain
how that first belief is justified by the experience we needed to invoke an
independent apprehension or awareness of the experience, and the sugges-
tion is now that this apprehension or awareness takes the form of another
belief. But now there are two problems. First, the original, supposedly basic
belief that the experience was supposed to justify appears to have lost that
status, since its justification now depends on this further belief, presumably
via an inferential relation. Second and more importantly, there is now also
a new issue as to how this further reflective belief is itself justified. Since this
reflective belief is supposed to constitute the person’s most basic apprehen-
sion or awareness of the experiential content (that was the whole point of
introducing it), there is no apparent way for it to be justified by appeal to
that content, since there is no further awareness of the content to appeal to.14
And to invoke a further conceptual awareness of that same content, that is,
yet another belief (or belief-like state), only pushes this issue one step further
back. In the process of trying to avoid the original regress, we seem to have
generated a new one.
But the only apparent alternative is that the most fundamental apprehen-
sion or awareness of the specific character of the sensory content does not
take the form of a conceptual belief that the experience is of a certain specific
sort, but instead is not formulated in conceptual or classificatory terms at all.
If so, then any further issue of justification is apparently avoided, since there
is simply no further claim or assertion to be justified. But the problem now is
that it becomes difficult to see how such an apprehension or awareness can
provide a basis for the justification of the original, supposedly basic belief: If
186  Chapter Nine

the apprehension of the experiential content is not in any way belief-like or


propositional in character, then there is apparently no way to infer from that
awareness to the truth (or likely truth) of the supposedly basic belief, no way
in which the truth of the basic belief can follow from the experiential appre-
hension. And in the absence of such an inference, it is obscure how either
the experience or the apprehension thereof constitutes any sort of reason for
thinking that the supposedly basic belief is true.
The two foregoing objections are in effect two ways of getting at the
fundamental issue of what the alleged justificatory relation between
sensory experience and propositional, conceptual beliefs is supposed to
amount to, how it is supposed to work. The relation cannot be logical or
inferential, both because logical or inferential relations exist only between
propositional or conceptual items, and sensory experience itself is seem-
ingly not propositional or conceptual in character; and because an appeal
to an awareness that was propositional or conceptual and so could stand in
logical or inferential relations could not provide a genuine solution to the
epistemic regress problem, since that sort of awareness would itself require
justification. But what then is the nature of this relation between sensory
experience and basic beliefs?
You may well think that these arguments must be somehow mistaken,
that there must be some way in which the right sort of sensory experience
can justify a belief. But then how exactly does this work? We will return
to this issue at the end of the chapter, after we have had a look at the co-
herentist alternative.

Coherentism
The fundamental idea of coherentism is simple enough, especially given
the objections just considered to foundationalism. The basic thrust of those
objections is that there is no way for conceptual, propositional beliefs to be
justified by appeal to nonconceptual, nonpropositional sensory experience.
Moreover, a fairly obvious generalization of those arguments would appar-
ently show that there is no way for beliefs to be justified by appeal to anything
that is nonconceptual and nonpropositional in character: for again there
will be no basis for any sort of inference from something of this character to
a belief. Indeed, since only beliefs (or states enough like beliefs to make no
difference) can stand in inferential relations and since the very idea of hav-
ing a reason for thinking that something is true seems to essentially involve
an inference of some sort from the reason to the claim in question, the ap-
parent result is that beliefs can only be justified by other beliefs. Thus the
Foundationalism and Coherentism  187

central claim of coherentism is that the sole basis for epistemic justification
is relations among beliefs, rather than between beliefs and something exter-
nal. More specifically, it is alleged, what justifies beliefs is the way they fit
together: the fact that they cohere with each other.
But while the general idea of coherentism is both a direct result of the
anti-foundationalist arguments and perhaps has a certain initial plausibility
of its own (since justification that appeals to other beliefs is at the very least
the most clear and obvious sort), elaborating this initial idea into a devel-
oped position turns out to be quite difficult. There are in fact many specific
positions, both historical and contemporary, that are fairly standardly identi-
fied as versions of coherentism,15 but it is more than a little unclear exactly
what, if anything, they have in common beyond this central idea—or even
that they all are entirely consistent in their adherence to it. Thus it is more
than a little uncertain whether there is any clearly defined general view that
can be identified as coherentism.
The best way to handle this problem is to consider some of the key issues
that any coherentist view that is to be a genuine dialectical alternative to
foundationalism must apparently face and then attempt to figure out what a
genuinely coherentist response might look like.16 Having done this, we will
then be in a position to attempt a further evaluation of coherentism.

(1) The Nature of Coherence


The first and perhaps most obvious issue is the nature of coherence itself. It is
clear that coherence is supposed to be primarily a property of a group or sys-
tem of beliefs (though presumably a sufficiently complicated individual belief
could be incoherent within itself). Proponents of coherence17 speak of beliefs
agreeing with each other or fitting together or “dovetailing” with each other.
Part of what is required here is logical consistency: beliefs that are logically
inconsistent with each other, that could not all be true at the same time in
any possible world (for example, the belief that the earth is spherical and the
belief that the earth is flat), plainly do not fit together or agree to any extent
at all. But contrary to what opponents and even a few proponents of coher-
ence sometimes seem to suggest, mere consistency is not by itself enough for
any serious degree of coherence. Consider a set of entirely unrelated beliefs:
the belief that grass is green, the belief that today is Tuesday, the belief that
Caesar crossed the Rubicon in 49 b.c., and the belief that Matisse was a great
painter. The set of beliefs is obviously consistent, simply because its members
make no contact with each other at all and so could not possibly conflict, but
it would be odd and misleading to describe it as coherent and perhaps still
odder to suggest that this mere lack of conflict provides any real justification
188  Chapter Nine

for these beliefs, any positive reason for thinking that they are true. And the
same thing could obviously be true for a much larger set of beliefs.
In fact, it is clear that most coherentists have had a much stronger and
more demanding relation among beliefs in mind, a relation in virtue of
which a coherent set of beliefs will be tightly unified and structured, not
merely an assemblage of unrelated items. Here it seems plausible to sup-
pose that all of the aspects or ingredients of this relation can be viewed
as inferential relations of one sort or another among the component be-
liefs—with any sort of relation between two beliefs (or sets of beliefs) in
virtue of which one would, if accepted and justified, provide a good reason
for thinking that the other is true counting as an inferential relation. The
idea is then that the members of a coherent system of beliefs stand in fairly
pervasive inferential relations of this sort to each other, with the degree
of coherence depending on the degree to which this is so, that is, on the
number and strength of these inferential connections.
Although it is impossible to give a very good example of a coherent system
of beliefs in the space reasonably available here, the following may help you
to get a little better hold on the idea. Suppose that you are watching four
birds in your backyard and form a set of ten beliefs about them, consisting
of the beliefs with regard to each of the four (a) that the bird in question is
a crow and (b) that the bird in question is black, together with the general
beliefs (1) all crows are black and (2) that all black birds are crows. This set
of ten beliefs is too small to be highly coherent, but it is far more coherent
than the set of unrelated beliefs described earlier. The eight specific beliefs
provide inductive support (one sort of inferential relation) for each of the
two general beliefs, each member of the four pairs of specific beliefs provides
deductive support (another sort of inferential relation) for the other when
taken together with one of the general beliefs, and there are also inferential
relations of an inductive sort between any seven of the specific beliefs and
the eighth.18 Thus this set of beliefs is about as closely unified as a set this
small could be (though some mathematical examples might be even better in
this respect) and provides an initial model of what a coherent set of beliefs
might look like.19
One general class of relations among beliefs that has received a great deal
of emphasis in recent discussions of coherence is relations having to do with
explanation. We have already seen in our earlier consideration of theoretical
or explanatory reasoning20 how the fact that a hypothesis provides the best
explanation for a set of justified claims might provide a reason for think-
ing that the hypothesis is true. But it is equally true that an explanatory
hypothesis can, if accepted, help to provide inferential support for some of
Foundationalism and Coherentism  189

the claims that it could explain, though other premises will also be required.
(The example in the previous paragraph provides a rough example of this
sort of situation, though it is debatable to what extent, if at all, an inductive
generalization really explains its instances.) Thus explanatory relations pro-
vide a basis for inference and so can constitute one ingredient of the general
idea of coherence.21 (It seems excessive, however, to hold, as some have, that
explanatory relations are all there is to coherence.)

(2) A Response to the Epistemic Regress Problem:


Nonlinear Justification
A second issue is just what sort of response coherentism can or should give
to the epistemic regress problem. Of the four alternatives with regard to the
outcome of the epistemic regress that were outlined above, the coherentist
must apparently opt for the third, the idea that chains of inferential justifi-
cation circle or loop back upon themselves, rather than ending in unjusti-
fied beliefs, going on infinitely, or terminating with foundational beliefs.
Advocates of coherentism have occasionally claimed that such a view is
acceptable as long as the circles and loops are large and complicated enough.
But this response seems simply irrelevant to the objection discussed above:
that such a picture involves circular reasoning and hence that the supposed
chains of justification have in fact no genuine justificatory force. A large and
complicated circle is still after all a circle. Is there anything better that the
coherentist can say here?
Perhaps the best hope for a viable coherentist response to the regress
problem is an idea offered originally by the nineteenth-century British ideal-
ist Bernard Bosanquet.22 It amounts to the claim that the very formulation of
this problem depends on a basic mistake concerning the structure of inferen-
tial justification: the mistaken idea that relations of inferential justification
fundamentally involve a one-dimensional, asymmetrical, linear order of de-
pendence among the beliefs in question. Once this linear picture is accepted,
it is argued, the regress of justification is unavoidable and can be solved
only in the (allegedly untenable) foundationalist way. Bosanquet’s contrary
suggestion is that inferential justification, when properly understood, is
ultimately nonlinear or holistic in character, with all of the beliefs involved
standing in relations of mutual support, but none being justificationally
prior to the others. In this way, it is alleged, any objectionable circularity is
avoided. (Think carefully about the plausibility of this claim, looking back
at the discussion of the circularity alternative.)
Such a view amounts to making the group or system of beliefs, rather than
its individual members, the primary unit of justification, with the component
190  Chapter Nine

beliefs being justified only derivatively, by virtue of their membership in such


an adequately interrelated system. And the general property of such a system,
in virtue of which it is justified, is of course identified as coherence. (The
contrast between the linear and nonlinear conceptions of inferential justifi-
cation is drawn at a very high level of abstraction, and you will have to work
to try to bring it down to earth by considering possible examples.)23
A further claim often made by proponents of nonlinear justification and
by coherentist views generally is that the relevant system of beliefs in rela-
tion to which issues of coherence and so of justification are to be decided
is the entire set of beliefs held by the believer in question. Indeed, this is
frequently taken completely for granted with little discussion. But such an
extreme holism is in fact not required in any very clear way by the logic of
the nonlinear view, and it moreover poses serious problems that the coher-
entist might be better advised to avoid. The already rather uncertain idea of
coherence becomes even more so when applied to comprehensive systems
of beliefs, which will inevitably contain many beliefs having no discernible
connection with each other. Moreover, even the minimal requirement of
consistency is in fact rather unlikely to be fully satisfied by actual systems of
belief. For these reasons, it seems to be a mistake for the coherentist to take
his holism this far; and there is in fact no very obvious reason why, assum-
ing that the coherence of a system of beliefs can indeed serve as a basis for
justification, it might not be the coherence of some smaller group of beliefs
that functions in this way in particular cases. (Though this admittedly raises
the far from easy issue of just what the relevant group or system is in relation
to a particular belief.)

(3) Coherentism and Sense Perception


A third crucial issue facing the would-be coherentist is what to say about the
epistemic role of sense perception.24 Here the coherentist seems to be faced
with a stark choice. One alternative would be to simply deny that sense per-
ception plays any genuine justificatory role—deny, that is, that the fact that
a belief is a result of perception or of perceptual experience is relevant in any
way to a reason for thinking that it is true. A coherentist who adopts this
line need not deny the seemingly obvious fact that many of our beliefs are in
fact caused by sensory experience and in that way count as perceptual. But
he must insist that merely being produced in this way gives them no special
justificatory status, so that their justification has to be assessed on the same
basis as that of any other belief, namely by how well they fit into a coherent
system of beliefs. Thus, according to this sort of view, a belief that is a mere
hunch or is a product of wishful thinking or even is just arbitrarily made up,
Foundationalism and Coherentism  191

but that coheres with a set of other beliefs (perhaps arrived at in the same
ways!), will be justified; while a perceptual belief that is not related in this
way to other beliefs will not be.
But such an extreme repudiation of the justificatory relevance of sensory
perception or observation is both quite implausible from a common-sense
standpoint and also greatly aggravates the issue, to be considered next, of
why the fact that a belief satisfies the test of coherence constitutes a reason
for thinking that it is true. For these reasons, few coherentists have been
willing to go this far.25 But the alternative is to try to somehow accommodate
an important justificatory role for sense perception within the coherentist
framework, without thereby slipping back into foundationalism—something
that it is not at all easy to see how to do.
Perhaps the best alternative on this issue for a coherentist is to continue to
insist that sensory experience in itself merely causes beliefs but cannot justify
them, while adding that the fact that a belief was caused in this way rather
than some other can play a crucial role in a special kind of coherentist justifi-
cation. The idea here is that the justification of these observational beliefs (as
they will be referred to here), rather than appealing merely to the coherence
of their propositional contents with the contents of other beliefs (so that the
way that the belief was produced would be justificationally irrelevant), might
appeal instead to a general background belief that beliefs caused in this spe-
cific way (and perhaps satisfying further conditions as well) are generally true,
where this general belief is in turn supported from within the system of beliefs
by inductive inference from many apparently true instances of beliefs of this
kind (with the alleged truth of these instances being in turn established by
various specific inferences falling under the general heading of coherence).
Such observational beliefs would obviously not be arrived at via inference, but
they would still be inferentially justified in a way that depends ultimately on
coherence: the coherence of the general belief about the reliability of beliefs
caused in this way with the rest of the relevant system of beliefs.
In this way, it might be claimed, observational beliefs that depend in
a way on perception and perceptual experience can after all play a role in
coherentist justification. Moreover, beliefs justified in this way, since their
justification does not depend on their specific content but only on the way
that they are caused, could either agree with or conflict with other beliefs
that the person holds, thus providing the sort of independent check or test of
one’s beliefs that sense perception is often claimed to provide. And a coher-
entist view could seemingly require (not merely allow) that beliefs justified
in this way play a substantial justificatory role, while still retaining its basic
coherentist character.26
192  Chapter Nine

(4) Coherence and Truth


We come now to the most fundamental and obvious issue of all: Why is the
fact that a belief satisfies the standards of a coherentist account of the sort
just sketched supposed to show that it is justified in the sense of there being
a good reason for thinking that it is true? What bearing does coherence have
on truth or likelihood of truth (assuming, as we will here, that a coherence
theory of truth itself is unacceptable27)?
We may approach this issue by considering first how a coherentist might
respond to two related, but more specific issues. The first of these is what is
usually referred to as the input or isolation problem. Given the obvious facts,
first, that there is much more to reality than a person’s system of beliefs and,
second, that most of those beliefs purport to describe that larger reality, the
obvious question is then why the fact that those beliefs are coherent with
each other constitutes any reason to think that what they say about the
reality external to them is true or correct. Why couldn’t a system of beliefs
be perfectly coherent while nonetheless entirely impervious to any sort of
influence or input from external reality, thus being completely isolated from
it? But if this were so, it could seemingly be only an unlikely accident or
coincidence if the beliefs in question happened to be true. Thus, it is argued,
coherence is irrelevant to truth and so provides no basis for justification.
It is at this point that the proposed coherentist account of sensory obser-
vation becomes critical. For if that account can be fleshed out and defended,
then the coherentist may have a response to this objection. He can say that
the observational beliefs justified in the way indicated earlier are after all
caused by external reality and so represent a kind of external input to the
system of beliefs that can solve the isolation problem. Note that this response
depends on the fact that the way that observational beliefs are caused plays
a role in their justification (and also on the requirement that beliefs justi-
fied in this way play a substantial justificatory role); if they were caused in
this way but justified solely on the basis of the coherence of their contents
with those of other beliefs, thus being on a par with hunches, products of
wishful thinking, beliefs resulting from mere dogmatism, and so on (or if
such observational beliefs were simply too rare to have much impact), then
the influence of the world on the system of beliefs would be too minimal to
make truth likely.
A second problem is raised by the apparent possibility of alternative coher-
ent systems. Since coherence is a purely internal property of a group or system
of beliefs, it seems possible to invent indefinitely many alternative systems
of belief in a purely arbitrary way and yet make each of them entirely coher-
ent, with any possible belief that is internally consistent and coherent being
Foundationalism and Coherentism  193

a member of some of these systems. But since the beliefs in one such system
will conflict with those in others, they obviously cannot all be justified. Thus
there must be some basis other than coherence for choosing among these
systems and the beliefs they contain, so that coherence is not by itself an
adequate basis for justification.
Here again the best coherentist response will depend on the suggested
coherentist account of observation. For if that account can be made to work,
then the coherentist can seemingly require that any system whose coherence
is to be a basis for genuine justification (i) must include such an observational
ingredient and (ii) must remain coherent as new observational beliefs are
added. Since the justification of the observational beliefs depends primarily
on how they are caused28 and not on their specific content, they have the po-
tential to conflict with other beliefs in the system. Thus there is no apparent
reason to think that just any arbitrarily invented system of beliefs will satisfy
both of these further requirements, that satisfying (i) will not lead to a failure
to satisfy (ii). Indeed, though the issues are more complicated than this brief
discussion can convey, there is no very clear reason for thinking that more
than one system will succeed in doing this in the long run.
The responses to these two more specific problems also point toward a
coherentist response to the general problem of truth. If (but this is still a
very big if) the coherentist account of observational input can be successfully
elaborated and defended, then the coherentist can perhaps argue that the
best explanation for the long-run coherence of a system of beliefs in the face
of continued observational input is that the beliefs in the system are being
systematically caused by an external reality that they accurately depict, and
hence that they are likely to be true.29 Even apart from the worries about the
account of observation itself, there is much more that would have to be done
to spell out and elaborate this argument,30 but for now, this initial outline of
how an argument linking coherence with truth might go will have to do.
We thus have the basic outline and rationale of a coherentist account of
epistemic justification, one that seems on the surface to avoid foundational-
ism. But can such a view really succeed? Or are there serious, perhaps even
insuperable problems lurking here? (Stop at this point and see if you can
think of what sorts of objections such a coherentist view might face.)

Some Objections to Coherentism


In fact, there are many serious objections to coherentism. Here I will con-
sider only three of them, one having to do with the idea of coherence itself
and the other two both having to do in different ways with the general issue
of the accessibility of coherentist justification to the believer.
194  Chapter Nine

First, while the discussion above may suffice to give you some initial grasp
of the concept of coherence, it is very far from an adequate account, espe-
cially far from being one that would provide the basis for comparative assess-
ments of the relative degrees of coherence possessed by different and perhaps
conflicting systems of beliefs. And it is comparative assessments of coherence
that are needed if coherence is to be the sole basis that determines which
beliefs are justified or even to play a significant role in such issues. There are
somewhat fuller accounts of coherence available in the recent literature,31
but none that come at all close to achieving this goal. Thus practical as-
sessments of coherence must be made on a rather ill-defined intuitive basis,
making the whole idea of a coherentist epistemology more of a promissory
note than a fully specified alternative.
Second, if coherence is to be the basis for empirical justification,32 then
an internalist coherence theory must require that the believer have an ad-
equate grasp or representation of the relevant system of beliefs, since it is in
relation to this system that coherence and so justification are determined.
Such a grasp would presumably take the form of a set of reflective beliefs (or
perhaps one comprehensive reflective belief) specifying the contents of the
relevant system. And the glaring difficulty is that the coherentist view also
seemingly precludes there being any way in which such reflective beliefs are
themselves justified. Such beliefs are obviously contingent and presumably
empirical in character; and yet any appeal to coherence for their justification
would seem to be plainly circular or question-begging, since what is at issue
is in part the specification of the very system of beliefs in relation to which
coherence is to be assessed. Until I have a justified grasp of the contents of the
relevant system, I can’t tell which reflective beliefs of this kind are justified;
but a justified grasp of the contents of that system depends on a prior answer
to just this question.
Here it is in fact hard to avoid suspecting that would-be coherentists have
failed to adequately purge themselves of an intuitive outlook that is really
compatible only with foundationalism. From a traditional foundationalist
standpoint, there is of course no real problem about one’s grasp of one’s own
beliefs, since this is a matter of immediate experience for occurrent beliefs
and can be made so for dispositional beliefs. But coherentists reject any such
appeal to immediate experience, and so cannot legitimately appeal to this
sort of access. And there seems to be no alternative account within the con-
fines of coherentism that would allow the believing subject to have justified
access to the contents of his system of beliefs and so to whatever justification
the coherence of that system can provide.
Foundationalism and Coherentism  195

Third, a less obvious but equally serious objection pertains to the coher-
entist’s attempted account of observational input and the accompanying
answer to the alternative coherent systems objection and argument for the
connection between coherence and truth. An essential component of all of
this is the idea that the observational status of a belief can be recognized in
a justified way from within the person’s system of beliefs, for only then could
this status be used as a partial basis for the justification of such a belief, which
then in turn would allow such observational beliefs to be appealed to for
these various further purposes. Here again, recognizing that a belief is a result
of sensory observation rather than arbitrary invention is at least reasonably
unproblematic from a foundationalist standpoint that can invoke immediate
experience. But for a coherentist, the basis for such a recognition can only be
the further belief, itself supposedly justified by coherence, that a given belief
has this status. And then there is no apparent reason why the various alter-
native coherent systems cannot include within themselves beliefs about the
occurrence of various allegedly observational beliefs that would not conflict
with and indeed would support the other beliefs in such a system, with these
supposed observational beliefs being justified within each system in the way
indicated above. Of course, such beliefs will not in general really be observa-
tional in character, but the coherentist has no way to appeal to this fact that
is compatible with his coherentist framework. As long as it is only beliefs and
the relations among them that can be appealed to for justification, the belief
that a specific observation has occurred is all that matters, and whether such
a belief was really caused in the right way becomes entirely irrelevant.
Thus there is no way consistent with coherentism to distinguish genuine
observational input from this counterfeit variety. And, in consequence, there
is also no way on the basis of the only sort of “observation” that is inter-
nally recognizable to answer the isolation and alternative coherent systems
objections or to argue from coherence to likelihood of truth. A system that
receives genuine observational input may thereby receive input from reality
and may be unlikely to remain coherent unless that input (and so also the
system that coheres with it) reflects the way that reality is, rather than being
arbitrarily invented. But a system that merely contains beliefs about such
input may still be entirely isolated from reality, may be merely an invented,
internally coherent fantasy, and may be arbitrarily far from the truth. For this
reason, coherence, even when supplemented with the coherentist version of
observation, does not seem to yield any basis for genuine epistemic justifica-
tion. (This last point is very difficult, and you will have to think about it at
some length to be sure that you see it clearly.)
196  Chapter Nine

These objections, and especially the last, appear to be completely devas-


tating to coherentism. I note in passing that it might be possible to avoid or
at least mitigate them by adopting an externalist version of coherentism. But
externalism, as we will see in the next chapter, faces serious problems of its
own; and in any case, an externalist version of coherentism would have no
dialectical point, since if externalism were otherwise acceptable, a founda-
tionalist version would be much more straightforward and easier to defend.

Back to Foundationalism?
The sort of view that is often regarded as the main contemporary alternative
to foundationalism has been examined and found wanting, but that is not
enough, of course, to answer the anti-foundationalist arguments, in particu-
lar the arguments purporting to show that sensory experience is incapable of
justifying conceptual beliefs and thus incapable of providing a foundation of
the sort that the foundationalist is seeking. We thus need to return to those
arguments and see whether they are really as compelling as they have often
been taken to be.
It will be useful to begin with the second of the two arguments that were
presented earlier in this chapter. This argument, as we saw, takes the form of
a dilemma concerning the apprehension of the character of the experience,
mainly sensory experience, to which the foundationalist wants to appeal for
the justification of foundational beliefs: if the character of such experience
is apprehended in a conceptual or propositional state, a belief or belief-like
state, then it seems capable of providing a reason for thinking that further
beliefs are true, but is also itself in need of justification; whereas if the appre-
hension of the character of experience is not in conceptual or propositional
terms, if it does not involve any apprehension that the experience in question
has one sort of general or classificatory character rather than another, the
need for justification is avoided, but at the cost of rendering the apprehen-
sion seemingly incapable of providing justification for any further belief.
The suggestion that I want to offer here will be at least a bit easier to see
if we focus initially on a somewhat special case, the case where the (alleged)
basic belief in question is the reflective belief that I have some other specific
occurrent belief: the belief that I am presently and consciously believing
some specific thing. The natural place to look for justification for such a
reflective belief is to the experience of having the other belief in question.
And here the crucial fact that, I will suggest, allows an escape between the
horns of the dilemma just mentioned is that my most fundamental experi-
ence or awareness of one of my own occurrent beliefs is neither a separate
Foundationalism and Coherentism  197

reflective belief or belief-like state that would itself require justification nor
a purely noncognitive awareness that fails to reflect the specific character of
the apprehended state (in this case, mainly the propositional content of the
belief). Instead, I suggest, to have a conscious occurrent belief just is, in part,
to have a conscious awareness of the content of that belief (and also of one’s
accepting attitude toward that content), an awareness that is not reflective
(or “second order”) in nature, but is instead partly constitutive of the first-
level occurrent belief state itself. My further suggestion is then that it is by
appeal to this nonreflective, constitutive awareness of the belief content that
a reflective, second-order belief can be justified—though we now see that it
is this constituent, nonreflective awareness rather than the reflective belief
that ultimately deserves to be called “basic.”
The ideas in the previous paragraph are perhaps more difficult and philo-
sophically sophisticated than anything that you have encountered so far in
this book, so I want to pause a bit to try to get them into clear focus. The
main distinction is between (a) a belief that is about another, distinct belief
(and thus reflective or “second-order”) and (b) the conscious awareness of a
belief’s own content that is, I am claiming, a constitutive or intrinsic feature
of any conscious, occurrent belief, without the need for a second, indepen-
dent belief. To take a specific example, suppose that I have the first-order,
conscious or occurrent belief that the sun is shining (using italics to indicate
the content). Then the relevant second-order or reflective belief would have
the content I (presently) believe that the sun is shining. (This second-order be-
lief is one that I might or might not actually have; we do not reflect in this
way on all of our beliefs, and indeed we could not do so—think about it.)
Thus whereas the intrinsic or constitutive awareness of the content of the
first-order belief, an awareness that always occurs when I have such a con-
scious belief, would just be the conscious thought the sun is shining, with no
explicit reference to me as the thinker, the second-order, reflective belief is
explicitly about me having that first-order belief and thus must of course refer
explicitly to me. The crucial point is simply that an occurrent belief is, after
all, a conscious state, and that what one is primarily conscious of in having
such a belief is precisely its propositional content (together with the accept-
ing—as opposed to doubting or wondering—attitude toward that content,
but with no explicit reference to the person who has the belief).
If this is right, then this first-order, constitutive awareness of content can
seemingly provide a justifying reason for the second-order, reflective belief
that I have an occurrent belief with that very content. Indeed, in the normal
case, it is precisely because I am aware in the constitutive way of the con-
tent of my belief that I am led, when and if I reflect, to form the reflective
198  Chapter Nine

belief that I have such-and-such a first-order belief. But, at the same time,
there is no apparent way in which the nonreflective, constituent awareness
of content itself requires any sort of justification: an issue of justification
can, of course, be raised about the belief as a whole (do I have any reason to
think that the sun is shining?), but not about my nonreflective awareness of
the content of the belief. Because of its nonreflective, constituent character,
this “built-in” awareness, as it might be described, thus neither requires any
justification, nor for that matter even admits of any. Indeed, this constituent
awareness of content might be said to be strictly infallible in something like
the way that many foundationalist views historically have claimed for basic
or foundational beliefs: because it is this constitutive or “built-in” awareness
of content that gives the belief its specific content, that makes it the particu-
lar belief that it is with the content that it has (rather than some other belief
or some nonbelief state), there is apparently no way in which this awareness
could be mistaken, simply because there is no relevant fact independent of
the awareness itself for it to be mistaken about.33
This infallibility does not, however, extend to the reflective, second-
order belief: though such a belief can, I am claiming, be justified by appeal
to the awareness that is a constitutive feature of the first-order belief that is
its object, it would still apparently be possible to reflectively misapprehend
the content of one’s own belief, to have a reflective belief that does not
accurately reflect the content contained in the constitutive or “built-in”
awareness. Such a mistake might be due to mere inattention, or it might
result from the complexity or obscurity of the belief content itself or from
some further problem or disorder. But unless there is some reason in a par-
ticular case to think that the chance of such a misapprehension is large,
this mere possibility of error does not seem enough to prevent the reflective
belief from being justifiable by appeal to the constituent awareness. That
I find myself apparently aware in the constitutive way of the very content
that the second-order, reflective belief claims that I believe is surely still in
general a good reason, even if not a conclusive one, for thinking that the
reflective belief is correct.
The foregoing provides an outline of how one specific sort of belief, namely
a reflective, second-order belief about the existence and content of one of my
own conscious, occurrent beliefs, can be basic or foundational in the sense of
there being an internally available reason why it is likely to be true without
that reason depending on any further belief or other cognitive state that is
itself in need of justification—though, as we have seen, it is really the con-
stitutive awareness of content rather than the reflective belief that ultimately
turns out to be foundational. But though my immediate awareness of my own
Foundationalism and Coherentism  199

occurrent beliefs is a part of my overall immediate experience and plays some


role in justification, the most important part of that experience for issues of
justification is my immediate awareness of sensory content. My suggestion is
that an essentially parallel account can be given of how this awareness too
can justify foundational beliefs.
Consider then a state of, for example, visual experience, such as the one
that I am presently having as I look out of the window in my study (see the
rough description offered earlier in this chapter). Like an occurrent belief,
such an experience is of course a conscious state. This means, I suggest, that
in a way that parallels the account of occurrent beliefs offered above, it auto-
matically involves a constitutive or “built-in,” nonreflective awareness of its
own distinctive sort of content, in this case sensory or “phenomenal” con-
tent: to have such a phenomenal experience just is to be consciously aware
of all of its nonconceptual content, however complicated it may be (for not
to be aware of some of that content would be to not be having that specific
experience). And, again in parallel fashion, such an awareness is in no need
of justification and is indeed in a sense infallible in that there is no sort of
mistake that is even relevant to it—no possible discrepancy between the
content that I am aware of and the actual content of the experience. Thus
this awareness of sensory content is also apparently able to justify reflective
beliefs that are about that content.
Suppose, for example, that I am having a visual experience that involves,
among other things, a triangular patch of bright green in the middle of my
visual field. To have such an experience is to be aware of such a patch. And
now if I come to also have the reflective belief that I am experiencing a patch
of bright green in the middle of my visual field, this belief can seemingly be
justified by appeal to the very constitutive or built-in awareness of the green
patch that is part of what makes that experience the specific experience that
it is. Here, once again, mistakes are possible: in a moment of inattention, I
might fail to notice that the second-order belief and the actually experienced
sensory content do not quite agree. But the fact that this is possible has, I
suggest, no tendency at all to show that finding or seeming to find the sec-
ond-order belief to be in agreement with the actually experienced content is
not still an excellent reason, indeed the best possible one, for thinking that
the second-order belief is true.
But does this really answer the anti-foundationalist arguments offered
above? Even if it is correct that the constitutive or built-in awareness raises no
further issue of justification, is there really an intelligible justificatory relation
between it and a basic belief about the character of the experience? Perhaps
this relation of justification is plausible enough in the case considered earlier,
200  Chapter Nine

where the constitutive awareness is an awareness of the content of an occur-


rent belief, for there the awareness of content is still in conceptual terms that
connect in an obvious way with the conceptual content of the reflective be-
lief, even if the constitutive awareness involves no conceptual judgment about
the occurrence of that content that could demand justification. (Think again
about the example described earlier.) But does this really work in the present
and ultimately more important case, in which the content of the constitutive
awareness is, as we saw earlier, not at all in conceptual terms (so that some,
indeed, would refuse even to describe it as “content”)? Aren’t the earlier argu-
ments still correct that there can be no intelligible justificatory relationship
between the constitutive awareness of content of this sort and a conceptual
belief that purports to describe it? (Here is a good place to stop and think
about the issue for yourself, before proceeding.)
In fact, we are now in a position to see that these arguments rest on too
simple a view of the alternatives for the relation between a sensory experi-
ence and a conceptual belief. If we grant (and indeed insist) that the specific
content of such an experience is itself nonpropositional and nonconceptual
in character, then it is quite correct that there can be no strictly logical or
inferential relation between (a) this content (or the constitutive awareness
thereof) and (b) a reflective, conceptual belief about that content. Since the
awareness of nonconceptual content (the awareness of the green, triangular
patch) is neither true nor false (because it makes no conceptual claim at all),
it cannot be the case (as an inference would require) that its truth guaran-
tees the truth of the belief (that I am experiencing such a patch). But such
an experience, like other kinds of nonconceptual phenomena, can of course
still be conceptually described with various degrees of detail and precision.
The relation between the nonconceptual content and such a conceptual de-
scription of it is not logical or inferential, but it is also obviously not merely
causal. Rather it is a descriptive relation, one in which the thing described
does or does not fit or conform to the description. And where such a relation
of description exists, the actual character of the nonconceptual object can
obviously constitute a kind of reason or basis for thinking that the descrip-
tion is true or correct (or equally, of course, untrue or incorrect).
Thus suppose once again that I have a specific conscious state of sensory
experience (an experience that includes a green and triangular patch in the
middle of my visual field), and am, as already argued, consciously but non-
conceptually aware of the specific sensory content of that state simply by
virtue of having that experience. Suppose that at the same time I entertain
a reflective belief that purports to describe or conceptually characterize that
perceptual content, albeit no doubt incompletely (the reflective belief that I
Foundationalism and Coherentism  201

have a green and triangular patch in the middle of my visual field). Assuming
that I understand the descriptive content of that belief—that is, understand
what sort of experience it would take to fit or satisfy the conceptual descrip-
tion—then I seem to be in a good, indeed an ideal, position to judge whether
the conceptual description is accurate, whether it fits or agrees with the
nonconceptual experience I am actually having, and if it apparently does so,
to be thereby justified in accepting the belief.
Once again there is no reason to think that mistake is impossible and thus
no reason to think that such a reflective belief is infallible. But as long as
there is no special reason for suspecting that a mistake has occurred, the fact
that such a belief seems to me on the basis of direct comparison to accurately
characterize the conscious experience that I am having and that it purports
to describe seems to be an entirely adequate reason for thinking that the
description is correct and hence an adequate basis for justification.
It is important to emphasize, however, that a reason that appeals in this
way to a descriptive fit between a descriptive belief and what the belief
is about is only available in a case where the believer has some sort of
independent access to the character of the nonconceptual item, that is, an
access that does not depend on the conceptual description itself. In most
other cases, such as one where it is some physical object or situation that
is being described, the believer could have an access that is independent
of the description in question only by having a second conceptual state
embodying a second description, and this second description would of
course itself equally require justification, so that no genuinely foundational
justification would result.34
But in the very special case we are concerned with, where the non-
conceptual item being described is itself a conscious state, one can, I am
suggesting, be aware of its character, and thus of the very thing on which
the truth of the belief depends, via the constitutive or “built-in” awareness
that any conscious state involves, without the need for a further conceptual
description—and thereby be in a position to recognize directly the truth (or,
of course, the falsity) of a reflective belief about that state. Here we seem
indeed to be in a position to make a direct comparison between a concep-
tual description and the nonconceptual chunk of reality that it purports to
describe—something that seems intuitively to be essential if our conceptual
descriptions are ever to make contact with reality in a verifiable way.35 Such
a comparison is only possible, to be sure, where the reality in question is
itself a conscious state and where the description in question pertains to the
conscious content of that very state, but in that specific case it seems to be
entirely unproblematic.36
202  Chapter Nine

Thus a fairly standard version of foundationalism seems to have an ad-


equate response to the second general sort of objection to foundationalism
distinguished earlier: the one that pertains to the nature and justification of
the foundational beliefs themselves. As already suggested, however, this re-
sponse seriously aggravates the first kind of objection, the one that challenges
whether the rest of what common sense regards as knowledge can be justified
on the basis of the foundation thus arrived at. Whether the foundationalist
can meet this sort of objection depends mostly on the eventual resolution of
the issues discussed in chapter 7 (and, to a lesser extent, in chapters 4 and
8), issues which we will not pursue further here.37
CHAPTER TEN

Internalism and Externalism

A second conspicuous feature of the Cartesian approach to epistemology,


one that has also been the object of serious challenge in recent times, is its
internalist character. For Descartes and those who follow his lead, epistemic
justification or reasonableness can, as we have seen, depend only on matters
which are within the cognitive grasp of the believer in question, that is, of
which he or she is or at least can be in some way justifiably aware: matters
that are, as it might be put, accessible from within his or her first-person
cognitive perspective. (This is a rather vague formulation that will need to
be amplified and clarified.) Indeed, though this has sometimes been disputed,
it seems plausible to say that until very recently an internalist approach was
assumed without question by virtually all philosophers who paid any serious
attention to epistemological issues.
But in spite of this historical consensus, many recent epistemologists
have argued that the internalist conception of justification is fundamentally
mistaken, that epistemic justification can depend in part or perhaps even
entirely on matters to which the believer in question need have no cogni-
tive access at all, matters that are entirely external to his or her cognitive
viewpoint. Thus, to take the most widely-held recent externalist view, a
belief might allegedly be justified for a particular believer simply because
the causal process that led to its adoption is cognitively reliable, that is, is a
process of a general kind that in fact produces true beliefs in a high propor-
tion of the cases in which it occurs—even if both the nature of the process

203
204  Chapter Ten

and its reliability are entirely unknown and cognitively inaccessible to the
believer in question.
Think very carefully about this externalist conception of justification.
Having read this far in the present book, the idea that justification could
result in this way from things that are external to the believer’s cognitive
perspective might seem puzzling or even bizarre. How, you may want to ask,
can a belief be justified for someone in virtue of a feature that he or she is
entirely unaware that it possesses? Indeed, if features of a belief that are in
this way external to the believer’s cognitive perspective can yield justifica-
tion, why could truth itself not play this role? Surely the fact that a belief
is true is, in a way, the best possible reason for holding it, so that if access
to the justifying feature by the believer is not required, why shouldn’t we
conclude that any true belief is justified simply by virtue of being true, no
matter how or why it was arrived at or how irrational or careless or even
crazy the person in question may have been. In fact, no externalist is willing
to go quite this far, but in a way that merely heightens the puzzling character
of the externalist view: why should some external facts and not others be
relevant to justification?
The aim of the present chapter is to explore the recent controversy be-
tween internalist and externalist views of epistemic justification.1 I will start
by elaborating and clarifying the basic idea of internalism, and then proceed
to consider, first, externalist objections to internalism, second, a leading
example of an externalist view (the reliabilist view just briefly adumbrated),
and, third, some major objections to externalism. This will put us in a better
position to understand what is really at stake between the opposing views
and to attempt on that basis to arrive at a tentative resolution of the issue.

What Is Internalism?
The fundamental claim of internalism, as already noticed several times
above, is that epistemological issues arise and must be dealt with from within
the individual person’s first-person cognitive perspective, appealing only to
things that are accessible from that standpoint. The basic rationale is that
what justifies a person’s beliefs must be something that is available or acces-
sible to him or her, that something to which he has no access cannot give him
a reason for thinking that one of his beliefs is true (though it might conceiv-
ably provide such a reason for another person viewing him from the outside).
But there are some possible misunderstandings of this basic idea that need to
be guarded against.
Internalism and Externalism  205

First, although the general Cartesian point of view that we have largely
followed in this book holds that what is available in a person’s first-person
cognitive perspective is initially limited to (i) facts about the contents of his
or her conscious mental states, together with (ii) facts or truths that are self-
evident on an a priori basis, this rather severe limitation is not mandated by
internalism as such. Thus, to take the most important alternative possibility,
if it were possible to defend a version of direct realism2 according to which
some perceptual beliefs about material objects are directly justified without
the need for any inference from the content of sensory experience, then the
facts about the physical world apprehended in this way would also be directly
accessible from the first-person cognitive perspective and would thereby con-
stitute part of the basis for internalist justifications. I am doubtful, for reasons
indicated briefly in the earlier discussion, that any view yielding this result
can in fact be successfully defended, but that is a separate issue.
Second, the basic internalist requirement is sometimes misconstrued as
saying that justification must depend only on the believer’s internal states, that
is, on states that are, from a metaphysical standpoint, properties or features of
that individual person. This would make it easy to understand why facts about
the contents of conscious mental states can contribute to internalist justifica-
tion, but would make it puzzling why facts pertaining to other sorts of internal
states, such as dispositional or unconscious mental states or even states that are
purely physical or physiological in nature, cannot do so as well. And it would
be even more puzzling why self-evident truths that have nothing specifically
to do with the individual person and his or her internal states (for example,
truths of logic and mathematics) are also supposed to be acceptable as part
of the basis for internalist justification.3 But in fact this understanding of the
internalist requirement is simply mistaken. As already briefly indicated, the
“internal” of internalism refers to what is internal to the person’s first-person
cognitive perspective in the sense of being accessible from that perspective, not
necessarily to what is internal in the sense of being metaphysically a state or
feature of that person. Thus the contents of conscious mental states satisfy the
internalist requirement, not simply because they are features of internal states
of the person, but rather because those contents are arguably (see chapter 9)
accessible in the right way. And if self-evident a priori knowable truths are
also accessible from the first-person cognitive perspective (as both moderate
empiricists and rationalists hold), then those truths are equally acceptable as
part of the basis for internalist justification.
Third, the internalist need not deny that facts of other sorts can also
come to be accessible in the required way from the first-person cognitive
206  Chapter Ten

perspective. Thus, for example, if the reliability of certain sorts of testi-


mony can be cogently established by reasoning that begins from what is ini-
tially available there, perhaps along the lines discussed in chapter 8, then
the supposed facts reflected in such testimony become indirectly available as
a basis for internalist justification. The internalist’s insistence is only that
such indirect availability must be grounded in reasons or arguments that
begin from what is directly available—that is, available initially, before
such further reasons or arguments are invoked.
Fourth, and most fundamentally of all, what is available from the first-
person cognitive perspective must provide a complete reason for thinking that
the belief in question is true, and whatever is needed to fully grasp this reason
must be included in what is accessible. Thus, for example, to have internal
access to some fact that could provide the basis for a justifying reason without
also having access to whatever logical or inferential connection that reason
also depends on is not to have full internal access to the reason in question.

Arguments against Internalism


As already noted, there are many recent epistemologists who reject internal-
ism in favor of externalism. What reasons or arguments do they give? Though
others have sometimes been suggested, by far the most important and widely
advocated objections to internalism are the following two.
First, there is the claim that the internalist cannot give an intuitively ac-
ceptable account of the cognitive or epistemic condition of unsophisticated
epistemic subjects: higher animals, young children, and even relatively unso-
phisticated adults. Take higher animals first, as perhaps the clearest case.4 I
once owned a German shepherd dog named Emma. Emma was, judging from
her behavior, a remarkably intelligent dog. She understood a wide range of
commands, seemed to exhibit an excellent memory for people and places
(even those that she had not encountered for a long time), and could be
amazingly subtle and persistent in communicating her desires and prefer-
ences and in responding to novel situations. Anyone who observed her very
closely would, I think, have found it impossible to deny that Emma had con-
scious beliefs and desires, together with other conscious mental states such
as excitement or fear. But did Emma have any reasons or justification for her
beliefs? Did she have any knowledge?
No one viewing Emma from the outside could, I think, have been entirely
sure of the answer to this question. But despite her intelligence, it is hard to
believe that Emma engaged in very much or indeed any reasoning, and still
harder to believe that she was capable of understanding complicated argu-
Internalism and Externalism  207

ments. Indeed, it is doubtful whether Emma could have even understood the
basic idea of having a reason for a belief, an understanding that seems to be
required for her to have had fully explicit access to any reasons at all. Thus it
is hard to avoid the conclusion that Emma had no justified beliefs and hence
no knowledge, a result that is alleged by the proponent of this first objection
to be highly implausible. Surely, it is argued, Emma was justified in believing
and, perhaps even more clearly, knew such things as that there was a squir-
rel on the other side of the quad (as she skulked carefully toward it, freezing
if it should happen to look in her direction) or that the person at the front
door was her good friend Marc (as her initial hostile barking at the person’s
approach gave way to yelping and jumping with excitement and joy). (Think
about this issue for yourself, using whatever dogs or cats or other higher ani-
mals you have known as examples. Is the objection right about both of the
points in question: (a) that animals like Emma have no access to internalist
reasons or justification; and (b) that they undeniably do have justified beliefs
and knowledge?)
This objection to internalism, already at least reasonably compelling in
relation to creatures like Emma, seems perhaps even more forceful when
applied to relatively young children and to unsophisticated or cognitively
limited adults. Surely, it is argued, no one in either of these categories is
really able to understand complicated arguments of the sort, for example,
that we have seen to be apparently required to arrive at a good reason for
accepting an inductive conclusion or one about the external material world
(assuming that direct realism doesn’t work). Indeed, most fully mature
and capable adults have not in fact even encountered such arguments or
formulated them for themselves, making it hard to see how an internalist
can consistently say that the beliefs of even individuals like these about
such matters are justified or constitute knowledge. But surely, it is alleged,
it is much more obvious that some or all of these various kinds of relatively
unsophisticated individuals (and surely the mature and capable adults) do
have justified beliefs and do have knowledge of the sorts in question than
it is that internalism is true. And thus if internalism yields such implausible
results, it should be rejected.
Second, while the first objection in effect concedes, for the sake of the
argument, that successful internalist justifications for inductive beliefs or
beliefs about the external world or other beliefs that common sense regards
as justified can be in fact found, denying only that these are accessible to
unsophisticated subjects (and possibly even to most of the mature and ca-
pable ones), the second objection argues that is it is in fact far from obvious
that any acceptable internalist justification, whether generally accessible or
208  Chapter Ten

not, can be found for many of these beliefs. This is a point that any reflec-
tive reader of this book should be able to appreciate. Because of the various
problems discussed in earlier chapters, it is at least possible from an internal-
ist perspective—and perhaps even, as many would argue, likely—that no
adequate justification for many or perhaps even most of our beliefs can be
found, in which case no one would have justification or knowledge concern-
ing the matters in question if internalism is correct. But this is again, it is al-
leged, an extremely implausible and intuitively unacceptable result, making
the internalist view that leads to it equally unacceptable.
It is obvious that these two arguments are closely related and similar in
their basic thrust. One way to put them together would be to argue that if
internalism is correct, only at best a few epistemologists and students of epis-
temology will have access to good reasons for the vast majority of the beliefs
that common sense regards as justified and as constituting knowledge (see
again the list in chapter 1). But this once again seems extremely implausible,
and so, it is claimed, internalism must be mistaken.
The problems that these arguments point to are real, and there is no
very simple and straightforward reply available to them from an internalist
perspective. Here, as so often in philosophy, we will have to see what the
alternative view looks like before we will be in a position to decide which of
the two views is really more plausible overall. But there is one issue worth
raising at this point for you to think about as we proceed, and that is the is-
sue of what the specific content of the common-sense intuitions with which
internalism is allegedly in conflict really is. Is the common-sense view merely
that ordinary people or children or beings like Emma have knowledge and
justification in some unspecified sense or other in relation to the beliefs in
question?—in which case, the accounts of justification or knowledge offered
by the externalist (which we have so far indicated in only the sketchiest way)
might be enough to satisfy those intuitions. Or is the content of the relevant
intuitions not rather that the beings in question have knowledge and justi-
fication in just the specific senses that the internalist advocates: that they
have true beliefs which they have good reasons for thinking to be true?—in
which case showing that the beliefs in question are justified in an externalist
sense wouldn’t really help to avoid a conflict with those intuitions.5

A Leading Version of Externalism: Reliabilism


It is time to look more closely at a specific externalist view. Though a
number of different such views have been proposed, we will focus here on
the one that has been perhaps the most widely discussed and advocated,
Internalism and Externalism  209

namely reliabilism.6 Reliabilism has been mainly advocated as a view con-


cerning the nature of epistemic justification, and it is in that form that we
will consider it here.7
The central idea of reliabilism, as already briefly noted earlier, is that
what makes a belief justified is the cognitive reliability of the causal process via
which it was produced,8 that is, the fact that the process in question leads to a
high proportion of true beliefs, with the degree of justification depending on
the degree of reliability. If the belief-producing process is reliable in this way,
then (other things being equal) it will be objectively likely or probable to the
same degree that the particular belief in question, having been produced in
that way, is itself true. But what makes the view a version of externalism is
that, as we have seen, reliabilism does not require that the believer in ques-
tion have any sort of cognitive access to the fact that the belief-producing
process is in this way reliable in order for his or her belief to be justified. All
that matters for justification is that the process in question be in fact reliable,
whether or not the person believes or has even the slightest inkling that this
is so or any understanding of what specific sort of process is involved.
The clearest and most initially plausible illustrations of reliabilism involve
belief-producing processes like sensory perception. Thus suppose that a par-
ticular individual is so constituted, as a result of natural endowment and vari-
ous sorts of previous training and experience, that a very high proportion of
his or her visually induced beliefs about medium-sized material objects (such
things as tables, trees, buildings, automobiles, and the like) and processes
in his or her immediate vicinity under favorable conditions of perception
are true. If this is so, then, according to the most straightforward version of
reliabilism, those beliefs are justified.9 The individual in question need have
no belief or any other sort of awareness that the visual process in question
is reliable, nor indeed any very specific conception of what that process in-
volves. Neither he nor for that matter anyone else need have any very direct
or easy access to the fact of reliability should the issue somehow be explicitly
raised. All that matters is that the actual causal process via which such beliefs
are generated is in fact (under those conditions about that sort of subject
matter) highly reliable—whether or not anyone is aware of this at the time
in question or indeed ever. And this is obviously a condition that might be
satisfied by any of the unsophisticated cognitive subjects considered earlier:
by unsophisticated adults, by young children, or by animals like Emma.
When Emma came to believe that there was a squirrel across the quad, then
if her eyes were functioning in such a way that this reliability condition was
satisfied (under the then existing conditions of lighting, distance, and so on),
then her belief was, according to the reliabilist, justified.10
210  Chapter Ten

The reliabilist’s reliable belief-producing processes are not limited, how-


ever, to processes like sensory perception in which no prior beliefs or other
cognitive states are involved in any very obvious way. For example, if the
process of logical or probabilistic inference from other justified beliefs is also
a reliable belief-producing process, then the beliefs that are produced by this
process will also count as justified according to the reliabilist account. Here
too, however, what matters is reliability itself and not any awareness on the
part of the subject that the process is reliable nor any understanding of why
a belief arrived at in this way genuinely follows from the relevant premises.
Thus if Emma made reliable transitions of this sort—for example, came to
believe when she heard the can opener in the late afternoon that she was
about to be fed—even though with no clear or explicit awareness of why or
how she was doing so, her resulting beliefs would still have counted as justi-
fied. Of course, it might turn out that a more specific process that involves ex-
plicit and critical reflection on the logical relations and principles involved
is even more reliable, in which case beliefs that result from a process of this
more specific sort would be even more highly justified.
For the simplest versions of reliabilism, the account given so far is es-
sentially the entire story. But it is also possible to have more complicated
versions of reliabilism, still fundamentally externalist in character, that add
further qualifications of various sorts to ward off potential objections. The
rationale for these will emerge as we consider the objections that have been
raised against reliabilist views.

Objections to Reliabilism
Does reliabilism provide an acceptable account of epistemic justification,
one that can replace the internalist view and thereby avoid the objections
to internalism discussed earlier? In this section, I will consider three main
sorts of objection that have been offered in relation to reliabilist views spe-
cifically. With only minor modification, at least the first two of these also
apply to the other leading versions of externalism, but only the versions
that apply to reliabilism will be discussed explicitly here. The first two ob-
jections question, on broadly intuitive grounds, whether the satisfaction of
the reliabilist condition is (i) necessary or (ii) sufficient for the justification
of a belief, while the third pertains to a difficult problem that arises within
the reliabilist position.
The first objection challenges whether the satisfaction of the reliabilist
condition is necessary for beliefs to be justified, that is, whether only beliefs
that satisfy that condition are justified—as would have to be the case if
reliabilism were successful in providing a complete account of epistemic
Internalism and Externalism  211

justification.11 Imagine a group of people who live in a world controlled by a


Cartesian evil genius of the sort earlier in chapter 2. The evil genius carefully
controls their sensory and introspective experience, producing in them just
the experiences they would have had if they had inhabited a particular mate-
rial world, perhaps one exactly like our own, containing various specific sorts
of objects and processes that interact and influence each other in a lawful
way. The people in this position are, we may suppose, careful and thorough
investigators. They accumulate large quantities of sensory evidence, formu-
late hypotheses and theories, subject their beliefs to careful experimental and
observational tests, and so on. Perhaps they even formulate philosophical
arguments of the sorts considered in Part I of this book for the likely truth of
their resulting beliefs.
Are the beliefs about their apparent world that the people in such a
Cartesian demon world arrive at in these ways justified? (Stop here and
think about this issue before proceeding.) From an intuitive standpoint,
it seems hard (doesn’t it?) to deny that they are. After all, their epistemic
situation may, from their standpoint, well be entirely indiscernible from or
even superior to our own. But in fact, because of the pervasive influence
of the evil genius, the cognitive processes that produce their beliefs are in
fact at least mostly unreliable: their perceptions and observations produce
beliefs that are mostly or entirely false, and even if their further reasoning
is impeccable, it begins with these false premises and so does not lead to
reliable results. Thus the reliabilist apparently must say that the beliefs held
by such people are in fact largely or entirely unjustified, a result that seems
intuitively quite implausible.12
How do reliabilists respond to this objection? Some simply dig in their
heels, “bite the bullet,” and insist that this is the correct result and that the
intuitive impression to the contrary is somehow confused or misleading.
Others, however, have found this result too implausible to accept and have
instead proposed modifications to the reliabilist view that are aimed at avoid-
ing it. Perhaps the most interesting of these is the suggestion that the reli-
ability of a cognitive process, in the sense relevant to justification, should be
assessed, not necessarily in the world that the believer whose beliefs are being
considered in fact inhabits, but rather in “normal” possible worlds—that is,
in possible worlds that actually have the features that our world is common-
sensically believed to have. Thus if the cognitive processes employed by the
victims of the evil genius would be reliable in a world of the sort that we
believe ourselves to inhabit (one that thus, among other things, contains no
evil genius), then those processes count as reliable in the relevant sense. And
if reliability is understood in this way, then the reliabilist can agree that the
212  Chapter Ten

beliefs of the people in the evil genius world are justified.13 (This is a tricky
view, and you will have to think about it carefully.)
How successful is this response? It avoids the objection in question, but
only, it might be thought, at the price of rendering the reliabilist position
seriously ad hoc. It is clear enough why genuine reliability should be thought
to be cognitively valuable, whether or not it is the right basis for justification:
beliefs that are arrived at in a genuinely reliable way are thereby objectively
likely to be true. But why should we value what might be referred to as “nor-
mal reliability,” whether or not it is correlated with genuine reliability? After
all, beliefs that result from processes that possess normal reliability are not,
on that basis alone, to any degree likely to be true.
The second objection is in a way the complement of the first. Instead of
imagining a situation in which the cognitive processes that we take to be
reliable are in fact unreliable, it imagines one in which there is a cognitive
process that is in fact highly reliable, but which we have no reason to regard
as reliable and perhaps even good reasons to regard as unreliable. Thus sup-
pose that clairvoyance, the alleged cognitive ability to have knowledge of
distant occurrences in a way that does not depend on sensory perception
or other commonsensical cognitive processes, does in fact genuinely occur
and involves a process of some unknown sort that is in fact highly reliable
for certain specific people under certain specific conditions (which might
include a limitation to a certain range of subject matter). And suppose that
some person who in fact has this ability arrives at a belief on this basis and
that the requisite conditions for reliability, whatever they may be, are satis-
fied. Such a belief seems to satisfy the reliabilist requirement for justification,
but is it in fact genuinely justified?14
There are several different possible cases here, depending on what else
is true of the person in question. Such a person might (a) have no belief or
opinion at all about the cognitive process involved or its reliability, or (b)
believe, though without justification, that the belief results from a reliable
process, of which he or she may or may not have any very specific concep-
tion, or (c) possess good reasons or evidence of an internalist sort that the
belief in question is false, or (d) possess good reasons or evidence of an inter-
nalist sort that the process in question is not reliable, again with or without
a specific conception of its character.15 (If he or she possesses good reasons
of an internalist sort that the process is reliable, that would of course provide
a basis for an internalist justification.) All of these possibilities are worth
thinking about (and you should try to imagine specific examples of each of
them); but it is the first that seems most favorable to the externalist. It is
hard to see how a further belief about the process that is itself unjustified
Internalism and Externalism  213

can contribute to the justification of the initial belief; and it seems obvious
that a belief that is held in the face of contrary reasons pertaining either to
its subject matter or in the way in which it was arrived at is more suspect as
regards its justification.
Imagine, then, a specific case of sort (a). Suppose that a certain person,
Norman, is in fact a reliable clairvoyant with respect to the geographical
whereabouts of the president of the United States.16 He frequently has spon-
taneous beliefs or hunches, which he accepts without question, concerning
the location of the president on a particular day, and in fact these are always
correct. But Norman pays very little attention to news reports and other
sorts of information about the president and his or her whereabouts and
has never made any effort to check his hunches independently. Nor does
he have any real conception of how these hunches might be produced or
any general views about the reliability of such a process. Clearly (or at least
pretty clearly—see the next objection) Norman’s beliefs resulting from his
spontaneous clairvoyant hunches satisfy the reliabilist’s requirements for jus-
tification, but are they really justified? Or, or the contrary, doesn’t it seem as
though Norman is being thoroughly irrational and so is not in fact justified in
confidently accepting beliefs on this sort of basis? (Think about this question
on your own. One way to develop the issue further is to ask whether Nor-
man would be justified in acting on one of these beliefs if an urgent occasion
should arise: perhaps someone is trying to contact the president on an urgent
matter and asks Norman if he knows where to find him.)
Here again some externalists simply dig in their heels and insist that Nor-
man’s clairvoyant beliefs are justified, dismissing intuitions to the contrary
as misguided. But others respond to this sort of case (and to other, similar
cases of the sorts enumerated earlier) by imposing a further requirement that
amounts to a significant qualification on the reliabilist position: roughly that
the believer not have immediate access to good reasons of an internalist sort
for questioning either the specific belief in question or his or her own general
ability to arrive at such beliefs in the way in question.17 The way that this ap-
plies to Norman is that arguably he should have been suspicious of his beliefs
about the president’s whereabouts, given that he has no reason to think that
he has any sort of reliable cognitive access to such information and given
that people in general do not apparently possess the ability to arrive at reli-
able beliefs in such a way.
There are two questions that need to be asked about this response. One
is whether it is possible to interpret it in such a way as to handle the Nor-
man case without also creating an analogous problem for the reliably caused
beliefs, for example those resulting from visual perception, that the reliabilist
214  Chapter Ten

does want to say are justified on that basis alone. If our only justification for
visual beliefs is of the externalist sort (something that an internalist will of
course deny), shouldn’t we be equally suspicious of them? If not, why not?
The second question is whether it is possible to find a clear rationale for
such a further requirement that is compatible with externalism. Why should
internalist reasons be relevant in this negative way if they are not required
for justification in general? I cannot pursue these questions further here, but
you should think about them for yourself.
The third objection, known as the generality problem, pertains to the very
formulation of the reliabilist position. What the reliabilist says, as we have
seen, is that a belief is justified if the general sort of cognitive process from
which it results is reliable in the way indicated. But at what level of generality
should the relevant process be characterized? Consider my present visually
produced belief that there is a white cup sitting on my computer table, and
consider some of the different ways in which the cognitive process from
which it results might be described (assuming as a part of all of these that
my eyes are functioning normally): as the visual perception of a cup under
good lighting at close range, as the visual perception of a cup (allowing for
varied conditions and distances), as the visual perception of a “medium-sized
physical object,” as visual perception in general (including the perception of
much larger and smaller objects), or just as sense perception in general—and
this is only a small sampling of a much larger range of possibilities. Which of
these various descriptions of the cognitive process in question is the relevant
one for applying the reliabilist’s principle of justification?
What makes this question a serious problem for the reliabilist is the fact
that the proportion of true beliefs that is produced by the processes specified
in these various ways seems to vary quite widely: I am much less likely to
make a mistake about a cup that is perceived at close range under good con-
ditions than I am about cups under all circumstances or objects of visual per-
ception or sense perception in general. Indeed, it seems possible, on the one
hand, to specify the process in such fine detail as to make the description fit
only this single case, so that the process thus described would be either 100
percent reliable (if the belief is true) or 100 percent unreliable (if the belief
is false). And it also seems possible, on the other hand, to specify the process
so broadly, including perceptions of objects that are much harder to identify
and perceptions under very poor conditions, as to yield a very low degree of
reliability. But which of these widely varying characterizations of the process
and corresponding degrees of reliability is the right one, according to the
reliabilist view, for assessing the justification of this particular belief?
Internalism and Externalism  215

Without some way of answering this question in a specific and nonar-


bitrary way, the reliabilist has not succeeded in offering a definite position
at all, but only a general schema that there is apparently no nonarbitrary
way to make more definite. Certainly some ways of specifying the relevant
process are more natural than others; but the epistemological relevance of
such naturalness is questionable, and even these more natural specifications
are numerous enough to result in significantly differing degrees of reliability.
Though reliabilists have struggled with this problem, no solution has yet
been found that even a majority of reliabilists find acceptable.18
Of these three objections, it is the third that is the most immediately
serious, since it in effect challenges the very existence of a definite re-
liabilist position. One externalist response to this problem has been the
development of other versions of externalism, positions that on the surface
at least seem to avoid this issue—though it is open to question whether it
does not still lurk beneath the surface. An adequate consideration of these
other externalist views is impossible here, but you may want to investigate
some of them on your own.19

Internalism versus Externalism: A Tentative Assessment


The issue between internalism and externalism is still very much alive in cur-
rent epistemological discussion. One thing that makes it difficult to resolve
is that apart from the generality problem (which may perhaps be set aside on
the grounds that it might possibly be solved or avoided by adopting a differ-
ent version of externalism), the arguments and objections on both sides are
fundamentally intuitive in character, and reasonable people may differ with
regard to both the genuineness and especially the weight of the intuitions
involved. In this concluding section, I will try to sort through the competing
considerations and suggest a resolution of sorts. But I want to emphasize in
advance that it is presented here only as a suggestion, one that would at best
take a lot more reflection and argument to defend, so that you will have to
evaluate it for yourselves by thinking carefully about all of the strands of this
complicated issue.
We may begin by asking whether it is really as clear as I have in effect
been assuming (and as those on both sides of this issue typically assume
as well) that the internalist and the externalist views of justification are
incompatible in a way that means that one must be simply right and the
other simply wrong. Some philosophers have in fact suggested that perhaps
there are instead two (or even more) different conceptions of knowledge or
216  Chapter Ten

justification, one (or more) of them internalist and one (or more) of them
externalist: conceptions that simply address different issues and serve dif-
ferent purposes, and that are thus not in any meaningful sense competitors
between which a choice must be made.20
This is a possibility that it is not easy to assess, but that surely has at least
some initial plausibility. We have already seen (in chapter 3) how difficult
it is to arrive at a clear and univocal account of the concept of knowledge
(or of the uses of the terms “know” and “knowledge”). Thus the idea that
there might simply be different conceptions of knowledge or justification,
varying among each other in different dimensions of which the internal-
external distinction might turn out to be one, cannot be easily dismissed.
The situation as regards the concept of justification is somewhat different,
in that justification is to some extent a technical concept within epistemol-
ogy, albeit one that connects with more ordinary concepts such as reasons
and rationality. But this makes it if anything even more plausible to suppose
that there might simply be different concepts of justification, or at least of
something that plays the same general role, which do not compete with each
other in any very direct way.
Moreover, it should be clear on reflection even to an internalist that
there are genuine epistemological issues for which an externalist approach is
entirely reasonable and appropriate. As an example, it might be important
to ask whether one or another of a range of alternative methods of organiz-
ing and structuring scientific research is more likely to succeed in finding
the truth in a given area, and it would be entirely reasonable to investigate
this issue by studying many cases of research organized in the various ways in
question and seeing how frequently and how readily cognitive success has ap-
parently attained. Such an investigation would be naturally conducted from
a third-person perspective, looking at the people employing the various meth-
ods from the outside and assessing their success from that perspective.21 And
if someone should choose to formulate the results of such an investigation
by saying that the more successful methods and so also the beliefs to which
they lead are more justified in what would be essentially a reliabilist sense,
it is hard to see why even an arch-internalist should want to object. Thus
there is plainly room in epistemology for investigations whose results could
be formulated (though this hardly seems essential) by using an externalist
conception of justification (or perhaps instead of knowledge).
None of this has, however, any tendency to show that the internalist con-
ception of justification and its correlative conception of knowledge are not
equally legitimate in their own way. As we have already noticed above, the
internalist approach pertains to epistemological issues that are raised from
Internalism and Externalism  217

what is essentially a first-person rather than a third-person perspective, that


is, to the situation where I ask what reasons I have for thinking that my own
beliefs, rather than someone else’s, are true.
It is worth noticing that even first-person questions can sometimes be
usefully dealt with in a partially third-person way. If the epistemic issue I
am concerned with pertains only to a narrow range of my beliefs, for ex-
ample, to my memory beliefs concerning previous alleged episodes of sensory
perception, then it might be appropriate to take advantage of third-person
psychological studies of the ways in which various identifiable features of
such beliefs are correlated with accuracy or inaccuracy.22 The point is that
if only the beliefs in that limited range are under scrutiny, then I am free to
appeal to other beliefs that I may have about such things as the reliability
of such studies, the very existence of the studies (given the written reports),
the existence of other people and of the written reports themselves, and so
on, without worrying about whether and how these beliefs can themselves
be justified.
But if the scope of the first-person inquiry is expanded, and I ask the global
question of whether I have good reasons for thinking that any of my beliefs
are true, such an appeal to third-person investigations is no longer available
without begging the essential question. In this situation, as we have seen, I
can only appeal initially to things that are directly or immediately known
or justified for me, justified in a way that does not rely on other beliefs that
are themselves in question—which is, of course, precisely the situation in
which Descartes found himself. As noticed above, this in no way precludes
my justifying the use of further cognitive resources by arguments that begin
from what is immediately available: thus, for example, if the existence of
other minds and the reliability of testimony apparently emanating from
them can be established in a non-question-begging way on the basis of my
more foundational beliefs, then justification that relies on testimony would
become available from the first-person cognitive perspective. But the merely
external fact that, for example, testimony of a particular sort is indeed reli-
able is simply not relevant by itself to the global first-person epistemological
issue and can play no role in resolving it.
It has sometimes been argued that there is something fundamentally mis-
conceived or illegitimate about the global first-person epistemological issue
that in this way seems to clearly demand an internalist conception of justifi-
cation, but it is hard to find any very compelling argument for such a claim.
Perhaps it is true, as the externalist alleges, that in the internalist sense of
justification, the beliefs of animals, young children, and unsophisticated
adults turn out not to be justified—though it could still perhaps be argued
218  Chapter Ten

that some or all of these epistemic subjects have a tacit or implicit grasp of the
relevant reasons and thus are justified in a weaker but still significant sense in
at least many of their beliefs.23 But supposing that the externalist is right that
the beliefs of unsophisticated subjects are not justified according to an inter-
nalist account, that is then simply a philosophical result to be respected, like
any other, and not one that is altered in any real way by pointing out that
such subjects may at the same time be justified in a quite different, externalist
sense. Similarly, if it should turn out that, as alleged by many externalists, the
internalist epistemological project leads finally to a largely skeptical result,
this would again be a philosophical result that would have to be accepted,
and that would not in any significant way be altered by adding that many of
the beliefs in question are still justified—or rather, as we shall see shortly,
may be justified—in a different, externalist sense.
Such a skeptical conclusion is admittedly very hard to accept from an
intuitive, common-sense perspective. But this, I believe, is a reason (whose
strength is not easy to assess) for thinking that the externalist must be wrong
about the skeptical implications of internalism, not a reason for adopting
a quite different conception of justification and knowledge. My suggestion
would be that the common-sense intuition in question is not to be under-
stood as holding merely that our beliefs are justified and constitute knowl-
edge in some largely unspecified senses (which might then turn out to be
the externalist ones)—or, still less, that it is an intuition about specifically
externalist justification and knowledge (of which common sense seems to
have little or no inkling). Instead, I submit, the common-sense intuition in
question is precisely that we do after all have good reasons in our possession
for thinking that our various beliefs are true, that is, that those beliefs are
justified in precisely the sense upon which the internalist insists—even if we
have a surprising amount of difficulty articulating explicitly just how this is
so. And if this is what the relevant intuition really amounts to, then an ap-
peal to externalist senses of justification and knowledge is simply irrelevant
and can do nothing at all, possible obfuscation aside, to accommodate that
intuition or to avoid unpalatable skeptical results. (But whether I am right
about this is a very difficult issue, one which you should consider carefully for
yourselves. What do the intuitions in question really say?)
Finally, even if it is the case that the internalist and externalist concep-
tions of justification and knowledge are each legitimate and valuable in their
own spheres, as defined by the rather different epistemological issues toward
which they are aimed, it remains true that the internalist approach possesses
a fundamental kind of priority. No matter how much work may be done in
delineating externalist conceptions of knowledge or justification or reliabil-
Internalism and Externalism  219

ity and in investigating how those apply to various kinds of beliefs or areas of
investigation, there is a way in which all such results are merely hypothetical
and insecure as long as they cannot be arrived at from the resources available
within a first-person epistemic perspective. If, for example, an epistemologist
claims that a certain belief or set of beliefs, whether his or her own or some-
one else’s, has been arrived at in a reliable way, but says this on the basis of
cognitive processes of his or her own whose reliability is at best an external
fact to which he or she has no first-person access, then the proper conclusion
is merely that the belief or beliefs originally in question are reliably arrived
at (and perhaps thereby are justified or constitute knowledge in externalist
senses) if the epistemologist’s own cognitive processes are in fact reliable in
the way that he or she no doubt believes them to be. But the only apparent
way to arrive at a result that is not ultimately hypothetical in this way is
for the reliability of at least some cognitive processes to be establishable on
the basis of what the epistemologist can know directly or immediately from
his or her first-person epistemic perspective. If this cannot be done (as the
externalist in effect claims that it cannot), then the proper result is only that
our beliefs may be justified (in the externalist sense) if in fact they are reliably
arrived at, but that we have no reason at all to think that this is so. And this
is, I suggest, itself a very powerful and commonsensically unpalatable version
of skepticism—one that is quite unavoidable from an exclusively externalist
standpoint. In this way, I suggest, the claim that externalism makes it pos-
sible to avoid skepticism, on which the main arguments for externalism are
based, turns out to be largely empty; and internalism remains the only viable
approach to the deepest and most important epistemological issues.
CHAPTER ELEVEN

Quine and Naturalized Epistemology

A third and even more radical challenge to the broadly Cartesian conception
of epistemology is offered by the view that epistemology should be natural-
ized: that is should be transformed into or replaced by a discipline that is
continuous with or perhaps even a subdiscipline of the natural science of
psychology. In the most extreme versions at least, this would mean that the
normative or evaluative issue of whether we have good reasons or justification
for our beliefs would be simply replaced by the empirical issue of how those
beliefs are causally generated, though others who still regard themselves as
naturalized epistemologists have been unwilling to go this far.1
In this chapter, we will examine the idea of naturalized epistemology and
some of the central arguments that have been advanced in support of it,
together of course with problems and objections. Since the basic conception
turns out to be rather elusive, I will begin with a close look at the account of-
fered by the philosopher who was the earliest advocate of the view (and who
first used and popularized the term), the American logician and epistemolo-
gist Willard van Orman Quine. Next we will consider two central elements
of naturalized epistemology, as identified by one of its leading recent propo-
nents. This will put us in a position to evaluate both the case for naturalized
epistemology and the plausibility of the resulting view.

Quine on Naturalized Epistemology


What then is naturalized epistemology? In his paper “Epistemology Natural-
ized,”2 Quine argues that epistemology (“or something like it”) should be

221
CHAPTER NINE

Foundationalism and Coherentism

As has been noticed in a few places, though without very much discussion or
elaboration,1 Descartes’s basic epistemological approach is foundationalist in
character: it views justification and knowledge as ultimately derivative from
a set of basic or foundational elements whose justification does not depend
in turn on that of anything else. For Descartes, as for many foundational-
ists, the foundation for knowledge and justification consists of (i) a person’s
immediate awarenesses of his or her own conscious states of mind, together
with (ii) his or her a priori grasp of self-evidently true propositions. Beliefs
deriving from these two sources require no further justification, whereas be-
liefs about most or all other matters, and especially beliefs concerning objects
and occurrences in the material world, require justification or reasons that
ultimately appeal, whether directly or indirectly, to immediate experience
and a priori insight.2 As the term “foundation” itself suggests, the underlying
metaphor is an architectural one: think of a building or structure, perhaps a
very tall one with many different levels, but all of them resting on a bottom
level that does not rest in the same way on anything else.
Most historical epistemological views have been broadly foundational-
ist in character (though they have not always agreed with Descartes about
the specific composition of the foundation). But in recent times a fairly
widespread apparent consensus has developed to the effect that the whole
foundationalist approach is deeply flawed and ultimately untenable.
In the present chapter, I will explore this issue. We begin by considering
a basic problem pertaining to the structure of justified belief or knowledge,

177
178  Chapter Nine

one that is usually taken to provide the most telling argument in favor of
foundationalism and that will also help to clarify the foundationalist view.
Next we will consider some of the main objections that have been advanced
against foundationalism. This will lead to a consideration and assessment of
the main contemporary alternative to foundationalism, namely coherentism.
Doubts about the tenability of this alternative will then motivate a reconsid-
eration of foundationalism in the final part of the chapter.

The Epistemic Regress Problem


and the Foundationalist Argument
I will formulate the general problem abstractly, since it is the structure and
not the particular beliefs that matters. Suppose that there is some belief,
which we may refer to as B1, that is allegedly justified for a particular per-
son at a particular time, and consider what specific form the justification of
this belief might take. One obvious possibility is the following: B1 might be
justified because the person in question holds some other justified belief B2
(which might of course be a conjunction of simpler beliefs) from which B1
follows by some rationally acceptable kind of inference, whether deductive,
inductive, abductive (inference to the best explanation), or whatever. I am
not suggesting that the mere existence of this other belief and of the inferen-
tial relation is by itself sufficient for B1 to be justified. Clearly if the person
in question is not at all inclined to appeal to B2 as a reason for B1 or has no
idea that any inferential relation holds between the two or has a mistaken
conception of this inferential relation, B1 will not be justified in this way for
him. For the moment, however, I will simply assume that whatever further
conditions are required for B1 to be justified for this person by virtue of its
inferential relation to B2 are in fact satisfied.3
But whatever these further conditions may turn out to be, it is clear at
least that (as already stipulated) B2 must itself be somehow justified if it is to
confer justification, via a suitable inferential relation, upon B1. If the person
in question has no good reason to think that B2 is true, then the fact that B1
follows from B2 cannot constitute for him a good reason to think that B1 is
true. Thus we need to ask how B2 might in turn be justified. Here again one
possibility, the only one that we have identified so far, is that the justifica-
tion of B2 derives, via a suitable inferential or argumentative relation, from
some further justified belief B3. And now if the question regarding the justifi-
cation of B3 is answered in the same way by appeal to another justified belief
B4, and so on, we seem to be faced with a potential infinite regress in which
each answer to an issue of justification simply raises a new issue of the same
Foundationalism and Coherentism  179

kind, thus seemingly never reaching any settled result and leaving it uncer-
tain whether any of the beliefs in question are genuinely justified. All of the
justifications up to any point depend on whether or not beliefs further along
(or back) in the sequence are justified, and this issue is never fully resolved.
To think more carefully about this issue, we need to ask what the alter-
natives are as to the eventual outcome of this regress. What, that is, might
eventually happen if we continue to ask for the justification of each new be-
lief that is cited as a reason for an earlier belief in the sequence? (You should
think about this issue carefully for yourself before reading further. For the
moment try to consider all apparent possibilities, no matter how bizarre or
implausible they may seem and no matter whether or not they seem initially
to be compatible with the alleged justification of the original belief B1.)
In fact, there seem to be only four possible outcomes of the regress.4 First,
we might eventually arrive at a belief, say B6, upon which the justification
of the previous belief in the series rests, but which is itself simply unjustified.
This, however, would surely mean that the belief whose justification rests
directly on B6 is also not really justified, and so on up the line, so that the
original belief B1 turns out not to be justified either—contrary to our original
supposition. There can be no doubt that some alleged justificatory chains do
in fact end in this way, but if this were true in general, and if there were no
other sort of justification available that did not rely in this way on inference
from other beliefs, then we would have the skeptical result that no belief is
ever justified, that we never have a good reason to think that anything is
true. This would obviously be a very implausible result, at least from a com-
mon-sense standpoint. (Is this a good reason to think that it could not be
correct? And if so, how strong a reason is it?—think carefully about this.)
Second, it seems to be at least logically possible that the regress might con-
tinue infinitely, with new beliefs being appealed to at each stage that are suffi-
cient to justify the preceding belief but are themselves in need of justification
from one or more other new beliefs. This is perhaps the alternative that it
is most difficult to get a clear focus on. Is it really even a logical possibility?
And if it is logically possible, is there any serious chance that it might turn
out to actually be realized, either in a particular case or in general? (Think
about this before reading further. Can you think of any arguments against the
actual occurrence of this sort of justificatory structure?)
It is tempting to argue that no finite person could have an infinite number
of independent beliefs, but this does not seem to be strictly correct. As I gaze
at my bare desk, can’t I believe, all at once, that there is not an armadillo
sitting on it, that there are not two armadillos sitting on it, that there are
not three armadillos sitting on it, and so on for all of the infinitely many
180  Chapter Nine

natural numbers (positive whole numbers), thus resulting in an infinite set


of beliefs? Moreover, the members of such an infinite set of beliefs might
even stand in the right inferential relations to yield a justificatory chain, as
is indeed true with the present example: that there is not even one armadillo
is a good, indeed conclusive reason for thinking that there are not two; that
there are not even two is a conclusive reason for thinking that there are not
three; and so on.
But though the actual infinite regress alternative is interesting to think
about, it still seems clear that it could not play a role in an account of how
beliefs are actually justified. One reason is that it is difficult or impossible
to see how this picture could be applied to most actual cases of apparently
justified belief, where no plausible infinite chain of this sort seems to be
forthcoming. A deeper reason is that it seems clear on reflection that merely
having an infinite chain of beliefs related in the right way is not in fact suf-
ficient for justification. Suppose that instead of believing that there are no
armadillos on my desk, I am crazy enough to have the infinite set of beliefs
to the effect that for each natural number n, there are at least n armadillos
on my desk. You may doubt that I could really be this crazy (I hope you do!).
If I were, however, then I could construct an infinite justificatory chain: that
there are at least two armadillos is a conclusive reason for believing that
there is at least one, that there are at least three is a conclusive reason for
believing that there are at least two, and so on. But it still seems clear that
none of these beliefs would really be justified. The reason is that in such a
justificatory chain, the justification conferred at each step is only provisional,
dependent on whether the beliefs further along in the chain are justified. But
then if the regress continues infinitely, all of the alleged justification remains
merely provisional: we never can say more than that the beliefs up to a par-
ticular stage would be justified if all of the others that come further on (back)
in the sequence are justified. And if this is all that we can ever say in such a
case, and if all chains of inferential justification were infinite in this way, and
if there were no other account of how beliefs are justified that did not rely
on inference from other beliefs, then we again would have the unpalatable
skeptical result that no belief is ever genuinely justified.
The third apparent possibility is that the chain of inferential justification,
if pursued far enough, would eventually circle back upon itself: that is, that
some belief that has already appeared in the sequence (or perhaps a conjunc-
tion of several such beliefs) would be appealed to again. The belief that has
this status might be the original belief B1, or it might be some later belief in
the sequence; suppose again that it is B6 and that the belief for which it is
supposed to provide the justification on this second occurrence is B10. The
Foundationalism and Coherentism  181

obvious problem with a justificatory chain having this structure is that the
overall reasoning that it reflects appears to be circular or question-begging in
a way that deprives it of any justificatory force: Omitting explicit mention of
some of the intermediate steps (and assuming that the inferences are all cor-
rect), B1 is justified if B6 is, and B6 is justified if B10 is, and B10 is justified if B6
is. But then B6 is justified just in case B6 is justified, which is obviously true,
but provides no reason at all to think that B6 is in fact justified; and since
the justification of B1 depends on that of B6, such a chain of justification also
provides again no real justification for B1. Once again we have an apparently
skeptical result: if all inferential justification were ultimately circular in this
way, and if there were no noninferential way in which beliefs are justified,
then no belief would ever be genuinely justified.5
The fourth and final alternative is the one advocated by the foundational-
ist. It holds, first, that there is at least one way (or perhaps more than one)
in which beliefs can be justified that does not rely on inferential relations
to other beliefs and so does not generate a regress of the sort we have been
considering; and, second, that any chain of alleged inferential justifications
that genuinely yields justification must terminate with beliefs that are justi-
fied in this other, noninferential way. These noninferentially justified or
basic beliefs are thus the foundation upon which the justification of all other
beliefs ultimately rests.
The main argument for foundationalism is that this last alternative must
be the correct one, since all of the other alternatives lead, in the ways we
have seen, to the implausible skeptical result that no belief is ever justified.
This may not be a conclusive argument for foundationalism, since it is hard
to see any very clear basis for asserting that total skepticism could not pos-
sibly be correct (think about whether you agree with this), but it is surely
a very powerful one, both intuitively and dialectically. Moreover, the most
standard version of foundationalism, which is at least approximately the one
reflected in Part I of this book, has also a good deal of independent plausibil-
ity from a common-sense or intuitive standpoint: it certainly seems as though
we have many beliefs that are justified, not via inference from other beliefs,
but rather by sensory or introspective experience (and also by a priori insight).
Thus the case for foundationalism appears initially to be quite strong.

Objections to Foundationalism
Nonetheless, as already remarked, there are many recent philosophers who
have argued that foundationalism is in fact seriously and irredeemably mis-
taken,6 and we must try to understand the objections to foundationalism that
182  Chapter Nine

they advance in support of this claim. These objections fall into two main
categories, the first pertaining to the alleged relation of justification between
the supposed foundational beliefs and the other, nonbasic beliefs that are
supposed be justified by appeal to them and the second pertaining to the
nature and justification of the foundational beliefs themselves.
The first kind of objection has to do with whether it is in fact possible on
the basis of the foundation specified by a particular foundationalist position
to provide an adequate justification for the other beliefs that we ordinarily
regard as justified (which might be referred to as “superstructure” beliefs), or
at least for a reasonably high proportion of such beliefs. For the Cartesian
version of foundationalism we have been considering, the core of this issue
is essentially the problem discussed in chapter 7: is it possible to justify be-
liefs concerning the external world of material objects on the basis of beliefs
about immediately experienced states of mind7 (together with a priori justi-
fied beliefs in self-evident propositions)?
A foundationalist view that cannot justify giving an affirmative answer
to this question, one for which a significant proportion of the beliefs that
common sense regards as justified cannot be satisfactorily shown to be justifi-
able by appeal to its chosen foundation, will itself amount to a fairly severe
version of skepticism, with the severity depending on just how thoroughgo-
ing this failure turns out to be. Such a skeptical result obviously tends to
seriously undercut the foundationalist argument from the regress problem,
discussed above, which advocates foundationalism as the only way to avoid
an implausible skepticism (though the skeptical consequences of any founda-
tionalist view will never be as total as those that apparently result from the
other possible outcomes of the regress, since at least the foundational beliefs
themselves will still be justified).
In fact, the shape and seriousness of this first general sort of problem varies
widely among foundationalist views, depending mainly on just how much is
included in the specified set of basic or foundational beliefs.8 There are ver-
sions of foundationalism according to which at least some perceptual beliefs
about physical objects count as basic or foundational, and views of this sort
have substantially less difficulty in giving a reasonably plausible account of
the overall scope of nonfoundational knowledge than does the Cartesian
view that restricts the empirical foundation to beliefs about subjective states
of mind. In fact, however, as we will see toward the end of the present chap-
ter, it is the Cartesian view that turns out to provide the most defensible
response, indeed in my judgment the only defensible response, to the second
main sort of objection to foundationalism, that concerning the justification
of the foundational beliefs themselves. If this is right, then a defensible ver-
Foundationalism and Coherentism  183

sion of foundationalism will have to meet this first problem, not by expand-
ing the foundation, but rather by arguing that the more restricted Cartesian
foundation is indeed adequate to avoid unacceptably skeptical results. (Much
of Part I is relevant to this issue, especially chapters 4, 7, and 8, though much
more discussion would be needed to resolve it.)
Here, however, we will focus mainly on the second and seemingly more
fundamental kind of objection to foundationalism, that which challenges the
foundationalist to explain how the supposedly foundational or basic beliefs
are themselves justified. In considering this issue, we will focus primarily on
the empirical part of the foundation: the part that is not justified a priori and
that thus consists of contingent beliefs, beliefs that are true in some possible
worlds and false in others.9 Most foundationalists follow the general line
taken by the Cartesian view and hold that foundational beliefs of this kind
are justified by appeal to sensory and introspective experience. But despite the
apparent obviousness of this answer, it turns out to be more difficult than
might be thought to give a clear account of how it is supposed to work.
There are in fact at least two ways of developing the problem that arises
here, though they are perhaps in the end just different ways of getting at the
same underlying point. The first way questions whether the whole idea of
sensory experience justifying beliefs really makes intelligible sense,10 and the
starting point of the argument is the view that the distinctive content of a
sensory experience is itself nonpropositional and nonconceptual in character.
Think here of an actual sensory experience, such as the one that I am pres-
ently having as I look out my window. (You should supply your own firsthand
example.) There are many trees of different kinds at least partially in my field
of view, and what I experience might be described as a variegated field of
mostly green with small patches of brown and gray and other colors, and with
many, many different shades and shapes, all changing in complicated and
subtle ways as the wind blows or clouds move by. Given some time and close
attention, I could arrive at many, many propositional and conceptual judg-
ments about what I am experiencing: that one patch is larger than another,
that one shape is similar to or different from another, that a particular patch
is brighter than the one that was there a moment earlier, that various specific
colors for which I have learned names are present, and on and on.11 But my
most fundamental experience of the sensory content itself does not seem to
be propositional or conceptual in this way. It is not primarily a consciousness
that the experiential content falls under certain general categories or univer-
sals. The experienced sensory content is what these general or classificatory
judgments are about, what makes them true or false, but this sensory content
itself is different from and vastly more specific than the various conceptual
184  Chapter Nine

characterizations, in a way that makes it extremely doubtful that it could ever


be fully described in such conceptual terms. (Think very carefully about this
difficult point, considering lots of examples—which are fortunately very easy
to come by. Imagine trying to describe such an experienced sensory content
to someone else, perhaps over the phone. One problem is that our vocabu-
lary in this area seems obviously very inadequate: we have words for general
ranges or colors and shapes, but not for fully specific instances. But even if
you did have an adequate vocabulary, isn’t it clear that it would be very, very
difficult to actually give anything close to a complete description, and—the
real point—that the sensory content of which you are conscious and which
you are attempting to describe does not itself already involve or consist of
such a conceptual or classificatory description?)
Remember that the issue we are presently concerned with is whether
sensory experience can justify beliefs. But if sensory experience is in this
way nonconceptual, and given that beliefs are formulated in propositional
and conceptual terms, it becomes hard to see how there can be an intel-
ligible justificatory relation between the two. How can something that
is not even formulated in conceptual terms be a reason for thinking that
something that is thus formulated is true? The present line of argument
concludes that there can be no such justificatory relation—and hence, as
the only apparent alternative, that the relation between sensory experience
and beliefs must be merely causal. As the recent American philosopher
Donald Davidson puts it:

The relation between a sensation and a belief cannot be logical, since sensa-
tions are not beliefs or other propositional attitudes [that is, are not formulated
in conceptual terms]. What then is the relation? The answer is, I think, obvi-
ous: the relation is causal. Sensations cause some beliefs and in this sense are
the basis or ground of those beliefs. But a causal explanation of a belief does
not show how or why the belief is justified.12

And if this is correct, then we have the rather surprising result that the
nonconceptual content of sensory experience, even though it undeniably ex-
ists, is apparently incapable of playing any justificatory role, and thus cannot
provide the justification for foundational beliefs. Sensory experience in itself
would thus turn out to have no very important epistemological significance.
(Can this possibly be right? And if you think it couldn’t, then what exactly
is wrong with the argument just given?)
The second, closely related anti-foundationalist argument focuses on
the person’s awareness or apprehension of the experiential content.13 Clearly
Foundationalism and Coherentism  185

(setting the previous objection aside for a moment), the experience that sup-
posedly justifies a particular basic belief must have a correlative specific char-
acter that somehow makes it likely that that specific belief is true. Moreover,
the person must somehow apprehend or be aware of the specific character of
this experience if it is to provide him or her with justification (of an internal-
ist sort—see chapter 10) for his or her belief. But what is the nature of this
apprehension or awareness of the character of the experience? There seem
to be only two possibilities here, and the objection is that neither of them
is compatible with the foundationalist view. (Thus the argument takes the
form standardly referred to by logicians as a dilemma.)
One possibility is that the specific character of the sensory experience is
apprehended via a reflective conceptual awareness, that is, another belief (or
at least a state that strongly resembles a belief): the belief that I have such-
and-such a specific sort of experience. Here it is important to keep the whole
picture in mind. We started with one supposedly foundational belief, which
was presumably about some feature of the experience. In order to explain
how that first belief is justified by the experience we needed to invoke an
independent apprehension or awareness of the experience, and the sugges-
tion is now that this apprehension or awareness takes the form of another
belief. But now there are two problems. First, the original, supposedly basic
belief that the experience was supposed to justify appears to have lost that
status, since its justification now depends on this further belief, presumably
via an inferential relation. Second and more importantly, there is now also
a new issue as to how this further reflective belief is itself justified. Since this
reflective belief is supposed to constitute the person’s most basic apprehen-
sion or awareness of the experiential content (that was the whole point of
introducing it), there is no apparent way for it to be justified by appeal to
that content, since there is no further awareness of the content to appeal to.14
And to invoke a further conceptual awareness of that same content, that is,
yet another belief (or belief-like state), only pushes this issue one step further
back. In the process of trying to avoid the original regress, we seem to have
generated a new one.
But the only apparent alternative is that the most fundamental apprehen-
sion or awareness of the specific character of the sensory content does not
take the form of a conceptual belief that the experience is of a certain specific
sort, but instead is not formulated in conceptual or classificatory terms at all.
If so, then any further issue of justification is apparently avoided, since there
is simply no further claim or assertion to be justified. But the problem now is
that it becomes difficult to see how such an apprehension or awareness can
provide a basis for the justification of the original, supposedly basic belief: If
186  Chapter Nine

the apprehension of the experiential content is not in any way belief-like or


propositional in character, then there is apparently no way to infer from that
awareness to the truth (or likely truth) of the supposedly basic belief, no way
in which the truth of the basic belief can follow from the experiential appre-
hension. And in the absence of such an inference, it is obscure how either
the experience or the apprehension thereof constitutes any sort of reason for
thinking that the supposedly basic belief is true.
The two foregoing objections are in effect two ways of getting at the
fundamental issue of what the alleged justificatory relation between
sensory experience and propositional, conceptual beliefs is supposed to
amount to, how it is supposed to work. The relation cannot be logical or
inferential, both because logical or inferential relations exist only between
propositional or conceptual items, and sensory experience itself is seem-
ingly not propositional or conceptual in character; and because an appeal
to an awareness that was propositional or conceptual and so could stand in
logical or inferential relations could not provide a genuine solution to the
epistemic regress problem, since that sort of awareness would itself require
justification. But what then is the nature of this relation between sensory
experience and basic beliefs?
You may well think that these arguments must be somehow mistaken,
that there must be some way in which the right sort of sensory experience
can justify a belief. But then how exactly does this work? We will return
to this issue at the end of the chapter, after we have had a look at the co-
herentist alternative.

Coherentism
The fundamental idea of coherentism is simple enough, especially given
the objections just considered to foundationalism. The basic thrust of those
objections is that there is no way for conceptual, propositional beliefs to be
justified by appeal to nonconceptual, nonpropositional sensory experience.
Moreover, a fairly obvious generalization of those arguments would appar-
ently show that there is no way for beliefs to be justified by appeal to anything
that is nonconceptual and nonpropositional in character: for again there
will be no basis for any sort of inference from something of this character to
a belief. Indeed, since only beliefs (or states enough like beliefs to make no
difference) can stand in inferential relations and since the very idea of hav-
ing a reason for thinking that something is true seems to essentially involve
an inference of some sort from the reason to the claim in question, the ap-
parent result is that beliefs can only be justified by other beliefs. Thus the
Foundationalism and Coherentism  187

central claim of coherentism is that the sole basis for epistemic justification
is relations among beliefs, rather than between beliefs and something exter-
nal. More specifically, it is alleged, what justifies beliefs is the way they fit
together: the fact that they cohere with each other.
But while the general idea of coherentism is both a direct result of the
anti-foundationalist arguments and perhaps has a certain initial plausibility
of its own (since justification that appeals to other beliefs is at the very least
the most clear and obvious sort), elaborating this initial idea into a devel-
oped position turns out to be quite difficult. There are in fact many specific
positions, both historical and contemporary, that are fairly standardly identi-
fied as versions of coherentism,15 but it is more than a little unclear exactly
what, if anything, they have in common beyond this central idea—or even
that they all are entirely consistent in their adherence to it. Thus it is more
than a little uncertain whether there is any clearly defined general view that
can be identified as coherentism.
The best way to handle this problem is to consider some of the key issues
that any coherentist view that is to be a genuine dialectical alternative to
foundationalism must apparently face and then attempt to figure out what a
genuinely coherentist response might look like.16 Having done this, we will
then be in a position to attempt a further evaluation of coherentism.

(1) The Nature of Coherence


The first and perhaps most obvious issue is the nature of coherence itself. It is
clear that coherence is supposed to be primarily a property of a group or sys-
tem of beliefs (though presumably a sufficiently complicated individual belief
could be incoherent within itself). Proponents of coherence17 speak of beliefs
agreeing with each other or fitting together or “dovetailing” with each other.
Part of what is required here is logical consistency: beliefs that are logically
inconsistent with each other, that could not all be true at the same time in
any possible world (for example, the belief that the earth is spherical and the
belief that the earth is flat), plainly do not fit together or agree to any extent
at all. But contrary to what opponents and even a few proponents of coher-
ence sometimes seem to suggest, mere consistency is not by itself enough for
any serious degree of coherence. Consider a set of entirely unrelated beliefs:
the belief that grass is green, the belief that today is Tuesday, the belief that
Caesar crossed the Rubicon in 49 b.c., and the belief that Matisse was a great
painter. The set of beliefs is obviously consistent, simply because its members
make no contact with each other at all and so could not possibly conflict, but
it would be odd and misleading to describe it as coherent and perhaps still
odder to suggest that this mere lack of conflict provides any real justification
188  Chapter Nine

for these beliefs, any positive reason for thinking that they are true. And the
same thing could obviously be true for a much larger set of beliefs.
In fact, it is clear that most coherentists have had a much stronger and
more demanding relation among beliefs in mind, a relation in virtue of
which a coherent set of beliefs will be tightly unified and structured, not
merely an assemblage of unrelated items. Here it seems plausible to sup-
pose that all of the aspects or ingredients of this relation can be viewed
as inferential relations of one sort or another among the component be-
liefs—with any sort of relation between two beliefs (or sets of beliefs) in
virtue of which one would, if accepted and justified, provide a good reason
for thinking that the other is true counting as an inferential relation. The
idea is then that the members of a coherent system of beliefs stand in fairly
pervasive inferential relations of this sort to each other, with the degree
of coherence depending on the degree to which this is so, that is, on the
number and strength of these inferential connections.
Although it is impossible to give a very good example of a coherent system
of beliefs in the space reasonably available here, the following may help you
to get a little better hold on the idea. Suppose that you are watching four
birds in your backyard and form a set of ten beliefs about them, consisting
of the beliefs with regard to each of the four (a) that the bird in question is
a crow and (b) that the bird in question is black, together with the general
beliefs (1) all crows are black and (2) that all black birds are crows. This set
of ten beliefs is too small to be highly coherent, but it is far more coherent
than the set of unrelated beliefs described earlier. The eight specific beliefs
provide inductive support (one sort of inferential relation) for each of the
two general beliefs, each member of the four pairs of specific beliefs provides
deductive support (another sort of inferential relation) for the other when
taken together with one of the general beliefs, and there are also inferential
relations of an inductive sort between any seven of the specific beliefs and
the eighth.18 Thus this set of beliefs is about as closely unified as a set this
small could be (though some mathematical examples might be even better in
this respect) and provides an initial model of what a coherent set of beliefs
might look like.19
One general class of relations among beliefs that has received a great deal
of emphasis in recent discussions of coherence is relations having to do with
explanation. We have already seen in our earlier consideration of theoretical
or explanatory reasoning20 how the fact that a hypothesis provides the best
explanation for a set of justified claims might provide a reason for think-
ing that the hypothesis is true. But it is equally true that an explanatory
hypothesis can, if accepted, help to provide inferential support for some of
Foundationalism and Coherentism  189

the claims that it could explain, though other premises will also be required.
(The example in the previous paragraph provides a rough example of this
sort of situation, though it is debatable to what extent, if at all, an inductive
generalization really explains its instances.) Thus explanatory relations pro-
vide a basis for inference and so can constitute one ingredient of the general
idea of coherence.21 (It seems excessive, however, to hold, as some have, that
explanatory relations are all there is to coherence.)

(2) A Response to the Epistemic Regress Problem:


Nonlinear Justification
A second issue is just what sort of response coherentism can or should give
to the epistemic regress problem. Of the four alternatives with regard to the
outcome of the epistemic regress that were outlined above, the coherentist
must apparently opt for the third, the idea that chains of inferential justifi-
cation circle or loop back upon themselves, rather than ending in unjusti-
fied beliefs, going on infinitely, or terminating with foundational beliefs.
Advocates of coherentism have occasionally claimed that such a view is
acceptable as long as the circles and loops are large and complicated enough.
But this response seems simply irrelevant to the objection discussed above:
that such a picture involves circular reasoning and hence that the supposed
chains of justification have in fact no genuine justificatory force. A large and
complicated circle is still after all a circle. Is there anything better that the
coherentist can say here?
Perhaps the best hope for a viable coherentist response to the regress
problem is an idea offered originally by the nineteenth-century British ideal-
ist Bernard Bosanquet.22 It amounts to the claim that the very formulation of
this problem depends on a basic mistake concerning the structure of inferen-
tial justification: the mistaken idea that relations of inferential justification
fundamentally involve a one-dimensional, asymmetrical, linear order of de-
pendence among the beliefs in question. Once this linear picture is accepted,
it is argued, the regress of justification is unavoidable and can be solved
only in the (allegedly untenable) foundationalist way. Bosanquet’s contrary
suggestion is that inferential justification, when properly understood, is
ultimately nonlinear or holistic in character, with all of the beliefs involved
standing in relations of mutual support, but none being justificationally
prior to the others. In this way, it is alleged, any objectionable circularity is
avoided. (Think carefully about the plausibility of this claim, looking back
at the discussion of the circularity alternative.)
Such a view amounts to making the group or system of beliefs, rather than
its individual members, the primary unit of justification, with the component
190  Chapter Nine

beliefs being justified only derivatively, by virtue of their membership in such


an adequately interrelated system. And the general property of such a system,
in virtue of which it is justified, is of course identified as coherence. (The
contrast between the linear and nonlinear conceptions of inferential justifi-
cation is drawn at a very high level of abstraction, and you will have to work
to try to bring it down to earth by considering possible examples.)23
A further claim often made by proponents of nonlinear justification and
by coherentist views generally is that the relevant system of beliefs in rela-
tion to which issues of coherence and so of justification are to be decided
is the entire set of beliefs held by the believer in question. Indeed, this is
frequently taken completely for granted with little discussion. But such an
extreme holism is in fact not required in any very clear way by the logic of
the nonlinear view, and it moreover poses serious problems that the coher-
entist might be better advised to avoid. The already rather uncertain idea of
coherence becomes even more so when applied to comprehensive systems
of beliefs, which will inevitably contain many beliefs having no discernible
connection with each other. Moreover, even the minimal requirement of
consistency is in fact rather unlikely to be fully satisfied by actual systems of
belief. For these reasons, it seems to be a mistake for the coherentist to take
his holism this far; and there is in fact no very obvious reason why, assum-
ing that the coherence of a system of beliefs can indeed serve as a basis for
justification, it might not be the coherence of some smaller group of beliefs
that functions in this way in particular cases. (Though this admittedly raises
the far from easy issue of just what the relevant group or system is in relation
to a particular belief.)

(3) Coherentism and Sense Perception


A third crucial issue facing the would-be coherentist is what to say about the
epistemic role of sense perception.24 Here the coherentist seems to be faced
with a stark choice. One alternative would be to simply deny that sense per-
ception plays any genuine justificatory role—deny, that is, that the fact that
a belief is a result of perception or of perceptual experience is relevant in any
way to a reason for thinking that it is true. A coherentist who adopts this
line need not deny the seemingly obvious fact that many of our beliefs are in
fact caused by sensory experience and in that way count as perceptual. But
he must insist that merely being produced in this way gives them no special
justificatory status, so that their justification has to be assessed on the same
basis as that of any other belief, namely by how well they fit into a coherent
system of beliefs. Thus, according to this sort of view, a belief that is a mere
hunch or is a product of wishful thinking or even is just arbitrarily made up,
Foundationalism and Coherentism  191

but that coheres with a set of other beliefs (perhaps arrived at in the same
ways!), will be justified; while a perceptual belief that is not related in this
way to other beliefs will not be.
But such an extreme repudiation of the justificatory relevance of sensory
perception or observation is both quite implausible from a common-sense
standpoint and also greatly aggravates the issue, to be considered next, of
why the fact that a belief satisfies the test of coherence constitutes a reason
for thinking that it is true. For these reasons, few coherentists have been
willing to go this far.25 But the alternative is to try to somehow accommodate
an important justificatory role for sense perception within the coherentist
framework, without thereby slipping back into foundationalism—something
that it is not at all easy to see how to do.
Perhaps the best alternative on this issue for a coherentist is to continue to
insist that sensory experience in itself merely causes beliefs but cannot justify
them, while adding that the fact that a belief was caused in this way rather
than some other can play a crucial role in a special kind of coherentist justifi-
cation. The idea here is that the justification of these observational beliefs (as
they will be referred to here), rather than appealing merely to the coherence
of their propositional contents with the contents of other beliefs (so that the
way that the belief was produced would be justificationally irrelevant), might
appeal instead to a general background belief that beliefs caused in this spe-
cific way (and perhaps satisfying further conditions as well) are generally true,
where this general belief is in turn supported from within the system of beliefs
by inductive inference from many apparently true instances of beliefs of this
kind (with the alleged truth of these instances being in turn established by
various specific inferences falling under the general heading of coherence).
Such observational beliefs would obviously not be arrived at via inference, but
they would still be inferentially justified in a way that depends ultimately on
coherence: the coherence of the general belief about the reliability of beliefs
caused in this way with the rest of the relevant system of beliefs.
In this way, it might be claimed, observational beliefs that depend in
a way on perception and perceptual experience can after all play a role in
coherentist justification. Moreover, beliefs justified in this way, since their
justification does not depend on their specific content but only on the way
that they are caused, could either agree with or conflict with other beliefs
that the person holds, thus providing the sort of independent check or test of
one’s beliefs that sense perception is often claimed to provide. And a coher-
entist view could seemingly require (not merely allow) that beliefs justified
in this way play a substantial justificatory role, while still retaining its basic
coherentist character.26
192  Chapter Nine

(4) Coherence and Truth


We come now to the most fundamental and obvious issue of all: Why is the
fact that a belief satisfies the standards of a coherentist account of the sort
just sketched supposed to show that it is justified in the sense of there being
a good reason for thinking that it is true? What bearing does coherence have
on truth or likelihood of truth (assuming, as we will here, that a coherence
theory of truth itself is unacceptable27)?
We may approach this issue by considering first how a coherentist might
respond to two related, but more specific issues. The first of these is what is
usually referred to as the input or isolation problem. Given the obvious facts,
first, that there is much more to reality than a person’s system of beliefs and,
second, that most of those beliefs purport to describe that larger reality, the
obvious question is then why the fact that those beliefs are coherent with
each other constitutes any reason to think that what they say about the
reality external to them is true or correct. Why couldn’t a system of beliefs
be perfectly coherent while nonetheless entirely impervious to any sort of
influence or input from external reality, thus being completely isolated from
it? But if this were so, it could seemingly be only an unlikely accident or
coincidence if the beliefs in question happened to be true. Thus, it is argued,
coherence is irrelevant to truth and so provides no basis for justification.
It is at this point that the proposed coherentist account of sensory obser-
vation becomes critical. For if that account can be fleshed out and defended,
then the coherentist may have a response to this objection. He can say that
the observational beliefs justified in the way indicated earlier are after all
caused by external reality and so represent a kind of external input to the
system of beliefs that can solve the isolation problem. Note that this response
depends on the fact that the way that observational beliefs are caused plays
a role in their justification (and also on the requirement that beliefs justi-
fied in this way play a substantial justificatory role); if they were caused in
this way but justified solely on the basis of the coherence of their contents
with those of other beliefs, thus being on a par with hunches, products of
wishful thinking, beliefs resulting from mere dogmatism, and so on (or if
such observational beliefs were simply too rare to have much impact), then
the influence of the world on the system of beliefs would be too minimal to
make truth likely.
A second problem is raised by the apparent possibility of alternative coher-
ent systems. Since coherence is a purely internal property of a group or system
of beliefs, it seems possible to invent indefinitely many alternative systems
of belief in a purely arbitrary way and yet make each of them entirely coher-
ent, with any possible belief that is internally consistent and coherent being
Foundationalism and Coherentism  193

a member of some of these systems. But since the beliefs in one such system
will conflict with those in others, they obviously cannot all be justified. Thus
there must be some basis other than coherence for choosing among these
systems and the beliefs they contain, so that coherence is not by itself an
adequate basis for justification.
Here again the best coherentist response will depend on the suggested
coherentist account of observation. For if that account can be made to work,
then the coherentist can seemingly require that any system whose coherence
is to be a basis for genuine justification (i) must include such an observational
ingredient and (ii) must remain coherent as new observational beliefs are
added. Since the justification of the observational beliefs depends primarily
on how they are caused28 and not on their specific content, they have the po-
tential to conflict with other beliefs in the system. Thus there is no apparent
reason to think that just any arbitrarily invented system of beliefs will satisfy
both of these further requirements, that satisfying (i) will not lead to a failure
to satisfy (ii). Indeed, though the issues are more complicated than this brief
discussion can convey, there is no very clear reason for thinking that more
than one system will succeed in doing this in the long run.
The responses to these two more specific problems also point toward a
coherentist response to the general problem of truth. If (but this is still a
very big if) the coherentist account of observational input can be successfully
elaborated and defended, then the coherentist can perhaps argue that the
best explanation for the long-run coherence of a system of beliefs in the face
of continued observational input is that the beliefs in the system are being
systematically caused by an external reality that they accurately depict, and
hence that they are likely to be true.29 Even apart from the worries about the
account of observation itself, there is much more that would have to be done
to spell out and elaborate this argument,30 but for now, this initial outline of
how an argument linking coherence with truth might go will have to do.
We thus have the basic outline and rationale of a coherentist account of
epistemic justification, one that seems on the surface to avoid foundational-
ism. But can such a view really succeed? Or are there serious, perhaps even
insuperable problems lurking here? (Stop at this point and see if you can
think of what sorts of objections such a coherentist view might face.)

Some Objections to Coherentism


In fact, there are many serious objections to coherentism. Here I will con-
sider only three of them, one having to do with the idea of coherence itself
and the other two both having to do in different ways with the general issue
of the accessibility of coherentist justification to the believer.
194  Chapter Nine

First, while the discussion above may suffice to give you some initial grasp
of the concept of coherence, it is very far from an adequate account, espe-
cially far from being one that would provide the basis for comparative assess-
ments of the relative degrees of coherence possessed by different and perhaps
conflicting systems of beliefs. And it is comparative assessments of coherence
that are needed if coherence is to be the sole basis that determines which
beliefs are justified or even to play a significant role in such issues. There are
somewhat fuller accounts of coherence available in the recent literature,31
but none that come at all close to achieving this goal. Thus practical as-
sessments of coherence must be made on a rather ill-defined intuitive basis,
making the whole idea of a coherentist epistemology more of a promissory
note than a fully specified alternative.
Second, if coherence is to be the basis for empirical justification,32 then
an internalist coherence theory must require that the believer have an ad-
equate grasp or representation of the relevant system of beliefs, since it is in
relation to this system that coherence and so justification are determined.
Such a grasp would presumably take the form of a set of reflective beliefs (or
perhaps one comprehensive reflective belief) specifying the contents of the
relevant system. And the glaring difficulty is that the coherentist view also
seemingly precludes there being any way in which such reflective beliefs are
themselves justified. Such beliefs are obviously contingent and presumably
empirical in character; and yet any appeal to coherence for their justification
would seem to be plainly circular or question-begging, since what is at issue
is in part the specification of the very system of beliefs in relation to which
coherence is to be assessed. Until I have a justified grasp of the contents of the
relevant system, I can’t tell which reflective beliefs of this kind are justified;
but a justified grasp of the contents of that system depends on a prior answer
to just this question.
Here it is in fact hard to avoid suspecting that would-be coherentists have
failed to adequately purge themselves of an intuitive outlook that is really
compatible only with foundationalism. From a traditional foundationalist
standpoint, there is of course no real problem about one’s grasp of one’s own
beliefs, since this is a matter of immediate experience for occurrent beliefs
and can be made so for dispositional beliefs. But coherentists reject any such
appeal to immediate experience, and so cannot legitimately appeal to this
sort of access. And there seems to be no alternative account within the con-
fines of coherentism that would allow the believing subject to have justified
access to the contents of his system of beliefs and so to whatever justification
the coherence of that system can provide.
Foundationalism and Coherentism  195

Third, a less obvious but equally serious objection pertains to the coher-
entist’s attempted account of observational input and the accompanying
answer to the alternative coherent systems objection and argument for the
connection between coherence and truth. An essential component of all of
this is the idea that the observational status of a belief can be recognized in
a justified way from within the person’s system of beliefs, for only then could
this status be used as a partial basis for the justification of such a belief, which
then in turn would allow such observational beliefs to be appealed to for
these various further purposes. Here again, recognizing that a belief is a result
of sensory observation rather than arbitrary invention is at least reasonably
unproblematic from a foundationalist standpoint that can invoke immediate
experience. But for a coherentist, the basis for such a recognition can only be
the further belief, itself supposedly justified by coherence, that a given belief
has this status. And then there is no apparent reason why the various alter-
native coherent systems cannot include within themselves beliefs about the
occurrence of various allegedly observational beliefs that would not conflict
with and indeed would support the other beliefs in such a system, with these
supposed observational beliefs being justified within each system in the way
indicated above. Of course, such beliefs will not in general really be observa-
tional in character, but the coherentist has no way to appeal to this fact that
is compatible with his coherentist framework. As long as it is only beliefs and
the relations among them that can be appealed to for justification, the belief
that a specific observation has occurred is all that matters, and whether such
a belief was really caused in the right way becomes entirely irrelevant.
Thus there is no way consistent with coherentism to distinguish genuine
observational input from this counterfeit variety. And, in consequence, there
is also no way on the basis of the only sort of “observation” that is inter-
nally recognizable to answer the isolation and alternative coherent systems
objections or to argue from coherence to likelihood of truth. A system that
receives genuine observational input may thereby receive input from reality
and may be unlikely to remain coherent unless that input (and so also the
system that coheres with it) reflects the way that reality is, rather than being
arbitrarily invented. But a system that merely contains beliefs about such
input may still be entirely isolated from reality, may be merely an invented,
internally coherent fantasy, and may be arbitrarily far from the truth. For this
reason, coherence, even when supplemented with the coherentist version of
observation, does not seem to yield any basis for genuine epistemic justifica-
tion. (This last point is very difficult, and you will have to think about it at
some length to be sure that you see it clearly.)
196  Chapter Nine

These objections, and especially the last, appear to be completely devas-


tating to coherentism. I note in passing that it might be possible to avoid or
at least mitigate them by adopting an externalist version of coherentism. But
externalism, as we will see in the next chapter, faces serious problems of its
own; and in any case, an externalist version of coherentism would have no
dialectical point, since if externalism were otherwise acceptable, a founda-
tionalist version would be much more straightforward and easier to defend.

Back to Foundationalism?
The sort of view that is often regarded as the main contemporary alternative
to foundationalism has been examined and found wanting, but that is not
enough, of course, to answer the anti-foundationalist arguments, in particu-
lar the arguments purporting to show that sensory experience is incapable of
justifying conceptual beliefs and thus incapable of providing a foundation of
the sort that the foundationalist is seeking. We thus need to return to those
arguments and see whether they are really as compelling as they have often
been taken to be.
It will be useful to begin with the second of the two arguments that were
presented earlier in this chapter. This argument, as we saw, takes the form of
a dilemma concerning the apprehension of the character of the experience,
mainly sensory experience, to which the foundationalist wants to appeal for
the justification of foundational beliefs: if the character of such experience
is apprehended in a conceptual or propositional state, a belief or belief-like
state, then it seems capable of providing a reason for thinking that further
beliefs are true, but is also itself in need of justification; whereas if the appre-
hension of the character of experience is not in conceptual or propositional
terms, if it does not involve any apprehension that the experience in question
has one sort of general or classificatory character rather than another, the
need for justification is avoided, but at the cost of rendering the apprehen-
sion seemingly incapable of providing justification for any further belief.
The suggestion that I want to offer here will be at least a bit easier to see
if we focus initially on a somewhat special case, the case where the (alleged)
basic belief in question is the reflective belief that I have some other specific
occurrent belief: the belief that I am presently and consciously believing
some specific thing. The natural place to look for justification for such a
reflective belief is to the experience of having the other belief in question.
And here the crucial fact that, I will suggest, allows an escape between the
horns of the dilemma just mentioned is that my most fundamental experi-
ence or awareness of one of my own occurrent beliefs is neither a separate
Foundationalism and Coherentism  197

reflective belief or belief-like state that would itself require justification nor
a purely noncognitive awareness that fails to reflect the specific character of
the apprehended state (in this case, mainly the propositional content of the
belief). Instead, I suggest, to have a conscious occurrent belief just is, in part,
to have a conscious awareness of the content of that belief (and also of one’s
accepting attitude toward that content), an awareness that is not reflective
(or “second order”) in nature, but is instead partly constitutive of the first-
level occurrent belief state itself. My further suggestion is then that it is by
appeal to this nonreflective, constitutive awareness of the belief content that
a reflective, second-order belief can be justified—though we now see that it
is this constituent, nonreflective awareness rather than the reflective belief
that ultimately deserves to be called “basic.”
The ideas in the previous paragraph are perhaps more difficult and philo-
sophically sophisticated than anything that you have encountered so far in
this book, so I want to pause a bit to try to get them into clear focus. The
main distinction is between (a) a belief that is about another, distinct belief
(and thus reflective or “second-order”) and (b) the conscious awareness of a
belief’s own content that is, I am claiming, a constitutive or intrinsic feature
of any conscious, occurrent belief, without the need for a second, indepen-
dent belief. To take a specific example, suppose that I have the first-order,
conscious or occurrent belief that the sun is shining (using italics to indicate
the content). Then the relevant second-order or reflective belief would have
the content I (presently) believe that the sun is shining. (This second-order be-
lief is one that I might or might not actually have; we do not reflect in this
way on all of our beliefs, and indeed we could not do so—think about it.)
Thus whereas the intrinsic or constitutive awareness of the content of the
first-order belief, an awareness that always occurs when I have such a con-
scious belief, would just be the conscious thought the sun is shining, with no
explicit reference to me as the thinker, the second-order, reflective belief is
explicitly about me having that first-order belief and thus must of course refer
explicitly to me. The crucial point is simply that an occurrent belief is, after
all, a conscious state, and that what one is primarily conscious of in having
such a belief is precisely its propositional content (together with the accept-
ing—as opposed to doubting or wondering—attitude toward that content,
but with no explicit reference to the person who has the belief).
If this is right, then this first-order, constitutive awareness of content can
seemingly provide a justifying reason for the second-order, reflective belief
that I have an occurrent belief with that very content. Indeed, in the normal
case, it is precisely because I am aware in the constitutive way of the con-
tent of my belief that I am led, when and if I reflect, to form the reflective
198  Chapter Nine

belief that I have such-and-such a first-order belief. But, at the same time,
there is no apparent way in which the nonreflective, constituent awareness
of content itself requires any sort of justification: an issue of justification
can, of course, be raised about the belief as a whole (do I have any reason to
think that the sun is shining?), but not about my nonreflective awareness of
the content of the belief. Because of its nonreflective, constituent character,
this “built-in” awareness, as it might be described, thus neither requires any
justification, nor for that matter even admits of any. Indeed, this constituent
awareness of content might be said to be strictly infallible in something like
the way that many foundationalist views historically have claimed for basic
or foundational beliefs: because it is this constitutive or “built-in” awareness
of content that gives the belief its specific content, that makes it the particu-
lar belief that it is with the content that it has (rather than some other belief
or some nonbelief state), there is apparently no way in which this awareness
could be mistaken, simply because there is no relevant fact independent of
the awareness itself for it to be mistaken about.33
This infallibility does not, however, extend to the reflective, second-
order belief: though such a belief can, I am claiming, be justified by appeal
to the awareness that is a constitutive feature of the first-order belief that is
its object, it would still apparently be possible to reflectively misapprehend
the content of one’s own belief, to have a reflective belief that does not
accurately reflect the content contained in the constitutive or “built-in”
awareness. Such a mistake might be due to mere inattention, or it might
result from the complexity or obscurity of the belief content itself or from
some further problem or disorder. But unless there is some reason in a par-
ticular case to think that the chance of such a misapprehension is large,
this mere possibility of error does not seem enough to prevent the reflective
belief from being justifiable by appeal to the constituent awareness. That
I find myself apparently aware in the constitutive way of the very content
that the second-order, reflective belief claims that I believe is surely still in
general a good reason, even if not a conclusive one, for thinking that the
reflective belief is correct.
The foregoing provides an outline of how one specific sort of belief, namely
a reflective, second-order belief about the existence and content of one of my
own conscious, occurrent beliefs, can be basic or foundational in the sense of
there being an internally available reason why it is likely to be true without
that reason depending on any further belief or other cognitive state that is
itself in need of justification—though, as we have seen, it is really the con-
stitutive awareness of content rather than the reflective belief that ultimately
turns out to be foundational. But though my immediate awareness of my own
Foundationalism and Coherentism  199

occurrent beliefs is a part of my overall immediate experience and plays some


role in justification, the most important part of that experience for issues of
justification is my immediate awareness of sensory content. My suggestion is
that an essentially parallel account can be given of how this awareness too
can justify foundational beliefs.
Consider then a state of, for example, visual experience, such as the one
that I am presently having as I look out of the window in my study (see the
rough description offered earlier in this chapter). Like an occurrent belief,
such an experience is of course a conscious state. This means, I suggest, that
in a way that parallels the account of occurrent beliefs offered above, it auto-
matically involves a constitutive or “built-in,” nonreflective awareness of its
own distinctive sort of content, in this case sensory or “phenomenal” con-
tent: to have such a phenomenal experience just is to be consciously aware
of all of its nonconceptual content, however complicated it may be (for not
to be aware of some of that content would be to not be having that specific
experience). And, again in parallel fashion, such an awareness is in no need
of justification and is indeed in a sense infallible in that there is no sort of
mistake that is even relevant to it—no possible discrepancy between the
content that I am aware of and the actual content of the experience. Thus
this awareness of sensory content is also apparently able to justify reflective
beliefs that are about that content.
Suppose, for example, that I am having a visual experience that involves,
among other things, a triangular patch of bright green in the middle of my
visual field. To have such an experience is to be aware of such a patch. And
now if I come to also have the reflective belief that I am experiencing a patch
of bright green in the middle of my visual field, this belief can seemingly be
justified by appeal to the very constitutive or built-in awareness of the green
patch that is part of what makes that experience the specific experience that
it is. Here, once again, mistakes are possible: in a moment of inattention, I
might fail to notice that the second-order belief and the actually experienced
sensory content do not quite agree. But the fact that this is possible has, I
suggest, no tendency at all to show that finding or seeming to find the sec-
ond-order belief to be in agreement with the actually experienced content is
not still an excellent reason, indeed the best possible one, for thinking that
the second-order belief is true.
But does this really answer the anti-foundationalist arguments offered
above? Even if it is correct that the constitutive or built-in awareness raises no
further issue of justification, is there really an intelligible justificatory relation
between it and a basic belief about the character of the experience? Perhaps
this relation of justification is plausible enough in the case considered earlier,
200  Chapter Nine

where the constitutive awareness is an awareness of the content of an occur-


rent belief, for there the awareness of content is still in conceptual terms that
connect in an obvious way with the conceptual content of the reflective be-
lief, even if the constitutive awareness involves no conceptual judgment about
the occurrence of that content that could demand justification. (Think again
about the example described earlier.) But does this really work in the present
and ultimately more important case, in which the content of the constitutive
awareness is, as we saw earlier, not at all in conceptual terms (so that some,
indeed, would refuse even to describe it as “content”)? Aren’t the earlier argu-
ments still correct that there can be no intelligible justificatory relationship
between the constitutive awareness of content of this sort and a conceptual
belief that purports to describe it? (Here is a good place to stop and think
about the issue for yourself, before proceeding.)
In fact, we are now in a position to see that these arguments rest on too
simple a view of the alternatives for the relation between a sensory experi-
ence and a conceptual belief. If we grant (and indeed insist) that the specific
content of such an experience is itself nonpropositional and nonconceptual
in character, then it is quite correct that there can be no strictly logical or
inferential relation between (a) this content (or the constitutive awareness
thereof) and (b) a reflective, conceptual belief about that content. Since the
awareness of nonconceptual content (the awareness of the green, triangular
patch) is neither true nor false (because it makes no conceptual claim at all),
it cannot be the case (as an inference would require) that its truth guaran-
tees the truth of the belief (that I am experiencing such a patch). But such
an experience, like other kinds of nonconceptual phenomena, can of course
still be conceptually described with various degrees of detail and precision.
The relation between the nonconceptual content and such a conceptual de-
scription of it is not logical or inferential, but it is also obviously not merely
causal. Rather it is a descriptive relation, one in which the thing described
does or does not fit or conform to the description. And where such a relation
of description exists, the actual character of the nonconceptual object can
obviously constitute a kind of reason or basis for thinking that the descrip-
tion is true or correct (or equally, of course, untrue or incorrect).
Thus suppose once again that I have a specific conscious state of sensory
experience (an experience that includes a green and triangular patch in the
middle of my visual field), and am, as already argued, consciously but non-
conceptually aware of the specific sensory content of that state simply by
virtue of having that experience. Suppose that at the same time I entertain
a reflective belief that purports to describe or conceptually characterize that
perceptual content, albeit no doubt incompletely (the reflective belief that I
Foundationalism and Coherentism  201

have a green and triangular patch in the middle of my visual field). Assuming
that I understand the descriptive content of that belief—that is, understand
what sort of experience it would take to fit or satisfy the conceptual descrip-
tion—then I seem to be in a good, indeed an ideal, position to judge whether
the conceptual description is accurate, whether it fits or agrees with the
nonconceptual experience I am actually having, and if it apparently does so,
to be thereby justified in accepting the belief.
Once again there is no reason to think that mistake is impossible and thus
no reason to think that such a reflective belief is infallible. But as long as
there is no special reason for suspecting that a mistake has occurred, the fact
that such a belief seems to me on the basis of direct comparison to accurately
characterize the conscious experience that I am having and that it purports
to describe seems to be an entirely adequate reason for thinking that the
description is correct and hence an adequate basis for justification.
It is important to emphasize, however, that a reason that appeals in this
way to a descriptive fit between a descriptive belief and what the belief
is about is only available in a case where the believer has some sort of
independent access to the character of the nonconceptual item, that is, an
access that does not depend on the conceptual description itself. In most
other cases, such as one where it is some physical object or situation that
is being described, the believer could have an access that is independent
of the description in question only by having a second conceptual state
embodying a second description, and this second description would of
course itself equally require justification, so that no genuinely foundational
justification would result.34
But in the very special case we are concerned with, where the non-
conceptual item being described is itself a conscious state, one can, I am
suggesting, be aware of its character, and thus of the very thing on which
the truth of the belief depends, via the constitutive or “built-in” awareness
that any conscious state involves, without the need for a further conceptual
description—and thereby be in a position to recognize directly the truth (or,
of course, the falsity) of a reflective belief about that state. Here we seem
indeed to be in a position to make a direct comparison between a concep-
tual description and the nonconceptual chunk of reality that it purports to
describe—something that seems intuitively to be essential if our conceptual
descriptions are ever to make contact with reality in a verifiable way.35 Such
a comparison is only possible, to be sure, where the reality in question is
itself a conscious state and where the description in question pertains to the
conscious content of that very state, but in that specific case it seems to be
entirely unproblematic.36
202  Chapter Nine

Thus a fairly standard version of foundationalism seems to have an ad-


equate response to the second general sort of objection to foundationalism
distinguished earlier: the one that pertains to the nature and justification of
the foundational beliefs themselves. As already suggested, however, this re-
sponse seriously aggravates the first kind of objection, the one that challenges
whether the rest of what common sense regards as knowledge can be justified
on the basis of the foundation thus arrived at. Whether the foundationalist
can meet this sort of objection depends mostly on the eventual resolution of
the issues discussed in chapter 7 (and, to a lesser extent, in chapters 4 and
8), issues which we will not pursue further here.37
CHAPTER TEN

Internalism and Externalism

A second conspicuous feature of the Cartesian approach to epistemology,


one that has also been the object of serious challenge in recent times, is its
internalist character. For Descartes and those who follow his lead, epistemic
justification or reasonableness can, as we have seen, depend only on matters
which are within the cognitive grasp of the believer in question, that is, of
which he or she is or at least can be in some way justifiably aware: matters
that are, as it might be put, accessible from within his or her first-person
cognitive perspective. (This is a rather vague formulation that will need to
be amplified and clarified.) Indeed, though this has sometimes been disputed,
it seems plausible to say that until very recently an internalist approach was
assumed without question by virtually all philosophers who paid any serious
attention to epistemological issues.
But in spite of this historical consensus, many recent epistemologists
have argued that the internalist conception of justification is fundamentally
mistaken, that epistemic justification can depend in part or perhaps even
entirely on matters to which the believer in question need have no cogni-
tive access at all, matters that are entirely external to his or her cognitive
viewpoint. Thus, to take the most widely-held recent externalist view, a
belief might allegedly be justified for a particular believer simply because
the causal process that led to its adoption is cognitively reliable, that is, is a
process of a general kind that in fact produces true beliefs in a high propor-
tion of the cases in which it occurs—even if both the nature of the process

203
204  Chapter Ten

and its reliability are entirely unknown and cognitively inaccessible to the
believer in question.
Think very carefully about this externalist conception of justification.
Having read this far in the present book, the idea that justification could
result in this way from things that are external to the believer’s cognitive
perspective might seem puzzling or even bizarre. How, you may want to ask,
can a belief be justified for someone in virtue of a feature that he or she is
entirely unaware that it possesses? Indeed, if features of a belief that are in
this way external to the believer’s cognitive perspective can yield justifica-
tion, why could truth itself not play this role? Surely the fact that a belief
is true is, in a way, the best possible reason for holding it, so that if access
to the justifying feature by the believer is not required, why shouldn’t we
conclude that any true belief is justified simply by virtue of being true, no
matter how or why it was arrived at or how irrational or careless or even
crazy the person in question may have been. In fact, no externalist is willing
to go quite this far, but in a way that merely heightens the puzzling character
of the externalist view: why should some external facts and not others be
relevant to justification?
The aim of the present chapter is to explore the recent controversy be-
tween internalist and externalist views of epistemic justification.1 I will start
by elaborating and clarifying the basic idea of internalism, and then proceed
to consider, first, externalist objections to internalism, second, a leading
example of an externalist view (the reliabilist view just briefly adumbrated),
and, third, some major objections to externalism. This will put us in a better
position to understand what is really at stake between the opposing views
and to attempt on that basis to arrive at a tentative resolution of the issue.

What Is Internalism?
The fundamental claim of internalism, as already noticed several times
above, is that epistemological issues arise and must be dealt with from within
the individual person’s first-person cognitive perspective, appealing only to
things that are accessible from that standpoint. The basic rationale is that
what justifies a person’s beliefs must be something that is available or acces-
sible to him or her, that something to which he has no access cannot give him
a reason for thinking that one of his beliefs is true (though it might conceiv-
ably provide such a reason for another person viewing him from the outside).
But there are some possible misunderstandings of this basic idea that need to
be guarded against.
Internalism and Externalism  205

First, although the general Cartesian point of view that we have largely
followed in this book holds that what is available in a person’s first-person
cognitive perspective is initially limited to (i) facts about the contents of his
or her conscious mental states, together with (ii) facts or truths that are self-
evident on an a priori basis, this rather severe limitation is not mandated by
internalism as such. Thus, to take the most important alternative possibility,
if it were possible to defend a version of direct realism2 according to which
some perceptual beliefs about material objects are directly justified without
the need for any inference from the content of sensory experience, then the
facts about the physical world apprehended in this way would also be directly
accessible from the first-person cognitive perspective and would thereby con-
stitute part of the basis for internalist justifications. I am doubtful, for reasons
indicated briefly in the earlier discussion, that any view yielding this result
can in fact be successfully defended, but that is a separate issue.
Second, the basic internalist requirement is sometimes misconstrued as
saying that justification must depend only on the believer’s internal states, that
is, on states that are, from a metaphysical standpoint, properties or features of
that individual person. This would make it easy to understand why facts about
the contents of conscious mental states can contribute to internalist justifica-
tion, but would make it puzzling why facts pertaining to other sorts of internal
states, such as dispositional or unconscious mental states or even states that are
purely physical or physiological in nature, cannot do so as well. And it would
be even more puzzling why self-evident truths that have nothing specifically
to do with the individual person and his or her internal states (for example,
truths of logic and mathematics) are also supposed to be acceptable as part
of the basis for internalist justification.3 But in fact this understanding of the
internalist requirement is simply mistaken. As already briefly indicated, the
“internal” of internalism refers to what is internal to the person’s first-person
cognitive perspective in the sense of being accessible from that perspective, not
necessarily to what is internal in the sense of being metaphysically a state or
feature of that person. Thus the contents of conscious mental states satisfy the
internalist requirement, not simply because they are features of internal states
of the person, but rather because those contents are arguably (see chapter 9)
accessible in the right way. And if self-evident a priori knowable truths are
also accessible from the first-person cognitive perspective (as both moderate
empiricists and rationalists hold), then those truths are equally acceptable as
part of the basis for internalist justification.
Third, the internalist need not deny that facts of other sorts can also
come to be accessible in the required way from the first-person cognitive
206  Chapter Ten

perspective. Thus, for example, if the reliability of certain sorts of testi-


mony can be cogently established by reasoning that begins from what is ini-
tially available there, perhaps along the lines discussed in chapter 8, then
the supposed facts reflected in such testimony become indirectly available as
a basis for internalist justification. The internalist’s insistence is only that
such indirect availability must be grounded in reasons or arguments that
begin from what is directly available—that is, available initially, before
such further reasons or arguments are invoked.
Fourth, and most fundamentally of all, what is available from the first-
person cognitive perspective must provide a complete reason for thinking that
the belief in question is true, and whatever is needed to fully grasp this reason
must be included in what is accessible. Thus, for example, to have internal
access to some fact that could provide the basis for a justifying reason without
also having access to whatever logical or inferential connection that reason
also depends on is not to have full internal access to the reason in question.

Arguments against Internalism


As already noted, there are many recent epistemologists who reject internal-
ism in favor of externalism. What reasons or arguments do they give? Though
others have sometimes been suggested, by far the most important and widely
advocated objections to internalism are the following two.
First, there is the claim that the internalist cannot give an intuitively ac-
ceptable account of the cognitive or epistemic condition of unsophisticated
epistemic subjects: higher animals, young children, and even relatively unso-
phisticated adults. Take higher animals first, as perhaps the clearest case.4 I
once owned a German shepherd dog named Emma. Emma was, judging from
her behavior, a remarkably intelligent dog. She understood a wide range of
commands, seemed to exhibit an excellent memory for people and places
(even those that she had not encountered for a long time), and could be
amazingly subtle and persistent in communicating her desires and prefer-
ences and in responding to novel situations. Anyone who observed her very
closely would, I think, have found it impossible to deny that Emma had con-
scious beliefs and desires, together with other conscious mental states such
as excitement or fear. But did Emma have any reasons or justification for her
beliefs? Did she have any knowledge?
No one viewing Emma from the outside could, I think, have been entirely
sure of the answer to this question. But despite her intelligence, it is hard to
believe that Emma engaged in very much or indeed any reasoning, and still
harder to believe that she was capable of understanding complicated argu-
Internalism and Externalism  207

ments. Indeed, it is doubtful whether Emma could have even understood the
basic idea of having a reason for a belief, an understanding that seems to be
required for her to have had fully explicit access to any reasons at all. Thus it
is hard to avoid the conclusion that Emma had no justified beliefs and hence
no knowledge, a result that is alleged by the proponent of this first objection
to be highly implausible. Surely, it is argued, Emma was justified in believing
and, perhaps even more clearly, knew such things as that there was a squir-
rel on the other side of the quad (as she skulked carefully toward it, freezing
if it should happen to look in her direction) or that the person at the front
door was her good friend Marc (as her initial hostile barking at the person’s
approach gave way to yelping and jumping with excitement and joy). (Think
about this issue for yourself, using whatever dogs or cats or other higher ani-
mals you have known as examples. Is the objection right about both of the
points in question: (a) that animals like Emma have no access to internalist
reasons or justification; and (b) that they undeniably do have justified beliefs
and knowledge?)
This objection to internalism, already at least reasonably compelling in
relation to creatures like Emma, seems perhaps even more forceful when
applied to relatively young children and to unsophisticated or cognitively
limited adults. Surely, it is argued, no one in either of these categories is
really able to understand complicated arguments of the sort, for example,
that we have seen to be apparently required to arrive at a good reason for
accepting an inductive conclusion or one about the external material world
(assuming that direct realism doesn’t work). Indeed, most fully mature
and capable adults have not in fact even encountered such arguments or
formulated them for themselves, making it hard to see how an internalist
can consistently say that the beliefs of even individuals like these about
such matters are justified or constitute knowledge. But surely, it is alleged,
it is much more obvious that some or all of these various kinds of relatively
unsophisticated individuals (and surely the mature and capable adults) do
have justified beliefs and do have knowledge of the sorts in question than
it is that internalism is true. And thus if internalism yields such implausible
results, it should be rejected.
Second, while the first objection in effect concedes, for the sake of the
argument, that successful internalist justifications for inductive beliefs or
beliefs about the external world or other beliefs that common sense regards
as justified can be in fact found, denying only that these are accessible to
unsophisticated subjects (and possibly even to most of the mature and ca-
pable ones), the second objection argues that is it is in fact far from obvious
that any acceptable internalist justification, whether generally accessible or
208  Chapter Ten

not, can be found for many of these beliefs. This is a point that any reflec-
tive reader of this book should be able to appreciate. Because of the various
problems discussed in earlier chapters, it is at least possible from an internal-
ist perspective—and perhaps even, as many would argue, likely—that no
adequate justification for many or perhaps even most of our beliefs can be
found, in which case no one would have justification or knowledge concern-
ing the matters in question if internalism is correct. But this is again, it is al-
leged, an extremely implausible and intuitively unacceptable result, making
the internalist view that leads to it equally unacceptable.
It is obvious that these two arguments are closely related and similar in
their basic thrust. One way to put them together would be to argue that if
internalism is correct, only at best a few epistemologists and students of epis-
temology will have access to good reasons for the vast majority of the beliefs
that common sense regards as justified and as constituting knowledge (see
again the list in chapter 1). But this once again seems extremely implausible,
and so, it is claimed, internalism must be mistaken.
The problems that these arguments point to are real, and there is no
very simple and straightforward reply available to them from an internalist
perspective. Here, as so often in philosophy, we will have to see what the
alternative view looks like before we will be in a position to decide which of
the two views is really more plausible overall. But there is one issue worth
raising at this point for you to think about as we proceed, and that is the is-
sue of what the specific content of the common-sense intuitions with which
internalism is allegedly in conflict really is. Is the common-sense view merely
that ordinary people or children or beings like Emma have knowledge and
justification in some unspecified sense or other in relation to the beliefs in
question?—in which case, the accounts of justification or knowledge offered
by the externalist (which we have so far indicated in only the sketchiest way)
might be enough to satisfy those intuitions. Or is the content of the relevant
intuitions not rather that the beings in question have knowledge and justi-
fication in just the specific senses that the internalist advocates: that they
have true beliefs which they have good reasons for thinking to be true?—in
which case showing that the beliefs in question are justified in an externalist
sense wouldn’t really help to avoid a conflict with those intuitions.5

A Leading Version of Externalism: Reliabilism


It is time to look more closely at a specific externalist view. Though a
number of different such views have been proposed, we will focus here on
the one that has been perhaps the most widely discussed and advocated,
Internalism and Externalism  209

namely reliabilism.6 Reliabilism has been mainly advocated as a view con-


cerning the nature of epistemic justification, and it is in that form that we
will consider it here.7
The central idea of reliabilism, as already briefly noted earlier, is that
what makes a belief justified is the cognitive reliability of the causal process via
which it was produced,8 that is, the fact that the process in question leads to a
high proportion of true beliefs, with the degree of justification depending on
the degree of reliability. If the belief-producing process is reliable in this way,
then (other things being equal) it will be objectively likely or probable to the
same degree that the particular belief in question, having been produced in
that way, is itself true. But what makes the view a version of externalism is
that, as we have seen, reliabilism does not require that the believer in ques-
tion have any sort of cognitive access to the fact that the belief-producing
process is in this way reliable in order for his or her belief to be justified. All
that matters for justification is that the process in question be in fact reliable,
whether or not the person believes or has even the slightest inkling that this
is so or any understanding of what specific sort of process is involved.
The clearest and most initially plausible illustrations of reliabilism involve
belief-producing processes like sensory perception. Thus suppose that a par-
ticular individual is so constituted, as a result of natural endowment and vari-
ous sorts of previous training and experience, that a very high proportion of
his or her visually induced beliefs about medium-sized material objects (such
things as tables, trees, buildings, automobiles, and the like) and processes
in his or her immediate vicinity under favorable conditions of perception
are true. If this is so, then, according to the most straightforward version of
reliabilism, those beliefs are justified.9 The individual in question need have
no belief or any other sort of awareness that the visual process in question
is reliable, nor indeed any very specific conception of what that process in-
volves. Neither he nor for that matter anyone else need have any very direct
or easy access to the fact of reliability should the issue somehow be explicitly
raised. All that matters is that the actual causal process via which such beliefs
are generated is in fact (under those conditions about that sort of subject
matter) highly reliable—whether or not anyone is aware of this at the time
in question or indeed ever. And this is obviously a condition that might be
satisfied by any of the unsophisticated cognitive subjects considered earlier:
by unsophisticated adults, by young children, or by animals like Emma.
When Emma came to believe that there was a squirrel across the quad, then
if her eyes were functioning in such a way that this reliability condition was
satisfied (under the then existing conditions of lighting, distance, and so on),
then her belief was, according to the reliabilist, justified.10
210  Chapter Ten

The reliabilist’s reliable belief-producing processes are not limited, how-


ever, to processes like sensory perception in which no prior beliefs or other
cognitive states are involved in any very obvious way. For example, if the
process of logical or probabilistic inference from other justified beliefs is also
a reliable belief-producing process, then the beliefs that are produced by this
process will also count as justified according to the reliabilist account. Here
too, however, what matters is reliability itself and not any awareness on the
part of the subject that the process is reliable nor any understanding of why
a belief arrived at in this way genuinely follows from the relevant premises.
Thus if Emma made reliable transitions of this sort—for example, came to
believe when she heard the can opener in the late afternoon that she was
about to be fed—even though with no clear or explicit awareness of why or
how she was doing so, her resulting beliefs would still have counted as justi-
fied. Of course, it might turn out that a more specific process that involves ex-
plicit and critical reflection on the logical relations and principles involved
is even more reliable, in which case beliefs that result from a process of this
more specific sort would be even more highly justified.
For the simplest versions of reliabilism, the account given so far is es-
sentially the entire story. But it is also possible to have more complicated
versions of reliabilism, still fundamentally externalist in character, that add
further qualifications of various sorts to ward off potential objections. The
rationale for these will emerge as we consider the objections that have been
raised against reliabilist views.

Objections to Reliabilism
Does reliabilism provide an acceptable account of epistemic justification,
one that can replace the internalist view and thereby avoid the objections
to internalism discussed earlier? In this section, I will consider three main
sorts of objection that have been offered in relation to reliabilist views spe-
cifically. With only minor modification, at least the first two of these also
apply to the other leading versions of externalism, but only the versions
that apply to reliabilism will be discussed explicitly here. The first two ob-
jections question, on broadly intuitive grounds, whether the satisfaction of
the reliabilist condition is (i) necessary or (ii) sufficient for the justification
of a belief, while the third pertains to a difficult problem that arises within
the reliabilist position.
The first objection challenges whether the satisfaction of the reliabilist
condition is necessary for beliefs to be justified, that is, whether only beliefs
that satisfy that condition are justified—as would have to be the case if
reliabilism were successful in providing a complete account of epistemic
Internalism and Externalism  211

justification.11 Imagine a group of people who live in a world controlled by a


Cartesian evil genius of the sort earlier in chapter 2. The evil genius carefully
controls their sensory and introspective experience, producing in them just
the experiences they would have had if they had inhabited a particular mate-
rial world, perhaps one exactly like our own, containing various specific sorts
of objects and processes that interact and influence each other in a lawful
way. The people in this position are, we may suppose, careful and thorough
investigators. They accumulate large quantities of sensory evidence, formu-
late hypotheses and theories, subject their beliefs to careful experimental and
observational tests, and so on. Perhaps they even formulate philosophical
arguments of the sorts considered in Part I of this book for the likely truth of
their resulting beliefs.
Are the beliefs about their apparent world that the people in such a
Cartesian demon world arrive at in these ways justified? (Stop here and
think about this issue before proceeding.) From an intuitive standpoint,
it seems hard (doesn’t it?) to deny that they are. After all, their epistemic
situation may, from their standpoint, well be entirely indiscernible from or
even superior to our own. But in fact, because of the pervasive influence
of the evil genius, the cognitive processes that produce their beliefs are in
fact at least mostly unreliable: their perceptions and observations produce
beliefs that are mostly or entirely false, and even if their further reasoning
is impeccable, it begins with these false premises and so does not lead to
reliable results. Thus the reliabilist apparently must say that the beliefs held
by such people are in fact largely or entirely unjustified, a result that seems
intuitively quite implausible.12
How do reliabilists respond to this objection? Some simply dig in their
heels, “bite the bullet,” and insist that this is the correct result and that the
intuitive impression to the contrary is somehow confused or misleading.
Others, however, have found this result too implausible to accept and have
instead proposed modifications to the reliabilist view that are aimed at avoid-
ing it. Perhaps the most interesting of these is the suggestion that the reli-
ability of a cognitive process, in the sense relevant to justification, should be
assessed, not necessarily in the world that the believer whose beliefs are being
considered in fact inhabits, but rather in “normal” possible worlds—that is,
in possible worlds that actually have the features that our world is common-
sensically believed to have. Thus if the cognitive processes employed by the
victims of the evil genius would be reliable in a world of the sort that we
believe ourselves to inhabit (one that thus, among other things, contains no
evil genius), then those processes count as reliable in the relevant sense. And
if reliability is understood in this way, then the reliabilist can agree that the
212  Chapter Ten

beliefs of the people in the evil genius world are justified.13 (This is a tricky
view, and you will have to think about it carefully.)
How successful is this response? It avoids the objection in question, but
only, it might be thought, at the price of rendering the reliabilist position
seriously ad hoc. It is clear enough why genuine reliability should be thought
to be cognitively valuable, whether or not it is the right basis for justification:
beliefs that are arrived at in a genuinely reliable way are thereby objectively
likely to be true. But why should we value what might be referred to as “nor-
mal reliability,” whether or not it is correlated with genuine reliability? After
all, beliefs that result from processes that possess normal reliability are not,
on that basis alone, to any degree likely to be true.
The second objection is in a way the complement of the first. Instead of
imagining a situation in which the cognitive processes that we take to be
reliable are in fact unreliable, it imagines one in which there is a cognitive
process that is in fact highly reliable, but which we have no reason to regard
as reliable and perhaps even good reasons to regard as unreliable. Thus sup-
pose that clairvoyance, the alleged cognitive ability to have knowledge of
distant occurrences in a way that does not depend on sensory perception
or other commonsensical cognitive processes, does in fact genuinely occur
and involves a process of some unknown sort that is in fact highly reliable
for certain specific people under certain specific conditions (which might
include a limitation to a certain range of subject matter). And suppose that
some person who in fact has this ability arrives at a belief on this basis and
that the requisite conditions for reliability, whatever they may be, are satis-
fied. Such a belief seems to satisfy the reliabilist requirement for justification,
but is it in fact genuinely justified?14
There are several different possible cases here, depending on what else
is true of the person in question. Such a person might (a) have no belief or
opinion at all about the cognitive process involved or its reliability, or (b)
believe, though without justification, that the belief results from a reliable
process, of which he or she may or may not have any very specific concep-
tion, or (c) possess good reasons or evidence of an internalist sort that the
belief in question is false, or (d) possess good reasons or evidence of an inter-
nalist sort that the process in question is not reliable, again with or without
a specific conception of its character.15 (If he or she possesses good reasons
of an internalist sort that the process is reliable, that would of course provide
a basis for an internalist justification.) All of these possibilities are worth
thinking about (and you should try to imagine specific examples of each of
them); but it is the first that seems most favorable to the externalist. It is
hard to see how a further belief about the process that is itself unjustified
Internalism and Externalism  213

can contribute to the justification of the initial belief; and it seems obvious
that a belief that is held in the face of contrary reasons pertaining either to
its subject matter or in the way in which it was arrived at is more suspect as
regards its justification.
Imagine, then, a specific case of sort (a). Suppose that a certain person,
Norman, is in fact a reliable clairvoyant with respect to the geographical
whereabouts of the president of the United States.16 He frequently has spon-
taneous beliefs or hunches, which he accepts without question, concerning
the location of the president on a particular day, and in fact these are always
correct. But Norman pays very little attention to news reports and other
sorts of information about the president and his or her whereabouts and
has never made any effort to check his hunches independently. Nor does
he have any real conception of how these hunches might be produced or
any general views about the reliability of such a process. Clearly (or at least
pretty clearly—see the next objection) Norman’s beliefs resulting from his
spontaneous clairvoyant hunches satisfy the reliabilist’s requirements for jus-
tification, but are they really justified? Or, or the contrary, doesn’t it seem as
though Norman is being thoroughly irrational and so is not in fact justified in
confidently accepting beliefs on this sort of basis? (Think about this question
on your own. One way to develop the issue further is to ask whether Nor-
man would be justified in acting on one of these beliefs if an urgent occasion
should arise: perhaps someone is trying to contact the president on an urgent
matter and asks Norman if he knows where to find him.)
Here again some externalists simply dig in their heels and insist that Nor-
man’s clairvoyant beliefs are justified, dismissing intuitions to the contrary
as misguided. But others respond to this sort of case (and to other, similar
cases of the sorts enumerated earlier) by imposing a further requirement that
amounts to a significant qualification on the reliabilist position: roughly that
the believer not have immediate access to good reasons of an internalist sort
for questioning either the specific belief in question or his or her own general
ability to arrive at such beliefs in the way in question.17 The way that this ap-
plies to Norman is that arguably he should have been suspicious of his beliefs
about the president’s whereabouts, given that he has no reason to think that
he has any sort of reliable cognitive access to such information and given
that people in general do not apparently possess the ability to arrive at reli-
able beliefs in such a way.
There are two questions that need to be asked about this response. One
is whether it is possible to interpret it in such a way as to handle the Nor-
man case without also creating an analogous problem for the reliably caused
beliefs, for example those resulting from visual perception, that the reliabilist
214  Chapter Ten

does want to say are justified on that basis alone. If our only justification for
visual beliefs is of the externalist sort (something that an internalist will of
course deny), shouldn’t we be equally suspicious of them? If not, why not?
The second question is whether it is possible to find a clear rationale for
such a further requirement that is compatible with externalism. Why should
internalist reasons be relevant in this negative way if they are not required
for justification in general? I cannot pursue these questions further here, but
you should think about them for yourself.
The third objection, known as the generality problem, pertains to the very
formulation of the reliabilist position. What the reliabilist says, as we have
seen, is that a belief is justified if the general sort of cognitive process from
which it results is reliable in the way indicated. But at what level of generality
should the relevant process be characterized? Consider my present visually
produced belief that there is a white cup sitting on my computer table, and
consider some of the different ways in which the cognitive process from
which it results might be described (assuming as a part of all of these that
my eyes are functioning normally): as the visual perception of a cup under
good lighting at close range, as the visual perception of a cup (allowing for
varied conditions and distances), as the visual perception of a “medium-sized
physical object,” as visual perception in general (including the perception of
much larger and smaller objects), or just as sense perception in general—and
this is only a small sampling of a much larger range of possibilities. Which of
these various descriptions of the cognitive process in question is the relevant
one for applying the reliabilist’s principle of justification?
What makes this question a serious problem for the reliabilist is the fact
that the proportion of true beliefs that is produced by the processes specified
in these various ways seems to vary quite widely: I am much less likely to
make a mistake about a cup that is perceived at close range under good con-
ditions than I am about cups under all circumstances or objects of visual per-
ception or sense perception in general. Indeed, it seems possible, on the one
hand, to specify the process in such fine detail as to make the description fit
only this single case, so that the process thus described would be either 100
percent reliable (if the belief is true) or 100 percent unreliable (if the belief
is false). And it also seems possible, on the other hand, to specify the process
so broadly, including perceptions of objects that are much harder to identify
and perceptions under very poor conditions, as to yield a very low degree of
reliability. But which of these widely varying characterizations of the process
and corresponding degrees of reliability is the right one, according to the
reliabilist view, for assessing the justification of this particular belief?
Internalism and Externalism  215

Without some way of answering this question in a specific and nonar-


bitrary way, the reliabilist has not succeeded in offering a definite position
at all, but only a general schema that there is apparently no nonarbitrary
way to make more definite. Certainly some ways of specifying the relevant
process are more natural than others; but the epistemological relevance of
such naturalness is questionable, and even these more natural specifications
are numerous enough to result in significantly differing degrees of reliability.
Though reliabilists have struggled with this problem, no solution has yet
been found that even a majority of reliabilists find acceptable.18
Of these three objections, it is the third that is the most immediately
serious, since it in effect challenges the very existence of a definite re-
liabilist position. One externalist response to this problem has been the
development of other versions of externalism, positions that on the surface
at least seem to avoid this issue—though it is open to question whether it
does not still lurk beneath the surface. An adequate consideration of these
other externalist views is impossible here, but you may want to investigate
some of them on your own.19

Internalism versus Externalism: A Tentative Assessment


The issue between internalism and externalism is still very much alive in cur-
rent epistemological discussion. One thing that makes it difficult to resolve
is that apart from the generality problem (which may perhaps be set aside on
the grounds that it might possibly be solved or avoided by adopting a differ-
ent version of externalism), the arguments and objections on both sides are
fundamentally intuitive in character, and reasonable people may differ with
regard to both the genuineness and especially the weight of the intuitions
involved. In this concluding section, I will try to sort through the competing
considerations and suggest a resolution of sorts. But I want to emphasize in
advance that it is presented here only as a suggestion, one that would at best
take a lot more reflection and argument to defend, so that you will have to
evaluate it for yourselves by thinking carefully about all of the strands of this
complicated issue.
We may begin by asking whether it is really as clear as I have in effect
been assuming (and as those on both sides of this issue typically assume
as well) that the internalist and the externalist views of justification are
incompatible in a way that means that one must be simply right and the
other simply wrong. Some philosophers have in fact suggested that perhaps
there are instead two (or even more) different conceptions of knowledge or
216  Chapter Ten

justification, one (or more) of them internalist and one (or more) of them
externalist: conceptions that simply address different issues and serve dif-
ferent purposes, and that are thus not in any meaningful sense competitors
between which a choice must be made.20
This is a possibility that it is not easy to assess, but that surely has at least
some initial plausibility. We have already seen (in chapter 3) how difficult
it is to arrive at a clear and univocal account of the concept of knowledge
(or of the uses of the terms “know” and “knowledge”). Thus the idea that
there might simply be different conceptions of knowledge or justification,
varying among each other in different dimensions of which the internal-
external distinction might turn out to be one, cannot be easily dismissed.
The situation as regards the concept of justification is somewhat different,
in that justification is to some extent a technical concept within epistemol-
ogy, albeit one that connects with more ordinary concepts such as reasons
and rationality. But this makes it if anything even more plausible to suppose
that there might simply be different concepts of justification, or at least of
something that plays the same general role, which do not compete with each
other in any very direct way.
Moreover, it should be clear on reflection even to an internalist that
there are genuine epistemological issues for which an externalist approach is
entirely reasonable and appropriate. As an example, it might be important
to ask whether one or another of a range of alternative methods of organiz-
ing and structuring scientific research is more likely to succeed in finding
the truth in a given area, and it would be entirely reasonable to investigate
this issue by studying many cases of research organized in the various ways in
question and seeing how frequently and how readily cognitive success has ap-
parently attained. Such an investigation would be naturally conducted from
a third-person perspective, looking at the people employing the various meth-
ods from the outside and assessing their success from that perspective.21 And
if someone should choose to formulate the results of such an investigation
by saying that the more successful methods and so also the beliefs to which
they lead are more justified in what would be essentially a reliabilist sense,
it is hard to see why even an arch-internalist should want to object. Thus
there is plainly room in epistemology for investigations whose results could
be formulated (though this hardly seems essential) by using an externalist
conception of justification (or perhaps instead of knowledge).
None of this has, however, any tendency to show that the internalist con-
ception of justification and its correlative conception of knowledge are not
equally legitimate in their own way. As we have already noticed above, the
internalist approach pertains to epistemological issues that are raised from
Internalism and Externalism  217

what is essentially a first-person rather than a third-person perspective, that


is, to the situation where I ask what reasons I have for thinking that my own
beliefs, rather than someone else’s, are true.
It is worth noticing that even first-person questions can sometimes be
usefully dealt with in a partially third-person way. If the epistemic issue I
am concerned with pertains only to a narrow range of my beliefs, for ex-
ample, to my memory beliefs concerning previous alleged episodes of sensory
perception, then it might be appropriate to take advantage of third-person
psychological studies of the ways in which various identifiable features of
such beliefs are correlated with accuracy or inaccuracy.22 The point is that
if only the beliefs in that limited range are under scrutiny, then I am free to
appeal to other beliefs that I may have about such things as the reliability
of such studies, the very existence of the studies (given the written reports),
the existence of other people and of the written reports themselves, and so
on, without worrying about whether and how these beliefs can themselves
be justified.
But if the scope of the first-person inquiry is expanded, and I ask the global
question of whether I have good reasons for thinking that any of my beliefs
are true, such an appeal to third-person investigations is no longer available
without begging the essential question. In this situation, as we have seen, I
can only appeal initially to things that are directly or immediately known
or justified for me, justified in a way that does not rely on other beliefs that
are themselves in question—which is, of course, precisely the situation in
which Descartes found himself. As noticed above, this in no way precludes
my justifying the use of further cognitive resources by arguments that begin
from what is immediately available: thus, for example, if the existence of
other minds and the reliability of testimony apparently emanating from
them can be established in a non-question-begging way on the basis of my
more foundational beliefs, then justification that relies on testimony would
become available from the first-person cognitive perspective. But the merely
external fact that, for example, testimony of a particular sort is indeed reli-
able is simply not relevant by itself to the global first-person epistemological
issue and can play no role in resolving it.
It has sometimes been argued that there is something fundamentally mis-
conceived or illegitimate about the global first-person epistemological issue
that in this way seems to clearly demand an internalist conception of justifi-
cation, but it is hard to find any very compelling argument for such a claim.
Perhaps it is true, as the externalist alleges, that in the internalist sense of
justification, the beliefs of animals, young children, and unsophisticated
adults turn out not to be justified—though it could still perhaps be argued
218  Chapter Ten

that some or all of these epistemic subjects have a tacit or implicit grasp of the
relevant reasons and thus are justified in a weaker but still significant sense in
at least many of their beliefs.23 But supposing that the externalist is right that
the beliefs of unsophisticated subjects are not justified according to an inter-
nalist account, that is then simply a philosophical result to be respected, like
any other, and not one that is altered in any real way by pointing out that
such subjects may at the same time be justified in a quite different, externalist
sense. Similarly, if it should turn out that, as alleged by many externalists, the
internalist epistemological project leads finally to a largely skeptical result,
this would again be a philosophical result that would have to be accepted,
and that would not in any significant way be altered by adding that many of
the beliefs in question are still justified—or rather, as we shall see shortly,
may be justified—in a different, externalist sense.
Such a skeptical conclusion is admittedly very hard to accept from an
intuitive, common-sense perspective. But this, I believe, is a reason (whose
strength is not easy to assess) for thinking that the externalist must be wrong
about the skeptical implications of internalism, not a reason for adopting
a quite different conception of justification and knowledge. My suggestion
would be that the common-sense intuition in question is not to be under-
stood as holding merely that our beliefs are justified and constitute knowl-
edge in some largely unspecified senses (which might then turn out to be
the externalist ones)—or, still less, that it is an intuition about specifically
externalist justification and knowledge (of which common sense seems to
have little or no inkling). Instead, I submit, the common-sense intuition in
question is precisely that we do after all have good reasons in our possession
for thinking that our various beliefs are true, that is, that those beliefs are
justified in precisely the sense upon which the internalist insists—even if we
have a surprising amount of difficulty articulating explicitly just how this is
so. And if this is what the relevant intuition really amounts to, then an ap-
peal to externalist senses of justification and knowledge is simply irrelevant
and can do nothing at all, possible obfuscation aside, to accommodate that
intuition or to avoid unpalatable skeptical results. (But whether I am right
about this is a very difficult issue, one which you should consider carefully for
yourselves. What do the intuitions in question really say?)
Finally, even if it is the case that the internalist and externalist concep-
tions of justification and knowledge are each legitimate and valuable in their
own spheres, as defined by the rather different epistemological issues toward
which they are aimed, it remains true that the internalist approach possesses
a fundamental kind of priority. No matter how much work may be done in
delineating externalist conceptions of knowledge or justification or reliabil-
Internalism and Externalism  219

ity and in investigating how those apply to various kinds of beliefs or areas of
investigation, there is a way in which all such results are merely hypothetical
and insecure as long as they cannot be arrived at from the resources available
within a first-person epistemic perspective. If, for example, an epistemologist
claims that a certain belief or set of beliefs, whether his or her own or some-
one else’s, has been arrived at in a reliable way, but says this on the basis of
cognitive processes of his or her own whose reliability is at best an external
fact to which he or she has no first-person access, then the proper conclusion
is merely that the belief or beliefs originally in question are reliably arrived
at (and perhaps thereby are justified or constitute knowledge in externalist
senses) if the epistemologist’s own cognitive processes are in fact reliable in
the way that he or she no doubt believes them to be. But the only apparent
way to arrive at a result that is not ultimately hypothetical in this way is
for the reliability of at least some cognitive processes to be establishable on
the basis of what the epistemologist can know directly or immediately from
his or her first-person epistemic perspective. If this cannot be done (as the
externalist in effect claims that it cannot), then the proper result is only that
our beliefs may be justified (in the externalist sense) if in fact they are reliably
arrived at, but that we have no reason at all to think that this is so. And this
is, I suggest, itself a very powerful and commonsensically unpalatable version
of skepticism—one that is quite unavoidable from an exclusively externalist
standpoint. In this way, I suggest, the claim that externalism makes it pos-
sible to avoid skepticism, on which the main arguments for externalism are
based, turns out to be largely empty; and internalism remains the only viable
approach to the deepest and most important epistemological issues.
CHAPTER ELEVEN

Quine and Naturalized Epistemology

A third and even more radical challenge to the broadly Cartesian conception
of epistemology is offered by the view that epistemology should be natural-
ized: that is should be transformed into or replaced by a discipline that is
continuous with or perhaps even a subdiscipline of the natural science of
psychology. In the most extreme versions at least, this would mean that the
normative or evaluative issue of whether we have good reasons or justification
for our beliefs would be simply replaced by the empirical issue of how those
beliefs are causally generated, though others who still regard themselves as
naturalized epistemologists have been unwilling to go this far.1
In this chapter, we will examine the idea of naturalized epistemology and
some of the central arguments that have been advanced in support of it,
together of course with problems and objections. Since the basic conception
turns out to be rather elusive, I will begin with a close look at the account of-
fered by the philosopher who was the earliest advocate of the view (and who
first used and popularized the term), the American logician and epistemolo-
gist Willard van Orman Quine. Next we will consider two central elements
of naturalized epistemology, as identified by one of its leading recent propo-
nents. This will put us in a position to evaluate both the case for naturalized
epistemology and the plausibility of the resulting view.

Quine on Naturalized Epistemology


What then is naturalized epistemology? In his paper “Epistemology Natural-
ized,”2 Quine argues that epistemology (“or something like it”) should be

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UNIDAD 2
UNIDAD 3
UNIDAD 4

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