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Culpa y vacío.

Desde un cómodo sillón.

Ya el cielo apuntaba a la noche, o así parecía al menos. El reloj daba cerca de


las cinco; un martes de noviembre, 40 años después de la reforma política mundial
luego de la pandemia. Las tormentas no cesaban. Fuertes vientos iban y venían por
doquier sin preocupación alguna de todo el desastre causado a su alrededor. Mi
padre y yo nos encontrábamos en el poblado antes de que todo comenzara,
estábamos a unos kilómetros del terreno de mi abuelo, llenándonos de provisiones
para cuando el tornado llegase, el cual nos captó desprevenidos, horas antes de lo
estipulado por los medios.

Mi padre apresuró el paso tomando las bolsas que más pudiese, le seguí con lo
mismo hasta llegar a la camioneta. Ya las alarmas sonaban a toda costa enunciando
la llegada de Héran, el tornado devastador. Metimos todo en el asiento trasero sin
pensar en cómo se encontraba, solo tiramos cada una de las bolsas tratando de
escapar del tornado.

Hundiendo todo el pie en el acelerador, mi padre manejo hasta la cabaña,


llegamos allí en un par de minutos. Todo estaba abandonado y en espera del
desastre. Las puertas estaban cerradas, las ventanas cubiertas y no había quien
nos esperase. Mi padre guardó la camioneta, mientras yo me encargaba de abrir la
entrada a la cabaña. En cada seguro tardaba más que en el anterior. Las manos
me temblaban y las llaves no dejaban de tintinear. Cuando por fin logr e abrir,
entramos apresuradamente. Silencio, por unos segundos fue lo que más anhelamos
después de todo, pues significaba que al fin habíamos llegado al lugar en el que
podíamos estar en la ansiada calma.

Bajamos al refugio donde nos esperaba mis hermanos y sus esposas, mi madre
y mi abuelo. Aguardaban allí con unas calientes tazas de chocolate y unos cuantos
juegos de mesa. Aún había buen flujo de energía eléctrica, pero no duró mucho. A
eso de las seis ya estábamos a oscuras con la débil luz que emanaba una lámpara,
sin posibilidad de estar en nuestros celulares o ver las fichas de los juegos que allí
teníamos. Pasó un minuto, pasaron diez, y al cabo de una hora nadie se había
pronunciado tratando de encontrar la manera de distraernos, hasta que papá habló,
tomó un butaco y se sentó junto al abuelo. Dijo en voz alta que él no esperaría allí
sentado haciendo nada, así que pidió una historia, una de las historias del abuelo.

Supongo que todos nos encontrábamos de acuerdo con mi padre, el


aburrimiento hace presencia en el ambiente, todos seguimos en nuestros lugares,
pero apuesto que todos los escuchamos:
- Pero ¿Qué podría contarles? – preguntó el abuelo moviéndose en su cómodo
sillón.
- Tenías diecinueve años cuando una pandemia arrasó la normalidad de ese
entonces – le respondió papá - creo que tienes muchas cosas que podrías
contarnos.

- Anímate abuelo. Nunca hemos escuchado tu historia, ni siquiera papá que es


tu hijo – dije tratando de conseguir alguna forma de deshacer el aburrimiento.

- Además, es aburrimiento, es probable que lleguen a interesarnos cualquier


cosa que nos contaras – dijo papá intentando convencer al abuelo – quizá sea el
momento de saber algo sobre Jule – rio papá haciendo un guiño picaresco poco
disimulado.

La mirada del abuelo barrió toda la habitación tratando de encontrar una mirada
que lo animará…y encontró la mía. Se incorporó, vio al piso por unos segundos
pensando en cuál sería la historia que nos contaría. Y al pasar de un rato…

- Tenía – dijo tratando de recordar – al menos veinte años cuando todo sucedió.
Recuerdo que para esos años las universidades aún tenían cedes reconocidas, yo
estudiaba medicina cuando la noticia de una epidemia en China corrió hacia cada
rincón del mundo buscando causar pánico y miedo por donde llegase. Fue muy
extraño, cosas que nunca antes habíamos visto comenzaron a verse en fenómenos
sociales poco comunes. La gente vació los mercados buscando provisiones para un
posible acuartelamiento que para el 2020 dejó de ser posibilidad y pasó a ser un
hecho. Los países cerraban sus fronteras, los establecimientos públicos dejaron de
frecuentarse, los pequeños emprendimientos fueron en declive y, en general, la
economía mundial. En verdad que aquel virus, llegado de la nada, ocasionó una
catástrofe masiva que no se había presenciado antes por ningún ser humano vivo
en aquel trágico año. Era joven, pasó hace muchos años, pero puedo asegurar que
cualquier persona que haya salido viva de lo sucedido, nunca olvidara lo que fue, y
lo que costo. Estuvimos un par de meses encerrados, no fue mucho, de cualquier
modo, me acompañaba su abuela, era perfecto, sí que lo fue. Buenos tiempos en
una mala época. Ella estudiaba economía en la misma universidad a la que yo
asistía. Hacíamos todo juntos y vimos pasar todo juntos. Allá afuera era un desastre,
la televisión, las redes sociales, todo mostraba una realidad que parecía ser ajena
a lo que su abuela y yo pasábamos. Todo era caos. Parecía que no solo las paredes
nos resguardaran, sino también las pantallas, pues mostraban todo lo malo que
trataba de asecharnos, pero, al mismo tiempo, mantenía todo ello dentro de su
amplio campo en la red y allí lo dejaba, o, al menos, eso creía yo. El tiempo pasó,
las cifras de muertes, contagios y recuperados, eran relativamente alentadoras, o
así lo vendían. El encierro era algo agotador, irónicamente agotador, cansaba,
aburría, pero sobretodo detenía, lo cual generó el estadillo. Así llame yo al ansía de
las personas por regresar a la normalidad, a lo que era antes, pero precisamente
fue esa ansía lo que impidió que el mundo superara la tragedia. Más infectados,
más muertes, y la vacuna aún no aparecía, las cosas empeoraban, pero pocos lo
vimos. Pasó un año, para su abuela y para mí, nada había cambiado, seguir el
tentador estallido solo pondría en riesgo lo que todos anhelábamos, y seguimos
resguardándonos. La política de la precaución y la caución se evaporó, se extinguió,
el pánico que tanto impacto en la sociedad ya había muerto en gran medida, e
incluso los gobiernos, bajo el falso amparo de “Las medidas de bioseguridad”,
propusieron reestablecer la normalidad fuese como fuese, reactivar la ec onomía de
cada nación. El tiempo transcurría, se percibía desaforado, sin salir de casa,
presentándose a clases virtuales, dormir, despertar, clases, dormir, despertar,
clases, todo desde casa y sin cambio alguno. Y así funcionó, por un tiempo. El miedo
había sido fulminado, el estadillo subió el ego del hombre al punto en que se creía
invencible, inmortal, cual venda, esa venda que cubre los ojos, que nubla toda vista,
que ciega, el hombre subió y subió hasta por fin caer en su perdición, aquella
perdición que el mismo había construido con cada olvido. Para mediados del 2023
el virus, que supuestamente había sido controlado, mutó a una amenaza mortal que
arriesgaba la mera existencia de la humanidad. La tasa de muertes alcanzó
números increíbles, los síntomas del nuevo virus disponían una enfermedad que
alteraba el sistema nervioso causando escalofríos complicados por la fiebre y gripa
ya conocidas, migraña severa que generaba insomnio y que en muchos casos
culminaba en locura. Al principio las muertes fueron consecuencia del contagio en
sí, los síntomas ya conocidos, como se llevaba ya luchando tres años antes, con la
diferencia que la capacidad de esparcimiento del virus estaba en aceleración
constante. Contagio tras contagio tras contagio. Y fue trágico, pero lo que vino
después fue peor. Después de unos meses los efectos que conllevaba portar el
virus desembocaban en la ya presentada locura. La causa de muerte que
acompañaba los demás síntomas era el suicidio, y, sin fortuna, afectando a terceros,
el asesinato. No era solo una aspiración a la esquizofrenia, a esto se le sumaban
todos los factores que implícitamente suscitaban la violencia, el ambiente social de
un peso poco llevadero. Era la muerta quien mantenía el control de todos los
campos. Afectación, afectación, afectación, el hombre tendía a buscar los caminos
que llevaban a su propia extinción. Y llegó el segundo estadillo, pero esta vez no
fue una explosión, no fue una granada de fragmentación, no, esta no explotaba
haciendo trizas su exterior, este estadillo implotó, quebró las estructuras internas,
de todo, de la sociedad, de los gobiernos, de la economía, del individuo, el
ciudadano, personas como ustedes y como yo, destruidas por dentro. Para el 2021
el estadillo fue la intervención de los agentes internos afectando los externos; en el
segundo estadillo, para el inicio del 2024, el estadillo fue la intervención de los
agentes externos sobre los internos; si alguna vez el planeta fue atacado, este fue
el desahogo de todo el daño que sobre este se cometió. El resguardo no era ya una
obligación, no había Estado alguno con el poder suficiente de hacer ley cualquiera
de sus palabras, la sociedad estaba destruida, no había diferencias, todos éramos
víctimas, europeos, latinos, negros, asiáticos, todos estábamos expuestos. Quizá
siempre lo estuvimos, en mismas condiciones, pero tenía que suceder una
catástrofe global para que el hombre viera lo pequeño que es – pausó.

Todos los ojos que ignoraban la envejecida voz del abuelo, ya no lo hacían. No
había expresión en nuestros rostros, la concentración entre nosotros dominaba el
ambiente, dominado por la historia de aquel hombre sentado en el cómodo sillón,
ese sillón, un simple sillón, que con cada palabra que del abuelo salía, parecía cada
vez más cómodo.

- No recuerdo muy bien aquellos días – continuó – no porque no hayan tenido


impacto alguno, sino porque aquella realidad que en algún momento fue ajena, para
aquel estadillo era centro de toda rotación, de toda rutina ¡El destino de la
humanidad pendía de un hilo! De un débil hilo – exaltó - Nunca llegamos a conseguir
nuestro título como profesionales, y aunque las oportunidades hubieran estado
frente a nuestras narices, es muy probable que no hubiéramos optado por ello. No
teníamos dinero, y aunque nuestras familias no ignoraban nuestra situación, el
hambre y el frío no tardaron en tocar nuestra puerta. No había quien se salvará, solo
aquel minúsculo porcentaje de personas que conformaban la elite mundial,
porcentaje que invirtió la suficiente cantidad de dinero que alguna vez pudo
contrarrestar la hambruna de todo el globo, en laboratorios, en la búsqueda de una
vacuna que acabara con este acelerado deceso. Sin embargo, era un
hecho…estábamos solos, cada cual buscando la manera de sobrevivir sin importar
nada, la anarquía que tanto se había repelado fue la expresión más pura de nuestro
estado primitivo. Se vivía un verdadero apocalipsis, el fin de los tiempos, aunque en
realidad no se vivía, sino que se moría. Y así pasaron unos meses, llegó un nuevo
año, pero este no traía consigo cambio alguno, 2025 seguía en picada, 2026
prosiguió, la normalidad que al fin logró adaptarse estaba basada en la
supervivencia, día tras día, nadie sabía que sería del mañana, solo contaba que hoy
tu corazón latiera. Hasta que la popular muerte pronunciaba su llegada. Su abuela
y yo estuvimos bien, a pesar de todo estábamos juntos, con o sin que cenar, pero
este despiadado ángel atacó a mi familia. Lo recuerdo bien, una tarde, Junio del
2027, había llegado el día, así lo organizamos: una vez al mes, alguno de nosotros
podría salir a abastecernos y comunicarnos con nuestras familias; a tal altura de la
pandemia, los servicios públicos ya habían dejado de suplir la demanda, las
empresas de telecomunicaciones, así como el 90% de los mercados, ya había
quebrado, consecuencia del segundo estadillo – retomó – Me ponía mi traje y salía
a esa jungla, una vez al mes padecía la tortura del riesgo, de la posibilidad que el
peligro ocupaba plácidamente, y aunque muchos solo querían librarse de los muros,
yo sentía que allí pertenecía, con mi amada, fuera de allí me sentía inseguro, pero
era imperativo procurar abastecernos lo que más se pudiera además de mantener
comunicación con nuestras familias. Aquel día conseguí encontrar un cubículo de
comunicaciones vació, que, aunque oficialmente eran ilegales, eran la única forma
de encontrar medios de comunicación, una línea de encuentro; pague al guardia los
mililitros de agua que costaba la llamada y marque a la empresa de papá, donde él
mismo respondía, lo que hizo que un escalofrió recorriera todo mi cuerpo cuando
escuche la voz de mi madre. Llevaban esperando mi llamada desde hacía varios
días, mi padre había fallecido una semana atrás. Recuerdo haber visto la cabina
telefónica desenfocándose de mi fría mirada, el poco dióxido de carbono que
quedaba en el traje con cada exhalación se sentía más caliente, lo escuchaba
moverse, escuchaba todo a mi alrededor, pero al mismo tiempo no escuchaba nada.
Fue uno de esos momentos en que sientes que nunca antes habías conectado en
tal medida con el ambiente que te rodea, con las gotas que caen del cielo, con el
sonido de la respiración, con el aire dominando las despejadas calles, todo,
absolutamente todo se detuvo, como si levitara, como si todo saliera de sí,
incluyéndome. Pero el llanto, logro adentrarme nuevamente. No había alguna otra
cosa en el mundo que importase más que ese preciso momento. Mi padre marcó lo
que ahora me define. Su partida conmociono todo mi ser, como cualquier pérdida
importante. A pesar de ello, la razón nos recuerda en estos momentos que a todos
nos llega la hora de “irnos”. Pero la muerte de mi padre no solo se padecía de pena,
pues refería que mi madre y mi hermana lo acompañarían al cabo de unos días.
Estaba destrozado. Mi padre había fallecido una semana atrás y yo ni siquiera pude
sentir el momento en que su falta resaltaba toda mi vida – respiró profundamente
mientras sus ojos lagrimeaban con disimulo – Hoy en día digo que tuve a mi familia
durante toda mi vida, pero la perdí en un segundo, un segundo en el que todo se
detuvo, un segundo en el que había dejado de ser, en el que el dolor había
arrebatado mi ser, frustración, angustia, abandono, pena, tristeza, falta, pero
sobretodo culpa y vacío, culpa y vacío.

En ese momento el abuelo, ya con la mirada baja, se quitó los lentes y secó sus
lágrimas, mi padre puso su mano sobre la espalda de mi abuelo tratando de
consolar aquel dolor pasado, un dolor que aparenta haber sido superado pero que
en el fondo abre una herida que no puede ser sellada.
- La culpa, porque pensar que pude haber estado con él en su último respiro no
dejaba tranquila mi conciencia. Y vacío, porque no volvería a ver a mi padre, pero
aún más porque esa llamada pudo ser la última vez que hable con mi madre; vacío
porque había perdido a mi familia – calló por un momento volviéndose a poner los
lentes – Contarle a su abuela todo lo sucedido fue descorchar el dolor agrandando
su caudal cada vez más, agrandando y agrandando, día tras día. De largo y lento
proceso, superar sus muertes era una idea que no cabía en mi cabeza. La negué
días enteros, introvertiendome más en mi dolor, y no podía luchar contra ello. Su
abuela nunca se cansó de intentar sacarme de aquel dolor, pero cualquier intento
fue inútil, estaba perdido, y aún peor, estaba persuadido. Persuadido al punto de
considerar abandonarlo todo, cuidar de mi madre y hermana, estar con ellas en sus
últimos instantes de vida. Desearía que hoy contase ello como si solo se hubiesen
quedado en pensamientos, pero no fue así. No pasó más de un mes cuando había
decido emprender el viaje. Fue imposible convencerme de lo contrario, y aunque su
abuela trató sin cesar, no rindió frutos. El dolor guiaba mis pasos y estos apuntaban
fuera, apuntaban a muerte – con desánimo retomó – Me puse mi traje y empaqué
un poco de ropa en una mochila, estaba listo para perseguir mi muerte, frente a la
puerta, a unos centímetros de la manija, algo me detuvo: la despedida. Sabía que
mis acciones determinarían el destino en el que mi amada y yo terminaríamos, y
voltee lentamente, fije mis ojos en los suyos, vi la tristeza que emanaban. No me
contuve y me acerque a darle lo que podía ser nuestro último abrazo, el ultimo toque
de su cuerpo contra el mío. Susurré a su oído lo mucho que la amaba y partí. No
creo encontrar otra decisión de la cual me arrepienta más en toda mi vida que haber
dejado esos muros – suspiró – Después de unos días, unos cuantos vehículos
públicos haber tomado y unas cuantas millas haber caminado, llegue a mi destino.
Nadie me esperaba, fue toda una sorpresa, precisa, imprudente, pero justa, pues
mi madre y hermana no estuvieron solas en sus últimos latidos, en sus últimas
comidas, en sus últimos instantes, estuve yo con ellas, en todo momento. Tan solo
un mes, un mes fue la oportunidad que tuve de haber redimido mi culpa y vacío. Mi
madre falleció un lunes en la mañana, 2 de agosto del 2027, y mi hermana le
procedió un jueves en la tarde, 5 de agosto del 2027, tenía tan solo veintitrés años
y la alcanzó el síntoma de la locura. Y aquí podría culminar con la historia – dijo con
movimientos toscos llenos de nerviosismo y tristeza.

- ¿De qué hablas? Aún no aparezco yo – comentó mi padre tratando de


entusiasmar el ambiente.

Por segunda vez mi abuelo barrió con su mirada toda la habitación, tratando de
buscar quien contradecía esto, pero nadie se pronunció. Se acomodó nuevamente
en su cómodo sillón, y después de unos segundos, prosiguió.

- Luego de la muerte de mi hermana y de mi madre, y haber enterrado los


cuerpos junto a la tumba de mi padre, me mantuve en la empresa de papá un par
de días, recogiendo todo, dejando todo atrás, cerrando el ciclo. Pensaba retomar
mis pasos el 10 de agosto del mismo año. Me puse mi traje, empaqué mis mudas
en la mochila con la que había viajado antes y emprendí mi viaje. Cuando llegue al
poblado más cercano recuerdo haber encontrado un ajetreo distinto al que
comúnmente estaba acostumbrado a evitar. La gente celebraba por alguna razón
que yo desconocía, y seguí caminando tratando de evitar hasta el más mínimo
contacto con cualquier persona. Llegando a la salida de aquel poblado se
encontraba una barrera de personas. Al menos dos centenares de hombres
armados, civiles, los habitantes del poblado dejado atrás; cada uno llevaba consigo
un arma. Con pánico ignoré lo que ante mí se manifestaba, y seguí caminando.
Hasta que llegué a la barrera. Un hombre me vio a unos cuantos metros y se acercó
hacía mi con su fusil cargado. Miró hacia un lado y luego hacia al otro mientras
caminaba. Solo dijo que no podía pasar, que no me dejarían pasar. Le pregunte
insistentemente por la razón de la contingencia, que estaba pasando. Y recuerdo
muy bien lo que respondió: “Encontraron la vacuna”. No dijo más, solo regresaba
indolente a su puesto en la barrera. Caí al suelo, recuerdo haber dado unos torpes
pasos hacia atrás y luego caer al frío asfalto. Estaba atónito, era increíble lo que mis
oídos habían escuchado: “Encontraron la vacuna”. Esas palabras se repetían una y
otra vez en mi cabeza. Y pensé en Jule, pensé en su abuela, en que pronto estaría
con ella y podríamos celebrar esto. Corrí. Corrí sin cuidado alguno, solo corrí,
regresaba al poblado, debía iniciar mi viaje a casa, en no más de dos días estar allí,
con mi amada. Al llegar al poblado el ajetreo se sentía en el ambiente, un bullicio
que pocas veces llegaba a escucharse, fue como recordar lo que alguna vez fue el
convivir, lo cotidiano, el estruendo de una ciudad viva. Tenía gozo exaltado, gozo
exaltado en mis ánimos, en la vida que me quedaba. Y vi cómo la gente se
aglomeraba sin caución alguna frente a uno de los establecimientos que daba al
parque que presentaba la entrada y salida del poblado, ingresaban y salían
personas de aquel lugar. Espere. Espere a la calma, espere sentado en el parque
del poblado, como si hubiese dado un salto en el tiempo, ocho años atrás, en algún
pastizal de la ciudad. Y allí estaba, allí me encontraba, viendo como la vida le
arrebataba a la muerte un pequeño lapso de tiempo. Todo volvió a la antigua
normalidad por unos segundos – pausó – Y cayó la noche, se instalaron puntos de
atención, unas cuantas carpas, todo el parque estaba acumulando personas
alteradas caminando por doquier con sus trajes de bioseguridad, como hacía
muchos años no había visto una agrupación de gente. Espere unas horas más y a
eso de las nueve, justo antes de que el último punto de información acabase de
atender, ataje al encargado de aquel punto de atención. La emoción de lo que
estaba sucediendo aún alteraba mi coordinación, y era notorio. Este hombre solo
tomó una hoja que se hallaba sobre la mesa y estiro su brazo cubierto por el traje
hacía mí. “Política de la vacuna” se llamó a aquellas condiciones, a todos esos
términos que se requerían para llevar a cabo la depuración del virus. El texto no era
muy largo, en resumidas palabras estipulaba que el hallazgo de la vacuna era un
hecho que claramente cambiaría la realidad devastadora a la que habíamos estado
sometidos por tantos años. Decía que la masificación de la vacuna tardía alrededor
de un año, sin embargo, para contrarrestar el tiempo invertido en este proceso,
postulaba un sistema de control sobre el contagio, un dispositivo, una pequeña
capsula inyectada de forma intramuscular, su funcionamiento era indicar si la
persona en cuestión estaba infectada o no, permitiendo tener un control sobre los
contagiados, y así, suministrar la vacuna en aquellos lugares donde la tasa de
infección no significaría una perdida exacerbada de recursos. Y entendí el objeto de
formar una barrera alrededor del poblado, pues la capsula indicaba, en suma, el
nivel de contagio de esta comunidad, sus vidas dependían del cuidado, su futuro,
sus hijos, por lo que me esperaba una larga temporada en la abandonada empresa
de mi padre. Y allí estuve, esperando, en cualquier momento el antiguo teléfono
podría sonar anunciando la llamada de su abuela, era indispensable que allí
aguardara. Y así lo hice. Pasaron unos días, unas semanas, y aún no recibía aviso
alguno de Jule. Era ya septiembre y aún seguía sin tener comunicación con su
abuela. La ansiedad me angustiaba, estaba entrando en estados de preocupación
sin límite, pensando en diversas posibles razones por las cuales no llegaba esa
llamada. Pasaron unos días, unas semanas, y todo siguió igual. Era ya octubre y lo
que mis padres habían recolectado como provisiones ya se estaba agotando.
Seguía pasando el tiempo y el hambre ponía en duda mi espera frente al teléfono.
Salí de allí; me puse mi traje y salí de allí, necesitaba algo de comida, además de
poner en mí aquella capsula que pronto lo cambiaría todo. Tome un par de cosas,
pague el agua que debía pagar y regrese a la empresa de papá mientras observaba
como las instalaciones que antes fueron puntos de información, ya para ese
momento eran puntos de control de infección, inyectaban la capsula y mantenían
en tablas lo que estas indicaban. Cada habitante debía presentarse allí
mensualmente. Era todo un operativo organizado por aquella comunidad, la única
intervención externa eran las provisiones de la farmacéutica; un operativo lleno de
una minuciosa logística que parecía ocultar algo, así que seguí observando desde
la distancia. Tenían una especie de pantalla, parecía indicar la ubicación de las
capsulas, además del estado viral del portador. Todo lo bajaban de grandes
camiones llenos de cajas repletas de estos aparatos. Había cajas de capsulas en
cada una de las carpas, decenas de cajas. Cada una debía tener al menos
ochocientas capsulas. Nunca me generó confianza todo esto, pero era necesario
disponer de una de estas capsulas para poder gozar de la vacuna cuando llegase.
Y en camino a que una de estas me fuese suministrada, me percaté que unos
hombres armados llevaban a rastras a un hombre que luchaba por escapar. A un
par de metros de las carpas, al costado trasero. Reconocí a uno de ellos, era el
mismo hombre que había hablado conmigo en la barrera. Eran los únicos trajes de
bioseguridad que traían inherente a ellos armas. Se reconocían por ello: los
hombres armados. Y detuve mi camino. Los hombres que escoltaban a este
indefenso, llevaron al mismo dentro de uno de los camiones. Luego de ello no vi
más nada. Con pánico y temor corrí a la empresa de mi padre, solo esperaba la
llamada de Jule como si fuese lo único que necesitase en el mundo entero, más allá
de la vacuna. Y el teléfono sonaba, no había entrado al establecimiento y ya
escuchaba el teléfono sonar a lo lejos. Acelere el paso y salte a contestar. Escuchar
esa voz me lleno de una paz que nunca más he vuelto a sentir, fue un alivio que me
lleno de vitalidad. Nuestras palabras eran temblorosas, pero teníamos poco tiempo
para hablar, los cubículos normalmente estaban siempre ocupados, y para ese
entonces debían estar saturados. Por lo que intercambiamos un par de preguntas
sobre nuestra estadía, dijimos lo mucho que nos extrañábamos, lo difícil que era
todo lo que estaba sucediendo. Me contó de su implante, que había inyectado la
capsula algunos días atrás, pero no fui capaz de decirle lo que había visto hacía tan
solo un momento. Contó que se encontraba cerca a su cadera, que no podía
aguantar que la vacuna llegase para por fin rehabilitar nuestras vidas. Fue
desgarrador, pero tierno. Habíamos pasado ya por tanto que todo esto solo eran
buenas noticas, y no terminaban…Jule estaba embarazada. Tenía ya tres meses
de embarazo. Después de todo, las cosas mejoraban repentinamente. Recuerdo
que no dije nada por unos segundos, Jule preguntaba si aún seguía ahí, pero la
emoción quitó toda palabra de mi boca. Y hablé, deseé estar en ese momento junto
a ella. El tiempo acababa y volvíamos a vivir esa triste despedida, no sabía cuándo
volvería a hablar con ella, a escuchar su voz. Ponernos alguna cita era imprudente,
lo que Jule debía salir del apartamento era muy poco, conseguir la comida necesaria
y nada más. Y colgamos. Seguíamos sometidos a la misma realidad, pero
guardamos la justa esperanza de que todo siguiera mejorando – y miró a papá
mientras sonreía con ternura – Fue una temporada demasiado larga. Recuerdo
haber ideado decenas de planes para salir de aquel poblado sin levantar alguna
sospecha, pero ninguno era factible. En algunos las probabilidades de que saliese
bien y fuese efectivos eran muy bajas, planes sin base ni materia, inconclusos; en
algunos otros el porcentaje de riesgo era muy alto y no tenía el valor suficiente para
llevarlos a cabo, pero poder ver a mi amada, alzar a mi hijo y al fin sentirme en mi
hogar, era un deseo inconmensurablemente fuerte. Pasaron los días, pasaron
semanas, unos cuantos meses desde la última vez que había hablado con su
abuela. Según nuestros cálculos, faltaban solo nueve semanas para poder tener en
brazos a nuestro primogénito. Debía encontrar la manera de estar allí. Pero no fue
así. Pasó el tiempo, las nueve semanas ya habían culminado, no había vuelto a
timbrar el teléfono. Estaba desesperado, angustiado e impaciente, pero no podía
hacer nada. La única opción seguía siendo escabullirme entre los grandes camiones
de provisiones que la farmacéutica enviaba. Solo tendría que compartir el viaje con
un montón de cajas llenas de capsulas, de estos indicadores, de estos rastreadores.
Ese no era el problema. Lo complicado yacía en entrar y salir de aquel camión. No
era posible pasar sin ser visto. No podía hacerme pasar por alguno de los
conductores, pues nadie tenía contacto con ellos, ni siquiera los hombres armados .
Imposible. Entonces espere, como bien sabía hacer. Espere y espere. En mí sentía
que ya era padre de una criatura, lo sabía, pero no la había visto, no la había
escuchado. Es indescriptible lo que sentí en esos momentos. Era ya mayo del 2028,
no podía esperar más, debía llegar a mi familia fuese como fuese – tomó un corto
trago de agua y continuó – Una tarde sonó el teléfono, después de meses de espera
finalmente había llegado tan anhelada llamada. No pudimos hablar mucho, Jule
había dejado al bebe dormido en el apartamento. Nos contamos brevemente como
había sido todo hasta entonces. Tan solo cinco minutos, cinco minutos bastaron
para llenarme del valor que no había tenido en tantos meses para querer escuchar
a toda costa, sin importar que, a mi hijo. Y me involucre más en mi escape. Sabía
que sobrepasar la barrera directamente sería imposible, siempre había alguien
custodiando la frontera, hombres armados. Lo único que entraba y salía del poblado
eran esos camiones de carga. Esa era mi salida, solo debía encontrar la manera de
llegar a ellos, subirme en ellos y escabullirme ya habiendo llegado a mi destino. No
podía infiltrarme sin ser visto, pues el camión solo duraba alrededor de una hora en
el poblado, cada semana, y durante ese lapso de tiempo en ningún momento
dejaban de ser vigilados. Había analizado cada detalle de la rutina semanal de aquel
punto de control. Lo sabía todo, menos una cosa: el paradero del hombre que
escoltaban los trajes armados hacía siete meses atrás. Escuche rumores en cada
una de las veces que me encaminaba al poblado por provisiones, tras la llegada de
la capsula cientos de personas comenzaron a desaparecer. Nadie percataba esto
con rareza, pues justificaban estas desapariciones con un mito, un voz-a-voz que
se mitifico, terminando por ser lo que llamaban “La salida del desespero”. La gente
suponía que todas estas desapariciones se ligaban con el cierre del poblado gracias
a la barrera. A menos de que esta salida fuese selectivamente forzosa en manos de
los armados, todo indicaba que eran provocadas. No era de extrañarse que ninguna
sospecha haya tomado fuerza alguna, estoy hablando de una pobre y desconsolada
comunidad, no tenían razón ni evidencia de alguna siniestra intención para refutar
todas las bendiciones que se les brindaban. Eran familias enteras las que
desaparecían, difícilmente algún habitante llegaría a la conclusión de que nos
estaban desterrando. No me importó, la impotencia que sentía cuando en mi cabeza
pasaba alguna idea de enfrentarme a los armados eran tanta que decidí ignorar
estos hechos – tomó aire como si esto le pesase – cosa de la cual me arrepiento.
Tanto mal que pude haber evitado – e hizo nuevamente el gesto anterior – En caso,
no hice nada al respecto más que beneficiarme de ello. Sin importar el destino de
estos camiones eran la única salida, y aunque no pudiese hacerme pasar por uno
de los conductores, era factible hacer imperativo para los armados mi desaparición.
Pero no encontraba razón alguna para esto ¿Por qué desterraban a esas personas?
¿Qué hacían para merecer tal cosa? Y cualquier fuente de información que pudiese
responder esas preguntabas estaba con los armados o estaba desaparecida. Solo
quedaba infiltrarme directamente entre los desaparecidos, únicamente sabía que de
estos se encargaban metiéndolos en uno de los grandes camiones. Debía estar allí
para cuando los suministros llegaran, pues justo ahí vería lo necesario para colarme
entre los desafortunados desterrados. No había manera directa de llegar a la
estación de suministros más que por un par de casas abandonadas que se ubicaban
al respaldo de las carpas. Estos establecimientos estaban rodeados por una cerca
de alambres con púas que impedía el paso a la estación, pues esta daba con la
puerta de aquella barrera impasable…la entrada de los suministros, Así que tome
mi traje y me puse en marcha a lo que sería mi ruta de escape. Recuerdo que lo
primero que noté al haber llegado a las propiedades fue que el alambre que a estas
cuidaba se encontraba peligrosamente juntos, y aunque sabía que esto no impediría
que siguiera mi plan de salida, supe que en toda su ejecución no solo peligraba con
una incierta captura, era mi vida lo que estaba en juego. Los pasé con cuidado,
lentamente y en silencio, y estando ya dentro del establecimiento pude ver desde el
patio trasero de aquella casa la estación de suministros, el lugar donde los
desterrados se encontraban por última vez antes de desaparecer, pero, para
entonces, ninguno de los desafortunados estaba en la estación, a pesar de que los
suministros ya estaban siendo descargados. Por lo que espere sentado junto a un
matorral tras la alta cerca de madera de aquella casa hasta el último momento en
que el camión se mantuvo inmóvil. Pasaron unos minutos y en la estación solo
seguían los hombres armados, y seguí esperando. De repente escuche el sonido
del camión moviéndose, estaba a punto de partir cuando uno de los armados alarmó
al conductor para que detuviera el transporte, seguido a eso alzó su brazo
moviéndolo de un lado a otro con su mirada fija en la casa en la que me encontraba,
se escuchaban unos pasos que provenían de la propiedad abandonada, a lo que
reaccione ocultándome con rapidez en el pequeño matorral. Unos trajes armados
escoltaban a unas cuatro personas, abrieron una puerta en la cerca, una abertura
escondida por la que hicieron pasar a esas personas, del otro lado los esperaban
más hombres armados que los hicieron subirse al camión. Luego de eso uno de los
hombres golpeo las puertas del camión indicando que ya podía partir, y logre ver
que en estas se encontraba escrito: “Longwille”; el nombre de la ciudad donde me
esperaba mi familia, un descanso inexplicable se apodero de mí queriendo llorar.
En ese momento otro de los trajes armados acerco a la ventanilla del conductor una
gran bolsa de agua, de al menos siete litros. Era un pago. Y tenía muy claro que los
suministros que brindaban no los vendían, las capsulas, las pantallas, todo el
sistema de control no tenía costo alguno. Supongan que todos los magnates del
mundo invierten grandes cantidades de dinero en un mismo proyecto ¿Qué
pagaban? Pensaba yo. Todo lo que sucedía allí era controlado meramente por la
comunidad, por los hombres armados; los gobiernos habían sido derrocados años
atrás, la farmacéutica solamente puso las condiciones. Cada quien cuidaba de sí, y
cuando empezaron a depender el uno del otro cualquiera que tuviese poder sobre
el otro se encargaría de mantener su vida plena por encima del resto – miró a cada
uno de nosotros analizando nuestros gestos de decepción – Espere una semana,
lo que tardaba en volver el camión. Sabía lo que debía hacer. Para cuando llegó el
día, me puse mi traje y tomé acción. Pero esta vez, al llegar a aquella casa, percaté
que el camión ya se encontraba allí, escuche unas fuertes voces avisándose entre
sí que el cargamento que todavía quedaba era muy poco, por lo que apresure mi
pasó incorporándome entre los alambres hasta llegar al establecimiento. Desde uno
de los ventanales logre ver a los desafortunados desterrados, esta vez eran más
personas, pasaría fácilmente sin ser notado. Y así fue. Pocos minutos después de
haber irrumpido la casa, un hombre armado ordenó que nos levantáramos y nos
moviéramos hacia el patio trasero. Estaba ya a solo unos metros de lograr salir del
poblado. Subimos al camión entre golpes y empujones. Cerraron las puertas y todo
quedo oscuro. Escuchamos dos golpes en la puerta y luego de unos segundos sentí
el camión moverse. La ansiedad me regocijaba, el pensar que en tan solo
veinticuatro horas estaría junto a su abuela, mi Jule, que en tan solo un día
finalmente conocería a mi hijo, mi bebe, todo me llenaba de alegría, llegaron
lágrimas, lágrimas de felicidad – tomó otro trago del vaso de agua que mi padre le
acerco y siguió – En unas horas ya habíamos llegado a Longwille, lo supe cuándo
después de todo el recorrido por fin se detuvo. En el camino pensaba en el riesgo
que corría al estar allí sin siquiera saber qué pasaría con nosotros. Estaba asustado.
Cuando las puertas se abrieron la luz entró arrebatándole a la oscuridad cada rincón
de aquella cabina. No pude ver nada por unos segundos, solo la silueta de un
hombre teniendo abiertas las puertas de aquel camión. Acto seguido apareció otro
hombre con un traje de bioseguridad, pero este era distinto, y mientras mi vista se
aclaraba noté que ambos sujetos tenían el mismo logo en sus trajes, eran los
mismos conductores del camión. Uno de ellos llevaba una pequeña arma que
apuntaba hacía nosotros, le indicaba al primero de mis prójimos que se bajara del
camión, parecía ser un hombre de unos cincuenta años. Cuando este bajó del
camión lo hicieron pasar a un costado del mismo mientras el otro conductor iba tras
él apuntándole con un arma igual a la de su compañero. Luego, el hombre que aún
seguía apuntando al interior del camión, repitió la indicación con quien se
encontraba junto al hombre que acababa de bajar. Y así lo hicieron sucesivamente
hasta llegar al cuarto tripulante, pues cuando este bajó del camión se escuchó un
disparo que provenía del costado del camión, y todos los que aún seguíamos dentro
nos levantamos exaltados y con pánico, pero eso no detuvo a los conductores.
Mientras al costado se seguían escuchando disparos consecutivos, frente a
nosotros uno de los conductores gritaba que nos dispararía si no nos callábamos, y
de nada sirvió hasta que efectivamente disparo a una de las mujeres que junto a mi
gritaba. Siguió indicando entre gritos que nos quedáramos quietos. No sabía qué
hacer, sentí que todo había acabado. Pero estoy aquí contándoles esto. Si, algunos
de los que en ese camión estábamos, logramos salir con vida de allí. Al mi lado
derecho se encontraba un joven que parecía ser contemporáneo conmigo,
cruzamos miradas un par veces. Ya habían sonado siete disparos en total y muy
pronto nosotros seriamos el objetivo de una de esas balas. Cuando había llegado
su turno, el muchacho susurró acercándose con disimulo hacía mi careta, dijo
exactamente: “Cuando ataque, atacas”; lo recuerdo perfectamente. No era el más
fuerte de todos, ni siquiera el más veloz, lo cierto es que nunca había golpeado a
alguien en toda mi vida, nunca estuve involucrado en alguna pelea ni mucho menos
había sujetado un arma. Pero cuando el sujeto bajó del camión y se abalanzó sobre
el conductor que a él apuntaba intentando desprender de su poder el arma, corrí sin
pensarlo bien, bajando del camión lo más rápido que pude, en el momento justo
para detener al otro conductor que pretendía ir en contra de aquel joven. Me
abalancé sobre este, haciendo lo mismo que el muchacho había hecho ya con el
otro conductor. Un segundo después de que nuestro combate hubiese empezado,
un hombre que venía con nosotros bajó del camión intentando ayudar. Entre el
devenir de nuestra lucha, los gatillos de ambas armas fueron jalados sin caución. El
tercer hombre golpeó fuertemente al conductor que yo atacaba haciendo que este
botará su arma a unos cuantos metros. Fue un reflejo de un instinto que en mí creía
bruto, lo que hizo que me tirase sobre el arma. Estaba libre, nadie me apuntaba y
nadie me retenía, estaba apuntando a aquel conductor que ese hombre
desconocido retenía con sus brazos. Disparé. No basto que pasará un segundo,
inmediatamente tomé el arma, giré para disparar. Y seguí disparando. Apunte al
otro conductor y seguí disparando. Ya suponía que la calma sería lo próximo por
venir. El hombre desconocido miró ambos cuerpos con un asombro poco expresivo,
mientras se acercaba a mi lentamente. No fijó su mirada en mis ojos hasta que
estuvo a una corta distancia. Tomó el arma, y veía mi temeroso rostro enlagrimarse
por lo sucedido. Regresó al camión y ayudó a bajar a los que aún seguían en el
camión. No creía lo que estaba pasando, yo solo sentía mis manos llenas de sangre
– pausó tristemente tratando de evitar mostrar su decepción de sí mismo, solo veía
a la nada, y calló.

- ¿Papá? – dijo mi padre llamando a mi abuelo con un gesto compasivo.

- Hay muchas cosas de las cuales me arrepiento – aclaró pacíficamente mi


abuelo incorporándose en su asiento, en aquel sillón, aquel cómodo sillón – Fueron
los años más difíciles de mi vida – culminó en suspiros evitando hacer contacto
visual.

- ¿Lograste ver a Jule? – preguntó Karla, la esposa de uno de mis hermanos.


Mi abuelo la miró fijamente, luego a todos. Parecía no poder contar lo que había
sucedido.

- Ya no importa – dijo mi padre captando por los gestos de mi abuelo como una
historia finalizada – Jule, mi madre, nos abandonó cuando tan solo tenía cuatro años
¿Qué ha de importar el resto?
- Esa ha sido la historia por mucho tiempo – dijo suavemente mi abuelo
continuando con sus sospechosas expresiones. Su rostro no tenía expresión alguna
y su vista se fijaba en la nada – pero no es así – dijo poniendo su mirada en el rostro
de papá.
- ¿De qué hablas papá? – dijo mi padre con curiosa preocupación.

- Tu madre no nos abandonó – respondió mi abuelo desde su cómodo sillón


volviendo a observar la nada – El camión ya estaba vació, no había nadie allí, solo
dos cuerpos tirados en el asfalto. Cada uno tomó su camino y no se pronunció ni
una palabra respecto a lo que acababa de pasar hacía tan solo unos segundos. Yo
hice lo mismo. Di media vuelta y me dirigí a mi apartamento. Camine por un largo
tiempo, evitando a las personas. El frío hacía que mi caminar fuese lento, no podía
hacer mucho, sentía más frío el ambiente de lo que normalmente se sentía,
escuchaba más el viento de lo que normalmente se escuchaba, y el camino a mi
recinto parecía más largo de lo que normalmente lo percibía. Por cada calle que
pasaba veía trajes armados como los que había en el poblado, e, igual que en la
pequeña comunidad, eran civiles corrientes tratando de mantener control sobre la
ciudad. Llegando a nuestro vecindario, noté que en el parque había también un par
de carpas como en los puntos de control en el poblado, veía largas filas de personas
en aquellas carpas, tomando datos como también lo hacían en el poblado, pantallas,
capsulas, todo igual al lugar de donde venía, pero en medidas mayores, hablamos
de una ciudad que para el 2020 tenía cuatro millones de habitantes. Pero tenía la
tranquilidad de estar ya en unos cuantos metros de mi hogar. Entré al edificio, subí
las escaleras a toda prisa y toqué la puerta. Desde fuera escuche la voz de mi
pequeño. Y cuando esa puerta se abrió, y logre ver a la mujer que amaba, que aún
amo y que siempre amaré, mis ojos se abrieron de par en par detrás de la careta,
se pintó una sonrisa en mi rostro mientras veía en ella un gesto de tierna duda, un
gesto de sorpresa, había llegado sin previo aviso y su llanto habló por ella. Y aunque
antes de cualquier otra cosa debía pasar por desinfectarme, desinfectar el traje y
mantenerme en un encierro preventivo por unas semanas, ignoramos todo ello y no
pudimos evitar abrazarnos. Salto hacia mí y la agarre en mis brazos como si
quisiese no separarme de ella nunca más. Pasaron unos minutos, tal vez fueron
unos segundos, pero recuerdo haberme quedado allí el tiempo suficiente para
recuperar todos los abrazos que no nos dimos durante todos esos meses. Caímos
de rodillas y allí seguimos, dejando que nuestras lagrimas cayeran, las de ella sobre
mis hombros y las mías adentro del traje. Fue perfecto. Creo hoy, que debimos
haber pensado que necesitábamos más ese abrazo que cualquier proceso de
desinfección, además de deducir que, según los comunicados de aquella
multinacional farmacéutica, las vacunas ya estaban dispuestas para ser enviadas a
cada rincón del planeta. No nos importó nada más. Haber conocido a su padre fue
haber visto lo más hermoso que mis ojos habían visto alguna vez. Fueron días
espectaculares a pesar de todas las imposibilidades, para nosotros lo único que
deseábamos ya era posible.
Mamá lloraba al igual que Karla, la emotiva historia del abuelo nos mantuvo a
todos enfocados en cada palabra que de su boca salía. Esperábamos atentos todo
lo sucedido. Pensar que todo ello fue una realidad vivida era escalofriante, ponía los
nervios a flor de piel, ponía una compasión que pocas veces se experimentaba.
- Estábamos completos – continuó el abuelo – parecía que nada nos faltara. Los
tres contra toda adversidad. Fue hermoso – se detuvo recordando con añoranza
aquellas épocas que narraba. Nuevamente sus ojos lagrimeaban, suponía que
haber pedido a mi abuela, al amor de su vida, era lo más doloroso de todo –
Recuerdo que el día en el que llegué a nuestro apartamento, luego de haberme
limpiado con toallas humedecidas, pues así eran nuestras duchas en aquellos
tiempos – aclaró – debía lavar mi traje después de haberlo desinfectado. Me di
cuenta que este estaba roto, tenía en el respaldo un agujero, un corte de unos diez
centímetros a lo largo del costado. Llegué a angustiarme, pero Jule solo buscaba
tranquilizarme, lo buscaba eso, y lo hacía, lo lograba, incluso en mi estado psicótico
y obsesivo, incluso después de haberle contado toda mi travesía. En ningún
momento tuve aquella capsula dentro de mí, lo cual dificultaba tener certeza sobre
mi estado físico, era imposible saber si ya hacía parte de los contagiados. Y aunque
mi instinto protector solo quería apartarme de mi familia lo que más pudiera, las
suaves palabras de Jule solo fueron: “Calma, todo estará bien. Nada ha de pasarnos
si estamos juntos”. Y no anhelo otra cosa más de lo que anhelo que así hubiera
sido, porque todo empeoró. Pasaron los días y nada había cambiado, los síntomas
no hicieron nunca su presentación. Pasó una semana, pasaron dos, pero en ningún
momento llegué a sentirme mal. Hasta que Jule si lo hizo. Se hizo tangible aquella
frase romántica que profesa: Tu dolor es mi dolor; creía sentir la pena de cada dolor
que Jule sufría. Empezó la gripa, el goteo nasal, tuvo un fuerte resfriado que acabo
con todas sus energías. Pasaba los días con un cansancio constante. Su rostro
plasmaba el desánimo que todo su cuerpo sentía, esa falta de vitalidad. Milles – dijo
mirando a papá – nuestro hijo, de tan solo ocho meses, sabía que algo pasaba. Su
padre, mi hijo, era un pequeño que necesitaba atención a cada hora del día. Lloraba
horas y horas, su madre no podía amamantarlo y yo evitaba tener contacto directo
con él. Fue difícil. Y nuevamente volví a sentir esa culpa y vacío, culpa y vacío. Al
cabo de unos días llegó la migraña. Los dolores parecían insoportables. Buscaba
permanecer en nuestro colchón la gran mayoría del día, sin hacer muchos
movimientos, sin siquiera abrir los ojos. Había días en los que no se levantaba.
Desde la cocina escuchaba sus nobles quejidos, escuchaba como el malestar era
su rutina, su día-a-día. Lo dialogamos. Su dolor era el mío. Sentía culpa y vació,
que su compañía apaciguaba. Hoy en día recuerdo a Jule como mi persona
incondicional, pues nunca desfalleció, a pesar de estar en sus momentos más
críticos, a pesar de tener que soportar los peores dolores, siempre estuvo allí,
buscando en cada oportunidad ser la mejor madre, ser la mejor compañera. Pasaba
con ella la mayor cantidad de tiempo posible, no porque supiera lo que sucedería,
sino porque pasar aquellos momentos en su compañía parecía ser la satisfacción
más bonita que ambos podíamos tener en aquellos momentos. No quería alejarla,
estaba convencido que pronto todo se resolvería. Estábamos en espera de la
vacuna, era ya junio del 2028, debíamos resistir estos últimos momentos. En
nuestras charlas al atardecer, esperando que cayera la noche para intentar retomar
el sueño, nos lo contamos todo, como dije antes. Era como volver a aquellas fechas
en las que solo estábamos los dos encerrados entre esos muros, entre lo que sería
nuestro hogar, pero con la fortuna de poder compartirlo con nuestro amado hijo.
Acompañábamos a la abuela en su dolor, diariamente. Y un día Jule lo aclaró todo,
infirió bien, me comentó que creía que aquellas personas con las que compartí el
espacio dentro del camión correspondían a los desafortunados infectados; era de
esperarse, ya había llegado a suponerlo, pero con la persuasión que toda la
comunicación ejercía nunca llegué a confirmarlo. Y me arriesgaría a decir que sigue
siendo mera teoría. Llevaré eso a la tumba. Pero Jule y yo creíamos ello, con
seguridad plena, por más que todo indicase otras posibilidades, otros caminos.
Tenía la lógica necesaria para poder ser un hecho concreto. Los civiles armados se
deshacían de aquellos que posicionaban a su comunidad como poco factible para
la entrega de suministros, y, aún más importante, la entrega de las vacunas; si su
territorio llegaba a catalogarse, como bien lo decían los informes, “una perdida
exacerbada de recursos” gracias a la tasa de contagio, las muy esperadas vacunas
no llegarían. Traficaban a estas personas llevándolas a otros destinos donde no
afectaran las tasas de la población interesada, o, como en las grandes ciudades
parecía estar pasando, simplemente las asesinaban. No había manera de evitarlo,
la capsula indicaba la ubicación exacta de los contagiados. Estas personas
desaparecían familias completas con tal de obtener esas vacunas. Lo entendía todo,
claramente. O así creía. Después de unos días, los síntomas en Jule fueron
empeorando, la gripa, la fiebre y la migraña, no dejaban que Jule pudiese dormir, lo
cual me preocupaba, pues con el insomnio llegaba la locura. El tiempo pasó, pronto
Jule cumpliría dos semanas de empezar su combate contra la infección. Recuerdo
esas noches, esas trágicas noches de insomnio, Jule se alteraba sin límite alguno,
caminaba con desespero alrededor de nuestro colchón o se retorcía estando
acostada. Hiciese lo que hiciese no lograba conseguir dormir. Los escalofríos la
mantenían a tope y su comportamiento comenzó a deteriorar drásticamente.
Pensaba que la locura estaba abriendo pasó para proclamar su llegada, pero en
pequeños lapsos de tiempo parecía que todo cesaba, que Jule volvía a ser la
misma. Era ya julio del mismo año, Jule solo empeoraba. No tardó en llamarme para
hablar lo que yo tanto evitaba pronunciar. Jule estaba en estado crítico, llevaba su
contagio, al menos, desde dos semanas atrás; los trajes armados de Longwille no
demorarían en irrumpir por esa puerta. Era una realidad que alejaba diariamente
resguardado por la esperanza de una vacuna que sirviera como cura para todo lo
que Jule ya padecía. Aunque todo predecía la muerte de mi amada, de la madre de
mi pequeño hijo, de su abuela…era inevitable – se detuvo bajando la mirada
mientras tomaba alientos para continuar. Y prosiguió cabizbajo – Me dijo que le
temía a lo que pasaría después, era uno de sus momentos de calma; pidió que me
sentara junto a ella y comentó todos sus temores, pero lo decía con tanta paz y
tranquilidad, que transmitía para sosegar mis preocupaciones. Temía que su locura
trascendiera a escalas sin retorno, dijo sin rodeos que temía quitarse la vida. Estaba
sufriendo, y yo sufría con ella. Recuerdo haber caído ante ella con todo mi llanto
rebosando cualquier otro sentimiento, sobreponiéndose ante cualquier otro
pensamiento. Mi amada, mi Jule, anunciaba su partida. Sabía que era su momento
de partir. Y añadió, dijo que también temía por nosotros, lo que padeceríamos si
aquellos hombres armados llegaran a nuestra puerta, era obvio que se Jule hacía
parte de aquellos desafortunados, el pequeño Milles y yo iríamos con ella. Familias
enteras desaparecían, y Jule temía que nosotros hiciésemos parte de aquel grupo.
Su dolor era mi dolor. Perdería a mi persona incondicional, se iría de nuestro lado,
ya estaba predispuesta para el enunciado doloroso momento en que dejaría de
estar con nosotros – paró por un momento y dejó que el llanto lo controlase. En
ningún otro momento de esta historia el abuelo había desahogado tanto dolor como
lo hizo en ese instante. Lloró, con la tristeza como si la hubiese padecido hacia tan
solo unos días.

Mi madre, las esposas de mis hermanos, mi padre, toda mirada en aquella


habitación, en ese incómodo y pequeño refugio, estaba llena de compasión,
sintiendo, proporcionalmente, la tristeza que mi abuelo sentía. La mayoría allí
lloraba viendo como el abuelo padecía la mayor de sus penas, la pérdida del amor
de su vida, como aún sufría por el arrebato, cubriéndose el rostro con su mano en
su frente, de tal manera que parecía inconsolable.

Luego de unos minutos continuó – Jule me pedía lo imposible – paraba con


constancia entre cada suspiro – sus temores la acomplejaban, no podía con ellos –
dijo en medio de su sufrimiento y padecer – Pedía que fuese yo quien acabara con
todo eso, que fuese yo quien vertiera en ella el trago que le daría muerte. No podía
con su dolor, pero pensar en que por causa suya Milles y yo terminaríamos muertos
o que la locura le ordenaría suicidarse, eran punzones torturando su conciencia
constantemente – siguió en llanto – Extraer la capsula era la única opción, pero con
el trabajo de parto, la expansión y contracción de los músculos, provocó que la
capsula se incorporara en Jule volviéndose parte de ella. Buscarla terminaría
matándola. No había salida alguna – se detuvo con un largo y doloroso suspiro –
Falleció un viernes en la tarde, 9 de junio del 2028. Para entonces …había perdido
a mi persona incondicional – lloró desconsoladamente – culpa y vacío, culpa y vacío
– pronunció retornando a una forzada calma – Mi amada había muerto y fueron mis
manos las que lo permitieron – pausó – Luego de ello solo me senté recostado en
uno de los muros, a tratar de sentir nuevamente su presencia, pero sobre el colchón
solamente estaba su cuerpo. Abrace lo que allí quedaba, no sé porque lo hice, solo
quería sentirla en mis brazos. No he sentido un dolor más grande en mi vida –
concluyó intentando acomodarse en su cómodo sillón.
Silencio. Nada más ocurría en el refugio, solo silencio. Aquel sillón parecía
enaltecer el ahora, lo que hoy disfrutábamos. No era verdaderamente cómodo, pero
era mejor que sentir aquella culpa y aquel vacío.
FIN.

- Gabriel Hurtado Carrillo.

Nota:

Con el pasar del tiempo la vacuna nunca llegó a ser masificada. Tiempo
después, para mediados del 2029, se descubrió que todo fue una vil farsa que
tenía como objeto utilizar a la misma masa para controlar de sí misma. Los
diversos movimientos revolucionarios permitieron que para enero del 2032 se
llevara a vigor practica “La Reforma Política Mundial”, que finalmente, en manos
de los avances científicos logró adaptar una normalidad llevadera, que para el
2071, año en que el abuelo contó su historia en aquel refugio, en ese cómodo
sillón, ya cubría todo lo necesario para que pudiesen gozar de una buena vida, de
una vida sin culpa ni vacío.

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