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Shakespeare, el precursor de los neurocientíficos

Facundo Manes

Presidente de la Fundación INECO y Rector de La Universidad Favaloro

Mientras que la ciencia tiene como premisa lograr la aseveración, el discurso artístico más bien
promueve la duda, la ambigüedad y los significados múltiples. El arte surgió en la evolución del ser
humano hace algunas decenas de miles de años y se desarrolló a lo largo de la historia a través de
distintas manifestaciones como la música, la plástica y la danza.

Otra de estas manifestaciones artísticas se dio a través de la palabra y, en un tiempo mucho más
próximo al nuestro, de la escritura. Así surgieron “monumentos de la literatura” de “grandes autores”
como Dante Alighieri, Cervantes, Kafka y Borges. Y también William Shakespeare. Estos autores clásicos
son considerados como tales porque, entre otras cualidades, supieron abordar tópicos universales
y, a su vez, consiguieron que sus obras se transformaran en fuentes de reactualización
permanente, generaran nuevos abordajes a partir de las novedades que propició la
historia del pensamiento.

Las neurociencias estudian las emociones y la conducta de los seres humanos.

Y el arte, por caminos disímiles, también problematiza estas mismas cuestiones. Se puede
tender un puente que grafique esta relación a partir de una cita cualquiera extraída de alguna de las
grandes obras de Shakespeare. En el tercer acto de “Antonio y Cleopatra”, Enobarbo dice que “estar
furioso es no tener miedo a fuerza de tenerlo”. Cuando las neurociencias hoy intentan arribar al
conocimiento de los factores biológicos que predisponen a la conducta agresiva, descubren que
la propensión a esta conducta cuando es impulsiva parece estar asociada con una falta de
autocontrol sobre ciertas respuestas emocionales negativas y una incapacidad para
comprender las consecuencias de este comportamiento.

Pero lo que puede sorprendernos aún más es que hoy se sabe que los circuitos neurales implicados en la
regulación de la agresión están relacionados con las áreas cerebrales involucradas en el control del
miedo.

¿No era justamente esto lo que “intuía” Shakespeare en su obra?

Por otra parte y sobre la base de la investigación en la neurociencia, se intenta definir el amor como
un estado mental subjetivo que consiste en una combinación de emociones, de
motivación y funciones cognitivas complejas que involucra masivamente los sistemas
cerebrales de recompensa. Estudios de neuroimágenes funcionales han evidenciado que el amor
activa sistemas de recompensa del cerebro y se desactivan los circuitos cerebrales responsables de las
emociones negativas y de la evaluación social.

En otras palabras: la corteza frontal, vital para el juicio, “se apaga” cuando nos enamoramos
y así logra que se suspenda toda crítica o duda. ¿No lo anticipa también en su interlocución el
famoso Romeo, enamorado locamente de Julieta? El personaje exclama: “¡Ay! ¡Que el amor, cuyos ojos
están siempre vendados, halle sin ver la dirección de su blanco!” Al abordar grandes preguntas sobre la
complejidad de la mente humana, resulta sumamente productivo generar un diálogo entre disciplinas,
tradiciones, modos. La percepción artística permite aproximarnos de un modo provechoso a través de
los clásicos a las grandes preguntas sobre el ser humano que desde hace siglos abordan la
filosofía, la religión y, desde hace algunas décadas, las neurociencias.

Quizás es justamente por eso que hoy, 450 años después, nos seguimos deslumbrando con Shakespeare
y con su obra.

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