Los celos del cura 5 ………………………………... La humillación de un guardia 19 ……………………. Nada es lo que parece 35 ……………………………. El dinero del párroco 45 …………………………….. La criada y el señorito 53 …………………………… La Vereda del Cruce 69 ……………………………... El disparo imposible 81 ……………………………... La muerte de un pastor 101 …………………………... Crimen de Morga 123 …………………………………
Los celos del cura
Es difícil encontrar una información detallada de este pequeño pueblo burgalés, una pedanía de Villarcayo, actualmente con más de tres mil habitantes. A casi 90 km. de la capital, Villacomparada de Rueda apenas reúne hoy en día a 75 habitantes. Tal vez sea uno de tantos pueblos de la merindad de Castilla la Vieja que han conocido un progresivo abandono a lo largo del siglo XX. Cuando indagamos un poco más se hallan fotos de una antigua abadía cuya primera referencia data de 1324, casi un siglo después del comienzo de la historia escrita para la misma localidad. A su lado aparece un palacio o los restos del mismo más bien que son descritos del siguiente modo:
“Palacio remozado entre el siglo XVI y XVII flanqueado por dos torres cuadradas con su alto y bajo; un fondo de 14 varas (83`54 cm por vara) que son unos 12 metros, y un largo de 26`50 varas que convertido al sistema legado por la revolución francesa son 22 metros. Su distribución interna disponía de portal, cocina y tres cuartos (dos medianos y uno pequeño). Tiene el suelo de las torres, su portal y caballeriza. Un aparte para troje del pan y más de cuatro cuartos bajos pequeños. Hay otra casa que se usa de pajar y caballeriza, una hornera y un cercado para el ganado”. La verdad es que no queda claro si el palacio se construyó utilizando parte de la antigua abadía o cuál es la situación de ambos monumentos exactamente (o tal vez sean uno solo). Por una parte se comenta que la abadía fue reconstruida por completo en los años ochenta y ahora es de propiedad privada y por otro lado se muestran fotos de un monumento cuya fachada se mantiene en pie gracias a estar apuntalada pero que está vacío y destruido. Quizá, efectivamente, hablemos de edificios diferentes. En todo caso, el escaso número de habitantes habla de que muchas de las familias marcharon lejos a lo largo del siglo, tal vez a poblaciones cercanas o a la capital de la provincia. No tenemos datos tampoco de cuál pudo ser su población hacia 1925, cuando sucedieron los hechos que vamos a narrar a continuación. Por lo que se menciona la juventud bajaba hasta la cercana Villarcayo a bailar, de donde se deduce que aún había gente joven, probablemente dedicada a la agricultura. Pues bien, no hace mucho hubo una partida económica dedicada a reparar los muros de la “casa del cura”, que debían estar en bastante mal estado. Muy posiblemente, ya no haya allí un cura titular. Si acaso vendrá uno en ocasiones especiales para decir misa o presidir alguna celebración local. Pero en enero de 1925 sí había un cura párroco que vivía en aquella casa. Se llamaba Clemente Huidobro Marquina. Según las fotos era alto, de buena presencia, un hombre atractivo que debía dedicarse a Dios. Sin embargo, los comentarios no van por ese camino sino que la opinión popular denunciaba que tenía mucho gusto “por el vino y las mujeres”. Al parecer, debía ser un hombre cordial y cercano al pueblo. Después del hecho que protagonizaría la vida de Villacomparada hasta el día de hoy, los vecinos admitirían ante los periodistas que se sentaban con él en las tabernas y se tomaban un vino en su compañía sin hacerle asco ninguno, aunque supieran que ya había cometido un delito contra una joven. La muchacha en cuestión se llamaba Dolores González y contaba por aquellas fechas con 22 años. Un periódico afirmó rotundamente que era una mujer “bellísima”. Aún admitiendo el cambio de criterios en torno a la belleza femenina que supone un siglo de diferencia, uno no puede dejar de sentir asombro de que se califique así a una aldeana de facciones proporcionadas pero toscas, según se aprecia en las fotografías. En todo caso, la sangre le hervía al sacerdote cuando la veía. Probablemente fuera su confesor porque, preguntado por si esto le había acercado a los secretos de la doncella, contestó irritado a un periodista:
“De eso –replica- no hablemos. Yo seré lo que sea, pero antes me hacen tajadas que aprovecharme de la confesión para nada” (La Voz, 15.1.1925, p. 4).
Teniendo en cuenta que en la entrevista concedida desde la cárcel miente sin rubor y buscando descaradamente una justificación a sus actos, se puede pensar que la muchacha se acercaría a confesar con aquel cura tan apuesto del que hablaban las amigas. De contar los breves secretos de su vida se pasaría a recibir sanos consejos envueltos en un clima de interés personal, a fin de cuentas en aquel pueblo todo el mundo terminaba por conocerse y cruzarse cada día. Tal vez a Dolores le agradara sentir ese interés y lo alentara, con veinte años que tendría entonces una presencia masculina, el calor de una voz que le aconseja y reprende, es algo que puede resultar agradable. ¿Hubo algo más entre ellos? Teniendo en cuenta lo que vino después o lo hubo o ese sacerdote se obsesionó con la muchacha. Probablemente sucedieron ambas cosas: que se entendieron durante un breve tiempo hasta que ella le fue dando de lado al conocer a otro muchacho en el baile de Villarcayo. Las razones que posteriormente dio Huidobro niegan algo evidente pero dan a entender, casi sin querer, otros motivos para herirla:
“¿Por qué hirió usted a tiros en Villacomparada a Dolores? - Pues yo, ya ve usted, no podía ver con buenos ojos que anduviera ella como andaba, porque después es uno quien se lleva la culpa, y porque además yo quería que me respetara, que fuera buena… - Luego ¿usted estaba enamorado de ella? - No; la quería bien solamente, y le daba buenos consejos. Estábamos con frecuencia juntos y tenía hacia ella cierta inclinación, pero no: enamorado yo no he estado nunca” (Idem).
En otro momento afirma: “Me daba rabia que hiciera lo que hacía por comprometerme”. Se puede discutir si lo que sentía el sacerdote era amor u obsesión amorosa, ciertamente, pero de lo que no cabe duda es que se encontraba indignado ante el proceder de la muchacha y el grado en que le comprometía ante la opinión del pueblo. A fin de cuentas, él tenía una imagen de respetabilidad que quería conservar. Su relación con Dolores, llegara al grado que alcanzara, debía de ser bien conocida de todos. Tampoco era una situación muy extraña en aquellos tiempos u otros anteriores, cuando el sacerdocio era refugio para hombres apasionados e incluso violentos y un recurso económico para jóvenes sin demasiado futuro. Clemente Huidobro debía considerar a la muchacha dócil, siguiendo sus consejos al principio, cálida y amable, como una responsabilidad propia, como algo suyo. Por ello el periodista le pregunta y él afirma tajantemente que le prohibía bajar al baile de Villarcayo como hacía con otras muchachas, para evitar las malas costumbres. ¿O lo hacía con ella en especial porque sentía celos de los jóvenes con quienes podía bailar? ¿Qué sentiría entonces cuando supiera que, de uno de esos bailes, la muchacha había venido con un pretendiente, un joven campesino llamado Agapito Peña? La verdad de sus sentimientos estaba más cercana a lo que manifestó un preso que se encontraba con él en la cárcel donde esperaba juicio. Según comentó a uno de sus visitantes, que lo relató a un periodista, Huidobro le había afirmado:
“Yo estaba loco por la muchacha, y más loco porque estaba convencido de que no me quería. Por eso decidí matarla al enterarme de que iba a casarse” (La Voz, 8.1.1925, p. 4).
Así que ya tenemos la combinación fatal: por una parte ella le rechazó desde el momento en que conoció a aquel muchacho honrado que planteaba su boda. Por otro lado, en boca de todo el pueblo, eso suponía un desprecio hacia el cura, comprometer su reputación y hombría ante los ojos de sus convecinos. En aquel tiempo eran muy frecuentes los crímenes pasionales, que hemos estudiado en un libro anterior, los arrebatos incontrolados que, según manifestaban los asesinos, les llevaban a cometer actos de los que luego se arrepentían pero que no podían evitar llevar a cabo. Vayamos entonces a los hechos escuetos. Corría el mes de julio de 1924 cuando el cura se encontró con Dolores cerca de su casa. Le debió preguntar si era verdad lo que decían, que había un muchacho que la cortejaba. Ella respondió que sí. Él le agarró del brazo, le dijo que si se casaba la mataría, estaba fuera de sí. Sacó incluso una pistola de la que estaba provisto, a fin de cuentas reconocía ser un buen tirador. En ese momento se contentó, nervioso, con disparar al aire para amedrentarla. Tal vez le dijera aquello tan frecuente de: “O eres mía o no serás de nadie”. Ella no se amedrentó por sus amenazas. ¿Qué pasó en los días siguientes? No cabe duda de que Dolores contó a sus padres aquellas palabras del cura, que estos lo irían diciendo por el vecindario a su vez. Se habla de ellos como “ancianos” pero tampoco deberían sobrepasar en mucho los cincuenta años. Estaban dispuestos a defender el honor de su hija, comprometida con aquella relación que no debía haber existido nunca, defender su futuro también porque aquel Agapito parecía un buen muchacho, un hombre de fiar. Los comentarios sobre lo sucedido debieron llegar a oídos de Huidobro. Tal vez fuera en la taberna, tomando un vino con algunos parroquianos, quizá comprobara un cierto tono burlón, unas sonrisas indeseables en el rostro de los presentes. También debió influir escucharles que los padres de la muchacha iban diciendo que le iban a denunciar por amenazas. Volvió a la casa de Dolores y empezó a gritos con ella. El padre se le enfrentó y le apartó a golpes. Luego sacó la pistola y, mientras las mujeres gritaban, disparó una sola bala sobre la muchacha, alcanzándole en el pecho. Tal vez no consiguiera agotar el cargador por la decidida acción de la madre, que se abrazó a él como una fiera, hasta el extremo de que solo pudo desembarazarse de ella mordiéndole un hombro. Pensando que había matado a Dolores, huyó. Un conocido le llevó hasta la capital donde la guardia civil, que iba tras sus pasos, le encontró en una fonda que solía frecuentar. Al verles llegar se entregó afirmando: “Entonces está muerta, puesto que vienen a por mí”. Pero Dolores no estaba muerta. Tardaría tiempo en recuperarse de la herida, que no había interesado ningún órgano vital. Menos tardó el cura Huidobro en verse libre tras entregar tres mil pesetas de fianza. Al cabo de solo tres días de calabozo se encontraba en la calle, oficiando misa y dando un sermón, mientras por la noche visitaba las tabernas y se encontraba con los mismos que antes se reían de él. En ese punto podía haber terminado esta historia, pero no sería así.
“Si yo disparé la primera vez contra ella fue por defenderme de sus padres y no por otra cosa. Pero, en fin, aquello no tuvo importancia, y se hubiera arreglado. Un año de cárcel, y después a Madrid o a otro punto cualquiera, y hasta olvidarlo todo…” (La Voz, 15.1.1925, p. 4).
De nuevo miente. No la disparó en julio por la actitud de sus padres. Él ya tenía ese propósito, el de matarla, solo que no lo consiguió en ese momento por la acción decidida de esos mismos padres que defendieron a su hija. En lo que sí tendría razón es que aquel atentado, un homicidio frustrado, se podría haber saldado con una pequeña condena de cárcel y el traslado eclesiástico a otra zona bien alejada donde los feligreses no supieran o no les importara quién era Dolores ni qué es lo que había hecho el cura párroco en el pasado. Fue él mismo, finalmente, el que no consintió en que las cosas quedaran así. En la tarde del 2 de enero el cura bajó hasta Villarcayo para echar unas cartas. Después había de marchar a Bocos, un pueblo cercano, donde vivía su familia. Optó sin embargo por esperar a un cuñado, que debía pasar por la carretera aquella poco después, de forma que marcharan juntos. Se sentó entonces en el pretil del llamado puente de Villarcayo, cerca de Villacomparada. Ese puente que pasó a llamarse desde entonces “el puente del cura” como aún se conoce.
“Entonces pasó un grupo de chicas de Bocos, a las que saludé. Seguidamente fue a pasar Dolores con sus amigas. No me pude contener. Me dio rabia que, después de lo pasado, hiciera públicas ostentaciones, sabiendo que yo no salía de día más que cuando iba fuera, y solo de noche daba algún que otro paseo, y me dije: ‘Pues ahora te mato’. Y ciego, llevado de este temperamento nervioso, de este mi carácter, no sé los tiros que disparé. Puedo afirmarle a usted que jamás se me pasó por la imaginación la idea de matarla después de salir de la cárcel. Lo pasado, pasado estaba, y no iba a ocuparme más de ella, a pesar de que no me dejaba en paz. Prueba de ello es que durante este tiempo me he portado como un santo varón, y todos los días he practicado mis rezos…” (Idem).
De esta manera sabemos que el cura, tras el atentado del mes de julio, salía poco, probablemente avergonzado de la fama adquirida. Tan solo lo hacía por las noches para ir a la taberna a consolarse de aquella situación. ¿Esperaba quizá que, tras recuperarse de su herida, Dolores también se enclaustrara? ¿Qué se sintiera avergonzada de haberle provocado? Es imposible saber si el nuevo atentado fue premeditado o no. El jurado, meses después, consideró que sí pero caben las dudas. La pistola la llevaba a menudo, algo extraño en un párroco, desde luego. No sabemos si el encuentro fue fortuito, se sabía que Dolores pasaba por aquella carretera cada tarde a esa hora, ignoramos si en vez de esperar a su cuñado la esperaba a ella. Tampoco podemos averiguar si, al verle, ella alzara la cabeza con desprecio, si sus amigas se reirían de él, figura ridícula como la verían con su traje talar allí sentado. Lo que sí estamos seguros, porque la autopsia lo revelaría poco después, es que descerrajó siete tiros: dos en el pecho, cuatro en la espalda y otro en la base del cráneo. Según manifestaron los testigos, la cogió del brazo antes de disparar. Es muy posible que ella intentara huir, ya que recibió tantos impactos por la espalda. En todo caso, él sí lo hizo de la escena del crimen, donde la gente empezó a acudir en tropel al ruido de los disparos y los gritos de las muchachas.
“Y usted, dándose cuenta de la situación, cometido el crimen ¿cómo no tuvo valor para pegarse un tiro? Hubiera sido éste el final más digno, para no tener que verse en presidio quién sabe el tiempo… - ¿Matarme yo? De ninguna manera. No lo pensé entonces, después sí; pero jamás hubiera atentado contra mi vida. Yo sé que matándome todo se habría acabado; pero aún tengo un poco de fe, sé que hay otra vida y no quiero perder ésta y perder aquélla. Viviendo, me queda tiempo para arrepentirme, y ¡quién sabe, quién sabe!... En cambio, matándome, dígame: ¿qué voy ganando?” (Idem).
Una lógica muy “católica”, por lo que se ve, también muy acomodaticia. A fin de cuentas, tampoco dio oportunidad alguna a Dolores para arrepentirse de sus pecados antes de asesinarla. Pero lo primero era lo primero: salvar su alma, ahora culpable, mediante el arrepentimiento posterior. De todos modos, en ese desdoblamiento de personalidad, ese proceso de autojustificación de acto tan execrable, cabía todo tipo de razonamiento hasta dejarle como inocente en realidad:
“No fui yo el que mató, fue un arranque violento de mi carácter. No pude contenerlo, surgió de pronto, no supe lo que hacía. Ahora, en ciertos momentos, si tuviera un resorte del que hacer uso para devolver la vida a Dolores, echaría mano de él y le diría: ‘¡Anda por el mundo y haz lo que quieras!’. Pero lo hecho no tiene remedio” (Idem).
Realmente, solo le faltaba que dijera a su víctima: Me has obligado a hacer un acto deshonroso aunque no lo he hecho yo mismo, sino mi carácter ingobernable. En todo caso, como en los oficios, puedes ir en paz por el mundo. El juicio por el primer atentado tuvo lugar el 12 de febrero de aquel año. Indudablemente, debió pesar en el tribunal y el jurado los hechos que habían sucedido después porque se aceptó completamente la petición del fiscal: diez años y un día de prisión por homicidio frustrado. Dos meses después, el 16 de abril, comenzó en Burgos el juicio por el asesinato. El tumulto de público dos meses antes ahora se reprodujo. Volvieron a repetirse las escenas que siguieron a la detención definitiva de Huidobro y su internamiento en el calabozo de Villacomparada. Entonces los vecinos, que habían estado a punto de lincharle horas antes, hecho solo impedido por la guardia civil, cercaron el edificio entre gritos e insultos. “¡Que entran, carcelero, que entran!” dijo entonces un aterrorizado Huidobro. No entraron entonces y ahora que el juicio se desarrollaba, protegido por un amplio cordón policial, el acusado se permitió gestos de desprecio hacia la muchedumbre que le gritaba y silbaba, consiguiendo que el tumulto se redoblara. El fiscal pedía la condena a muerte. El defensor, ante delito tan flagrante, sólo podía aducir una demencia temporal, el mismo argumento que esgrimía el asesino desde la cárcel. Era un crimen pasional, a fin de cuentas, y ya se sabía que las pasiones son difíciles de controlar, sobre todo cuando anda en juego el honor masculino. Claro que si él hubiera sido un marido engañado, la sentencia hubiera sido otra, pero era un cura y además no tenía derecho alguno sobre la muchacha. Su honor mancillado tampoco era algo que poder sostener ante un tribunal. El defensor trajo médicos que afirmaron su locura, el fiscal otros que defendieron su completa sensatez y responsabilidad ante los hechos enjuiciados. Pese a que el abogado podía haber pedido su absolución por locura temporal, ni siquiera se atrevió a tanto y sostuvo como petición doce años de reclusión. Finalmente, fueron veinte años y un día que añadir a la condena anterior. El caso ya ha pasado a ser leyenda de Villacomparada y pueblos cercanos. Una vez hubo un cura que asesinó a una muchacha por amores. El suceso tuvo lugar en ese “puente del cura” por donde pasan aún los que vienen o van al cercano Villarcayo. El mismo lugar donde pocos días después de su asesinato, pasó la comitiva fúnebre camino del cementerio de Villacomparada. Allí, entre la emoción de los presentes, se detuvieron los seis mozos que portaban el féretro (entre ellos, el que fue su novio) y el cura sustituto rezó un responso acompañado por las lágrimas y los gestos serios de los muchos acompañantes. En el cementerio, entre un silencio que se cortaba con un cuchillo, el cura sustituto volvió a rezar para luego decir a todos los presentes: “¡Sobre Huidobro caerá la maldición de los hombres, también la de Dios!”. Luego, en pequeños grupos, volverían a casa entre comentarios y alguna palabra malsonante, dicha en voz baja. Hoy pasarán por allí los naturales del lugar, excursionistas que se alojan en las distintas casas rurales que ofrece el pueblo. Debe haber lugares hermosos por aquella zona, la provincia burgalesa encierra muchos para los amantes de la Naturaleza. Pero quizá alguien se pregunte de dónde viene ese nombre del puente y quién era ese cura al que hace referencia. Tal vez uno del lugar le cuente esta breve historia, una de tantas del mundo rural de aquella época, una historia de amor, celos, obsesión y violencia.
La humillación de un guardia
Eran las cinco de la madrugada del jueves 7 de mayo de 1925. En la Delegación de Policía del distrito de Barceloneta, sito en la calle Doctor Bruguera de la capital catalana, todo transcurría con normalidad. Le tocaba guardia al teniente de Seguridad Ricardo Rojo. Confiado en que sus hombres le avisarían en caso de que sucediera algún hecho que requiriera la intervención policial, se había recostado en un diván que tenía en el despacho y dormitaba superficialmente. Era un hombre tranquilo pero enérgico. Viudo, con dos hijos de doce y cinco años, vivía con su suegra, que le ayudaba con la crianza del último de sus vástagos. Llevaba seis años de servicio en Barcelona, pasando primero por las Atarazanas, luego por la Lonja y ahora en Barceloneta. Su vida tal vez no estuviera destinada a ser recordada, como la de tantos otros, pero resultaba un jefe adecuado para sus hombres, que le respetaban y apreciaban por su don de mando. A esa hora, con una Delegación no muy bulliciosa debido a la hora, el cabo Juan Castany golpeó la puerta y pidió permiso para entrar. El teniente despertó de su cabezada y se lo dio de inmediato. Ya sabía que venía a pedirle los boletos de asignación de tareas para el día siguiente. Cuando entró, sin embargo, otra figura se deslizó detrás del cabo. Mientras hacían ambos, Rojo y Castany, un breve gesto de sorpresa, el hombre empezó a disparar. La primera bala le dio al primero en la cabeza. Pese a ello, intentó levantarse para repeler el ataque pero un segundo balazo en el vientre acabó con su intento. La muerte del teniente fue casi instantánea. Aturdido por los fogonazos y la sorpresa, el cabo Castany se precipitó hacia el hombre pero éste volvió la pistola hacia él. Su tercera bala le alcanzó en el hombro izquierdo mientras la segunda le rozaba el cuello. Golpeado por el impacto, la nueva víctima cayó al suelo sangrando profusamente por la herida del cuello, que no habría de ser mortal. El despacho del teniente se convirtió en un caos. Varios guardias entraron forcejeando con aquel hombre que intentaba dispararles sin éxito pulsando una y otra vez un gatillo encasquillado. Finalmente, le inmovilizaron en el suelo mientras el pistolero daba puñetazos y patadas y gritaba de forma inarticulada. El agresor se llamaba Juan Bautista Langa y era uno de ellos, un guardia que aquel día debía estar de permiso. Había sido, además, buen amigo del cabo Castany desde hacía muchos años, cuando entró a trabajar en la Delegación de la Barceloneta quince años atrás. ¿Qué había sucedido para que aquel hombre se convirtiera en un asesino de sus propios compañeros? Tantos años de guardia, casado, con siete hijos, la mayoría pequeños, tantas responsabilidades familiares. Solo el mayor, de veinte años, había marchado de soldado voluntario en África. Los demás dependían todos de él, ese hombre del que se conserva alguna fotografía en la prensa de aquel tiempo. Va con las manos esposadas, la mirada hacia el suelo, el semblante taciturno mientras le conducen hacia el lugar donde se celebraría un Consejo de guerra sumarísimo. Luce una barba poblada y no parece en modo alguno un asesino sino un hombre golpeado, derrotado, tal vez incluso arrepentido o quizá no. Sabedor en todo caso de cuál sería la consecuencia de aquellos actos de locura, como manifestaba, unos actos de los que la última responsabilidad no era suya, a su entender. Poco después de lo sucedido, alertada por alguien, llegó la mujer de Juan Langa hasta los calabozos de la Policía, donde se hallaba su marido. Quiso saber qué falta había cometido para estar encerrado pero, con un extraño pudor, tal vez piedad, nadie quiso decirle nada de lo sucedido. Ella no se extrañó, a fin de cuentas no era la primera vez que le iba a visitar al calabozo para llevarle comida y algunos enseres. Algún periodista que andaba por allí le preguntó qué pensaba del encierro de su marido. Debió extrañarle que un reportero le hiciera tal pregunta, alguna inquietud tuvo que causarle una novedad semejante. Se pondría nerviosa pensando que la falta esta vez sería grave.
“La esposa ha dicho que Juan Langa cumplía fielmente con su deber; pero que algunos compañeros no le querían, por lo cual él temía siempre perder el cargo, por las antipatías de sus compañeros, que le denunciaban constantemente a sus superiores” (El Siglo Futuro, 8.5.1925, p. 2).
Los periodistas descubrieron entonces que el agresor, su mujer y los seis hijos pequeños que estaban a su cargo convivían en un “callejón miserable” de Tripot Trasmuralla, y que los niños tenían “un aspecto enfermizo”. Los cincuenta duros que recibía Langa de soldada no le daban más que para ir tirando mientras tenía más y más descendencia viéndose casi incapaz de atender las necesidades de los suyos. No era el caso de otros compañeros como el mismo Juan Castany, el que resultara herido, que vivía soltero con una hermana que cuidaba de la casa. Otros guardias eran jóvenes, tenían menos necesidades que él, podían incluso permitirse divertirse cuando no estaban de servicio. El declive de Juan Langa databa de unos pocos años atrás, tal vez tras la llegada de su último hijo, el séptimo de una larga prole. Posiblemente, la difícil situación económica por la que pasaba el matrimonio indujo a que el hijo mayor se presentara voluntario para hacer el servicio militar en tierra africana, un destino no muy deseable tan solo cuatro años después del desastre de Annual. Así las cosas, algo se debió romper en el espíritu del guardia. Desde tres años antes las sanciones internas se fueron acumulando. Siempre había sido algo indisciplinado, decían los más veteranos del cuerpo. Problemas pequeños aunque frecuentes, fueron forjando una determinada imagen en la Delegación, convirtiéndole en el hazmerreír de sus compañeros, que no perdonaban su descuido y suciedad. En cierta ocasión, por ejemplo, se presentó con una gran mancha en su uniforme. El teniente Rojo, que se cruzó con él, tuvo algunas palabras gruesas que dirigirle, ordenándole que arreglara el uniforme de inmediato. Creyendo equivocadamente que su superior le reñía por tener flojos algunos botones, cosa que también sucedía, volvió a su casa diciéndole a su mujer que se los cosiera. Con el arreglo hecho, volvió a presentarse ante su teniente que, indignado, comprobó que la mancha seguía extendiéndose por el uniforme y que aquel botarate se le volvía a presentar, al parecer satisfecho del arreglo efectuado. Cualquier cosa podía pasar pero que aquel guardia se le riera en sus narices, no. El teniente Rojo mandó que le condujeran dos días al calabozo por insubordinación. Otro día fue una epidemia de piojos que se extendió por la Delegación. Alguien señaló que el culpable de haberlos traído era Langa. Todos se rieron de él. Resultaba guarro, sucio, descuidado. Algunos sabían dónde vivía, en una pocilga comentaban, entre ratas y piojos. ¿Cómo podía extrañarles que sus hijos estuvieran todos enfermos? ¿No era alguien indeseable el que les traía los piojos a la Delegación? Uno de sus compañeros, Caballero de apellido, se presentó ante el teniente Rojo para denunciarle. Se daba el caso de que disponían internamente de una barbería. El denunciante pidió, en nombre de los demás, que no se le permitiera pasar a ella mientras apareciera desaseado, piojoso y resultara una vergüenza para el cuerpo. Rojo atendió su petición unos días antes del suceso que le habría de llevar a la muerte: el guardia Juan Langa tendría prohibido el acceso a la barbería mientras no se presentara en la Delegación debidamente aseado. Los compañeros se reían abiertamente de él. Se burlaban, le lanzaban toda clase de epítetos despreciativos, le amenazaban con contribuir a echarle del cuerpo por indeseable. Ya había conocido el calabozo desde unos años antes, ese teniente se la tenía jurada, bien lo sabía. El mismo cabo Castany, otrora su amigo, había cursado una denuncia por descuido en el servicio. Al menor descuido el teniente le mandaba encerrar. Pero la cosa estaba llegando a un punto insostenible: ante sus gestos de rebeldía, Ricardo Rojo no sólo le prohibió entrar en la barbería sino que le castigó sin soldada quince días. Al final de aquel mes solo pudo llevar a casa veinticinco duros con los que pasar el mes siguiente. La mujer lloraba de impotencia, la visión de los niños necesitados y hambrientos le dolía en el alma. No sabía cómo cambiar las cosas, ignoraba qué había sucedido para que un servicio que se prolongaba tantos años se hubiera transformado en una auténtica pesadilla. Temblaba imaginando que le separaran de su trabajo, que le expulsaran del cuerpo. ¿De qué iban a vivir? Ya no era joven, no se sentía capaz de rehacer su vida como carretero o aguador ni tenía medios para poner un taller ni conocía a nadie que pudiese ayudarle. Su única vida había transcurrido entre las paredes de aquella Delegación en la que todo el mundo se burlaba de él, le despreciaba ante un superior jerárquico que le humillaba a la vista de todos. Aquel jueves debía estar durmiendo pero no lo consiguió. Veía a su mujer, antes de acostarse, llorando en la cama, de cara a la pared. Su cabeza no dejaba de girar y girar viendo la imagen de las risas de los otros, la cara de desprecio de aquel compañero llamado Caballero, el denunciante, el que le había robado la mitad de su paga. Recordaba el gesto adusto, enérgico pero algo asqueado de su superior, comunicándole secamente que le privaba de la mitad de la paga o que le mandaba al calabozo una vez más por su descuido en el servicio. Entonces se levantó lentamente para que su mujer no se enterara, se vistió con el uniforme, cogió la pistola y marchó hacia la Delegación. Seguramente ni se diera cuenta de las calles prácticamente vacías, de las sombras que acechaban su paso, de otras sombras que poblaban su cabeza camino de la venganza. Porque era un hombre que había llegado a un límite en la humillación sufrida, porque los culpables habrían de pagar por su sufrimiento y el de su familia. Al día siguiente se celebró el entierro con una amplia manifestación de duelo. En la misma jornada, de una manera sorprendentemente rápida, comenzó y concluyó el Consejo de guerra que habría de juzgar su caso por la vía militar. Cuando se examina la información sobre lo sucedido en la sala con la intervención del fiscal Joaquín García y el defensor asignado de oficio, Francisco Senra, bajo la atenta mirada del presidente coronel Santiago Ildefonso, se encuentran curiosos y significativos contrastes. Es algo muy frecuente en aquel tiempo. En el mismo periódico donde aparece la noticia se encuentra la de una “brillante fiesta” que tuvo lugar en el palacio de los Hohenlohe en honor de los reyes de España. Asistieron, entre otros, los marqueses de Carisbrooke, el príncipe Max Egon, la princesa de Metternich, duques, marqueses, vizcondes, etc. El rey, de quien dependería desde el día siguiente la vida de aquel guardia miserable de Barcelona, ostentaba su mejor sonrisa junto a la reina de la que los reporteros celebraban “su hermosura, que destacaba sobre todas” y el espléndido collar de finas perlas que lucía. Se sirvieron cafés y puros para los caballeros antes de que comenzara la orquesta a tocar la suite de Rameau y un concierto de Mozart. Al mismo tiempo que quien tendría la llave de su vida se solazaba escuchando los brillantes acentos orquestales, Juan Langa se encontraba en el calabozo de nuevo, una vez terminado el Consejo de guerra. Se había echado en el camastro y repasaba mentalmente todo lo sucedido sin poder dormir ni un instante, sobresaltado ante cualquier ruido, unos pasos que podrían traerle una sentencia que no deseaba escuchar. Pensaba en lo que había declarado ante el tribunal, dudaba que hubieran entendido bien su posición:
“Leyéronse a continuación las declaraciones prestadas por el guardia Langa ante el coronel de Seguridad y el juez instructor. En la segunda rectificó la primera, especialmente en lo que se refería al propósito de matar al teniente Rojo, al cabo Castany y al guardia Caballero, diciendo que obró en un momento de excitación y sin saber lo que decía. En esta segunda declaración relató las persecuciones de que era objeto por parte de sus compañeros y jefes, que lo acusaban de tener piojos, hecho que le impresionó hondamente, creyendo que debido a la actitud de sus compañeros el mes pasado le fueron impuestos por el teniente dos turnos de recargo del servicio; que fue en queja al capitán, y éste, como contestación, le impuso otros dos turnos de castigo. Acudió también en queja al comandante y no fue atendido” (El Imparcial, 9.5.1925, p. 5).
Francisco Senra, su defensor, parecía un buen hombre. Era él quien le había aconsejado retractarse de sus propósitos asesinos, tan vehementemente expresados en su primera declaración. Los dos habían escuchado al fiscal describir al acusado como “díscolo y rebelde” al tiempo que exaltaba la figura amable de la víctima. Langa se retorcía las manos mientras seguía diciendo el interviniente que, en aplicación del articulado pertinente del Código militar, procedía la pena de muerte y una indemnización a la familia del teniente de diez mil pesetas. Aturdido, pensó primero en el dinero que él no podría pagar nunca pero luego se dio cuenta de que podía ser ajusticiado uno o dos días después. El abogado Senra le dijo que estuviera tranquilo antes de pasar a intervenir en su favor.
“Describe la figura del procesado como hombre sometido a todos los sacrificios y sinsabores para luchar en la vida, mucho más difícil para él, puesto que con un sueldo modesto tenía que hacer frente al sustento de sus hijos, siete niños de corta edad y de su mujer. No es extraño –afirma el defensor- que Langa tuviera el carácter duro y retraído, puesto que todas esas contrariedades habían de influir poderosamente en su temperamento. Asegura, por último, que en el momento de cometer el hecho Langa, lo hizo en una explosión de obcecación y arrebato, sin pensar que pudiera realizar un acto de la gravedad del que se estaba juzgando” (Idem).
El presidente del Tribunal se dirigió entonces a él, por si quería concluir diciendo algo en su defensa. El acusado se levantó tembloroso. Afirmó que los compañeros le trataban mal, que llegaba a la Delegación como a casa ajena, que todo eso le enfermaba. Había pensado incluso en pedir la separación del servicio pero que antes de eso tuvo ese momento de locura y cometió lo que allí se había narrado. En ningún momento dijo que estuviera arrepentido de haber provocado la muerte del teniente. Previendo el resultado y una sentencia inminente, el abogado defensor llevó a la mujer y algunos hijos del acusado ante el presidente de la Diputación, el obispo de Barcelona, su alcalde y otras autoridades. Todos quedaban conmovidos ante la escena de aquella mujer que lloraba postrándose de rodillas, pidiendo clemencia para su marido, clamando por uno de sus hijos, tuberculoso en segundo grado, por los demás, tan enfermizos y que quedarían sin padre. Todos los periódicos indican que estas peticiones se acompañaban de “intensa emoción” por parte de las autoridades, que se comprometían a solicitar la clemencia del rey para el crimen cometido.
“Las circunstancias fatales que han empujado al desgraciado guardia a la comisión del delito, y la situación de desamparo y miseria de su familia, compuesta de su mujer y siete hijos, de los cuales los dos mayores se hallan uno en África, cumpliendo deberes militares que él mismo se impuso, y el otro gravemente enfermo, atacado por una tuberculosis de segundo grado, han conmovido profundamente a toda la ciudad, determinando una corriente de conmiseración, de infinita piedad hacia el desventurado que tal vez delinquió sin medir el alcance de su horrendo delito y bajo el influjo desasosegado y mortificante de la adversidad y de las amargas asperezas de la vida. Respondiendo a este sentimiento unánime de piedad, durante el día de ayer se dirigieron al Rey y al presidente del Directorio infinidad de telegramas solicitando clemencia. Son muchísimas las entidades barcelonesas y personalidades que han telegrafiado en tal sentido. Incluso han telegrafiado muchas sociedades recreativas” (La Vanguardia, 10.5.1925, p. 8).
El mismo día que se le comunicó de madrugada la sentencia de muerte emitida por el tribunal, el rey presidió en Toledo un magnífico desfile con ocasión del descubrimiento en el paseo de Marchán de una escultura dedicada al comandante Villamartín, obra de Benlliure. Tras varios discursos, tomó la palabra el general Primo de Rivera, a la sazón presidente del Consejo de ministros:
“Este acto de hoy, que ha tenido por marco la ciudad gloriosa de Toledo, cuna de la Infantería, Arma a la que perteneció Villamartín, ha sido aún más brillante, pues las cinco banderas de las Academias militares han venido a dar mayor esplendor al homenaje a tan ilustre tratadista… Añade que ‘El Rey tiene un gran corazón, y un amor inmenso al país y al Ejército, y por eso no podía faltar al acto que se celebraba’” (El Sol, 11.5.1925, p.8).
La misma noche de aquel brillante acto castrense, el reo entraba en capilla. Se le había comunicado la sentencia de muerte a las ocho y media, produciéndole un completo abatimiento. Le atendieron desde las diez los cinco hermanos de la Paz y la Caridad y el párroco que le había correspondido para acompañarle en sus últimas horas. Poco después llegaba su familia, que le acompañaría hasta la una de la madrugada:
“El momento fue de intensísima emoción. La esposa y los cinco hijos de Langa entraron en la capilla lanzando gritos de dolor y se arrojaron en brazos del reo, que los recibió con igual emoción. Hasta tal extremo impresionó esta entrevista a cuantos la presenciaran, que todos los que se encontraban en la capilla salieron de ella con lágrimas en los ojos. El hijo menor, que tiene poco más de dos años, besaba continuamente a su padre y, ajeno a la horrible situación de éste expresaba su alegría por volver a verle. El guardia, por su parte, no cesaba de llorar y abrazar a los suyos. De vez en cuando repetía: ‘Yo perdono a los que me han conducido a esta triste situación’” (Idem).
El abogado Senra consiguió que se separaran arguyendo que el indulto podía llegar en cualquier momento. Tal vez aquel rey “de gran corazón y amor inmenso a la Patria y el Ejército” tuviera piedad de aquella familia. Pero las horas pasaron sin tregua en aquella noche interminable para el reo. Oyó misa, confesó y comulgó. Sobre las tres de la madrugada el juez entró en la capilla y le dijo escuetamente: “Ha llegado la hora”. A las cuatro llegaron al campo de la Bota que previamente había sido acordonado y donde ya aguardaban los guardias de Seguridad que habían sido trasladados hasta el lugar. Descendió como un autómata, sereno pero muy abatido, sostenido por el abogado defensor mientras exclamaba “¡Hijos míos, hijos míos!”. Luego fue colocado en una pequeña prominencia, con los ojos tapados y de espaldas al pelotón de ejecución que formaba en dos filas de a cuatro, una a ocho metros y la otra, en reserva, dos metros más atrás. Poco después, un furgón llevaba en su ataúd el cuerpo sin vida del guardia Juan Langa, el hombre que no había soportado un día más la humillación que le deparaban sus compañeros y jefes. Se hicieron suscripciones voluntarias en periódicos y algunas instituciones, además de algunos particulares que fueron a visitar a la desgraciada mujer llevándole ropa y donativos en metálico. Sus propios vecinos, conmovidos, repartieron una circular donde se afirmaba:
“Los firmantes vecinos de esta barriada, compadecidos de la tristísima situación en que han quedado la viuda e hijos del guardia de seguridad Juan Bautista Langa, constituido en comisión se dirigen a usted para implorar su caridad esperando contribuirá a la suscripción que queda abierta a favor de estos seres inocentes que sufren las consecuencias de un acto irreflexivo cometido por el que les dio el ser. Don Adolfo Fulquet, paseo de la Aduana, 1, colmado; don José Torrent, Detrás Palacio, 9, lechería; don Enrique Bassas, Detrás Palacio, 1, panadería y doctor Guillermo de Benavent, Detrás Palacio, 7, farmacia” (La Vanguardia, 12.5.1925, p. 22).
Los propietarios de un colmado, de una lechería, una panadería y una farmacia. Esos eran los que tenían piedad de los necesitados en tal momento de necesidad y desesperación. Mientras fusilaban al guardia, es de suponer que el rey y la reina dormirían apaciblemente en su palacio de Madrid.
Nada es lo que parece
En la época en que situamos estas historias, no es habitual el ocultamiento, la mentira. Entre la clase baja especialmente se mataba a la luz del día muchas veces y pronto se sabía quién había sido, cuál fue el motivo. No era habitual que el asesino huyese demasiado tiempo aunque casos existían, desde luego, pero resultaban raros y la prensa les prestaba bastante atención. También cabía que el criminal actuase en despoblado, a solas con su víctima, y no se supiera quién había sido. Pero el motivo habitual, el robo, la venganza, sí estaban claros. No es fácil encontrar un caso como el de la muerte de Joaquina Alcayna, una turolense que habitaba desde seis años antes en la ciudad de Barcelona. El asesino estuvo claro desde el principio hasta el punto de que incluso se quedó junto al cadáver hasta que los vecinos, que habían oído los gritos, y un miembro del somatén que pasaba por las cercanías, le detuvieron en el acto. Pero el caso se complicó casi desde sus inicios, incluso presentando versiones distintas, motivos insospechados hasta formar una trama de mentiras. Corría el viernes día 16 de enero de 1925. En el portal de la calle Viladomat 173 se escucharon unos gritos. Cuando llegaron los primeros testigos encontraron a una mujer en el suelo, envuelta en un charco de sangre. A su lado, un hombre bajo, jorobado, de bastante más edad, con un cuchillo en la mano. Desde el primer momento los vecinos que acudieron habían observado a otro hombre que huía de la escena del crimen pero no supieron si tenía relación con la víctima y el agresor. Tal vez solo fuera un testigo despavorido que corría para salvar su vida. El somatén y algunos vecinos se llevaron al supuesto asesino hasta la Delegación de Policía más próxima mientras otros trataban, inútilmente, de socorrer a la víctima que sangraba profusamente por varias heridas en el pecho, el vientre y, sobre todo, en el cuello. Ingresó cadáver en el dispensario de Hostafranchs y se procedió enseguida a su traslado al depósito judicial del Hospital Clínico. Los guardias que se presentaron en la escena tan pronto como llegó el asesino a la Delegación, se hicieron cargo del bolso de la mujer, que permanecía en el suelo. Al abrirlo se llevaron la primera sorpresa: en su interior había más de treinta y tres mil pesetas, además de algunas papeletas de empeño. La cantidad era realmente elevada y eso dio paso a las primeras especulaciones. La Vanguardia informó del caso al día siguiente. Al parecer, la mujer había marchado por la mañana para empeñar una serie de alhajas, probablemente de origen familiar y en un momento de necesidad, obteniendo por ellas esa crecida cantidad de dinero. Cuando volvía a su casa con el fruto de su gestión, la estaban esperando en el portal dos hombres para atracarla. Cuando uno de ellos, ante la resistencia de la mujer, la acuchilló, el otro salió huyendo despavorido para no verse implicado en el crimen. En días sucesivos hubo que cambiar la versión de los hechos. Resultaba que el asesino de Joaquina, mujer joven y atractiva de 29 años, no era para ella un desconocido sino el inquilino que la alojaba en uno de sus pisos dentro de aquel mismo portal. Ese hombre contrahecho, de 51 años, se llamaba Vicente Mateu. ¿Éste había sabido que la mujer iba a volver con una crecida cantidad de dinero? ¿La aguardó junto a un compinche para apoderarse de esta suma? Interrogado en los Juzgados, donde sería conducido oportunamente, el hombre daba una versión considerablemente distinta y que no tenía nada que ver con el dinero. Confesó pronto el nombre del acompañante aquel día, el amigo que había huido. Se trataba de Tomás Valero, de 52 años. Él había alquilado varios pisos en aquella casa, uno de los cuales realquiló a Joaquina. Pues bien, los vecinos ya habían comentado a los periodistas que ella subía casi todos los días hasta el piso de Vicente, lo cual había causado mucha extrañeza a todos porque de él se sabía que, hombre tan poco agraciado, no había tenido relaciones con ninguna mujer. Ella, en cambio, era mucho más joven, bonita a la manera de aquel tiempo, una mujer en todo caso de la que no podía esperarse una gran pasión por un hombre tan poco comunicativo, de baja estatura y deforme. Sin embargo, Vicente dijo que la había matado por celos, algo muy habitual en aquel tiempo tan violento para las mujeres, especialmente de clase baja como era el caso. Insistió en que ése era su único motivo. Ella había subido aquella mañana, cuando los dos hombres se encontraban juntos, y había tenido lugar una escena de celos al averiguar Vicente que su joven amante mantenía relaciones también con Tomás. Parece que, en un momento de la discusión, ella le arrojó un frasco de vidrio que se estrelló en una pared, a lo que Vicente reaccionó intentando agredirla con un objeto. Joaquina huyó despavorida escaleras abajo y en el portal fue alcanzada por Vicente que, cuchillo en mano, acabó con su vida allí mismo, para espanto de Tomás, que asistía pasivamente a la pelea de los amantes. Parecía, pues, un crimen pasional tan frecuente en aquel tiempo. Los vecinos corroboraron la historia explicando que la agresión había tenido lugar, efectivamente, en el portal, cuando los tres protagonistas bajaron por la escalera. Sin embargo, extrañaba la gruesa cantidad de dinero que portaba Joaquina, nada habitual en aquel barrio y entre ese tipo de personas. Los vecinos seguían insistiendo en que les parecía muy raro que Joaquina fuera amante de aquellos hombres tan mayores y, sin embargo, algún tipo de relación existía que justificara tanta visita diaria de ella al piso de Vicente. ¿Tal vez los tres pertenecían a una banda de ladrones? ¿Habrían robado aquellas alhajas luego empeñadas por ella? ¿Habían discutido por el reparto del dinero? Cuando esta versión se iba abriendo paso, en cuestión de horas, tuvo que replantearse por completo. Según los expertos de la policía, luego corroborados en su informe por técnicos del banco de España, los billetes encontrados en el bolso de Joaquina eran falsos. Así pues, no era un caso de robo de joyas sino de falsificación de moneda. Retrocedamos un poco para comprender mejor la situación planteada entre estos falsificadores. Hemos hablado de una versión tras otra discurriendo entre la policía, el barrio y los reporteros en el breve plazo de un solo día. Pero ¿quiénes eran los protagonistas de esta historia? Joaquina había llegado desde Montalbán (Teruel) seis años atrás, cuando contaba 23 años. Como tantas otras muchachas de pueblo en aquel tiempo, su mejor opción inicial para integrarse en la vida de la ciudad era servir en la casa de alguna familia burguesa. Duró poco en esta tarea, según se afirmó muy pronto. Gustosa de la vida alegre, empezó a frecuentar casas de mala nota, una forma de decir que se prostituía. Por entonces, Barcelona presentaba muchas posibilidades en ese sentido a las jóvenes e incluso niñas que, provenientes de toda España, terminaban en su conocido barrio chino. En él situaremos otro crimen más adelante. Como ese tipo de vida, a fin de cuentas, tampoco podía suponer un futuro halagüeño, finalmente optó por casarse con Ezequiel Gracia, un buen hombre del que no se sabía si llegó a conocer su pasado. A pesar del matrimonio, Joaquina no enderezó su vida sino que, a escondidas, continuó frecuentando la vida turbia de determinadas calles barcelonesas, fruto de lo cual fue que contrajera una enfermedad venérea. Contagiado sin saberlo por su mujer, Ezequiel contrajo la grave enfermedad (probablemente sífilis) hasta el punto de quedar ciego e inútil para el trabajo. En el momento en que esto sucedió, aquella mujer sin alma ni escrúpulos, abandonó a su marido en la miseria para buscar una vida mejor, probablemente entrando a formar parte de esa banda de falsificadores y encargándose de repartir el dinero falso que los dos hombres producían. Al pobre marido sólo le había quedado la posibilidad de pedir a la puerta de una iglesia y, efectivamente, su figura era conocida frecuentando la entrada de un templo barcelonés. ¿Fin de la historia? Pues no, tampoco las cosas habían sido como se relató en un principio. Llamada a declarar Melchora Alcayna, hermana de la víctima, protestó por la versión que corría sobre Joaquina. Era cierto que había ido a Barcelona a servir, como tantas otras. Allí había conocido a Ezequiel, se había enamorado de él hasta casarse. El problema es que el hombre no era trigo limpio y, al cabo de diez meses de matrimonio, las deudas eran tantas que obligó a su mujer a que se prostituyera entregándole al menos veinte pesetas diarias. Eso había terminado con la relación, claro está, de manera que cuando el hombre quedó ciego como resultado de una congestión mal curada (no una enfermedad contagiosa, afirmó con seguridad), ella le abandonó a su suerte instalándose en la casa donde había terminado por morir. Ezequiel corroboró el origen de su ceguera, cuando fue llamado a declarar, pero negó tajantemente que él hubiera obligado a su mujer a prostituirse. En todo caso, poco amigo de hacer declaraciones ante la policía, volvió a negar saber nada de Joaquina ni de ninguna falsificación. Su situación de miseria era tan lamentable que los investigadores se convencieron prontamente que no tenía relación alguna con el delito cometido e, indiferentes a sus circunstancias personales y la relación que hubiera mantenido con la que fue su mujer, le dejaron marchar. Que había habido falsificación de billetes de mil pesetas no cabía duda. De manera que la atención policial se centró en la figura de los hombres: Vicente Mateu y Tomás Valero. Se supo pronto que ambos tenían alquilada una torre en el barrio de Horta, en la calle Guinardó nº 38 concretamente. El segundo figuraba en el contrato de alquiler pero, según parecía, era el primero quien le entregaba el dinero. En todo caso, la autoridad judicial se presentó en este lugar y habló con el propietario, un panadero llamado Sureda. Según afirmó éste, cobraba por el alquiler de la torre 175 pesetas al mes. Justo en enero Tomás Valero le había pagado con un billete de mil pesetas. Cuando lo llevó al banco tres días antes del crimen para ingresarlo se lo taladraron afirmando que era falso y dándole un recibo para que presentase una demanda judicial. Eso es todo lo que podía decir a la policía que, inmediatamente, entró en el edificio para registrarlo. Encontraron planchas que se utilizaban para la fabricación de billetes junto a otros utensilios dedicados a la falsificación, así como un número de billetes de mil que aparecían medio quemados, probablemente por haber salido defectuosos. Las protestas de Vicente Mateu se basaban en afirmar que él era dibujante, ciertamente, y que había recibido el encargo de confeccionar billetes destinados a un anuncio comercial, no a pasar por verdaderos. Preguntado por quién le había hecho tal encargo no supo decir el nombre ni las señas del mismo. Se supo también que los dos hombres habían aprovechado la capacidad de Vicente para el dibujo para confeccionar postales pornográficas que Joaquina repartía entre gente alejada del barrio. La mujer había tenido planes de futuro y estos correspondían a una posible vuelta a su pueblo de origen demostrando, eso sí, que había tenido éxito en la ciudad. Llamado a declarar Baltasar Marín, vecino de Montalbán, confirmó que Joaquina le había entregado como señal mil pesetas para la adquisición de una casa y dos huertos valorados en doce mil. Sostuvo que había ingresado el billete en el banco sin que nadie le hubiera dicho que fuera falso. ¿Los planes de partida de Joaquina, el intentar llevarse tan gran cantidad de dinero para abrirse paso en una nueva vida, había sido el origen de la discusión entre los tres? ¿Hubo además una cuestión de celos en las relaciones que mantenía con Vicente y Tomás? No llegó a saberse con seguridad puesto que la policía, aclarada la autoría del asesinato desde el primer momento, se centró en destapar toda la trama delictiva de la falsificación. Por ello se presentaron dos meses y medio después en el hotel Serrano de la capital. En el registro de la casa de Vicente habían encontrado alguna correspondencia de contenido dudoso. En concreto, algunas cartas provenían de un tal Indalecio Martín, y en ellas se hablaba con bastante vaguedad de pagarés, cédulas y “negocio de cheques”. Se sospechaba que la trama delictiva era más amplia puesto que el panadero propietario de la torre de la calle Guinardó había afirmado que, inmediatamente después del asesinato, estuvo alguien en el interior del edificio, quizá borrando huellas o llevándose pruebas inculpatorias. En todo caso, causaba extrañeza que dejara las planchas con el molde de los billetes falsificados como igualmente extraño es que la policía tardara más de dos meses y medio en averiguar quién estaba detrás de aquellas cartas de contenido tan poco claro en la vivienda de Vicente Mateu. Indalecio manifestó conocer a éste desde una reclusión común en el penal de Ocaña, donde el dueño del hotel purgaba una condena de doce años por homicidio. Se supo también que había sido procesado años atrás por falsificación de moneda, a lo que se unía el hecho de que había intentado pasar recientemente un billete falso de mil pesetas a un cobrador que, tras visitar el banco, le había denunciado. Su excusa de que el billete se lo habían entregado para pagar el hospedaje unos extranjeros hacía seis meses, tiempo suficiente para perderlos de vista, no se la creyó nadie. Se cerró en banda, solo admitiendo su amistad con Vicente Mateu al que incluso había visitado en la cárcel. Pero él, de falsificaciones no sabía nada. Llamado a declarar su amigo, Vicente negó tajantemente conocerle. Enfrentado a las evidencias y declaraciones de Indalecio, se derrumbó admitiendo que ambos estaban compinchados en esa operación junto a Tomás Valero. Respecto a Joaquina siguió agarrándose a la historia del crimen pasional, única oportunidad que tenía de encontrar alguna rebaja en la condena y que ésta no fuera la pena de muerte. El sumario se dio por concluido el 15 de junio, cinco meses después del asesinato de Joaquina, que destapó la trama.
El dinero del párroco
El jueves 1 de octubre el párroco de la iglesia de San Juan y San Vicente, en Valencia, se levantó temprano como acostumbraba. Llevaba tres años con idéntica rutina pero aquel mismo mes acabarían sus obligaciones que había llevado gustosamente hasta entonces. Como habilitado del Culto y Clero por el arzobispado, estaba encargado de recoger el dinero de la diócesis a fin de pagar los sueldos de todos los que trabajaban para ella. No era poca la obligación y la responsabilidad. Confesaba que los primeros días de cada mes, cuando tenía que ir hasta el Banco de España de la ciudad y recoger toda esa cantidad de dinero en efectivo, dormía mal y sentía crecer la tensión derivada de llevar tanto efectivo encima. Suspiró, realmente la obligación ya terminaba y reconocía que, a pesar de cierto miedo que siempre le atenazaba, la tarea había transcurrido sin incidentes, de forma rutinaria. Además, era su última tarea en ese sentido. A partir del próximo mes sería otro compañero quien lo haría. Él podría dedicarse a las obligaciones que mejor sabía realizar como párroco: cuidar de la iglesia, llevar con mano firme las cuestiones derivadas del culto, atender a los fieles. Lo que había hecho desde tanto tiempo atrás. Sobre las once y veinte de la mañana salía, efectivamente, del banco. Había recibido una cantidad muy crecida: 114.000 pesetas. Desconfiado como siempre, repartió el dinero entre sus bolsillos, donde también introdujo un saquito con monedas de plata, y la abultada cartera que agarraba, como siempre, de forma nerviosa al subir a la berlina que le esperaba. Dentro de ella tenía, según calculaba, unas setenta mil pesetas, el grueso de la paga. El párroco Juan Bautista Vidal conocía al cochero Antonio Murillo de toda la vida. El hombre ya era mayor, contaba entonces 66 años, pero de buen humor y nada alterado como él al transportar tanto dinero encima. Suspirando, mandó que volvieran a la parroquia por el camino de costumbre. El día era claro, la zona céntrica y los transeúntes marchaban de un lado para otro invadiendo la calzada sin apuro alguno. El carruaje del párroco iba despacio, con el ritmo pausado de costumbre, cuando desembocó en la plaza de San Andrés, donde se levanta la iglesia del mismo nombre. De repente, la vida del párroco, del cochero y la misma plaza, se descontroló en apenas un par de minutos. Un hombre se interpuso en el camino de la berlina agarrando con energía el bocado de los animales que, sorprendidos, se detuvieron. Al tiempo, ese mismo hombre enarbolaba una pistola hacia el sorprendido conductor, al que ordenaba con energía quedarse callado y quieto. En ese momento dos hombres se acercaron a uno de los lados del vehículo mientras otros dos lo hacían por el contrario abriendo violentamente la portezuela. El cura Vidal, aterrado pero valiente, se agarraba convulsivamente a la cartera mientras observaba aquellos rostros feroces y decididos. “¡La cartera!” gritó uno de ellos incluso antes de que la berlina se detuviera por completo. El párroco agarró más fuerte lo que le pedían imperiosamente mientras decía: “¡No, no!”. Tal vez si hubiera pensado un momento las consecuencias de su negativa, habría actuado de otra forma. Pero el miedo que, durante años, había sobrevolado su imaginación al hacer estos transportes, se había hecho realidad en apenas unos segundos. Su instinto le decía que no debía dar esa cartera, que el dinero que contenía serviría para pagar mucho trabajo y esfuerzo de familias que dependían de él. Entonces aquel hombre le disparó cinco tiros sin compasión alguna. Uno tras otro sobresaltaron la corriente rutinaria de la plaza, que se detuvo en ese momento. Muchos volvieron la vista entonces, sin haberse dado cuenta hasta ese momento de que se intentaba uno de los atracos más atrevidos de aquel año. Una bala le dio en el cuello, otra le destrozó el maxilar izquierdo, otra penetró en su boca, una cuarta tuvo su entrada por la ingle. En apenas unos segundos, Vidal se revolcaba en el suelo de la berlina, bañado en sangre. Asustado por lo sucedido, el que apuntaba al cochero disparó, no se sabe si automáticamente o porque éste hiciera un movimiento brusco en defensa del cura. La bala le penetró al cochero por la cadera, hiriéndole, sin bien no de gravedad. Los cinco ladrones huyeron entonces con toda la velocidad que les permitían sus piernas, repartiéndose en tres grupos, dos de los cuales se perdieron rápidamente entre la muchedumbre que se preguntaba quiénes eran esos hombres, qué ruido era aquel, parecían disparos, petardos ¿qué podía ser? Sin embargo, tres jóvenes militares estaban presentes en esa plaza. Mientras algunos viandantes se dirigían a la berlina para contemplar horrorizados el estado en que se encontraba el párroco, esos tres hombres que no se conocían previamente, decidieron perseguir a los criminales, particularmente a los dos que llevaban la cartera en la mano y se perdían por la calle Rubiols. Antonio Cubillas, de 24 años, era cabo de Intendencia en el regimiento Mallorca. De origen murciano, su padre había sido guardia civil, de manera que estaba acostumbrado por tradición familiar, juventud y por su oficio actual, a tomar decisiones valientes, como la de perseguir a aquellos sujetos armados. Junto a él salieron corriendo en la misma dirección Jaime Calpe, guardia civil él mismo, aunque no de servicio en ese momento, y el somatén Rigoberto Sánchez. A su estela varios transeúntes, los más jóvenes y decididos, salieron corriendo persiguiendo a los atracadores y gritándoles para que se detuvieran. La persecución se prolongó por varias calles y plazas hasta casi llegar a las afueras de la población. Mientras tanto, unos y otros disparaban. El sombrero de un joven terminó agujereado y, como se sabría posteriormente, uno de los disparos hirió en el pie a uno de los ladrones. Eso hizo que perdieran fuelle y terminaran alcanzados frente al colegio del Sagrado Corazón. Para entonces ya habían tirado la cartera, intentando inútilmente ganar tiempo. Los rodearon y, no sin forcejeos, consiguieron detener a los dos individuos. Maniatados, se les introdujo en un coche llevándoselos inicialmente al retén de policía del distrito de Serranos. Mientras tanto, los compadecidos viandantes condujeron a los heridos hasta un cercano dispensario de la Glorieta. El estado del cura era tan grave que los médicos no se atrevían a intervenir quirúrgicamente. Le dieron una solución alcanforada y menearon la cabeza entre sí, resignados a desearle un buen morir. Entonces tuvieron lugar un par de costumbres de la época que hoy en día no pueden dejar de sorprendernos. En primer lugar, los policías que se habían hecho cargo de los dos detenidos, se los llevaron ante la cama donde agonizaba el párroco, a fin de que los reconociera antes de morir. Según el comentario de los periódicos, apenas les miró para decir en un susurro: “Perdónenlos, como yo les perdono”. A continuación entró en un estado de letargo. No habría de recobrar el conocimiento. La segunda costumbre peculiar de entonces consistía en que la familia que, llamada urgentemente, acudió a su cabecera, pidió fuera trasladado a su domicilio para que muriera allí. De esa forma se hizo el penoso traslado para un agonizante que aún respiraría unas cuantas horas hasta fallecer a primera hora de la madrugada, sin haber recobrado el conocimiento. Para entonces la jurisdicción civil había dejado el caso en manos de la militar, tal vez por el hecho de que Vidal fuera párroco castrense de un regimiento de las milicias. Es muy posible que fuera así, ya que encontraríamos al obispo presidiendo su funeral y a un cura castrense diciendo la homilía en la misma parroquia donde ejercía el fallecido al que arropaban en aquella despedida hasta tres mil fieles. En todo caso, el paso de una jurisdicción a otra garantizaba la rapidez del proceso, hasta el punto de que tres horas después de que el asesinado expirara estaba terminado el sumario del caso y remitido al tribunal que habría de juzgarlo en un Consejo de Guerra sumarísimo. Antes de tener lugar, dos actuaciones resultaban prioritarias: recoger las confesiones de los apresados, a fin de incluirlas en el sumario y buscar a los otros tres implicados en la acción. En primer lugar sus nombres: Salvador Pascual, valenciano, y Emilio Castellá, barcelonés. Ambos eran conocidos anarquistas que habían entrado previamente en prisión. No era, pues, sorprendente su presencia en un atraco tan atrevido y ambicioso. De hecho, el primero confesaría, probablemente ante un interrogatorio duro y violento, el asesinato realizado mes y medio antes de José Capilla, prestamista y dueño de la casa de dormir “La Bola de Oro”, y ante la que no se tenía pista alguna. La víctima, de 42 años, volvía el 4 de agosto desde Sagunto tras cobrar los alquileres de casas de su propiedad. Al llegar a la puerta de la casa de dormir fue acribillado a tiros sin que los asesinos pudieran hacerse con más de mil pesetas que llevaba en el bolsillo, al acudir al lugar servidumbre y huéspedes de la propia casa. El crimen, que había ocasionado un gran revuelo en la ciudad, condujo a los investigadores a un callejón sin salida. Creyéndose que tuvo lugar por venganza, fueron detenidos el socio del asesinado, que lo pudo hacer por interés, su amante, que podría estar despechada e incluso su cuñado, por vengar el abandono de su mujer. Todos terminaron saliendo de la cárcel. Y ahora, cuando menos se esperaba, se concluía el caso como un robo frustrado. Estos anarquistas eran, pues, elementos de cuidado. Por ello se buscaron posibles complicidades dentro de su entorno familiar y en el barrio donde vivían. Para empezar se detuvo a varias mujeres relacionadas con los implicados: hermanas, parejas. Posteriormente resultarían liberadas al no poderse demostrar implicación alguna pero, no obstante, se determinó la identidad de aquellos con los que Salvador y Emilio solían ir. A uno, Fernando Sánchez, se le persiguió hasta el poblado de Benimaclet donde los policías fueron recibidos a tiros, con el hombre intentando escapar por los huertos hasta ser finalmente atrapado. El otro había sido detenido poco antes en el mismo barrio donde vivía. Se trataba de Francisco Belart “el Pechito” que posteriormente sería identificado por el cochero como el hombre que detuvo la caballería y le disparó. Con ellos el procedimiento judicial sería más lento puesto que no habían sido atrapados en el mismo acto de cometer el crimen y, por tanto, debían acumularse más pruebas. Pero en el caso de Salvador Pascual y Emilio Castellá, el procedimiento judicial no podía ser más rápido. Apenas un día después de cometido el atraco se constituía en la Cárcel Modelo, donde estaban detenidos, el Consejo de Guerra que habría de juzgarles. Eran las cinco de la tarde. Dos horas se dedicaron a la lectura del sumario donde los cargos no podían ser más claros y los hechos, comprobados. El fiscal pidió para ellos la pena de muerte por robo a mano armada y homicidio, así como lesiones graves producidas al cochero. A ello habría que añadir una pena de catorce años de prisión por disparar a los miembros del estamento militar que les perseguían. La intervención del defensor no pudo ser más breve. En solo diez minutos manifestó sus dudas de que los acusados hubieran participado en el atraco, al tiempo que pedía clemencia al tribunal. A las diez de la noche el juicio había concluido y a la una de la madrugada del sábado 3 los miembros del tribunal dictaminaban su sentencia condenatoria siguiendo las peticiones del fiscal. Sin que hubieran pasado ni siquiera dos días enteros desde la comisión del acto, a las diez y cuarto era ejecutado Salvador Pascual y media hora después Emilio Castellá. La bandera negra que lo anunciaba se izó en el mástil de la cárcel entre los sollozos y los gestos endurecidos de los familiares que aguardaban en la calle. Hasta cinco meses después (el 15 de marzo de 1926) no se celebraría el juicio contra los otros dos detenidos que, finalmente, correrían la misma suerte que sus compañeros de atraco. Del quinto participante nunca se supo ni su identidad ni su paradero.
La criada y el señorito
En la mañana del 7 de marzo de 1925 la comisaría del distrito del Hospicio parecía tener poco movimiento. Se distribuían tareas entre los agentes de vigilancia, se formaban patrullas que debían marchar al mercado, donde siempre había riesgo de altercados, o por barrios del centro madrileño en los que mediaban conflictos inesperados, riñas, mujeres que se agarraban del moño, alguna navaja que salía a relucir en manos de hombres. De todos modos se sabía que las reyertas, lo más habitual, tenían lugar por la noche en determinadas tabernas, en los descampados de las afueras. Esa mañana habría de ser distinta. A las diez y media recibieron aviso de que algo había sucedido en la Corredera Baja de San Pablo. Informaban algunos vecinos de un tumulto, había habido algún disparo. La calle es muy céntrica, hoy está a dos pasos de la Gran Vía, junto al mercado de Fuencarral. Por su cercanía al mismo, la acera estaba llena de puestos de frutas y verduras y eran precisamente sus propietarias, las temidas verduleras madrileñas, las que estaban intentando entrar en el número 35 para linchar a alguien que había disparado. Para allá fue rápidamente un destacamento a cuyo mando estaba el inspector López Llana. Al llegar, efectivamente, comprobaron que numerosas mujeres, entre gritos y empujones, habían accedido al principal derecha y zarandeaban y arañaban a un joven con aspecto confuso. Vestía una americana y unos pantalones pero sin camisa y calzaba zapatillas, como si se hubiera puesto las prendas de forma precipitada. Dos guardias que patrullaban en las cercanías ya habían llegado y le defendían de aquellas enfurecidas mujeres que trataban de hacerse con él y golpearlo. Simularon una carga sobre ellas, muchas retrocedieron asustadas, otras aún con el empeño de dar castigo al joven que no parecía saber dónde estaba ni qué hacía allí. Los policías le hicieron avanzar entre empujones y gritos, él dijo llamarse Jacinto, no le sacaron más en ese momento. Ya habría tiempo de interrogarle. Lo primero era, aún con contusiones y arañazos, sacarlo de ahí, llevarlo a la casa de socorro más cercana y dejarlo en un calabozo hasta determinar qué había sucedido. Al inspector los hechos se le revelaron con toda crudeza en cuanto sus agentes se hicieron cargo de la custodia de aquel muchacho. En medio de la sala de donde le habían sacado yacía una joven en medio de un charco de sangre. Sobre ella una mujer mayor gritaba desesperada mientras permanecía abrazándola. Algo más allá una señora de bien vestir permanecía tumbada entre ayes y gemidos, aparentemente asistida por la portera, que había subido de inmediato y por otra joven, su criada. Toda una historia acababa en ese momento, en un instante de enfrentamiento, de ira y confusión. La conclusión de una historia que era una de tantas en el Madrid de la época. Para todo aquel madrileño de clase media en el siglo XX, no era extraño tener entre sus antepasados a alguien que marchó en otro tiempo desde un pueblo a la capital para encontrar trabajo y una mejor oportunidad para vivir. Desde el último cuarto del siglo XIX la Corte fue tierra de acogida con todos los problemas que ello comportaba: hacinamiento, construcción de chabolas, condiciones higiénicas insalubres, alta mortalidad infantil, falta de medios educativos, proliferación de la delincuencia. Parecido fenómeno sucedía en otras provincias (Vizcaya, Barcelona, Valencia) en un proceso inmigratorio por el que muchas personas abandonaban los pequeños pueblos en que nacieron buscando la oportunidad de prosperar en un centro urbano. Mientras en la periferia la mayoría eran hombres que trabajaban en los nuevos centros industriales, en Madrid también se contaban mujeres jóvenes que llegaban para servir en las casas de la nueva burguesía, esa clase media incipiente que iba ocupando barrios como el de Salamanca. La historia que concluía con aquel disparo empezó cuatro años antes. Áurea Gómez era una jovencita nacida en el pueblo segoviano de Mata de Cuéllar. No era grande entonces, tampoco ahora en que cuenta con menos de trescientos habitantes. Es una localidad que vive de la agricultura pero ni siquiera hoy recibe apenas turismo ni otras visitas que no sea la gente que marcha por carretera hasta Cuéllar o hacia la cercana provincia de Valladolid. Áurea llegó con 19 años, se debió alojar en la calle Bravo Murillo, donde tenía casa su hermano Siro Gómez, establecido antes. A los pocos días ya estaba colocada trabajando para María Arranz, viuda de Losa, una mujer de casi sesenta años, bien acomodada. En aquel piso de la Corredera Baja tuvieron una agradable convivencia. La muchacha, además de guapa, era dócil, ingenua, simpática, amable y muy dispuesta al trabajo. La señora no tuvo queja de ella en ningún momento. En el barrio, que recorría andando cada día camino del mercado o para hacer las tareas que le hubiera encargado su dueña, empezó a ser conocida y apreciada por su trato. Casi todas las verduleras en cuyos puestos se detenía para intercambiar unas palabras, comprar algún producto, la conocían. María Arranz vivía en casa con su único hijo, un joven de veintidós años cuando Áurea llegó a trabajar. Era un buen chico, había estudiado para ingeniero sin llegar a terminar los estudios, luego hizo otros cursos en la Universidad sin demasiado aprovechamiento. No obstante, gracias a un familiar había accedido a ser oficial de complemento, teniente dentro de la Cruz Roja. Apenas se conserva ningún retrato de él, los periódicos solo expusieron un par de fotos, una de ellas con su cara casi dibujada mostrando en otra la imagen de un chico joven, sonriente, con su uniforme. La convivencia entre una muchacha provinciana ingenua, admirada de aquel muchacho de aspecto viril, que salía cada mañana con su uniforme, y éste podría no haber llevado a nada pero es dudoso que así fuera, aunque Jacinto de Sosa Arranz lo proclamara una y otra vez tras aquel disparo. En cierta ocasión me contaron y recreé literariamente la historia de una chica palentina que fue a trabajar a Madrid en las mismas circunstancias que Áurea, cómo se enamoró del dueño de la casa, aún joven, su desesperación cuando éste no se fijaba en ella. Recuerdo su triste final, cuando se envenenó con fósforos una tarde. Esa historia me la contaron delante de su tumba, olvidada después de medio siglo desde que muriera. No eran sucesos extraños en aquel ambiente. Una de mis tías se casó con el señorito de la casa donde servía con gran disgusto de la señora, todo hay que decirlo. Siempre se intentaba llegar a un acuerdo económico al menos, cabía que el muchacho enamorado reclamara el matrimonio, como sucedió con mi tía, pero era habitual el caso contrario. Jacinto lo negó todo durante el juicio. Nunca, dijo, había tenido otra relación con Áurea que la convivencia normal de cada día y el saludarse por la calle cuando coincidían. Su defensa era débil y no encajaba con lo que había sucedido en los últimos meses. Podemos reconstruir la historia tal como debió suceder, admitiendo los supuestos que la corte de magistrados consideró como válidos. Ambos jóvenes llegaron a conocerse bien, se enamoraron, tuvieron relaciones íntimas a escondidas de la señora Arranz, que no hubiera consentido nada de aquello si lo hubiera llegado a sospechar. Áurea era ingenua pero no tonta y ya sabemos que el deseo de amor afila las armas de la seducción y el engaño, si es preciso. Tal vez mediaran promesas, quizá la pareja se dejara llevar. Durante el juicio se habló de la capacidad mental de Jacinto, incluso se afirmó una “debilidad mental congénita”. Luego terminaría por no admitirse en el juego de los abogados pero la duda sobre el estado mental del chico planeó durante todas las sesiones. Como mínimo, no debía ser especialmente despierto ni tener un carácter firme, como veremos a continuación, casi siempre sujeto a las directrices de su madre. De manera que era fácil llevarse por el amor, el placer, sin prever las consecuencias en uno ni en la otra. En noviembre de 1924 Áurea comprobó que no le venía el mes, como acostumbraba. Se apuró pero no se avergonzaba de lo sucedido. En una visita al pueblo se lo contó a su madre, le dijo que tenía relaciones con Jacinto, el hijo de su señora al que habían conocido en el pueblo en un viaje que hizo con su madre. Le aseguró que él le había prometido casarse y Desideria García, su madre, pensó que habría conformidad en ello aunque era de natural desconfiada. Todo parecía estar conforme para esta aldeana de poco más de cincuenta años, que había sacado adelante a sus dos hijos, ambos en Madrid. Si la chica hacía un buen matrimonio podía dar por terminada su tarea con éxito, ya que su hijo disfrutaba en la capital de trabajo y una situación adecuada. Para tranquilizarla Jacinto fue un par de veces a visitarles en el pueblo, repitió sus compromisos con Áurea, con la familia. Aún no debía habérselo dicho a su madre. Seguramente le costaría enfrentarse a la señora Arranz, una viuda con posibles que deseaba casar bien a su hijo, propensa a los ataques histéricos como una forma de hacerse obedecer cuando alguien le llevaba la contraria. De repente, el muchacho dejó de visitarles y, poco después, a primeros de febrero de 1925, la viuda le comunicó a Áurea que volviese al pueblo. La despedía debido a “los rumores de que su hijo tenía relación con ella”. En el quinto mes de embarazo es probable que su estado no pudiera ocultarse más ni para la señora ni para el barrio. Al parecer, la muchacha, desesperada, acudió a Jacinto que le dijo que nada podía hacer contra la voluntad de su madre. En definitiva, si te he visto no me acuerdo. Volvió a Mata de Cuéllar entre lloros. Su historia podría haber sido la de tantas muchachas deshonradas por un señorito, abandonadas después, con mala fama en el pequeño pueblo donde habría de permanecer toda la vida criando a un hijo sin padre. Pero Desideria no estaba dispuesta a abandonar su empeño en que se casaran. Si Jacinto no venía a verles y reiterar sus promesas, si la señora se comportaba de esa manera, todos habrían de saber en Madrid cómo se las gastaba ella. Marcharon ambas al piso de su otro hijo, Siro Gómez. Se hicieron las encontradizas con Jacinto, del que Áurea sabía todos sus horarios y recorridos. El muchacho se asustó cuando aquella señora empezó a increparle por la calle recordándole cuántas veces había acudido a verles a Mata de Cuéllar con palabras dulces y promesas en la boca. Les dijo que no era lugar para discutir aquello, observando que la gente por la calle empezaba a mirarles gozando del espectáculo. “Vayan a mi casa” añadió, “allí lo hablaremos”. En su casa, a fin de cuentas, estaba su madre, la que le había ordenado romper todo compromiso. Ella le defendería, sabría enfrentarse a aquella aldeana enfurecida detrás de la cual se escondía la vergüenza de Áurea. A las diez de la mañana del sábado 7 de marzo Desideria y Áurea se presentaron en casa de María Arranz. Su hijo Siro, que pensaba razonablemente que ese tema era cosa de mujeres y entre ellas debían arreglarlo, se quedó esperándolas en el portal. Durante el juicio resultó llamativa la ausencia en las declaraciones de uno de los testigos principales: la misma señora Arranz. Nadie menciona por qué no se presentó, tal vez se pretendiera salvaguardar su naturaleza que era nerviosa y delicada, quizá el hecho de ser una señora de posibles, una viuda respetable, le otorgara la consideración del tribunal que dejó en sombras su participación en el suceso. Desideria sí declaró desde el primer momento y sus palabras no encierran contradicciones con otros testimonios. Al parecer, la señora Arranz las recibió con gran disgusto. Manifestó que su hijo no se encontraba en el piso (lo que era incierto), que ya le había dicho a ella que nunca había tenido relaciones con Áurea de manera que, puesta al habla con su confesor y un abogado, entendía que ellas no tenían ningún derecho a asignar a su hijo una paternidad que no le correspondía. La fiera defendía a su retoño de las asechanzas de aquella taimada muchacha. Así se podía interpretar su actitud. Negar todo de raíz, negar cualquier implicación, toda responsabilidad, salvar a su hijo de las garras de un mal compromiso. Evidentemente, en cuanto hubo sabido lo que pasaba, cuando Jacinto, tal vez balbuceante, reconoció algunos de los hechos, ella habría saltado: “¿Y tú cómo sabes que es tuyo? Como si la chica no tuviera otros pretendientes por ahí, seguro que los tiene, y ahora te quieren cargar el bombo a ti ¿no? Hacer un buen matrimonio a costa nuestra”. Jacinto, siempre influenciable por el carácter de su madre, habría de reconocer que no sabía que hubiera otros novios. “Eres tonto, hijo” pudo decirle, “te lo crees todo de esa mosquita muerta que sólo quiere cazarte. Pero yo lo resolveré. Para empezar no vuelvas por ahí y mañana mismo despido a Áurea. Esto se ha acabado”. Esto es lo que pudo suceder, a juicio del tribunal. Con las declaraciones inexistentes de la señora Arranz podría haberse aclarado su versión. El hecho de no presentarse en el juicio para descargar el peso de la acusación contra su hijo indica que se veía incapaz de defenderle. ¿Qué sucedió entre las dos mujeres cincuentonas, cada una de ellas defendiendo a su hijo o hija? Las palabras subieron de tono, alguna echó la mano en el moño de la otra, se zarandearon. Desideria afirmó que había sido su oponente la agresora pero lo más probable es que fuera al revés. La señora Arranz no necesitaba agredir a nadie para defenderse como señora de su calidad que era y en su propia casa. Presa de un agudo ataque de histeria gritó al parecer: “¡Socorro, que me matan!”. Entonces, como era habitual en ella cuando se le contradecía, cayó al suelo, como desmayada. Áurea, asustada, se arrodilló a su lado para socorrerla aparentemente mientras Desideria se apartaba en dirección a la puerta. Testigo privilegiado de los hechos fue Florencia Martín, la nueva joven que servía en la casa. Según su declaración, se encontraba a esas horas en el dormitorio de la señora haciendo la cama y ordenando la habitación. Al escuchar los gritos de su dueña entró en la sala justo cuando Jacinto abría violentamente una puerta de cristales que daba a su dormitorio. Allí se encontraba a medio vestir, con un revólver en la mano que había cogido precipitadamente creyendo que alguien agredía a su madre. ¿Sabía que las dos mujeres estaban discutiendo con su madre? Él afirmó que no, que se encontraba en cama porque andaba un poco “pachucho”. Creemos que la verdad pudiera ser otra. Como Siro, pensaría que aquello era cosa de mujeres, añadiendo el hecho de que su madre, que le había impuesto su voluntad, sabría defenderle del lío en que se había metido. Sin embargo, los gritos de socorro de la señora Arranz le alarmaron sobremanera. Cuando abrió la puerta dijo haber pensado que su madre estaba siendo agredida, ya que la veía tumbada en el suelo, con la muchacha encima de ella agarrándola, tal vez intentando que se recuperara. Entonces, ante los ojos asustados de la nueva criada, que lo vio todo, disparó sobre la figura que estaba sobre su madre. La bala entró limpiamente por el oído izquierdo de Áurea y salió por el derecho. La muchacha cayó sin decir una palabra en medio de un charco de sangre, la muerte fue instantánea. Al ruido Desideria salió corriendo y gritando escalera abajo llamando a su hijo Siro. Mientras tanto, todo el barrio se preguntaba qué había sido ese tiro, dónde había pasado, a quién habían herido o muerto. La noticia corrió como la pólvora: “¡Su señorito ha matado a la Áurea!”. Las verduleras, que sabían la historia del embarazo y asistían interesadas y curiosas al evento, nada inusual por otra parte y tan adecuado para las habladurías de la calle, se indignaron. Que la chica se hubiera visto abandonada lo hubieran llegado a entender, era algo posible en aquel tiempo y tonta había sido la chiquilla, pero que la mataran no. De ahí que fueran como leonas contra ese señorito que no solo deshonraba a la muchacha sino que además era capaz de acabar con su vida. Los hechos debieron suceder más o menos así. Algunos periódicos, cuando se celebró el juicio, se extrañaban de que un caso tal no hubiera tenido la repercusión popular de otros:
“El crimen presentaba para la pública curiosidad un aspecto distinto de los que a diario registra la crónica de sucesos. Recordamos que a raíz de producido se le rodeó de detalles emocionantes: amores ilícitos entre matador y víctima; ésta, encinta; una madre y un hermano do la infeliz, que antes de la desgracia pidieron reparación para la falta, y, por fin, la tragedia, con intervención tumultuaria del pueblo, que pretendió hacer justicia por sí mismo. No nos hemos explicado nunca por qué este proceso alcanzó tan escasa notoriedad” (El Imparcial, 2.2.1926, p. 3).
De todos modos, en aquellos días la atención del público se desplazaba hacia la hazaña del comandante Franco y sus compañeros que, a bordo del “Plus Ultra”, culminaban con éxito el vuelo Cabo Verde-Pernambuco, el primer vuelo transoceánico desde España hasta América. Sea mucha o poca en aquel tiempo, se dio información detallada del transcurso del juicio celebrado en febrero del año siguiente. Los hechos parecían claros al tribunal, la cuestión consistía en saber si el acusado efectivamente reconocía las relaciones íntimas con la fallecida, si se había comprometido privadamente con ella, si sabía que aquella mañana vendrían las dos mujeres a hablar con su madre. Un aspecto fundamental consistía en determinar por qué había disparado en una riña entre mujeres, si fue premeditado el homicidio o fruto de la obcecación y el arrebato, dos de los típicos atenuantes legales ante una muerte repentina. Poco pudo determinarse de Jacinto durante el juicio. Negó todo desde el principio, ante el escepticismo del tribunal, como en la sentencia resultó evidente. Insistió en que nunca había tenido relación con ella fuera del trato común y los saludos de cada día. Afirmó que era cierto que había visitado el pueblo de Mata de Cuéllar pero lo hizo con su madre poco después del verano, en un viaje que hicieron por la zona y tras la invitación de la familia de la muchacha. Que varios testigos del pueblo manifestaran haberle visto varias veces por allí no le hizo variar un ápice su declaración. Que Siro Gómez hablara de una conversación entre ellos, de hombre a hombre, donde Jacinto le había prometido cumplir con su responsabilidad para con su hermana, fue negado de forma tajante. Simplemente él no sabía nada del tema. Había adoptado el punto de vista de la madre y negaba haberse enterado de las pretensiones de Áurea y su madre hasta la víspera de aquel día de marzo, cuando le abordaron por la calle. Resultaba muy poco creíble pero permaneció fiel a esta versión durante el transcurso del juicio que, en todo caso, no llevó mucho tiempo puesto que en dos días habían pasado por el estrado todos los testigos y peritos. La cuestión de estos últimos fue relevante para definir la situación legal y la responsabilidad de Jacinto. Hubo un triste episodio que condicionó los informes recibidos por el tribunal. Poco antes de celebrarse la causa el acusador privado contratado por la familia, el abogado Río de Val enfermó. Era el encargado de presentar los peritos de la acusación y su repentina enfermedad, aún más su muerte durante el juicio, lo impidieron. Aunque el fiscal pidió un aplazamiento por esta causa el presidente del tribunal, señor Sáez, no se lo concedió. Los que fueron pues eran los de la defensa, todos en la línea de eximir de responsabilidad al acusado por motivos mentales, habida cuenta que su papel en el homicidio era evidente.
“Los peritos manifestaron que el procesado padece debilidad mental congénita o prematura; es un degenerado hereditario en su denominación de débil, no degenerado superior. Consideran al procesado como un sujeto peligroso en grado sumo, tanto para él como para la sociedad en que viva, debiendo ser recluido urgentemente en un manicomio” (El Heraldo de Madrid, 1.2.1926, p. 4).
El juez escuchó estos informes, probablemente con cierto escepticismo. Estaban llamados a ser determinantes para conseguir la eximente completa de responsabilidad del acusado pero incluso al propio defensor, señor Tordesillas, que les había llevado al estrado debió parecerle excesivo este informe. El juez les preguntó incluso si el hecho de que Jacinto se mordiera continuamente las uñas durante el juicio era un hecho relevante para determinar esa debilidad congénita mental. Al menos le respondieron acertadamente que no. La culpabilidad era obvia para todos. Lo que estaba en cuestión era el grado de responsabilidad y cuál la fórmula legal más adecuada para llegar a una sentencia lo más justa posible. Hubo dudas, alegatos y cambio en la petición fiscal, así como en la postura del defensor. El primero, señor Alonso, había empezado con la petición de doce años de prisión mayor por homicidio, seis meses por aborto y dos meses más por tenencia ilícita de arma. Ésta entendía inicialmente que la sentencia sería por homicidio (era algo irrebatible) pero con atenuantes referidos a la defensa de su madre y al miedo insuperable que le supuso la situación. A ello colaboraba la manifestación de Jacinto de no recordar siquiera si había disparado ni por qué lo hizo. El fiscal había dejado un resquicio a la defensa para admitir la atenuante de deficiencia mental. Fue por ello que el señor Tordesillas preparó informes contundentes de los peritos sobre esta cuestión. Ante la posibilidad de que se le declarara “no culpable” por la eximente de locura, el fiscal decidió cambiar su petición que permanecía igual en sus calificaciones pero abandonando la eximente por las deficiencias en el estado mental del acusado. Aducía para ello que éste había cursado materias facultativas con cierto aprovechamiento y que nadie de sus conocidos mencionaba ningún grado de deficiencia congénita. En vez de ello, proponía atenuantes como la obcecación y el arrebato, muy frecuentes en los juicios por motivos pasionales. El defensor rebatió brillantemente su argumento afirmando que, si la atenuante era la obcecación y el arrebato, tal como la proponía el fiscal, no se podía entender la acusación por aborto, ya que Jacinto no habría sido consciente de tal acción cuando tuvo lugar el homicidio. El tribunal, que asistía a estos cambios de postura en uno y en el otro, decidió por su cuenta a la luz de los hechos comprobados. Varios días después, el 7 de febrero, declaró que a Jacinto de Sosa Arranz le consideraban culpable de homicidio y aborto, aún sin propósito de cometer este último. No apreciaba ni siquiera parcialmente imbecilidad o locura, y por lo tanto se le condenaba a la pena de ocho años y cuatro meses de prisión mayor por el delito conjunto de homicidio y aborto, más los dos meses pedidos por el fiscal por tenencia de arma ilícita, a lo que habría que añadir diez mil pesetas de indemnización a la familia de la víctima. En todo ello se había tenido en cuenta una atenuante parcial de temor hacia el estado de su madre.
“Para hacer aplicación el Tribunal de dicha circunstancia la funda en que el procesado, al disparar el revólver y producir la muerte a Áurea, lo hizo creyendo en peligro la vida de su madre, víctima de una agresión ilegítima, sin haber tenido anterior participación en el hecho; no siendo racional el medio empleado para impedir o repeler la agresión de que creía fundadamente Jacinto de Sosa era víctima su madre, porque, dadas las circunstancias del caso, pudo hacer uso de otro medio más adecuado para contrarrestar la agresión y todo peligro para su madre, y al no realizarlo se excedió el procesado en el medio empleado para conseguirlo” (El Imparcial, 7.2.1926, p. 4).
Tras su condena saldría en libertad algunos años después pero su nombre desaparece de toda referencia y se pierde quizá en el mismo principal derecha de la calle Corredera Baja de San Pablo, junto a su madre ya anciana.
La Vereda del Cruce
En septiembre de 1925 volvería a la actualidad un suceso acaecido más de dos años antes. Aunque muchos crímenes por entonces quedaban impunes, la naturaleza del que vamos a describir en este capítulo no era especialmente llamativo, si bien algunos datos resultaban desconcertantes. En todo caso, su vuelta a la investigación activa del Juzgado tanto tiempo después, pese a la naturaleza modesta de la víctima, es una señal de que el pueblo y la justicia no perdían completamente la memoria de lo sucedido. El sábado 12 de mayo de 1923 el anciano Sebastián Moya, de 71 años, terminó su turno de vigilancia en la báscula automática sita en la plaza de España. Había obtenido ese trabajo después de toda la vida trabajando físicamente con dureza. Era un hombre de complexión grande, buena presencia, capaz de hacer la caminata desde el nuevo barrio del Progreso, en el término municipal de Carabanchel Bajo, hasta ese lugar tan céntrico. El trabajo en la báscula casi era innecesario, le habían dejado la máquina a su cargo casi por caridad, porque era viejo y quería añadir algo de peculio a su hogar. Sebastián vivía con dos hijos: José era zapatero y Santos panadero. Desde que enviudó mucho tiempo atrás vivía con ellos, los tres se organizaban bien en sus tareas. Para sus hijos el anciano no quería ser una carga. Por eso caminaba cada día desde su barrio, por la carretera de Carabanchel, siguiendo luego el paseo de San Isidro hasta alcanzar la plaza de España. Todo ello por un jornal diario de cuatro pesetas que se llevaba cada noche en el bolsillo de su chaleco. Era un hombre de costumbres fijas, metódico, de horarios muy regulares. A veces se permitía detenerse en una barbería donde se veía con algunos amigos pero le gustaba charlar solamente, nada de ir con ellos a la taberna, beber, emborracharse, como era tan habitual en la clase baja madrileña, sobre todo los fines de semana. Por eso su hijo Santos se extrañó porque no llegara a casa aquella noche de sábado. Eran las once y de su padre no había ni rastro, de manera que salió a su encuentro. Fue alejándose del barrio del Progreso en dirección a la carretera de Carabanchel. Para ello, abandonó el primero por la vereda que terminaba en el cruce con el segundo. Fue allí donde, entre la oscuridad de aquella noche de sábado, distinguió un bulto en el suelo. Alarmado se acercó comprobando que el hombre caído era su padre. Gritó llamando a algún sereno que anduviera cercano, pidiendo ayuda para que los vecinos acudieran. Casi inmediatamente sonó el característico silbato del vigilante nocturno, advertido poco antes por unas mujeres que pasaron sobre aquel hombre, aparentemente borracho, que yacía en la cuneta. Sebastián tenía los pies sobre la vereda, la cabeza en la cuneta. Se encontraba boca abajo cuando fue hallado, inconsciente pero aún con vida. Entre el hijo, el sereno y varios vecinos lo trasladaron corriendo hasta la casa de socorro más cercana, en el Matadero. Allí, además de limpiar las terribles heridas de la cabeza, poco podían hacer por él. Dieron aviso al Juzgado y el juez de instrucción Manuel de Lucas se presentó enseguida, junto al secretario y un médico. No hubo lugar para interrogar al herido, como era habitual. Éste permanecía inconsciente. Presentaba una herida contusa en la región occipital, otra en la superciliar derecha. Lo peor era la fractura completa del temporal y parietal hasta el punto de que era visible la masa encefálica. Fue trasladado al hospital general en un estado gravísimo, muriendo a las ocho de la tarde de aquel domingo tan desafortunado para él. Nadie se explicaba en ese momento qué había podido suceder. Se decía que el asesino debía estar acechándole conociendo el paso regular del anciano por la Vereda del Cruce, como se conocía aquel lugar. Desde luego, tenía la ropa desgarrada, el chaleco con todos los botones saltados, los bolsillos vueltos del revés. Pero ¿quién iba a matar a un anciano para robarle cuatro pesetas? No tenía mucho sentido, ni siquiera para la canalla que pululaba por los caminos madrileños, sobre todo en la oscuridad de la noche. Había otros datos que desconcertaban a la policía. Bajo el cuerpo, junto a la cabeza que debía haber sangrado mucho apenas se encontraba rastro de sangre. Los botones del chaleco, que habían sido arrancados en su totalidad, no se encontraron en las cercanías. Tampoco el objeto contundente, piedra o arma, que fuera utilizada en el asalto. Tal parecía que el cuerpo había sido trasladado hasta aquel lugar desde otro en que había resultado herido. Pero ¿quién podría haber hecho algo así y para qué? Se rumoreó que una banda de borrachos quizá se habían metido con el anciano, que éste se había resistido a darles sus modestas cuatro pesetas. Tal vez alguno le golpeó duramente y lo demás (el traslado, la simulación del robo) era un intento de borrar las pistas sobre lo allí sucedido en realidad. Situaciones de este tipo no eran inusuales. Los caminos estaban infestados de bandidos, borrachos, gente de mal vivir que te sacaba la navaja por robarte dos perras. Dos semanas después, cuando los periódicos iban abandonando el caso de la Vereda del Cruce, Leandro Gómez iba caminando por la carretera del Escorial camino de su domicilio, del mismo modo que lo había hecho Sebastián Moya días atrás. Se encontró a dos tipos, uno de los cuales le pidió fuego. Cuando sacaba una caja de cerillas el segundo se le echó encima sujetándole los brazos por detrás mientras el primero sacaba un revólver con el que le descerrajó tres tiros. Ninguno fue mortal y, tras ser atendido, Leandro pudo sobrevivir pero los ladrones se habían llevado 35 pesetas que llevaba encima y una cartilla del Monte de Piedad. Al día siguiente de suceder este hecho se informaba que en pleno Madrid, frente al portal 96 de la calle de Bravo Murillo, un transeúnte encontraba por la noche a un hombre gravemente herido sobre un charco de sangre. Llevado hasta la casa de socorro más próxima se le halló un fuerte golpe en la cabeza que le había ocasionado una herida en forma de estrella. En estado gravísimo, fue trasladado al hospital de Princesa. No eran, por tanto, un caso extraño. Naturalmente, si concluía en la muerte de la víctima el asalto era más grave y alarmaba más a la población, como en el caso de Sebastián Moya. En todo caso, salvo enemistades personales, riñas públicas, reyertas por deudas o por borracheras que daban paso a desafíos, situaciones bien frecuentes cada noche, un robo como el de la Vereda del Cruce era muy difícil de resolver. La víctima parecía aleatoria en este caso, el botín ínfimo. Todo apuntaba a un borracho, a un maleante cualquiera que pasaba por ahí y encontró la ocasión de aligerarle la cartera al anciano. Pero gente de mal vivir había mucha en Madrid, los descampados no eran seguros en modo alguno, en ellos podía suceder cualquier cosa. Por ese motivo no era extraño que todos los hombres llevaran una navaja encima para defenderse si era preciso. A los pocos días del suceso el interés declinó. Se informó de que se había detenido a dos hombres, poco menos que vagabundos, todo porque habían dicho que estaban en un sitio cuando no lo estaban, nada de importancia. Salieron en libertad a los pocos días por carecerse de pruebas contra ellos. El asunto quedó reducido a una nota en las últimas páginas de algún diario hasta que quedó como un crimen sin resolver, uno más en la larga lista que acumulaba la policía madrileña por entonces. Nadie podía imaginar que el asunto saliera a la luz de nuevo y con redoblado interés más de dos años después. El 1 de septiembre de 1925 se supo que la policía había detenido a Fernando Rufiange, alias el Chapurra, como posible testigo o participante en el crimen, no se supo con exactitud en esa fecha. ¿Quién era este hombre de mala catadura, según su retrato aparecido en el Heraldo, y por qué le detenían en relación a este crimen? La denuncia en torno a él había partido de uno de los hijos de la víctima: Santos Moya, el panadero. Como es natural, él no había olvidado lo sucedido. Supo que el Chapurra hablaba mucho de aquel crimen. Dado que también trabajaba en el gremio de panaderos (empleado en un negocio de la carretera de Extremadura) se conocían, incluso el último le preguntó a Santos dos años atrás:
“Por aquéllos días Fernando se encontró con Santos Moya, a quien preguntó: -¿Se sabe algo de lo de tu padre? La contestación fue negativa. "El Chapurra", entonces comentó: -Es imposible quo aparezca el criminal, no ha dejado rastro alguno” (El Heraldo de Madrid, 1.9.1925, p. 2).
El testimonio no es que resultara especialmente incriminatorio. Lo curioso es que, enfrentado a él, el Chapurra lo negó por completo, como negaría cualquier participación en los hechos o testimonios posteriores. Pero estos se acumulaban. Una de sus amantes en aquel tiempo manifestó al juez que Rufiange le habló del crimen al día siguiente de producirse, “parecía obsesionado con él, no paraba de darme detalles” añadió. Nicasio Gómez, que le acompañaba a veces a tomar unos vinos, también manifestó que el detenido le habló en muchas ocasiones de la muerte de Sebastián Moya. Añadía entonces que había pasado por la Vereda aquella noche, había visto el cuerpo y, creyéndolo borracho, le había dado un puntapié. El Chapurra, ante la policía, negaba una y otra vez lo que decía la amante y lo que afirmaba Nicasio. Según él, no sabían de qué hablaban. No había ido por la Vereda aquella noche, no le dijo nada a la testigo, tampoco a Nicasio. En suma, él no sabía nada de nada. Los periódicos empezaron a fijarse, particularmente “La Libertad”, que vertía una serie de comentarios acuciando a la Justicia para que comprobara las negativas de aquel rufián.
“«El Chapurra» tiene fama de pendenciero, de borracho y de valiente. Sin duda este oficio peligroso tiene sus quiebras. No se puede ser valiente sin demostrarlo de una manera práctica, que siempre cae en los linderos del Código penal. Fernando habló demasiado en el intervalo transcurrido desde la fecha del crimen hasta la denuncia presentada por Santos Moya, hijo del asesinado. ¿Es el autor? Esto no podemos asegurarlo. Jamás denunciaremos a nadie, por un principio de hidalguía elemental. Nos son respetables todas las honras ajenas; pero estamos obligados a servir el interés del público. Y en este caso se trata de un crimen impune, que moralmente considerado nos obliga a poner de nuestra parte toda la necesaria atención para que no quede impune” (La Libertad, 2.9.1925, p. 3).
Era cierto que el sujeto era uno de tantos que bordeaba el mal vivir, uno de los que denominaban “majos” o “valientes” porque no se arredraba ante nada, capaz de sacarte la navaja por una mala mirada, una discusión. Nicasio Gómez afirmaba que también era un ladrón.
“Relató Nicasio un suceso ocurrido hace seis o siete años en una panadería de la carretera de Extremadura, en el que no intervinieron las autoridades porque no fue denunciado el hecho. Nicasio, que figuraba como encargado en el establecimiento, fue sorprendido por cinco hombres enmascarados que iban a robar. Cogió un cuchillo y amenazó con él al que tenía más cerca; pero el enmascarado sacó un revólver y le intimó para que se rindiese. Nicasio, despavorido, tiró el cuchillo y entonces le dio al ladrón dos tremendas bofetadas. Pues bien; Nicasio asegura que el Chapurra fue el enmascarado a quien abofeteó, y que más de una vez, echándoselas de guapo, le ha dicho: —¡Ya sabes que te he perdonado la vida!” (El Heraldo de Madrid, 1.9.1925, p. 2).
Desde luego, estos compañeros de taberna no parecían especialmente bien avenidos. Los testimonios se iban acumulando pero resultaban indirectos, no tenían el valor de prueba. Al mismo tiempo, la fiabilidad de los testigos era cuestionable. La amante, olvidada hacía mucho tiempo, bien podía haber dicho aquello como una forma de vengar su abandono. Por otro lado, llamado el dueño de la panadería donde trabajaba Fernando Rufiange, un hombre formal y bien establecido, manifestó que el Chapurra era un buen trabajador, algo que según lo que sabía no podía decirse de su acusador Nicasio, al que describió como “un borracho habitual y una mala persona”. Quedaban las afirmaciones de Santos Moya, que insistía en lo que le habían dicho (pero que nadie ratificaba) de la presencia del Chapurra en la escena del crimen. Afirmaba también que éste le eludía constantemente, a pesar de que Santos presidía un sindicato católico de panaderos al que pertenecía Rufiange. Cuando indagó por qué no acudía a las reuniones sindicales, le habían dicho que el Chapurra nunca iría por no encontrarse con él, sin que supiera que mediara enfrentamiento alguno entre ambos. No eran pruebas suficientes para obligarle a confesar. El haberse encerrado en negativas revelaba su actitud de rechazo a toda indagación policial pero eso era algo muy habitual en la clase baja madrileña, que veía mal a la policía, con un abierto rechazo a colaborar con ella. “La Libertad”, que siguió pidiendo en un par de ejemplares que se indagara más sobre el caso, abandonó también las sospechas sobre el Chapurra pero abriéndolas a otras posibilidades que, en su opinión, fueron abandonadas demasiado pronto en 1923. La más creíble era la que descansaba sobre la persona de Benigno, conocido como “el Gallego”. Era maestro de obras y se encargaba de organizar el trabajo en la construcción de diversas casas en Madrid. Solía pasar por la misma Vereda por la tarde o noche bien provisto de la recaudación del día. En concreto, aquel sábado había atravesado la misma zona media hora antes de que lo hiciera Sebastián Moya. Eran de parecida complexión, aunque Benigno resultaba más joven. En todo caso, el ladrón y asesino bien pudo confundirlos y los destrozos encontrados en la ropa, los bolsillos vueltos del revés, eran intentos desesperados por encontrar el dinero que se suponía que llevaba el caminante. ¿Era eso lo que había sucedido en realidad? ¿Había muerto Sebastián Moya porque su asesino le confundió con Benigno? Salió entonces a relucir Conrado Sobrino, que había sido detenido durante algunos días con ocasión del crimen, sin que el juez encontrara contra él pruebas incriminatorias. Los comentarios del diario sacaban a la luz que la posibilidad de dicha confusión ya había sido tenida en cuenta. En efecto, Conrado Sobrino trabajaba también en la construcción. Con ocasión de algunos negocios en que Benigno le adelantó al contratarlos, el sospechoso le había amenazado diciendo que acabaría con él. Pero Conrado no había estado por aquella parte de la ciudad esa noche, había testigos que le situaban lejos de la zona. Así que esa prometedora pista también se esfumaba. Tan solo se recordó a dos detenidos más de aquellos días. Uno era Antonio Fernández “el Monago”, un sujeto de pésimos antecedentes, vendedor ambulante, que dijo estar en otro lugar aquella noche y luego se comprobó que no era así. La policía parecía estar en el buen camino porque se le había encontrado una prueba que parecía concluyente: las zapatillas estaban ensangrentadas. Días después los expertos comprobaron que simplemente era pintura. Los vecinos de aquella parte de Madrid indicaron a la policía que aquella misma tarde habían visto a un hombre dando vueltas por un sembrado cercano. Personados en la zona al día siguiente del crimen, los agentes detuvieron a Mariano Martín, que estaba recorriendo el sembrado de un lado a otro. Dijo estar buscando cinco duros que había perdido el día anterior, cuando se acostó entre las espigas a echar un sueño. No era de mal vivir, manifestó muy indignado, puesto que trabajaba como obrero en el Cerro del Moro. Personada allí la policía comprobó que entre los obreros nadie figuraba con ese nombre y que los que allí estaban decían no conocer a un trabajador con esas señas. Es de suponer que el rechazo, la negativa y el engaño eran las reacciones habituales de la clase baja madrileña hacia la policía. En todo caso, tampoco se disponía de prueba alguna contra él. De manera que abruptamente, cuatro días después de la detención del Chapurra, los periódicos abandonaron finalmente toda referencia y el caso, como tantos otros, quedó sin resolver.
El disparo imposible
Hace algo más de diez años llegué a Barcelona por primera vez. A la mañana siguiente, antes de quedar con unos amigos del lugar, paseé solo por las Ramblas y las calles aledañas hasta la orilla del mar. Lo miraba todo con abierta curiosidad y simpatía, empezaba a darme cuenta del atractivo de esta ciudad variada, cosmopolita y llena de encanto. En uno de los virajes con los que intentaba llegar hasta el barrio Gótico y la catedral, me interné por unas calles sumamente estrechas. Las fachadas aparecían desconchadas en no pocas ocasiones, había pintadas en las paredes, persianas destartaladas en algunos balcones, en ocasiones a punto de desprenderse. Vi bastante población inmigrante, gente oscura que no me prestaba atención, muchachas que caminaban con sus perros, jóvenes que pasaban en moto dando vueltas por las estrechas esquinas. Cuando describí la extrañeza que sentía hacia ese barrio tan céntrico y que se antojaba abandonado, mis amigos me comentaron que había paseado sin darme cuenta por el célebre barrio chino barcelonés, donde en otro tiempo trabajaban tantas muchachas venidas de lejos en la prostitución y que ahora estaba siendo ocupado por inmigrantes. Tal vez en alguna de esas callecitas estrechas me topé sin saberlo con el Pasaje de Escudillers. Aparece este lugar en una, dos y hasta tres ocasiones de la crónica negra en la ciudad. En mayo de 1996 un hombre pakistaní de 39 años fue arrojado por una ventana del número 3 por dos hombres con los que estaba discutiendo, tal vez por cuestiones de droga o un negocio que había salido mal. Los asesinos escaparon en un coche inmediatamente pero serían apresados días después. Si retrocedemos encontramos un terrible suceso que tuvo lugar el 13 de enero de 1986. En el número 7 de este pasaje vivían José Burgueño, su esposa Dolores Sánchez con su hijo José. La pareja llevaba una vida irregular dedicándose a la venta ambulante y lo que pillaban. Discutían a gritos, muchas veces borrachos, pero quizá no fuera una situación inusual en esa barriada. En una de estas discusiones se les fue la mano. El hombre contaría luego que ella le amenazó con un cuchillo de cocina. Él se lo arrebató y la cosió a puñaladas hasta matarla. Luego llevó el cadáver hasta la bañera para descuartizarla con un serrucho repartiéndola en varias bolsas de basura. Distribuyó el cadáver de su mujer en varios contenedores de las Ramblas con la ayuda de su hijo, que habría de enfrentarse al cargo de encubridor. Cuando se encontraron restos humanos en la zona la policía hizo un rastreo hasta encontrar manchas de sangre en el mismo portal de la casa. El asesino había limpiado el piso con sulfamán pero no se había dado cuenta que iba dejando un rastro hasta el contenedor donde depositó su macabra carga. El Pasaje de Escudillers, como vemos, tiene sobre sí una historia criminal. Sin embargo, no hablaremos de estos casos recientes ni de ningún otro que se resolviera con más o menos facilidad, sino de otro que habría de atraer la atención del público barcelonés durante nueve meses. Daría lugar a numerosos artículos periodísticos, polémicas, rumores malintencionados, acusaciones veladas, desconcierto entre jueces y policías. El viernes 21 de agosto de 1925 una jovencita entre los 16 y los 17 años subió por las escaleras del número 1 de este pasaje. Pidió un papel a una vecina para escribir una nota, según dijo, nada de importancia, cosas que debía recordar. Luego se asomó al terrado o azotea del edificio. Debió caminar por él, subirse a la cornisa de cuarenta centímetros de altura. Luego saltó para estrellarse en la calle, cinco pisos más abajo. Un soldado que pasaba por la zona fue el primero en darse cuenta del impacto, acudir en su auxilio. “Aún estaba con vida” declaró, “pero cuando la llevaba hasta la casa de socorro murió”. Al día siguiente apenas salió una nota en los periódicos, pocas líneas para informar que una muchacha de la que ni siquiera se sabía bien el nombre, se había suicidado arrojándose desde una azotea. “Se cree que obedece a cuestiones amorosas” añadían. Por desgracia, no era nada inusual en un tiempo donde estos sucesos no se ocultaban con cierto pudor como hoy. Las crónicas periodísticas están llenas de atropellos (no existían semáforos ni educación vial), timos, reyertas en la puerta de una taberna, crímenes pasionales. No era infrecuente que una chica se matara porque sus padres no la permitían casarse con quien quería o había sido abandonada y no conseguía al hombre que deseaba. En estos casos, era rutinario realizar la autopsia. En ese momento surgió el caso de Dolores Bernabéu, que así se llamaba la muchacha. Los médicos habrían de hacer una segunda autopsia antes de exhumarla porque el juez les obligó a ello, completamente perplejo ante la situación creada. Porque el cadáver de la suicida presentaba un disparo que, penetrando por la espalda en la región escapular (lo que es la paletilla derecha), había atravesado un pulmón y había alcanzado el esófago. La bala no había atravesado el cuerpo pero tampoco se encontraba en él. De repente, un rutinario caso de suicidio se transformaba en uno de posible asesinato. ¿Qué había sucedido exactamente? El juez de instrucción al que correspondió el caso, señor Páramo, habría de investigar junto al jefe de policía Hernández Malillos a lo largo de meses en una instrucción que terminó siendo una pesadilla para ambos. De repente, unos vecinos que habían contestado de forma rutinaria un día, se vieron asaltados con muchas más preguntas al día siguiente, teniendo la obligación de presentarse ante el juez dando su testimonio. Desde el principio, todo había parecido muy claro. Los hechos sucedieron sobre las diez y media de la noche. La víctima subió por las escaleras después de haber comprado en una droguería cercana un producto raticida. “Iba cantando, alegre” dijo una vecina que se cruzó con ella, otra a la que pidió un papel “para escribir algo”. Eso no quiere decir nada. Se sabe que los suicidas adoptan muchas veces un tono relajado y tranquilo, si no alegre, cuando ya han decidido acabar con su vida. El portero vivía en unas habitaciones junto al terrado. Oyó que alguien andaba por allí esa noche, no le dio importancia. Inmediatamente, escuchó gritos en la calle. Cuando la policía acudió al día siguiente de forma rutinaria, sin saber aún cuánto más habría de investigar, entraron con la vecina del papel en las habitaciones donde vivía la muchacha. Allí, en una bombonera que les señaló dicha vecina, encontraron un breve escrito: “No se culpe a nadie de mi muerte”. Aquel suicidio era de libro, debieron pensar. Por la noche, cuando se hubo realizado la primera autopsia y el juez se encontró el informe sobre la mesa, debió mirarlo con absoluta extrañeza. Los dos policías destinados a revisar el caso sobre el terreno no habían dejado lugar a dudas: la chica se había suicidado. Entró en sus habitaciones, escribió la nota, salió a la azotea y se tiró. Incluso habían revisado concienzudamente el terrado, como habría de hacer el mismo juez días después: ni una marca de lucha ni de forcejeo, tan solo una pequeña desconchadura en la cornisa a la que se había subido Dolores antes de tirarse. ¿Pero cómo puede alguien que va a suicidarse recibir en el último momento un disparo mortal de necesidad? Porque si le hubieran disparado antes no habría podido subirse a aquella cornisa ni tirarse, hubiera quedado tendida en medio de un charco de sangre. Pero si se tiró ¿cómo pudo llegar a la calle con un disparo así? El misterio de una situación tan contradictoria cautivó la atención del público barcelonés de la época. Los periódicos habrían de dar lugar a todo tipo de conjeturas ante la desorientación de los investigadores.
“El juez, Sr. Páramo, salía del despacho del fiscal de la Audiencia, le rogamos que tuviera la bondad de facilitarnos algunas noticias respecto a la misteriosa muerte de la joven Dolores Bernabéu. —De buena gana lo haría —nos contestó—; pero es el caso que no puedo decirles nada, porque nada hay de nuevo. Todo está igual; sigue todo tan enmarañado como ayer. Lo cierto es que a Dolores le hicieron un disparo por la espalda mortal de necesidad; pero hasta ahora no se ha podido averiguar quién sea el autor del disparo. Cuanto sobre esto se diga no deja de ser fantasía pura. Créanme ustedes: el juez no lo sabe, y si ustedes saben algo, dígamenlo y se lo agradeceré, pues contribuirán al esclarecimiento de un suceso sin precedentes en mi carrera. No me he encontrado nunca ante un caso semejante” (El Sol, 28.8.1925, p. 8).
Cuando el señor Páramo decía estas palabras aún seguía barajando la hipótesis inicial en lo que era secundado por un periódico tan respetable como “La Vanguardia”. El disparo había tenido lugar con la chica subida sobre la cornisa, a punto de tirarse. ¿Pero qué justificaría que alguien hiciera tal cosa? La explicación del juez era simple: la confundieron, en las tinieblas de la noche, con un ladrón, disparándola desde una terraza cercana justo cuando estaba a punto de tirarse. “O eso” venía a decir “o un disparo casual”. Si la primera explicación ya era bastante discutible, la posibilidad de un disparo que se le escape a alguien casualmente, que impacte justo con una persona asomada a una cornisa cuando se va a tirar a la calle, resultaba inimaginable. Algunos diarios sugirieron incluso que el autor del disparo lo hubiera efectuado para disuadir a la chica de tirarse, al percibir su intención. Era difícil que esta idea prosperara, el buen vecino que disparaba de forma tan certera para detener acciones suicidas quedaba descartado. Al cabo de una semana de seguir esta hipótesis, el juez ya empezaba a dar signos de desconcierto porque le era imposible probarla. Se examinó el lugar a conciencia, hay alguna foto incluso del juez y el jefe de policía junto a alguna vecina visitando el terrado, asomándose a la cornisa, comprobando ángulos posibles. Se delimitó que, según la trayectoria supuesta de la bala, solo un conjunto de azoteas vecinas podían ser el origen del disparo. Se interrogó a los vecinos de las mismas sin que nadie admitiera haberlo efectuado ni tener conocimiento de quién lo hubiera hecho. “Claro”, se pensaba, “ahora nadie quiere meterse en líos pero alguien tuvo que ser”. Unos días después algunos reporteros opinaban de forma contraria. En concreto, un joven periodista y crítico teatral, Adolfo Marsillach, padre del conocido actor, opinaba:
“Para el juez que entiende en el sumario, Lola fue herida por alguien que, desde otro terrado, la hizo un disparo en el instante mismo de salvar la baranda de la azotea para matarse. Todo es posible en este mundo, y más estupendas cosas se han visto; pero cuesta trabajo creer que a las once de la noche haya quien ande por los terrados, pistola en mano, y dispare contra las personas que se le pongan a tiro, como quien caza pájaros con escopeta” (El Imparcial, 3.9.1925, p. 3).
Ciertamente, todo resultaba inverosímil, máxime cuando el juez había puesto todo su empeño durante aquella semana en probar esta hipótesis sin conseguirlo. De hecho, los vecinos declararon no haber escuchado ningún disparo aquella noche antes de que Dolores saltara. Se dijo que era difícil que prestaran atención porque en aquel barrio no era extraño que tiraran cohetes para celebrar cualquier cosa. De todos modos, ya que no hubo cohetería aquella noche era difícil imaginar que nadie escuchara nada. Se hicieron pruebas, se volvió a aquellas condiciones nocturnas y los agentes de policía dispararon. Nadie escuchaba nada. ¿Realmente no oían los disparos o no querían oírlos? podría pensarse. En aquel barrio chino lo que menos se deseaba era colaborar con la policía, a fin de cuentas. Si dijeses que habías oído algo, ya tenías que estar declarando y, si la policía creyese que escondías algo, te veías en la cárcel hasta que cantaras lo que era cierto o lo que ellos deseaban oír. Así que era mejor negarlo todo: no escuchamos nada, no supimos nada, no notamos nada. El juez no podía probar que se disparara en las circunstancias que suponía, de ahí su desconcierto. Mientras tanto el tema y su misterio estaban en el candelero y los periódicos tenían que vender ejemplares con el pregón de las novedades sobre el caso, que los lectores esperaban expectantes. Era necesario hablar de algo y, si no había noticias, se recogerían rumores que de ellos estaba bien sembrado el vecindario cuando las autoridades no daban con el quid de la cuestión. Así que, formalmente primero, los diarios empezaron a indagar sobre la vida de Dolores Bernabéu. Con ello se tuvieron los ecos de un mal vivir que por entonces era asunto cotidiano para muchas jóvenes pobres. Su padre era peón, un hombre inculto, zafio, de pocas palabras. Dijo que Dolores se había ido de casa hacía dos años, que se dedicó a la mala vida pero que, cuando llegó arrepentida, la volvió a acoger. No obstante, la situación no duró mucho porque volvió a irse para dedicarse al vicio y las malas costumbres. Hasta ahí la versión del padre, exculpándose de todo. Los hijos, ya se sabía, eran una carga para una familia pobre, y más una hija que no servía más que para causar problemas. Sin embargo, otros diarios recogieron otras informaciones. Uno decía que, con catorce años, Dolores había estado con su primer hombre. Cuando el padre se enteró lo único que reclamó es el dinero que le había dado por el servicio. Se fue de casa a raíz de aquello. Es de suponer que pensaría en ganar el dinero para ella y no para su padre, que era un rufián. De manera que una vieja la acogió pero siguió trabajando en lo mismo, dando satisfacción a hombres que venían cada noche hasta la cama que la vieja le había proporcionado a cambio de una parte de las ganancias. Ella, mientras tanto, soñaba con hacer carrera en el music-hall, pasear de vedette por el Paralelo barcelonés: el Edén, el Lion d’Or, el Excelsior. Todo un mundo de lujo, bailar toda la noche el shimmy, el foxtrot, con clientes de dinero, gente de buena posición que le pusieran un piso para permitirse los caprichos que quisiera. Incluso por la noche, eso decían quienes la conocieron, soñaba con marchar a París y triunfar allí. A fin de cuentas, su hermana mayor Virginia ya había hecho tal camino antes que ella, aunque no como vedette del Moulin Rouge precisamente, sino arrastrando una vida desamparada por las calles parisinas. Cuando acababa de cumplir dieciséis años conoció a un hombre, Conrado Maynou. Por entonces este hombre ya no tan joven llevaba viviendo varios años con su hermana Virginia, la que luego marcharía a París. En su casa acogerían no pocas veces a Dolores hasta que a él le gustó así como era, tan joven, o vio la oportunidad de explotarla en vez de aquella vieja repugnante. El caso es que dejó a la hermana mayor que, encorajinada, tomó el rumbo de Francia, y le dijo a Dolores que se fuera a vivir con él a unas habitaciones que le alquilaba un amigo en el Pasaje de Escudillers. Allá se fueron unos meses antes del suceso de que aquí hablamos. Conrado no era sospechoso del asesinato de su novia, habida cuenta que dos días antes había sido encarcelado acusado de estafa. Al parecer, junto a otros amigos, tal vez incluyendo en la operación a Dolores, habían estado en Mallorca donde abrieron locales en Palma y Manacor, al objeto de iniciar una estafa que les reportaría 50.000 pesetas pero de la que salieron huyendo de la policía. Cuando los cómplices supieron que le habían atrapado, varios de ellos salieron por piernas incluso del país: el más significado, Federico Roca, se había fugado a Suiza, por ejemplo. Otro, Joaquín Soler, fue encerrado entre rejas con prontitud, no tuvo tiempo de escapar. El juez consideraba que no estaban implicados en la muerte de la muchacha pero sí, desde luego, en la estafa de que eran acusados desde el Juzgado de Mallorca. Mientras Conrado desgranaba ayes ante los periodistas desde su celda, fingiendo un gran amor por Dolores, se supo que poco antes de que la policía le atrapara le había dicho que su relación había acabado. De hecho, cuando su pareja fue detenida, la quisieron echar de la casa por no disponer de dinero. Sólo la intervención de Conrado a través de un amigo permitió que ella se quedara. Seguía soñando con huir lejos, marchar a París a casa de su hermana Virginia pero ésta, como manifestó ante el juez, no quería saber nada de esa zorra que le había quitado a su hombre. De manera que su situación empezaba a ser desesperada: sola, sin dinero, sin posibilidad de escapar ni cumplir ninguno de sus sueños, rechazada por el hombre al que se había unido, poco parecía retenerla. Toda esta historia desembocaba en hacer de su suicidio algo creíble, darle un motivo para quitarse la vida. Pero entonces volvía de nuevo la pregunta inicial. En esas circunstancias, si el suicidio era comprensible, si se había subido a la cornisa para consumarlo ¿quién la disparó? El juez se desesperaba mientras surgían rumores de todo tipo entre los periódicos de Barcelona y de Madrid. Pidió informes a la Academia de Ciencias para que le aclarasen si aquella noche la luna permitía distinguir una silueta sobre el terrado de aquella casa, se reunía con los médicos una y otra vez intentando determinar el arma empleada. Unos incluso dudaban de que, en vez de pistola, no se hubiera empleado un arma blanca para hacer la herida. Los peritos se peleaban entre sí, el juez se indignaba con ellos. Unos decían que el disparo se había efectuado a gran distancia, otros que no. El caos llegó cuando se trajeron las ropas de la fallecida y se colocaron sobre un maniquí con la misma forma y figura. Ahora resultaba que los agujeros de bala en el vestido y en el cuerpo no coincidían ¿cómo podía ser eso? ¿eran tan torpes esos peritos o es que alguien la había asesinado, cambiado de ropa y hecho los agujeros sin prestar atención a la coincidencia necesaria? Mientras tanto, algún periódico afirmaba que aquello era un asesinato. La habían matado y luego arrojado el cuerpo por la azotea. Era una hipótesis plausible, tal como iban las cosas. Pero había mucha fantasía en ella para intentar adornarla. “La Vanguardia”, que seguía fiel al supuesto de suicidio más homicidio por las terrazas, la criticaba con dureza fijándose en esos detalles. Según los partidarios del asesinato el cuerpo se había encontrado demasiado distante de la vertical de la cornisa, señal de que alguien había arrojado el cuerpo lo más lejos posible. Los contrarios se burlaban: La hipótesis del suicidio es más coherente, en su lanzamiento parabólico, para justificar la lejanía de la vertical. En caso de arrojar un cuerpo muerto, habría caído precisamente más cerca de la propia fachada. “No se arroja un cadáver como si fuera una pelota” afirmaban. Luego estaba aquel testimonio de un empleado de la casa de socorro. Sostenía que aquella noche un joven de pantalón blanco había llegado muy nervioso hasta el lugar. Preguntó si habían traído a una muchacha que se había lanzado desde un terrado, si aún vivía para declarar. Le dijeron que no había nadie así pero a los pocos minutos, precisamente, llegó aquel militar cargando con el cuerpo de Dolores. Al comprobar el del pantalón blanco que estaba muerta y no podría declarar, pareció dar un suspiro de alivio y se alejó sin decir nada más. Muy bien, preguntaba el reportero de la Vanguardia. ¿Dónde está ese hombre del pantalón banco? Nadie lo sabe. ¿Dónde está el testigo que ha afirmado toda la escena anterior? No parece existir, el juez no lo encuentra. Cuando no existen noticias, se inventan, viene a concluir.
“Lo que sí diremos es que el deseo muy natural y loable de satisfacer el interés del público y aumentar la venta, no justifica que en vez de escribir relatos más o menos adornados, de hechos, se pergeñen absurdos folletines donde se acogen rumores desprovistos de verosimilitud, se estampen versiones puramente fantásticas, que, antes que auxiliar, entorpecen la acción de la justicia, y, sobre la base de manifestaciones ambiguas de testigos recusables, se forjen hipótesis descabelladas e incluso se vulneren las leyes de la mecánica. Francamente, creemos que por mucha que sea la credulidad del público y su avidez de emociones fuertes, al fin habrá de llamarse a engaño, si, como cabe en lo posible, no hay tal asesinato” (La Vanguardia, 4.9.1925, p. 6).
Todo esto nos lleva al rumor más persistente que recorrió los mentideros de Barcelona e incluso se abrió paso decididamente y con grandes vaguedades en las páginas de los diarios. Es la hipótesis de la francachela. Según ella, los hechos sucedieron de forma muy diferente a la que propugnaba el juez. Aquella noche se habían reunido en las habitaciones de Dolores varios amigos de Conrado y ella, algunos incluso de los implicados en la estafa. Empezaba el fin de semana y se trajeron botellas, alguien sacó una guitarra. Algunos cantaban, todos empinaban el codo, empezaron a correrse la gran juerga. Uno de ellos, especialmente avispado por el alcohol, sacó un revólver para presumir de él, mostrándolo, haciendo como que disparaba al techo, riendo y empinando el codo. En un momento determinado Dolores se había cansado de aquello y dijo que se retiraba a su dormitorio. Cuando caminaba hacia él de espaldas a la concurrencia, al gracioso se le disparó un tiro y la muchacha cayó de bruces sin soltar un grito. Estaba muerta. Consternación, nervios, algunos se preguntaron cómo hacer para ocultar el cadáver, no verse metidos en más líos de los que andaban. Una muerte entre canallas, como eran ellos, habría de terminar con todos en la cárcel y los policías interrogándolos duramente. Alguien propuso que simularan un suicidio, que la arrojaran desde el terrado y así hicieron. Llevaron su cuerpo hasta la cornisa y lo arrojaron, dispersándose a continuación. ¿Pudieron suceder así las cosas? Desde la distancia de los años, creemos que sí. No hay otra forma de justificar lo sucedido de una manera coherente y verosímil. Pero desde luego, esta hipótesis hace surgir algunas preguntas. ¿Por qué los vecinos no declararon nada de todo esto? Una francachela tal tenía que haber sido ruidosa. Pero se da el caso de que el dueño de la casa, uno de los implicados en la reunión, era amigo de Conrado Maynou. Estaba en la mejor situación para imponer a todos la misma versión: no habían oído nada, no sabían nada. ¿Y la nota de suicidio? Si los hechos fueran estos la nota no podía haber sido escrita por Dolores. Ya era sospechoso, decían algunos diarios, que la suicida no la llevara encima al tirarse, como era lo usual. ¿Por qué fue a dejarla en una bombonera dentro de su habitación? ¿Por qué la policía no la encontró hasta el día siguiente y a instancias de la vecina que dijo haberle dado el papel, casualmente la mujer del dueño de la casa? ¿Cómo sabía ella que había que buscar ahí? El juez, que finalmente no descartaba nada, indagó sobre la fiabilidad de esa nota y la escritura de Dolores. Nadie conocía cómo era en realidad. De hecho, unos opinaban que no sabía escribir, otros que sí, incluso un vecino que manifestó haberla enseñado un poco decía que sólo sabía realizar algunos palotes, nada tan elaborado como ese mensaje. El señor Páramo no descansaba en busca de pruebas ciertas. Mandó que los peritos calígrafos fueran hasta el Monte de Piedad donde Dolores había abierto una cartilla en otro tiempo (que ahora estaba casi vacía) pero donde había estampado su firma. Tras una labor ímproba (hubo de buscarse entre 1.800 existentes sin identificar en los libros del Monte) los mencionados peritos no se pusieron de acuerdo: a unos les parecía que sí coincidía, a otros que no. No hubo forma de concluir en quién había escrito la nota de suicidio. De todos modos, lo que alarmó al juez y las autoridades, incluso parece que trajo hasta el Juzgado al fiscal general del Estado desde Madrid, no fue la hipótesis en sí sino los rumores a que dio lugar. El pueblo llano sospecha de los poderosos en un suceso oscuro como éste. De manera que empezó a propalarse la noticia de que el autor del disparo no era cualquiera sino alguien importante. Unos hablaban de la amante de un hombre principal, otros decían que ese mismo hombre importante en persona, adepto a las juergas etílicas en los bajos fondos de la ciudad. Lo único que ha llegado hasta nosotros es el hecho de que un jefe y oficial del ejército en Cataluña estaba en boca de muchos. Fue por ello que en octubre acudió al capital general de la región solicitando que se realizara una investigación para determinar quiénes eran los calumniadores y castigarlos. Su interlocutor le dijo que no podían interferir en las investigaciones realizadas en el orden civil. Entonces el interesado solicitó pedir declarar ante el señor Páramo, cosa a la que tampoco accedió el capitán general. Al hacerse público este tenso diálogo el interesado es de suponer que se consideraría reivindicado ante la opinión pública. En todo caso, se debía a la disciplina del ejército. Creemos que esta referencia al personaje importante añadía morbo a la situación, algo que gustaba a la maledicencia de la clase pobre, que pensaba que a los poderosos siempre se los protege, y al tiempo permitía a los periódicos vender más ejemplares en las calles. Alguien se alarmó ante estos rumores. El fiscal general, en su visita a Barcelona, cuando saludó al juez Páramo, dijo que lo había hecho por cortesía y amistad, que él no interfería con las investigaciones en curso porque para eso tenía al señor Gargallo, el fiscal de la causa y representante suyo. Lo cierto es que el juez tomó cartas en el asunto y llamó a capítulo a los redactores de varios periódicos: “El Progreso”, “El Día Gráfico” y “La Noche”. Tuvieron que presentarse, responder a las preguntas incisivas del señor Páramo para que justificaran las insinuaciones vertidas de que “el hijo de una persona muy conocida” había participado en la francachela y era el autor del disparo. A partir de ese momento, el 16 de septiembre, las noticias disminuyen como por ensalmo. La muerte de Dolores Bernabéu, a la que se habían dedicado casi páginas enteras, se transforman en meras notas donde se afirma que las gestiones del Juzgado continúan, que ha habido reuniones de las que no se sabe nada, que hay un firme hermetismo entre las autoridades judiciales y policiales en torno al caso. Lo cierto es que, de lo poco que puede sospecharse de la acción del juez, se concluye que no conseguía probar ninguna de las dos hipótesis. Sin testigos, sin pruebas concluyentes de nada (ni en el cuerpo, ni en la blusa y sus agujeros, ni en la firma de la nota), el caso se iba desarrollando con un eco cada vez menor. Que los rumores seguían entre la gente se puede deducir por la reacción de aquel militar que hemos mencionado, sucedida tres semanas después de llamar al orden a los periódicos. Pero estos ya no aportaban noticias de las que, de todos modos, carecían. El único que seguía hablando es Conrado Maynou desde su celda en Madrid. Proclamaba que él sabía quién era el asesino de Dolores, que la policía no tenía más que dejar que le interrogara en persona para que el otro confesara. El juez le mandó un exhorto para que declarase lo que supiera y dijera qué preguntas hacer y a quién, de forma que el mismo juez obrara al efecto. Ante ello Maynou se enredó en divagaciones, afirmaciones sin orden ni concierto. A las autoridades les quedó claro que lo que deseaba era salir en libertad a cualquier precio. Pero la justicia resultaría implacable con él y sus cómplices en la estafa de Mallorca. El 13 de abril de 1926 se concluyó el sumario sobre la muerte de Dolores sin poder señalar a ningún acusado de la misma. Un mes después la Audiencia de Barcelona sobreseyó el caso, no así el de la estafa de Maynou cuyo sumario se dio por terminado el 15 de julio de aquel año y el preso fue trasladado a la prisión de Monjuitch para que estuviera cerca en el momento del juicio. Dolores Bernabéu, la muchacha que soñaba con ser una famosa vedette en París, con disfrutar de dinero, un coche, joyas y hombres, fue solo una muchacha que salió de la pobreza para caer en los bajos fondos, que tuvo que venderse como tantas otras en la Barcelona de aquella época. No llegó a alcanzar meta alguna de las que soñó y fue famosa, sin embargo, cuando no quiso serlo, cuando ya no podía disfrutar de ello. De todos modos, su cadáver esperó que se le hiciera justicia como había esperado su oportunidad: en vano.
La muerte de un pastor
Desde 1948 la amplísima zona de los Carabancheles, una población de origen medieval, forma parte de Madrid. De todos modos, antes de esa fecha muchas familias adineradas de la Corte tenían allí sus fincas y quintas donde descansar. A comienzos del siglo XX Carabanchel Bajo, con cerca de seis mil habitantes, triplicaba la población de Carabanchel Alto, que aparecía dispersa y rural, con grandes espacios de bosque, huertas, algunos conventos e iglesias y, desde 1911, el aeródromo de Cuatro Vientos, zona militar. Cuando situamos esta nueva historia, en torno a 1925, la población de esta última zona rebasaba los diez mil habitantes aunque disfrutaba de pocos servicios adecuados a ese número de personas. Las quejas eran continuas por la falta de guardia civil y se decía que la policía solo acudía cuando se registraba algún suceso especialmente sonado. El crimen de la Vereda del Cruce había tenido lugar en 1923 en Carabanchel Bajo pero ahora el escenario de un acontecimiento similar sería el Alto, en concreto, los terrenos que lindaban con el aeródromo. A principios de 1924 llegó hasta esta zona, procedente del pueblo vallisoletano de Bobadilla del Campo, un hombre de 42 años. Se llamaba Marcos Felipe y tenía por oficio el de pastor. Seguramente le habían dicho que cerca de Madrid se ganaba más que en la pobreza de la tierra castellana, que allí te podías colocar con facilidad en las afueras de la capital para servir a algún propietario de tierras, huertas, negocios y ganado. Así fue. Cipriano Pérez, casado con una hermana de Marcos, le habló de don Antonio Claré, rico hacendado de Carabanchel Alto para el que trabajaba. Con seguridad supo de la necesidad de pastores y se acordó de aquel hombre serio, responsable y discreto que conocía desde antiguo en el pueblo de Bobadilla. De manera que, a los dos días de su llegada a la Corte, Marcos Felipe ya trabajaba como pastor alojándose en una majada cercana al aeródromo. De ella salía cada mañana para sacar las ovejas del patrón y hacerlas discurrir por aquellos campos y lomas que caracterizaban por entonces el paisaje de Carabanchel Alto. Cada semana iba hasta el bar Claré, propiedad también de su jefe, regentado por Segundo Ibáñez, su sobrino. Se tomaba un vino, charlaba un poco y cobraba su jornal, 29 pesetas, que guardaba celosamente en su cartera de piel de gato. Era ahorrador, medía concienzudamente sus gastos, presumía a veces de que estos alcanzaban apenas unos céntimos al día. Cualquiera podía suponer que en esa cartera llevaba un buen fajo de billetes. Como era habitual y había pasado con él mismo, Marcos se trajo a su hermano menor Nemesio, un hombre muy bajo (apenas medía 1,40 metros), a vivir con él y cuidar el ganado. De esa forma iba creciendo la inmigración hacia las grandes urbes españolas en aquel tiempo, particularmente Madrid y Barcelona. El día 13 de septiembre de 1924 era sábado, día de paga. Dejó sus ovejas a cargo de Nemesio con el encargo de encerrarlas si él no volvía a tiempo. “Voy a cobrar donde el bar” le dijo, “luego iré a afeitarme”. Tal vez se preparaba para un domingo donde viera a una mujer que le interesaba. Su hermano esperó la hora de encerrar al ganado e hizo como su hermano le había dicho. A las once de la noche, ya en el cobertizo donde vivían, vio venir solo por el camino al perro grande de su hermano. Faltaba el otro animal, el que le cuidaba el ganado, fiel compañero de Marcos desde hacía meses, y faltaba su propio hermano. Algo inquieto, se acercó donde el guarda de la viña cercana a preguntar si le había visto. Le dijo que no. “No quise mover más las cosas” vino a decir después, “para que el patrón no se enterase de que había dejado el ganado”. Tal vez creyera que su hermano habría bebido demasiado en el bar, cosa inusual por completo, y estaría durmiendo la mona en cualquier lado. Quizá, simplemente, le entrase el miedo de hacer pública la tardanza y alertar a quien no debía. Por la mañana, dos soldados hacían una ronda por un camino vecinal al aeródromo y conocido como “La Canaleja”. Justamente era el camino más corto entre el bar Claré y la majada donde vivían los hermanos Felipe. Resulta extraño que a Nemesio no se le ocurriera aquella noche recorrer este sendero por donde su hermano tendría que haber venido. Los soldados vieron un bulto junto al camino. Al acercarse comprobaron que era el cuerpo de un hombre. La chaqueta estaba sobre la cara, tapándola a ojos de extraños u ocultando el rostro a sus asesinos. El ojo derecho lo tenía saltado y, como se comprobaría al levantar el cadáver, mostraba un profundo tajo en la nuca de bordes limpios y regulares. El golpe había sido dado con tanta violencia que cortó la boina que Marcos Felipe llevaba bien ceñida a su cabeza. Tenía parte de la ropa desabrochada, los bolsillos vaciados. Dos carterillas pequeñas estaban sobre el camino cerca de él, vacías. Como luego se sabría, la de piel de gato donde supuestamente guardaba todos sus ahorros había desaparecido. Los soldados se repartieron. Uno fue a avisar a la guardia civil, el otro dio una vuelta por las cercanías para intentar localizar a alguien. Un poco más adelante había algunos pastores con el ganado. Dos de ellos se acercaron con él para reconocer el cadáver. Al verlo uno se puso a temblar. “Es mi hermano” dijo Nemesio echándose a llorar. El crimen del pastor, el crimen de Carabanchel Alto, ocupó las páginas interiores de los diarios al día siguiente. De nuevo la muerte violenta en un sendero sin vigilancia, carente de casas a su alrededor, ausente de testigos. Otra vez parecía el robo la causa del asesinato, la víctima alguien con dinero, un hombre modesto y trabajador. Ahora sí la zona se llenó de policías, guardias civiles, intervino el juzgado de instrucción de Getafe. Lo primero que ordenó el juez fue detener a Nemesio, aquel hombrecillo que fue interrogado para saber qué había hecho en cada momento, por qué no avisó de la ausencia de su hermano. Llevaba apenas una semana cuidando el ganado del señor Claré, viviendo cerca de Madrid, y ya había tenido que contemplar la muerte de Marcos, verse en un calabozo. Sus declaraciones debieron reflejar el miedo a la situación, el no atreverse a avisar a nadie para no cargar las culpas sobre su hermano por aquella inexplicable ausencia. Se le puso en libertad al día siguiente para que volviera con sus ovejas, a la vida que acostumbraba. Cuando los reporteros le buscaran él se limitaría a repetir una y otra vez su versión, decir que no sabía nada más. Casi todos guardaban silencio. Colaboraban a desgana con la policía, dando los datos precisos pero nada más. Se quiso reconstruir el camino seguido por Marcos. Había llegado al bar, le dieron un billete de cincuenta pesetas y extrajo de su cartera una a una las veintiuna de vuelta. Todo el mundo en el bar debió verlo pero la mayoría trabajaban para el mismo jefe, también había soldados del aeródromo pero esos pertenecían a la jurisdicción militar y no se les podía interrogar. Dijo desde el principio que quería ir a afeitarse pero se entretuvo charlando con algunos compañeros. Era difícil imaginar que alguno de ellos, testigo de que recibiese ese dinero, fuera el autor del crimen. A fin de cuentas, casi todos trabajaban para Claré, todos habían ido allí a cobrar su jornal semanal, lo mismo que Marcos. Es cierto que algunos de los presentes no eran unos elementos muy recomendables, algunos resultaban mal encarados, bravucones, de oficio “valientes” como se decía entonces, pero eso era lo habitual por aquellos contornos donde menudeaban mujeres “de vida airada”, bares de dudosa nota, que vivían a costa de los soldados del campamento. Al parecer, se le hicieron las nueve hablando con un viejo que así se lo contó al juez. “Le dije que ya no fuera a afeitarse, que habían cerrado”. Entonces se fue por el camino de “La Canaleja”, el más directo que había para llegar a su majada. Además, el otro camino atravesaba campo militar y los centinelas no le dejarían pasar después de las ocho y media, en que había toque de queda. Por el camino que siguió andaban sobre esa hora la propietaria de un “café de camareras” y su hija, acompañadas por dos sargentos. No vieron nada. Tampoco el centinela que se encontraba a trescientos metros del lugar donde fue asesinado. No oyó ruido de lucha ni gritos, solo silencio. Se dijo que el o los asesinos debían ser conocidos de Marcos, que los dejó acercarse hasta el extremo de ser golpeado en la cara, rematado cuando se encontraba en el suelo, sin emitir un grito. Tampoco ladraron los perros que le acompañaban, señal de que los agresores les resultaban familiares. Por ello se detuvo a Nemesio aunque, al escuchar a aquel hombrecillo balbuceante, el juez debía saber sobradamente que no era el asesino. No tenía envergadura ni arrestos para matar a su hermano. En el bar nadie sabía nada, todos callaban. El que sí dio algún dato interesante fue Cipriano Pérez, el cuñado de Marcos y responsable de haberle traído hasta allí. Comentó el carácter austero y ahorrador de la víctima, pero también señaló un nuevo detalle: “Hablaba con entusiasmo” dijo, “de la mujer que le lavaba y le cosía la ropa. Mi mujer y yo creímos que tenía mucho interés en ella”. ¿Le podían haber matado por celos? Aquella lavandera quizá se entendiese con Marcos y, estando casada, había provocado aquella desgracia. El juez se puso a investigar quién era y dónde vivía. No fue difícil porque Maura Pérez era muy conocida tanto en la base como entre los pastores, para muchos de los cuales había servido del mismo modo, cosiendo y lavando. Sin embargo, había dos hechos que desvirtuaban las sospechas de Cipriano. En primer lugar, Maura era una mujer sin tacha, de conocida honradez y magnífica reputación. Por otra parte, su labor había terminado el 31 de julio de aquel año, cuando a su marido Domingo, vaquero de profesión, le ofrecieron una lechería en Carabanchel Bajo. En esa fecha se trasladaron lejos y perdieron todo contacto con la gente de alrededor del aeródromo. Llamado Cipriano de nuevo a declarar, éste explicó que se le había entendido mal: no se refería a esa primera lavandera sino a la que le había sustituido en sus tareas, una tal Amparo Fernández, casada también y con un chico de diez años al que Marcos ofreció entrar a trabajar con él de ayudante para aprender el oficio de pastor. De ella nadie sabía dónde vivía, dónde encontrarla. “Ha desaparecido” afirmaba algún periódico, cuando la realidad es que Amparo estaba en su casa tranquilamente e ignoraba que la buscaran. Mientras tanto, ya había otro detenido. Por lo que parece, la policía estaba interrogando a todos los pastores y personas que vivieran cerca, aunque la verdad es que eran pocas porque casas no había ninguna por las cercanías. Les preguntaban dónde habían estado a la hora en que se supuso cometido el crimen, en torno a las nueve y media de la noche. Muchos de ellos se encontraban en algún bar o en su casa con su familia, algunos aún andaban recogiendo el ganado. Uno de ellos, con mala fama entre sus compañeros por bravucón, era José García de la Iglesia, pastor de treinta y ocho años. Trabajaba para un comandante de Artillería llamado Sarabia, y según decían disfrutaba de una amistad muy cercana con el asesinado. Al preguntarle dónde había estado después de las ocho y media no pudo presentar testigos, se enredó en vaguedades y contradicciones. Aquello de las contradicciones era una señal inequívoca en la época de que el sujeto interrogado ocultaba algo y hacerlo ante la policía suponía reconocer algún delito. El testigo que temía comprometerse de alguna forma que no acertaba a saber, o que ocultaba alguna pequeña falta por miedo, los que se aturullaban frente a los interrogadores, estaban seguros de entrar en el círculo de sospechosos. Por ello la mayoría de la gente pobre y de vivir incierto pensaba que lo mejor era negarlo todo, no abrir la boca aunque te pegaran, no comprometerse en nada. Sin embargo, debió verse muy apurado. Al ser detenido se le encontró una garrota con inequívocas manchas de sangre. Por entonces se afirmaba que el golpe inicial, el que había vaciado el ojo de la víctima, debía haberse hecho con un instrumento semejante uno de cuyos nudos había tenido tal efecto. La herida de la nuca, en cambio, se efectuó con algo parecido a un machete. José se defendió diciendo que aquella era sangre de oveja, de una que había tenido que matar en agosto. Se llevó la garrota al laboratorio para su identificación. Mientras se comprobaba su naturaleza animal, como así sería, se pidió al comandante Sarabia que testificara sobre su trabajador. De repente, ese hombre de malos antecedentes, valiente y fanfarrón, se volvió un hombre honrado y cabal cuando su jefe testificó decididamente a su favor. El respeto al testimonio militar era grande en aquel tiempo. Es cierto que se ponía gallito con sus compañeros pero con alguno habría que hacerlo para sobrevivir. También debía conocer la fama de ahorrador de su amigo Marcos pero ¿quién no sabía de ella? Cuando llegó el informe del laboratorio de que la sangre del garrote no era humana, el juez ya no pudo retenerlo más. Mientras tanto, se seguía buscando a la segunda lavandera. Finalmente se la encontró. Era hija del guarda de la viña que había hablado con Nemesio aquella noche. No había desaparecido ni escapado a la acción de la justicia. Simplemente nadie sabía dónde vivía con su marido y su hijo. Sus afirmaciones eran extrañas, las de su marido aún más. Ella dijo conocer a Marcos solo de vista, dado que también trabajaba para el señor Claré. Afirmó que nunca le había lavado ni cosido la ropa, que no podía declarar más porque no sabía nada. Bueno, debió pensar el juez, a fin de cuentas el cuñado solo ha mencionado el interés que tenía por ella el fallecido, nunca que ella le correspondiera. Es posible que Marcos, un hombre soltero de cierta edad, mirara a las mujeres de su entorno con el deseo propio de un soltero pero nada más. Sin embargo, cuando la policía habló con el marido éste, después de ratificar todo lo dicho por su mujer, afirmó que llevaba varios años trabajando para el señor Claré. Cuando los agentes fueron a comprobarlo de forma rutinaria, resultó que solo llevaba algunos meses en su tarea. Es más, Doroteo, que así se llamaba el esposo de la lavandera, había hablado días antes con sus jefes para pedirles que, si preguntaba la policía, dijeran que llevaba no menos de tres años en su labor, en vez de los cuatro meses que eran en realidad. Ciertamente, que trabajara más o menos tiempo era irrelevante para el caso, de ahí la natural extrañeza de reporteros y policías, que achacaron esa reacción a querer mostrar un arraigo en la zona que les hiciera menos sospechosos. Era obvio, como siempre, que habían sabido días antes que la policía les buscaba y, en vez de presentarse a declarar como buenos ciudadanos, intentaban no ser implicados, ocultar sus huellas y testimonios. El temor del pobre e ignorante frente a la autoridad. El interés de mencionar a esta cohorte de sospechosos es el de trazar una semblanza del tipo de personajes implicados en aquella zona que lindaba con Madrid, que empezaba incluso a disfrutar de un tranvía que le llevaba a la capital pero que, sin embargo, se movía aún en un mundo rural. Allí había propietarios de tierras como Antonio Claré, bares y negocios, ganado y huertas. Serían aquellos que en aquel tiempo o más adelante invertirían sus capitales en la construcción de nuevos barrios en el centro, unos alojando a la nueva burguesía de la que formaban parte y otros para albergar a la población inmigrante. Sirviendo a sus intereses había llegado una población desde pueblos en provincias cercanas que se colocaban como sirvientes e iban prosperando de forma modesta. Junto a ellos se encontraba también un mundo envilecido poblado de rufianes y truhanes, mujeres de mal vivir, capaces todos de desplumarte en cualquier camino, de borrar su rastro por medio del crimen. En todos ellos predominaba luego, ante las autoridades, la ley del silencio solo rota de vez en cuando por alguien debidamente presionado por la policía, capaz de delatar a cambio de verse libres. La historia del soldado que vendía sus zapatos salió a relucir dos semanas después de cometido el crimen. Un pastor de apenas trece años conocía bien a Marcos. Como todos, sabía de su cartera de piel de gato donde llevaba sus ahorros, su carácter ahorrativo, reservado. Su importancia para el juez se debía, sin embargo, a que aún no tenía la malicia suficiente para callar y no meterse en líos. De hecho, había sido testigo esa tarde de una escena que dio qué pensar al juez. Estaba a punto de irse de la zona cuando vio a Marcos con un hombre sentado al pie de tres chopos, cerca de donde sería asesinado horas después. Estaban discutiendo sobre la venta de unos zapatos que aquel hombre le ofrecía. El pastor, que miraba cada céntimo que gastaba, decía que eran buenos zapatos, de los de tipo militar dijo el testigo, pero que le parecían caros. Hablaron, regatearon sin llegar a un acuerdo. El muchacho dijo al juez que tenía acento catalán o valenciano, que no vestía de soldado pero debía serlo. Al parecer, el hombre se llevó sus zapatos hasta el guarda de la viña, volvieron a regatear y éste le dijo que se los compraba pero que no podía llevarle el dinero hasta el día siguiente. “No puede ser” contestó el vendedor, “necesito ese dinero para esta noche”. ¿Quién era el soldado que decía necesitar tan perentoriamente el dinero? ¿Se impacientó por la tardanza y la necesidad apremiante y decidió llevarse el dinero de aquel pastor? El juez, a estas alturas, ya había hecho prudentemente una gestión: comunicar a Capitanía general de Madrid sus dudas sobre la jurisdicción de aquel crimen cometido en terrenos militares. Capitanía ni le había respondido ni había pedido su inhibición en la causa, de manera que el juez instructor siguió actuando hasta entonces. De todos modos, la posible implicación de un soldado en la muerte de Marcos aceleró súbitamente las decisiones de las autoridades militares que reclamaron el caso designando como nuevo juez instructor al comandante Eugenio García, que habría de llevarlo hasta el final. Se filtraron las noticias de que ningún soldado se había presentado ante sus jefes para mostrarse como aquel que se relacionó con Marcos. Si no tenía nada que ocultar ¿por qué no salía a la luz? ¿Cabía que hubiera robado las botas a un compañero? El instructor se aseguró que nadie había denunciado tal cosa en el campamento. Con el temor de la implicación de alguno de los soldados hizo examinar cada machete y arma cortante del aeródromo. De todos modos, a esas alturas estaba empezando a descartarse la intervención de un machete militar, arma con poco filo, bastante roma, e incapaz de hacer un corte tan limpio y profundo como el que se había asestado al pastor. Se pensaba en un hacha e incluso en una podadera. Además, la ausencia de ruido y gritos, el hecho de que los perros tampoco ladraran, permitía suponer que el o los asesinos eran bien conocidos para Marcos. El periodista del Heraldo de Madrid, el diario que más estaba siguiendo el caso, estuvo andando por la zona, preguntando a los pastores. Él mismo percibía que traspasaba los límites marcados por un periodismo testigo para pasar a ser un investigador al modo policial. Incluso acudió al lugar del crimen para remover la hierba y examinar el terreno en busca de pruebas, sobre todo después de saber que la policía acababa de encontrar un mango ensangrentado de hacha enterrado en las cercanías.
“Al pasar frente a la Escuela de Aviación, donde se ha instalado e] juez, sentimos vehementes deseos de saludar al digno magistrado de la justicia. Vacilamos, empero. No estamos presentables. El polvo ha dado un tono gris claro a nuestro obscuro indumento. No importa. El comandante García Lavín se dará cuenta... Y nos hacemos anunciar” (El Heraldo de Madrid, 3.10.1924, p. 3). Resulta curioso imaginar esta escena tan alejada de la relación actual entre periodistas y jueces. A principios de siglo, los reporteros entraban en los Juzgados como Pedro por su casa. Recorrían los pasillos, sobornaban a los ujieres para que les diesen información, se permitían incluso atisbar en las salas donde el juez interrogaba a los sospechosos, les abordaban al salir tranquilamente. En su derecho a informar, del que presumían, llegaban a “perseguir” materialmente a los jueces en el tranvía que les llevaba a su casa, en la calle, para hacerles preguntas. Los mismos jueces permitían estas situaciones como parte de su servicio, podríamos decir. En concreto, citaremos al juez Páramo, el del caso anterior. Comentaba a los reporteros que él estaba abierto a todo tipo de información y citaba en particular a una señora que había irrumpido en su casa cuando el juez estaba con su batín y dispuesto a dormir. La señora, voluminosamente embarazada, le había dicho que tenía que resolver el caso de Dolores Bernabéu porque, de otro modo, a ella le sería imposible dar a luz. Al tiempo que decía tal cosa, la chiquilla pequeña que había traído con ella entraba a saco en el salón del juez derribando varias figuritas de porcelana. El pobre señor Páramo se las vio y deseó para proteger las más valiosas mientras trataba de tranquilizar a esa madre desequilibrada que, no solo amenazaba con dejarle sin dormir (como así había pasado, confesó el juez) sino con destrozarle los adornos de la casa. De manera que el hecho de que un periodista se presentara de sopetón en el despacho del juez para hablar con él, cubierto del polvo de su recorrido por aquellos campos en busca de pruebas que aportar a la causa, no era demasiado extraño. De todos modos, cada vez más los jueces imponían restricciones al trabajo de los reporteros que, en ocasiones, daba demasiadas pistas a los acusados e incluso terminaban por enredar la madeja de las sospechas de unos y otros, originando entre otras cosas un sinfín de anónimos a los que prestar atención. El juez Eugenio García recibió amablemente al corresponsal del Heraldo, aprovechando la ocasión para pedirle un cambio de actitud a través del fiscal militar que le acompañaba:
“El coronel Piquer declara: -De momento, nada podemos decir, porque no hay nada concretamente. Si algo dijésemos, pecaríamos de imprudentes. Además, no debemos decirlo. Yo agradecería vivamente a la Prensa que se abstuviera durante unos días de hacer información sobre este asunto. Cualquier imprudencia puede poner en guardia al asesino y esterilizar, o dificultar, al menos, que al fin triunfe la justicia. Y como temeroso de haber expresado su pensamiento con rudeza, añade en un tono de sinceridad que no deja lugar a dudas: —Yo estimo en lo mucho que vale la cooperación generosa y decidida de la Prensa. Yo he leido con verdadera fruición las informaciones del HERALDO DE MADRID, interesantísima la última de ellas. Pero convengan ustedes conmigo en que ha llegado la hora del silencio, si ha de dar la justicia el fruto en sazón. En cuanto podamos, hablaremos. La información periodística no padecerá en lo más mínimo por que abran ustedes un pequeño paréntesis. Por el contrario, el interés del público subirá de punto con este silencio momentáneo” (Idem).
Ese fiscal sabía a quién estaba hablando. El Heraldo se había caracterizado por tratar el caso con asiduidad y una larga información diaria donde se habían seguido las idas y venidas del juez, los sospechosos que entraban en prisión para quedar libres días después. Era un periódico honorable frente a los militares y, además, los paseos por senderos polvorientos del reportero mostraban hasta qué punto carecían de información para seguir manteniendo la tensión del público y las ventas del periódico. De manera que se otorgó ese paréntesis solicitado, necesario para realizar una investigación bastante especial, como meses después se vería. Durante varios meses nada más se supo del crimen de Carabanchel Alto, como se le había conocido. Ni una información, ninguna referencia. En noviembre salió una plaza de ebanista para trabajar en los talleres del campamento militar. La obtuvo un joven llamado Quintín Serantes, cumplidor de su tarea, gustoso de tratar a sus compañeros y hablar de todo lo que sucedía alrededor del campamento, incluso de aquel crimen del que se había dejado de hablar. También se hizo asiduo del bar Claré donde departía con el dueño, sobrino del propietario, con su ayudante, cuñado del anterior. Se hizo amigo de todos, escuchó confidencias, parecía de fiar. Serantes era agente de policía. Sin embargo, no fue su acción la que sacó el tema de nuevo a las páginas de los periódicos. El 7 de marzo de 1925 un hombre que dijo ser legionario en África se presentó en las prisiones militares y pidió hablar con el oficial de guardia. Cuando éste se presentó dijo llamarse Juan Otero, desertor de la Legión. Quería dejar de huir y reconocer sus faltas, entre ellas haber asesinado al pastor Marcos Felipe con un hacha aprovechando una estancia temporal que tuvo en Carabanchel. ¿Era él el soldado de las botas? Afirmó que no. Según el Heraldo, que volvía a la carga con nuevas informaciones, el legionario había ido a tomar unos vinos al bar Claré cuando observó al pastor que cobraba su paga y la metía en una cartera que parecía abultada. Cuando vio que salía le siguió, se hizo el encontradizo con él, que se fio al verle de uniforme. En un momento determinado le golpeó con el mango del hacha y, una vez en el suelo, le dio un tajo en la nuca. Después le robó todo el dinero que encontró y se dio a la fuga. ¿Se había resuelto el caso con aquella confesión espontánea? El juez, que empezaba a perseguir otra pista sin que nadie lo supiera aún, desconfiaba. Se hicieron averiguaciones. Se supo entonces que este hombre había servido en el regimiento de los Lanceros de la Reina. Por diversas faltas en el servicio que no se especificaban había sido enviado a una brigada disciplinaria en Melilla. Allí no se había enrolado en la Legión sino que, al dar muestras de locura, se le había enviado al hospital militar de Carabanchel para ser tratado. Estaba allí cuando sucedió el crimen, oyó hablar de él, se enteró de todos sus detalles. Sin embargo, no podía haberlo cometido puesto que estaba vigilado en el hospital. Cuando el juez le puso delante todos estos datos que había averiguado, Juan Otero negó finalmente cualquier participación en el asesinato. Finalmente, fue enviado con su familia, para ver si podían hacer algo con él. Cuando la atención psiquiátrica dejaba tanto que desear entonces, no era extraño que “los locos” protagonizaran sucesos como el referido, también crímenes. Era difícil diagnosticarlos, tratarlos. Si eran peligrosos se les encerraba en manicomios de por vida, si no se les dejaba a cargo de la familia que, incapaces de hacer algo con ellos, terminaban por olvidarlos en su locura o dejar que se marcharan sin destino definido. Este hecho pareció haber desencadenado los acontecimientos en torno al caso. El 22 de marzo el juez García decretó la detención de numerosas personas relacionadas con el caso, sospechosos como autores del crimen o por su encubrimiento. Fueron:
- Basilio González, un mendigo que vivía en los alrededores del aeródromo alimentándose de las sobras del rancho que se repartían cada noche. - Segundo Ibáñez, el arrendador del bar Claré, sobrino del propietario. - Vicente López, cuñado del anterior y ayudante en el bar. - Práxedes García, cocinera del bar. - Aquilino López y José Rodríguez, sirvientes en casa de Antonio Claré y que se encontraban en el bar cuando fue hasta allí el pastor Marcos Felipe.
Asimismo, destacó agentes para que fueran hasta el pueblo madrileño de Fuensalida a fin de detener a un hortelano llamado Rufo López, “el Agujas”. ¿Qué sucedía para que tuviera lugar esta cadena de detenciones? El policía destacado en el campamento militar había tomado nota de varias conversaciones, rumores, comentarios. Algunos señalaban como testigo privilegiado del crimen al mendigo Basilio Fernández. Fue por ello que el juez mandó que se lo trajeran hasta su despacho y allí le interrogó una y otra vez. Durante cierto tiempo el mendigo se resistió diciendo, como todos los demás, que no sabía nada. Tras amenazas de hacerle partícipe del crimen y al demostrar el juez que sabía más de lo que Basilio podía imaginar, terminó confesando todo. Al parecer esa noche fue a recoger el rancho hasta el campamento cercano. Se cruzó con Marcos, se saludaron y hablaron un poco antes de seguir su camino. A la vuelta por el mismo sendero de La Canaleja, observó a dos individuos apostados en la cuneta, semitumbados. Dijo que los identificó como Rufo López y José Rodríguez, se dirigió a ellos, pero los interpelados huyeron alejándose entre las sombras de la noche. Eso bastaba para detener a los señalados pero hubo más. Basilio fue hasta el bar al día siguiente y, hablando del crimen, dijo lo que había visto. Según afirmaba, le conminaron y hasta amenazaron para que no dijese nada a la policía. Ese encubrimiento es el que había motivado su negativa a declarar cuando fue preguntado por la policía en septiembre y dijo que él no sabía nada. Todos los acusados que estaban en prisión lo negaron todo desde el principio. Rufo López y José Rodríguez habían estado en el bar aquella noche pero nada más, no siguieron al pastor, no se apostaron en la cuneta del camino, no huyeron cuando Basilio les reconoció. Los miembros del bar no habían escuchado antes tales historias, no habían encubierto nada porque nada habían sabido. Forcejeos con el juez, interrogatorios intensivos, careos de unos con otros, no dieron lugar a confesión alguna. El sumario siguió adelante. El comandante García prefirió no acusar de encubrimiento a los del bar y los fue soltando, máxime cuando Antonio Claré volvió de sus negocios en Segovia y afirmó la respetabilidad de todos ellos, en particular sus parientes arrendatarios del bar. El sumario se dio por concluido en abril de aquel año. El juicio militar, consejo de guerra contra los dos acusados, se fijaría finalmente para el 1 de julio de dos años después, en 1927, tiempo en que ambos permanecieron en prisión. Cuando tuvo lugar su desarrollo fue atípico. El fiscal solicitaba de entrada cadena perpetua para ellos mientras que los dos defensores negaban los hechos y solicitaban la absolución. De hecho pidieron una reconstrucción del crimen en el mismo lugar donde tuvo lugar, a fin de comprobar si el testimonio del único testigo, Basilio González, era válido o no. Con la anuencia del fiscal y, por supuesto el juez, el tribunal se constituyó en el sendero de La Canaleja para llevar a cabo la simulación de lo sucedido. Se hicieron varias pruebas a la misma hora: los dos acusados se embozaron y huyeron a la vista de Basilio, del mismo modo que lo hicieron otras parejas de personas. El testigo no pudo identificarles en ningún caso. La principal prueba de cargo se derrumbaba. Fue el momento de recordar que el mendigo, a fin de cuentas, era “un alcohólico degenerado y un cretino” al decir de uno de los defensores. Todo lo demás eran indicios que, desde un punto de vista actual, resultan sonrojantes como pruebas. Así por ejemplo, se sabía que Rufo López disponía de un cuchillo de horticultura llamado tranchete. El fiscal sostenía que esa arma podía ser la empleada en el crimen. Le resultaba muy significativo además que, cuando se encontraba en la Cárcel Modelo y fue interrogado sobre ello, Rufo se desmayó por la impresión. El defensor argumentaba que podía haberse desmayado ante el hecho de que se acumularan pruebas contra él. Era difícil imaginar a este hortelano, que tenía el tranchete como herramienta de trabajo habitual, pequeño, aparentemente débil, fuera capaz de sajar casi la cabeza de un hombre. Del mismo modo, las referencias del fiscal a que José Rodríguez sabía trocear carne no se sostenían como prueba alguna. Cuando llegó al juicio un perito médico afirmando que las heridas del fallecido no habían sido causadas por un tranchete sino por otro tipo de hoja más parecida a una podadera, lo poco que quedaba de la acusación se dio por acabada. Con los argumentos del fiscal para cambiar de opinión pidiendo la libre absolución de los acusados, el lector puede hacerse una idea de la retórica que acompañaba a una rectificación en toda regla:
“Analiza el fiscal el hecho de autos en un brillante escrito de acusación. Habla de la desorientación que existió desde el primer momento para descubrir a los autores del crimen. Estudia el resultado de la prueba, de la que dice que la de indicios es de las más difíciles de apreciar, y sobre todo de aquilatar su verdadero valor. ¡Cuántas veces es la de indicios una prueba plena que la fatalidad arroja sobre un individuo y hace que se le pueda condenar por ello, siendo inocente; y por el contrario, cuántas también no existe indicio alguno contra personas de las que tenemos la seguridad íntima que han cometido determinado hecho delictivo! Concluye diciendo que es un hecho cierto la muerte del pastor, que no es menos cierto también que, a pesar de todo el trabajo, de todo el celo y de toda la actividad desplegada, la justicia humana no ha podido llegar a conseguir saber quién o quiénes sean los autores del crimen que ha originado esta causa. Pero por encima de esa justicia hay otra, que es infalible: la justicia divina, de la que nadie se libra, de la que no se librarán los autores de la muerte del pastor Marcos Felipe. Termina el Sr. Jordán de Urríes su brillantísimo informe pidiendo al Consejo la absolución de los procesados” (El Heraldo de Madrid, 1.7.1927, p. 2).
De manera que, como tantos crímenes ocurridos en descampado y al amparo de las sombras nocturnas, los culpables nunca fueron hallados. Se ignora si la justicia divina les castigó por el asesinato de aquel pobre pastor ahorrativo, austero y reservado que fue Marcos Felipe, merecedor como tantos otros de una suerte mejor.
Crimen de Morga
Cuando se investiga la crónica negra de aquellos años se encuentran tipos de crímenes que se repiten: las reyertas a la salida de una taberna son muy frecuentes, con “valientes” tirando de navaja por deudas, viejos resentimientos, enfrentamientos a veces nimios; los crímenes pasionales se presentan con regularidad, casi siempre de un hombre que siente celos ante la mujer que pretende o que es rechazado por ella; más eventualmente se encuentran asesinatos cometidos en despoblado donde es el robo el motivo fundamental. Dentro de los crímenes pasionales resulta algo más extraño pero no inusual encontrar uno como el que está asociado a la localidad vizcaína de Morga, aunque en realidad se llevara a cabo en la carretera de salida de Amorebieta, término colindante. Pese a que la confesión de los implicados fue vacilante, desde la completa negativa hasta la aceptación final de parte de los hechos, es posible reconstruir todo lo que sucedió entre los tres implicados. Morga es una pequeña localidad de Vizcaya. Hoy en día apenas supera los cuatrocientos habitantes. Con un pequeño núcleo ciudadano la población se repartía, como era habitual, en caseríos con sus tierras, huertas y campos. En uno de ellos, el de Eguizkabarrena, vivía un matrimonio formado por Miguel Torres, de 40 años, y María Elorza, de 38. Por un alegato del defensor de ella, sabemos que llegaron al matrimonio los dos solteros pero cada uno progenitor de un niño que habría de unirse a la prole que empezó a nacer tras el casorio hasta totalizar seis hijos, muchos de corta edad cuando sucedieron los hechos. Ella, recalcó el fiscal, tenía diecisiete años cuando se puso a servir y al poco se quedó embarazada, no se dice de quién ni en qué circunstancias. Podemos imaginar que no puso muchas restricciones morales a gozar de una vida sexual plena, pese a la reconvención social. Sobre eso insistió el fiscal para denigrarla y hacerla principal responsable de lo sucedido. Uno de los vecinos de la pareja era soltero, José Eizaguirre. Se dispone de fotos suyas, un hombre de treinta años, fornido, cara cuadrada y bigote recio, la boina bien calada. No tiene aspecto de campesino, debía resultar un hombre atractivo para María Elorza. Ella aparece en las imágenes de la época siempre abrazada a su hijo más pequeño, de apenas seis meses. Tiene un aspecto mayor de campesina pero parece, pese a no ser muy alta, una mujer fuerte y decidida. Mira a la cámara con cierto escepticismo, como se observa por el movimiento circunflejo de sus cejas o las arrugas horizontales que se adivinan en su frente. El defensor, pretendiendo disculparla, habló de que su marido se olvidaba de ella, le negaba incluso recursos para vivir al no darle dinero en ocasiones. No sabemos si era un recurso de su oficio intentando hacerla parecer víctima. Sin embargo, de Miguel Torres nadie se atrevió a decir que se gastara el dinero obtenido por la venta de sus productos hortofrutículas en mujeres ni en juego. Debía ser, simplemente, un hombre tosco que ofreció a aquella madre soltera y joven una salida a una situación que se adivinaba poco prometedora para su vida. Los vecinos se conocen, se tratan, se piden y dan favores cuando hace falta. A fin de cuentas, tanto Miguel como José se dedicaban a lo mismo, ambos vendían sus productos en localidades cercanas, así que cargaban todo en un carro y marchaban juntos al mercado de Amorebieta, el más cercano y de mayor movimiento. Entre María y José surgió una chispa de amor. Se afirma que todo el pueblo sabía que se entendían, salvo el marido. Una situación típica, nadie se atrevía a levantar la liebre ¿quién le dice a un amigo que su mujer le engaña? Mejor no meterse, cada uno en su casa y no entrar en líos que se sabe cómo empiezan pero no cómo terminan. No sabemos cuánto duraba la relación entre ambos. Es de suponer que su último hijo sería del marido, nadie dijo otra cosa, ni siquiera lo insinuó el fiscal que habló de forma muy general:
“Dirigió principalmente los cargos contra María Elorza, mujer de la víctima, de la cual ha dicho que por su constante inmoralidad había originado el hecho criminal de que se la acusaba” (El Sol, 22.1.1926, p. 3).
En alguna de sus declaraciones, Eizaguirre mencionó que el marido de María la maltrataba pero luego no se adujo en el juicio como un atenuante. Es probable que, como veremos, los acusados y en particular Eizaguirre iban improvisando su defensa de modo intuitivo, sin saber bien a qué recurrir para descargarse de culpa. Lo cierto es que no hubo justificación objetiva, social, que paliara su culpabilidad. Por eso María Elorza, cuando llegó detenida a la cárcel de Guernica, fue muy mal recibida por otras presas que la increparon y quisieron lincharla allí mismo. Cuando llegaron a la Audiencia para su juicio en medio de una gran expectación dos mil personas les aguardaban para recibirlos con una sonora pitada, abucheos y gritos. Vayamos a los hechos en sí. El 27 de octubre de 1925 los tres protagonistas de esta historia marcharon con un cargamento de patatas hasta el mercado de Amorebieta, como otras veces. Apenas hay 18 km. por carretera hoy en día pero atravesando senderos por el campo la distancia se acorta. Vendieron las patatas hasta bien entrada la mañana sin que nada alterara el clima habitual del mercado. Luego fueron a comer a casa de los padres de María, que allí vivían. La sobremesa fue larga. El trabajo ya estaba hecho y solo hacía falta volver, si alguno bebía de más tampoco importaba mucho porque podía ir sentado en la carreta vacía. Miguel Torres bebió bastante, según se dijo en el juicio. Para el fiscal, sus dos asesinos le emborracharon para cometer su crimen posteriormente. Es dudoso que fuera así, cada uno bebe en aquella tierra lo que desea beber. Simplemente, Miguel empinó el codo más de la cuenta, es posible además que tuviera mal vino. A las ocho de la noche emprendieron el camino de vuelta. No había problema, se lo sabían de memoria. Entonces, a la salida de Amorebieta, cuando no llevaban mucho trecho recorrido, empezó una disputa entre los dos hombres. Eizaguirre no fue claro al respecto. Dijo algo, según manifestó, que debió sentar mal a Torres. Éste, sorprendentemente, le recriminó su relación con María. Según esto, el marido parecía saberlo cuando todos afirmaron que no sabía nada. Claro que tampoco iba a pregonarlo por ahí. Eizaguirre volvió a insistir en que él le reprochó al otro que pegara a su esposa pero suena a excusa. De manera que el detonante no sabemos cuál fue, qué clase de palabras se cruzaron, por qué aquellos dos vecinos se pudieron a pelear a brazo partido en el camino, a darse puñetazos y golpes. ¿In vino veritas? ¿El alcohol ingerido le soltó la lengua al marido? ¿Les acusó de adúlteros? ¿Eizaguirre, viéndose descubierto, decidió acabar con todo? ¿Fue un reproche suyo al marido por cómo trataba a su mujer lo que desencadenó el odio que sentía Miguel hacia él? ¿Fue una provocación del amante para forzar el enfrentamiento y matarlo? Todo cabe imaginar. María quiso separarlos pero estaban tan enzarzados que, temerosa, se fue a una cuneta escondiéndose detrás de unas matas. Allí oyó los ruidos de la pelea. Eizaguirre era fornido, como decimos, pero parece que Miguel no lo era menos, es difícil juzgarlo a través de las fotos de su cadáver envuelto en un lodazal. El caso es que el primero le dominó echándole las manos al cuello y apretando hasta estrangularlo. Para asegurarse de su muerte, le infirió luego cinco cuchilladas, dos de ellas en el corazón. Según dijo María, la mujer se había quedado temblando tras aquellas matas sin intervenir ni saber qué estaba pasando. Al poco llegó Eizaguirre, no se sabe lo que le dijo, qué hablaron aquella terrible noche. Todo hace indicar que, pese a la premeditación y alevosía de la que hablaba el fiscal, todo fue improvisado, sus acciones posteriores torpes y contradictorias. Él le dijo al recogerla tras las matas: “Ya no te pegará más” pero eso lo afirmó cuando sostenía la violencia que ejercía el marido sobre la mujer. Luego no insistió en tal cosa. Por sus acciones posteriores debieron hablar nerviosamente, preguntarse qué hacer a continuación. Llevaron el cadáver en el carro mientras ellos iban andando, hablando. No se cruzaron con nadie aquella noche aciaga. Cuando alcanzaron el caserío de Morga ocultaron el cuerpo debajo de un montón de ramas, aún sin saber cómo deshacerse de él. Dos días tardaron en decidirse, señal inequívoca de falta de planificación en aquel crimen. Dos días en que el cuerpo estuvo en los terrenos del caserío, semioculto. Cualquiera lo podía encontrar, debieron decirse, hay que hacer algo más definitivo: enterrarlo. En la noche del 29 de octubre fueron a las cuatro de la madrugada hasta donde estaba el cuerpo. Eizaguirre cavó una zanja y allí lo metieron. Su asesino pensaría que de ese modo lo ocultaba definitivamente, que nadie daría con él. Cuando tuvo que reconocer su crimen sería muy ambiguo respecto a la localización del cuerpo, habló del camino de Amorebieta en plena noche, el enterrarlo en una cuneta, no sabía dónde. Por entonces sostenía que lo había estrangulado en un arrebato, incluso en legitima defensa. Es de suponer que no quería que se vieran las cinco puñaladas que hablaban de ensañamiento. Pero ella siempre fue más débil, tal vez pensaba que estaba menos implicada en la muerte por no haber intervenido físicamente. Su defensor sostuvo que era una mera encubridora. Hay fotos de la exhumación. Una en particular resulta llamativa: todos posan ante la cámara casi como si fueran un grupo familiar, los acusados con ella permanentemente abrazando a su hijo pequeño, los campesinos que van a proceder a desenterrar el cadáver, todos con sus boinas bien caladas, algún miembro del Juzgado mejor vestido. Todos han detenido su labor para mirar fijamente a la cámara y llegar hasta nosotros. En la siguiente imagen aparecen algunos elementos más, como un viejo guardia civil. Algunos miran a la cámara de nuevo pero la mayoría, incluso Eizaguirre con el gesto adusto y las manos atadas delante, miran el cadáver de Miguel Torres envuelto en barro, casi indistinguible. Tiene una mano sobre su estómago, la otra se adivina extendida a lo largo del cuerpo. Un ataúd espera para recoger sus restos. Todo es sórdido, lleno de vileza y una aparente frialdad en los testigos. Como si el barro sucio y pegajoso envolviera no solo el cadáver sino a todos los que lo contemplan. Retrocedamos al momento de enterrarlo. Nadie había preguntado aún en el pueblo por él, se sabía que Miguel Torres ganaba algún dinero en el muelle de Bilbao quedándose por la capital vizcaína de vez en cuando. Se supone que eran momentos aprovechados por los amantes para mantener más viva que nunca su relación, algo que todo el pueblo sabía y callaba. Pero cuando ambos desaparecieron a la vez, cuando alguien dijo que les había visto marchar juntos llevando bultos y algunos enseres, así como a todos sus hijos, el pueblo empezó a sospechar que la desaparición de Miguel Torres podía deberse a algo bien diferente del trabajo en los muelles de la capital. Los dos amantes llegaron a Amorebieta. Su propósito era atravesar la frontera por Hendaya y refugiarse en Francia, donde iniciar una nueva vida. Salvo el más pequeño, que aún dependía de ella, los cinco chicos restantes no podían ir hasta que no se establecieran. Por ello los condujo a casa de su madre pidiendo que tanto ella como una hermana se hicieran cargo hasta que pudieran avisar para enviárselos. Fue entonces cuando María confesó a su madre lo que había pasado. No tenía más remedio. Era imposible justificar que marchara con Eizaguirre camino de Francia. Es de imaginar a la madre asustada, atormentada por aquella confesión que debía ocultar. Les ayudó pero, en el fondo, se rebelaba ante aquella atrocidad. Aunque con vacilaciones, el plan seguía adelante. Que era improvisado se notaría en la frontera, cuando los guardias les exigieron unos papeles que no se habían molestado en preparar. Se vieron obligados a dar la vuelta sin saber bien qué hacer. Volvieron a Amorebieta, buscaron un lugar donde dormir, un bar con camas en la calle de Narrica. Hablaron nerviosamente, ella dijo que él escribiera una carta haciéndose pasar por su marido. Se la encontrarían a María cuando fuera detenida días después. En ella supuestamente Miguel Torres comunicaba a su mujer que marchaba a Francia a trabajar y que no pensaba volver. Mientras tanto, suponiéndoles en Francia, la madre de María no podía dormir ni vivir con la carga de esa confesión. De manera que finalmente marchó hasta el puesto de la guardia civil y allí lo contó todo. Lo que no sabía es que su hija estaba en la población, que sería detenida al cabo de pocos días, cuando las pesquisas de los guardias dieran con su alojamiento. Eizaguirre había salido. Cuando volvía a la habitación debió ver a la guardia civil en la puerta, tal vez llevándose a su amante. Deambuló de un lado a otro. Entró en una taberna para comer algo. El dueño le reconoció, todo Amorebieta sabía que era buscado. Pasó recado a la guardia civil y ésta lo detuvo allí mismo. Trasladados al Juzgado de Guernica, empezaron los interrogatorios. Él negaba una y otra vez, ella apenas opuso resistencia y fue confesando todo, finalmente hasta la ubicación del cadáver. Las pruebas se fueron acumulando contra ellos, se fue reconstruyendo lo sucedido, había pocas cosas que se ignoraran. El motivo de la riña en el camino no era un tema de interés, el crimen en sí estaba claro. El juicio se celebró con sorprendente rapidez, comenzando el 22 de enero de 1926. Ante una sala abarrotada y expectante, se leyó la relación de los hechos. El fiscal mencionó la palabra asesinato con agravantes (nocturnidad, alevosía, despoblado), pedía dos condenas a muerte. Los dos defensores adujeron cargos considerablemente menores: Eizaguirre había actuado en legítima defensa, si acaso se podría admitir un homicidio simple que implicara una pena de seis años de prisión; María era encubridora de la acción de su amante pero nada más, incluso mencionó la atenuante de miedo insuperable. Según él, se había escondido tras las matas ante el temor de lo que estaba sucediendo, sin intervenir en ningún momento. Los testigos aportaron muy poco, en realidad los hechos estaban comprobados y admitidos. La batalla era sobre todo legal, argumentos jurídicos que lanzarse unos abogados a otros, atenuantes, agravantes. El tribunal no tuvo piedad para ninguno de ellos, ni siquiera para una María Elorza a la que se ve bajando las escaleras de la Audiencia con gesto contrito, casi ocultándose del fotógrafo tras el cuerpecillo de su hijo al que no parece haber soltado nunca. En cambio, Eizaguirre se adivina orgulloso, hasta elegante con un traje que debía ser inusual en él. Siempre parece estar mirando hacia otro lado mientras el guardia que le acompaña sí posa ante la cámara de un modo formal, deteniéndose expresamente para que el fotógrafo haga su trabajo. Durante dos meses hubo aún una serie de trámites. Los defensores adujeron defectos de forma y presentaron escritos de casación que fueron finalmente rechazados a mediados de marzo. Entonces empezó la cadena de peticiones e informes al objeto de obtener un indulto para los dos condenados. Nadie quería las ejecuciones en aquel tiempo, aunque la condena estaba en el Código Penal. Se ajusticiaba por delitos militares, tras consejos de guerra, o cuando se atentaba contra representantes eclesiásticos, como hemos visto en el caso del párroco valenciano, pero era habitual conceder el indulto para otro tipo de crímenes. El 3 de abril el gobernador civil de Vizcaya recibió la comunicación del ministro de Gracia y Justicia: el indulto había sido concedido por su majestad el rey. Fue en persona a comunicárselo a los condenados. Eizaguirre recibió la noticia “impasible e indiferente”. Se adivina su orgullo, la conciencia de haber hecho “lo que un hombre no tiene más remedio que hacer”. María, en cambio, estalló en sollozos al saberlo. Su vida se perdió en las cárceles, no sabemos cuáles ni por cuánto tiempo. Diez años después, cuando estalló la guerra civil, las prisiones se vaciaron, muchos condenados a la perpetua salieron tal vez soñando con recuperar sus vidas truncadas tiempo atrás. Sin saber que les esperaba la ruptura definitiva de la vida social, del mundo que habían conocido.