Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
y otras historias
1
© Carlos Maza Gómez, 2021
Todos los derechos reservados
2
Índice
3
4
El crimen del
juerguista celoso
5
6
El cadáver de Celia
8
La escena impresionaba, sin tener los escandalosos
toques de la sangre. El gabinete, puesto sin lujos, pero
con coquetería de mujer curiosa, daba severidad y
misterio al cuadro.
No resultaba terrorífico ni repulsivo. Producía, por el
contrario, una impresión de vaga tristeza que borraba el
efecto del drama. Tal vez emocionaba más el fondo de
éste que la forma” (El Heraldo de Madrid, 15.11.1902,
p. 1).
Celedonia Rodríguez
12
El hombre juerguista
13
juerguista bueno, llamado a producir más compasión entonces que
recriminaciones por el crimen cometido.
Ramiro Gavilanes
15
de mujerío y de emociones...” (El Heraldo de Madrid,
26.22.1902, p. 1).
21
22
Un disparo al corazón
24
contestó ella tratando de exculparse en frases violentas
y bastante irritada.
Añade que entonces él llamó a la criada Teresa, la que,
a presencia de Celia, confirmó las sospechas que había
concebido acerca de la traición que le hacía su amante,
precisando las personas que la habían visitado cuando
habitaban en la calle de Colmenares. Como Celia ya no
podía negar, se arrojó a sus pies pidiéndole perdón y
mostrándose arrepentida” (El Heraldo de Madrid,
28.11.1902, p. 2).
25
Tras su detención, cuando el juez instructor pudo arrancarle
las primeras declaraciones, probablemente las más fiables, tras una
crisis de llanto irrefrenable y un estado de nervios que aconsejó
internarlo en la enfermería de la cárcel, Gavilanes prosiguió
relatando lo sucedido del siguiente modo:
28
Elena Buendía
29
Pero era buen amigo, buscó a Comas y se fueron los dos
hasta allí en un carruaje. Sería éste quien subiese mientras el otro le
esperaba abajo. Arriba vio la puerta entreabierta, las luces
encendidas y nadie respondió a su llamada. No se atrevió a ir más
allá. Era obvio que algo grave había sucedido, pero no deseaba
saber más. La casa parecía abandonada. ¿Dónde estaban las
criadas? ¿Habían marchado en el momento del crimen, como
afirmaban, o tras comprobar el estado de su señora se vistieron
rápidamente y se fueron asustadas? Nadie se lo preguntó nunca, de
manera que su papel queda diluido en la indiferencia de fiscal y
defensores, atentos a otras cuestiones.
Los amigos, perplejos y asustados, volvieron al teatro
Apolo, pero por allí no estaba Gavilanes. Tampoco en el café
Castilla, donde dijo que los esperaría si no estaba en el lugar
anterior. ¿Qué había pasado con él? Hecho un manojo de nervios,
incapaz de esperar, Gavilanes no los había esperado. No pensaba
aún en huir más lejos, quería saber qué había pasado con la Celia,
incapaz de creer que la hubiera dejado muerta en el suelo del
gabinete, eso era imposible pero sabía que había pasado. Fue a
buscar a su mejor amigo, a José Lago, al que encontró cerca de su
casa, ya de retirada. Subieron al carruaje donde iba Gavilanes y
éste, finalmente, se desahogó explicándole lo que había sucedido.
Marcharon sin rumbo, el criminal hablando y hablando, presa de un
ataque de nervios, su amigo recordando quizá todas las veces que
le advirtió de la fama de su compañera, la necesidad de romper los
lazos que los unían y elegir otra mujer que no le sumiese en esas
crisis de celos obsesivos.
Al llegar cerca de la estación del Norte, Lago se bajó, tomó
otro carruaje y partió solo hacia Muñoz Torrero. Será él quien dé la
voz de alarma llamando primero al sereno, encargándole que acuda
30
al Delegado de distrito y dé parte de lo sucedido. Un buen amigo
Lago, al que su intervención le costó pasar varios días detenido,
acusado de haber dado unas señas falsas sobre su amigo. Tal vez
pensara que Gavilanes huiría y quería darle tiempo en su fuga. En
todo caso, en un calabozo estuvo hasta que el homicida resultó
preso, momento en que su intervención falseando su descripción,
resultaba irrelevante a efectos policiales.
El que fuera bajito, moreno, regordete, como lo describió
falsamente Lago, ciertamente sirvió a Gavilanes en su huida aquella
misma noche pero no en el camino que Lago sospechaba que había
seguido. La policía intervino poco después de que el delegado de
distrito comunicara la noticia. Se dirigieron a la Estación del Norte,
pero allí no estaba. Se interrogó a los taquilleros, se vigilaron
trenes, no salía ninguno a aquellas horas.
Pero no se había escapado de Madrid, tampoco quiso
esperar a Lago, finalmente se daba cuenta de lo irrevocable de su
situación. El joven manirroto, generoso en la diversión y
atendiendo los apuros de sus amigos, el que se levantaba tarde,
almorzaba y se iba con ellos de paseo, por la noche al teatro, no
sabía qué hacer cuando uno asesina a otra persona. De manera que
en la fría noche de Madrid, caminó sin rumbo, sin saber dónde ir.
Cerca del Puente del Rey le pararon dos guardias, que se
fijaron en su andar vacilante. Eran horas de dirigirse a casa, aún no
habían salido los churreros, los panaderos y tantos otros a pregonar
temprano sus productos. La ciudad, aunque por breves momentos,
parecía dormir sin que el chirrido de los tranvías alterase el sueño
de los vecinos. ¿Qué hacía ese hombre bien vestido pero algo
descuidado, caminando de un lado a otro? Lo detuvieron, le
preguntaron si llevaba un arma prohibida y él, como respuesta, sacó
la medalla de agente de Vigilancia de primera clase. Los guardias,
31
en presencia de un compañero, se limitaron a saludarlo dejándolo
ir, aunque bien recordarán luego su rostro.
Más tarde Gavilanes se tropezó con tres guardias más que
hacían su ronda por el paseo de San Vicente. Le preguntaron dónde
iba, él respondió que a casa. Ellos lo miraron, contaban con la
descripción de Gavilanes (bajo, gordito, moreno). Aquel hombre
espigado, con bigote, no se le parecía en absoluto y lo dejaron
marchar. Ningún agente de la autoridad lo vería en los siguientes
diez días, de modo que la consabida crítica periodística a su
ineficacia no se hizo esperar.
Pasaron los días y todos se preguntaban dónde estaría. Se
detuvo a varios hombres que respondían a la descripción correcta,
generando no sólo críticas sino también la rechifla de los lectores
de diarios. Se registraron casas en las que se sabía que vivían
amigos suyos (tenía bastantes, era un hombre conocido), sin éxito
alguno. Se hicieron batidas en lugares donde algunos decían que lo
habían visto, pero tampoco.
Mientras tanto, los periódicos deseaban mantener la tensión
de sus lectores y entrevistaban a amigos suyos, a los propietarios de
la calle Jardines donde había residido, dejando a deber más de mil
pesetas, afirmó la dueña. Gracias a esa huida es por lo que sabemos
bastantes cosas de su vida, aquello que los distintos testigos iban
desgranando, sobre todo José Lago antes de que lo metieran en la
cárcel, a fin de cuentas era su amigo de toda la vida.
El día 18, cuatro después del crimen, el inspector del
Gobierno civil señor Caro, recibió una confidencia. Un vecino
afirmaba haber visto movimientos sospechosos en la calle Apodaca
número 2. No se supo quién era el informante ni qué clase de
movimientos eran esos, pero el inspector se dirigió inmediatamente
al Juzgado correspondiente para pedir un permiso de registro
32
domiciliario. Por algún motivo que desconocemos se dio mucha
verosimilitud a la información. No podía ser de otra forma para que
se autorizase, porque el día anterior se había hecho un espectacular
registro en la calle Barbieri sin resultado alguno. El Juzgado quería
encontrar a Gavilanes, pero no a costa de incurrir en una nueva
situación ridícula ante la opinión pública.
En el primer piso del citado portal vivía Elena Buendía, una
joven de 23 años muy bien parecida (“escultural” la consideraron
algunos periódicos), que había tenido amores dos años atrás con
Gavilanes. Su piso era lugar de reunión de gente de su misma edad,
tanto hombres como mujeres, por lo que a nadie extrañó ver al señor
Caro, cuando consiguió acceder. Preguntó a la criada por la dueña
de la casa y, plantado frente a Elena, se identificó preguntando a
continuación por Gavilanes.
El rostro de la muchacha se demudó. Comenzó negando
todo, nada sabía, nada podía aclararle sobre su paradero. Apretada
a preguntas (tal vez hubieran visto entrar a un hombre de las mismas
señas), empezó a vacilar hasta reconocer que el viernes por la
noche, es decir, la noche de autos, un conocido suyo llamado
“Ramiro Rodríguez”, había aparecido en su casa a las cinco de la
madrugada.
Venía bebido porque dijo haber estado en el café Fornos
bebiendo con varias mujeres. Ella, que conocía su vida disipada, le
reprochó su estado y la hora intempestiva, pero lo dejó dormir en
una cama sobrante que tenía. Tampoco estaba muy extrañada de su
aparición porque un par de días antes lo había encontrado en la
Puerta del Sol, diciéndole entonces que tenía que ir a visitarla un
día de esos.
33
“Durmió hasta las diez y media de la mañana, hora en
que se le entró el desayuno, que ni probó siquiera.
Me dijo que deseaba leer los periódicos de aquel día,
porque un primo suyo llamado Gavilanes había hecho
una atrocidad horas antes y quería saber cómo refería el
hecho la prensa. Di las órdenes oportunas para cumplir
las indicaciones de mi amigo, a quien yo conocía de
tiempo atrás, sin que la curiosidad despertase en mí el
afán de ver qué era aquello. Lo cierto es que yo leo
medianamente, y aunque estoy suscripta a varios
periódicos, apenas si hojeo ninguno… Ha permanecido
en mi casa hasta el atardecer del lunes. Durante ese
tiempo no salió de su habitación. Me parecía algo
inquieto y turbado, especialmente a la hora en que yo le
entregaba los periódicos de la mañana o de la noche”
(El Liberal, 20.11.1902, p. 1).
34
más joven, levantisca, con acento andaluz. Su declaración resultó
muy interesante al juez Ortega Morejón.
Elena Buendía
36
vigilancia frente al número 2 de la calle Apodaca, por si el fugitivo
volvía a refugiarse allí.
Pues bien, un joven atildado, rasurado, se presentó aquella
misma noche reclamando al sereno que le abriese la puerta de la
casa. Acudió presuroso el guardia cuando el sereno advertía que la
señora que buscaba en el primero no se encontraba allí. Preguntó al
joven quién era y por qué buscaba a Elena Buendía. “Soy su novio”
afirmó perplejo el hombre.
Llevado al Juzgado para que declarase demostró ser un
“novio” muy paciente con su enamorada. Había ido a su casa el
sábado por la noche, pero las criadas le dijeron que no podía pasar
porque su señora tenía la visita de un caballero. Se encogió de
hombros y volvió al día siguiente. Entonces fue la misma Elena la
que le contó apurada que había llegado a su casa un antiguo amigo,
al que tenía que acoger por unos días. Y nada más, el muchacho
volvía aquel miércoles por la noche, por si había más suerte. Uno
se pregunta cuántas visitas de caballeros tenía Elena Buendía,
cuántos “novios” se contaban y cuál era la razón de que tuvieran
tanta paciencia, aunque los motivos parecen evidentes.
También cabe hacerse la pregunta de por qué ese
“protector” nunca fue identificado en el proceso ni llamado a
declarar en el juicio, cuando se dirimía la culpabilidad de su
“protegida”. Persona influyente y conocida tenía que ser.
En todo caso, Elena terminó aquellos días en la cárcel y, por
unos cuantos, la acompañaron en el calabozo sus criadas o, al
menos, una de ellas. Dolores Solís debía estar en otra celda porque,
cuando el juez le comunicó que quedaba detenida, su señora, que
esperaba en la antesala, recibió todo tipo de denuestos y amenazas:
“¡Me has perdido!” exclamó la criada con ademán furibundo,
“¡Merecías que te destrozase ahora con mis manos!”. Ciertamente,
37
tenía un carácter levantisco y nada sosegado, sobre todo teniendo
en cuenta que era ella quien había comprometido a su señora con
sus declaraciones.
38
El último escondrijo
Elena Buendía
42
(tan cristiana en el fondo) valores profundos que pueden llegar a
suponer la salvación de la bella Elena Buendía. Es la retórica de la
época, muy al gusto folletinesco de los jurados, que asistirían
conmovidos a tal declaración.
Es cierto que Ramiro Gavilanes era un hombre generoso,
dadivoso, incapaz de no atender, si podía, la necesidad de un amigo,
de la propia Celedonia, a la que idolatraba pese a sus engaños. ¿No
es cierto también que necesitaba el apoyo, el cariño de sus amigos,
para sentirse bien consigo mismo? Por eso, tras solo cuatro meses
de cárcel, cuando ha de enfrentarse al tribunal que lo enjuiciará,
protesta porque lo han abandonado. ¿Es que pensaba que la cárcel,
su marca de homicida, iban a ser ignoradas, que podría departir en
la celda con sus amigos, dejar correr el vino, las risas? ¿Creía que
todo seguiría igual, que sus amigos harían cola para visitarlo en su
celda?
Habían pasado algunos días más cuando de nuevo hubo una
confidencia, esta vez dirigida al señor Millán Astray, el director de
la Cárcel Modelo. En ella se afirmaba, posiblemente con carácter
anónimo, que el perseguido Gavilanes se encontraba en una casa de
huéspedes de la calle Jacometrezo número 67, segundo izquierda.
Curiosamente, la misma calle donde tenía el despacho de vinos el
padre de Celedonia. El director, sin dudarlo un momento (la pista
parecía sólida y detallada), se dirigió al Juzgado de guardia, el de
Hospicio el día 25 de noviembre, para obtener una orden de
registro.
El señor Millán Astray, cuyo papel en el crimen de la calle
Fuencarral había sido muy cuestionado por su dejadez, deseaba
siempre obtener un buen tanto y la notoriedad consiguiente por
haber detenido a este conocido fugitivo. Por ello pidió
43
expresamente que la detención fuera suya, eso sí, en compañía del
agente de la policía judicial Laureano Díaz.
Tan atento estaba el director de la Cárcel Modelo a este
golpe publicitario que descuidó su tarea principal. Aquel mismo
día, dos conocidos delincuentes (José Fernández “El Pepín” y
Cándido Alcocher), a la espera de juicio en las celdas de la Modelo,
escaparon de su presidio de forma bien organizada, casi
espectacular. El primero abrió la puerta de su celda gracias a un
instrumento que fabricó, tras el último recuento del día anterior,
liberó a su compañero, y ambos subieron silenciosamente a la
quinta galería, salieron por una ventana al tejado y allí, en el lado
del paseo de Moret, los esperaban otros compinches para tender una
cuerda desde el tejado a un árbol de manera que los nuevos
fugitivos se descolgaran por allí.
Pues bien, la fuga fue descubierta en la mañana del día 25
pero, en vez de hacer las averiguaciones necesarias y participar en
la búsqueda de los huidos, el señor Millán Astray prefirió acercarse
a la calle Jacometrezo con el agente de la judicial, para obtener un
tanto que le daría buena publicidad.
Allí se encontraron a la propietaria, una mujer de cierta edad
llamada Vicenta Alcorán. Le dijeron quiénes eran y que deseaban
registrar las habitaciones, a lo que ella no puso obstáculo ninguno.
De manera que fueron de una a otra hasta llegar al último cuarto,
de pequeñas dimensiones, donde solo había una mesa de noche y
una cama. Unas ropas de hombre colgadas les hicieron sospechar,
aunque la dueña decía que allí no había nadie alojado.
Ni corto ni perezoso, el señor Astray metió el bastón por
debajo de la cama y éste tropezó con un gran bulto que podría ser
de ropa pero que tenía la virtud de quejarse por el golpe. El agente
Díaz levantó entonces el colchón y allí se encontraba un hombre
44
vestido con descuido, como si le acabaran de sacar de la cama
donde descansaba.
“¿Quién es usted?” debió preguntar al elemento que salió
arrastrándose por el suelo. Bien sabían la respuesta, aunque llevara
los bigotes recortados. De todos modos, el sujeto se echó a llorar
(no pararía de hacerlo prácticamente en un día entero) y exclamó:
“No me hagan nada. Soy yo, Gavilanes”.
Sus primeras declaraciones, allí mismo, balbuceando y
enjugándose las lágrimas, fueron para justificarse diciendo a sus
captores:
45
“El lunes por la noche -dijo Vicenta-, lo encontré en la
plaza de Santo Domingo y me preguntó si continuaba
con mi negocio de alquilar habitaciones. Le dije el
precio y las condiciones de un cuarto que tenía
disponible, le pareció bien y me entregó 75 pesetas por
la primera quincena y se quedó ya aquella noche en la
habitación, de donde no ha salido hasta hoy. El martes,
el huésped me dijo que estaba enfermo y ha estado en
cama los siete días.
Yo -continuó la Vicenta- le he servido caldos, porque
comía poco, y nunca creí qua fuera el hombre a quien
buscaba la policía” (El Imparcial, op.cit.).
47
su madre y ambas optaron por salir de la casa, de manera que al
abrir la puerta oyeron la detonación.
El fiscal no tenía dudas de lo que había sucedido en el
momento del disparo:
48
El fiscal Martínez Enríquez
50
Sin embargo, hubo un hecho que causó hasta cierto
escándalo en la sala del juicio, particularmente entre los miembros
del tribunal. El letrado de la acusación particular, el señor Alonso
(seguramente representando a los padres de Celedonia), tuvo una
intervención sorprendente. Por una parte se mostró sumamente
vacilante, como si no creyera en lo que estaba haciendo, agravada
su actitud por aducir un malestar que lo dejó a mitad de su alegato.
Cuando volvió a retomarlo, resultó que también defendía el delito
de asesinato para Gavilanes. Eso era lo habitual, es decir, que se
acogiera a la acusación del ministerio público y buscara en todo
caso mayores agravantes pidiendo una condena aún mayor, si cabía.
Pero no, negó el agravante de alevosía que sostenía el fiscal y optó
por añadir la premeditación, que el fiscal no había considerado.
Esta actitud, como decimos, era tan inusual que causó una
muy mala impresión en el tribunal y el Jurado de la causa,
desautorizando en gran medida el papel que realizó la fiscalía.
Resulta extraño ese cambio de criterio, máxime cuando bien se
podía defender la alevosía pero difícilmente podía pensarse que el
asesinato hubiera estado planeado de antemano.
Este resquicio lo aprovechó al máximo el señor Muñoz
Rivero, defensor principal del encausado. Cuando comprobó la
discrepancia pasó a defender la inocencia de Gavilanes y, si se le
llegaba a considerar culpable, sería tan solo de un “homicidio por
imprudencia temeraria”, concurriendo, como apuntamos antes, las
atenuantes de arrebato y obcecación, que estaban tan acordes con
las declaraciones del acusado.
Para defender estas consideraciones se levantó en su turno
Muñoz Rivero, a fin de remachar sus argumentos frente a un
escandalizado fiscal y a un tribunal que debía dirigir miradas
reprobatorias al acusador privado.
51
El defensor Muñoz Rivero
55
56
Cinco casos
de la época
57
58
La jauría de Fermoselle
62
- Señor presidente; como no hay mejor sordo que el que
no quiere oír, renuncio a seguir preguntando al testigo”
(El Imparcial, 11.12.1903, p. 2).
63
“Desde la inmediación de la casa incendiada, el alcalde,
como autoridad y además como vecino, debió ver quién
o quiénes desde el tejado o por la puerta penetraron en
la casa y acometieron al Gabriel hasta el punto de
seccionarle el cuello y se concretó a pasar recado al juez
municipal, para levantar el que a él le parecía cadáver”
(El Imparcial, 3.12.1903, p. 1).
70
El matón segoviano
76
El zapatero enfurecido
81
“Según parece, el Sr. Deiro la requirió de amores.
Añadió que un día, hallándose ella en la cocina, el joven
andaluz la hizo beber un vaso de vino que la trastornó
en tales términos, que tuvo que retirarse a su habitación,
añadiendo que poco después presentóse el Sr. Deiro en
ella, no recordando la declarante lo que ocurrió luego,
por el mareo que sufría.
Recuerda que al día siguiente de ocurrir esta escena se
sintió enferma, siendo reconocida por el doctor
Yillagraz, que habita en la misma casa, quien la dijo
que había sido víctima de un atropello, cosa que ella
participó a su madre.
Parece que al ser interrogada la joven acerca de lo
denunciado por el Sr. Deiro, manifestó que recordaba
que su madre habló, a raíz de su entrevista con el
médico, con dicho joven, el cual, según sus noticias,
ofreció, ya que no podía contraer matrimonio con María
López, dotarla en 50.000 pesetas como recompensa al
cariño que hacia él había demostrado” (El Globo,
27.1.1902, p. 2).
82
El caso es que doña Estrella tuvo claro que aquel mozo no
se iba a ir de rositas después de beneficiarse a su hija arrebatándole
la flor de su virginidad y manchando su reputación para siempre.
De manera que, si seguimos la denuncia presentada por Manuel
Deiro tiempo después, se presentaron en su habitación Manuel
López y Estrella, su mujer, el primero provisto de un revólver, la
segunda de un bisturí, conminándole a que firmara un documento
por el que reconociera su falta y el delito de estupro que había
cometido.
Contrito y amedrentado, el joven se sintió obligado a firmar.
Nada se dice de que le hubieran propuesto llevar a cabo una boda
forzada por el delito cometido. Parece que esta posibilidad no se la
planteaba nadie, salvo quizá la pobre muchacha deshonrada que
seguía el proceso avergonzada de la culpa que le correspondía, sea
por activa o por pasiva, que eso nunca quedó claro a raíz de aquel
vaso de vino.
Reconocido el delito documentalmente, la madre de la
muchacha deshonrada pasó a la siguiente fase del plan. Le anunció
que llamaría a un notario a fin de que firmase una deuda
compensatoria del daño causado, en concreto 50.000 pesetas a
pagar en un primer plazo de 10.000 en julio de aquel año y otro
tanto en cuatro años sucesivos. El muchacho se negó en redondo
por lo que, de nuevo ante el revólver, ahora empuñado por doña
Estrella, tuvo que irse a su habitación quedando encerrado en ella
durante tres días.
En un primer momento, se le ocurrió escribir una carta
dirigida a un amigo de la familia que vivía en Madrid, el Excmo.
Sr. González de la Peña. Para ello, una vez escrita pidiendo le
socorriesen, la tiró por el balcón de su habitación, siendo recogida
por un mozo de la cochera de enfrente. Fiel a la petición, llevó la
83
carta a su destinatario, pero quiso la mala suerte que éste se
encontrara en Utrera, ciudad de la que volvió al cabo de dos días.
Al leerla, mandó aviso urgente a su amigo, el Sr. Deiro, para que
enviase a alguien que tomara cartas en el asunto.
A esas alturas Manuel desesperaba, por lo que se decidió a
enviar una nueva carta por el mismo conducto, esta vez al juez de
guardia. Doña Estrella, perspicaz, se dio cuenta de que la había
arrojado a la calle y se hizo con ella antes que el mozo de la cochera,
que no estaba al quite como en la ocasión anterior.
Subió hecha una furia y le mostró la carta abierta al joven
que, viéndose descubierto, comprendió que nadie lo socorrería en
su desesperación. Como aún se negara a firmar ese pagaré, un tal
Enrique Valls, amigo de la familia y residente también en la casa
de huéspedes desde hacía tiempo, ejerció de “hombre bueno” y
habló en privado con él.
Le vino a decir que lo hecho, hecho estaba, que había que
afrontar las consecuencias porque, de otro modo, y él conocía bien
a doña Estrella, la situación podía llevar al asesinato del joven. Por
darle un empujón para que aceptase, le vino a decir que firmara y
luego, una vez libre y en la calle, podía denunciarlo o hacer lo que
considerase oportuno.
El muchacho, que no sabía ya a quién recurrir, mostró su
conformidad a firmar y los padres de la agraviada trajeron a su
primer notario, Miguel Rubias. Éste vio la situación y notó algo
raro, la dueña de la casa habló de que le había prestado dinero y el
documento era para que Manuel se comprometiese a devolverlo.
Cuando notó que el notario iba a reflejar ese préstamo, que en
realidad no existía, cambió de opinión y mencionó que el chico
había ultrajado a su hija, de manera que aquello era una
compensación por el delito cometido.
84
La situación era tan extraña e irregular que el notario,
aduciendo que la cédula de identidad del joven no era válida, se
negó a proseguir con el procedimiento. Cuando se fue, Manuel se
ofreció a regularizar la cédula yendo al organismo oportuno.
Doña Estrella, que vio el truco, se negó tajantemente e hizo
ademán de sacar el revólver, en vista de lo cual el muchacho volvió
mansamente a su habitación. Con el segundo notario, Arsenio
Rueda, la cosa fue más fácil, la versión resultó impecable desde el
principio y no hubo cambio de opinión: la compensación era por la
deshonra efectuada en su hija María. Firmado y rubricado.
Una vez en la calle, Manuel se dirigió a casa del amigo de
sus padres y éste lo acompañó hasta donde se encontraba Antonio
Bellén, abogado enviado por el señor Deiro, que acababa de llegar
y se alojaba en un hotel. Tomó al muchacho del brazo, una vez
enterado del asunto, y lo llevó hasta el Juzgado de Instrucción que
estaba de guardia aquel día, correspondiente al distrito de Hospicio.
El juez mandó llamar a los dueños de la casa de huéspedes,
interrogó a la hija y, ante la denuncia, mandó que visitaran la cárcel
los dos primeros.
El juicio se efectuó en junio del año siguiente. Ignoramos si
Manuel López y Estrella Losada pasaron año y medio en prisión,
pero bien podría haber sucedido. El tribunal escuchó a varios
testigos, la hija María López volvió a hablar de su pérdida de
sentido por aquel dichoso vaso de vino. No hay relación de los
testimonios que allí se presentaron, probablemente de los acusados
y también de algunos inquilinos de la casa de huéspedes, como el
citado Enrique Valls. Solo sabemos que dichos testimonios “fueron
favorables” a los procesados.
Finalmente, dos días después el Jurado consideró que los
propietarios de la casa de huéspedes no eran culpables de secuestro
85
y robo, como eran acusados por el fiscal, y los encontró no
culpables. El presidente del tribunal dictó su inmediata puesta en
libertad. Eso daba lugar a una inmediata consecuencia, que un
periódico resumía así:
86
Una mujer martirizada
Antonia Romera
88
Con todo ello, cuando la mujer estuvo de vuelta, se trasladó
hasta la Casa de Canónigos donde declaró ante el juez de guardia,
el señor Ruiz Andrés. Lo que decía aquella mujer producía tal
impresión que éste no dudó, primero, en disponer un completo
informe forense y, segundo, mandar a unos agentes para que fuesen
a su casa en la calle Jorge Juan 52, trayendo al marido hasta su
despacho.
Fue el doctor Samaniego el encargado del examen médico.
A él se uniría posteriormente el doctor Alonso Martínez, a fin de
completar el informe que debían remitir oficialmente del estado de
Antonia. El mismo era devastador: la mujer estaba señalada en
diversos lugares del cuerpo con lesiones recientes y otras
cicatrizadas; las heridas estaban provocadas por agresiones con
arma blanca y golpes recibidos con objetos de gran dureza, como
un palo.
Se cuidaron de especificar que los traumatismos
observados, en gran parte, quedaban fuera de su propio radio de
acción, de manera que no se los podía haber ocasionado ella misma.
La mujer, además, presentaba una higiene deficiente y señales de
abandono.
En una apostilla a su informe, el doctor Samaniego hacía la
importante observación de que recordaba haberla atendido como
ocho años atrás, debido a un exhorto del Juzgado de Murcia, que
así lo mandaba por denuncia de la madre de Antonia. Entonces le
apreció una herida en el brazo izquierdo que ella negó se la hubiera
producido su esposo. Cuando ahora le preguntó por aquello la
mujer afirmó que entonces había mentido por temor a la reacción
de José Antonio González, su marido.
Éste recibió a los agentes en su domicilio con cierto aire de
superioridad. Manifestó estar alarmado por la desaparición de su
89
mujer sin poder evitar la contrariedad que le causaba la presencia
de los guardias en su casa. Con 34 años, su aspecto era bastante
bueno, mostrando un color saludable, bien diferente del de su
esposa, un cabello bien cuidado.
90
gobernador civil de la provincia. Cuando él contaba 25 años y ella
16 la había raptado en un arrebato amoroso, lo que provocó que los
familiares de la muchacha, bajo amenazas, lo obligaron a casarse.
Por supuesto, negaba todo maltrato a su mujer,
reconociendo que era cierto que la dejaba encerrada en casa junto
con los hijos cuando él salía, pero era para protegerlos de cualquier
intento de robo, algo que a Antonia la tenía atemorizada. Negaba
una y otra vez haberle propinado golpe alguno, al contrario, bien
que la atendía cuando se ponía de parto, hasta acostumbraba a
guisar él mismo. No tenía más que expresiones de cariño hacia su
mujer y protestas de inocencia respecto a las lesiones de Antonia,
que adjudicó a las secuelas de una viruela.
Fue siempre una incógnita saber de qué vivía aquel hombre,
además de unas doscientas pesetas al mes que le pasaba su tío
murciano, el ex gobernador. Las preguntas posteriores a vecinos y
amigos, lo situaban en el café Fornos, en los teatros, participando
en juergas con mujeres de la vida. Sus salidas nocturnas eran
frecuentes y resultaba excepcional que hubiera olvidado las llaves
de la puerta en el salón, algo que había aprovechado su mujer para
escapar. Algo de su modo de ganarse la vida llegó a conocimiento
de las autoridades y le supuso un segundo juicio después del que le
llegaría a corresponder por el trato dado a su mujer.
El juez señor Valle, del distrito de Buenavista, que
finalmente se encargaría de la instrucción de forma ordinaria,
mandó que lo bajaran a los calabozos de la Casa de los Canónigos
a fin de permitir, entre otras cosas, que Antonia Romera pudiera
volver a su hogar y hacerse cargo de sus hijos. El nuevo preso tuvo
palabras malsonantes para la Justicia que así lo trataba,
enfrentándose a los periodistas que se habían alertado por su
detención, informándoles a voces de que él era completamente
91
inocente y que todo se aclararía en poco tiempo para permitirle
recobrar su libertad.
El juicio se celebró a partir del día 9 de diciembre de 1903,
casi dos años después, tiempo que el marido tuvo que aguantar en
prisión, a la espera de la resolución del caso. Habitualmente, el
procedimiento judicial venía precedido por el nombramiento del
Tribunal, así como por los alegatos iniciales del fiscal y el defensor,
que proponían la pena o absolución que eventualmente debiera
recaer sobre el procesado. Es así cómo nos enteramos de las
declaraciones sumariales que Antonia había vertido durante la
instrucción.
El fiscal sostuvo que José Antonio “redujo a su esposa a
todo género de martirios, algunos de los cuales consistían en
obligarla a salir desnuda al balcón en el mes de enero y a lavarse
los pies con agua helada”. Esto, que ya sabíamos, era apenas una
muestra de los tormentos refinados y sádicos que el marido había
hecho padecer a su mujer. Así, también le arrojaba agua hirviendo,
la marcaba con unas tenazas calentadas al rojo, golpeándola con un
bastón en cuanto constataba o sospechaba un mal comportamiento
por parte de Antonia.
En lo que parece el colmo de la crueldad, era capaz de atarla
por las manos a una de las columnas de hierro de la cama
matrimonial, la desnudaba y obligaba a su hija mayor Irene, de
apenas seis o siete años, a azotar a su madre con un vergajo que
compró al efecto. Los pinchazos con un cuchillo eran también
habituales, encerrando siempre a su mujer y sus hijos en dos
habitaciones, de donde no les permitía salir, clausurando las
ventanas y el balcón con candados colocados al efecto. De ahí que
la niña mayor, cuando se vieron libres de la amenaza de su padre,
92
quisiera sobre todo y con gran ilusión que su madre la acompañara
para ver la calle.
Cualquier salida del piso estaba prohibida y ello lo
conseguía, como se ha dicho, cerrando la puerta y custodiando las
llaves, además de utilizar un candado de combinación y, en el
colmo de la ignominia, disponer un aparato en la cerradura que, en
caso de ser violentada ésta, dispararía una bala.
93
En principio, el fiscal pedía veinte años de cárcel por cada
uno de los cuatro delitos de violencia y secuestro, entendiendo que
eran independientes en cada uno de los miembros de la familia. El
defensor pidió la libre absolución para su defendido o, en todo caso,
una pena menor por lesiones, ya que no se entendía un secuestro
estando en la propia casa, como afirmó.
Al terminar sus alegatos llegó la gran sorpresa que anunció
el presidente del Tribunal: Antonia Romera, por entonces residente
con su madre en Barcelona y a cargo de sus hijos, había retirado la
denuncia ante notario y, por tanto, no acudiría a declarar en el juicio
de su marido. Aquello cayó como una bomba al fiscal, que protestó
airadamente de que eso supusiese dejar en completa libertad a un
sujeto semejante. El presidente, también algo desconcertado, tomó
la decisión de no anular el juicio sino aplazarlo hasta que se hiciesen
las consultas oportunas con la interesada, a fin de determinar qué
había motivado su cambio de opinión en delito tan grave y si era
posible que volviese a rectificar. Con ello tuvo que contentarse el
fiscal.
Casi cinco meses después el juicio pudo reiniciarse, tras
aclararse en una nueva declaración ante notario, qué había sucedido
para que la víctima cambiara de opinión hasta dos veces,
renunciando y volviendo a apoyar la denuncia contra su marido.
Al parecer, enviados de su marido, con el probable apoyo
de aquel tío ex gobernador tan influyente todavía, se habían
presentado en su hogar de Barcelona. Allí le expusieron que, a
cambio de dar un poder notarial al procurador Montiel en Madrid,
para que retirara en la capital su denuncia, su marido y familiares
se comprometían a asegurar el porvenir económico de los hijos y el
suyo, pasándole una generosa aportación mensual que aliviara las
penurias económicas que estaban padeciendo. Afirmaron además
94
que el defensor privado con el que Antonia se había entendido bien
hasta entonces, estaba de acuerdo completamente con esta solución.
Los negociadores tuvieron la habilidad de presentarse pocos
días antes del juicio, cuando no había forma de contactar con dicho
defensor antes del acto jurídico. Antonia, en su ingenuidad, ni
siquiera les requirió un compromiso escrito y, finalmente, se mostró
conforme con retirar la denuncia dando ese poder ante notario para
que el procurador Montiel obrara en su nombre. Fue este último el
que transmitió la retirada de la denuncia el mismo día en que tenían
lugar los alegatos de fiscal y defensor.
Una jugada perfecta que no hizo más que aplazar el juicio
porque muy pronto, confesó la mujer, comprobó que las promesas
económicas se quedaban en nada y, puesta en contacto con su
defensor, se enteró de que éste no sabía nada de tal negociación.
Era por ello que, sabiéndose engañada y por consejo de ese mismo
abogado, volvía a replantear la denuncia y acudía a declarar. La
lectura de este escrito el primer día del juicio causó gran sensación
en el público y, seguramente, en los miembros del Jurado,
predisponiéndolos en contra del procesado, que se mostraba abatido
después de dos años en prisión.
Finalmente en el estrado, José Antonio González Maestre
negó terminantemente que maltratara a su mujer pero tenía que
reconocer (era obligado) que había dispuesto su casa como si fuera
una fortaleza medieval. Durante la instrucción sostuvo que era
debido al miedo que tenía Antonia a ser objeto de un robo. Ahora
modificó en parte esa declaración.
Contó que, en cierta ocasión, alguien había entrado en la
casa utilizando una palanqueta, estando su esposa dentro, pero que
solo había robado una capa antes de irse. La situación y la escasa
cuantía del robo le hizo sospechar que quien había entrado en
95
realidad era un amante de su mujer. Desde luego, eso no originó
malos tratos sino que le exigió a ella saber de quién se trataba.
Aunque quiso negarlo, Antonia terminó reconociendo, según su
marido, que había sido un carbonero que ya le había pedido favores
anteriormente, aunque ella nunca se los concedió.
Entonces, para proteger a su mujer y sus hijos de un nuevo
intento de aquel carbonero y también, debía reconocerlo, por los
celos que le despertó la situación, blindó la puerta cerrándola con
llave y añadiendo un candado con letras, a fin de que nadie pudiera
entrar en su domicilio.
Declararon después las respectivas madres. Mientras la
declaración de la correspondiente a Antonia no hizo sino redundar
en los argumentos expuestos previamente por el fiscal y ratificados
tanto por Antonia como por su hija Irene, entonces ya de nueve
años, la declaración de la madre de José Antonio resultaba, a fuer
de sincera, algo desconcertante.
Doña Basilisa Maestre reconocía que su hijo era un hombre
poco comunicativo pero que únicamente se enfurecía cuando se le
mencionaba a su suegra, que andaba mal metiendo el matrimonio,
o a un médico que vivía en Madrid llamado Cárceles, primo de la
suegra y que acogió una temporada a Antonia y sus hijos antes de
marchar finalmente a Barcelona. “En fin” terminó diciendo la
mujer, “siempre aconsejé a mi nuera que tuviera paciencia porque
mi hijo es un desequilibrado”. Si confiaba en que su declaración
consiguiera declararlo irresponsable, desde luego no lo consiguió.
Ni siquiera el defensor del procesado adujo trastorno mental alguno
que lo exculpara.
Tras las declaraciones, tanto el fiscal señor Mena como el
defensor señor Valero Martín, debían exponer sus conclusiones
definitivas, en caso de que existieran variaciones sobre lo pedido
96
inicialmente. Al final el primero, en vez de considerar cuatro
delitos, los redujo a uno solo según lo contemplado en los artículos
495 y 496 del Código Penal vigente. Este último se aplicaba cuando
la detención duraba más de veinte días y en ellos se produjesen
lesiones, como entendía que era el caso. El parentesco y el abuso
de superioridad eran otros tantos agravantes que considerar al
pronunciar la sentencia.
El defensor, en cambio, adujo que el procesado no era autor
de ningún delito. En todo caso, si se le consideraba culpable de
detención ilegal, ello se habría cometido por imprudencia
temeraria. Si acaso, se podría admitir su responsabilidad en el delito
de lesiones.
Este cambio obligó al fiscal a enfrentarse a lo que entendía
era una consideración inapropiada.
98
El crimen de
La Guardia
99
100
Devuelto por el agua
102
fuertes mariscadoras gallegas, marcharon a dar parte a las
autoridades.
El cadáver, según observó el médico trasladado al lugar, se
encontraba con los brazos atados y presentaba un enorme tajo en la
garganta propinado por una persona fuerte y acostumbrada a
realizar este tipo de tareas, como se apreciaba por la fuerza y la falta
de vacilación. De hecho, este médico llegaría a la conclusión de que
el asesino tenía que ser corpulento para inmovilizar a la víctima por
detrás con el brazo izquierdo mientras empleaba una cuchilla con
el derecho.
Una vez realizado el crimen, casi con seguridad en el mar,
había atado sus brazos y arrojado el cadáver por la borda, sin pensar
en que, ausente de todo peso adicional, el cuerpo volvería a la
superficie al cabo de varios días, hinchado por los gases de la
putrefacción, y aparecería en cualquier punto de la costa. Si el
propósito era hacerlo desaparecer, no se podía haber actuado con
mayor torpeza.
Cuando se identificó el cadáver como correspondiente al
desaparecido Juan Florentino, todos los vecinos señalaron a la
culpable: su mujer, Carolina Lago. Indudablemente, había utilizado
una mano interpuesta, pero se daba por seguro que ella estaba detrás
de lo sucedido, entre otras cosas porque razones no le faltaban para
ello.
Sólo diez días antes, el 27 de diciembre, los dos esposos se
habían cruzado en la plaza central de A Guarda. Ella, que no se
atrevía a marchar sola por el pueblo estando su marido por allí, iba
acompañada de su madre, pero a Florentino le dio igual. Empezaron
a gritarse y él comenzó a dar puñetazos a su mujer, a su suegra,
hasta hartarse. Naturalmente ella, que trabajaba en una tablajería
103
(puesto de venta de alimentos, particularmente carne), sacó un
cuchillo del oficio y le dio un buen tajo en la cara.
Ante el escándalo, los vecinos separaron a los contendientes
mientras uno de ellos fue a avisar a la Benemérita, que los condujo
seguidamente al calabozo. Tres días después comparecieron ante el
juez dando sus razones de tal atropello, siendo emplazados para el
día 3 de enero, a fin de dictar sentencia sobre el asunto.
Llegó ese día y la única que se presentó fue Carolina Lago.
El juez, cansado de esperar a la otra parte, dictó una resolución por
la que se condenaba al ausente a diez días de prisión y pagar las
costas del juicio. Para entonces, Florentino ya había muerto, aunque
aún no se supiera. Sin embargo, comenzó un “run run” entre la
población. Alguien dijo que el día anterior al juicio, había salido de
la casa de su actual pareja, Aurora Fernández, en compañía de un
amigo que trabajaba también con Carolina en su negocio. El dedo
certero de la población, antes de la denuncia materna, ya sabía a
quién señalar y por qué.
104
Un matrimonio desgraciado
108
Matar por precio
109
“- ¿Es cierto que usted habló con Ángel Carrera,
hermano del procesado que se sienta a su lado, para que
matase al marido de usted, y que él se negó a pesar de
los ofrecimientos que usted le hizo?
- Yo hablé con él, pero no para que lo matase, sino para
que lo quitase de en medio mandándolo a América.
- ¿El procesado José Carrera lo ayudaba a usted en las
operaciones de matar las reses?
- Me ayudaba solo a llevar la carne a la tablajería.
- ¿Y es cierto que usted habló con ese hombre y le dio
dinero para que matase a su esposo?
La procesada vacila un momento, responde después
con algunas evasivas y termina diciendo con acento de
gran energía:
- Sí, señor. Yo le dije que le daba 40 o 50 duros para que
me lo quitara delante… para que lo matara… para que
hiciera cualquier cosa (Sensación en el público)” (El
Diario de Pontevedra, 5.3.1903, p. 2).
111
- ¿Y es cierto que a los pocos días se presentó Carrera a
usted diciendo ‘El encargo ya está cumplido’?
- No recuerdo, pero me parece que sí, señor” (Op.cit.)
112
- A pesar de lo que usted niega ¿no es cierto que usted
jugó esa noche al tute en casa de Aurora con el
desgraciado Juan Florentino y que…?
El procesado interrumpe al fiscal gritando: No, eso es
mentira, eso es calumnia.
- ¿No dijo usted a Carrero ‘Ven conmigo que yo te daré
carne para cenar’?
- No, señor, mentira todo” (Op. Cit.)
113
Su defensor buscó exculparlo aduciendo que no había prueba
alguna que situara a su cliente como criminal. Nadie los vio subir a
una barca, nadie estaba presente en el momento en que atenazó por
la espalda a su descuidada víctima, y segó su vida con un tajo
decidido en su cuello. Si era así, si no había pruebas ¿cómo podían
considerarlo culpable? Desde luego, cualquier admisión de sus
actos lo llevaría directamente al garrote vil, de manera que,
teniendo en cuenta la declaración de una testigo privilegiada
(Aurora), más le hubiera valido aducir que la operación se truncó,
que ambos se separaron en el puerto y no habían tenido más
contacto desde entonces.
Eso podría haber supuesto un cierto margen de actuación
para el alegato final del defensor, pero sus negativas reiteradas a
cualquier admisión teñían de mentira su declaración. Lo sostenido
por Carolina ponía en sus manos el motivo para el crimen, lo
manifestado por Aurora le localizaba con la víctima poco antes del
mismo.
Su culpabilidad resultaba tan evidente que ni su propio
hermano quiso encubrirlo en el estrado. Ángel Carrera, que
confirmó la propuesta de muerte por parte de Carolina a cambio de
6.000 reales, continuó diciendo que esa noche la llave de la puerta
de la calle quedó puesta para cuando volviese José, al que no sintió
llegar porque estaba dormido.
El resto del juicio fue un sucederse testigos que no hacían
sino corroborar los malos tratos de Florentino, por una parte, y
algunos de los pasos dados por José Carrera aquel día 2 de enero,
sin que en ningún caso le sirviesen de coartada.
114
El largo curso del indulto
119
Por cierto que dichas criaturas hubieron de perecer [sic]
en el choque ocurrido cerca del Gorgullón, pues venían
precisamente en el tren correo de aquella noche.
Esto lo interpretaba Carolina como una mala señal para
la suerte de sus hijos” (El Diario de Pontevedra,
29.10.1903, p. 2).
121
122
Este libro fue distribuido por cortesía de:
Comparte este libro con todos y cada uno de tus amigos de forma automática,
mediante la selección de cualquiera de las opciones de abajo:
TusLibros.com respeta la propiedad intelectual de otros. Cuando los propietarios de los derechos de un libro envían su trabajo a TusLibros.com, nos están dando permiso para distribuir dicho
material. A menos que se indique lo contrario en este libro, este permiso no se transmite a los demás. Por lo tanto, la redistribución de este libro sín el permiso del propietario de los derechos, puede
constituir una infracción a las leyes de propiedad intelectual. Si usted cree que su trabajo se ha utilizado de una manera que constituya una violación a los derechos de autor, por favor, siga nuestras
Recomendaciones y Procedimiento de Reclamos de Violación a Derechos de Autor como se ve en nuestras Condiciones de Servicio aquí:
https://www.tuslibros.com/tos.html