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El crimen de Gavilanes

y otras historias

Carlos Maza Gómez

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© Carlos Maza Gómez, 2021
Todos los derechos reservados

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Índice

El crimen del juerguista celoso ………….. 5


Cinco casos de la época …………………. 57
La jauría de Fermoselle ………………….. 59
El matón segoviano ……………………… 71
El zapatero enfurecido …………………... 77
El precio de la deshonra …………………. 81
Una mujer martirizada …………………... 87
El crimen de La Guardia ………………… 99

3
4
El crimen del
juerguista celoso

5
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El cadáver de Celia

El viernes 14 de noviembre de 1902 los periódicos no


trajeron a sus portadas grandes noticias. El señor Sagasta había
formado gobierno finalmente, no sin antes fracasar en conseguir
que fuera de concentración de varios partidos, de manera que se
preveía que el entonces constituido no duraría mucho.
Cuando el director del Heraldo de Madrid consultó con sus
redactores la cabecera del día siguiente, uno de ellos mencionó la
existencia de un crimen en la calle Muñoz Torrero. La policía sabía
perfectamente quién era el asesino, en eso no había misterio alguno,
resultaba el clásico amante despechado por celos, engañado por la
mujer y que se había tomado la justicia por su mano. Había dos
aspectos algo diferentes que podían dar juego: el hombre era una
persona bien relacionada, habiendo trabajado como secretario en el
Gobierno Civil de la capital y además llevaba encima la placa que
lo identificaba como agente de Vigilancia; por otro lado, quizá
incluso por ese buen pasar que tenía, parecía haber escapado con
suma facilidad y los bolsillos bien provistos. Se podía prever que
su escapada, como la de la asesina Cecilia Aznar cinco meses antes,
podía durar días. A fin de cuentas ésta era una simple criada, pero
Ramiro Gavilanes, que de él se trataba, resultaba un señorito
adinerado, según se decía. No le faltarían lugares donde alojarse y
sitios donde viajar. Su rastro lo había perdido la policía en la
Estación del Norte, por lo que era previsible que hubiese marchado
lejos.
El director del periódico lo pensó poco tiempo: “Ponlo en
portada”, dijo. Eso de los crímenes pasionales vendía bastante entre
el público de Madrid, sobre todo desde el asesinato de Lucía
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Borcino en la calle Fuencarral, a manos de su asesina Higinia
Balaguer, la criada. Hacía doce años de su ejecución en el garrote
vil y, desde aquel caso, la sociedad madrileña compraba periódicos
con el crimen del día o el de la noche. Era un filón que duraba una
década y aún habría de hacerlo muchos años más.
El redactor se puso a la tarea de inmediato. Pronto llegó a la
descripción del cuadro que habían contemplado horas antes tanto
las criadas como un amigo del asesino, que fue el que finalmente
comunicó el hecho a las autoridades. También él había conseguido
llegar hasta el gabinete donde se desarrolló el drama y podía
pintarlo con el mayor detalle, dándole sus gotas de pasión, celos y
muerte.

“En el gabinete, tendido en el suelo en posición supina,


junto a una chaise longue, yacía el cadáver de la Celia.
Su actitud acusaba lo rápido de su muerte. Tenía las
piernas separadas entre sí, la cabeza inclinada sobre la
mejilla derecha, el brazo derecho extendido en el
ángulo recto con el cuerpo y el izquierdo pegado al
tronco y casi oculto debajo de éste.
La herida no era de las que ocasionan grande
hemorragia. Situada en el pecho, correspondiendo con
el sitio del corazón, se advertía solamente un pequeño
orificio, por donde asomaba un hilito de sangre.
Vestía de negro, con un delantal salpicado de pequeñas
estrellas blancas. La blusa estaba algo desabrochada,
permitiendo ver los bordes de una camisa color rosa,
muy escotada, y la morbidez de un pecho frío como el
mármol.

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La escena impresionaba, sin tener los escandalosos
toques de la sangre. El gabinete, puesto sin lujos, pero
con coquetería de mujer curiosa, daba severidad y
misterio al cuadro.
No resultaba terrorífico ni repulsivo. Producía, por el
contrario, una impresión de vaga tristeza que borraba el
efecto del drama. Tal vez emocionaba más el fondo de
éste que la forma” (El Heraldo de Madrid, 15.11.1902,
p. 1).

El redactor no reflejó en su artículo la apariencia de


Celedonia Rodríguez, conocida en el mundo de las “mujeres
galantes” madrileñas, como “la Celia”. De ella, por cierto, se supo
bien poco, salvo que tenía entre 28 y 30 años (esta última era
también la edad de su agresor) y sus padres tenían una tienda de
vinos en la calle Jacometrezo. Tanto ella como una hermana vivían
en la misma ciudad que sus padres, pero no mantenían relación
alguna con ellos. Se dijo que era viuda de un señor llamado Alcocer,
que le dejó al morir una regular fortuna. El dato debía ser cierto,
porque recibía cada mes entre 25 y 75 pesetas de rentas por unas
tierras que tenía en un pueblo, posiblemente heredadas de su marido
fallecido.
Eso sugiere, dada su juventud, que consiguió casarse con un
hombre bastante mayor con la esperanza de que sucediera
exactamente aquello: que él muriera y ella pudiera heredar. Una vez
esto sucedió prefirió volver a Madrid y retomar la carrera de “mujer
galante” que tuvo de más joven. De todos modos, a ningún
reportero le interesó ahondar en la vida de Celia, quizá porque su
historia se repetía una y otra vez entre las muchachas de aquel
tiempo, fueran nacidas en Madrid dentro de un ambiente algo pobre
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o viniendo de fuera para escapar de unos padres campesinos
buscando el brillo y el esplendor de la capital.
Algunas de ellas empezaban trabajando para algún hogar de
la nueva burguesía donde adquirían modos y maneras educadas,
ocultando otras más toscas con las que habían llegado. Muchas se
contentaban con servir de una casa en otra hasta dar con un buen
mozo que las pretendiera en un baile o en el paseo: uno que
trabajara en una carpintería, una zapatería, un mozo de tienda, por
ejemplo. Alguien con quien llegar al altar.
Otras se dejaban llevar por la pasión, ésa de la que hablaban
las novelitas rosas que se compraban o cambiaban junto al mercado,
y daban con unos “guapos” que las llevaban y traían en un mal vivir
continuo. Fueran éstas u otras que lo tenían más claro desde el
principio, en ocasiones acudían a los bailes donde, por una cantidad
de dinero, se podían retirar a cuartos privados donde satisfacer con
sus parejas eventuales sus ansias juveniles, tanto de sexo como de
dinero para comprarse una buena sortija, unos pendientes, un
vestido bonito.
Si no tenías escrúpulos en llevar esa vida adoptabas el papel
de “dama de vida airada”, como decían en la iglesia, incluso un
nombre de guerra. En el caso de Celedonia era sencillo: la Celia.
Te paseabas con las amigas que llevaban tu propia vida los
domingos por la tarde acudías a un café y de nuevo al paseo, pero
no para buscar novio sino sobre todo, alguien con posibles y un
bolsillo donde rebosara el dinero, para que decidiera gastárselo en
ti. Si tenías fortuna, el hombre te podía hasta retirar de ese mundo,
dándote medios de vida y ornato, la posibilidad de tener criadas y
hasta cierta honorabilidad.
Así debía de ser Celedonia Rodríguez. Ella había alcanzado
una meta al conocer a principios de aquel año a Ramiro Gavilanes
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paseando por la calle Alcalá. Él le dijo un cumplido al pasar, ella
sonrió ocultándose detrás del abanico, él se animó a hablarle, ella
no dijo que no cuando la invitó a tomar algo en una cafetería
cercana. Para mayo vivían juntos en un piso que ella encontró en la
calle Colmenares, mientras Ramiro marchaba hasta su Ponferrada
natal a fin de cobrar lo que había heredado de un tío suyo, muerto
poco tiempo antes. La Celia era una mujer de gustos caros y había
que darle caprichos, de manera que vendió unas tierras cobrando
aquella cantidad que hasta entonces aplazaba por la pereza que le
daba viajar hasta el pueblo leonés.
Desde nuestro punto de vista, hay un aspecto llamativo en
Celia, algo que contrasta con el hecho de que resultara muerta por
los celos que causaba en su amante, posiblemente fundados. Ese
aspecto era su gordura. Incluso para su tiempo era excepcional,
máxime en una mujer que quizá no llegara a los treinta. Los
forenses que examinaron su cadáver, comprobando la causa de la
muerte, la trayectoria de la bala que había interesado primero su
corazón, luego el hígado hasta alojarse junto a la columna vertebral,
escribieron en su informe:

“El volumen del cuerpo de Celedonia Rodríguez era tan


grande, que, según opinión de los facultativos,
difícilmente se encuentra otra mujer con tan
extraordinarias proporciones” (El Heraldo de Madrid,
16.11.1902, p. 2).

Cuando uno contempla su figura en el único retrato que


reflejaron los periódicos de la época, no puede por menos de
extrañarse de que un atildado personaje como Ramiro Gavilanes se
fijara en ella. No solo eso, sino que al parecer los celos de éste
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estuvieran justificados atendiendo a las visitas (negadas durante el
juicio) que le hacía a Celia uno de sus amigos, cuando él no estaba.

Celedonia Rodríguez

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El hombre juerguista

La atención de las crónicas criminales suele centrarse en la


personalidad del asesino, más que en la de la víctima, sobre todo
porque con su muerte acaba su recorrido vital y la opinión pública
tiene poco que especular. En todo caso, si Celedonia llevó una vida
galante, si gustaba a los hombres, si los utilizaba para obtener
ventajas económicas, era algo consabido entonces. Además, su
muerte clausuraba en general cualquier crítica, a nadie le parecía
bien hablar mal de alguien que hubiera muerto a manos de otro. De
alguna forma, ya había redimido así cualquier culpa social, todo el
rechazo que pudiera provocar su conducta.
El crimen, para aquel tiempo, era vulgar. Apenas unas
semanas antes Teodosia San José, otra mujer retirada de la misma
vida de Celedonia, había encontrado la muerte a manos de su
amante, aunque esta vez por los celos que él le provocaba
relacionándose con una amiga de Teodosia. En todo caso, la
víctima siempre era la parte más débil: la mujer. Este crimen viene
narrado con mayor detalle en mi libro “Crímenes pasionales”, por
lo que no insistiremos en él.
La muerte violenta de uno de los amantes a manos del otro
era moneda corriente por entonces. Se hablaba de honor ultrajado,
de arrebato pasional, de provocación incluso cuando era fruto de
una agria discusión donde se vertían insultos y reproches. Las señas
particulares del crimen de Ramiro Gavilanes fueron el tiempo en
que anduvo fugado (diez días) y su personalidad, que responde
enteramente a un tipo de hombre nada infrecuente en la sociedad
madrileña de entonces: el juerguista. Incluso añadiríamos: el

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juerguista bueno, llamado a producir más compasión entonces que
recriminaciones por el crimen cometido.

Ramiro Gavilanes

Aunque los datos que aportan los periódicos de la época son


bastante dispersos, trataremos de reconstruir cómo fue su vida hasta
aquella noche de noviembre de 1902. Tres días después de lo
sucedido, un periódico entrevistó a José Lago, el amigo más íntimo
de Gavilanes, el que descubrió a Celedonia en el suelo del gabinete
y avisó al delegado de distrito.
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Los dos nacieron en la comarca leonesa del Bierzo, Ramiro
en Ponferrada y Lagos en Villafranca, distantes 25 km. Debió de
ser casi al mismo tiempo (1872) porque su amistad se anudó en la
niñez, probablemente en las frías aulas del primero de los pueblos,
de unos seis mil habitantes por entonces. Aunque perdió pronto a
sus padres, la familia de Gavilanes debía de ser acomodada y
propietaria de tierras en la comarca, como se deduce de las varias
herencias recibidas por Ramiro en los años anteriores a su crimen.
Se dijo incluso que otro pariente, mayor y de salud muy delicada,
lo había borrado de su testamento poco después del crimen,
donando toda su fortuna, cercana al millón de pesetas, a los jesuitas,
en vez de a él. Tal vez fuera una cantidad exagerada, pero es
indudable que bastantes miles de pesetas le llegaron varios años
antes de aquella noche de noviembre.
Que su educación era buena parece evidente por el trabajo
que desempeñó en algunos cargos oficiales y el hecho de que
contaba con dos parientes más en Madrid: uno era médico y otro
jefe del Ejército. Así que nos encontramos con un joven bien
formado, con educación y que parecía destinado, bien a conducir
unos negocios prósperos o asentarse en la Administración pública.
Un conocido escritor y periodista de aquel tiempo, Eusebio Blasco,
lo resumía así:

“Gavilanes, joven, rico, guapo muchacho, casado con


una mujer joven, bonita y enamorada de él, hubiese sido
un hombre feliz, tal vez un modelo de maridos y de
padres.
Pero la afición a todo lo que no sea la vida corriente ha
perdido a muchos tontos, y sobre todo la juerga, la vida

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de mujerío y de emociones...” (El Heraldo de Madrid,
26.22.1902, p. 1).

Debió de ser hacia el año de 1894, con apenas veintidós


años, cuando Ramiro Gavilanes probara fortuna en América, pero
no en las colonias españolas como Cuba o en otros países del mismo
habla, sino en Brasil. Se fue asociado a determinados personajes,
cargado de dinero, a fin de comprar madera en aquel país, producto
que destinaba al mercado nacional español. Algo pasó para que
volviera casi con el mismo dinero que se fue, probablemente
resultaba demasiado ingenuo frente a capitalistas más avezados en
el engaño y las propias ganancias. No lo perdió todo, pero tampoco
hizo fortuna, como pensaba.
Al llegar a Madrid movió varios contactos para entrar a
trabajar en el Matadero municipal, naturalmente en su parte
administrativa. Eso le sirvió para adquirir una práctica que le vino
muy bien cuando llegaron los conservadores de Sagasta al poder y
colocaron a Santiago Liners como gobernador civil de Madrid.
Entre los distintos negociados de esta institución fue elegido un tal
señor Vallarino como secretario del gobernador. Se daba la
casualidad de que este señor o era del Bierzo o alguien de la familia
de Gavilanes tenía una gran amistad con él, porque enseguida
colocó a aquel muchacho de veinticinco años junto a él, con el
cargo de secretario personal.
Todos los que lo conocieron afirmaron siempre que Ramiro
Gavilanes era un hombre atractivo, simpático como pocos. El
puesto parecía muy adecuado para él, a fin de ascender poco a poco
en la escala administrativa. Con lo que también se podía contar es
con quedar cesante si el gobierno cambiaba y eso sucedió dos años
después, cuando los liberales de Silvela accedieron al gobierno
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dentro de ese pacto implícito (la alternancia) entre los dos partidos
monárquicos de la época.
El fenómeno de los cesantes era otro aspecto consabido a
principios del siglo XX. Los administrativos que eran apartados,
como lo fue Gavilanes, deambulaban tristemente de café en café,
malviviendo en ocasiones durante un tiempo y con la esperanza de
que una nueva crisis de gobierno (y había muchas entonces),
llevaran al poder a su partido y lograran recuperar su puesto.
Naturalmente, a costa de los nuevos cesantes, que los sustituían en
los cafés mientras suspiraban por su vuelta a la posición acomodada
que habían ostentado.
En marzo de 1899, con 27 años, Gavilanes quedó cesante.
No debía pasar necesidad como les sucedía a otros como él, porque
los fondos familiares le permitían tener un buen pasar. Además,
tuvo la habilidad, cuando ya se barruntaba el cambio de gobierno,
de ser nombrado agente de Vigilancia de primera clase, lo que no
le obligaba a grandes servicios y daba derecho, en cambio, a una
remuneración mensual.
Por entonces, su presencia en los billares del café Colonial,
su asistencia al teatro Apolo con sus amigos más cercanos, debía
ser la norma. En vez de guardar el dinero esperando tiempos
mejores empezó a aficionarse al juego, donde perdía grandes
cantidades. Mostraba también una actitud pródiga hacia todo y
todos que no habría de hacer sino incrementarse con el tiempo. La
vida que hacía entonces no debía distar mucho de la que describían
las criadas de Celedonia:

“Se levantaba siempre muy tarde, algunas veces a las


tres o a las cuatro, y hasta esa hora no almorzábamos
nadie. Después de comer salía en coche con sus amigos;
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volvía do nuevo a nueve y media para cenar, y una hora
más tarde se iba otra vez en busca de sus amigos, que
solían esperarlo en el café de Castilla, desde donde iban
casi todas las noches al teatro. Se retiraba entre dos y
tres de la madrugada” (El Liberal, 17.11.1902, p. 3).

En febrero de 1901 lo encontramos aún cesante (el partido


conservador no volvería hasta diciembre del año siguiente) y
viviendo por unos meses en una casa de huéspedes de la calle
Jardines número 36, donde siempre fue bien acogido. De hecho,
cuando se trasladara a vivir a una casa mejor (la del crimen, en la
calle Muñoz Torrero) seguiría por un tiempo volviendo a la calle
Jardines para comer allí.
El cambio de domicilio tuvo lugar en mayo de 1901, cuando
heredó de una tía suya el bonito montante de 90.000 pesetas que, si
no le hacía rico, sí le permitía mantener e incluso aumentar su ritmo
de gasto. Además, según su amigo, su gusto por los carruajes y
caballos (los adquirió propios) le permitió realizar varios negocios
de cierta ganancia al comprarlos y venderlos.

“Gavilanes es hombre muy generoso y desprendido”


decía José Lagos. “Ningún amigo suyo puede decir que
haya apelado a él, en momentos de agobio, sin que
Gavilanes hiciera lo posible, y aun lo imposible, por
remediar sus necesidades.
Hombre activo y emprendedor, no ha conocido nunca
el valor del dinero, quo derrochaba con las mujeres y
aventuraba sin temor en las casas de juego. En dos
ocasiones le he visto perder 30.000 pesetas” (El
Heraldo de Madrid, op.cit.).
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“Un perfecto caballero”, lo describen, “un hombre
honrado”, pero “excesivamente pródigo”, lo que le conducía a
malgastar las generosas cantidades que su posición y las distintas
herencias ponían en sus manos. Le gustaban las mujeres, como
aquella a la que requebró con éxito en la calle Alcalá y que
terminaría por matar meses después. Antes de ella tuvo a otras que
salieron a relucir durante el juicio, incluso dos tuvieron que sentarse
en el banquillo de los acusados por haberle ayudado en su fuga.

“El tiempo que este Gavilanes ha perdido entre mujeres


de vida irregular, el dinero que ha gastado con ellas, los
disgustos que le han causado, todo ello es tan lógico y
tan humano que en vano quisiera la opinión pública
darle consejos tardíos al matador de la corpulenta Celia.
Le ha sucedido lo que debía sucederle.
Hay quien nace juerguista, como ahora se dice, y quien
nace para hombre callado y metódico, viviendo en paz
y en gracia de Dios con su olla, su misa y su doña Luisa,
como dice el refrán” (El Heraldo de Madrid, op.cit.).

Y sucedió lo que tenía que suceder. Sobre febrero de 1902


se cruzó en la calle con aquella mujer corpulenta, al decir de los
periodistas, y algo surgió entre ellos. A Celedonia le convenía
encontrar un hombre generoso, pródigo, que lo primero que hizo
fue adquirir para ella un caballo y un carruaje, que puso a su
disposición. Las rentas que obtenía de las tierras de su difunto
marido, no daban más que para alquilar un cuarto en la calle
Hortaleza. Ramiro, por su parte, había vuelto a la calle Jardines
porque sus fondos no pasaban por el mejor momento, a despecho
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de unas tierras que había heredado en septiembre del año anterior
por parte de un tío suyo de Ponferrada.
También había recibido muebles y alguna alhaja, pero muy
poco dinero en metálico. Al conocer a la Celia le entraron prisas
por liquidar las tierras heredadas en su pueblo natal, a fin de iniciar
la vida con ella y seguir disfrutando de ese ambiente de fiesta y
placer con que dejaba pasar su cesantía. En mayo de 1902, mientras
Celedonia ocupaba el piso de la calle Muñoz Torrero que Gavilanes
tan bien conocía, él marchó a Ponferrada para liquidar aquellas
tierras transformándolas en dinero contante y sonante.
Alquiló un palco en el teatro Apolo, cubrió de joyas a
Celedonia, todo con tal de tener a una fiel y amante mujer a su lado.
Pero ella, pese a su apariencia, era muy coqueta y sabía atraer a los
hombres, incluso en presencia de su amante, a quien se lo llevaban
los demonios. Según manifestaría después, quiso desde el principio
controlar a la Celia vigilando quién la visitaba y quién no, cuando
él estaba ausente por la tarde y por la noche. Fue por ello que quiso
establecerse en la calle Muñoz Torrero, en el mismo piso que
conocía, a fin de que la portera, con la que ya tenía confianza, le
dijera quién entraba y salía de su casa.
“Mi amigo apreciaba a aquella mujer como si se tratara de
su esposa legítima” manifestaba José Lagos, “y era incapaz de
sufrir resignadamente la menor infidelidad”. Sin embargo, llegó un
momento en que nacieron sospechas bien fundadas de que
precisamente un amigo suyo, Francisco Merino, hombre de
confianza en la casa, se entendía con ella. A partir de ese momento
unos celos rabiosos nacieron de forma descontrolada. La loca
pasión por aquella mujer se transformó en obsesión.
Su amigo le instaba a que la dejara, ocultándole que una de
sus criadas lo había visitado comentando, de parte de su ama, que
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ella estaba dispuesta a irse con él porque Ramiro le daba una mala
vida y se estaba cubriendo de deudas. La respuesta de José Lagos
fue no volver a pisar la casa de su amigo y aconsejarle que la dejara,
recuperando su vida habitual, incluso ofreciéndose a vivir con él.
Ramiro le prometía que sí, que lo haría, pero delante de aquella
mujer no se veía capaz. “El lazo que los unía se transformó en un
bozal” al decir de su amigo.
De esa forma se llegó a aquella noche desgraciada.

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22
Un disparo al corazón

¿Qué sucedió aquella noche? Los únicos testigos que


quedaban con vida y podían narrar toda la secuencia de hechos eran
el propio Gavilanes y las dos criadas que trabajaban para la pareja
desde septiembre: María Hernández y su hija Teresa Rodríguez.
También se contaban tres amigos que acudieron al piso poco
después de que los dueños de la casa cenaran a las siete de la tarde,
al parecer en paz y armonía.
Dos de los amigos (Juan Anjón y Comas), volverán a
intervenir en lo sucedido después de la muerte de Celia. El tercero,
Francisco Merino, conocía a Gavilanes desde cuatro años atrás y
fue llamado por Comas para que se uniera a ellos, a fin de tratar de
un negocio de maderas que Gavilanes, con experiencia en el tema,
les había propuesto. Hasta este punto, hay una completa
coincidencia en las declaraciones del dueño de la casa y sus dos
criadas. A partir de ese momento, las declaraciones difieren, con la
peculiaridad de que lo manifestado por unos y otros fue cambiando
con el tiempo, a veces de manera muy radical, lo que hace
sospechar que mentían, más al final (una vez detenido Gavilanes y
en el juicio las dos criadas), que al principio.
Empecemos con ellas. Era fundamental precisar el motivo
del crimen y, aunque éste era conocido (los celos), saber si había
fundamento para ello o eran todo imaginaciones del homicida.
Aquella misma noche, frente al cadáver de su ama, las criadas
declararon:

“[Fuimos] testigos constantes de escenas violentas


provocadas en la casa por la conducta poco meticulosa
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y discreta de la señora, que no se recataba de recibir
frecuentes visitas de galanes callejeros.
Esta falta de escrupulosidad, que se repetía contra las
predicaciones severas y amenazadoras del Sr.
Gavilanes, llevó las cosas a un extremo que inició
anoche… el altercado precursor del drama” (El Heraldo
de Madrid, 15.11.1902, p. 1).

Ello encajaría con lo declarado por Gavilanes durante el


juicio como el motivo más inmediato de la discusión. Fue que, al
ver a Francisco Merino, la señora dijo sentirse indispuesta
repentinamente, abandonando el salón comedor. De este tal Paco,
las criadas hablaron concretamente como frecuentador de su señora
cuando Gavilanes no estaba. Los rumores le habían llegado a
Ramiro, por lo que sospechó que la indisposición podía estar
motivada por la presencia ante su amante de otro hombre de la vida
de Celia.
Los amigos terminaron por irse y Gavilanes afirmó que
entró a preguntarle: “¿Qué tienes, nena?”, respondiendo ella: “Es
que me da pena verte tan triste”. Él se recostó en la cama y
Celedonia le preguntó “¿Qué tienes?” diciendo él: “Nada, que es
necesario que te vayas de esta casa”.

“Ramiro Gavilanes [una vez detenido]… dijo que


aquella noche, después de cenar tranquilamente con
Celia y de haber sido visitado por sus amigos, estando
su amante en su cuarto, la comunicó las sospechas tan
fundadas y vehementes de que ella le engañaba o le
había engañado con otros hombres, acusación a que

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contestó ella tratando de exculparse en frases violentas
y bastante irritada.
Añade que entonces él llamó a la criada Teresa, la que,
a presencia de Celia, confirmó las sospechas que había
concebido acerca de la traición que le hacía su amante,
precisando las personas que la habían visitado cuando
habitaban en la calle de Colmenares. Como Celia ya no
podía negar, se arrojó a sus pies pidiéndole perdón y
mostrándose arrepentida” (El Heraldo de Madrid,
28.11.1902, p. 2).

Como vemos, aquí intervendría decisivamente la criada más


joven para complicarse en el desencadenamiento del drama que
terminaría en el crimen. ¿Fue así realmente? Teresa Rodríguez lo
negó tajantemente desde pocos días después del suceso. Lo que
primero habían declarado respecto a la conducta “poco meticulosa
y discreta” de la señora, y las “frecuentes visitas de galanes
callejeros” resultó que no era lo que realmente sucedía, sino todo lo
contrario: la señora era el colmo de la discreción, no recibiendo en
casa más que a los amigos de Gavilanes. De aquel Paco que se
deslizaba en la casa ya no quedaba nada porque, respecto a
Francisco Merino, “venía rara vez, y siempre con objeto de pedir
dinero al señor, cuando estábamos en la calle de Colmenares”.
Finalmente, “la conducta de la pobre señora era, por lo que nosotras
veíamos, irreprochable en absoluto”. Un cambio completo en sus
declaraciones con el intervalo de solo dos días. La impresión que
causa, sin duda, es que madre e hija deseaban no verse implicadas
en el desarrollo de los acontecimientos, algo que extenderían a lo
que vino a continuación.

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Tras su detención, cuando el juez instructor pudo arrancarle
las primeras declaraciones, probablemente las más fiables, tras una
crisis de llanto irrefrenable y un estado de nervios que aconsejó
internarlo en la enfermería de la cárcel, Gavilanes prosiguió
relatando lo sucedido del siguiente modo:

“La certeza del engaño de que había sido víctima le


produjo tan dolorosa impresión, la consideró como tan
gran desgracia, que pensó en quitarse la vida. Salió de
la habitación de su amante y se dirigió a la suya,
echándose vestido en la cama.
Momentos después se presentó Celia en el cuarto,
llevando en la mano un revólver, arma que Gavilanes
mismo le había regalado. Afirma Gavilanes que
entonces Celia le dijo que si no tenía corazón para
perdonarla, lo tuviese, al menos, para matarla.
Aquel se levantó de la cama, y volvieron juntos al
cuarto de ella, sentándose en el sofá. No recuerda cómo
pasó el revólver a sus manos; cree que ella misma se lo
dio. Y relata Gavilanes el crimen, diciendo que él se
hallaba en estado de terrible excitación, en vista de lo
cual Celia trató de arrebatarle el revólver; que lucharon,
y que cuando forcejeaban escapose el tiro y Celia cayó
desplomada al suelo.
Después prosigue Gavilanes diciendo que Celia le pidió
agua, y que él corrió presuroso a auxiliarla, escuchando,
al inclinarse sobre su cuerpo, que todavía, con voz muy
apagada, le pedía perdón. El auxilio que la prestó
Gavilanes fue inútil. Este la desabrochó la ropa, y al
verla herida en el pecho y que no daba ya señales de
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vida, escapó aterrorizado” (El Heraldo de Madrid,
28.11.1902, p. 2).

Hay un momento fundamental que resultaba discutible,


atendiendo a hechos objetivos. Gavilanes afirmaba que ella se
presentó con el arma de forma melodramática, pidiendo que la
matara si no creía en su fidelidad. Que él estaba terriblemente
excitado, probablemente descontrolado en su comportamiento, y
que ambos habían forcejeado con el arma, que se había disparado
casualmente. Esto no concordaba muy bien con la entrada
melodramática de ella, ofreciéndose como víctima, y sobre todo
con el resultado de la autopsia. En ella los médicos forenses
afirmaban que el disparo se había hecho desde un plano superior al
de la víctima. Es por ello que la trayectoria de la bala fue
descendente, interesando primero el corazón, luego el hígado y
alojándose junto a la columna vertebral en posición aún inferior a
estos órganos.
Entonces, ella, que se había ofrecido a morir, sentada en el
sofá, con Gavilanes de pie frente a ella, encañonándola, ¿trata de
forcejear por el arma? Resulta posible pero poco verosímil. Nos
inclinamos por pensar que él tenía el arma, que ella continuaba
pidiendo perdón (los forenses sugirieron que podría estar de
rodillas), Gavilanes estaba “terriblemente excitado”, como él
mismo reconoció, y se le escapó el tiro casi sin pensar.
El revólver era de muy pequeño calibre, propio de una
señora, no era previsible que un disparo solo, aunque fuera a tan
corta distancia, pudiera acabar con la vida de una persona. De ahí
la actitud del homicida, probablemente arrepentido de su acción,
aflojando el vestido de la mujer, tratando de socorrerla hasta huir
aterrorizado dejando la puerta abierta del gabinete.
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Frente a esta reconstrucción del crimen, es necesario
mencionar las declaraciones de las criadas, muy distintas y creo que
encaminadas a exculparse de la tragedia por todos los medios.
Alguien podría afirmar que debieron escuchar voces, sollozos,
recriminaciones y, en todo ese tiempo, ¿no hicieron nada por
socorrerla?
Por ello afirmaron en el juicio que Teresa, la más joven, se
presentó en la puerta del gabinete para preguntar si les sucedía algo.
Entonces, según su versión, abrió la puerta el propio Gavilanes (el
crimen aún no había sucedido) y la apuntó con el arma
conminándola a que se retirase. Ella, despavorida, se fue a buscar a
su madre para contarle lo que había pasado y optaron por irse de la
casa. Cuando estaban en la puerta, oyeron el disparo.
Lo afirmado es poco creíble. ¿Por qué iba Gavilanes a hacer
ademán de disparar a la criada? Parece más lógico atender la
versión del homicida, que salió horrorizado del lugar del crimen y
les dijo a las criadas, que debían estar al otro lado, expectantes y
asustadas, que atendieran a su señora antes de lanzarse escaleras
abajo. Hay otro aspecto señalado en aquellos momentos: la
inacción de ellas. A fin de cuentas, incluso creyendo su versión de
que abandonaban la casa cuando oyeron el disparo ¿dónde iban? ¿a
la calle en una fría noche de noviembre en Madrid? ¿Casi sin vestir
porque confesaron que estaban en la cama cuando oyeron la
discusión? Además, ¿por qué no fueron ellas las que avisaron a la
policía y tuvo que pasar mucho rato hasta que subiera al piso José
Lagos para comprobar lo que había hecho su amigo?
Para entonces, había comenzado la fuga de Ramiro
Gavilanes.

28
Elena Buendía

Escapar, correr, mirar atrás y no querer hacerlo, buscar a los


amigos, acogerse a ellos, desear que le digan que nada ha pasado y
puede seguir con su vida. Hay bastantes detalles del carácter de
Ramiro Gavilanes que se desvelan durante su huida por espacio de
diez días. Resulta obvio que lo sucedido no obedecía a plan alguno,
que no estaba premeditado, por más que el acusador privado lo
sugiriese. Las criadas (siempre ellas para atacarlo) dijeron primero
que ignoraban por completo que sus señores tuvieran arma alguna.
Días después afirmaron que el revólver lo había desempeñado
Gavilanes unos días antes, que las balas las había comprado el
mismo día metiéndolas en un cajón y advirtiéndolas de que no las
tocaran. Es difícil creer un testimonio tan cambiante, a expensas de
lo que ellas imaginaban que era la mejor forma de exculparlas,
sobre todo cargando las tintas en la culpabilidad de su señor.
Lo primero que hace el criminal es escapar, huir, incrédulo
todavía sobre lo sucedido. Había visto a Celedonia desfallecer,
pedirle un vaso de agua, desmayarse finalmente para no despertar,
pero no estaba seguro de lo irrevocable de la situación. Marchó
corriendo hasta el teatro Apolo, buscó a sus amigos y encontró a
Juan Anjón en las inmediaciones.
No se atrevió a decirle lo que había hecho pero le pidió que
buscara a Comas y fueran hasta su casa en la calle Muñoz Torrero,
para que “vean lo que ha pasado”. Se mostraba visiblemente
nervioso. Su amigo no debía entender nada ¿cómo que lo que había
pasado? Algo grave tenía que ser para que Ramiro no pudiera subir
hasta su propio piso a las doce y media de la noche.

29
Pero era buen amigo, buscó a Comas y se fueron los dos
hasta allí en un carruaje. Sería éste quien subiese mientras el otro le
esperaba abajo. Arriba vio la puerta entreabierta, las luces
encendidas y nadie respondió a su llamada. No se atrevió a ir más
allá. Era obvio que algo grave había sucedido, pero no deseaba
saber más. La casa parecía abandonada. ¿Dónde estaban las
criadas? ¿Habían marchado en el momento del crimen, como
afirmaban, o tras comprobar el estado de su señora se vistieron
rápidamente y se fueron asustadas? Nadie se lo preguntó nunca, de
manera que su papel queda diluido en la indiferencia de fiscal y
defensores, atentos a otras cuestiones.
Los amigos, perplejos y asustados, volvieron al teatro
Apolo, pero por allí no estaba Gavilanes. Tampoco en el café
Castilla, donde dijo que los esperaría si no estaba en el lugar
anterior. ¿Qué había pasado con él? Hecho un manojo de nervios,
incapaz de esperar, Gavilanes no los había esperado. No pensaba
aún en huir más lejos, quería saber qué había pasado con la Celia,
incapaz de creer que la hubiera dejado muerta en el suelo del
gabinete, eso era imposible pero sabía que había pasado. Fue a
buscar a su mejor amigo, a José Lago, al que encontró cerca de su
casa, ya de retirada. Subieron al carruaje donde iba Gavilanes y
éste, finalmente, se desahogó explicándole lo que había sucedido.
Marcharon sin rumbo, el criminal hablando y hablando, presa de un
ataque de nervios, su amigo recordando quizá todas las veces que
le advirtió de la fama de su compañera, la necesidad de romper los
lazos que los unían y elegir otra mujer que no le sumiese en esas
crisis de celos obsesivos.
Al llegar cerca de la estación del Norte, Lago se bajó, tomó
otro carruaje y partió solo hacia Muñoz Torrero. Será él quien dé la
voz de alarma llamando primero al sereno, encargándole que acuda
30
al Delegado de distrito y dé parte de lo sucedido. Un buen amigo
Lago, al que su intervención le costó pasar varios días detenido,
acusado de haber dado unas señas falsas sobre su amigo. Tal vez
pensara que Gavilanes huiría y quería darle tiempo en su fuga. En
todo caso, en un calabozo estuvo hasta que el homicida resultó
preso, momento en que su intervención falseando su descripción,
resultaba irrelevante a efectos policiales.
El que fuera bajito, moreno, regordete, como lo describió
falsamente Lago, ciertamente sirvió a Gavilanes en su huida aquella
misma noche pero no en el camino que Lago sospechaba que había
seguido. La policía intervino poco después de que el delegado de
distrito comunicara la noticia. Se dirigieron a la Estación del Norte,
pero allí no estaba. Se interrogó a los taquilleros, se vigilaron
trenes, no salía ninguno a aquellas horas.
Pero no se había escapado de Madrid, tampoco quiso
esperar a Lago, finalmente se daba cuenta de lo irrevocable de su
situación. El joven manirroto, generoso en la diversión y
atendiendo los apuros de sus amigos, el que se levantaba tarde,
almorzaba y se iba con ellos de paseo, por la noche al teatro, no
sabía qué hacer cuando uno asesina a otra persona. De manera que
en la fría noche de Madrid, caminó sin rumbo, sin saber dónde ir.
Cerca del Puente del Rey le pararon dos guardias, que se
fijaron en su andar vacilante. Eran horas de dirigirse a casa, aún no
habían salido los churreros, los panaderos y tantos otros a pregonar
temprano sus productos. La ciudad, aunque por breves momentos,
parecía dormir sin que el chirrido de los tranvías alterase el sueño
de los vecinos. ¿Qué hacía ese hombre bien vestido pero algo
descuidado, caminando de un lado a otro? Lo detuvieron, le
preguntaron si llevaba un arma prohibida y él, como respuesta, sacó
la medalla de agente de Vigilancia de primera clase. Los guardias,
31
en presencia de un compañero, se limitaron a saludarlo dejándolo
ir, aunque bien recordarán luego su rostro.
Más tarde Gavilanes se tropezó con tres guardias más que
hacían su ronda por el paseo de San Vicente. Le preguntaron dónde
iba, él respondió que a casa. Ellos lo miraron, contaban con la
descripción de Gavilanes (bajo, gordito, moreno). Aquel hombre
espigado, con bigote, no se le parecía en absoluto y lo dejaron
marchar. Ningún agente de la autoridad lo vería en los siguientes
diez días, de modo que la consabida crítica periodística a su
ineficacia no se hizo esperar.
Pasaron los días y todos se preguntaban dónde estaría. Se
detuvo a varios hombres que respondían a la descripción correcta,
generando no sólo críticas sino también la rechifla de los lectores
de diarios. Se registraron casas en las que se sabía que vivían
amigos suyos (tenía bastantes, era un hombre conocido), sin éxito
alguno. Se hicieron batidas en lugares donde algunos decían que lo
habían visto, pero tampoco.
Mientras tanto, los periódicos deseaban mantener la tensión
de sus lectores y entrevistaban a amigos suyos, a los propietarios de
la calle Jardines donde había residido, dejando a deber más de mil
pesetas, afirmó la dueña. Gracias a esa huida es por lo que sabemos
bastantes cosas de su vida, aquello que los distintos testigos iban
desgranando, sobre todo José Lago antes de que lo metieran en la
cárcel, a fin de cuentas era su amigo de toda la vida.
El día 18, cuatro después del crimen, el inspector del
Gobierno civil señor Caro, recibió una confidencia. Un vecino
afirmaba haber visto movimientos sospechosos en la calle Apodaca
número 2. No se supo quién era el informante ni qué clase de
movimientos eran esos, pero el inspector se dirigió inmediatamente
al Juzgado correspondiente para pedir un permiso de registro
32
domiciliario. Por algún motivo que desconocemos se dio mucha
verosimilitud a la información. No podía ser de otra forma para que
se autorizase, porque el día anterior se había hecho un espectacular
registro en la calle Barbieri sin resultado alguno. El Juzgado quería
encontrar a Gavilanes, pero no a costa de incurrir en una nueva
situación ridícula ante la opinión pública.
En el primer piso del citado portal vivía Elena Buendía, una
joven de 23 años muy bien parecida (“escultural” la consideraron
algunos periódicos), que había tenido amores dos años atrás con
Gavilanes. Su piso era lugar de reunión de gente de su misma edad,
tanto hombres como mujeres, por lo que a nadie extrañó ver al señor
Caro, cuando consiguió acceder. Preguntó a la criada por la dueña
de la casa y, plantado frente a Elena, se identificó preguntando a
continuación por Gavilanes.
El rostro de la muchacha se demudó. Comenzó negando
todo, nada sabía, nada podía aclararle sobre su paradero. Apretada
a preguntas (tal vez hubieran visto entrar a un hombre de las mismas
señas), empezó a vacilar hasta reconocer que el viernes por la
noche, es decir, la noche de autos, un conocido suyo llamado
“Ramiro Rodríguez”, había aparecido en su casa a las cinco de la
madrugada.
Venía bebido porque dijo haber estado en el café Fornos
bebiendo con varias mujeres. Ella, que conocía su vida disipada, le
reprochó su estado y la hora intempestiva, pero lo dejó dormir en
una cama sobrante que tenía. Tampoco estaba muy extrañada de su
aparición porque un par de días antes lo había encontrado en la
Puerta del Sol, diciéndole entonces que tenía que ir a visitarla un
día de esos.

33
“Durmió hasta las diez y media de la mañana, hora en
que se le entró el desayuno, que ni probó siquiera.
Me dijo que deseaba leer los periódicos de aquel día,
porque un primo suyo llamado Gavilanes había hecho
una atrocidad horas antes y quería saber cómo refería el
hecho la prensa. Di las órdenes oportunas para cumplir
las indicaciones de mi amigo, a quien yo conocía de
tiempo atrás, sin que la curiosidad despertase en mí el
afán de ver qué era aquello. Lo cierto es que yo leo
medianamente, y aunque estoy suscripta a varios
periódicos, apenas si hojeo ninguno… Ha permanecido
en mi casa hasta el atardecer del lunes. Durante ese
tiempo no salió de su habitación. Me parecía algo
inquieto y turbado, especialmente a la hora en que yo le
entregaba los periódicos de la mañana o de la noche”
(El Liberal, 20.11.1902, p. 1).

Al juez le resultó evidente que la “escultural” Elena, que


tanto impacto causó en el juicio por su belleza y forma de vestir a
juicio de los periodistas masculinos, mentía, buscando como todos
exculparse tanto como fuera posible. Lo mejor en estos casos, como
había hecho la famosa portera de la calle Fuencarral con ocasión
del crimen de Higinia Balaguer, era aducir ignorancia.
En aquella casa nadie se enteró de nada, al parecer, aunque
la noticia de la huida de Gavilanes estaba en todos los periódicos.
La primera de las criadas, Eleuteria Corvacho, de 50 años, dijo
haber visto en ciertos momentos a aquel señor, sin reconocerlo,
pese a lo cual pasó varios días encerrada en un calabozo ante la
sospecha de encubrimiento. La segunda, Dolores Solís, era algo

34
más joven, levantisca, con acento andaluz. Su declaración resultó
muy interesante al juez Ortega Morejón.

Elena Buendía

Éste no se creía la declaración de Elena de que no supiera


apenas leer y, por ello, no estaba al tanto de lo sucedido, teniendo
en cuenta que estaba suscrita a varios periódicos. “Los hojeaba nada
más” respondía la interrogada haciéndose la inocente. ¿Alguien que
no sabe leer recibe varios periódicos al día? Resultaba dudoso pero
no había completa certeza de que Elena estuviera mintiendo.
35
Las dos criadas confirmaron que ella llamaba a su invitado
“Ramiro” pero sin pronunciar apellido alguno, de manera que
pudiera ser que lo conociese por el apellido de Rodríguez, en vez
de Gavilanes, aunque ¿para qué querría ocultar su apellido alguien
tan conocido en su relación de dos años atrás? Tampoco era
demostrable que no fuera así, de manera que la cuestión se dejaba
en suspenso.
Sin embargo, Dolores Solís explicó algunas cosas que sí
hacían sospechar con bastante certeza que Elena Buendía no
ignoraba a quien albergaba. Que ella estaba inquieta con su
presencia era algo obvio. Por eso se dirigió a su “protector”, un
hombre respetable y de buena posición, algo mayor. Como veremos
más adelante, ella también disfrutaba de un “novio” joven, además
de acoger a un antiguo amante. La muchacha se aseguraba su
posición y un flujo permanente de dinero para sus gastos, no cabía
duda.
El “protector” le mostró a Elena, según su criada, una foto
de Gavilanes que había aparecido en los periódicos, aconsejándole
que se deshiciese de él. Nadie podía demostrar que ella lo hubiese
reconocido, pero el caso es que el lunes mismo le dijo a su amigo
Ramiro que debía marcharse de su casa, porque la comprometía.
Éste estuvo de acuerdo, pero exigió para hacerlo que le comprase
un gabán nuevo, un sombrero blanco y unas gafas ahumadas.
Allá fue la criada a comprarle lo requerido, en posesión de
lo cual Ramiro se despidió por la tarde de su amiga Elena y partió
con rumbo desconocido. El señor Caro había llegado a la calle
Apodaca con dos días de retraso. ¿Es posible que el confidente
fuera el mismo “protector”, hombre de posición y bien creíble? No
se puede descartar. En todo caso, la policía dejó a un guardia de

36
vigilancia frente al número 2 de la calle Apodaca, por si el fugitivo
volvía a refugiarse allí.
Pues bien, un joven atildado, rasurado, se presentó aquella
misma noche reclamando al sereno que le abriese la puerta de la
casa. Acudió presuroso el guardia cuando el sereno advertía que la
señora que buscaba en el primero no se encontraba allí. Preguntó al
joven quién era y por qué buscaba a Elena Buendía. “Soy su novio”
afirmó perplejo el hombre.
Llevado al Juzgado para que declarase demostró ser un
“novio” muy paciente con su enamorada. Había ido a su casa el
sábado por la noche, pero las criadas le dijeron que no podía pasar
porque su señora tenía la visita de un caballero. Se encogió de
hombros y volvió al día siguiente. Entonces fue la misma Elena la
que le contó apurada que había llegado a su casa un antiguo amigo,
al que tenía que acoger por unos días. Y nada más, el muchacho
volvía aquel miércoles por la noche, por si había más suerte. Uno
se pregunta cuántas visitas de caballeros tenía Elena Buendía,
cuántos “novios” se contaban y cuál era la razón de que tuvieran
tanta paciencia, aunque los motivos parecen evidentes.
También cabe hacerse la pregunta de por qué ese
“protector” nunca fue identificado en el proceso ni llamado a
declarar en el juicio, cuando se dirimía la culpabilidad de su
“protegida”. Persona influyente y conocida tenía que ser.
En todo caso, Elena terminó aquellos días en la cárcel y, por
unos cuantos, la acompañaron en el calabozo sus criadas o, al
menos, una de ellas. Dolores Solís debía estar en otra celda porque,
cuando el juez le comunicó que quedaba detenida, su señora, que
esperaba en la antesala, recibió todo tipo de denuestos y amenazas:
“¡Me has perdido!” exclamó la criada con ademán furibundo,
“¡Merecías que te destrozase ahora con mis manos!”. Ciertamente,
37
tenía un carácter levantisco y nada sosegado, sobre todo teniendo
en cuenta que era ella quien había comprometido a su señora con
sus declaraciones.

38
El último escondrijo

Hay varios momentos que denotan la debilidad de carácter


de Ramiro Gavilanes, el juerguista al que casi nunca le faltó el
dinero para socorrer a los demás, para jugárselo y perderlo, para
buscar a mujeres galantes que lo acompañaran. Uno fue cuando
resultó atrapado tras varios días de fuga, cómo las lágrimas
descontroladas, su estado de nervios, le impidieron declarar durante
un día entero. Cuando lo hizo, todo se le fue en hablar de sus celos,
de su “pasión loca” por Celedonia, protestas de cuánto la amaba…
Como si aquello justificara la acción cometida y eso mucho antes
de que tales actitudes se transformaran en una estrategia procesal.
Otro de los momentos, ya en vísperas del juicio, fue al
lamentarse en la cárcel de cuánto le habían abandonado los amigos.
Esos mismos a los que recurrió desde el primer instante de su fuga
para asegurarse, incrédulo, que había hecho lo que hizo, incapaz de
asumir lo sucedido. Se quejaba de los amigos que le atendieron en
su mal momento, que estuvieron a su lado, de los que no cantaron
sino alabanzas durante el juicio, incluido aquel sospechoso
Francisco Merino, posible causante de la crisis en la noche del
crimen.
Lo cierto es que los amigos cumplieron su labor y, en la hora
de la fuga, fueron sus amigas las que los relevaron. Ya hemos visto
el caso de Elena Buendía, la diosa “escultural” que a los periodistas
les hacía rememorar los cánones griegos clásicos, según
manifestaban. El hecho de contar con un novio, con un “protector”
y estar rodeada de gente joven y dispuesta a la diversión, no fue
óbice para jugarse su reputación y la cárcel, como fue el caso, por
él. Cierto es que su “protector” la hizo entrar en razón y le hizo ver
39
lo que se estaba jugando acogiendo a un fugitivo de la justicia, pero
también es verdad que hizo como que se tragaba esa historia
inverosímil de ser primo de Gavilanes, comprándole un gabán
nuevo, otro sombrero y hasta las lentes ahumadas, el último toque
para pasar inadvertido.
Poco después se supo que años atrás, cuando sus destinos
ya se habían separado, aunque no fuera mucho el tiempo que
compartieron, ella había estado gravemente enferma, momento en
que sus admiradores desaparecieron. Se encontró sola, aún sin
“protector” poderoso y rico que la aconsejara bien ni la tendiera una
mano, que tanto necesitaba. ¿Quién estuvo entonces a su lado? Su
antiguo amante, su amigo pese a todo, ese hombre generoso en el
socorro ajeno, el que gastaba sin tasa, cuando tenía, para
conseguirle médicos y medicinas. ¿Alguien podía culparla de ser
una mujer agradecida? Ese venía a ser el argumento de su inocencia
que se reflejó en varios periódicos, de los que hemos traído una
muestra relevante. Pese a su longitud, vale la pena leerlo para
apreciar el tono de la editorial:

“Ella, la infeliz mujer que, empezando a rodar por el


camino de la desgracia, todo la sonreía mientras la
salud daba realce a su hermosura; ella que, impulsada
tal vez en día aciago por una miseria fatal, presagio de
muerte y producto de una sociedad mal organizada,
encontró en su belleza el modo de sustraerse al hambre,
y que se veía rodeada de galanteadores que ofrecían
falsamente poner a su servicio su fortuna para alcanzar,
de balde o muy baratos, favores inspirados en una fugaz
esperanza, se ve de pronto abandonada de todos,
aherrojada, sola, aguijoneada de nuevo por la necesidad
40
y viendo a la Parca asomar por sus puertas. ¿Qué ha
ocurrido? Un fenómeno natural de la vida, una
enfermedad grave que amenaza a una existencia de
ignominia, que parecía de alegría. Nadie llama a sus
puertas; las promesas no se cumplen; se consume lo que
hay en casa, y el casero no espera; el médico, que
combate a la cabecera del lecho por arrancar su presa a
la muerte, necesita elementos; no hay dinero para
medicinas; el doctor mismo empieza a desconfiar del
cobro de sus honorarios; todo aparece negro, obscuro,
alrededor de la pobre enferma, que empieza a ser una
moribunda: el mundo, que la agasajaba, la ha
abandonado; el amigo más íntimo no contesta a la
petición apremiante de un socorro que puede llevar la
vida allí donde la muerte ha empezado a enseñorearse.
¿Qué ha ocurrido? Muy sencillo: Elena se vio obligada
a hacer una profesión de su hermosura, y Elena
empezaba a no servir para el placer; era un funcionario
que se inutilizaba y quedaba cesante y sin derecho a
pensión. Elena estaba sola.
Entonces aparece un hombre a quien apenas conocía,
un hombre que tenía en otra parte sus compromisos de
amor, y este hombre se apiada, y este hombre,
desinteresadamente, subviene a todas las necesidades,
aporta lo necesario para alimentos y medicinas, y la
enferma se salva.
Aquella pobre víctima de la sociedad misma que la
desprecia, y a quien estima como cosa, tiene el corazón
sano, conserva en él, cuando menos, la gran virtud de
la gratitud, que encierra el germen de muchas otras
41
virtudes; y esa mujer queda agradecida a ese hombre,
que, cumplido un deber de humanidad, desaparece de
aquella casa, a la que sólo vuelve de tarde en tarde…”
(El Foro español, 30.11.1902, pp. 10-11).

Elena Buendía

Uno puede imaginar a ese abogado que se dirige de modo


tan melodramático al Jurado para conmoverlo con todo su arte, el
que casi se enjuga una lágrima para hablar de la pobre muchacha
extraviada por necesidad, como afirma, a quien su hermosura no le
sirve cuando el cuerpo se corrompe por la enfermedad. Y entonces
surge el hombre generoso y magnánimo que la salva, no solo en su
cuerpo doliente, sino en su alma, alumbrando con su humanidad

42
(tan cristiana en el fondo) valores profundos que pueden llegar a
suponer la salvación de la bella Elena Buendía. Es la retórica de la
época, muy al gusto folletinesco de los jurados, que asistirían
conmovidos a tal declaración.
Es cierto que Ramiro Gavilanes era un hombre generoso,
dadivoso, incapaz de no atender, si podía, la necesidad de un amigo,
de la propia Celedonia, a la que idolatraba pese a sus engaños. ¿No
es cierto también que necesitaba el apoyo, el cariño de sus amigos,
para sentirse bien consigo mismo? Por eso, tras solo cuatro meses
de cárcel, cuando ha de enfrentarse al tribunal que lo enjuiciará,
protesta porque lo han abandonado. ¿Es que pensaba que la cárcel,
su marca de homicida, iban a ser ignoradas, que podría departir en
la celda con sus amigos, dejar correr el vino, las risas? ¿Creía que
todo seguiría igual, que sus amigos harían cola para visitarlo en su
celda?
Habían pasado algunos días más cuando de nuevo hubo una
confidencia, esta vez dirigida al señor Millán Astray, el director de
la Cárcel Modelo. En ella se afirmaba, posiblemente con carácter
anónimo, que el perseguido Gavilanes se encontraba en una casa de
huéspedes de la calle Jacometrezo número 67, segundo izquierda.
Curiosamente, la misma calle donde tenía el despacho de vinos el
padre de Celedonia. El director, sin dudarlo un momento (la pista
parecía sólida y detallada), se dirigió al Juzgado de guardia, el de
Hospicio el día 25 de noviembre, para obtener una orden de
registro.
El señor Millán Astray, cuyo papel en el crimen de la calle
Fuencarral había sido muy cuestionado por su dejadez, deseaba
siempre obtener un buen tanto y la notoriedad consiguiente por
haber detenido a este conocido fugitivo. Por ello pidió

43
expresamente que la detención fuera suya, eso sí, en compañía del
agente de la policía judicial Laureano Díaz.
Tan atento estaba el director de la Cárcel Modelo a este
golpe publicitario que descuidó su tarea principal. Aquel mismo
día, dos conocidos delincuentes (José Fernández “El Pepín” y
Cándido Alcocher), a la espera de juicio en las celdas de la Modelo,
escaparon de su presidio de forma bien organizada, casi
espectacular. El primero abrió la puerta de su celda gracias a un
instrumento que fabricó, tras el último recuento del día anterior,
liberó a su compañero, y ambos subieron silenciosamente a la
quinta galería, salieron por una ventana al tejado y allí, en el lado
del paseo de Moret, los esperaban otros compinches para tender una
cuerda desde el tejado a un árbol de manera que los nuevos
fugitivos se descolgaran por allí.
Pues bien, la fuga fue descubierta en la mañana del día 25
pero, en vez de hacer las averiguaciones necesarias y participar en
la búsqueda de los huidos, el señor Millán Astray prefirió acercarse
a la calle Jacometrezo con el agente de la judicial, para obtener un
tanto que le daría buena publicidad.
Allí se encontraron a la propietaria, una mujer de cierta edad
llamada Vicenta Alcorán. Le dijeron quiénes eran y que deseaban
registrar las habitaciones, a lo que ella no puso obstáculo ninguno.
De manera que fueron de una a otra hasta llegar al último cuarto,
de pequeñas dimensiones, donde solo había una mesa de noche y
una cama. Unas ropas de hombre colgadas les hicieron sospechar,
aunque la dueña decía que allí no había nadie alojado.
Ni corto ni perezoso, el señor Astray metió el bastón por
debajo de la cama y éste tropezó con un gran bulto que podría ser
de ropa pero que tenía la virtud de quejarse por el golpe. El agente
Díaz levantó entonces el colchón y allí se encontraba un hombre
44
vestido con descuido, como si le acabaran de sacar de la cama
donde descansaba.
“¿Quién es usted?” debió preguntar al elemento que salió
arrastrándose por el suelo. Bien sabían la respuesta, aunque llevara
los bigotes recortados. De todos modos, el sujeto se echó a llorar
(no pararía de hacerlo prácticamente en un día entero) y exclamó:
“No me hagan nada. Soy yo, Gavilanes”.
Sus primeras declaraciones, allí mismo, balbuceando y
enjugándose las lágrimas, fueron para justificarse diciendo a sus
captores:

“¡Qué desgraciado soy, señores! El mundo me ha


calificado de criminal, de chulo, que vivía de las
mujeres y todo esto es mentira. Mi fortuna y mi honor
me lo he dejado entre ellas. ¡Pobre Celedonia! La
adoraba, y sus infidelidades me han acarreado la
desgracia… No quise matarla, no sé dónde tiré el arma
(El Imparcial, 26.11.1902, p. 2).

Le ordenaron vestirse con rapidez, algo que hizo con las


mismas ropas de la noche del crimen, y junto a su amiga Vicenta
Alcorán, su segunda benefactora aquellos días, fueron conducidos
al Juzgado del señor Ortega Morejón.
Dado el estado de abatimiento del fugitivo, de sus lágrimas
y después de un síncope incluso cuando el juez trataba de hacerlo
hablar, éste optó por permitir que lo condujeran a la enfermería
mientras interrogaba a una más impasible dueña del
establecimiento.

45
“El lunes por la noche -dijo Vicenta-, lo encontré en la
plaza de Santo Domingo y me preguntó si continuaba
con mi negocio de alquilar habitaciones. Le dije el
precio y las condiciones de un cuarto que tenía
disponible, le pareció bien y me entregó 75 pesetas por
la primera quincena y se quedó ya aquella noche en la
habitación, de donde no ha salido hasta hoy. El martes,
el huésped me dijo que estaba enfermo y ha estado en
cama los siete días.
Yo -continuó la Vicenta- le he servido caldos, porque
comía poco, y nunca creí qua fuera el hombre a quien
buscaba la policía” (El Imparcial, op.cit.).

Tuvo que admitir que le conocía de antes pero solo por su


nombre, Ramiro, ignorando su apellido. La ignorancia manifestada
debía recordarle al señor Morejón la forma en que se había
defendido Elena Buendía. ¡Siempre la bendita ignorancia!
Gavilanes era hombre muy conocido en Madrid, tanto en cafés,
billares, teatros. Trataba con muchas mujeres de dudosa moral,
patronas que le alquilaron habitaciones en otro tiempo, personas
que de repente lo ignoraban todo sobre él, que al parecer no habían
comentado nada sobre la muerte de Celedonia, cuando era la
comidilla de muchos círculos de la capital. ¿Nadie les iba a decir,
sabes quién lo hizo? Sí, Ramiro, aquel que era tu amante, aquel al
que le alquilaste una habitación, Gavilanes, el mismo. Por lo visto,
debió pensar el juez, había una epidemia de amnesia e ignorancia
colectiva en muchas personas de la ciudad, pero ¿cómo demostrar
que no era cierto? Quizá saliesen finalmente de la cárcel, a fin de
cuentas el homicida ya estaba a buen recaudo, pero al menos,
habrían pasado una temporada en la Cárcel de Mujeres.
46
El triunfo de Muñoz Rivero

Durante el juicio, la interpretación de los hechos dada por el


fiscal Martínez Enríquez aceptaba de pleno lo manifestado por las
criadas. Ramiro Gavilanes se había encerrado en el gabinete con
Celedonia para recriminarle su conducta, que consideraba infiel y
desleal. Las criadas oyeron gritos, ruido como de dar patadas, por
lo que la más joven, Teresa Rodríguez, optó por acudir ante la
puerta cerrada del gabinete preguntando si sucedía algo.

Escena del juicio

Entonces salió Gavilanes que le puso una pistola en el pecho


conminándola a que se marchara. Por ello, la criada volvió donde

47
su madre y ambas optaron por salir de la casa, de manera que al
abrir la puerta oyeron la detonación.
El fiscal no tenía dudas de lo que había sucedido en el
momento del disparo:

“La desgraciada Celedonia Rodríguez, recluida en


aquella estancia, imposibilitada en su huida, y
careciendo de todo auxilio, pues de él le privó su
agresor, encerrándola como víctima destinada al
sacrificio, se sentó en una meridiana, según consta por
la propia confesión de Gavilanes, y en tal situación,
cuando se hallaba sentada en un extremo del indicado
mueble, completamente indefensa y sin que mediara
lucha alguna, que nunca y en ningún caso hubiera
podido sostener, por faltarle para ello todos los medios
en el estado a que se la había reducido y en la forma en
que quedó, sujeta a la voluntad de su amante, armado
del revólver con que antes amenazó a la criada Teresa
Rodríguez, aprovechándose aquel de las circunstancias
mencionadas, que con tanta sagacidad preparó para
asegurar la realización de sus siniestros fines, obrando
sin riesgo alguno para su persona, por la imposibilidad
absoluta en que se encontraba para defenderse la
repetida Celedonia Rodríguez, y sorprendiéndola,
acaso, en el momento que alzaba sus brazos en ademán
suplicante hacia él, según se desprende de las palabras
y manifestaciones del mismo, disparó contra ella la
expresada arma” (El Heraldo de Madrid, 14.3.1903, p.
2).

48
El fiscal Martínez Enríquez

La conclusión que se desprendía del informe del fiscal,


previo al juicio, es que el delito de que se acusaba a Gavilanes era
el de asesinato con alevosía, es decir, haberlo cometido sin temor a
respuesta por parte de la víctima. Obsérvese que no planteaba el
agravante de premeditación, entendiendo que el crimen no fue
planeado ni preparado, aunque sí resultó ejecutado en el calor del
momento con pleno conocimiento del daño que se iba a causar.
Negaba también cualquier circunstancia modificativa, como
podía imaginar que plantearía la defensa: arrebato, obcecación, etc.
Con todo ello, se proponía pedir para el acusado la cadena perpetua,
49
a lo que habría de añadir la condena de Elena Buendía y Vicenta
Alcorán, por encubridoras, a dieciséis años de cárcel. Hay que
imaginar qué sentirían estas dos últimas frente a tal petición de
condena.

Gavilanes, declarando ante el juez

Cuando el juicio tuvo lugar, a partir del 15 de junio de 1903,


y se escuchó a los acusados en los términos que básicamente hemos
expuesto en capítulos previos, el fiscal no modificó sus
conclusiones, tampoco cuando desfilaron amigos de Gavilanes para
valorar su trayectoria personal, encomiar su generosidad y hacer de
él casi un modelo de hombre y amigo para su tiempo.

50
Sin embargo, hubo un hecho que causó hasta cierto
escándalo en la sala del juicio, particularmente entre los miembros
del tribunal. El letrado de la acusación particular, el señor Alonso
(seguramente representando a los padres de Celedonia), tuvo una
intervención sorprendente. Por una parte se mostró sumamente
vacilante, como si no creyera en lo que estaba haciendo, agravada
su actitud por aducir un malestar que lo dejó a mitad de su alegato.
Cuando volvió a retomarlo, resultó que también defendía el delito
de asesinato para Gavilanes. Eso era lo habitual, es decir, que se
acogiera a la acusación del ministerio público y buscara en todo
caso mayores agravantes pidiendo una condena aún mayor, si cabía.
Pero no, negó el agravante de alevosía que sostenía el fiscal y optó
por añadir la premeditación, que el fiscal no había considerado.
Esta actitud, como decimos, era tan inusual que causó una
muy mala impresión en el tribunal y el Jurado de la causa,
desautorizando en gran medida el papel que realizó la fiscalía.
Resulta extraño ese cambio de criterio, máxime cuando bien se
podía defender la alevosía pero difícilmente podía pensarse que el
asesinato hubiera estado planeado de antemano.
Este resquicio lo aprovechó al máximo el señor Muñoz
Rivero, defensor principal del encausado. Cuando comprobó la
discrepancia pasó a defender la inocencia de Gavilanes y, si se le
llegaba a considerar culpable, sería tan solo de un “homicidio por
imprudencia temeraria”, concurriendo, como apuntamos antes, las
atenuantes de arrebato y obcecación, que estaban tan acordes con
las declaraciones del acusado.
Para defender estas consideraciones se levantó en su turno
Muñoz Rivero, a fin de remachar sus argumentos frente a un
escandalizado fiscal y a un tribunal que debía dirigir miradas
reprobatorias al acusador privado.
51
El defensor Muñoz Rivero

El defensor, dirigiéndose al Jurado, sostuvo que debía


hacerse hincapié en la intención del criminal, antes que en los
hechos, que no se podían negar. No podía por menos de admitirse
que Gavilanes había disparado y su amante resultó muerta. Pero era
necesario atender a las circunstancias de la vida del acusado.
Nos enteramos así que quedó huérfano de padres a los siete
años, pese a lo cual, sin guía ni nadie que le corrigiese (alguien
habría, piensa uno, en una familia acomodada como la suya),
emprendió el camino de su vida realizando negocios, sirviendo
52
fielmente a la Administración, etc. Después de encomiar su actitud
generosa para con sus amigos, cambió de tercio para hablar de las
mujeres como Celedonia.

“¡Las mujeres galantes! Son histéricas, irascibles,


descorazonadas, gastadoras... ¡Claro –dice-, les cuesta
tan poco el ganarlo! La más afortunada concluye en un
hospital; la mayoría mueren a manos de sus amantes…
En cambio, le parece muy natural y corriente que haya
muchos hombres que amen mujeres galantes,
realizando con ello el más grande sacrificio que puede
hacer un hombre, quo es el de unir un nombre honrado
al lado del de una prostituta.
Por esto se explica que, cuando este hombre,
enamorado, apasionado, llegue a descubrir la infamia
de que está siendo víctima por parte de aquella mujer,
sienta la misma indignación que siente el que descubre
el adulterio de la mujer que lleva al ara” (El Heraldo de
Madrid, 18.6.1903, p. 1).

A partir de estos planteamientos, Muñoz Rivero mostró al


Jurado la figura de Gavilanes, comentó de su nerviosismo con
verdadera lástima, lo mostró como un ser pusilánime, que lo mismo
pasaba de la excitación al aplanamiento. Pese a todo, era un hombre
que había intentado regenerar la vida de una mujer como Celedonia.
¿Y cómo le había agradecido ella sus esfuerzos? Engañándolo. Y
cuando él se lo reprochó, la mujer, sorprendida en sus infidelidades,
sospechando que se quedaba sin la vida regalada de la que
disfrutaba, cogió el revólver y, mostrándose contrita y arrepentida,
dijo que se iba a matar.
53
De un plumazo descalificó las afirmaciones de las criadas,
tal como hemos sugerido en este texto.

“Ellas hablan así por creer que puede alcanzarles


alguna responsabilidad. Cuando aquellas mujeres oyen
el tiro; van al gabinete; se encuentran con el cadáver de
Celedonia, y llenas de terror por tener que comparecer
ante los Tribunales, porque aquí más se teme que se
odia la justicia, inventan una historia… Si fuera cierto
que Gavilanes las hubiese amenazado con el revólver
antes de ocurrir la desgracia, ¿no es lógico que ellas se
hubiesen asomado al balcón a pedir auxilio, que
hubieran ido a la calle a avisar a alguien, para evitar la
desgracia?” (Op. Cit.).

Concluyó afirmando que no podían saber cómo habían


sucedido los hechos, tal vez ni el propio Gavilanes pudiera
explicarlos, con la excitación del momento. Pero era muy posible
que, teniendo el revólver en la mano, forcejeando por ella, el arma
se disparase sin querer. En otras palabras, que la mató por efecto de
una imprudencia temeraria. Para redundar en esa calificación ¿qué
hace Gavilanes a continuación? se preguntó. Deambuló de un lado
a otro sin saber qué había hecho en realidad, tratando de averiguarlo
a través de sus amigos, marchando en busca de personas que podían
ayudarlo, no a escapar, que podría haberlo hecho antes con el dinero
de que disponía, sino a huir de la justicia, que habría de caer sobre
él considerándolo culpable cuando él pensaba que no lo era.
Con estos argumentos, pasó el presidente a resumir lo allí
habido reclamando a continuación que el Jurado, tras deliberación,
se pronunciase sobre una serie de cuestiones. Finalmente, su
54
veredicto consideraba aceptable la interpretación de Muñoz Rivero,
en el sentido de que Gavilanes era culpable del disparo obrando al
hacerlo con negligencia y descuido graves, sin aceptar la postura
más extrema del defensor de que el disparo había sido casual.
Como consecuencia de ello la sentencia fue bastante
benigna, condenando al homicida a una pena de dos años y cuatro
meses de prisión, con la indemnización consiguiente de cinco mil
pesetas a los herederos de la finada, particularmente sus padres. A
las dos mujeres que lo acogieron se las consideró no culpables de
encubrimiento.

55
56
Cinco casos
de la época

57
58
La jauría de Fermoselle

El día 28 de mayo de 1902 se celebraron las fiestas del


Corpus en la localidad zamorana de Fermoselle, en la comarca de
Sayago cercana a la Raya portuguesa, a 64 km de la capital
provincial. Por aquel entonces no contaba con los poco más de mil
habitantes actuales, sino que rebasaba ampliamente los cuatro mil.
Era una localidad con riqueza agrícola, desde su famoso vino,
pasando por el aceite, hasta una abundante producción
hortofrutícola.
Su fiesta patronal se celebraba a finales de agosto, con
ocasión del día de San Agustín. Entonces tenían lugar grandes
encierros de toros para los cuales venían diestros madrileños de
cierto prestigio. Además, los casinos de la Unión y las Delicias
patrocinaban bailes cada noche, después de que una banda
municipal recorriera las calles amenizando la tarde con sus piezas
entre la alegría de ancianos y niños.
En aquella fiesta del Corpus debió suceder algo semejante,
concluyéndose con un baile donde mozos y mozas seguían los
pasos de la diversión y el cortejo en no pocos casos. Ya se sabía
que aquello, en ocasiones, podía dar lugar a enfrentamientos entre
jóvenes envalentonados defendiendo a una muchacha u ofendidos
en su honor por las palabras despectivas de algún otro. Pero lo
sucedido aquella noche, que pudo empezar de esta manera, derivó
en algo inaudito que habría de conmover a toda la sociedad
española.
No se cuenta apenas con información periodística del
desarrollo del juicio subsiguiente, salvo algunos detalles muy
significativos que habremos de comentar más adelante. Ahora
59
expondremos los duros hechos sucedidos aquella noche en la única
versión de los mismos que ha llegado hasta nosotros: el alegato del
fiscal.
Como decimos, al terminar el baile se produjo una “ligera
cuestión” entre los mozos. No sabemos qué trataron, a quién
correspondió la provocación, el comienzo del incidente. Lo que sí
es cierto es que algo sucedió con Gabriel González, “el Doroteo”,
enfrentado a un primo suyo (pero no amigo, como se verá): Ricardo
Fermoselle “el Mateo”. Solo nos llegan las palabras de este último
dirigidas al primero: “¡Ven acá, majo, que nos vamos a entender!”.
Doroteo no entró al trapo ni quiso contender, pero las voces
contra él se multiplicaron por lo que, viéndose en situación
comprometida, levantó el brazo armado con su revólver, y disparó
varios tiros al aire hasta quedarse sin munición. Los demás no
quedaron impresionados y comenzaron a empujarlo y golpearlo
repetidamente. “¡A por él!” gritaron desde algún lado.
Los agresores eran mayoría, por lo que el muchacho
abandonó el revólver y salió corriendo por una callecita que bajaba
desde la plaza Mayor a lo que se denominaba el pozo Morguve. Los
demás se organizaron, tras la sorpresa inicial, y lo persiguieron con
palos, puñales, alguna hoz e incluso armados con pistolas.
Doroteo, perseguido, vio una puerta abierta en una casa y
entró conminando a la señora y un niño que estaban dentro a que
saliesen de inmediato “porque vienen a matarme”. Así lo hicieron,
es de imaginar con ojos agrandados por el terror, de manera que el
muchacho atrancó la puerta y se propuso resistir la llegada de sus
rivales, que ya alcanzaban el exterior.
Lo sucedido en la plaza fue observado por Manuel Garrido,
el alcalde de la población, que siguió a los perseguidores mandando
a un chico que avisara a la guardia civil “para que prendieran a
60
Gabriel González por haber efectuado unos tiros en la plaza”.
Mientras tanto, el joven, que en principio había confiado en que sus
rivales no se darían cuenta de su escondrijo, comprobaba que no era
así. Se formó un tumulto en el exterior donde menudeaban las
voces, gritos e insultos.
Ricardo, Emilio Álvarez, José Peños, Santiago López,
Antonio Marcos y el conocido por el Oño, subieron al tejado y
empezaron a arrancar tejas para intentar acceder al interior y
localizar dónde se había escondido el perseguido. Cuando lo
vislumbraban yendo de una habitación a otra le tiraban piedras, las
mismas tejas. Empezaron a sonar algunos disparos. Como luego se
vería, el Doroteo iba dejando huellas sangrientas allá por donde
pasaba, intentando siempre hurtar el cuerpo a los proyectiles que lo
seguían con saña.
A alguno de los del tejado se le ocurrió entonces incendiar
la casa. Dicho y hecho, tomaron papeles y trapos, les prendieron
fuego y los arrojaron al interior sin que Gabriel pudiera apagarlos,
debido al riesgo de ser alcanzado por los disparos con que lo
amenazaban.
Cuando Agustín Guerra Asensio, Joaquín Bartolomé “el
Piezero”, Manuel Tarizo, José Vicente y Ángel Domínguez, que
gritaban a nivel de calle, observaron que el fuego empezaba a
propagarse por las estancias interiores, acumularon piedras de gran
tamaño en la puerta para clausurarla, impidiendo que el perseguido
pudiese salir. Otro de ellos, conocido como “el Dientes”, estaba
encargado de observar los movimientos de Gabriel en el interior, a
fin de dirigir los disparos de los del tejado. En cierta ocasión incluso
en que éste se apoyó en la puerta de salida, uno de ellos introdujo
violentamente un pincho de hierro hacia el interior, hiriendo al
muchacho en un brazo.
61
Hagamos un paréntesis en esta tortura que duró más de una
hora para acercarnos a la Audiencia de Zamora año y medio
después. En ella declaraban los guardias civiles que, llamados por
el alcalde para prender al perseguido, llegaron al lugar de los hechos
aquella noche.

“Eduardo Montero, guardia civil, refiere que después


del aviso que dieron al cuartel, toda la fuerza de la
benemérita se dirigió a la plaza, en donde por rumor
público supieron lo de la casa incendiada y que dentro
de ella se encontraba el Doroteo.
Fiscal.- ¿Y qué hicieron después?
Testigo.- Marchamos hacia el lugar del incendio, pero
la gente nos impidió llegar a él.
- ¿Y usted ha presenciado algunos incendios en
Fermoselle?
- Sí, señor.
- ¿Y ha visto usted alguna vez que la gente se aglomerase
sobre las paredes de la casa incendiada, sino que por el
contrario, dejaba hueco en la calle?
- Siempre dejaban un paso libre.
- ¿Y no les extrañó que aquella noche no ocurriera del
mismo modo?
- No, señor.
- Y una vez enterados de lo que había ocurrido, ¿qué
hicieron ustedes para buscar a los culpables?
- Lo que me ordenó mi jefe; hacer pesquisas que
resultaron infructuosas.
El fiscal dice entonces:

62
- Señor presidente; como no hay mejor sordo que el que
no quiere oír, renuncio a seguir preguntando al testigo”
(El Imparcial, 11.12.1903, p. 2).

Podemos imaginar siquiera someramente la terrible escena.


La noche cerrada, las llamas surgiendo desde varios puntos del
interior de la casa, los gritos de los asaltantes, los disparos, alguna
exclamación del herido que intentaba escapar de aquella ratonera
sin posibilidad alguna.
En un momento determinado, se le escuchó en el interior. Se
había puesto de rodillas, imploraba perdón a sus agresores en
nombre de la Virgen de la Bandera, patrona del pueblo, pedía por
su vida. Unos gritos le respondieron: “¡No hay perdón!”. El
muchacho se acercó a la puerta, desfallecido, desangrándose hasta
caer exánime. Al no escucharlo los de abajo retiraron las piedras
con que habían tapiado la puerta y la emprendieron a golpes con
ella hasta derribarla.
En el suelo, muy cerca, permanecía el cuerpo de Gabriel,
nadie sabrá si aún vivo pese a estar inconsciente. Alguien enarboló
la hoz y le segó el cuello de un tajo. Otro le abrió las ropas dejando
el vientre al descubierto, tal vez con la intención de continuar
hiriéndolo, quizá cortarle sus atributos. Alguien dijo que era
bastante y lo dejaron, no sin arrebatarle el reloj, los zapatos, el
sombrero, dejando al muchacho convertido en una piltrafa
despojada y sangrienta en el suelo de la casa. Aún se fueron
corriendo con sus trofeos gritando a casi todo el pueblo, al alcalde,
a los inútiles guardias civiles que actuaban como meros
espectadores: “¡Ya es nuestro! ¡Ya murió! ¡A tocar la campana y
tirar cohetes!”.

63
“Desde la inmediación de la casa incendiada, el alcalde,
como autoridad y además como vecino, debió ver quién
o quiénes desde el tejado o por la puerta penetraron en
la casa y acometieron al Gabriel hasta el punto de
seccionarle el cuello y se concretó a pasar recado al juez
municipal, para levantar el que a él le parecía cadáver”
(El Imparcial, 3.12.1903, p. 1).

El cuerpo presentaba veinte lesiones, según encontraron los


médicos forenses: dos por arma de fuego, una con instrumento
incisivo-cortante (la hoz), otras con instrumento cortante
(cuchillos), además de múltiples heridas por el impacto de piedras.
Ante ello, el fiscal no dudó en calificar los hechos como un delito
de asesinato con ensañamiento donde seis jóvenes habían llevado a
cabo el papel principal (Ricardo Fermoselle, Emilio Álvarez, José
Peños, Santiago López, Miguel Carrasco y Antonio Marcos),
siendo cómplices los restantes. Para los primeros pedía la pena de
muerte, catorce años de prisión para cada uno de los segundos y
quince años para el alcalde, agravada su culpa por la
responsabilidad que le correspondía habiendo hecho dejación de
sus funciones.
Ante tal jauría humana, uno se pregunta ¿qué pudo causar
ese estallido salvaje, esa falta de misericordia, el ensañamiento
incluso con el cadáver? No eran pocos los casos de reyertas, riñas,
que terminaban con la vida de uno de los contendientes, pero ¿este
acoso continuado buscando la muerte del otro por parte de un
número tan grande de jóvenes?
Junto a la declaración del fiscal, gracias a la cual conocemos
siquiera someramente los hechos, pudiendo imaginar su trágica
escenografía, el Imparcial incluía una entrevista con el anciano
64
Rafael González, el padre de la víctima, que iluminará las razones
que existían por debajo de un hecho semejante, así como permitirá
comprender algo más su resolución judicial.
En primer lugar, nos enteramos de que este señor fue alcalde
de Fermoselle hacía tiempo, ya que en ese momento contaba 70
años. Agricultor, como tantos otros en la zona, aunque enriquecido
con un importante capital, su hijo Gabriel se vio en la tesitura de
marchar a América unos años. Según afirmaba:

“En Fermoselle -me ha dicho el afligido anciano-


ocurre una cosa frecuente en otros pueblos
fronterizos… La mayoría de los jóvenes, al cumplir los
dieciséis años, emigran a América, no por eludir e1
servicio militar, sino en busca de aventuras y con la
esperanza de enriquecerse en aquellos países. Mi pobre
hijo Gabriel participaba de este carácter nuestro”
(Op.cit.).

En efecto, estamos en un tiempo de crisis económica tras la


pérdida de las colonias (Cuba y Filipinas unos años antes), las
rentas agrarias eran muy bajas y muchos pequeños propietarios
rurales se veían incapaces de sustentar a su prole. Es por ello que
los jóvenes emigraban siempre que podían, sobre todo hacia
México, Argentina u otros países de habla hispana, a fin de buscar
un futuro que se les negaba en la propia tierra. Una particularidad
de Fermoselle, dada su posición junto a la frontera con Portugal,
era la posibilidad ilegal de practicar el “matute” o contrabandear de
un lado a otro de la Raya. Como vemos, Gabriel marchó a América,
pero no tanto por necesidad económica, ya que la situación de su
padre era saneada, sino porque, como éste explicaba, tuvo un
65
“encuentro” con la guardia civil, que le aconsejó escapar del pueblo
y hacerse olvidar por unos años.
Cuando volvió se dirigió directamente a Galicia, donde
tenía algunos hermanos que habían optado por no marchar a
Buenos Aires como él sino asentarse en tierras cercanas a las
zamoranas. Entonces fue cuando Rafael González, su padre,
decidió aumentar sus ganancias convirtiéndose en arrendatario de
consumos. Ese fue el origen de la tragedia.
El Impuesto de Consumos fue establecido en 1845 por el
ministro Alejandro Mon y se había constituido, con la Renta de
Aduanas, en el principal sostenedor de los ingresos estatales desde
entonces hasta su transformación en 1911. Baste decir que en estos
años, aunque ya estaba en retroceso su rigor, aún suponía el 56 %
de los impuestos pagados por los habitantes de un pueblo como
Fermoselle.
Fue ampliamente criticado a lo largo de la segunda mitad
del siglo XIX por gravar bienes de primera necesidad, tanto en los
productores como en los consumidores. Hoy en día se valora si
afectaba más a las ciudades grandes (por su consumo) o a las
poblaciones rurales (en su producción), pero lo cierto es que las
mayores protestas surgieron en estas últimas.

“En los motines anticonsumos de 1885… protestaron


los habitantes de las ciudades, pero también la «gente
del campo»; el 30 de noviembre de 1894 fueron los
vecinos de once parroquias de Cangas de Tineo
(Asturias) los que destruyeron las casetas de Consumos
[fielatos]; en junio de 1897 serían las «clases agrícolas»
las que se levantaron contra el nuevo presupuesto en
Fuentevaqueros (Granada), y el 11 de junio de 1900
66
fueron los huertanos que solían ir a la capital con sus
mercancías los que iniciaron y participaron más
activamente en la protesta de Murcia. También
sabemos que entre 1895 y 1905, la mayoría de los
motines contra los Consumos y las crisis de
subsistencias tuvieron como ámbito los núcleos
secundarios ligados al campo (“El Impuesto de
consumos y la resistencia antifiscal en la España de la
segunda mitad del siglo XIX”. Rafael Vallejo, 1996).

El malestar en el mundo rural venía propiciado aquellos


años por una caída de precios, que no dejaba margen alguno a los
productores para poder pagar el impuesto y además cosechar algún
beneficio. Eso crispaba los ánimos de la población, llevándolos en
alguna ocasión a la destrucción de su propia producción agrícola y
también a la venta de la misma fuera de los límites urbanos, de
manera que fuera el consumidor quien, al regresar al pueblo y pasar
por la cabina de recaudación o fielato, pagara el impuesto. Los
jóvenes agricultores terminaban muchas veces, como hemos visto,
por emigrar a fin de no imponer la carga de su presencia a sus
padres o bien practicar el contrabando. De ahí que los ánimos
estuvieran generalmente excitados personificando en el
arrendatario del impuesto lo odioso de su imposición.
Además, la forma en que se recaudaba el impuesto de
consumos terminaba por fomentar la codicia de sus encargados,
como fue el caso de Rafael González. En efecto, cada año se
organizaba una subasta para constituirse en arrendatario de
consumos. Las personas más adineradas del lugar acudían a la
misma para hacer la mejor oferta posible al Estado, a fin de
encargarse posteriormente de recaudar lo necesario para que su
67
oferta fuera rentable. De esa forma, el Estado se aseguraba el
importe mínimo con que comenzaba la subasta y el arrendatario,
con todo su empeño, contrataba a “consumeros”, que vigilaban la
imposición del impuesto desde el fielato, a fin de que el
arrendatario obtuviera una cantidad suficiente como para terminar
el año con ganancias. Si era necesario exprimir a los contribuyentes
para ello, se hacía sin escrúpulo alguno.
Eso provocaba que este arrendatario fuera una figura odiada
por todos los que debían pasar por caja, entregando una parte
sensible de unas ganancias que veían esfumarse en sus manos. Los
motines anticonsumos estaban, como hemos visto, a la orden del
día. Esto es lo que sucedió en Fermoselle, según nos cuenta el padre
de la víctima:

“Prodújose un grave motín, porque el pueblo se negaba


a pagar el impuesto. Asaltaron mi casa, destrozaron las
puertas, se llevaron lo que les convino y me dejaron
arruinado.
A los pocos meses del suceso regresó a Fermoselle mi
hijo Gabriel. Enteróse de lo que había ocurrido, supo
que los que nos habían arruinado no habían recibido
castigo alguno: él prometió imponérselo. Pero todo se
redujo a afearles su conducta y a pegar unas cuantas
bofetadas a los principales organizadores del motín.
Nadie se atrevió a contestarle” (El Imparcial,
3.12.1903, p. 1).

Su propio padre comentaba que desde Buenos Aires ya les


llegó su fama de “valiente”, un “corazón muy grande y desprecio
de la vida”. Es de imaginar el odio que generaba con su falta de
68
prudencia, una cierta arrogancia y la humillación que supuso para
los agresores de la casa paterna que Gabriel les afeara su conducta
y los abofeteara en público. Todo eso se fue acumulando en un
sentimiento salvaje, una necesidad de venganza, que explotó en
aquella noche de mayo.
El juicio fue una auténtica farsa, por lo que se deduce de
comentarios periodísticos. Los acusados negaban toda
participación en los hechos y nadie de Fermoselle se atrevía a
señalarlos como culpables. Nadie había visto nada, todos ignoraban
quiénes estuvieron en el tejado, quiénes tapiaron la puerta, cuál fue
el autor de la muerte de Gabriel González “el Doroteo”. Como una
nueva Fuenteovejuna (pero con otros motivos no tan honorables
como en la obra teatral), fueron todos y ninguno.
Miembros del Jurado fueron cayendo por enfermedad uno
tras otro, por lo que hubo que buscar suplentes. Incluso un miembro
del propio tribunal abandonó el juicio diciéndose enfermo, lo que
supuso aplazamiento tras aplazamiento. Finalmente, el 19 de
febrero de 1904, el Jurado declaró a los implicados no culpables de
lo sucedido.

“Quien quiera que fuese el muerto, por grande que


fuera la antipatía que inspirase a sus convecinos, por
mala que hubiera sido su conducta como provocador y
pendenciero, la Justicia no puede estar conforme con tal
fallo” (El Heraldo de Zamora, 19.2.1904, p. 1).

Aquella misma noche, otra horda de jóvenes marchó en


tropel hasta la casa de Rafael González, el antiguo arrendatario de
consumos. Gritaron, golpearon la puerta, abrieron la gatera para
arrojar por ella varios petardos al interior de la casa. Dentro, la
69
madre del Doroteo y un nieto del que se encargaba debieron pensar
que les sucedería lo mismo que a su hijo, que el fin de sus días
estaba próximo.

“La muerte del desdichado Doroteo se produjo a la luz


de un incendio y sin embargo en ella no se ven por todas
partes más que sombras” (El Heraldo de Zamora,
20.2.1904, p. 2).

70
El matón segoviano

Acabamos de ver que el “Doroteo” era un “valiente” según


su padre, un “provocador” según algunos periodistas, alguien que
despreciaba el peligro, que afrontaba a sus rivales de frente y de
manera agresiva, a bofetada limpia. Gabriel González era natural
de un pueblo grande, Fermoselle, y creció en una familia con
medios económicos, pero ese “valor”, esa “valentía”, esa defensa
agresiva del propio honor, no eran privativos de ninguna clase
social, si acaso difería la forma en que se imponía a otros un
“valiente”.
Leer las crónicas de sucesos de las primeras décadas del
siglo XX es observar que están salpicadas de riñas tabernarias, de
reyertas por los motivos más nimios (a veces inexistentes),
generalmente bien envueltas en alcohol y echando mano con
facilidad a la navaja para dirimir la cuestión de que se tratara. A
veces el motivo es baladí (mirarse mal), en otras ocasiones unas
palabras más altas que otras, una deuda que no se cobra, una
afirmación sobre la mujer o un pariente de uno de los contendientes.
La taberna solía ser el lugar preferente donde comenzaba el
enfrentamiento y para que, una vez en el exterior, uno de los
contendientes terminase con una navaja clavada en el vientre: esta
arma siempre se utilizaba de abajo hacia arriba, con un destino
marcado por la ingle o el vientre, pero también el tórax era otro de
los objetivos habituales de quien terminaba cadáver antes de llegar
a la Casa de Socorro.
Uno de los casos de aquel año tuvo lugar el 17 de agosto en
el café Oriental de la calle segoviana de Reoyo. Las primeras
crónicas afirmaban que Primitivo Gutiérrez, de 37 años, casado y
71
con seis hijos, había agredido con una navaja “de lengua de vaca”
al dueño del café, Antonio Ruiz, casado, con tres hijos. Se supo
enseguida que el agresor iba borracho, que tenía malos
antecedentes. Incluso se llegó a afirmar que inmediatamente antes
había estado en el café San Martín. Allí sacó la misma navaja y,
trazando una cruz con ella sobre una mesa, afirmó: “Esta noche
duermo en la cárcel”.
Cinco meses después, el 18 de febrero de 1903, comenzó el
breve juicio de Primitivo. Gracias a las crónicas de “El Porvenir
Segoviano” podemos averiguar algunos detalles más y escuchar,
siquiera brevemente, las declaraciones de los principales testigos.
En primer lugar, fue el mismo procesado el que subió al
estrado, como era lo habitual. Una vez allí tuvo que reconocer que
había tenido dos causas pendientes en la Audiencia segoviana que
ahora lo juzgaba, las que lo habían conducido a la cárcel por
agresiones. También tenía pendiente otra causa en la Audiencia
madrileña por el mismo motivo, aún sin dilucidar. El calificativo
del diario Época es el de encontrarnos ante un “valiente de oficio”.
Otros conocidos lo tildaban de “provocador” y “pendenciero”.
El fiscal José González pasó a preguntarle por el día de la
agresión. Resulta que, según él, llegó a las doce a su casa para
comer y, posteriormente, mandó a sus hijos que sacaran la taberna
ambulante. Debo reconocer que desconozco de qué se trataba pero,
tal como afirmó su mujer Matilde Mate, debía de ser exactamente
lo que dice su nombre: un lugar donde beber a modo de carricoche
que podía sacarse a la calle y meterse en casa por la noche. Según
su parienta, allí Primitivo ya había consumido ocho o nueve copas.
Él, desde luego, no admitió tal cosa en su declaración.
Sí reconoció haber visitado el café de San Martín aquella
tarde, donde tomaría una copa o dos más, sin hacer lo que luego
72
describiría la camarera del lugar, aquello de una cruz en la mesa de
madera donde bebía. Nadie ratificó, ni siquiera ella, que hubiera
dicho lo que se rumoreaba desde meses atrás, aquello de que
dormiría en la cárcel.
Después se trasladó al café Oriental. Allí encontró al dueño,
Antonio Ruiz, discutiendo con un cliente llamado Gregorio Nieva.
Como conocía a éste intervino apaciguador para decirle que no
hiciera caso y el dueño del local, muy agresivo, le gritó que se
marchara del local o lo “echaba a trompazos”, todo ello
enarbolando una taza que hacía ademán de arrojarle.
Efectivamente, se fue del local pero, desde la puerta, le dijo
a Antonio Ruiz: “Sal aquí”. Afirmó que su intención era
simplemente darle algunas bofetadas, en absoluto pensaba en
matarlo, de hecho no tenía resentimiento alguno contra él. Solo que,
al verle en la puerta echó mano a la navaja que llevaba en el bolsillo
y se la clavó dándole “un golpe con ella”. Después marchó calle
abajo y, al ver a un sereno al que conocía, le entregó la navaja y un
revólver que portaba a fin de que lo detuviera por esa agresión,
como otras había protagonizado en el pasado.
Algunos testimonios posteriores desmintieron sus
afirmaciones. Por ejemplo, los peritos forenses afirmaron que la
herida era mortal de necesidad al seccionar los intestinos. No fue
un simple “pinchazo” como dejaba entrever Primitivo, sino que la
navaja había entrado al menos en su mitad infiriéndose con la mano
derecha y de abajo arriba.
El sereno Vicente Rodríguez fue aún más explícito. Había
escuchado voces en el café Oriental por lo que se dirigió hacia allá
encontrándose enseguida que marchaba por la calle hacia él el
procesado. Llevaba la navaja en la mano, la limpió en su chaqueta
al llegar a su altura al tiempo que le decía: “Acabo de matar a
73
Antonio Ruiz y lo he hecho con conocimiento”, la dobló para
entregársela añadiendo: “Le he dado un metisaca que ni el Reverte”
(célebre bandolero andaluz del siglo XIX).
¿Qué sucedió en el interior del café? Tanto el camarero
como el propio Gregorio Nieva declararon contradiciéndose en
detalles menores que no hubo forma de aclarar, tampoco a través
de los demás testigos presentes que tomaban su café y su copa sin
atender demasiado a lo que sucedía a su alrededor. Desde luego,
había coincidencia en que Primitivo llegó solo y con aires de haber
bebido bastante con anterioridad. Se sentó solo también en una
mesa y pidió un café.
Nieva y el dueño del local no discutían en modo alguno,
hablaban nada más y ni siquiera de forma continuada. Sí debía
haber alguna diferencia entre ellos porque Antonio Ruiz le ofreció
invitarlo a una copa para que hubiera paz. Nieva no quiso beber
más y luego, no supo por qué, el camarero le sirvió un té. “¿Para
qué quiero yo este té?”, exclamó. Según Manuel Révellez, el
camarero, el té lo había encargado Primitivo para Gregorio Nieva
pero sin hablar previamente con él. De ahí la pregunta que le hizo
Nieva a Primitivo, cuando le dijo el camarero quién lo había
encargado.
Este último, desde su mesa, le contestó: “Anda, para que te
lo tomes”. Antonio Ruiz, que asistía a este extraño diálogo,
intervino dirigiéndose a Primitivo: “Ya te he puesto una vez en la
calle y siempre vienes con cosas de éstas”. Estas discrepancias no
eran recordadas por Nieva, que afirmaba, respecto del té, que se lo
habían servido y lo rechazó creyendo que se lo ofrecía el dueño del
local. “No recuerdo que Primitivo interviniera en la conversación”,
afirmó incluso. Un careo entre ellos solo sirvió para reafirmarse
cada uno en su versión.
74
Sea como fuera, los distintos testimonios no dejaban muy
claro cómo habían sucedido los hechos a continuación. El camarero
dijo ver que Antonio Ruiz se dirigía a la puerta, no sabía por qué
dado que venía de atender a un cliente. Otro de los clientes sí
escuchó a Primitivo en la puerta, dirigiéndose a su futura víctima:
“Salga usted que le llama uno”. El mismo Gregorio Nieva sostuvo
que la puerta debió cerrarse a la espalda del dueño del local porque
no vio nada y sólo escuchó un “¡Ay!”. Según otro de los presentes,
la exclamación fue más prolongada: “¡Ay madre mía! ¡Ay Dios
mío! ¡Qué barbaridad! ¡Ese bárbaro me ha matado!”.
Los demás clientes tampoco vieron la agresión en sí, pero
con unos u otros lamentos se dieron cuenta de que algo grave había
sucedido porque salieron al exterior para encontrarse el cuerpo de
Antonio Ruiz en el suelo. Entonces prorrumpieron en las voces que
escuchó el sereno.
El Jurado, haciendo bueno el alegato del fiscal, entendió que
el acusado era culpable de la herida infligida a su víctima, que ésta
se había cometido con alevosía puesto que, al decirle que alguien
preguntaba por él, Antonio Ruiz salió del local sin arma alguna,
inerme a cualquier agresión como la que iba a recibir. No se aceptó,
como demandaba el defensor, que hubiera contienda alguna en el
exterior, pese a que ningún cliente había contemplado la agresión.
El intervalo de tiempo fue tan corto entre la salida y el navajazo que
resultaba imposible que hubieran disputado ni mucho menos que
Antonio Ruiz hubiese intentado agredir a Primitivo. Éste, además
y como señaló el presidente del tribunal, era reincidente en este tipo
de agresiones y lesiones, resultando según los testimonios un
individuo pendenciero.
De resultas de todo ello la sentencia no podía ser otra que
decretar la pena de muerte, añadiendo dos mil pesetas de
75
indemnización a la viuda. Primitivo Gutiérrez escuchó su condena
sin inmutarse siquiera. Ocho meses después, el Tribunal Supremo
consideró favorablemente el expediente de indulto sobre la última
pena y lo condenó de forma sustitutoria a cadena perpetua en el
penal de Ceuta o el de Melilla.

76
El zapatero enfurecido

En el caso que ahora nos ocupa podríamos tildar a su


protagonista como “bravo” y “valiente”, aunque quizá el
calificativo más ajustado sea el de “iracundo”. Tuvo lugar en una
taberna pero no en la forma más habitual, aquella en que dos
vecinos beben juntos hasta que surge una pendencia en torno a una
deuda impagada. Que a uno le recuerde que deben dinero a otro ya
es una ofensa a su honor, debía pensarse, de manera que las palabras
subirían de tono y la pendencia daría lugar a un duelo a navaja.
Este escenario tan habitual entonces no es exactamente el
que ahora tratamos, pero se le parece bastante, eso sí, sin la
presencia del alcohol. En la calle madrileña de Pacífico había,
contiguos, dos establecimientos: una zapatería cuyo propietario era
Alejandro García, de 25 años, y reconocida fama de bravucón; una
taberna regentada por Francisco Jago, de 35 años, viviendo con su
mujer María Galo que, en el momento de los hechos, estaba
embarazada.
Se menciona una relación de buena vecindad hasta el día 2
de septiembre de 1902, en que las cosas se torcieron. Meses atrás,
el zapatero había adquirido a plazos una máquina Singer que
necesitaba para su oficio. Como no pudo pagarla al contado,
necesitaba que alguien avalara la compra garantizando los pagos
mensuales. Por ello, se dirigió al tabernero, al que conocía desde
hace tiempo, y éste, creyendo que sería un pagador puntual, estuvo
conforme en avalarlo. A fin de cuentas, Alejandro era trabajador y
no le faltaba clientela, pese a su carácter algo desabrido. Tampoco
tenía vicios sobresalientes como el juego o el alcohol, que hicieran
pensar que resultaría un mal pagador.
77
El caso es que durante un tiempo las cosas discurrieron con
normalidad y el zapatero fue realizando sus pagos. Unos meses
antes del suceso, sin embargo, la regularidad se rompió y dejó de
abonar los plazos mensuales. Tras ese tiempo de promesas
incumplidas, la empresa vendedora se dirigió al tabernero
Francisco, y le hizo conocedor de que su vecino no estaba pagando
y era necesario conformarse con su papel de avalista.
Éste montó en cólera, se presentó en la tienda y se negó a
realizar los pagos a los que se había comprometido, diciendo
textualmente algo que llegaría a los oídos de su vecino: “Creía que
era un hombre honrado y ha resultado un tramposo”. El siguiente
paso del vendedor, tras comprobar que Francisco retiraba su papel
de avalista, fue anunciar a Alejandro que pasaría a requisarle la
máquina en cuestión. Aquello fue el detonante de lo que sucedió
aquel 2 de septiembre.
Visto en la distancia, uno piensa que Francisco hizo mal
puesto que, si era avalista, debía haber aceptado los pagos tan de
mala gana como quisiera. El vendedor hizo mal también
reproduciendo ante el zapatero las palabras de su vecino. Pero la
reacción de Alejandro refleja una ira desproporcionada, como
tantas otras veces en estos casos de riñas tabernarias. Una cosa es
que se quedase sin la máquina, que amenazó con destrozar a golpes
con su martillo, según gritó en el enfrentamiento, y otra que le
insultasen llamándolo tramposo.
Como sucedía en estos casos y hemos visto en el precedente,
la dinámica de los hechos es tan rápida, los ánimos se encuentran
tan exaltados, que lo sucedido conoce versiones algo diferentes.
Desde luego, los protagonistas fueron los dos interesados, con el
añadido de la mujer de Francisco, que se metió por medio,
posiblemente en mala hora.
78
Sucedió que Alejandro, impulsado por la ira, se presentó en
la taberna para reprochar al otro que hubiera retirado su aval y le
hubiera llamado tramposo delante de terceros. Fue en ese
intercambio verbal que amenazó con destruir la máquina a
martillazos antes de que nadie se la quitara. Las acusaciones se
sucedieron entre ellos: “Me has traicionado”, “te traicionas tú, que
eres un tramposo y no pagas”, etc.
Los clientes de la taberna, viejos conocidos y convecinos de
ambos, empezaron a vocear que lo dejaran ya, que no buscaran
cuestiones, pero la cosa parecía imposible de parar. En un primer
momento, el zapatero salió de la taberna respondiendo a los gritos
de los clientes, pero María Lago tuvo la mala ocurrencia de seguirlo
fuera del establecimiento para seguir dirimiendo la cuestión a
voces. También ella, a su manera, debía de ser bastante “brava”, no
consintiendo que a su marido se le faltara al respeto.
Éste, que se había quedado en el interior hablando con sus
clientes de lo sucedido y aun reprochando a Alejandro el hecho de
que fuera un mal pagador, vio a su mujer en el exterior y temió por
ella, dado que su rival empezaba a enarbolar un martillo que había
sacado del cinturón. Así que se precipitó al exterior. Cuando
Alejandro lo vio venir pensó que iba a agredirlo y trató de darle un
martillazo pero con tan mala fortuna, que finalmente se golpeó a sí
mismo en la mejilla. Cuando empezaban a forcejear, los clientes de
la taberna salieron en tropel y los separaron. Alejandro, enfurecido
como nunca, volvió a la zapatería.
Cuando todos los demás regresaron al interior de la taberna
discutiendo del caso pero pensando que la discusión había
terminado, volvió a abrir la puerta el zapatero. Para él, la cuestión
no había concluido sino que, humillado, insultado y golpeado,
aunque por su propia responsabilidad, entró en su tienda para coger
79
una lezna de zapatero, un instrumento utilizado para coser cuero y
provisto de un pincho de regular longitud. Su intención era clara.
Exclamó, según los presentes: “¡Ahora te voy a matar!”.
Sin mediar más palabras, y al modo clásico que había
utilizado Primitivo Gutiérrez (de abajo arriba), propinó a Francisco
un golpe en la ingle derecha. Al verse agredido de esa forma, éste
retrocedió tomando un revólver que había sacado previamente, por
si la discusión llegaba a mayores como estaba sucediendo. Disparó
herido y la bala se perdió, pero eso hizo que Alejandro, ya con una
cuestión de vida o muerte, volviera a clavar su instrumento en el
pecho de su rival. Según los forenses, ésa fue la herida mortal.
Como veía que el agredido aún enarbolaba, aunque
vacilante, el revólver, el zapatero retrocedió hacia la puerta. Muy
debilitado y a punto de desplomarse, Francisco volvió a disparar,
perdiéndose de nuevo el tiro. A partir de ahí, el agresor corrió a
encerrarse en su tienda mientras los demás trataban de atender al
herido, que agonizaba, y llamaban a los guardias más cercanos.
Estos acudieron a la zapatería, golpearon la puerta y
conminaron a Alejandro García a que se entregase. Éste así lo hizo
con protestas de inocencia (que reiteraría en el juicio de que lo
único que había hecho era defenderse).
Tan solo cuatro meses después, el fiscal Sr. Bustamante no
tuvo que hacer una gran esfuerzo para conseguir la condena del
zapatero iracundo por homicidio simple. La defensa de este de que
actuó asaltado por un miedo insuperable quedó desmentida por el
testimonio de los testigos de su agresión. El Jurado sí consideró,
contra el parecer del fiscal, las atenuantes aducidas por el defensor
Sr. Corona: el homicidio había sido fruto de un arrebato y de la
obcecación del acusado. Fue sentenciado a catorce años y ocho
meses de prisión.
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El precio de la deshonra

Entre tantos casos luctuosos, terminaremos esta parte con


uno que entra en el terreno de lo cómico, salvo para su protagonista.
Este se llamaba Manuel Deiro, un joven de 23 años, guapo, al decir
de la prensa, gallardo y lo que también era importante, rico.
Provenía de una buena familia de Utrera y, por motivos que
desconocemos, tal vez para hacer mejor fortuna, se alojó en una
casa de huéspedes de la calle Valverde 1, piso 3º de Madrid.
Hasta aquí todo normal, pero el amor o al menos una
atracción irresistible, vino a enredar las cosas. El propietario de la
casa, Manuel López, y su mujer Estrella Losada, tenían una hija de
diecisiete abriles, María López, de indudables encantos, según el
muchacho. A nadie le amarga un dulce y la chica vio con buenos
ojos que entablaran conversación y tuvieran esos momentos de
acercamiento a que obligaba la común convivencia. Naturalmente,
el hecho fue observado por doña Estrella, a la que no se le escapaba
una, y pensó que si la cosa terminaba en una relación honesta y
decente, concluyendo en boda, ella desde luego no tendría ningún
inconveniente.
Pero al muchacho le nubló la vista la impaciencia. Quedará
como una incógnita para la posteridad qué actitud fue la de la
muchacha, pero en un día en que ambos quedaron solos, el 2 de
enero de 1902, por esos azares del destino ocurrió lo que tenía que
suceder, algo que fue relatado del siguiente modo por la muchacha,
entiéndase cuando su madre se encontraba en la cárcel por lo que
había sucedido después.

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“Según parece, el Sr. Deiro la requirió de amores.
Añadió que un día, hallándose ella en la cocina, el joven
andaluz la hizo beber un vaso de vino que la trastornó
en tales términos, que tuvo que retirarse a su habitación,
añadiendo que poco después presentóse el Sr. Deiro en
ella, no recordando la declarante lo que ocurrió luego,
por el mareo que sufría.
Recuerda que al día siguiente de ocurrir esta escena se
sintió enferma, siendo reconocida por el doctor
Yillagraz, que habita en la misma casa, quien la dijo
que había sido víctima de un atropello, cosa que ella
participó a su madre.
Parece que al ser interrogada la joven acerca de lo
denunciado por el Sr. Deiro, manifestó que recordaba
que su madre habló, a raíz de su entrevista con el
médico, con dicho joven, el cual, según sus noticias,
ofreció, ya que no podía contraer matrimonio con María
López, dotarla en 50.000 pesetas como recompensa al
cariño que hacia él había demostrado” (El Globo,
27.1.1902, p. 2).

Aquí tenemos los elementos de la situación tragicómica. En


primer lugar, resulta asombroso el poder de un simple vaso de vino
en una jovencita inocente como ella. Tanto como para privarla del
sentido y no enterarse bien de lo que sucedía a su alrededor. En
segundo lugar, no queda claro qué imposibilitaba al joven para
casarse con ella remediando el supuesto desafuero, ya que estaba
soltero. Quizá se refiriese a la muy distinta posición social de
ambos, ya que él provenía de una rica familia utrerana.

82
El caso es que doña Estrella tuvo claro que aquel mozo no
se iba a ir de rositas después de beneficiarse a su hija arrebatándole
la flor de su virginidad y manchando su reputación para siempre.
De manera que, si seguimos la denuncia presentada por Manuel
Deiro tiempo después, se presentaron en su habitación Manuel
López y Estrella, su mujer, el primero provisto de un revólver, la
segunda de un bisturí, conminándole a que firmara un documento
por el que reconociera su falta y el delito de estupro que había
cometido.
Contrito y amedrentado, el joven se sintió obligado a firmar.
Nada se dice de que le hubieran propuesto llevar a cabo una boda
forzada por el delito cometido. Parece que esta posibilidad no se la
planteaba nadie, salvo quizá la pobre muchacha deshonrada que
seguía el proceso avergonzada de la culpa que le correspondía, sea
por activa o por pasiva, que eso nunca quedó claro a raíz de aquel
vaso de vino.
Reconocido el delito documentalmente, la madre de la
muchacha deshonrada pasó a la siguiente fase del plan. Le anunció
que llamaría a un notario a fin de que firmase una deuda
compensatoria del daño causado, en concreto 50.000 pesetas a
pagar en un primer plazo de 10.000 en julio de aquel año y otro
tanto en cuatro años sucesivos. El muchacho se negó en redondo
por lo que, de nuevo ante el revólver, ahora empuñado por doña
Estrella, tuvo que irse a su habitación quedando encerrado en ella
durante tres días.
En un primer momento, se le ocurrió escribir una carta
dirigida a un amigo de la familia que vivía en Madrid, el Excmo.
Sr. González de la Peña. Para ello, una vez escrita pidiendo le
socorriesen, la tiró por el balcón de su habitación, siendo recogida
por un mozo de la cochera de enfrente. Fiel a la petición, llevó la
83
carta a su destinatario, pero quiso la mala suerte que éste se
encontrara en Utrera, ciudad de la que volvió al cabo de dos días.
Al leerla, mandó aviso urgente a su amigo, el Sr. Deiro, para que
enviase a alguien que tomara cartas en el asunto.
A esas alturas Manuel desesperaba, por lo que se decidió a
enviar una nueva carta por el mismo conducto, esta vez al juez de
guardia. Doña Estrella, perspicaz, se dio cuenta de que la había
arrojado a la calle y se hizo con ella antes que el mozo de la cochera,
que no estaba al quite como en la ocasión anterior.
Subió hecha una furia y le mostró la carta abierta al joven
que, viéndose descubierto, comprendió que nadie lo socorrería en
su desesperación. Como aún se negara a firmar ese pagaré, un tal
Enrique Valls, amigo de la familia y residente también en la casa
de huéspedes desde hacía tiempo, ejerció de “hombre bueno” y
habló en privado con él.
Le vino a decir que lo hecho, hecho estaba, que había que
afrontar las consecuencias porque, de otro modo, y él conocía bien
a doña Estrella, la situación podía llevar al asesinato del joven. Por
darle un empujón para que aceptase, le vino a decir que firmara y
luego, una vez libre y en la calle, podía denunciarlo o hacer lo que
considerase oportuno.
El muchacho, que no sabía ya a quién recurrir, mostró su
conformidad a firmar y los padres de la agraviada trajeron a su
primer notario, Miguel Rubias. Éste vio la situación y notó algo
raro, la dueña de la casa habló de que le había prestado dinero y el
documento era para que Manuel se comprometiese a devolverlo.
Cuando notó que el notario iba a reflejar ese préstamo, que en
realidad no existía, cambió de opinión y mencionó que el chico
había ultrajado a su hija, de manera que aquello era una
compensación por el delito cometido.
84
La situación era tan extraña e irregular que el notario,
aduciendo que la cédula de identidad del joven no era válida, se
negó a proseguir con el procedimiento. Cuando se fue, Manuel se
ofreció a regularizar la cédula yendo al organismo oportuno.
Doña Estrella, que vio el truco, se negó tajantemente e hizo
ademán de sacar el revólver, en vista de lo cual el muchacho volvió
mansamente a su habitación. Con el segundo notario, Arsenio
Rueda, la cosa fue más fácil, la versión resultó impecable desde el
principio y no hubo cambio de opinión: la compensación era por la
deshonra efectuada en su hija María. Firmado y rubricado.
Una vez en la calle, Manuel se dirigió a casa del amigo de
sus padres y éste lo acompañó hasta donde se encontraba Antonio
Bellén, abogado enviado por el señor Deiro, que acababa de llegar
y se alojaba en un hotel. Tomó al muchacho del brazo, una vez
enterado del asunto, y lo llevó hasta el Juzgado de Instrucción que
estaba de guardia aquel día, correspondiente al distrito de Hospicio.
El juez mandó llamar a los dueños de la casa de huéspedes,
interrogó a la hija y, ante la denuncia, mandó que visitaran la cárcel
los dos primeros.
El juicio se efectuó en junio del año siguiente. Ignoramos si
Manuel López y Estrella Losada pasaron año y medio en prisión,
pero bien podría haber sucedido. El tribunal escuchó a varios
testigos, la hija María López volvió a hablar de su pérdida de
sentido por aquel dichoso vaso de vino. No hay relación de los
testimonios que allí se presentaron, probablemente de los acusados
y también de algunos inquilinos de la casa de huéspedes, como el
citado Enrique Valls. Solo sabemos que dichos testimonios “fueron
favorables” a los procesados.
Finalmente, dos días después el Jurado consideró que los
propietarios de la casa de huéspedes no eran culpables de secuestro
85
y robo, como eran acusados por el fiscal, y los encontró no
culpables. El presidente del tribunal dictó su inmediata puesta en
libertad. Eso daba lugar a una inmediata consecuencia, que un
periódico resumía así:

“Queda en pie la escritura pública en la que Deiro se


declara deudor al padre de María López de 50.000
pesetas. No sabemos si el antiguo huésped pretenderá
eludir el cumplimiento de una obligación que puede
exigírsele por documento ejecutivo, ni cómo podría
reclamar, en tal caso, contra la validez de la escritura
otorgada ante notario, una vez declarado por los
tribunales que el acreedor no ha cometido el delito de
secuestro, por el que pretendía el deudor que su
voluntad había sido forzada” (El Imparcial, 5.6.1903, p.
3).

86
Una mujer martirizada

El día 23 de enero de 1902 una mujer pálida, con signos de


estar extenuada por un gran esfuerzo, entró vacilante en la
Delegación de Vigilancia del Este. Esa noche le tocaba de guardia
al inspector Roig que, dado su estado, pensó que estaba ante la
víctima de algún delito. “No puedo resistir por más tiempo mi
martirio -dijo al inspector-, vengo a pedir amparo”.
El inspector, alarmado, la hizo sentar y, algo más calmada,
la mujer, que aparentaba tener más años de los 25 con que contaba,
empezó su entrecortado relato:

“Me llamo Antonia Romera Sánchez, soy natural de


Argel, tengo veinticinco años y hace nueve que me casé
con José Antonio Gómez Maestre de San Juan, tenemos
tres hijos pequeños.
Mi esposo me hace objeto de crueles y constantes
castigos. Me maltrata, golpeándome sin compasión; me
hace pasar noches enteras desnuda y en el balcón, y
cuando me ve tiritar de frío y próxima a perder el
conocimiento, me obliga a meter los pies en un barreño
de agua helada.
Estoy embarazada y me obliga a tomar pócimas para
que aborte. Mis sufrimientos son tales, que temo perder
la razón” (El Liberal, 24.1.1902, p. 3).

Sus primeras palabras ofrecieron un titular al día siguiente


que caracterizaría todo su caso, resuelto dos años después. Nacía el
caso de la “mujer martirizada”. Sus explicaciones describían una
87
situación tan terrible que era difícil imaginarla en un tiempo en que
los malos tratos en el hogar estaban a la orden del día y se llevaban
con discreción y resignación.

Antonia Romera

Lo primero que hizo el inspector es mandar que un agente


la acompañara hasta la Casa de Socorro del barrio de Salamanca, la
más próxima, a fin de que le hicieran un completo reconocimiento,
habida cuenta de que mostraba señales de lesiones. Allí fue curada
en la medida de lo posible y los facultativos pasaron recado de que
existían heridas recientes y algunas antiguas ya cicatrizadas.

88
Con todo ello, cuando la mujer estuvo de vuelta, se trasladó
hasta la Casa de Canónigos donde declaró ante el juez de guardia,
el señor Ruiz Andrés. Lo que decía aquella mujer producía tal
impresión que éste no dudó, primero, en disponer un completo
informe forense y, segundo, mandar a unos agentes para que fuesen
a su casa en la calle Jorge Juan 52, trayendo al marido hasta su
despacho.
Fue el doctor Samaniego el encargado del examen médico.
A él se uniría posteriormente el doctor Alonso Martínez, a fin de
completar el informe que debían remitir oficialmente del estado de
Antonia. El mismo era devastador: la mujer estaba señalada en
diversos lugares del cuerpo con lesiones recientes y otras
cicatrizadas; las heridas estaban provocadas por agresiones con
arma blanca y golpes recibidos con objetos de gran dureza, como
un palo.
Se cuidaron de especificar que los traumatismos
observados, en gran parte, quedaban fuera de su propio radio de
acción, de manera que no se los podía haber ocasionado ella misma.
La mujer, además, presentaba una higiene deficiente y señales de
abandono.
En una apostilla a su informe, el doctor Samaniego hacía la
importante observación de que recordaba haberla atendido como
ocho años atrás, debido a un exhorto del Juzgado de Murcia, que
así lo mandaba por denuncia de la madre de Antonia. Entonces le
apreció una herida en el brazo izquierdo que ella negó se la hubiera
producido su esposo. Cuando ahora le preguntó por aquello la
mujer afirmó que entonces había mentido por temor a la reacción
de José Antonio González, su marido.
Éste recibió a los agentes en su domicilio con cierto aire de
superioridad. Manifestó estar alarmado por la desaparición de su
89
mujer sin poder evitar la contrariedad que le causaba la presencia
de los guardias en su casa. Con 34 años, su aspecto era bastante
bueno, mostrando un color saludable, bien diferente del de su
esposa, un cabello bien cuidado.

José Antonio González

Finalmente, fue convencido de vestirse y acompañarlos ante


el juez de guardia junto con sus tres hijos, la mayor de siete años y
actitud silenciosa, a fin de que los médicos también los examinaran.
El informe detectaría claros síntomas de raquitismo en las tres
criaturas.
Frente al juez, José Antonio manifestó llevar nueve años
casado con Antonia. El matrimonio se había celebrado exactamente
el 29 de junio de 1892. Se conocieron en Cartagena, Murcia, donde
él era persona bien relacionada por ser sobrino de un antiguo

90
gobernador civil de la provincia. Cuando él contaba 25 años y ella
16 la había raptado en un arrebato amoroso, lo que provocó que los
familiares de la muchacha, bajo amenazas, lo obligaron a casarse.
Por supuesto, negaba todo maltrato a su mujer,
reconociendo que era cierto que la dejaba encerrada en casa junto
con los hijos cuando él salía, pero era para protegerlos de cualquier
intento de robo, algo que a Antonia la tenía atemorizada. Negaba
una y otra vez haberle propinado golpe alguno, al contrario, bien
que la atendía cuando se ponía de parto, hasta acostumbraba a
guisar él mismo. No tenía más que expresiones de cariño hacia su
mujer y protestas de inocencia respecto a las lesiones de Antonia,
que adjudicó a las secuelas de una viruela.
Fue siempre una incógnita saber de qué vivía aquel hombre,
además de unas doscientas pesetas al mes que le pasaba su tío
murciano, el ex gobernador. Las preguntas posteriores a vecinos y
amigos, lo situaban en el café Fornos, en los teatros, participando
en juergas con mujeres de la vida. Sus salidas nocturnas eran
frecuentes y resultaba excepcional que hubiera olvidado las llaves
de la puerta en el salón, algo que había aprovechado su mujer para
escapar. Algo de su modo de ganarse la vida llegó a conocimiento
de las autoridades y le supuso un segundo juicio después del que le
llegaría a corresponder por el trato dado a su mujer.
El juez señor Valle, del distrito de Buenavista, que
finalmente se encargaría de la instrucción de forma ordinaria,
mandó que lo bajaran a los calabozos de la Casa de los Canónigos
a fin de permitir, entre otras cosas, que Antonia Romera pudiera
volver a su hogar y hacerse cargo de sus hijos. El nuevo preso tuvo
palabras malsonantes para la Justicia que así lo trataba,
enfrentándose a los periodistas que se habían alertado por su
detención, informándoles a voces de que él era completamente
91
inocente y que todo se aclararía en poco tiempo para permitirle
recobrar su libertad.
El juicio se celebró a partir del día 9 de diciembre de 1903,
casi dos años después, tiempo que el marido tuvo que aguantar en
prisión, a la espera de la resolución del caso. Habitualmente, el
procedimiento judicial venía precedido por el nombramiento del
Tribunal, así como por los alegatos iniciales del fiscal y el defensor,
que proponían la pena o absolución que eventualmente debiera
recaer sobre el procesado. Es así cómo nos enteramos de las
declaraciones sumariales que Antonia había vertido durante la
instrucción.
El fiscal sostuvo que José Antonio “redujo a su esposa a
todo género de martirios, algunos de los cuales consistían en
obligarla a salir desnuda al balcón en el mes de enero y a lavarse
los pies con agua helada”. Esto, que ya sabíamos, era apenas una
muestra de los tormentos refinados y sádicos que el marido había
hecho padecer a su mujer. Así, también le arrojaba agua hirviendo,
la marcaba con unas tenazas calentadas al rojo, golpeándola con un
bastón en cuanto constataba o sospechaba un mal comportamiento
por parte de Antonia.
En lo que parece el colmo de la crueldad, era capaz de atarla
por las manos a una de las columnas de hierro de la cama
matrimonial, la desnudaba y obligaba a su hija mayor Irene, de
apenas seis o siete años, a azotar a su madre con un vergajo que
compró al efecto. Los pinchazos con un cuchillo eran también
habituales, encerrando siempre a su mujer y sus hijos en dos
habitaciones, de donde no les permitía salir, clausurando las
ventanas y el balcón con candados colocados al efecto. De ahí que
la niña mayor, cuando se vieron libres de la amenaza de su padre,

92
quisiera sobre todo y con gran ilusión que su madre la acompañara
para ver la calle.
Cualquier salida del piso estaba prohibida y ello lo
conseguía, como se ha dicho, cerrando la puerta y custodiando las
llaves, además de utilizar un candado de combinación y, en el
colmo de la ignominia, disponer un aparato en la cerradura que, en
caso de ser violentada ésta, dispararía una bala.

Los tres hijos del matrimonio

La situación, afirmaba el fiscal, “redujo a doña Antonia a un


estado moral que, unido a los sufrimientos materiales de que era
víctima, no cesaron hasta pasados los noventa días de asistencia
facultativa”. Visto lo visto, tres meses de reposo y lo que hoy
llamaríamos “asistencia psicológica” (entonces reducida a disponer
de un trato amable), parecen pocos para compensar una tortura tan
prolongada. En todo caso, es indudable que se recuperaría al menos
en lo físico.

93
En principio, el fiscal pedía veinte años de cárcel por cada
uno de los cuatro delitos de violencia y secuestro, entendiendo que
eran independientes en cada uno de los miembros de la familia. El
defensor pidió la libre absolución para su defendido o, en todo caso,
una pena menor por lesiones, ya que no se entendía un secuestro
estando en la propia casa, como afirmó.
Al terminar sus alegatos llegó la gran sorpresa que anunció
el presidente del Tribunal: Antonia Romera, por entonces residente
con su madre en Barcelona y a cargo de sus hijos, había retirado la
denuncia ante notario y, por tanto, no acudiría a declarar en el juicio
de su marido. Aquello cayó como una bomba al fiscal, que protestó
airadamente de que eso supusiese dejar en completa libertad a un
sujeto semejante. El presidente, también algo desconcertado, tomó
la decisión de no anular el juicio sino aplazarlo hasta que se hiciesen
las consultas oportunas con la interesada, a fin de determinar qué
había motivado su cambio de opinión en delito tan grave y si era
posible que volviese a rectificar. Con ello tuvo que contentarse el
fiscal.
Casi cinco meses después el juicio pudo reiniciarse, tras
aclararse en una nueva declaración ante notario, qué había sucedido
para que la víctima cambiara de opinión hasta dos veces,
renunciando y volviendo a apoyar la denuncia contra su marido.
Al parecer, enviados de su marido, con el probable apoyo
de aquel tío ex gobernador tan influyente todavía, se habían
presentado en su hogar de Barcelona. Allí le expusieron que, a
cambio de dar un poder notarial al procurador Montiel en Madrid,
para que retirara en la capital su denuncia, su marido y familiares
se comprometían a asegurar el porvenir económico de los hijos y el
suyo, pasándole una generosa aportación mensual que aliviara las
penurias económicas que estaban padeciendo. Afirmaron además
94
que el defensor privado con el que Antonia se había entendido bien
hasta entonces, estaba de acuerdo completamente con esta solución.
Los negociadores tuvieron la habilidad de presentarse pocos
días antes del juicio, cuando no había forma de contactar con dicho
defensor antes del acto jurídico. Antonia, en su ingenuidad, ni
siquiera les requirió un compromiso escrito y, finalmente, se mostró
conforme con retirar la denuncia dando ese poder ante notario para
que el procurador Montiel obrara en su nombre. Fue este último el
que transmitió la retirada de la denuncia el mismo día en que tenían
lugar los alegatos de fiscal y defensor.
Una jugada perfecta que no hizo más que aplazar el juicio
porque muy pronto, confesó la mujer, comprobó que las promesas
económicas se quedaban en nada y, puesta en contacto con su
defensor, se enteró de que éste no sabía nada de tal negociación.
Era por ello que, sabiéndose engañada y por consejo de ese mismo
abogado, volvía a replantear la denuncia y acudía a declarar. La
lectura de este escrito el primer día del juicio causó gran sensación
en el público y, seguramente, en los miembros del Jurado,
predisponiéndolos en contra del procesado, que se mostraba abatido
después de dos años en prisión.
Finalmente en el estrado, José Antonio González Maestre
negó terminantemente que maltratara a su mujer pero tenía que
reconocer (era obligado) que había dispuesto su casa como si fuera
una fortaleza medieval. Durante la instrucción sostuvo que era
debido al miedo que tenía Antonia a ser objeto de un robo. Ahora
modificó en parte esa declaración.
Contó que, en cierta ocasión, alguien había entrado en la
casa utilizando una palanqueta, estando su esposa dentro, pero que
solo había robado una capa antes de irse. La situación y la escasa
cuantía del robo le hizo sospechar que quien había entrado en
95
realidad era un amante de su mujer. Desde luego, eso no originó
malos tratos sino que le exigió a ella saber de quién se trataba.
Aunque quiso negarlo, Antonia terminó reconociendo, según su
marido, que había sido un carbonero que ya le había pedido favores
anteriormente, aunque ella nunca se los concedió.
Entonces, para proteger a su mujer y sus hijos de un nuevo
intento de aquel carbonero y también, debía reconocerlo, por los
celos que le despertó la situación, blindó la puerta cerrándola con
llave y añadiendo un candado con letras, a fin de que nadie pudiera
entrar en su domicilio.
Declararon después las respectivas madres. Mientras la
declaración de la correspondiente a Antonia no hizo sino redundar
en los argumentos expuestos previamente por el fiscal y ratificados
tanto por Antonia como por su hija Irene, entonces ya de nueve
años, la declaración de la madre de José Antonio resultaba, a fuer
de sincera, algo desconcertante.
Doña Basilisa Maestre reconocía que su hijo era un hombre
poco comunicativo pero que únicamente se enfurecía cuando se le
mencionaba a su suegra, que andaba mal metiendo el matrimonio,
o a un médico que vivía en Madrid llamado Cárceles, primo de la
suegra y que acogió una temporada a Antonia y sus hijos antes de
marchar finalmente a Barcelona. “En fin” terminó diciendo la
mujer, “siempre aconsejé a mi nuera que tuviera paciencia porque
mi hijo es un desequilibrado”. Si confiaba en que su declaración
consiguiera declararlo irresponsable, desde luego no lo consiguió.
Ni siquiera el defensor del procesado adujo trastorno mental alguno
que lo exculpara.
Tras las declaraciones, tanto el fiscal señor Mena como el
defensor señor Valero Martín, debían exponer sus conclusiones
definitivas, en caso de que existieran variaciones sobre lo pedido
96
inicialmente. Al final el primero, en vez de considerar cuatro
delitos, los redujo a uno solo según lo contemplado en los artículos
495 y 496 del Código Penal vigente. Este último se aplicaba cuando
la detención duraba más de veinte días y en ellos se produjesen
lesiones, como entendía que era el caso. El parentesco y el abuso
de superioridad eran otros tantos agravantes que considerar al
pronunciar la sentencia.
El defensor, en cambio, adujo que el procesado no era autor
de ningún delito. En todo caso, si se le consideraba culpable de
detención ilegal, ello se habría cometido por imprudencia
temeraria. Si acaso, se podría admitir su responsabilidad en el delito
de lesiones.
Este cambio obligó al fiscal a enfrentarse a lo que entendía
era una consideración inapropiada.

“O el procesado –dijo- ha realizado los hechos que se


le imputan, o no los ha realizado; pero de ningún moda
puede entenderse que si es culpable lo ha sido
imprudentemente.
En este delito -siguió diciendo- no cabe de ningún
modo la imprudencia, ¿Cómo puede existir ésta,
cuando hay esos instrumentos de martirio, esos
candados, esa cerradura especial, que demuestran la
idea deliberada y persistente de maltratar a la esposa y
de tenerla recluida?” (El Liberal, 14.4.1904, p. 4).

La sentencia del Tribunal, después de que el Jurado apoyara


la tesis del fiscal, consistió en condenar al procesado a 17 años y
cuatro meses de prisión por la detención ilegal, y a 3 años y seis
meses por el delito de lesiones, contándole la mitad del tiempo que
97
había permanecido en prisión provisional. José Antonio se mostró
enormemente abatido al escuchar dicha sentencia, pero sus males
no acabaron ahí.
Durante el registro de la casa efectuado poco después de la
denuncia inicial, los policías habían encontrado un medallón de
brillantes en el que aparecían desmontados varios de ellos. Hubo
constancia poco después, gracias a unas papeletas de empeño
encontradas, de que José Antonio había obtenido dinero por ellas.
Sin embargo, el medallón no era suyo sino de la duquesa de Bailén,
que lo había perdido al acudir al Circo de Colón en mayo de 1901.
La afectada publicó durante varios días en el periódico el
extravío de tal joya y la promesa de recompensar por su
recuperación. Lo curioso del caso es que el marido de Antonia había
envuelto lo que quedaba del medallón en las hojas de un periódico
donde figuraba, precisamente, el anuncio de la duquesa.
Fue por ello que, en un nuevo juicio celebrado una semana
después del anterior, el fiscal acusó a Maestre de ser autor de un
delito de hurto (apropiación de un objeto perdido sabiendo quién
era su dueño) y pidió que se le impusiera al procesado la pena de
un año y ocho meses de presidio correccional. El defensor,
nuevamente el señor Valero Martín, fundándose en que, según el
acusado, éste desconocía el anuncio publicado por la duquesa,
solicitó en cambio que se absolviese a su cliente.
La petición del defensor volvió a no ser atendida y un
deprimido procesado tuvo que escuchar, por segunda vez en tan
poco tiempo, que se le consideraba culpable del delito de hurto y,
acogiéndose a lo pedido por el fiscal, debía añadir casi dos años a
la condena que ya recaía sobre él.

98
El crimen de
La Guardia

99
100
Devuelto por el agua

Para aquel que ha leído unas cuantas historias criminales de


principios del siglo XX, siempre es causa de asombro la ingenuidad
de muchos asesinos que, en principio, pretenden pasar inadvertidos.
Da la sensación de que los que intervienen en el suceso son como
esos niños que cierran los ojos y pretenden que nadie los ve.
Criminales que anuncian a los cuatro vientos sus propósitos desde
días antes, otros que guardan en su casa prendas manchadas de
sangre, una protesta generalizada de ignorancia cuando la mejor
táctica exculpatoria consistiría en crear un argumento que explicara
mejor algunos de sus actos. Esta última actitud es la que motivaba
frecuentemente el ingreso en prisión de los sospechosos, cuando
incurrían en contradicciones en su testimonio, intentando arreglar
el desaguisado de una protesta inicial de ignorancia.
En disculpa de estos criminales habría que aducir que la
perspicacia y métodos de investigación policial solo se pueden
tachar de limitados por su falta de medios y repletos en muchas
ocasiones de la misma ignorancia que adjudicamos a los que
perseguían. No en vano la policía de la época se nutría de personas
de dudosa formación pero relacionadas con algunos poderes
políticos que los colocaban en ese puesto por algún compromiso
político o familiar.
El caso que nos ocupa será un buen ejemplo de todo lo que
estamos comentando. Aunque tuvo varios comienzos, elegiremos
como principio la visita preocupada de una madre al alcalde de su
población: A Guarda, en Pontevedra (La Guardia en castellano).
Doña Basilia Alonso acudió, efectivamente, al
Ayuntamiento el 7 de enero de 1902 para exponer su preocupación
101
por el paradero de su hijo Juan Florentino Carrero Alonso,
desaparecido desde cinco días atrás. Teniendo en cuenta el historial
de este señor, la frecuencia del contrabando en este rincón de las
Rías Baixas, confluencia del río Miño con el océano Atlántico
donde desemboca, el alcalde debió de pensar que se habría
marchado con unos amigos, que estaría en actividades sospechosas
en el mar o cualquier otro motivo. Ya sabían en el pueblo que en
otro tiempo había cogido la puerta y se había marchado a probar
suerte en las Américas.
Pero la madre insistió en que, si fuera así, se lo habría dicho,
siempre lo hacía, porque a despecho de lo que dijera la vecindad su
hijo era un buen hijo, los problemas siempre le habían llegado
porque Carolina, con la que aún estaba casado, era una mala mujer.
De ahí la pelea que habían tenido unas semanas atrás en plena plaza
del pueblo, por la que ahora se había dispuesto que pasara diez días
en prisión. El alcalde tuvo que convenir en que ese período de
tiempo no justificaba que Florentino se hubiera marchado lejos. De
hecho, estaba al tanto de algunos rumores de la población, algo
exaltados en su opinión, de que alguien había cometido un
desafuero con este hombre.
De manera que acompañó a doña Basilia hasta el Juzgado,
donde ésta repitió la versión de sus preocupaciones maternas ante
un juez que le prometió indagar para encontrar una explicación a la
ausencia de su hijo.
No tuvo que esperar mucho. Al día siguiente, unas mujeres
que recogían algas en las afueras, dentro de un lugar llamado
Portillo de Mazaracos, encontraron un cuerpo que había arrojado el
mar hasta la orilla, cuando en la marea alta invadía el curso final
del Miño. Asustadas, al menos tanto como pueden asustarse las

102
fuertes mariscadoras gallegas, marcharon a dar parte a las
autoridades.
El cadáver, según observó el médico trasladado al lugar, se
encontraba con los brazos atados y presentaba un enorme tajo en la
garganta propinado por una persona fuerte y acostumbrada a
realizar este tipo de tareas, como se apreciaba por la fuerza y la falta
de vacilación. De hecho, este médico llegaría a la conclusión de que
el asesino tenía que ser corpulento para inmovilizar a la víctima por
detrás con el brazo izquierdo mientras empleaba una cuchilla con
el derecho.
Una vez realizado el crimen, casi con seguridad en el mar,
había atado sus brazos y arrojado el cadáver por la borda, sin pensar
en que, ausente de todo peso adicional, el cuerpo volvería a la
superficie al cabo de varios días, hinchado por los gases de la
putrefacción, y aparecería en cualquier punto de la costa. Si el
propósito era hacerlo desaparecer, no se podía haber actuado con
mayor torpeza.
Cuando se identificó el cadáver como correspondiente al
desaparecido Juan Florentino, todos los vecinos señalaron a la
culpable: su mujer, Carolina Lago. Indudablemente, había utilizado
una mano interpuesta, pero se daba por seguro que ella estaba detrás
de lo sucedido, entre otras cosas porque razones no le faltaban para
ello.
Sólo diez días antes, el 27 de diciembre, los dos esposos se
habían cruzado en la plaza central de A Guarda. Ella, que no se
atrevía a marchar sola por el pueblo estando su marido por allí, iba
acompañada de su madre, pero a Florentino le dio igual. Empezaron
a gritarse y él comenzó a dar puñetazos a su mujer, a su suegra,
hasta hartarse. Naturalmente ella, que trabajaba en una tablajería

103
(puesto de venta de alimentos, particularmente carne), sacó un
cuchillo del oficio y le dio un buen tajo en la cara.
Ante el escándalo, los vecinos separaron a los contendientes
mientras uno de ellos fue a avisar a la Benemérita, que los condujo
seguidamente al calabozo. Tres días después comparecieron ante el
juez dando sus razones de tal atropello, siendo emplazados para el
día 3 de enero, a fin de dictar sentencia sobre el asunto.
Llegó ese día y la única que se presentó fue Carolina Lago.
El juez, cansado de esperar a la otra parte, dictó una resolución por
la que se condenaba al ausente a diez días de prisión y pagar las
costas del juicio. Para entonces, Florentino ya había muerto, aunque
aún no se supiera. Sin embargo, comenzó un “run run” entre la
población. Alguien dijo que el día anterior al juicio, había salido de
la casa de su actual pareja, Aurora Fernández, en compañía de un
amigo que trabajaba también con Carolina en su negocio. El dedo
certero de la población, antes de la denuncia materna, ya sabía a
quién señalar y por qué.

104
Un matrimonio desgraciado

La relación entre ellos no había ido bien desde poco después


de su matrimonio el 2 de diciembre de 1882, catorce años antes. Por
entonces ella tenía veinte años, él veintiocho. Florentino tenía prisa
y, por ello, estuvieron poco tiempo en amores antes de fijar la fecha
de la boda. El conocimiento mutuo era, pues, escaso.
El novio resultó ser un hombre sin oficio ni beneficio,
viviendo a la que saltaba sin retraerse de cortejar a otras mujeres,
algunas de mala vida. Se manifestó harto de la vida tan limitada y
pobre que llevaban en A Guarda y por ello, como tantos otros,
decidió emigrar, en su caso a Brasil, a fin de tener otras
oportunidades.
Su emigración fue peculiar porque no se asentó en el nuevo
país y mandó llamar a su mujer, como hacían otros, sino que iba y
venía por cortos o largos períodos de tiempo. Hasta tres viajes de
ese tipo realizó a lo largo de esos catorce años, el último de ellos
por ocho años. En ese tiempo, Carolina poco sabía de su marido, al
que reclamaba constantemente dinero para pagar las deudas de la
casa y los varios hijos que, pese a tantas idas y venidas, Florentino
iba dejando en el pueblo. Hasta tres tuvo la pareja, al que habría de
unirse un cuarto nacido el año anterior a la muerte de Florentino,
dado que Carolina, harta de esperar sin beneficio alguno, había
convivido durante un año entero con Ángel Pérez, un compañero
de oficio con el que había terminado su relación en el momento que
narramos.
Vuelto de Brasil, su marido se había ido a convivir con una
nueva pareja, Aurora Fernández, aunque su peligrosa presencia en
el mismo pueblo que su mujer era constante motivo de sobresalto.
105
El punto culminante sucedió dos años atrás cuando, aún en posesión
de una llave de la casa, aprovechó la ausencia de Carolina, que
andaba en la tablajería atendiendo a sus clientes, para sacar gran
parte de sus muebles y su ropa dejando la casa despojada de casi
todo y obteniendo una buena ganancia de la venta de todo ello.
No debe pensarse que estaba reclamando lo que era suyo
porque, a falta de trabajo, el único dinero estable que había entrado
en la casa y servido para comprar todo aquello había sido el que
aportara Carolina. También fue ella, desde el principio, la que
sufragó los viajes a Brasil de su marido, según se supo durante el
juicio.
Éste, además de contagiar a su mujer con una enfermedad
venérea, la maltrataba tanto como le daba la gana, según
testimoniaron varios vecinos suyos, hartos de contemplar escenas
de violencia del marido sobre la mujer.
Juan Fernández, por ejemplo, manifestó haber visto más de
una vez cómo Florentino la cogía por el pelo y la arrastraba por la
calle. Incluso, en cierto momento que le exigió dinero y ella no se
lo quiso dar, cogió un palo y le infligió un fuerte golpe en el brazo
a la mujer. La escena del palo también fue recordada por otra
vecina, Joaquina Moreira, añadiendo que Florentino, en esa
ocasión, amenazó de muerte a su mujer.
Entonces fue cuando Carolina, desesperada, acudió a
remedios ancestrales. Aunque ella no lo reconociera explícitamente
durante el juicio, debió visitar a una mujer con ese saber popular y
tradicional de los conjuros, en busca de un bebedizo que
enloqueciera a su marido. Se puso en duda que su intención fuera
esa porque se expresaba con gran ambigüedad: “quería alejarlo de
mi vida”, “quería debilitarlo, no matarlo”. La apelada fue una
señora llamada Antonia Vicenta que, lamentablemente, no declaró
106
durante el juicio, por lo que no sabemos su versión de los hechos.
Carolina adujo que ella no acudió a la curandera sino ésta a ella,
algo poco creíble.

- “No señor” contestó al fiscal, “vino a mi casa varias


veces y para quitarme dinero me ofrecía un líquido
con el que loquear al finado. Yo lo aceptaba pero no
para matarlo sino para debilitarlo algo porque
siempre me perseguía para abusar de mí.
- ¿Es cierto también que usted le dijo a Antonia
Vicenta que trajese de Portugal tres cajas de cerillas
para los ratones?
- No, señor.
- ¿Es cierto que usted recibió también un frasco con
sangre de mujer, dando por él 50 duros para que su
marido lo bebiese?
- Sí, señor, me lo dio un zapatero llamado Leopoldo,
pero en el frasco no venían más que raspaduras de
uñas” (El Diario de Pontevedra, 5.3.1903, p. 2).

Las artes ancestrales de Carolina no acabaron ahí, porque


siguió ofreciendo duros a distintas vecinas para que suministrasen
líquidos sospechosos a su marido. Su defensor, en un argumento
risible, tal como habían sucedido las cosas, sostuvo que todas esas
pócimas fruto de la ignorancia pretendían conseguir que volviera el
amor de su marido por ella. Sus palabras debieron ocasionar cierta
rechifla entre el numeroso público presente, e incluso la propia
Carolina, que sostenía su falta de intención homicida, debió
quedarse perpleja. En la vida hubiese querido que un individuo así
se le volviera a acercar requiriéndola de amores. En fin, ella
107
permaneció callada porque, si la trataban de ignorante, el abogado
sabría lo que tenía que decir. Lo cierto es que a esas alturas, entre
los escándalos que formaba la pareja en público, los golpes
intercambiados, la actuación de Florentino dejando a Carolina
despojada de muebles y ésta ofreciendo duros para que “alejasen”
o “debilitasen” o “enloqueciesen” a su marido, el vecindario ya
estaba al tanto de la calle de qué había sucedido y por qué. Como
luego se apreció, miraban a Carolina con lástima. La actitud general
de la mujer era aguantar con el marido que le había tocado, pero
bien se comprendía lo que terminó haciendo. Más de una, alguna
vez, había pensado lo mismo antes de rezar un ave maría y
santiguarse para no seguir esas tentaciones.

108
Matar por precio

Carolina no era una mujer que se arredrara ante las


dificultades. Durante todo el proceso se la trató de “ignorante” por
creer en filtros y bebedizos, pero cualquiera que conozca un poco
aquella región sabrá que los más inteligentes también puede llegar
a creer en ellos con auténtica fe o con escepticismo (“Eu non creo
nas meigas, mais habelas, hainas”). Y si ella era una mujer de
pueblo, poco dada a urdir tramas complejas para salir después
exculpada, no quería decir que no supiera exactamente lo que
quería.
De manera que, sin pensar en consecuencias legales ni el
anonimato que debe presidir un propósito como el suyo, empezó a
preguntar a varios conocidos si serían capaces de quitar de en medio
a su marido. Primero acudió a Ángel Carrera, matarife al que
conocía por su oficio en la tablajería. Éste no quiso saber nada de
tal acción pero, sea porque se lo recomendó o más bien porque
Carolina pensó en él, se dirigió al hermano del anterior, José
Carrera, encargado de transportar las piezas de carne desde el
Matadero hasta el negocio donde trabajaba Carolina.
José conocía a su futura víctima y además, no tuvo
inconveniente en matarlo por precio, como se decía entonces, es
decir, recibir 50 duros por ese trabajo especial. Así que ambos
quedaron en que cumpliría el encargo y la avisaría de haber sido
realizado.
La propia acusada admitió casi sin rodeos haberlo hecho,
causando una gran sensación en el público, acostumbrado a que los
criminales lo negasen todo.

109
“- ¿Es cierto que usted habló con Ángel Carrera,
hermano del procesado que se sienta a su lado, para que
matase al marido de usted, y que él se negó a pesar de
los ofrecimientos que usted le hizo?
- Yo hablé con él, pero no para que lo matase, sino para
que lo quitase de en medio mandándolo a América.
- ¿El procesado José Carrera lo ayudaba a usted en las
operaciones de matar las reses?
- Me ayudaba solo a llevar la carne a la tablajería.
- ¿Y es cierto que usted habló con ese hombre y le dio
dinero para que matase a su esposo?
La procesada vacila un momento, responde después
con algunas evasivas y termina diciendo con acento de
gran energía:
- Sí, señor. Yo le dije que le daba 40 o 50 duros para que
me lo quitara delante… para que lo matara… para que
hiciera cualquier cosa (Sensación en el público)” (El
Diario de Pontevedra, 5.3.1903, p. 2).

La reacción del público no era para menos. Lo que dijo


Carolina era una completa admisión de culpabilidad para ambos,
máxime cuando luego su cómplice lo negaría todo sin dudar. En el
fondo, cualquiera que lea las vacilaciones de la declarante,
pensando probablemente en los consejos de su abogado,
abandonándolas luego para decir con claridad que había inspirado
el crimen, se da cuenta de que lo consideraba inevitable y, sin llegar
a sentir orgullo de su acción, tampoco mostraba arrepentimiento.
En manos de un apurado abogado, el señor Besedas,
quedaron unas afirmaciones que impedían cualquier recurso a la
ignorancia de su defendida. A partir de ahí sabía que tenía la batalla
110
perdida ante el Jurado y se dispuso a impedir que a su cliente la
alcanzara la pena de muerte que se vislumbraba según la acusación
del fiscal.
Por ello empezó a enfatizar los sufrimientos de Carolina
Lago, sus intentos de llevar una vida normal frente a la violencia de
su marido en cuanto lo encontraba. Habló de que estuvo
sugestionada por parientes y amigos conocedores de su desgracia,
sin señalar a nadie en particular, para llegar a actuar como lo hizo,
arrastrada por un “miedo insuperable” (figura legal que podía
disminuir notablemente su pena) y hasta se atrevió a hablar de
atenuantes clásicas ante cualquier acto de violencia: arrebato y
obcecación. Pero también era difícil que el Jurado admitiese dichas
atenuantes, habida cuenta de la persistencia en los intentos de
Carolina, la preparación del crimen de su marido, que sabían más a
premeditación que a cualquier arrebato pasional. De todo ello nos
llega el aroma del desconcierto del defensor al solicitar del Jurado,
finalmente, la libre absolución de Carolina o, si no se apreciaba ese
miedo insuperable, al menos una pena de prisión perpetua.
Llegó el turno de José Carrera, persona que (ésta sí) parece
de pocas luces puesto que admitió el crimen durante la instrucción
pero, en manos de su abogado, lo negó tajantemente. Y eso que la
declaración inicial de su inductora lo había puesto a los pies de los
caballos, al decir:

“-¿Y en qué forma hicieron ustedes el trato?


- Yo le di 30 o 40 duros y nada más, pero no sé lo que
hizo después.
- ¿Y Carrera cogió el dinero?
- Sí, señor, lo cogió.

111
- ¿Y es cierto que a los pocos días se presentó Carrera a
usted diciendo ‘El encargo ya está cumplido’?
- No recuerdo, pero me parece que sí, señor” (Op.cit.)

El ejecutor del trabajo era joven. Frente a los 34 años de


Carolina él tenía 26, rubio, alto, bien parecido. Algún periódico
trató de insinuar la existencia de una viuda negra en ella, afirmando
que mantuvo relaciones no sólo con Ángel Pérez, sino también con
los dos hermanos Carrera. El infundio duró poco porque entre el
pueblo las simpatías hacia la procesada eran evidentes y la mentira
cayó pronto en saco roto. Entonces declaró Carrera:

“- Refiera usted lo que hizo el día 2 desde la mañana


hasta las ocho de la noche.
- Pues… me levanté a las seis; fui a la tablajería, marché
a las once y media a comer; por la tarde volví a la
tienda; cené con mi hermano; metí un caballo en la
cuadra y me acosté.
- ¿Y no fue por la tarde usted a comprar vino para el
contrabando?
- No, señor, eso es mentira.
- Pues eso lo declaró usted en el sumario.
- No, señor; eso fue culpa del cabo de la Guardia Civil
que me tenía ganas.
A instancias del fiscal se lee la primera declaración de
Carrera y resulta que en ella sostiene lo que hoy niega.
- ¿Estuvo usted esa noche en casa de Aurora Fernández
Gómez?
- No, señor, eso es una calumnia que me levantaron.

112
- A pesar de lo que usted niega ¿no es cierto que usted
jugó esa noche al tute en casa de Aurora con el
desgraciado Juan Florentino y que…?
El procesado interrumpe al fiscal gritando: No, eso es
mentira, eso es calumnia.
- ¿No dijo usted a Carrero ‘Ven conmigo que yo te daré
carne para cenar’?
- No, señor, mentira todo” (Op. Cit.)

Sus negativas fueron siempre constantes, su indignación


creciente y el fiscal supo explotarla a su favor. Después de lo
manifestado por Carolina, su negativa a haber recibido dinero
alguno para matar a su vecino sonaba a completamente falsa.
Además, todas las preguntas del fiscal estaban destinadas a
confirmar lo ya declarado por la citada Aurora Fernández, la pareja
de Juan Florentino desde que había vuelto de Brasil.
Ella sostuvo que Carrera se presentó en su casa a primera hora
de la tarde, estuvo jugando al tute en cuyo momento propuso a
Florentino un “negocio” para aquella noche, a fin de obtener un
dinero con el contrabando. Éste se mostró conforme y quedaron en
que con la oscuridad volvería Carrera y, dando una señal convenida
en la puerta, Florentino marcharía con él al amparo de la noche.
Es más, Aurora alcanzó a escuchar, cuando aún tenía abierta
la puerta de la vivienda, que Carrera detenía un momento a su
compañero porque por la calle pasaba una mujer. Evidentemente,
no quería testigos de que ambos marcharan juntos. Entonces ¿cómo
no pensó que Aurora haría tales declaraciones? Su torpeza como
asesino y creador de coartadas era notable, en contraste con la
contundencia de su crimen.

113
Su defensor buscó exculparlo aduciendo que no había prueba
alguna que situara a su cliente como criminal. Nadie los vio subir a
una barca, nadie estaba presente en el momento en que atenazó por
la espalda a su descuidada víctima, y segó su vida con un tajo
decidido en su cuello. Si era así, si no había pruebas ¿cómo podían
considerarlo culpable? Desde luego, cualquier admisión de sus
actos lo llevaría directamente al garrote vil, de manera que,
teniendo en cuenta la declaración de una testigo privilegiada
(Aurora), más le hubiera valido aducir que la operación se truncó,
que ambos se separaron en el puerto y no habían tenido más
contacto desde entonces.
Eso podría haber supuesto un cierto margen de actuación
para el alegato final del defensor, pero sus negativas reiteradas a
cualquier admisión teñían de mentira su declaración. Lo sostenido
por Carolina ponía en sus manos el motivo para el crimen, lo
manifestado por Aurora le localizaba con la víctima poco antes del
mismo.
Su culpabilidad resultaba tan evidente que ni su propio
hermano quiso encubrirlo en el estrado. Ángel Carrera, que
confirmó la propuesta de muerte por parte de Carolina a cambio de
6.000 reales, continuó diciendo que esa noche la llave de la puerta
de la calle quedó puesta para cuando volviese José, al que no sintió
llegar porque estaba dormido.
El resto del juicio fue un sucederse testigos que no hacían
sino corroborar los malos tratos de Florentino, por una parte, y
algunos de los pasos dados por José Carrera aquel día 2 de enero,
sin que en ningún caso le sirviesen de coartada.

114
El largo curso del indulto

Fue un poeta de aquel tiempo, Manuel de Palacio, el que,


después de ver en la Audiencia de Pontevedra condenar a un
hombre a cuatro años de cárcel por robar un gallo, y otro, que dio
muerte a un hombre, resultara absuelto, el que compuso una
cuarteta que se hizo popular:

No es cosa que a nadie asombre


que el Jurado con su fallo,
condene al que roba un gallo
y absuelva al que mata un hombre.
(Gaceta de Galicia, 7.3.1903, p. 2).

Sin embargo, era difícil con lo que se ha comentado


anteriormente, que los condenados fueran exculpados. Por otro
lado, salvar de la pena de muerte a Carolina, inductora del crimen,
por los malos tratos recibidos, no se entendería si se condenase a
José Carrera a la última pena, cuando solo había sido el brazo
ejecutor.
El Jurado, una vez reunido y llegado el acuerdo, pronunció
un veredicto de culpabilidad para ambos. Se consideraba probado
que José Carrera había llevado a cabo su acción de noche, tras
embarcar a Florentino mediante engaños y a fin de dar respuesta al
pago efectuado por Carolina.
Respecto de ella sí se admitían los malos tratos y
persecuciones, que eran públicos, pero no que hubiese recibido
amenazas de muerte por parte del difunto. Los primeros se
consideraban el móvil fundamental de su plan. Por otra parte, sí se
115
admitía que actuó con obcecación y arrebato sin que el fiscal
mencionara una evidente premeditación. En todo caso, el Jurado
actuó con cierta ligereza, por ejemplo, al reconocer que su marido
había contagiado a Carolina una enfermedad venérea, cuando ella
manifestó que se había curado a sí misma con ungüentos y ningún
médico certificó que hubiera rastros de dicha enfermedad.
En todo caso y seguramente por las causas aducidas antes,
el Tribunal consideró a los dos acreedores de la pena de muerte por
garrote. Ello originó una terrible escena en la sala y fuera de ella.
Los cuatro hijos de Carolina, el último de unos meses tan solo y al
que había que llevar en brazos, escuchaban con ella la sentencia y
lloraron con su madre cuando ésta escuchó las terribles palabras del
magistrado ponente. Resulta algo asombroso la presencia de niños
tan pequeños en una ocasión como ésta y cómo ese hecho no
pareció conmover suficientemente al Jurado ni al Tribunal.
Toda la atención del público se centró en la condenada, no
tanto en José Carrera, que permaneció impasible confiando, como
luego se vería, en el recurso de casación que su abogado anunciaba
por defectos de forma en el juicio.
La marcha hacia la cárcel de Carolina, con sus hijos
agarrados a sus faldas, todos llorando, fue una escena para recordar.
Más de 500 personas los acompañaron, muchas mujeres con el
pañuelo en los ojos, lamentando la suerte de la condenada. La
llegada al rastrillo de la cárcel, que los niños no podían pasar,
resultó una escena particularmente desgarradora. Los guardias
tuvieron que obligar a la mujer a entrar porque no quería separarse
de los niños.
Mientras seguía su completo abatimiento en la celda,
acompañada por cuatro reclusas que se relevaron aquellos días para
atenderla, mientras lamentaba la suerte que correrían sus hijos,
116
acogidos de momento con una hermana enferma del pecho, el
protagonismo de los niños pasó a primer plano.
A las cuatro de la tarde salía el expreso para Madrid de la
estación de Pontevedra. Allí había acudido un importante político
gallego, el Sr. Montero Ríos, presidente del Senado a la sazón, para
despedir a su hijo que marchaba a la capital. De repente, un revuelo
de gente invadió el andén y las personas que lo integraban se
dirigieron a un perplejo Don Eugenio. Al frente, llevados en
volandas por familiares y amigos, tres niños pequeños más otro en
brazos de su tía, llegaron a su lado. Y ahí tenemos a unos niños
arrodillados en el suelo frente a él, llorando a lágrima viva,
“pidiendo con voces entrecortadas misericordia para su madre”. El
conmovido político, entre la perplejidad y la emoción, les fue
entregando las monedas que traía en su cartera mientras los niños
le besaban las manos. Les dijo: “No lloréis y decidle a vuestra
madre que haré cuanto pueda para salvarla”. Todos los que los
rodeaban quedaron muy impresionados. Las crónicas dijeron que
“despertó honda simpatía en cuantas personas presenciaron su
delicadísimo rasgo”.
Dos meses después tuvo que dirimirse el recurso de
casación. No atrajo mucho la atención de la prensa porque el mismo
día tuvo lugar un terrible accidente: el tren correo de Zaragoza a
Bilbao se precipitó a las aguas del río Najerilla al descarrilar en el
puente sobre el mismo. Se anunciaron 50 muertos y 85 heridos. La
referencia, como veremos más adelante, no es casual.
El recurso de casación presentado alegaba:

- Que Carolina no era autora por inducción porque no había que


confundir sus deseos de deshacerse del marido con el encargo de
una muerte cierta.
117
- Que, en todo caso, no era posible apreciar la agravante de la oferta
de precio, porque se debía considerar inherente al propio delito.
- Que concurría en el hecho la eximente incompleta de haber obrado
en defensa del derecho de propiedad, habida cuenta de que fue
despojada de los muebles de su casa.
- Que también debió apreciarse la atenuante de haber obrado en
vindicación de una ofensa grave.

En lo que se refería a Carrera solo podía aducirse la segunda


de las razones esgrimidas en el caso anterior. De todos modos, no
sirvió de nada porque el alto tribunal ratificó las condenas. Eso solo
podía dar lugar a sucesivas peticiones de indulto. El mismo
Montero Ríos escribió al alcalde de A Guarda para que transmitiera
a los reos la noticia de que iba a hacer todo lo posible para
recomendar su indulto ante el joven rey Alfonso XIII.
Sin darse cuenta de lo tarde que era para reaccionar, ello no
consoló demasiado al reo, que ya se veía sentado en el banquillo
del garrote. Por eso transmitió al director de la cárcel en que se
encontraba el deseo de hablar finalmente, desvelando que había tres
sujetos envueltos en el crimen y que eran los verdaderos autores del
mismo. Dijo que había guardado silencio confiando en
determinadas promesas que ahora veía que no se cumplían. Su
petición de reconsiderar la sentencia no dio lugar a actuación
alguna.
Dos meses después, en octubre de 1903, el caso volvió a los
periódicos al informar del accidente de un tren cerca de la estación
de Figueiredo, en un punto llamado Gorgullón, en que se
encontraban apartados dos vagones de ladrillos. Por un mal
entendimiento, el tren correo que pasaba por dicha vía supuso que
la tenía libre y chocó con cierta violencia con los vagones
118
inmóviles. El tren descarriló, uno de los vagones se astilló y se
produjeron graves desperfectos en la locomotora del correo pero,
afortunadamente, nadie resultó herido gracias a la poca velocidad
del convoy.
Se daba la casualidad de que en dicho tren viajaban los
cuatro niños de Carolina Lago, que volvían después de visitarla en
la cárcel.

“Días pasados tuvimos la ocasión de hablar con


Carolina Lago la cual se muestra muy esperanzada de
que le sea concedido el indulto, aunque le abruma la
idea de sufrir la reclusión perpetua, que es en lo que
vendría a quedar la pena, si aquella gracia le fuese
otorgada.
Carolina nos refirió que había sabido con gusto el
indulto de Cecilia Aznar [célebre criada asesina de su
amo], pues aunque no la conoce, juzga lo que sufriría
aquella pobre mujer por lo que sufre ella ante la suerte
que le espera.
- ¡Y eso que Cecilia no tiene cuatro hijos! Nos decía
Carolina, ahogando las palabras con el llanto.
- Tengo cuatro criaturas sin más amparo que una
hermana mía que va a morirse pronto del pecho. ¡Y
después qué va a ser de ellos!
Hace quince días vinieron los cuatro a Pontevedra y
pasaron el día con su madre.
- Todos me preguntaban ¿cando ven a casa mamai? ¡Y
yo, qué les iba a contestar… que nunca en la vida!

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Por cierto que dichas criaturas hubieron de perecer [sic]
en el choque ocurrido cerca del Gorgullón, pues venían
precisamente en el tren correo de aquella noche.
Esto lo interpretaba Carolina como una mala señal para
la suerte de sus hijos” (El Diario de Pontevedra,
29.10.1903, p. 2).

En marzo de 1904 aún seguían esperando los reos alguna


comunicación sobre su indulto, tal como solicitaron Montero Ríos
y otras personalidades, además de diversas instituciones. Y en esa
fecha de nuevo los niños cobraron su protagonismo, esta vez
apuntando más alto.
Fue el caso que el mismísimo rey fue a Vigo para
entrevistarse con el emperador alemán. Entre visitas protocolarias
y otros actos, cuando salía de una de ellas se destacaron entre la
muchedumbre que contemplaba su paso cuatro figuras pequeñas
que, postradas a sus pies, le entregaron un escrito donde rogaban
por la vida de su madre. Las crónicas no mencionan la reacción del
rey, no tan conmovido como Montero Ríos el año anterior,
seguramente porque ya iba avisado.
Finalmente, informado el indulto favorablemente por el
Consejo de Ministros el 29 de marzo de 1904, el 2 de abril, Viernes
Santo, el rey hizo leer un escrito que confirmaba los indultos para
los dos reos. El señor Besedas, infatigable defensor de Carolina,
habiendo multiplicado sus esfuerzos para conseguir el indulto
desde la condena de casi dos años atrás, fue el encargado de bajar a
los calabozos para darles la noticia, con el júbilo y el
agradecimiento que son de suponer.
De esta forma, Carolina marcharía hacia la cárcel de
mujeres de Alcalá de Henares, mientras su cómplice lo haría en el
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penal de Ceuta. La historia podría parecer terminada en este punto,
pero puede que no fuera así. En primer lugar, porque con ocasión
de la boda real, el Ayuntamiento de Vigo y otras instituciones
reiteraron la petición de un indulto de acortamiento de pena, que no
sabemos si dio resultado, inmediato parece que no.
El rastro de Carolina Lago y José Carrera se pierde en los
periódicos de la época por largo tiempo hasta que una celebración
el 3 de octubre de 1924, cuando la primera debía tener 54 años y el
asesino de su marido 48, los vuelve a traer a la luz. Un periódico de
esa fecha informa de una boda por poderes celebrada en la iglesia
de Santa María de la ciudad de Vigo. La “bella y simpática”
Fernanda Rodríguez Lago contraía matrimonio con el joven
Vicente Carrera Martínez, residente en Nueva York, y representado
por un cuñado. La coincidencia de apellidos ya nos hace sospechar
algo inesperado pero luego leemos:

“Fueron padrinos el padre del novio D. José Carrera y


doña Carolina Lago, madre de la contrayente. Los
invitados, que fueron numerosos, fueron obsequiados
después de la ceremonia, a un lunch en casa de la madre
de la novia” (El Pueblo Gallego, 3.10.1924, p. 5).

¿Alguien podía imaginar, andando el tiempo, un final


semejante?

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