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El mítico pueblo que llegó del ártico

Conocida como la última frontera, la majestuosidad de las tierras de Alaska y


las espectaculares auroras boreales que se desprenden desde el cielo, le
conceden un carácter místico, convirtiéndola en un lugar sagrado para los
nativos que llegaron atraídos, hace muchas lunas, por una llamada ancestral
hacia el monte sagrado Denali; silente guardián que atesora los secretos de
una etnia conocida como los Inuit, nombre que en su propia lengua, el inuktitut,
significa “el pueblo”

Ellos conocieron el frío, se enfrentaron a la dureza de la vida, se adaptaron y


crearon una cultura especial alrededor de uno de los territorios más extremos,
climáticamente hablando de la tierra. Son el ejemplo evolutivo de cómo los
seres humanos se unen como hermanos para crear, mantener y perpetuar una
forma de vida autosuficiente.

Imperturbables creyentes de que la divinidad reside dentro de cada


elemento del mundo natural dotándolo de alma, veneraban y daban gracias
por todos los acontecimientos que les rodeaban, incluso, las inclemencias del
clima. Estos expertos conocedores del Ártico, establecieron una red de
senderos que se extiende por cientos de kilómetros, permitiéndoles a lo largo
de los años seguir los movimientos estacionales del mar y de la tierra, junto a
los animales de los que se alimentan, como caribú, pescado, focas, morsas y
ballenas, entre otros animales marinos. Asimismo, se ha encontrado que esta
red de intrincados corredores sumamente precisos sobre las rutas, los patrones
y la sincronización de los movimientos de los animales fueron transmitidos de
generación en generación, durante siglos y también conectan a los diversos
grupos inuit entre sí, desde Groenlandia hasta Alaska.

Se sabe que, contrario a lo que se cree, no vivían en iglúes, pues éstos eran
refugios que originariamente se emplearon al salir de caza, actividad que podía
llevarles varios meses fuera de sus asentamientos, por lo que ocasionalmente
se convertían en desplazamiento de familias enteras a regiones interiores de
Alaska.

El control de su existencia

El propósito de vida de los inuit está basado en una enseñanza de amor y


respeto por toda vida para que cada uno de sus actos sea útil para su tribu. Sin
duda, una forma diferente de vivir y sentir este mundo, conforme a las
costumbres de la moderna vida occidental. Sus conocimientos espirituales han
pasado de generación en generación, enseñados por sus ancianos y
transmitidos por los espíritus de las luces de la noche: el mensaje sagrado de la
aurora boreal.
Alguna vez conocidos como esquimales, lo que significa “comedores de
carne cruda”, son el único pueblo de la tierra que ha logrado adaptarse al clima
gélido de Ártico. Su historia recorre un largo camino de más de 20,000
kilómetros desde Siberia, hasta la franja costera de Alaska, pasando por
Canadá. Con una población cercana a las 15,000 personas, se estima que entre
25,000 y 35,000 habitantes viven en Alaska, de los cuales un 40%,
aproximadamente, viven en áreas urbanas. En esta región, el grupo étnico
recibe el nombre de Yupik, en la costa oeste y los Alutiiq o Yupik del Pacífico
(llamados también Sugpiaq) en la costa sur de Alaska.

Pero no sólo la fortaleza de espíritu les ayudó a superar las adversidades,


pues poseen características físicas que los ayudan a sobrevivir en el frío. Sus
pestañas son pesadas, para proteger los ojos del resplandor del sol que se
refleja en el hielo, su cuerpo es generalmente bajo y robusto para retener más
calor; gracias a su enorme capacidad de adaptabilidad, se modificaron sus
hábitos alimenticios. Además, desarrollaron habilidades excepcionales para
poder sobrevivir en el hielo: son expertos cazadores de focas, grandes
pescadores y avezados exploradores, lo que les permite conseguir alimentos
incluso en el crudo invierno del Ártico.

Un pueblo duro

La carencia de alimentos y el hambre, sobre todo en épocas invernales, ha


sido la constante amenaza con la que los inuit prevalecieron por siglos,
endureciendo no solo su piel, sino su espíritu.

“Tememos a la miseria y al hambre en la fría cabaña de invierno… No es la


muerte la que nos causa terror, sino el sufrimiento” Aua, angakoq (chamán)
Iglulik. (Rasmussen, 1930: 253).

Tal como lo plasmó el antropólogo, explorador y cartógrafo Robert J.


Flaherty, en el documental Nanook, que narra las duras condiciones de vida de
una familia esquimal del ártico a comienzos de los años veinte, la detallada
realidad de esta raza, que vive en medio de un clima casi imposible para el
resto de los humanos, nos muestra dos estrategias adaptativas que primaban
en la supervivencia del grupo, practicados en épocas de hambre y penuria: el
infanticidio y el geronticidio.

Quienes practicaban el infanticidio o abandonaban a los ancianos y


enfermos, no eran estigmatizados, pues se trataba de actos aceptados
socialmente. Por una parte, las niñas, infantes enfermos o huérfanos (cuando
no había posibilidad de adopción) y en los casos de viudedad o muerte de la
madre, normalmente eran abandonados al inclemente medio ambiente;
práctica que suponía un mayor control demográfico sobre la población, pero
también reflejaban una adaptación ecológica. Mientras que el geronticidio,
suponía el abandono de los ancianos o bien que ellos mismos acabaran
retirándose de la tribu para morir de hambre o congelados. Pero a pesar de
estas prácticas, no siempre consiguieron evitar el hambre, condicionados por
un clima donde es tan fácil convivir con la muerte como difícil la posibilidad de
vivir.

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