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En este extracto se ofrecen cuatro preguntas para que el lector tenga una referencia

de los temas que puede encontrar en este libro. Las preguntas que se incluyen en
este extracto son:
1. ¿Por qué calificar al Tribunal Constitucional de “trampa”?
2. Si el problema son las trampas constitucionales, ¿no podría solucionarse el
problema solo eliminando esas trampas, sin necesidad de una nueva
Constitución?
3. ¿Qué relación hay entre la crisis política actual y la Constitución?
4. ¿Qué tiene que ver la nueva Constitución con las demandas sociales que
caracterizan al movimiento del 18 de octubre?

TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

Pregunta 16 ¿Por qué calificar al Tribunal Constitucional de “trampa”? ¿Acaso no


existe en muchos otros sistemas democráticos? ¿Acaso no tiene su origen en la
democracia, en 1970?

“El Tribunal Constitucional no es un invento de la Constitución de 1980”, se dice,


“porque fue creado en democracia, en 1970”. Por esta razón algunos creen que es
incorrecto afirmar que el Tribunal Constitucional es una de las trampas de la
Constitución de 1980.

Lo anterior supone una comprensión absurdamente superficial de las instituciones


jurídicas. Es verdad que en 1970 se creó un órgano llamado “Tribunal
Constitucional”, que operó hasta 1973; también es cierto que en 1980 se creó un
órgano llamado de la misma manera. La idea que ahora estamos revisando sostiene
que, como ambos órganos se llaman igual, son “lo mismo”.

El Tribunal Constitucional de 1970 fue una respuesta a la constatación de un


defecto del sistema político chileno. Según este diagnóstico, faltaba una solución
institucional adecuada para el caso de que existiera un conflicto acerca de las
competencias que la Constitución entregaba al Presidente de la República, por una
parte, y al Congreso, por la otra. No habiendo un modo institucional para resolver
conflictos de este tipo (relativos a, por ejemplo, el poder de veto del Presidente o las
materias de iniciativa exclusiva), el proceso político quedaba trabado. Fue con el
objeto de destrabar este impasse político-constitucional que se creó el Tribunal
Constitucional, lo que quiere decir que este tribunal fue creado para destrabar el
proceso democrático y permitir que fluyera, para lo cual debía resolver conflictos no
sustantivos sino que competenciales.
La Constitución tramposa prohíbe al Estado declarar que es parte de su función realizar
derechos fundamentales, incluido el derecho a la seguridad social, y que por ello la
infraestructura estatal, que existe para eso, será utilizada sin cobrar a los ciudadanos por
ese servicio.
Este tipo de Tribunal Constitucional era defendido por Hans Kelsen, uno de los
juristas más importantes del Siglo XX que es citado habitualmente como el máximo
defensor (de hecho, el inventor) de los tribunales constitucionales. Quienes lo citan,
sin embargo, cometen el mismo error de entender que si dos cosas se llaman igual
son lo mismo. Kelsen efectivamente defendía un tribunal con facultades
competenciales como las que justificaron la existencia del Tribunal Constitucional en
1970, pero lo distinguía totalmente de otro, uno que pudiera resolver conflictos
sustantivos, es decir conflictos acerca de la correcta interpretación de los derechos
constitucionales.

Un tribunal constitucional se justificaba, según Kelsen, precisamente porque no


tenía competencias substantivas (o estas eran solo marginales). Si las tuviera, decía
Kelsen, sería un órgano cuyo poder sería “simplemente insoportable”, pues la
concepción de justicia de la mayoría de los jueces de ese Tribunal podría ser
completamente opuesta a la de la mayoría de la población y lo sería,
evidentemente, a la mayoría del Parlamento que hubiera votado la ley. Va de suyo
que la Constitución no ha querido, al emplear un término tan impreciso y equívoco
como el de ‘justicia’ u otro similar, hacer depender la suerte de cualquier ley votada
en el Parlamento del simple capricho de un órgano colegiado compuesto, como el
Tribunal Constitucional, de una manera más o menos arbitraria desde el punto de
vista político (Ver, ¿Quién debe ser el Guardián de la Constitución?, Madrid, 2002,
p. 37n).

Nótese: la validez de las leyes dependería del capricho de un órgano compuesto de


una manera más o menos arbitraria. ¿Por qué dependerían del capricho, por qué
sería arbitrario? La respuesta es simple y para notarla no hay que elaborar teorías,
sino mostrar realidades, esas que los profesores de derecho constitucional chileno
suelen ignorar.
Junto con la incapacidad para procesar con eficacia las demandas sociales de
transformación, el ciudadano puede observar otra cosa: la política es incapaz de evitar el
abuso.

Recordemos el caso de la Ley de Inclusión. Esta no se trataba de cualquier ley: era


una que recogía las demandas del movimiento estudiantil del 2011, que había
estado en el centro de la campaña presidencial de 2013, que había sido uno de los
temas centrales de la discusión pública durante 2014 y que había sido aprobada con
los altísimos quórums correspondientes a las leyes orgánicas constitucionales a
principios de 2015 (sobre los quórums de las denominadas leyes orgánicas
constitucionales, véase Pregunta 17).
Después de haber perdido en el Congreso, la derecha impugnó esa ley ante el
Tribunal Constitucional, y éste declaró, el 1° de abril de 2015, que la Ley de
Inclusión era constitucional, rechazando los requerimientos que la derecha había
presentado en su contra (sentencia rol 2787). Si la decisión del tribunal (la misma
decisión, con los mismos argumentos, los mismos ministros, los mismos votos) se
hubiera dictado antes del 29 de agosto de 2014, el requerimiento se habría acogido,
porque ese día cambió la presidencia del tribunal, que dirime cuando hay empate. Y
entonces la Ley de Inclusión habría sido anulada por ser violatoria de los derechos
más fundamentales de las personas. Iguales ministros, iguales normas, iguales
argumentos, pero todo o nada dependiendo de quién es el presidente del tribunal.
La política institucional debió asumir por su cuenta, sin el apoyo del movimiento social, el
esfuerzo de producir las transformaciones requeridas. El segundo gobierno de Michelle
Bachelet intentó hacerlo, pero al no contar con ese apoyo quedó a medio camino, incapaz
frente al fraccionamiento de la Nueva Mayoría y la brutal oposición de la derecha.

Después de todo lo que había ocurrido, la validez de la Ley de Inclusión terminó


dependiendo de la persona del presidente del Tribunal Constitucional. Y como el
Presidente al momento del fallo era el ministro Carlos Carmona, y no la ministra
Marisol Peña, la ley fue constitucional. Eso es “caprichoso”.

Ese “poder insoportable” ha cumplido la función de aumentar el poder de la derecha,


para lograr que lo que ella perdía en las dos primeras cámaras lo ganara por
secretaría en la tercera, la del Tribunal Constitucional. A veces esto se hace
imprudentemente explícito, como cuando el diputado Jaime Bellolio se encogió de
hombros después de perder una votación en la primera cámara, porque sabía que
su bancada era dominante en la tercera: “no importa. Vamos al Tribunal
Constitucional. Allá estamos 6/4” (en La Segunda, 15 de octubre de 2015).

Exacto. “No importa” lo que ocurra en el Congreso. De nuevo, que se trata de un


poder insoportable lo muestran no teorías, sino la observación de lo que pasa en la
realidad.

El Tribunal Constitucional de 1980 se diferencia del de 1970, entonces, en que


existe no para destrabar el proceso democrático decidiendo conflictos
competenciales, sino para neutralizar la política imponiendo su concepto de justicia,
el que depende, por cierto, del dato políticamente arbitrario y caprichoso de qué
bancada es más grande en el tribunal al momento de dictar sentencia, o qué
ministros están presentes y no de viaje, o quién es el presidente del tribunal en ese
momento. Esto no es gratuito ni casual. El Tribunal existe para impedir, directa o
indirectamente, la dictación de leyes que modifiquen nuestras estructuras legales
más característicamente neoliberales.

Este es un ejemplo de cómo la neutralización contenida en las reglas


constitucionales comenzó a pasar a la cultura política binominal, haciendo que
nuestro problema hoy sea muchísimo más grave que en 1990, según está explicado
al responder la Pregunta 18.

¿ES NECESARIA UNA NUEVA CONSTITUCIÓN?

Pregunta 18 Si el problema son las trampas constitucionales, ¿no podría


solucionarse el problema solo eliminando esas trampas, sin necesidad de una
nueva Constitución?

Esta pregunta tiene dos respuestas: la primera es que como la Constitución solo
puede ser modificada por un quórum exageradamente alto, tal que si esa exigencia
no se cumple el texto vigente continuará, no es posible mediante reformas eliminar
las trampas que están vivas. Pueden, por cierto, eliminarse las que ya se han
gastado, como el artículo 8° en 1989, los senadores designados en 2005 y el
sistema binominal en 2015. Es que las trampas cuando están vivas tienen el sentido
preciso de dar a la derecha un poder inmune a los resultados electorales, pero solo
pueden ser eliminadas con el acuerdo de la derecha. Esto implica que, mientras
ellas afecten de verdad la distribución del poder, no habrá “grandes acuerdos” para
modificarlas.

La segunda respuesta es que, aunque en la década de los 90 el problema era la


existencia de reglas tramposas, treinta años después el problema es mucho más
grave, porque la neutralización que estaba originalmente contenida en las reglas
constitucionales pasó (sin dejar de estar todavía en las reglas constitucionales,
como nos lo recuerda cada cierto tiempo el Tribunal Constitucional) a definir la
cultura política binominal. El conflicto hoy no se reduce a las reglas tramposas, sino
a la cultura política que floreció bajo ellas (lo que suele llamarse “duopolio”, y que
aquí se denomina “política binominal”). Esto quedó tan claro como es posible
después del segundo gobierno de Michelle Bachelet, que había asumido un
proyecto transformador que correspondía a las demandas del movimiento de 2011.
Con dicho proyecto ganó las elecciones presidenciales y obtuvo mayoría en ambas
cámaras. Las condiciones para una transformación eran tan auspiciosas como era
posible esperar que fueran. Sin embargo, el intento resultó en fracaso: fracaso
parcial en el caso de la transformación educacional y fracaso completo en el caso
de la nueva Constitución. La enseñanza que dejó la experiencia de ese gobierno fue
clara: la política binominal es simplemente incapaz de transformar, de tomar
decisiones relevantes en aspectos controvertidos. Si de lo que se trata es de una
transformación del modelo neoliberal, es necesaria una cultura política nueva. Solo
una nueva Constitución puede aspirar a eso. De hecho, este es el criterio de éxito
de la nueva Constitución: si la política del día después de la nueva Constitución es
la misma política a la que estamos acostumbrados, tendremos que decir que el
proceso constituyente, aunque haya producido un texto nuevo, fue un fracaso.

Por último, es importante dar cuenta de la magnitud del problema de legitimidad que
viven las instituciones chilenas, incluyendo todas sus instancias de representación
política, lo que se manifestó en el “estallido” del 18 de octubre. Gran parte de la
ciudadanía ya no confía en el Congreso ni en los partidos políticos, mientras la
Presidencia de la República ha vivido un proceso de deslegitimación que ha
devenido extremo en la presidencia de Piñera. Sin que los ciudadanos acepten el
poder que es ejercido por sus representantes, las instituciones simplemente no
funcionan o funcionan mal. Y ello tiene consecuencias reales, como muestran los
hechos dramáticos post-18 de octubre. Dada la magnitud de la crisis, terminar de a
poco con las patologías que afectan al sistema político chileno ya no es una opción,
y se requiere de un proceso de reinversión en legitimidad. Eso es un proceso
constituyente.

LA CRISIS ACTUAL Y LA CONSTITUCIÓN

Pregunta 21 ¿Qué relación hay entre la crisis política actual y la Constitución?

La Constitución tramposa consistía en una decisión de neutralización, de


incapacitación. Una política así neutralizada muestra dos consecuencias que se
harán cada vez más notorias desde la óptica del ciudadano. La primera es que será
una política incapaz de procesar adecuadamente demandas sociales de
transformación. Cada vez que surja una demanda de ese tipo, entonces, la política
mostrará esa incapacidad. Incluso en situaciones de presión dramática, como
hemos visto desde el 18 de octubre, esa incapacidad se hace manifiesta, ya que
buena parte del esfuerzo del Congreso se desgasta en confrontaciones y las
transformaciones sustanciales que demanda la ciudadanía que convierten en
procesos de negociación por pequeñas concesiones. A veces, esas concesiones
pueden tener efectos relevantes, pero ellos son completamente insuficientes frente
a la magnitud de la crisis y, sobre todo, es imposible ver en ellos un programa de
transformación serio. Es que el sistema político no está diseñado en Chile para eso
y además sus actores están acostumbrados a que no sea así.

La forma en que esto será visto por el ciudadano será diversa según el caso: a
veces, observará que la política simplemente ignorará el contenido político de una
demanda (como lo ha hecho por 30 años con la demanda de reconocimiento del
pueblo mapuche, con todo el daño que esa indiferencia ha causado en términos de
la agudización del conflicto); otras veces, notará que estas demandas de
transformación son distorsionadas, porque son tratadas como si fueran solo
demandas por lo que la política binominal aprendió a llamar “perfeccionamientos”.
El movimiento social, (luego de la experiencia de 2006) empezó a distanciarse de la
institucionalidad política, en lo que significaba una crisis de legitimidad para ésta. Esta
crisis se hizo sentir en el movimiento de 2011, que ya había aprendido a no esperar nada de
las decisiones institucionales.

Es útil detenerse en esto y en las consecuencias que ha tenido, porque al hacerlo


podremos entender el desarrollo de la crisis de legitimación causada por la
Constitución tramposa, al final de la cual nos encontramos hoy. El movimiento
secundario de 2006 (el movimiento “pingüino”) tenía entre sus principales demandas
la derogación de la LOCE, ley orgánica constitucional de enseñanza (dictada el 10
de marzo de 1990, el último día de la dictadura). El primer gobierno de Michelle
Bachelet buscó salir al paso de esta demanda y efectivamente logró derogar la
LOCE en 2008, reemplazándola por la Ley General de Educación, LEGE. El
proyecto original de lo que sería la LEGE contenía disposiciones genuinamente
transformadoras, como la que eliminaba la selección escolar y la provisión con fines
de lucro. Estas disposiciones, sin embargo, fueron eliminadas como condición para
obtener los 4/7 que el proyecto de ley requería en su tramitación parlamentaria. Lo
que se promulgó como LEGE, entonces, mantuvo, en lo sustancial, las
características de la educación de mercado que definía la LOCE.

Es interesante recordar que al acto de derogación de la LOCE y promulgación de la


LEGE asistieron celebratoriamente los dirigentes del movimiento secundario. Es
decir, el movimiento social todavía miraba a la política institucional como capaz de
procesar sus demandas. Pero esto no sobrevivió a la creciente conciencia de que la
LEGE no había transformado nada. El movimiento social, entonces, empezó a
distanciarse de la institucionalidad política, en lo que significaba una crisis de
legitimidad para ésta. Esta crisis se hizo sentir en el movimiento de 2011, que ya
había aprendido a no esperar nada de las decisiones institucionales. Y entonces la
política institucional debió asumir por su cuenta, sin el apoyo del movimiento social,
el esfuerzo de producir las transformaciones requeridas. El segundo gobierno de
Michelle Bachelet intentó hacerlo, pero al no contar con ese apoyo quedó a medio
camino, incapaz frente al fraccionamiento de la Nueva Mayoría y la brutal oposición
de la derecha, acostumbrada a comparar con Corea del Norte y Alemania Oriental
todo lo que no es neoliberalismo extremo. El año 2011 se produjo un nuevo
momento en la deslegitimación de la política institucional, cuyas consecuencias se
apreciaron en 2019, cuando irrumpió un movimiento que había aprendido a
desconfiar no solo de la real capacidad transformadora de la política institucional,
sino de toda mediación política.
Una política neutralizada muestra dos consecuencias que se harán cada vez más notorias
desde la óptica del ciudadano. La primera es que será una política incapaz de procesar
adecuadamente demandas sociales de transformación.

Junto con la incapacidad para procesar con eficacia las demandas sociales de
transformación, el ciudadano puede observar otra cosa: la política es incapaz de
evitar el abuso. Es que se trata de una política débil, por neutralizada. Y una política
débil es incapaz de enfrentarse a poderes fácticos poderosos, el principal de los
cuales es hoy el poder económico. Esto quiere decir que ella solo puede hacer lo
que el poder económico está dispuesto a aceptar, como lo terminó de mostrar el
caso SERNAC: el poder económico estuvo dispuesto a aceptar un SERNAC débil,
que pueda dar poca protección al consumidor frente al abuso de las empresas, pero
no uno fuerte, capaz de proteger al consumidor con eficacia. Lo muestra también el
hecho de que las ISAPREs lleven más de una década siendo condenadas en más
de un millón de juicios porque suben sus planes en violación de los derechos
constitucionales de sus afiliados, ante la indiferencia del legislador; y también lo
muestra el hecho de que la política institucional no puede tomarse en serio la
posibilidad de un sistema de pensiones sin AFP, pese a que cientos de miles de
personas marchen contra ellas. Lo que resulta de todo esto, desde la perspectiva
del ciudadano, es claro: la política es un instrumento del poder económico o, peor
aún, la política está coludida con el poder económico en perjuicio del ciudadano.
Esto ha agudizado la crisis de legitimación que sufre la política institucional,
llegando a la situación actual en que esa deslegitimación es tan aguda que el solo
hecho, por ejemplo, de que el Acuerdo del 15 de noviembre haya sido acordado por
los partidos políticos lo hace sospechoso frente a la ciudadanía.

LAS DEMANDAS DEL 18 DE OCTUBRE

Pregunta 22 ¿Qué tiene que ver la nueva Constitución con las demandas sociales
que caracterizan al movimiento del 18 de octubre?

“La nueva Constitución”, se dice, “no tiene relación con las demandas que han
surgido desde el 18 de octubre”, que se refieren a cuestiones de rango legal.

Sin embargo, que algo sea de rango legal no implica que no tenga una dimensión
constitucional en la Constitución tramposa (véase Pregunta 17). Y en todo caso, la
que hoy es la más visible de las trampas constitucionales, el Tribunal Constitucional
(véase Pregunta 16) ha operado intensamente para neutralizar los intentos de
proteger a los ciudadanos del abuso.
En efecto, fue inconstitucional el fondo solidario del AUGE; cambiar la definición de
empresa para enfrentar el abuso del multirut; la titularidad sindical; fortalecer al
SERNAC para proteger eficazmente al consumidor; que las entidades privadas con
convenios con el Estado debieran dar a las mujeres las prestaciones médicas lícitas
que requirieran; prohibir a las empresas controlar universidades privadas, etc. En
todos estos casos se buscaba enfrentar diversas formas de abuso en perjuicio de
poderes fácticos, pero la Constitución estuvo del lado de estos últimos, no de los
ciudadanos.
Si de lo que se trata es de una transformación del modelo neoliberal, es necesaria una
cultura política nueva. Solo una nueva Constitución puede aspirar a eso.

Pero la cuestión es más profunda, porque se refiere a la cultura política que ha


florecido bajo la Constitución tramposa (véase Pregunta 18). Una de las
características de esa cultura es la idea de un Estado subsidiario, que en Chile
(aunque no en el resto del mundo, como protestan confundidos los defensores del
principio de subsidiariedad) significa neoliberalismo (véase Pregunta 121).
Comentando la creación de un “ente” administrador del 4% adicional de ahorro
previsional, el profesor Arturo Fermandois (en El Mercurio, 31 de mayo de 2019),
explicaba que cualquier órgano público que se creara debía actuar “en una igualdad
competitiva con los particulares”, excluyendo, por ejemplo, “el uso gratuito de
infraestructura estatal”. El Estado, decía, puede administrar fondos previsionales,
pero como si fuera una empresa, compitiendo con los agentes privados.

La Constitución tramposa prohíbe al Estado declarar que es parte de su función


realizar derechos fundamentales, incluido el derecho a la seguridad social, y que por
ello la infraestructura estatal, que existe para eso, será utilizada sin cobrar a los
ciudadanos por ese servicio. La ortodoxia constitucional, expresada por el profesor
Fermandois, impone al Estado el deber constitucional de asegurar las condiciones
de la competencia, incluso en pensiones. Por eso afirma que, desde el punto de
vista constitucional, el deber fundamental del Estado es asegurar las condiciones
del mercado antes que asegurar la realización de los derechos sociales.
El conflicto hoy no se reduce a las reglas tramposas, sino a la cultura política que floreció
bajo ellas (lo que suele llamarse 'duopolio', y que aquí se denomina 'política binominal').

Esta idea es parte, decía el profesor, de los “elementos constitucionales básicos”.


Ella excluye la posibilidad del reconocimiento real de los derechos sociales a la
seguridad social, la educación, la protección de la salud, etc. Y exige una
comprensión neoliberal de estas esferas, transformadas en esferas de mercado.
Hay quienes creen que mercantilizarlas es la mejor manera de organizarlas, pero es
evidente que esa mercantilización está, al menos en parte, detrás del “estallido” del
18 de octubre; y es también evidente que habemos muchos que creemos que eso
no es la realización, sino la negación de los derechos sociales.

La crisis política que vivimos es consecuencia de un modelo neoliberal que está


constitucionalmente asegurado. Mientras no haya nueva Constitución, ella no tendrá
solución.

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