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El Positivismo Latinoamericano
El Positivismo Latinoamericano
1. Características generales
Más temible que las armas de la Colonia y de la reconquista española, es, para el
positivismo latinoamericano, el pasado, pues contra él hay que luchar para que lo
nuevo tenga una concretez histórica: novedad que sólo puede tener como
sinónimos el progreso y la civilización.
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La nueva redistribución de la historia, la manera de espacializar la naturaleza y la
topografía en la cultura, los procedimientos de concatenación de los fenómenos
sociales dentro del ordenamiento político, y viceversa, será la tarea esencial de la
episteme construida por los positivistas latinoamericanos a lo largo del siglo XIX y
comienzos del XX. Ordenamiento que se postulará a sí mismo como superior al
ordenamiento colonial y al pensamiento ilustrado, en sus más diversos niveles,
político, económico, social, cultural, mental y moral.
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encuentra por doquier cercado por el fantasma del pasado que reaparece de
infinitas maneras en el presente y que estorba ya el futuro.
En el presente trabajo, más que hacer una historia de las ideas, se trata,
particularmente, de ir mostrando los elementos que confluyen en ese profundo
drama que, también y a pesar de todo, recorre aún tanto el pasado como el
presente latinoamericano.
El deseo de ser libres, de dejar de ser lo que se había sido, para ser de otro modo,
fue creando una gramática de exclusiones y de inclusiones a partir de la cual
debía hacerse ahora la lectura de los fenómenos manifiestos y ocultos de La
sociedad, con el fin de encaminarla a las metas forjadas por el mundo
contemporáneo. En este sentido, se sabía ya qué no se quería ser y qué se quería
dejar de ser: el pasado colonial se vertía en una semiótica que debía ser superada
a todo trance y los signos de su presencia conjurados. De otro lado, se presentía a
qué se debía aspirar, qué se debía alcanzar: libertad y progreso.
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Aquellas bipolaridades se irían a constituir en los criterios esenciales de los
procedimientos y técnicas de interpretación mediante los cuales se leerán las
claves y los signos manifiestos en la historia y se reconocerá la emergencia de las
"verdaderas realidades" que negarían el pasado lleno de privaciones y el anuncio
del porvenir en su plenitud.
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Los hechos, y sus signos, denotan crisis; y es aquí en donde se necesita en mayor
medida del análisis filosófico en toda su positividad. Pero no de una filosofía
cualquiera, sino de una actitud filosófica que mire la historia en retrospectiva para
determinar las causas de su malestar presente y proyectar así su destino con
seguridad y firmeza. A partir de 1810, y en menos de cuarenta años, piensa
Samper, los pueblos latinoamericanos han experimentado "el influjo maléfico o
bienhechor del absolutismo colonial, del gobierno revolucionario, del sistema
federal, del régimen republicano, de la dictadura del sable, de la usurpación militar,
del orden constitucional, de la oligarquía, del terror y por último, de la democracia,
en su más amplia manifestación".
Pero ¿cómo distinguir, entre esas manifestaciones, los signos inequívocos del
cambio, del anuncio de un porvenir diferente a los mismos hechos caóticos y al
reflujo de los aconteceres? Samper, como la mayoría de sus contemporáneos,
cree que la historia está de-marcada por los signos del progreso, y que,
particularmente, el flujo de la historia presente apunta hacia la civilización y el
progreso. Gabina Barreda lo señalaba de esta forma: "que en lo adelante sea
nuestra divisa libertad, orden y progreso; la libertad como medio; el orden como
base y el progreso como fin". Pero no se trata solamente de un progreso
intelectual ni material: la evolución de la historia pone en juego, sustancialmente,
la perfección moral de los hombres y de las colectividades. "En efecto, señores-
escribía el venezolano Rafael Villavicencio muchos años después-, la palabra
civilización envuelve la idea del progreso en general, y los que la toman como
sinónima de adelantos intelectuales y materiales, la sacan 4e su verdadero ■
significado; ni aun puede concebirse este progreso parcial, porque
desenvolviéndose en el hombre las facultades intelectuales, debe perfeccionar el
conocimiento de lo bueno, de lo justo y de lo bello como todos los otros
conocimientos, y estas ideas arrastran con fuerza irresistible nuestros afectos,
toda vez que se las ha comprendido de lleno".
Los signos más evidentes de los cambios que se encaminan al logro de esos
idearios, "dolorosos pero necesarios, ha resultado también, como por un programa
que se desarrolla, el conjunto de nuestra plena emancipación", reiteraba entonces
Gabino Barreda. En el fondo, el dolor como prueba de progreso; el caos como
manifestación del orden que se esconde, pero que se insinúa; un conjunto de
hechos fortuitos en apariencia que denotan encadenamientos inevitables. Todo
está concatenado, todo está ligado: nada se desperdicia en el orden de la historia,
nada escapa a la interpretación de lo que conduce a la meta, a la finalidad. Sólo
hay que conservar los ojos bien abiertos para que, por más insignificante que sean
los hechos, puedan encajar en las disposiciones del Todo.
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Esta gramatología se expresa también, de otra manera, en el orden del
pensamiento. El entonces colombiano, el panameño Justo Arosemena, en
Apuntamientos para la introducción a las ciencias morales y políticas, publicada en
Nueva York en 1840, busca establecer la tabla de los hechos a partir de las
experiencias que tenemos sobre ellos. "El hombre siente", es su enunciado
fundamental. Sensibilidad que afecta la manera agradable o penosa, que produce
felicidad o desgracia. Toda ciencia es ciencia de experiencia; fuera de ésta no hay
conocimiento alguno. La experiencia enseña que "todos los hechos en el Universo
vienen a formar multitud de cadenas inmensas, que llegan a tocarse en un punto,
donde se pierden ya de nuestra vida los hechos generantes". En este punto se
paraliza o se detiene la cadena, pues no podemos pedir a la naturaleza la causa
última de sus operaciones. Inquirir filosóficamente por ellas es errar el camino,
abierto solamente para el hombre de fe, que califica a esa causa última con el
nombre de Dios. Pero "un filósofo que quiera prescindir por un momento de la
religión, se verá muy embarazado para resolver la cuestión". El filósofo no puede
trasgredir esos límites de la experiencia.
Así, si la tradición política había leído los hechos políticos en términos de leyes
naturales, de principios a priori, o por razones sobrenaturales, Arosemena se
propone leer esos mismos hechos a la luz de la observación y de la experiencia.
El resultado de esta lectura tiene que ver con la desestabilización de la monarquía
como forma de gobierno inscrita en h naturaleza humana; con el carácter
acomodaticio de la esclavitud como forma de dominio social y político y la
negación de la libertad al interior de los sistemas políticos que se sustentase en
una razón o ley natural: "Los soberanos, apoyados en la fuerza material las más
de las veces, han desdeñado la suerte de los súbditos, y con un egoísmo
insensato han creído que la dicha de éstos era incompatible con la suya; y han
obrado de acuerdo con semejante creencia, sacrificándolo todo a un bienestar
fundado de placeres; no porque realmente la dicha del mandamiento sea opuesta
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a la de los gobernados, sino porque así se representan las cosas en el alma
pequeña de los tiranos. He aquí, pues, un principio de legislación política y civil
que ha dado forma a las instituciones de casi todas las naciones de la antigüedad
y a muchas de las modernas; y que en ninguna ha dejado de reinar en alguna
época". Es en términos de "libertad para todos" como debe leerse ahora la
sociedad y la política. La esclavitud no es una condición humana, pues el hombre
"no mueve un solo dedo sino buscando el placer, o huyendo del dolor"; la libertad
en este sentido, está inscrita en la búsqueda del placer y de la felicidad; la
esclavitud, en cambio, sólo puede tener la dirección del dolor.
Los fundamentos del derecho divino y del derecho natural han de perecer también
como mecanismos interpretativos de los fenómenos políticos, pues éstos
producían signos que habían de ser analizados en función de esos fundamentos.
Se impone, entonces, la tarea de plantear otra gramatología jurídica y política para
crear nuevas bases en la convivencia social. Ya no se partirá de la idea de que el
hombre conoce un conjunto de verdades absolutas, sino de la afirmación de que el
conocimiento que tenemos de los seres, tanto físicos como morales, "no es sino
un conocimiento de relaciones". El peruano Javier Prado, entre muchos otros, lo
expresaba de esta manera: "La metafísica, no como la ciencia que comprende la
mayor generalidad de nuestros conocimientos, tendiendo a la unificación científica
de ellos, sino como el sistema filosófico de las razones últimas de las cosas, de las
ideas absolutas, de las causas trascendentales, es, permitidme señores la crudeza
de la frase, la más engañosa teoría sustentada por la soberbia humana". Son las
percepciones de las prácticas históricas las que crean y encadenan las verdades.
"Los preceptos de la conciencia humana no son sino el resultado de los
sentimientos, ideas, creencias de las generaciones que nos ha precedido,
transformadas lentamente y amoldadas a la constitución especial de cada
individuo y al medio físico y social en que éste se desarrolla". De ahí que el
derecho natural, en sus pretensiones de verdad, no sea más que una quimera. Y,
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¿ha de edificarse una sociedad sobre una ficción? Las bases del nuevo Estado, en
consecuencia, deben situarse en otras condiciones de verdad.
El argentino Juan Bautista Alberdi también en sus diversos escritos, sobre todo en
Ideas para presidir a la confección de un curso de filosofía contemporánea,
conferencia que leyó en 1842 en el Colegio de Humanidades de Montevideo. Su
ínteres no se centra en lo bello, los justos, lo santo, lo verdadero, el alma, Dios,
etc., como objeto de los análisis filosóficos. Lo atrae, más bien, lo ideal del
descenso; el énfasis de lo extrínseco sobre lo intrínseco, la prelación de lo
empírico sobre lo trascendental, la finitud histórica sobre la infinitud trascendente.
“El hombre en su presencia de sus destinos, de sus deberes y derechos sobre la
tierra: he aquí el campo de la filosofía más contemporánea se trata, mas bien
filosófica de esas practicas.
Se trata de una filosofía que debe centrarse en el estudio de las prácticas sociales
y que “ha de salir de nuestras necesidades”. Y los problemas que han de
resolverse “son los de la libertad, de los derechos y goces sociales de que el
hombre puede disfrutar en el más alto grado en el orden social y político; son los
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de la organización pública más adecuada a las exigencias de la naturaleza
perfectible del hombre, en el suelo americano”. Orden social que no deberá ser
construido a partir de un a priori metafísico, pues la abstracción pura, “la
metafísica pura, no echará raíces en América". No porque el hombre americano no
pueda ejercitarla, sino porque, según Alberdi, el cultivo de la metafísica no es una
condición esencial para alcanzar el progreso político, social y moral, como lo ha
demostrado históricamente el pueblo norteamericano.
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debe tener su civilización propia". Ontología que parte de los interrogantes acerca
del por qué de la emergencia de los diferentes fenómenos sociales, del sentido o
para qué de los mismos, y de los procesos específicos que esos fenómenos van
tomando. El horizonte de comprensión de esta ontología es la ley del progreso
político, intelectual, moral, social y religioso del hombre.
En este sentido, la búsqueda del "a dónde vamos" se manifiesta también como
reflexión cultural, en tanto las diversas prácticas históricas no valen por sí mismas,
sino en cuanto nos remiten a lo esencial que ellas reportan: la emancipación
americana. La esencia del ser histórico de América ha de buscarse a partir de los
procesos instaurados en la conquista y la subsiguiente evolución de la sociedad.
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masa de hombres a su octava parte por la acción del cañón: he ahí el heroísmo
antiguo y pasado", sostenía Alberdi.
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políticamente. ¿Por qué su progreso es tan lento e insignificante?". Núñez
responde entonces sin vacilar: "porque no ha podido guardar el orden, que es la
base primordial de toda la obra, como lo es el pedestal de una estatua o el
cimiento de un trabajo de arquitectura". La República, según Núñez, no ha sido
más que "el manto engañoso de las más execrables tiranías". El conjunto de leyes
que la han estructurado han tenido poco poder efectivo, "porque arriba de las
instituciones artificiales hay excelsas leyes que influyen decisivamente en el
crecimiento, evoluciones y destino de las comunidades de hombres". Es el
desconocimiento de estas leyes reales de la sociedad lo que la ha precipitado al
caos y a la tiranía en que se encuentra. En adelante, la política ha de apoyarse en
la sociología, en el conocimiento específico de las leyes que nos rigen, si no de
modo absoluto, sí para determinar qué es lo más conveniente. De ahí que Núñez
haya postulado su famosa fórmula: "Regeneración o catástrofe".
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libres en parte, de las influencias de lo pasado, en donde los hombres podían
desplegar una espontaneidad de acción mucho mayor que en los antiguos países
de Europa ya constituidos, y sobre todo hombres que, con el hecho de su
emigración a continentes distantes, mostraron que en ellos había prendido el
disgusto de lo pasado y desperdiciándose la aspiración a las nuevas ideas y
nuevas condiciones de vida individual y colectiva; estas naciones americanas,
digo, menos dominadas por la tradición histórica y más influidas por causas
desconocidas antes, dan lugar a fenómenos sociológicos que la ciencia europea
quizá no puede apreciar debidamente, por falta de observación inmediata y
ausencia de experimentación personal. Esta circunstancia, sea dicho de paso,
constituye una de las dificultades de nuestros problemas sociales y políticos,
cuando con mentes educadas en el pensamiento europeo, pretendemos apreciar
hechos completos en que entran como factores la tradición y la herencia fisiológica
de nuestros antepasados americanos.
Así, si ha de buscarse una causa y una meta, tanto para describir y explicar las
razones de nuestro desorden social como para trazar su remedio, hemos de
fijarnos detenidamente en los factores internos que conforman la estructura de la
reciente tradición histórica de nuestra sociedad. Porque "las mismas leyes que en
la mecánica dirigen el movimiento y determinan la velocidad de los cuerpos
elásticos, gobiernan las fuerzas de los cuerpos sociales; y las mismas reacciones
que en la química alteran la apariencia y modifican la composición íntima de las
sustancias, producen también cambios sorprendentes en las tendencias del
hombre colectivo". Las acciones y reacciones modifican la marcha de las
sociedades y de la historia. Las naciones latinoamericanas han sido fruto de esas
tensiones: "ese fenómeno extraño de las grandes revoluciones políticas". Y es ahí,
en las acciones políticas, en donde hay que buscar tanto las causas como las
salidas para la sociedad.
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Políticamente, la causa ha consistido en que las formas políticas y la creación de
organismos e instituciones no se han adecuado a las necesarias relaciones que se
establecen entre el individuo y la sociedad, razón por la cual no se ha logrado
estructurar definitivamente la nacionalidad. Si el lazo más fuerte en una nación "es
la comunidad del derecho y de la libertad individual; es la protección del gobierno
dispensada a todos por igual para el más amplio desenvolvimiento de sus
facultades personales; es la participación universal en la vida pública, es el
sentimiento común de la seguridad y la libertad personales garantizadas por todos
en favor de uno", entonces el problema ha consistido en que la nacionalidad, es
decir, la fisonomía civilizada de la sociedad, aún no se ha completado; y está
incompleta "en tanto que cada ciudadano no sienta en el fondo de su alma que
forma parte de un gran todo, al cual es deudor en los días solemnes de cuanto
posee: tranquilidad, opinión, bienes y vida". El ciudadano aún no ha sido formado.
Y la nacionalidad se conforma de ciudadanos; ella es fruto de "un progreso dirigido
esencialmente a devolver al ciudadano el goce de sus derechos personales, y la
consagración de las garantías individuales el supremo objetivo de las
organizaciones políticas en la revolución inglesa, como en la americana del Norte;
en la revolución francesa del 89, como en la independencia de las colonias
españolas de 1810". De ahí que, si queremos ingresar en la civilización y en el
progreso, es decir, en la modernidad, es necesario distinguir entre el derecho
individual y el derecho público, entre "lo que es esencial al individuo de aquello
que todavía necesita la sociedad". Si hemos de conjugar en las formas políticas e
institucionales esos factores, entonces podemos ingresar con seguridad en el
concierto de las naciones modernas.
El también colombiano José María Samper cree que "es preciso arrancar de raíz
el cáncer de la violencia y los antagonismos tradicionales y artificiales" para
contribuir al progreso indefinido de la sociedad. Las raíces de estas
manifestaciones están "inherentes a estas cuatro circunstancias: la influencia de la
sangre española, la promiscuidad de castas, la índole de la democracia, y las
condiciones topográficas". Samper analiza profusamente cada una de esas
causas, a partir de las cuales concibe las salidas políticas y organizacionales.
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sistemas impropios del Nuevo Mundo", lo que ha conducido al más crucial y agudo
contraste: "la reglamentación en la democracia, ideas que se excluyen
esencialmente". Gobernar lo menos posible, confiar en el buen sentido popular y
en la lógica de la libertad, nos conducirá a la estabilidad, a la libertad y al proceso.
"Mientras esa perversión política subsista, la libertad será una quimera, porque no
hay más libertad sólida en el mundo que la que se apoya en la ley, que es la
garantía del derecho' de todos y de cada uno; ni habrá estabilidad ninguna,
porque, por una parte, las violaciones frecuentes de la ley provocan las revueltas,
y por otra, el espíritu de caudillaje y el servilismo de partido ponen a los pueblos a
la merced de los ambiciosos y apasionan todas las cuestiones".
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bienestar de los individuos, debe ser el criterio a partir del cual se enderecen los
destinos de la sociedad.
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debilitan las creencias; al negarse a la instauración de un estado civil de
ciudadanos, defiende sus privilegios y se convierte en enemigo del nuevo estado
social de la República. Oponerse a la república es antagonizar también con el
aumento de la población, con el desarrollo de la industria, con la difusión y
mejoras de la educación pública, con los medios del saber y con la armonía de las
relaciones entre los Estados. La razón esencial de estas oposiciones a la historia
presente radica en que el clero "es una organización coetánea a la fundación de la
colonia y profundamente arraigada a ella: todos los ramos de la administración
pública y los actos civiles de la vida han estado y están todavía más o menos
sometidos a su influencia". El clero es entonces el signo más inequívoco de la
presencia del pasado en el presente y causa de las perturbaciones de la libertad y
del progreso.
Igual papel representa la milicia, que cree mantener una supremacía social sobre
los ciudadanos; porque "bien sea que ataque al gobierno, bien parezca que lo
defiende, es y se consagra a sí misma como un cuerpo independiente, que no vive
en la sociedad sino para dominarla y hacerla cambiar de formas administrativas y
principios políticos cuando las unas o los otros sean o se entienden ser opuestos a
los principios de esta clase privilegiada". Se trata, pues, de una sintomatología
social que debe ser analizada para determinar qué factores históricos afectan la
conquista del espíritu nacional, esencia del devenir de la historia y fuente de toda
lectura verdadera del sentido y la finalidad de la sociedad.
Años más tarde, otro mexicano. Gabina Barreda, escribía: "Porque al separar
enteramente la Iglesia del Estado; al emancipar el poder espiritual de la presión
degradante del poder temporal, México dio el paso más avanzado que nación
alguna ha sabido dar, en el camino de la verdadera civilización y del progreso
moral y ennobleció, cuanto es posible en la época actual, a ese mismo clero que
sólo después de su traición y cuando Maximiliano quiso envilecerlo, a ejemplo del
clero francés, comprendió la importancia moral de la separación que las leyes de
Reforma habían establecido". Así, las medidas políticas en el orden social son las
que pueden poner fin al caos imperante en la sociedad.
Mucho más tarde, el también mexicano Porfirio Parra creerá que el espíritu de
cuerpo, expresos en el clero y en la milicia, son los factores sociales perturbadores
del progreso en dicho país. Si en el período colonial el régimen del patronato
garantizaba la autonomía de la potestad civil, con la independencia quedó
suspendido, desapareciendo su influjo moderador. "Desde entonces la autoridad
del clero no reconoció ya límites; las dos potencias que, obrando en armonía,
deben regir una sociedad, se encontraron frente a frente trocadas en rivales". La
Reforma llevada a cabo por Benito Juárez iría a poner fin a la intromisión religiosa
en los destinos del Estado: "Los siglos no pasan en vano sobre las sociedades,
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como los años no pasan en vano sobre los individuos; éstos y aquéllos se
desenvuelven, se desarrollan adaptándose sin cesar al medio ambiente, y el
desenvolvimiento gradual de las naciones, que las hace pasar de un estado a otro
mejor, constituye el progreso, y las leyes que rigen a éste vienen a ser su fórmula;
y era, a no dudarlo, la fórmula del progreso en México salir del régimen social que
nos legara España, derrocar las viejas instituciones, acabar con los gremios y las
trabas, hacer la justicia igual para todos suprimiendo los fueros y,' por tanto, las
clases privilegiadas, mejorar las condiciones económicas de la nación, dividiendo
la propiedad y movilizando la riqueza pública. Tal era el programa de la Reforma,
identificado así con la fórmula del progreso en México".
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la industria y de los medios mecánicos de producir de las naciones civilizadas; de
donde resulta que cuantos más europeos acudan a un país, más se irá pareciendo
ese país a la Europa, hasta que llegue un día en que le sea superior su riqueza,
en población, y en industria, cosa que ya sucede hoy en los Estados Unidos".Si
nos fijamos bien en la diferencia entre la colonización de Norteamérica y la de los
pueblos iberoamericanos, tal vez allí se encontraría la fórmula para acelerar la
historia y el progreso de estas últimas naciones. Así, mientras la primera no se
mezcló con los indígenas, ni los admitió como socios, la colonización española "la
hizo un monopolio de su propia raza, que no salía de la Edad Media al trasladarse
a América y que absorbió en su sangre una raza prehistórica servil". La solución,
entonces, es nivelarse. "La América del Sur se queda atrás y perderá su misión
providencial de sucursal de la civilización moderna No detengamos a los Estados
Unidos en su marcha; es lo que en definitiva proponen algunos. Alcancemos a los
Estados Unidos. Seamos la América, como el mar es el océano. Seamos Estados
Unidos".
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De acuerdo con esa ley, los pueblos americanos deben seguir permeables a la
acción europea en el presente de estas sociedades: Europa nos traerá el
progreso, la industria, la ciencia, el trabajo, las costumbres, las creencias, el
orden, la disciplina, la patria. Si bien es cierto es importante la educación de
nuestras masas populares, piensa Alberdi, mucho más aún es esencial la oleada
emigratoria de los europeos a América: "No tenéis orden ni educación popular,
sino por el influjo de masas introducidas con hábitos arraigados de ese orden y
buena educación"; "Haced pasad el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de
nuestras masas populares, por todas las transformaciones del mejor sistema de
instrucción: en cien años no haréis de él un obrero inglés, que trabaja, consume,
vive digna y confortablemente". Por tanto, es el camino de la inmigración la vía
más expedita para la civilización y el progreso de las naciones americanas. "Cada
europeo que viene a nuestras playas nos trae más civilización en sus hábitos que
luego comunica a nuestros habitantes, que muchos libros de filosofía. Se
comprende mal la perfección que no se ve, toca ni palpa. Un hombre laborioso es
el catecismo más edificante". En América, entonces, "gobernar es poblar".
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Prado cree que el Perú es refractario aún de las fuertes ataduras de la herencia
histórica, y que, además de ello, se retuerce oprimido por la herencia física y por el
medio ambiente. La existencia de una nación, que debía ser el fruto de la
emancipación, es germinal y casi nula en el Perú. Las instituciones políticas y
jurídicas han sufrido de una evidente ambigüedad: "A la vez que el sentimiento
nacional rechazó el Gobierno español, la inteligencia condenaba los fundamentos
en que había apoyado su autoridad el monarca absoluto, por derecho divino; pero
en cambio nuestra falta de educación moral y de escuela política, nos dejaba sin
guía, y el principio de autoridad ha quedado obscurecido o vacilante en nuestro
régimen republicano". Prado encuentra esta vacilante tendencia en los símiles que
hace entre las figuras de San Martín y Bolívar. El primero tenía una fisonomía
vigorosa, era hijo de español, procedía en sus campañas militares por meditación
y por ideas concretas, tenía idea de lugar, de tiempo y de condición, y no
disimulaba su simpatía por la monarquía; Bolívar, en cambio, era de constitución
débil, criollo, temerario, de ideas vagas y generales, y no escondió su carácter
dictatorial. Ha sido ese espíritu bolivariano el que ha reinado políticamente en el
Perú. Al convertirse en dictador y abandonar luego el gobierno. Bolívar dejó una
herencia militarista en ese país: "El militarismo, agente necesario de naciones aún
no constituidas, ha sido la fuerza predominante, y como es la única que ha
gobernado, es natural que haya provocado la resistencia y la reacción. No
habiéndose hallado el país convenientemente educado, ni definitivamente
constituido, los partidos políticos han sido personalistas". Para elevar el carácter
moral, es preciso, entonces, educar. Pero ello no basta. Lo esencial es enmendar
los factores provenientes de la raza: "es preciso modificar ésta, renovar nuestra
sangre y nuestra herencia por el cruzamiento con otras razas que proporcionen
nuevos elementos y sustancias benéfica". Sólo cambiando estas condiciones, es
preciso advenir a una verdadera nacionalidad.
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contribuyeron aún más al despoblamiento y al caos social imperantes en Bolivia.
"Gobernar es poblar, se decía entonces en el país de Sarmiento, con lúcida
clarividencia. Y en Bolivia se obraba en sentido contrario, porque las revoluciones
despoblaban, aniquilaban, embrutecían y empobrecían, sobre todo, pues el
destierro, la proscripción y el confinamiento son las únicas armas conocidas por
los gobernantes criollos para reducir o aniquilar al adversario político, y esa arma
resulta al fin desastrosa, ya que siendo Bolivia un país de gentes pobres, cada
proscrito consume en el destierro parte o toda su flaca heredad, dejando en la
calle a los suyos". Las consecuencias de estos nefastos movimientos políticos no
sólo se evidencian en el despoblamiento.
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José Ingenieros se propone, así mismo, diagnosticar el porqué de la enfermedad
de las naciones latinoamericanas, buscando en la mezcla social una de sus
respuestas. "La raza, piensa, no es un factor abstracto: cada raza, en función de
su medio se traduce por costumbre e instituciones determinadas, cuyo exponente
más inequívoco es una organización del trabajo humano reflejado en sus
condiciones económicas". Particularmente, la irreversibilidad de la derrota del
indígena en la conquista, por parte del hombre blanco, muestra que, en América,
la acción benéfica de la inmigración ha favorecido notablemente a la Argentina.
Por ello postula para su país una función tutelar en los destinos de los países
latinoamericanos. "La grandeza material de la nacionalidad argentina lleva en sí,
sostiene Ingenieros, los factores que determinarán en su mentalidad colectiva una
franca tendencia nacionalista e imperialista, como de tiempo atrás se observa en
los Estados Unidos". En el concierto de las naciones latinoamericanas, sólo Brasil
y Chile podrán disputarle a la Argentina esa supremacía.
Pero, aunque los chilenos sean muy aguerridos, su estrecho territorio, escaso y
acorralado por los Andes, frustra sus aspiraciones. El Brasil, por su parte, tiene
territorio suficiente, aunque poco colonizado. Su población, no obstante, está
conformada por una enorme masa negra que constituye el substratum de su
población. Por lo demás, la civilización blanca "polariza sus grandes centros de
cultura y de riqueza en las zonas templadas", jamás en el trópico. Argentina, libre
ya de razas inferiores y con una población en su mayoría europea, debe ejercer
esa función tutelar.
Carlos Octavio Bunge despliega sus análisis en torno, también al carácter racional
de la composición social de los pueblos latinoamericanos. Para comprender los
conflictos políticos de estas naciones es menester penetrar en la psicología
colectiva que los engendra; y para conocer esa psicología es preciso analizar las
razas que la integran. La descripción de Bunge muestra que la cualidad dominante
en el grupo criollo es la arrogancia, cuyo origen "se pierde en la noche de la
prehistoria, porque se halla, más que en la raza, en la geografía". El criollo ha
impuesto su casticidad sobre los indígenas y los negros, lo mismo que sobre los
mestizos. Esta casticidad implica, al mismo tiempo, una valoración moral. En
cambio, "todo mestizo físico... es un mestizo moral". Y como la mayoría de la
población latinoamericana está integrada por mestizos, negros e indígenas, esas
razas no pueden distinguir aún claramente entre el bien y el mal. Aquí radica la
causa del malestar político presente en las naciones latinoamericanas.
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igualitarismo de la Revolución Francesa, que no corresponde ni a su psicología ni
a su moralidad. Esto explica por qué el profundo malestar político que ha sacudido
a las naciones de este continente.
La raza se reviste con estrambóticas formas políticas. Pero ella es necesaria
cuando se trata de estudiar la evolución de la sociedad desde "parámetros
científicos". Ya muy entrado el siglo XX, escribía Laureano Vallenilla Lanz: "La
razón de que hasta hace poco tiempo no se haya emprendido en Venezuela la
importante labor de investigar los orígenes políticos y sociales, para explicarnos
con exactitud nuestra evolución histórica, debemos buscarla en los errores
científicos que aún viven en nuestra atmósfera intelectual como resabios
persistentes de viejas teorías metafísicas, que atribuyen a influencias
extranaturales o a la voluntad libre del hombre las causas esenciales de todo
fenómeno social". Esta positivización de la historia y de la evolución de la sociedad
mostrará que "del régimen despótico de la Colonia pasamos sin evolución a la
República democrática-federativa", y que la colonia aún palpita insistentemente en
los más disímiles ambientes del presente: "En las costumbres, en las ideas, en los
móviles y prejuicios inconscientes; en las cualidades como en los defectos, en
todos los rasgos, en fin, que constituyen el carácter de nuestro pueblo, la herencia
colonial se impone con una fuerza incontrastable y subsiste en nuestro ambiente
psicológico, como subsiste en la estructura de las ciudades. Cien años de vida
independiente y de demoliciones revolucionarias no han acabado todavía con toda
la obra material de la Colonia, tampoco han podido modificar los instintos políticos
del pueblo venezolano". En realidad, la colonia no ha sido derrotada porque
tampoco lo ha sido la constitución social que ella estableció.
Tanto las luchas políticas -que dieron origen a la independencia como los sucesos
políticos acaecidos posteriormente, no fueron otra cosa que "la continuación de la
lucha social y económica iniciada desde la guerra civil de la independencia, la
manifestación, principalmente, del gran desequilibrio producido por la
heterogeneidad de razas y cuyo problema no se resolvió sino por los medios
violentos de las revoluciones, porque no de otro modo pudieron romperse las
vallas que los prejuicios de casta, fuertes y poderosos, oponían a la evolución
igualitaria". Las formas políticas, denominadas federación o confederación, y que
se institucionalizaron jurídicamente, lejos de ser imitaciones de otras formas de
gobiernos extranjeros, no fueron sino "un móvil perfectamente lógico en agregados
sociales que tienden a constituirse y por eso mismo más poderoso y vivaz que si
hubiera sido el resultado de una ilustrada convicción". Fue esa heterogeneidad
social sedimentada en la colonia la que exigió en las naciones latinoamericanas
esas formas de organización política. Lo que nuestros teóricos del federalismo
consideraban ingenuamente como una novedad, no tendría otro resultado sino el
de cubrir con un ropaje republicano las formas disgregativas y rudimentarias de la
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colonia, dándole el nombre pomposo de Estados o Entidades Federales a las
Ciudades-cabildos o Distritos Capitulares, que eran entonces lo que casi son
todavía: pequeñas ciudades con extensas y desiertas jurisdicciones territoriales".
Y sólo la integración de esas dispersiones raciales y sociales, como elementos
que "necesariamente deben formar la nacionalidad, tras una lucha incesante,
fatalmente impuesta a todo organismo que tiende a constituirse", será el camino
consecuente "para dejar de ser una simple ficción oficial y convertirse en una
entidad real y efectiva"; Se requiere, pues, que el signo se disuelva para que su
sentido oculto se manifieste con todo su esplendor; que la política no sea ya más
un espectáculo en el cual la heterogeneidad racial dispone su carnaval.
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ejercen ese papel de camufladores: "Aquí también (como en Europa) se invoca la
libertad para destruir la libertad; se apellida el derecho para favorecer el imperio
absoluto sobre la razón y el derecho, se aclama la democracia para desviar
nuestras repúblicas del gobierno de sí mismas. Así peligra el progreso moral, así
se retrasa el triunfo de la verdad y de la justicia en estos pueblos adolescentes,
que tan heroicos sacrificios han hecho para convertirlas en base de su
sociabilidad". Esta desviación produce anarquía en las ideas, ambigüedad en las
aspiraciones, fluctuaciones en los deseos y "el escepticismo que destruye las
ciencias y pervierte las costumbres".
Porque esa emancipación debe dar sus frutos: la libertad. Y la libertad opera, al
mismo tiempo, como dinamismo de las leyes del progres o. "La revolución de
independencia debía traer como resultados necesarios, más tarde o más
temprano, la emancipación del espíritu y el triunfo de los derechos del hombre que
se llaman libertad industrial, libertad comunal, libertad electoral, libertad individual,
en fin, bajo todas sus formas de libertad del pensamiento, de la libertad de
creencias y de cultos, de libertad de la palabra escrita y hablada, libertad de
enseñanza, libertad de asociación y de reunión". La república democrática, que es
la vida de la sociedad moderna, es al mismo tiempo la forma histórica de la
libertad. Es preciso, por ello, emancipar el espíritu, pero no confundiendo esa
emancipación con los ideales metafísicos; es preciso, para que sea una liberación
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positiva, que la verdad esté fundada en la observación, "tanto con Respecto de los
fenómenos del universo, como respecto de los fenómenos sociales". A esto es a lo
que se le denomina Civilización. Civilización no sólo en la conquista de bienes de
libertad, sino, fundamentalmente, en la perfección moral.
"En otras palabras, escribe Pereira Barreto, agotados todos los recursos, gastados
todos los engranajes de un mecanismo que casi durante un siglo han hecho
oscilar constantemente la sociedad entre la teología, que lleva al retroceso para
salvar el orden, y las invasiones metafísicas, cada vez más imponentes y que en
el frenético afán de progreso sobrepasan fatalmente el objetivo hasta conducirnos
a la anarquía, ¿qué haremos?". Si sabemos para dónde vamos es menester saber
qué hacer.
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Es preciso tomar la óptica del progreso intelectual y moral de la sociedad, es decir,
armarse de una perspectiva positiva. "Sólo la nueva filosofía puede curarnos de
esa demencia crónica, enseñándonos que los dogmas del siglo pasado,
indispensables como armas y como condición fundamental del progreso, hoy se
han convertido en los únicos y verdaderos obstáculos al desarrollo de ese mismo
progreso". Y aquí radica, sustancialmente, el mal de estas naciones, "todas
nuestras discordias civiles, e incluso todas las profundas perturbaciones morales
que, desde la política hasta el corazón de la familia, amenazan comprometer
gravemente las mismas bases del cuerpo social, rompiendo los últimos lazos de
nuestra vida íntima, de nuestra existencia fundamental".
"La Iglesia y la Academia como tales, en todas partes, son los grandes cómplices
que están dedicados a instruirnos... embruteciéndonos. Es la enseñanza, que
emana de estas dos instituciones, lo que constituye la verdadera fuente de
corrupción de nuestras costumbres sociales". La sociedad, proclama Pereira
Barreto, está hastiada de diplomas, y "lo que hoy necesitamos es menos oropel en
las frases y una mayor positividad metodológica en la doctrina". En la Academia se
mezcla la ciencia con la teología; y en la Iglesia se confunde la teología con la
ciencia.
Sus diagnósticos se precisan de esta manera: "La función social de las academias
se limita a vender -salvando apenas las apariencias mentales- únicamente a
quienes los pueden comprar, esos diplomas bastardos que sirven de carta de
recomendación para obtener empleos lucrativos y funciones de ostentación"; "con
las bases actuales de nuestro sistema de enseñanza la Academia es una
pomposa y continua explotación que anualmente derraman sobre el país una ola
calculada de falso saber, de falsas virtudes y de verdadera anarquía". La salida no
consiste, en consecuencia, en separar la Iglesia del Estado, ni en suprimir la
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Academia. Los alcances de las soluciones deben apuntar más lejos: "Entre
nosotros, el peligro no está en que la Iglesia se apodere de la enseñanza, está en
que ningún partido se quiere ocupar de ella". Las reformas políticas y religiosas
son inútiles si no se toca radicalmente la transformación de la educación y el
cambio de orientación de la Academia. En esto consistiría, más sencillamente, la
segunda revolución americana: "Nuestra misión revolucionaria se dirige al núcleo
de la sociedad, y tiene como meta convertir la agitación social en un amplio
movimiento filosófico donde invariablemente, predomine el punto de vista de Ia
moral por encima de la política".
Ahora no sólo el orden moral se expresa en sus dos grandes obstáculos: la Iglesia
y la Academia. Para José Pedro Várela, la pareja que acompaña a la Academia no
es la Iglesia, sino la política, que él denomina "influencias de campaña" o "jefe de
campaña": "en la realidad existe la unión estrecha de dos errores y de dos
tendencias extraviadas: el error de la ignorancia y el error del saber aparente y
presuntuoso; la tendencia autocrática del jefe de campaña y la tendencia
oligárquica de una clase que se cree superior. Ambos se auxilian mutuamente: el
espíritu universitario presta a las influencias de campaña las formas de las
sociedades cultas, y las influencias de campaña conservan a la Universidad sus
privilegios y el gobierno aparente de la sociedad". Es aquí en donde radica, para
Várela, la causa de la anarquía vivida en el Uruguay.
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la democracia. "Son ambas contrarias, como clase a la organización que nos rige
aparentemente, y de ahí que se reúnan en sus esfuerzos, para conservar un poder
que les arrebataría un régimen de verdadera democracia".
Conclusión
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