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Rafael Aguja Sanabria - Abogado

Opinión |8 Ene 2012 - 1:00 am

Adiós a las armas


Por: Héctor Abad Faciolince

El alcalde Gustavo Petro no tiene derecho a decidir quién puede ir armado y quién no;
esa es la típica alcaldada del político narcisista: le dan un poder menor, un pequeño
poder, y ya se siente todopoderoso.

Cree que puede cambiar a su antojo la Constitución y las leyes. Sin embargo la
idea de Petro —desarmar a la gente, no permitir que ningún civil porte armas de
fuego— es buena, es conveniente, pero la iniciativa deberían tomarla aquellos
que de verdad pueden cambiar las leyes: que el Gobierno o incluso los mismos
alcaldes que están de acuerdo con la iniciativa presenten un proyecto del ley al
Congreso. O que los senadores y representantes salgan de su sopor secular y
saquen una ley seria que no sea un mamarracho contradictorio y lleno de
excepciones, que es el esperpento que tenemos ahora.

Lo cierto es que hoy en día está prohibido portar armas, si uno no tiene un
permiso y un salvoconducto. En teoría, pues, la prohibición ya existe. Pero, como
suele suceder aquí, es una prohibición poco seria, una prohibición simbólica y sin
dientes. Por un lado, quienes portan armas ilegalmente reciben una pena mínima
si son capturados con una pistola. Por otro lado, hay un negocio legal de las
armas para los civiles y las empresas privadas de vigilancia (cuyo monopolio es
del Ejército y quiere conservarlo), y al menos tres negocios ilegales de tráfico de
armas: el de la guerrilla, el de los paramilitares y el de los narcos.

La extrema izquierda, la que simpatiza con los grupos guerrilleros alzados en


armas, no acepta que la Policía y el Ejército (dirigidos por el Gobierno civil)

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tengan el monopolio de la violencia. El discurso de la izquierda dice, todavía, que
las Fuerzas Armadas son tan arbitrarias en el uso de la fuerza como los asesinos
y los ladrones. No es así. Por muchas barbaridades que hayan cometido, no es
así. El Ejército no está dedicado a matar indigentes para presentarlos como
falsos positivos: lo han hecho algunos y están siendo castigados: pero esa no es
ni una política ni una práctica oficial del Ejército.

También, algunas veces, pocos policías han matado inocentes. En Bogotá ha


ocurrido recientemente. Hasta la Policía británica —una de las mejores del
mundo— lo hizo con un brasileño durante la paranoia del terrorismo; pero esa no
es la norma, ni allá ni acá. Y mientras menos civiles armados haya, menos
armada y menos paranoica será también la Policía.

La extrema derecha tiene también un doble discurso. Por un lado, como piensa
que el Gobierno es débil con los grupos guerrilleros, y los jueces cómplices de
ellos, cree que es necesario formar grupos armados de autodefensa para impedir
el secuestro, la invasión de tierras, el abigeato, etc. Como muchos narcos y
exparamilitares son también terratenientes, hay una alianza ideológica y práctica
que, con la disculpa de que no hay Estado, dice que ellos se tienen que convertir
en el para-Estado que defiende la propiedad. Por eso ellos defienden que haya
grupos que porten armas. Su idea es anticuada y patricia: quieren que, como en
el medioevo, sólo los caballeros (los que tienen caballos) y los propietarios
puedan llevar armas; no así los peones, que si las llevan, son automáticamente
graduados de guerrilleros.

Con una situación así, el abandono de las armas, que es urgente y sería una
medida pacificadora de toda la sociedad, que disminuiría nuestros vergonzosos
índices de violencia, no puede venir de la iniciativa de un alcalde egocéntrico.
Tiene que ser el resultado de una ley que sea, al mismo tiempo, benévola y feroz.
Quiero decir, generosa y benéfica para la mayoría de los ciudadanos, y feroz con
los infractores. Cuando sea el Estado el que efectivamente tenga el monopolio de
la fuerza, su uso tendrá que ser mucho más moderado y restringido. Y el riesgo
de largos años de prisión para los infractores civiles, tiene que ser altísimo. Sin

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armas, el viejo y sucio oficio de ladrón volverá a ser un arte de astucia y no esta
salvajada de matones.

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