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La gran deserción (William Ospina, 2021 – 08 – 08)

El nuevo protagonista de la historia mundial es el clima. Terminaron los tiempos en que


los seres humanos definíamos los puntos de la agenda. Ahora nos serán impuestos.
Nuestra jornada es breve y los fenómenos planetarios se gestan pacientemente. Lo que
estamos empezando a vivir se preparó a lo largo de dos siglos: los siglos de la revolución
industrial, de la revolución del transporte, de la revolución de las comunicaciones, de la
revolución tecnológica. Todas nacieron de nuestro propósito de hacer el mundo más
confortable, y sin embargo el resultado es que el mundo se va haciendo cada vez más
incómodo y podría volverse inhabitable.
Nuestras acciones tienen resultados y tienen consecuencias, y se diría que los
resultados se ven enseguida pero las consecuencias tardan en aparecer. El resultado de
inventar el automóvil es que de pronto nos vamos desplazando por el mundo como si
estuviéramos cómodamente sentados en la sala de nuestra casa, el mundo es una cinta
de seda bajo nosotros y las distancias prácticamente desaparecen. El resultado
siguiente es que los automóviles se apoderan del planeta, aumenta la velocidad, la
basura industrial se multiplica y ni siquiera necesitamos perdernos un poco por el
mundo para conocerlo porque ya los satélites nos llevan a casa.
Las grandes consecuencias tardan en aparecer y no parecen tener nada que ver con las
causas: el glaciar se revienta como un trueno, los viejos ríos se retuercen como
serpientes, el olor de los incendios de Australia llega hasta Chile, las ciudades se ven
cercadas por el fuego, se centuplica la venta de protectores solares, crece la magnitud
de los huracanes. El petróleo se ha convertido en la principal fuerza del mundo y son
los dueños del negocio los que conducen al electorado. Por eso un presidente se puede
dar el lujo de decir bajo el aire acondicionado: “¿Cómo dicen que hay calentamiento, si
en mi casa está haciendo frío?”.
Hasta hace menos de tres siglos también la especie humana sabía vivir en el mundo sin
obrar consecuencias catastróficas. Después nos multiplicamos, multiplicamos nuestra
fuerza, nuestra velocidad, nuestro ritmo de consumo, nuestro gasto de energía, y ya no
producimos más cultura, más civilización: solo más basura, velocidad, congestión, más
angustia y desastres.
A la publicidad le encanta hablar de la sociedad de consumo; los imperialismos se
especializaron en arrebatar las materias primas de lo que llamaron el Tercer Mundo,
para obrar en sus factorías las prodigiosas transformaciones industriales que llenaron
de aparente confort los hogares de los países hegemónicos, de basura los anillos
suburbanos, de plásticos los mares, de carbono la atmósfera y de turbulencias el viento.
Nunca tantas cosas buenas produjeron tantas cosas malas, nunca tanto conocimiento
produjo tanta destrucción, y a esto hemos reducido el mundo: las ciudades, vastas
factorías y terminales de consumo; la naturaleza, una bodega de recursos para la
industria; el mundo, una terminal de desechos y un campo de experimentación de
fenómenos descontrolados.
No es el fin del mundo, pero posiblemente sí es el fin de un mundo. Es probable que una
manera de vivir en la Tierra esté llegando a su fin. Las generaciones que están
comenzando su aventura tendrán que cambiar sus expectativas e inventar otra cosa. Ya
se siente crecer ese profundo malestar de la juventud, esa certeza de que el planeta que
vivieron y gozaron otras generaciones no será el suyo: aire respirable, lluvias
bienhechoras, soles saludables, vientos mansos y eso que juguetonamente celebraba
Leopoldo Lugones cuando escribió: “Ríen los sonoros dientes del granizo”.
Llega la edad de los grandes incendios, de los huracanes, de los vendavales, ya vemos
las inundaciones en el metro de Zhengzhou, todos los pasajeros con el agua al cuello, ya
vemos la enorme deriva de los glaciares, ya vemos el cielo llenarse de fenómenos
eléctricos desconocidos, ya oímos quebrarse el permafrost de Siberia, ya los corales
palidecen bajo las nuevas temperaturas del agua, y llueven esferas de hielo, y los virus
se adaptan a sus nuevas dinámicas de colonización de organismos.
Dicen que la humanidad solo se detiene ante las evidencias. Si lo que queríamos eran
pruebas, aquí están. El cambio climático no es ya una advertencia ni un peligro sino un
hecho, la catástrofe está en los titulares, la época que comienza no tiene horizontes
apacibles, pero de todos depende todavía que no sea peor. Ya no hay lugar en la historia
para vehículos movidos por combustibles fósiles pero casi no lo hay tampoco para
vehículos personales o familiares. Tal vez alcancemos a diseñar un buen transporte
público con energías limpias, pero la bicicleta y el viaje a pie se convertirán en
imperativos de la historia. América Latina empieza a ser recorrida a pie, y lo triste es
que es en viajes sin esperanza.
El mundo vuelve a ser ancho y ajeno, pero los Estados contemporáneos están revelando
su fracaso: son inmensamente capaces de cortarles las alas a sus pueblos, de vigilar a
los individuos, de deprimir a las mayorías, pero son incapaces de resistir a los poderes
depredadores y a las grandes mafias que ellos mismos engendran. Son impotentes para
detener el desastre, pero de ellos se encargará la naturaleza. Creo sinceramente que el
capitalismo salvaje es su propio enemigo, que lo único que milita seriamente contra el
modelo imperante son sus propias consecuencias.
Ocho mil millones de personas viviendo sencillamente, en mínima armonía con el
entorno, alimentándose de bienes cercanos, renunciando a la promesa envenenada de
opulencia y confort, prefiriendo la austeridad y la civilización al consumo desaforado y
al frenesí de las megalópolis, podrían conservar el equilibrio planetario, pero ocho mil
millones de consumidores de petróleo, de electricidad, de alimentos industriales y de
espectáculos necesitarían un planeta nuevo cada 20 años.
La ilusión estúpida de encontrar un planeta de reemplazo en el vecindario no logra
ocultar la evidencia de que el único planeta propicio para la vida en el universo
accesible es este, era este, y pronto sabremos que el único tesoro era aire limpio,
bosques frescos, esfuerzos razonables y climas confiables. Que renunciar a los dioses
propicios era someterse a los dioses monstruosos, que los políticos que nos siguen
vendiendo crecimiento son “consanguíneos del caos” y que este poder actual que
parasita de la humanidad y que se emancipó de sus deberes tiene que ser abandonado
por ella.
En Colombia, en Cuba, en China, en Estados Unidos, los jóvenes tienen cada vez más
razones para no adorar al Estado, para solo confiar en la fuerza creadora de la
comunidad y en la búsqueda de equilibrio que es la clave profunda del orden natural.
El único horizonte que se abre ahora es el de la gran deserción. Una de las primeras
cosas que romperá la nueva lógica del clima serán las cadenas. Un modelo
increíblemente refinado y fascinante va a quedar atrás, porque tras sus diseños y sus
empaques, tras sus seducciones y sus espectáculos estaban la imprudencia, la
inhumanidad y la locura. Ahora ya no podrá unirnos un modelo económico, ni una
doctrina política, ni un Estado totalitario. Basta ver los grandes diques de la China
cediendo bajo la presión de las aguas. Ahora sólo pueden unirnos grandes sueños y
grandes principios. El mundo no puede ser de las multinacionales y ni siquiera de los
seres humanos. La ley de la naturaleza es la única que no está a la venta.

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