Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Cada domingo, cerca del mediodía, estaba allí esperando verle pasar para
saludarlo y sonreír con ese joven. Era como si entre los dos existiese una vieja
amistad y la sonrisa fue el mejor medio para comunicarse entre sí. Ambos sabían
que algo había empezado esa serie de saludos dominicales del mediodía. No
había fallado ningún domingo, ni en otoño ni en invierno, ni ahora que empezaban
a florecer los árboles comunicando la llegada de la jovial primavera.
1
donde él estaba sentado. No recordaba bien si había pasado ello. ¿O sí? Sí, una o
dos veces, pero en la semana; fue un día en la tarde mientras su esposa arreglaba
el jardín, y otra vez, una mañana de sábado cuando le llevaba la manguera a su
vieja, para regara los árboles de la calle.
Era alto, un poco más que él, delgado, un poco moreno y ojos claros. Su
cabellera un poco larga. Hablaba con voz de esas que no tiemblan, era serena,
clara y firme. Caminaba lento, pero a paso firme. Siempre llevaba un libro en la
mano, a veces también un diario. No tendría más de veinticinco años.
Miró el reloj, justo en el momento en que el sol era cubierto por una
pequeña nube. Las dos y media y él no pasaba, aún. La calle estaba desierta. No
había nadie, a excepción de él, que permanecía en la silla, un poco sorprendido
del atraso de su esperado amigo de saludo. Nunca se atrasaba tanto; a lo más
uno o dos minutos, o llegaba adelantado, pero medio hora era demasiado tiempo.
La preocupación empezó lentamente a invadirlo y por su mente pasaban
2
multitudes de cosas. Un escalofrío recorrió su cuerpo envejecido por el trabajo y
las penas. No podía ser que estuviera enfermo o que le hubiese sucedió algo. No,
no podía ser posible; desechó, apretando sus temblorosas manos, la idea de que
hubiese tenido algún accidente. Volvió a mirar el reloj, lo guardó en el bolsillo de
su negro chaleco y luego observó la calle. Se veían las sombras de los árboles
sobre la tierra como marcas de los pasos de un animal gigante, de esos que salen
en la televisión, a veces.
Los domingos, venían uno tras otro, pero él no recortaba su figura sobre
aquella calle. Domingo, tras domingo, él esperaba su venida, inútilmente, sin verlo
llegar. Se levantaba más temprano y se iba a almorzar un poco más tarde, con tal
de permanecer más tiempo en la silla, anhelando la venida de la única persona
que él dejó que lo ayudara a cruzar la calle.
3
usaba la parka, quizás por el calor que empezaba a reinar. Se acercaba ya el
verano y permanecer mucho tiempo sentado le estaba afectando su salud. Él
también se había dado cuenta, por eso se sacó la parka y vestía ropa liviana y
veraniega.
Pasó cerca de las doce, como siempre. Después de verlo perderse al final
de la calle, que parecía llegar hasta la nevada cordillera, él se enderezó
temblorosamente, cogió la silla y afirmándose en la reja de enmohecida madera,
entró en la casa.
Aquella, fue la última vez que lo vio. Las semanas pasaban lentamente, casi
interminables y los domingos, de cálido sol, veían al viejo sentado en el frontis de
la reja, frente a la acequia verdeada en que se desplazaban lentas aguas sucias,
esperando su saludo. Una mueca de tristeza, fue aferrándose en su rostro sereno
y los ojos no se cansaban, anhelando captar aquella silueta tan peculiar que
pasaba una vez a la semana, por aquella calle. Pensó varias veces solicitarle a su
vieja compañera de vida, que lo ubicara y lo invitara a visitarlo, pero se retenía al
comprender que nada había que impulsase a ese joven para que viniese a su
casa. Tal vez, si le hubiese hablado algo más, aparte de la alegría de verlo y el
saludo, habría sido algo distinto; pero, había tantos temores que lo incitaban a no
dialogar con él, que por ello nunca se atrevió a buscarle conversación. “No te
quedes así”, le dijo su esposa. “Si te saluda y ríe contigo, será porque le caes
simpático”, le insistía ella y cada domingo le advertía, antes de acompañarlo con
la silla, que no lo dejara pasar, así como así. Era una gran compañera. Su mujer lo
comprendía y lo ayudaba a alegrarse. De no ser por ella, su vida de jubilado y
semiparalítico, habría sido igual a la de un perro viejo y enfermo, abandonado en
la calle. Y él decidió un domingo, hablarle; aunque no sabía de qué conversaría,
se hizo el ánimo de entablar amistad con él.
Ese domingo, estuvo toda la mañana ensayando de qué hablarle. Tal vez,
le preguntaría la hora, si venía de la iglesia, o si terminó el partido de fútbol. No
sirvió de mucho, él no pasó aquella mañana.
Los domingos, pasaban lentos y cálidos. Todo volvía a ser como antes, la
gente hacia la feria y los vendedores de sandías, reaparecieron con el verano.
Hasta que un día en la tarde, su esposa, que había salido a comprar, le trajo la
noticia. Había escuchado un comentario entre los vecinos de la esquina, donde
estaba el almacén.
“Dicen que lo llevaron preso, al joven ese que te saludaba”, dijo tristemente,
su esposa. “Parece que era un estafador, dijo doña María”. “Pero, don Manuel dice
que era un extremista” “Otros, decían que era un ladrón” Él la escuchaba
4
tembloroso. Su boca murmuró un “no puede ser” y se quedó callado, mirando la
calle, a través de la cortina metálica a medio cerrar.
***********