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I: CAMPI: La idea y la materia. El diseño de producto en sus orígenes, 1750-1914. Ed.

GG, Barcelona, 2007

Cap. II. El mundo como mercado, págs. 61-120

CAPITULO II
El mundo como mercado

En el siglo XIX la figura del diseñador de producto no estaba profesionalmente definida. En la era de
la plena industrialización no sólo proyectaban los arquitectos, los artistas, los antiguos artesanos y los decora-
dores, también lo hacían a su manera empresarios, ingenieros y técnicos (por lo general anónimos) que a su
dominio del oficio unían una sensibilidad estética notable. Su contribución a la cultura material de la época
ha sido reivindicada por los historiadores contemporáneos del mismo modo que en su día lo fué la arquitectu-
ra del hierro, considerada hoy en día como el auténtico embrión de la arquitectura moderna puesto que se
proyectaba mediante cálculos matemáticos y métodos científicos bastante alejados del arte académico.
Los ingenieros y técnicos industriales que diseñaban nuevos sistemas de transporte, artefactos para la
comunicación o instrumentos de trabajo para el hogar y la oficina lo hacían con espíritu científico, pero al
mismo tiempo se enfrentaban a la tarea de hacer culturalmente comprensible sus innovaciones y debían procu-
rar que el público las aceptara, las adquiriera y las usara. Luego entonces no se puede afirmar que carecieran
totalmente de preocupaciones en el ámbito estético, aunque sí hay que admitir que los criterios por los que se
guiaban eran más intuitivos y pragmáticos que filosóficos. Muchos casos de óptimos diseños se encuentran en
sectores industriales que creaban productos cuyos requisitos de idoneidad y complejidad técnica eran tan altos
que los hacían inaccesibles a los artistas y decoradores. Este sería el caso de los vehículos de transporte.

INGENIERIA Y CAMBIO SOCIAL: EL TRANSPORTE

El gran motor del cambio social durante el siglo XIX fue, sin duda, el transporte impulsado por nue-
vos sistemas de propulsión (el vapor al principio, la electricidad y la combustión de petróleo mas tarde) que
ofrecían un cambio radical respecto a los sistemas de tracción animal. El sector del transporte ofrece ricos y
variados ejemplos que ilustran la ambigua situación de los criterios de diseño en el siglo XIX.
El desarrollo del ferrocarril a lo largo de aquel siglo constituye uno de los casos más difíciles de ana-
lizar tanto por su repercusión social, como por los complejos sistemas de planificación de trabajo que compor-
tó la implantación de una infraestructura donde todos los elementos interactuaban entre sí. A mediados del
siglo XIX el sistema ferroviario ligado al vapor se extendió rápidamente por Europa, América y parte de Asia
y el diseño de los trenes de alcanzó un extraordinario nivel de perfección. La investigación se centró en la
mejora de la capacidad térmica, la reducción de las emisiones de humo, carbonilla y chispas, así como en la

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sustitución del carbón fósil por coque o aceites pesados. El tendido de las redes ferroviarias de montaña que
debían salvar grandes desniveles estimuló la investigación sobre la adherencia y el desarrollo del tender auto-
portante.
Por una parte, la tipología de la locomotora se consolidó rápidamente y casi siempre se componía del
tender, la cabina de conducción o “marquesina”, la caldera con su domo, la caja de humos y su puerta situada
en la parte delantera, los pistones y el mecanismo de distribución, el bastidor y los rodajes. Pero por otra parte
los diversos centros de producción diferían en el diseño y el carácter atribuido a estos elementos: mientras la
escuela inglesa destacaba por su elegancia y contención gracias al énfasis que ponía en el diseño de las partes
fundamentales y la ocultación de las accesorias, la escuela americana tendía a la exhibición de potencia y a
una imagen bastante caótica que era el resultado de la exaltación estilística de cualquier elemento mecánico.
En cambio, la escuela alemana de Prusia tendía al equilibrio de los componentes en nombre de la valorización
del dato técnico. Hacia 1870 la construcción de locomotoras cada vez más potentes y veloces, pero también
más pesadas obligó a modificar y reforzar las estructuras.
La eficacia y la funcionalidad a la que llegaron las locomotoras (un vehículo que carecía por
completo de antecedentes históricos) se debieron a la división de trabajo en las tareas de proyecto y al hecho
de que el mundo del ferrocarril era profesionalmente muy cerrado. En él los empleados realizaban práctica-
mente toda su instrucción a lo largo de su vida, empezando a trabajar en los escalones inferiores, accediendo
progresivamente a puestos de mayor responsabilidad. La formalización de una locomotora no era, ni mucho
menos, competencia de un solo individuo, antes al contrario, era fruto de una completa labor de trabajo en
equipo entre ingenieros, delineantes, administrativos y constructores, los cuales debido al hermetismo de la
organización habían permanecido desde siempre ajenos a la influencia del arte académico. De no ser así, la
locomotora cuyo diseño era competencia exclusiva de las compañías de ferrocarril habría experimentado se-
guramente los efectos del historicismo y del eclecticismo. A mediados del siglo XIX, la locomotora ya poseía
una tipología perfectamente definida, alcanzando durante los años sesenta un nivel de refinamiento formal y
constructivo tan elevado que la convirtió por derecho propio en símbolo de la estética maquinista de los nue-
vos tiempos.
En su conjunto la evolución de la locomotora a lo largo del siglo XIX fue realmente espectacular,
pero al llegar a las últimas décadas el vapor sería desafiado por una nueva energía: la electricidad. En la ex-
posición de Berlin celebrada en 1879 Werner von Siemmens presentó la primera locomotora experimental
eléctrica. La implantación de un sistema radicalmente nuevo fué difícil pero rápido. A principios del siglo XX
la locomotora dejó de ser una forma simbólica de velocidad que sugería el movimiento en una sola dirección.

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Los nuevos convoyes empezaron a diseñarse de modo simétrico y bidireccional lo cual permitía la elimina-
ción de las enormes plataformas giratorias que se necesitaban en cada terminal de línea. 1
El diseño de los vagones de trenes sufrió curiosamente una evolución totalmente distinta, pues en sus
inicios se fabricaban en los antiguos talleres de carruajes y estaban inspirados en las diligencias. Puede ser
que sus fabricantes no acertaran cambiar de formas o puede ser que el público, asustado ante el nuevo sistema
de transporte, necesitara el calor reconfortante de los entornos conocidos. Lo cierto es que en Europa el vagón
de tren era compartimentado y no adquirió un aspecto diferenciado del carruaje hasta entrado el siglo XX. El
cambio vendría de América. Desde 1865 la compañía de ferrocarriles de Baltimore y Ohio ponía en circula-
ción un vagón sin compartimientos, con un par de puertas a cada extremo y con una doble hilera de asientos
dispuestos a ambos lados de un pasillo central. Con el fin de dar adecuado reposo a los viajeros los asientos,
tenían además un respaldo móvil lo que permitía orientarlos según el sentido de la marcha del convoy. La
gran aportación norteamericana sería el diseño del coche-cama y la creación de los servicios para los trayectos
de largo recorrido. En 1873 Pullman empezó a exportar con éxito su modelo Pioneer a Inglaterra. Éste consis-
tía en un vagón sin compartimentos, cuyos asientos dispuestos en el sentido de la marcha se podían convertir
en cama. Después de un viaje a Norteamérica el belga Georges Nagelmackers editó un informe sobre un pro-
yecto de servicios de coches-cama con el cual logró convencer a las compañías alemanas, francesas y austria-
cas. Así se creaba en 1872 en Europa la Compagnie Internationale des Wagons-Lits la cual utilizaba una tipo-
logía de vagón diferente a la de Pullman, compuesta por cabinas dobles en la que unas camas plegables se
disponían en sentido transversal a la marcha. En cualquier caso, el sentido pragmático de los americanos sir-
vió para a desarrollar soluciones de confort que se basaban en las necesidades reales del viajero y que acaba-
rían por tener éxito en todas partes. Sin embargo, el gran viaje en ferrocarril no era accesible a todas las clases
sociales y como en el caso de los grandes transatlánticos los vagones de primera se decoraban de acuerdo con
los criterios del gusto burgués e imitaban el ambiente recargado de un saloncito.
Tanto el mundo de la navegación como el del ferrocarril se componen de complejas estructuras que
interactúan entre sí y que pueden interpretarse a distintos niveles (social, técnico, laboral, etc.). En cambio,
eso no ocurría con la industria de la bicicleta. Ésta no se presentaba como alternativa a un vehículo tirado por
caballos, sino como alternativa de transporte individual frente al caballo mismo. Su historia es muy antigua y
se inicia hacia 1791 con el Cheval de Bois o vélocipede del conde Mede de Sivrac compuesto por un travesa-
ño de madera a cada extremo del cual se disponía una horquilla que sujetaba una rueda. El impulso se conse-

1Maria Cristina Tonelli Michail “Ferrovia” en Enrico Castelnuovo (Ed) Storia del disegno industriale; 1851-1918 Il grande emporio
del mondo, Ed.Electa, Milán 1990, pp. 310-316.

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guía empujando con los pies en la tierra. En 1815-1816 Karl Friederick von Drais obtuvo un gran éxito lo-
grando el control de la dirección mediante un manillar sujeto a un eje vertical conectado a la rueda delantera.
En 1838 el fabricante irlandés Kirkpatrick Macmillan tuvo la idea de incorporar unos pedales a la rueda de-
lantera y hacia 1855-1861 Ernesto Michaux dió al velocípedo una configuración mucho más eficiente, ligera y
elegante concentrando la acción humana sobre la rueda delantera aumentando su diámetro y reduciendo las
partes de madera en favor del hierro. Estas mejoras popularizaron el vehículo y dieron pié a una auténtica
carrera de innovaciones entre productores. En 1869 tenía lugar en París la primera feria de fabricantes de bici-
cletas, la mayoría de las cuales ya presentaban ruedas de goma, asiento de cuero y bastidor metálico. En los
años siguientes la investigación, estimulada por las carreras, se concentró en la obtención de un vehículo más
estable y ligero alcanzándose los 18 kgr. de peso mínimo hacia 1876. Durante la segunda exposición interna-
cional del velocípedo, que tuvo lugar en 1878 también en París, las grandes innovaciones popularizadas (no
inventadas) por el fabricante norteamericano Schegold serían la equiparación de los tamaños de las ruedas y
la tracción trasera conseguida mediante una cadena que transmitía el impulso desde los pedales hasta la rueda
posterior. Alrededor de 1886 el bastidor en cruz fué sustituido por el bastidor en cuadro y con ello puede de-
cirse que la tipología de la bicicleta quedó ya perfectamente consolidada. Luego se añadirían las ruedas neu-
máticas de caucho vulcanizado, el dispositivo de la rueda libre, el freno de Bowden, el contrapedal y el cam-
bio automático. Pero a excepción de algunos vehículos experimentales la tipología no ha cambiado desde
1900.2
Pasada una primera etapa histórica de ensayos, la óptima combinación de eficiencia mecánica, ligere-
za, duración y fácil fabricación hicieron que la bicicleta fuera acreedora de una total confianza por parte del
público el cual se lanzó masivamente a utilizarla alrededor de 1890. Debido a su cualidad de artefacto desti-
nado al transporte individual, la bicicleta ha tenido que sujetarse siempre a un total esencialismo constructivo.
La bicicleta nunca necesitó ser “gótica”, “oriental”, “clásica” o “art nouveau” para legitimarse a los ojos de
los usuarios, y constituye un claro ejemplo de que los consumidores del siglo XIX ya sabían valorar positiva-
mente aquellos artefactos que ofrecían innovación y funcionalidad.
Como medio de transporte individual y económico, sustitutivo del caballo, la bicicleta tuvo un impor-
tante papel en la emancipación de las mujeres ya que les confería una enorme libertad de movimiento. A par-
tir de 1880 el nivel de seguridad alcanzado hacía que este nuevo vehículo fuera deseable para el sexo feme-

2.María Cristina, Tonelli Michail, “La bicicletta”, en Enrico Castelnuovo (Ed) Storia del disegno industriale; 1851-1918 Il grande
emporio del mondo, Ed.Electa, Milán 1990, p.280-284. Wiebe E. Bijker: “King of the road” en Of Bicycles, Bakelites and Bulbs.
Toward a Theory of Sociotechical Change, The MIT Press, Cambridge, Massahussets, Londres, 1995. pp.19-100.

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nino y que éste se lanzara entusiásticamente al aprendizaje y práctica del ciclismo. Alrededor de 1890 las
damas decidieron unirse a los Touring Clubs, descubriendo entonces que los corsés y las largas faldas eran
totalmente inadecuados para el pedaleo. Así que se ingeniaron una especie de bombachos a medio camino
entre la falda y el pantalón. El rediseño del vestuario ciclista de las damas fue bautizado con el nombre de
“racional”, y el hecho de que las jóvenes vestidas con tal atuendo, considerado indecente, tuvieran vetado el
acceso a los hoteles, es sumamente ilustrativo del descrédito en que éstas podían incurrir cuando se subvertían
las rígidas normas de la conducta moral de la época.3
A diferencia del ferrocarril que para popularizarse necesitaba una infraestructura capaz de operar
coordinadamente a nivel internacional, el automóvil sólo tuvo que esperar a que las carreteras ofrecieran un
nivel de pavimentación aceptable. Durante el siglo XIX los repetidos intentos de construir automóviles pro-
pulsados a vapor fueron un fracaso pues eran artefactos ruidosos, voluminosos y poco autónomos ya que de-
bían acarrear carbón y agua. La solución vendría de la mano del motor de explosión cuya invención y mejora
durante la segunda mitad del siglo XIX es atribuible muchos autores. Los primeros que tuvieron la idea de
incorporar un motor de explosión a un vehículo rodante fueron Gottlieb Daimler y Karl Benz, los cuales llega-
ron hacia 1889 y por separado a la misma solución. Ambos fusionaron sus empresas con el nombre de Merce-
des y en 1900 aparecía en el mercado el primer automóvil de serie. Aquel modelo tenía una curiosa aparien-
cia, a medio camino entre un triciclo sin pedales o un carruaje sin caballos, y no tenían nada que ver con la
tipología del automóvil que en el siglo XX se afianzaría tan solidamente en el imaginario colectivo. En reali-
dad, la última década del siglo XIX no fué fue para dicho vehículo más que un período de tanteo de tipologías
y de experimentación mecánica ligada al perfeccionamiento del motor de explosión. Curiosamente la primera
fase de afianzamiento tipológico (la primera década del siglo XX) en la que el artefacto adquirió una carroce-
ría de líneas horizontales, se diseñó una cabina separada del motor y éste se colocó entre las ruedas delanteras,
coincidió cronológicamente con el apogeo del Art Nouveau y en verdad hay que decir que, como la bicicleta,
tampoco el automóvil necesitó recurrir al estilo de moda para legitimarse. Su atractivo y su capacidad de se-
ducción se desprendían de sus prestaciones y de su lógica interna y muchos fabricantes se vanagloriaban de
no necesitar que los artistas entraran en sus talleres.
Entre 1900-1914 aparecieron unos 150 productores de automóviles, pocos de los cuales sobrevivirían
durante todo el siglo XX. La industria del automóvil empezaría con buen pie en Alemania, Italia y sobre todo
en Francia. En Gran Bretaña, una vez superados los impedimentos legales promovidos por la industria del
ferrocarril que prácticamente tenía el monopolio del transporte, la industria del automóvil arrancaría tarde

3 Ray Hallett. Cycling On, Dinosaur Publications Ltd., Over Cambridge, 1978

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pero brillantemente gracias a las empresas de Napier, Humber y Rolls Royce. Durante el cambio de siglo la
producción de automóviles norteamericana empezó a superar a la europea pues en 1903 Oldsmobile, Cadillac
y Ford ya estaban en producción. El imparable crecimiento de la industria de los EE.UU. se debió al enorme
potencial de su mercado interno y al hecho de no tener que soportar en su territorio el desastre de la Primera
Guerra Mundial. De todos modos, el automóvil tuvo un papel estratégico en el gran conflicto bélico ya que los
ejércitos de tierra abandonaron el caballo para utilizar este nuevo método de locomoción. BMW y Citroën
nacieron como industrias bélicas que luego se reconvirtieron.4
La aparición de los modernos sistemas de transporte causó una auténtica revolución en las costumbres
del ciudadano planteándole nuevos retos y necesidades. Estimulada por el constante aumento de tráfico de
viajeros y por la afición expedicionaria de la época, nació durante el siglo XIX lo que podríamos llamar la
industria del viaje y, con ella, un sector que haría gala de una inagotable imaginación y fascinación funcional.
Ligereza y funcionalidad combinadas con elegancia, sobrios acabados y nuevas materias serían la fórmula que
definiría los criterios del moderno equipaje. Se diseñaron bolsos, maletas y baúles para las situaciones más
diversas y los contenidos más sofisticados. Y no sólo esto, sino que además se crearon ingeniosos modelos de
muebles plegables totalmente adaptados a la vida nómada del safari y la expedición. Franceses e ingleses
compitieron en la creación de todo un parque de productos exclusivamente orientados a proporcionar confort
al viajero, y, como es de suponer, la competencia no se planteaba en términos exclusivamente decorativos y
estéticos, sino que ponía de manifiesto una preocupación obsesiva por las prestaciones funcionales.5

NUEVAS TECNOLOGÍAS EN EL HOGAR Y EN LA OFICINA

Si en la primera fase de la revolución industrial la mecanización invadió y trasformó los centros de


producción, a mediados del siglo XIX revolucionarias e incomprensibles tecnologías empezarían a invadir el
ámbito doméstico y el sector terciario penetrando en todas las esferas de la vida cotidiana.
Los numerosos titubeos y versiones radicalmente diferentes que aparecían con relación con cada nue-
va tecnología ilustran claramente el principio según el cual, cuando ésta es muy joven, no existen los medios
estéticos necesarios para manejarla, ya que se carece de los mensajes culturales previos a su identificación.

4.Carlo Camarlinghi “Automobili” en Enrico Castelnuovo (Ed) Storia del disegno industriale; 1851-1918 Il grande emporio del mon-
do, Ed.Electa, Milán 1990, p.275-279.
5 V.V.A.A. “Histoire du bagage”, “Histoire d’une marque” en Errants, nomades, voyageurs, Centre de Création Industrielle/Centre

Georges Pompidou, Paris, 1980. pp.44-45.

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Para cada nuevo producto había que inventar una nueva tipología y, en muchos casos, ésta se tomaba prestada
de algún artefacto que mediante otra tecnología había ejercido una función similar en el pasado.
Así pues ya hemos mencionado el caso de la tipología del primer automóvil que era un cruce entre el
triciclo y el coche de caballos dada su asociación con aquellos dos vehículos rodantes precedentes y conoci-
dos. Una suerte similar corrió la lámpara que cuando utilizó el gas como combustible, siguió aparentando ser
un candelabro o un quinqué de petróleo y cuando adoptó la bombilla eléctrica, mantuvo durante años no sólo
la tipología del gas, sino también la de todas las demás que le precedieron. A diferencia de otros enseres tra-
dicionales, como las vajillas, las cristalerías y los muebles, la penetración de las máquinas en el hogar y la
oficina carecía de precedentes culturales y con más de cien años de perspectiva es muy interesante investigar
los fenómenos de innovación y persistencia tipológica a los que tuvieron que hacer frente los diseñadores.

Comunicación y telecomunicaciones

Los inventos de la fotografía, el cinematógrafo, el telégrafo, el teléfono y el fonógrafo realizados du-


rante el siglo XIX representan un paso de gigante en la historia de la comunicación y también de la humani-
dad. Si la fotografía y el cinematógrafo permitían almacenar y reproducir imágenes, los otros inventos permi-
tían almacenar, reproducir y transmitir señales acústicas. Estas señales necesitaban de un intermediario indis-
pensable, la máquina, de modo que los teléfonos, los fonógrafos y las radios (en el siglo XX) se tuvieron que
integrar culturalmente a la vida cotidiana.
En términos generales los primeros aparatos eran el resultado de la investigación científica, nacían en
un laboratorio y carecían de pretensiones estéticas pues se resolvían mediante una especie de bricolage técni-
co. En ocasiones sus primeros usos fueron estrictamente laborales o comerciales, su fabricación se encomen-
daba a antiguos fabricantes de instrumentos y su tosco diseño no empezó a experimentar cambios hasta que se
vislumbraron sus posibilidades de uso y consumo popular. Los casos del teléfono, el fonógrafo y la radio ilus-
tran claramente el problema de la carencia total de precedentes culturales a la que se enfrentaban los proyec-
tistas cuando debían divulgar e introducir un nuevo aparato en el hogar o la oficina.
El teléfono nació y se desarrolló a partir de 1876 y gracias a la invención de Graham Bell, Thomas
Edison y Elisha Gray. El teléfono es un dispositivo que transmite y recibe la voz humana mediante la conver-
sión de ondas sonoras en corriente eléctrica que luego son enviadas por cable y a su vez convertidas de co-
rriente eléctrica en sonido. Uno de sus elementos clave es el micrófono o transmisor de carbono granular pa-
tentado por el austríaco Decker y sin el cual el auricular no sería posible. Durante casi cien años (hasta el

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último cuarto del siglo XX) la tecnología del teléfono permaneció relativamente estable mientras que la con-
figuración formal de los aparatos evolucionó extraordinariamente .6 Gracias a su aplicación comercial su im-
plantación fué más rápida en los Estados Unidos que en Europa donde se consideraba un medio secundario en
relación al telégrafo, implantado hacía cuarenta años. En cualquier caso, desde sus inicios el teléfono siempre
se ha contemplado más como un medio necesario que como un lujo y quizás por ello, siempre ha tendido a
tener una apariencia más instrumental que decorativa. Los primeros modelos de pared tenían los mecanismos
contenidos en un armarito de madera del que colgaban una trompetilla para hablar y otra para escuchar. Algu-
nos se decoraron primorosamente, pero en general el aparato tendió a incorporarse sin problemas en los espa-
cios públicos y domésticos. Hasta 1920 no se popularizaron los modelos de mesa con dial y carrocería de
ebonita y hasta 1928 no apareció un teléfono con un auricular que integrara emisor y receptor. A partir de los
años treinta del siglo XX el teléfono adquiriría su tipología “clásica” basada en la clara diferenciación y arti-
culación de sus tres elementos básicos: la base, el dial y el auricular.
Aunque en 1877 Charles Cross en Francia y Tomas Edison en Estados Unidos patentarían por separa-
do el mismo principio hay que atribuir al popular inventor americano la difusión del aparato de grabación y
reproducción del sonido. Charles Cross definía así su invento: “El fonógrafo es un aparato que permite regis-
trar y reproducir cualquier sonido mediante un estilete que traza un surco bajo la acción de un sonido, este
surco hará vibrar la membrana cuando el estilete vuelva a pasar por el surco, donde encontrará impulsos exac-
tamente a los registrados tanto en duración como en intensidad”. 7 Edison se afanó en crear en 1878 su propia
compañía de fonógrafos y los primeros modelos fueron comercializados como dictáfonos en las oficinas.
Viendo sus enormes posibilidades en el mercado doméstico y del ocio, hacia 1886 Edison empezó a comercia-
lizar cilindros registrados con música al mismo tiempo que trabajaba afanosamente en el diseño de unos apa-
ratos dotados de una gran sinceridad mecánica. Con el modelo Standard de Edison nacía la primera industria
discográfica. Este modelo estaba constituido por una caja de madera que albergaba una cuerda accionada por
una manivela, un eje sobre el que giraba el cilindro y una trompa cónica directamente unida al estilete repro-
ductor. El estilete se cambiaría más tarde por una aguja, luego por una punta de diamante y finalmente por un
haz de luz, pero en esencia el principio del fonógrafo ha permanecido inalterado hasta nuestros días.
Dado que el fonógrafo era un artilugio más superfluo que el teléfono y que además favorecía los en-
cuentros sociales pronto se convirtió en un objeto altamente simbólico: su aparatosa e inevitable trompa se
podía convertir en una espectacular corola de pétalos y su caja en un mueble de estilo decorado con relieves y

6 Fuente: Telephone Study Notes, Design Museum, Londres, 1988.

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marqueterías. Hacia 1896 el fonógrafo de Edison se vería gravemente amenazado por el gramófono de placas
inventado por Berliner que, finalmente, conquistaría el mercado del siglo XX. Los cilindros eran muy caros
puesto que exigían una toma para cada edición. En cambio, las placas eran más baratas ya que permitían gra-
bar un master del que luego se podían reproducir infinitas copias mediante estampación. Aunque entre 1896 y
1902 la batalla entre las compañías discográficas de Edison y Berliner fué durísima era evidente que el futuro
estaba en la placa, popularmente conocida como disco. La incorporación de la electricidad significaría la eli-
minación de la manivela y la sustitución de la trompa por altavoces eléctricos incorporados en la caja. Duran-
te los años veinte esta integración de elementos convertiría el tocadiscos en un aparato escasamente interesan-
te que tendía a camuflar en un mueble todas sus funciones y hasta que no aparecieron nuevas tecnologías en
los años cincuenta su diseño no sufrió cambios radicales.
La historia de la radio pertenece al siglo XX, pero sus orígenes se encuentran en el desarrollo de la
telegrafía sin hilos que a finales del siglo XIX se hacía imperiosamente necesaria para la navegación y las
comunicaciones intercontinentales. En 190l el italiano Guglielmo Marconi consiguió que las señales Morse
que se enviaban mediante un procedimiento inalámbrico cruzaran el Atlántico. El paso siguiente era modular
la señal de tal modo que las ondas electromagnéticas pudieran ser portadoras de información. La noche de
Navidad de 1906 el telegrafista Reginald Aubrey Fesenden consiguió enviar música y voz a los barcos que
cruzaban el Atlántico emitiendo así el primer programa recreativo de la historia. El problema principal de la
radio en sus inicios era la débil sensibilidad de las estaciones receptoras lo que obligaba a construir gigantes-
cas instalaciones emisoras. El invento de la válvula tríodo de Lee Forest tuvo unas consecuencias considera-
bles en la fabricación de receptores de elevado rendimiento. Las primeras radios no eran más que plataformas
llenas de válvulas, bobinas y cuadros de mandos sin ninguna unidad formal. Pero éste aparato se hizo maneja-
ble y transportable después de la primera Guerra Mundial cuando la sociedad civil reclamó insistentemente la
emisión de programas abiertos y recreativos. Durante los años veinte se popularizaron los primeros receptores
domésticos. Éstos eran unas estrafalarias cajas que en muchas ocasiones se integraban a muebles preexisten-
tes, que luego se acompañaban de una salida de sonido en forma de auriculares o de altavoces de trompeta.
Hasta los años treinta del siglo XX la radio no adquirió su tipología reconocible basada en la composición de
un altavoz, un dial y unos botones situados en el frontal de una bonita caja.8

7 Isabel Campi, Historias de máquinas parlantes. Apuntes para una valoración estética y socio-cultural del diseño del tocadiscos y la
radio en sus orígenes, Museo de Bellas Artes de Asturias, Oviedo, 1983 (inédito)
8 Isabel Campi/Romà Gibert.: Mira’t la ràdio. 80 anys de disseny i tècnica de receptors, Museu de la Ciència i de la Tècnica de Cata-

lunya, Terrassa, 2005

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La evolución del teléfono, el tocadiscos y la radio, son sólo algunos ejemplos de la distancia que me-
dia entre la aparición de una nueva tecnología y la creación de una imagen culturalmente comprensible ésta ya
que suele cambiar más deprisa de lo que la sociedad puede asimilar. Ante este fenómeno durante los años
treinta el famoso diseñador francés afincado en los EE.UU. Raymond Loewy, proponía con su habitual prag-
matismo el principio “MAYA” o Most Advanced Yet Acceptable que venía a decir que en realidad el trabajo
del diseñador consistía en proponer el diseño de productos avanzados hasta el límite de lo aceptable. Si se
transgredía esta norma se caía en el peligro de diseñar artefactos desfasados o bien culturalmente incompren-
sibles.

Máquinas femeninas

A finales del siglo XIX los catálogos de objetos personales mostraban una increíble preocupación por
la diferenciación: Tenía que quedar muy claro qué clases de peines, relojes, navajas y complementos eran
para uso masculino, femenino o infantil. La diferenciación sexual era muy importante dado que las clases
medias y altas daban por sentado que hombres y mujeres llevaban una existencia muy diferenciada y que te-
nían un temperamento también muy diferenciado. Se suponía que las mujeres eran seres frágiles y que su de-
licada constitución les impedía ejercer actividades fuera del entorno doméstico, que su carácter era tímido e
imprevisible y que tenían escasa capacidad de decisión9. Estéticamente la feminidad se identificaba con la
profusión ornamental, los temas florales, la reducción de tamaño y los colores suaves.
El ideal teórico de la mujer burguesa se centraba en su papel estereotipado de esposa, madre y ángel
del hogar, pero la necesidad y los deseos de emancipación económica empujaron a muchas mujeres de clase
media hacia el mercado de trabajo en determinados sectores, especialmente la confección y las oficinas. Aun-
que los inventores de la máquina de coser y de escribir sólo perseguían en un principio la mecanización de
éstas tareas, dado que la costura y la mecanografía se convirtieron en ocupaciones típicamente femeninas los
fabricantes de dichos aparatos tuvieron muy en cuenta este factor.
Los intentos de mecanizar la costura se remontan a 1755 cuando el alemán Karl Friederich Weisent-
hal patentó un ingenio que imitaba mecánicamente la costura manual. Sin embargo, la solución definitiva para
la máquina de coser se debe al americano Elias Howe quien, en 1846, según cuenta la leyenda, durante un
sueño tuvo la idea de colocar el agujero del hilo en el extremo opuesto de la aguja manual, con lo cual se po-

9Adrian Forty. “4. Differentiation in Design” en Objects of Desire. Design and Society since 1750, Thames and Hudson, Londres,
1995, pp.62-93.

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día conseguir un punto cruzado debajo del tejido sin tener que traspasarlo por completo . En 1830 el francés
Barthelemy Thimonier tuvo la idea de imitar mecánicamente el punto de cadenilla del ganchillo lo cual permi-
tía un pespunte ininterrumpido. Al año siguiente instaló 80 máquinas en un taller de París que confeccionaba
uniformes para el ejército. Las máquinas fueros destruidas por un grupo de sastres y costureras que veían pe-
ligrar sus puestos de trabajo. Después de esta amarga experiencia Thimonier se trasladó a Villefranche donde
en 1845 instaló una fábrica de máquinas de coser que no obtuvo el éxito que se merecía. Dada su asociación
con la costura manual las primeras máquinas de coser funcionaban con un solo hilo. Sin embargo, en los Es-
tados Unidos la evolución de la máquina de coser fué diferente pues no pretendía imitar la costura manual ya
que se basaba en un principio que tendría más futuro, a saber, la utilización de dos hilos que realizaban un
punto cruzado debajo del tejido. Entre 1832 y 1834 Walter Hunt comercializó sin demasiado éxito una má-
quina con una aguja curvada cuyo ojo se situaba encima del punto. Elias Howe, un fabricante de bastidores de
tejer de Massachusetts mejoró mucho los principios de Hunt diseñando una máquina que podía realizar hasta
300 puntos por minuto. Gracias a la ayuda de un inversor fué el primer fabricante que tuvo éxito con el nego-
cio de las máquinas de coser. 10A mediados del siglo XIX las máquinas de coser americanas eran ya aparatos
eficientes y perfectamente implantados en la industria de la confección. Los introductores de la máquina de
coser en el hogar fueron los fabricantes americanos Singer & Co. y Wheeler & Wilson quienes se percataron
de que el mercado industrial estaba saturado y que debían dirigir su producto al mercado doméstico. El pro-
blema de introducir en el hogar un artefacto mecánico asociado al mundo industrial era inédito. Además, las
máquinas de coser no eran baratas y había que convencer a las señoras de que era preferible poseer este apara-
to que contratar a una costurera. Una de las vías de seducción fué la venta a plazos, la otra adecuar su aspecto
a los gustos femeninos. Las máquinas domésticas eran más pequeñas, simples y ligeras que las industriales,
estaban recubiertas de esmaltes con adornos florales e invocaban el mundo del arte para hacerse un lugar en el
salón. El folleto del primer modelo “Familiar” de 1858 de Singer decía:

“Hace unos meses llegamos a la conclusión de que el gusto del público requería una máquina de uso familiar más
específica; una máquina más pequeña, ligera y elegante; una máquina decorada según el mejor estilo artístico de
modo que se convirtiera en un bello complemento del salón o del boudoir...Para satisfacer este deseo del público
hemos producido y estamos preparados para recibir pedidos para la Nueva Máquina de Coser Familiar de Sin-
ger” 11 (Traducción Isabel Campi)

10 Carla Leoni: Le Machine da Cucire, BE-MA Editrice, Milan 1988.


11Grace R.Cooper, The Sewing Machine, Its Invention and Development, Washinton DC, 1976. p.34. Citado por Adrian Forty. Op,
Cit, p. 98.

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Se daba por descontado que el “público” eran mujeres y absolutamente todas las imágenes de la época
asociaban la máquina de coser con el mundo femenino.
Con el objetivo de mecanizar la escritura a mediados del siglo XIX aparecieron en el mercado toda
clase de estrafalarios artefactos cuya titubeante tipología a veces recurría al teclado de los pianos. Sin embar-
go, hasta los años ochenta no aparecería una visión clara de la máquina de escribir. Cuando en 1873 los inven-
tores Scholes y Glidden tuvieron a punto una buena solución mecánica y tipológica, presentaron su modelo a
Remington, un experimentado fabricante de armas americano que después de la Guerra Civil, en vista de la
reducción de pedidos, se interesó por la producción de artefactos innovadores. Ya que por diversas causas
sociológicas y laborales la mecanografía se convirtió en un oficio típicamente femenino, hacia 1880 las ventas
se dispararon como consecuencia de la irrupción de las mujeres en las oficinas. Como en el caso de la máqui-
na de coser, una manera de atenuar el aspecto atemorizante de la máquina de escribir y de hacerla deseable a
las mujeres era recubrirla de flores, esmaltes y hasta de incrustaciones de nácar. Durante el siglo XX, de
acuerdo con los nuevos arquetipos de feminidad y el cuestionamiento de los roles tradicionales la máquina de
escribir se dotó de una envoltura más racional y sincera. Aún así su tipología permaneció inalterada hasta la
Segunda Guerra Mundial cuando la mecánica y la electromecánica fué sustituida por la electrónica.

La mecanización llega al hogar

Por más que el hogar burgués se considerara un remanso de paz, un espacio para el arte, alejado de las
atribulaciones del mundo industrial, durante la segunda mitad del siglo XIX la mecanización se fué introdu-
ciendo progresivamente en la vivienda, sobretodo en el baño y la cocina, solucionando problemas reales de
eficiencia e higiene.12 El confort dejó de ser así un concepto abstracto para convertirse en una realidad mucho
más palpable.
En los Estados Unidos, a instancias de la infatigable activista, Catherine Beecher fueron las propias
mujeres las que se interesaron en la optimización de las tareas de su hogar, en parte, como consecuencia de la
progresiva desaparición del servicio doméstico. La señora Beecher era una feminista moderada que no cues-
tionaba el papel asignado a la mujer, pero sí tenía muy claro que éste se podía dignificar si se racionalizaban y
se optimizaban los procesos de trabajo en el hogar haciéndolos más llevaderos. Para divulgar sus ideas publi-

12Los capítulos “V.La mecanización llega al hogar “ y “VI. La mecanización del baño” de la obra de Siegfried Giedion La mecaniza-
ción toma el mando, (Ed.GG.Barcelona, 1978) constituyen un relato imprescindible para la ampliación de este tema.

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có en 1841 y en 1869 un par de tratados de economía doméstica que se hicieron enormemente populares en
Norteamérica y en los que proponía soluciones para el diseño de la cocina altamente innovadoras, teles como
las superficies de trabajo continuas, la colocación de los servicios de acuerdo con el proceso de preparación y
cocción de los alimentos, el almacenaje en estanterías, etc. 13
Por otra parte, ya desde el siglo XVIII se investigaba la mejora del proceso de cocción y éste fué
enormemente optimizado gracias a las populares “cocinas económicas” de hierro fundido que eliminaban el
desperdicio de energía que se producía con el antiguo hogar a fuego abierto.14Entre 1850 y 1880 los fabrican-
tes de cocinas económicas a carbón competían ofreciendo una infinidad de modelos y variantes en ocasiones
profusamente decorados. Pero a pesar de sus indudables ventajas se trataba de aparatos voluminosos, que
despedían mucho calor y que utilizaban un combustible sucio por lo que al llegar el final del siglo XIX serían
progresivamente sustituidas por las cocinas de gas.
Durante la segunda mitad del siglo XIX la higiene y la limpieza adquirieron prestigio social y el baño
dejó de contemplarse como un acto meramente terapéutico. Las teorías higienistas declaraban la guerra abier-
ta al polvo, al humo, a las miasmas y las bacterias y en su nombre se extendió la conciencia colectiva de la
necesidad de la higiene personal. En los Estados Unidos el desarrollo y optimización de los cuartos de baño y
de las instalaciones de fontanería se produjo antes en el mundo de la hostelería que en el doméstico y los cro-
nistas de mediados del siglo XIX daban fe de que en Norteamérica había hoteles que tenían baño en todas las
habitaciones. En términos generales la implantación del agua corriente en los bloques de pisos tuvo lugar a
partir de la década de los setenta y se solucionaba mediante la colocación de un depósito en el último piso que
bombeaba el agua desde la calle y luego la distribuía a las viviendas. Gracias a ello cada hogar tenía su abas-
tecimiento particular y los elementos del baño (bañeras, lavamanos, bidets, etc) pasaron de ser móviles a ser
fijos ya que debían colocarse cerca de la pared conectados a las tuberías de acometida y desagüe.15 La bañera
dejó de ser un recipiente de madera o de zinc gracias a una industria que era capaz de fabricar bellos modelos
de hierro estampado recubiertos de un esmalte de porcelana enormemente resistente. La ducha se contempla-
ba como un elemento opcional instalado en un extremo de la bañera. El WC podría contemplarse como un
auténtico compendio del pensamiento técnico e higienista de la época. Conectado ya a la red de alcantarillado
hacia 1850 su principal problema era que una simple tapadera de madera no conseguía eliminar la emisión de

13 Catherine Beecher: Treatise on Domestic Economy (1841) y The American Woman’s Home, (1869) Ver referencias actuales en el
apéndice de Bibliografía y fuentes de información.
14 Existe un estudio sobre las cocinas de carbón en Cataluña. M.Carme Baqué/Jaime Clarà/Ester Pujol: El foc engabiat. Les cuines

econòmiques catalanes al tombant del nostre segle, Techné, Associació d’Enginyers Industrials de Catalunya , Barcelona, 1993.
15 Ellen Lupton y J. Abbott Miller: El cuarto de baño, la cocina y la estética de los desperdicios. Procesos de eliminación. Celeste

Ediciones, Madrid, 1995.

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olores y la posibilidad de propagar epidemias. La solución llegaría hacia 1870 con el sifón que actuaba de
tapadera hidráulica16.
El cuarto de baño con todos los sanitarios empezó a popularizarse en la década de los ochenta del
siglo XIX, situándose cerca del dormitorio con lo cual adquiría el carácter de una pieza íntima. En sus inicios
se trataba de una estancia con los sanitarios empotrados en pesados muebles que los camuflaban con el fin de
dignificarlos y suavizar sus relaciones con el mundo de las necesidades fisiológicas. Pero a medida que la
industria de la cerámica se fué haciendo cargo de la fabricación de los sanitarios estos fueron adquiriendo
entidad propia y recurrieron a toda clase de metáforas acuáticas, fantasías florales y decoraciones para ganarse
el favor del público. Al llegar el siglo XX el cuarto de baño y los sanitarios empezarían a tener un carácter
más austero y funcional cuya tipología a pesar de las modas, ha cambiado poquísimo.
Aunque el mobiliario parecía ser el último baluarte de la tradición artesanal y decorativa también en
este sector se produjeron innovaciones significativas. Uno de los casos de industrialización más precoz, efi-
ciente y bien documentado en el ámbito del mobiliario lo constituye el del diseñador y fabricante Michael
Thonet. Nacido en Alemania éste abrió su primera fábrica en Viena en 1849 con la intención de producir
muebles con un sistema revolucionario de curvado de la madera mediante vapor a presión. Las cualidades
estructurales de este tratamiento permitían elaborar asientos con un mínimo de ensamblaje y en grandes canti-
dades. Gracias al éxito obtenido en 1853 Michael fundaría con sus hermanos la firma Gebrüder Thonet. Alre-
dedor de 1900 la factoría empleaba 4.000 obreros y producía 6.000 modelos por día y no se hallaba sola en el
mercado, pues a finales del siglo XIX se calcula que había en Austria unas cincuenta empresas que producían
muebles de madera curvada.17 Thonet ofrecía una gama de asientos que iba desde sencillos y económicos
modelos que han llegado intactos hasta nuestros días, hasta otros de líneas sinuosas y recargados que preten-
dían satisfacer el gusto más exigente. Su “best seller” sería la famosa silla de café construida mediante seis
barras de madera curvada que se ensamblaban mediante unos pocos tornillos. Las sillas de Thonet tenían una
serie de ventajas sin competencia: eran cálidas, ligeras, resistentes y baratas y, además, se podían enviar des-
montadas lo cual facilitaba mucho su trasporte. Su refinamiento técnico, formal y constructivo era de tal mag-
nitud que han permanecido inalteradas durante más de ciento cincuenta años. No es extraño pues que algunos
ideólogos de la modernidad, como Le Corbusier, las propusiera en pleno siglo XX para amueblar sus edifi-
cios.

16 Ver Cecilia Colombo “Igiene” en Enrico Castelnuovo (Ed) Op.Cit. pp. 317-322.

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EL FENÓMENO DE LAS EXPOSICIONES UNIVERSALES

Si entre 1750 y 1850 los empresarios, ingenieros y técnicos se preocuparon fundamentalmente por
crear infraestructuras (carreteras, canales, tendidos de vías de ferrocarril, etc), bienes de equipo, maquinaria y
utillaje de precisión, durante la segunda mitad del siglo XIX su objetivo principal fué la fabricación de bienes
de consumo y su comercialización. Hacia 1870 se entró en la “era de los artefactos” propiamente dicha en la
que la gran producción de hierro, vidrio e hilaturas impulsada por vapor fué dando paso a una industria más
sofisticada impulsada por turbinas y motores movidos por gasolina o electricidad. Durante este periodo la
innovación tecnológica empezó a desplazarse de Gran Bretaña hacia Alemania, donde, gracias a unas condi-
ciones especialmente favorables, se estaban desarrollando rápidamente las industrias química, óptica y eléc-
trica. El problema de como introducir en los mercados mundiales nuevos medios de transporte, así como una
infinidad de aparatos que carecían de antecedentes culturales, o de objetos que sí los tenían pero que se ofre-
cían bajo una apariencia falsamente estetizada constituye uno de los capítulos más apasionantes de la historia
del diseño industrial, y también uno de los más complejos y difíciles de desentrañar.
Si el pensamiento ilustrado identificó la ciencia y la técnica con el progreso social al llegar a la se-
gunda mitad del siglo XIX la idea de progreso no dejó de tener aquella perspectiva universalista y empezó a
centrarse en aspectos más inmediatos. Así, la fe en el progreso científico fue sustituida por la fe en la produc-
ción. Producir por producir se convirtió en la obsesión de la época. Progreso y producción parecían pues sinó-
nimos y esta última terminó por convertirse en un fin en sí mismo dejando en segundo término cualquier otra
consideración, ya fuera de tipo humanístico o social. La industria, con su incesante chorro de inventos tenía
algo de milagroso que excitaba la fantasía de las masas. 18
Así pues, en honor del credo de la producción se celebraron una serie de festivales que moviliza-
ron toda la época hasta adquirir cotas de popularidad increíbles: se trataba de las grandes exposiciones univer-
sales celebradas durante la segunda mitad del siglo XIX. De hecho, las exposiciones de productos industriales
no era una novedad y ya hemos visto en el capítulo anterior como desde los primeros momentos de la indus-
trialización las sociedades económicas habían impulsado su organización a nivel nacional. Pero al llegar la
segunda mitad del siglo XIX éstas se convirtieron en acontecimientos de alcance mundial, adquirieron unas
dimensiones infinitamente mayores y mobilizaron increíbles cantidades de expositores y visitantes.

17 Christopher Wilk. Thonet Bentwood & Other Furniture. The 1905 illustrated Catalogue, Dover Publications, Inc. Nueva York,
1980.
18 Siegfried Giedion La mecanización toma el mando, Ed.Gustavo Gili, Barcelona, 1978 (Oxford University Press, 1948) p. 46.

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En la primera exposición universal, que tuvo lugar en Londres en 1851, se dieron cita casi 14.000
expositores y acudieron seis millones de visitantes a lo largo de un año. A partir de aquel momento la carrera
por este tipo de certámenes pareció no tener fin. En las siguientes exposiciones las cifras irían siempre en
aumento y prácticamente todas las capitales y grandes ciudades de los países industrializados fueron sede de
algunas de ellas.19
Para movilizar tantas mercancías y a tanta gente en una época en que los viajes por tierra y por mar no
eran excesivamente rápidos y ni confortables el móvil debió de ser imperativo. 20 En efecto, la necesidad de
celebrar semejantes certámenes guardaba una estrecha relación con el afianzamiento del liberalismo económi-
co y con la necesidad de comercializar el inmenso volumen de producción industrial alcanzado en tan sólo
unas décadas.
Había que exponer al público la fantástica cantidad de productos que la nueva industria ofrecía sin
cesar. Locomotoras, máquinas de vapor o de cualquier otra clase, aparatos de medición y precisión, mobilia-
rio, tejidos, objetos decorativos e incluso nuevas formas de producción y envasado de alimentos eran mostra-
dos a las atónitas masas y, cómo no, motivo de grandes transacciones comerciales. Dichas exposiciones solían
tener lugar en pabellones proyectados a tal efecto, que podían ser montados y desmontados en un corto espa-
cio de tiempo y que respondían a un concepto de la construcción mucho más ligado a la ingeniería moderna
que a la arquitectura tradicional. La nueva industria proporcionaba además hierro y vidrio en grandes cantida-
des, con lo que se podían conseguir excelentes resultados en cuanto a la ligereza y luminosidad.
La Great Exhibition of Industry of All Nations celebrada en Londres en 1851 ha pasado a la historia
del diseño no solamente por ser la primera exposición universal y por sentar un precedente organizativo que
luego sería seguido en todo el mundo, sino también por las repercusiones que tuvo en el ámbito de la opinión
pública en relación al diseño y por la originalidad del inmenso pabellón que la albergaba: el Crystal Palace de
Joseph Paxton. Este efímero edificio se considera hoy en día como la primera construcción auténticamente
moderna en el sentido de que fué montado in situ en un tiempo récord, mediante perfiles de hierro y planchas
de vidrio totalmente prefabricados. La audacia de la obra dejó perplejos a los críticos británicos, ya que su
autor, un experimentado constructor de invernaderos se limitó a seguir al pié de la letra los estrictos requeri-

19 La celebrada en París en 1855 contó con 20.839 expositores y registró 5.162.330 visitantes; la de Londres celebrada en 1862 contó
con 28.653 expositores y registró 6.211.103 visitantes; la de 1867, nuevamente en París, 6.805.969 visitantes; la de Viena en 1873,
7.254.637 visitantes. Siguieron a pocos años de distancia las de Filadelfia (1876), París (1878), Sidney (1879), Melbourne
(1881),Barcelona (1888) París (1889), Chicago (1893), París (1900) con una participación de público cada vez mayor; el récord lo
ostentó la exposición de París celebrada en 1900 que registró 50.800.801 visitantes. Fuentes: Verter Plum: Les expositions universe-
lles au 19ème siègle, spectacles du changement socio-culturel. Friedrich-Ebert-Stiftung, Bonn-Bad Godesberg, 1977. p.58; John
Alwood: The Great Exhibitions, Studio Vista, Londres, 1977, pp. 180-185.

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mientos del concurso de ideas convocado por los organizadores. Acuciado por el tiempo y la economía Paxton
empleó en esta ocasión un lenguaje arquitectónico mecánico, austero y funcional, alejado de la retórica histo-
ricista que impregnaba la época.
Se ha dicho la historia del diseño y la arquitectura moderna empiezan con la Great Exhibition pero en
realidad lo que con ella empieza es la crítica del diseño. Durante el evento tanto sus detractores como sus
admiradores dejaron una infinidad de cometarios escritos en forma de informes, artículos y manifiestos. La
Great Exhibition era la primera gran manifestación de las contradicciones culturales que había traído consigo
el paso de la producción artesanal a la producción mecanizada. El hecho no era casual, pues la exposición
había sido promovida por la Society of Arts, el marido de la reina Victoria – el Príncipe Alberto - y por el
funcionario de la corte victoriana Henry Cole, el cual se hallaba extraordinariamente preocupado por los pro-
blemas estéticos que la mecanización parecía traer asociada y por el mal gusto de la sociedad en general.
Henry Cole, acompañado por entusiastas seguidores, trabajó infatigablemente para que la primera gran con-
centración de productores de todo el mundo fuera una realidad. Su objetivo era “ver comparando” y respon-
día a la sospecha de que, a la vista de todo lo expuesto, los responsables de la política industrial de la Gran
Bretaña extraerían interesantes conclusiones. Y en efecto así fué, de la Great Exhibition podían desprenderse
lecciones de diseño por lo menos a tres niveles: Primero, los productos decorativos de la metrópoli mostraban
una gran confusión estilística y el eclecticismo se agravaba por el hecho de que se reproducían mediante fal-
sos materiales y procedimientos industriales los repertorios elaborados en el pasado en los talleres artesanales
o en la magníficas manufacturas pre-industriales; Segundo, en los estands donde se mostraban los productos
de civilizaciones lejanas, consideradas como “exóticas” o “primitivas” y por lo tanto culturalmente atrasadas,
los observadores se sorprendieron al descubrir en los objetos una sutileza en la decoración y una lógica cons-
tructiva que parecía haberse olvidado en occidente; Tercero, la maquinaria agrícola y los económicos, eficien-
tes y poco pretenciosos artículos elaborados mediante cadenas de montaje en Estados Unidos, también sor-
prendieron ya que hasta entonces no habían tenido la oportunidad de ser mostrados en Europa. Así tomó cuer-
po la idea de que los productos del otro lado del Atlántico aportaban una concepción del objeto industrial
radicalmente nueva y que de ellos se podían extraer interesantes lecciones de diseño.
En cierto modo con la Great Exhibition los objetivos de los promotores se cumplieron pues la nación
más poderosa del mundo comprobó sorprendida que el grado de industrialización de un país no daba la medi-
da de su cultura. Los periódicos y publicaciones de la época se hicieron amplio eco de este problema y la sos-

20Sobre la construcción ideológica de estos certámenes ver Paul Greenhalgh: Ephemeral Vistas: Expositions Universelles, Great
Exhibitions and Worl’s Fairs, 1851-1939. Manchester University Press, Manchester, 1988.

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pecha de que la industria británica carecía de principios de diseño fué confirmada. Los críticos, artistas y líde-
res de opinión se dieron cuenta de que en la era de la máquina había que proyectar con criterios estéticos to-
talmente diferentes, aunque lo que todavía no estaba nada claro era cuales podían ser en la práctica.
Esta falta de criterios se hacía patente incluso en la selección de los productos que debían ilustrar el
catálogo, cuya reproducción, según Herwin Schaefer, nos da una imagen distorsionada del contenido real de
la exposición. De acuerdo con esta publicación el contenido de la Great Exhibition aparecía integrado princi-
palmente por productos decorativos, ornamentados hasta límites grotescos y de gusto más que dudoso. Parece
ser que los organizadores tendieron a eliminar los productos exclusivamente técnicos, así como otros muchos
productos industriales surgidos de la tradición vernácula, objetos carentes de autor y de pretensiones estéticas,
pero que hoy sabríamos admirar por su lógica constructiva, su inteligente uso de los materiales y sus cualida-
des funcionales21. La tesis de Schaefer que más adelante expondremos, es que la tradición funcional, o sea el
embrión de la modernidad, ya existía en aquel momento. El único y gran problema era que las autoridades
culturales no eran capaces de identificarla ni apreciarla.

LOS PROBLEMAS ESTÉTICOS Y CULTURALES DEL SIGLO XIX

Era evidente que las exposiciones universales se convirtieron en la prueba palpable de que las indus-
trias artísticas 22 se movían en medio de un gran caos estilístico. Ahora bien, los primeros textos sobre historia
del diseño —N.Pevsner (1936), Giedion (1948) y Banham (1960)—no hicieron más que reforzar esta idea
para concluir afirmando que la confusión de estilos era una consecuencia directa de la mecanización y que el
historicismo y el eclecticismo eran sinónimos de decadencia. De acuerdo con esta teoría el problema se resol-
vió con la modernidad ya que ésta supo identificar una nueva categoría estética, la función, y supo sustituir las
metáforas históricas por la metáfora maquinista determinando así el retorno al orden y a la integridad de la
cultura industrial.
Ahora bien, en la medida que a partir de las tres últimas décadas del siglo XX empezó a cuestionarse
esta visión redentorista de la modernidad inmediatamente se cayó en la cuenta de que el siglo XIX fué estéti-

21 La eliminación de los productos de la industria vernácula en los catálogos de las exposiciones universales fué una práctica habitual
hasta la exposición de París en 1900. Herwin Shaefer, The Roots of Modern Design. Functional Tradition in the 19th Century, Studio
Vista, Londres, 1970, p. 163.
22 Las industrias de tejidos, cerámica, objetos de metal y muebles se agrupaban bajo el nombre de Art Manufactures que aquí denomi-

naremos como “Industrias Artísticas” tal y como han hecho algunos autores que me han precedido. Ver Anna Calvera “Acerca de la

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camente confuso porque fué también muy complejo y que por lo tanto no se podía despachar el período en su
totalidad afirmando que se trató de un paréntesis desgraciado en la historia de la cultura. Algunos fenómenos
como el historicismo, el eclecticismo, el gusto por la ornamentación o la tradición funcional que se adivina-
ban en la ingeniería y la industria vernácula se dieron todos en paralelo y merecían un examen más detenido.
En cualquier caso, no siempre significaban que la cultura visual se hallara condenablemente alejada o retrasa-
da en relación al mundo de la tecnología, sino que en muchos casos los arquitectos y los artistas quisieron
ofrecer una respuesta polémica a la instauración de unas nuevas condiciones23. Estas serían el paso del medio
natural al medio técnico, el paso de una producción manual a una producción mecanizada, la aparición de
materiales sin precedentes históricos (los primeros plásticos) o la enorme disponibilidad de muchos materiales
anteriormente escasos.

El historicismo

En relación con el historicismo ya hemos visto en el anterior capítulo que no se trataba de un fenó-
meno nuevo ni intrínsecamente condenable pues historicistas también fueron períodos del arte perfectamente
legitimados: Carlomagno en el siglo IX quiso revivir la arquitectura romana; el Renacimiento se basó en la
recuperación del legado intelectual de la antigüedad mientras que el Neoclásico se dedicó a estudiarla cientí-
ficamente. Lo que sorprende del período de la plena industrialización es la proliferación, el trueque y la preci-
pitación de revivals coexistentes y, antes de condenarlos, Castelnuovo sugiere que es legítimo preguntarse por
su significado24. Este autor afirma que la sociedad industrial, orgullosa y confiada de su potencial tecnológico
atribuía cualidades morales a cada período histórico y vio en los nuevos recursos tecnológicos una manera de
utilizar propagandísticamente estas virtudes. Así el griego podía representar pureza, dureza y precisión, el
gótico profundidad y religiosidad, el renacimiento civismo y cultura, el egipcio inmortalidad, etc. La aplica-
ción de los estilos en los edificios y los objetos tenía entonces un contenido moral, pero a su vez, hay que
admitirlo, se prestaba a la parodia:

“...la confianza de poder encasillar y extraer cuando se necesiten los mas disparatados estilos, de poderlos devol-
ver rápidamente sin excesiva fatiga, de poder disponer de ellos a voluntad para la produción de los objetos más
diversos, de poderlos apartar, aislar de la historia para convertirlos en una mercancía ipso facto parece poder

influencia de William Morris y el movimiento Arts & Crafts en Cataluña” en D’art 23 Revista del Departament d’Història de l’Art,
Universitat de Barcelona, Barcelona, 1999, p.239.
23 Enrico Castelnuovo “Arte y revolución industrial” en Arte, industria y revolución, Ediciones Península, Barcelona, 1988, p.126.

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centrarse en una confianza general que tuvo la edad de la máquina en poder superar y resumir en ella las expe-
riencias de las edades precedentes. El tiempo no supone ya un problema. La máquina puede recuperar impune el
pasado. Recuperarlo y reutilizarlo”.25

En definitiva, podríamos decir que la mentalidad y la moral decimonónica fueron la causa del histori-
cismo y la mecanización su instrumento y no al revés como a veces se ha pretendido firmar. Tampoco está
claro que la mecanización fuera la causa directa del eclecticismo.

El eclecticismo

Mientras que el historicismo se preocupaba, por lo menos en el ámbito de la arquitectura y las artes
decorativas, de ser cronológicamente preciso y de ceñirse a las informaciones que provenían de la arqueolo-
gía, el eclecticismo fue todo lo contrario pues mostró una deliberada desatención a la precisión cronológica en
la elección de los elementos constructivos y decorativos, planteando esta actitud como alternativa doctrinal.
También vimos en el capítulo anterior como esta actitud ya despuntaba en la industria del mobiliario
y las artes decorativas del siglo XVIII, pero a partir de 1828 el eclecticismo adquirió su formulación teórica a
través de las conferencias que con gran éxito dio el filósofo francés Victor Cousin en la Sorbona. Cousin
afirmaba que el eclecticismo es un sistema de pensamiento constituido por puntos de vista tomados de otros
varios sistemas y que nadie debía aceptar a ciegas la legalidad de un único sistema filosófico, negando la vali-
dez de todos los demás. Cada persona debía decidir racional e independientemente qué clase de formulaciones
filosóficas del pasado eran las adecuadas a los problemas del presente. En definitiva, el eclecticismo no era un
intento de crear un sistema nuevo, sino el resultado inevitable de una época historicista 26. Bajo el influjo de
estos discursos varios arquitectos británicos aplicaron esta filosofía a la arquitectura argumentando que una
posible salida al laberinto de estilos era crear uno nuevo que fuera la síntesis de las mejores características de
todos los demás. Cousin afirmaba en un artículo publicado en The Builder en 1853:

“El eclecticismo es posible que no cree un nuevo arte, pero por lo menos puede ser útil para la transición desde el

24 Enrico Castelnuovo, Op.Cit. p.129.


25 Ibid. p. 133.

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historicismo hacia la arquitectura del futuro” 27


Se podrá argumentar que del eclecticismo al pastiche sólo media un paso y que ésta era en definitiva la tónica
que identificaba buena parte de la arquitectura y las industrias artísticas de la época, pero también se debe
admitir que en él había un deseo sincero y optimista de hallar un nuevo estilo que superase el historicismo.

La ornamentación

La tercera crítica al diseño en la era de la plena industrialización se basaba en el exceso ornamental.


En cierta manera se puede argumentar que el gusto por la ornamentación era una reacción contra la austeridad
y el rigor neoclásicos, que en Francia y los Estados Unidos tenían además connotaciones republicanas y revo-
lucionarias. Pero los interiores de la segunda mitad del siglo XIX eran algo más que recargados: eran pesados,
tenebrosos y auténticamente kitsch.
En realidad, en el marco de la cultura burguesa, los excesos ornamentales tenían una explicación más
socioeconómica que estética. La industria ofrecía la posibilidad de adquirir a buen precio papeles pintados,
tapicerías estampadas, muebles y toda clase de objetos decorativos hasta entonces sólo asequibles a las clases
aristocráticas. Ello permitía que cualquier familia de clase media aparentara un status social superior al que
realmente tenía. No se trataba pues tanto de demostrar como de aparentar. Y en este sentido el ornamento
cumplía perfectamente su misión simbólica. Si en los siglos anteriores el ornamento se cargaba de alusiones
mitológicas o se aplicaba mediante unos cánones rigurosamente elaborados en el marco de una educación
aristocrática, ahora la clase media enriquecida, carente de dicha educación, quería emular a los poderosos de
otros tiempos. Sus aspiraciones no se colmaban con la simplicidad y la elegancia sino con la abundante pose-
sión de reproducciones densamente trabajadas. Se trataba en definitiva de un problema de oferta y demanda.
La industria era capaz de producir óptimamente y en cantidad aquellos objetos decorativos falsos y recargados
que el público deseaba, lo cual tenía a su vez la virtud de mantener perfectamente engrasados los mecanismos
del capitalismo. Esta situación fué, como veremos más adelante, atacada desde posiciones morales, políticas y

26 Cousin publicó sus conferencias en 1853, en un libro titulado La verdad, la belleza y Dios. Ver Peter Collins Los ideales de la ar-
quitectura moderna, Editorial Gustavo Gili, Colección Reprints, Barcelona, 1998 [1ªEdición Londres, 1965], p. 118.
27 Citado por Peter Collins en Op. Cit. p. 119

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estéticas, e incluso en el siglo XX ha sido analizada desde una perspectiva semiótica 28.
Tanto el historicismo como el eclecticismo y la moda ornamental utilizaban la historia como reperto-
rio y por lo tanto precisaban de un exhaustivo conocimiento y divulgación de los estilos, algo a lo que los
arquitectos, decoradores, artistas y líderes del gusto se dedicaron con pasión y espíritu científico a lo largo del
siglo XIX. Además, la aparición de la cromolitografía y con ella la posibilidad de ilustrar en color los catálo-
gos de estilos arquitectónicos y ornamentales dio unas enormes posibilidades de divulgación a este tipo de
publicaciones.
La industrialización había comportado una demanda de productos ornamentales sin precedentes por lo
que en el contexto del historicismo y en una época en que la figura del diseñador todavía no estaba bien defi-
nida el estudio, catalogación y publicación de diccionarios de estilos podía llegar a ser un asunto de gran tras-
cendencia económica. Así por ejemplo en 1836 el parlamento británico emitió un informe lamentando que
sólo existían en Inglaterra tres compendios de arte ornamental y que el patrocinio de nuevas publicaciones era
imprescindible para el impulso de la industria nacional. Así durante la Great Exhibition de 1851 se presenta-
ron dos libros sobre diseño ornamental, Suggestions in Design y Curvilinear Design, que causaron un gran
impacto.
De todos modos, la obra maestra de la época seria The Grammar of Ornament publicada por Owen
Jones en 1856. Este fué el primer trabajo realizado mediante un planteamiento científico y analítico pues par-
tía de un estudio riguroso de todos los estilos ornamentales del mundo: egipcio, asirio, persa, griego, pompe-
yano, romano, bizantino, arábigo, turco, islámico, hindú, chino, celta, medieval, renacimiento, elisabetano e
italiano. Owen Jones obtuvo información para su monumental tratado viajando a Oriente Medio y España y
visitando una infinidad de museos y colecciones pues su objetivo con esta publicación era llegar a definir 37
proposiciones de buen diseño relacionadas con la finalidad, la forma y la aplicación del ornamento y del co-
lor. Por otra parte, Jones no se limitó a analizar y a catalogar. Al final de su tratado incluyó diez láminas con
motivos vegetales diseñados por él mismo en las que proponía la aplicación práctica de sus principios de di-
seño ornamental. En clara oposición con las suntuosidades florales que se daban en las alfombras tejidos y
papeles pintados de su tiempo, aquí las hojas se hallaban dispuestas en la página de modo parecido a un her-
bario, dibujadas con contornos precisos, sin relieve y sin luz ni sombra. Esta esquematización gráfica, muy
parecida a la de las recién conocidas estampas japonesas, podría considerarse como un ejemplo precoz de los

28Abraham A. Moles sugiere que el kitsch es un fenómeno inherente a las sociedades opulentas ya que tiene una importante función
económico-cultural. Según este autor el Movimiento Moderno fué un intento de acabar con el kitsch decimonónico. Pero como se trata
de una condición necesaria para el sistema capitalista en el siglo XX el kitsch no muere, sino que revive bajo una apariencia pseudo-
funcional. Ver Abraham A.Moles: El kitsch. El arte de la felicidad, Ed.Paidós, Barcelona, 1980.

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conceptos del Art Nouveau.29

LA REFORMA DE LAS INDUSTRIAS ARTÍSTICAS EN GRAN BRETAÑA

Durante la Great Exhibition de 1851 la opinión pública británica se dio cuenta consternada de que los
productos de su industria artística presentaban una gran confusión de estilos, carecían de principios de diseño
y no eran competitivos en relación con los productos franceses que tenían más glamour. La regresión de las
industrias artísticas británicas pudo tener su origen en las guerras napoleónicas que habían provocado una
recesión económica y también en el hecho de que la reforma de los planes de estudio de las escuelas de arte
británicas no estaba dando buenos resultados. Dado que ni los productores ni el público británicos parecían
poseer el gusto adecuado para elevar la calidad de las industrias artísticas, un grupo de personajes cercanos a
la administración empezó a intuir que había que introducir elementos correctores. Con ellos se trataba de edu-
car al público y de preparar el mercado. Durante la segunda mitad del siglo tuvo lugar un gran despliegue
institucional que se vio a sí mismo como “la cruzada contra el mal gusto imperante”. Incluso el príncipe Al-
berto, marido de la reina Victoria, tomó cartas en el asunto contribuyendo personalmente a la toma de inicia-
tivas tales como la organización de la mismísima Great Exhibition de 1851, la creación del complejo de mu-
seos de South Kensington y la reforma de las escuelas de diseño. El ilustre personaje ostentó también el cargo
de presidente de la Society for the Encouragement of Arts and Commerce, dentro de la cual mereció múltiples
elogios debido al gran interés que manifestó en todas aquellas actividades orientadas a la aplicación del arte
en los objetos prácticos.

Las iniciativas de Sir Henry Cole

Uno de los personajes más activos de aquella “cruzada” fué Sir Henry Cole, quien, con incansable
entusiasmo y energía, dedicó toda su vida al servicio de la idea de que “una alianza entre arte y fabricante
promovería el gusto del público”. Cole no fue un artista ni un intelectual, fue un funcionario que, sin ánimo de
lucro personal, dedicó toda su vida a una causa que creyó justa. Las actividades promotoras del diseño de
Cole se remontan a 1845, cuando, con un juego de té y bajo el seudónimo de “Felix Summerly”, se presentó al
primer concurso de diseño patrocinado por la Society of Arts, y ganó el primer premio. El concurso había sido

29
Owen Jones. The Grammar of Ornament. All 100 Color Plates from the Folio Edition of the Great Sourcebook of Historic Design,
Dower Publications, Inc.Londres 1987.

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convocado con el fin exclusivo de premiar “objetos útiles destinados a promover el buen gusto del público” y
el éxito comercial del producto premiado, que seguiría fabricándose al cabo de treinta años, le serviría de
acicate para promover actividades similares. En 1846 Henry Cole crearía la firma llamada Felix Summerly’s
Arts Manufacturers con el fin de lanzar comercialmente los objetos diseñados por artistas y amigos suyos. El
éxito que alcanzaron las exposiciones anuales de la firma fue tal que en la de 1849 se llegaron a contabilizar
más de 100.000 visitantes. En realidad, fué gracias al entusiasmo de Cole y a su círculo de colaboradores que
la Great Exhibition pudo ser un hecho a pesar de las enormes reticencias oficiales contra las que tuvo que
luchar. Su espíritu crítico le hizo intuir que debajo del entusiasmo productivista de la época se escondía una
gran pobreza de planteamientos culturales, y creyó, con acierto, que la comparación entre la producción de
diversos países y culturas le daría la clave del problema. Y así fue: a la vista de los elegantes y tenues estam-
pados orientales y de las ingeniosas y poco pretenciosas máquinas americanas mostradas en el certamen Cole
descubrió que el grado de industrialización de un país no daba la talla de su cultura ni de su sensibilidad esté-
tica.
Cole impulsó la publicación del semanario The Journal of Design and Manufacturers (1849-1852),
que se convirtió en el portavoz de su reforma. La revista incluía muestras reales de tejido, y su discurso, en
general, se orientó hacia la crítica contra el uso excesivo e inapropiado del ornamento. Cole encargó la direc-
ción del Journal a su amigo Richard Redgrave, quien escribió interesantes artículos sobre los principios del
arte ornamental en una dirección que no podemos calificar de abiertamente funcionalista pero que revelaban
brillantes intuiciones sobre los conceptos de “utilidad estética”. Redgrave lamentaba la identificación entre
diseño y ornamentación, aunque admitía que también el ornamento podía tratarse en términos funcionales.
Para Redgrave, como para muchos diseñadores actuales, la utilidad era algo que iba más allá de lo puramente
evidente para inserirse en el ámbito del goce visual, táctil o del confort.30. En el Journal colaboraron También
William Dyce, Matthew Digby Wyatt, Owen Jones y, como no, el propio Henry Cole. Este último satirizaba
los ridículos objetos de formas absurdas y recargadas que salían de las industrias artísticas y que invadían las
viviendas de la gente, al mismo tiempo que remarcaba la belleza funcional de los objetos de la industria ver-
nácula que, construidos sin ningún tipo de pretensión, llenaban las partes más humildes de la casa. No sólo
vio que en ellos existía una relación entre funcionalidad y belleza que podría convertirse en un nuevo princi-
pio de diseño, sino que también supo observar con ojos atentos los productos americanos de la Great Exhibi-
tion para llegar una conclusión parecida.

30Anna Calvera. “Consomé en taza caliente. Entre el ensayo y la disertación sobre una posible acepción estética de la noción de utili-
dad propuesta por Richard Redgrave hacia 1850” en Temes de Disseny, nº 16, febrero 2000, Elisava Edicions, Barcelona, 2000.

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Cole fue también responsable junto con Richard Redgrave de la remodelación de los planes de estu-
dio de las escuelas de arte de Inglaterra, que se habían convertido a los ojos de la administración en uno de los
objetivos primordiales en el marco de la política general de corrección del gusto y de formación de individuos
más aptos para desarrollar tareas de diseño industrial o, si se quiere, de “arte práctico”, según la terminología
de la época. La reforma educativa de Redgrave y Cole sería, no obstante, duramente criticada los artistas y
críticos de la generación posterior, porque se trataba, en definitiva, de un rígido sistema de ejercicios y exá-
menes que poco tenía que ver con la creación artística en sí. “La cátedra del señor Henry Cole en Kensington
ha corrompido el sistema de enseñanza del arte en toda Inglaterra y le costará por lo menos veinte años recu-
perarse del estado de castración y falsedad en que se halla”, diría John Ruskin unos años más tarde. Por éste y
otros comentarios se deduce, pues, que la reforma de lo que los ingleses llamaban ya por aquella época “es-
cuelas de diseño” no supuso en absoluto la implantación de un nuevo sistema de enseñanza, sino que se trató,
antes que nada, de la creación de un aparato burocrático que permitía que la administración ejercer ciera un
mayor control sobre los resultados y el nivel de los trabajos de los estudiantes.
El infatigable Cole también tuvo un papel importante en la creación de un museo de artes decorativas
cuya finalidad sería la de dar lecciones de buen gusto al público. El gobierno británico invirtió una cuantiosa
suma de dinero en la adquisición de una selección de productos nacionales y extranjeros que se habían exhi-
bido en la Great Exhibition y éstos se reunieron y mostraron en 1852 en el Museum of Manufactures, luego
Museum of Ornamental Art situado en Marlborough House en Pall Mall. Los comisarios manifestaban que:

“Cada especimen ha sido seleccionado por sus méritos en la ejemplificación de un principio correcto de cons-
trucción y ornamento [...] sería deseable que la atención de nuestros estudiantes y fabricantes les prestaran aten-
ción”.31 (Traducción Isabel Campi)

Pero cuando la colección del nuevo museo estuvo lista éstos quedaron consternados pues los toscos
productos de la india parecían poseer correctos principios de diseño mientras que los productos británicos y
europeos, aunque técnicamente mejor acabados, parecían carecer de ellos. A Henry Cole, a la sazón director
del museo, se le ocurrió la brillante idea de reunir en una “Cámara de los horrores” una colección de objetos
horripilantes procedentes de diversas industrias artísticas europeas y británicas. Ello le permitió definir cuatro
principios de mal diseño: falta de simetría, desatención a la forma estructural; confusión formal y concentra-
ción en aspectos de diseño totalmente superficiales. Pero Cole tuvo que tragarse sus lecciones pues la “Cáma-

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ra de los horrores” fué muy mal recibida por aquel público que se vio reflejado y ridiculizado en ella, así co-
mo por los fabricantes que tenían productos seleccionados y que pidieron rápidamente su retirada por el des-
prestigio que les suponía.32 Cinco años después Cole todavía tuvo energías para trasladar la colección inicial
de Marlborough a South Kensignton con el objetivo de crear el gran complejo de artes decorativas del actual
Victoria & Albert Museum que se inauguró en 1862 con un notable éxito de público.
No se puede negar que la reforma de Cole, Jones y Redgrave estuvo impulsada por infatigables es-
fuerzos propagandísticos y significó por primera vez la definición una política de diseño, o mejor dicho, de
educación del gusto, de alcance nacional basada en cuatro ejes: 1) adecuada exhibición comercial; 2) publica-
ción de revistas;3) reforma de la enseñanza artística y 4) creación de museos. Sin embargo, sus resultados han
merecido opiniones contrapuestas por parte de los historiadores puesto que por un lado sus promotores acerta-
ron a definir principios promoción del diseño de indudable validez, mientras que por otro su pretensión de
modificar el gusto de la clientela burguesa, o sea, de incidir en la demanda del mercado era ingenua pues hoy
sabemos hasta que punto es el mercado mismo quien impone las reglas del gusto. Era difícil corregir las leyes
del mercado sin preguntarse por la naturaleza intrínseca de las mismas.

La reforma inspirada en el ideal artesano

La reforma de Cole y sus compañeros no cayó del todo en saco roto y sus efectos se dejaron sentir en
la siguiente generación de críticos y creadores, aunque en este caso su proyecto de reforma tenía un carácter
menos pragmático y mucho más idealista.
El movimiento surgió como crítica al optimismo productivista de la segunda mitad del siglo XIX y, en
oposición al internacionalismo ilustrado, sus teorías se formularon en base a la recuperación romántica del
gótico, un estilo en el que los intelectuales ingleses creían ver el modelo de una sociedad, la medieval, en la
que arte y producción convivían armónicamente. Los escritos del historiador y crítico John Ruskin ejercerían
una notable influencia sobre los arquitectos y diseñadores de la época y su capítulo “La Naturaleza del góti-
co” en el segundo volumen de Las piedras de Venecia (1853) se convertiría su evangelio. Aunque en realidad
se trataba de un texto dedicado a la arquitectura veneciana “La naturaleza del gótico” describía y elogiaba las
componentes morales de este estilo con tal convicción que terminaba por convertirse en una reflexión sobre el
futuro de la arquitectura y las artes decorativas. El núcleo principal del discurso ruskiniano se encontraba en

31Citado por Stephen Bayley (Ed) en “Introduction: taste and design” en Taste. An exhibition about values in design. Boilerhouse
Project, Victoria & Albert Museum, Londres, 1983, p.19.

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la relación entre arte y trabajo. De acuerdo con esta relación el sistema de ornamentación medieval era “salva-
je” o “tosco” y por lo tanto imperfecto y vital porque no había sido realizado por esclavos de la industria.
Incluso más allá de estas imperfecciones se revelaba en el gótico una libertad y una unidad afectiva irrepro-
chables. Esto era lo contrario de lo que ocurría en la civilización industrial donde la división del trabajo, tan
alabada por los economistas, había convertido al obrero en un ser dividido y alienado incapaz de realizar
cualquier trabajo creativo.

“Lo que ocurre es que se le suele dar [a la división del trabajo] una denominación errónea. Si hablamos con pro-
piedad no es el trabajo lo que es dividido, sino los hombres. Éstos son divididos en meros fragmentos de hom-
bres, son rotos en pedacitos y migajas de vida de modo que los restos de inteligencia que pueden quedar en un
hombre no bastan para hacer un alfiler o un clavo, sino que se agotan en la realización de la punta de un alfiler o
la cabeza de un clavo [...] Y el gran clamor que se alza en nuestras ciudades industrializadas, un clamor menos
fuerte que el estruendo de sus hornos, se debe en realidad a este hecho: que en ellas manufacturamos de todo me-
nos personas.”33

Según Ruskin la división del trabajo abarataba los productos mediante la degradación de los artesa-
nos, y para luchar contra esta situación había que identificar los buenos productos y regular su demanda de
acuerdo con unos sencillos principios: 1) Promover únicamente la fabricación de artículos imprescindibles en
los que la invención tuviera un importante papel; 2) Exigir acabados perfectos únicamente en función de una
finalidad práctica o noble y 3) No promover las imitaciones o copias excepto para dejar constancia de las
grandes obras. Su análisis del gótico incluía también una apología del naturalismo en la ornamentación ya que
consideraba que la naturaleza era el símbolo de amor a la verdad y la manifestación del orden divino.
La utopía ruskiniana invocaba un mundo rural, de comunidades de artesanos felizmente consagrados a
la artesanía artística que en la práctica terminó por formular en Inglaterra un estilo típicamente medievalizante
y naturalista. Además, el ideal del trabajo artesano estimularía a Morris y a los artistas de la Arts and Crafts a
no involucrarse con la gran industria y a crear empresas editoras de las que saldría una producción innovado-
ra, refinada y elegante impregnada de elevados principios estéticos que se consideraba depositaria de tradi-
ciones y procesos en vías de extinción.

32Ibid. p. 19.
33John Ruskin “La naturaleza del gótico” en Las piedras de Venecia, Consejo General de la Arquitectura Técnica de España/ Editora
Regional de Murcia/ Caja de Ahorros del Mediterraneo, Valencia, 2000, p.232

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William Morris

No cabe duda de que la personalidad más influyente de la época, que abriría nuevos caminos para la
teoría y la práctica del diseño y terminaría por convertirse en uno de los creadores más polémicos de todos los
tiempos fué William Morris. Resulta sumamente difícil resumir en pocas páginas la vida, la obra y el pensa-
miento de un personaje tan prolífico y polifacético y al mismo tiempo tan exhaustivamente estudiado.34 Mo-
rris fué un prolífico escritor cuya obra literaria comprende veintiséis volúmenes entre los que cabe destacar
los poemas de The Earthly Paradise y su obra maestra News from Nowhere considerada como la novela más
importante de la segunda mitad del siglo XIX dentro del género de la utopía. En ella describe una sociedad
comunista y post-revolucionaria en la que hombres y mujeres viven en igualdad y armonía dedicadas al traba-
jo artesanal, libre y creador mientras las máquinas realizan los trabajos más pesados movidas por una energía
limpia y desconocida.35
Pero sobretodo fué un excelente diseñador y decorador. A pesar de las connotaciones peyorativas que
actualmente tiene esta palabra Morris se definió a sí mismo como decorador y hay que entender su actividad
en el contexto de su época. Él mismo se dio cuenta de nunca sería un gran pintor ni un gran arquitecto y que
su talento radicaba en el diseño de “patterns” o estampados, en la decoración de interiores, en la caligrafía y
en la tipografía por lo que no tuvo inconveniente en encomendar tareas de pintura e ilustración narrativa, de
diseño de mobiliario o de cerámica a diversos colaboradores.
Desde principios de los años ochenta, después de leer a diversos autores proto-socialistas, la crítica de
John Stuart Mill al socialismo utópico de Fourier, así como El Capital de Karl Marx, Morris se convirtió en
ferviente defensor de la causa socialista y se implicó activamente en la política militando primero la Demo-
cratic Federation (La única organización socialista inglesa en aquella época) y luego en su escisión la Socia-
list League. En ambas organizaciones Morris impartió conferencias, dio mítines, compuso himnos y escribió
centenares de artículos para sus periódicos llegando incluso a anunciarlos personalmente en la calle. Durante
la segunda mitad de los años ochenta y en la cima de su éxito profesional como decorador de moda y empre-
sario Morris se volvió cada vez más crítico con su propia obra, dedicándose exclusivamente al diseño editorial
y a la política y delegando las tareas de gestión y producción de su empresa a sus colaboradores. Como vere-

34Existen unas 15 monografías (en inglés) sobre Morris además de innumerables artículos sobre aspectos concretos de su obra. Algu-
nas obras básicas o recientes son: Edward P.Thompson, William Morris, del romántico al revolucionario, Edicions Alfons el
Magnànim de l’I.V.E.I. Valencia, 1988 [1ª Edición Londres 1955]; Ray Watkinson: William Morris as Designer, Trefoil Books Ltd.
Londres, 1983; Anna Calvera La formació del pensament de William Morris, Edicions Destino, Barcelona, 1992; Fiona MacCarthy:
Wiliam Morris: A Life for Our Time, Faber & Faber, Londres, 1994; Linda Parry (Ed) William Morris, Philip Wilson Publishers/
Victoria & Albert Museum, Londres 1996.

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mos más adelante sus teorías sobre el trabajo y el arte están estrechamente vinculadas a su ideario político y
aunque en ocasiones resulte difícil conciliar el contenido de sus escritos con su práctica profesional es indu-
dable que Morris no dudó en enfrentarse abiertamente al problema del compromiso ético del diseñador en el
marco del sistema capitalista36.
Si bien es importante conocer las facetas de Morris como escritor, activista político y conservacionis-
37
ta, nosotros prestaremos especial atención a su obra como empresario y diseñador, así como a las teorías
que se derivan de sus escritos y conferencias sobre arte, producción y sociedad.
Morris nació en 1834, en Elm House, Walthamstow, en el seno de una familia adinerada cuyas rentas
le permitieron vivir holgadamente hasta finales de los años setenta. De joven se trasladó a Oxford con el fin
de cursar estudios religiosos. Allí conoció a su inseparable amigo Edward Burne-Jones y habiendo leído am-
bos “La naturaleza del gótico” en Las piedras de Venecia, se convirtieron en grandes admiradores del gótico y
en fervientes seguidores de John Ruskin. Después de una serie de viajes a Francia donde pudieron admirar la
arquitectura de las grandes catedrales decidieron que su vocación no era el sacerdocio sino la arquitectura y el
arte. Morris entraría en 1856 a trabajar unos meses en la oficina del arquitecto neogótico George Edmund
Street donde conocería a otro de sus inseparables amigos y colaboradores el arquitecto Philip Webb. Aunque
la experiencia en la oficina de Street sería valiosa para su futuro como diseñador y empresario, Morris decidió
que no se dedicaría a la arquitectura iniciando a partir de entonces un intenso y continuado aprendizaje auto-
didacta de una variadísima gama de oficios, lo cual le permitiría conocer los secretos de la producción de toda
clase de productos textiles (tintura, tejeduría, estampación, tapiz, bordado), mobiliario, pintura, cerámica,
vidrio, caligrafía, tipografía e impresión. Paralelamente se interesaría mucho por la pintura del grupo de los
Prerrafaelitas entrando en contacto con el grupo de Rossetti, Hunt y Millais y poco tiempo después con el
propio John Ruskin cuyas teorías sobre las relaciones entre arte y sociedad tendrían una notable influencia
sobre su obra.
Con ocasión de su matrimonio con Jane Burden, Morris encargó la construcción de la Red House a su
amigo Philip Webb. La nueva morada, un sencillo edificio de ladrillo rojo, estaba directamente inspirado en la
arquitectura vernácula británica. La decoración, de clara inspiración gótica, fué llevada a cabo por el mismo
Morris, su esposa y sus amigos. El éxito del proyecto les animó a crear en 1861 la empresa Morris, Marshall,
Faulkner and Co. entendida como un taller de arte capaz de ofrecer servicios y productos de decoración de
acuerdo con el ideal artesano que propugnaba Ruskin y con el estilo medievalizante que proponía el grupo

35 Ver Peter Faulkner: “The Writer” en Linda Parry (Ed) Op. Cit. pp. 44-48.
36 Ver Nicholas Salmon “The Political Activist” en Linda Parry (Ed) Op. Cit. pp. 58-65.

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prerrafaelita.38 La firma salió adelante gracias a la extraordinaria laboriosidad de Morris quien primero consi-
guió varios encargos de decoración y restauración de iglesias y luego varios proyectos de decoración de casas
de acomodadas familias londinenses. Sin embargo, pronto se hizo evidente que la competencia con las empre-
sas del sector era fuerte, que se hacía necesario tener catálogos, stocks y diversificar la oferta. El responsable
de la gestión económica de la empresa Warrington Taylor fué fundamental en este sentido ya que planteó a
Morris la ineludible necesidad de convertir los talleres en una estructura industrial y de plantear con criterios
de rentabilidad la estrategia de entrada en un segmento de mercado que parecía tener un gran futuro: el del
diseño. El éxito del catálogo de las sillas Sussex, producidas desde 1868 e inspiradas en un modelo popular de
esta región, era la prueba de que existía este mercado y de que para salir adelante había que abandonar aque-
llos románticos planteamientos iniciales así como la gestión amateur 39.Como consecuencia de estos cambios
de orientación y de una serie de problemas internos en 1875 Morris rompió con sus socios para crear Morris
& Co. lo cual le permitiría dirigir su propia empresa en solitario y sin ninguna clase de impedimentos. Los
años que siguieron fueron los más productivos tanto a nivel creativo como empresarial. En 1881 se hizo una
fuerte inversión adquiriendo nueva maquinaria y trasladando los talleres a un viejo edificio de Merton Abbey
que tuvo que ser rehabilitado pero que ofrecía grandes ventajas de cara a la producción textil. La instalación
era relativamente moderna para su época con la excepción de que nunca se instaló una máquina de vapor en
razón de su elevado coste económico.
En muchos sentidos el trabajo que realizaba Morris al frente de su empresa equivaldría a lo que hoy
denominamos “dirección artística” y que consistía en controlar el diseño y producción de todos los proyectos
de acuerdo con una estrategia comercial preestablecida que aspiraba a satisfacer diferentes segmentos de mer-
cado. A la vista de la abundante y variada oferta de las empresas en las que participó Morris se ha revisado el
tópico de que éste solo se dedicaba a realizar con sus manos una producción artística muy cara y exclusiva.
De hecho Morris & Co. practicó la “segmentación de mercado” produciendo a tres niveles. En primer lugar el
propio Morris realizaba obras únicas, (bordados y tapices) generalmente de encargo, que se comercializaban a
precios muy elevados; en segundo lugar diseñaba productos que luego serían fabricados por sus empleados
(estampación mediante bloques, tejidos a la plana, jacquard y alfombras) y que debían ofrecerse a un precio
razonable y, finalmente, subcontrataba a empresas terceras aquellos trabajos diseñados en su estudio que

37Ver Chris Miele “The Conservationist” en Linda Parry (Editora) Op. Cit. pp. 72-79.
38Los socios fundadores eran los ya famosos pintores Dante Gabriele Rosetti y For Madox Brown así como Edward Burne-Jones, que
empezaba su carrera, el arquitecto Philip Webb, el professor de matemáticas Faulkner y el ingeniero y pintor aficionado Paul Mars-
hall.Ver Charles Harvey y Jon Press “The Bussinesman” en Linda Parry (editora) William Morris, Philip Wilson Publishers/ Victoria
& Albert Museum, Londres, 1996.

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requerían un grado de especialización técnica muy elevado y que debían ofrecerse a unos precios más compe-
titivos (muebles, cerámicas, estampación de tejidos y de papeles). Morris llegó incluso a comercializar kits de
bordado que hacían asequibles sus diseños a las señoras con menor poder adquisitivo. El legendario dominio
de los oficios artesanales al que llegó Morris se debía indudablemente a su amor por el trabajo y a su empeño
personal pero también al hecho de que imponía a su empresa y a sus proveedores unos criterios de calidad
rigurosísimos, tanto a nivel de materias primas como de procesos, lo cual implicaba que previamente había
aprendido a conciencia cada sistema de producción y lo dominaba técnicamente.
De las investigaciones sobre el Morris diseñador y empresario se desprende también que gran parte de
su obra posee una autoría compartida y que, desde luego, trabajó casi siempre en equipo. Durante la primera
etapa de su empresa contó con la colaboración de los pintores Dante Gabriele Rosetti, Ford Madox Brown,
Charles Fairfax y el ceramista William de Morgan. Durante la segunda etapa delegó en su amigo el pintor
Burne-Jones casi todos los proyectos de pintura figurativa y de ilustración y para el diseño de mobiliario con-
tó con la colaboración de Philip Webb primero y de George Jack después. John Henry Dearle supervisaba la
confección de los departamentos de tapices y estampados de Merton Abbey y sus diseños para textiles se con-
funden con los del propio Morris hasta el punto de que ocupó su lugar como diseñador-jefe después de su
muerte. Su propia hija May Morris tarabajó en muchos trabajos de diseño textil. Morris supo rodearse de tan
excelentes gestores y colaboradores que su empresa continuó funcionando perfectamente durante los años
noventa cuando él abandonó su gestión para consagrarse al diseño de libros y al activismo político. Es más
Morris & Co continuó produciendo dieciocho años después de su muerte acaecida en 1896.
Aunque la oferta de Morris & Co era extremadamente variada, el trabajo más típicamente morrisiano,
aquel en que alcanzó unas cotas de calidad artística insuperables, fué el diseño de “patterns” es decir, de mo-
tivos continuos para tejidos, estampados y papeles pintados. Morris era capaz de cubrir cualquier superficie
con una habilidad extraordinaria y no hay que buscar la modernidad de Morris en actitudes radicalmente anti-
ornamentales puesto que como buen victoriano lo mejor de su obra se situa precisamente en el ámbito de lo
decorativo. Si la generación anterior compuesta por Richard Redgrave, Owen Jones y Cristopher Dresser ha-
bía impuesto un estilo ornamental geométrico, bidimensional y heráldicamente convencionalizado, o en el
caso de Pugin, claramente neo-gótico, Morris los superó a todos incorporando un planteamiento orgánico y
organicista 40. La belleza de los motivos de Morris reside en la soltura y en la aparentemente natural incardi-
nación de los elementos vegetales dentro de la estructura geométrica de base que constituye el módulo que se

39Anna Calvera. “La modernidad de William Morris” en Temes de Disseny nº 14, Servei de Publicacions Elisava, Barcelona, diciem-
bre 1997, p.60-75

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repite a lo largo y a lo ancho de la pieza. Sus dibujos no eran geométricos ni arquitectónicos sino naturalistas,
vitales y vigorosos. Aunque Morris no diseñaba precisamente para la clase obrera, sino para unas clases me-
dias y altas refinadas resulta significativo que su mayor empeño lo pusiera en diseñar para unos soportes tan
humildes como el papel y el tejido de algodón a la plana que según él adquirían su máxima significación a
través de un dibujo. Pocas veces escribió Morris sobre diseño industrial, en cambio sí dedicó diversos ensayos
a la reflexión sobre la decoración, el arte ornamental o para explicar cómo y de qué manera se debían diseñar
los “patterns” y a intentar desentrañar su mecanismo estético 41.
El centro estratégico de operaciones de Morris & Co. no eran tanto sus talleres como el elegante
show-room que abrió en Oxford Street en 1877 donde sus creaciones se exponían en un entorno de buen gusto
y se experimentaba con nuevas formas de comercialización etiquetando todos los productos con el nombre de
sus autores, las medidas y los precios. Con el objetivo de alcanzar una nueva clientela más allá de Londres,
Morris & Co. abrió una tienda en Manchester y luego envió agentes comerciales por Europa y los EEUU y,
curiosamente, el encarecimiento que provocaban los aranceles parecía no desanimar a una clientela interna-
cional dispuesta a pagar lo que fuera necesario con tal de disfrutar de un producto de excelente diseño y ele-
vada calidad. Morris era insistentemente reclamado para asesorar y decorar las casas de sus clientes y hasta tal
punto se hizo famoso que ni las tarifas que aplicaba por sus desplazamientos ni las arrogantes declaraciones
que hizo cuando se convirtió al socialismo, parecieron detenerles.
En efecto, a partir de la segunda mitad de los años ochenta y en la cúspide de su carrera como diseña-
dor y empresario y profundamente influido por las ideas del socialismo Morris, empezó a desarrollar una acti-
tud muy crítica hacia su propia actividad. Viendo que su salud se deterioraba y dado que en la práctica no
podía cerrar la próspera empresa que daba sustento a su familia confió su dirección a los hermanos Frank y
Robert Smith quienes en 1890 se convirtieron en socios de la firma.
A lo largo de toda su vida Morris siempre fué un apasionado bibliófilo. Amasó una considerable co-
lección de manuscritos medievales y de incunables y se dedicó insistentemente al aprendizaje de la caligrafía
y al diseño de libros ilustrados. Sin embargo, hacia 1888 animado por los estudios sobre la tipografía del siglo
XV presentados por Emery Walker en la Arts and Crafts Exhibition Society se consideró a sí mismo ya lo
suficientemente apto como para producir libros y fundó en 1890 la Kelmscott Press, una empresa editorial de
la que en pocos años saldría una prodigiosa cantidad de libros impresos de acuerdo con unos criterios de cali-

40 Anna Calvera, Op. Cit. p.67.


41 History on Pattern-Design (1879) está dedicado a la historia del ornamento; Making the Best of it (1880) trata de los criterios que
rigen las artes decorativas y los proyectos de interiorismo; Some Hints on Pattern Designing (1881) trata del diseño de “patterns”; The

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dad y diseño cercanos a los de las imprentas del renacimiento. En la Kelmscott se diseñaron y produjeron tres
nuevas tipografías: la Golden inspirada en las fuentes venecianas romanas del siglo XV de Nicolas Jenson; la
Troy inspirada en las tipografías góticas de los incunables alemanes a las que incorporó una ostensible mejora
de la legibilidad y, finalmente, su versión más reducida la Chaucer. Morris adoptó para su imprenta los crite-
rios de diseño de Walker quien concebía el libro como una arquitectura en la que el resultado y la unidad final
dependía de una planificación esmerada de todos sus elementos: papel, tinta, tipografía, separaciones, márge-
nes, ilustración y ornamento, el cual debía ser parte integral del proyecto. También en esta ocasión Morris
exigió niveles de calidad elevadísimos a sus proveedores de papel y tinta y cuidó personalmente de tallar más
de seiscientos bloques incluyendo iniciales, bordes, marcos y títulos de página. Él se reservó para sí mismo
los trabajos de composición y diseño ornamental de las páginas, pero confió en muchas ocasiones los trabajos
de ilustración a Walter Crane y a Edward Burne-Jones. Al igual como ocurría con las industrias decorativas la
calidad y el diseño de los libros de la Kelmscott contrastaba vivamente con la vulgaridad de los productos
editoriales de la época. En realidad, Morris recuperó el concepto de libro-objeto o libro de arte y aunque de
hecho sus seguidores le siguieron sólo conceptualmente contribuyó en gran medida a la dignificación del di-
seño gráfico. Y aquí también resulta paradójico que, como en otros terrenos, Morris fuera capaz de desarrollar
a partir de la recuperación del pasado criterios de diseño que señalaban caminos hacia el futuro tales como la
legibilidad, la composición de la página y el concepto global de la obra.
Las teorías y la obra de William Morris pueden parecer contradictorias pero no lo son tanto cuando se
examina su intensa labor como conferenciante y ensayista así como los numerosos escritos que dejó y que han
sido exhaustivamente estudiados por Anna Calvera.42 Morris quiso replantear la relación entre ética y estética
que sus predecesores Pugin y Ruskin ya habían apuntado, luchando en favor de la dimensión social del arte y
de su reintegración en la vida cotidiana lo cual significaba que cualquier objeto, por sencillo que fuera, era
merecedor de atención artística. Morris abría así el camino para la teoría cultural del diseño pues, en contra de
los tradicionales dogmas académicos e incluso de las teorías de Ruskin, defendía que las encargadas de cum-
plir con la misión de acercar el arte a la sociedad eran unas artes decorativas prácticas, agradables, sosegadas
y confortables centradas en los objetos de uso y no las “artes mayores” cuyo objetivo era suscitar en el espec-
tador emociones tan trascendentes que podían llegar a ser agobiantes.
La aportación más original e intemporal de Morris la constituyen sus reflexiones sobre la belleza de
los materiales y su relación con el ornamento. En primer lugar, consideraba que el diseño ornamental debía

Lesser Arts of Life (1882) trata de los criteros que rigen en todas las artes decorativas; Arts & Crafts Essays (1892) trata exclusivamen-
te del diseño de tejidos; Ibid, p. 67.

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estar sujeto a estrictas normas de composición y poseer siempre “belleza imaginación y orden”. Pero el orna-
mento no debía ser nunca un producto añadido sino un elemento integrado a la estructura del objeto o del
espacio y solamente era justificable allí donde el material era barato e inexpresivo (papel, tejido de algodón,
etc.) ya que cuando el material era noble no era necesario sobreponer ningún pattern porque la belleza se ex-
presaba a través del propio color, de la textura de la superficie y del rastro dejado por las herramientas. Estos
principios derivaban de su experiencia como diseñador y productor y de la observación del comportamiento
de los materiales durante el proceso de transformación y, en contra de lo que a veces se ha afirmado, Morris
no diferenciaba entre herramientas mecánicas o manuales con lo cual enunciaba unos criterios estéticos para
el diseño que en el siglo XX devendrían universales ya que tanto podían aplicarse a la artesanía como a la
industria. Es más, Morris afirmaba que en el caso de que sus telares hubieran sido impulsados por una máqui-
na de vapor, la influencia de esta energía sobre la calidad estética de los tejidos hubiera sido nula ya que ésta
dependía de la disposición de los hilos y de la calidad de las fibras y de los colores43.
Como diseñador de interiores experimentado y preocupado por la ostentosidad de las mansiones bur-
guesas, Morris se preguntaba insistentemente sobre la relación entre producción, consumo y lujo. ¿Porqué las
gentes ricas y educadas vivían en entornos tan feos e inadecuados? La respuesta estaba en el deseo de aparen-
tar y en la ostentación presuntuosa que promovía el mercantilismo y que hacía que el lujo burgués fuera es-
tructuralmente inútil puesto que no contribuía en absoluto a la belleza. Morris enunciaba además otro de los
principos básicos del Movimiento Moderno al predicar que el auténtico confort y refinamiento no se hallaba
en la posesión indiscriminada de objetos domésticos inútiles, sino en su reducción al mínimo lo cual reclama-
ba por parte del consumidor una actitud de fortaleza y de alto nivel intelectual. El modelo de esta actitud lo
hallaba Morris en las sencillas comunidades rurales que confiaban en la sabiduría de la arquitectura vernácula
o en aquellos períodos históricos en que el arte era una cuestión doméstica.
A la larga Morris se dio cuenta que los ideales que movían a la burguesía eran tan desestabilizadores
como los que habían movido el Antiguo Régimen y cuando abrazó la causa socialista sus posiciones se acer-
caron más a las de Marx derivando hacia el planteamiento de cuestiones socioeconómicas tales como: ¿Cuales
son los criterios y valores que regulan socialmente la producción industrial? ¿Cuales son los principios eco-
nómico-productivos que dominan el comportamiento social en su conjunto y cual es el papel que debe desem-
peñar el diseñador dentro de la estructura social y productiva? Aquí Morris llegó a la conclusión de que en
última instancia las respuestas se hallaban en el ámbito de lo político puesto que mientras no cambiaran las

42 Ver Anna Calvera. La formació del pensament de William Morris, Edicions Destino, Barcelona, 1992.
43 Anna Calvera “La modernidad de William Morris”, Op. Cit. p.63.

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relaciones laborales y la orientación económica el diseñador estaba llamado a ser un mero instrumento de la
economía de mercado. Su pregunta, y la que se han hecho muchos otros diseñadores desde entonces, era
¿Cual debe ser la actitud del diseñador, de la persona con aptitudes creativas cuando sabe que con la produc-
ción de su proyecto contribuye a la instauración de condiciones de trabajo industrial que son alienantes, de-
gradantes y antiecológicas?

El movimiento de las Arts and Crafts

La reforma de las industrias artísticas basada en la recuperación del ideal artesano que tan bien habían
formulado Ruskin y Morris se inscribía en un movimiento mas amplio, las Arts and Crafts que los historiado-
res sitúan entre 1860 y 1910. En sus orígenes se trató de un fenómeno típicamente británico en el que encon-
tramos muchos artistas tales como Robert Ashbee, Francis Voysey, Arthur Mackmurdo o Richard Lethaby. A
pesar de que se le critica no haber tenido ningún impacto sobre la producción industrial de su época, el pro-
grama de reforma del diseño de las Arts and Crafts era muy atractivo, de tal modo que finales del siglo XIX
se convirtió en un movimiento muy admirado, y en algunos casos incluso emulado por los promotores del Art
Nouveau. De todos modos, no está claro que el segundo fuera una derivación del primero. Pues mientras el
Art Nouveau era un estilo bastante fantasioso y a menudo tendente a los excesos, en cambio el movimiento
Arts and Crafts era todo lo contrario y se define mejor como un conjunto de actitudes cuyo origen se halla en
la atención a los procesos creativos y sociales. Su objetivo era encontrar una fórmula que resolviera satisfac-
toriamente el dilema entre ética y estética que se planteaba en el diseño de los objetos de la vida cotidiana.
Las preguntas del movimiento Arts and Crafts no se relacionaban tanto con su forma como con el contenido,
métodos y procedimientos que se empleaban en su proyecto, construcción y posterior comercialización.
De acuerdo con su ideario la sociedad industrial producía miles de objetos adocenados, falsos y de
mal gusto porque la organización fabril alienaba al obrero (productor) y convertía al dibujante en un simple
copista de modelos sin margen para la creación. Luego entonces el movimiento Arts and Crafts intentó pro-
porcionar una alternativa basada en la producción artesana y el modelo de vida de los gremios medievales. Su
lema principal era “¡Convirtamos a nuestros artistas en artesanos y a los artesanos en artistas!” 44 Por esta ra-
zón muchos de los integrantes de este movimiento fueron pintores y arquitectos que abandonaron su carrera

44Casi el mismo lema que figuraría en el primer manifiesto de la Bauhaus aparecido en 1919. Ver: Tim Benton y Sandra Millokin: El
Movimiento Arts and Crafts, Adir Editores, Madrid, 1982, p.15. Para descripciones mas detalladas de este movimiento ver: Gillian
Taylor : The Arts and Crafts Movement, Trefoil Publications, Londres, 1971. Karen Livingstone: Essential Arts and Crafts, Victoria
And Albert Museum, Londres, 2005.

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para dedicarse al diseño de objetos y en último término, uno de sus mayores triunfos fue que dichos objetos
llegaran a exponerse en las galerías como si fueran obras de arte. Esto era el resultado de un programa ideoló-
gico que basaba la dignificación del objeto en estos ejes: a) Un diseño con calidad artística consciente y no
basado únicamente en la mera funcionalidad; b) La ejecución esmerada de la obra y la renuncia a los efectos
de imitación en los materiales; c) La eliminación de los relieves decorativos innecesarios y el respeto a la
bidimensionalidad de las superficies; d) La adecuación del objeto a su uso; e) La simplicidad y la sencillez; f)
El simbolismo y la asociación mental con el mundo medieval o la estética japonesa, tan admirada en aquella
época; g) La utilización de motivos inspirados en la naturaleza, ya fueran interpretados de modo minucioso o
esquematizado; h) La libertad corporal en el sentido de que el cuerpo humano – tan constreñido en aquella
época por la moral y una rígida indumentaria- debería reconquistar y representar la fluidez.
Aunque las cuestiones estilísticas no eran un objetivo prioritario del movimiento, lo cierto es que las
enseñanzas que se derivaban de tan ambicioso programa deberían encontrar su adecuada expresión simbólica.
De acuerdo con el espíritu moralizante de la época se hizo un uso alegórico de fragmentos de la Biblia, de
antiguos proverbios, de los lirios y las flores y en general, se observaba un claro consenso en relación a la idea
de que la naturaleza podía ser una adecuada fuente de inspiración. Sin embargo, no había un acuerdo total
sobre su tratamiento. Una primera tendencia, basada en los escritos y dibujos de Ruskin, insistía la compren-
sión minuciosa y detallada de la naturaleza propia de los tallistas medievales. Esto permitiría a los diseñado-
res la utilización de un repertorio que iría más allá de los estilos del pasado, e incluso del propio gótico que
tan de moda había puesto Pugin. En cambio, los diseñadores más cercanos al círculo de Henry Cole, Owen
Jones y Christopher Dresser, apostaban por la “convencionalización” de la naturaleza, esto es, su interpreta-
ción esquematizada tal y como se podía observar en los objetos procedentes de culturas orientales exhibidos
en el Victoria and Albert Museum de Londres. En realidad, estas dos opciones, la reproducción minuciosa y
la interpretación más abstracta de la naturaleza sólo afectaban a los motivos estampados y ornamentales pues
la mayoría de los objetos Arts and Crafts son difíciles de clasificar de acuerdo con criterios estilísticos. Lo
que en realidad muestran es una notable depuración de las formas, un exquisito tratamiento de los materiales
y una notable restricción decorativa.
El idealismo de las Arts and Crafts se revelaba en su creencia de que las cualidades morales de los
objetos se transmitían al cliente juntamente con su posesión. El problema residía en que el rechazo a la pro-
ducción mecanizada limitaba seriamente el volumen de la producción y con ello las posibilidades de que un
público más amplio alcanzara tan alto privilegio. De este modo el movimiento entraba en la contradicción de
que sus intenciones socializantes no se podían llevar a la práctica. El programa ideológico de las Arts and

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Crafts incluía también un determinado modo de vida basado en la estructura de los gremios medievales. El
propio Ruskin impulsó mediante el Gremio de San Jorge, fundado en 1871, la creación de comunidades de
artesanos rurales que debían combinar su trabajo de creación con las labores del campo, lejos de la degrada-
ción y el comercialismo de las grandes ciudades. Su proyecto fue un fracaso, pero indudablemente inspiró a
las empresas de Morris; el Century Guild fundado en 1882 por Arthur Heygate Mackmurdo y el Guild and
School of Handicraft fundado en 1888 por C.R. Ashbee.
Aunque que el Movimiento Arts and Crafts poco tuvo que ver con la industria y el comercio a gran
escala sus ideas y su programa en relación al nuevo diseño alcanzaron una remarcable difusión internacional
gracias a su política de exposiciones y a sus publicaciones.45 Hasta el punto de que muchos puntos de su pro-
grama aparecieron reelaborados, tres décadas más tarde, en los programas y manifiestos del Movimiento Mo-
derno.
Toda vez que las ferias comerciales de productos industriales o las tradicionales academias de bellas
artes resultaban contextos del todo inadecuados, en el año 1888 se creó la Arts and Craft Exhibition Society
cuyo fin era proporcionar a los creadores un lugar donde exponer sus obras y propagar su filosofía. Aunque
esta iniciativa fue criticada por Morris, quien tenía una visión mas realista y empresarial de la difusión del
nuevo diseño, lo cierto es que el ejemplo de la Arts and Crafts Exhibition Society cundió en el continente. En
1884 el grupo de Les Vingt creó en Bruselas una sociedad similar que más tarde tomaría el nombre de La Li-
bre Esthétique y en 1891, en París, el Salon du Champ de Mars empezó a exponer anualmente obras de artes
decorativas. La tendencia a crear asociaciones y gremios de artistas dedicados a las artes aplicadas a ambos
lados del Canal de la Mancha demuestra la fuerza del ideario de las Arts and Crafts y también el hecho de que
había un sector de diseñadores que encontraban en estas organizaciones un paraguas que les confería imagen
corporativa y un cierto reconocimiento internacional. Esta difusión y prestigio fue además incrementada por
dos revistas que actuaron de portavoces del movimiento: The Hobby Horse (1884) y The Studio (1893). Esta
última se convirtió en un fenómeno de alcance internacional ya que mediante un formato atractivo y un precio
asequible informaba de las últimas novedades en materia de artes aplicadas y diseño. The Studio llegaba los
amantes de las novedades en el arte y a una amplia clase media deseosa de ponerse al día en materia de gusto.
La excelente portada de la revista fue objeto de un concurrido concurso y su primer editor Gleeson White,
supo captar perfectamente el espíritu de la época. En The Studio se podían leer artículos sobre arte de van-
guardia, artes aplicadas, fotografía y diseño. La compaginación misma de la revista ya era una novedad pues

45
Karen Livingstone y Linda Parry (Eds): International Arts And Crafts, Victoria & Albert Museum, Londres, 2005.

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White supo rodearse de jóvenes ilustradores, entre ellos Walter Crane, cuyo original estilo causó sensación en
el mundo de las artes gráficas.46

OTRAS TRADICIONES FUNCIONALES DEL SIGLO XIX

La tradición historiográfica iniciada por Nikolaus Pevsner nos dice que los líderes del gusto británicos
se embarcaron en una heroica gesta para encontrar principios de diseño alternativos al historicismo, el eclecti-
cismo y el exceso de ornamentación y que su obra era el embrión del funcionalismo, la toría estética que ter-
minaría por triunfar en el siglo XX. Ello implicaba que los diseñadores modernos eran los primeros que pro-
yectaban de acuerdo con la idea de que las funciones prácticas son bellas por sí mismas. Sin embargo, en épo-
cas más recientes han aparecido trabajos de investigación que defienden la idea de que en el siglo XIX Henry
Cole, William Morris o el movimiento Arts and Crafts no estaban solos en la búsqueda de principios de dise-
ño para el producto industrial. También lo hacían los ingenieros y los teóricos materialistas del estilo como
Gottfried Semper.
En 1970 Herwin Schaefer publicó una impresionante recopilación de artefactos y objetos de produc-
ción industrial del siglo XIX que se distinguían por su sencillez, su adecuación al uso y por su lógica cons-
tructiva interna, es decir, por lo que podríamos calificar de “buen diseño”. Con ello quería demostrar que, en
contra de las apariencias, la tradición funcional ya existía y no era una prerrogativa de los líderes del gusto.47
Su tesis era muy original y partía de la base de que los historiadores, al asignar en exclusiva al siglo XX la
formulación de una idea de modernidad basada en la estética funcionalista, se habían visto obligados a desca-
lificar la producción del siglo XIX acusándola de antifuncional en su totalidad. Además, según Schaefer, la
modernidad del siglo XX no fué sinceramente funcional ni sus metáforas maquinistas tan universales, sino
que en realidad se trataba de un estilo más cuyo repertorio formal estaba integrado por la ausencia de orna-
mento y el uso de formas geométricas simples. La pretensión de que el estilo moderno era un estilo más allá
del estilo se había demostrado falsa con el paso del tiempo y Schaefer se atrevía en 1970 a cuestionar los cá-
nones de la modernidad invocando el espíritu postmoderno. La obra de Schaefer no sólo demostraba con imá-
genes que la industria del siglo XIX había sido capaz de producir artefactos y objetos sencillos, funcionales y
atractivos, sino que además aportaba fuentes documentales en las que demostraba que ingenieros, mecánicos
y científicos de la época se hacían preguntas muy parecidas a las de los reformistas del gusto británicos.

46
Simon Houfe: The Birth of Studio 1893-1895, Antique Collector’s Club, Baron Publishing Woodbridge.
47 Herwin Schaefer The Roots of Modern Design. Functional Tradition in the 19th Century, Studio Vista, Londres, 1970.

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Los hombres que diseñaban los instrumentos y las máquinas en la era de la Revolución Industrial no
eran personas insensibles a los problemas estéticos. Para ellos la utilidad y la idoneidad se daban por descon-
tado, pero es que además supieron abandonar las referencias aristocráticas del siglo XVIII, los adornos y los
motivos arquitectónicos en favor de una visión estrictamente científica de los instrumentos lo cual se traducía
en una geometría estricta y refinada. Estos hombres estaban orgullosos de la innovación y la belleza de sus
microscopios, teodolitos, sextantes, balanzas, tornos, micrómetros, máquinas de vapor, de cortar adoquines o
de fabricar tornillos.
James Nasmyth fué un gran ingeniero inglés, conocido por su invento del martillo de vapor, que ade-
más de su trabajo como proyectista escribió una autobiografía en la que narraba sus ideas acerca de las má-
quinas. Contaba como a los veinte años se sintió profundamente emocionado por la belleza de las máquinas
del taller de su maestro, el gran Henry Maudslay, inventor del carro transversal y del torno para roscar, base
de todas las herramientas modernas. Nasmyth definía la ingeniería como “la aplicación del sentido común en
el uso de los materiales” y hablaba de la composición formal de las máquinas en unos términos sorprendente-
mente modernos:

“Viendo en abstracto las formas de que se compone una máquina debemos ver que está integrada por una combi-
nación de seis figuras geométricas sencillas: la línea, el plano, el circulo, el cilindro, el cono y la esfera, y por
muy compleja que sea la composición y vasto el número de partes de que se componga la máquina podemos ob-
servar que se pueden descomponer y clasificar en estas seis formas [...]En las estructuras mecánicas y los inge-
nios yo siempre me he afanado en conseguir mi propósito mediante el empleo de las mínimas partes posibles,
eliminando cada detalle que no sea necesario y previniéndome contra las formas tradicionales [...]Un claro senti-
do común debería ser evidente en el diseño general, tanto en la forma como en el arreglo de los detalles y en ge-
neral un sentido de severa utilidad debería emanar del conjunto acompañado de mucha atención a la elegancia de
la forma en relación con la naturaleza y el propósito de la estructura”.48 (Las cursivas son del autor. Traducción
Isabel Campi)

A mediados del siglo XIX los Estados Unidos tomaron el relevo a Inglaterra, que había sido el gran
taller del mundo, y se convirtieron en el primer país productor de máquinas-herramienta, un sector que se
desarrolló rápidamente a instancias de la demanda de armamento que provocó la guerra civil. En la Centen-

48James Nasmyth “Remarks on the introduction of the Slide Principle in Tools and Machines Employed in the Production of Machi-
nery” en el Apéndice B de Robertson Buchanan, Practical Essays on Mill Work and Other Machinery, John Weale, Londres 1841.
Citado por Herwin Schaefer, Op.Cit. p. 28.

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nial Exhibition de Filadelfia de 1876 el mundo quedó fascinado por la perfección de las máquinas-
herramientas americanas.
A mediados del siglo XIX el diseño de los grandes barcos de vela había llegado a unos niveles de
refinamiento y perfección extraordinarios que permitían el recorrido de rutas comerciales a gran velocidad.
Paralelamente se iba introduciendo la navegación a vapor y los cascos de madera se sustituían por cascos de
acero. El diseño de los barcos de vapor que revolucionó la navegación comercial a mediados del siglo XIX
fue considerado como un ejemplo de las cualidades estéticas que debían informar un diseño totalmente ade-

cuado a sus fines. El escultor americano Horacio Greenought dedicó extensos textos a ensalzar la idoneidad
de los clippers comparando su belleza con la de los templos griegos:

“¿Qué academia de diseño, qué investigación de expertos, que imitación de los griegos ha producido estas mara-
villosas construcciones? He aquí el resultado del estudio del hombre ante las grandes profundidades, aquí la na-
turaleza habló de las leyes de la construcción, no sobre un colchón de pluma o en el suelo, sino entre los vientos
y las olas y doblegó toda su mente para oír y obedecer. Si nosotros pudiéramos exigir a nuestra arquitectura civil
las responsabilidades que exigimos a nuestros constructores de barcos tendríamos edificios superiores al Parte-
nón...”. 49(Traducción Isabel Campi)

Ya hemos hablado en anteriores apartados sobre el hecho de que las locomotoras, las bicicletas, los
vagones de tren americanos o los automóviles no necesitaron recurrir a los estilos artísticos de moda para
legitimarse. Sin embargo, podría argumentarse que las máquinas-herramienta y los vehículos eran artefactos
técnicos especiales y alejados de la realidad cotidiana. Shaefer defiende que había industrias de objetos de
consumo donde también se podía constatar la existencia de una tradición funcional. Había utensilios, herra-
mientas y mobiliario que procedían de una industria vernácula que realizó el paso de la producción manual a
la producción mecanizada sin perder el sentido de la idoneidad y de la contención. En el sector del metal cita
la industria relojera, los fabricantes de cuchillos y tijeras, objetos de lata, productos de alambre, herramientas
del campo, etc. En la industria del vidrio prensado cita los tarros de conserva, botellas de todas clases y, so-

49Horacio Greenough. The Travels, Observations and Experience of a Yankee Stonecutter (1852), Edición facsímil con prólogo de
Nathalie Wright, Scholars’ Facsimiles & Reprints, Gainsville, Fla. 1958. Citado por Herwin Schaefer en Op. Cit. p. 48. Horacio
Greenough fué un escultor neoclásico americano cuyos escritos le han valido el atributo de padre del funcionalismo. Los textos de
Greenough obtuvieron escaso eco en su época pero fueron insistentemente citados por el poeta, ensayista y filósofo Ralph Waldo
Emerson (1803-1882) líder de la corriente filosófica del Trascendentalismo en Nueva Inglaterra. Según Schaefer Louis Sullivan, el
gran arquitecto de la escuela de Chicago pudo conocer los escritos de Greenough a través de W.H.Furness, amigo de Emerson, y de su
hijo, el arquitecto Frank Furness quien empleó a Sullivan cuando era joven. En cualquier caso los escritos sobre arte de Greenough no
se volvieron a publicar hasta a mediados del siglo XX: Ver Harold A.Small (Ed) Form and Function. Remarks on Art by
H.Greenough. University of California Press, Berkeley & Los Angeles 1947, 1958.

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bretodo, los resistentes servicios de taberna y de café que tan valorados fueron por Le Corbusier en 1925. En
el sector del mobiliario ya hemos citado el significativo caso de Thonet y la potente industria de madera cur-
vada cuya producción se extendió por toda Europa central. Aquí se pueden añadir la producción de sillas
Windsor y el mobiliario de las comunidades Shaker en Estados Unidos, las sillas Chiavari italianas (muy
apreciadas en Inglaterra y Alemania a mediados del siglo XIX) e incluso los muebles metálicos de jardín y las
camas de hierro que se hicieron muy populares por motivos de higiene.
Como conclusión podemos afirmar que probablemente existió una tradición funcional en el ámbito de
la ingeniería y las industrias vernáculas del siglo XIX. El problema radicaba en el hecho de que en su época
no llegó a disfrutar de un amplio reconocimiento cultural pues era como si el gusto por la recreación de los
estilos históricos y el afán de aparentar ofuscaran su apreciación.

La concepción materialista de estilo

Los teóricos del arte de la segunda mitad del siglo XIX, como Violet-le-duc, Ruskin o Puguin, lamen-
taban que ni la arquitectura ni las industrias artísticas no lograban configurar un estilo de la época cultural-
mente sancionado e invocaban el gótico como estilo ejemplar de una era no corrompida por la industrializa-
ción. Su defensa del mundo medieval se basaba en razones de tipo moral o espiritual. Sin embargo, había
quien creía que la formulación de un estilo no tenía que ver con la moral ni el espíritu, sino con las técnicas y
los materiales de cada época y que, por lo tanto, el estilo del futuro se encontraría en las técnicas y los mate-
riales de la era industrial. Aunque la obra de Gottfried Semper resulta a veces insoportablemente densa, sus
escritos son fundamentales para comprender las primeras formulaciones del estilo moderno que realizan algu-
nos arquitectos centroeuropeos como Berlage, Wagner o Loos, de los que más adelante hablaremos.
Semper era un arquitecto alemán que residió como exiliado en Londres entre 1849 y 1855, coinci-
diendo con los años de preparación y exhibición de la Great Exhibition en la que realizó algunas colaboracio-
nes. Gracias a su acercamiento al círculo de Sir Henry Cole, Semper obtuvo un puesto como profesor en el
Department of Practical Art de la escuela de diseño creada por el Board of Trade donde aplicó un sistema de
enseñanza totalmente anticonvencional pues en lugar de enseñar dibujo y composición ornamentales instruía a
sus alumnos en el aprendizaje de las técnicas de taller: cerámica, carpintería, metal, tejeduría, etc. El principio
más importante de la enseñanza de Semper se basaba en la aplicación de la teoría al trabajo práctico ya que
estaba completamente convencido de que los artistas no podrían ser competentes ni tener una autoridad dentro

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de la industria si no conocían sus resortes. Sus métodos no eran demasiado bien vistos por sus colegas y
superiores por lo que en 1855 se trasladó a vivir a Zurich, ciudad más afín a su cultura que, además, le ofrecía
mejores oportunidades como profesional de la arquitectura. Sin embargo los años pasados en Londres y su
atento análisis de los fenómenos de confusión estilística mostrados en la Great Exhibition serían fundamenta-
les para la articulación y redacción de los dos primeros tomos de su gran obra Der Stil, publicada en 1860-
1863 y considerada hasta la primera década del siglo XX como la mejor reflexión sobre los principios del
estilo en cada época. Su propósito era:

“Descubrir en lo concreto las leyes y las normas que regulan la génesis y el devenir de los fenómenos artísticos y
del resultado de esta investigación recabar algunos principios generales que constituirán las directrices de una
teoría empírica del arte” .51 (Traducción del italiano Isabel Campi).

Las teorías de Semper se basaban en un amplio y profundo conocimiento de la historia y en una visión
materialista y técnica del arte. De acuerdo con las mismas el estilo no consistía simplemente en la amalgama
de las formas de un período determinado, sino en un proceso de diseño que elevaba hasta la significación
estética el contenido de una idea al servicio de la cual, se ponían los materiales, el proceso técnico y la fun-
ción. Semper calificó su nueva formulación de “estética práctica” y con el objetivo de eliminar la tradicional
separación entre “artes mayores” y “artes menores” afirmaba que las artes decorativas y el impulso ornamen-
tal eran históricamente anteriores a la aparición de los edificios52. Aunque de hecho Der Stil es una obra que
intenta analizar la génesis del estilo en la arquitectura su estructuración corresponde a las técnicas propias de
las industrias artísticas y su primer volumen está totalmente dedicado al análisis de la historia textil.53 Semper
no era un funcionalista avant-la-lètre en el sentido que ni rechazaba el ornamento ni se dedicó a explorar sis-
temáticamente el significado estético de la función, sin embargo su posición era totalmente opuesta a la recu-
peración romántica y moralista del gótico y el mundo medieval. Según Semper el artista y el arquitecto debían
involucrarse plenamente con la industria y su mayor defecto era que en plena era de la mecanización éstos no

50 Wolfgang Herrmann. Gottfried Semper. In Search of Architecture, The MIT Press, Cambridge Massachusetts, Londres, 1984. p. 67
51 Gottfried Semper. Lo stile nelle arti tecniche e tettoniche o estetica practica. Manuale per tecnici, artisti e amatori. (Traducción a
cargo de A.R. Burelli, C.Cresti, B.Gravagnuolo, F. Tentori) Editori Laterza, Roma-Bari, 1992. p. 6. [1ª Edición Frankfurt, 1860]
52 Las primeras reflexiones de Semper sobre el problema del estilo aparecen en el artículo Wissenschaft, Industrie und Kunst publicado

en 1852 . Ver: Pere Hereu, Josep María Montaner, Jordi Oliveras (Eds) “Ciencia, industria y arte” en Textos de arquitectura de la
modernidad, Ed.Nerea, Madrid, 1994, pp.154-158.
53 Semper no utilizaba las expresiones Kunsthandwerk o Kunstgewerbe para referirse a las artes decorativas o a la artesanía artística

sino que utilizó el termino Kunstindustrie que literalmente significa industria artística. Op. Cit. p. 7

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sabían dar con el estilo que se correspondía con los nuevos materiales y las nuevas técnicas ya que tendían a
esconderlos.
El diseñador Christopher Dresser fué discípulo de Semper y continuó en Londres la tarea docente de
su maestro en el Department of Practical Art. En muchos sentidos fué un caso aislado, un personaje que no se
puede adscribir estrictamente al movimiento de las Arts and Crafts ya que siempre se contempló a sí mismo
como un diseñador comercial y no como un artista. Aunque Dresser trabajaba para las industrias artísticas
cuyo mercado era una clase media refinada deseosa de ponerse al día de acuerdo con las nuevas directrices
del gusto que proponían las revistas y publicaciones de la época, su filosofía era diferente de la de los artistas-
artesanos. Dresser decoraba sus cerámicas con ornamentos naturales muy esquematizados y se basaba en el
principio de que la idoneidad y la funcionalidad son de gran importancia en los objetos decorativos. Como los
científicos, aspiraba a encontrar un método objetivo que pudiera aplicarse a la decoración y al diseño. Era un
hombre de mentalidad independiente que trabajó para empresas de cerámica, de vidrio y de metal. Su obra
más insólitason unos juegos de té y de sobremesa chapados en plata cuya sencillez y claridad geométrica son
sorprendentemente modernas y que parecen ser el resultado de su empeño en lograr formas de fácil construc-
ción, que ahorraran material y simplificaran los procesos productivos. Sus trabajos en vidrio explotaban el
brillo del material mientras que sus vasos de cerámica se inspiraban en el arte precolombino en el chino o
mejor en el japonés, del que tenía un excelente conocimiento.54

54Widar Halén. Cristopher Dresser, Phaidon/Christie’s. Oxford, 1990. Michael Whiteway (Ed): Christopher Dresser. A Design Revo-
lution, Victoria & Albert Museum, Londres, 2004

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