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El teatro de Antón Chéjov.

Sergio J. Monreal

Pulviscular. La palabra que, como moscardón viene a aletearme en la oreja cada vez

que, en privado o en público, trato de dar con una cifra capaz de centrar de modo conjunto

los cuatro grandes dramas chejovianos de madurez (La Gaviota, Tío Vania, Las tres

hermanas y El jardín de los cerezos) es “pulviscular”. Dice el director Peter Stein que uno

de los rasgos distintivos del teatro de Chéjov consiste en recortar las acciones “en una

serie de miniacciones que forman una cadena de escenas minúsculas”. Buen punto para

advertir la omnipotencia que lo pulviscular adquiere en todo lo que Chéjov toca, siquiera

desde esos cuatro dramas.

La revolución chejoviana para la escena es el equivalente dramático de cuanto

Marcel Proust ensayó desde la novela, aun cuando a primer golpe de vista acaso pueda

parecer que Proust consuma, partiendo de zonas de interés y focalización muy próximas a

Chéjov, una vuelta de tuerca mucho más radical.

Porque en Chéjov se reconoce, sí —y de modo casi unánime—, la preeminencia de

cuanto por lo habitual es considerado anodino, banal y ordinario; parte de la maestría que

festejan los comentaristas de su narrativa y de su teatro tiene que ver con la capacidad

que despliega para volver digno de contarse y de leerse aquello que, en manos de otros

escritores, sirve apenas como complemento y aderezo: útil desde la periferia a la hora de

otorgar color, verosimilitud y coherencia a lo “realmente importante”, pero sin auténtica

relevancia en sí mismo. No obstante, dicho elogio pareciera quedarse dando vueltas en

una difusa zona fronteriza, donde nunca queda claro si el mérito será a final de cuentas

haber reformulado desde sus propios cimientos las nociones de relevancia y banalidad,
haber sabido sacar convencional provecho de materiales hasta ese momento

despreciados por las convenciones vigentes, o de plano haber anticipado el desencanto

nihilista de las décadas por venir bajo la visionaria convicción de que todo es irrelevante y

trivial.

Divergentes y aun contrapuestas posturas ante el teatro, la literatura, el arte, el

hombre y la existencia en general se desprenden del peculiar entendimiento que se tenga

del universo chejoviano. Personalmente estimo que la tarea primaria de cualquier devoto

de Chéjov, respetuoso a partes iguales de su escritura y su persona, consiste en evidenciar

el hondo sentido de responsabilidad espiritual que en todo momento lo anima, las

convicciones morales y éticas de su punto de vista, la comprometida solidaridad ante el

prójimo de su convicción creadora.

Chéjov nos invita a mirar sin complacencias. Pero Occidente lleva ya demasiado

tiempo conviniendo con inercial automatismo —y erigiéndolo axioma indiscutible— que

mirar sin complacencias equivale a dictaminar por anticipado que el ser humano está

podrido, que el mundo está podrido, que la realidad y la existencia están podridas. La

objetividad se identifica así con un cinismo nihilista, impermeable a todo atisbo de luz.

Por eso adquiere tal importancia distinguir en toda su amplitud las coordenadas

esenciales de un escritor que, a la par de una aguda sensibilidad para captar la infelicidad,

el desencuentro y el tedio, guiaba su aguda observación del ser humano amparado en una

permanente sonrisa cómplice y en un hondo sentido de la comprensión. En lo personal,

llevando acaso al extremo las intuiciones de varios de sus más lúcidos exégetas, considero

que no se puede mirar y leer a Antón Chéjov si no es en una escala cósmica, aun cuando de

entrada magnitudes tales se antojen tan remotas, tan ajenas a él. Será justo por la

aparente insustancialidad de aquello en que demora su mirada, por el talante de


doméstica cotidianidad en que semeja abstraerse, y por el riesgo de despacharlo a partir

de ahí en cerrados términos de virtuosismo técnico o prestigio curricular acumulado, que

diversas figuras, tales como Nemirovich Danchenko, Sergio Pitol, Antonio González

Caballero, Raymond Carver, Galina Tolmacheva, Julio Cortázar o el propio Peter Stein

insisten de modo tan sostenido como sutil en aguzar la atención y la intuición ante el

pulviscular tumulto de impresiones que Chéjov nos prodiga, para advertir los múltiples y

vastos más allá a que nos invita. Será por ello también que el propio Chéjov coloca en el

primer acto de La gaviota (con su ironía, su ternura y su puesta en duda permanentes) esa

obra tan extraña, tan atípica, tan convencionalmente antichejoviana, escrita por

Konstantin Gavrílovich Tréplev.

Una pieza que juega, con alegóricas intenciones, a materializar sobre el pequeño

escenario habilitado en una finca campirana un puñado de magnitudes metafísicas y

siderales. ¿Qué actitud hemos de adoptar frente a ella? ¿Qué actitud nos atreveremos a

aventurar que es la que adopta el autor de La Gaviota? Es cierto que, de cara al teatro,

Chéjov compartía expectativas y entusiasmos de renovación análogos a los que el joven e

infortunado dramaturgo de La Gaviota, a lo largo de cuatro actos, no se cansa de

manifestar como contrapunto y prolongación de sus cuitas amorosas y existenciales; pero

también es cierto que Chéjov nunca dio a los escenarios o a la imprenta nada que en

términos de enfoque y manufactura se pareciera ni remotamente al texto que escribe su

personaje. ¿Se toma en serio Chéjov lo que Tréplev dice en su obra? ¿Se toma Chéjov en

serio la forma en que lo dice? ¿O en ambos casos se está riendo, primero y antes que nada

de sí mismo?

El mundo de impresiones sensoriales que las novelas de Proust postulan como

punto de partida para una reconfiguración general de la propia noción de realidad, es el


mismo que Chéjov, a partir de La Gaviota, aspira a ver representado sobre el escenario

teatral, ya no mediante digresiones discursivas, sino mediante la acción presente del

actor. Dicho mundo de impresiones también interesaba a Constantin Stanislavski, y de ahí

la confluencia entre ambos. Pero mientras Stanislavski veía en él un medio, Chéjov asumía

ese mundo y su representación como el fin último y esencial de cuanto en teatro le

interesaba decir. Y eso los distanciaba irreparablemente, según hacen constar diversos

testimonios, a menudo despachados con excesiva ligereza por los comentaristas.

Los cuatro dramas de madurez de Chéjov fundan una teatralidad nueva, inédita, no

porque con anterioridad la impresión de antidramática naturalidad cotidiana hubiera

estado por completo ausente de los escenarios, sino porque hasta entonces nadie había

concebido la opción de que pudiera convertirse en centro, fin y eje dominante de una

propuesta dramática completa: un artificio capaz de aparentar naturalidad extrema,

sostenidamente anticlimático, privilegiador del “no hacer”, ajeno a cualquier género de

impostación, y apoyado esencialmente en la vivencia sensorial (antes que emotiva), así

como en la construcción y combinación impresionista de diversas atmósferas

(individuales, colectivas, de interrelación, espaciales, etc.).

En pleno siglo XXI, el espectador mayoritario difícilmente asociará tal naturalidad

con la escena teatral, dadas las exigencias de proyección, énfasis y “agrandamiento” que

ésta exige; sin embargo, hace tiempo que se ha habituado a ella, gracias a las posibilidades

y exigencias que la actuación adquiere en el contexto cinematográfico.

Cuesta trabajo recordar que Chéjov fue el primero en soñar (y tomar medidas

prácticas para llevarlo a efecto) un artificio escénico íntegramente sostenido por la fiel

impresión de minucia cotidiana. Cuesta trabajo reconocer que Chéjov estaba plenamente

convencido de la plena viabilidad de semejante artificio dentro de las condiciones de


representación del teatro de su tiempo. Chéjov concibió La Gaviota, Tío Vania, Las tres

hermanas y El jardín de los cerezos (e insistió en lo que le parecía el modo más correcto de

representarlas con una voluntad que a la distancia resulta cada vez más transparente)

durante una época donde el cine se hallaba lejos de poder requerir un tipo de

interpretación actoral determinada, y donde el edificio teatral europeo obedecía a ciertos

estándares de diseño y aforo generalizados. Chéjov conocía y amaba el teatro. Y fue desde

ese conocimiento (físico, material, sensorial) y desde esa devoción, que concibió como

verosímil y viable ya no digamos obras donde el verismo dramático se sustentara en los

detalles más íntimos, sutiles e impalpables, sino donde dichos detalles fueran a la vez el

punto de partida y de llegada.

El ruso Antón Chéjov, el noruego Henrik Ibsen, el sueco August Strindberg y el

italiano Luigi Pirandello son lo que el investigador argentino Jorge Dubatti denomina

instauradores de discursividad. A la par de la indispensable valía que en tanto artífices de

singulares, geniales e irrepetibles travesías creadoras quepa reconocerles, su relevancia

tiene que ver con el hecho de haber propuesto, desde el ejercicio dramatúrgico,

modalidades expresivas que a partir suyo se volverían indispensables para la noción

misma de teatralidad.

La definitiva consolidación de la sociedad burguesa y el capitalismo industrial

planteó para Occidente necesidades inéditas en el orden de la representación escénica.

Había no sólo que representar cosas que no habían sido jamás representadas; aun los

ancestrales temas y los perennes conflictos que el teatro venía actualizando desde la

Grecia ática adquirían configuraciones desconocidas. Un nuevo perfil de individuo y un

nuevo perfil de orden social demandaban nuevos perfiles de enunciación dramática. La

sostenida vigencia del legado de estos dramaturgos se explica en parte por el hecho de
que, con todos sus estrafalarios movimientos de superficie, continuamos en buena medida

habitando la misma, incólume y socarrona sociedad burguesa cuyo advenimiento

celebrara tan enfáticamente Diderot, y cuya más temprana crítica integral correspondió a

ellos cuatro junto a tantos otros (Meininger, Stanislavski, Antoine, Maeterlinck, Jarry, etc.).

Las discursividades incorporadas por Chéjov, Ibsen, Strindberg y Pirandello al

lenguaje teatral no son excluyentes, sino complementarias, y permanentemente están

entrecruzándose, lo cual complejiza su abordaje y análisis. El ejemplo más ilustrativo a

este respecto quizá lo ofrezca la relación e influencia entre Ibsen y Strindberg. Los

primeros dramas del dramaturgo sueco muestran una intencionada voluntad de mimesis

frente al noruego, a quien comenzó admirando y terminó fustigando de manera

implacable. En El Padre está presente ya con nitidez y a plenitud el universo inconsciente

que da eje de principio a fin a la dramaturgia strindbergiana, pero se halla permeado por

una voluntad de exposición polémica, de debate ideológico explícito, propios de Ibsen. Por

su parte, la influencia de Strindberg en su maestro y antagonista irá haciéndose cada vez

más clara en los llamados dramas simbolistas de la última etapa de la travesía creadora

ibseniana; sin dejar de ser ante todo polémicas a propósito del orden, el ascenso y el

descenso sociales, así como un debate abierto sobre las normas de convivencia civil

dentro de la sociedad burguesa, Juan Gabriel Borkman, Solness el constructor o La dama

del mar muestran el creciente interés de Ibsen por las zonas de exploración íntima,

subterránea, onírica, existencial y psíquica que su joven vecino escandinavo le había

descubierto.

En los cuatro grandes dramas de madurez de Chéjov, tanto el enmascaramiento

social y sus referentes básicos (la propiedad, el trabajo, el dinero, la clase) como las

fuerzas del mundo inconsciente, están siempre en acción. Y otro tanto puede decirse del
enmascaramiento teatral y del radical cuestionamiento a la idea de identidad, propios de

Luigi Pirandello. Pero lo que ocupa en todo momento el primer término es el carácter

íntimo, inmediato, doméstico, familiar, de personajes dispuestos en conjunto durante

aquellos lapsos mayoritarios donde no sucede nada. Ni los fantasmas ocultos del

inconsciente individual o colectivo, ni las fuerzas e intereses del orden civil llegan a pasar

jamás a primer plano, si bien en ningún momento dejan tampoco de hacer sentir su

presencia y su influencia. Lubiov Andréievna estrecha la mano del hombre que

materializa a su hijo muerto, y Lopajin instrumenta la estrategia legal y comercial que le

permitirá apropiarse de El jardín de los cerezos, consolidando su triunfo y el de su clase

sobre los últimos restos de la vieja aristocracia feudal; pero todo ello, a diferencia de lo

que con probabilidad hubiera sucedido con esta misma historia en manos de Strindberg o

de Ibsen, no parece sino un complemento para lo aquí esencial: un breve e indefinible

sonido que llega desde lejos (y al cual exigirá Chéjov se le sustraiga cualquier

grandilocuente énfasis dramático), o el progresivo achispamiento de un criado que se ha

ido bebiendo toda la champaña mientras los demás conversan.

Resulta por supuesto lícito proponer desde la puesta en escena que tales énfasis en

lo “nimio” e “irrelevante” se vuelvan un recurso de apoyo para otorgar mayor tensión al

“verdadero drama”. Pero llevar a buen puerto semejante propuesta exige distinguir y

aceptar que desde el texto dramático Chéjov no establece ningún género de preeminencia

entre los debates ideológicos sobre el futuro de Rusia, y el modo en que dos enamorados

coquetean aprovechando la ausencia de la hermana mayor de la novia. ¿Qué es lo

importante y qué lo secundario? Con Chéjov no podemos incurrir sino a un altísimo costo

en la idea de lo obvio. “Obvio que lo importante son los clímax de la excepción individual y

social”; “obvio que la insistencia en lo insignificante constituye una estrategia efectista en


aras de un mayor y más intenso dramatismo”. Antes de decantarse con jubilosa suficiencia

ante esas hipotéticas obviedades, sería de mínima decencia prestar oído a los

abundantísimos e insistentes pronunciamientos de Chéjov en sentido contrario.

Pese al prestigio de innumerables comentaristas respecto a la radical originalidad

del teatro chejoviano, la historiografía teatral dominante, así como la enseñanza

escolarizada que de ella abreva, acostumbran despachar al dramaturgo ruso como parte

de una incierta corriente denominada “realismo psicológico”, en la que se mezclan de

manera arbitraria —por lo regular desordenada— rasgos literarios heredados con

automatismo de la narrativa en general y de la novela en particular, y algunos matices

correspondientes a las innovaciones en la pedagogía actoral de finales del XIX y principios

del XX. La batalla iniciada por Nemirovich Danchenko para evidenciar la autonomía y

novedad de los dramas de Chéjov, siquiera en el plano discursivo, teórico y conceptual,

lejos está pues de ser ganada aún.

En el extremo opuesto de quienes, de manera insólita, continúan considerando las

dramaturgias chejoviana, ibseniana y strindbergiana como pertenecientes a un mismo

estilo, a veces el celo por establecer la extrema distinción y singularidad de Chéjov

respecto de aquellos dramaturgos esenciales al lado de los cuales tiende a agrupársele,

puede por su parte contribuir de manera involuntaria a un ensimismado desenfoque y a

una abusiva caracterización autorreferencial de su legado. Tal es el caso de Galina

Tolmacheva en el prólogo de su imprescindible versión del Teatro Completo de Chéjov en

castellano, cuando al desmenuzar lúcidamente ciertas peculiaridades de sus dramas de

madurez sentencia que el maestro ruso no tiene ni puede tener sucesores, y que su estilo

es tan personal que nació y murió con él mismo. Tan tajante aseveración obvia la
omnipresente influencia de las más esenciales intuiciones chejovianas en el teatro (el cine

y la televisión) de todo el mundo.

Cierto, encontrar directores, actores, pedagogos o cineastas que compartan el

sentido y los fines últimos de las búsquedas de Chéjov sobre la escena sigue

constituyendo una excentricidad y una anomalía, incluso en pleno siglo XXI. Pero ello de

ninguna manera impide que la discursividad incorporada por Chéjov como fundamento

para el lenguaje teatral contemporáneo pueda ser aprovechada incluso por modalidades

expresivas y de representación por completo ajenas a las inquietudes e intereses que les

dieron origen.

El universo emotivo dentro de los dramas de madurez de Chéjov no se construye a

través de una confrontación directa e inmediata con las emociones propiamente dichas de

los personajes, sino mediante un énfasis sostenido en su sensorialidad física (sonidos,

olores, sabores, texturas, tonalidades, ritmos) y en la manera que ésta, al dejarse fluir con

entera libertad y sin finalidad preconcebida explícita, va dándole forma a las atmósferas,

los caracteres, las pasiones y los conflictos. Se trata pues de un camino que llega a la

verdad escénica y a la impecable precisión formal desde una habilísima apariencia de

entera espontaneidad sensacionista; los personajes se limitan a sentir en la estricta

acepción perceptual del término, y la emoción (pero sobre todo esa particular sutileza, esa

jamás forzada contención del medio tono chejoviano) brota como consecuencia con

pasmosa naturalidad.

Chéjov vislumbró y reivindicó, con todos los medios a su alcance, la plena viabilidad

de estas y otras intuiciones, aunque confesando una y otra vez su incapacidad para

indicarles a actores y directores cómo cristalizarlas a nivel técnico sobre el escenario. A

más de cien años de distancia, han debido ser ellos mismos de cara al público, como
artífices y ulteriores validadores de toda pedagogía actoral y escénica, los encargados de

aventurar y consolidar respuestas válidas y compartibles para aquellas inquietantes

preguntas. Eso que Galina Tolmacheva denomina “realismo impresionista”, que Antonio

González Caballero identifica como “naturalismo chejoviano”, que algunos prefieren

mejor llamar “hiperrealismo teatral”, que determina cuantos apoyos y énfasis se

privilegian dentro del “Método” de Lee Strasberg y la tradición entera del Actor’s Studio, y

que suele servir de base a lo que se imparte en casi todo curso de “actuación para cine”, ha

devenido indispensable moneda de uso corriente en todo el mundo.

La propuesta de un artificio capaz de generar impresión de naturalidad cotidiana a

partir de enfatizar los detalles menos convencionalmente dramáticos de ésta, es una

norma sin la cual a estas alturas, así para creadores como para espectadores, la idea

misma de representación resultaría en buena medida inconcebible.

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