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Cáncer hay más de uno

Para empezar, el cáncer no es una sola enfermedad. Bajo este término encontramos
agrupadas a más de un centenar de patologías. No se aborda igual un cáncer de mama,
que un cáncer de piel, que otro que afecte al cerebro, ya que las células tumorales que se
desarrollan en cada uno de estos órganos son completamente diferentes.
Además, dado que estás células pueden adaptarse o mutar de diversas maneras, dentro de
cada tipo de cáncer podemos encontrar diferentes variedades o subtipos, que también
deben tratarse de una forma diferente, porque no todos responden a los mismos fármacos.
Incluso la misma enfermedad puede comportarse de forma distinta cuando se produce en
diferentes individuos.
Para complicarlo más aún, dentro del mismo tumor y del mismo individuo, puede haber
zonas que se comporten de manera diferente al resto. ¿A qué se debe esta variabilidad?
Pues a un fenómeno que llamamos heterogeneidad intratumoral.
Imaginemos una masa tumoral como un cubo de Rubik. Cada cara muestra un color
diferente, es decir, una población de células característica. Ahora pensemos que hay cubos
de Rubik de muchos tamaños y formas diferentes, en los que tanto el número de piezas
como el de caras puede aumentar su complejidad. Y las caras no permanecen estáticas.
Las piezas pueden cambiar su posición constantemente, provocando cambios en varias de
las caras del cubo. Pues algo así pasa con los tumores.
Además, quien alguna vez ha intentando resolver un cubo de Rubik sabe que siempre hay
un color que se nos resiste más que el resto. En los tumores también ocurre, ya que
algunas células cancerosas son capaces de protegerse frente los ataques contra el tumor,
bien camuflándose para no ser detectadas, bien consiguiendo resistir al ataque. Y eso las
hará más fuertes frente a tratamientos futuros.
Por tanto, pretender que se descubra una “fórmula milagrosa” capaz de tratar todos los
cánceres de la misma manera es ignorar la biología de los tumores.

Una carrera de fondo


En términos generales, la investigación oncológica está movida por un objetivo común:
identificar los puntos débiles de los tumores para poder combatirlos. Atacando
esos tendones de Aquiles conseguiremos mejorar la eficacia de los tratamientos y
disminuiremos los efectos secundarios.
Pero estamos ante una carrera de fondo. Allá por los años 60 se observó que, en algunos
tipos de leucemias, las células cancerosas tenían un cromosoma mucho más corto de lo
normal, que las diferenciaba de las células normales. A este cromosoma, por la ciudad en
la que se identificó, se le llamó cromosoma Filadelfia. En los 70 se descubrió que su origen
estaba en la escisión de fragmentos de los cromosomas 9 y 22 que intercambiaban
posiciones dando lugar a un cromosoma 9 alterado y a un cromosoma 22 mucho más
pequeño, el Filadelfia.
Los años 80 nos trajeron el descubrimiento de la proteína aberrante BCR-ABL, producto de
la reorganización de la información genética al permutar las “piezas rotas” de los
cromosomas 9 y 22. Esta proteína parecía ser la responsable de la enfermedad y solo se
expresaba en las células malignas. De ahí que, durante los años 90, muchos científicos se
centrasen en buscar un compuesto que fuera capaz de bloquear la función de esta
proteína, imprescindible para la supervivencia de las células de leucemia.
De entre los muchos que se evaluaron, uno, el STI-571, parecía especialmente bueno
destruyendo células malignas. Este compuesto, más tarde renombrado como imatinib (o
Gleevec), fue aprobado para tratar leucemias con presencia del cromosoma Filadelfia en
2001 (cuarenta años más tarde de que arrancase todo), revolucionando el tratamiento de
esta enfermedad y disminuyendo drásticamente su mortalidad.

Las nuevas armas contra el cáncer


Desde entonces se han descubierto los tendones de Aquiles de otros muchos cánceres,
base para diseñar nuevas terapias que los atacan justo en esos puntos débiles. Estas
terapias se basan en el uso de los llamados “fármacos de precisión” que destruyen las
células malignas, reduciendo además los efectos sobre las células normales en
comparación con los tratamientos no dirigidos, como es la quimioterapia.
Atacar los puntos flacos de las células tumorales también puede resultar útil para revertir
su habilidad de escapar al control de nuestro organismo. Como explicaba en “Cómo unas
células sordas y manipuladoras originan el cáncer”, las células cancerosas, usando diversos
disfraces, se camuflan para no ser identificadas por nuestro sistema inmune, que, de
reconocerlas como anormales, las destruiría.
Los investigadores han conseguido entrenar el sistema inmune de pacientes con algunos
tipos de cáncer para aprender a reconocer las células tumorales a pesar de su disfraz. A
esta terapia se la conoce como CART y ya se está aplicando con éxito en algunos
hospitales para ciertos pacientes con cánceres de la sangre. Los avances científicos en esta
dirección son alentadores, y la terapia con CART podría significar en un futuro la curación
de muchos cánceres.

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