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Libro para el promotor

Gerardo Cirianni y Luz María Peregrina

ilustraciones: Irma Bastida Herrera


Alfredo Del Mazo Maza
Gobernador Constitucional

Alejandro Fernández Campillo


Secretario de Educación

Consejo Editorial
Presidente
Sergio Alejandro Ozuna Rivero
Consejeros
Rodrigo Jarque Lira, Alejandro Fernández Campillo,
Marcela González Salas y Petricioli, Jorge Alberto Pérez Zamudio
Comité Técnico
Félix Suárez González, Marco Aurelio Chávez Maya
Secretario Ejecutivo
Roque René Santín Villavicencio

Rumbo a la lectura I. Libro para el promotor


© Primera edición: Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de México, 2018

D. R. © Gobierno del Estado de México


Palacio del Poder Ejecutivo
Lerdo poniente núm. 300,
colonia Centro, C. P. 50000,
Toluca de Lerdo, Estado de México.

© Gerardo Cirianni Giordana y Luz María Peregrina Ochoa, por texto


© Irma Bastida Herrera, por ilustraciones

ISBN (obra completa): 978-607-495-655-9 | ISBN: 978-607-495-656-6

Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal


www.edomex.gob.mx/consejoeditorial
Número de autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal CE: 205/01/39/18

Impreso en México / Printed in Mexico


Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento,
sin la autorización previa del Gobierno del Estado de México, a través del Consejo Editorial
de la Administración Pública Estatal.
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Prólogo

La lectura y la escritura se han constituido


en las últimas décadas en dos de los grandes temas de análisis, con-
versación, discusión y preocupación ciudadana. Los intercambios de
opiniones —a veces, apasionados debates— respecto de si están más
o menos presentes que antes, de cómo y para qué se ejercen, de las
responsabilidades colectivas que generan, de los modos de instalarlas,
diversificarlas y fortalecerlas, han trascendido largamente las fron-
teras escolares.

Hemos compartido con niños, jóvenes y adultos conversaciones


cuyo punto de partida son las miradas sobre los libros. Nuestro tra-
bajo ha consistido en seleccionar material escrito que pueda intere-
sar a los grupos con los que trabajamos, ponerlo a su disposición
para que lo exploren con libertad y proponer distintas formas de
relación con esos textos. También hemos leído, contado y escrito
con las personas con las que nos hemos encontrado; y, además, lo
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hemos hecho para ellas. Estas experiencias nos llevan a afirmar que
es indispensable reconocer y valorar diferentes formas y propósitos
del habla propia y ajena para que la lectura y la escritura se incor-
poren a la vida cotidiana de la gente.

Para valorar los actos de lectura y escritura es preciso percibir las for-
mas diferentes en que circula la palabra en nuestro mundo interno
y en nuestro entorno. Por eso, escucharnos y escuchar ocupan el lugar
central de nuestros encuentros con quienes queremos alentar para que
lean y escriban.

Enseñar a leer y formar lectores podrían ser conceptos idénticos. Pero


no es así. Enseñar a leer, en general, se vincula con la incorporación
de una tecnología a partir de un método. Nosotros nos proponemos
la formación de lectores; y esto no significa, necesariamente, enseñar a
leer. Nuestro trabajo plantea qué hacer con esa tecnología, cómo po-
tenciar su presencia en diferentes circunstancias de la vida diaria, de
qué manera disfrutar de los descubrimientos —que están al alcance
de todos— que nacen de las palabras de otro tiempo y de otro espacio.

Al escribir esta obra pensamos en los maestros que diariamente tie-


nen que mostrar esas maneras particulares del decir que se reflejan
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en la palabra escrita. También, en los bibliotecarios que desean abrir,


a muchas miradas y propósitos, esos cientos o miles de volúmenes
que se les han encargado. Pero además, queremos que los padres y
madres que desean alentar a otros niños, jóvenes o adultos a leer
y escribir encuentren en este libro motivos para la reflexión e ideas
para la acción.

Quien se acerque al tomo I de Rumbo a la lectura encontrará nuestras


reflexiones sobre temas que giran alrededor de la lectura y del lector,
de la importancia de hablar y de escuchar al que habla, del lugar de
la narración y de la lectura en voz alta en el fomento de la lectura.
En el tomo II planteamos actividades que están directamente rela-
cionadas con los temas que tratamos aquí. El lector notará, además,
que las actividades parten de lo básico y se van complejizando en la
misma medida en que cualquier persona avanza en su proceso lector.

La manera que elegimos para decir y proponer es sencilla. Contar


cosas que hemos visto, sintetizar conceptos que pueden resultar ve-
hículos de intercambio de experiencias y motivos para el análisis, y
proponer formas de trabajo que impulsen actos de expresión oral, de
lectura y escritura.
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Introducción

Queremos empezar planteando algunas ideas


sobre el lugar que ocupan las palabras en nuestra vida, incluso mucho
antes de que la primera letra escrita pueda ser reconocida por nosotros.

Las palabras, cantadas y contadas, nos familiarizaron con los sonidos


y con el ritmo de nuestra lengua y, desde luego, con las primeras his-
torias, aquellas aprendidas en el inicio de nuestra existencia y que nos
acompañarán hasta el fin de nuestra vida.

Estos sonidos, ritmos e historias nos construyeron como hablantes y


nos prepararon para ingresar al mundo de la escritura, un territorio
que, bastante antes de nuestra alfabetización formal, era más anhela-
do que misterioso. Porque algunos de los conocimientos de los libros
los fuimos develando en contacto con otros niños y con los adultos
entre los que crecimos. Aún no estábamos alfabetizados, pero ya
sabíamos gran cantidad de cosas sobre los libros y la escritura. Sólo
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nos faltaba un pasito: conocer las letras como representación de las


cosas y de las emociones.

Ese momento lo esperábamos con ansia y, cuando llegó el día, está-


bamos convencidos de que íbamos a disfrutar de los nuevos mundos
que esas letras nos abrirían. Además, percibíamos algo importante: la
lectura nos pondría en contacto con conocimientos que harían que
fuéramos más respetados, más reconocidos. Aprender a leer y escribir
significaba ingresar de manera definitiva a nuevas relaciones con el
mundo de los adultos.

Pero, desafortunadamente, la magia duró poco. La esperanza se


transformó en infortunio; el deseo, en obligación; los conocimien-
tos, en frases con escaso o nulo significado. Para que este naufragio
ocurriera, no se requirió más que unos cuantos años; aunque, para
algunos, nunca cesó la existencia a la deriva en el territorio de la pa-
labra escrita.

A pesar de ello, no compartimos las voces que proclaman la derrota


de la relación de los niños y de los jóvenes con la lectura y la escri-
tura. Creemos que está en nosotros, los adultos que los queremos y
que confiamos en ellos, ayudarlos a recuperar las fantasías iniciales
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que animaron tantos deseos. De esas cosas nos propusimos conver-


sar en esta primera parte. Ojalá nuestras ideas resulten de interés.
l o q ue s abe mo s de l a l e c t ura
ant e s de ap r e n der a l e e r
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Con los que aún no leen

Cuando mantenemos una relación cotidia-


na con niños, tarde o temprano nos asalta la preocupación de qué
hacer para que comiencen a disfrutar de la lectura, para que descu-
bran en los libros lo que tanto les gusta: cuentos, leyendas, chistes,
canciones, adivinanzas, anécdotas y poemas.

Cantar, contar y leer son actividades que atraen a los niños porque,
por medio de ellas, escuchan a alguien que les habla para con-
tarles cosas. Les gusta que les narren. Una de sus preferencias
es escuchar la misma historia una y otra vez, ya sea para me-
morizarla, para descubrir las variaciones que introduce el
lector o el narrador, para descubrir características de los
personajes o de los sucesos con los que pueden identi-
ficarse y, por supuesto, para conocer las posibilidades
de significado que la intención de la voz puede dar
a las palabras.
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Al darse cuenta de la lógica de la narración, los niños empiezan a ha-


blar acerca de ellos, de sus gustos y disgustos, de sus pérdidas, de sus
paseos, de mamá y papá, de lo que quieren hacer y de lo que son en
sus fantasías. Les encanta descubrir que pueden contar cosas acerca
de ellos mismos, como sucede con los libros y la tradición oral de los
grandes personajes.

Cantar

Las posibilidades tonales de la voz son el medio natural para expresar


estados de ánimo y emociones. Por su intermedio, los niños que
todavía no han incorporado el lenguaje perciben cuando alguien está
contento, enojado, triste… Van registrando el acontecer y conociendo
el mundo, de ahí su necesidad de ejercitar distintos sonidos (balbuceo,
risa, llanto). Más adelante, cuando hablan, perciben y reconocen cada
nuevo matiz en la voz de quienes los rodean y suelen repetir las frases
que escuchan, imitando a quien las dijo en un proceso natural de
adquisición de vocabulario.

El canto y la música transmiten secuencias de sonidos, estructuras mu-


sicales que evocan distintas emociones. Ese tránsito de emociones ge-
nera un dramatismo; en este sentido, la música también puede dar un
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marco narrativo a su fuerza emotiva. Cuando los pequeños escuchan


música, suelen asociar experiencias de vida y recordarlas.

Las canciones generan el mismo proceso al otorgarle significado al


sonido de la melodía que acompaña a la letra. Aunque los niños no
sepan el significado de las palabras y no entiendan a detalle la can-
ción, comprenden y construyen emociones que sienten o alcanzan a
representar con las palabras que conocen.

Cantar y contar son términos muy parecidos en español. Cantar es


contar, pero con una estructura musical incorporada a la voz; en la
prehistoria, todo canto contaba: como no existía la escritura, la me-
moria y la tradición oral fueron el único recurso para que la palabra
trascendiera el tiempo. Los coros y los estribillos de los cantos eran
importantes recursos nemotécnicos para contar largas y complica-
das historias.

La música y el canto son liberadores inmediatos de las emociones.


Esto es muy claro para los niños a los que se les habla, se les canta
y se les hace escuchar música. Antes de contar la primera anécdota
de su vida (por ejemplo, “Caí calle, ¡buaaa!”), ya tararean una o dos
melodías, imitando los matices de quien se los canta. Cuando se han
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apropiado del lenguaje cotidiano su capacidad de memorizar e inter-


pretar canciones es asombrosa.

Esa memoria y ese oído pueden aprovecharse al máximo. El interés


por lo nuevo y la curiosidad por lo diferente se demuestran en su
capacidad para aprender un tema de Cri-Cri, una canción popular o
una sonata de Mozart.

Con lo anterior queremos decir que la comprensión del transcurso


del tiempo, del antes y el después, del suceder y las diferencias de los
significados en el proceso de adquisición del lenguaje ocurre, en pri-
mera instancia, por medio del sonido y la musicalidad de la lengua; y
que reforzar esas capacidades es fundamental para afianzar la palabra
hablada de tal manera que, cuando se lea y se escriba, la sonoridad
del idioma representada en la mente del lector pueda ser reconocida
frente a diferentes tipos de texto.

Contar

A partir de que se incorporan la comprensión y la expresión del lenguaje a


la evocación emocional del sonido de las palabras, se suma la convención
del significado (así, el “guauguau” irremediablemente pasa a ser “perro”).
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Se descubre la importancia de la convención, es decir, del acuerdo entre


los hablantes para usar palabras. El sonido de cada palabra establecida
para nombrar algo, además de toda la carga emotiva e intencional que
porta, también se convierte en la representación mental de lo nombrado.

En los primeros años de vida, si el niño escucha a alguien que habla


en otro idioma, percibirá la intención y la emoción que el hablante
quiere transmitir; pero, si no conoce el idioma, no sabrá exacta-
mente lo que está diciendo. De cualquier modo, se dará cuenta de
que el código es otro, de que hablan y se entienden a partir de otra
convención.

Cuando uno se equivoca al contar o leer un cuento conocido por los


niños (aunque todavía no hablen bien ni puedan narrarlo), no termi-
na de decir la palabra equivocada y ya nos están corrigiendo: “A veces,
Daniela se encontraba con su tía Sara”. “No, Ana”.

Si se insiste en esta supuesta equivocación dando un tono festivo a la


frase, el error se convierte en un juego. Lo mismo ocurre si, en la co-
tidianidad, jugamos al error creativo: a decir jabón por jamón, pato por
plato, dedo por dado, etcétera. Es el momento en que los niños comien-
zan a disfrutar del juego con el sonido y el significado de las palabras.
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Contar y cantar son actividades que podemos compartir con ellos, in-
cluso desde antes de que nazcan. Los niños que están acostumbrados
a que les cuenten historias también disfrutan cuando les leen y, en la
mayoría de los casos, se convierten en lectores asiduos.

Cantar, contar, leer. Ellos deciden cuándo quieren compartir cada una
de estas acciones y son explícitos al pedirlas. “Mamá, cántame la de
las estrellitas”; “Abue, cuéntame Caperucita Roja”; “Papá, léeme La
pequeña niña grande”. Cuando las han experimentado, saben distin-
guir el sentido de cada una de estas acciones y comienzan a establecer
vínculos entre la palabra hablada y la palabra escrita.

Durante los primeros años de vida, escuchan con atención los cuen-
tos. Sus primeras narraciones corren al margen del orden de la his-
toria original, con grandes saltos en los sucesos y con varios aportes
de su imaginación. En general, cuando debutan con eficacia en la
narración, es sin ensayo general y en el momento más inesperado.

Es común que los niños a quienes se les ha narrado Caperucita Roja,


uno de los cuentos más conocidos en nuestra cultura, comiencen a dis-
frutar del juego de modificar la apariencia del lobo (si es amarillo, si
blanco con negro, si es flaco o pelado); el contenido de la canasta donde
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la niña lleva víveres para su abuelita (si son galletas con miel, panes con
mermelada o bien unas quesadillas de hongos); el paisaje del bosque
por donde se entretiene Caperucita (si hay flores u otros animales).

A los niños los seduce saber que pueden modificar el cuento cada
vez que lo cuentan. Más adelante, ya no se conforman con cambiar
detalles de la historia: se atreven con el argumento y convierten la na-
rración en un juego muy divertido; por ejemplo, Caperucita se come
al lobo, o la abuelita tiene una fábrica de abrigos de piel de lobo. Parte
de esta capacidad de jugar con las historias la aprenden de quienes
se las cuentan; pero también aprenden cuando se escuchan a sí
mismos, al darse cuenta de que sus ocurrencias son bien recibidas.
Cuando los niños empiezan a contar historias, suelen equivocarse
en algunos datos. Pueden decir que el lobo de Caperucita era mitad
negro y mitad rosa porque, en el momento en que lo decían, así lo
imaginaron. Las equivocaciones de este tipo también les da pie para
improvisar, jugar y, sobre todo, rescatar su propia voz.

La tradición oral está regida por la memoria. Sin embargo, la inter-


pretación del narrador (la historia contada desde su punto de vista)
siempre abre la posibilidad de alguna modificación, dado que la fide-
lidad de la historia que narra se construye a partir de su memoria, su
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compenetración y la intención en el momento en que la cuenta. Es


precisamente en esas variables donde reside el misterio del gusto de los
niños por escuchar la misma historia mas de una vez a pesar de que la
tengan aprendida de memoria.

Dar libros y lectura

El contacto con los niños por medio de la palabra es fundamental


a lo largo de toda la vida. Para los que aún no hablan y para los
que aún no leen, es definitivo. Hablarles, cantarles, contarles, leerles.
Dejarles claro que nos importa saber acerca de ellos: lo que hacen,
lo que sienten, lo que piensan, lo que desean, lo que sueñan; y que
nosotros también queremos que ellos sepan de nosotros, del mundo
y de otras personas con las que no compartimos el mismo espacio ni
el mismo tiempo.

Les contaremos pero, principalmente, les leeremos porque a lo largo


de la historia se ha escrito mucho acerca de aventuras, experiencias y,
también, sobre la vida de otra gente. La maravilla de los libros y de
los textos es que al leerlos, o al escuchar la lectura de otro, podemos
representarnos mentalmente —en la medida de nuestras posibilida-
des— todas esas otras vidas y esos otros mundos.
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Una actividad para enriquecer el habla en los primeros años de vida


de los niños, en la perspectiva de formarlos como lectores, es compar-
tir con ellos espacios de lectura en voz alta.

Quien lee en voz alta transmite por medio de su voz la del escritor que
intentó, por medio de la escritura, narrar una historia para la posteri-
dad. En este proceso de mediación entre el relato y quien lo escucha, la
palabra del escritor ya está involucrada con la de quien hace la lectura
en voz alta. Por ejemplo, quizá el autor de El gato con botas imaginó,
cuando escribía, un gato juguetón y astuto, pero el lector percibió un
gato más bien irónico y oportunista, de modo que la lectura en voz alta
recogerá las palabras del escritor, pero con la interpretación del lector
(su intención, sus pausas, tonos y exclamaciones).

Cuando asumimos el papel de lectores para acercar a los niños a la


lectura, es importante que nos permitamos licencias; por ejemplo es le-
gítimo adaptar, editar, modificar la historia… realizar los cambios que
juzguemos necesarios para captar el interés y provocar el disfrute de los
pequeños. Mientras leemos en voz alta es posible también dar paso a
la palabra de los niños: a sus afirmaciones, preguntas y descripciones.
Esta ida y vuelta permanente entre la voz del texto y la voz de los lec-
tores sirve para ampliar las lecturas que estamos haciendo.
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Aprovechemos todas esas lecturas, estimulemos narraciones orales,


alentemos la expresión de ideas, emociones y fantasías. Con cierto
entrenamiento, poco a poco, conoceremos el tipo de asociaciones
que hacen los lectores, sus deducciones, cómo sintetizan, amplían,
sustituyen o reordenan las palabras. Estas observaciones podrán
guiar nuestro criterio para conformar o ampliar un acervo (libros,
revistas, diarios, ilustraciones, música) que responda a sus deseos y
necesidades. Además de compartir espacios de lectura, es necesario
que los niños que aún no leen y que están en la primera infancia
puedan acercarse a los libros, los toquen, los miren, los manipulen.
Más tarde, cuando ya hablen, si están acostumbrados a que les lean
y les cuenten, pedirán libros con la naturalidad con la que piden sus
alimentos.

Actualmente, en el mercado circulan libros de plástico o de tela. Con


los objetos de este tipo se corre el riesgo de que las características
esenciales de un libro se pierdan para transformarse en un juguete
más. El hecho de que sea impermeable o irrompible constituye el va-
lor fundamental del objeto y no la historia que narra (con imágenes o
con texto) y cómo lo narra. También se han editado libros con pesta-
ñas para animar y descubrir ilustraciones ocultas; otros, con los olores
o figuras de papel que se arman conforme se abren las páginas. Estos
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materiales son, sin duda, atractivos; sin embargo, pueden confundir al


niño con respecto al sentido del libro. Además, los pequeños que ya
manipulan libros sin romperlos pueden ser inducidos a hacerlo, es-
timulados por las pestañas y figuras sobresalientes de la superficie de
las páginas. De modo que, al elegir los libros para los niños que están
aprendiendo a manipularlos, no debemos pasar por alto el diseño y
el material del que están hechos. Del mismo modo, recordemos que,
en la etapa oral, todo lo que está a su alcance lo conocen por medio
de la boca.

Es importante compartir con los niños los tiempos de exploración


de los libros para conocer sus preferencias, conocer cómo se acercan
a ellos y cuáles son las imágenes que les llaman la atención. Mientras
ellos los observan y aprenden a manipularlos, nosotros les leemos,
les mostramos sus ilustraciones y detalles para que observen; de esta
manera, aprenderán que esos objetos son continentes de las historias
que les leemos o les contamos.

Los modos del decir

La narración y la lectura en voz alta agregan a la función del lenguaje


las dimensiones del goce, del juego, de la construcción de vínculos a
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partir de los modos del decir. Estas posibilidades de la palabra ha-


blada y, con posterioridad, de la palabra escrita, se pueden descu-
brir tempranamente. Demorar estos descubrimientos puede generar
dificultades y pérdidas a veces muy difíciles de reparar. Pensemos,
por ejemplo, en las personas que se decepcionan cuando no pueden
descubrir el significado de un poema, porque consideran accesorio o
prescindible todo texto oral o escrito que no apunte a resolver un
problema concreto.

La narración y la lectura en voz alta llevan a los niños a descubrir que


una misma cosa puede decirse de maneras muy diferentes. Éste es un
hallazgo clave respecto de las funciones y las posibilidades del lengua-
je. Los niños, en su esfuerzo por expresarse, cuando no encuentran la
palabra que manifieste una idea o un sentimiento recurren de manera
natural a la metáfora; pero por diferentes motivos van dejando de ejer-
citar esta capacidad en el transcurso de la vida.

Narración y lectura en voz alta son recursos para el enriquecimiento y


diversificación de la oralidad y de la palabra escrita, asociadas al efec-
to y a las gratificaciones. Al escuchar y hablar sobre lo que se les lee
y se les cuenta, los niños van descubriendo en estas actividades dos
prácticas naturales del hombre: escuchar y decir. También asumen
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con naturalidad el recurso tecnológico de la escritura, que permite


proyectar la palabra a otro espacio y a otro tiempo.

De esta manera, la cultura escrita se vincula con la naturaleza del hom-


bre; y precisamente a la naturalidad tenemos que apelar cuando pensa-
mos en estrategias y actividades para la formación de lectores.
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Lo que sabemos de la lectura antes


de aprender a leer

Los niños aprenden a leer cuando, por ejem-


plo, miran a la madre en la cocina. Ella fija la vista repetidas veces en
un papel y, a partir de eso, mezcla ingredientes, los cocina y sirve la
comida. Siguen aprendiendo a leer cuando el padre, el abuelo o el tío
les leen cuentos antes de dormir. Las lecciones de lectura continúan
cuando ven a sus hermanos que hacen la tarea escolar o que repasan
la lección porque, al día siguiente, tendrán que rendirla a sus maestros.

Y claro, ya saben mucho de la lectura cuando a solas miran algún


libro o revista, cuando al ver letreros por la calle nos informan:
“Ahí dice Tome Coca-Cola”. Pero el indicador de que empiezan a
incorporar el sentido de un texto aparece con claridad si, al leerles
en voz alta, de pronto tenemos que suspender la lectura porque una
vocecita compungida nos dice: “Quiero llorar porque no quiero que
la mamá pata deje al patito feo”.
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El principio de la lectura y de los libros

Uno de los primeros aprendizajes de la lectura es que en los textos es-


critos se dicen cosas y que, cada vez que sean leídos en voz alta, serán
dichas las mismas palabras pero no con la misma emoción, ni con el
mismo volumen, ni con el mismo tono.

El acto de leer ocurre siempre más allá del desciframiento de las pa-
labras y la lectura que cada persona haga se reconocerá en su voz, su
ritmo, su tono, sus gestos y sus ademanes. Y por si esto fuera poco,
entre una y otra lectura de un mismo texto, la misma persona tam-
bién realizará modificaciones.

Los niños se asombran al percibir tales cambios, la manera en que se


hacen, cómo se acentúan y multiplican en la medida en que distintas
personas leen el mismo texto. Más adelante, con el oído cada vez
más afinado para la lectura, notarán que esas variaciones en la manera
de leer tienen que ver con la dimensión del espacio y el número de
personas para las que se está leyendo, con la afinidad o la distancia
emocional entre el lector y los escuchas, con el interés que muestran
las nuevas intenciones y los nuevos significados que el lector le asig-
na a cada lectura, aunque el texto sea el mismo. El tiempo también
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definirá preferencias de lectura y de lectores. Pero mucho antes de


que los niños comiencen a asociar las historias que les gustan con la
manera de leer de las personas, aprendieron a identificarse con los
personajes.

Los bebés escuchan las historias como escuchan las canciones; en


principio sólo atienden a la musicalidad del habla pero, una vez que
comprenden el lenguaje cotidiano, pueden escuchar, concentrados, de
principio a fin, historias cortas que contengan algún drama sencillo.
Esto es posible porque la conciencia que comienzan a tener de su
propia existencia les permite reconocerse a partir de lo que pasa en
su entorno y de los sucesos de una historia contada o leída, lo que da
lugar a identificaciones y rechazos.

Los niños confirmarán que pueden verse reflejados en los libros. Se


darán cuenta de que por medio de la escritura, los libros y la lectura
podrán saber de la vida de los otros, de otras personas, de sus familias
y amigos; de los lugares donde viven, de sus trabajos, de sus proble-
mas y de sus alegrías.

Ese hallazgo constituye el punto de partida para encontrar, en la es-


critura y en los libros, un recurso importante para la construcción de
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la identidad personal, familiar y social. Lo que se cuenta a través de


esas vidas y de esos lugares reales o fantásticos, contemporáneos o
pasados, siempre dice algo o mucho en relación con lo que se ha
aprendido, percibido, experimentado, la manera y el medio en el que
vivimos. Después de conocer una historia contada o leída que los
haya impresionado, es común que los niños (y también los jóvenes
y los adultos) se refieran a ella cada vez que la asocian con su vida
personal, familiar y social.

Paulatinamente, los niños comprenden que la lectura también puede


ayudar a enfrentar situaciones de la vida cotidiana: desde armar un
librero hasta cocinar un pastel; y más adelante tendrán conciencia de
que sirve para aprender un oficio o adquirir una profesión.

Antes de su alfabetización, los niños saben que cuando escuchan un


texto piensan, imaginan y se emocionan; y que eso que les pasa por
la cabeza a veces lo dicen y otras no; y que cuando lo expresan se
sienten muy satisfechos. También saben de la fascinación de pasar
del mundo de la historia al mundo de su entorno, algo muy pareci-
do a lo que experimentan cuando juegan. Este aspecto de la lectura
vinculado al juego tiene una conexión natural en la infancia. Pero
claro, es preciso que alguien ayude en estos primeros tránsitos.
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Para mirar libros

En principio, para los niños, el libro es uno más de los objetos que
pueden manejar con las manos: descubren que es posible manipu-
larlo, pero que no es sencillo. Intentan abrirlo, miran sus páginas sin
un orden establecido, lo hojean con las ilustraciones de cabeza pero
conforme observan cómo lo usan los demás e identifican las imáge-
nes que contiene y las relacionan con el mundo que los rodea, apren-
den a utilizarlo, a leerlo. Primero, abren las páginas al azar, y es raro
que se detengan ante un detalle; más adelante, comienzan a fijar su
atención en imágenes similares a las de su entorno, con las que pue-
den identificarse o con aquellas cercanas a alguna experiencia propia.
Entonces, logran concentrarse y las observan. Cuentan lo que están
mirando en las ilustraciones; en principio por imitación y, después,
por motivación de las imágenes. Cuando descubren que en la vida
real y en las historias que se cuentan en los libros, las cosas suceden en
un orden determinado, reconocen este orden en las ilustraciones de
los textos y aprenden a observar las imágenes respetando la secuencia
del libro, aunque no dejan de regresar a las páginas favoritas. En este
momento, tienen claro que, en nuestra forma de escritura, los libros
se miran de adelante hacia atrás y que uno puede volver atrás cuantas
veces quiera.
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Antes de comprender que una narración es posible porque su-


ceden acciones en una lógica natural, los niños intentan contar
la historia siguiendo las ilustraciones de los libros, pero lo hacen
describiendo lo que pasa en cada imagen que eligen, al margen
de la secuencia de la historia. Cuando se descubre la lógica de la
secuencia se aprende lo fundamental para leer las historias de los
libros por medio de las imágenes e, incluso, para poder contarlas
sin el apoyo del libro.

En ocasiones se recomiendan libros para pequeños que contienen


sólo ilustraciones o textos muy cortos, con la idea de que falta
mucho para que aprendan a leer. Sin embargo, la inclusión de las
palabras es un elemento esencial que forma parte de la cultura
escrita a la cual pertenecemos. Desde que los niños comienzan
a escuchar lo que les leen, a mirar libros y a observar a quienes
leen, van asociando lo que escuchan con los elementos gráficos
del libro.

Los libros que incluyen palabras impresas son necesarios porque dan
pie a la lectura en voz alta que funcionará como guía para aprender a
mirar los libros y, por supuesto, para comenzar a entrenar el oído en
las sutilezas de la lengua hablada.
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Todo lo anterior significa que es muy importante tener a la mano


libros diversos para los pequeños: sólo con imágenes, con imágenes
y texto, sólo con letras en distintas formas y tamaños, libros a color o
blanco y negro. Estas diferencias les facilitarán ingresar en el apren-
dizaje de la lectura.

Imágenes y letras

La variedad en el contenido y en el diseño de los libros atrae a los peque-


ños lectores como les atrae la variedad de juguetes. Pero las imágenes
(ilustraciones, fotografías) y las letras (tamaños, familias tipográfi-
cas) no son los únicos elementos del libro que reconocen los lectores
iniciales, también los componentes y características del objeto libro
como tal: el tipo de papel, el tamaño, los colores, la formación de la
página (espacios vacíos, márgenes, sangrías) son registrados y ge-
neran aprendizajes.

Al mirar las ilustraciones de un libro y relatar lo que ven, los niños ad-
quieren ideas generales acerca de la historia, pero sólo saben con de-
talle lo que sucede si alguien se la ha leído en repetidas ocasiones. En
esas reiteradas vueltas al texto, se organizan y fijan acontecimientos
con minuciosidad, y descubren que las imágenes no pueden contar
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toda la historia; que hay partes faltantes a las que aún no tienen ac-
ceso por sí mismos. Así comienzan a establecer distinciones entre el
sentido de las imágenes y el sentido de la escritura, lo que intensifica
y concientiza la fantasía de saber leer y escribir.

Es probable que el interés por los libros y por descifrar la escritura


aumente a partir del momento en que los niños pueden narrar, si-
guiendo las ilustraciones de un libro o porque lo saben de memoria.
Mirar las imágenes de los libros y contarlas serán actividades cada
vez más coincidentes y asiduas. La pregunta “¿qué dice aquí?” hará su
aparición y se volverá recurrente. La capacidad de observación de los
niños les permitirá distinguir los rasgos de las letras y su distribución
en la página. Comenzarán a plantear asociaciones simpáticas de las
líneas escritas al decir: “Parecen filas de hormigas” o “Elefantitos en-
lazados por sus trompas y sus colas”.

Van reconociendo la dirección de la escritura y, como los descubri-


mientos anteriores, ocurre a partir de la experiencia social de la lec-
tura y la escritura. Un ejemplo claro de estos aprendizajes lo podemos
observar cuando leen. En este juego es común que sigan las letras con
el dedo índice. Antes de descifrar las primeras palabras, ya saben todo
sobre la manipulación de los libros y mucho de los elementos gráficos
39

que los conforman, como también de la fuente de historias e infor-


mación que representan. Conocen el nombre de las letras y el sonido
que representa cada una; saben distinguir los rasgos de los números
y de las letras. Pero les falta dar el gran salto: descubrir el misterio de
emitir los sonidos de las palabras que representan. Como dijo Emilia
Ferreiro, citando las palabras de un niño: “Abro una vez la boca y digo
dos letras”. Así aprenden a decodificar las palabras que los llevarán
a levantar de la página el habla que escuchan y dicen todos los días.
41

Llegaron las letras

La noción usual de alfabetización

La fantasía más importante de los niños que


ingresan a la escuela primaria es aprender a leer y a escribir. Hacerlo es
una manera de ampliar sus horizontes emocionales, sus maneras de
vincularse con los adultos de su entorno. Esta emoción es compartida
por la familia, por los que rodean y quieren a los que van a aprender. El
problema surge cuando esta idea se convierte en algo absoluto, cuando el
aprender a leer y escribir niega todos los conocimientos que ya se poseen.

Si la lectura y la escritura se circunscriben al registro de las relaciones entre


las marcas gráficas y los sonidos que los asocian, la idea de la escritura se
ha transformado totalmente. En ese momento el usuario de la escritura
empieza a despreocuparse por lo que quiere decir y deposita toda su aten-
ción y su energía en algo que se repetirá innumerable cantidad de veces
a lo largo de su experiencia lectora, escolar y no escolar: “¿Qué dice ahí?”.
42

El “¿Qué dice ahí?”, según el método que se elija y el momento de ob-


servación de la experiencia, puede referirse a una oración, una palabra,
una sílaba o, incluso, a una letra. Esto no tiene mayor importancia. Lo
realmente fundamental, y que cambia el sentido general de la relación
del niño con la lectura, es que comienza a instaurarse la dictadura del
texto. “¿Qué dice ahí?” es el comienzo de la historia de “¿Qué quiso decir
el escritor?, ¿cuál es la idea principal?, ¿cuáles son las ideas secundarias?”.

Así, “¿Qué le dice esa escritura al lector?, ¿con qué asocia lo que lee?, ¿qué
puede ver?” son preguntas que, progresivamente, van perdiendo impor-
tancia. Por esto, en los primeros encuentros con la lectura y la escritura,
las personas son realmente usuarias competentes de aquellas, a pesar de
que sus recursos técnicos resulten muy limitados. Son usuarios com-
petentes porque reconocen en estas acciones posibilidades para pensar,
sentir, decir, para hacer. Pero comienzan a dejar de serlo cuando todo el
interés está puesto en el desciframiento o en el cifrado correcto de las pa-
labras, despreocupándose de los vínculos previos que se tengan con ellas.

En el primer año de educación primaria es probable que los niños co-


metan innumerables errores: que ignoren el uso de mayúsculas y mi-
núsculas, que casi no utilicen la puntuación, que separen libremente las
sílabas o reúnan dos palabras en una, que manejen con arbitrariedad el
43

espacio de la hoja o que se le complique al niño mantener una escritura


uniforme; pero, a pesar de todo esto, sus textos suelen ser muy indica-
tivos de lo que piensa y de lo que siente.

Cuando los niños se enfrentan a la lectura de un libro, es probable


que sólo puedan descifrar fragmentos, que adelanten significados que
no coinciden con la historia propuesta por el autor, que concentren su
atención en determinados pasajes de la obra y pierdan la perspectiva
general del texto. Pero en estos actos es imposible dudar del compro-
miso intelectual y emocional que ponen a prueba. Cuando un niño
un poco más grande deja de escribir algo por temor a la represión
ortográfica o está preocupado por repetir lo más fidedignamente po-
sible lo que ha leído, evidencia una visión radicalmente diferente de
la que había tenido en los primeros contactos con la palabra escrita.

El problema de la comprensión

Cuando las personas aprenden que lo importante es reconocer exclu-


sivamente la palabra del escritor, los problemas de comprensión de
la lectura son inevitables. Esto es así por razones de carácter tanto
intelectual como emocional. En relación con el pensamiento, dejan de
preocuparse por las elecciones lectoras. Ya no importa qué es lo que
44

les gustaría encontrar en los vínculos con la palabra escrita, sino qué
es lo que tienen que leer, sea porque las obligan a hacerlo o porque se
esfuerzan para realizarlo de este modo para ser buenos lectores. Pues-
tas así las cosas, es probable que entren en contacto con materiales
con los que no existen vínculos suficientes para dialogar con ellos, o
que intenten repetir discursos ajenos suponiendo que, con el tiempo,
se van a transformar en propios. Todo esto puede empezar a ocurrir
muy tempranamente. Es común escuchar a niños de la escuela pri-
maria valorar la lectura de otros capaces de leer libros largos y gordos,
o difíciles, suponiendo que, en la extensión o en la temática, residen las
verdaderas dificultades de comprensión de un texto.

A nuestro juicio, lo que da lugar a una serie interminable de proble-


mas de comprensión de la lectura es la no valoración de la palabra
propia en el momento en el que se está recibiendo la palabra escrita.
No quisiéramos que estas reflexiones se confundan con una propues-
ta de arbitrariedad de interpretación de un texto. Tener recursos para
tender puentes entre la palabra de otro, la del escritor, y la propia, la
del lector, es un reconocimiento a la palabra de quien escribe. Lo que
queremos reafirmar es la importancia de abrir espacios a la palabra
del lector, a sus emociones, sus imágenes, sus posibilidades de reescri-
bir internamente lo que, a su juicio, propone el escritor.
45

De la fascinación al desinterés

Ya todo ha cambiado para el niño. De la fascinación suele pasar al


desinterés, del desinterés al rechazo, del rechazo al miedo. Esto ha
ocurrido en menos de tres años. Una verdadera catástrofe. A la luz
de nuestra experiencia no podemos responsabilizar a los medios au-
diovisuales de estas transformaciones: la negación del lugar del lector
es un modo de concebir el acto de lectura muy anterior a la difusión
masiva de la comunicación audiovisual.

Cuando se ha perdido la dimensión de la importancia del descubri-


miento de otros mundos y de la importancia de lo que uno quiere de-
cir, se ha debilitado el interés por leer y por escribir. Cuando interesa
más el juicio de los otros que el propio acerca de lo que leo y cómo lo
hago, de lo que escribo y cómo lo hago, la confusión sobre qué y cómo
leer y escribir ya está instalada. Cuando el niño se imagina que leer
y escribir está vinculado con un reconocimiento y una calificación, la
desvirtuación de los actos de lectura y escritura es total. Y luego siguen
las prohibiciones y las descalificaciones (temáticas, genéricas, forma-
les) de los que sí leen a los que no leen. En los nuevos usuarios de la lec-
tura y la escritura comienza entonces un conjunto de contradicciones
que inhiben o, incluso, paralizan: “¿Querrán que lea esto?, ¿estará bien
46

que escriba esto otro?, ¿cómo querrán que lo haga?, ¿este lenguaje es
el adecuado?, ¿qué me convendrá para tener una buena calificación?,
¿podré mostrarles a mis padres y maestros que me gustan estos libros
o me interesan estos temas?”. Todas estas preguntas nos regresan al
principio de estas reflexiones: el lugar del lector se va reduciendo hasta
desaparecer completamente. Por eso, la comprensión es un problema.

Devolver la alegría

Es devolver la palabra. Es incorporar al error como parte del aprendi-


zaje. Quitarle el carácter de tragedia. Cuando iniciamos el camino del
lenguaje, cada adquisición de una palabra era una fiesta que disfrutába-
mos nosotros y nuestro entorno. Los errores, las dificultades y las tran-
sitorias imposibilidades se vivían como lógicos, como algo que tenía
que ocurrir, como la evidencia de que estábamos aprendiendo. Nuestros
primeros encuentros y aprendizajes de la palabra escrita fueron motivo
de asombro y de placer personal. También de quienes nos rodeaban, so-
bre todo de nuestros padres que, felices, observaban al percibir nuestros
juegos de imitación de las conductas lectoras: seguimiento del texto con
el dedo índice; cambios en los tonos de voz, congoja o jolgorio según
lo que la historia fuera diciendo; elección de una obra y toma de deci-
siones respecto de cómo vincularse con ella; solos, con otros, durante
47

un largo rato, sólo unos minutos, con toda independencia, pidiendo


auxilio, regresando a ella, abandonándola para siempre.

De repente, todas esas experiencias van perdiendo relevancia, co-


mienzan a verse como acontecimientos producto de una etapa de la
vida y de una relación con la escritura que tiene que ver más con el
juego que con el aprendizaje, con la fantasía que con la realidad que
hay que empezar a reconocer y a aceptar. Y esa realidad se llama rela-
ción grafía-sonido, principio de combinación silábica, control motriz,
primeras unidades de significado o signos de puntuación.

Nunca hemos pensado que devolver la alegría signifique demorar o


relativizar la importancia de estos aprendizajes. En nuestra experiencia
de trabajo, devolver la alegría significa no descartar jamás la fantasía,
erradicar la falta de oposición entre fantasía y realidad, recuperar el
juego como una actividad humana fundamental a lo largo de la vida y
para todos los aprendizajes. Y principalmente, abrir todos los caminos
a las personas para que se animen a decir apoyándose en la escritura
y proporcionar todas las garantías de que su palabra será escuchada y
respetada. Devolver la alegría es ofrecer la seguridad de que, con los
conocimientos que se van adquiriendo, se pueden hacer muchas cosas,
se puede expresar con más recursos lo que se piensa y lo que se siente.
P ara i nv i tar a l e er
51

Introducción

En esta segunda parte queremos conversar


acerca de la lectura. En la primera tratamos temas vinculados con la
palabra antes de la llegada de las letras, de la lectura y de la escritura a
nuestra vida; de las fantasías que todos construimos respecto de lo que
podríamos hacer con ellas, las decepciones, las oportunidades para
recuperar la confianza y el disfrute; de que podemos leer y escribir.

Ahora hablaremos acerca de construir circunstancias favorables


para la lectura, como el hecho de que los libros estén a nuestro al-
cance, de que sean muchos y distintos, y de que el respeto a nuestro
criterio para asumir o rechazar una lectura es fundamental para que
dichas circunstancias se den. De la importancia de escuchar y escu-
charse a uno mismo para que el acto de leer ocurra en plenitud. De
valorar la palabra propia y respetar la ajena considerando las diferen-
cias, los intereses temáticos y los modos de decir característicos de
los diversos medios socioculturales en los que la lectura puede ocurrir.
52

Veremos que el rumbo que nos conduce a una lectura se constituye en


la articulación de voces distintas, entre las que siempre se encontrará
nuestra voz.

Mostraremos las diferencias entre los recursos del habla y los de la


escritura, y la necesidad de preservar la riqueza de la oralidad en la que
se nutren las personas; en ella reside la identidad de los individuos y
los grupos, y sus materiales constituyen recursos invalorables para las
escrituras que queramos o debamos afrontar.

Comentaremos las transformaciones que tuvieron lugar en el pen-


samiento a partir del momento en que los humanos nos sentimos
liberados del esfuerzo que demandaba la retención de la información
en la memoria como único archivo de la experiencia, y de cómo la uti-
lización de la escritura como registro del conocimiento permitió la
reflexión y la profundización de formas abstractas del pensamiento.

La idea que articula los conceptos principales de esta segunda par-


te es la relación dinámica presente en el acto de la lectura, entre el
escritor que pretende fijar el concepto, y el lector que lo levanta.
Planteamos que, para que esto ocurra, la acción de leer debería estar
vinculada con la de escuchar y la de hablar.
55

El acercamiento a los libros

Pensar en la lectura sin pensar en los lec-


tores es algo habitual, aunque difícilmente se admite. Decía Ortega
y Gasset que la “realidad ‘palabra’ es inseparable de quien la dice, a
quien la dice y la situación en que esto acontece”. El debate sobre las
características de los libros suele ocupar mucho más espacio que la
relación de éstos con los lectores.

En relación con las prácticas y las oportunidades de lectura, hay tres


conceptos que vale la pena considerar para que el lugar del lector
sea observado y valorado en los encuentros con los libros, de modo
que esta coincidencia de lectores y libros abra espacios a verdaderos
actos de lectura. Nos referimos a las condiciones básicas para los
encuentros con los materiales escritos, esto es, la disponibilidad de
los textos, la exploración de la diversidad de materiales como requi-
sito indispensable para la formación de los lectores y el derecho a la
elección del tipo de materiales de lectura y las maneras de vincularse
56

con ellos, es decir, la relación autónoma con la escritura. Sobre todo


ello, hablaremos en este capítulo.

Disponibilidad

A fin de que los libros estén disponibles para los usuarios, hay que
aceptar que existencia y presencia de materiales de lectura no son si-
nónimos. Pensemos en las bibliotecas escolares, en ocasiones dotadas
con cientos y, a veces, miles de volúmenes cuya existencia es ignorada
por la mayoría de los miembros de la comunidad educativa. Es posi-
ble que exista conciencia acerca de dónde están los libros, qué espacio
ocupan e, incluso, cuántos son. Pero salvo unos cuantos textos utiliza-
dos para resolver exigencias curriculares, el resto suele ser ignorado.
Es frecuente descubrir que un texto incorporado a una biblioteca en
una fecha determinada no ha sido consultado nunca después de años
de permanencia en un estante.

Fuera de la escuela se da un fenómeno similar. La presencia de bi-


bliotecas públicas o privadas abiertas a la consulta o al préstamo gra-
tuito es desconocida por la mayoría de la población, o los acervos que
la constituyen —en el caso de que algún usuario se acerque a ellos—
se utilizan en su mínima expresión.
57

En las grandes ciudades existen bibliotecas públicas dependientes de


diferentes organismos locales, regionales o nacionales. Pero también
en ciudades pequeñas, en pueblos e, incluso, en áreas rurales. Su apro-
vechamiento, sin embargo, es casi nulo.

Las campañas de fomento de la lectura, las propuestas para un acer-


camiento gozoso a la palabra escrita y las reflexiones en los medios
de comunicación respecto de las ventajas de leer, casi nunca abordan
la cuestión de si es fácil o complicado acceder a materiales de lectura.
El contacto con los libros no es sencillo cuando están custodiados por
guardianes, amables o severos, cuando los textos nos miran de perfil y
desde las alturas, cuando no podemos imaginar sus rostros, salvo que
podamos anticipar qué rostro queremos ver.

Para que los materiales escritos presentes en las bibliotecas o salas de


lectura estén disponibles para los usuarios no es necesario subirlos
ni bajarlos. Simplemente acercarlos para que vivan entre nosotros de
modo que dejen de ser sagrados o remotos y para ello habrá que pen-
sar en cómo hacerlos accesibles: diferentes maneras de organizarlos,
exhibirlos, prestarlos, de hacerlos circular, de cuidarlos. Todas estas
estrategias, que algunos podrían imaginar poco significativas en rela-
ción con las prácticas de lectura, nos parecen de vital importancia; en
58

especial, cuando se trabaja con grupos poco acostumbrados a buscar,


explorar, comentar libremente, intercambiar textos y opiniones sobre
éstos; cuando la circulación de la palabra escrita es precaria y en per-
manente riesgo de interrupción.

Algunas propuestas para reactivar y enriquecer las formas de circu-


lación de la palabra escrita las presentamos en las actividades pro-
puestas en el tomo II; pero es necesario advertir que habrá siempre
que pensar en nuevas alternativas, creativas y pertinentes, según los
grupos y las circunstancias en que trabajemos. Todas las decisiones
vinculadas al cuidado, la exhibición, la organización y la circulación
de los materiales escritos constituyen lo que denominamos la dimen-
sión técnica y administrativa de la disponibilidad.

La otra dimensión es la ideológica y se relaciona con el lugar que le


otorga a cada texto el promotor, el maestro, el bibliotecario, los padres
o quienes ejerzan el papel de mediadores, promotores o facilitadores
de nuevos y diversos actos de lectura.

Los conceptos de utilidad, belleza y pertinencia aparecen cuando de-


cidimos si buscamos o no un libro para ponerlo al alcance de otros;
cuando planeamos distintas maneras de leer los mismos libros; cuando
59

alentamos registros minuciosos o superficiales de una historia escrita,


de lo que cuenta, de cómo lo hace, de lo que nos dicen sus imágenes, de
cómo potencian o no la escritura.

En las prácticas de enseñanza de la lectura es usual escuchar descalifi-


caciones a cierto tipo de materiales y reconocimientos dirigidos a otros.
“Estos libros son muy bonitos, pero sólo son cuentos. Nos sirven para
que se distraigan, para que disfruten; pero no es mucho lo que pueden
aprender con ellos”. “Lo importante es incorporar textos que contengan
información esencial, lo que los niños tienen que saber”. “La fantasía
está muy bien para los niños pequeños, pero luego tienen que leer li-
bros para enterarse, libros que les hablen sobre la verdad”. “Los nuevos
libros que llegaron tienen ilustraciones muy feas. Antes los libros esta-
ban mejor ilustrados”. “Esos libros tienen muchos tipos de letras. Los
más chiquitos se pueden confundir. Es conveniente que no los vean
hasta que ya sepan leer y escribir”. “Mis alumnos son muy pobres. No
pueden perder tiempo con libros de aventuras. Hay que ayudarlos a
que lean y entiendan textos que les enseñen cosas prácticas, cosas que
les sirvan para la vida”. “Los libros de poesía les gustan más a las chi-
cas. Por eso, yo se los doy a ellas y no a los muchachos”. “Yo trabajo
con adultos. En mi grupo tengo gente de todas las edades. Por eso, no
sé qué libros darles, qué recomendarles, qué leerles”.
60

La lista de opiniones podría ser mucho más extensa. Pero estos ejem-
plos alcanzan para mostrar de qué modo las valoraciones sobre la
importancia y la pertinencia inciden en la disponibilidad de los ma-
teriales escritos. Nuestras opiniones respecto de qué y por qué leer,
nuestras ideas sobre los lectores y la pertinencia de las lecturas en
función de sus gustos y necesidades acercarán o alejarán física y emo-
cionalmente a los libros de sus posibles lectores.

Diversidad y lectura

Muchos y diferentes tipos de materiales escritos, distintas maneras


de relacionarse con ellos, múltiples propósitos y vínculos con la pala-
bra escrita desde los primeros contactos con la lectura y la escritura
—incluso, antes de que se tenga la noción del alfabeto— garanti-
zarían una percepción de la cultura escrita como un valor y no como
un instrumento. El contacto con un solo tipo de libros o con escasa
variedad de materiales escritos puede ayudar en la tarea de instruir
alfabéticamente a un grupo de personas, pero jamás será suficiente
para formar lectores.

El aprendizaje de la lectura se ha convertido, en la mayoría de los


países del mundo, en una obligación institucional; pero sería un
61

gran error identificar estos aprendizajes con las experiencias ne-


cesarias para la formación de lectores. Un alto porcentaje de las
personas que han sido alfabetizadas (en el sentido más usual del
término, esto es, que han recibido información y adiestramiento
para poder reconocer las nociones básicas del código escrito) aban-
donan casi toda práctica de lectura a los pocos años de haber reci-
bido esa instrucción o la mantienen acotada a escasas experiencias
de lectura y escritura.

La posibilidad de tener contactos frecuentes y diversos con variedad


de materiales escritos, tanto en lo temático como en lo formal (en
este caso, entendemos formal como la diversidad de tamaños físicos,
tipografías, imágenes, diseños e, incluso, calidad y variedad de sopor-
tes —como tipo de papel u otros materiales sobre los que se apoye la
escritura—), no garantiza la formación de un lector, pero proporciona
conocimientos ineludibles para imaginar maneras de relacionarse con
el mundo de la escritura.

Esta diversidad de materiales y de contactos con ellos muestra que el


sentido de la lectura es abrirse a los otros, que se lee para reconstruir
las ideas que uno tiene de las cosas apoyándose en lo que se puede
conocer de otras realidades.
62

Convertirse en lector implica adquirir múltiples destrezas para


vincularse con la palabra escrita. El contacto con textos que puedan
ser contrastados entre sí desarrolla y fortalece estas destrezas. Leer
implica comparar, elegir o desechar. Estas acciones son inconcebi-
bles sin la presencia de múltiples materiales para la lectura y sin las
distintas maneras de abordarlos. Pero para que estas experiencias con
la diversidad ocurran, no hay que esperar a que los lectores crezcan,
a que alcancen un grado de escolaridad que les permita entender de
qué tratan los libros. El lector entiende cuando se ve reflejado en un
texto, y para verse reflejado no hace falta vincularse con la totalidad
de un material. Una imagen, un pie de foto, algún párrafo, la certeza de
ahí dice porque se lo leyeron y eso que le leyeron le interesó (esto es
muy común entre los niños pequeños a los que se les lee en voz alta
de manera frecuente) es suficiente para sentirse atraídos, para sentir
que un libro nos refleja.

Es muy importante que esta experiencia de la exploración, de la ma-


nipulación e interacción con diversidad de libros y con otros materia-
les escritos ingrese en la vida de las personas antes de la edad escolar.
Que se incorpore a sus juegos y en diversos planos y circunstancias
de su vida cotidiana. Estas experiencias garantizan solidez en pos-
teriores nociones que se van adquiriendo. En los primeros años de
63

vida hay frescura para mirar y, por lo tanto, plasticidad para ingresar
en mundos diversos. También hay tiempo, no sólo físico sino social
y emocional (volvemos a recordar esa idea, desgraciadamente tan
extendida, del derecho a la fantasía sólo para las primeras etapas de
la vida).

Luego los obstáculos crecen y se multiplican. “No tengo tiempo”.


“Primero, debería leer otras cosas”. “Ya no estoy en edad de perder
tanto tiempo leyendo cuentitos”. “Esos libros no me gustan. Son raros.
Yo soy una persona sencilla”. “A mí, lo que me interesa es la lectura
que me sirve para…”. “Y esas lecturas, ¿para qué sirven?”. Estas frases
jamás serán preguntas o afirmaciones de los niños pequeños. Incluso,
es raro que una persona se interrogue o concluya de esta manera en
los primeros años de su experiencia escolar. De modo que la diver-
sidad de exploraciones y experiencias lectoras será muy importante
para mantener viva la flexibilidad y la curiosidad, requisitos indispen-
sables para la creación, el conocimiento y la lectura.

Autonomía

Un lector comienza a ser autónomo cuando es capaz de tomar deci-


siones respecto de qué leer, cuándo hacerlo y para qué. En relación con
64

la palabra hablada, somos usuarios plenos de nuestra lengua materna


cuando, además de entender los diversos discursos de nuestro entorno,
nos decidimos a intervenir con pertinencia y sin esperar instrucciones.

Más allá de la pretensión de reglamentar el derecho a decir que puedan


manifestar algunas instituciones (a veces, la escuela es una de ellas),
las personas siempre encontramos espacios e interlocutores que nos
posibilitan el libre ejercicio del habla. Esos espacios y esas interlocu-
ciones no sólo son gratos, son los que nos permiten reconocernos. En
esas circunstancias, hablamos realmente de lo que nos interesa, nos
sentimos cómodos en nuestra forma de expresarnos, escuchamos la
palabra de los otros sin censuras. Nosotros y los otros nos reconocemos
por las maneras y habilidades para comunicarnos y expresarnos. Es en
estos espacios donde nos vamos construyendo como hablantes. Si toda
posibilidad de comunicación y expresión oral estuviera limitada y nor-
mada de forma explícita por un agente externo que aprueba, crítica o
prohíbe, creceríamos como hablantes minusválidos. Nuestras ausencias
de interlocución serían graves, y no podríamos reconocer nuestro sello
personal para decir; esto es, lo que nos hace ser quienes somos, lo que
nos une y lo que nos distingue en las comunidades de hablantes a las
que pertenecemos. Una situación de este tipo es tan absurda respecto
de la oralidad que sólo es imaginable como hipótesis didáctica o en
65

situaciones de extremo aislamiento y control (una situación carcelaria


rígida, por ejemplo).

Sin embargo, las pretensiones de control y de normatividad perma-


nente para un ingreso adecuado en el mundo de la palabra escrita no
son tan ficcionales o acotadas a experiencias límite. Por el contrario,
constituyen buena parte de las experiencias institucionales de lectura
y aparecen constantemente en las reflexiones y en los proyectos de
muchos de los que tienen la responsabilidad de conducir los primeros,
y a veces no tan primeros encuentros con la cultura escrita.

“Estos libros no son para pequeños porque no los entenderían”. “Hay


que buscar textos breves”. “Los libros de muchas páginas asustan a
los jóvenes”. “Esas novelas ya están pasadas de moda”. “A los chicos
del campo, por ejemplo, no es conveniente presentarles un libro en
el cual se hable de los semáforos, porque son objetos que ellos no
conocen”. “Los diccionarios son aburridos”. “Hay que leer, por lo me-
nos, cinco libros por año”. “Es una vergüenza que estén terminando
la secundaria y no hayan leído ni un capítulo del Quijote”. “Octavio
Paz es un escritor para elites”. “Los libros que no tienen imágenes son
aburridos”. “Las imágenes deben ser realistas”. “Hay imágenes en los
libros modernos que deforman el gusto de los niños”. “Las historias
66

que les demos para leer deben ser alegres. Ya bastantes problemas hay
en la vida”. “Las chicas prefieren novelas de amor; los muchachos, de
aventuras”. “La literatura muestra la belleza del lenguaje; pero pri-
mero tienen que aprender a escribir”.

Las limitaciones temáticas, lingüísticas, tipográficas y gráficas pue-


den llegar a ser tantas que las posibilidades de libre exploración de
libros corren el riesgo de reducirse al mínimo. Las prevenciones o
recortes también se expresan en las oportunidades y en los modos de
relacionarse con la palabra escrita. “Los libritos de cuentos los podrán
leer después de que terminen la copia”. “Si no eres capaz de recordar
el nombre del lugar donde ocurre la acción, es probable que no hayas
entendido gran cosa”. “Este texto es muy interesante para enseñar
los adjetivos calificativos”. “Durante las vacaciones tienen que leer
toda la antología”. “Por la noche, antes de dormir, hay que reunir a la
familia para leer durante quince minutos”.

En estos panoramas repletos de cánones, de planes que no involucran


a los lectores, de modelos que hay que imitar, ¿cómo puede elegir el
lector?, ¿cómo va a darse cuenta de que no está obligado a leer lo que
no le interesa?, ¿cómo tenderá puentes entre el uso que hace de las
palabras y el que proponen los textos que va leyendo?
67

Los tiempos de relación directa con los materiales escritos, sin me-
diación, sin sugerencia alguna por parte de quienes tienen más ex-
periencia respecto de los actos de lectura, son más que deseables, son
indispensables para quienes están descubriendo las posibilidades, las
oportunidades y la eficacia de la palabra escrita para la recreación de
la experiencia personal. Estos tiempos de autonomía no tienen por
qué interpretarse como antagónicos con los tiempos de mediación;
esto es, con los tiempos en los cuales, a partir de una consigna pro-
puesta por un promotor, el lector indaga acerca de sus relaciones con
una lectura.

Los momentos de mediación permitirán reconocer nociones ad-


quiridas, carencias y tipos de habilidades necesarias para incrementar
y mejorar las posibilidades de recreación de las palabras. Los mo-
mentos de autonomía propiciarán acercamientos sensibles al obje-
to de conocimiento, intercambios de experiencias, puntos de vista
y sensaciones con otros sujetos a quienes reconocemos como pares
respecto de la lectura y la escritura. Estos comentarios generan des-
cubrimientos de otros mundos posibles, asociaciones y evocaciones que
enriquecen la circulación de la palabra, tanto personal como del en-
torno lector en que se producen.
69

Para saber quién soy y para no olvidar

Escucho, luego hablo

El lenguaje nos acompaña desde las primeras


experiencias de vida y lo seguirá haciendo hasta el final de nuestra exis-
tencia. La recepción sonora no implica escucha. Recibimos las impre-
siones sonoras desde antes de nacer y, a lo largo de los primeros años
de vida, aprendemos a reconocer en la multitud de sonidos la presen-
cia de un código definido, capaz de nombrar al mundo y de organi-
zarlo. La primera transformación de esa masa sonora ocurre cuando
desarrollamos la habilidad para distinguir los sonidos propios de los
ajenos, cuando comenzamos a tener conciencia de una existencia inde-
pendiente e iniciamos el largo camino de reconocimiento de los soni-
dos propios de la lengua que se habla en nuestro entorno cotidiano.
Entonces, jugando a sonar jugamos a decir, devolvemos lo que el en-
torno nos dice. Nuestro oído registra con delicadeza, y nuestro aparato
de fonación y de articulación se entrena para contar lo que escucha.
70

En estos juegos de afirmación de los sonidos propios de nuestra len-


gua materna, y de construcción y expresión de las primeras palabras
comodín (pocas para expresar muchas cosas), se evidencian las horas,
los días y los meses de recepción sonora y de maduración del lengua-
je. Los sonidos adquieren sentido en un discurso que se va gestando
y cuyo ejercicio se transforma en necesidad. Lo que sigue a lo largo
de los primeros años de vida es el fortalecimiento en el control de las
posibilidades del lenguaje: afirmación de las convenciones que carac-
terizan a la forma y a la organización de los elementos del idioma,
ampliación del vocabulario, registro de tonos y de circunstancias para
el ejercicio de la palabra.

Por el lenguaje somos capaces de evocar lo que no está presente y


de asociar para recordar, de aprender a mirar a los otros más allá de
sus actos inmediatos, de ser observados y puestos en un lugar por los
demás. Esto lo sabemos porque hemos crecido con las evidencias de
cómo traducimos lo que escuchamos según quién lo dice y en qué
circunstancias, de cuánto y cómo decimos según nos convenga o nos
lo permitan.

El desarrollo de la capacidad de escucha y de expresión es per-


manente y está asociado a la cultura en la que se inserta la vida
71

cotidiana de las personas. Claro que las posibilidades de simulación


son muchas, y eso complica y confunde, en muchas ocasiones, el
panorama respecto de lo que las personas entienden y de lo que son
capaces de decir. Por ejemplo, la utilización arbitraria de conceptos
técnicos vinculados con la adquisición del código escrito en el ám-
bito escolar.

Pensemos en dos espacios en donde ocurre el lenguaje: la casa y la


escuela. En ambos se escucha y se habla; pero ¿son siempre verda-
deros espacios de fortalecimiento del lenguaje? Depende de la vo-
luntad y de los recursos lingüísticos de los actores y de los valores
predominantes en un determinado grupo social: lo que se permite
escuchar, lo que se debe decir, lo que se valora de la escucha, lo que se
aprecia de lo que se dice, lo que se disfruta de lo que son capaces
de expresar los que nos rodean, y lo que aprecian respecto de lo que
decimos y cómo lo hacemos.

Escuchar y decir son actos permanentemente sujetos a juegos de


compuertas que abren u ocluyen sonidos y significados; de modo que,
respecto del lenguaje, no sólo somos lo que el medio nos alimenta y
autoriza, sino lo que nuestros filtros estéticos e ideológicos nos per-
miten aceptar, rechazar o inhibir. Recordemos las reacciones sociales
72

respecto del uso de las malas palabras o las expresiones del tipo de
“¡Qué bien habla el maestro de la nena!” o “No tiene acento porque
es gente culta”.

Cuando ocurren los primeros contactos con la lectura, los niños ya


incorporaron de su entorno buena parte de los conocimientos del
lenguaje, conocimientos que utilizarán a lo largo de toda su vida.
Cualitativamente ya están estructuradas la mayoría de las nociones.
Lo que se seguirá acumulando tiene que ver más con la cantidad que
con la calidad. Hacia los cuatro o cinco años, el entorno les ha ense-
ñado a apreciar y también a olvidar; a memorizar con facilidad cierto
tipo de discursos y a resistirse a otros. El yo quiero ser como y no quiero
ser como en relación con la palabra ya lo empieza a situar en algunos
clubes de habla y a excluir de otros.

Con recursos, valores, prejuicios y habilidades, con desviaciones y


torpezas de habla, llegamos a los primeros encuentros con la escri-
tura sin aún haber aprendido el alfabeto. Hacia los cuatro o cinco
años ya somos sujetos en plena construcción cultural, y ya es posible
encontrar diferencias notables de una persona a otra en organización
y jerarquías de múltiples conocimientos. El lenguaje, desde luego, no
es una excepción.
73

Ese andar parejo en cuanto a las nociones de reconocimiento y orga-


nización de la experiencia que nos caracterizó en los primeros años de
vida se fue tornando asimétrico hacia el fin del segundo año. Hacia los
cuatro o cinco, las diferencias en relación con la recepción y ejecución
lingüística como uno más de los conocimientos socialmente adquiri-
dos son notables de comunidad a comunidad, de grupo a grupo, de
sujeto a sujeto.

Pensemos en alguna de estas prácticas: los niños que cantan (y que dis-
frutan con el canto) y los que no lo hacen; los niños para quienes los
cuentos cuentan y los niños marginados de esa experiencia de oralidad;
los que evidencian que descubrieron el ritmo de las palabras y de las
estructuras oracionales (realizando transportaciones de la letra de una
canción a una melodía que no le corresponde, por ejemplo) y los que se
paralizan ante cualquier propuesta de juego fónico o rítmico; los niños
que permutan letras, sílabas o palabras para jugar con los efectos en
el significado de dichas permutaciones o que corrigen a otros ante la
menor desviación de la norma; los que de manera precoz comienzan a
hablar de utilidad, pertinencia u oportunidad del lenguaje (aunque no lo
expresen de ese modo) y los que permanecen en el asombro y se sienten
alentados por la novedad y las diferencias entre sus propias formas de
decir y las de los otros.
74

Lo que hemos escuchado y valorado de esa escucha, lo que nos han


prohibido o animado a decir y lo que podemos plasmar como voz
personal a partir del conjunto de permisos y prohibiciones nos cons-
tituye como hablantes; esto es, como seres capaces de escuchar y de
manifestarse. Estas capacidades de registro y producción del habla
serán las piedras angulares para nuestro ingreso al mundo de la pa-
labra escrita.

Más allá de las palabras cotidianas: la lectura y la escritura

El interés por ir más allá de lo que se escucha y de lo que se dice


habitualmente constituye un motor esencial para el acercamiento a la
lectura, pero entraña sus riesgos. Viajar de la mano del código escrito
—que tiende puentes con ideas desconocidas, que explica todo tipo
de fenómenos, que muestra experiencias, conductas y objetos inexis-
tentes— representa un desafío que va más allá de la pericia técnica en
el manejo de un instrumento.

Leer y escribir no son actos neutrales. Son acciones que asumen tal
diversidad de formas y propósitos en los diferentes espacios socia-
les donde se ejecutan o podrían ejecutarse, que comprometen a las
personas de diferentes maneras y por distintos motivos. Leer es una
75

acción que expone al sujeto ante ideas y emociones desconocidas;


ya decía la canción de Joan Manuel Serrat: “¿Qué va a ser de ti lejos
de casa? ¿Nena, qué va a ser de ti?”. Cuando alguien se sale de casa,
puede ser que regrese muy cambiado.

Diferentes formas y propósitos de lectura pueden plantearnos dis-


tintas maneras de mirar al mundo y de mirarnos a nosotros. La
curiosidad de conocer para comparar lo que somos y lo que tenemos,
respecto de lo que otros son y tienen, enriquece en lo informativo
y también en la tolerancia: nuestra manera de ser y pensar aparece
como una entre muchas, ni mejor ni peor. Conocer otras cosas ser-
virá para afirmarnos en algunos rasgos y debilitará otros, alentará
nuevas búsquedas, relativizará certezas.

El mundo de la palabra escrita constituye una invitación permanente


a la descentración; esto es, participar de un conjunto de experiencias
que no forman parte de la vida cotidiana del lector. La actividad de
la lectura invita a organizar nuestros conocimientos a cierta distancia
de la experiencia vivida. Este conocer y reconocer más distanciado no
sólo en lo temporal y en lo espacial, sino en los modos de observar y
comparar, permite jugar con las nociones de lo propio y de lo ajeno,
de los acontecimientos de la naturaleza y de la sociedad.
76

Quien lee habita, vive en el mundo de lo real aun cuando esté na-
rrando una historia fantástica. Es esa persona con su voz, con sus
posibilidades y sus carencias quien toma y entrega las palabras. Las
palabras que nos llegan de la lectura provienen de discursos mucho
más modelados que permiten la reconstrucción de las ideas y las
emociones sin la presencia del autor. Este ejercicio implica esfuerzos
de abstracción en los que el lector deberá articular sus representacio-
nes de los hechos y las circunstancias en los que acontecieron con lo
que propone el texto. De esta articulación nacerá la lectura.

El tema de la lectura ocupa hoy a muchas personas; pero son menos


las que la experimentan con frecuencia y de formas diversas y con
propósitos distintos. Este hablar sobre la lectura genera supuestos
sobre el ser de la lectura, el quehacer del lector y los propósitos que la
animan. Más prejuicios que experiencias le atribuyen a la acción de
leer un carácter formativo intrínseco. Los mismos prejuicios suponen
un placer casi inmediato vinculado a su solo ejercicio.

Las personas que no leen suelen imaginar demasiadas normas


para lograr un buen nivel de lectura. También las que con más fa-
cilidad presuponen buenas y malas lecturas y, por lo tanto, abogan
por cánones específicos: libros para jóvenes, para adultos no lectores,
77

para medios urbanos, para sensibilidades así o asá. Ni la lectura


forma por sí misma ni el cumplimiento de un conjunto de normas
garantiza un ejercicio adecuado que posibilite la comprensión lectora;
ni el acercamiento a textos canónicos necesariamente forma lec-
tores. La acción de leer no asegura nada, sólo puede abrir puertas
y capacidades; eso depende de las condiciones en las cuales las
personas la ejerzan.

¿Pueden ir de la mano?

La oralidad y la escritura comparten a la palabra como materia de


todas sus realizaciones. ¿Por qué no empezar por reconocer su im-
portancia y sus implicaciones antes de pensar en las diferencias, en
las especificidades que distancian, en ocasiones, las prácticas de la
oralidad respecto de las de la escritura?

Si en el espacio escolar y en los ambientes sociales donde los niños


y los jóvenes desarrollan su vida cotidiana se promueve el uso total de
la palabra para todos —esto es, el lenguaje en todas sus manifesta-
ciones, sin desprecios ni prohibiciones—, es probable que se puedan
percibir muchas formas de encuentro posibles entre las palabras es-
cuchadas, dichas, leídas o escritas.
78

Si prestamos a la palabra oral la misma atención que a la escritura,


es muy probable que podamos escuchar las verdaderas voces de las
personas con quienes convivimos. La sacralización de la imprenta, la
sobrevaloración de la escritura (en el ámbito escolar, esto es más que
evidente) no ha ayudado al fortalecimiento de la cultura escrita. Por
el contrario, ha hecho que muchas personas le teman por distante en-
tre quienes son los hablantes y entre quienes se pretende instaurarla.
Dice Gianni Rodari en su Gramática de la fantasía:

Una palabra al azar en la mente produce ondas superficiales y pro-


fundas, produce una serie infinita de reacciones en cadena, implicando
en su caída sonidos e imágenes, analogías y recuerdos, significados y
sueños, en un movimiento que afecta a la experiencia y a la memoria, a
la fantasía y al inconsciente… y la mente no asiste pasiva a esta repre-
sentación, sino que interviene continuamente para aceptar y rechazar,
ligar y censurar, construir y destruir.

Propuestas de este tipo vinculan con naturalidad la palabra hablada


con la escrita. Las personas escuchan y se escuchan en sus asocia-
ciones y evocaciones, y es probable que apelen a la escritura para
registrar estos vínculos de modo que puedan volver a ellos cuando
lo deseen.
79

Este prestar atención a la palabra propia y a la de los otros educa en


la escucha; ayuda a reconocer sentidos precisos en relación con los
significados que, en cada uno, despierta una palabra; permite descu-
brir incluso los rasgos poéticos que pueden evidenciar determinados
juegos de asociación entre sonidos y significados. El registro de es-
tas experiencias puede constituirse en invaluable materia prima para
futuras reconstrucciones: narraciones orales o producciones escritas
de diferente índole; colabora para que la palabra oral y escrita vayan de
la mano tempranamente y para aprender que las palabras también
son afectos e ideas del mundo.
81

Los límites de la oralidad y de la escritura

La imperiosa necesidad de comunicarnos


hace que incorporemos el lenguaje a nuestra vida de acuerdo con la
velocidad que nos permite nuestra estructura biológica. No tenemos
conciencia de cuándo aprendimos a hablar ni de cuándo comenza-
mos a escuchar y distinguir la voz de nuestros padres. Todo esto su-
cedió porque es natural en los humanos.

Desde que comenzamos a escuchar y a hablar, el proceso nun-


ca se detuvo. Cada vez aprendimos más significados, dedujimos
más intenciones. Siempre más capacidad para hablar y escuchar.
Después, cuando descubrimos que se podía escuchar y hablar
por medio de un código gráfico, surgió la conciencia de querer
saber cómo hacer para trazar y descifrar ese código a fin de se-
guir conversando a través del tiempo y del espacio, aunque sea de
manera diferida. Escribir una carta a la abuela o leer una aven-
tura de caballeros escrita hace más de 500 años fueron actos que
82

empezaron a parecerse más de lo que podíamos imaginar antes


de conocer la escritura.

Aunque en el segundo caso la comunicación se complica un poco


porque el interlocutor está hecho polvo desde hace medio milenio, el
diálogo entre el escritor y el lector, a pesar de los siglos intermedios,
se basa en la respuesta que el lector tiene para sí mismo respecto de la
palabra del escritor. He aquí el trascendente logro de la escritura: fijar
el sonido de la palabra por medio de la grafía y permitir intercambios
más allá del tiempo.

El tiempo y el espacio

Como ya hemos mencionado, el sonido es el portador natural de


las palabras, por eso las palabras dichas se desvanecen, se las lleva el
viento. Hablar, el acto de emitir el sonido de las palabras, es único e
irrepetible en el tiempo.

A lo largo de la historia de la humanidad, la palabra fue inasible hasta


que se inventó la escritura, la posibilidad de representar el sonido de
las palabras por medio de trazos fijados en alguna superficie. A partir
de ese momento se da la gran revolución en la historia de la cultura:
83

cambia la forma de vivir, de relacionarse, de entender el mundo, el


modo de conocer. Y también, a partir de ese momento se pueden dis-
tinguir dos manifestaciones del habla: una natural, que es la oralidad,
y otra técnica, que es la escritura.

La conversación es la forma más cotidiana del habla. Cuando con-


versamos cara a cara lo hacemos naturalmente, sin ninguna media-
ción. Pero es importante considerar que no todas las manifestaciones
orales son tan naturales. Por ejemplo, una conferencia dictada a un
amplio público, que necesita una preparación previa, apoyo de notas
o apuntes escritos para guiar la exposición.

Cuando hablamos no sólo recurrimos a las palabras para darnos a


entender. Dentro de la oralidad, también está considerada la expre-
sión gestual (gestos con el rostro, ademanes, postura del cuerpo); la
información que aporta el ámbito en el que estamos hablando (por
ejemplo la casa, la cafetería, la escuela, etcétera); lo que sabemos de la
historia del otro por conversaciones previas.

En fin, en la oralidad tenemos a la mano los elementos para que


nuestra comunicación con el otro sea lo más eficiente posible. El in-
terlocutor está frente a nosotros; es decir, antes de que pronunciemos
84

la primera palabra, podemos comenzar a percibir información por su


sola presencia y la del contexto en el que nos encontramos, inmedia-
tamente. Podemos aclarar cualquier malentendido, duda, o solicitar
mayor información en caso necesario para continuar conversando en
el mejor nivel de entendimiento posible.

Pero toda esa riqueza de la oralidad sólo es posible en el mismo tiem-


po y en el mismo espacio. La aparición de la escritura logró proyectar
la palabra a un tiempo y a un espacio distinto del de su creación, aun-
que sin la inmediatez ni la espontaneidad de la palabra hablada. Se
logró plasmar la palabra con las limitaciones que conlleva trasladar la
voz a una grafía: la pérdida del contexto original de su producción y
la pérdida del sonido como fuente de expresión, de intención y, por
lo tanto, de significado.

El lector tiene que hacer un esfuerzo de reubicación en el momento


histórico en el que fue escrito el texto para poder comprender mejor
el sentido de lo que está leyendo. Un ejemplo: si estamos leyendo
una carta del siglo xvii de un esposo a su mujer, probablemen-
te el tono del señor nos sea más parecido al de un padre cuando
habla con su hija menor que al de un hombre cuando habla con
su pareja.
85

Estas diferencias entre el tiempo y el lugar del lector y del escritor nos
llevan a echar mano de lo que tengamos en nuestra mente y en el so-
porte del texto que estamos leyendo para reconstruir el ámbito desde
donde nos está hablando el escritor. Para entender la palabra que pro-
cede de otro tiempo o de otra cultura, es necesario percibir su diferen-
cia entre nuestro tiempo y nuestra cultura. Sin duda, entenderíamos
mejor a Cristóbal Colón y a los hombres que lo acompañaban desde
la visión de un renacentista que desde la mirada del hombre actual.

A lo largo de su evolución se han incorporado a la escritura recursos


que la han hecho más eficiente. En los primeros manuscritos no ha-
bía separación de palabras, se escribía seguidamente y se interrumpía la
continuidad de la grafía sólo en el momento en que se terminaba una
línea a lo ancho del cuero o del papel. El uso de las mayúsculas y los
signos de puntuación también tomó su tiempo. Poco a poco, la escritura
se fue modificando para hacerla más precisa y clara, tratando de salvar,
en lo posible, los inconvenientes de no tener al interlocutor a la mano.

Desde la invención de la imprenta hasta la actualidad los avances en


la edición y el diseño gráfico han contribuido a diversificar y a enri-
quecer la impresión de textos y, por supuesto, de sus soportes: libros,
diarios, revistas, carteles, volantes. A partir de esas tecnologías se ha
86

logrado explotar un campo que enmarca, completa y modifica lo di-


cho en el texto escrito.

Los elementos que constituyen el soporte y la presentación de un


texto también contribuyen en la manera en que el lector recibirá y
percibirá el texto del autor; además, aportarán información del tiempo
y el espacio en el que fueron impresos. Por ejemplo, el tipo de papel,
del tamaño y la forma de la letra, la disposición del texto en la página
(caja tipográfica, sangrías, márgenes, espacios), estilo y tema de las
ilustraciones, la selección y la corrección de los textos.

Las características y los estilos del soporte intervienen en nuestro


proceso de lectura al darnos algunas pistas para poder rearmar en
lo posible el contexto desde el cual nos habla el autor, pero también
recibimos lo que aporta el editor: el cuidado de la edición, la se-
lección de imágenes, la técnica en que están realizadas, o hasta los
materiales usados en la encuadernación puedan susurrarnos algo
acerca de los valores, los gustos y la idiosincrasia del mundo del que
procede el texto.

La limitación del texto escrito, el no tener cara a cara a la persona que nos
habla no es tan grande si aprendemos a leer más allá de lo que dicen
87

las palabras y las características de los libros y otros soportes de tex-


to, sean impresos o electrónicos. Estos son como las naves que nos
ayudan a viajar a través del tiempo a horas, días o siglos de distancia.

Memoria y cultura

Desde que el hombre habló, comenzó a transmitir a través de los si-


glos lo que sabía, sentía y pensaba de él mismo, del mundo y del más
allá. Pero la pregunta desde nuestro tiempo es: ¿cómo era capaz de ser
fiel a su sabiduría sin el invento de la escritura? Así como el hombre
está dotado físicamente para hablar, también lo está para memorizar,
y ambas funciones se desarrollan por medio de la práctica. De ese
modo, aunque no era posible fijar las palabras sobre una superficie,
sí se fijaban en la memoria gracias a la repetición permanente de la
tradición oral: generación tras generación se narraban instrucciones,
historias, leyendas, cantos y rezos.

Los estudiosos de la cultura nos dicen que la vida del hombre de la


prehistoria está presente en los mitos y en las leyendas. Mitos sobre
deidades que controlaban la naturaleza y el destino del hombre, los
ritos y las costumbres para hacer producir la tierra, y las historias de
las relaciones entre los pueblos.
88

El aprendizaje a través de la vida diaria, por medio del ensayo y del


error, quedaba fijado en las palabras de la comunidad mediante el con-
tar una y otra vez para enseñar y, también, para ampliar esa sabiduría
que sería permanentemente proyectada gracias a la tradición oral.

La herramienta fundamental de los narradores y cantantes fue la me-


moria. Eran capaces de pasar horas contando una historia que podía con-
tener siglos del conocimiento de una cultura, o la vida detallada de algún
héroe o personaje muy importante para la comunidad. Un narrador era
más prestigiado en la medida en que su memoria era más fiel a las pala-
bras de sus antepasados. Los narradores y cantantes, que generalmente
coincidían o se relacionaban con personajes prominentes de la comuni-
dad (jefe de la tribu, sacerdote, el más viejo), hacían gala de su memoria
recurriendo a recursos nemotécnicos como la repetición, la rima y la mar-
cación o selección de personajes y sucesos clave para la historia, sobre los
cuales se podía abundar o sintetizar a elección del narrador.

En los cantos era común la introducción de un fragmento que con-


centraba una característica de lo que se estaba contando, que se repetía
cada vez que terminaba una frase de la historia y se daba inicio a otra;
o bien, concluía un momento referido a determinado personaje y daba
pie a la entrada de otro. De ese modo se originaron los estribillos o
89

coros que todavía, en la actualidad, aparecen en algunas canciones. Por


medio de la rima, sílabas o palabras seleccionadas para repetirse verso
tras verso, la mente del narrador asociaba y traía a la memoria largos
pasajes de la historia que contaba para reproducirlos con fidelidad en
el momento preciso. La variedad de rimas y su frecuencia daban al
relato un ritmo directamente relacionado con su dramatismo.

En la tradición oral, al pasar de boca en boca, se corría el riesgo de


que algo podía ser sustituido, modificado o perdido. Pero siempre se
conservaban los elementos esenciales de la historia que garantizaban
su permanencia para las generaciones futuras.

La fijación de frases o personajes clave en lo contado era fundamental


para mantener intacto lo que se quería transmitir de esa cultura. Pero
también se abría para quien contaba con la posibilidad de jugar con la
perspectiva de la historia a partir de su punto de vista, o de hacer un
homenaje o reconocimiento a alguien importante de la comunidad al
incluirlo o nombrarlo en el relato.

A lo largo de la historia de la humanidad, la tradición oral se man-


tuvo durante milenios como el principal transmisor de tradiciones,
costumbres e historias populares, como el medio por excelencia para la
90

conservación de la cultura. Todavía a finales del siglo XIX y las primeras


décadas del siglo XX, las reuniones familiares y de amigos para narrar
y conversar formaban parte de la vida cotidiana en el campo y en la
ciudad. Con la supremacía que el mundo occidental le ha dado a la cul-
tura escrita, sobre todo con la explosión de la industria y del comercio
editorial del siglo XXI, la invasión de la televisión en la vida cotidiana y
la proyección del internet y las redes sociales como portadoras de texto
escrito, muchas de las formas o expresiones de la tradición oral fueron
ocupando un lugar secundario en la consideración social.

Cada vez es menos el tiempo que dedicamos para reunirnos y con-


tarnos historias (muchos suponen que eso es cosa de abuelos). La
vertiginosidad con la que transcurre la vida urbana casi no deja tiem-
po para hacer sobremesa familiar. La oralidad en nuestras sociedades
tiende a ser cada vez más instructiva. La potencia de la tradición oral
se va circunscribiendo a las zonas rurales y a grupos étnicos donde la
palabra del individuo sigue teniendo un valor prioritario.

A pesar de los factores de mercado de la industria editorial, de las re-


des sociales y de la invasión de los medios masivos de comunicación, la
oralidad no es un asunto del pasado ni sus propiedades han perdido vi-
gencia. Nombramos, pronunciamos y decimos mucho antes de escribir.
91

Por medio de la oralidad, preservamos la cultura del grupo y de la so-


ciedad a la que pertenecemos. Forma parte de la vida diaria. Hablando
nos relacionamos con quienes vivimos y queremos. Hablando es como
preferimos manifestar a nuestra familia y amigos nuestros sentimientos,
creencias, valores y tradiciones.

No obstante su extensión masiva, la cultura escrita constituye, en


principio, una técnica que nos permite proyectar nuestra oralidad.
En cambio, la oralidad es nuestro medio inmediato y natural de co-
municación y, además, es la transmisora de cultura por antonomasia.

La razón y el conocimiento

Parece que los hallazgos más antiguos de intentos de escritura tienen


que ver con el reporte de comercio de ganado, lo que indica la ne-
cesidad de evitar problemas en la transacción, debidos a la buena o
mala memoria de alguno de los comerciantes en trato. Quizá en estos
asuntos, la duda sobre el recuerdo de una u otra cantidad podía echar
abajo la transacción y complicar los vínculos entre las personas.

Es lógico pensar que, a partir de la invención de la escritura, los co-


merciantes lograron transmitir su palabra con certeza o, por lo menos,
92

con la idea de que llegaría a otros sin la necesidad de salir de su entor-


no y poner en riesgo su territorio. Pero obviamente estas anécdotas
tenían que ver con quienes concentraban múltiples responsabilidades
como gobernantes y comerciantes. Las personas pertenecientes a sec-
tores sociales religiosos y cultos, desde siempre afines al poder, pronto
descubrieron las bondades de la escritura. Sin embargo, desde el princi-
pio no todos estuvieron de acuerdo con la utilización de la nueva técnica.
Como todo cambio, encontró resistencia.

Alrededor del siglo IV, los griegos habían incorporado la escritura, y


la utilizaban para el registro del conocimiento. Algunos historiadores
suponen que en ese tiempo Platón, al no incluir a los poetas en su
república ideal, probablemente vivía una contradicción. En efecto:
él, hombre formado en el mundo de la escritura, consideraba que las
fórmulas y las frases hechas de los poetas tradicionales no tenían senti-
do en el nuevo mundo intelectual de las letras. El pensamiento filosó-
fico por el que luchaba dependía totalmente de los textos escritos; sin
embargo, en una de las cartas criticó a la escritura como un medio que
no permitía las dudas y, además, para él, era destructora de la memoria.

Pasado el tiempo, en el mundo del saber se consensuó que la escritura


permitía el registro para siempre de todo el conocimiento acumulado
93

en la memoria de los sabios. Fue un gran logro disponer de más ener-


gía para dedicarse a la reflexión y al pensamiento abstracto que a la
memorización de conocimientos.

En este sentido, la forma de entender el mundo también cambió. A par-


tir de que la palabra podía quedar asentada, no sólo se trataba de realizar
minuciosas clasificaciones y descripciones, y transmitir la sabiduría por
medio de sentencias definitivas que pudieran ser repetidas y memoriza-
das, sino de evidenciar para la posteridad el proceso de reflexión que lle-
vaba a tales conclusiones; de la posibilidad de establecer relaciones entre
las distintas áreas del conocimiento y de profundizar en las explicaciones
de los diversos fenómenos del hombre, del mundo y del universo.

Pero el gran hallazgo no se circunscribió a los sabios. Se amplió a


los poetas y trovadores, al mundo de la gente común y corriente.
Las historias recitadas y cantadas que pertenecían al dominio pú-
blico también comenzaron a fijarse, fenómeno que garantizaba su
permanencia en el tiempo. La reconstrucción colectiva de poemas y
trovas fue cada vez menor.

A partir de la invención de la imprenta, la escritura y, sobre todo, la


lectura dejaron de ser actividades privilegiadas. Si antes a los escribas
94

les llevaba semanas o meses copiar un ejemplar del libro original,


con la nueva técnica de impresión se obtenían muchos ejemplares en
unos cuantos días. Quien tuviera dinero para comprar un libro, si le
interesaba, podía hacerlo. Y para el que no tenía con qué comprarlo
cabía mayor posibilidad de que se lo prestaran, o de que alguien lo
invitara a compartir el libro por medio de la lectura en voz alta.

La cultura escrita comenzó a extenderse al común de la gente: a los


sastres, a los ebanistas, a los molineros. Esta popularización comenzó
a incomodar a hombres ilustrados y a personajes poderosos porque
suponían que el mundo de las letras podía convertirse en un gran
peligro para la humanidad si el vulgo tenía acceso a él. Algunas in-
terpretaciones de textos por parte del pueblo dieron lugar a historias
trágicas. La lectura llevó a varios a la hoguera. En esa época, incluso
en siglos posteriores, a la lectura en silencio se le llegó a considerar
riesgosa para la integridad del individuo, porque se creía que podía
perder la cordura entre el ir y venir de la realidad a la fantasía que
propiciaba el texto escrito.

El avance de la cultura escrita, de la mano del desarrollo del merca-


do editorial, introdujo dos concepciones diferentes del mundo. Por
un lado, la que ofrece la ciencia y las clases ilustradas apegadas a la
95

cultura escrita y, por otro, la que vive en la tradición oral de las clases
populares. Sin embargo, todavía a finales del siglo XIX los literatos
escribían pensando que sus obras iban a ser leídas en voz alta.

En el siglo XX, como nunca en la historia, la lectura y la escritura


se convirtieron en un asunto de masas. Esto planteó la necesidad de
resolver una serie de problemas en los procesos de incorporación
de la cultura escrita, originados —según nuestra opinión— por la so-
brevaloración de los productos de la escritura y la devaluación de los
productos de la oralidad, sumadas a prácticas más usuales de apren-
dizaje de la lengua escrita, escindidas de las referencias de la palabra
oral que circunda a los usuarios que pretenden incorporarse de ma-
nera diversa y autónoma al mundo de la escritura.

A la pérdida cada vez mayor del diálogo, de la conversación y del


contacto humano directo y al avance de la mediación tecnológica
en nuestros vínculos creemos que podemos oponer el pertinaz deseo
de escuchar y hablar con el otro, por más distintos que seamos, para
coincidir, por lo menos, en el deseo de conocernos. Sólo así podremos
encontrarnos y dialogar en el mundo de la escritura.
La vida de la palabra: lectura en voz
alta y narración oral
99

Introducción

Hemos escrito este libro pensando en man-


tener una larga conversación con las personas interesadas en asuntos
vinculados con la lectura: la manera en que arriba a nuestras vidas
y la convivencia con ella; los encuentros y los desencuentros con la
palabra escrita; las relaciones entre la lectura y el mundo de la pala-
bra hablada; las maneras de tener encuentros frecuentes, creativos y
gozosos con la lengua escrita; algo acerca de cómo ha ido cambiando
el rumbo de la lectura a lo largo de los últimos siglos; las cosas que
de ella se dicen, las formas en las que se le valora, se le obstaculiza
o se le niega, y por último la presencia múltiple de la palabra escrita
en los diferentes espacios sociales y los materiales y posibilidades de
elección para vincularse con ella.

En este apartado tratamos dos temas que, según nuestra opinión,


son importantes para fortalecer las prácticas y las posibilidades de
lectura: la lectura en voz alta y la narración oral. Hablamos de volver
100

al texto, reconstruir detalles, interpretar silencios, intercambiar ideas


y emociones con otros acerca del mismo texto.

Consideramos la práctica de la lectura en voz alta más allá de su im-


portancia motivacional en el contexto de la promoción de la lectura
que, sin duda, tiene un gran peso. Argumentamos y ejemplificamos
lo que aporta como puente entre el mundo de lo oral y de lo escrito,
como evidencia del trabajo interpretativo del lector y como prueba de
la multiplicidad de voces que pueden explicitarse en el acto de la lec-
tura. Hay algo en esa multiplicidad que siempre está en movimien-
to, que es frágil, que afortunadamente se nos escapa un poco de las
manos; y ese algo no es aleatorio, es nada menos que la significación.

Tratamos el tema de la narración oral como una herramienta para


fortalecer un tipo de lenguaje que se diferencia claramente del habla
cotidiana que, en general, es más fragmentada, referida principal-
mente a instrucciones, a preguntas o a respuestas específicas. Co-
mentamos cómo la escucha de narraciones mejora las condiciones de
acceso a la lectura, dadas las características de la oralidad narrativa.
Para ello presentamos personajes, planteamos ambientes, encadena-
mos sucesos que se relacionan con modos de decir y que luego se
percibirán como recurrentes en la lectura de historias.
101

Para ambas prácticas, lectura en voz alta y narración oral, propone-


mos formas de acercamiento y ejercitación que juzgamos accesibles
a cualquier interesado en leer y en ayudar a que otros lo hagan. Am-
bas prácticas comprometen emocional y públicamente a quien las
ejerce, por ello evitamos recomendar recursos dramáticos que, por su
complejidad, desaniman a la mayoría. Sin embargo, con las propues-
tas presentadas sabemos, porque lo hemos experimentado durante
años y con grupos de diferentes características, que se pueden lograr
lecturas y narraciones sumamente atractivas.
103

El lugar de la palabra en la lectura en voz alta

“Me aburre, es puro palabrerío”, ésta es, sin


duda, una expresión popular que nos preocupa ¿Por qué mucha gente
utiliza expresiones que evidencian pérdida de confianza en las pala-
bras? Esta pregunta y los sentimientos asociados a ella tienen un gran
significado para quienes trabajamos a fin de ampliar y mejorar las
maneras y los motivos de circulación de las palabras.

La referencia a la falsedad —“Queremos hechos, no palabras”—


tiene, sin duda, un fuerte impacto en la conciencia. Aunque menos
usuales, las referencias a la incomprensión tienen un peso muy im-
portante en esta ruptura del vínculo entre palabras y hechos. Desde
el punto de vista ético, este divorcio motivado por la falsedad podría
juzgarse como más relevante. Pero la ruptura ocasionada por el len-
guaje que se utiliza, o por la no pertinencia de su uso en relación con
el diálogo que se pretende establecer, tiene consecuencias negativas
para la comunicación entre las personas.
104

En el caso de la lengua escrita las rupturas entre las palabras, los


objetos y los hechos que evocan pueden darse por razones lingüís-
ticas, en particular, o culturales, en general. Las razones lingüísticas
suelen tener mayor reconocimiento que las culturales. La carencia de
vocabulario o de usos frecuentes de determinado tipo de discursos se
percibe como causas obvias de fracturas entre las palabras y las cosas
o los acontecimientos que representan. Los motivos vinculados con
las experiencias de las personas, sus gustos, valores y repercusiones en
el debilitamiento del valor que se les atribuye a las palabras suelen ser
menos reconocidos.

A las palabras escritas se les da crédito no sólo por quien las dice, sino
por el espacio en el que se inscriben. Ese espacio tiene tanto peso en el
reconocimiento o negación de la importancia de lo dicho que resulta,
para muchos, inconcebible que ciertas formas de escritura se lleven a
cabo en espacios no predecibles. Desde esta percepción, un escritor
puede sentirse preso de sus espacios naturales. Alguien que escribe en
un medio considerado serio por quienes tienen la posibilidad de opi-
nar y formar opinión entre la sociedad puede ser juzgado duramente
si escribe para uno frívolo o de poca monta. Los asuntos vinculados
con el encuentro entre las palabras y las cosas, tanto en el plano lin-
güístico, en particular, como en el cultural, en general, son inagotables.
105

Hemos hecho estas referencias con la intención de dejar planteado el


tema, con el objeto de seguir pensando, charlando y decidiendo sobre
la importancia de buscar caminos que ayuden a recuperar el significado
de las palabras. Lo hicimos también para presentar una práctica que,
preparada con cuidado y realizada con frecuencia entre los miembros
de un grupo, puede colaborar con este objetivo. Esta práctica es la de
la lectura en voz alta.

Atención: gente trabajando

Hace cuarenta o cincuenta años era difícil encontrar gente que ha-
blara acerca de planes de lectura o programas de radio, televisión
o notas periodísticas que trataran el tema de la importancia de la
lectura en relación con la formación de los ciudadanos. Tampoco era
habitual encontrar proyectos de difusión de ideas para mejorar o in-
crementar las prácticas de lectura.

Cuando para la mayoría de los niños la lectura era el libro de lectura


ya había gente que desconfiaba de ella: “Ya deja de leer y ponte a
hacer algo”, “No sabe hacer nada, se la pasa leyendo”, “Ya deja de leer,
tienes muchas cosas que hacer”. Éstas eran sólo algunas de las expre-
siones que estaban expuestos a escuchar los audaces que pretendían
106

leer más allá de lo que el tiempo oficial —generalmente el tiempo


escolar— señalaba como útil y prudente.

Es indudable que la mala fe no caracteriza a la mayoría de la gente.


La convicción de que leer no implica un hacer tiene un origen claro:
leer es, por lo general, una actividad que se desarrolla en el interior
de las personas. Debido a ello, sus características e intensidad son
ignoradas por quienes no la llevan a cabo. Esa acción interior tiene,
además, consecuencias para los que están leyendo y para los que
no lo están haciendo. Momentáneamente, el lector se aísla, inte-
rrumpe la comunicación oral, ingresa en un territorio desconocido
y quienes lo rodean tienen que esperar si quieren hablar con él, no
deben interrumpir su lectura.

Todo esto puede llegar a tensionar las relaciones entre el lector y su


entorno. En algunos casos quienes rodean al lector tienen una sen-
sación tan amenazante, se vuelve tan ajeno, que pueden ocurrir actos
que van desde la desconfianza hasta la violencia. Un ejemplo de lo que
decimos podemos encontrarlo entre algunos grupos de adolescentes,
para quienes el rechazo a la lectura se transforma en un discurso
explícito: si entre ellos aparece un lector, puede ser catalogado como
raro o, incluso, como mala onda.
107

Para que resulte evidente que leer es un hacer, que el lector realiza un
trabajo intenso, que dicho trabajo puede generar un producto apre-
ciado y compartido, la lectura en voz alta resulta un recurso decisivo.

Sobre puentes, marcas de más acá y sensaciones de más allá

Para quien ya lee frecuentemente y por distintos motivos, es probable


que la lectura en voz alta no sea necesaria. Es posible incluso que,
salvo que haya decidido participar en un encuentro donde se haga
una lectura de este tipo, le resulte molesto escuchar a otro u otros que
leen. El silencio y la soledad suelen ser condiciones valoradas por las
personas acostumbradas a leer.

Por el contrario, para quienes se inician en el ejercicio de la lectura,


encontrarse con las voces de otros lectores puede ser indispensable. La
voz del que está leyendo para otras personas muestra su trabajo.
Esa voz no sólo levanta palabras impresas: les da vida, construye
intenciones, las organiza en un horizonte de sentido.

Las marcas gráficas están ahí, fijas; constituyen un universo cerrado


desde el momento en que el escritor marcó el punto final. Pero las
maneras en que esas palabras, organizadas en un texto, impactan en
108

una persona son siempre cambiantes. A diferencia de la permanen-


cia y fijación de la escritura de las palabras, sus efectos en quien las
lee constituyen un universo abierto, ilimitado: lo evidencia la voz de
quien lee en voz alta para otros.

Esto no sucede sólo con algunas obras, tampoco con algunos indi-
viduos. Puede ocurrir en el vínculo de cualquier obra con cualquier
persona. Son usuales los ejemplos acerca del impacto de libros y lec-
turas clásicas en relación con sus lectores. Un caso siempre citado es
el de los libros considerados sagrados por algunas culturas. La escu-
cha de una lectura del Corán no emociona igual a un musulmán que
a quien no lo es; la Biblia o los Evangelios no significan lo mismo
para los católicos que para los cristianos. Sobre esto, nadie duda. Pero
los ejemplos pueden obtenerse de experiencias más cercanas, más
masivas, más cotidianas.

Un cuento para niños pequeños, en el cual una niña se pierde en un


espacio público para finalmente encontrarse con su mamá, puede vi-
virse con dramatismo a los 6 años de edad y con indiferencia a los 10.
El texto no ha cambiado. Las relaciones entre el lector y el texto se
modifican, hay otra lectura de él. La voz de la madre, del padre o de
quien muestre esta labor de transformar las marcas gráficas en ideas
109

indisolublemente unidas a emociones será la herramienta con la que


trabajará el lector-escucha para construir sus lecturas, sus significa-
dos. Sus gestos, su tensión, su interés o su indiferencia nos mostrarán
esa lectura.

Sin silencios no hay música posible

La incorporación de los signos de puntuación representó un avance


importante para la escritura. Lo cierto es que hoy contamos con
muchos y diferentes signos, y ellos nos ayudan a construir nuestras
lecturas. Cada signo de puntuación es la escritura de un silencio.
Desde la suspensión más leve, como la efímera coma, tan reclamada
en la escritura por nuestros maestros y maestras desde los primeros
años de escuela, hasta el contundente punto final que clausura la
emisión del discurso, pero no el sentido que tiene o puede tener
para el lector.

Sin embargo, mucho antes de que se incorporara el primer signo de


puntuación, se descubrió la suspensión de la escritura; es decir, la in-
troducción de espacios en blanco entre una y otra palabra. Facilitó la
percepción visual, especialmente entre quienes no estaban acostum-
brados a relacionarse con la palabra escrita. Esa nueva percepción
110

visual tuvo repercusiones definitivas en la construcción de significa-


dos de la lectura. Según parece, este aporte a la escritura se les ocurrió
a unos monjes irlandeses allá por el siglo X u XI de nuestra era; el
propósito era ayudar a la lectura de textos religiosos, abrirlos a más
y a diferentes personas. Podríamos considerar a aquellos monjes los
pioneros en planes de lectura porque, sin proponérselo, difundieron y
fortalecieron la cultura escrita entre grupos más grandes de usuarios.

Pero volvamos a la escritura de los silencios representada en los sig-


nos de puntuación. Cuando nos enseñaron a leerlos, nos dijeron al-
gunas vaguedades con una contundencia que las disimulaba: que una
coma significaba una suspensión mínima, un punto y seguido impli-
caba una suspensión mayor, un punto y aparte debía leerse como un
silencio mayor que el punto y seguido porque solía definir un cambio
de tema o de dirección del discurso. De los dos puntos o del punto
y coma (signo ortográfico en peligro de extinción), sólo recordamos
que nos indicaron que valían más que la coma y menos que el punto y
seguido.

Según podemos recordar, a estos dos signos les tocó, además de las
vaguedades, la ambigüedad de la referencia a dos puntos: por un lado,
al punto y, por otro, a la coma. La cuestión del valor la aprendimos
111

siempre en relación con otro signo; relación que, para colmo, no po-
día medirse estrictamente como puede hacerse, por ejemplo, con la
escritura de los silencios de la notación musical, en la que un silencio
de una nota redonda vale el doble que uno de nota blanca; y ésta, el
doble que uno de nota negra; y así sucesivamente. De este modo,
según recordamos al maestro de música: el silencio de nota semifusa
vale sesenta y cuatro veces menos que uno de redonda.

El caso es que la explicación acerca del valor de un signo de puntua-


ción como registro de un silencio nos decía, en realidad, muy poco.
Debido a ello, proponemos un cambio de punto de vista; este cambio
no cierra el tema, pero creemos que ayuda a observar el fenómeno de
la escritura de los silencios de otra manera y, sobre todo, compromete
al lector en la toma de decisiones. La propuesta consiste en pensar los
signos de puntuación en relación con ellos mismos, atribuyéndoles
un valor en función de cómo pesa el o los silencios en la construcción
de las imágenes, de las emociones, de lo que el texto me dice.

Veamos dos ejemplos en donde la coma se considere de diferente


manera en la lectura. El primero podría escucharse en muchos
salones de clase cuando un maestro se dirige a un grupo de ni-
ños: “Niños, mañana tendremos clase de Geometría. Les recuerdo
112

que deben traer todos los elementos para poder realizar los traba-
jos que les proponga: lápiz, goma, regla, escuadra, transportador
y compás”.

Supongamos que tenemos la responsabilidad de leer ese fragmen-


to en voz alta frente a un auditorio. Les proponemos que prueben,
en primer lugar, una lectura de esa enumeración de los elementos
de geometría donde las comas funcionen como silencios muy cor-
tos. Luego, les proponemos una segunda lectura asignándole a cada
silencio de coma una categoría de peso pesado; es decir, el silencio
representado por cada coma dos o tres veces mayor que en la pri-
mera lectura.

En el primer caso, es probable que el discurso del maestro se escuche


como un mero recordatorio. En el segundo, el silencio que separa la
mención de cada elemento enfatiza el recuerdo, la obligación de no
olvidar y, por lo tanto, la sensación del discurso del maestro puede ser
muy cercana a la amenaza.

Construimos el segundo ejemplo a partir de la lectura de un frag-


mento de un texto literario: Guatemala, las líneas de su mano, del es-
critor guatemalteco Luis Cardoza y Aragón.
113

La tierra es eso: la infancia, los ruidos, los olores, el humo de la leña


en la cocina. La respiración casi canto de la molendera arrodillada so-
bre la piedra […], la hermana menor que llora, el padre que trabaja en
el escritorio […], la niña de nuestros sueños, la lección no aprendida
y la tarea no empezada, el lápiz rojo y las estampillas de correo, la caja
de colores de Amatitlán, el gato, el perro y el caballito, el barrilete, las
primas […], la flor escondida en el libro de gramática, la muerte de
la abuela.

Si leemos cada uno de los elementos de esta enumeración separados


por un brevísimo silencio, es probable que no alcancemos a lograr lo
que casi con seguridad puede ocurrirnos si le asignamos a cada silencio
una potencia mayor: la posibilidad de ver con claridad las imágenes
evocadas por esos recuerdos y las emociones asociadas a ellos. Como
decíamos unas líneas atrás, la propuesta gira alrededor de la toma de
decisiones. Ahí está la palabra del texto. Frente a ella, entra en acción
nuestra palabra a partir de nuestra experiencia.

Todas las cosas leídas, todas las experiencias vividas se ponen en mo-
vimiento frente a ese texto que me pide que decida, las marcas gráfi-
cas se transforman en lectura: las ideas y emociones de quien escribió
una historia se funden con las de quien la está reconstruyendo. Y
114

aunque el oficio del escritor sea grande, aunque el lugar que ocupa
cada nombre, cada acción, cada punto y cada coma están ahí con
la intención de provocarnos una emoción determinada, eso siempre
será relativo. A veces, escritor y lector coincidirán; a veces, no; a veces,
un poco.

Cuando leemos para otros, esas lecturas tienen un medio de expresión


privilegiado: la voz del lector que, en cada tono, en cada cambio de
ritmo, en cada modulación, pinta un detalle de ese complejo fresco
que va coloreando a través de las intenciones que van construyendo
sus palabras. Y en el principio de esa obra estuvieron los silencios y los
signos de puntuación que nos los señalaron.

Una lectura en voz alta bien trabajada ocurre cuando quien la realiza
escucha a quien escribe, ve lo que cuenta y se escucha a sí mismo a
medida que hace suya la historia que este descubriendo.

Una práctica poco conocida y algunas sugerencias

Reunirse en grupo para leer en voz alta es una práctica habitual entre
los actores. Cuando un elenco teatral pretende montar una obra, en
general, antes de ensayar la primera escena, lee incansablemente los
115

parlamentos; a veces, durante semanas. La vuelta reiterada al texto, la


práctica de escuchar y escucharse se lleva a cabo para entender en el
sentido más amplio lo que se dice, cómo se dice, qué impacto tiene
una pregunta, qué sentido tiene una respuesta.

La primera lectura sólo permite reconocer las anécdotas, las circuns-


tancias en las que ocurren, lo que habitualmente solemos llamar de
qué trata la obra. Pero las sucesivas lecturas reconocerán matices y
construirán intenciones.

Este retorno incansable al texto para construir lecturas se ejecuta


para entender, no para memorizar. Entonces, empieza a ocurrir algo
que no es un milagro, sino consecuencia de la comprensión: el texto
comienza a ser memorizado. Incluso, en el caso de que la memoria
falle, la posibilidad de retorno al parlamento es posible por la manera
en que se ha comprendido y elaborado el discurso total.

Nuestra inteligencia puede memorizar con relativa facilidad lo que


comprende. Claro que puede intentarse y lograrse una memoriza-
ción mecánica con escasa o nula comprensión. Pero esta memori-
zación siempre será mucho más frágil y transitoria. Lo que se ha
comprendido y memorizado difícilmente se olvida.
116

Por último, algunas sugerencias sencillas para preparar una lectura en


voz alta:

Evite elegir textos pensando sólo en usted o sólo en el auditorio al


que dirigirá su lectura. Usted y el auditorio deben estar contempla-
dos en el momento de seleccionar los textos que preparará.

Evite imitar las voces de los personajes que puedan aparecer en los
textos elegidos. Usted estará frente a su auditorio. Nadie podrá negar
su presencia ni su identidad, de modo que lo que se espera de usted
es que sea creíble lo que está leyendo. Si el personaje que vive a través
de su voz está enojado, usted expresará el enojo desde la manera en
que usted lo sienta. Lo mismo vale para cada sentimiento o inten-
ción que suceda en el texto que presenta.

Hasta que esté muy seguro acerca de lo que el texto dice y le dice a
usted, lea con mucha calma, a un ritmo menor del que, seguramente,
asumirá con posterioridad. Esto le permitirá sentirse tranquilo en
lo relativo al desciframiento del texto y, simultáneamente, percibir
las imágenes interiores que toda lectura real construye. Ya habrá
tiempo para los cambios de ritmo, para acelerar el paso cuando se
juzgue necesario.
117

Agregue o quite signos de puntuación al texto original. No tema


hacerlo. El autor no tiene por qué haber pensado al escribir en las
especificidades de la práctica de la lectura en voz alta. A la expre-
sión: “Lo escrito, escrito está”, nosotros le cambiamos el sentido: lo
escrito, escrito está para que cada lector lo reescriba en su lectura.

Para que un auditorio disfrute de la lectura en voz alta, tiene que po-
der ver a través de las palabras lo que está escuchando. Las palabras
de quien lee son la materia con la que construirá sus propias imáge-
nes. Quien está ejerciendo la lectura en voz alta tiene que estar viendo
lo que lee; es decir, tiene que construir las imágenes que sus palabras
están modelando. Si el lector en voz alta ve, el auditorio ve; aunque
las imágenes de uno y otro no coincidan exactamente.

Si el lector en voz alta pierde de vista lo que lee o tiene imágenes


confusas, el auditorio comienza a experimentar la misma sensación.
Es frecuente escuchar: “Iba entendiendo todo y, de repente, me per-
dí”. No es el único motivo, pero es posible que quien leía en voz alta
también se estuviera perdiendo; esto es, que se quedara en un plano de
lectura más bien mecánica, de decodificación de palabras impresas,
más que en el plano de la construcción de ideas propias a partir de las
sugeridas por el texto.
119

Contar para leer

Todos sabemos contar historias y te-


nemos tiempo para hacerlo. Pero por múltiples
circunstancias, nos hemos dejado convencer de
que no sabemos ni hay tiempo para ello. Promo-
ver la reinstalación de la narración oral para todos
y en todo tipo de realidades sociales y culturales
para recuperar la confianza en las experiencias per-
sonales, en las capacidades de cada uno, en la legiti-
midad del uso del lenguaje propio y en el derecho de
apropiarse del de los otros —cercanos o distantes— es
un proyecto posible y necesario.

Recuperar ese modo de decir tan especial importa para


nuestra existencia en general; también para nuestra existencia como
lectores. En las próximas páginas abordaremos la cuestión de la inci-
dencia de la narración oral en nuestros vínculos con la lectura.
120

Escuchar y escucharse

Ya hemos planteado que leer es una forma de mirar y de escuchar.


Para construir vínculos con el texto, el lector tiene que escuchar las
voces que le llegan desde la escritura. Pero escuchar no es fácil. Para
hacerlo hay que ponerse en el lugar del otro; es necesario entender
sus motivos y sus preocupaciones. También hay que reconocer sus
gustos y sus modos de decir.

A fin de poder escuchar la escritura, siempre es bueno entrenarse en


escuchar las palabras más cercanas, las de los que nos rodean. Es pro-
bable que, si nos damos tiempo para escuchar a los otros y nos damos
tiempo para decidir qué les queremos contar a esos otros, descubra-
mos que nuestro entorno nos cuenta más de lo que suponemos y que
tenemos más que decir de lo que imaginábamos. Pero escuchar y es-
cucharse en prácticas de narración oral supone un ejercicio diferente
al de escuchar y escucharse desde la oralidad cotidiana.

Lo que escuchamos y decimos todos los días tiene dos diferencias


notables respecto de lo que escuchamos y decimos cuando nos leen
una historia o cuando nos decidimos a narrar. En lo cotidiano, los
recursos del lenguaje que utilizamos son exclusivamente los que
121

compartimos entre los miembros de nuestro entorno; rara vez uti-


lizamos palabras inusuales para mostrar o explicar acontecimientos
poco habituales.

La otra diferencia importante respecto de la oralidad narrativa es que


las intervenciones de las personas que participan en una conversación
suelen interrumpirse con preguntas y respuestas de los interlocutores
que buscan acotar una demanda, aclarar una duda, enfatizar una or-
den, reafirmar el sentido de un dicho, etcétera. Desde luego que todo
esto ocurre cuando nos cuentan o contamos; pero en la oralidad coti-
diana, estas maneras de escuchar y de decir suceden mucho más frag-
mentadas porque el objetivo prioritario del habla de todos los días es
referir experiencias, plantear interrogantes, solicitar ayuda; es decir,
construir vínculos a través de necesidades específicas apoyándonos
en el uso de la palabra.

Narración y lectura

La importancia social y emocional de la narración de historias resulta


evidente para todos. Todos sabemos lo que nos ha proporcionado
como disfrute, lo que nos ha permitido compartir y lo que nos ha
mostrado respecto de la espiritualidad de quienes las han hecho para
122

nosotros con dedicación y frecuencia. Lo que queremos plantear aquí


es de qué manera se vinculan la narración oral y la lectura, y de qué
modo una potencia a la otra e, incluso, a la escritura si las personas ya
están alfabetizadas.

Si queremos narrar con frecuencia a un grupo, el repertorio de las


historias que nos han llegado por tradición oral se agotaría en poco
tiempo. Explorar las posibilidades que nos brindan algunos textos
para transformarlos en relatos orales será imprescindible. Si estamos
trabajando en proyectos de lectura con otros promotores y nos reuni-
mos a compartir y seleccionar materiales que consideremos idóneos
para proyectar narraciones, las experiencias serán mucho más ricas.

Si el punto de partida de lo que puede convertirse en una narración oral


fue la lectura de un texto escrito, la recuperación de algunas palabras
del texto al relato oral ocurrirá de manera natural. Por otra parte, esas
palabras resonarán como pertinentes en el auditorio pues estarán al
servicio de la historia; esto es, de lo que cuenta un personaje, de lo que
una circunstancia justifica o de lo que un pasaje requiere. Por ejemplo:
en la historia de un rey que busca desesperado un peluquero en quien
pueda confiar —pues al rey le falta una oreja y no quiere que nadie se
entere—, no sonará rebuscado para el auditorio escuchar de boca del
123

narrador que el rey busca un peluquero discreto. Discreto no es un


término que se utilice con facilidad en cualquier círculo de hispanoha-
blantes. La expresión “que no sea chismoso” es la que probablemente
hubiera surgido desde la oralidad referencial a la que aludimos líneas
arriba. La aceptación del calificativo “discreto” ocurre en el marco de la
historia y sus personajes y, desde luego, queda incorporada a las posibi-
lidades discursivas del hablante y de los oyentes.

Pero la historia es de ida y vuelta. El que narra lo hace desde


sus recursos como hablante y los pone en común con el auditorio.
Esos recursos, sin duda, son compartidos parcialmente por los que
participan de la narración; pero la experiencia que cada persona tie-
ne con el lenguaje, tanto en el plano de la comprensión como en el
de la expresión, es siempre original, es el sello personal. Las estrate-
gias de argumentación, los caminos que cada uno recorre al contar la
historia para explicitar y fijar los significados que intenta transmitir,
aportan nuevos recursos de habla a los participantes.

El reconocimiento del discurso propio, de los otros cercanos y de


los otros distantes (en la medida en que en la historia que se cuen-
ta se haya recuperado un texto escrito) posibilita una articulación
espontánea del habla con los discursos de la escritura; ayuda a
124

reconocer las características del habla propia y del entorno en el que


estamos inmersos. Todo esto, junto con las marcas que muestran el
sello personal de cada hablante, evidencia que el lenguaje nos cons-
tituye. Pero preparar, contar y escuchar historias influye de muchas
otras maneras.

Un lector que no repite, sino que se busca en el texto, que abre la


trama a lo que ha vivido, que matiza desde sus valores y desde su es-
tética las palabras que arriban a su vida a partir de las hojas impresas,
es alguien que aprende que debe dar y darse tiempo para que todo
eso sea posible; es alguien que se esfuerza en escuchar voces que,
sin voluntad de escucha, se perderían; es alguien capaz de detenerse
en un detalle para abrir un paréntesis por el que penetre una imagen
nueva, un tono supuesto, una sensación sugerida.

Percibimos en la pérdida de las pausas, de la valoración de la palabra


ajena, muchos de los problemas de la lectura que se observan espe-
cialmente en áreas urbanas de nuestras sociedades contemporáneas.
Prepararse para contar y disponerse a escuchar una historia es pre-
disponerse de otra manera a la recepción de las palabras de los otros
y hacer lugar para que ellas penetren en nuestra experiencia y, de ese
modo, puedan ser traducidas, puedan ser leídas.
125

Paso a paso: una historia mía y de los otros

Para seleccionar un texto que luego se transformará en una historia


que merezca ser contada a otros, el lector-narrador tiene que incluir-
se e incluir a los destinatarios de su trabajo. El texto elegido deberá
motivarlo hasta tal punto que esté seguro de que podrá reescribir
interiormente esa historia. Esa reescritura dará lugar a una nueva
obra que recuperará elementos argumentales de la historia original;
pero ya no será la misma, será la historia reinventada por el narrador.
Nada de esto tiene sentido si no ha pensado en los destinatarios, si
no ha considerado la pertinencia del relato oral que ha de preparar no
sólo en términos argumentales, sino en la modalidad que adquirirá
en función del lenguaje elegido, de las voces seleccionadas, de los
recursos gestuales y corporales escogidos.

Factores como el tema, los usos lingüísticos, los gestos y los movi-
mientos deberán coincidir con el gusto del narrador y con la percep-
ción que éste tenga de cómo ocurrirá la recepción de la historia entre
los miembros del grupo a los que pretende contarla.

En la narración oral podemos distinguir dos características


opuestas: por un lado, la fugacidad de la versión y, por el otro, la
126

fortaleza del discurso que se construye colectivamente. Las historias


que hemos escuchado siempre son irrepetibles. Aunque la narre la
misma persona y se esfuerce en contarla de manera idéntica, la his-
toria nunca será la misma. Esta imposibilidad ocurrirá, incluso, si el
narrador se propone utilizar exactamente las mismas palabras. Una
pausa, un gesto, un tono, un matiz en la personalidad de un persona-
je presentarán una historia distinta. Si los narradores cambian, si el
auditorio cambia, si los vínculos previos con la historia cambian, las
versiones diferirán todavía más. Por eso señalamos que la levedad y
la fugacidad constituyen la característica esencial del acontecimien-
to narrativo.

Por otro lado, cuando una historia arraiga en una colectividad, cuando
los personajes y sus simbolismos tienen cabida en la historia de una
comunidad, la narración adquiere una fortaleza que la hace inmune
al tiempo. Las versiones se irán modificando, sin duda, pero a lo largo
de generaciones podrá reconocerse una historia, los personajes que la
integran y las circunstancias que los vinculan.

A lo largo de la historia podemos reconocer cómo muchos relatos


pasaron de boca en boca, de país en país, e incluso de la oralidad
a la escritura, nuevamente a la oralidad y de nuevo a la escritura;
127

de modo que la recepción que hoy podamos tener de ellos ocurre


después de aportes y mutilaciones de innumerables personajes y
circunstancias.

El historiador Robert Darnton, en su ensayo “Los campesinos


cuentan cuentos: el significado de Mamá Oca” incluido en su li-
bro La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la
cultura francesa, explica cómo “El Gato con botas” o “Barba Azul”,
entre otros cuentos, fueron tomados por los hermanos Grimm del
relato oral de una amiga y vecina, quien, a su vez, los había escu-
chado de labios de su madre, de origen francés, que había arribado
a Alemania víctima de la persecución religiosa de Luis XIV. Pero
aparentemente esta señora no había tomado estos relatos de la tra-
dición popular, sino que los había leído en libros escritos por Marie
D’Aulnoy o por Charles Perrault, cuando los cuentos de hadas se
pusieron de moda en los círculos elegantes de París a finales del
siglo XVII. Según Darnton, Perrault sí tomó sus materiales de la
tradición oral popular, probablemente de la nodriza de su hijo; pero
los retocó para que se adaptaran al gusto de los nobles franceses. De
este modo, el historiador nos muestra cómo un relato pasa del am-
biente campesino francés al mundo imaginario en el que Perrault
intentó incluir también a los niños. Esto refleja cómo un texto es
128

impreso, regresa a la tradición oral y vuelve a ser escritura, viajando


de un país a otro y redefiniéndose de uno a otro grupo según los
valores éticos y estéticos de cada uno.

Ingredientes y condimentos

Después de que se ha dado el primer paso, es decir, apropiarse de


una historia y asegurarse de que interesará a nuestro auditorio, es
muy importante llevar a cabo algunos trabajos que nos ayuden a
fijarla, a ordenarla, a verla en nuestro interior antes de que la ofrez-
camos a los otros. Hay narradores que acostumbran escribirla tal
y como lo harían si tuvieran que mandarle una carta a un amigo
en la que le cuentan lo que pretenden narrar. Esa práctica ayuda a
reconocer el punto de vista del narrador respecto de los personajes
y sus circunstancias.

Muchas personas suponen que la valoración que los narradores hacen


de la historia a contar les es muy clara y que, por lo tanto, no nece-
sitan realizar esta escritura que, para muchos, significa un esfuerzo
notable. Sin embargo, es frecuente que al escribirla descubramos po-
siciones personales frente a la historia que no habíamos percibido en
un principio. Además, nos damos un tiempo prolongado de relación
129

con los personajes y su contexto; esto nos ayuda a visualizar inter-


namente muchas de las imágenes del relato.

Ahora bien, si nos resulta muy difícil escribir un texto para narrar un
acontecimiento o una historia, sugerimos realizar una tarea previa:
armar una columna de palabras, cada una representativa de un suceso
clave en la historia. Esa columna deberá construirse secuencialmente
de modo que la primera palabra de la lista evoque un suceso relativo
a uno de los primeros acontecimientos del relato y la última, a los
hechos vinculados al cierre. Cada eslabón formado por dos palabras
podrá indicar un personaje, una descripción, una circunstancia. No
creemos que incluir varios conceptos en un eslabón sea lo más ade-
cuado. La construcción de esa cadena siempre será previa a la re-
dacción de la historia. Aunque sin duda puede llevarse a cabo como
recurso de ordenamiento y fijación sin que la redacción ocurra. Esto
será cada vez más habitual en la medida en que la práctica de la na-
rración oral se fortalezca.

Cuando tenemos muy claro qué vamos a contar, debemos tomar


decisiones respecto de cómo hacerlo. No qué ponemos en boca de
un personaje, ni cómo describimos un lugar donde ocurre un suce-
so, sino otras cuestiones que también pesan en la recepción de la
130

historia: cómo nos movemos, cómo gesticulamos, cómo miramos


a nuestro auditorio y, muy especialmente, qué decidimos sobre las
voces, sus tiempos y sus tonos.

Un narrador puede ser confundido con la imagen popular de los


contadores de cuentos o con un actor. Sin embargo, no es ni actor ni
contador de cuentos, porque al narrador lo separa una diferencia
fundamental: el actor encarna a un personaje y, pase lo que pase, no
debe salirse de él; en cambio, el narrador presta su voz para con-
tar una historia. Debe esforzarse para que esa historia conmueva,
pero nunca oculta su identidad. Esto tiene repercusiones inmedia-
tas respecto a las voces. El narrador cuenta, en general, en tercera
persona y sólo apela a la primera persona para llamar la atención
sobre un acontecimiento muy especial, sobre una emoción clave en
la historia; entonces, cita la voz del personaje. Estos puntos de vista
tienen consecuencias importantes sobre las decisiones con la voz, el
gesto y el cuerpo.

El narrador, según nuestra opinión (hemos planteado algo similar


para la lectura en voz alta), no tiene por qué imitar voces ni moverse
como… ni gesticular como… El compromiso del narrador es que
su voz sea un reflejo claro de la emoción que enuncia la palabra a la
131

que se asocia. Los gestos y los movimientos a los que recurre serán
aquellos a los que apela en su vida cuando transita por emociones se-
mejantes. Pero la búsqueda deberá ser muy intensa: qué dice, por qué
y cómo lo dice y, muy especialmente, preguntarse y poner singular
atención en la recepción de sus palabras por parte del auditorio.
Las lecturas, las voces y sus espejos
135

Introducción

En los apartados anteriores hablamos sobre


los orígenes de la lectura en nuestras vidas, sobre las maneras de in-
cluirla con gozo en nuestra cotidianidad y sobre encuentros y desen-
cuentros con la palabra escrita como consecuencia de las condiciones
sociales y culturales en las que cada individuo la aborda. También
planteamos formas específicas de leer y de narrar que juzgamos in-
dispensables para que la lectura se incorpore plenamente a la vida de
las personas, sin tensiones, con la mayor naturalidad.

Iniciamos esta parte con el tema de las relaciones entre la lectura y


la escritura, pero con un tipo de escritura particular a la que deno-
minamos libre de riesgo. La nombramos de ese modo porque es, en
el más amplio de los sentidos, incorregible e incalificable. Es lo que
puede generar con libertad cualquier persona a partir de los recursos
de alfabetización que posee.
136

También hacemos un esbozo de los avances teóricos sobre las for-


mas de adquisición del conocimiento y de qué manera esos avances
han permitido considerar fenómenos vinculados con la lectura. Otro
tema incluido es el de cómo la escritura ha transformado los procesos
del conocimiento y ha potenciado recursos preexistentes.

No quisimos que quedara fuera la cuestión de la competencia o no de


los medios de comunicación masiva con la lectura y con la escritura.
El tema es delicado y generador de virulentos debates. Precisamente
por eso quisimos dejar constancia de nuestro punto de vista.

Finalmente, planteamos cómo y por qué los materiales de lectura son


difusores de símbolos sociales y modos de vida, y viceversa. Esto es,
cómo las prácticas de lectura reflejan formas de vida de los usuarios.
139

La escritura a nuestro favor

Aprendimos a temer a la escritura a partir de


la mirada hostil hacia el error, las referencias constantes a las buenas
escrituras y la extrañeza que sentíamos ante muchas de sus formas y
propósitos. Ese temor se gestó en la escuela y fuera de ella. Podríamos
reconstruir escenas, expresiones, gestos protagonizados por maestros,
por papás y mamás, por hermanos mayores que desdeñaban nuestras
posibilidades y criticaban con dureza nuestras equivocaciones.

De ese modo, una tecnología que siempre debió estar a nuestro ser-
vicio se convirtió en una evidencia de nuestra incapacidad para or-
denar y desarrollar nuestros pensamientos y nuestras emociones con
criterios socialmente aceptados.

En poco tiempo, la ilusión de la escritura se transformó en evasión de


su ejercicio. Aprendimos a esquivarla. También, a simularla cuando
no había más remedio. A pesar de todo, no la olvidamos. Si hemos
140

pasado por la escuela algunos años y vivimos en una sociedad que


nos exige practicarla en alguna de sus formas, permanece en nosotros
como técnica de cifrado y descifrado. Desde ese manejo instrumental
podemos reconstruir los vínculos con el lenguaje escrito si aprende-
mos a mirarlo de otra manera y a ejercerlo con provecho para noso-
tros y para quienes nos rodean.

Debemos darnos tiempo para revisar cómo se construyó el miedo,


qué prácticas resultaron más amenazantes y qué nuevas formas de
ejercer la escritura podríamos asumir y proponer a otros para que se
incorpore a nuestra cultura como un recurso a nuestro favor.

Ya soy grande, aprenderé a escribir

Esta no fue una expectativa más. Fue, tal vez, la principal motivación
para ingresar a la escuela, el aprendizaje por excelencia que nos incor-
poraría al mundo de los grandes. Aprender a escribir, como aprender a
leer, nos daría prestigio.

Es probable que nuestros padres hayan festejado nuestra primera al-


fabetización tanto como nuestros primeros pasos, porque caminar y
escribir nos permitiría viajar. Saber por nosotros mismos.
141

Para la mayoría, la ilusión duró poco. Nuestros errores y nuestro des-


conocimiento de la técnica comenzaron a tensionar a los encargados
de enseñárnosla. Esas tensiones desembocaron, incluso, en juicios
apresurados que podían mencionar incapacidades mayores o defini-
tivas. El prefijo “dis-”, sin duda, fue aprendido muy temprano, antes
que las palabras “juego” o “alegría”.

Es curioso, pero en aquella época para la mayoría de nuestros ense-


ñantes la escritura no era más que la transcripción de la palabra habla-
da. Nadie se preocupaba por escuchar con atención cómo se reunían o
se distanciaban los sonidos de la oralidad cotidiana y qué correspon-
dencia podía existir entre ese fenómeno y nuestras primeras maneras
de escribir.

Desafortunadamente ese no fue el único problema. El tamaño de


nuestras letras crecía o se achicaba a nuestra voluntad. Es verdad
que, a veces, estaba en correspondencia con euforias o con pánicos;
pero parece que, de eso, tampoco nadie se ocupaba. Había algo más
grave: usábamos la escritura para contar. Con tropiezos, con desme-
suras o susurros gráficos, con quiebres o reuniones improcedentes de
palabras, nuestra escritura nos mostraba y mostraba nuestro entor-
no. Ese fue otro motivo de conflicto. Aprendimos que hay cosas de las
142

que no se habla y que existen cosas que hay que saber cuándo contarlas y
a quién.

Con tantas preocupaciones, advertencias y regaños, aprendimos a ca-


llar. No nos resultó extraño hacer como si estuviéramos escribiendo,
dado que también estábamos aprendiendo a leer como si estuviéramos
leyendo: éramos capaces de descifrar palabras, textos completos a una
velocidad cada día mayor, con una dicción que mejoraba de manera
constante y sin que esas palabras nos produjeran ninguna emoción.
Así, las convenciones de la escritura se constituyeron en la preocupa-
ción principal. La ortografía y la caligrafía empezaron a ser más im-
portantes que lo que queríamos decir. Lo periférico se transformó en
central: empezamos nuestra escritura, sin duda alguna, con mayúscu-
la, y colocamos un punto al concluir nuestro trabajo; pero olvidamos
nuestro derecho a contar.

Volver a nuestras palabras

Olvidamos gran parte de las anécdotas sobre las que se fue cons-
truyendo nuestro miedo a escribir, entre otros motivos porque, a raíz
de este temor, casi no usamos la escritura para poder mirarnos. Y
menos, para mostrarnos.
143

Las prácticas de escritura que permanecen suelen estar vinculadas


con el registro de la palabra. Escribir para comunicar, para expresar,
es lo que, en general, no recuperamos. Usamos con frecuencia la es-
critura de registro para fijar una información que nos interesa, para
volver a un dato sin riesgo de que la memoria nos traicione.

En las prácticas escolares, a veces, se disfrazaba la escritura de regis-


tro bajo la apariencia de una escritura comunicativa. Decimos que
se trataba de una apariencia porque no se nos pedía que contáramos,
sino que dejáramos constancia escrita de un dato o de razonamientos
que la memoria podría perder. Ejemplo de ello son las respuestas a
los cuestionarios escolares, incluso cuando esas respuestas adquieren
la forma y la extensión de un discurso completo.

Es probable que esta última afirmación pueda ser cuestionada con


el argumento de que, para escribir varias ideas coherentes, es preciso
haber incorporado conocimientos importantes de escritura. Sin em-
bargo, esto puede no ser más que una ilusión, pues la coherencia y
cohesión del supuesto nuevo texto no indica más que reproducción
exacta de la memorización de la fuente de donde se ha obtenido la
información. Es el típico caso de la simulación de la escritura que
mencionamos en el principio de este capítulo.
144

Un ejemplo: “Colón partió del Puerto de Palos en agosto de 1492.


Cuando llegó a América el 12 de octubre del mismo año, creyó haber
llegado a la India. Colón murió sin saber que había descubierto un
nuevo continente”.

Una escritura de este tipo permite la ejercitación de una técnica de


cifrado. Pero el escritor, más que un escritor, es un escriba: transcribe
palabras de otros con conciencia o sin ella.

Nos parece importante tender puentes entre las palabras de cada per-
sona y la técnica de la escritura, de modo que esto sirva para que la
gente pueda expresar ideas y sentimientos propios. Por supuesto, sin
negar la importancia de algunas prácticas escolares para la ejercitación
de la escritura. Incorporar al error como una característica insustituible
del aprendizaje y, además, la precariedad como condición misma de la
escritura, dado que la construcción y el ajuste permanente es algo que
valoran quienes están acostumbrados a escribir con frecuencia.

Nuevos tiempos, nuevos acercamientos

Es historia reciente la de que todas las personas tengan derecho a la


escritura. Incluso en países donde la palabra escrita está más al alcance
145

que en los nuestros, los latinoamericanos, la historia de la escritura


para todos no tiene más de dos siglos.

El concepto de alfabetización masiva planteó nuevas posibilidades y


nuevos problemas a resolver. Para empezar, la aclaración de la idea mis-
ma de alfabetización que, para algunos, sigue siendo la adquisición de
las nociones básicas del código de escritura y, para otros, un proceso
de conocimiento y de interacción permanente con la palabra escrita.

Pero el ingreso masivo a la escritura obligó a pensar cosas que antes hu-
bieran sido innecesarias: la influencia de las formas de habla en la pro-
ducción de textos escritos, los valores predominantes y su influencia para
motivar o prohibir su escritura, las nuevas voces y sus maneras de expre-
sarse, y la legitimidad de hacerlo más allá de los modelos reconocidos y
valorados. Todo esto forma parte de las discusiones que hoy tienen quie-
nes se interesan, dentro de la escuela y fuera de ella, en promover y fortale-
cer nuevas formas de circulación de la palabra apoyándose en la escritura.

Lo que va de ayer a hoy

Los cambios en las maneras de acercarse a las prácticas de escritura


nunca son unánimes. Siempre que hablamos de estos fenómenos lo
146

hacemos para indicar tendencias, como evidencias de que ya se miran


y ejercitan novedades; aunque estas observaciones y ejercitaciones
cambien mucho de región a región y de un medio sociocultural a otro.

Lo cierto es que hace cincuenta años, por ejemplo, predominaba la


copia y la repetición de la palabra de otro. Hacemos la distinción en-
tre una y otra porque la primera era, sencillamente, mirar y reproducir
en caligrafía propia un texto ya escrito; y la segunda era el cifrado de
un concepto memorizado antes.

En la actualidad, podemos toparnos con frecuencia con estos mode-


los de trabajo; pero ya se ven otras búsquedas y, lo más importante,
muchos que promueven estas formas de trabajo ya no están seguros
de su pertinencia para todo tipo de personas y circunstancias de es-
critura. Más allá de los que asumen conscientemente modelos reno-
vadores, hay quienes empiezan a dudar de la infalibilidad de lo que
están haciendo.

Las investigaciones en el campo de la psicología y la lingüística se


desarrollaron ampliamente en la segunda mitad del siglo XX. Esos
aportes renovaron las propuestas de aprendizaje de la lengua escrita.
En el ámbito escolar ingresaron como parte de las actualizaciones
147

curriculares y en la escritura de nuevos libros de texto para la ense-


ñanza de la lengua.

En el terreno comunitario extraescolar, estos descubrimientos se


volcaron en ideas para la ejercitación de la escritura en cursos y
talleres. Los nuevos criterios de trabajo apuntan, en general, a dis-
minuir la brecha entre las prácticas escolares y las prácticas sociales de
escritura. El supuesto es que la vida social brinda ejemplos de escri-
turas de forma y de utilidad diversas, cuya ejecución no es sencilla.
Es preciso observar con detenimiento estas escrituras, clasificables
didácticamente en un conjunto de modelos e incluirlas en procesos
escolares de aprendizaje.

Para la construcción de escrituras propias basadas en los mode-


los sociales con los que se convive, las nuevas didácticas de la es-
critura consideran que las personas deben desarrollar habilidades
específicas, las cuales se agrupan en cuatro operaciones básicas:
ampliación, reducción, sustitución y movimiento de las partes de
un texto dado.

Estas propuestas de trabajo suelen llevarse a cabo en dos tiempos:


el primero, el del trabajo sobre un texto que funcione como modelo,
148

con el objeto de utilizarlo como territorio de experimentación. Los


usuarios de la escritura realizarán cambios que les permitan obser-
var el efecto que producen sobre el significado general de la obra y,
simultáneamente, podrán autoevaluarse en sus conocimientos para
ejercerlos.

El segundo tiempo es el desarrollo de escrituras emparentadas con los


modelos que se van incorporando. Esto es posible cuando los usuarios
hacen propios vocabularios característicos del tipo de escritura que
intentan, su organización textual usual, su extensión promedio y su
tono frecuente. Estas prácticas se suelen agrupar con el concepto de
reformulación de escrituras y, en general, son vistas como renova-
doras de la didáctica de la enseñanza de la escritura.

Valoramos la adopción de estos conocimientos en el terreno escolar


y las consignas didácticas diseñadas para que los usuarios de la escri-
tura los incorporen, pero es imprescindible que quien escribe tenga
plena conciencia de su derecho a utilizar la escritura para que ella
exprese su voz.

Nuestra percepción es que el derecho a decir por medio de la escritura


se le demora con consideraciones como: “Es preciso que las personas
149

tengan recursos técnicos para poder decir lo que realmente desean”,


“Una escritura poco desarrollada tiene escaso valor comunicativo”,
“Del decir a lo dicho hay un gran trecho” y “Los nuevos usuarios no
pueden percibir las carencias de su producción”.

No negamos la importancia de estas reflexiones. Incluso podríamos


suscribirlas. Sin embargo, a nuestro criterio, la prioridad es el acerca-
miento sensible a la escritura, acostumbrarse a su ejercicio, recono-
cerse como un usuario novel; pero no por eso poco sensible a lo que
la palabra escrita le puede ofrecer. Mirarse en sus propias palabras y
permanecer en ellas el tiempo que desee.

Proponemos acercamientos a las escrituras sin el temor de que ellas


puedan ser comparadas con un modelo preexistente, escrituras li-
beradas del riesgo de la calificación escolar o social. Es decir, la escri-
tura al servicio inmediato de quien la produce, sin que esto excluya
intercambios o, incluso, modificaciones posteriores si es que quien la
produjo lo desea. Escrituras que, sin prisa ni objetivos predetermina-
dos, vayan haciendo realidad uno de los aprendizajes respecto de las
personas y sus voces: yo, tú, él, nosotros, ustedes y ellos.
151

Leer y elegir

Entre los múltiples comentarios que se en-


trecruzan acerca de la lectura, hay algunos que nos llaman la atención
por su recurrencia y su afinidad en la argumentación: “La gente cada
vez lee menos, porque prefiere ver la televisión, películas o navegar
por internet”. Suponemos que en dicha frase se toma la idea de es-
tos medios como objetos de esparcimiento. Aunque en el caso de la
computadora, la competencia planteada en esas opiniones también
se extiende a la necesidad de hacer consultas y buscar información:
desde directorios, pasando por mapas y recetas, hasta bibliografías y
colecciones de arte.

Esa cita recurrente fue el pretexto para plantear en este capítulo que
las opiniones, afirmaciones, hipótesis o teorías siempre son suscep-
tibles de apreciarse desde otro punto de vista. Al escucharlas, po-
dríamos encontrar que coincidimos con ellas, o quizá no tanto, o tal
vez casi nada. Sin embargo, escuchar atentos y dispuestos al diálogo
152

es una de las estrategias más productivas para conocer acerca de las


prácticas de lectura, su respeto y su difusión.

Conocida y apreciada, nunca olvidada

A lo largo de estas páginas hemos hablado de múltiples factores que


intervienen en el proceso de lectura; pero no hemos destacado la di-
ferencia entre la percepción estética que brinda la lectura frente a la
de otros medios como la televisión, el cine o la computadora.

Cuántas veces hemos escuchado o dicho: “Me gustó más la novela


que la película” o “Me gustó muchísimo la película, pero la historia
está cambiada”. Estos comentarios evidencian que, aunque se trate
del mismo texto (cuento, novela, drama teatral), la narración está
expuesta en un lenguaje diferente. Cada lenguaje se codifica espe-
cialmente para el medio que lo va a transmitir.

Por ejemplo, si en el soporte impreso la descripción de un lugar se


obtiene por medio de la lectura de una página, en el cine se resuel-
ve con una toma de unos segundos; o si el escritor creó una nove-
la de amor, quizá el cineasta la vuelva una historia policíaca. En el
texto impreso los recursos se limitan a la escritura, la imagen y las
153

características del soporte (el papel, el diseño, la tipografía); en el cine


entran en juego la imagen en movimiento y el sonido. A diferencia
del cine, la computadora y la televisión (exceptuando estas dos últimas
para el caso de aparatos portátiles), es posible llevar a todos lados una
revista o un libro, y usarlo de manera práctica y económica. De un
medio a otro, de un lenguaje a otro, de un género a otro hay diferen-
cias: cada uno ofrece una estética propia con sus respectivas caracterís-
ticas; y cada quien elige ser espectador o lector, según las necesidades
y posibilidades que se le presentan.

Marcar estas características que están a la vista tiene la finalidad de


observar que la recepción que hacemos —tanto del texto leído como
del sonido y de la imagen en movimiento— es diferente, tan diferen-
te como el centro de atención de cada uno de nuestros sentidos y las
operaciones y funciones mentales en juego.

En la lectura, a partir de la decodificación de los signos gráficos, repro-


ducimos en la mente el sonido de las palabras (recurrimos a su orali-
zación, aunque no las pronunciemos) y, por medio de la significación
que otorgamos a éstas, representamos lo que dice el texto escrito.
Esa significación se construye a partir de la información que nos permite
nuestra memoria (información auditiva, visual, olfativa, táctil, gustativa,
154

emotiva, racional) y de lo que podemos construir intelectual, emocio-


nal y sensorialmente durante el proceso de lectura.

Los resabios, por nombrarlos de alguna manera (asociaciones, recuer-


dos, evocaciones, razonamientos, intuiciones o los mismos errores de
lectura), se pueden recuperar y disfrutar a voluntad del lector. ¿Por qué?
Porque en la lectura, el lector tiene el control absoluto del tiempo en su
relación con el texto: puede volver a él las veces y en el modo que quiera.
Ese tiempo multiplica las posibilidades de exploración de la lectura,
nos permite tomar conciencia de la conmoción interior que tiene lugar
en torno a la representación de los signos que estamos recibiendo.

Digamos que la lectura nos ofrece un tiempo del que difícilmente po-
demos echar mano cuando enfrentamos otros procesos de recepción. La
simple conversación cotidiana da lugar a que pasen por nuestra mente
evocaciones y deducciones traidas por los procesos cognitivos del habla
y la escucha, y por el resto de procesos perceptivos en función. Pero ob-
viamente el ritmo de la conversación cotidiana imprime un tiempo a los
participantes que no da lugar a que se detengan a cada momento para
recuperar, pensar y hablar acerca de lo que les pasa por la cabeza, si esto
no está relacionado directamente con el motivo de la charla.
155

Cuando miramos la televisión nos llama la atención la manera de hablar


que tienen algunos locutores; y nos gustaría poner más atención en el
tipo de palabras que usan para dar a entender lo que quieren decir. Sin
embargo, no podemos detenernos a reflexionar sobre este asunto porque
perderíamos el hilo conductor del programa. O en el caso del cine, de
pronto nos sorprende el acercamiento repentino de la cámara sobre algo
o alguien. Pero más nos sobrecoge algún recuerdo personal arrastrado a
la conciencia por las imágenes que estamos viendo; no obstante, pasamos
por alto nuestra experiencia para no perdernos la secuencia de la película.

Con este recorrido rápido por los tiempos y por la estética que ofrecen
la escritura y otros medios pretendimos ilustrar que cuando un lector
encuentra el sentido o los sentidos de su lectura siempre volverá a
ella. No sustituirá la lectura por la televisión, el internet o el cine, ni
a la inversa. Toma conciencia de lo que ofrece cada uno de ellos y los
disfruta, los utiliza en la medida en que los necesite y lo satisfagan.

La ruta de los signos

Difundir cómo y qué sucede en las operaciones y funciones cognitivas


que intervienen en la recepción y la decodificación del lenguaje no
es uno de los objetivos de este libro. Pero ya que hemos mencionado
156

términos como operaciones mentales, procesos cognitivos o recep-


ción, creemos que no está de más ofrecer información sobre dichos
procesos del lenguaje.

Podríamos decir que el procesamiento del lenguaje supone varios ni-


veles de análisis que corresponden a distintas etapas: identificar los
sonidos (fonemas), agruparlos en palabras y establecer una relación
entre ellas (sintaxis) que permita la representación de significado
(semántica), y considerar información extralingüística (fuera de la
lengua) para construir un significado más amplio. El problema es
acordar cómo funcionan dichos procesos y, en particular, la manera
en que intervienen para dar significado a lo que pretende transmitir
el hablante. Si bien el campo de las operaciones mentales tiene am-
plios territorios desconocidos, presentamos de manera muy general
algunas perspectivas de la investigación científica cognitiva.

Antes de los años ochenta del siglo pasado, casi todos los modelos de
las propuestas teóricas cognitivas entendían los procesos mentales como
un sistema de símbolos; explicaban las funciones cognitivas como suce-
den las de una computadora. Una computadora se puede definir como
un sistema de propósito general; es decir, se puede programar para cualquier
tipo de cómputo. En este sentido, se hace la analogía con la diversidad
157

de funciones del sistema nervioso humano. Obviamente, el paralelismo


entre ambos es funcional, no físico. Un ejemplo está en los primeros
sistemas de computación donde a las máquinas se les introducía una
serie de tarjetas perforadas, y esas perforaciones constituían un código
de símbolos con la información a procesar. A partir de esta información,
las computadoras podían ejecutar las funciones para las que habían sido
programadas: registrar, marcar o borrar. La mente y la computadora son
sistemas de procesamiento que codifican, retienen y operan con símbo-
los y representaciones internas.

La perspectiva del simbolismo es llevada al análisis del lenguaje na-


tural; plantea que las palabras se combinan de acuerdo con reglas
sintácticas para producir expresiones gramaticales, lo que constituye
un sistema de símbolos. Así, las palabras y las expresiones (símbolos),
que son objetos abstractos, se pueden interpretar o significar (fun-
cionamiento semántico) como referidas a objetos, hechos y estados
concretos. Un texto para niños, y también para grandes, que ilustra el
lenguaje humano como un sistema de símbolos es Willy el soñador, de
Anthony Browne, del Fondo de Cultura Económica.

La concepción simbolista predominó hasta que, a partir de la dé-


cada de los ochenta, toma fuerza la propuesta de nuevos modelos
158

denominados conexionistas, que difieren de los modelos simbólicos


tradicionales porque desechan la analogía con la computadora. Los
conexionistas explican los procesos mentales a partir de la reproduc-
ción artificial (en laboratorio) de redes neuronales. Logran representar
funciones muy complejas del cerebro que operan con representaciones
graduales (sin la operación de datos simbólicos tradicionales) y desa-
rrollan gran capacidad de aprendizajes al exponerse a muchos casos.

Por ejemplo, un niño pequeño que quiere decir una palabra nueva in-
tentará hacerlo siguiendo el esquema de pronunciación previamente
adquirido en el ejercicio del habla. Además, es probable que enriquezca
su capacidad de pronunciación para decir con naturalidad la nueva pa-
labra. En la medida en que enfrente nuevos aprendizajes de pronuncia-
ción, sintácticos o semánticos, ampliará y volverá más sofisticadas sus
capacidades de adquisición y manejo del lenguaje.

El conexionismo es, ante todo, una propuesta metodológica que


abarca una amplia variedad de dispositivos y arquitecturas cognitivas,
de las que se han derivado herramientas para el diseño de estudios
aplicados al procesamiento del lenguaje. Sus resultados han dado lu-
gar a importantes tesis, como la relacionada con la influencia del
contexto de frase en el reconocimiento visual y la desambiguación
159

de palabras. Afortunadamente, hoy la discusión no se centra en la


elección de uno o de otro modelo. Se han encontrado puntos de
coincidencia que han posibilitado la complementación para explicar
importantes procesos cognitivos del lenguaje. En conclusión, pode-
mos decir que el conexionismo ha hecho aportes importantes en la
psicolingüística para explicar procesos de bajo nivel, como la percep-
ción del habla, y que el simbolismo continúa siendo un semillero de
supuestos comprobables en la práctica y de propuestas teóricas sobre
el proceso del conocimiento.

Modelos para armar

La escritura nos permite profundizar en la observación del lenguaje


y tomar conciencia de cómo lo vamos construyendo. Si hacemos la
transcripción textual de una conversación, podemos descubrir, en
la lectura de lo transcrito, una serie de fenómenos que nos compli-
can la recepción del mensaje. Pero si hubiéramos presenciado esa
conversación, probablemente esos fenómenos nos hubieran pareci-
do normales. Pongamos el ejemplo del fragmento de una conversa-
ción transcrita: “Mamá cuando… Mamá ahora que vas a la t… que
vas a la calle digo… que si se te atraviesa un juguetito por ahí ¿me
lo comp… ¿me lo traes?”.
160

En el discurso oral vemos que el hablante introduce una serie


de acotaciones en la idea central que está comunicando. Hace
aclaraciones, duda y corrige lo que dice. Estas características del
discurso oral son ajenas al discurso escrito, aunque en ocasio-
nes son rescatadas como recursos literarios por algunos autores
contemporáneos.

En el ejemplo, el hablante manifiesta algunas palabras y operaciones


que se activan en la búsqueda de expresar con precisión lo que quiere
decir. Probablemente, si esa persona escribiera lo que quiere decir, lo
haría así: “Mamá, ahora que vas a la calle, si se te atraviesa un juguetito
por ahí, ¿me lo traes?”.

Aquí el discurso oral ha perdido esa ramificación que, al pasar a


la escritura, toma un rasgo de linealidad. Esas ramificaciones no
aparecen a la vista, se pierden en la cabeza del que escribe. Los
desechos de los procesos del conocimiento del lenguaje se pierden,
la escritura queda limpia de esos resabios. En la escritura queda
asentado el resultado final de la producción del lenguaje; por lo
menos, hasta ese momento en que se suspende la escritura. Más
adelante, a voluntad del escritor, se continuará o no con el proceso
de corrección de lo escrito.
161

Es importante observar que, al significar el discurso escrito, el lector


activa una serie de operaciones cognitivas (asociaciones, deducciones,
intuiciones) que van dejando resabios y constituyen posibles puertas
de significación para otras lecturas del mismo discurso escrito.

El hablante, al buscar la palabra más apropiada para lo que quiere


decir, como el caso del ejemplo transcrito que no siempre se hace
evidente en la oralidad, también activa una serie de operaciones cog-
nitivas (selección, continuidad, corrección).

Al observar los procesos tanto de la lectura como de la oralidad, ve-


mos que coinciden en la búsqueda cognitiva para significar lo que lee
en el caso del lector y para orientar la significación de lo que dice en
el caso del hablante.

En el ejemplo ilustramos que la escritura no es la transcripción del


lenguaje, y al no serlo se convierte en un modelo del lenguaje que inci-
de en los procesos cognitivos y modelos de pensamiento. La escritura
aumenta nuestra conciencia sobre la lengua oral; pero ninguna escritura
permite la conciencia de todos los aspectos de lo dicho. Sin embargo,
en general, se considera que la escritura es un modelo completo de lo
que se dice; hasta el grado de que, una vez incorporada la escritura,
162

tendemos a percibir la lengua por medio de ella. Ni siquiera imagina-


mos cómo la perciben quienes no saben escribir.

A partir de las ideas expuestas en el párrafo anterior, David R. Olson


sostiene que la historia de la escritura es un proceso de invención de
dispositivos para representar lo dicho; queda fuera de ese código la
forma en que se dijo y cómo se dijo. No hay ambigüedad sobre lo que
está escrito; pero la manera como debe leerse es algo casi imposible
de determinar. Ante esa imposibilidad, el lector trabaja en un proceso
que le permita asignar un sentido a lo que la escritura como modelo
no dice o no representa. Constituida como modelo, carece de mati-
ces, de posibilidades reservadas al lenguaje oral.

Las capacidades comunicativas y cognitivas del habla y de la escritura


no son iguales, sino complementarias. Aprender a leer es aprender
a representar también lo que no está escrito. Esto implica que, para
captar los gestos, la actitud corporal y, sobre todo, la voz del hablante,
en la lectura del texto se requieren operaciones mentales que permitan
la interpretación, el reconocimiento de la intencionalidad de un texto.

Los rasgos que indican el modo en que debe tomarse un texto son
los que activan los procesos mentales que se corresponden con su
163

intención (técnicamente, se denomina fuerza ilocucionaria). A partir


de esto, se podría decir que la teoría cognitiva propone un conjunto de
conceptos mentales por medio de los cuales se procesa y representa la
fuerza ilocucionaria de los textos: discernir, intuir, suponer, especular,
cuestionar, acatar, etcétera.

Los procesos cognitivos que se corresponden con la intención de un


texto nos abren el acceso a la variedad de escrituras que hacen posible
la conciencia de las variantes del lenguaje y, también, nos permiten
acceder a los diferentes modos de leer esas escrituras, que dan paso
a la conciencia de distintos sentidos del significado. Al respecto, la
historia de la lectura y de la escritura se percibe en torno a la tensión
entre las lecturas de las intenciones y de las interpretaciones de los
textos escritos.
165

Las voces y sus espejos: lectura, individuo


y sociedad

La lectura: ¿acto íntimo?, ¿fenómeno grupal?,


¿instrucción?, ¿actividad integradora?, ¿un modo de representación?,
¿ejercicio de libertad?, ¿qué es leer más allá de la decodificación de sig-
nos escritos? Estas son algunas preguntas que nos rondaron y a las que
tratamos de responder a lo largo de las páginas de Rumbo a la lectura.

Estas interrogantes llegaron acompañadas de recuerdos: hojear deba-


jo de la cama o dentro de un ropero historietas o revistas prohibidas;
cargar nuestra sillita hasta la casa de la vecina para escuchar los cuen-
tos que nos leía de un libro viejísimo; la decepción cuando un amigo
nos dijo que nuestra novela favorita no le había gustado; la alegría
del día en que nos repartían los libros de texto; los baúles en que
convertíamos nuestros libros al guardar en ellos uno que otro fetiche;
el libro de hermosas letras y tapas duras que nos regaló el abuelo.
Recuerdos y afinidades que implican, en muchos casos, pertenecer a
166

una misma clase social, a una comunidad o un país; pero acotados por
las diferencias que a cada uno le imprimen la vida y los intereses, las
condiciones y los motivos por los que cada quien lee.

Estas interrogantes y los recuerdos nos llevaron a otra pregunta: ¿a


qué tipo de lectura nos referíamos? A muchas: a la lectura como con-
secuencia de las posibilidades humanas para percibir, decodificar y
conocer el texto escrito; a la de la construcción del sentido de las pala-
bras a partir del significado que asumen en un contexto; a la derivada
del peso que un signo tiene para una comunidad; a la traducida por un
sistema de valores que define y acota las prácticas de lectura. Tratamos
de referirnos a todas y de diferentes maneras; todos los textos, todos
los soportes sobre los que se inscriben, todas las personas con sus po-
sibilidades y sus límites; todas las expectativas y requerimientos según
el mundo valorativo vinculado con la cultura de los lectores. Tratamos
de mostrar la lectura que construye identidad, pertenencia en lo social;
la lectura como un hacer en el que el lector se apropia de lo leído.

Los textos: naves, mares y tripulaciones

Las empresas editoriales intentan recoger las diferencias y afinida-


des de lectores y lecturas, y reflejarlas en la diversidad de textos que
167

publican: géneros clásicos, no clásicos, comerciales, periodísticos; ins-


tructivos, recetas; mensajes comerciales.

Se editan revistas, diarios, libros, fascículos, de distintas calidades y pre-


cios. Hay en el mercado títulos publicados en ediciones de lujo y en
populares. A la industria del libro le interesa vender y, en esta política,
va eligiendo y ajustando textos, diseñando y dirigiendo la presenta-
ción de los materiales escritos de acuerdo con la percepción que tiene
del público y de su poder adquisitivo. En áreas urbanas, quienes care-
cen de ese poder pueden rescatar un periódico, una revista, un libro;
tal y como rescatan otros objetos útiles para su vida diaria.

Las editoriales situadas en el circuito comercial retoman y transmiten


la palabra, intereses y valores de quienes van a consumir sus pro-
ductos. Es así como, dentro del mercado, encontramos libros, revis-
tas, publicidad y otros géneros impresos aparentemente para todo
mundo: intelectuales, técnicos, amas de casa, feministas, niños, estu-
diantes, jóvenes, viejos, maduros… El mercado de los materiales de
lectura se diversifica cada vez más.

Sin embargo, existen grupos sociales que no se sienten representa-


dos en esa amplia producción. No encuentran lo que les interesa, el
168

mundo editorial no los refleja. Por esto, gran parte de lo que leen
son textos que ellos mismos producen y hacen circular como pueden:
textos de jóvenes elaborados con letras que ellos reinventan y pintan
sobre muros, asfalto, camiones, tambos; cualquier espacio es bueno,
incluidos los recetarios de cocina colectivos que hacen circular las
señoras en los barrios. Se trata de una producción literaria cuyo valor
no coincide con el mercado y se difunde por medio de producciones
caseras o ediciones independientes. Entre ellas: historias familiares
tipeadas con máquinas de escribir o que algún antepasado legó es-
critas de su puño y letra; innumerables ensayos, narraciones, poe-
mas, refranes o chistes que circulan entre amigos como documentos
breves y que no han franqueado —y quizá nunca lo harán— la vo-
luntad de un editor; textos de organizaciones políticas clandestinas;
archivos de cartas íntimas y familiares; y más y más escrituras que, a
veces, ni imaginamos.

Todos estos textos contienen las voces de los lectores. Cada uno de
estos materiales es producto de distintos ámbitos sociales, escolares,
culturales y generacionales. Probablemente, en muchos de ellos, se es-
cuchen voces distintas a la voz cada vez más única que representa al or-
den establecido. Son voces no reconocidas. El reconocimiento de la voz
propia, de grupos diferentes al que pertenecemos, de otras sociedades,
169

de otras culturas es un punto de partida fundamental para ampliar las


órbitas de la lectura. Es poco probable lograr el acceso a voces distantes
si uno antes no se ha reconocido en las voces inmediatas.

Mudanza sin fin

Ya dijimos que la lectura implica beneficios y riesgos. El mismo texto


puede valorarse positivamente por el entorno de un lector y recha-
zado por el entorno de otro. Sin ir más lejos, pensemos en las con-
secuencias del descubrimiento social de la lectura de poesía entre
jóvenes varones de diferentes clases sociales.

“Se puede caer el mundo; y tú, leyendo”, “Desde que amanece


hasta que anochece estás metida en los libros”, “Ese es un cor-
tado. Se la pasa leyendo”, estas frases ilustran cómo la lectura
puede constituir un factor de pertenencia o de marginación de
un grupo. Cuando un lector es asiduo, o sus prácticas de lectura
son diferentes a las de su entorno, es probable que quienes lo ro-
dean lo perciban como apático, pasivo, indiferente, distante o raro.
A lo largo de la historia de las sociedades se presentan pasajes en los
cuales la lectura es un bien, pero no común. Es decir, los que han
decidido quiénes, qué y cómo se lee se han encargado de establecer
170

y controlar los valores, la selección, el diseño, la producción, el


costo y la distribución de los materiales de lectura. No todo el que
ha querido leer o escribir lo que le venga en gana lo ha podido
hacer, o quien ha tenido algo que escribir o decir ha tenido a su
disposición un editor que se interese en publicarlo. Las voces que
han circulado nunca estuvieron a disposición de todos; tampoco
las palabras de todos fueron seleccionadas para exponerse a la so-
ciedad como bien común.

El lector tiene tantas maneras de practicar la lectura como posibili-


dades de establecer relaciones con otros lectores. Si en su familia un
lector no es comprendido como tal, seguramente en la biblioteca del
barrio o con un conocido que esté en la misma situación podrá con-
versar de sus lecturas. Éste es el punto culminante de la lectura: poder
expresar lo que desencadena en el lector.

Sus preferencias lectoras le abrirán las puertas de otros grupos con


los que pueda hablar, compartir e intercambiar sus lecturas. No es
raro que las personas que frecuentan las bibliotecas hagan de ellas
lugares de encuentros amistosos. En este sentido, la lectura nos de-
vuelve el conocimiento de quiénes somos, nos muestra múltiples
formas de vida y la posibilidad de elegir y decidir.
171

Así como la lectura invita a la conversación, también invita a la escri-


tura; a lo largo de la vida hemos visto a la lectura y a la escritura como
parte de la cotidianidad (recados a la novia o al amigo secreto, tareas
escolares, cartas a la abuela). Los lectores también tienen necesidad
de escribir textos en los cuales volcar gustos, emociones, compromi-
sos y, ¿por qué no?, dejar huella de sus pretensiones literarias. Pero
no lo hacen porque, en nuestra sociedad, ser lector o escritor son
palabras que remiten a un estatus social, intelectual y profesional.
Un ejemplo de esto nos lo otorga el nombre con el que definimos a
quien realiza el acto de la escritura. Antiguamente, a quienes trans-
cribían textos manuscritos se les conocía como escribas. En la actua-
lidad, a quienes ejercen profesionalmente la escritura, en especial
la literaria, se les llama escritores. ¿Cuál es el nombre socialmente
aceptado que designa el acto de escritura del ciudadano común? La
respuesta a esta pregunta no es fácil. Es lector o escritor todo aquel
que lee y escribe. La diferencia se establece en si es profesional o no.
Leer y escribir son un derecho de todos.

Quienes leen, con frecuencia, tienden a buscar a otros que también


lo hacen y a movilizarse para que las órbitas de lectura sean cada vez
más amplias. Esta posibilidad de constituir grupos, derivada de una
práctica tildada de solitaria, quizá sea consecuencia de uno de los
172

sentidos más profundos y ancestrales del hombre: hablar y escuchar


para saber quién es él y quién es el otro.

Dominios y predominios

Las palabras están a nuestro servicio para pronunciarlas en el momen-


to que queramos; pero el sentido de esas palabras cambiará cada vez
que las pronunciemos. Por ejemplo, la palabra “zapato” nunca sonará
en nuestros labios exactamente igual; porque si bien decimos incon-
tablemente en la vida: “Pásame los zapatos, por favor”, lo diremos en
distintas condiciones, posiciones y situaciones. Citamos este ejemplo
sencillo para recordar la idea de resignificación permanente de las pala-
bras y de cómo se expresa en forma plena en las características sonoras
de la lengua.

El sonido como soporte del significado, probablemente el rasgo de


mayor fuerza del lenguaje hablado, desaparece en la escritura. Sin
embargo, durante el proceso de lectura interviene nuestra memoria
auditiva para evocar la riqueza sonora del lenguaje.

En el proceso de significación de los textos escritos también inter-


vienen otros elementos que van más allá de las necesidades físicas
173

y emocionales del individuo, del entorno familiar y del ámbito so-


cial. Por una parte, está el universo de símbolos del autor del texto,
expresado por medio de las características del género que elije al
escribir, el tema y sus valores estéticos. Por otra parte, el soporte mis-
mo (libro, revista, pantalla de computadora), con sus características
iconográficas y tipográficas, la distribución del espacio en la página,
la calidad de los materiales de impresión, etcétera.

Igualmente, las características del soporte intervienen en el proceso


de lectura como modificadores del significado y de los sentidos posi-
bles del texto. Así, la construcción de significado que realiza el lector
no se constituye sólo a partir de lo que el escritor dice, sino también
a partir de lo que el soporte del texto le transmite. En este sentido,
la palabra del escritor no llega virgen al lector. Al texto se le agregan
características o signos legibles que conforman un producto repre-
sentativo de una sociedad. Por ejemplo, la percepción del lector no es
la misma si lee el Cantar de Mio Cid en la versión original (escrita en
español antiguo) que si lee una versión en español moderno, ilustrada
y adaptada para niños.

En palabras del historiador Roger Chartier, las características de un


texto y el objeto que las porta son transmisores de símbolos del orden
174

establecido. En este sentido, toda publicación interviene en el proce-


so de reproducción de valores, tradiciones, creencias, religiones, ideo-
logías del mercado y de las modas de una sociedad. Todos los signos
contenidos en un soporte de escritura permiten al lector construir
una representación de sí mismo y de su sociedad.

En nuestra sociedad solemos otorgarle menos valor a la voz del que


lee que a la del que escribe. Lo que sobresale es la insistencia de pa-
dres, maestros e, incluso, voces legitimadas socialmente por extender
y practicar una lectura en la que los lectores se limiten a registrar
lo que textualmente dice el escritor. La conversación en torno a lo
que interpretamos de las palabras del autor, o lo que suponemos que
quiere decir, puede quedar suspendida para siempre. No interesa ha-
blar de lo que significa para el lector lo que está leyendo. No nos
referimos a una lectura delirante en la cual lo que construye el lector
no tenga ninguna relación (ni deductiva ni evocativa) con el texto,
sino a la capacidad de apropiación a partir del significar y de dar
sentido personal a lo que leemos.

La subestimación de la voz del lector suele suceder no sólo en el prin-


cipio de la historia lectora de las personas, sino en cualquier etapa de
ésta. Por ejemplo, recordamos una anécdota de la que fuimos testigos:
175

en una clase de un posgrado universitario, un alumno le comentó al


titular de la cátedra: “Pienso que fray Servando Teresa de Mier ya
precedía los efectos políticos que podía tener la imagen de la virgen
de Guadalupe como símbolo porque…”. Y el titular interrumpió: “No
me interesa qué piensa o cree usted. Dígame en qué parte del texto
dice eso”.

Creemos que la lectura es un rescate permanente de nosotros mis-


mos, de quiénes somos y quiénes queremos ser; es una conciencia y
un respeto por la presencia del otro; un instrumento para poder ha-
cer; una fuente de satisfacción y blanco de intereses; una explosión de
significados cuyas partículas originan otros mundos; el tránsito entre
fantasía y realidad que permite la cordura; es lo que cada uno quera-
mos que sea.
177

Bibliografía

Las voces de nuestras voces

Es frecuente que el cierre de muchos libros


de no ficción, como Rumbo a la lectura, esté dado por una exten-
sa bibliografía. El sentido culturalmente más reconocido de este
apartado es mostrar al lector los textos que le ayudaron al autor a
concebir su obra.

Ningún material de lectura es absolutamente original. La trama de


los textos se construye con base en nuevas articulaciones, en las ex-
periencias personales y profesionales, en nuevos puntos de vista que
se entretejen a partir de antiguas lecturas. A veces, somos conscientes
de cómo se van produciendo esos entramados. En otras ocasiones, las
ideas brotan repentinamente de tal forma que podríamos caer en la
tentación de explicarlas como fruto de una inspiración cuyo origen
está más allá de este mundo. Pero sabemos que no es así.
178

En toda creación subyacen ideas previas que tomamos de otros;


nuestro mérito estuvo, en todo caso, en separar con nuevos cri-
terios algunos de sus elementos de modo que otras personas
puedan percibirlos y disfrutarlos mejor, o reunir conceptos pro-
venientes de distintas fuentes en los que muchos pueden haber
abrevado, pero cuya fusión, correlación o interdependencia se nos
ocurrió a nosotros.

Para empezar, nuestra notas

A lo largo de la escritura de esta obra están entretejidas las no-


tas que hemos tomado durante años a partir de lo que las personas
han dicho, de lo que hemos visto y escuchado, de lo que se nos
ha ocurrido con base en lo que observamos. En esas notas están
reflejados asombros, descubrimientos, dudas (propias y ajenas) de
maestros, bibliotecarios, mamás, papás, campesinos, amas de casa,
estudiantes, empleados, profesionales, obreros; desde México has-
ta la Argentina. Personas que tienen cosas para decir y a quienes
hemos dicho cosas, gente que esperamos haber escuchado, porque
la lectura puede ser una gran conversación entre todos.
179

Los compañeros de siempre

Por lo tanto, este libro concluye con una bibliografía que permita
al lector dirigir su atención hacia un conjunto de obras que, direc-
ta o indirectamente, influyen en la escritura. Pero antes de iniciar
esta enumeración, vamos a detenernos, aunque sea sólo unas líneas,
en algunas obras a las que hemos vuelto más de una vez con gran
provecho. Desde esas obras pudimos realizar muchas lecturas y en-
contrar ideas que han sido hilos conductores de nuestras reflexiones
y punto de partida para generar ideas que ayuden a contar, leer y
escribir. Estas obras son, para nosotros, referentes permanentes para
imaginar acercamientos a la palabra escrita que ayuden a todos los
lectores a realizar todas sus lecturas.

Gramática de la fantasía: introducción al arte de inventar historias, Gianni


Rodari, Colihue, Buenos Aires, 2005. Esta obra ha sido piedra angular
de casi todos los que se han interesado por enriquecer las prácticas de
lectura y escritura, en especial entre niños y jóvenes. Aunque Rodari
se refiere en forma permanente a cómo fortalecer la imaginación y la
creatividad en la escuela, sus propuestas trascienden ampliamente el
ámbito escolar y pueden ayudar a idear nuevas formas de conversa-
ción, escritura y lectura en cualquier espacio de la vida social.
180

En capítulos breves, aborda un acercamiento distinto a la palabra y


proporciona una idea concreta de trabajo inmersa en un conjunto am-
plio de relaciones que la enmarcan teóricamente y la vinculan con
otras obras y experiencias de vida. El libro es una invitación constante
a la autoescucha y a la escucha de la palabra de los otros, a la valoración
de los conocimientos que cada cultura nos proporciona y a la produc-
ción de nuevas ideas que consideren el punto de vista y la sensibilidad
de cada persona. El estilo y la organización textual de la Gramática
plantea un modelo que ha sido, para nosotros, muy inspirador.

De cómo la educación apostó al caballo equivocado, Frank Smith, Aiqué,


Buenos Aires, 1994. Esta obra nos acompaña desde los primeros años
de nuestro camino como promotores de la cultura escrita. La simpli-
cidad con la que aborda temas centrales, en relación con el mundo de
la escritura, no está reñida con la profundidad de los análisis que rea-
liza y abre la posibilidad de que un universo muy amplio de lectores
se vinculen con conceptos importantes de la lengua escrita. Los be-
neficios de pertenecer al club de la lengua hablada y los requerimien-
tos para ingresar al club de los alfabetizados nos parecen claves como
punto de partida de posteriores reflexiones minuciosas y acotadas.
Las nociones de aprendizaje por asociación y la importancia del tra-
bajo cooperativo nos motivan a organizar ideas alrededor del sentido
181

social de la lengua escrita y, a partir de allí, diseñar ideas de trabajo


fundadas en escuchar, registrar e incluir diversas voces en nuestras
lecturas y escrituras.

La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura fran-


cesa, Robert Darnton, Fondo de Cultura Económica, México, 1994. Si
uno se atiene a la primera línea de la introducción de este libro, pare-
cería que tiene poco que ver con el tipo de preocupaciones reunidas
en Rumbo a la lectura. Dice: “Este libro investiga la forma de pensar en
Francia en el siglo XVII”, pero como en esta serie de ensayos Robert
Darnton trata sobre la influencia de lo que se pensaba a partir de lo
que la gente contaba y escribía, y además “cómo pensaba, cómo cons-
truyó su mundo, cómo le dio significado y le infundió emociones”, la
percepción de su influencia sobre nuestro libro cambia radicalmente.

Dos son los ensayos que más nos enriquecieron: “Los campesinos
cuentan cuentos: el significado de Mamá Oca” y “Los lectores le res-
ponden a Rousseau: la creación de la sensibilidad romántica”. En el
primero percibimos el paso de los relatos populares de la oralidad a la
escritura, y viceversa, y los que se modificaron y adaptaron en virtud
de las necesidades de explicación del mundo de cada época y de las
posibilidades de expresarlo. En el segundo valoramos la importancia
182

de los lectores en la construcción del sentido de un texto. A él vol-


vimos en varias ocasiones para disfrutar de la lectura de fragmentos,
como el que a continuación transcribimos:

La lectura continúa siendo un misterio, aunque leemos todos los días.


Esta experiencia es tan familiar que parece perfectamente compren-
sible. Pero si realmente pudiéramos comprenderla, si entendiéramos
cómo percibimos el significado por medio de sus pequeños signos im-
presos en una página, podríamos empezar a penetrar en el profundo
misterio de cómo la gente se orienta en el mundo de los símbolos que
le ofrece su cultura.

El orden alfabético, Juan José Millás, Random House, México, 2015. Es


agradable descubrir que hay textos literarios dedicados a la reflexión
sobre el lugar que ocupa la lengua escrita en nuestra vida. Mucho más
cuando, en la lectura de algunos de sus fragmentos, éstos han sido dis-
paradores eficaces de intercambios sobre experiencias lectoras y maneras
de poner en contacto el mundo de lo oral con el mundo de lo escrito.

La novela de Millás nos ha permitido pensar en nuestra historia lec-


tora y compartir con otros experiencias similares más allá de diferen-
cias anecdóticas. Para muestra, tres botones:
183

[…] entonces él aseguró que el día menos pensado, si persistía en no


leer, los libros saldrían volando de casa, como pájaros, y nos quedaría-
mos todos sin palabras.

Pero no entendía bien por qué, siendo la enciclopedia un modelo de


organización, la realidad no se ajustaba siempre al orden alfabético.

[…] el verbo tenía una textura fibrosa y un sabor concentrado. Traté


de imaginarme uno muy rudimentario, que no fuera capaz de expresar
aún el pasado ni el futuro; sólo el presente, e hice cábalas sobre ese
momento de la historia, o de la prehistoria, en el que de súbito apareció
el tiempo o los tiempos y fue posible mirar hacia delante y hacia atrás,
hacia ayer y hacia mañana. Ayer se había muerto mi abuelo y maña-
na lo enterraban. Vistas así, las palabras eran ventanas por las que te
asomabas a la realidad. Gracias a la existencia de un verbo en pasado
o en futuro, las cosas desaparecidas continuaban durando y las que no
habían llegado comenzaban a suceder.

El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura, Roland


Barthes, Paidós, Barcelona, 1994. A veces no hace falta más que leer
unas cuantas páginas para encontrar un mundo de conceptos e ideas
expresadas con maestría. Ideas que intuimos borrosamente. La historia
184

de la lectura volcada hacia el escritor y el texto, y la necesidad de abrir


el espacio del lector y sus lecturas se fundamenta con toda claridad y
precisión en el capítulo “Escribir la lectura”.

La propuesta de la oposición de las leyes de la lectura respecto de las


de la composición, expresada con sencillez y precisión, es un ejemplo
que nos ayudó a entender desencuentros con los lectores a partir de
las prácticas tradicionales de comprensión lectora.

La escuela rural unitaria: fermentario para una pedagogía creadora, Luis


F. Iglesias, Magisterio del Río de la Plata, Buenos Aires, 1995. El autor
trabajó de 1940 a 1960, aproximadamente, como único maestro de una
escuela rural ubicada en Tristán Suárez, en la región pampeana de la
República Argentina. Iglesias escribió acerca de su experiencia docen-
te y documentó parte importante de la producción de escritura de sus
alumnos. Estos materiales fueron editados por la Secretaría de Educa-
ción Pública (SEP) de México y distribuidos a los maestros de escuelas
rurales. La escuela rural unitaria y La didáctica de la libre expresión, dos
de las obras más importantes del maestro Iglesias, nos fueron de uti-
lidad para entender la importancia del papel del adulto que da la pa-
labra, que permite la expresión genuina, que documenta experiencias
para que otras las conozcan y las reinterpreten.
185

Oralidad y escritura: tecnologías de la palabra, Walter Ong, México,


Fondo de Cultura Económica, 1996. Es un libro que se ocupa de la
cultura oral y de las modificaciones que ocurren en el pensamiento y
las maneras de expresarlo a partir de la incorporación de la escritura
a la experiencia social y a la vida de las personas.

La experiencia escolar y la labor de difusores de la cultura escrita nos


han hecho olvidar, en muchas ocasiones, cómo hemos vivido nuestra
oralidad, cómo la valoramos, qué influencia tiene en nuestras ma-
neras de proponer y organizar la escritura.

Esta obra está presente a lo largo de Rumbo a la lectura hasta tal


punto que hemos diseñado ejercicios inspirados en las nociones que
Ong nos ha mostrado acerca de las posibilidades y los límites de la
oralidad y la escritura.

El mundo como representación, Roger Chartier, Gedisa, Barcelona,


1999. La obra de Chartier nos ha ayudado a comprender la com-
plejidad del acto de lectura en tanto acto social, la simultaneidad de
factores que ocurren durante su ejercicio, las presiones a las que se
ve sometido el lector para la realización de su trabajo, los ojos con
que mira a la lectura cada grupo social y su influencia en los procesos
186

de interpretación; también, el reflejo de los valores y símbolos socia-


les en la producción editorial.

Los trabajos de Chartier nos han ayudado a estar muy atentos a la


manera en que las personas se acercan a un libro y a observar las
causas por las que el interés por una obra puede potenciarse o decaer.

Realidad mental y mundos posibles. Los actos de la imaginación que dan


sentido a los exámenes, Jerome Bruner, Gedisa, Barcelona, 2009. ¿Qué
es lo que desencadena una interpretación en el acto de lectura de
un lector particular? Las formas subjetivas, las maneras cambiantes
de leer, los predominios de algunas en determinados tipos de lec-
tores, las dos modalidades de pensamiento cognitivo que enuncia y
defiende y los perjuicios que surgen cuando se intenta reducir una
modalidad a la otra son ideas que nos han llamado la atención y, se-
guramente, influido.

Los tipos de pensamiento que propone: paradigmático o lógico cien-


tífico y narrativo, tienen procedimientos funcionales y mecanismos
de conexión propios. Esta idea nos ayudó a reflexionar sobre las ma-
neras de acercamiento a la lectura y sus consecuencias. También re-
sultó de interés para explicarnos los desencuentros entre las prácticas
187

de lectura y de evaluación, y las razones por las que continúa siendo


oscuro el concepto de “comprensión lectora”.

Alicia en el país de las maravillas, Lewis Carroll. Traducción de Ignacio


Padilla, Fondo de Cultura Económica, México, 2012. Alicia será siem-
pre un libro de cabecera para quien se interese por las palabras y por
sus significados, por la mirada al mundo que tienen los niños y sus re-
sistencias al sometimiento que, a veces, pretenden imponerles los
adultos. Sonido y significado, sintaxis y significado, percepción de
los arquetipos sociales y explicación del mundo, vaciamiento semántico
por abuso o descontextualización, innumerables propuestas para jugar
con el lenguaje, al mismo tiempo que se lo observa con agudeza. Saltar
de lo literal a lo figurativo, materializar lo abstracto, abstraer lo concreto.
¿Qué más puede pedir quien se interesa por el lenguaje y sus códigos y
pretenda flexibilizar los usos de las palabras?

Una lista mayor

Después de estos comentarios que, sin duda, reflejan nuestras lec-


turas, queremos cerrar nuestro trabajo con una lista más extensa. Si
los lectores ya conocen alguna de estas obras, o a partir de estas no-
tas se interesan en conocerlas, probablemente tendrán discrepancias,
188

harán otras reflexiones y se les ocurrirán otras ideas. Descubrirán


cosas que nosotros no hemos podido ver. Al fin y al cabo, son otras
lecturas.

La mayoría de los títulos que la componen son trabajos que indagan


acerca de diferentes temas de este universo inabarcable de textos y
lecturas. La razón por la que incluimos antologías literarias es porque
nos han acompañado en nuestros encuentros con personas interesa-
das en la lectura y en la escritura. Esta compañía, a veces, adoptó la
forma de la lectura en voz alta; otras, la de la narración, y, en ocasio-
nes, fue pretexto para proponer nuevas escrituras.

Alvarado, Maité y cols., El nuevo escriturón, curiosas y extravagantes


actividades para escribir, Libros del Rincón, SEP, México, 1994.

Benveniste, Claire Blanche, Estudios lingüísticos sobre la relación entre


oralidad y escritura, Gedisa, Barcelona, 1998.

Borges, Jorge Luis, Obras completas 1923-1972, Emecé, Buenos Aires, 1992.

Borneman, Elsa Isabel, Poesía infantil, estudio y antología, Dimar,


Buenos Aires, 1992.
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Cardona, Giorgio Raimondo, Antropología de la escritura, Gedisa,


Barcelona, 1994.

Cardoza y Aragón, Luis, Guatemala, las líneas de su mano, FCE, Mé-


xico, 1976.

Cerlalc-UNESCO, 16 cuentos breves latinoamericanos (antología), Coedi-


ción Latinoamericana, Brasil, 1992.

Cerlalc-UNESCO, 24 poetas latinoamericanos (antología), Coedición


Latinoamericana, México, 1999.

Cerlalc-UNESCO, Poemas con sol y son (antología), Coedición Latinoa-


mericana, Brasil, 2000.

Chartier, Roger, “Magias parciales de Borges”, en El juego de las re-


glas, lecturas, FCE, Buenos Aires, 2000.

Chartier, Anne Marie y Jean Hébrard, Discursos sobre la lectura (1880-


1980), Gedisa, Barcelona, 1994.
190

Cirianni, Gerardo y Gloria Elena Bernal, Acto seguido, tomos i, ii y


iii, Libros del Rincón, SEP, México, 1994.

Cirianni, Gerardo, Carola Díez y Miguel Sánchez, Cuchillito de palo,


actividades y juegos para leer y escribir con gusto, Libros del Rincón, SEP,
México, 1997.

Cortázar, Julio, La vuelta al día en ochenta mundos, tomos I y II, Siglo


XXI Editores, España, 1976.

Cortázar, Julio, Último round, tomos I y II, Siglo XXI Editores, Mé-
xico, 1984.

La Rosa, Jorge, La experiencia de la lectura. Estudios sobre literatura y


formación, FCE, México, 2003.

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dad, Gedisa, Barcelona, 1996.
191

Petit, Michelle, Nuevos acercamientos a los jóvenes y la lectura, FCE, Mé-


xico, 2000.

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Soriano, Marc, Los cuentos de Perrault, erudición y tradiciones populares.


Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 1975.

Soriano, Marc, Literatura para niños y jóvenes, guía de información so-


bre sus grandes temas, Colihue, Argentina, 1996.

Valadés, Edmundo, Los cuentos del cuento, antologías temáticas, tomos


I, II, III, IV y V, García y Valadés, México, 1992.
ÍNDICE

7 Prólogo
11 Introducción

15 lo que sabemos de la lectura


antes de aprender a leer
17 Con los que aún no leen
31 Lo que sabemos de la lectura antes
de aprender a leer
41 Llegaron las letras

49 Para invitar a leer


51 Introducción
55 El acercamiento a los libros
69 Para saber quién soy y para no olvidar
81 Los límites de la oralidad y de la escritura
97 La vida de la palabra: lectura en voz
alta y narración oral
99 Introducción
103 El lugar de la palabra en la lectura en voz alta
119 Contar para leer

133 Las lecturas, las voces y sus espejos


135 Introducción
139 La escritura a nuestro favor
151 Leer y elegir
165 Las voces y sus espejos: lectura, individuo
y sociedad

177 Bibliografía
, de Gerardo
Cirianni y Luz María Peregrina, se terminó de im-
primir en noviembre de 2018 en los talleres gráficos
de Editorial Impresora Apolo, S. A. de C. V., ubi-
cados en Centeno núm. 150-6, colonia Granjas Es-
meralda, delegación Iztapalapa, C. P. 09810, Ciudad
de México. El tiraje consta de tres mil ejemplares.
Para su formación se usó la familia tipográfica Ado-
be Caslon Pro, de Carol Twombly, de la Fundidora
Adobe Systems Inc. Formación y portada: Irma
Bastida Herrera. Supervisión en imprenta y editor
responsable: Juan José Salazar Embarcadero. Cui-
dado de la edición: Doricela Córdoba Embarcadero
y Juan José Salazar Embarcadero.

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