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XXVIII Congreso de ADILLI de Lengua y Literatura Italianas

Ponencia: La construcción de un destino último: La integración de lo culto y de lo


Apocalíptico Popular en la Commedia, de Dante Alighieri
Autor: Daniel Del Percio (UCA – UP – USAL)
Tanto la memoria como el porvenir parecen exigirle a las sociedades y a los individuos un
esfuerzo particular de elaboración1. Este proceso abarca diferentes aspectos de la cultura,
en donde (entre otras múltiples articulaciones) cobra singular importancia la sintaxis que
se establece entre las concepciones cultas y populares del tiempo, del sentido que este
adquiere desde la perspectiva del presente, y del destino en su doble faz de final (en cuanto
conclusión de una era) y de destino (en cuanto a objetivo o atractor último de la
humanidad, o al menos de parte de ella). La Commedia de Dante refleja desde múltiples
ángulos esta articulación, en particular desde las distintas formas populares que adquieren
el Infierno y el Paraíso precisamente como aspectos de un final, de un sentido y de una
finalidad en absoluto populares, sino en lo esencial elevadas. De este modo, los eternos
castigos y las luminosas circunferencias del cielo, junto con sus oscuros o brillantes
gestores (demonios, ángeles o seres mitológicos resignificados) constituyen elementos
estrictamente populares en sí mismos, pero redefinidos a partir de un concepto y escala
temporales propias de lo culto. En definitiva, se trata de concebir lo apocalíptico no como
el final de la cultura humana, sino como el final de una cultura humana.
Para proceder con este análisis, debemos distinguir el fin en el sentido de finalidad, del fin
en cuanto a extremo, límite último del tiempo. Según Malcolm Bull, “Es posible crear una
tipología formal de las filosofías de la historia determinando si son teleológicas o
escatológicas y, en caso de que sean ambas cosas, si coinciden el telos y el término” (Bull:
13). Esta idea puede profundizarse, al articular sociológicamente ambas concepciones de
telos y extinción, conformando una múltiple y complementaria concepción del tiempo y de
la finalidad del mundo.
un fin deseable se transforma inevitablemente en una meta, y fuera de un infierno eterno, la
teleología del mal es invariablemente terminal. Al menos en el período moderno, una manera mejor
de diferenciar las teorías consiste en colocarlas ideológicamente en el continuum que existe entre lo
religioso y lo secular, y sociológicamente en el eje situado entre la “alta” y la “baja” cultura.
Unidas, estas cuatro distinciones producen cuatro categorías de pensamiento: el religioso elevado, el
secular elevado, el religioso popular y el secular popular (Bull: 13)

1
Esto es verificable incluso en las gramáticas: la recurrente regularidad en casi todas las lenguas de los
tiempos vinculados con el futuro refiere su concepción más bien reciente, a diferencia de la irregularidad
morfológica del pasado, sobre todo en las distintas conjugaciones del verbo ser.

1
A cada una de estas concepciones puede asociarse perfectamente una idea de “tiempo o
país ideal o infernal”. La diferencia básica reside en qué conjunto de individuos implica, y
en qué escala espacio-temporal se despliega:
• Religioso popular: Implica el premio y el castigo por las acciones cometidas, la
idea de pecado y redención; la preocupación por el destino después de la muerte; el
Milenarismo en su forma más primaria (advertencias sobre el fin del mundo, por
ejemplo, acompañadas de una vida “superior” en donde nunca le faltara nada al
hombre) suele vincularse con esta visión, que hoy en día tiene como sus mejores
exponentes a los llamados “pastores mediáticos”.
• Secular popular: la Abundantia, el país de Jauja o La Cucaña, es decir, ante todo la
satisfacción de las necesidad materiales básicas.
• Religioso elevado: la Revelación y el camino del hombre como parte de un
proyecto que lo trasciende; el Milenarismo en sus formas más complejas, en cuanto
asume la Historia como parte de un proyecto que la supera, integrándola.
• Secular elevado: la Historia y su aspecto práctico, la Política, representadas en la
dualidad complementaria Utopía-Ideología; esto es, la humanidad pensada en su
conjunto, con un telos no sólo material (vinculado necesariamente a la Abundantia)
sino intelectual (el conocimiento, el dominio sobre la materia, etc.).

En rigor, para una visión religioso-profética de la historia, no es imprescindible que el


mundo tenga un telos determinado, o al menos, que ese telos sea conocido por el hombre.
Tanto en uno como en otro caso, dicha idea de destino está presente y actuando, atrayendo
la historia humana, desde otro plano de existencia. No ocurre lo mismo con las teorías no
religiosas, seculares, que pueden prescindir perfectamente de la idea apocalíptica, pero
requieren de un telos específico2.
Observemos que esta “construcción ideológica” determina la finalidad, pero no el final, la
concreción efectiva de dicha finalidad buscada. Esto implica, básicamente, que en un
momento dado, específico de la historia como fue la Ilustración, ese período en que se
fijan los valores de la Modernidad, decayó la fe en todo tipo de intervención divina. Esto
llevó a que los pensadores se focalizaran en un nuevo concepto de “futuro” que generaba
en esencia una preocupación sobre el desarrollo y el sentido de la historia, pero
descartando la idea de su fin (Bull: 14-15). El argumento era en sí (también) un artículo de
fe: “La pauta del pasado, fuese lineal o dialéctica, indicaba la dirección y, por
extrapolación, el objetivo del desarrollo humano” (Bull: 15).
Estos conceptos de final y de finalidad hacen a la esencia de lo religioso elevado y de lo
secular elevado, ya que comparten una idea o principio básico: el final concreto o la

2
Citamos nuevamente a Bull: Si las teorías religiosas elevadas de la historia son siempre escatológicas y
sólo a veces teleológicas, en cambio las teorías seculares elevadas suelen ser a la inversa (Bull: 14)

2
finalidad específica de la historia del hombre se alcanzará dentro de un tiempo
incalculable, determinado por Dios (en un caso) o por la misma dinámica de la historia (en
el otro). En todo caso, nunca es inminente. La indeterminación humana del final o de la
finalidad de la historia humana funciona como una suerte de vector que permite ver el
momento presente (o el próximo cercano) como un eslabón o escala intermedia y
necesaria hacia ese destino que, en ambos casos, admite el adjetivo “utópico”. No
obstante, parece evidente que la visión religiosa elevada se aproximaría a la de
“milenarismo”, mientras que sólo la secular implicaría la idea de “utopía” en sentido
estricto. Sólo la idea de un término da sentido a un proceso, en cuanto camino. Así, la
misma historia es un viaje, tal como lo menciona infinidad de veces la alegoría del
peregrino en la tierra, tan cara a la concepción religiosa cristiana.
De lo anterior surge que la visión de destino desde lo religioso popular es estrictamente
limitada en el tiempo, y su proyección frecuentemente no excede la experiencia de lo
corporal, o poco más. En efecto, si recorremos las distintas visiones, tanto del Paraíso
como del Infierno, anteriores a Dante, veremos que la dimensión corporal, tanto en lo que
respecta al castigo como al premio, refleja la experiencia, los temores y expectativas
populares en formas tales como el tormento carcelario o el jardín de las delicias. Dante
incorporará estos elementos, presentes en los infiernos y paraísos islámicos anteriores, o
en obras europeas como la Navigatio Sancti Brendanni Abbatis, del siglo XII o, para
hablar de un antecedente italiano, los poemas didácticos De Babilonia Civitate infernali et
ejus turpitudine et quantis penis peccatores puniantur incessanter (Sobre Babilonia
Ciudad infernal y sobre su oscuridad y con cuantas penas son castigados los pecadores
incesantemente), y De Jerusalem Celesti (Sobre la Jerusalén Celeste), del monje
franciscano Giacomino da Verona, quien las escribió en la segunda mitad del siglo XIII;
obras que el poeta florentino probablemente conociera. Ninguna de éstas le ahorra al lector
suplicios o placeres exagerados hasta límites muchas veces grotescos, y en una primera
lectura, literal (para emplear la lógica de los cuatro sentidos), casi no podríamos encontrar
grandes diferencias con las descripciones dantescas. Veamos el siguiente fragmento,
atribuido a Abenabás, compañero y primo del profeta Muhammad (esto implicaría que fue
compuesto entre los siglos VII y VIII), pero que más probablemente pertenezca a un autor
egipcio del siglo IX, Yshac Ibn Wahad. Independientemente de la autoría y de la época,
podemos considerarla una de las primeras descripciones detalladas del infierno, en
particular, de la mansión (Al-Qazr o Alcázar) de los tiranos.

3
La primera mansión [del infierno] es un inmenso océano de fuego, subdividido en setenta mares
menores, en cada una de cuyas playas álzase una ciudad ígnea, cuyas moradas en número de setenta
mil encierran setenta mil cajas o ataúdes de fuego que sirven de cárcel a hombres y mujeres que
gritan de dolor, picados de sierpes y alacranes. Mahoma interroga al guardián para saber de qué
pecado son reos aquellos desgraciados, y el guardián le dice que aquél es el suplicio de los tiranos.
(Asín Palacios: 18)

Parece casi inmediata la relación con el célebre canto X del Infierno dantesco, en donde
Farinata degli Uberti y otros epicúreos que no creen en la inmortalidad del alma yacen en
ataúdes con fuego en su interior. El suplicio responde a una lógica estrictamente popular:
el horror ante el fuego, las serpientes y criaturas similares, sumado al peor de todos, al
estar sepultado y consciente. Si bien en Dante no están las sierpes en este canto (aunque
las encontraremos en otros) la idea del sepulcro y el fuego se mantienen en todo su
dramatismo3. No obstante, hay una diferencia fundamental: la forma en que Dante articula
el suplicio con la historia transfiere significados entre ambos. Farinata es un personaje
individual, histórico y destacado, vinculado lingüística, comunal y políticamente (desde su
antagonismo) con su interlocutor, y la necesidad de comunicarse con el viajero implica
una relación dialógica pasado-presente sobre el destino político de Florencia, dialogía que
se expandirá necesariamente hacia el futuro, hacia el sentido mismo de esa historia
construida, y que se está construyendo. No es casual, entonces, la dimensión profética del
canto, en dos formas complementarias: la de los condenados, como Farinata, que pueden
ver el futuro lejano sin percibir el presente (Noi veggiam, come quei c’ha mala luce,/ le
cosse –disse- che ne son lontano;/cotanto ancor ne splende il sommo duce./Quando
s’apressano o son, tutto è vano/nostro intelletto... Infierno, X, 100-104); y la del Guía, que
por el contrario posee la capacidad de comprender el tiempo en su conjunto, tanto en su
dimensión individual como comunitaria (quando sarai dinanzi al dolce raggio/di quella il
cui bell’occhio tutto vede,/da lei saprai di tua vita il viaggio (Infierno, X, 130-132).
En El viaje de San Brandán, encontramos una visión aún más popular del Infierno. Allí
Judas, quien curiosamente disfruta de “un día de descanso” en una isla desolada (es
domingo) describe dos infiernos, con estructuras significativamente opuestas:
Uno está en el monte, otro en el valle, y les separa un mar de sal, pero es asombroso que no arda
todo. Aquél del monte es el más penoso, el del valle el más horroroso; aire caliente y húmedo tiene
aquél, y frío y fétido, el cercano al mar.
Contando la noche, un día entero paso arriba, luego me quedo abajo otro tanto; un día subir, al otro
bajar: no tiene fin mi tortura, y no cambio de infierno para aliviar, sino para agravar mis males.
(Benedit: 47)

3
Esta idea de “destrucción corporal” se verifica en todos los tormentos infernales, incluso fuera del mundo
occidental, con curiosas variantes. El infierno japonés, por ejemplo, implica tormentos con espejos: el
condenado está obligado a contemplarse a si mismo por todos los tiempos.

4
Más allá de la descripción, que el día domingo como día de descanso sea aplicado incluso
a los condenados del infierno resulta evidentemente de una trasposición del tiempo de la
vida cotidiana a la eternidad indefinida del castigo, trasposición evidentemente inspirada
en fuentes bíblicas, en particular, en el Génesis. Observemos que, tanto aquí como en el
fragmento sobre el infierno islámico que hemos expuesto, no aparece una
problematización de la historia y, mucho menos, un juicio sobre ella. Es precisamente la
inclusión de esta dimensión histórica (inserta entre la existencial del viajero y la metafísica
del mal o de la visión beatífica) la que nos permite hablar de una “finalidad” cognoscible,
que depende de la obra humana. Georges Minois observa, además, que Dante realiza una
síntesis magnífica entre las concepciones teológicas y populares.
La obra de Dante se halla en el punto de unión entre el infierno popular y el infierno intelectual y
teológico. Del primero toma las imágenes; del segundo, el rigor lógico. Esta alianza de lo concreto
y de la claridad racional es la principal razón de su éxito. Los infiernos visitados hasta entonces
eran verdaderos caos, con una topografía de lo más confusa, verdaderos paisajes de sueño, llenos de
valles, ríos y lagos [y, sobre todo, islas] sin ninguna relación los unos con los otros, de suplicios
desordenados, de episodios contradictorios. (Minois: 210-211)

Pero esta dimensión histórica de la que hablamos, y del cual el Canto X es sólo un
ejemplo, le agrega complejidad a la obra, ya que implica la construcción de un Sistema,
del que el Infierno es un módulo o subsistema con una función específica. Este módulo,
como el conjunto, contiene sobre todo dos aspectos:
1. una revisión o redefinición de los conceptos de Telos (destino) en cuanto a
finalidad; y del Apocalipsis, en cuanto fin (término).
2. una oikonomía teológica, en el sentido que requiere una profusa labor de gestión,
perfectamente definida, ordenada y resignificada sobre todo a partir del mundo
clásico.4
El empleo de imágenes populares genera un efecto singular: asegura la inmediata
experiencia del mal en el lector. Sin embargo, este empleo de lo popular implica una
curiosa mediación (en el sentido de Ricoeur): es la forma en que la alegoría transforma el
simple tormento en problema ético-filosófico.
El uso de las imágenes populares del infierno tiene entonces una función de refuerzo
ideológico, en cuanto nos advierten de las consecuencias inmediatas de los pecados “a
nivel individual”. Esto lleva a una lógica del temor en lo inmediato que tiñe las imágenes
con lo apocalíptico, un Apocalipsis que está siempre próximo a suceder, y no simplemente
en un oscuro e impensable futuro. Estas imágenes de lo Apocalíptico Popular son
empleadas por Dante “alegorizándolas”, transformando estos elementos (sobre todo,
4
Entendemos por oikonomía en el sentido clásico, es decir como “gestión” y administración. Es decir, los
medios empleados para que el sistema funcione (una casa, una ciudad, el Infierno)

5
basados en el cuerpo, el caso más significativo es el de los traidores, cuya alma ya ha sido
usurpada de su cuerpo antes de la muerte). Esta “alegorización” las reconvierte en
“apocalíptico seculares”, incluyendo la idea de finalidad; por consiguiente, es histórica y
místico-metafísica (el cuerpo deja de ser “objeto” de castigo y simboliza la historia misma.
El ejemplo de Farinata es claro: se despliega en dos planos históricos en constante cambio.
Por un lado, en un discurso claramente político y de inobjetable pertenencia lingüística (O
tosco, che per la città del fuoco...), y por otro, se muestra tanto como paradigma de la
entidad moral del político como de la intolerancia del enemigo, y aparece ante los viajeros
Dante y Virgilio inmerso en un castigo propio de lo apocalíptico popular5.
De manera similar, la idea de Paraíso parece constituir la base del sistema de atractores
utópicos. Si partimos de las ideas de “jardín de las delicias” y de “paraíso terrenal”, vemos
que etimológicamente refieren a lugares cercados (aislados) y en donde la vida es
agradable (el locus amoenus latino). Es significativa la idea de que el lugar agradable deba
ser necesariamente un lugar cerrado, enclaustrado, aislado, conceptos que podemos
trasladar perfectamente tanto al concepto de “estados utópicos” (la isla de utopía, sin decir
más), como al concepto de individuo, en particular, aplicado a la infancia.6 La etimología
es clara: el jardín, que tradicionalmente en las arquitecturas romana y árabe constituye una
suerte de “realización en la tierra del paraíso”, refiere a un perímetro perfectamente
delimitado (en las casas romanas, esta función la cumplía el peristilo, cerco rectangular de
columnas en las que se apoyan las galerías de la parte más interior de la casa, cuyas
5
Lo popular aparece como un instrumento o una figura (en el sentido de Auerbach) que remite a otro plano
de existencia a partir de elementos que se centran en lo apocalíptico inmediato, en el tiempo presente. Lo
apocalíptico popular provee del realismo aplicado a lo figural presente, mientras que la concepción más
elaborada de telos o destino, con la introducción de su dimensión histórica, lo hace con respecto al pasado
(experiencia) y hacia el futuro (expectativas y posibilidades).

6
En el cuadro siguiente podemos apreciar la evolución de los términos jardín y paraíso que, como vemos, se
sostiene en todo el mundo occidental, desde la India hasta las islas británicas.

Jardín:
indoeuropeo latín francico francés inglés alemán italiano español
gher hortus jart gard garden garten giardino jardín
abrazar / cerrar lugar cerrado
Paraíso
sánscrito persa farsi griego latín inglés italiano español
paradesha paridaeza pardés paradeisos paradisus paradise paradiso paraíso
región suprema lugar agradable parque

[Fuentes consultadas para la confección del cuadro: (Corominas: 496) y (Flores Arroyuelo: 136)]

6
habitaciones daban precisamente al jardín). Por extensión, este lugar cerrado pasó a
designar el mundo de las delicias, en particular al asociarse con la idea de “paraíso”, tanto
en su acepción básica de “parque” como de “región bella o agradable”. Una vez más,
como con el jardín, la idea de insularidad es básica para que dicho lugar preserva su
belleza y pureza. Gastón Bachelard llamará a este estado de beatitud “la inmensidad
íntima” (Bachelard: 163).
Los ejemplos son múltiples. En la Navigatio Sancti Brendanni Abbatis los ángeles caídos
por culpa de Lucifer aparecen convertidos en una forma de vida inferior, aunque no
obstante bella. San Brandán los encuentra en una isla, transformados en bellos pájaros. Su
castigo recuerda, en muchos aspectos, el destino de los megalopsicoi:
Por aquella conducta, fuimos desheredados del reino de la verdad, pero, como no ocurrió por culpa
nuestra, gozamos de cierta gracia divina: no sufrimos la misma pena que los que fueron orgullosos
como aquél; no padecemos otro sufrimiento que la pérdida de la gloria majestuosa, la ausencia de la
alegría divina. El nombre de este lugar, por el cual has preguntado, es el Paraíso de los Pájaros.
(Benedeit: 20)

Y El jardín de las delicias aparece con la lógica del paraíso terrenal, en donde nada falta y
en donde no existe el dolor ni la pena:
Árboles y flores a diario crecen y dan frutos, sin que les retrasen las estaciones: allí cada día reina
un suave verano, cada día florecen los árboles y se van cargando de fruta, cada día están los bosques
repletos de venado, y todos los ríos, de sabroso pescado. Fluyen ríos de leche y todo derrama
abundancia. Con el rocío caído del cielo, manan mieles los juncales. Como si fuera un inmenso
tesoro, se alza una montaña, toda ella derroche de oro y piedras preciosas. Allí brilla el sol con
eterno esplendor, porque el aire no llega a ninguna nube que al sol robe claridad y ni vientos ni
brisas remueven el cabello. (Benedeit: 57-58)

Estas visiones populares del paraíso, en especial las que encontramos en los siglos XII y
XIII, se basan esencialmente en la Jerusalén Celeste de el Apocalipsis de San Juan
(Apocalipsis: 21-22), visiones que, tal como sucedió con el Infierno, fueron empleadas no
sólo por su carácter popular, sino esencialmente político, por cuanto combinan tanto una
visión vinculada con la idea de parque o jardín, como una lógica urbana, propia de la
ciudad estado que está surgiendo sobre todo en la Italia de aquella época. Además del lujo
vinculado al oro y las piedras preciosas, el orden de la ciudad prefigura los espacios
geométricamente utópicos (un cuadrado perfecto, basado en el número 12).
Sin embargo, se va a producir, ya desde San Agustín, una evolución a la vez espacio-
temporal e intelectual-moral en las visiones el Paraíso, pues éstas dejan de ser
estrictamente “literales”, en cuanto el propio Agustín indicaba que los árboles y frutos de
este jardín podían entenderse como símbolos representativos de las diferentes virtudes y
de costumbres concebidas para una vida mejor y, a la vez, también como una descripción

7
“realista” de la vida de los bienaventurados (Flores Arroyuelo: 133). Este aspecto le
otorga cierta “verosimilitud”, que se evidencia al comparar las construcciones del Paraíso
Terrenal elaboradas con posterioridad, con las (todavía lejanas) concepciones de las
ciudades utópicas, como las de Moro, Bacon o Campanella, y también, las concepciones
populares propias como las ya citadas de la Abundantia (el País de Jauja o La Cucaña).
En efecto, todas comparten el carácter insular y el de perfección de la vida terrestre, pero
varían en cuanto a su focalización. Lo que cambia, en términos de Giacomo Marramao, es
lo que podríamos denominar su “Profundidad de Campo”.
En las visiones tradicionales del Paraíso Terrestre, cercanas a la Popular, el espacio y el
tiempo permanecen perfectamente acotados: el primero, en cuanto se trata de un espacio
“inexpugnable” ante el dolor; el segundo, en cuanto el tiempo es un eterno presente de
abundancia que compensa a los hombres de las angustias de su propio presente. Sólo los
diferencia su instrumentación: Dios o una leyenda. Las concepciones del Paraíso Terrenal
más cultas, como la de Dante, poseen una Profundidad de Campo evidentemente distinta,
al estar articuladas desde una “eternidad” dentro de la cual se despliega la historia. Si bien
espacialmente conserva su condición insular y de reducto, temporalmente se expande
como sentido o atractor de la historia y, a la vez, como punto de articulación entre lo
terrestre y lo celeste, marcado por el límite ambiguo entre este paraíso y la órbita lunar. Es
significativo que este límite, de algún modo dialógico, entre el paraíso terrestre y el mundo
supralunar pertenezca a un astro esencialmente ambiguo y cambiante como la Luna.
Las Utopías del tipo Moriano, por otro lado, poseen una similar estructura espacial (que
comparten con las concepciones populares y las elevadas, como en Dante), pero su
profundidad de campo aparecería recortada, en cuanto sólo está presente como dimensión
temporal o histórica. Curiosamente, representan un avance sobre las ideas populares,
porque perfeccionan y dan sentido histórico y político al bienestar; y un “retroceso”, en
cuanto a pérdida en su capacidad de significado, al carecer de la dimensión atemporal y
fundante de lo eterno. Incluso como perfección, están condenadas, al menos desde el plano
filosófico, a una imperfección esencial: no durarán eternamente. Sólo que esta finitud no
aparece compensada o justificada a través de un telos que la supere. Este telos, en Dante,
es el Paraíso Celeste, que a pesar de su condición etérea y luminosa, adquiere a través del
lenguaje y los distintos discursos, una consistencia material, imaginable.
Precisamente, esta evolución en la concepción de Paraíso produce, a partir del siglo XI, una
paulatina “materialización” del cielo, que fue volviéndose más concreto (a diferencia de las
visiones más abstractas presentes en la patrística). De este modo, el Cielo, junto con el

8
Infierno, fue integrado a una cosmovisión general de la vida, en donde no era posible
concebir los actos cotidianos sin remitirlos al pecado o a la salvación. Es evidente que esta
visión del más allá, cuya base utópica quedará impregnada del hic et nunc de lo cotidiano,
incorpora y, a la vez, refigura las imágenes populares de ambos reinos, refiguración que se
hará progresivamente ideológica, en cuanto funcionará precisamente como refuerzo
ideológico del presente. En efecto, tres nuevos elementos se suman a las concepciones
anteriores del cielo: la Ciudad, el intelecto y el amor (Mc Dannell y Lang: 178 y sig.). El
jardín paradisíaco deja de ser el centro del sistema, para convertirse en una suerte de entorno
o marco a la ciudad maravillosa, cuyo centro es el trono celestial. Observemos que Dante se
inscribe dentro de este concepto, ya que en la Commedia el Paraíso (en su forma
estrictamente terrenal) es una meseta que cierra el camino hacia la perfección y funciona
como preludio al auténtico paraíso. En esta visión, el paraíso terrenal (en una clásica acepción
de jardín o parque) funciona como último tramo terrestre, ubicado inmediatamente después
del cielo lunar. No obstante, Dante no descarta la ciudad amurallada, que utilizará en el canto
IV del Infierno como morada de los Megalopsicoi, los “Espíritus Magnos” del mundo clásico
y no cristiano. Esta resignificación de la ciudad o castillo implica en Dante una preferencia
por el intelecto y el amor antes que por lo urbano como formas del Paraíso, no obstante
preservar la ciudad su sentido de “paraíso racional” que, en rigor, comparte con el jardín:
síntesis ambos de naturaleza y cultura encriptadas dentro de la geometría de la perfección,
inevitablemente de características pitagóricas.
Hacia allí, hacia estos lugares infernales o maravillosos, se dirige el viaje dantesco. Y en él
y por él, da vida a una construcción cuyo carácter no es ideológico, sino que adquiere
auténtico sentido desde la dialéctica ideología-utopía. Dante es utópico no en el estricto
sentido histórico-político de Tomás Moro, sino en un sentido de proyección de todas las
vicisitudes, mundanas o no, vistas como etapas necesarias o simplemente inevitables de un
largo (¿infinito; inacabable?) viaje hacia una triple utopía subsumida en el milenarismo
propio del advenimiento del reino de Dios en la Tierra. Esta triple utopía: la integración
del amor individual, la integración de la comunidad, y la integración del mundo cristiano
bajo un único monarca; integración posible, y para que exista como esperanza, las tres
deben ser realizables al menos (o para empezar) desde la poesía.

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Bibliografía:
Primaria:
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Secundaria:
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• Bachelard, Gaston. La poética del espacio. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica,
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