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El dispositivo de taller en el tratamiento

de pacientes psicóticos: algunos trazos


La pregunta «¿Qué es un dispositivo?» sirve como punto de partida para un trayecto hecho de
preguntas. Un dispositivo es un artificio ficcional destinado a la producción de efectos. Ahora
bien: ¿cómo es posible que una ficción produzca efectos sobre lo real? Pregunta gigantesca,
de la cual podría decirse que es precisamente la que comandó, en forma principal, los
trayectos de Freud y de Lacan. Lacan la formuló en estos términos: un dispositivo es un
artificio destinado a intervenir sobre lo real por medio de lo simbólico. El dispositivo de
taller, por su parte, introduce una dimensión que le es específica. Respecto de la noción de
maquinaria destinada a producir efectos, común a todo dispositivo, el taller hace su centro en
el trabajo del operario
Introducción
    El rumbo de cierto movimiento tendió un hilo conductor entre dos experiencias
realizadas en el marco de la Residencia hospitalaria del Gobierno de la Ciudad de
Buenos Aires: la circulación por una sala de internación psiquiátrica de pacientes
agudos y por un servicio de hospital de día —ambos dispositivos pertenecientes a la
red de instituciones públicas de Salud Mental de la ciudad— tuvieron en común,
desde el punto de vista de los modos en que elegí insertarme en el trabajo, la
inclusión dentro de cierto tipo de dispositivo que, en un caso, recibía el nombre de
«Taller literario» y, en el otro, el de «Taller de lectura y escritura». Dar cuenta de
los puntos de contacto entre ambas experiencias me ha permitido, a su vez, trazar
también algunas diferencias. En lo que sigue, entonces, propongo algunos trazos
mediante los cuales he intentado cernir un trayecto que partió de la pregunta
acerca de la función del dispositivo de taller en el tratamiento de pacientes
psicóticos, especialmente en el ámbito de la salud pública.
¿Qué es un dispositivo? La sala de internación, el hospital de día
    En sentido amplio, un dispositivo constituye un artificio, un mecanismo dispuesto
para la producción de determinado efecto, destinado y preparado para ello. Como
todo mecanismo, el efecto esperado es cierto movimiento; como todo artificio,
funda su eficacia en una ficción.
    La sala de internación y el hospital de día son ya en sí dispositivos. Cada uno de
ellos ha sido montado para tratar la enfermedad mental, producir ciertos efectos,
ciertos movimientos. Sus diferencias son múltiples; señalaré algunas de ellas.
    En primer lugar, se trata de dispositivos que surgen como respuesta al modo en
que la locura se plantea como problema (social, económico y político) en
coyunturas históricas diferentes. El hospital psiquiátrico es el heredero del asilo,
aquella institución que vino a solucionar el problema de qué hacer con cierto sector
poblacional peligroso y económicamente improductivo; el movimiento que este
primer dispositivo produjo, en tanto mecanismo de encierro, fue el de la
segregación. Partiendo de dicho comienzo, el hospital psiquiátrico ha ido incluyendo
en su seno otras prácticas terapéuticas —pues el encierro era ya una de ellas—,
prácticas promovidas a partir del surgimiento de nuevos dominios de saber.
Foucault articula la solidaridad entre dichos saberes —disciplinas— y las prácticas
implementadas, y lee la historia de dicha implementación sirviéndose de un
concepto que denomina, precisamente, dispositivo, pero acuñando una acepción
particular, más restringida y compleja, en tanto maquinaria de control social. La
solidaridad entre saberes y prácticas conllevará desarrollos correlativos y la
concomitante creación de dispositivos nuevos, pero dicho «avance» estará siempre
regido por una función estratégica: la de responder a cierto problema, a cierta
urgencia.
    Desde esta misma lógica puede leerse la aparición del dispositivo de hospital de
día. Éste surge en Norteamérica durante el período de posguerra bajo el modelo de
cierta experiencia instrumentada en Moscú en la década del ‘30, y es concebido
como modo de respuesta al incremento de la demanda de atención psiquiátrica
luego de la contienda. Su montaje obedece claramente a razones de índole
económica: ofrece una alternativa de tratamiento más barato que el de la
internación, puesto que suprime las horas de hospedaje y alimentación más
costosas, requiriendo, a su vez, menor cantidad de recursos humanos, materiales e
infraestructurales.
    Esta alternativa se hace posible en función, nuevamente, de la solidaridad entre
el despliegue de saberes y prácticas. En efecto, la utilización de un dispositivo de
internación parcial en el tratamiento de patologías que hasta entonces requerían de
una institución total resulta viable gracias a la evolución de la psicofarmacología,
que contribuye a mitigar los aspectos más inquietantes de la sintomatología
psiquiátrica y permite, por tanto, la admisión social de la libre circulación del loco
por el ámbito público. Solidariamente, entonces, la perspectiva terapéutica se
desliza hacia un nuevo enfoque, dentro del cual son otros los movimientos que se
avizoran como efectos posibles a los que la práctica habrá de disponerse. La
rehabilitación y la resocialización del enfermo mental se erigen como objetivos del
tratamiento, y por tanto presenciamos el surgimiento de dispositivos que, como el
de hospital de día, conciben el tratamiento como una práctica que sitúa lo
comunitario en su horizonte.
    En segundo lugar, internación psiquiátrica y hospital de día, que coexisten hoy
en tanto recursos diferentes de un sistema cuya distribución respondería a los
criterios de determinada política de salud mental (el uso del modo condicional se
impone para el caso de Argentina), constituirían dispositivos de tratamiento
disponibles o aplicables a diferentes coyunturas vinculadas, nuevamente, a factores
sociales y económicos (el hospital psiquiátrico, al menos en este país, funciona
muchas veces como su antecesor, el asilo, cuando el paciente no cuenta con
familiares o medios para subsistir por fuera de la institución total), pero, también
se trataría de dispositivos que atenderían diferentes coyunturas propias de la
evolución de la patología. En mi experiencia de trabajo en un hospital psiquiátrico,
dado que tuvo lugar en una sala de pacientes agudos que estipula un plazo máximo
para la internación y erige un requisito de admisión excluyente que comparte con el
hospital de día (la existencia de un familiar responsable que pueda acompañar al
paciente en su proceso terapéutico), es aquella última cuestión la que determina
una diferencia significativa. Se trataría, entonces, de dispositivos destinados a
producir efectos sobre distintos momentos de la enfermedad. Esta diferencia resulta
notoria al constatarse la frecuencia con que los pacientes de hospital de día poseen
el antecedente de una o varias internaciones, y, recíprocamente, la frecuencia con
la que la derivación a un hospital de día es invocada como recurso a la hora de
concebir una estrategia de externación. Para los profesionales de un hospital de
día, por otra parte, considerar que, en tal o cual caso, el trabajo allí realizado ha
impedido la reactualización de la necesidad de internación, suele ser un motivo de
orgullo y, en términos estadísticos, autoevalúan el funcionamiento del dispositivo
en función de la tasa de reinternación entre sus pacientes.
    Vemos que, por un lado, la evolución de la enfermedad pediría, en sus distintos
momentos, dispositivos de tratamiento distintos, pero, por el otro, que el
tratamiento se propone intervenir sobre la evolución de la enfermedad acotando
sus peticiones: la re-petición de un brote floridamente sintomático que actualice la
necesidad de una internación es tácitamente vivida como un fracaso terapéutico,
aunque explícitamente se la refiera al ciclo propio de la enfermedad. La
intervención sobre dicho ciclo o sobre dicho curso es susceptible de recibir dos
lecturas diversas, coexistentes pero incompatibles: la primera, en términos de una
pretensión de disciplinamiento de la enfermedad —lectura que sería más cara a
Foucault—; la segunda, en términos de una apuesta, en tanto maniobra destinada a
detener la repetición en algún punto y propiciar cierta inscripción. Veremos más
adelante en qué reside dicha apuesta a la que el psicoanálisis adscribe, y el modo
en que ésta puede comandar la dirección de la cura.
    Pero volvamos al eje de nuestro movimiento. Hasta el momento, hemos ubicado
algunas diferencias entre el dispositivo de internación y el de hospital de día, así
como la posibilidad de cierto pasaje, pero nada hemos dicho en relación a la clase
de micro-dispositivo (el taller) que se encuentra incluido dentro de estos
dispositivos más amplios. Aparentemente, nos fuimos por las ramas. Sin embargo,
creo que la desviación no nos ha deparado el extravío sino cierto encuentro. En
efecto, este recorrido nos permite arribar a la estación de una pregunta, que ahora
parece imponerse por sí misma: ¿de qué modo incidirán las diferencias hasta aquí
mencionadas en el funcionamiento del dispositivo de taller? Y supongo que la
elección que determinó el modo de inserción dentro de los lugares por los que
realicé mi recorrido hospitalario estuvo comandada, entre otras, por dicha
pregunta. Después de todo, dar razones de un movimiento, ¿no es acaso hallar las
preguntas que lo encaminaron?
    La otra pregunta, la que da título a este apartado («¿Qué es un dispositivo?»),
sirve también como punto de partida para otra rama del trayecto, siempre hecho de
preguntas. Dijimos ya que un dispositivo es un artificio ficcional destinado a la
producción de efectos. Ahora bien: ¿cómo es posible que una ficción produzca
efectos sobre lo real? Pregunta gigantesca, de la cual podría decirse que es
precisamente la que comandó, en forma principal, los trayectos de Freud y de
Lacan. Abordarla en toda su complejidad excede, evidentemente, los límites de este
trabajo. Capitalicemos, por lo pronto, el modo en que Lacan la formuló para
apuntar la siguiente precisión: un dispositivo es un artificio destinado a intervenir
sobre lo real por medio de lo simbólico.
    El dispositivo de taller, por su parte, introduce una dimensión que le es
específica. Respecto de la noción de maquinaria destinada a producir efectos,
común a todo dispositivo, el taller hace su centro en el trabajo del operario.
 
El dispositivo de taller
 
    El psicoanálisis ha teorizado profusamente en torno de la escritura como
suplencia, o como modo de estabilización en la psicosis. El examen de Lacan de los
textos de Joyce, así como el análisis de la función esencial que cumplió para
Schreber la escritura de sus Memorias…, constituyen los casos princeps en este
sentido. Un rasgo invariablemente se destaca en los estudios de este tipo: se trata
siempre de sujetos «geniales». Como es evidente, ninguno de ellos necesitó
concurrir a un taller literario para producir su obra. No descarto, sin embargo, la
posibilidad de que la expectativa de hallar pacientes geniales haya obrado en cierta
medida como una motivación a la hora de elegir mi inserción en dicha clase de
dispositivo. La suerte me concedió la oportunidad de conocer sólo algunos
pacientes escritores, pero en seguida caí en la cuenta de que su relación con la
escritura era anterior e independiente respecto de su participación en éste o
cualquier otro taller. Dicho espacio cumple, incluso para estos pocos, una función
concerniente a otro tipo de trabajo, pero ¿cuál?
    Lo que está en juego es, en efecto, un tipo particular de trabajo. Y tratándose de
pacientes psicóticos, resulta inevitable la pregunta en torno de la relación entre el
trabajo del taller y el trabajo propio de la psicosis de acuerdo a los distintos
momentos de la enfermedad.
    El desencadenamiento de la psicosis constituye un momento de ruptura. Alguna
vez Freud lo describió en términos de una ruptura entre el yo y la realidad; Lacan,
por su parte, lo caracterizó como afectando la imbricación entre los tres registros:
aparición del significante en lo real, cataclismo imaginario y puesta en cuestión del
orden simbólico en toda su extensión. Una vez acontecida dicha ruptura, el trabajo
de la psicosis apuntaría a efectuar cierta reconstrucción. Freud situó en este punto
el delirio, en tanto trabajo de reconstrucción de las relaciones con la realidad o,
más precisamente, de construcción de una realidad nueva, e interpretó dicho
trabajo como una tentativa de curación.
    Una vez puesto en cuestión el conjunto de los significantes, se opera una
profunda transmutación a nivel del lenguaje, y el delirio instaura una trama
ficcional que, en tanto tal, implica un tratamiento de lo real por un simbólico así
transformado. En función de dicho tratamiento, podría decirse que el delirio
constituye en sí mismo un dispositivo. En ciertos casos, el delirio alcanza
progresivamente un grado de organización tal que logra apaciguar los efectos de
padecimiento de la irrupción de lo real o poner cierto freno a dicha irrupción.
Cuando un analista toma en tratamiento a un paciente psicótico, explora la
posibilidad de que el armado de un delirio advenga como regulador de las
relaciones del sujeto con el mundo. De ser viable, interviene sobre dicho trabajo ya
en curso, propiciando su organización y su acotamiento, lo cual, sin embargo, no
significa de ningún modo que el analista propicie —ni que pueda propiciar— el
delirio mismo. Lacan problematiza su propiedad «curativa», cuando advierte que el
delirio no cumple esa función primariamente, sino que su aparición responde al
mismo género de irrupción que el de la alucinación; ambos fenómenos poseen la
misma estructura. Por lo tanto: «En relación […] al delirio, el sujeto parece a la vez
agente y paciente. El delirio es más sufrido que organizado por él. Desde luego,
como producto terminado, este delirio hasta cierto punto puede ser calificado de
locura razonante […] pero [sólo] desde un punto de vista secundario. Que la locura
alcance una síntesis de esta índole, no es un problema inferior al de su existencia
misma».[1]
    Ahora bien: ¿constituye el taller un dispositivo que propicia también, si no el
delirio mismo, su organización? Es posible, pero no nos apresuremos a situar allí
sus efectos. Después de todo, ¿qué sentido tendría la inclusión de un nuevo
dispositivo si no se tratara en él sino del mismo trabajo que la psicosis realiza por sí
sola o del que el sujeto realiza con ayuda de su secretario, el analista? El trabajo
puesto en juego por el taller reclama otro estatuto.
    Dije que las teorizaciones en torno de la función de la escritura en la psicosis no
parecen resultarnos útiles en este punto. Al menos en los dispositivos de taller en
los que participé, la escritura no constituye ni remotamente la actividad principal.
La mayor parte de las veces, la tarea se limita a la lectura y discusión de textos no
escritos por los pacientes, y previamente, la selección de lo que habrá de leerse
plantea ya de por sí un problema cuya resolución no demora simplemente la labor
del taller sino que forma parte de ella. Indiferencia, propuestas, enojos, votaciones,
todo esto resulta ser parte esencial del asunto. Una cuestión parece, además,
divorciar tajantemente lo que pudiera discernirse respecto del trabajo de un
escritor, del trabajo que se realiza en el taller literario: la escritura constituye un
trabajo solitario por excelencia; el taller, en cambio, es un dispositivo grupal. No
obstante esta aparente disparidad de escenas, propongo que es precisamente en
este punto donde las conceptualizaciones de Lacan a propósito de Joyce y de
Schreber parecen poder aportarnos alguna orientación.
    En efecto, la escritura no es una labor absolutamente solitaria. Si, en el caso de
Joyce —en tanto ejemplo de una estructura psicótica que no ha desencadenado una
enfermedad—, la misma ha cumplido una función esencial en la constitución de
aquello que vino a corregir la relación faltante de lo que anuda borromeanamente
los tres registros —aquello que Lacan sitúa en el ego—, si ha servido para la
construcción de un nombre propio, el advenimiento de la escritura a este lugar
fundamental fue correlativo de determinada aspiración que, según cuenta Lacan,
Joyce manifestó expresamente: la de que los universitarios se ocuparan de él
durante trescientos años.
    El caso de Schreber resulta aún más esclarecedor, puesto que se trata de una
psicosis desencadenada. Aquí la escritura posee la función del testimonio. Si
Schreber se ve en la necesidad de dar testimonio, este hecho evidencia que
aquellos a los cuales se dirige (en principio, su esposa; más tarde, los científicos,
ambos destinatarios de sus Memorias… que Lacan ubica en tanto pequeños otros),
no forman parte de la realidad sobre la que él testimonia. Entre la realidad del
psicótico —aquélla que hemos situado en tanto «reconstrucción» operada por el
delirio— y los otros imaginarios, se ha consumado una ruptura; en otras palabras,
asistimos a la ausencia de lazo social.
    Es esta ausencia la que determina la relación de exterioridad del sujeto psicótico
respecto del discurso. Lacan, sin embargo, en innumerables ocasiones habló del
delirio en términos de discurso, y vinculó la función propia del yo, en tanto discurso
de la libertad, con el lugar que el delirio ocupa en la psicosis.[2] Y si bien
entendemos que mientras que el neurótico habita el lenguaje —o cree habitarlo—,
el psicótico es habitado, invadido, por él, resulta evidente que el acto de
testimoniar funda, para el sujeto psicótico, una posición de orden diferente: el
testimonio, a la vez que señala la ausencia de lazo social, apunta a la construcción
o al mantenimiento de cierto vínculo con el otro.
    El delirio, entonces, se distingue de cualquiera de los cuatro discursos por el
hecho de que no establece lazo social; el testimonio, en cambio, aún si es el
testimonio de un delirio, parece constituir un trabajo a contrapelo de este último.
Más allá del trabajo de la psicosis, encontramos aquí el trabajo del psicótico.
Ahora bien: ¿podemos decir que el trabajo del taller es un trabajo de testimonio?
Absolutamente, no. Por el contrario, cuando algo de esto aflora, la intervención del
coordinador apuntará regularmente a acotar su aparición, remitiendo la pertinencia
de tal o cual comentario a otro dispositivo, en calidad de «temática a ser tratada en
el espacio de la terapia individual». Sin embargo, propongo que el testimonio y,
asimismo, la escritura, en tanto artificios que fundan un vínculo con el otro (aquél
que recibe el testimonio, el lector que se ocupará de lo escrito durante trescientos
años) no son las únicas modalidades posibles dentro de las que el trabajo del
psicótico puede inscribirse.
    Realidad, delirio, escritura y verdad poseen una misma estructura, la ficcional. El
taller literario parece diseñado para aportar ficciones que resulten propiciatorias de
cierto vínculo al otro, herramientas ficcionales puestas a disposición de lo que los
pacientes puedan hacer con ellas en un ámbito grupal. El grupo es también una
ficción, aún más evidentemente en el caso de la psicosis, y constituye la ficción
principal: es aquella que se monta para ofrecer, no sólo una herramienta, sino el
dispositivo mismo de trabajo.
    ¿Y qué es lo que los pacientes hacen con aquellas herramientas en dicho
dispositivo? En este punto parece necesario distinguir el modo en que los pacientes
hacen uso de este montaje en distintos momentos de su tratamiento, esto es,
señalar las diferencias que presenta la utilización del dispositivo de taller en una
sala de internación y en un hospital de día. Veremos que, fundamentalmente, es la
ficción grupal la que es acogida de un modo diferente. Intentaré dar cuenta de esta
disparidad.
 
La implementación del dispositivo de taller en la sala de internación y en el hospital
de día
 
    Los cuentos, los poemas, incluso los artículos del diario, constituyen, a diferencia
del delirio, ficciones en las que se puede entrar y de las que se puede salir… para
entrar en otra. La ficción grupal redobla, además, esta misma propiedad, en tanto
que recorta un tiempo y un espacio de trabajo común cuyo deslinde de un antes y
un después, de un adentro y un afuera, compone, a su vez, el diseño del dispositivo
de tratamiento in extenso. En efecto, tanto el dispositivo de internación como el de
hospital de día sustentan su lógica en función de la entrada y la salida, en función
de la alternancia entre ámbitos individuales y ámbitos grupales, entre ficciones
singulares y ficciones que se proponen como compartidas, entre la institución y la
comunidad.
    Sin embargo, el dispositivo de internación parece el encargado de instalar ciertas
condiciones para la implementación de dicha lógica en forma paulatina, al menos,
en lo que respecta a una sala de internación de corto plazo de pacientes agudos,
cuyo funcionamiento se orienta partiendo del ingreso, pasando luego por la
instalación de los denominados «permisos de salida», hasta arribar a la
externación. Se ve claramente que dicho recorrido se corresponde con la
construcción de una ficción que presta su eje al tratamiento, pues desde el principio
al fin del mismo la sala constituye un dispositivo de puertas abiertas, y los
pacientes lo saben.
    El hospital de día, por su parte, recibe al paciente desde una lógica cuya
implementación instala ciertas condiciones a las que el paciente, si desea ingresar,
deberá adherir. La dimensión contractual, aquí explicitada, aparece por tanto de
una manera más nítida en este dispositivo que en el de internación, y los términos
de la ficción, allí sabidos, se impregnan aquí de la connotación propia de un
contrato que conlleva una firma y que, si bien concierne a la inclusión del paciente
en un dispositivo público (en este caso, más aún, tratándose de una institución
financiada y regulada por el gobierno de la ciudad), se celebra en el estilo que la
práctica contractual asume en el ámbito jurídico de lo privado.
    Así como lo grupal constituye una ficción particularmente contraria a la
orientación que instala el trabajo de la psicosis, lo privado se presenta a su vez
como una ficción aún más difícil de construir, tratándose de sujetos que padecen,
justamente, de una total apertura a nivel del cuerpo (cuyos límites y unidad no
están garantizados en absoluto) y a nivel del pensamiento (cuya exposición a la
iniciativa invasiva del Otro, reducido a una dimensión imaginaria, justificó en cierto
momento la expresión de «inconsciente a cielo abierto»).
    Este carácter de ficción en cierto modo a contrapelo del curso propio de la
enfermedad, su estatuto, por tanto, doblemente artificioso (algunas ficciones lo son
más que otras…), requiere un trabajo de constante oposición respecto de la acción
de cierta fuerza contraria que reconocemos en la tendencia general de la psicosis a
la marginación y a la cronificación. En este sentido, la historia de las prácticas
psiquiátricas que brevemente hemos reconstruido, desde la segregación asilar
hasta la reinserción del tratamiento en el seno de lo comunitario, parecería ilustrar
la orientación de dicho esfuerzo.
    Este sesgo ostensiblemente contranatural hace que el contrato deba ser
usualmente renovado en forma cotidiana: lo grupal y lo individual, lo público y lo
privado, se perfilan como espacios cuya construcción se erige, cada vez, como
objetivos de un trabajo diario. La idea de taller aporta un marco a esta suerte de
reiteración, pero sirve además como vía por la cual el artificio adopta cierto rasgo
de lo natural —ficción absurda, si las hay— al transformarse en algo parecido a lo
que denominamos un hábito. Es entonces cuando la recurrencia adquiere los visos
de una frecuentación, práctica mediante la cual se sobreimprimen, en el curso de la
ficción natural, los avatares de una ficción nueva —aquella doblemente artificiosa,
ficción al cuadrado, si me permiten la expresión—, es decir, se escribe cierta
historia. Al menos, es ésta la apuesta de la que les hablé al comentar cierto sentido
en el que la intervención sobre el curso de la enfermedad podía ser promovida.
    (Recordemos que el otro sentido que situábamos como posible denunciaba el
carácter normatizante de objetivos tales como la rehabilitación y la resocialización.
Creo que esa denuncia es justificada en tanto señala claramente el riesgo de toda
práctica cuya dirección deje por fuera una suposición de sujeto; si esta suposición,
por el contrario, se constituye en eje de la dirección, nada impide que dichos
términos sirvan como modo de inscribir dicha práctica en el seno de una política de
Salud Mental.[3] Hablar de rehabilitación, por ejemplo, hasta parece una expresión
bastante justa a la hora de situar el horizonte de la cura bajo la perspectiva de un
diagnóstico estructural, puesto que si las estructuras no se curan, el tratamiento
apunta, por qué no, a la rehabilitación de un derecho avasallado por la enfermedad,
el derecho a la toma de la palabra, el derecho al reconocimiento de la propia
palabra por una escucha que le dé lugar en tanto palabra habilitada. Además, la
habilitación, en su acepción jurídica, armoniza perfectamente con la elección de
otros términos de los que ya hemos hecho uso, como el de contrato.[4])
    Retomando la pregunta que nos convoca, diré que la diferencia entre los modos
en que el dispositivo de taller funciona en la sala de internación y en el hospital de
día, tal como hemos pretendido vincularla a diferentes momentos, ya no de la
enfermedad sino de la intervención sobre su curso, parece íntimamente concernida
por el tipo de tratamiento que recibe, en uno y otro macro-dispositivo, la dimensión
de lo cotidiano. Como hemos visto, el hospital de día funda su eficacia en una
ficción de frecuentación. Respecto de la internación, por el contrario, y si bien este
dispositivo no es ajeno a dicha lógica, resulta imposible olvidar que su eficacia
parte de una operación de corte que afecta, justamente, a la continuidad de la vida
cotidiana. Dicho corte, en principio, resulta correlativo de la ruptura que el
desencadenamiento o el brote psicótico introduce en tanto primer momento en el
curso propio de la enfermedad, y si bien, además, el trabajo apuntará luego a
cernir dicha ruptura como un suceso a historizar, poniéndolo en relación con un
pasado y un futuro, dichas coordenadas temporales se perfilan en general como
proyectadas por fuera del tiempo de la internación. Cuando algo de esta
historización se logra, la lógica del dispositivo indica que ha llegado, precisamente,
el momento de la externación: la internación a corto plazo ha logrado entonces
recubrir la ruptura mediante una ficción de acontecimiento.
    Respecto del curso de una enfermedad que hace del psicótico un objeto a
disposición del Otro, propongo, entonces, al acontecimiento y la frecuentación como
dos momentos de una intervención que apuesta, a contrapelo, a suponer allí un
sujeto: en la ficción de acontecimiento, se apuesta a que un sujeto advenga en la
diferencia (a semejanza del testimonio, que señala una realidad-otra respecto de la
del que lee o escucha), mientras que en la ficción de frecuentación, la apuesta se
juega en torno de lo que, sin ser idéntico, se reitera (modalidad en cierto punto
comparable a la que posibilita la construcción de un estilo, del que luego los
universitarios habrán de ocuparse). En el recorrido, el sujeto producirá ciertos
objetos, cuya firma constituirá una marca de fábrica desde la cual podrán lanzarse
a la circulación: algún trazo, algún escrito, algún comentario oral acerca del escrito
de otro… e incluso en el punto en el que parecerá toparse con un vacío, una ficción
podrá venir a sancionar allí la producción de un silencio.
    La puesta en circulación dentro del grupo, aporta la ficción de un reconocimiento
social del sujeto productor, ya sea de algo completamente nuevo o de algo que se
inscribe en cierta serie («Aldo siempre escribe sobre fútbol» —me comenta un
paciente sobre otro; Ana dice: «Yo no escribo, a mí me gusta opinar sobre lo que
los otros escriben», y casi siempre lo hace). La producción de un objeto es, por
tanto, solidaria de una rehabilitación del paciente en su estatuto de sujeto.
    Existen diversos artículos donde se reflexiona acerca de la función de la
producción en talleres de pintura, de artesanías, donde el tipo de herramientas y
materiales propicia la lectura de dicho trabajo en términos de una intervención
sobre lo real, y donde se conceptualiza la función del objeto producido en tanto
condensador de goce[5]. En el caso del taller literario, donde se trabaja con
herramientas y materiales netamente simbólicos, podemos, tal vez, ubicar más
claramente una dimensión sutilmente distinta. Allí también se trata de una
intervención sobre lo real, pues la ficción funciona como un objeto en el que cierta
porción de goce encontraría alojamiento, posibilitándose su extracción del cuerpo.
Pero la estructura propia de lo ficcional, que en tanto herramienta, material y
objeto constituye el único soporte en este caso, parece propiciar un alojamiento en
el que el goce quedaría afectado por una operación de distribución más que de
condensación.[6]
    Resultaría interesante, sin embargo, preguntarse, a propósito del estatuto del
objeto producido en un taller literario, qué diferencias podrían establecerse entre la
producción de un comentario oral, o de un silencio, y la producción de un escrito, o
incluso de una hoja de papel que se toma y se deja en blanco. Que esta última
pregunta por la realización o la abstención de alguna producción susceptible de ser
volcada a un papel sirva como punto de partida para nuevos trayectos y, tal vez,
para algunos otros trazos.
 
Trabajo presentado en las IX Jornadas de Residentes de Salud Mental del Área
Metropolitana (noviembre de 2002). Gabriela Schtivelband es ex-residente del
Hospital «Cosme Argerich». Correspondencia a: gschtivel@fibertel.com.ar.
 
NOTAS
[1] Lacan, Jacques (1955-1956), El Seminario. Libro 3. Las psicosis, Buenos Aires,
Paidós, 1993, p. 311.
[2] Cf. Lacan, Jacques, op. cit.
[3] Salvo, tal vez, por el hecho de que el re- que ostentan como prefijo parece poco
adecuado, si pensamos que no se trata de recuperar algo perdido sino de construir
algo nuevo.
[4] El psicoanálisis recurre muy asiduamente a la jerga jurídica: «forclusión»,
«denegación», etc.
[5] Cf. Vegh, I. et al, Una cita con la psicosis, Rosario, Homo Sapiens Ediciones,
1995.
[6] Dicha distribución podría ser puesta en relación con la lógica que comanda la
inclusión de un dispositivo como el de taller en el seno de un dispositivo más amplio
de tratamiento o, más aún, el diseño integral de dicho dispositivo más amplio, tal
como Isidoro Vegh concibe el diseño del hospital de día como un  dispositivo cuya
maniobra, a nivel transferencial, funciona operando lo que denomina una
«demultiplicación de la transferencia». (Cf. Vegh, Isidoro, «Fundamentos de la
práctica en el Hospital de Día», en I. Vegh et. al., op. cit.).

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