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M arc A ugé

POR UNA ANTROPOLOGÍA


DE LA MOVILIDAD

V?x
POR UNA ANTROPOLOGÍA
DE LA MOVILIDAD
Marc Augé
Diseño de la colección: Sylvia Sans

Primera edición: octubre de 2007, Barcelona

© Editorial Gedisa, S.A.


Avda. Tibidabo, 12, 3.°
08022 Barcelona (España)
Tel. 93 253 09 04
Fax 93 253 09 05
Correo electrónico: gedisa@gedisa.com
http://www.gedisa.com

ISBN: 978-84-9784-235-8
Depósito legal: B. 44635-2007

Impreso por Romanyá Valls

Impreso en España
Printed in Spain

Q u e d a p roh ibid a la reproducción total o parcial p or c u a l q u i e r m e d i o


de im presión, en form a idéntica, e x tr a c ta d a o m o d if i c a d a ,
en castellano o en cu alq u ier otro idioma.
VisiónoX
Serie aniversario 30 años
Visión 3X es una serie conmemorativa de X X X años de
edición continuada. De crecimiento en la elaboración de con­
tenidos y su expansión a lo largo y ancho de la geografía espa­
ñola y por supuesto de toda América Latina.
V3X es también mirar hacia dentro, atravesar la piel y ver
los huesos de nuestras estructuras y marcas más sólidas.
También es una forma de la mirada, es alzar la vista mientras nos
damos la vuelta y oteamos nuestros orígenes para entenderlos. A
su vez, este artilugio nos permite girar sobre nosotros mismos,
levantar de nuevo los ojos y mirar el futuro a través de la pala­
bra que explora y especula. Nuestro artefacto es limitado, su
capacidad está dada por las huellas de su historia. Permite ver el
interior pero tiene un límite en sus aumentos: treinta años hacia
atrás y treinta años hacia delante, y, sin embargo, creemos since­
ramente que los selectos invitados que han hecho uso de él le
han sacado sus máximas potencialidades.
Gedisa, orgullosa de sí misma y de sus autores, invita a fes­
tejar este 30 aniversario con todo el mundo lector que esté dis­
puesto a ser sacudido por la mirada crítica que los autores de
V3X nos proponen: Marc Augé, Manuel Cruz, Roger Chartier,
Néstor García Canclini, Ferran Mascarell, Josep Ramoneda y
George Yúdice.
Editorial Gedisa, 2007
índice

Nota previa ............................................................11


I. El concepto de frontera . . ...............................17
II. La urbanización del m undo....................... .....25
III. La distorsión de la percepción........................41
IV. El escándalo del turismo .................................57
V. El desplazamiento de la u topía......................73
VI. Plantearse el concepto de movilidad . . . . . 85
Nota previa

La historia de Gedisa se sitúa en el tiempo uniendo dos


períodos que no coinciden exactamente con el final del
siglo XX y el inicio del XXI: fue al principio de los 80
cuando en algunos países —entre ellos Francia- empe­
zaron a notar los problemas originados por una falta de
reflexión acerca del fenómeno migratorio. Casi en el
mismo período se pudo ver cómo se sustituyó el len­
guaje de la caridad internacional por arrebatos de opti­
mismo en los discursos de la política de desarrollo. Fue
necesario esperar hasta los años 90 para oír hablar de
«net economy» y sólo a partir de entonces se empeza­
ron a plantear todos los trastornos provocados por la
revolución de la comunicación y a percibir, en la prác­
tica, el significado de las expresiones «globalización»
o «urbanización del planeta». De la misma manera, a
lo largo de los años 90, las consecuencias de la guerra
Por una antropología de la movilidad

fría dibujaron, a ojos de un extenso público, una nueva


imagen del mundo que, progresivamente, iba adop­
tando unos nuevos polos de desarrollo planetario.
También el terrorismo internacional es anterior a los
años 80, pero el auge del terrorismo religioso supone,
-sobre todo con la toma del poder de Irán por parte de
Khomeiny-, indiscutiblemente, el comienzo de una
nueva etapa en la historia mundial que, anteriormen­
te, no podía imaginarse en absoluto y que dista de
estar finalizada.
Todas las contradicciones contra las que nos debati­
mos ahora surgieron en el período de los 70 y los 80.
Sin embargo, hoy en día somos más capaces de definir
los diferentes aspectos y de tratar de relacionarlos. Mi
itinerario como antropólogo resulta, desde este punto
de vista, significativo: durante los años 60, poco des­
pués de las Independencias, la observación etnológica
seguía siendo tradicional, aunque empezara a suponer
el tener en cuenta la política de modernización y de
desarrollo. Este relativo optimismo, demasiado sim­
ple, tuvo una escasa duración, desde el momento en
que se tuvo que comprender que el mundo desarrolla­
do y el conjunto de los llamados mundos «subdesarro-
llados» estaban comprendidos en una misma historia,
en una misma lógica económica y en un mismo proce­
so de aceleración tecnológica, los cuales, evidentemen­
te, no tenían los mismos efectos en todos los lugares y
multiplicaban las contradicciones, a pesar del optimis­
mo infantil de los defensores de la teoría del «fin de la
historia». Sin lugar a dudas, ha llegado el momento de
volver atrás, a través de todos estos cambios, para tra­
tar de comprenderlos, así como de analizar esta cues­
tión para intentar situarnos. ¿Adonde vamos? Es difícil
dar una respuesta con seguridad, pero «situarnos» -es
decir, partir de una medida de tipo espacial para ima­
ginar el porvenir y el camino que deberá seguirse en el
tiempo-, de ahora en adelante, no sólo será posible sino
también indiscutiblemente necesario. En nuestro
mundo, que se encuentra en movimiento, el antropólo­
go puede participar de este esfuerzo necesario, al refle­
xionar acerca de lo que, hoy en día, podría ser una
nueva antropología del espacio y de la movilidad.

Parts, septiembre de 2007


Los estudios tradicionales de etnología señalaban que
los nómadas tenían sentido del lugar, del territorio y
del tiempo, así como del regreso. Por tanto, esta idea
de nomadismo es distinta del concepto actual, que
emplea el mismo nombre, a modo de metáfora, a
la hora de hablar de la movilidad «sobremoderna». La
partícula sobre en este adjetivo debe ser entendida con
el sentido que le confieren Freud y Althusser en la
expresión «sobredeterminación», o bien en el sentido
del término inglés over. Se refiere a la existencia de
una superabundancia de causas, que hace que el aná­
lisis de sus efectos sea complejo.
La movilidad sobremoderna se refleja en el movi­
miento de la población (migraciones, turismo, movili­
dad profesional), en la comunicación general instantá­
nea y en la circulación de los productos, de las imáge-
nes y deja información. Asimismo, señala la parado­
ja de un mundo en el que, teóricamente, se puede
hacer todo sin moverse y en el que, sin embargo, la
población se desplaza.
Esta movilidad sobremoderna se debe a una serie
de valores (como la desterritorialización y el indivi­
dualismo) que los grandes deportistas y artistas -en­
tre otros- ejemplifican. Sin embargo, existen nume­
rosas excepciones: por un lado, cuenta con ejemplos
de sedentarismo forzado y, por otro, de reivindicacio­
nes de territorialidad. Nuestro mundo, pues, está
lleno de barreras territoriales o ideológicas.
Es preciso añadir que la movilidad sobremoderna
responde en gran medida a la ideología del sistema de
la globalización: una ideología de la apariencia, de la
evidencia y del presente, dispuesta incluso a volver a
captar a todos los que tratan de analizarla o criticarla.
Así pues, aquí se tratará de presentar algunos aspec­
tos mediante el examen de algunos conceptos clave,
como frontera, migración, viaje y utopía.
El concepto de frontera

Si pensar en el concepto de frontera resulta útil es por­


que constituye el centro de la actividad simbólica que
-según las teorías de Lévi-Strauss- se ha utilizado,
desde la aparición del lenguaje, para dar un significa­
do al universo y un sentido al mundo, a fin de que sea
posible vivir en ellos. Sin embargo, esta actividad, por
su propia naturaleza, ha consistido en oponer las dife­
rentes categorías -como lo masculino y lo femenino,
lo caliente y lo frío, la tierra y el cielo, lo seco y lo
húmedo- y, de esta manera, dividir el espacio en sec­
ciones a las que se concede el carácter de símbolos.
Es evidente que en el período histórico que atrave­
samos hoy en día, ya no resulta tan necesario dividir
el espacio, el mundo o al ser vivo para poder llegar a
comprenderlos. Asimismo, el pensamiento científico
ya no se basa en oposiciones binarias, sino que se
esfuerza en actualizar la continuidad que existe bajo
la aparente discontinuidad: por ejemplo, se centra en
comprender y, quizás, en reconstruir el paso de mate­
ria a vida. De la misma manera, el pensamiento
democrático exige la igualdad entre sexos pero, más
allá de esta igualdad, lo que se pide -ya que lo que se
privilegia es la idea de individuo humano—es identi­
ficar las funciones, los roles y las definiciones.
Finalmente, la historia política del planeta también
parece poner en tela de juicio las fronteras tradiciona­
les, puesto que, por un lado, se ha instalado un mer­
cado laboral mundial y, por otro, la tecnología de la
comunicación parece borrar cada día más los obstácu-
los relacionados con el tiem po y el espacio.
Sin embargo, somos perfectamente conscientes de
que la apariencia que pretenden dar la universaliza­
ción y la globalización esconde numerosas desigual­
dades. Asimismo, presenciamos cómo resurgen las
fronteras, hecho que refuta la teoría del final de la his­
toria. La oposición Norte/Sur sustituye a la antigua
diferenciación entre países colonizadores y países
colonizados. Las grandes metrópolis del mundo están
divididas en barrios ricos y «conflictivos» y, en ellas,
se concentra toda la diversidad y las desigualdades del
Man Áu&é

mundo. Incluso llega a haber, en ciertos continentes,


ciudades y barrios privados. El modo de emigración
de los países pobres hacia los países ricos suele ser
bastante trágico, al mismo tiempo que los países ricos
erigen muros para protegerse de los inmigrantes clan­
destinos. Así pues, se están trazando nuevas fronteras
-o, más bien, nuevas barreras—que tanto distinguen
a los países pobres de los países ricos, como diferen­
cian, en el interior de los países subdesarrollados o de
los países emergentes, a los sectores ricos -que forman
parte de la red de globalización tecnológica- de los
demás. Por otro lado, aquellos que sueñan con que
la humanidad forme una única sociedad y que consi­
deran que su patria es el mundo tampoco pueden
ignorar el fuerte hermetismo de las comunidades, las
naciones, las etnias y demás -que quieren volver a
alzar las fronteras—, ni la expansión del proselitismo
de ciertas religiones, que sueñan con conquistar el
planeta derrumbando la totalidad de las fronteras.
En el mundo «sobremoderno», en el que la veloci­
dad del conocimiento, las tecnologías y el mercado se
ha triplicado, cada día es mayor la distancia que sepa­
ra la representación de una globalidad sin fronteras
-que permitiría que los bienes, los hombres, las imá-
genes y los mensajes circulasen sin ningún tipo de
limitación—de la realidad del planeta, que se encuen­
tra fragmentado, sometido a distintas divisiones, las
cuales, si bien la ideología del sistema se esfuerza en
negar, constituyen el centro del mismo. Por ello, se
podría oponer la imagen de la ciudad mundial -o
«metaciudad virtual», según la expresión de Paul
Virilio—a las duras realidades de la ciudad-mundo: la
primera está constituida por las vías de circulación y
los medios de comunicación, los cuales encierran al
planeta entre sus redes y difunden una imagen del
mundo cada vez más homogénea; en la segunda, en
cambio, la población se condensa y, a veces, se produ­
cen enfrentamientos originados por las diferencias y
las desigualdades.
La urbanización del mundo consiste en extender el
tejido urbano a lo largo de los ríos, así como en el inter­
minable crecimiento de las m egalopolis, que está más
acentuado en el Tercer M undo. Este fenómeno consti­
tuye la realidad sociológica y geográfica de lo que se
conoce como universalización o globalización, infinita­
mente más compleja que la im agen de la globalidad
sin fronteras que representa, para algunos, una coarta­
da y, para otros, una quimera.
Así pues, hoy en día sería necesario reconsiderar el
concepto de frontera, esta realidad que no deja de
negarse por un lado y, por el otro, de reafirmarse,
aunque adoptando formas radicalizadas, consideradas
como prohibidas y que conllevan la exclusión. Por
tanto, para llegar a comprender las contradicciones
que afectan a la historia contemporánea, la noción de
frontera debe ser replanteada.
Una frontera no es una barrera, sino un paso, ya
que señala, al mismo tiempo, la presencia del otro y
la posibilidad de reunirse con él. Una gran cantidad
de mitos señalan tanto la necesidad como los peligros
que se encuentran en este tipo de zonas de paso:
muchas culturas han tomado el límite y la encrucija­
da como símbolos, como lugares concretos en los que
se decide algo de la aventura humana, cuando uno
parte en busca del otro. Hay fronteras naturales (mon­
tañas, ríos, estrechos), fronteras lingüísticas y fronte­
ras culturales o políticas, y lo que señalan es, en pri­
mer lugar, la necesidad de aprender para comprender.
Partiendo de este principio, queda claro que lo que
han hecho ciertos grupos, movidos por su expansio­
nismo, ha sido violar las fronteras para imponer su
propia ley a otros grupos, aunque incluso este tipo de
franqueamiento de las fronteras ha supuesto una serie
de consecuencias para los que lo han cometido:
Grecia, tras la derrota, civilizó Roma y contribuyó a
su expansión intelectual; en África, tradicionalmente,
los conquistadores adoptaban a los dioses de los pue­
blos a los que habían vencido.
Las fronteras nunca llegan a borrarse, sino que
vuelven a trazarse: es lo que nos enseña el avance del
conocimiento científico, que desplaza, cada vez más,
las fronteras de lo desconocido. A sí pues, el saber
científico -a diferencia de las cosmologías y las ideo­
logías- nunca se concibe como absoluto, sino como
un horizonte en el que se impondrán nuevas fronte­
ras. Por tanto, en este sentido, la frontera responde a
una dimensión temporal: es, quizás, la forma del por­
venir, de la esperanza. He aquí lo que los ideólogos
del mundo contemporáneo —los unos, demasiado
optimistas; los otros, demasiado pesimistas y, que en
cualquier caso, se exceden en su arrogancia— nunca
deberían olvidar. N o vivimos en un mundo concluido
en el que tan sólo nos queda celebrar su perfección,
pero tampoco se trata de un mundo irremediable­
mente abandonado a la ley del más fuerte o del mas
perturbado: vivimos en un mundo en el que, en pri-
mer lugar, aún existe la frontera entre democracia y
totalitarismo. Sin embargo, la misma idea de demo­
cracia aún se encuentra inacabada, aún la tenemos
que conquistar. Al igual que ocurre con la ciencia, lo
que confiere su grandeza a la política de la democra­
cia es que se basa en rechazar la idea de totalidad aca­
bada y en fijar nuevas fronteras para que sean explo­
radas y franqueadas.
Tanto en el concepto de globalización como en los
planteamientos de aquellos que se apoyan en él, se
encierra la idea de acabamiento del mundo y de para­
lización del tiempo, que revelan una total falta de
imaginación y una adherencia al presente, profunda­
mente contrarias al espíritu científico y a la moral
política.
La urbanización del mundo

La urbanización del mundo es un fenómeno que los


demógrafos pueden comparar con el paso a la agricultu­
ra, es decir, con el paso del nomadismo y la caza al seden-
tarismo. Sin embargo, resulta paradójico, ya que se trata
de un fenómeno que no conlleva un nuevo modo de
sedentarismo, sino nuevas formas de movilidad.
Presenta dos aspectos, distintos pero complementarios:

a) El crecimiento de los grandes centros urbanos.


b) La aparición de filamentos urbanos -tal y como lo
expresa el demógrafo Hervé Le Bras—, que fusionan
entre sí a las ciudades situadas a lo largo de las vías de
circulación, de los ríos o de las costas marítimas.

Este fenómeno traduce, en términos espaciales, lo


que recibe el nombre de universalización, término que
comprende tanto la globalización —la cual se caracte­
riza por la extensión del mercado liberal y por el des­
arrollo de los medios de circulación y de comunica­
ción- como la planetarización —un tipo de conciencia
de índole ecológica y social—. Cada día somos más
conscientes de que el planeta en el que vivimos es un
cuerpo físico que se encuentra en peligro, de la misma
manera que conocemos las desigualdades, ya sean eco­
nómicas o de cualquier otro tipo, que originan dife­
rencias cada vez más insalvables entre los habitantes
del mismo planeta. Por tanto, la conciencia planeta­
ria puede definirse como desafortunada, en la medida
en que percibe, por un lado, el modo en que el ser
humano contribuye al mal estado del planeta y, por el
otro, los riesgos que éste corre, tanto sociales como
políticos, a causa de los conflictos relacionados con la
situación de desigualdad.
El crecimiento y los filamentos urbanos producen
cambios en el paisaje (cambios que también forman
parte del concepto que se evoca al hablar de urbaniza­
ción del mundo), aunque estemos más acostumbrados
a la utilización de términos más tradicionales y a las
imágenes a las que éstos iban ligados. Así pues, al
hablar de urbanización del mundo nos referimos a
dichas ideas de un modo un tanto automático, sobre
todo cuando tratamos el tema de la violencia en las
ciudades, los problemas de los jóvenes o la cuestión
de la inmigración. En las descripciones que llevamos
a cabo al tratar dichas cuestiones, la oposición ciu­
dad/afueras —o, utilizando un lenguaje más geométri­
co, centro/periferia—ocupa un lugar esencial. De esta
manera, situamos en la «periferia» todos los proble­
mas de la ciudad: pobreza, paro, deterioro del entor­
no, delincuencia o violencia.
Sin embargo, las palabras nunca se emplean de un
modo inocente, por lo que es necesario prestarles
atención. La palabra periferia sólo puede tener sentido
por estar relacionada con el «centro». Así pues, sole­
mos asociar este término con las imágenes de miseria
y de dificultades de las ciudades pero, comúnmente,
solemos utilizar también el término plural afueras
(«las afueras de la ciudad»), como si quisiéramos
señalar que el tejido urbano recibe este nombre en su
totalidad; como si —al contrario de lo que afirmaba
Pascal- todo fuera la circunferencia y el centro no se
encontrara en ninguna parte.
Las periferias son zonas que rodean la ciudad, que
se encuentran en oposición y enfrentadas las unas con
las otras, en una situación de rivalidad continua y ale­
jadas entre sí por una distancia tan grande como la
que las separa de ese centro imaginario, en relación al
cual se definen como «periferias».
Así pues, el vocabulario que se emplea al hablar de
estas cuestiones no carece de importancia. El bulevar
periférico de París desempeña, de alguna manera, el
papel de las antiguas murallas, puesto que define
el París «intra periférico», basándose en el modelo del
París «intra muros». De esta manera, lo que se está
definiendo es un centro que —por tratarse también de
una entidad plural—se mantiene inalcanzable, aunque
para los jóvenes de la periferia lo que mejor represen­
taría el centro son la estación del R E R (red de trenes
de cercanías de París) de Chátelet Les Halles o los
Campos Elíseos. Por tanto, las afueras —como térmi­
no en plural- se definen por oposición a un centro
imaginario, inexistente y fantasmáticamente desea­
do. De la misma manera, la palabra integración
-empleada, con dem asiada frecuencia, como el
Leitmotiv que señala que dicha «integración» es aún
insuficiente—alude a un conjunto demasiado indefi­
nido en el que, precisamente, es necesario integrarse,
pero que, al mismo tiempo, sólo existe como una
entidad abstracta y sólo puede definirse de un modo
negativo, es decir, por lo que no es. El centro geográ­
fico al que se refiere el término periferia y el conjunto
sociológico que designa la palabra integración existen,
principalmente, como negación -como lo que no
son-, a través de las críticas que condenan y denun­
cian los guetos, la marginalidad o la exclusión, así
como para aquellos que se consideran excluidos y
periféricos, para quienes dicho colectivo —al que no se
niegan a pertenecer—y dicho centro -del que les gus­
taría sentirse más cercanos—son elementos tan lejanos
como inalcanzables. En resumen, se está utilizando
un vocabulario antiguo para designar realidades nue­
vas. El «cinturón rojo» de París designaba, hasta la
década de I960, a las periferias obreras que votaban a
la izquierda y que sostenían al Partido Comunista.
Renault y Boulogne-Billancourt constituían el
emplazamiento de una «ciudadela obrera».
Asimismo, la geografía social podía definirse en tér­
minos simples, demasiado simples sin lugar a dudas.
Pero, sea como fuere, hoy en día ya se encuentran
obsoletos.
La periferia tiene un sentido geográfico, pero tam­
bién político y social: así pues, periferia no es sinóni-
mo de afueras, ya que, en las afueras, hay barrios ele­
gantes, de la misma manera que, en los antiguos cen­
tros de las ciudades -como ocurre en Chicago,
Marsella o París- hay barrios que podrían ser propios
de la periferia. En las ciudades del Tercer Mundo, los
barrios expuestos a la precariedad y a la pobreza -ya
se trate de las favelas o de cualquier otro tipo- sue­
len infiltrarse en el centro de la ciudad para derruir
los impedimentos que, como si se tratase de acanti­
lados, les impiden entrar en los barrios ricos -donde
el acceso está reservado— y acaban por inundarlos,
avanzando entre los monumentos de la riqueza y del
poder como si de un océano de miseria se tratase. Sin
embargo, este tipo de formas «periféricas» no son
propias únicamente del Tercer Mundo: el problema
de la vivienda y de la pobreza urbana existe incluso en
el corazón de las megalopolis occidentales más impre­
sionantes: así como en África o en América Latina hay
barrios privilegiados, directamente conectados a las
redes mundiales, también hay algunas zonas no cua­
lificadas y descalificadas, en las que los individuos del
Cuarto Mundo —que se encuentran en un estado de
perdición cada vez mayor—se refugian de la clandes­
tinidad y de la precariedad. Por tanto, lo que se pone
M an A u^é

en tela de juicio es lo que Paul Virilio, ya en 1984,


llamaba «una degradación de lo urbano» en su libro
El espacio crítico. Esta degradación va ligada al paro, a
la política de deslocalización de ciertas empresas y a
la inestabilidad económica, social y geográfica que se
deriva de la desestabilización general del entorno, ya
que los sobresaltos de la ciudad y de la sociedad urba­
na actuales reflejan una revolución que trata de gene­
ralizarse (y, en este sentido, de «concluir la historia»),
pero de la que, a diario, percibimos la desestabiliza­
ción que provoca. La inestabilidad es el lado negativo
de la movilidad, a la que se suele relacionar con los
aspectos más dinámicos de la economía.
Philippe Vasset es un geógrafo francés que locali­
zó, en algunas ciudades y sus periferias, ciertas zonas
que el Instituto Geográfico Nacional había marcado
como suelo rústico, y se dispuso a explorarlas. Esto le
llevó a recorrer eriales, zonas vacías y zonas destinadas
a futuras construcciones pero que, en aquel momen­
to, estaban habitadas de un modo incivilizado. Estos
espacios, abandonados pero sin recuerdos y a la espe­
ra, sin proyecto conocido, reflejan la universalización
del vacío, la cual ha dejado su marca por todas partes:
son, al igual que todos los terrenos cuya función aún
está por definir y todas las zonas de chabolas, l0s
lugares en los que reina la sombra de la universaliza­
ción, cuya gloria, por otro lado, se manifiesta en los
edificios y en las sedes de las empresas, en los salones
VIP de los aeropuertos y de los hoteles de lujo. De
alguna manera, constituyen la forma desnuda del
«no-lugar», puesto que se trata de espacios en los que
no se puede establecer ningún tipo de relación social
y en los que nada indica un pasado en común y que
además - a diferencia de lo que sucede en los no-luga-
res en los que se erige el triunfo de la modernidad- no
están caracterizados por la comunicación, ni por la
circulación, ni por el consumo. Vasset finaliza su obra
Un libro blanco (Fayard, 2007) con esta conclusión:
«Todas las megalopolis coinciden en los márgenes y
en las zonas de suelo rústico, que son las vanguardias
de esta transformación; los puntos a través de los que
París, Lagos y Río anuncian la llegada de dicha trans­
formación, como agua que aún estuviera contenida en
la esclusa».
Así pues, lo que finalmente se pone en tela de jui­
cio -tal y como demuestran las diferencias que pue­
den observarse en el espacio urbano, las diferenciacio­
nes que dividen el tejido social y las disfunciones que
Marc huzé

se dan en la ciudad—es el cambio en la escala de la


actividad humana y la descentralización de los luga­
res en los que se lleva a cabo. Hoy en día, ya no se
pueden analizar las ciudades más importantes sin
tener en cuenta los equipamientos tecnológicos que
las conectan a la red mundial de comunicación y de
circulación, de las que dependen. Los proyectos urba­
nísticos se conciben cada vez más en relación con la
necesidad de volver a definir las relaciones entre el
interior y el exterior; es decir, que la nueva actividad
urbanística también se encarga de las relaciones que
se establecen con otras zonas. La red de autopistas que
encuadra, rodea y, a veces, atraviesa las ciudades se
traza de modo que facilite el acceso al aeropuerto y
que permita que la circulación, incluso en el interior
de la zona urbana y en el sentido longitudinal, pueda
ser fluida. Además, suele estar reforzado por una red
ferroviaria que responde a los mismos objetivos. En
una ciudad como París, la red del RER (red de trenes
de cercanías) —que debe garantizar que el servicio de
comunicaciones sea satisfactorio en la totalidad de la
gran región parisina- ha sabido cumplir con esta
misión de unir el «centro» con la «periferia». Por
otro lado, el metro parisino -creado a principios del
siglo XX y cuyo recorrido se ha ido extendiendo, a lo
largo del siglo, más allá de las puertas de París- ha
realizado una función notable y ahora contribuye, en
lo referente al número de pasajeros —que ha aumenta­
do de un modo extraordinario—, al recorrido del RER.
En 1998, la línea 14 del metro, la Météor -la última
que se ha construido—, moderna, automática y sin
conductor, se creó, entre otros servicios, como alter­
nativa para una parte de los pasajeros del RER A.
Aquellos que toman la línea Météor viven, en un 70%,
en las afueras. Y así, de manera significativa, la línea
1 del metro -la primera en ser construida, la más anti­
gua y que, inicialmente, unía Porte de Vincennes con
Porte Maillot- se prolongó hasta la Defensa en 1992,
contribuyendo, de esta manera, a reducir el número
de pasajeros del RER A. En el futuro, esta línea tam­
bién será automatizada. La zona de París-La Defensa,
que recibe este nombre aunque abarque tres munici­
pios situados fuera de la ciudad, es el centro de nego­
cio de mayor importancia en toda Europa: en él se
encuentran las empresas más relevantes, instaladas en
una serie de edificios, de los que los más recientes fue­
ron construidos, siguiendo el modelo de sus homolo­
gas americanas, por arquitectos que gozaban de
renombre a nivel mundial. El punto que se escogió
para la edificación del arco de la Defensa corresponde
a la prolongación del eje histórico que pasa por el
Louvre, la Concordia y L’Etoile: de esta manera, rei­
vindica la historia de Francia y de París. Asimismo, el
centro económico de París estará, de ahora en adelan­
te, «extramuros», aunque conserve el nombre de
París. Así pues, la ciudad cambia su escala, y el metro,
su función: la ciudad se descentraliza y el metro se
incorpora a otras redes de transporte.
De esta manera, la organización de los transportes
urbanos revela una doble tensión y una doble dificul­
tad: por un lado, la gran metrópolis únicamente
merece recibir este nombre si pertenece a las distintas
redes mundiales que adoptan el tipo de vida económi­
ca, artística, cultural y científica que se da en la tota­
lidad del planeta; por ello, la vida que se desarrolla en
ella se valorará en función del flujo que entre y salga
de la ciudad. A sí pues, las transformaciones por las
que ésta atraviesa están destinadas a asegurar este tipo
de circulación y a dar una imagen acogedora y presti­
giosa, una imagen fundamentalmente concebida para
el exterior, para atraer el capital, las inversiones y los
turistas. Sin embargo, por otro lado, desde un punto
de vista geográfico, la ciudad se alarga y se disloca:
los «centros históricos», habilitados para seducir
tanto a los visitantes que vienen desde lejos como a
los telespectadores, sólo están habitados por una élite
internacional. A su vez, la densidad de la población
de las afueras es cada vez mayor y aparecen ciudades
satélite. A veces, como ocurre en Brasilia, la reparti­
ción del terreno se puede apreciar con total claridad,
ya que se puede diferenciar la ciudad inicial -donde
se encuentran las oficinas y donde residen las clases
superiores-, las ciudades satélite —en las que vive la
clase media—y la zona de las chabolas y de instalacio­
nes de tipo precario, situada entre las otras dos y pro­
gresivamente ocupada por las clases pobres.
La urbanización, pues, pone de manifiesto todas las
contradicciones del sistema de la globalización, cuyo
ideal acerca de la circulación de bienes, ideas, mensa­
jes y humanos está sometido, como bien se sabe, a
relaciones determinadas por el grado de poder que se
dan en el ámbito mundial. Paul Virilio analiza esta
cuestión en ha bomba informática, obra en la que
demuestra que, para el Pentágono, lo global corres­
ponde a lo que se halla en el interior del sistema mun­
dial de la economía y de la comunicación y, lo local,
Man Aim

lo que no forma parte de dicho sistema. Por tanto, se


trata de un sistema ideal que se asimila a lo que
Fukuyama da el nombre de «acabamiento de la histo­
ria», período que se caracteriza por combinar la
democracia representativa y el mercado liberal. Sin
embargo, como observó Derrida en Espectros de M arx ,
no podemos saber con seguridad si lo que Fukuyama
entendía por «acabamiento de la historia» era un aca­
bamiento total o una simple tendencia a ello. La urba­
nización del mundo, en términos de descripción etno­
gráfica, evoca diferentes fenómenos posibles: la exten­
sión de las megalopolis, algunos arquitectos de
renombre acaparando todos los proyectos arquitectó­
nicos del planeta de manera exclusiva, la transforma­
ción acelerada y espectacular del paisaje urbano de
ciertos continentes (y en países como China o los
Emiratos Árabes Unidos), pero también distintos
tipos de desplazamiento de la población (por ejemplo,
los «desplazados» de Colombia, que se ven obligados
a abandonar sus tierras en el campo y a instalarse en
la periferia de los grandes espacios urbanos), la apari­
ción de grandes campos de alojamiento en zonas
como África, el abandono del campo, la creación de
espacios urbanos ex nihilo en China, el aumento de la
Por una antropología de la movilidad

población inmigrante, que conlleva la migración de


los países pobres a los países ricos y que supondría una
situación de tensión en las periferias que acabaría
dando lugar a la formación de g u e to s...
Partiendo de estas hipótesis, la urbanización res­
ponde a dos aspectos contradictorios, pero indisocia-
bles, como las dos caras de una m ism a moneda: por
un lado, el mundo constituye una ciudad (la metaciu-
dad virtual a la que se refiere Virilio), una inmensa
ciudad en la que sólo trabajan los m ism os arquitectos
y en la que existen, de forma única, algunas empresas
económicas y financieras, los m ism os productos...
Por otro lado, esta gran ciudad constituye un mundo
que reúne todas las contradicciones y conflictos del
planeta, las consecuencias de un distanciam iento cada
vez mayor entre los más ricos y los más pobres, el
Tercer y el Cuarto M undos y las diversidades como,
por ejemplo, las de tipo étnico o religioso. Esta dife­
renciación entre la población supone la aparición de
desigualdades cada vez más acentuadas que se reflejan
en la organización del espacio, como ocurre, desde El
Cairo hasta Caracas, con una serie de barrios privados
en los que sólo se puede penetrar si se da a conocer la
identidad o en algunas ciudades de Estados Unidos,
concebidas para la tranquilidad de algunos poseedo­
res de grandes fortunas que ya se han retirado del
mundo empresarial. Por tanto, la metaciudad virtual
supone, por un lado, la uniformidad y, por el otro, la
desigualdad. Asimismo, la ciudad-mundo y la ciudad
mundial parecen estrechamente ligadas la una a la
otra, aunque de manera contradictoria: la ciudad
mundial representa el ideal y la ideología del sistema
de la globalización, mientras que en la ciudad-mundo
se manifiestan las contradicciones -o, dicho de otro
modo, las tensiones históricas- que ha engendrado
este sistema. Asimismo, la unión de la ciudad-mundo
y de la ciudad-mundial provoca la aparición de las
zonas vacías y porosas que trata Philippe Vasset, que
no son sino el lado oculto de la universalización o, al
menos, el lado que ni podemos, ni queremos, ni sabe­
mos ver.
Ill
La distorsión de la percepción

Las nuevas formas de urbanización han conllevado


que se multipliquen los aspectos ocultos o, dicho de
otro modo, ha manipulado la percepción de los ciuda­
danos. Vivimos en un mundo en el que la imagen se
encarga de sancionar o favorecer a la realidad de lo real.
Así pues, la coexistencia de la ciudad mundial y de la
ciudad-mundo supone, en primer lugar, que se mez­
clen las imágenes, como sucede cuando la unión de
ambas realidades da lugar a zonas de vacío, totalmente
inaceptables —extensiones destinadas a la industria pero
que no son más que eriales, terrenos cuya función está
aún por definir y que, por el momento, se siguen
encontrando vacíos o están ocupados ilegalmente-
que, sin embargo, lindan con las instalaciones desti­
nadas a la universalización de la ciudad: autopistas,
vías férreas o aeropuertos. Este fenómeno, que asocia
ambas realidades, puede detectarse en la aparición de
nuevos términos que, sin ser sinónimos, se contami­
nan entre sí; el significado del uno influye en el del
otro y originan nuevos miedos y conflictos en poten­
cia. Si examinamos algunos de estos términos vere­
mos que tienen un punto en común, y es que conce­
den la mayor importancia al lenguaje espacial: de esta
manera, crean una metáfora que, inevitablemente,
engloba a todos los análisis y descripciones que se lle­
ven a cabo.
El primer término es exclusión, por el que, lógica­
mente, se sobrentiende que hay un interior y un exte­
rior; una escisión y una frontera. Dicha escisión y dicha
frontera son de índole física cuando se trata de los con­
troles que se llevan a cabo en las fronteras nacionales,
como respuesta a la presión que ejercen los inmigran­
tes de los países pobres, los cuales, al tratar de acceder
a las regiones ricas del mundo, llegan a arriesgar su
vida. Asimismo, existen otras fronteras y escisiones, de
tipo sociológico, en lo que se refiere a aquellos que, aun
viviendo en los países ricos, no gozan de esta riqueza
-o, si lo hacen, es en cantidades mínimas—, sector social
en el que se encuentra una parte de los que huyeron de
las zonas más pobres del mundo.
Clandestinos y sin papeles son palabras o expresiones
que designan las circunstancias particulares en las
que viven ciertas categorías de inmigrantes. Su exis­
tencia, al contrario de lo que dan a entender estos tér­
minos, se conoce de manera oficial; sin embargo, no
está reconocida: si los clandestinos se diferencian de
los otros inmigrantes es, en primer lugar, porque se les
deniega la existencia. N o obstante, este tipo de defi­
ciencia en lo referente a la identidad se da entre todos
los inmigrantes: ser un inmigrante «oficial» no
garantiza completamente no caer en la clandestini­
dad: tanto los visados de turista como los permisos de
residencia son lim itados; asimismo, las leyes concer­
nientes a la inmigración pueden cambiar en función
de la coyuntura política o económica.
En Francia, los jóvenes que son «fruto de la inmi­
gración» son, generalmente, franceses, aunque buena
parte de ellos pertenece a la segunda categoría de
excluidos, los excluidos por razones sociológicas, como
son una enseñanza defectuosa o el paro. Este aspecto
crea una contradicción entre los principios que se rei­
vindican y la realidad social: la mayoría de estos jóve­
nes son franceses que, aunque hijos de inmigrantes,
nacieron en Francia y, por tanto, a los 18 años son ciu-
dadanos de pleno derecho. Asimismo, entre los 17
años y medio y los 19 pueden rechazar la nacionali­
dad francesa o, de la misma manera, pedirla de modo
anticipado entre los 13 y los 16 años, con el consen­
timiento de sus padres, o entre los 16 y los 18, sin
dicho consentimiento. Patrick Weil, en su libro
Francia y sus extranjeros, hace mención de la cifras del
Ministerio de Justicia, que indican que una gran
mayoría la adquiere de manera voluntaria antes de los
18 y que sólo una pequeña mayoría la rechaza. En este
aspecto, el «modelo social» francés cumple correcta­
mente su función.
Sin embargo, la mayoría de los franceses que son
«hijos de la inmigración» pertenecen geográficamen­
te a los barrios «desfavorecidos», lo que da a entender
que los pobres, tanto en la ciudad como en sus «afue­
ras», están reunidos, formando una masa, un grupo y,
para algunos, una posible amenaza. En Francia, el sig­
nificado de la expresión núcleo urbano contiene estos
aspectos y parece condensar el fracaso del urbanismo
llevado a cabo por la política económica y el sistema
escolar.
A esta situación se une el examen de ciertos fenó­
menos antiguos como la delincuencia a pequeña esca­
la y el tráfico de diferentes tipos (lo que, en el siglo
XIX, se atribuía a las llamadas «clases peligrosas») y
que hoy en día refleja la palabra marginalidad (térmi­
no de índole espacial que designa, por defecto, un
lugar central, un centro de referencia). Este término
también supone un riesgo de contaminación verbal,
puesto que en el «m argen» de los pueblos se sitúan
las periferias y las afueras.
Así pues, es importante medir las palabras que se
emplean -teniendo en cuenta su significado- al tratar
el tema de los conflictos y las crisis urbanas, como
ocurrió con los incidentes que marcaron lo que en
Francia recibió el nombre de «crisis de las periferias».
Algunas observaciones sobre el tema pueden ayudar­
nos a definir el fenómeno y a tratar de comprender
qué aspectos fueron propios de Francia y cuáles fueron
más generales.

1. El incendiar coches los fines de semana es una acti­


vidad que se da de modo habitual, desde hace algunos
años, entre algunas pandillas de jóvenes de ciertos
barrios de las afueras. También desde hace años, el
número de este tipo de incidentes aumenta en ciertas
ocasiones y en ciertos lugares (por ejemplo, en las afue-
ras de Estrasburgo el día de Año Nuevo). Durante la
«crisis de las afueras», el movimiento aumentó de
manera considerable, pero no se trataba de algo nuevo.
2. También es cierto que en este tipo de movi­
mientos interviene en gran medida, una vez tras otra,
la rivalidad entre los diferentes barrios y las distintas
periferias; incluso entre aquellas que no mantienen
ningún tipo de contacto, pero que se ven en la televi­
sión y se comparan a través de la pantalla. La compe -
titividad referente a la violencia y, sobre todo, lo
espectacular de su actuación se asimila a lo que
Erwing Goffman llamaba la acción en su libro acerca
de los ritos de interacción.
3. Querer figurar en la pantalla es, de alguna
manera, querer alcanzar el centro; ese centro descen­
trado y múltiple que puede encontrarse en cada hogar
a través de la televisión y las imágenes que presenta a
diario, en las que muestra un centro ideal en el que se
encuentran los personajes famosos de la sociedad de
consumo, ya sean políticos, deportistas o artistas, o
estén relacionados con los medios de comunicación.
Durante la crisis de las periferias, la dimensión tele­
visiva también estuvo presente: las proezas de los
«sublevados» salían por la televisión.
4. Sin embargo, los acontecimientos que tuvieron
lugar en este período no se pueden simplificar a un
juego en el que se competía por los roles o por obte­
ner las miradas, ya que, si se trató de acontecimientos
graves, fue, precisamente, porque reflejaban el senti­
miento de exclusión de una parte de la juventud, aun­
que la forma que tomó fue la de una protesta sin un
contenido ideológico en concreto.
5. No se deben confundir estos estallidos de vio­
lencia -y los incendios que supusieron- con otro tipo
de fenómenos violentos, ya que se sitúan a otra escala
y con otras perspectivas. Dicho de otro modo, no creo
que haya que relacionarlas con la acción proselitista
de la parte política del islam. Llegado el momento,
dichos movimientos proselitistas podrían llegar a
explotarlas, por ejemplo, como una contribución al
restablecimiento del orden pero, en todo caso, no son
la causa que los desencadenan, ya que utilizan otros
medios de presión e intervención.
6. Los jóvenes, al revelajs^ no están luchando por
una petición subversiva: simplemente, quieren partici­
par de la revuelta, consumir como los demás. El hecho
de que incendien escuelas u otros lugares públicos no
tiene más significado «revolucionario» que incendiar
el coche de los vecinos del barrio: lo que quieren es,
principalmente, ser visibles, existir de un modo visi­
ble.
7. Los jóvenes «nacidos de la inmigración» proce­
den de orígenes completamente diversos. Sólo en lo
que se refiere a África, lógicamente, ya existen grandes
diferencias entre el Magreb y el África negra, así como
otras diferencias considerables en el interior de estas
dos zonas: por ejemplo, no todas las familias que pro­
vienen del África negra son musulmanas. En la mayo­
ría de los casos, los jóvenes cuyas familias son de pro­
cedencia africana tienen pocos o ningún contacto con
el país de origen de sus padres o sus abuelos. En estas
condiciones, su «cultura», en el sentido antropológico
del término, consiste, más bien, en la que ellos mis­
mos elaboran y que adaptan a distintos tipos de expre­
sión (me refiero al rap), los cuales han alcanzado un
gran éxito en la producción artística contemporánea.
8. Al emplear el término multiculturalismo se corre
un gran riesgo de estar utilizando una palabra equi­
vocada, puesto que el contenido conceptual inherente
al vocablo cultura es débil. La razón es que los inmi­
grantes no eran ni los que mejor informados estaban
ni, por tanto, los mejores representantes de la cultura
tradicional de sus países de origen: dentro de la
población había grandes desigualdades respecto al
dominio que cada individuo poseía de los conoci­
mientos de las culturas tradicionales (incluso en este
aspecto hay individuos más cultos que otros) y, en lo
que se refiere a las nuevas generaciones, no se trata de
un aspecto que les concierna. En cuanto a la religión,
especialmente el islam, se manifiesta de una forma
muy contemporánea y muy proselitista que ya nada
tiene que ver con la transmisión de una herencia cul­
tural. Así pues, el lenguaje de la tradición y de los orí­
genes no es el más indicado para analizar las periferias
y las ciudades actuales.
A lo largo del siglo X X se ha descubierto la rique­
za de las culturas llamadas «orales» o «sin escritura».
Los etnólogos demostraron que dichas culturas pudie­
ron desarrollar modos de conocimiento y de adapta­
ción al medio de una gran sutileza. Parte de la proble­
mática de nuestra época viene dada porque, a causa de
la colonización, la globalización, el éxodo rural, las
guerras, las hambrunas y la inmigración, una gran
cantidad de individuos ha sido desposeída de su saber
tradicional, aunque sin tener la posibilidad de acceder
a las formas modernas de conocimiento. Se apeloto-
nan en los barrios de chabolas y en los suburbios de
las ciudades del Tercer Mundo, en los campos de refu­
giados o, cuando han tenido la suerte de poder emi­
grar, en los barrios pobres de los países desarrollados.
También puede darse el caso de que las primeras de
estas situaciones den lugar a la última que se ha cita­
do y, de esta manera, muchos de los inmigrantes que
llegan a Europa ya se encontraban, cuando vivían en
su país de origen, en un estado literal de «desculturi-
zación».
Las consecuencias de esta situación son graves: por
un lado, impide que una gran parte de la población
forme parte del movimiento que favorece el progreso
en ciertos sectores de su país de origen y, asimismo,
los condena, en el país al que han emigrado, al paro o
a la realización de las tareas peor pagadas y con menor
estabilidad laboral. Por otro lado, genera un distan-
ciamiento entre las diferentes generaciones: la figura
simbólica que representan los padres de cara a sus
hijos se debilita cuando éstos los perciben como per­
sonas completamente extrañas al mundo de la comu­
nicación y el consumo que tanto les fascina. Esto
sucede especialmente en los países en los que los hijos
de la segunda generación de inmigrantes asisten a la
escuela y viven una experiencia radicalmente opuesta
a la de sus padres, incluso en los casos en que atravie­
san por dificultades escolares.
Hoy en día se habla mucho de cultura y de identi­
dad, pero se trata de dos términos que conllevan una
serie de problemas cuando se combinan las conse­
cuencias de la desculturización y del analfabetismo.
Sin saber dominar la lectura ni la escritura, los niños
de hoy en día no pueden llegar a comprender de
dónde vienen, dónde viven ni quiénes son. Por ello,
están expuestos a toda clase de peligros, a la invasión
de las imágenes de los medios de comunicación y a la
corrupción de los mensajes de los ideólogos, a todas
las corrientes, modos de alienación y de captación de
cualquier movimiento.
Esta situación resulta aún más preocupante cuando
se tiene en cuenta que, incluso en los países más des­
arrollados del mundo, el analfabetismo y la ignoran­
cia afectan a gran parte de la población, tal y como
demuestran diversas encuestas que se realizaron en los
Estados Unidos, como la que llevó a cabo la National
Science Foundation, que reveló que la mitad de los
norteamericanos no sabía que la Tierra da la vuelta al
Sol en un año. Seguramente, si se realizase en Europa,
las cifras no serían muy distintas, y lo peor es que
reflejan la indiferencia de los poderes públicos con
relación al atentado contra los fundamentos del ideal
democrático que supone esta realidad.
9. En todos los campos y desde cualquier punto de
vista, se debe desconfiar del modo imprudente con el
que se emplean estos términos actuales y, aún más,
cuando se utilizan deliberadamente, puesto que lo
que hacen es crear la realidad que pretenden designar
o describir. Así pues, una de las tareas principales de
la educación nacional debería ser la de acabar con las
barreras de la sociedad que impiden la instrucción de
los individuos. Gracias al sistema democrático (en el
que la educación es uno de los pilares principales)
debería permitirse que cualquier individuo, indepen­
dientemente de sus orígenes y su sexo, perteneciera a
la República, la cual se define como «una e indivisi­
ble» ... aunque aún deba convertirse en un lugar acce­
sible para todos.

En la década de 1970 los barrios obreros de Francia


aún representaban el resultado de una política de
modernización de la situación de la vivienda que ase­
guraba la obtención de unas condiciones de igualdad
en la clase obrera: en este periodo se aprobó una polí­
tica de carácter familiar -que permitía que las familias
de los inmigrantes con permiso de residencia fueran a
vivir a Francia—con el objetivo de estabilizar la situa­
ción de los llamados «trabajadores inmigrantes», al
facilitar que sus familias pudieran vivir en Francia y,
asimismo, que se «integrasen» en la categoría de obre­
ros franceses. Sin embargo, la situación de paro que se
inició a finales de la década de 1970 cambió el orden
de las cosas y afectó, en primer lugar, a los trabajado­
res inmigrantes no capacitados. El miedo al paro
alcanzó a la clase obrera, por lo que, en el interior de
los barrios obreros, la mayoría de los inmigrantes
representaron el «polo negativo» -al que se refirió el
antropólogo Gérard Althabe—que dio lugar a la apa­
rición de una nueva forma de racismo originada por el
miedo de ser incluido en dicho polo.
Hay aún otra clase de inmigrantes: los llamados
«clandestinos», es decir, los que trabajan sin estar
declarados y que representan todos los peligros de la
deslocalización (aunque, para los empresarios -si no
todos, algunos—, supongan todo tipo de ventajas). Así
pues, para los trabajadores clandestinos, el paro tan
sólo está a un paso. De esta manera vemos que la mez-
cia de las diferentes categorías se da con mayor fre­
cuencia a medida que cada uno de los diferentes estra­
tos de la población va resultando más extraño para los
demás, a pesar de que coincidan en los grandes cen­
tros comerciales o los transportes públicos de las
megalopolis occidentales.
A estas observaciones deben añadirse algunos ele­
mentos importantes que aum entan las consecuencias
y contribuyen a distorsionar la percepción: son, entre
otros, la demografía, las rupturas generacionales, el
contraste entre campo y ciudad —que, a pesar de la
urbanización, aún supone una importante diferencia
en el imaginario francés y en el de otros países (por
ejemplo, se relaciona la violencia con la ciudad y sus
periferias)-, el terrorism o internacional y el incre­
mento del islam ism o extrem ista (se ha hallado en
Afganistán y en Irak a algunos franceses procedentes
de las periferias, como M oussaoui, y se ha descubier­
to que algunos terroristas se camuflaban en ciertos
barrios tranquilos situados a las afueras de Londres).
Tras el paisaje del nuevo urbanism o, como si fuera un
decorado de fondo, se perfilan algunos espectros, pero
también ciertas amenazas reales.
En este contexto, apelar al respeto o al diálogo
entre culturas no resulta en absoluto adecuado, ya
que, de hecho, no concierne ni al movimiento extre­
mista ni a las nuevas generaciones de orígenes diver­
sos que han creado o participado en la creación de cul­
turas urbanas, carentes de cualquier tipo de referencia
a una tradición anterior.
IV
El escándalo del turismo

En El tiempo en ruinas intenté demostrar que el espec­


táculo de las ruinas nos ofrecía una visión del tiempo,
pero no de la historia propiamente dicha. Y así es,
puesto que las ruinas de las distintas épocas se acu­
mulan y dan lugar a lo que hoy en día llamamos rui­
nas o campos de ruinas. Los constructores, por lo gene­
ral, casi siempre han edificado, uno tras otro, sobre las
ruinas de sus ancestros y, en el momento en que han
dejado de construir, la naturaleza ha vuelto a ejercer
sus derechos, la vegetación se ha apoderado de las pie­
dras y las ha modelado, originando excéntricas estruc­
turas, como las que podemos ver en Camboya, México
o Guatemala. En dichos lugares, el bosque, tras haber
sufrido una tala total de sus árboles, se ha retirado,
vencido, a otro lugar. Pero lo que aquí se descubre es
un paisaje inédito, en el que ninguno de nuestros
antepasados ha podido vivir ni ha podido ver. Es un
paisaje que ha emergido de la noche de los tiempos,
pero que sólo ha podido existir, en su forma actual,
para nosotros. En este sentido, es una visión del tiem­
po «puro».
Este espectáculo suscita la curiosidad y la fascina­
ción, por lo que no resulta sorprendente que las ruinas
constituyan uno de los destinos predilectos del turis­
mo de masas. Durante el pasado siglo, la alta burgue­
sía, los poetas y los pensadores contaban con el privi­
legio de poder visitar las ruinas (generalmente, se tra­
taba de las de la antigüedad grecolatina) para meditar
acerca del paso del tiempo y de la fragilidad del desti­
no humano e, inmediatamente, sentían que el espec­
táculo de las ruinas les hablaba más de la humanidad
que de la historia. Aquellos en los que el sentimiento
de superioridad era mayor, como Chateaubriand, halla­
ban en ello una ocasión de ver reflejado, en las civiliza­
ciones que habían desaparecido, lo efímero de su pro­
pia existencia. De alguna manera, iban más allá de la
historia, la trascendían para meditar sobre el hombre
en general, sobre el hombre genérico, con el que,
durante un instante a lo largo de su meditación, creían
sentirse identificados.
Hoy en día, esta experiencia se ha «democratiza­
do», en el sentido de que está al alcance de la clase
media de los países más desarrollados. Pero el hecho
de que esta experiencia sea posible para un mayor
número de personas se suma al balance de una reali­
dad que favorece la ubicuidad y lo instantáneo y en la
que ya no queda lugar para el largo viaje hacia las rui­
nas de las civilizaciones perdidas, ni para vagar por el
pensamiento. En los programas que ofrecen las agen­
cias de viajes, los países parecen estar en línea recta,
uno tras otro, por lo que resulta completamente posi­
ble visitarlos. A sí pues, los futuros turistas dudan
entre las cataratas del N iágara, la Acrópolis, la isla de
Pascua o Angkor. A sí es como todas las posibilidades
de desplazarse en el espacio y el tiempo se reúnen en
una especie de museo de imágenes en el que, si bien
todo es evidente, nada es más necesario.
Los paisajes (incluidas las ruinas) se han convertido
en un producto más y se amontonan, unos sobre
otros, en los catálogos o en las pantallas de las agen­
cias de viajes. Por otra parte, esta acumulación va
ligada a la que he empleado para tratar de definir las
ruinas, aunque no concierne al mismo tipo de tempo­
ralidad. De hecho, el tiempo que queda reflejado en
las ruinas no informa acerca de la historia, pero hace
alusión a ella; su encanto se debe, quizás, al hecho de
que lo incierto de esta referencia se asimilaba a un
recuerdo que pondría en contacto a cada individuo
consigo mismo y con las regiones desconocidas en las
que la memoria se pierde. En cuanto al trabajo
exhaustivo que las agencias de viajes aparentan reali­
zar, el sentimiento general es, por el contrario, el de
una lista desordenada, en la que lo que se impone ya
no es el lento trabajo del tiempo, sino la tiranía de un
espacio planetario que ha sido recorrido de punta a
punta y de cuyos lugares se ha hecho una simple enu­
meración. Más que las ruinas, lo que representarían
las agencias de viajes son terrenos destinados a la
construcción, pero carentes de cualquier proyecto y
de toda idea de exploración espacial o temporal: da lo
mismo lo que se construya en ellos, lo importante es
que se haga enseguida. La idea de viaje sí que refleja­
ría las ruinas, pero unas ruinas que, lejos de evocar un
tiempo en estado «puro», estarían conectadas con la
historia contemporánea, en la que ya no se cree en el
tiempo. Hoy en día es imposible que existan las rui­
nas, ya que lo que muera no dejará huella alguna, sino
grabaciones, imágenes o imitaciones.
En este punto, se podría trazar una comparación
entre el turista y el etnólogo: ambos pertenecen a la
parte del mundo más favorecida, en la que es posible
organizar viajes de placer o con el objetivo de estudiar
el entorno de un país extranjero. El que todos los
hombres pudieran ser turistas o etnólogos no resulta­
ría un hecho chocante si el desplazamiento de unos no
fuera un lujo, mientras que el de otros es producto del
destino o de la fatalidad. Tampoco supondría ningún
tipo de escándalo si todos los hombres, sin diferencia
alguna, pudieran ejercer como sus propios espectado­
res. Pero éste es el escándalo que supone la etnología,
puesto que, por ejemplo, hay etnólogos japoneses en
África, pero no etnólogos africanos en Japón. Sin
embargo, el tipo de etnólogo al que aquí me refiero,
en el futuro, visitará cada vez menos los países exóti­
cos, puesto que el exotismo está desapareciendo y por­
que, después de todo, tampoco constituye -sin lugar
a dudas- el objeto del estudio de la etnología. Ésta le
sobrevivirá; ya le sobrevive.
En cuanto a los turistas, nunca han sido tantos, ya
que nos encontramos en la época del turismo en masa.
En pocas palabras, se podría decir que la clase media y
superior de los países ricos realiza viajes cada vez más
alejados de sus fronteras. Por su parte, los países del
sur ven en el turismo una fuente de ingresos puesto
que favorecen su desarrollo, aunque los beneficiarios
directos del turismo en estas zonas suelan ser ciertas
organizaciones e individuos de los países desarrolla­
dos. Desde este punto de vista, nuestra época se carac­
teriza por un contraste tan sorprendente como terri­
ble, ya que los turistas suelen visitar los países de los
que los inmigrantes se ven obligados a irse, en condi­
ciones difíciles y, a veces, llegando a arriesgar su vida.
Estos dos movimientos en sentido contrario son uno
de los posibles símbolos de la globalización liberal, de
la que ya sabemos que no se facilitan de la misma
manera todas las formas de circulación.
Al comparar al etnólogo con el turista, trato de
mostrar a grandes rasgos, y por contraste, la origina­
lidad de la postura del etnólogo, aunque sin llegar a
reducir al turista a la caricatura que se suele hacer de
él con tanta facilidad ya que, si bien suele ser suscep­
tible de ser caricaturizado, como individuo no se
reduce, sin lugar a dudas, a la imagen que da de sí
mismo.
El aspecto en el que el etnólogo tradicional (y con
ello me refiero al que viaja para estudiar la sociedades
que considera exóticas) coincide con el turista actual
es el hecho de ir a otro lugar, de alejarse de sus raíces.
Sin embargo, lo que de entrada diferencia al etnólogo
del turista —y siempre lo hará- son dos características:
que viaja solo y que permanece en el lugar durante un
largo período de tiempo. Por supuesto, viaja con la
intención de trasladarse cerca de aquellos con los que
va a convivir y a los que va a estudiar, lo cual podría
constituir la principal diferencia con el turista. No
obstante, tampoco se puede negar que ciertos turistas
posean también la curiosidad, el deseo de observar y
de aprender aunque, sin duda alguna, es un caso que
se da muy rara vez y tan sólo entre una minoría. Lo
que verdaderamente diferencia al etnólogo es más
bien el método que emplea: la observación sistemáti­
ca, de manera solitaria y prolongada.
Profundizando todavía más, aún existe otra dife­
rencia más entre ambos que es, al mismo tiempo, más
radical y sutil.
El turista, en las formas más recientes y lujosas de
turismo, exige tanto su comodidad física como su
tranquilidad psicológica, aun cuando tiene el espíritu
de un viajero al que también le gustaría definirse
como aventurero. Es un consumidor de exotismo, de
arena, de mar, de sol y de paisajes (por no hablar de
otros eventuales tipos de consumo) pero, aunque se
encuentre en otro lugar, siempre seguirá estando en
su país, ya que todo le conduce a ello: sus compañe­
ros, los comentarios que intercambian, la comodidad
que se le ofrece, la naturaleza estereotipada de las
cadenas hoteleras, las películas que graba para ver más
tarde, a la vuelta, y la brevedad de su estancia o de su
travesía en barco. En última instancia, se queda en
casa o cerca de su casa y se las arregla para reducir a
los demás a una simple imagen: sólo necesita encen­
der la televisión o visitar un parque temático.
El etnólogo, por su parte, vive una experiencia
totalmente distinta: para él, el perder el contacto con
sus raíces no se limita a buscar un paisaje, sino que
llega a poner a prueba su propia identidad con las
demás o, en otras palabras, viaja fuera de sí mismo.
Por otro lado, siempre se mantiene en un punto de
vista externo a aquellos que se dispone a observar (ya
sea un pueblo, algunas familias, el barrio de una ciu­
dad o una empresa), puesto que siempre debe, en pri­
mer lugar, justificar y explicar su presencia, negociar
su estatus de otro, de extranjero. Asimismo, debe ser
consciente del papel que se le atribuye y que le hacen
desempeñar: en este sentido, sólo podrá empezar a
comprender a los demás una vez haya reconocido el
lugar que le asignan, puesto que, a diferencia del
turista, no tiene el estatus extraterritorial que el nom­
bre de su club de vacaciones o de su cadena hotelera
le confieren. De esta manera, se enfrenta a una doble
exterioridad: necesariamente externo al grupo que
observa, trata de acercarse a él intelectualmente, abs­
trayéndose todo lo que puede de sí mismo. Así pues,
ejerce lo que Lévi-Strauss llamaba «la capacidad del
sujeto para objetivarse indefinidamente» y, así, de
alguna manera, no se sitúa entre lo cultural y lo psi­
cológico, postura que marca, de alguna manera, el
final de su viaje o, más bien, la penúltima etapa del
mismo, ya que la últim a consiste en escribir sobre el
viaje.
Sin embargo, incluso en este punto la diferencia
entre ambas posturas es más pequeña y sutil de lo que
puede parecer, al menos en el ámbito psicológico. A
veces, el turista, aunque casi siempre de manera invo­
luntaria, también se encuentra en situaciones psicoló­
gicamente incómodas: basta con pensar en el síndro­
me de Stendhal (el malestar provocado por una abusi­
va visita cotidiana a las obras de arte italianas) o en los
trastornos psicológicos que suelen padecer los turistas
occidentales que visitan un país como la India y que
se ven obligados a la repatriación por motivos sanita­
rios. Evidentemente, el turista no redacta un estudio
acerca de la población que ha conocido pero, a veces,
sus fotos, sus películas y sus postales constituyen, en
su conjunto, una especie de obra o, por lo menos, un
balance de su experiencia. Por supuesto, me refiero a
las experiencias turísticas cuya intensidad es poco
habitual, puesto que la media de los turistas está ale­
jada de esta incomodidad psicológica y de este interés
por crear un testimonio de su viajes: para muchos,
éste se simplifica a algunas fotos un tanto narcisistas.
Para terminar, es necesario añadir que el etnólogo,
al final de su primer viaje, elabora un modelo de refle­
xión que le servirá para las siguientes experiencias (el
terreno de la primera experiencia nunca se olvida) y
que orientará sus futuros estudios, ya conciernan al
primer terreno visitado o a otro completamente dis­
tinto. En cualquier caso, es una especie de viaje inter­
no que continúa, aunque pase por una observación
minuciosa de las diferencias y los aspectos en común
similares, de los contrastes y las similitudes. Llegado
a este punto, el etnólogo se convierte en antropólogo,
ya que amplía su reflexión, pero siempre dentro de un
recorrido. Esta situación, por tanto, está muy lejos
del turista que se limita a ir sumando a su lista los
viajes que ha realizado, como si no fueran más que
una serie de trofeos de caza, y que, cada año, ve acer­
carse el período vacacional con el mismo entusiasmo
que el año anterior. La reflexión antropológica, en
cambio, es cada vez más profunda y puede llegar a
satisfacerse realizando desplazamientos cortos: es el
caso de algunos de mis colegas que, al principio, han
trabajado en un lugar lejano y que, más tarde, han rea­
lizado estudios en una zona más cercana a su lugar de
origen, no por cansancio o porque no tuvieran la posi­
bilidad de viajar, sino porque se dieron cuenta de que
éste era, realmente, el tema de sus investigaciones inte­
lectuales.
Por supuesto, al antropólogo también le puede
gustar irse y viajar pero, entonces, forzosamente, no es
su parte de etnólogo la que le induce a actuar, ya que
el etnólogo, como tal, es hogareño, puesto que sabe
que persigue a una irrealidad: la de un conocimiento
imposible. ¿Podemos llegar a conocernos a nosotros
mismos? ¿Tiene sentido esta pregunta? ¿Conocemos a
los demás? ¿Realmente podremos llegar a conocer a
aquellos a los que queremos o que nos rodean? El
etnólogo cedió un día a la tentación de creer que lle­
garía a conocer a ciertas personas, a algunas personas,
a una etnia, a una cultura. Y algo ha aprendido de
ellos, ya que los conoce un poco mejor que al princi­
pio, aunque continúa sin saber cuál es exactamente la
fiabilidad de este conocimiento, lo que dice de él, de
los demás y de la relación recíproca que mantienen.
Un día se da cuenta de que se ha pasado la vida
haciéndose las mismas preguntas y de que ningún
otro desplazamiento en el espacio podrá aportarle una
respuesta más clara; llega a la conclusión de que no es
un explorador. Ya sólo le queda establecer un balance
de las conclusiones que ha podido establecer pero, al
contrario que el viajero nostálgico, las aplica al futu­
ro: a aquellos que realizarán otros viajes y que, de un
modo u otro, las proseguirán, las modificarán y pro­
longarán su propio recorrido.
La primera parte de Tristes trópicos lleva por título
«El fin de los viajes»: todo el mundo recuerda la afir­
mación entre desengañada e irritada con la que se ini­
cia: «Odio a los viajeros y a los exploradores». Esta
frase, provocadora, continúa con la enumeración de las
mil situaciones penosas y las dificultades que marcan
la estancia en el territorio (podemos encontrar una
versión aún más negra en el diario de Malinowski) y
con la de los viajeros profesionales de la década de
1950 que proyectaron sus fotos en la sala Pleyel de
París, al tiempo que contaban banalidades. Sin
embargo, Lévi-Strauss escribió Tristes trópicos: como
Michel Leiris, Georges Balandier u otros, se sabe un
escritor que pertenece a un género particular, que
relata los hechos, describe las situaciones, analiza los
comportamientos e informa de una experiencia en la
que participa al mismo nivel que aquellos a los que
observa. Éstos no constituyen una simple especie ani­
mal, sino que son hombres como él, cuya presencia les
supone un problema —puesto que actuaría como lo
que en el dominio químico lleva el nombre de reacti­
vo- y acabaría trastornando el medio, aunque este
trastorno puede resultar instructivo. Cuando el etnó­
logo se va, ni él, ni aquellos con los que ha convivido
son los mismos de antes, puesto que el trabajo del etnó­
logo no consiste en una simple observación, sino que
tiene una dimensión experimental. No se limita a
observar la historia, sino que actúa en ella, aunque sólo
sea al defenderse. Por otro lado, le interesa darse cuenta
del cambio que él supone en el terreno en cuestión: la
presencia del etnólogo siempre influye en el medio
observado, aunque sólo sea por tratarse de un individuo,
solo, que reflexiona sobre la cultura de los demás, la
cual, precisamente, es completamente natural para
aquellos y aquellas que están sumidos en ella. Éste es el
centro de la experiencia que vive el etnólogo, pero no
podrá tratar de transmitirla hasta que la haya descrito y
escrito. Por ello, el proceso de redacción constituye el
final del viaje, su objetivo y su acabamiento. El etnólo­
go se encuentra siempre de viaje, aunque trabaje en las
afueras de una ciudad de su país, en la medida que es un
viajero de lo interno, que viaja entre dos estados aními­
cos, entre dos maneras de pensar, entre el futuro texto y
el texto ya redactado, entre un antes y un después.
Al contrario que el turista moderno, que es un con­
sumidor que se cree viajero, el etnólogo es un seden­
tario que se ve obligado a viajar: el turista espera que
vuelvan las vacaciones para irse, mientras que el etnó­
logo sabe que su estancia, por larga que resulte a
veces, sólo tendrá sentido a la vuelta, momento en el
que tratará de transmitirla. Si hay un punto común
que comparten es, quizás, el encanto inherente al
hecho de conocer nuevos paisajes e individuos, aun­
que este encanto procede de una doble ilusión: la de
guardar fidelidad a la realidad y la de recomenzar el
viaje, el cual, al repetirse, no es sino una especie de
expresión metafórica.
En este punto, estamos alcanzando nuestro objeti­
vo, puesto que el objeto de observación del etnólogo,
así como de su reflexión de antropólogo, que acos­
tumbra a comparar y a aunar el aquí y el allí, lo
mismo y lo otro, es el viaje en sí. Para el etnólogo todo
supone un objeto de observación, incluidas las emo­
ciones que siente o el turista con el que se encuentra
cerca de su «terreno» y que, quizás, experimenta emo­
ciones análogas. Esto constituye un privilegio
y una responsabilidad que sólo le incumben a él y
que no comparte con nadie. En este sentido, esté
donde esté, no dejará de viajar y de mantener la misma
distancia frente a los demás que frente a
sí mismo. Y esto es lo que le hace más moderno, lo
que aporta a su capacidad de observación una eficacia
especial para descifrar el mundo actual. Su manera de
existir, diferente a la habitual y con un sistema de
referencia distinto, quizás haga que, a él, el mundo de
hoy le resulte más familiar que a los demás, si, como
ya hemos visto, en el mundo actual los conceptos de
centro, periferias o fronteras están en crisis.
El desplazamiento de la utopía

La humanidad ha necesitado su tiempo para descubrir


que la Tierra era redonda pero, a partir del momento
en que este hecho fue oficialmente reconocido, pudo
plantearse el dar la vuelta al mundo. Sin embargo, «la
vuelta al mundo» es algo mucho más antiguo: si se
acepta la hipótesis de que el único origen de la huma­
nidad se encontraba en África, los hombres ya habrían
comenzado a dar la vuelta al mundo y a poblarlo
mucho antes de que pudieran siquiera imaginar que
era redondo. Por otro lado, se trata de una historia
corta si se la compara con la revolución copernicana y
con los progresos que se han llevado a cabo en astro­
nomía a lo largo de cinco siglos.
La realidad de este mundo que podemos recorrer se
actualiza con el tema de la globalización y de la uni­
versalización, aunque el tema en sí ya muestre la plas-
deidad del falso concepto de «mundo», que puede
corresponder tanto a la idea de totalidad acabada
como a la de pluralidad irreductible (el mundo está
hecho de mundos). Hoy en día, esta tensión entre lo
unitario y la pluralidad es más evidente que nunca.
Por el término globalización se entiende, como ya
hemos visto, dos fenómenos distintos: por un lado, la
globalización referente a la unidad del mercado eco­
nómico y de las redes tecnológicas de comunicación y,
por el otro, la planetarización o conciencia planetaria,
que constituye una forma de conciencia desafortuna­
da, puesto que da constancia de la situación crítica de
la ecología del planeta y de las desigualdades sociales
de todo tipo que dividen a la humanidad.
Hoy en día se trata de expresar esta tensión entre
lo unitario y lo plural y de resolverla por medio de la
oposición global/local, pero lo único que se obtiene
mediante esta expresión es reproducirla o amplificar­
la. Así pues, o bien se concibe lo local a imagen de lo
global y como una expresión del sistema económico y
tecnológico, o bien se concibe como una excepción,
como algo accidental o como una consecuencia de un
distanciamiento del sistema que rige el conjunto, por
lo que debe ser llamado y conducido de nuevo al

t
i
orden. Los análisis que propone Paul Virilio acerca de
la visión estratégica del Pentágono recobran todo su
sentido en este punto, ya que, de hecho, corresponden
a la visión global de un sistema mundial o, más bien,
de un mundo sistematizado, de momento controlado,
en materia política, económica y tecnológica, por los
Estados Unidos, aunque también otras potencias
aspiren a dirigirlo.
Y así es, ya que en el interior mismo del sistema
aparecen otros candidatos que pretenden volver a
definir el mundo y a hacerse con el control, aun cuan­
do aparentan oponerse al sistema. Estos candidatos se
definen a sí mismos como pertenecientes a los «mun­
dos», mundos que se definen en un primer momento
como particulares y como una parte única del plane­
ta, pero que, posiblemente, aspiren a la unidad o a la
hegemonía. Por ello se habla del mundo musulmán o
del mudo árabe como si se estuviera tratando del fra­
caso del mundo comunista.
Así pues, el término mundo, debido a su ambiva­
lencia (ya que designa a la vez la totalidad y la dife­
rencia), refleja algo de nuestra actualidad, la cual
aúna la realidad de la globalización (es decir, las dos
formas que adopta la universalización), las extremas
diferencias con las que nuestras antiguas ideas (cla­
ses, ideologías, alienación) recobran sentido y un sis­
tema de símbolos cuya crisis se mantiene, aunque las
tecnologías de comunicación (Internet, las imágenes
de vídeo y la televisión) traten de disimularlo. El
personaje de Verne Phileas Fogg podría, de vivir hoy
en día, dar la vuelta al mundo en mucho menos de
ochenta días, sin que cambiase el decorado (ya que se
alojaría en las mismas cadenas de hoteles, de una
punta a la otra del mundo), siguiendo las mismas
series de televisión, viendo y escuchando en directo
{live) las noticias de su país a través de la BBC News
y manteniéndose permanentemente en contacto con
sus amigos, ya fuera por teléfono o por Internet.
Podría atravesar, aun sin verlos, los mundos más
diversos y más perturbados por la historia, puesto
que la uniformización de los espacios de consumo
turístico es, desde este punto de vista, la consecuen­
cia directa de la aceleración del tiempo.
Así pues, partiendo de estas condiciones, ¿cómo
imaginar la ciudad del mañana?
Es cosa conocida que, hoy en día, ya no es posible
imaginar una ciudad que no esté conectada con la red
de las otras ciudades. Se puede decir que la «metaciu-
Marc Amé

dad» a la que Paul Virilio se refiere es esta misma red.


El espacio urbano, formado por el mundo-ciudad y la
ciudad-mundo, los filamentos urbanos, las vías de
circulación y los medios de comunicación, resulta hoy
en día un espacio complejo, enmarañado, un conjun­
to de rupturas en un fondo de continuidad, un espa­
cio en extensión en el que las fronteras se desplazan.
¿Cómo imaginarse la ciudad sin imaginarse el
mundo?
La ciudad siempre ha tenido una existencia tem­
poral que aumentaba el valor de su existencia espa­
cial y le confería su relieve. Cuando pensamos en las
grandes metrópolis de hoy en día se nos vienen diver­
sas imágenes a la cabeza, sobre todo las de las series
americanas o las de algunas películas hollywoodienses
en las que se multiplican los planos aéreos y los pla­
nos de conjunto (de vistas, luces o transparencias)
que nos transmiten un sentimiento de estupefacción
ante el imponente esplendor del presente. Sin embar­
go, durante mucho tiempo, la ciudad ha sido una
esperanza y un proyecto, un lugar que significaba,
para muchos, la posibilidad de un porvenir y, al
mismo tiempo, un espacio en construcción perma­
nente. Aún hoy se pueden encontrar en el cine diver-
sas señales de esta dimensión prospectiva: en el cine,
tanto en el caso de Murnau como en los westerns, la
ciudad suele ser concebida y presentada como un
lugar que aún está por descubrirse. En cuanto a la
ciudad-recuerdo, a la que recordamos o que despier­
ta la memoria, sufre las más distintas variaciones y
resulta esencial, como sabemos por experiencia, en la
relación afectiva que los ciudadanos mantienen con
el lugar en el que viven. Sin embargo, la ciudad-
recuerdo también responde a unas características his­
tóricas y políticas: por un lado, cuenta con centros
históricos y monumentos; por el otro, con los itine­
rarios de la memoria individual y el vagar por las
calles: esta mezcla hace de la ciudad un arquetipo de
lugar, en el que se mezclan los puntos de referencia
colectivos y las marcas individuales, la historia y la
memoria.
Así pues, la ciudad es una figura espacial del tiem­
po en la que se aúnan presente, pasado y futuro. Es, a
veces, la causa de la estupefacción y, otras, el del
recuerdo o la espera, aunque, como siempre hemos
sabido, en materia de ciudad y de urbanismo, la espe­
ra^ el recuerdo concernían a la colectividad, al indi­
viduo y a las relaciones que los unen. El proceso de
construcción por el que pasan las ciudades de los wes­
terns es paralelo al nacimiento de una nación: es, por
tanto, una ciudad política. Este pleonasmo dice lo
esencial de la ciudad: desde que nace, es la forma polí­
tica del provenir. Asimismo, la ciudad de los westerns
es aquella en la que, tal y como muestran los innume­
rables planos de la película, no dejan de llegar indivi­
duos de diversa índole que la descubren para conocer
la aventura, que no es sino otra forma de porvenir.
Este tema se aplica al espacio cuando el aspecto que se
considera como principal es el viaje o los espacios que
rodean a la ciudad y la anuncian. Si pensamos en un
poeta como Jacques Réda veremos que siempre pare­
ce buscar el presentimiento de la ciudad en los solares
de la periferia.
Desde este punto de vista, la ciudad es a la vez ujja
ilusión y una alusión, de la misma manera que ocurre
con la arquitectura, que edifica los monumentos más
representativos de la ciudad.
Hoy en día coexisten o se mezclan dos realidades
urbanas: los centros colosales en los que se pone de
manifiesto la arquitectura contemporánea (cuyo pro­
totipo es la prestigiosa arquitectura de las ciudades
americanas; las ciudades «verticales» que sedujeron a
Céline y fascinaron a Léger) y lo urbano sin ciudad
que coloniza el mundo, es decir, la presencia ilimita­
da, pero también la ausencia infinita. En la película
de Wim Wenders Lisbon Story, el protagonista viaja de
Alemania a Portugal sin salir nunca de la red de auto­
pistas -que se extiende de un lado a otro de Europa-,
atravesando un paisaje fantasmal que va-riaba depen­
diendo da la hora del día o de la noche; un paisaje
urbano al final del cual descubriría la ciudad que lleva
el nombre de Lisboa o, más concretamente, los solares
de sus periferias.
Lo que se pone en tela de juicio, en el total de los
' trastornos que tienen lugar en la actualidad, es el
cambio en la utopía. Aunque, desde un punto de
vista histórico, ambos movimientos se superpongan,
se puede decir que la migración mundial sustituye al
éxodo rural hacia las ciudades y que la oposición
Norte/Sur ha ocupado el lugar de la oposición ciu­
dad/campo. Sin embargo, el resultado de este nuevo
tipo de migración es la megalopolis de carácter glo­
bal, que aspira a representar la utopía de la economía
liberal, incluso en el caso de un régimen político que
no sea liberal. La megalopolis donde reina la gran
arquitectura de las empresas y de los monumentos

— HO —
resume la cultura histórica, geográfica y cultural del
mundo. Sin embargo, la paradoja de la época actual
es que la ciudad, al desarrollarse, parece desaparecer:
sentimos que hemos perdido la ciudad, cuando es
ella la que sigue estando...
El ideal de la ciudad griega, según el helenista Jean-
Pierre Vernant, aunaba el espacio privado -prote­
gido por Hestia, diosa del hogar- con el espacio
público, protegido desde el umbral de la puerta por
Hermes, dios del umbral, de los límites, de las
encrucijadas, de los mercaderes y de los encuentros.
Hoy en día, lo público se introduce en lo privado o,
en otras palabras, Hermes ha ocupado el lugar de
Hestia: podría simbolizar tanto la televisión -que es,
sin embargo, el nueve) centro de la vivienda- como el
ordenador o el^ teléfono móvil. Esta sustitución se
debe a lo que el filósofo Jean-Luc Nancy llamó «cri­
sis de la «comunidad». Sin lugar a dudas, se podría
hablar acerca de este «descentramiento»: al descen-
tramiento del mundo se unen (con la aparición de las
nuevas megalopolis y de los nuevos polos de referen­
cia), en efecto, el descentramiento de la ciudad (enfo­
cada hacia lo exterior), el descentramiento de la
vivienda (donde el ordenador y la televisión ocupan
el lugar del hogar) y el descentramiento del mismo
individuo (originado por el conjunto de instrumentos
de comunicación de los que dispone —auriculares, telé­
fonos móviles- y que le mantienen en permanente
relación con el exterior y, por así decirlo, fuera de sí
mismo).
Desde este punto de vista, la ciudad constituye una
total ilusión: como utopía realizada que es, no existe
en ninguna parte. Sin embargo, los términos propios
de esta ilusión (transparencia, luz, circulación) hacen
alusión a lo que quizás pudiera existir algún día (un
mundo unificado y plural que resulte transparente a
sí mismo, que hoy en día no existe ni puede ser con­
cebido, aunque su hipótesis dé un sentido -aunque
quizás ilusorio— al sentido de nuestra historia). De
esta manera, lo que se está perfilando ante nuestros
ojos, con la urbanización del mundo, parece ser el
desplazamiento de la utopía, la aparición de un
mundo del presentimiento a nivel de todo el globo
terráqueo, de todo el planeta, al igual que la ciudad,
que fue el motivo de presentimientos y de proyectos.
En este sentido, la historia está empezando o reempe-
zando, aunque en otra escala. No obstante, como ya se
sabe, nunca se ha asemejado a un río largo y tranqui-
Marc A ugp'

lo y, además, el ser concientes del final de este perío­


do, por excitante que pueda resultar, traspasa los
limites de la imaginación humana y puede llegar a
adelantarla e, incluso, a aterrorizarla.
VI
Plantearse
el concepto de movilidad

A pesar de la realidad del mundo-ciudad, en gran


parte de Europa aún somos prisioneros de una con­
cepción establecida e inmóvil de la utopía. Antes ya
se ha mencionado que las grandes quimeras de la
arquitectura urbana de la década de I960 formaban
parte del mito de una ciudad radiante, es decir, del
supuesto deseo de convivir, en el mismo lugar, sin
necesidad de desplazarse. En esa década, y sobre todo
después del 68, se favorecía a una residencia de tipo
íntimo en la que uno se sintiera en su casa. La ciudad
radiante de Le Corbusier, de 1952, correspondía al
ideal de un modo de vida sedentario, en el que todos
los bienes se encontraban al alcance de la mano. Se
trata de un modelo que se pudo encontrar en Europa
durante los años siguientes y del que podemos tener
una idea con, por ejemplo, algunas panorámicas de las
afueras de Roma de ha Dolce Vita de Fellini (I960).
Así pues, el ideal de la época era el de una felicidad
basada en sí misma, aunque, paradojas de la historia,
durante la década de 1970, como consecuencia de la
política de tipo familiar que se adoptó en Francia
-que permitía que los familiares de los inmigrantes
vivieran en el país—, quien ocupó los lugares idealiza­
dos como un símbolo de vivir en casa y entre sí fue la
gente procedente del extranjero.
La aparición del paro a gran escala, al final de la
década de 1970, agravó, como ya se ha visto, esta con­
tradicción.
Uno de los problemas de los barrios en los que vive
hoy en día la mayoría de los inmigrantes o descen­
dientes de inmigrantes es que cuando se cerraron los
comercios, cuyos consumidores eran esta población
inmigrante, entre la que se encontraban también sus
propietarios -es decir, que vivían de ellos y, al mismo
tiempo, les permitían vivir—, dejaron en el lugar una
especie de contradicción espacial. La de 1970 era aún
la época en la que el ideal —que aún se mantenía-
podía resumirse en la fórmula «trabajar en el país».
Sin embargo, paradójicamente, este ideal de arraiga­
miento se proponía -o imponía— a la parte de la
población cuyos orígenes eran, precisamente, exterio­
res, en un momento en el que aquellos para los que
dicho ideal debería haber estado destinado y deberían
haber sido sus principales beneficiarios, ya no se reco­
nocían como tales. El esfuerzo que se necesitaba para
mejorar la relación, por un lado, entre los inmigran­
tes y los que no lo eran y, por el otro, entre los inmi­
grantes y sus hijos, no se llevó a cabo o se realizó de
una manera insuficiente. Obligar a los extranjeros a
vivir en un lugar determinado originó la segregación
entre los inmigrantes y los que no lo eran, así como
una doble escisión: el tiempo, por un lado, fue distan­
ciando cada vez más a las distintas generaciones; el
espacio, por el otro, supuso otra escisión, en la que se
distinguió a los «jóvenes descendientes de la inmigra­
ción», convertidos en los jóvenes de las periferias.
El ejemplo francés tiene su historia concreta, pero de
él pueden sacarse algunas lecciones que lo trascienden.
Plantearse el concepto de movilidad significa ana­
lizarla a diferentes escalas para tratar de comprender
las contradicciones que perjudican a nuestra historia,
las cuales están siempre relacionadas con la movili­
dad. Los Estados Unidos favorecen la creación de un
mercado común americano y, sin embargo, alzan un
muro en la frontera con México. Europa parece estar
por fin tomando conciencia de que la integración en
los países de acogida sólo tiene sentido si, al mismo
tiempo, se proporciona una ayuda a los países de los
que proceden los inmigrantes. Volver a definir la
política de migración empieza a ser urgente, en un
momento en el que la evolución del contexto global
(auge del integrismo, terrorismo, resurgimiento de
las ideologías) revela el carácter aproximativo de los
distintos «modelos de integración».
Asimismo, plantearse el concepto de movilidad es
volver a plantearse el concepto de tiempo: cuando la
ideología occidental trató el tema del final de los
grandes discursos y del final de la historia, ya llegaba
tarde respecto al acontecimiento, puesto que hablaba
de una época, sin darse cuenta de que ya hacía tiem­
po que nos encontrábamos en un nuevo período. Así
pues, trataba los nuevos tiempos con palabras anti­
guas y medios obsoletos. Hoy en día, los políticos
hablan de un mundo multipolar, pero deberían reco­
nocer que los «nuevos polos» dependen de la expe­
riencia histórica original, la cual, en la actualidad, no
se puede clasificar, simplemente, con la etiqueta «fin
de la historia». El acuerdo unánime no existe ni en la
democracia representativa ni en el mercado liberal; es
decir, que el tema del fin de la historia se presenta,
desde ahora, como otro «gran discurso». Por otro
lado, los «grandes discursos», en general, tienen una
vida dura: los fundamentalistas más agresivos (para
empezar, las diferentes formas del islam que, actual­
mente, Occidente etiqueta como «islamismo») con­
llevan, como su nombre indica, una reinterpretación
del pasado, aunque también se presentan con una
forma proselitista que, de manera evidente, implica
una visión de futuro. A decir verdad, se trata de for­
mas híbridas que escapan, en gran medida, a las cate­
gorías elaboradas por Lyotard, puesto que proyectan
en el futuro el modelo de un pasado fantasma: ante
todo, representan un esfuerzo desesperado por escapar
a la categoría del tiempo y, en este sentido, constitu­
yen una de las expresiones más caricaturales de la cri­
sis de la conciencia contemporánea y de su incapaci­
dad de dominar el tiempo.
Concebir la movilidad en el espacio pero ser inca­
paz de concebirla en el tiempo es, finalmente, la
característica que define al pensamiento contemporá­
neo, atrapado en una aceleración que lo sorprende y lo
paraliza. Sin embargo, por esta misma razón, su debi-
lidad la traiciona en el espacio: ante la aparición de un
mundo humano que es consciente de ocupar todo el
planeta en su extensión, todo ocurre como si, ante la
necesidad de organizado, nos situásem os a una cierta
distancia con respecto a él, refugiándonos tras las
antiguas divisiones espaciales (fronteras, culturas,
identidades), las cuales, hasta el m om ento, han sido
siempre el fermento activo que ha originado los
enfrentamientos y la violencia. A nte los progresos de
la ciencia y el cambio de escala que im plica el progre­
so de las ciencias físicas y de las ciencias de la vida,
todo ocurre como si, poseída por un vértigo pascalia-
no, una parte de la hum anidad se asustase de las con­
quistas llevadas a cabo en su nom bre y se refugiase en
las antiguas cosm ologías. Sin em bargo, a nuestro
pesar, nosotros avanzamos (en la m ed id a en que este
«nosotros» existe y se refiere a la parte genérica de la
humanidad que todos los seres hum anos comparten)
y un día nos será com pletam ente necesario tomar con­
ciencia de que el valor po lítico y el espíritu científico
están hechos de la m ism a pasta.
En la historia ha habido algu n o s momentos, aun­
que raros, en los que la u topía o, al m enos, una parte
de la utopía, parece realizarse. É ste fue el caso de
Francia en 1936, cuando se crearon las vacaciones
pagadas, lo cual permitió a muchos franceses descu­
brir algunos paisajes de su país. Pero no hay que con­
formarse con las palabras: sin cesar, mencionamos la
globalización y su ideal de movilidad, pero son nume­
rosos los franceses —sobre todo, los más jóvenes—que
no siempre se van de vacaciones. A sí pues, la movili­
dad en el espacio sigue siendo un ideal inaccesible
para muchos, al mismo tiempo en que constituye la
primera condición para una educación real y una
aprehensión concreta de la vida social. En cuanto a la
movilidad en el tiempo, tiene, a primera vista, dos
dimensiones muy distintas, pero estrechamente com­
plementarias: por lado, aprender a desplazarse en el
tiempo -es decir, aprender historia— es educar a la
mirada para analizar el presente, darle unas herra­
mientas, volverla menos ingenua o menos crédula,
volverla libre. Por el otro, escapar, en la medida de lo
posible, a las barreras de la época en la que se vive es el
modo más auténtico de libertad. Por tanto, una vez
más, la educación es la mejor garantía de que se cum­
plan estos objetivos. En toda verdadera democracia,
la movilidad de la mente debería ser el ideal absolu­
to, la obligación principal. Cuando la lógica económi-
ca habla de la movilidad, es para definir un ideal téc­
nico de productividad; sin embargo, la práctica
democrática debería inspirar el sentido contrario: ase­
gurar la movilidad de los cuerpos y de las mentes
desde la más temprana edad y durante el mayor perí­
odo de tiempo podría suponer, además, la prosperidad
material.
Necesitamos la utopía, no para soñar con realizar­
la, sino para tender hacia ella y obtener, así, los
medios de reinventar lo cotidiano. La educación debe,
en primer lugar, enseñar a todo el mundo a mover las
barreras del tiempo, para salir del eterno presente,
fijado por la espiral de imágenes, así como a mover las
barreras del espacio, es decir, a moverse en el espacio,
a ir al lugar para poder ver más de cerca y a no ali­
mentarse exclusivamente de imágenes y de mensajes.
Hay que aprender a salir de uno mismo, del propio
entorno, a comprender que es la exigencia de lo uni­
versal la que convierte a las culturas en relativas y no
al revés. Hay que salir del hábito que tienen las cul­
turas al referirlo todo a sí mismas y promover el éxito
del individuo transcultural; aquel que, al interesarse
por todas las culturas del mundo, no se aliena en nin­
g u n a de ellas. Ha llegado el momento para una nueva
movilidad planetaria y una nueva utopía de la educa­
ción. Pero nos encontramos tan sólo al comienzo de
esta nueva historia, que será larga y, como siempre,
dolorosa.
Visión^X

Los nómadas de los estudios etnológicos clásicos poseen


sentido del lugar y del territorio, del tiempo y del retorno.
Este nomadismo es por tanto diferente del que metafórica­
mente es utilizado para denominar la movilidad actual,
«sobremoderna», cuando «sobre» designa la sobreabundan­
cia de causas que complica el análisis de los efectos.
La movilidad sobremoderna se expresa en los movimientos
de población, en la comunicación general instantánea y en
la circulación de los productos, las imágenes y las informa­
ciones.
Esta movilidad sobremoderna se corresponde también con
un cierto número de valores (desterritorialización e indivi­
dualismo) cuya imagen nos es proporcionada hoy por los
deportistas de élite o los grandes artistas.
La movilidad sobremoderna se corresponde además, en
gran medida, con la ideología del sistema de la globalización,
una ideología de la apariencia, de la evidencia y del
presente que tiene capacidad de recuperar a todos los que
intentan analizarla o criticarla. Aquí se pretende presentar
algunos de sus aspectos al examinar unas nociones claves:
frontera, urbanización, migración, viaje y utopía.

1977 \
30 aniversario

2007
ISBN: 978-84-9784-235-8

gedisa
W editorial
9 788497 842358
30 4 0 0 I

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