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El petirrojo nació en una jaula,

Pero nunca notó la jaula porque estaba disfrazada con amor.

Amor bueno, real e intenso,

De ese que llaman incondicional.

El petirrojo era amado.

Amado, sí,

Amor de primavera,

Amor dulce.

Y amor cómo una nube de lluvia ácida.

Corrosivo.

Pero el petirrojo no se había dado cuenta.

Creía que aquella era la vida que todas las aves tenían,

Que eso era bueno.

Así estaba bien.

Hasta que sus plumas convertidas en arcilla comenzaron a ser repugnantes,

Hasta que se cansó de que le dijeran cuándo y cómo cantar.

Hasta que se cansó de ser complaciente.

De ser una figurilla de porcelana,

Y no un ave de verdad.

El petirrojo finalmente vio las rejas de aquella jaula que lo encerraban.

Finalmente notó las manos que cambiaban sus plumas por arcilla.

Rompió la jaula.

Doblegarse, nunca más.

Voló lejos,

Dejando tras de sí un rastro de cambio y de verdad.


Voló alto,

Probando el sabor de la libertad.

Sabiendo de que ahora era un petirrojo real,

Que cantaría cuándo quisiera,

Que no habrían prisiones que detuvieran su vuelo.

Que el mundo era suyo para explorar.

A veces regresaba a ver la jaula,

La huella estaba ahí,

La prueba de que estuvo un ave que nació indomable,

De un ave a la que intentaron hacerle creer de que estaba bien ser prisionera,

La marca de un petirrojo que no dejó que le cortasen las alas.

La jaula seguiría ahí.

Su huella estaría ahí.

Pero el petirrojo se había ido,

Y que el cielo fuera el límite de su nueva vida.

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