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Escrito por
Daniel Prieto
¿Cómo hacer para recuperar el auténtico ideal del maestro, a saber, el de ser capaz de
conducir o educar (del latín ex=desde/ducere=conducir), al discípulo en la verdad de sí
mismo y por ende de su misión en la tierra? Quizá el secreto esté en recordarles a los
maestros que alguna vez ellos también fueron discípulos, y que en realidad nunca dejaron
de serlo. Cuando leemos los Evangelios nos encontramos con la palabra mathetés
(“discípulo”) que deriva del verbo manthano, que quiere decir a su vez aprender,
comprender, recordar. El verdadero discípulo, en ese sentido, es aquel que sabe com-
prender y re-cordar (del latín cor/cordis, o sea, poner de nuevo en el corazón) lo que el
maestro ha transmitido, no solo con sus palabras, sino sobre todo, con su vida. No es
casualidad que en inglés y en francés para referirse a “aprender de memoria” se usen
respectivamente las expresiones “par cœur” y “by heart” (aprender de corazón).
Ahora bien, dicho esto quisiéramos proponer cuatro grandes enseñanzas que nos ha
dejado el Maestro por antonomasia, Aquel al cual todo maestro, que se quiera considerar
auténticamente tal, se debería conformar, o como decíamos hacerse uno con su corazón.
«¿En qué consiste este «yugo», que en lugar de pesar aligera, y en lugar de aplastar alivia?
El «yugo» de Cristo es la ley del amor, es su mandamiento, que ha dejado a sus discípulos
(cf. Jn 13, 34; 15, 12). El verdadero remedio para las heridas de la humanidad —sea las
materiales, como el hambre y las injusticias, sea las psicológicas y morales, causadas por
un falso bienestar— es una regla de vida basada en el amor fraterno, que tiene su manantial
en el amor de Dios. Por esto es necesario abandonar el camino de la arrogancia, de la
violencia utilizada para ganar posiciones de poder cada vez mayor, para asegurarse el éxito
a toda costa. También por respeto al medio ambiente es necesario renunciar al estilo
agresivo que ha dominado en los últimos siglos y adoptar una razonable «mansedumbre».
Pero sobre todo en las relaciones humanas, interpersonales, sociales, la norma del respeto y
de la no violencia, es decir, la fuerza de la verdad contra todo abuso, es la que puede
asegurar un futuro digno del hombre» (Benedicto XVI, ángelus 3 julio 2011).
2. El verdadero maestro enseña con autoridad que es
servicio
El asombro de todos fue tan grande que se preguntaban unos a otros: «”¿Qué es esto? Un
doctrina nueva, y ¡con qué autoridad! Miren cómo da órdenes a los espíritus malos ¡y le
obedecen!”». Así fue como la fama de Jesús se extendió por todo el territorio de Galilea»
(Cfr. Mc. 1, 21-28).
«¿Qué es realmente, para nosotros los cristianos, la autoridad? Las experiencias culturales,
políticas e históricas del pasado reciente, sobre todo las dictaduras en Europa del este y del
oeste en el siglo XX, han hecho al hombre contemporáneo desconfiado respecto a este
concepto. Una desconfianza que, no pocas veces, se manifiesta sosteniendo como necesario
el abandono de toda autoridad que no venga exclusivamente de los hombres y esté sometida
a ellos, controlada por ellos. Pero precisamente la mirada sobre los regímenes que en el
siglo pasado sembraron terror y muerte recuerda con fuerza que la autoridad, en todo
ámbito, cuando se ejerce sin una referencia a lo trascendente, si prescinde de la autoridad
suprema, que es Dios mismo, acaba inevitablemente por volverse contra el hombre. Es
importante, por tanto, reconocer que la autoridad humana nunca es un fin, sino siempre
y solo un medio, y que necesariamente, en toda época, el fin siempre es la persona,
creada por Dios con su propia intangible dignidad y llamada a relacionarse con su creador,
en el camino terreno de la existencia y en la vida eterna; es una autoridad ejercida en la
responsabilidad delante de Dios, del Creador. Una autoridad entendida así, que tenga como
único objetivo servir al verdadero bien de las personas y ser transparencia del único Sumo
Bien que es Dios, no sólo no es extraña a los hombres, sino, al contrario, es una ayuda
preciosa en el camino hacia la plena realización en Cristo, hacia la salvación.» (Benedicto
XVI, audiencia general Miércoles 26 de mayo de 2010).
«(…) Así pues, la educación no puede prescindir del prestigio, que hace creíble el ejercicio
de la autoridad. Es fruto de experiencia y competencia, pero se adquiere sobre todo con la
coherencia de la propia vida y con la implicación personal, expresión del amor verdadero.
Por consiguiente, el educador es un testigo de la verdad y del bien; ciertamente, también él
es frágil y puede tener fallos, pero siempre tratará de ponerse de nuevo en sintonía con su
misión» (Benedicto XVI, mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la
educación).
Dijo el Maestro: «“Yo soy el camino, y la verdad, y la vida”» (Jn14,6), «Si os mantenéis en
mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os
hará libres» (Jn8,31).
«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: –“Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el
labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda,
para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado;
permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no
permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid,
vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque
sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento,
y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis
palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe
gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos”» (Jn 15,1-8).
«La opción que se plantea nos hace comprender de forma insistente el significado
fundamental de nuestra decisión de vida. Al mismo tiempo, la imagen de la vid es un signo
de esperanza y confianza. Encarnándose, Cristo mismo ha venido a este mundo para ser
nuestro fundamento. En cualquier necesidad y aridez, Él es la fuente de agua viva, que nos
nutre y fortalece. Él en persona carga sobre sí el pecado, el miedo y el sufrimiento y, en
definitiva, nos purifica y transforma misteriosamente en sarmientos buenos que dan vino
bueno. En esos momentos de necesidad nos sentimos a veces aplastados bajo una prensa,
como los racimos de uvas que son exprimidos completamente. Pero sabemos que, unidos a
Cristo, nos convertimos en vino de solera. Dios sabe transformar en amor incluso las
cosas difíciles y agobiantes de nuestra vida. Lo importante es que “permanezcamos”
en la vid, en Cristo. En este breve pasaje, el evangelista usa la palabra “permanecer” una
docena de veces. Este “permanecer-en-Cristo” caracteriza todo el discurso. En nuestro
tiempo de inquietudes e indiferencia, en el que tanta gente pierde el rumbo y el
fundamento; en el que la fidelidad del amor en el matrimonio y en la amistad se ha vuelto
tan frágil y efímera; en el que desearíamos gritar, en medio de nuestras necesidades, como
los discípulos de Emaús: “Señor, quédate con nosotros, porque anochece (cf. Lc 24, 29), sí,
las tinieblas nos rodean”; el Señor resucitado nos ofrece en este tiempo un refugio, un lugar
de luz, de esperanza y confianza, de paz y seguridad. Donde la aridez y la muerte amenazan
a los sarmientos, allí en Cristo hay futuro, vida y alegría, allí hay siempre perdón y nuevo
comienzo, transformación entrando en su amor» (Benedicto XVI, homilía Estadio Olímpico
de Berlín Jueves 22 de septiembre de 2011).
«(…)Para esto, es preciso tener en cuenta, en primer lugar, que el camino hacia la verdad
completa compromete también al ser humano por entero: es un camino de la inteligencia y
del amor, de la razón y de la fe. No podemos avanzar en el conocimiento de algo si no nos
mueve el amor; ni tampoco amar algo en lo que no vemos racionalidad: pues “no existe la
inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena
de amor” (Caritas in veritate, n. 30). Si verdad y bien están unidos, también lo están
conocimiento y amor. De esta unidad deriva la coherencia de vida y pensamiento, la
ejemplaridad que se exige a todo buen educador» (Benedicto XVI, mensaje a la diócesis de
Roma sobre la tarea urgente de la educación).