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4. ¿Quién es el Espíritu Santo?

La Iglesia se lanzó a la evangelización del mundo el día de Pentecostés. El Espíritu Santo es el


gran regalo de Jesús a los suyos, después de salir de sus miedos y de sus infidelidades, y
volverse a juntar en comunidad. El Espíritu es el Espíritu de la comunión. Sin Él, es imposible
forjar una comunidad, una familia; con Él se construye la familia de los hijos de Dios. Con todo,
el Espíritu de Jesús es el “gran desconocido”. Querer transformar esta sociedad sin espíritu,
materializada y sin sentido, supone abrirse de nuevo al poder y la fuerza de Dios. Con el
Espíritu se libera a los hombres a sus esclavitudes y de nuevo aparece la libertad. Con el
Espíritu se hace el camino hacia la Verdad plena, que es Jesús. Una Iglesia que no es
carismática, que no posee los dones y gracias del Espíritu, es una Iglesia sin vida, sin capacidad
de ser fermento en medio de la masa.

Urge, urge pedir de nuevo al Espíritu de Dios. Urge unirse de nuevo en comunidad, con María
la Madre de Jesús, para que un nuevo Pentecostés airee la iglesia y sea aliento para el mundo
de hoy asfixiado. No, no está fuera del corazón del bautizado. Está tan adentro que se
convierte en Vida de su vida, si se le deja ser libre. El Espíritu de Jesús es el amor profundo y
entrañable, el amor especial, entre el Padre y el Hijo, un amor hecho don, entrega, ágape,
fiesta gozosa. Ese amor se convierte en abrazo. El Espíritu es el abrazo infinito y eterno del
Padre y del Hijo. Lleno de calor y alegría; lleno de vida y verdad. Un amor que es derramado a
los corazones de los bautizados. Aún más si el Espíritu de Dios llena la faz de la tierra

Vivimos en tiempos de regalos, bendiciones. El Espíritu es el gran regalo del Padre a sus hijos;
es la gran bendición del Padre a los suyos. Y el Espíritu, en lo interior realiza la obra de la
santificación, de la vivificación. Con su amor y poder, con su luz y verdad, adorna el corazón de
los que lo dejan actuar, transformándolos en el Hijo. Es fuente de luz para las mentes; es
fuente de amor para el corazón; es fuente de fortaleza para las voluntades; es fuente de
oración para el espíritu; es fuente de Paz y serenidad para los cuerpos; es fuente de libertad
para la persona. Realiza en nosotros todo lo que Jesús hizo por nosotros. él es el gran hacedor;
es la acción de Jesús hoy salvando al hombree. El Espíritu es la vida del alma: es el Don más
hermoso de todos los dones.

Jesús, realizada su obra de salvación, subió al cielo.


En las manos de su Espíritu ha dejado la “aplicación” de su sangre, fuente de esa vida nueva
que nos trae la salvación. El es el Amigo. Es el que nos acompaña, nos conduce, nos guía, nos
lleva de la mano. Jesús le llama Paráclito, consolador. Lo llama abogado y defensor. Está “en
nosotros” animándonos, motivándonos, estimulándonos, rehaciéndonos, fortaleciéndonos. Es
el gran sanador. Es el que cicatriza nuestras heridas y cura nuestras llagas. Es aquel que
“permanece”, es fiel, es constante en nuestras vidas. Nunca falla. Siempre pronto a dar ayuda.
Con Él es posible todo. Con Él no hay miedos, ni dudas, ni cobardías, ni desánimos. Con Él
nunca se tira la toalla. El Espíritu de Jesús es la sobreabundancia de gracia, allí donde abundo
el pecado.

¿Dónde encontrarla? ¿Dónde actúa? Su presencia se hace fuerte, recia en espacios de


oración. Allí nos hace ver, nos hace descubrir nuestra debilidad y sentirle fuerte a Él en
nosotros. en oración gime, grita, suplica, canta, intercede… con gemidos inenarrables que el
Padre bien conoce. El hombre, la mujer de oración quedan ungidos por el Espíritu y lo hace
presente donde lleguen con su apostolado. ¿Dónde encontrarle? ¿Dónde se manifiesta con
fuerza? En la experiencia de la Palabra de Dios. La misma Palabra es la espada del Espíritu. La
Palabra de Dios esta preñada de la vida del Espíritu; está encharcada de la gracia y lluvia de
bendiciones de Espíritu; está penetrada del gozo y la Paz del Espíritu. Esa Palabra tiene fuerza
para vencer al malo; fuerza para tocar los corazones y arrancarlos del pecado. Esa Palabra
resucita a los muertos. Una Palabra dada desde el corazón.

¿Dónde actúa el Espíritu? Sin duda, en este espacio privilegiado de su acción salvadora: los
sacramentos. Son acciones salvadoras del Padre de hoy, en la Sangre de Cristo, bajo la acción,
el impulso del Espíritu. En los sacramentos recibidos, acogidos como expresión fuerte de la fe
del corazón, el Espíritu nos hace participar de la Cruz y Resurrección de Jesús. Nos introduce en
el Plan de salvación del Padre; nos hace hombres nuevos con nuevo talante para la misión. El
Espíritu también se manifiesta con fuerza allí donde está presente María, la Madre de Jesús.
Ella es la llena de gracia, la poseída por el Espíritu. Ella es la esposa del Espíritu que clama por
la venida del Esposo y le dice: ¡Ven! María es camino hacia el Espíritu, como el Espíritu lo es
hacia Jesús, y Jesús hacia el Padre

¿Dónde encontrar el Espíritu actuando con fuerza?


Sin duda, dentro de la comunidad. Es Él quien convoca, quien aglutina, quien crea la
fraternidad. Donde está el Espíritu está el amor, la unidad. Quien crea espacios de unidad, de
encuentro, de integración, tiene consigo al Espíritu; quien vive en su corazón en comunión con
los hermanos, lleva al Espíritu en su acción; quien siembra paz y reconciliación, hace presente
al Espíritu. Comunión entre el Padre y el Hijo. ¿Dónde encontrar al Espíritu que actúa? Sin
duda, en los campos de la misión. Una misión hecha en unión con Jesús, y dando gloria al
Padre. Una misión hecha en condición de ungidos, marcados, sellados con su gracia. No: no es
acción educativa o de salud, sin más; es misión con capacidad de salvar, de hacer presente el
Reino de Dios.

También se encuentra el Espíritu, allí donde hay dolor. Es el consolador. Es el Padre del
pobre. El mismo sufrimiento clama por el Espíritu; el mismo dolor le atrae como le atrajo Jesús
crucificado. Ya sea un dolor físico, o moral, espiritual o psíquico. La cruz hace presente al
Espíritu que abre camino a la resurrección. Y el Espíritu se encuentra y actúa con fuerza en el
corazón. Es su lugar, donde habita, donde ha puesto su nido, donde ha hecho bajar los cielos a
la tierra.

El apóstol de hoy necesita ser un hombre de corazón, en clima de oración y de palabra; un


hombre que vive en comunidad y, en ese clima, celebra los sacramentos; es un hombre que
camina hacia la misión con María, identificado con Cristo crucificado. Y sabe llevar esos valores
fuertes al hombree de hoy. Evangelizar, en el fondo, será crear “espacios de acción” al Espíritu
de Dios, para que Él mismo haga pre3sente a Jesús y su Reino. Un Reino que es construido hoy
por hombres ungidos.
3. DEVORA EL EVANGELIO CON EL CORAZON

El Evangelio tiene un lugar; el corazón. Es una vida y en el centro de la vida debe ser
acogido. Un corazón que ha logrado una rica interioridad, se capacita para dar fruto en
abundancia. Un corazón con superficialidad, ni sentirá deseos de acercarse al
Evangelio, ni encontrará en él a la persona entrañable a Jesús. Un santo es alguien que
ha devorado el Evangelio con su vida, lo ha hecho experiencia. Un apóstol verdadero
es un hombre que lleva grabado el Evangelio en lo hondo de su ser. No se trata de
comer el Evangelio, como el profeta que oyó una voz que le dijo “come el rollo” y le
supo agradable en la boca y amargo en las entrañas. Devorar el Evangelio es tener
“hambre y sed” fuertes de Jesús. Devorarle es acogerle dentro con ganas, con decisión,
con pasión. Devorarle es dejarse fascinar, seducir por sus palabras interiores, sus
palabras que son “espíritu vida”.

El profe Jeremías dice: “Cuando encontraba palabras tuyas, las devoraba; tus palabras
eran el gozo y la alegría de mi corazón”. Porque el Evangelio, para el que lo descubre,
se convierte en “amigo inseparable”, en tesoro escondido. Encuentra en él su riqueza,
el alimento y el manantial para su vida espiritual. Un hombre con “hambre del
Evangelio” fue Nicodemo. Un hombre que hace camino en la noche al encuentro de
Jesús. Y sentado frente a frente con Él, en largas horas de silencio y paz, descubre una
vida nueva. Descubre que hay que renacer, hay que volver a nacer de nuevo. Es adulto,
pero tiene que volverse como niño. Un niño de corazón limpio, inocente y que busca
apoyo. Este hombre de la noche devoró, una a una, las palabras entrañables de Jesús
que le rociaron con el agua que salta hasta la vida eterna y le quemaron con el fuego
del Espíritu. Nicodemo descubrió que aquel que le hablaba, con tanta serenidad y
dulzura, era el Hijo de Dios; era el amor más profundo del Padre, para que los hombres
lo devoraran y aprendieran a caminar por sendas nunca conocidas.

Es una mujer devorada por la enfermedad. Ha gastado toda su fortuna en médicos; y


no encuentra solución a su mal. Encontrándose con Jesús que iba camino hacia la casa
de Jairo a sanar a su hija enferma, la hemorroisa, se mete entre la multitud que rodea
a Jesús, que le aprieta, le estruja a millares. Y en su corazón enfermo hace levantar un
deseo: “Con tal que toque la orla de su manto, quedaré curada”. Y estira su brazo y
con las puntas de las yemas de sus dedos, “toca” (devora con su fe) a Jesús. Y de Jesús
sale “una fuerza especial” que devora a la mujer y la cura. Jesús alza la voz: “¿Quién
me tocó?. ” Alguien le había devorado. Y postrada ate Jesús, re4conociendo que es
ella, oye del Maestro su Palabra de paz: “Mujer, vete en paz”. Muchos tocaron a Jesús;
una sola fue curada. La mujer humilde y con hambre de Jesús que sintió en su corazón
que Jesús “era la alegría y el gozo” de su vida nueva.
Devorar el Evangelio es “correr” hacia el encuentro de Jesús. Correr a subirse a un
árbol para verle pasar. ¿Sólo pasar? ¿Tan poca era el hambre que Zaqueo sentía por
Jesús? ¿Aún le devoraba el afán de dinero? Si es cierto que los ojos de Zaqueo
devoraban a Jesús, más cierto es que la “mirada de Jesús” devoro a Zaqueo. Le hizo
bajar de su pódium. Le puso en el suelo y le hizo sentirse pequeño, nada. No era el
dinero lo que daba medida a su estatura; su estatura era la medida de su corazón.
Dejado en manos del dinero, ahora Zaqueo abre las puertas de su casa, porque Jesús
quiere celebrar el encuentro con él, sentados a la mesa Jesús dice: “Hoy ha entrado la
salvación en esta casa”. Lo dice después que Zaqueo lanza fuera de su corazón el
dinero que le esclavizaba y, ahora, devorado por Jesús, lo regala a los pobres. Zaqueo
soy yo. Jesús se hace hoy presente en el Evangelio al que me subo o bajo; pero en el
que me “adentro”. Y la salvación también entra en mi casa. Quien corre hacia Jesús,
aprende que llega tarde; porque él, en alas de su Espíritu, ha adelantado la llegada.

Esta mujer está hambrienta y sedienta. No tiene nombre. Su estilo tiene cierto
parecido con María, la Magdalena. Vacía, devorada por amores perdidos, esta
pecadora, llega a una reunión donde Jesús está sentado sólo con hombres. Ella entra,
la devoran las ganas de acercarse a Jesús y respirar su perfume, su aroma limpio. La
devoran las ganas de besar y acariciar a Jesús para sentirse “re-nacida”. La devora el
dolor de haber perdido tanto años apocada por otros hombres sucios y destruidos. Y
ahora quiere llorar, sus lágrimas sin liberación y desahogo. Se arrodilla a los pies de
Jesús y le devora con sus besos, abrazos, lágrimas y su cabello fino, que le sirve de
toalla. Y rompe un frasco de nardo caro y lo derrama sobre la cabeza de Jesús y la casa
se llena de fragancia. Jesús se ha dejado devorar por tanto amor. Y ella se ha dejado
devorar por la misericordia, ternura y perdón de Jesús. Sin importarle las críticas, se
levanta y se va orgullosa. Y la Palabra de Jesús la acompañará toda la vida como un
fuego devorador: “Mujer vete en Paz. Haz amado mucho. Mucho se te perdona.
Porque el mal no está tanto en caer, sino en quedarse caído. Tú te has dejado levantar.
Te quiero”.

El Evangelio nos devora cuando nos sumergimos en él con sinceridad. El corazón


devora el Evangelio cuando se ha sentido golpeado por la vida, cuando se ha sentido
amarrado a esclavitudes, cuando se ha sentido manchado por el pecado. Quien
encuentra a Jesús en el Evangelio, descubre que Jesús vive, que esos hechos, esos
encuentros no son de hace 2000 años. Son de hoy. Que Jesús se hace presente hoy en
el Evangelio cuando el hombre lo abre con humildad y fe, con gozo y pasión. Y el
Evangelio se convierte en el pan de cada día y el vino que alegra el corazón. El
Evangelio devorado se convierte en fermento que cambia la vida en razón de la
existencia. El corazón que devora el Evangelio deja de lado para siempre, tantas otras
cosas que parecían definitivas, y apenas eran hojarascas, paja que lleva el viento.
Cuando devoro el Evangelio termino diciendo a Jesús: “Jesús, te amo con todo mi
corazón, con toda el alma, con todas mis fuerzas y sobre todas las cosas”.
Así de sencillo. El apóstol de Jesucristo, una vez que ha devorado el Evangelio y lo ha
hecho proyecto de vida, enseña a otras gentes a saciar su sed y a calmar su hambre en
el contacto diario, en clima de oración, del Evangelio de Nuestro Señor Jesús. La mejor
parte. El gozo y la alegría del corazón.

9. EL DESIERTO DE LOS SAGRARIOS

El apóstol de verdad tiene pasión por una búsqueda incansable de Dios. Al apóstol le
atrae el sagrario. Ese rincón de soledad y silencio, donde Jesús está en eterno desierto
orando a su Padre por nosotros. Acercarse a ese rincón, lugar profundo de encuentro
del hombre con Dios, supone ganas de dar ritmo enérgico a la vida de fe. Supone
querer alimentar la vida espiritual para desbordarse en vida. El sagrario es la nueva
tienda del encuentro donde Dios se manifiesta. El sagrario es el nuevo Cenáculo donde
Jesús espera y se llena de gozo cuando alguien hinca sus rodillas y se rinde en
adoración silenciosa. El sagrario es el “venid a solas conmigo y descansad un poco”, es
el lugar donde se recuperan fuerzas, se serenan los nervios, se agranda el alma, se
ilumina la mente, y los pies del mensajero de la paz toman alas para sus pasos.

¿Acaso se puede ser apóstol hoy sin apasionarse por estarse “largas horas” ante el
sagrario? Junto con el sagrario, pienso en el Santísimo, oliendo el perfume del incienso,
dejándose perder en el tiempo sin tiempo de la adoración. Adorar es dejar a Dios ser
Dios; es rendirse ante el Absoluto de la vida. Adorar es ponerse cara a cara, como un
nuevo Moisés, con el Dios de la vida hecho silencio asombroso. Adorar es anonadarse,
sumergirse en misterio de Dios; es reconocerse débil, nada, pecador y buscar la fuente
del todo; es sentirse como un granito de arena en el desierto sin fin; o como una gota
de agua, en un mar sin fronteras. Los sagrarios están, muchas veces, abandonados. Es
el Jesús otra vez solo. Solo y sin compañía.

Cuando llego a una capilla chiquita, o a una capilla en un rincón de la inmensa


catedral, al caer de la tarde, siento que Jesús me mira con ternura y me sonríe. Me
dice: “Gracias por haber venido: te esperaba”. Cuando llego junto al sagrario y me
siento en un banco en silencio, siento la soledad de Jesús por una humanidad con poca
fe. Cuando llego lo siento vivo, amigo cercano con ganas inmensas de enseñarme. Es
como sentarse a los pies del Maestro para que su palabra caiga calmada y profunda en
mi corazón que busca interioridad. Siento que el sagrario es el “gran espacio y el
tiempo” para crecer en mi pobre fe; creo que es el lugar donde peleo las batallas de mi
apostolado. Siento que entro en la escuela del silencio, donde se pronuncian las
palabras más profundas. Silencio frente al que es silencio.

No; no creo en mi vida de apóstol si no frecuento a Jesús sacramentado; no creo en


mucho trabajo sin tiempo para gastarlo a solas en la capilla ante el Señor; no creo en
acción fecunda cuando no me dejo fecundar por el que es Vida en abundancia; no creo
en eso de que “todo es oración” cuando no hay tiempos de “luz y fuerza” ante Jesús
sacramentado. Sin adoradores silenciosos, no surgen almas contemplativas ni fuertes.
La misión de hoy necesita contacto profundo, en silencio y soledad, con Jesús que está
allí como Bendición asombrosa, como lluvia fecunda, como fuente de energía y paz. Y
cuando me voy, siento que Jesús me dice, sin palabras, y desde un profundo silencio:
“No vas solo. Voy contigo, juntos haremos la obra. Llevamos el don del Espíritu. Y todo
lo que hagamos juntos hoy, lo haremos para dar gloria a mi Padre”. Dejar a Jesús solo,
es abandonarle en un desierto; Él quiere que de nuevo “ese desierto” sea convertido
vergel, llegando.

3. EL PASO DEL “DAR” AL “DARSE”

Terminó ya la época del “Dios de papel”, del Dios de las mil palabras vacías de
contenido. Paso la época de “tantas fotocopias”, sin originalidad y autenticidad.
Estamos en el momento de “ir a las fuentes”. Pasó el tiempo de atiborrar a las gentes
de tantas charlas, reuniones, informaciones, sin que todo ese sistema ayude a cambiar,
a darle a la vida un estilo nuevo. Pasó la época de tantas frases –eslóganes—rostros de
Cristos y mil siluetas más, en camisetas, playeras, pegatinas y llaveros. ¿Dónde no está
la imagen de Cristo? Pero nos falta el Cristo que vive en los corazones por la fe. Es
momento de pasar del barniz, a pulir, forjar, modelar. Es el paso del “plástico” a lo
“Artesanal”. Es el paso del parecer al ser. Es el momento de la “armonía” entre
mensaje y mensajero.

Creo que el modelo auténtico del apóstol no es otro que Jesús. Y un Jesús que
comienza la acción, la continua y la lleva a feliz término. Los cambios por “la moda” no
son buenos en las empresas profundas. Lo esencial permanece: y lo que no permanece
hay que cuestionarlo por falta de raíces. Y el árbol sin raíces no da ni flor, ni fruto. Toda
la misión de Jesús es “creíble” y tiene fuerza de salvación, desde lo alto de la Cruz. Yo
creo en el Evangelio que anunció el Nazareno, porque rubrico con su sangre, su
Palabra de vida. Creo en sus obras, sus signos del Reino, por las manos y los pies
clavados al madero, sin oponer resistencia, Creo en su vida sencilla y profunda, por la
llaga de su costado, manantial, en sangre y agua, de vida eterna. Creo en Jesús porque
fue fiel al proyecto del Padre hasta el extremo. Creo en Jesús crucificado como camino
se resurrección de los hombres.

Épocas de la Iglesia donde no hay mártires, son épocas sin profetas, sin hombres de
Evangelio, sin evangelizadores profundos. Porque el verdadero apóstol es testigo;
testigo de lo que ha experimentado en su vida. Y el testigo verdadero siempre prueba
la cruz del martirio. Nadie tienen amor más grande que quien da la vida por quien ama.
La fidelidad en el compromiso por el Reino exige reciedumbre de fe, energía de
esperanza y generosidad de caridad. Hoy los hombres claman por “amigos fuertes de
Dios”. Estos hombres y mujeres que se dan hasta que duela. Esos hombres y mujeres
que con su presencia son irradiación del Evangelio. No necesitan hablar mucho; basta
con mirarles. Estos agentes de pastoral que llevan el corazón abierto al que sufre.

El apóstol-testigo es el que tiene el corazón compasivo y misericordioso. Ese corazón


que se asombra, se conmueve, se acerca y besa las heridas del hermano apaleado. Ese
hombre que no mide tiempo, ni mira al reloj, ni acapara para sí, sino que comparte
todo. Ese hombre que lo que lleva en su corazón no es más que un gran amor a Jesús
y un gran amor a los hermanos. Es el amor el que mueve al mundo. El que ama, no da;
el que ama, se da. El que ama, no mide; el que ama, se da según la medida del que
pide. El que ama, sabe que su amor es de Dios. Un amor recio como la muerte; un
amor infinito como el de Dios; un amor lleno de alegría, paz y gozo. Las gentes tienen
sensibilidad, olfato para descubrir al que “da” ideas, cosas, dinero, proyectos, y no se
moja. Hoy no se va de visita a ningún lugar. Se exige ir “para quedarse”. La misión hoy
no es de una semana. Se trata de “encarnarse” en el corazón de la gente con la fuerza
del Espíritu.

Y el “darse” no es posible en solitario. Exige darse desde una comunidad, un equipo.


Darse con esa fuerza del “nosotros” y no del “yo”, porque los problemas de hoy son
recios, y a tiempos fuertes, equipos fuertes. Es entonces cuando el Espíritu se hace
presente. Es entonces cuando Él, con su poder y luz, convierte al equipo en manantial
de vida. La misión hoy, tiene sentido desde una comunidad. Esa comunidad debe tener
capacidad de acoger a otros para que aprenda a vivir la comunidad de Jesús y luego
sean multiplicadores de su vivencia. Darse, darse con certeza de que el grano de trigo
dado a la tierra, luego muere y da fruto en abundancia. ¿Miedo a morir?
Es miedo a no querer ser fecundo.

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