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Urge, urge pedir de nuevo al Espíritu de Dios. Urge unirse de nuevo en comunidad, con María
la Madre de Jesús, para que un nuevo Pentecostés airee la iglesia y sea aliento para el mundo
de hoy asfixiado. No, no está fuera del corazón del bautizado. Está tan adentro que se
convierte en Vida de su vida, si se le deja ser libre. El Espíritu de Jesús es el amor profundo y
entrañable, el amor especial, entre el Padre y el Hijo, un amor hecho don, entrega, ágape,
fiesta gozosa. Ese amor se convierte en abrazo. El Espíritu es el abrazo infinito y eterno del
Padre y del Hijo. Lleno de calor y alegría; lleno de vida y verdad. Un amor que es derramado a
los corazones de los bautizados. Aún más si el Espíritu de Dios llena la faz de la tierra
Vivimos en tiempos de regalos, bendiciones. El Espíritu es el gran regalo del Padre a sus hijos;
es la gran bendición del Padre a los suyos. Y el Espíritu, en lo interior realiza la obra de la
santificación, de la vivificación. Con su amor y poder, con su luz y verdad, adorna el corazón de
los que lo dejan actuar, transformándolos en el Hijo. Es fuente de luz para las mentes; es
fuente de amor para el corazón; es fuente de fortaleza para las voluntades; es fuente de
oración para el espíritu; es fuente de Paz y serenidad para los cuerpos; es fuente de libertad
para la persona. Realiza en nosotros todo lo que Jesús hizo por nosotros. él es el gran hacedor;
es la acción de Jesús hoy salvando al hombree. El Espíritu es la vida del alma: es el Don más
hermoso de todos los dones.
¿Dónde actúa el Espíritu? Sin duda, en este espacio privilegiado de su acción salvadora: los
sacramentos. Son acciones salvadoras del Padre de hoy, en la Sangre de Cristo, bajo la acción,
el impulso del Espíritu. En los sacramentos recibidos, acogidos como expresión fuerte de la fe
del corazón, el Espíritu nos hace participar de la Cruz y Resurrección de Jesús. Nos introduce en
el Plan de salvación del Padre; nos hace hombres nuevos con nuevo talante para la misión. El
Espíritu también se manifiesta con fuerza allí donde está presente María, la Madre de Jesús.
Ella es la llena de gracia, la poseída por el Espíritu. Ella es la esposa del Espíritu que clama por
la venida del Esposo y le dice: ¡Ven! María es camino hacia el Espíritu, como el Espíritu lo es
hacia Jesús, y Jesús hacia el Padre
También se encuentra el Espíritu, allí donde hay dolor. Es el consolador. Es el Padre del
pobre. El mismo sufrimiento clama por el Espíritu; el mismo dolor le atrae como le atrajo Jesús
crucificado. Ya sea un dolor físico, o moral, espiritual o psíquico. La cruz hace presente al
Espíritu que abre camino a la resurrección. Y el Espíritu se encuentra y actúa con fuerza en el
corazón. Es su lugar, donde habita, donde ha puesto su nido, donde ha hecho bajar los cielos a
la tierra.
El Evangelio tiene un lugar; el corazón. Es una vida y en el centro de la vida debe ser
acogido. Un corazón que ha logrado una rica interioridad, se capacita para dar fruto en
abundancia. Un corazón con superficialidad, ni sentirá deseos de acercarse al
Evangelio, ni encontrará en él a la persona entrañable a Jesús. Un santo es alguien que
ha devorado el Evangelio con su vida, lo ha hecho experiencia. Un apóstol verdadero
es un hombre que lleva grabado el Evangelio en lo hondo de su ser. No se trata de
comer el Evangelio, como el profeta que oyó una voz que le dijo “come el rollo” y le
supo agradable en la boca y amargo en las entrañas. Devorar el Evangelio es tener
“hambre y sed” fuertes de Jesús. Devorarle es acogerle dentro con ganas, con decisión,
con pasión. Devorarle es dejarse fascinar, seducir por sus palabras interiores, sus
palabras que son “espíritu vida”.
El profe Jeremías dice: “Cuando encontraba palabras tuyas, las devoraba; tus palabras
eran el gozo y la alegría de mi corazón”. Porque el Evangelio, para el que lo descubre,
se convierte en “amigo inseparable”, en tesoro escondido. Encuentra en él su riqueza,
el alimento y el manantial para su vida espiritual. Un hombre con “hambre del
Evangelio” fue Nicodemo. Un hombre que hace camino en la noche al encuentro de
Jesús. Y sentado frente a frente con Él, en largas horas de silencio y paz, descubre una
vida nueva. Descubre que hay que renacer, hay que volver a nacer de nuevo. Es adulto,
pero tiene que volverse como niño. Un niño de corazón limpio, inocente y que busca
apoyo. Este hombre de la noche devoró, una a una, las palabras entrañables de Jesús
que le rociaron con el agua que salta hasta la vida eterna y le quemaron con el fuego
del Espíritu. Nicodemo descubrió que aquel que le hablaba, con tanta serenidad y
dulzura, era el Hijo de Dios; era el amor más profundo del Padre, para que los hombres
lo devoraran y aprendieran a caminar por sendas nunca conocidas.
Esta mujer está hambrienta y sedienta. No tiene nombre. Su estilo tiene cierto
parecido con María, la Magdalena. Vacía, devorada por amores perdidos, esta
pecadora, llega a una reunión donde Jesús está sentado sólo con hombres. Ella entra,
la devoran las ganas de acercarse a Jesús y respirar su perfume, su aroma limpio. La
devoran las ganas de besar y acariciar a Jesús para sentirse “re-nacida”. La devora el
dolor de haber perdido tanto años apocada por otros hombres sucios y destruidos. Y
ahora quiere llorar, sus lágrimas sin liberación y desahogo. Se arrodilla a los pies de
Jesús y le devora con sus besos, abrazos, lágrimas y su cabello fino, que le sirve de
toalla. Y rompe un frasco de nardo caro y lo derrama sobre la cabeza de Jesús y la casa
se llena de fragancia. Jesús se ha dejado devorar por tanto amor. Y ella se ha dejado
devorar por la misericordia, ternura y perdón de Jesús. Sin importarle las críticas, se
levanta y se va orgullosa. Y la Palabra de Jesús la acompañará toda la vida como un
fuego devorador: “Mujer vete en Paz. Haz amado mucho. Mucho se te perdona.
Porque el mal no está tanto en caer, sino en quedarse caído. Tú te has dejado levantar.
Te quiero”.
El apóstol de verdad tiene pasión por una búsqueda incansable de Dios. Al apóstol le
atrae el sagrario. Ese rincón de soledad y silencio, donde Jesús está en eterno desierto
orando a su Padre por nosotros. Acercarse a ese rincón, lugar profundo de encuentro
del hombre con Dios, supone ganas de dar ritmo enérgico a la vida de fe. Supone
querer alimentar la vida espiritual para desbordarse en vida. El sagrario es la nueva
tienda del encuentro donde Dios se manifiesta. El sagrario es el nuevo Cenáculo donde
Jesús espera y se llena de gozo cuando alguien hinca sus rodillas y se rinde en
adoración silenciosa. El sagrario es el “venid a solas conmigo y descansad un poco”, es
el lugar donde se recuperan fuerzas, se serenan los nervios, se agranda el alma, se
ilumina la mente, y los pies del mensajero de la paz toman alas para sus pasos.
¿Acaso se puede ser apóstol hoy sin apasionarse por estarse “largas horas” ante el
sagrario? Junto con el sagrario, pienso en el Santísimo, oliendo el perfume del incienso,
dejándose perder en el tiempo sin tiempo de la adoración. Adorar es dejar a Dios ser
Dios; es rendirse ante el Absoluto de la vida. Adorar es ponerse cara a cara, como un
nuevo Moisés, con el Dios de la vida hecho silencio asombroso. Adorar es anonadarse,
sumergirse en misterio de Dios; es reconocerse débil, nada, pecador y buscar la fuente
del todo; es sentirse como un granito de arena en el desierto sin fin; o como una gota
de agua, en un mar sin fronteras. Los sagrarios están, muchas veces, abandonados. Es
el Jesús otra vez solo. Solo y sin compañía.
Terminó ya la época del “Dios de papel”, del Dios de las mil palabras vacías de
contenido. Paso la época de “tantas fotocopias”, sin originalidad y autenticidad.
Estamos en el momento de “ir a las fuentes”. Pasó el tiempo de atiborrar a las gentes
de tantas charlas, reuniones, informaciones, sin que todo ese sistema ayude a cambiar,
a darle a la vida un estilo nuevo. Pasó la época de tantas frases –eslóganes—rostros de
Cristos y mil siluetas más, en camisetas, playeras, pegatinas y llaveros. ¿Dónde no está
la imagen de Cristo? Pero nos falta el Cristo que vive en los corazones por la fe. Es
momento de pasar del barniz, a pulir, forjar, modelar. Es el paso del “plástico” a lo
“Artesanal”. Es el paso del parecer al ser. Es el momento de la “armonía” entre
mensaje y mensajero.
Creo que el modelo auténtico del apóstol no es otro que Jesús. Y un Jesús que
comienza la acción, la continua y la lleva a feliz término. Los cambios por “la moda” no
son buenos en las empresas profundas. Lo esencial permanece: y lo que no permanece
hay que cuestionarlo por falta de raíces. Y el árbol sin raíces no da ni flor, ni fruto. Toda
la misión de Jesús es “creíble” y tiene fuerza de salvación, desde lo alto de la Cruz. Yo
creo en el Evangelio que anunció el Nazareno, porque rubrico con su sangre, su
Palabra de vida. Creo en sus obras, sus signos del Reino, por las manos y los pies
clavados al madero, sin oponer resistencia, Creo en su vida sencilla y profunda, por la
llaga de su costado, manantial, en sangre y agua, de vida eterna. Creo en Jesús porque
fue fiel al proyecto del Padre hasta el extremo. Creo en Jesús crucificado como camino
se resurrección de los hombres.
Épocas de la Iglesia donde no hay mártires, son épocas sin profetas, sin hombres de
Evangelio, sin evangelizadores profundos. Porque el verdadero apóstol es testigo;
testigo de lo que ha experimentado en su vida. Y el testigo verdadero siempre prueba
la cruz del martirio. Nadie tienen amor más grande que quien da la vida por quien ama.
La fidelidad en el compromiso por el Reino exige reciedumbre de fe, energía de
esperanza y generosidad de caridad. Hoy los hombres claman por “amigos fuertes de
Dios”. Estos hombres y mujeres que se dan hasta que duela. Esos hombres y mujeres
que con su presencia son irradiación del Evangelio. No necesitan hablar mucho; basta
con mirarles. Estos agentes de pastoral que llevan el corazón abierto al que sufre.