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Lorraine Daston

en Montevideo
Juan A. Queijo Olano
Isabel Wschebor
compiladores
Lorraine Daston en Montevideo

© 2020, Lorraine Daston, Vania Markarian, María Laura Martínez,


Antonio Augusto Passos Videira, Juan A. Queijo Olano, Isabel Wschebor.
© 2020, Universidad de la República.

Archivo General de la Universidad, Área de Investigación Histórica

Producción editorial: Doble clic • Editoras


E-mail: doble.clic.editoras@gmail.com

ISBN: 978-9974-0-1802-0

Montevideo, Uruguay, diciembre de 2020.


Contenidos

Introducción
Vania Markarian............................................................................................7

Presentación de Lorraine Daston


María Laura Martínez...................................................................................9

Gran cálculo e historia de la inteligencia


Lorraine Daston..........................................................................................13

Observar el conocimiento: el seminario


Lorraine Daston..........................................................................................35

El poder de la historia:
una entrevista con Lorraine Daston
Antonio A. Passos Videira y Juan A. Queijo Olano....................................41

Epílogo:
¿Se puede hacer epistemología histórica en Uruguay?
Juan A. Queijo Olano e Isabel Wschebor...................................................51
Introducción

La visita de Lorraine Daston a Montevideo en marzo de 2019 se produjo


por lo que, en términos que distan de ser científicos, podríamos llamar una
favorable alineación de astros. En primer lugar, estuvo el deseo de un grupo
pequeño y heterodoxo de investigadores de la Universidad de la República
(udelar) que, luego de haberla leído con entusiasmo, pensamos que cono-
cerla personalmente sería de gran provecho para nuestra dispersa comu-
nidad de interesados en la historia de la ciencia. Pero ¿cuántas veces una
comunidad de lectores ha tenido el deseo de conocer al autor de las páginas
que admira y no ha podido llevarlo a cabo? En este caso, se dio un fortui-
to encuentro con la directora del Goethe Insitut en Montevideo, Katharina
Ochse, y su oferta de darle en mano la invitación a la directora del Institu-
to Max Planck de Historia de la Ciencia en su próximo viaje a Berlín. Y a
las dos semanas llegó la sorprendente y encantadora respuesta de Lorraine
diciendo que con gusto vendría a conocer nuestra ciudad. No sabíamos en-
tonces que sería su primera vez en América Latina ni que seríamos la envi-
dia de muchos colegas de México, Brasil o Argentina, que también habían
querido invitarla, pero con menos suerte, o con Saturno en Júpiter…
Estas páginas que ahora presentamos dan cuenta de la suerte que tu-
vimos quienes vivimos la intensa semana que Lorraine Daston pasó entre
nosotros en Montevideo. En ellas recogemos su conferencia en el Museo
Nacional de Artes Visuales (mnav), su participación en el seminario per-
manente del Archivo General de la Universidad de la República (agu) y
una entrevista que le hicieron Juan Queijo y Antonio Augusto Passos Vi-
deira para Contemporánea en la cocina del agu. Sumamos una semblanza
de su carrera, realizada por María Laura Martínez, y un epílogo en el que
los compiladores del volumen, Juan Queijo e Isabel Wschebor, se pregun-
tan sobre la posibilidad de replicar en nuestras costas algo similar a lo que
Daston montó con su equipo desde el Instituto Max Planck hace ya más de
dos décadas.

7
Solo quiero agregar aquí unas palabras sobre el enorme placer de ha-
ber charlado con Lorraine en varias ocasiones menos formales, de haber
compartido con ella un asado en Solymar, de haber recorrido el memorial
a los desaparecidos, en el Cerro, de haber visitado el Archivo General de
la Nación y el Centro de Fotografía… Quisiera poder transmitir algo de lo
aprendido al escucharla hablar con quienes colectan especímenes en el Jar-
dín Botánico y comentar con atención el trabajo que llevamos adelante en
el agu para hacer posible el estudio de la historia de la ciencia en Uruguay.
En cada una de esas ocasiones, pudimos observar su aguda inteligen-
cia, la precisión de sus observaciones, la generosidad para compartir sus
conocimientos y la apertura hacia las experiencias de otros. De nuevo, po-
cas veces en la trayectoria de una comunidad científica pequeña y dispersa,
como es la de quienes nos interesamos por la historia de las instituciones
científicas en Uruguay, los astros se ponen en línea y permiten conocer per-
sonalmente a alguien tan influyente en la conformación de un campo disci-
plinar como lo es Lorraine Daston con respecto a la epistemología histórica
a nivel global. Fue, sin duda, un privilegio y un golpe de suerte que supimos
aprovechar. Por eso, no queremos dejar pasar la oportunidad de volver a
agradecerle por haber cruzado el mundo para conocer Montevideo.

Vania Markarian
Responsable del Área de Investigación Histórica
Archivo General de la Universidad de la República

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Presentación de Lorraine Daston

María Laura Martínez

Lorraine Daston es una historiadora de la ciencia reconocida a nivel mun-


dial. Si bien está radicada desde hace varias décadas en Alemania, nació en
Estados Unidos. Obtuvo su doctorado en historia de la ciencia en la Univer-
sidad de Harvard (1979), fue una de las directoras del Instituto Max Planck
para la Historia de la Ciencia, en Berlín, hasta hace pocos meses y fue profe-
sora visitante de la Universidad de Harvard y del Comité sobre Pensamien-
to Social de la Universidad de Chicago, entre otras instituciones. Como ha
señalado Ian Hacking1 en más de una ocasión, es una historiadora de la
ciencia con sensibilidad filosófica.
Sus trabajos se enmarcan en el movimiento actualmente denominado
epistemología histórica, una forma de investigación, según la propia Das-
ton, acerca de las condiciones históricas en las que emergen las categorías
epistémicas fundamentales de la ciencia, una «historia de las categorías que
estructuran nuestro pensamiento, modelan nuestros argumentos y pruebas,
y certifican nuestros estándares de explicación».2
En cuanto a sus publicaciones, de las cuales aquí se mencionan sola-
mente algunas, cubren una amplia gama de tópicos en el campo de la histo-
ria de la ciencia.
En 1987 publicó, con Lorenz Krüger y Michael Heidelberger, The Pro-
babilistic Revolution. Un año más tarde escribió Classical Probability in the

1  Filósofo de la ciencia canadiense que organizó junto con Daston, en 1993, en Toronto,
una conferencia internacional dedicada a la epistemología histórica. Este evento marcó, en
algún sentido, el inicio de la etapa contemporánea de este movimiento, que ya conocía una
etapa anterior, en suelo francés. Daston ha señalado reiteradamente haber sido incitada a
realizar este tipo de investigaciones a partir de su lectura del libro de Hacking The Emer-
gence of Probability, publicado en 1975.
2  Lorraine Daston, «Historical Epistemology», en Questions of Evidence. Proof, Practice
and Persuasion across the Discipline, James Chandler, Arnold I. Davidson y Harry D. Ha-
rootunian, eds. (Chicago: Chicago University, 1994), 282.

9
Enlightenment. Ambos textos fueron resultado de sus investigaciones en el
seno de un grupo congregado por Krüger para investigar acerca del tema
de la probabilidad. El último libro mencionado, que conquistó un amplio
reconocimiento internacional, fue seguido por Wonders and the Order of
Nature: 1150-1750, en coautoría con Katharine Park, que recibió el Premio
Pfizer en 1999.
También en el marco del análisis de estos conceptos organizadores de la
ciencia se incluye Objectivity, escrito en conjunto con Peter Galison. El li-
bro aborda el surgimiento y la evolución del concepto de objetividad como
una de las categorías más importantes para el estudio de la ciencia. En este
texto, los autores rechazan la idea de que los conceptos epistémicos que es-
tructuran la ciencia sean entendidos como objetos eternos y abstractos y
muestran los cambios dramáticos que sufrió la idea de objetividad desde la
Ilustración hasta el presente. En la misma línea, en 2011, en coautoría con
Elizabeth Lunbeck, Daston publicó Histories of Scientific Observation.
Por su parte, Biographies of Scientific Objects, editado por Daston, es una
compilación de once artículos que ejemplifican el surgimiento de distintos
objetos científicos. En la introducción, la editora refiere a dominios com-
pletos de fenómenos que emergen y desaparecen como objetos de investi-
gación científica. Cada ensayo documenta cómo un conjunto de fenómenos
hasta cierto momento ignorados, desconocidos o dispersos se transforman,
como resultado de ciertas condiciones de posibilidad, en objetos científi-
cos que pueden ser observados y manipulados, capaces de ramificaciones
teóricas y sorpresas empíricas que los hacen coherentes, al menos por un
tiempo, como entidades ontológicas, sin obligarnos a tener que decidir en-
tre invención y descubrimiento. Así, se sostiene en esta obra que los objetos
científicos tienen una ontología histórica, son, a un mismo tiempo, reales
e históricos.
Finalmente, en uno de sus libros más recientes, Science in the Archives.
Past, Presents, Futures, Daston se propone socavar las oposiciones habitua-
les entre las humanidades, guardianas de la memoria, y las (supuestamente)
amnésicas ciencias empíricas, al sostener que estas tienen sus propios archi-
vos. Ellos son el repositorio de lo que cada disciplina considera que vale la
pena conocer y preservar. Sus prácticas, que incluyen el almacenamiento,
la clasificación y la recuperación de datos, son la condición previa de la in-
vestigación. En este sentido, la historia aparece como parte integral de estas
ciencias, aunque los archivos sean, en su mayoría, invisibles en sus relatos.
Esas prácticas de recopilación, compaginación y preservación son concebi-

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das como empresas intrínsecamente colectivas, que se extienden tanto ha-
cia el pasado como hacia el futuro. Los archivos científicos son, además,
oportunistas y abiertos: nadie sabe de antemano qué preguntas planteará el
futuro y qué rastros del presente (y de lo que haya sido preservado del pasa-
do) serán necesarios para responderlas. Los archivos científicos se reconfi-
guran constantemente para servir a nuevas líneas de investigación.
Entre otros reconocimientos, Lorraine Daston recibió el Premio Pfizer
en dos ocasiones (1989 y 1999) y la Medalla Sarton en 2012. En 2018 fue
galardonada con el premio Dan David y en 2020 con los premios Dr. A. H.
Heineken de Historia y Gerda Henkel. Fue incorporada a la Orden del Mé-
rito de la República Federal de Alemania y recibió doctorados honoríficos
en distintas universidades.
Sus proyectos actuales incluyen la historia de las reglas, el significado
de la modernidad en la historia de la ciencia, la gobernanza internacional
en la ciencia desde fines del siglo xix y la relación entre los órdenes mo-
ral y natural. Como señala Daston en un artículo publicado en los últimos
tiempos, podríamos imaginar distintas escenas en cualquier salón de clases,
en casi cualquier época y lugar. En todas ellas, los estudiantes se forman
en alguna versión de las tres técnicas culturales fundamentales que subya-
cen a todas las demás prácticas cognitivas en las sociedades alfabetizadas:
la lectura, la escritura y el cálculo. La lectura y la escritura han resistido
y florecido a través de revoluciones sucesivas, desde la impresión hasta la
digitalización. Pero ¿y el cálculo?, ¿qué ha ocurrido con ese tercer pilar del
triunvirato de escribas? En torno a este último tema tuvimos el privilegio de
escuchar la conferencia de la doctora Daston «Gran cálculo e historia de la
inteligencia», en Montevideo, en marzo de 2019, cuya traducción se incluye
a continuación.

Referencias bibliográficas
Daston, Lorraine; Lorenz Krüger y Michael Heidelberger, eds. The Probabi-
listic Revolution. Vol. 1: Ideas in History. Cambridge: mit, 1987.
Daston, Lorraine. Classical Probability in the Enlightenment. Princeton:
Princeton University, 1988.
Daston, Lorraine. «Historical Epistemology», en Questions of Evidence.
Proof, Practice and Persuasion across the Discipline, editado por James

11
Chandler, Arnold I. Davidson y Harry D. Harootunian, 282-289. Chi-
cago: Chicago University, 1994.
Daston, Lorraine y Katharine Park. Wonders and the Order of Nature: 1150-
1750. New York: Zone Books, 1998.
Daston, Lorraine. Biographies of Scientific Objects. Chicago: Chicago Uni-
versity, 1999.
Daston, Lorraine y Peter Galison. Objectivity. New York: Zone Books, 2007.
Daston, Lorraine y Elizabeth Lunbeck. Histories of Scientific Observation.
Chicago: Chicago University, 2011.
Daston, Lorraine, ed. Science in the Archives. Past, Presents, Futures. Chica-
go: University of Chicago, 2017.
Hacking, Ian. The Emergence of Probability. Cambridge: Cambridge Univer-
sity, 1975.

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Gran cálculo e historia de la inteligencia

Lorraine Daston1

I. Introducción: una inteligencia alien

Esto es un elefante. Si intentas en-


señarle a un niño de unos tres o
cuatro años de edad cómo identi-
ficar a un elefante, por lo general
solo necesitará dos o tres imágenes
de este tipo (y en algunos casos solo
una). A partir de entonces, el niño
podrá identificar de forma fiable a
los elefantes, ya sea representados
en una fotografía o en un dibujo, en
color gris o en rosa, con o sin ropa.
El niño «adquiere» la categoría de
elefante. Nunca confundirá elefan-
tes con perros o peces de colores,
ni con tigres o rinocerontes, mucho
menos con camiones, casas o conos
de helado. Los científicos cogniti-
vos todavía no saben exactamen-
te cómo el cerebro humano forma
esas categorías conceptuales, e in-
cluso menos cómo lo hace sobre la base de un escaso puñado de ejemplos.
Pero esta habilidad es una capacidad conocida e innegable de la inteligencia
humana.
Ahora, imagina que estamos tratando de enseñarle no a un niño pe-
queño, sino a una supercomputadora cómo reconocer a los elefantes. Esto
1  Conferencia realizada en el mnav, Montevideo, el 7 de marzo 2019.

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puede ser y ha sido hecho. Se proporcionan a la computadora decenas de
miles de ejemplos de imágenes de elefantes y se retroalimenta cuándo tiene
éxito o no en la identificación de los elefantes y su distinción de las imá-
genes de otras cosas. El aprendizaje automático es el proceso por el cual
la computadora corrige sus propios algoritmos sobre la base de muchos,
muchísimos, ejemplos y de su retroalimentación. Este tipo de aprendizaje
se comprende menos aun que los procesos cognitivos por los cuales el niño
aprende a distinguir los elefantes de todo lo demás en el mundo. Pero una
cosa sí sabemos: la computadora puede ser capaz de imitar eventualmente
algunos de los logros cognitivos de un niño humano, pero no lo hace imi-
tando los procesos cognitivos por los que el niño alcanza esos resultados.
Un niño domina la tarea en minutos y solo necesita tres o cuatro ejemplos;
una supercomputadora, incluso con un inmenso poder de cálculo, requiere
mucho más tiempo y miles y miles de ejemplos. Por primera vez, los seres
humanos se enfrentan con una inteligencia verdaderamente alienígena, y
esta es tan inescrutable en su funcionamiento como la nuestra.
Una cosa que sí sabemos sobre la inteligencia alienígena de la super-
computadora es que sus operaciones más fundamentales son los cálculos,
millones y millones de ellos ejecutados a la velocidad del rayo. Esta inteli-
gencia, a menudo llamada «inteligencia artificial» (ia), se basa en el más an-
tiguo y básico de todos los algoritmos, las cuatro operaciones de aritmética:
adición, resta, multiplicación y división. En la larga historia del cálculo, rara
vez se las ha vinculado a la inteligencia, aunque configuran una de las tres
técnicas culturales, junto con la lectura y la escritura, que crearon tradicio-
nes de escribas desde en las sociedades de la antigua Mesopotamia y Chi-
na, pasando por la Europa medieval, hasta casi cualquier aula en cualquier
parte del mundo hoy en día. En el contexto del gran cálculo, en el que miles
de números fueron procesados por computadoras en observatorios astro-
nómicos, en las oficinas de los recaudadores de impuestos o en los bancos,
el cálculo se clasificó como trabajo intelectual, el equivalente mental del
duro trabajo manual. Johannes Kepler se quejaba de los muchos volúmenes
de folios que llenaba con dolorosos cálculos de la órbita marciana; el pri-
mer astrónomo real, John Flamsteed, calificó a los cálculos para reducir las
observaciones astronómicas como «más duros que recoger la basura».2 De
Blaise Pascal a Charles Babbage y más allá, los inventores de las computa-
2  William J. Ashworth, «“Labour harder than thrashing”: John Flamsteed, Property and
Intellectual Labour in Nineteenth-Century England», en Flamsteed’s Stars, Frances Will-
moth, ed. (Rochester: Boydell Press, 1997), 199-216.

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doras prometieron a los calculadores (en palabras de Pascal) «aliviarlos del
trabajo que tan a menudo ha fatigado sus mentes».3
Por lo tanto, es sorprendente que la inteligencia artificial, hoy en día
nuestro mejor candidato para una forma alternativa (y, según algunos, po-
tencialmente superior) de inteligencia, resulte dedicarse al cálculo. Quizás
hay más en el cálculo matemático de lo que se advierte a simple vista. Más
específicamente, quizás en el gran cálculo hay un elemento de inteligencia
algorítmica que nos ofrece una pista de cómo una forma de inteligencia
considerada, en el mejor de los casos, tediosa y, en el peor de los casos, me-
cánica se convirtió en el prototipo de la inteligencia potente a finales del
siglo xx.
En esta conferencia, trataré la historia del gran cálculo como un capítulo
dentro de la historia de la inteligencia, la inteligencia tanto de los humanos
como de las máquinas. Argumentaré que los algoritmos de cálculo aritmé-
tico —suma, resta y multiplicación— son solo parte de la historia. La otra
parte de la inteligencia algorítmica, normalmente oculta a la vista, es la ca-
pacidad de dividir una tarea compleja en una secuencia de sus partes com-
ponentes más pequeñas y simples: lo que ahora llamamos la división del
trabajo. Como veremos, la historia de la inteligencia algorítmica, tal como
la practican los humanos y las máquinas, pertenece tanto a la historia del
trabajo como a la historia de las matemáticas.

II. El cálculo mecánico antes de las máquinas


París, 1791. El gobierno de la Revolución Francesa ha proclamado un nuevo
sistema de medición basado en las propias normas de la naturaleza y como
única solución racional a la mezcolanza de pesos y medidas que asediaba
los intercambios comerciales dentro de Francia, por no hablar del resto de
Europa. Desde sus orígenes, el sistema métrico fue un proyecto de presti-
gio francés.4 Como parte de este intento de impresionar al mundo con la

3  Blaise Pascal, «Lettre dédicatoire à Monsigneur le Chancelier sur le sujet de la machine


nouvellement inventée par le Sieur B.P. pour faire toutes sortes d'opérations d'arithmétique
par un mouvement réglé sans plume ni jetons», en Blaise Pascal. Oeuvres complètes, Louis
Lafuma, ed. (París: Éditions du Seuil, 1963), 188.
4  Ministre de l’Intérieur [de Francia], Instructions sur les nouvelles mesures (París: Impri-
merie de la République, An IX [1800]), 4; Bernard Garnier y Jean-Claude Hocquet, eds.,
Genèse et diffusion du système métrque (Caen: Éditions Diffusion du Lys, 1990).

15
superioridad del sistema métrico francés (y, por implicación, con la supe-
rioridad del gobierno revolucionario francés sobre todas las demás políticas
mundiales, presentes y pasadas), el ingeniero Gaspard Riche de Prony fue
encargado de recalcular doscientos mil logaritmos a, como mucho, catorce
decimales en el nuevo sistema de base diez.
Inspirado por su lectura de La riqueza de las naciones (1776), de Adam
Smith, Prony decidió «fabricar sus logaritmos como se fabrican los alfile-
res».5 En el famoso primer capítulo de ese trabajo fundamental de econo-
mía política, Adam Smith argumentaba que dividiendo el trabajo de hacer
alfileres en pequeños pasos, cada uno de ellos realizado por un trabajador
especializado y pagado en consecuencia, el proceso podría hacerse mucho
más eficiente.

«Fabricación de alfileres», en Diderot, D. y D’Alembert, J. Encyclopédie ou Dictionnaire


raisonné des sciences des arts et des métiers (1751–1780).

Esta imagen de cómo eran los alfileres hechos en Francia a mediados


del siglo xviii fue probablemente la inspiración original de Smith para su
idea.6 Prony creó una pirámide de trabajadores dividida en tres clases: en la

5  Gaspard de Prony, Notices sur les grandes tables logarithmiques et trigonométriques,


adaptées au nouveau système métrique décimal (París: Firmin-Didot, 1824), 5.
6  La principal fuente de Smith era también la de Delyre: el artículo de Duhamel du
Monceau, Perronet y Ferchault de Réaumur sobre la fabricación de alfileres (Henri-Louis
Duhamel du Monceau, Jean-Rodolphe Perronet y René Antoine Ferchault de Réaumur,

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cima, unos pocos «matemáticos de distinción» que desarrollaron las fórmu-
las generales para calcular los logaritmos por el método de diferencias; en
el segundo nivel, siete u ocho «algebraístas» entrenados en el análisis, que
podrían traducir las fórmulas en formas numéricas para ser computadas;
y en la amplia base, setenta u ochenta «trabajadores» que solo conocen la
aritmética elemental, que realmente realizaron las millones de sumas y res-
tas y las registraron a mano en volúmenes de diecisiete folios.7
El proyecto de Prony impresionó mucho al matemático y político eco-
nómico británico Charles Babbage, quien sugirió que los trabajadores de
la base de la pirámide podría ser sustituidos por «maquinaria, y solo sería
necesario emplear personas para que copiaran tan rápido como pudieran
las figuras que les presentaría máquina».8 En su Tratado sobre la economía
de la maquinaria y la manufactura (1832), Babbage volvió al proyecto del
logaritmo de Prony como principal prueba de que los principios de la di-
visión del trabajo podrían aplicarse «tanto en operaciones mecánicas como
mentales». De hecho, como argumentaba Babbage, los cálculos de la tercera
clase de trabajadores «pueden casi ser calificados de mecánicos», incluso si
no hubieran sido hechos por máquinas reales.9 La inteligencia humana se
hundió al nivel mecánico, encendiendo la idea de la inteligencia de la má-
quina. Así nació la idea de la máquina diferencial de Babbage, aclamada por
sus contemporáneos por sustituir el «rendimiento mecánico por un proceso
intelectual» y por los historiadores como el antepasado de la computadora

«Art de L’épinglier», en Philippe Macquer, ed., Dictionnaire portatif des arts et métiers [Pa-
rís: Chez Lacombe, 1766], citado en Frank A. Kafker y Jeff Loveland, «L’Admiration d’Adam
Smith pour l'Encyclopédie», Recherches sur Diderot et sur l'Encyclopédie 48[2013]: 191-202).
7  Sobre la historia del proyecto de Prony, ver: Ivor Grattan-Guiness, «Work for Hair-
dressers: The Production of de Prony’s Logarithmic and Trigonometric Tables», Annals of
Computing, 12(1990): 177-185; y Lorraine Daston, «Enlightenment Calculations», Critical
Inquiry, 21(1994): 182-202. El reporte más completo de los cálculos se encuentra en F. Le-
fort, «Description des grandes tables logarithmiques et trigonométriques, calculées au Bu-
reau de Cadastre, sous le direction de M. de Prony, et exposition des méthodes et procédés
mis en usage pour leur construction», Annales de l'Observatoire Impérial de Paris, 4(1858):
123-150.
8  Charles Babbage, «A Letter to Sir Humphry Davy, Bart., President of the Royal Society,
on the application of machinery to the purpose of calculating and printing mathemati-
cal tables», en Charles Babbage. The Works of Charles Babbage, Charles Babbage y Martin
Campbell-Kelly, eds. (Nueva York: New York University Press, vol. 2, 1822), 12.
9  Charles Babbage, On the Economy of Machinery and Manufactures [1832], 4.a edición.
(Londres: Charles Knight, 1835), 195, 201.

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moderna.10 Las computadoras y la división del trabajo se hermanaron en su
nacimiento.
Esta es una historia muy conocida, y normalmente se cuenta desde la
perspectiva de Babbage: a sus ojos, el gran logro de Prony fue averiguar
cómo hacer el cálculo mecánico sin máquinas. Con ese punto de partida,
fue, según Babbage, un pequeño paso el que permitió reemplazar a los tra-
bajadores «meramente mecánicos» en la base de la pirámide de Prony con
máquinas reales: los primeros avances hacia la computadora moderna y un
futuro regido por algoritmos. Pero en realidad es el segundo nivel, esos siete
u ocho «algebraístas» que tradujeron las matemáticas de alto vuelo en mi-
les y miles de sumas y restas, el que debería ser objeto de nuestra atención.
Fueron ellos los que diseccionaron fórmulas altamente complejas en proce-
dimientos sencillos, paso a paso. En otras palabras, crearon los algoritmos
que entrelazaban las matemáticas con el trabajo mecánico de los humanos
y, en última instancia, con máquinas.
Desde mediados del siglo xix hasta, al menos, mediados del siglo xx,
fue este tipo de inteligencia administrativa el que llegó a dominar las em-
presas de gran cálculo —empresas de seguros, observatorios astronómicos,
ferrocarriles, oficinas de estadísticas de los gobiernos, efemérides navales,
oficinas de contabilidad, y más tarde la investigación de armas militares—.
Podría decirse que es la misma inteligencia que hoy integra a humanos y
máquinas en el mundo online, en el que interactuamos constantemente con
algoritmos, ya sea como conductores de Uber, clientes de Amazon o estu-
diantes universitarios que se registran para cursos. La inteligencia algorít-
mica, ejercida por humanos o por máquinas, analiza conjuntos complejos
en sus pasos más pequeños y sencillos. La tarea puede ser un largo y com-
plicado cálculo de las posiciones planetarias en astronomía, el montaje de
un coche en una fábrica o la reserva de un vuelo mediante un sitio web.
La inteligencia algorítmica tiene un significado tanto estrecho como
amplio. En sentido estricto, refiere al cálculo, ya sea realizado por humanos
o máquinas. Pero en términos generales, se refiere a la ruptura de una tarea
complicada —la fabricación de alfileres, el cálculo de logaritmos de hasta
catorce decimales en base diez o el ensamblado de tu nuevo sofá de ikea—

10  Henry Thomas Colebrooke, «Address on Presenting the Gold Medal of the Astrono-
mical Society to Charles Babbage», Memoirs of the Astronomical Society, 1(1825): 509-512,
reimpreso en Charles Babbage y Martin Campbell-Kelly, eds. (Nueva York: New York Uni-
versity Press, vol. 2, 1822), 57; Martin Campbell-Kelly y William Aspray, Computer: The
History of the Information Machine (Nueva York: Basic Books, 1996).

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en un flujo ordenado de tareas simples y asignando cada tarea a la persona
o máquina más adecuada para ejecutarla de forma fiable y eficiente. Mucho
después de los planteos de Prony y Babbage, e incluso después de la difusión
de máquinas de cálculo fiables a finales del siglo xix, los humanos seguían
jugando un papel crucial en el cálculo de la carga pesada (que llamaré gran
cálculo, por la analogía con big data), y el desafío de optimizar las disposi-
ciones de los humanos y las máquinas se volvió, si cabe, más desalentador.
Máquinas de cálculo más fiables, como el aritmómetro de Thomas, no con-
siguieron deshacerse de las calculadoras humanas; de hecho, las máquinas
podrían haber aumentado el número de humanos involucrados. Lo que la
mecanización sí cambió fue la organización de los grandes cálculos: la in-
tegración de los humanos y las máquinas dictó diferentes algoritmos, dife-
rentes habilidades, diferente personal y, sobre todo, diferentes divisiones de
trabajo. Estos cambios, a su vez, dieron pie a nuevas formas de inteligencia
en la interfaz entre los humanos y las máquinas.

III. Gran cálculo mecanizado


A principios del siglo xx, en la víspera de la introducción de las calculado-
ras mecánicas, una de las más importantes localizaciones del gran cálcu-
lo era la Oficina del Almanaque Náutico Británico, donde las computado-
ras humanas (todas masculinas) calculaban las efemérides que guiarían a
los navegantes a lo largo del Imperio británico. Desde 1767, el Almanaque
Náutico, originalmente subsumido en el Observatorio Real de Greenwich,
produjo tablas de las posiciones del Sol, la Luna y estrellas seleccionadas, los
momentos de crepúsculo náutico y otros números que permitían a los ma-
rineros determinar su posición en el mar.11 Cada año, millones de números
fueron procesados a mano, decenas de miles de valores buscados en tablas
(esos libros esparcidos en los escritorios en la imagen) y decenas de cuadros
numéricos, la pesadilla de todo editor, quienes corregían hasta que sus ojos
se cerraban y cabeceaban cediendo al cansancio.
Excepto por los trajes y los muebles, esta es una escena que podría haber
sido encontrada en todos los lugares en los que se han hecho cálculos pesa-

11  George A. Wilkins, «The History of the H.M. Nautical Office», en Alan D. Fiala y
Steven J. Dick, eds., Proceedings: Nautical Almanac Office Sesquicentennial Symposium, U.S.
Naval Observatory (Washington, D.C.: U.S. Naval Observatory, 1999), 55-81.

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dos desde al menos el siglo xvii: primero, en los observatorios astronómi-
cos y las administraciones reales; más tarde, en las oficinas de almanaques,
censos gubernamentales, ferrocarriles y compañías de seguros. Pero estas
máquinas rara vez cumplieron las promesas de sus promotores, quienes
subestimaron la habilidad artesanal y la precisión necesarias para convertir
un dibujo en un cálculo cuyos resultados no tuvieran que ser comprobados
a mano.12 Mucho más útil para cálculos complejos fueron los logaritmos in-
ventados por el matemático escocés John Napier, cuya descripción en latín
apareció en 1614, pasó por al menos siete ediciones hasta 1899 e inspiró el
cálculo de numerosas tablas, incluyendo las de Babbage.13 Tales tablas de
logaritmos fueron usadas casi constantemente por las computadoras huma-
nas en observatorios y oficinas de almanaques a lo largo del siglo xix; cada
cálculo implicaba múltiples consultas a tablas.14 Pero no fue hasta la década
del setenta de ese siglo que calculadoras mecánicas como el aritmómetro
de Thomas fueron fabricadas en masa y recién alrededor de 1900 tales má-
quinas comenzaron a ser utilizadas ampliamente en gobiernos y oficinas
comerciales, aunque todavía había muchas quejas sobre la frecuencia con
la que colapsaban.15 Sin embargo, en la segunda década del siglo xx, las má-
quinas de cálculo fabricadas en Francia, Gran Bretaña, Alemania y Estados
Unidos pasaron a ser esenciales en las oficinas de seguros, de censos y fe-
rroviarias. Pero un relevamiento de máquinas de cálculo realizado en 1933
12  Matthew L. Jones, Reckoning with Matter: Calculating Machines, Innovation, and
Thinking about Thinking from Pascal to Babbage (Chicago: University of Chicago Press,
2016).
13  John Napier, Mirifici logarithmorum canonis descriptio (Edimburgo: A. Hart, 1614);
Julian Havil, John Napier. Life, Logarithms, and Legacy (Princeton: Princeton University
Press, 2014), 65-135; Herschel E. Filipowski, A Table of Anti-Logarithms, 2.a edición (Lon-
dres: George Bell, 1851), i-ix.; Charles Naux, Histoire des logarithmes de Neper [sic] à Euler
(París: Blanchard, 1966).
14  Por ejemplo, una computadora, usando los «preceptos» o algoritmos de Maskelyne,
puede haber requerido hasta una docena de consultas a la tabla por entrada (Mary Croar-
ken, «Human Computers in eighteenth-and nineteenth-century Britain», en The Oxford
Handbook of the History of Mathematics, Eleanor Robson y Jacqueline Stedall, eds. [Oxford:
Oxford University Press, 2008], 378).
15  Martin Campbell-Kelly, «Large-Scale Data Processing in the Prudential, 1850-1930»,
Accounting, Business and Financial History, 2(1992): 117-140. Entre 1821 y 1865, solo 500
aritmómetros fueron vendidos, pero en 1910 alrededor de 18.000 aritmómetros eran usa-
dos mundialmente (Delphine Gardey, Écrire, calculer, classer. Comment une revolution de
papier a transformés les sociétés contemporaines [1800-1840] [París: Éditions La Découver-
te, 2008], 206-212).

20
arrojó que, para fines científicos, «el cálculo mental ayudado por la escritu-
ra y las tablas numéricas» seguía predominando.16
Podría decirse que este fue el momento exacto en que el Almanaque
Náutico británico comenzó a introducir máquinas de cálculo en sus ope-
raciones.17 La integración de calculadoras humanas y mecánicas planteaba
un triple desafío a la inteligencia algorítmica. En primer lugar, las máquinas
rara vez calculaban de la manera en que a los humanos se le ha enseñado
o incluso en la forma indicada por las soluciones matemáticas teóricas. Sus
algoritmos de cálculo eran dictados por la lógica de la mecánica, no por la
de la mentalidad aritmética. Por ejemplo, la calculadora de Seguin multi-
plicaba no por sumas iterativas sino más bien tratando los números como
polinomios de potencia de diez.18 En este sentido, orquestar los cálculos
utilizando una máquina podía significar repensar los algoritmos aritméti-
cos. En segundo lugar, la integración de los aspectos mentales, mecánicos
y manuales del cálculo requería que los supervisores inventaran nuevos al-
goritmos de procedimiento que dividieran un problema como el tránsito
lunar en pequeños pasos explícitos —algoritmos en el sentido amplio de
análisis de una tarea compleja en una secuencia finita de instrucciones—
bien definidos. Aquí la inteligencia algorítmica convergió con la división
del trabajo. En tercer lugar, las interacciones de los humanos y las máquinas
calculadoras exigieron nuevos esfuerzos de atención extraordinaria de los
operadores humanos, que, lejos de ser liberados del tedio del gran cálculo,
fueron mentalmente gravados como nunca antes. Me centraré ahora en los
dos primeros desafíos que las máquinas calculadoras plantearon a la inteli-
gencia algorítmica.
La transición del silencio del Octagon Room del Observatorio de
Greenwich, roto solo por el rasguño de los bolígrafos y del pasar las páginas
mientras jóvenes estudiantes calculadores y asistentes de cálculo mayores
calculaban y buscaban en las tablas, al ensordecedor estruendo de las má-
quinas de sumar en una oficina abarrotada de gente en la Escuela Naval de

16  Louis Couffignal, Les Machines à Calculer (París: Gauthier-Villars, 1933), 2.


17  Mary Croarken, «Human Computers in eighteenth-and nineteenth-century Britain»,
in The Oxford Handbook of the History of Mathematics, Eleanor Robson y Jacqueline Ste-
dall, eds. (Oxford: Oxford University Press, 2008), 386-387. El 10 de diciembre de 1928, el
Almirantazgo aprobó la compra de una máquina Burroughs y el alquiler de una máquina
Hollerith (secretario del Almirantazgo al superintendente del Almanaque Náutico, 10 de
diciembre de 1928. RGO 16/Box 17, Manuscript Room, Cambridge University Library).
18  Louis Couffignal, Les Machines à Calculer (París: Gauthier-Villars, 1933), 41, 78.

21
Greenwich debe haber sido una molestia. En una urgente petición al Almi-
rantazgo para que se le diera un alojamiento más grande, en 1930, el super-
intendente Leslie Comrie describió la escena:
Tenemos una gran máquina de Burroughs en uso continuo, que es tan rui-
dosa que no es posible ningún grado de concentración en la habitación
donde está trabajando. Es esencial, por el bien de los demás trabajadores,
que la máquina tenga una habitación para sí misma.
¿Y por qué la oficina estaba tan congestionada? Porque el uso de las má-
quinas dictaba que el trabajo previamente repartido a «trabajadores exter-
nos» —miembros del personal retirados, sus familiares, clérigos y profeso-
res que buscan aumentar sus modestos ingresos— debieron ser asignados al
«joven ordinario» —en lugar de «los antiguos calculadores altamente remu-
nerados que no sabían nada más que logaritmos y que a menudo trabajaban
desde sus propias casas». Estos trabajadores con salarios más bajos necesi-
taban «una supervisión más estrecha», y las máquinas caras no podían salir
de la oficina.19 ¿Y quiénes eran estos trabajadores que operaban las nuevas
máquinas bajo el ojo de su supervisor? Ya no eran chicos recién salidos de la
escuela, como en los días del astrónomo real George Biddell Airy,20 sino me-
dia docena de mujeres solteras (el reglamento de la administración pública
británica prohibía la contratación de mujeres casadas) que habían aproba-
do un examen de «inglés, aritmética, conocimientos generales y matemáti-
cas».21 En la página siguiente, vemos cómo la Oficina del Almanaque Náu-
tico pasó de tener el aspecto de la imagen de la izquierda al de la imagen de
la derecha.

19  Superintendente del Almanaque Náutico al secretario de la armada, 28 de octubre de


1930. RGO 16/Box 17, Sala de Manuscritos, Biblioteca de la Universidad de Cambridge.
20  Edwin Dunkin, A Far-Off Vision. A Cornishman at Greenwich Observatory: ‘Autobio-
graphical Notes’, P. D. Hingley, ed. (Cornwall: Royal Institution of Cornwall, 1999). Sobre
las carreras y los salarios de los asistentes y computadores de Airy, ver: Allan Chapman,
«Airy’s Greenwich Staff», The Antiquarian Astronomer, 6(2012): 4-18.
21  Secretario del Almirantazgo al superintendente del Almanaque Náutico, 23 de no-
viembre de 1933. En una carta del superintendente al secretario del Almirantazgo, fechada
el 14 de abril de 1931, el superintendente no veía razón por la cual las mujeres no pudieran
ser empleadas también en puestos de alto nivel, pero recomendaba que los puestos de su-
perintendente y superintendente adjunto «sean reservados a los hombres, especialmente
considerando que gran parte del cálculo se realiza actualmente de modo mecánico» (RGO
16/Box 17, Sala de Manuscritos, Biblioteca de la Universidad de Cambridge).

22
Izq.: Oficina del Almanaque Náutico, 1920. Der.: Oficinistas utilizando las máquinas de
sumar de Burroughs, similares a las usadas el Almanaque Náutico, 1935. Fuente: Harris y
Ewing, colección fotográfica. Librería del Congreso, Estados Unidos.

Paradójicamente, las máquinas, que fueron introducidas con la inten-


ción de reducir costos, ahorrar mano de obra, acelerar la producción y,
sobre todo, alivianar el esfuerzo mental, tuvieron el efecto, al menos ini-
cialmente, de tener que contratar más trabajadores, gastar más dinero, in-
terrumpir la producción y aumentar el esfuerzo mental, especialmente para
los supervisores encargados de reorganizar la forma en que debían hacerse
los cálculos para integrar las calculadoras humanas y mecánicas en una se-
cuencia suave, eficiente y sin errores.Tomemos el caso de la máquina Ho-
llerith, que el superintendente Comrie estaba dispuesto a alquilar durante
por lo menos seis meses para hacer una efeméride de la Luna. Sumado a las
aproximadamente 264 libras por el alquiler en sí, habría un gasto adicional
de 100 libras por diez mil tarjetas perforadas, más el «sueldo extra de cua-
tro chicas durante seis meses y dos chicas por seis meses adicionales» para
marcar los números y operar la máquina, lo que equivale a otras 234 libras
—¿y mencioné las 9 libras extras añadidas a la factura de la electricidad?—.
Eso es un gran total de 607 libras, en comparación con las 500 libras por
año para los mismos cálculos usando los métodos antiguos. En lugar de cal-
cular diez mil sumas de cifras tomadas de siete tablas diferentes, ahora sería
necesario perforar doce millones de figuras en trescientas mil tarjetas para
pasarlas por la máquina Hollerith. El superintendente debe haber anticipa-
do algunas cejas levantadas en el Almirantazgo cuando envió estas cifras,
ya que se apresuró a reconocer que «el alto costo inicial» se justificaría por

23
los subsiguientes aumentos de «velocidad y precisión y el ahorro de la fatiga
mental obtenido mediante el uso de las máquinas de tabulación».22
«Una verdadera máquina de calcular», según una definición de alrede-
dor de 1930, es una que «suprime en su funcionamiento todo lo que podría
exigir un esfuerzo mental genuino».23 Pero, como el regreso de lo reprimi-
do en Freud, el esfuerzo mental y la fatiga tendieron a volver por la puer-
ta trasera. Aparte de la fatiga que soportaban las mujeres que perforaban
las tarjetas y operaban las máquinas —un punto al que volveré—, existió el
esfuerzo de repensar la división del trabajo según los millones de cálculos
necesarios para producir el Almanaque Náutico.
Con la afluencia de nuevos oficinistas para operar las máquinas calcula-
doras en los años treinta, el superintendente y el superintendente adjunto se
encontraron con una crisis de supervisión: ¿cómo podría el nuevo personal
(y las nuevas máquinas) estar mezclado con antiguo y sus métodos de pro-
bada eficacia? Estaban los difíciles pero invaluables hermanos Daniels, que
eran los únicos miembros del personal en los que se confiaba para corregir
las tablas, aunque se los consideraba «de temperamento no apto para super-
visar al personal subordinado» y «demasiado estereotipados en sus hábitos
para adaptarse al uso de las máquinas». La señorita Stocks y la señorita Bu-
rroughs, que fueron encargadas de transformar las coordenadas heliocén-
tricas en geocéntricas usando máquinas de calcular de Brunsviga, requirie-
ron tres meses de clases particulares de computación del superintendente.24
Tratando de justificar por qué, a pesar de las importantes inversiones en
nuevas máquinas y personal, el Almanaque Náutico todavía estaba doce
meses atrasado, el superintendente Comrie les explicó a sus jefes en el Al-
mirantazgo que la preparación del supervisor del trabajo para las máquinas
y sus operadores constituían ahora «el 20 o el 30% del total [del cálculo]».
Mientras que antes computar las efemérides de la Luna en tránsito consistía
simplemente en decirle a un tal W. F. Doaken, M. A. «“Haz el tránsito lunar”,
y cuatro o cinco meses después se entregaría la copia a ser impresa», ahora
el trabajo se había dividido entre «seis o siete personas, a las que tal vez se
les den de 100 a 120 instrucciones diferentes». Cuando Comrie se quejó,
22  Superintendente del Almanaque Náutico al secretario del Almirantazgo, 4 de mayo de
1928 (RGO 16/Box 17, Sala de Manuscritos, Biblioteca de la Universidad de Cambridge).
23  Louis Couffignal, Les Machines à Calculer (París: Gauthier-Villars, 1933), 7.
24  Superintendente del Almanaque Náutico (L. Comrie) al secretario del Almirantazgo,
9 de febrero de 1937 (RGO 16/Box 17, Sala de Manuscritos, Biblioteca de la Universidad de
Cambridge).

24
como sin duda todos los superintendentes antes y después de él también lo
hicieron, sobre cómo gran parte de su tiempo era consumido por las tareas
administrativas, no era al trabajo científico al que anhelaba retornar: «Mi
mente debería estar libre de preocupaciones administrativas, para que yo
pueda explotar los métodos, idear mejores arreglos de los cálculos, y cotejar
y supervisar el trabajo de cada uno de los miembros del personal».25 Aquí
estaba la inteligencia analítica concentrada en su doble esencia algorítmica:
el cálculo y la división del trabajo, repensada para, al mismo tiempo, aco-
modar las máquinas y los supuestamente mecánicos trabajadores que las
operaban, todo en nombre de la reducción de costes.

IV. ¿Quién paga por la eficiencia?


La presión por recortar los costos con el fin de justificar la compra de má-
quinas y la contratación de más personal para operarlas fue aún más inten-
sa en las industrias «de cálculo pesado», como los ferrocarriles. Al mismo
tiempo que el Almanaque Náutico de Greenwich estaba experimentando
con máquinas Hollerith y otras calculadoras para racionalizar los cálculos
astronómicos, la Chemins de Fer Paris-Lyon-Méditerranée (cfplm) las in-
trodujo para hacer el seguimiento de los envíos de carga. En un artículo
de 1929, Georges Bolle, jefe de contabilidad en la cfplm y graduado de la
École Polytechnique, la escuela de ingeniería de la elite francesa, explicó
que las ventajas económicas de las nuevas máquinas eran «realmente in-
calculables», pero solo si cada detalle de la secuencia de trabajo era meti-
culosamente pensado de antemano, de modo de maximizar el uso de las
cuarenta y cinco columnas de una tarjeta perforada de una Hollerith me-
diante la creación de iconos para el tipo de carga más frecuentemente trans-
portada para acelerar la codificación de la información de los operadores
de las máquinas. Ningún detalle del proceso era demasiado pequeño para
escapar al escrutinio del supervisor, ni siquiera la numeración de las cate-
gorías de carga: «Cada detalle debe ser meticulosamente examinado, discu-
tido, sopesado en un trabajo de este tipo». Como en el caso del Almanaque
Náutico, el uso de máquinas implicaba centralizar el lugar de trabajo (en

25  Superintendente del Almanaque Náutico (L. Comrie) al secretario del Almirantazgo,
14 de octubre de 1931, 25 de enero de 1933, 30 de septiembre de 1933 (RGO 16/Box 17,
Sala de Manuscritos, Biblioteca de la Universidad de Cambridge).

25
París, por supuesto) y contratar la mano de obra más barata acorde con las
calificaciones de «mucho orden, cuidado, concentración y buena voluntad»
(mujeres, por supuesto). Las ventajas económicas de la mano de obra barata
eran aparentemente tan grandes que Bolle pensó que todas las dificultades
involucradas en el abandono de los viejos métodos —incluso el costo de las
propias máquinas— palidecían en comparación. Pero estas ganancias solo
se podían lograr mediante un vasto esfuerzo de organización:
El estudio de cada problema a ser resuelto por las máquinas requiere un
esfuerzo mental muy laborioso [un travail cérébral très laborieux], una
considerable cantidad de reflexión, observaciones y discusiones para mon-
tar la organización proyectada y asegurarse de que todo funcione bien…26
O, en su lema lapidario: «Primero organizar, luego mecanizar».27
Aunque diferentes en diseño, materiales, potencia y fiabilidad, todas
las máquinas calculadoras, desde el siglo xvii hasta mediados del siglo xx,
prometieron aliviar a la inteligencia humana, no reemplazarla.28 La inferen-
cia extraída de la capacidad de las máquinas para calcular no refería a que
las máquinas eran inteligentes, sino a que al menos algunos cálculos eran
mecánicos, en el sentido de ser automáticos. Pero era un tipo peculiar de
automatismo, uno que requería los mayores esfuerzos de atención y me-
moria. Esto fue más dramáticamente retratado por una ola de investigacio-
nes psicológicas dedicadas a estudiar prodigios del cálculo, por un lado, y
operadores de máquinas de cálculo, por el otro. Estos dos grupos podrían
haber sido vistos alguna vez como extremos opuestos de un espectro: ge-
nios de los números contra tontos de los números. Pero la difusión de las
máquinas de calcular supuso simultáneamente la devaluación de la activi-
dad mental de cálculo sin eliminar el esfuerzo monótono de concentración
tradicionalmente asociado a ella. Como resultado, los perfiles psicológicos
de los virtuosos de la aritmética mental y los operadores convergieron de
formas extrañas.
26  Georges Bolle, «Note sur l’utilisation rationelle des machines à statistique», Revue
générale des chemins de fer, 48(1929): 175, 176, 179, 190.
27  Citado en Louis Coffignal, Les Machines à Calculer (París: Gauthier-Villars, 1933), 79.
28  Tal como señala Matthew Jones, las máquinas calculadoras, al contrario de los au-
tómatas, rara vez inspiraron visiones de máquinas inteligentes al estilo del siglo xviii, a
pesar de la fascinación de filósofos materialistas como La Mettrie con la materia pensante
(Matthew L. Jones, Reckoning with Matter: Calculating Machines, Innovation, and Thinking
about Thinking from Pascal to Babbage [Chicago: University of Chicago Press, 2016], 215-
218; Lorraine Daston, «Enlightenment Calculations», Critical Inquiry, 21(1994): 193.

26
La historia de las matemáticas del siglo xviii y principios del xix se en-
orgullece de varios prodigios del cálculo que más tarde se convirtieron en
matemáticos célebres, incluyendo a Leonhard Euler, Carl Friedrich Gauss y
André-Marie Ampère.29 Anécdotas circularon sobre sus precoces hazañas
de aritmética mental como signos tempranos de genio matemático. Pero a
finales del siglo xix y principios del xx, los psicólogos y matemáticos in-
sistían en que tales casos eran anómalos: los grandes matemáticos rara vez
eran calculistas virtuosos, y estos últimos eran aún más raramente grandes
matemáticos.30 Alfredo Binet, profesor de psicología en la Sorbona y pione-
ro de la experimentación en investigaciones de inteligencia, sometió a dos
prodigios del cálculo a una larga serie de pruebas en su laboratorio en la
década del noventa del siglo xix y concluyó, sobre la base de sus resultados
y un repaso del relato histórico, que tales virtuosos de la aritmética mental
exhibieron sus talentos en una edad temprana, pero que, por lo demás, eran
poco notables, incluso atrasados en el desarrollo de su capacidad intelec-
tual, semejantes a «niños que no envejecían». Binet concluyó, entonces, que
lo que era verdaderamente prodigioso de los prodigios de cálculo eran los
poderes de memoria y «capacidad de atención», al menos en lo que se refe-
ría a los números.31
Era exactamente esta atención focalizada, a la vez monótona y monote-
mática, la que los operadores de las máquinas calculadoras debían sostener
durante horas y horas. La insoportable tensión de la atención requerida por
las calculadoras humanas fue durante mucho tiempo una fuente de disputa
con sus empleadores. A pesar de su afán por aumentar la productividad del
cálculo, el astrónomo británico real George Airy había reducido en 1838 la

29  Un panorama histórico del fenómeno es ofrecido en Edward Wheeler Scripture,


«Arithmetical Prodigies», American Journal of Psychology, 4(1891): 1-59.
30  Es significativo que estos argumentos aparecieran prominentemente en tratados so-
bre las máquinas calculadoras: si calcular es una actividad mecánica, entonces las mentes
que se destacan en ella deben ser mecánicas. Maurice d’Ocagne, Le Calcul simplifié par les
procédés mécaniques et graphiques, 2.a edición (París: Gauthier-Villars, 1905), 5.
31  Alfred Binet, Psychologie des grands calculateurs et joueurs d’échecs (París: Librairie
Hachette, 1894), 91-109. Los dos prodigios del cálculo estudiados por Binet, Jacques Inau-
di y Pericles Diamandi, fueron ambos parte de una comisión de la Académie des sciences
que incluía a Gaston Darboux, Henri Poincaré y François-Félix Tisserand, quienes solici-
taron la ayuda del maestro de Binet, Jean-Martin Charcot, en la Salpêtrière, quien a su vez
solicitó la contratación de Binet.

27
jornada de trabajo de las computadoras de once horas a ocho.32 En 1930, el
superintendente saliente del Almanaque Náutico, Philip Cowell, escribió a
su sucesor, Leslie Comrie, que «cualquiera que haya trabajado muy duro
durante cinco horas no podría hacerlo más», agregando entre paréntesis:
«eso puede ser diferente con sus máquinas».33
En efecto, era diferente con las máquinas, pero incluso él, obsesionado
por la eficiencia de Bolle en los ferrocarriles franceses, pensó que una jor-
nada de seis horas y media de perforación de trescientas cartas, cada una
con cuarenta y cinco columnas, era el máximo que se podía esperar de ope-
radores de máquinas Hollerith, y eso solo durante catorce días consecutivos
por mes.34 Como arrojó un estudio psicológico de 1931 dedicado a la actua-
ción de los operadores ferroviarios franceses que utilizaban máquinas de
Elliot-Fischer, los gestos corporales podían convertirse en automáticos con
la práctica, pero la «atención a la obra debe ser continua y concentrada».
Cada cálculo implicaba dieciséis pasos separados, desde insertar el papel en
la máquina hasta borrar todos los números antes del cálculo siguiente. En
la opinión de los psicólogos que evaluaron a los operadores, era imposible
mantener niveles tan intensos de atención durante un largo período «sin
descansar».35 Perversamente, las máquinas de cálculo, que, desde Pascal,
mantenían la promesa de aliviar el esfuerzo mental de atención, al final lo
habían exacerbado.

V. Conclusión: la forma en que pensamos ahora


Por razones a la vez materiales, conceptuales y comerciales, la primera era
del cálculo mecánico generalizado, aproximadamente desde 1870 hasta por
lo menos los primeros años de la década del sesenta del siglo xx, combi-
naba la inteligencia de los humanos y la de las máquinas. Esto cambió el
significado del cálculo. Durante siglos, los algoritmos en el sentido original,
32  Wesley Woodhouse a los Señores Comisionados del Almirantazgo, 10 de abril de
1837 (RGO 16/ Box 1, Sala de Manuscritos, Biblioteca de la Universidad de Cambridge).
33  P. H. Cowell a L. Comrie, 13 de septiembre de 1930 (RGO 16/ Box 1, Sala de manus-
critos, Biblioteca de la Universidad de Cambridge).
34  Georges Bolle, «Note sur l’utilisation rationelle des machines à statistique», Revue
générale des chemins de fer, 48(1929): 178.
35  Jean Marie Lahy y Suzanne Korngold, «Séléction des operatrices de machines comp-
tables», Année psychologique, 32(1931): 136-137.

28
es decir, las operaciones básicas de aritmética, habían sido un sinónimo de
transparencia intelectual, prueba de autoevidencia irrefutable. Esta es la in-
tuición que dio sentido al brillante y descabellado proyecto de Leibniz de
una characteristica universalis, en la que los argumentos se resolverían de
una vez por todas convirtiendo los conceptos relevantes en números y lue-
go calculando.36 También fue el núcleo del plan de Condorcet para la educa-
ción de todos los ciudadanos franceses, a quienes se les enseñaría a resistir
las mentiras de los sacerdotes y la demagogia, al internalizar primero —no
memorizar— las verdades elementales de la aritmética, el estándar de oro
para el razonamiento transparente.37 Solo unos pocos pensadores de los si-
glos xviii y xix llegaron a afirmar que todo pensamiento podría reducirse a
cálculo, pero muchos sostuvieron a los algoritmos de la aritmética como el
más seguro y autoevidente fundamento de las matemáticas, especialmente
después de que el rigor de la geometría de Euclides comenzara a tambalear-
se a mediados del siglo xix.38
El impacto del gran cálculo ejecutado por secuencias de humanos y má-
quinas consistió en enturbiar la transparencia de los algoritmos de la arit-
mética para la inteligencia humana. Los algoritmos de las máquinas más
eficientes ya no imitaban a los de la aritmética mental; tareas que una vez
habían sido concebidas holísticamente («calcular las efemérides lunares»)
pasaron a ser analizadas en pasos conceptualizados en términos de las dife-
rentes capacidades de los humanos y las máquinas.
La división del trabajo no era una novedad del gran cálculo. Mucho an-
tes de las máquinas calculadoras, el proyecto monumental de Prony de re-
calcular logaritmos con base diez, ideado durante la Revolución Francesa,
había dividido el trabajo tan minuciosamente, que un grupo de unos sesen-
ta trabajadores que sabían tan solo sumar o restar completó el proyecto en
tiempo récord. Pero estas primeras divisiones del trabajo habían adaptado
la tarea al grado de las capacidades matemáticas de los humanos, no a las
diferencias entre las capacidades de humanos y máquinas. Por eso, el super-
intendente del Almanaque Náutico británico, Comrie, tuvo que repensar

36  Gottfried Wilhelm Leibniz, «Preface to the General Science [1677]», en Philip Wie-
ner, ed., Leibniz Selections (Nueva York: Charles Scribner’s Sons, 1951), 12-17.
37  M .J. A. N. Condorcet, «Élémens d’arithmétique et de géométrie» [1804], Enfance,
4(1989): 44; M .J. A. N. Condorcet, «Moyens d’apprendre à compter surement et avec faci-
lité» [1804], Enfance, 4(1989): 61-62.
38  Ver, por ejemplo: Moritz Pasch, Vorlesungen über neuere Geometrie (Leipzig: B. G.
Teubner, 1882).

29
completamente los pasos de los complicados cálculos que, después de todo,
ya habían sido realizados durante décadas por equipos de ordenadores hu-
manos organizados según una división de trabajo, pero una muy diferente.
El efecto general de estos cambios fue hacer al cálculo más eficiente, pero
también más opaco, al menos para la inteligencia humana.
Aún más extraño fue el cambio producido por la interacción de los hu-
manos y las calculadoras mecánicas en la dirección consciente de la aten-
ción voluntaria, visto por los últimos psicólogos del siglo xix, entre ellos
Wilhelm Wundt, Théodule Ribot y Wlliam James, como la esencia del inte-
lecto consciente e incluso de la responsabilidad moral.39 Como admitieron
incluso entusiastas de la nueva generación de máquinas calculadoras, la efi-
ciencia y la exactitud de los resultados dependía crucialmente de la destreza
y la atención de los humanos que introducían los números, tiraban de las
palancas, golpeaban las tarjetas y despejaban el todo en el orden rítmico
correcto. Los operadores (cada vez más mujeres) podían ya no tener que
realizar los cálculos reales, pero la atención vigilante que exigía su tarea era
tan fatigosa como el trabajo mental que motivó la invención de las máqui-
nas de cálculo en primer lugar. La fatiga mental de los operadores era evi-
dentemente tan grande, que sus horas de trabajo se redujeron, desafiando la
regla de hierro de la economía que había justificado la introducción de las
máquinas calculadoras en un comienzo. Las máquinas calculadoras, inclu-
so las confiables, no desterraron la atención atenta y monótona del gran cál-
culo; simplemente desplazaron estos esfuerzos mentales hacia otras tareas y
personas. Sin embargo, al hacerlo, crearon una forma completamente nueva
de inteligencia humana: a la vez intensamente consciente en la dirección
de la atención, pero también inconsciente en el sentido wittgensteiniano de
no ser inteligible (unübersichtlich) para la comprensión. Este estado oximo-
rónico de la intensa atención sin comprensión se ha vuelto demasiado fa-
miliar para cualquiera que alguna vez haya completado un formulario en
línea. Es la forma en que pensamos ahora.

39  Théodule Ribot, Psychologie de l’attention (París: Félix Alcan, 1889), 62, 95, 105. Para
un panorama general de la investigación psicológica sobre la atención a principios del siglo
xx, ver: Hans Henning, Die Aufmerksamkeit (Berlín: Urban & Schwarzenberg, 1925), espe-
cialmente las páginas 190 a 201.

30
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gton, D.C.: U.S. Naval Observatory, 1999.

33
Observar el conocimiento:
el seminario

Lorraine Daston

Me gustaría explicar lo que es la epistemología histórica. Recuerdo que la


primera vez que escribí este concepto, mi amigo y colega Ian Hacking me
dijo: «¡Qué expresión más horrible! Suena como si hubiese sido mal tradu-
cida del alemán». Lo dijo porque es una expresión muy larga. Pero déjenme
explicarles lo que es, porque es muy sencillo entender el concepto. El artícu-
lo «The empire of observation. 1600-1800»,1 que quizás algunos de ustedes
han tenido la oportunidad de leer brinda algunos ejemplos.
La idea es imaginar a la ciencia desarrollándose en tres escalas de tiem-
po. La escala de tiempo más corta, que es a su vez la más rápida, es la escala
de tiempo de los descubrimientos y desarrollos empíricos que se producen
cada semana y cada mes. Imaginen las portadas de las revistas científicas,
como Science o Nature. Esta es una rápida imagen que podemos tener de
los descubrimientos e invenciones científicas. Para aquellos de ustedes que
son músicos, este es el tempo allegretto de la ciencia. Hay otro tempo, llamé-
mosle el andante tempo, que es un poco más lento. Se da en una escala de
décadas y siglos. Aquí nos referimos a grandes rupturas en el pensamiento
teorético. Así, por ejemplo, tenemos física newtoniana y einsteiniana, o bio-
logía darwiniana; modos de pensar que van a dar forma a la ciencia que se
hará en las décadas —o quizás en los siglos, como en el caso de Newton—
futuras. Y más allá de ese tiempo —y este es el nivel de la epistemología
histórica—, está lo que podríamos llamar el legato tempo. Es el más lento
de todos y es en el que se desarrollan las categorías fundamentales de pen-
samiento y las prácticas que subyacen a todas las ciencias. Así, entonces, la
capa inferior del tempo legato existe y se mantiene más allá de la superación
de la física newtoniana por la física einsteiniana o de la superación del tra-
bajo de Darwin por la genética moderna. Es la base de la historia de la cien-
cia. Y sobre esa base es donde reside la epistemología histórica.

1  Daston, Lorraine y Elizabeth Lunbeck. «The empire of observation. 1600-1800», en


Lorraine Daston y Elizabeth Lunbeck, Histories of Scientific Observation (Chicago: Chicago
University, 2011), 81-113.
35
Cuando pensamos en categorías como probabilidad u objetividad, y
también en prácticas —¿qué significa hacer una observación?, ¿qué signifi-
ca llevar adelante un experimento?, ¿qué significa una inferencia estadísti-
ca?—, unas y otras se desarrollaron en contextos históricos muy diferentes,
en épocas muy distintas, y han venido entretejiéndose conjuntamente en la
ciencia con el propósito de crear la más firme cuerda argumental. Déjenme
presentar otro ejemplo concreto. En muy diferentes culturas, tenemos entre
los más tempranos testimonios la observación sobre cómo las personas se
enferman y sanan. Toda cultura tiene una tradición médica según la que se
observan enfermedades particulares y según las que observa, por ejemplo,
el tipo de hierbas y otros elementos que pueden ser usados para tratar esas
enfermedades. Ese tipo de observación clínica aún existe y sigue vigente en
la medicina actual. El síndrome que dio lugar al sida, fue identificado en
la década del ochenta por un médico en San Francisco, que simplemente
observó que algunos de sus pacientes llegaban a su consulta con una serie
de síntomas que él nunca había visto antes, eran similares entre sí y no res-
pondían a los tratamientos de rutina. Y esa es una de las formas de los tipos
de prácticas y categorizaciones que se dan en la observación clínica. En los
comienzos del siglo xx, otro tipo de práctica se introdujo: el ensayo clínico
aleatorio. Este es el tipo de experimento que hoy se usan para testear, por
ejemplo, la eficacia de nuevos medicamentos. Yo no sé cómo lo logran, ni
siquiera he participado en uno, pero un ensayo clínico aleatorio toma, por
ejemplo, a la mitad de los integrantes de este salón y les da una nueva me-
dicación, y a los demás les da una pastilla de azúcar —un placebo—, pero
los participantes no saben quién ha tomado qué. Luego se observa quién
mejora y quién no lo hace. Este es un tipo de observación médica comple-
tamente diferente, mucho más reciente que el tipo de observación clínica
comenté antes, pero también parte del lento desarrollo de la epistemología
histórica de la medicina.
Esto es lo que, con mis colegas del Instituto Max Planck de Historia de la
Ciencia, en Berlín, hemos tomado especialmente como objeto de nuestros
estudios en los últimos veinte años. Yo misma comencé como una historia-
dora de la probabilidad y la estadística, y lo que me interesó más —después
de leer el libro de Ian Hacking2 fueron las ideas extraordinarias. Por siglos,
en la tradición occidental, solo podía haber dos posibilidades: un juicio era
verdadero o era falso. No había nada en el medio. La idea de la probabili-

2  Hacking, Ian. The Emergence of Probability. Cambridge: Cambridge University, 1975.


Versión en español: El surgimiento de la probabilidad: un estudio filosófico de las ideas tem-

36
dad, que se abre en la mitad del siglo xvii, crea un espectro de grados de
probabilidad entre lo verdadero y lo falso, que serían porciones en términos
de la evidencia. Esto es un resplandor de luz, una idea completamente nue-
va, realmente inconcebible antes de su surgimiento en 1615, pero que, una
vez aparecida, no es posible pensar sin ella. Uno de los enigmas de la epis-
temología histórica es cómo surgen estas ideas, categorías o prácticas com-
pletamente nuevas cuando hasta casi el momento de su surgimiento son
literalmente impensables. No podemos pensar en ellas antes de que surjan,
pero luego emergen y no podemos pensar sin ellas. Se vuelven obvias.
La epistemología histórica es, entonces, una historia de aquellas catego-
rías y prácticas —por ejemplo, la prueba matemática como práctica— que
son tan obvias para nosotros que parecen no tener historia. Y su propósito
es mirar las prácticas como la observación o la conservación de registros y
archivos científicos, el concepto de prueba o el de experiencia, e intentar ubi-
carlos en la historia. Una característica de este tipo de historias es que son
tan amplias que una sola persona no puede abarcarlas con justicia. Por esa
razón, en el instituto, formamos lo que llamamos grupos de trabajo. El ar-
tículo «The empire of observation. 1600-1800», que mencioné al comienzo,
fue producido por un grupo de dieciocho personas que trabajaron juntas
durante tres años intentando mirar la observación en contextos muy dife-
rentes: todo lo que va desde la física hasta el psicoanálisis, porque probable-
mente no hay práctica en las ciencias naturales, sociales y humanas que sea
tan mundialmente abarcativa como la observación, que se lleva adelante, no
obstante, de diferentes formas en diferentes ciencias.
El artículo que mencioné es parte de la introducción que Katharine Park,
Gianna Pomata y yo escribimos sobre la historia de la observación desde la
Edad Media, desde 1580 hasta aproximadamente 1880, intentando mostrar
—y esto también es una característica de la epistemología histórica— cómo
el comienzo de la actividad científica se da a partir de una práctica: todos
han observado siempre. No debe haber una sola cultura de seres humanos
que haya conseguido sobrevivir sin haber observado, es decir, sin que sus
miembros hayan sido agudos observadores de su entorno. Lo que proba-
blemente no hayan hecho es nombrar esa práctica, y mucho menos tener
una forma de sistematizarla e intentar eliminar errores. El lento desarrollo
de la observación en las prácticas científicas se inició con las actividades de
los marineros, los granjeros, los pastores, entre otras, que dejaron de ser ac-
tividades básicamente literales y pasaron a ser transmitidas mediante pro-
pranas acerca de la probabilidad, la inducción y la inferencia. Barcelona: Gedisa, 2009.

37
verbios a través de las generaciones. Por ejemplo —debe haber algún pro-
verbio como este en español—, existe un proverbio en navegación que dice:
«Red in the morning, sailors take warning» (‘Cielo rojo en la mañana, los
marineros toman precauciones’). Esa información se transmite oralmente
de generación en generación. Piensen cuánto tiempo les pudo haber lleva-
do a los pastores reconocer qué oveja tenía la mejor lana y alimentarla en
concordancia. En algún momento, alrededor del 1500, estas actividades se
volvieron prácticas aprendidas y enseñadas. Las personas que tenían educa-
ción universitaria comenzaron a reconocer también toda una práctica en la
observación. Los primeros en reconocerla fueron los astrónomos y los mé-
dicos. Cerca de 1650, la práctica de observación se expandió por todas las
ciencias y comenzó a ser asociada con técnicas de la cultura letrada, como,
por ejemplo, tomar notas, conservar registros, etcétera.
Para ese momento, la observación se había vuelto una práctica cientí-
fica —los científicos que observan toman notas, conservan objetos, man-
tienen archivos, comparan observaciones con sistematicidad—. Se crearon
entonces las primeras tablas y técnicas de visualización y relacionamiento
de datos que hoy podemos encontrar en internet. Este es un buen ejemplo
de epistemología histórica: se comienza con una práctica que no tiene nom-
bre, luego es nombrada, y luego epistemologiza, lo que significa que la gente
comienza a pensar que esa es la forma de alcanzar el conocimiento. ¿Cómo
podemos eliminar posibles fuentes de errores? Una fuente de error en toda
observación es la variabilidad. Los astrónomos, una vez que comenzaron
a observar más de una o dos veces al año, empezaron a reconocer, cuan-
do, por ejemplo, observaban todos el mismo cometa, que, incluso siendo
observadores conscientes y cuidadosos, todos vamos a obtener posiciones
ligeramente diferentes del cometa. La razón tiene que ver con muchas cau-
sas: tu mirada puede ser mejor que la mía, el aire puede perturbar la noche
en la que estamos observando y cada uno de nosotros tiene una reacción
de tiempo que puede hacer que tú seas más rápido que yo haciendo una
observación. Esto nos lleva a que la observación del movimiento del co-
meta, en vez de ser una curva, sea una nube de puntos. Y, por supuesto,
todos sabemos que un cometa no se mueve de esa forma. Estos astrónomos
del siglo xviii comenzaron así a desentrañar cuál sería la curva estimada
del cometa que pasa por esa nube de puntos, y ese es el mismo método
del cuadrado por desviación magnética. Esta es una grotesca descripción
de epistemología histórica y explica por qué usé ese artículo de la observa-
ción para ilustrarla.

38
Me gustaría agregar algunas palabras más sobre la historia del conoci-
miento. Podrán haber visto en la forma en la que describí la historia de la
observación por qué es importante la historia del conocimiento. Las prác-
ticas científicas no surgen del aire. Usualmente comienzan con actividades
mundanas del día a día. Como dije, esas actividades a veces no tienen nom-
bre, no son colocadas en un proceso de reflexión epistemológica, pero, sin
embargo, son el origen. Ese es el caso de la observación, y también es el caso
de los experimentos. El término experimentos, también alrededor del siglo
xvii, refería a lo que los artesanos hacían en sus talleres con el propósito de
testear algo. Imaginen a un tejedor que trabaja con lana y que quiere saber
si puede o no obtener un nuevo color para esa lana, y prueba entonces con
diferentes tipos de hierbas. Eso podía ser considerado un experimento. No
había interés en explicar las causas de por qué esta hierba tiñe la lana de
rojo y por qué aquella la tiñe de azul. Lo que interesaba era obtener un efec-
to. Ese era el significado original de experimento en latín, y no era algo que
aquellas personas con educación universitaria hubiesen realizado. Era com-
pletamente trabajo manual. Lo que ocurrió en el siglo xvii fue que quienes
estaban comenzando a crear las nuevas sociedades científicas, visitaron es-
tos talleres y comenzaron a hacer lo mismo que habían hecho para el caso
de la observación, es decir, sistematizar datos e intentar utilizarlos no solo
para producir los efectos deseados, sino también para explorar las causas
detrás de estos. Este es otro ejemplo de cómo al empezar con la historia
del conocimiento se pasa a la historia de la ciencia, a partir del proceso de
pensar a través de las precondiciones, las consecuencias y los posibles pro-
blemas epistemológicos.
Al día de hoy, para la historia de la ciencia, la historia del conocimiento
es al mismo tiempo una oportunidad y un gran problema. La historia de
la ciencia como disciplina surge en la mitad del siglo xx, en el contexto de
una narrativa que no era solo una narrativa eurocéntrica, era la narrativa
eurocéntrica. Era la explicación de por qué Europa se había vuelto la civili-
zación más poderosa del mundo, que podía dominar a otras civilizaciones,
durante el período colonial. Y era, en muchas formas, una justificación para
eso. No hay dudas de que lo que pasó desde el siglo xvii en Europa es ex-
tremadamente importante, pero no es, en ningún sentido, toda la historia
sobre la tradición de la historia del conocimiento. Entonces, la oportunidad
es, para la historia de la ciencia, expandirse y comenzar a ver las tradicio-
nes de conocimiento en otras culturas y en otras épocas. E intentar pensar
no solo cómo esas tradiciones de conocimiento son diferentes a la ciencia,

39
sino también cómo son diferentes entre ellas mismas. Toda cultura tiene co-
nocimiento, pero no toda cultura tiene el mismo conocimiento. Diferentes
culturas valoran diferentes tipos de conocimiento por diferentes tipos de
razones. Hay jerarquías de conocimientos y hay jerarquías de lo que puede
ser llamado valores epistémicos en relación con ese conocimiento.
Esa es la oportunidad. Pero también hay un problema, porque a pesar
de que la historia de la ciencia se ha beneficiado por casi un siglo de una
productiva reflexión generada por la filosofía de la ciencia sobre lo que hace
ciencia a la ciencia, no tenemos nada como ese tipo de reflexión filosófica
sobre el conocimiento. Entonces, por el momento, conocimiento parece ser
una categoría miscelánea, que incluye todo lo que no queda debajo del te-
cho de la ciencia moderna. Ese es el problema, el desafío que yo creo que
tiene la historia de la ciencia.

40
El poder de la historia:
una entrevista con Lorraine Daston

Antonio A. Passos Videira


Juan A. Queijo Olano

En medio de sus actividades en Montevideo, Lorraine Daston se hizo un


tiempo para brindar esta entrevista,1 en la que nos interesó indagar sobre
las formulaciones y las bases filosóficas que residen detrás del programa de
la epistemología histórica y sobre cuál fue la historia (su historia) que hizo
posible el tipo de investigaciones que ella desarrolla. El resultado, por lo
tanto, es una combinación de vida personal, momentos históricos, situacio-
nes e instituciones, y, por supuesto —cómo podría ser de otra manera—,
ideas científicas.

—En una entrevista has manifestado que, durante tus años de estudiante, pri-
mero quisiste ser astrónoma, pero luego cambiaste para la historia de la cien-
cia. ¿Recuerdas cuándo y cómo eso pasó exactamente?
—No puedo señalar cuándo pasó exactamente, pero ciertamente recuer-
do cuándo fue que me enfrenté por primera vez a la historia de la ciencia.
Como muchos estudiantes que van a la universidad, no tenía idea de que tal
disciplina existía. Realmente, quería estudiar astronomía por algunas razo-
nes un tanto extrañas. Mi familia griega me puso este nombre por la musa
de la astronomía, Urania. Entonces tomé el curso introductorio de astrono-
mía de Harvard, que era dictado por el astrofísico Owen Gingerich, un dis-
tinguido historiador de la astronomía. Y creo que hablo por muchos de los
estudiantes de ese curso, cuarenta años después, si digo que si algo recorda-
mos de nuestros estudios de grado son las clases de Owen. Era un profesor
magnífico y presentaba la astronomía a través de la historia de la astrono-
mía. Y era una historia absolutamente emocionante la que contaba… ¡in-
olvidable! Aprendí desde ese curso que Harvard tenía, contrariamente a lo

1  La versión original de esta entrevista fue publicada en inglés. Ver: Passos Videira, An-
tonio Augusto y Juan Andrés Queijo Olano. «The Power of History: an interview with Lo-
rraine Daston». Contemporánea. Historia y Problemas del siglo xx, 10(1): 197-202, 2020.

41
que ocurría en las universidades americanas en esa época, un Departamen-
to de Historia de la Ciencia. No podías especializarte en ese departamento
siendo un estudiante de grado, pero combinaba formaciones especializadas
en historia y ciencia con cursos de ciencia, historia e historia de la cien-
cia. Tomé clases de matemáticas y astronomía, así como también de muchas
historias europeas e historias intelectuales y filosofía de la ciencia. Después
de graduarme de la universidad, fui a Cambridge, en Inglaterra, con una
beca para estudiar filosofía de la ciencia con Mary Hesse (que había escrito
un libro notable llamado Models and Analogies in Science2). Cuando llegué
al Departamento de Historia y Filosofía de la Ciencia de Cambridge, descu-
brí, primero que nada, que una guerra se daba entre historiadores y filóso-
fos. Y, segundo, que mi idea de filosofía, que quizás podía ser adecuada para
el siglo xvii —algo del tipo de la Monadología de Leibniz—, claramente no
era el tipo de filosofía que se daba en Cambridge en esa época. Después de
un año, volví a Harvard y finalicé mi PhD en historia de la ciencia. Pero
recuerdo haber pensado el mismo día en que recibí mi doctorado: «Bueno,
si no funciona, puedo estudiar alguna otra cosa»… y recuerdo que pensé en
egiptología o algo por el estilo. Creo que es algo típico de los historiadores
de la ciencia de mi generación, que procedían de varios campos diferentes
y estaban fascinados con la historia de la ciencia, pero la veían como una
disciplina establecida, del mismo tipo que la filosofía o la historia. Creo que
fue alrededor de los 45 o 50 años que me di cuenta de que, probablemente,
nunca iba a estudiar egiptología…

—Has dicho que una guerra estaba aconteciendo en Cambridge entre histo-
riadores y filósofos, pero los sesenta en Harvard parece haber sido también un
lugar de confrontaciones. ¿Lo sentiste así cuando estabas estudiando allí?
—No, en Harvard no, porque en parte esa guerra ya había concluido. Tomé
cursos con Hillary Putnam e Israel Scheffler. Los filósofos no hablaban con
los historiadores de la ciencia y los historiadores de la ciencia no hablaban
con los filósofos. En Cambridge estaba todos juntos en un mismo departa-
mento, y los coloquios eran verdaderos campos de batalla. Particularmente
entre los historiadores de la medicina, Robert Young y Karl Figlio, la pers-
pectiva marxista era dominante, lo que significaba un anatema para los fi-
lósofos. Eso era en los tempranos años setenta, cuando las contiendas eran

2  Hesse, M. B. Models and analogies in science. París: University of Norte Dame


Press, 1970.

42
políticas y, en cierto sentido, creo que también nacionales. Ambos, Karl Fi-
glio y Bob Young, que hicieron su carrera en Cambridge, eran norteame-
ricanos. Entre los filósofos, Mary Hesse era británica y Gerd Buchdahl era
alemán. Fue en parte una colisión de diferentes formaciones y tradiciones
intelectuales y nacionalistas. Ciertamente, yo nunca me quejé del trabajo
que hice con Mary Hesse, ni de lo que aprendí sobre Kant o la Naturphilo-
sophie de Goethe con Gerd Buchdahl. Sin embargo, era bastante claro que
una reconciliación entre las partes en guerra no estaba en el trasfondo, y
para los estudiantes de grado que estábamos allí era como estar en el medio
de unos padres divorciados: tenías que decir de qué lado ibas a estar. Fue en
ese momento que decidí que no iba a continuar mi PhD en Cambridge.

—¿Cómo ves esa idea de que «todo historiador de la ciencia es un científico


converso»?
—Creo que alguna vez fue cierto. Quizás cuarenta o cincuenta años atrás,
la mayoría de los historiadores de la ciencia ciertamente provenían de una
base científica y querían usar la historia de la ciencia como una forma de
reflexionar sobre su propia ciencia. Era gente que entendía que el estado
de la ciencia en ese momento no era del todo inevitable. Eran curiosos y
quizás algo subversivos en su interés, al usar la historia de la ciencia no des-
de el modo en que un manual suele reafirmar la ciencia del presente, sino
quizás cuestionando algunas de sus certezas. Y eran también científicos —
especialmente en la década del sesenta en Estados Unidos—políticamente
activos. Algunos, como Everett Mendelsohn, un historiador de la biología
en Harvard, fueron muy activo en la protesta contra la guerra en Vietnam.
La historia de la ciencia en esos días fue muy importante, ayudando a los
científicos en la reflexión política sobre su papel en la sociedad. Pero me pa-
rece que hoy esa afirmación ya no es verdad, a pesar de que muchos histo-
riadores de la ciencia tienen formación científica. Cuando veo la gente que
llega al Instituto Max Planck, en Berlín, en todas las etapas de sus carreras y
desde todas partes del mundo, algunos de ellos ciertamente son científicos
provenientes de las ciencias básicas, pero otros tienen formación en filoso-
fía, historia, sociología, antropología, historia del arte e historia general. Y
creo que es un enriquecimiento enorme para el campo de la historia de la
ciencia. La historia de la ciencia, en las últimas dos décadas, se ha vuelto
mucho más parecida a una clásica disciplina, se ha profesionalizado mucho
más y en muchos aspectos esto ha contribuido a elevar el nivel. Pero todavía

43
seguimos obteniendo ganancias del estímulo que proveen los colegas con
formación en otras disciplinas.

—¿Pero tú defiendes este tipo de naturaleza de la historia de la ciencia? Por-


que en 2009 escribiste un artículo para Critical Inquiry según el cual la his-
toria de la ciencia y los science studies no parecían estar cumpliendo con la
tarea de una reconstrucción histórica de la ciencia más intelectualmente rica.
—Sí, «Science Studies and the History of Science».3 Soy ambivalente sobre
ese artículo. Lo que quiero decir es: creo que los estudiantes de grado que
se han formado en historia de la ciencia están mucho mejor formados de lo
que yo estaba. Por ejemplo, era muy común escribir ponencias sin ningún
tipo de investigación de archivo, lo que hoy es impensable. Entonces, en ese
sentido, creo que es un desarrollo muy positivo. No tengo ningún tipo de
objeción sobre este tipo de profesionalización en la historia de la ciencia,
por el contrario, lo aplaudo. Pero, por otro lado, la apertura que hemos teni-
do siempre hacia otras disciplinas, que permiten que cualquiera de ustedes
—que pueden tener muy diferentes formaciones—pueda ser bienvenido al
instituto, y sean todos igualmente valiosos. Esa diversidad, incluyendo la
contribución de los science studies o las perspectivas filosóficas, ha hecho a
la historia de la ciencia teoréticamente sofisticada, y yo lamentaría mucho
si perdiésemos ese tipo de interacciones fermentales. El tipo de preguntas
inquisitivas que obtenemos de, por ejemplo, la psicología o la antropolo-
gía nos toma por sorpresa de un modo que saludamos. Ningún historiador
de la ciencia querría responder preguntas sobre la creatividad científica. La
perspectiva psicológica insiste en presentar ese tipo de preguntas, un salu-
dable desafío. Sin los antropólogos, probablemente no estaríamos hablando
sobre botánica, el estudio de la flora y la fauna, como de un fenómeno cul-
tural panhumano, seguiríamos hablando solo sobre Linneo, una visión un
tanto parroquial.

—Hay siempre una cuestión alrededor de la formación de los historiadores


de la ciencia… ¿cuánto tienen que saber sobre la ciencia a la que dedican su
estudio?
—Es una cuestión muy seria. Mi lema es: más conocimiento es siempre mu-
cho mejor que menos conocimiento. Siempre intenta aprender lo más que

3  Daston, Lorraine. «Science Studies and the History of Science». Critical Inquiry, 35(4):
798-813, 2009.

44
puedas. En mi propio caso, por ejemplo, fue ciertamente muy útil cuan-
do estudié teoría moderna de la probabilidad. Pero solo hasta un punto;
eventualmente, tuve que aprender la ciencia de la época en sus propios tér-
minos. Y en muchos sentidos, a pesar de que al comienzo saber de teoría
moderna de la probabilidad fue de gran ayuda, al final fue un obstáculo,
porque yo continuamente intentaba traducir lo que leía en los textos de los
siglos xvii y xviii al lenguaje moderno y, por lo tanto, perdía el conteni-
do distintivo de esos documentos. Creo que se precisa saber lo más posible
sobre la ciencia de cada época. Y eso puede ser extremadamente técnico y
extremadamente difícil.

—¿Estás de acuerdo con que la historia de la ciencia ha alcanzado una situa-


ción de especialización basada en obras que se sustentan en estudios de casos
que amenaza cualquier perspectiva general?
—Creo que en general eso es verdad, pero lo más importante es por qué
es verdad: en parte por la profesionalización de la que hablamos hace un
momento. La historia de la ciencia se ha vuelto mucho más como la histo-
ria, y los estándares de los historiadores por una búsqueda profunda son
considerablemente más rigurosos que los de los historiadores de la cien-
cia. Es entendible que muchas personas, atendiendo a esos rigurosos es-
tándares, alcancen a abarcar problemas más escuetos. Pero yo creo que es
también porque los historiadores de la ciencia han perdido contacto con
otros campos que los llevaban a hacerse grandes preguntas. En la década
del ochenta, cuando los science studies y la historia de la ciencia interactua-
ban sobre una base común, emergieron obras excelentes. Voy a mencionar
emblemáticamente Leviathan and the Air-Pump,4 de Steven Shapin y Simon
Schaffer, como un ejemplo de tal encuentro fértil. Sin embargo, tales inte-
racciones han casi cesado en prácticamente todos los campos en la historia
de las ciencias, a excepción de la ciencia contemporánea. Los historiadores
de la ciencia contemporánea, esto es, el tardío siglo xx y la ciencia del siglo
xxi, tienen un activo y fructífero diálogo con sus colegas de los science stu-
dies. Pero no parece ser más el caso para aquellos que trabajan en los siglos
xvii y xviii, mucho menos para los dedicados al siglo xii. Entonces, sí, creo
que los artículos individuales en la historia de la ciencia se han vuelto más
4  Shapin, S. and Schaffer, S. Leviathan and the Air-Pump: Hobbes, Boyle, and the Ex-
perimental Life. New Jersey: Princeton University Press. Hay traducción al español: El Le-
viathan y la bomba de vacío. Hobbes, Boyle y la vida experimental. Bernal: Universidad
Nacional de Quilmes, 1985.

45
especializados. Sin embargo, creo que la disciplina tomada como un todo se
ha vuelto mucho más amplia. Cuando veo, por ejemplo, las investigaciones
que son publicadas por los estudiantes de doctorado que visitan el instituto
en Berlín, me impresiona el amplio espectro de temas: desde la adivinación
en la Mesopotamia y las ciencias astrometeorológicas al uso de la filmación
en la biología moderna, y con todo lo que se imagine en el medio. Si se
sondea completamente el campo de la historia de la ciencia, hemos ganado
en amplitud, pero los estudios individuales ciertamente se han vuelto más
focalizados.

—¿Pero quién, entonces, debe asumir la responsabilidad de brindar una vi-


sión general que represente al campo de estudios?
—Esa es una pregunta que me hago constantemente. En el Instituto Max
Planck estuve en una posición muy afortunada y tenía la posibilidad de ar-
mar estos grupos de trabajo (team of scholars) para alcanzar una visión más
amplia sobre grandes preguntas, por ejemplo, ¿tiene una historia la obser-
vación científica? Ninguno de esos scholars podría escribir esa historia, pero
un colectivo de scholars puede, al menos, esbozar un inicio. Al menos para
mí, esos grupos de trabajo han sido enormemente estimulantes. Ha agran-
dado enormemente mis propios horizontes intelectuales el haber trabajado
con expertos en todo, desde en la filosofía natural en la Grecia Antigua has-
ta el psicoanálisis en el siglo xx. Y, para todos nosotros, el desafío colectivo
ha sido poder darle sentido no a este o a aquel caso de estudio, sino a todos
ellos juntos.

—Sabemos que tu obra es leída entre filósofos, historiadores, antropólogos y


estudiosos de la imagen… pero ¿qué ocurre con aquellos científicos que pro-
vienen de las ciencias exactas o naturales?, ¿tienes idea de si hacen uso de tu
trabajo?
—Creo que las tradiciones intelectuales son las que realmente hacen la dife-
rencia en este asunto. Lo que es interesante para mí es cuánto más interesa-
dos están los científicos en la historia y la filosofía de sus campos disciplina-
res en Francia, en Alemania, y sospecho que aquí en Uruguay —juzgando
por la gente que he conocido hasta el momento—, que lo que generalmente
lo están sus contrapartes del mundo anglosajón. Recuerdo que durante la
década del noventa, durante las llamadas «guerras de la ciencia» —quizás
recuerden este episodio—, en las que algunos científicos, especialmente en

46
Estados Unidos, sintieron que ciertos desarrollos en la historia de la ciencia
y en los science studies de corte construccionista amenazaban con minar a
las ciencias. En Estados Unidos, algunos físicos realmente creyeron que de
alguna manera la historia de la ciencia y los science studies eran responsa-
bles de que el Congreso hubiese cancelado la realización del supercolisio-
nador de partículas… La idea de un congresista norteamericano leyendo a
Bruno Latour es hilarante. Recuerdo conversaciones con físicos alemanes
que estaban algo perplejos con la idea de que la física no era tan parte de la
cultura como lo eran Bach o Mozart. Creo que se trata de diferencias entre
naciones, entre tradiciones intelectuales, debido en parte al hecho de que la
educación de elite en Francia o Alemania todavía incluye filosofía de forma
obligatoria en los últimos años de la educación secundaria.

—¿Te parece que el tipo de formación que la historia de la ciencia puede ofre-
cer es verdaderamente relevante para un científico?
—Me parece que la historia de la ciencia tiene una responsabilidad para con
los científicos, y algunos pocos de ellos visitan el Instituto Max Planck. Mu-
chos provienen de la biología molecular o la genética, muchas veces muy
avanzados en sus estudios, con toda la proyección de alcanzar el éxito en
sus campos de conocimiento. Pero dicen una y otra vez: «no tenemos ni
idea de por qué estamos trabajando en los problemas que trabajamos, y,
más aún, no tenemos ni idea de hacia dónde va todo esto». Esto es, han
vuelto a la historia de la ciencia no porque quieran conocer sobre el pasado,
sino para entender sus presentes investigaciones. Sienten que tienen una vi-
sión de hormiga y quieren tener una visión de pájaro sobre sus campos de
conocimiento. La historia de la ciencia puede proveer esa orientación. La
historia de la ciencia puede también proveer una sensación de posibilidad
intelectual. Es muy importante para los jóvenes científicos reconocer que la
ortodoxia reinante en la ciencia actual no se debe a la falta de alternativas.
No siempre hemos pensado del modo en que pensamos ahora, y es total-
mente probable que pensemos de forma diferente en el futuro. Finalmente,
la historia de la ciencia puede ayudar a los científicos a reflexionar sobre su
responsabilidad social y política, a través de casos de estudio sobre cómo
incluso las mejores intenciones han resultado a veces en terribles tragedias
humanas. Pocos científicos tienen las herramientas para pensar sobre las
implicancias de sus investigaciones; su formación raramente los ha equi-
pado con la posibilidad de pensar en tomar decisiones —a veces terribles

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decisiones— sobre si continuar o no en las líneas de investigación que lle-
van adelante. Esa reflexión sistemática es particularmente importante en
investigaciones ideológicamente marcadas, como las de raza o género. Los
historiadores de la ciencia han mostrado que los científicos usan categorías
que son las categorías coloquiales de las sociedades en las que son formados
—¿cómo podría ser de otra manera?—, sin mucha más reflexión crítica. Por
esa razón, la filósofa de la ciencia Helen Longino, de Stanford, ha ofrecido
fuertes argumentos sobre por qué es importante que los investigadores ten-
gan ellos mismos una diversidad de identidades. Marca una gran diferencia
que alguien que está haciendo una investigación sobre razas no sea blanco,
y ha dado un cierto sentido a la construcción de esas categorías. Lo mismo
cuando quienes hacen investigación sobre género no son exclusivamente
hombres o mujeres. Y no estoy queriendo culpar a los científicos de ningu-
na manera. El currículum en el que han sido formados no tiene lugar para
la reflexión sobre este tipo de asuntos. Aquí la historia de la ciencia puede
brindar una ayuda importante.

—¿Podría decirnos qué implicó la reconstrucción de las condiciones para la


investigación científica en Alemania, no solo desde el Max Planck, sino du-
rante todo el período que comienza luego de la Segunda Guerra Mundial?
—Es una pregunta muy interesante sobre los posibles paralelos entre las
continuidades y discontinuidades de un país que ha estado dividido por
más de cuarenta años. Me gustaría explicar un poco la naturaleza de la So-
ciedad Max Planck: es un consorcio de aproximadamente ochenta insti-
tuciones de investigación, la mayoría en ciencias naturales, dispersas a lo
largo de Alemania, con algunos institutos y centros extraterritoriales. Des-
pués de la reunificación de Alemania, la Sociedad Max Planck estableció
nuevos institutos en la nueva Alemania del Este. Incorporar la Alemania
del Este a la República Federal de Alemania también significó incorporarlos
científicamente. Fue, una vez más, una oportunidad para la Sociedad Max
Planck para establecer institutos en nuevas áreas. Había algunos campos de
conocimiento, como la etnografía y la demografía, que habían sido previa-
mente tabú, políticamente vergonzosos, por haber tenido participación en
proyectos políticos del nazismo. Entre los nuevos institutos del Max Planck
fue creado uno en investigación etnográfica en Halle y uno en demografía
en Rostock para reintroducir los últimos desarrollos en estos campos en
Alemania. El Instituto Max Planck en Historia de la Ciencia fue uno de esos
nuevos institutos y estaba originalmente localizado en Berlín del Este. No-

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sotros teníamos una historia inusual, porque había un departamento de la
Academia de Ciencias de la Alemania del Este que había sido dedicado a la
historia y la filosofía de la ciencia, y, como parte de la fundación de nuestro
instituto, tomamos a algunos de los miembros de la Academia de Alemania
del Este. Las discusiones con esos colegas fueron como un tratamiento de
shock para algunos de nosotros, que llegábamos desde el mundo anglófono
—y viceversa—. Creo que fue muy bueno para ambos lados.

—Hablaste de los aspectos ideológicos y políticos envueltos en las instituciones


de investigación. En este sentido, nos interesaría saber cómo es que tú manejas
esta dimensión. No nos parece que los aspectos políticos de tu epistemología
histórica estén explícitamente presentes en tus investigaciones, ¿esto es así?
—Creo que es cierto, en gran parte. Una crítica que a veces realizo al tipo de
epistemología histórica que defiendo es que hace «oídos sordos» al asunto
del poder. Creo que hay algo de justicia en decir esto, pero creo que tam-
bién depende de una idea muy acotada de poder. Esto puede sonar naïve,
pero creo que las ideas son poderosas. Creo en la eficacia causal de las ideas.
Ellas hacen que las cosas pasen en el mundo. No creo que haya poder más
grande que el poder de hacer algo impensable o pensable, y esto es lo que
propone la epistemología histórica. Sin embargo, las críticas tienen razón
en decir que no se trata de poder en el sentido político convencional.

—Pensamientos baconianos: «el conocimiento es poder»…


—Sí, pero me refiero a algo mucho más específico que eso. El conocimiento
es poder, estoy de acuerdo con eso, pero la forma más poderosa de cono-
cimiento no es este o aquel hecho particular, sino toda una estructura de
conocimiento. Piensen en la diferencia que han hecho los grandes movi-
mientos críticos, empezando con el Iluminismo y siguiendo con el marxis-
mo y el feminismo. La perspicacia de Marx fue mostrar que lo que se había
propuesto como un estándar universal era, de hecho, la verdad de una clase;
la de Simone de Beauvoir fue mostrar que lo que se presentaba como un
estándar universal era, de hecho, el estándar masculino. No puedo pensar
en un conocimiento más poderoso que esas vueltas de perspectiva. Cuando
pienso lo que está pasando en mi propio país, Estados Unidos, creo que
no se puede entender la elección de Donald Trump sin las herramientas
intelectuales de los estudios de género. Es ese conocimiento crítico lo que
constituye el verdadero poder.

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Epílogo: ¿Se puede hacer epistemología
histórica en Uruguay?
Juan A. Queijo Olano
Isabel Wschebor

Tras haber recorrido, a partir de la visita de Lorraine Daston a Montevideo,


las muchas formas en las que desde el Instituto Max Planck de Historia de
la Ciencia, en Berlín, se desarrolla la epistemología histórica, no es extraño
que emerja la pregunta que da título a este epílogo: ¿se puede hacerse epis-
temología histórica desde Uruguay?
Parecen haber dos niveles de respuesta a esta interrogante. El primero
está asociado con aquellas condiciones materiales que se hacen necesarias
para realizar efectivamente un estudio de la ciencia a partir de esta perspec-
tiva. Un segundo nivel está relacionado con la conveniencia y adecuación
de este modelo de trabajo a nuestro pasado científico.
La epistemología histórica debe poner su foco en la identificación de
conceptos, prácticas e instrumentos científicos propios de un cierto período
de tiempo, que se exprese en términos de larga duración, buscando identi-
ficar cambios y permanencias. Si asumimos la idea de conocimiento cien-
tífico circunscripta a los modos en los que esta práctica se desarrolló tras la
colonización europea en América, al igual que en muchos dominios del co-
nocimiento histórico, para el caso uruguayo la elaboración de una mirada
de larga duración remite a dos siglos de actividad en esta materia. La episte-
mología histórica invita a la reflexión sobre cómo se elaboran las nociones
de ciencia y de conocimiento científico; la cuestión a dirimir es si esas no-
ciones son universalmente aplicables, si son determinadas por los contextos
que las producen y, más concretamente, si podemos pensar en «nuestras»
nociones y conceptos científicos.
En cualquier caso, tenemos por delante el desafío de estudiar prácticas
y permanencias en el ámbito local, y esto implica procesos de resignifica-
ción, incluso de la idea misma de larga duración, si la comparamos con las
tradiciones culturales de otros continentes. Salvando este asunto, para res-
ponder a la pregunta del título se vuelve necesario, además, identificar la

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actividad científica que vamos a analizar y que esta proporcione un archivo
tal que nos permita un trabajo sostenible en el tiempo. Este, quizás, sea uno
de los primeros desafíos que merecen nuestra atención: ¿tenemos registrada
la actividad protocientífica y científica del pasado como para poder realizar
investigaciones desde esta perspectiva?
A escala local, los trabajos de epistemología histórica nos han hecho re-
flexionar en torno al escaso nivel de organización y accesibilidad que aún
tenemos en materia de conservación y acceso a los archivos que den cuenta
de las actividades científicas que se produjeron en el país a lo largo de su
historia. Un interés reciente por la temática ha permitido el desarrollo de
algunas líneas de trabajo en los ámbitos de la udelar o instituciones como
el Museo de Historia Natural, los museos Pedagógico e Histórico, el Jardín
Botánico, entre otros, de carácter aún incipiente. Derivadas del interés por
la conservación de archivos para el estudio de la historia contemporánea e
intelectual, recientemente también se han iniciado actividades orientadas a
la recuperación de archivos científicos propiamente dichos en la órbita del
agu. Sin duda, los trabajos de epistemología histórica antes mencionados
han constituido un estímulo para el emprendimiento de estas líneas de de-
sarrollo archivístico, aún incipientes. Sin embargo, el interés reciente por el
tema también expresa lagunas en el tiempo, pérdidas irreparables o dificul-
tades de infraestructura para albergar, sistematizar y dar acceso a acervos
decididamente valiosos.
A través de los trabajos producidos desde el Max Planck, podemos
sentirnos totalmente abrumados por la cantidad de información, datos y
registros que son usados para fundamentar las conclusiones en cada in-
vestigación. Son trabajos que recurren a una variedad muy ecléctica de
repositorios y que muestran un profundo trabajo sobre ellos. Podemos
entender cabalmente lo que significa la civilización europea, su pasado y
tradición, al entender las fuentes de estas investigaciones. En Uruguay, aún
nos encontramos en una etapa exploratoria en relación con el universo y
la riqueza de archivos y datos posibles, pero reconocemos en estas lecturas
una fuente inspiradora para su búsqueda y sistematización.
Por otra parte, las posibilidades materiales para hacer epistemología
histórica a escala local no solo implican conservar registros y mantener
archivos científicos, sino también para —en el caso de que existan—inda-
gar sobre ellos. Esta corriente funda sus estrategias en el trabajo de archivo,
requiere de investigadores dedicados a la búsqueda de esos archivos, a su
conservación y al seguimiento de pistas de ese pasado, que no necesaria-

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mente respetan los límites políticos de los países. Es decir, parece ser que la
investigación desde una perspectiva de la epistemología histórica no solo se
funda en un enfoque interdisciplinario, sino también en enfoques transna-
cionales. Los estilos de pensamiento probabilísticos, la inferencia matemáti-
ca y el pensamiento estadístico emergieron como conceptos científicos en
comunidades transnacionales, y seguir el derrotero de sus protagonistas o
sociedades científicas implica, entre otras cosas, recursos para movilizarse
entre países o para contratar investigadores en países extranjeros. La episte-
mología histórica surge en Berlín, pero tiene pretensiones internacionales y
para cumplirlas debe tener recursos que le permitan llevar adelante inves-
tigaciones de ese talante. Esto constituye, sin duda, otra de las dificultades
para las estructuras de investigación a escala local y regional.
En resumen, podemos pensar en desarrollar una práctica similar a la
que se realiza desde Berlín, aunque las dificultades que se presentan pare-
cen ser significativas. Y estas dificultades, que hoy pueden ser vistas como
obstáculos a la posibilidad de implantar la epistemología histórica en nues-
tra región, no solo responden a decisiones de tipo político —aunque estas
sean muy importantes—.
Otro aspecto íntimamente ligado a la dimensión de las condiciones ma-
teriales tiene que ver con una pregunta un poco más filosófica: ¿es realmen-
te adecuado creer que la epistemología histórica puede sernos de utilidad
para entender nuestra tradición científica? Para colocar en términos más
exactos este planteo: ¿podemos importar una herramienta como la episte-
mología histórica y usarla para nuestro contexto? Más allá de las condicio-
nes materiales, la pregunta tiene que ver con la pertinencia de un enfoque
como el que se propone desde Berlín. Como toda corriente filosófica, la
perspectiva que se defiende en la epistemología histórica también mantiene
entre sus preceptos una idea de ciencia y de conocimiento. Se trata de una
concepción que cree en la acumulación y la progresión de conocimientos,
que otorga a la naturaleza una ontología fuerte en la construcción de esos
conocimientos y que ve en la racionalidad occidental un camino (aunque
no el único) para intentar descifrarla, experimentarla y comprenderla. Son
ideas muy caras para la tradición científica europea más clásica y, en este
sentido, pese al matiz de diferencia con el que se define a la epistemología
histórica, es un movimiento que pretende establecer una historia del mismo
tono con el que se ha edificado la historia de la ciencia desde los inicios del
siglo xx.

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Entonces, la pregunta sobre la epistemología histórica en esta región,
o en el Uruguay, tiene que ver con la pregunta sobre la normatividad de
la propuesta. ¿Debemos narrar nuestra historia a partir de la normatividad
elaborada en contextos, tradiciones y valores tan alejados de los nuestros?
¿Sabemos cuáles son «nuestros» contextos, tradiciones y valores científicos?
Al asumir una investigación fundada en un «nosotros», debemos estar ad-
vertidos de que las herramientas (conceptos, métodos, archivos) que use-
mos para pensar nuestro pasado fueron creadas y dotadas de sentido histó-
ricamente en otros contextos. Esta es la gran enseñanza que nos muestran
las investigaciones de la epistemología histórica. Si tomamos como ejemplo
el papel de la naturaleza en la construcción de conocimiento, la idea de na-
turaleza desarrollada en Europa es depositaria de un conjunto de valores y
expectativas metafísicas que no son los mismos con las que se definían las
comunidades originarias en Latinoamérica. Más ajena o más cercana, la na-
turaleza siempre fue para la cultura occidental un enigma único que debía
ser descifrado. Esa unidad, esa estabilidad conceptual de la idea de natu-
raleza, no es igual a las ideas de naturaleza que se construyeron en Améri-
ca Latina. Uno podría pensar que estas últimas fueron muchas, diversas y
divergentes, como las culturas que habitaron el continente. En todo caso,
parece ser una buena investigación a realizar, pero sin partir de las con-
ceptualizaciones que heredamos de la tradición occidental. El registro de la
epistemología histórica presupone una metafísica unitaria de la naturaleza
que, a pesar de los muchos y abruptos cambios sociales e históricos, nos
brinda la posibilidad de trazar continuidades entre prácticas arcaicas y co-
nocimientos científicos modernos. Daston ha conceptualizado su metafísi-
ca como aplicada, en el sentido de que hay grados de realidad sobre los que
interviene el hombre, que posibilitan —a través del conocimiento— que
ciertos objetos, conceptos o ideas que antes no existían cobren vida en de-
terminados períodos de la historia. Aun así, esa metafísica aplicada se sos-
tiene sobre la idea unitaria de la naturaleza, a la cual accedemos en mayor o
menor profundidad según el conocimiento que hayamos desarrollado.
La tarea de llevar adelante de forma autónoma y autóctona una epis-
temología con matriz propia implica, sobre todo, el enorme desafío de re-
construir una identidad (ya no solo científica, sino humana) desde nuestros
propios orígenes y que atraviese toda nuestra historia. No se trata de una
búsqueda de lo primitivo para reivindicar una identidad, sino de explicitar
con base en evidencia histórica cómo nuestro pasado de mixturas, inter-
cambios y mezclas es parte de la ciencia que hemos creado y hoy tenemos.

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El análisis de estas ideas y las posibilidades de historizar las diferentes
formas del conocer que han dado contexto al surgimiento de ciertas ideas o
prácticas de conocimiento han constituido una fuente de estímulo a escala
local para pensar estos problemas. Sin lugar a dudas, la visita de Lorraine
Daston ha provocado la puesta en discusión de algunas ideas, como las que
intentamos presentar en este epílogo. Son ideas que han despertado iniciati-
vas y caminos de interacción en nuestra comunidad para analizar el derro-
tero de una posible historia del conocimiento desde el Uruguay.

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