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La creación humana es obra del deseo. Se ha procreado en las entrañas de un Dios que a través de
la insuflación engendró la vida. Por eso la humanidad no es más que un pedacito de Dios. En
efecto, todo es divino. No simplemente porque cimentemos la fe en ese bellísimo acontecimiento,
sino porque tiernamente nos cobija a todos. No es excluyente, ni posesivo, es dulcemente
gratuito, gracioso y poderoso. En el corazón de Dios caben todos, porque sencillamente somos
criaturas suyas
Siete años después supe lo que pasó.
Fue en invierno. No sé exactamente el lugar, pero estaba todo oscuro. Lo que sí estoy seguro es
que fue de noche. La ironía me rebosaba y se deleitaba conmigo. El desprecio me atormentaba,
los nervios me atacaban y los impulsos no los podía controlar. El llanto era mi oyente, los
lamentos mi dolor y los gritos mi auxilio. Fue un tiempo prolongado e inacabado, porque sentía
fallecer. Nadie respondía a mis llamados, ni mucho menos que se acercara y me sacara del lugar.
Mi tristeza me discriminaba y hasta se burlaba de mí. La oscuridad era mi cárcel y a la vez el
maldito desagüe de mis difamaciones.
Nunca hubo aquietamiento, todo era aflicción. Sin embargo, recorrer el lugar de extremo a
extremo hizo que el cansancio me ganara y caí desahuciado. Todo lo que sucedió a partir de ahí
sucedió en sueño. Entré a otro lugar. Este si lo recuerdo. Era espacioso, podía contemplarlo pero
no tenía color. Las razones no lo sé. Tal vez eran mis ojos que se habían acostumbrados a pelear
con la oscuridad. Lo cierto es, que ya no era invierno. Podía oler el perfume de la brisa, podría
sentir la compañía de alguien, pero era una sensación extraña, era como si estuviese solo, de
nuevo.
De pronto la fuerza de mi desvelo cerró mis ojos y estuve apresado por un breve instante de un
silencio inabarcable. Me dejé llevar por ese trance inexplicable. Cuando sentí de repente, que mi
cuerpo volvía a recobrar su vitalidad y desperté anonadado porqué aun no sabía que había
pasado. Todo se detuvo. Alguien se presentó delante de mí y se dirigió con esta dulce expresión:
regocíjate en mí. Cuando escuché aquellas palabras, mis oídos se apaciguaron, mis ojos se
refrescaron y mi cuerpo dócilmente se fortaleció de manera indescriptible. El topetón de aquellas
palabras aún no se me olvida.
Ese alguien me convidó a su lado, me cogió de la mano, y juntos caminamos largo rato. Le conté
mi historia, le describí lo que me había sucedido y me pude desahogar. Ese alguien solo me
escuchaba. Comprendía en su semblante cuanto amor tenía, y su disposición me daba a entender
que había descubierto a ese alguien que me auxiliara. Cuando terminé de contarle el relato, me
miró, me abrazó y besó mi frente. Nunca me había sentido tan amado. En ese preciso instante
olvidé todo dolor. No sé cuántas horas caminamos. Pero lo que no entendí en ese momento es
porqué desapareció.
Cuando la intranquilidad logró esparcirse por mis venas, empecé a buscarlo como loco. No lo
pude encontrar. Cerré mis ojos y volví abrirlos y no estaba. De pronto, caí de nuevo y cuando
desperté estaba en casa. Todo había sido un sueño. Me levanté miré por la ventana y estaba en mi
realidad. Entrando en el recuerdo de ese alguien, me detuve en el espejo y lo pude ver. Era ese
alguien. Pero era igual a mí. No había distinción. La dicha fue más grande todavía. Descubrí que
a veces en el dolor todo es pasajero. El llanto no dura para siempre. Hay muchos momentos en la
vida que se dilatan por las preocupaciones, pero son inextinguibles los esfuerzos por recobrar el
disfrute de la vida.