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Louise Sharpe
La prevalencia del juego problemático estimada por diferentes estudios arroja cifras entre el 1 y el
3% de la población (Lesieur y Rosenthal, 1991), pero, a pesar de ello, las investigaciones sobre su
tratamiento han sido relativamente escasas. Las primeras intervenciones se centraban en enfoques
psicodinámicos para el tratamiento de los jugadores problema (p. Ej., Bergler, 1958) o tenía lugar en
unidades especializadas de pacientes internados (p. ej., Russo et al., 1984). Claramente, esta última
alternativa no suele ser factible para la mayoría de los clínicos. Además, los estudios en dicha
dirección han utilizado generalmente un enfoque multivariado y sin grupo control, lo que hace que
los resultados sean difíciles de interpretar. Más tarde se popularizaron los enfoques conductuales.
Seager (1970) utilizó el entrenamiento en aversión con catorce jugadores problema y encontró que
cinco de ellos seguían sin jugar a los tres años. Más tarde, Greenberg y Marks (1982) trataron una
serie de casos (7 pacientes) con desensibilización por medio de la imaginación y encontraron
reducciones en la conducta de jugar en tres de los pacientes a los seis meses. Sin embargo, esto
representa menos del 50% de su pequeña muestra. En un amplio estudio, sin grupos control, con 26
jugadores problema, Greenberg y Rankin (1982) utilizaron una serie de técnicas conductuales y
encontraron resultados similares. Es decir, en el seguimiento (de 9 meses a 4,5 años) cinco sujetos
tenían su conducta de juego bajo control, siete habían mejorado con recaídas ocasionales y para los
restantes catorce su conducta de juego seguía siendo problemática. Aunque esto indica que se
pueden conseguir estrategias útiles de tratamiento derivadas de un enfoque conductual, esos
resultados están lejos de ser atrayentes, ya que menos de la mitad de los sujetos de estos estudios
había mejorado de forma importante. Siguiendo con el objetivo de estos estudios conductuales,
McConaghy et al. (1983) llevaron a cabo un estudio en el que comparaban la desensibilización por
medio de la imaginación con el entrenamiento aversivo en un grupo de jugado res problema. Sus
resultados indicaron que la desensibilización por medio de la imaginación era superior al
entrenamiento aversivo. Un año más tarde, de los 10 sujetos que recibieron el primer tratamiento,
dos habían dejado de jugar y cinco jugaban de forma controlada, comparado con ocho sujetos que
tenían todavía un juego problemático en el grupo de entrenamiento aversivo. Además, en un
seguimiento a largo plazo (de 2 a 9 años), sin grupos control, de sujetos que participaron en su
programa con pacientes internos, diez de 33 individuos tratados Juego patológico 443 con
desensibilización sistemática habían dejado de jugar y 16 más eran capaces de controlar su juego
(McConaghy, Blaszczynski y Frankova, 1991). Aunque estos datos proporcionan un fuerte apoyo al
empleo de la desensibilización sistemática en el tratamiento del juego problema, existe todavía
mucho espacio para la mejora de estos resultados. Se ha criticado a McConaghy y sus colaboradores
por su limitado enfoque de tratamientos mecanicistas con sólo un procedimiento (Dickerson, 1990).
Se podría esperar que si se incluyeran otros factores importantes en el tratamiento, como las
habilidades cognitivas, podrían mejorar la eficacia del mismo. Sin embargo, escasean los estudios
que emplean y aplican un enfoque cognitivo o cognitivo-conductual para el tratamiento del juego
problema. Sin excepción, la literatura disponible no utiliza grupos control y está limitada a estudios
de caso que documentan el éxito de un enfoque cognitivo. Existen muy pocos estudios que describan
el empleo de un enfoque cognitivo o cognitivo-conductual con el juego problema. Esto puede
deberse quizás, al menos parcialmente, al limitado conocimiento teórico del juego problema desde
un punto de vista cognitivo-conductual. Ladouceur et al. (1989) publicaron un interesante estudio en
el que se pedía a los jugadores que hablasen en voz alta mientras jugaban y se les pedía que
cuestionasen sus verbalizaciones irracionales en el momento en que estaba teniendo lugar el juego.
Este enfoque se basa en las evidencias cada vez más claras de que los jugadores de máquinas
tragaperras tienen más verbalizaciones irracionales que racionales durante el juego (Gabourey y
Ladouceur, 1988; Walker, 1992). Dichos autores enseñaron a cuatro jugadores de máquinas
tragaperras a identificar y cuestionar sus pensamientos mientras estaban jugando. Parece que éste
es un enfoque interesante que merece la pena seguir investigando. Sin embargo, no está claro que la
naturaleza intensiva de este enfoque, que requiere que el terapeuta lleve a cabo las sesiones en vivo,
sea necesaria para lograr los resultados deseados. Versiones de la terapia cognitiva basadas más en
la clínica tradicional pueden igualmente producir cambios en las cogniciones del jugador. Así, dos
estudios de caso han utilizado un elemento cognitivo en sesiones clínicas, en las que se pedía a los
pacientes que aplicasen estas habilidades entre sesiones. En dichos casos, los jugadores habían
abandonado el juego en el período de seguimiento (Tonneatto y Sobell, 1990; Sharpe y Tarrier, 1992).
Estos enfoques pueden llevarse a cabo más fácilmente en la clínica. Una diferencia importante entre
estos enfoques y el de Ladouceur et al. (1989) es que los estudios anteriores utilizaban un enfoque
cognitivo-conductual más amplio. Aunque todos estos estudios nos informaban sobre tratamientos
de caso único y los resultados no pueden generalizarse, los tratamientos tenían éxito para eliminar la
conducta de juego. Más recientemente, se ha examinado el enfoque desarrollado por Sharpe y
Tarrier (1992) para investigar su eficacia cuando se utiliza con pequeños grupos de jugadores
problema. El estudio comparó un enfoque cognitivo-conductual de ocho sesiones con un grupo
control de lista de espera. Desafortunadamente, todavía no están disponibles los resultados a largo
plazo. Sin embargo, sólo tres de los diez pacientes del grupo de tratamiento seguían jugando en el
postratamiento, aunque todos habían mejorado. En realidad, dos 444 Louise Sharpe sujetos de cada
tres habían reducido su conducta de juego más de dos tercios. Algo que es interesante también es
que todos los jugadores, excepto uno, del grupo de lista de espera informaron que su conducta de
juego empeoró durante el período de tratamiento. En estos momentos, sólo se ha hecho un
seguimiento de seis meses a tres jugadores y los tres siguen sin jugar desde que comenzó el
tratamiento (Sharpe et al., 1994). Aunque se necesitan más investigaciones sobre los enfoques
cognitivo-conductuales, los resultados presentes son alentadores y sugieren que los enfoques
cognitivo-conductuales tienen mucho que ofrecer en el tratamiento del juego problema. El objetivo
del presente capítulo es proporcionar información sobre los tipos de procedimientos que son útiles
en un tratamiento cognitivo-conductual para el juego problema y cómo podrían aplicarse a casos
individuales.