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Domingo, 18 de julio de 2010 | Hoy

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DOMINGO, 18 DE JULIO DE 2010 Leemos a la misma velocidad que
en los tiempos de Aristóteles
LA EXPERIENCIA DE UN ESCRITOR EN UN AULA DEL Por Ricardo Piglia
CONURBANO Una escritora, una isla
Por Esther Cross

Son boleta Son boleta


Por Guillermo Saccomanno
Las bibliotecas básicas

Por Guillermo Saccomanno

No creo que muchos escritores se le animen a una clase de escuela media


del conurbano. Pero que los hay, los hay. Es que no es sencillo encarar las
aulas de la marginalidad, esos pibes que vienen de pobreza, violencia,
droga, alcohol. A algunos les cuesta expresarse con algo más que un
ininteligible fraseo primal. Estos son los pibes a quienes los docentes
deben transmitirle el amor a la lectura. Pero, ¿cómo transmitir ese amor
cuando no se lo siente? Más de una vez en los colegios planteo que los
docentes no leen. “Los adolescentes, querrá decir”, me quiso enmendar
una maestra. “No, le dije. Entendió bien: dije los docentes.” La mujer, como
varias de sus colegas, me miró con odio. “A ver, cuéntenme qué leyeron
anoche”, les pregunto. Silencio.

Por supuesto, hay causas, razones, determinaciones sociales que hacen


que las maestras y maestros puedan preferir a la noche Tinelli, baile de
caño, pizza y birra; y, excepcionalmente, los progres, el discurso facilongo
de 6, 7, 8. No los culpo. Estoy convencido de que los docentes deben
ganar más que un diputado, pero también de que ellos eligieron la
trinchera en la que se encuentran. Y es una trinchera donde bajar la
guardia es riesgoso. Las víctimas están ahí, en sus pupitres, frente al
pizarrón, expectantes. Y por la expresión tienen todo el aspecto de estar
en otra, en otra realidad que no es la del aula. Una más cruda.

El año pasado, junto con un grupo numeroso de escritores, participé en la


movida del plan de lectura del Ministerio de Educación, iniciativa
formidable: se imprimía un relato de cada escritor y luego se lo distribuía,
en formato fascículo, en las aulas de los colegios. Más tarde, una vez que
los alumnos habían leído el relato en la clase de literatura, el escritor iba al
aula y conversaba el texto y sus aspectos con sus lectores. La actividad,
en los colegios de clase media, se cumplía. Pero en más de una
oportunidad, en colegios más golpeados –que son los más–, el resultado
no era el esperado. La frustración no dependió del ministerio, ni de los

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autores. Fue responsabilidad de los mismos docentes.

Me acuerdo de un colegio del conurbano. Al llegar al cole, nadie sabía


dónde estaba el paquete con los fascículos. Nadie los había visto. Hasta
que una funcionaria del colegio pareció reaccionar de un ataque de
amnesia y recordó dónde estaban guardados. Los fascículos del Plan de
Lectura habían sido archivados en un depósito. Ni se los habían pasado a
la profesora de Lengua. Tampoco la profesora de Literatura se había
interesado por la cuestión. Además, ese día la profesora de Literatura no
había llegado aún. Por lo tanto, la actividad la iba a coordinar otra
profesora, la de Inglés. No era un día tranquilo en el colegio. Habían
faltado celadores. Y profesores. Las pibas y los pibes, casi el colegio
entero, hacían quilombo en el patio. Tarde, pero al fin, apareció la
profesora de Lengua. Y fuimos al aula. Como habían faltado profesores, la
directora tuvo la idea de juntar dos divisiones. Preferible meterlos en esta
actividad, aunque no tuviera nada que ver, a que estuvieran alborotando
en el patio. Me pregunté cómo manejar la situación. Sesenta alumnos me
superaban. Además no se trataba sólo de que no hubieran cumplido con la
actividad: leer un cuento. La profesora tampoco tenía demasiada idea de
qué se trataba el plan. Se me ocurrió que si no habían leído antes el relato,
bien podríamos leerlo entre todos en clase. Pero esas pibas y pibes
apenas sabían deletrear una palabra. Con paciencia, les propuse que cada
uno leyera una frase y le pasara luego el fascículo a un compañero, una
compañera. De ese modo, pensé, el relato se hilvanaba, se construía una
lectura colectiva. Y terminaríamos de leer el cuento. Quien leía una frase,
con dificultad, balbuceando, pasaba el fascículo con alivio. Se tardaba en
completar el sentido del relato, pero era algo.

Desde el fondo, unos pibes bardeaban. Dados vuelta, bardeaban. El bardo


iba en aumento. Pronto fue imposible la lectura. Le pedí a la profesora que
dejara retirar del aula a los chabones (sí, les dije chabones) si no les
interesaba la actividad. La profesora titubeó. Por fin, desconcertada,
asintió. Los pibes se pararon. Ahí volví a hablarles: “Sé que tienen motivos
para embolarse. Como sé que alguno de ustedes chuparon o se
falopearon antes de venir al colegio. Sé también que algunos de ustedes
hoy vieron al viejo fajar a la vieja. Y también que tal vez los que cobraron
fueron ustedes. Sé que no la tienen fácil. Sin laburo, sin un mango.
Encima, el colegio. De verdad, es mucho pedirles a ustedes, dados vuelta,
que se queden tranquis en el aula. No me careteen. Pueden salir”. Los
pibes empezaron a caminar hacia la puerta del aula. “Pero antes –les
dije–, sepan que si cruzan esa puerta son boleta.”

Los pibes se frenaron. Atónitos, me miraban. Ahora no volaba una mosca.


“Porque si estoy acá es por ustedes. Si no saben leer, ustedes no saben
sus derechos. Y si no saben sus derechos, cuando la Bonaerense los
agarre con un fasito, los pueden fusilar. Vayan nomás. Los ratis los
esperan.”

Callados, de pronto tímidos, de pronto chicos, volvieron a sus asientos.

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Continué la clase como pude. Cero heroísmo. Taquicardia sentí. Me había
sacado, me reproché. Traté de disimular que me temblaba el pulso. Mi
sonrisa ante el aula era de plástico. No me gustaba esta situación. Pero la
remé. ¿Acaso tenía otra alternativa? Sé que esta historia no me deja bien
parado. Y que se me acusará de autoritario, patotero y políticamente
incorrecto. Pero fue lo que pude hacer. Y no me avergüenza contarlo.

Hace tiempo que la realidad educativa se fue al carajo. Y que no son


pocos los esfuerzos ministeriales como tampoco los docentes que, en esta
realidad, se debaten peleando por mejorar el nivel de la educación. Pero
no alcanza. Como tampoco alcanza que los escritores pongan el cuerpo en
las aulas, lo que, a esta altura, me parece, es más que un deber una
misión. Los debates en el Malba o en las librerías de Palermo pueden
esperar. Los pibes y pibas de los colegios estatales, no. Y, que conste,
estas reflexiones no deben inquietar sólo a los docentes. También a los
escritores. Porque mañana terminarán escribiendo para clientes y no para
lectores. Si es que ya no lo están –perdón, estamos– haciendo.

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