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TEORIA DE LA PSICOTERAPIA

ANALITICA BREVE

por
Lucio Pinkus
INDICE

Primera Parte. ¿Más teoría aun?...................................................... 11

1.1.0. Encuadre histórico..................................................................... 16


1.1.1. Psicoterapia analítica: a la búsqueda de
una definición.................................................................. 19
1.2.0. Fundamentos teóricos de la definición propuesta.............. 22
1.2.1. Psicoterapia analítica como técnica de
exploración....................................................................... 22
1.2.2. Modelo de personalidad y teoría psicoanalítica... 26
1.2.3. Técnica de indagación y personalidad....................... 29
1.2.4. Psicoterapia analítica y teoría general de los
sistemas............................................................................ 36
1.2.5. Equilibrio emocional homeostático y
autonomía del yo............................................................. 39
1.2.6. Sistema de personalidad y pérdida de
funcionalidad................................................................... 42
1.3.0. Psicopatología y psicoterapia.................................................. 46
1.3.1. Psicopatología: entre nosema y nomenclatura......... 47
1.3.2. Psicoterapia y psicopatología analíticas.................... 58
1.4.0. El factor “tiempo”.....................................................................’. 62

Segunda Parte.................................................................................... 67
2.1.0. La lógica del proceso psicoterapéutico en la
psicoterapia analítica breve..................................................... 69
2.1.1. El conflicto........................................................................ 72
2.1.2. Al margen del conflicto de conciencia....................... 77
2.1.3. Una nota sobre la “comprensión emocional”........... 81
2.1.4. Contrato y transferencia: dos problemas
abiertos ............................................................................ 83
2.2.0. El proceso diagnóstico.............................................................. 90
2.2.1. Indicaciones y contraindicaciones de la
psicoterapia analítica breve..................................................... 96
2.3.0. Los parámetros diagnósticos y pronósticos ...................... 102
2.3.1. Las motivaciones............................................................ 103
2.3.2. Motivaciones del psicoterapeuta................................105
2.3.3. Las motivaciones del paciente.................................... 110
2.4.0. Síntomas.................................................................................... 116
2.4.1. La inhibición...................................................................122
2.4.2. El síntoma psicosomático............................................. 123
2.4.3. La angustia.................................................................... 127
2.4.4. El dolor............................................................................. 130
2.5.0. Las defensas.............................................................................. 134
2.6.0. La “fuerza” del yo..................................................................... 138
2.7.0. Nota sobre el pronóstico..........................................................140
2.8.0. Dos “casos”................................................................................ 143

Tercera Parte..................................................................................... 149

3.1.0. La interpretación....................................................................... 151


3.1.1. Algunas características de la interpretación..............152
3.1.2. Reglas de la interpretación....................... ...... ............ 154
3.1.3. Resistencia y elaboración............................................ 156
3.2.0. Los materiales analíticos......................................................... 161
3.2.1. El hablar.......................................................................... 161
3.2.2. El callar.............................................................................164
3.2.3. Uso psicoterapéutico del callar................................... 165
3.2.4. El silencio del paciente............... ................................. 167
3.2.5. Comportamientos no verbales.....................................169
3.3.0. El sueño...................................................................................... 172
3.3.1. Cómo tratar el sueño................................................... 173
3.4.0. Psicofármacos y psicoterapia................................................ 178
3.5.0. La terminación de la relación terapéutica............................181
CONCLUSION...................................................................................... 184
Referencias Bibliográficas.............................................................187
Primera Parte

¿Más teoría aúnP


Si pienso en los estudiantes de psicología y también en
otros tipos de “aprendices de brujo”, que de alguna u otra
manera se ocupan de psicoterapia, sobre todo en nuestra
estructura universitaria, me resulta fácil imaginar el desa­
liento, por una parte, y el sentimiento instintivo de rechazo,
por la otra, que pueden experimentar frente a un enésimo
discurso “teórico”. Y por ello me doy cuenta de que intro­
ducir un discurso sobre la teoría de un tipo de psicoterapia
o, más exactamente, un discurso sobre la teoría de la técnica
de la psicoterapia analítica (lo cual es el objetivo de este
trabajo) puede ser algo decididamente irritante. Sobre todo
en un contexto en él cual las necesidades se hacen cada día
más urgentes, a la vez que surgen continuamente nuevas
formas de técnicas psicoterapéuticas, caracterizadas fre­
cuentemente por una “brevedad” del adiestramiento, por
una declarada y presunta “inmediatez” de los resultados, y
sobre todo por una fuerte dosis de “espontaneidad” tera­
péutica, como en oposición a una “rigidez” de la técnica.
Sin embargo, basta reflexionar un mínimo sobre lo que
acontece en la práctica, para constatar como, cuanto más
rotundamente se niega el terapeuta a dar su adhesión o por
lo menos a hacer una referencia explícita a una teoría, sea
de la personalidad en su conjunto, sea más específicamente
de las técnicas que usa, tanto más se da la presencia, no
reconocida, pero no por eso menos real, de una teoría perso­
nal de la técnica psicoterapéutica y de los otros aspectos
conexos (Cremerius, J., 1974).
13
El problema consiste, pues, en escoger consciente­
mente la referencia a la teoría de la técnica que se está
utilizando, con las consecuencias y vinculaciones que ello
implica, o en aceptar que todo ello se haga en el nivel
latente, con el resultado de que será imposible verificar—y
ni siquiera advertir— lo que estamos viviendo y actuando.
Más allá de la teoría específica de la técnica psicote-
rapéutica que podamos escoger, el hecho de elegir explíci­
tamente una teoría significa tener un marco de referencia
formado por hipótesis y afirmaciones más o menos proba­
bles y falsificables, pero que de alguna manera tienen la
característica de ser verificables y, si se las formula correc­
tamente, modelos y definiciones operativas (Pinkus, L.,
1975).
Esto ofrece algunas ventajas no desdeñables en el pla­
no de la psicoterapia, y en particular:
1. La sistematicidad del proceso psicoterapéutico: en
la medida en que referirse a una teoría implica una suce­
sión de operaciones rigurosamente previstas, bajo las cua­
les debe encontrarse un proceso psíquico identificable,
cuya dinámica no es considerada sólo en el ámbito restrin­
gido de nuestro caso clínico, sino que es referida a la ampli­
tud de las experiencias de cuantos han contribuido a formu­
lar la teoría y, al mismo tiempo, permite derivar de estas
experiencias aproximaciones al caso que estamos tratando.
Algunos conceptos estrechamente ligados al proceso
psicoterapéutico, como el de superación de cierta fase o de
cierta situación, de integración de experiencias nuevas,
etcétera, se toman así comprensibles operativamente, pre­
cisamente por estar ligados al modelo de desarrollo de la
personalidad y de su dinámica, integraciones que de otra
manera no serían otra cosa que afirmaciones no verificables
ni vinculables.
2. La reflexión y, por ende, la verificación de la propia
práctica se hace posible en la medida en que el psicotera-
peuta dispone de un modelo con el cual confrontarse, lo
que lo ayuda a evitar la excesiva subjetividad que el trabajo
14
clínico podría llevar consigo.
Esto permite al psicoterapeuta estructurar no ya una
serie de intervenciones desconectadas, sino una lógica de
la intervención, que de vez en cuando es aplicada luego a
cada caso particular.
3. Por fin, la referencia a una teoría permite una mayor
espontaneidad. De hecho, la oposición entre teoría de la
técnica y espontaneidad es totalmente especiosa, como su­
cede siempre que entra enjuego el mecanismo del “todo o
nada”. En realidad, la referencia explícita y pertinente a la
teoría de la técnica que está aplicando permite tomar en
cuenta el factor humano del psicoterapeuta, y por consi­
guiente la espontaneidad que tendría que estar íntimamen­
te relacionada con dicho factor, en calidad de variable real
de la técnica, la cual hay que aceptar de pleno derecho y
conscientemente. Y la reflexión sobre lo que hacemos cuan­
do actuamos como obedeciendo a la teoría y cuando inter­
venimos siguiendo a nuestra intuición; el modo de colocar­
nos y de sentimos con nuestros “usuarios” nos permite
descubrir el propio estilo terapéutico personal, en sus lími­
tes y en su potencialidad. Este límite es el que, a mi juicio,
permite explicar de manera realista y humana el trabajo
psicoterapéutico, evitando ese sentimiento de omnipoten­
cia, casi inhumana, que muchas veces se oculta debajo del
rechazo de una teoría, como algo que nos limita, pero que
también nos posibilita, a nosotros y también a otras perso­
nas, verificar nuestro trabajo terapéutico.
Por lo dicho considero importante reflexionar y cum­
plir un intento de sistematización sobre una de las inter­
venciones que mejor pueden prestarse a ser un instrumen­
to adecuado para el psicólogo, sobre todo en el ámbito de
las instituciones, a saber, el de la psicoterapia analítica. Por
ahora sólo quisiera hacer presente que, incuestionable­
mente, la psicoterapia es ante todo una experiencia vital de
la propia personalidad, y esto no puede ser reemplazado
por ningún libro u otro aprendizaje teórico.
No obstante ello, por los motivos que he aportado ante­
riormente, considero útil proponer una reflexión sistemáti-
15
ca sobre este instrumento, que podría ayudar, o así lo espe­
ro al menos, a quienes se están preparando para el trabajo
de psicoterapeuta a orientarse de una manera menos impre­
cisa y fortuita, y al que ya trabaja, a saber utilizar a fondo, y
por consiguiente, a enriquecer y a formular de una manera
repetible y verificable las experiencias que ha cumplido.

1.1.0. Encuadre histórico

El problema de la duración de la terapia psicoanalítica


tiene una historia muy interesante que, en mi opinión,
contiene muchos de los problemas y las soluciones que
posteriormente se emplearon tanto en el seno del psicoaná­
lisis como por otras direcciones terapéuticas que explícita­
mente la adoptaron.
En los inicios del psicoanálisis, el problema de una
terapia “breve” no tenía razón de existir. Los análisis prac­
ticados tanto por Freud como por sus primeros discípulos
tenían una duración sumamente medida, y nada hacía pen­
sar en el proceso de prolongación del tratamiento que ven­
dría posteriormente. Pensemos, a título de ejemplo, que el
famoso caso del “Hombre de los Lobos” fue tratado por
Freud en sesiones más bien frecuentes, pero sólo en once
meses. De todas maneras, existen informaciones sobre la
práctica psicoanalítica, tanto de Freud como de sus discípu­
los, de las cuales surge con evidencia que el tratamiento
seguía esquemas muy variables en cuanto a la frecuencia
de las sesiones y la duración del tratamiento. En conjunto,
duraba pocas semanas o, a lo sumo, meses. Probablemente
el motivo de esta brevedad fue una escasa atención al pro­
blema de las resistencias y de la transferencia.
En Budapest, S. Ferenczi, hacia 1918, comenzó una
forma de tratamiento “activo”, en el sentido de que tenía
por objetivo una participación más activa por parte del
paciente. Ferenczi asumió un rol explícitamente directivo
en este tipo de terapia, haciendo prescripciones o prohibi­
ciones al analizando, como también imponiendo un térmi­
no a la duración del tratamiento y graduando voluntaria-

16
mente actitudes “buenas” y tratamientos “severos” en sus
confrontaciones con el paciente. Además, otorgó un relieve
muy grande a la reviviscencia de los conflictos infantiles en
el análisis como una catarsis, sin preocuparse de que aflora­
sen fragmentos de experiencia del inconsciente, pero valo­
rizando notablemente la anamnesis personal, a la cual ayu­
daba eventualmente induciendo imágenes y fantasías so­
bre las cuales trabajaba.
La experiencia de Ferenczi, que fue Compartida tam­
bién por O. Rank, tuvo término en 1925 durante un congre­
so de psicoanálisis en el cual aquél, fuertemente influido
por las críticas de Freud, revisó y “autocriticó” sus posicio­
nes. En 1938 un médico genial y profundamente interesa­
do, tanto en el trabajo clínico como en los fenómenos cultu­
rales de su época, F. Alexander, afrontó el problema de la
psicoterapia. Extremadamente abierto a todas las solicitacio­
nes V convencido de que toda forma de terapia tiene que ser
flexible y dinámica (características éstas que se han mante­
nido en su escuela de Los Angeles hasta la fecha), afrontó la
experiencia psicoterapéutica y la reflexión teórica sobre
estas experiencias, actuando de una manera muy autóno­
ma. Entendía la psicoterapia como una experiencia emo­
cional correctiva de precedentes experiencias del paciente,
la cual era cuidadosamente estudiada y organizada por el
analista sobre la base de una minuciosa exploración anam-
nésica y de una constante observación del paciente. Para
estos fines, junto con su principal colaborador, T. French,
insistió en favor de una notable flexibilidad en la fijación de
la frecuencia de las sesiones, la duración del tratamiento,
las interrupciones posibles y oportunas y una atención pun­
tual a los problemas actuales del paciente. Con este fin,
precisó la importancia de individualizar el conflicto que se
presenta como central, tanto en el nivel focal como en el
nivel nuclear. Por “conflicto focal”, la escuela de Alexan­
der entendió aquel conflicto que se manifiesta sobre todo
en nivel superficial, preconsciente y, por lo tanto, más modi-
ficable por un yo reeducado y sometido precisamente a una
terapia de reaprendizaje de respuestas y comportamientos

17
emocionales, en tanto que por conflicto nuclear entendía
aquel conflicto de base que se sitúa más propiamente en el
inconsciente, cuyo conocimiento sirve al analista para com­
prender el caso, pero que no siempre es posible ni útil
elaborar. Alexander fue quizás el primer psicoterapeuta
que advirtió la importancia de la estructura personal del
analista y, por consiguiente, de los límites que debe auto-
imponerse en la aceptación de los casos.
Alexander continuó con su práctica hasta el año de su
muerte, 1964, dejando una escuela que sigue activa hasta la
fecha y que, siguiendo los intereses del Maestro, se aplica
con empeño específico en la medicina psicosomática.
Aunque la real extensión y profundidad de su influjo
sobre la formación de los conceptos y técnicas psicotera-
péuticas no sea todavía clara, hay que tener, sin embargo
presente que en aquellos años, en Zurich, C.G. Jung había
comenzado a producir conspicuas contribuciones científi1
cas que derivaban de sus experiencias. Entre ellas, sus
escritos sobre la transferencia, sobre la dinámica incons­
ciente de interdependencia y de interacción entre paciente
y terapeuta, y sobre la profunda incidencia del nivel y de la
profundidad de madurez del propio terapeuta sobre el re­
sultado de la terapia. Una lectura atenta de estos trabajos y
una confrontación con las discusiones y las publicaciones
científicas, tanto contemporáneas como posteriores, dan
una idea de hasta qué punto Jung había probablemente
trasmitido y catalizado el proceso de evolución de la teoría
y de la técnica psicoterapéutica (Benedetti, G., 1973).
En 1955 se formó en la clínica Tavinstok, de Londres,
un grupo para el estudio de la psicoterapia breve, dirigido
sobre todo por M. Balint y por D. Malan. Este grupo trabajó
hasta 1961, y presentó luego públicamente, acompañados
de la pertinente documentación, los resultados obtenidos.
''Un primer factor de diferenciación de esta orientación tera­
péutica consiste en la adecuada selección de los pacientes,
empleando incluso técnicas psicodiagnósticas, para esta­
blecer sobre todo el tipo de motivaciones que los impulsa­
ba a buscar una prestación psicoterapéutica y la estructura

18 kbo ^ (L foco '


iH*» P&xojUV «3
* C A.- j
básica de su personalidad. Estos elementos, cuya importan­
cia-sigile siendo capital para todo tipo de técnicas psicoana-
líticas; los llevaban a la búsqueda del “foco” terapéutico, es
decir, del aréa conflictual que se preelegía nara ser elabora-
daTDicha área o bien podía emerger v. ñor lo tanto, ser
individualizada espontáneamente en el curso de los prime­
ros coloquios, o ser elegida por el terapeuta con criterio
gest¡Sltioo. es decir, mediante la elección de ágiieTronflioin
que “faltaba” para completar el cuadro de la responsabili­
dad. Este grupo, además dedelimitar, aunque sólo fuera
con cierta elasticidád, la modalidad de frecuencia y la dura­
ción del tratamiento, señaló como factor terapéutico decisi­
vo la relación entre el terapeuta y el paciente y el ambiente
emocional que se crea en esta relación. La importancia de
estas indicaciones resultó tan grande, que aun hoy se la
considera como la dimensión fundamental de cualquier
relación terapéutica.
Para terminar este breve recorrido histórico, recordaré
una compleja investigación, que se extendió durante mu­
chos años y fue publicada en 1972 por un grupo de analistas
de la Fundación Menninger, en Topeka, Arkansas, Estados
Unidos (Kemberg O.F., 1972) que se proponía comparar el
análisis y la psicoterapia analítica. Este trabajo ha señalado,
con alto grado de probabilidad, cómo los factores terapéuti­
cos no consisten tanto en el método de terapia o en sus
técnicas ni tampoco en sn duración, cnanto erTuna adecua-
d¿ indagación de aquellos factores de la personalidad^v de
la psicopatología —además de las distintas situaciones con­
cretas—, que permiten indicar una u otra forma de trata­
miento como la más adecuada a las necesidades del paciente.

1.1.1. Psicoterapia analítica: a la búsqueda


de una definición
Querer definir qué es la psicoterapia en general es una
tentativa tan compleja que resulta poco realista, dada la(
variedad y multiplicidad de las experiencias psicoterapéu-
ticas y de las respectivas matrices teóricas a las cuales se
19
refieren; o hasta tal punto genérica que no brinda ayuda
ninguna ni en el plano clínico ni en el plano de la reflexión
conceptual. Si consideramos el conjunto de las distintas
formas de psicoterapia podemos comprobar cómo, en dis­
tintos grados, son todas deficientes desde varios puntos de
vista. En particular podemos afirmar que (Sidley, N., 1974):
1. Carecen con frecuencia de bases lógicas.
2. Presentan lagunas en lo concerniente a la conexión
entre el conjunto de las observaciones hechas; las interven­
ciones que se practicaron como consecuencia de aquéllas, y
las bases teóricas a las cuales tuvieron que referirse o de las
cuales debieron derivar.
3. Son más o menos incompletas en su descripción de la
personalidad humana, y aun simplemente de la mente y sus
funciones.
Si bien estas observaciones confirman ulteriormente la
imposibilidad de definir, hoy, qué es la psicoterapia, sin
embargo, brindan algunas indicaciones.
De hecho, acentúan, por una parte, la exigencia de
trabajar en favor de una sistematización lógico-conceptual
rigurosa de las experiencias conexas, y por la otra indican, a
mi parecer, la necesidad de una gradualidad en la realiza­
ción de este objetivo. Es decir, deberemos comenzar con
tentativas de desarrollar los sistemas conceptuales basados
en definiciones operativas, sobre todo con miras a la praxis
psicoterapéutica, con la pléna conciencia y aceptación de
estar trabajando en aleo provisional, v por consiguiente sin
la pretensión ni la seguridad (o tal vez la... presunción) de
que cuanto estamos experimentando o proponiendo reúne
los requisitos para ser considerado un resultado científica­
mente válido con pleno derecho, sino considerándolo como
intentos sucesivos, diría casi de ensayos y errores para
aprehender en vivo la realidad de la psiquis y los modos
para poder actuar sobre ella, para poderlos reproducir.
De hecho, la posibilidad de una cientificidad de la
psicoterapia exige que ella sea una disciplina con una cohe-

20
rencia teórica y con una capacidad de ser reproducida; y
esto sólo se puede obtener formulando, aunque más no sea
con el i definicio-
nes.
“ Por lo demás, también la posibilidad real de verifica­
ción de la eficacia de una psicoterapia o de comparar entre
sí los resultados de modalidades psicoterapéuticas diversas
sevuelve imposible sin un mínimo de definiciones concep­
tuales y de esquemas técnico-operativos.
Por estos motivos, aun teniendo conciencia de la provi-
sionalidad y de la precariedad que lleva consigo, me parece
oportuno intentar una definición de la psicoterapia analíti-
*
ca.
Teniendo en cuenta las exigencias de fundamentación
teórica expresadas precedentemente y al mismo tiempo las
de la práctica clínica, propondré definir la psicoterapia
analítica “breve” como:
Una técnica de exploración de la personalidad, funda­
da en la teoría psicoanalitica, y que tiene por fin la modifi­
cación del sistema de personalidad para transformarlo de
“cerrado” en “abierto” (Von Bertalanffy L., 1970) y el
restablecimiento de un equilibrio emocional homeostático
(Menninger K., 1954; Ammon G., 1977) dentro de un perío
do determinado. *

* Aunque en este trabajo pretendo ocuparme lo más estrictamente


posible de la psicoterapia analítica breve, sin embargo, muchas de las
observaciones y de las dimensiones de estrategia y técnicas terapéuticas
que en él se tratan pueden obviamente aplicarse a las psicoterapias psico-
analíticas, con prescindencia de su mayor o menor duración. Esto explica
que en el texto aparezca la designación “psicoterapia analítica” sin ir
acompañada de la prescripción “breve”.

21
1.2.0
Fundamentos teóricos
de la definición propuesta

Con el propósito de que cuanto he hipotetizado como


definición de la psicoterapia analítica suija con evidencia
en sus conexiones con la teoría de la personalidad, y al
mismo tiempo sea posible deducir los aspectos y la poten­
cialidad clínico-aplicada, en los parágrafos que siguen in­
tentaré fundamentar en el plano conceptual las hipótesis y
los fundamentos teóricos que subyacen en cada uno de los
elementos de la definición propuesta.

1.2.1. Psicoterapia analítica como técnica


de exploración
Por técnica o método se entiende un conjunto de ope­
raciones que consisten en usar una serie adecuada de ins­
trumentos según una lógica que sea funcional para obtener
los objetivos que se desean alcanzar. Querría que quedara
muy precisa la distinción entre técnicas o métodos y meto­
dología. Metodología, en efecto, es la estrategia de la inter­
vención o, según dije antes, la lógica que planifica y coordi­
na el uso de las técnicas o métodos después de haber fijado
los objetivos, verificando la coherencia del conjunto con las
hipótesis o las leyes de la teoría usada como referencia.
Esto nos permite aclarar que mientras existe una metodolo­
gía psicoanalítica, que toma como referencia aquellos ele­
mentos de la teoría que se consideran básales y suficiente­
mente ciertos, existe en cambio una multiplicidad de técni­
cas psicomáticas —y pueden surgir otras— que se proponen

22
la concordancia operativa entre los objetivos prefijados
en el nivel teórico; la estrategia de acción metodológica, y
las situaciones concretas de intervención inmediata. Así, el
conjunto de los instrumentos que pueden usarse y coordi­
narse mediante aquel conjunto de operaciones que llama­
mos psicoterapia analítica, aunque por una parte pueden
ser referidas a exigencias metodológicas más amplias (en­
cuadre, transferencia, resistencia, concepto de cura etc.),
por la otra aplican estas dimensiones a la situación dual
concreta, con miras a alcanzar los objetivos indicados en la
definición de psicoterapia analítica, sirviéndose alternati­
vamente de instrumentos distintos: diálogo, asociaciones
libres, silencio, sueños, etc.
Esta técnica se especifica como técnica de exploración
de la personalidad, ya que, en el ámbito de la teoría psicoa-
nalítica, la concepción del comportamiento como un conti-
nuum experiencial e histórico exige no sólo el conocimien­
to del hic et nunc de la personalidad y de sus problemas,
sino también seguir la evolución de la personalidad en su
conjunto, o de un rasgo específico, remontándose todo lo
posible a los orígenes, de manera que el resultado final sea
no una desaparición de los problemas por atenuación de
tensiones o reaseguramiento terapéutico, sino su solución,
la que, en la medida de lo posible, ha de ser radical. Y esto
supone actuar sobre las causas. Con este fin, la técnica
opera una indagación continua de la experiencia, tanto
actual como pasada del paciente. Dicha indagación, tratan­
do de hacerlo consciente de las causas reales de sus proble­
mas, le permite una mayor autonomía personal.
Esta dimensión de indagación se define y se determina
luego en cuanto a su finalidad al ser usada para fines tera­
péuticos. De por sí, una técnica de indagación de la perso­
nalidad podría tener fines de investigación o de diagnósti­
co, y aun ser aplicada a las ciencias de la educación o a la
formación del personal, etcétera. Aquí, en cambio, tiene
como finalidad explícita una tarea terapéutica.
Para identificar mejor la psicoterapia analítica como
técnica, conviene caracterizarla desde ahora, indicando lo
23
que la distingue de otras formas de técnicas psicoterapéuti-
cas, también de matriz psicoanalítica, sobre todo para evitar
que con el nombre único de psicoanálisis se abarque toda
forma de_ terapia, lo que desnaturaliza profundamente el
valor de la clínica psicoanalítica.
Los elementos más ^videntes de diferenciación po­
drían, a mi juicio ser los siguientes:

a) La situación o encuadre. En la psicoterapia analíti­


ca, la situación en la cual se desarrolla la relación terapéuti­
ca comprende dos personas: paciente y terapeuta, y en esto
se diferencia del análisis grupal, del psicodrama o de la
terapia ambiental. Estas técnicas, efectivamente, prevén
una situación de grupo en la cual la presencia de los partici­
pantes y los roles son mucho más flexibles. Por ejemplo, el
número de los participantes puede variar de sesión en
sesión; pueden estar presentes varios psicoterapeutas con
tareas diferentes; además de los pacientes y de los terapeu­
tas, pueden estar presentes observadores, etcétera.
La situación en la terapia psicoanalítica se diferencia
también, según la mayor parte de los autores, de la del
análisis “clásico” (lo que comúnmente se llama el psicoa­
nálisis”) porque la posición física —y por consiguiente el
significado de los roles— del paciente respecto del tera­
peuta es la de cara-a-cara y no la del diván con el analista
“invisible” a las espaldas (Cremerius J., 1969a).
b) Frecuencia de las sesiones. En la psicoterapia analí­
tica hay una mayor flexibilidad y una mayor adaptación a
determinadas situaciones personales, tanto del paciente
como del terapeuta, en tanto que las otras técnicas de psi­
coanálisis favorecen una mayor rigidez en la fijación de los
ritmos de sesiones.
c) La duración de la terapia. Los autores indican la
psicoterapia analítica como una forma más breve de terapia,
por múltiples factores (Malan D.M., 1963; Bellak R.L., y
Small P„ 1965).
Esto tal vez sea verdadero en general pero no es un

24
criterio exclusivo. A mí me parece que las indicaciones de
la psicoterapia analítica —como también de otras formas
terapéuticas, especialmente del análisis— no tienen que
ver ni con la frecuencia de la sesión ni con la duración total
de la terapia, sino que debe determinarse sobre la base de
criterios específicos, de los cuales hablaremos en otro lu­
gar. Sin embargo, sigue siendo cierto que, quizás por los
motivos mismos que llevan a elegirla, la mayor parte de las
intervenciones llevadas a cabo con psicoterapia analítica
resultan más breves que las que se hacen mediante análisis.

d) Niveles de profundidad inconsciente. Otro elemento


de diferenciación de la psicoterapia respecto del análisis
es, según una opinión generalizada, que no alcanza los
niveles de profundidad en el conocimiento de las dinámi­
cas inconscientes a los que llega el análisis. Si bien es cierto
que la estructura misma del proceso del análisis probable­
mente induce y facilita una regresión más profunda y, por
consiguiente, un conocimiento mayor y más completo de
las dinámicas inconscientes, también aquí creo que es pru­
dente evaluar caso por caso. Hay que evaluar en concreto
las condiciones de la persona que es tratada con psicotera­
pia analítica; los motivos que determinaron la elección de
esta modalidad técnica con preferencia al análisis, la dura­
ción del tratamiento, etcétera.
Creo que puede afirmarse que en aquellos casos en los
cuales la indicación de la psicoterapia analítica ha sido
correcta, se logra alcanzar una conciencia de los dinamis­
mos inconscientes que es suficiente para la comprensión
de los síntomas y de las experiencias vividas y, por lo tanto,
para su elaboración, con la consiguiente neutralización v
canalización de las energías que, de esta manera, quedan
disponibles. Y esto es el efecto que se pide a cualquiera de
las técnicas psicoanalíticas; si ésta es o no la mayor profun­
didad del conocimiento del inconsciente a la que puede
llegarse, es algo que en el momento actual no considero
pertinente en el plano clínico, sino una cuestión puramente
“académica”.

25
e) Grado de actividad del terapeuta. Un último ele­
mento de diferenciación de la psicoterapia analítica respec­
to de las otras técnicas psicoanalíticas reside en la mayor
flexibilidad del rol terapéutico, que puede asumir aspectos
de notable actividad y aun a veces cierta directividad, adap­
tándose a las exigencias que se van presentando en el curso
del proceso psicoterapéutico (Hoch P., 1965; Cremerius J.,
1969a).

Lo dicho hasta aquí distingue la psicoterapia analítica


del análisis, en el cual la lógica del proceso analítico exige
una mayor rigidez y aconseja intervenir lo menos posible,
pero diferencia también la psicoterapia analítica de las
técnicas psicoanalíticas grupales, en las cuales el rol tera­
péutico es más flexible y activo que en el análisis, pero está
habitualmente dirigido al grupo y sólo de manera esporádi­
ca a un participante individual. De todas maneras se cum­
ple habitualmente bajo la forma de una relación dialéctica
entre un participante y el terapeuta.

1.2.2. Modelo de personalidad y


teoría psicoanalítica
Es sumamente importante tener presente que el cam­
po específico, tanto en la práctica como en la teoría psicote-
rapéutica, es la personalidad humana, y por consiguiente la
elección de un modelo de personalidad es una decisión
fundamental, preñada de consecuencias en el plano teórico
y en el clínico. Además creo necesario tomar en cuenta que
cualquier estudio sobre la realidad humana se encara ac­
tualmente bajo una perspectiva interdisciplinaria. Por lo
tanto, al elegir un modelo de personalidad al cual tomar
como referencia me parece necesario buscar el que tenga la
mayor potencialidad para responder a las exigencias que
comporta un modelo interdisciplinario.
Para este fin me parece útil mencionar las propuestas
de Cario Tullio Altan (1967) a propósito de la contribución

26
que puede prestar la antropología cultural a la formación de
un modelo interdisciplinario de la personalidad, considera­
do en función de la psicoterapia. Altan describe cómo, para
llegar a un modelo de referencia apto para la colaboración
interdisciplinaria, tenemos que tener presentes algunos mo­
delos conceptuales operativos que se articulan fundamen­
talmente en tres sistemas:
1. La cultura: entendida como el conjunto de las infor­
maciones que un determinado grupo codifica y que permi­
te a los miembros de aquel grupo enfrentar y resolver los
problemas inherentes a la vida social, de acuerdo con la
modalidad que el grupo mismo ha previsto;
2. La personalidad de base: entendida como el sistema
que se constituye en el individuo humano partiendo de una
base biológica hereditaria no articulada y que se modela
progresivamente en las relaciones con el ambiente, del
cual llegan al individuo informaciones que son recibidas,
memorizadas, interpretadas y utilizadas;
3. La sociedad: considerada como el conjunto de las
relaciones funcionales en las cuales el individuo encuentra
una colocación específica propia en relación con la tarea
que asume. Sin embargo, hay que tener presente que este
sistema se articula en entidades supraindividuales o estruc­
turas y, en cierto modo, es fuente de producción de la
cultura.

Ahora bien, si está claro que lo específico de la psicote­


rapia es la personalidad de base, resulta también evidente,
a mi parecer, que deberemos buscar cuál es la teoría de la
personalidad que permite en mayor medida tener en cuen­
ta los tres sistemas enunciados anteriormente, sea porque
da lugar a un discurso interdisciplinario, sea porque, repro­
duciendo más fielmente la complejidad de la realidad, po­
sibilita trabajar sobre la realidad misma de la manera más
adecuada y global posible.
Del discurso de Altan se deduce que nuestro modelo

27
de personalidad debería estar construido de manera que
pueda ser relacionado inmediatamente con el sistema de la
cultura y con el sistema de la sociedad; es decir, deberá
tener presente operativamente las distintas conexiones, las
influencias recíprocas y la modalidad de metabolización y
de reacción a ellas, tanto por parte del individuo cuanto del
grupo.
En su conjunto, los estudios sobre la personalidad, más
allá de las explicaciones que proporcionan para fundamen­
tar su discurso sobre el modelo que cada uno de ellos elige,
brindan, a mi parecer, una importante indicación, a saber,
que el proceso de formación mismo de la personalidad
humana es un proceso que se desarrolla mediante adquisi­
ción de informaciones con las cuales, dada una base instin­
tiva mínima (aquí hay una referencia al patrimonio genéti­
co de cada individuo, como también a la potencialidad o a
las limitaciones que de ahí derivan y, por consiguiente, en
un sentido más abarcador, esta premisa se extiende al esta­
do biofísico de la personalidad (c/r. Serra A., 1972), se
desarrollarán luego a través de dos componentes funda­
mentales:
—un componente cognitivo, es decir, referido al conjun­
to de las operaciones y de los procesos mediante los cuales el
individuo adquiere las informaciones ofrecidas por la cultu­
ra y se sitúa en el sistema social.

—un componente emotivo-motivacional que determina


la frecuencia y la intensidad con las que son usadas las
informaciones y se inserta además en los procesos de selec­
ción de las informaciones, en los cuales funciona en cierto
modo como monitor de los procesos cognitivos.
Esta concepción del estudio de la personalidad básica
comprende el aspecto biofísico y es, por su propia naturale­
za, socio-cultural.
Teniendo presentes las diversas observaciones hechas
hasta aquí, me pareció que uno de los modelos psicológicos
de personalidad que más responde a estas exigencias es,

28
precisamente, el psicoanalítico, y consiguientemente es el
que elegí.
Al respecto querría hacer dos precisiones:

1. Cuando hablo de teoría psicoanalítica no me refiero a


“lo que dijo Freud'’ sino a todos los estudios y las experien­
cias que, partiendo de las hipótesis de Freud y de sus
trabajos, y siguiendo la metodología clínica propia del psi­
coanálisis se han sucedido hasta la fecha. Esto implica la
conciencia de que no todos los aspectos de la teoría psicoa­
nalítica son “ciertos” por igual, y que algunas temáticas, a
veces muy importantes, como por ejemplo la teoría de los
instintos, siguen estando hoy sujetas a discusiones y a valo­
raciones diferentes. Por consiguiente, no tenemos que pen­
sar en la teoría psicoanalítica como algo estrictamente uni­
tario y casi monolítico, sino como algo dinámico, a veces
extremadamente provisional, que con el progreso de las
experiencias y de la reflexión va gradualmente convirtién­
dose en conocimiento con distintos grados de probabilidad
o de certeza.
2. He dado importancia particular a las investigaciones
de los estudiosos que se han ocupado de la psicología
psicoanalítica del Yo porque me pareció una de las más
vitales y abiertas a un discurso interdisciplinario y de con­
frontación en el plano social.

1.2.3. Técnica de indagación y personalidad


Aun cuando hemos ya delineado el concepto de siste­
ma de personalidad, sin embargo es necesario precisarlo
más en función de la práctica clínica. De hecho, los psicoa­
nalistas han derivado de la observación del propio material
clínico distintos abordajes de la personalidad. Precisamen­
te estas diferenciaciones, por las consecuencias que tienen
en el plano psicoterapéutico, requieren efectuar una selec­
ción.

29
A mi entender, la elección que responde mejor a las
exigencias de la psicoterapia analítica es el abordaje estruc­
tural, sobre todo en el nivel del yo.
Sería útil explicar las motivaciones de mi propuesta de
revisar un poco la historia de la investigación psicoanalítica
al respecto. Concentrado en el estudio de las pulsiones y de
las motivaciones inconscientes, que lo habían llevado a
formular la primera teoría tópica de la personalidad, Freud
parece no haber advertido plenamente la importancia de la
realidad externa, a no ser como un factor que interfería con
las pulsiones, y por consiguiente era causa de conflicto.
Dentro de esta concepción parecía que los factores perma­
nentes de la dinámica psíquica fueran los procesos incons­
cientes y, de manera particular, la represión, mientras que
los distintos aspectos de la realidad eran más bien muta­
bles y de incidencia extremadamente variable sobre la di­
námica psíquica.
En una segunda etapa, trabajando sobre el sueño, y
gracias a una más exacta observación de las modalidades de
funcionamiento del pensar, Freud observó una serie de
fenómenos, entre ellos el de la censura, que lo indujeron a
reconsiderar el problema de la relación entre realidad ex­
terna y vida psíquica individual (Ammon G., 1947b). En
particular, Freud hipotetizó ahora como factores perma­
nentes que actuaban sobre la vida psíquica no sólo los
determinantes inconscientes ligados con la vida instintiva,
es decir, las cargas libidinales, sino también las contracar­
gas que, teniendo también ellas una actividad permanente,
impedían el resurgimiento de los contenidos reprimidos.
Esta observación invalidó la concepción tópica precedente
de la psiquis, exigiendo una nueva formulación que tomara
en cuenta el hecho de que existían otros determinantes,
inconscientes y conscientes, que actuaban sobre la vida
psíquica de manera permanente y que podían ser reagrupa­
dos según determinados criterios, pasando a formar estruc­
turas. De esta manera tuvo inicio la concepción estructural
de la personalidad. Sin embargo, esta evolución del pensa­
miento freudiano y la potencialidad que ella contenía no
30
fueron durante mucho tiempo recibidas por los psicoanalis­
tas.
Efectivamente, entre ellos fue un convencimiento co­
mún que el yo nacía del ello, y en un cierto sentido era la
parte que se formaba en el contacto entre el ello y la reali­
dad externa.
La consecuencia fue que se viera al yo como una es­
tructura carente de energías propias, absolutamente de­
pendiente del ello.
La observación y la experiencia clínica brindaban, sin
embargo, datos progresivamente contrastantes con esta
concepción-información. A partir de Kris se produjo, por
una parte, una lectura más atenta y menos ligada a la “tradi­
ción” de los escritos de Freud, y por otra parte la valoriza­
ción de los datos surgidos durante la observación y la inves­
tigación. De hecho resultaba evidente que algunos apara­
tos, como la memoria, la percepción, la motricidad, no sólo
por ser característicos de la especie tenían que ser conside­
rados innatos, y por consiguiente anteriores a cualquier
conflicto imaginable, sino que eran precisamente estos
aparatos los que mediante sus funciones, pasaban a consti­
tuir el núcleo del cual se habría desarrollado el yo (Rapa-
port D., 1951). Hartmann, valorando estas funciones y su rol
en el desarrollo del yo, descubrió su autonomía. Distinguió
un primer nivel, que tenía que ver precisamente con el
funcionamiento de los aparatos anteriormente enumera­
dos, al cual llamó autonomía primaria; y un segundo nivel,
resultante de la capacidad del yo para modificar algunas
funciones con vistas a la adaptación al ambiente, que llamó
autonomía secundaria. Lo dicho hasta aquí constituye las
bases del concepto del yo, pero fue sobre todo Erickson
quien estudió de qué manera este núcleo fundamental se
desarrolla y madura en contacto con la realidad extema.
Este autor, retomando el examen del desarrollo de las zonas
libidin^les descriptas por Freud, trató de comprender el
modo como cada una de las zonas funcionaba sucesivamen­
te. La importancia de este dato, para la comprensión tanto
del desarrollo del yo como de la dificultad de este desarro-

31
lio y de las posibles manifestaciones patológicas, fue enor­
me. Así, por ejemplo, la zona oral no es importante por estar
concentrada sobre la boca sino más bien porque expresa un
modo universal de funcionamiento, típico de determinada
franja de edad, que es el modo incorporativo. Esto quiere
decir que en esta fase comienza una modalidad de relación
con lo real fundada en un modo incorporativo, que se mani­
fiesta luego a través de todos los órganos sensoriales: incor­
poración de imágenes mediante los ojos, de sonidos me­
diante las orejas, de sensaciones táctiles mediante el tacto,
etcétera. Pero el funcionamiento de esta fase tiende a supe­
rar la modalidad de incorporación en cuanto momento pasi­
vo-receptivo, para tender hacia una modalidad aprehensi­
va, más activa, y por ello el niño comienza viendo, pero
luego mira, escucha sonidos, tiende a diferenciarlos y a
buscar la fuente que los origina, etcétera (cfr. Ancona L.,
1964).
Todas estas dinámicas (que han sido descriptas por
Erickson en todas las fases del desarrollo) no pueden pen­
sarse abstractamente como situaciones que giran en el va­
cío: acontecen en un ambiente familiar y socio-cultural bien
definido. Esto quiere decir que entre el niño y el ambiente
se establece una relación de reciprocidad, de intercambio,
es decir, de interacción, mediante la cual, cada vez que el
ambiente comprende la acción del niño y le responde ade­
cuadamente (es decir, con una respuesta adecuada a la
modalidad expresiva típica de la fase), el niño hace la im­
portante experiencia emotiva de haber sido entendido, es
decir, aprende a comunicar y a tener confianza en las pro­
pias modalidades de comunicación. No sólo esto, sino que
también el tipo de respuesta, en el seno de cualquier fase,
tiende a estabilizarse: de ahí que, si las respuestas han sido
adecuadas, se realicen las premisas graduales del desarro­
llo de un yo autónomo y fuerte. En caso contrario, cuando el
niño verifica que a su acción corresponde una respuesta
que no es adecuada, empieza a buscar modalidades expre­
sivas no naturales, distorsionadas. Lo que con el tiempo se
tomará estable y, por consiguiente, se autonomizará, serán
32
modalidades distorsionadas de comunicación, que abren el
camino hacia una deformación progresiva del sujeto, el
cual, en el intento de hacerse comprender, no expresará ya
las propias exigencias con las modalidades típicas de la fase
que atraviesa, sino que buscará modalidades diversas, que
responden a aquello que experimenta como “comprensi­
bles” para el ambiente. De esta manera nace, por ejemplo,
el lenguaje de los síntomas, etcétera.
Por consiguiente, podemos ver de qué manera el yo,
dentro del ámbito de la corriente psicoanalítica que he
expuesto, se muestra como resultante de aparatos innatos
hereditarios (= base biológica) de impulsos energéticos
libidinales (= psiquismo emocional y motivacional) y de
reacciones con las dimensiones ambientales (sociocultural
y física). Responde, pues, de manera adecuada a las exigen­
cias, que describí anteriormente, de una conceptualización
interdisciplinaria de la personalidad.

El avance de las investigaciones puso en evidencia


que entre los distintos determinantes estructurales había
algunos que tendían a cambiar con una velocidad más bien
elevada, mientras que otros variaban con velocidad hasta
tal punto reducida, que podían considerarse como estables.
Además, estos autores puntualizaron de qué manera los
factores más dotados de alta velocidad de cambio eran los
que estaban más conectados con las pulsiones.
Estas observaciones llevaron a formular hipótesis que,
además de los determinantes últimos del comportamiento,
de naturaleza ciertamente inconsciente y ligados a la base
instintual, son también co-determinantes del comporta­
miento, y que pueden ser tanto de naturaleza inconsciente
como consciente, pero que no están ligados inmediatamen­
te con la base instintiva, pese a lo cual inciden notablemen­
te sobre la dinámica de la psiquis.
Se llegó de esta manera a la formulación estructural de
la personalidad en términos operativos, formulación en la
cual los determinantes pulsionales últimos del comporta­
miento pasan a estructurar el ello, los co-determinantes

33
3
estructuran el yo, y una parte de estos últimos tendería a
constituir, como consecuencia de sucesivos procesos inter­
personales, el superyó (Rapaport D., 1957).
Al detenerme tan largamente en el problema de la
personalidad no tuve solamente la finalidad de demostrar
el porqué de la elección de una peculiar orientación psi-
coanalítica en Junción de un discurso interdisciplinano,
sino que tuve de manera bien precisa en cuenta las relacio­
nes con la técnica psicoterapéutica que deseo esbozar, con
el propósito de dejar plenamente aclaradas la importancia
clínica que tiene la elección de uno o de otro modelo de
personalidad; sus consecuencias en el plano operativo y la
falta de racionalidad de cualquier procedimiento terapéuti­
co que carezca de un modelo de referencia.
En consecuencia, por contraste con otros modelos ana­
líticos, algunas dimensiones del proceso terapéutico se
plantean de la siguiente manera:

a) En vez de indagar las vicisitudes instintivas, se bus­


cará indagar y comprender de qué manera reactivó el yo y
sigue reactuando frente a las distintas pulsiones, y cuáles
son los determinantes que han estructurado su modalidad
reactiva.
b) Frente a la angustia, no se intentará ya “eliminarla”,
cosa poco deseable también desde el punto de vista especí­
ficamente humano, sino que, dando por comprobado que la
angustia es la respuesta normal a la amenaza que se le sigue
al yo por afrontar una realidad más bien compleja, se inten­
tará establecer de qué modo puede ser ayudado y reforzado
para que sea capaz de afrontar la angustia sin desorganizar­
se; o bien, qué factores en el curso del desarrollo humano
han contribuido a hacer que el yo no responda a ciertas
solicitaciones con una angustia normal, sino que se con­
vierta en una especie de caja de resonancia que amplifica la
respuesta angustiosa y reactúa en consecuencia.
c) Ya que se ha demostrado claramente que el yo tiene
la posibilidad de modificar algunas funciones de base en

34
función de una adaptación a la realidad, y que entre estas
funciones (Freud A., 1961) está también la de defenderse,
en el análisis de las defensas nos preguntaremos antes que
nada qué significado y qué funcionalidad tienen respecto
del yo, tendiendo más bien a modificar y a hacer que las
defensas sean adecuadas a la realidad. Operativamente,
esto ya no quiere decir “derribar las defensas”, sino indivi­
dualizar los modos inapropiados y repetitivos que espa­
cíente emplea para afrontar la realidad, con el objetivo de
ayudarlo a sustituirlos gradualmente por otros que sean de
veras adecuados y funcionales, tanto a su personalidad co­
mo a la realidad externa.
d) Así, en lo referente a la relación psicoterapéutica
sostengo que la tarea del terapeuta es lograr responder con
una reciprocidad adecuada a aquellas instancias a las cua­
les no se les dio en su momento una respuesta adecuada,
para, de esta manera, corregir gradualmente las distorsio­
nes del lenguaje emotivo, sintomático, etcétera, reestructu­
rando la confianza de base, la autoestima y las otras dimen­
siones necesarias para lograr una buena identidad. En este
caso, frente a una resistencia, el terapeuta no subrayará, por
ejemplo, la tentativa de seducción del paciente en sus inte­
racciones, mostrándole como resultado de un nudo infantil
de naturaleza edípica no resuelto, sino que se preguntará
más bien “cómo es posible” que el yo del paciente tenga
tanto miedo de ser invadido por algo que el terapeuta activa
—y en cierta manera representa— hasta el punto de poner
en acto un comportamiento defensivo de esta clase.
De esta manera, el objetivo de la psicoterapia resulta
modificado respecto del de los análisis (por ejemplo los
Kleinianos o de otras formas terapéuticas) para configurarse
más bien como un proceso de trabajo sobre el yo, afrontan­
do, por consiguiente, en primer término, este nivel como
también el de los contenidos inconscientes y pasando en
cierto modo a través del yo y sus manifestaciones, para
comprender la dinámica del ello.
Antes de concluir este párrafo quisiera subrayar que

35
cuanto ha sido dicho hasta aquí, si bien explica la elección
de un abordaje particular y de una perspectiva específica,
no tiene ninguna intención de enfrentar de modo absoluto
o de menospreciar las otras formas de psicoterapia analíti­
ca. Creo que la época de la pertenencia a una escuela,
definida por la adhesión a un método que se considera
universal ha sido hace mucho tiempo superada.
La tarea clínica más urgente sigue siendo la de identifi­
car en cada situación la respuesta terapéutica que sea, de
una manera realista, la más adecuada.

1.2.4. Psicoterapia analítica y teoría general


de los sistemas
En la definición anteriormente dada puse como objeti­
vo de la psicoterapia el restablecimiento de un equilibrio
emocional homeostático mediante la transformación de la
personalidad, de un sistema cerrado en un sistema abierto.
Si partimos de la suposición de que la ciencia es la
descripción conceptual de aspectos de la realidad en su
estructura formal, veremos que describir en términos de
sistema los fenómenos de los cuales nos ocupamos es el
enfoque que mejor permite verificar la lógica operativa que
utilizamos, y al mismo tiempo permite una utilización in­
terdisciplinaria sin ambigüedad.
Ya C. T. Altan, en el modelo conceptual de personali­
dad, demostró que tratar la personalidad como un sistema
es particularmente fecundo en el plano interdisciplinario, y
probablemente también más adecuado a una descripción
de este fenómeno lo más cercana posible de la realidad.
Partiendo de los trabajos de Von Bertalanffy (1970), que
definen como sistema un complejo de componentes en
recíproca interacción, vemos que existen fundamental­
mente dos tipos de sistemas:
—sistemas cerrados, más coherentes con los modelos de
la física tradicional, caracterizados por el hecho de que en su

36
dinamismo están determinadas por las condiciones inicia­
les y por la tendencia a una entropía siempre mayor, es
decir, a un continuo nivelamiento de las diferenciaciones y
no a estados de máximo desorden;
—sistemas abiertos, típicos de los organismos vivientes,
en los cuales se da un intercambio continuo con el ambien­
te. Se caracterizan por la “equifmalidad”, es decir, por la
capacidad para alcanzar estados no determinados en el
tiempo, estados que son independientes de las condiciones
iniciales y están determinados sólo por parámetros propios
del sistema mismo; y también por una menor entropía, es
decir, por la tendencia a una progresiva diferenciación de
los componentes del sistema y a un estado de orden teórica­
mente óptimo.
Encontramos los fenómenos de la vida sólo en entida­
des individuales, que llamamos organismos, es decir siste­
mas caracterizados por un orden dinámico de partes y de
procesos en recíproca interacción. En cuanto a los fenóme­
nos psíquicos, ellos se encuentran, en sentido propio, sólo
en entidades dotadas de una individualidad propia, que en
el caso del hombre o de la mujer llamamos personalidad.
Ahora bien, aunque en un sentido no del todo estricto,
he llamado “sistema cerrado" a cierto modo de ser de la
personalidad porque su característica es la de “asemejarse”
precisamente a esta clase de sistemas.
Tal tipo de personalidad está notablemente condiciona­
da en su dinámica evolutiva por las condiciones iniciales
con las cuales comenzó las primeras fases del desarrollo, o
también, aunque en menor medida, por determinantes que
en un cierto momento se han introducido subrepticiamen­
te, condicionando a partir de aquel momento en adelante la
dinámica evolutiva de la personalidad. Así, por ejemplo,
pensamos, en el primer caso, hasta qué punto puede incidir
la experiencia de la desaparición de la madre en los prime­
ros meses de vida; o, en el segundo caso, en el profundo
cambio y sucesivo condicionamiento que puede introducir
en la vida del individuo la manifestación de una epilepsia
37
tardía. Situaciones de este tipo determinan un “cierre” del
sistema de la personalidad, impulsándolo hacia una pérdi­
da gradual de la capacidad de diferenciación y a la máxima
confusión. Los estudios de Spitz sobre la psicopatología de
los primeros meses de vida o los de Arieti sobre la esquizo­
frenia pueden ser ejemplos que ilustran con claridad en
qué sentido atribuyo el término “cerrado” a la personali­
dad. Se trata, en suma, de una especie de acercamiento del
sistema psíquico humano a modelos que caracterizan prin­
cipalmente al mundo físico, donde los grados de libertad y
de espontaneidad tienden a disminuir.
Se comprende, por lo tanto, por qué la psicoterapia se
propone actuar sobre aquellos factores que determinaron la
tendencia del sistema hacia el cierre.
Debemos ahora introducir el concepto de “homeosta-
sis”, que, en el contexto de la teoría general de los sistemas,
es el tipo de retroalimentación (feed-back) propio de los
organismos vivientes y que consiste en el conjunto de los
procesos regulatorios que mantienen constantes ciertas
variables y que dirigen el organismo hacia una finalidad
determinada (Von Bertalanfíy, 1970).
Es importante comprender esta acepción particular del
concepto de homeostasis, la cual se aparta de los modelos
precedentes, a los cuales se han referido muchas teorías
psicológicas y en parte notable también la psicoanalítica
(Rapaport D., 1960).
El tipo de constancia de las variables propio de un
sistema abierto está constituido por un equilibrio transito­
rio, es decir, en el cual se da un continuo fluir y cambiarse
de los componentes. Este tipo de homeostasis, por consi­
guiente, es aquel al cual me refiero hablar del objetivo
terminal de la psicoterapia analítica, y también al aludir a
aquel tipo particular de equilibrio, definido precisamente
como transitorio, que sería el resultado de las homeostasis y
que representa el estado de fluidez plástica de los límites
del yo descriptos, por ejemplo, por Ammon (Ammon G.,
1974a).
Dentro de esta perspectiva, la terapia analítica del yo,
38
en cuanto a estímulo para evidenciar y ampliar las propias
posibilidades y los confines del propio yo; en cuanto es­
fuerzo cognoscitivo, comprensivo e interpretativo de los
conflictos presentes y de las modalidades del abordaje que
emplea el yo respecto de la realidad; en cuanto orientación
de todas las fuerzas motivacionales hacia un fin específico,
parece responder a las características de una caracteriza­
ción general de la personalidad, y consiguientemente de su
dinámica y terapia en términos de teoría general de los
sistemas.

1.2,5. Equilibrio emocional homeostático


y autonomía del yo
Al querer aplicar más directamente los conceptos de la
teoría general de los sistemas a la definición de psicotera­
pia analítica dada anteriormente, me pareció que el con­
cepto que mejor responde a las características de la ho-
meostasis en los seres vivientes humanos, ya que permite
comprender, por lo menos en parte, los complejos circuitos
de retroalimentación como también el equilibrio transito­
rio, es el de autonomía relativa del yo.
De todo lo dicho hasta aquí resulta que el psicoanálisis
del yo entiende por autonomía relativa un proceso de inter­
reacciones entre elementos innatos constitutivos del ser
humano, que forman en definitiva el núcleo primitivo psi-
cofísico indiferenciado, del cual se originarán tanto la es­
tructura del ello como la del yo, y los sucesivos problemas
de conflicto y de adaptación que el individuo afronta en su
relación con el ambiente durante el desarrollo.
Esta autonomía relativa del yo será considerada en
relación con dos dimensiones:
—autonomía del ello, que se debe a aquellas funciones
que permiten la adaptación en el curso del desarrollo, y que
constituyen precisamente la autonomía primaría. Por ejem­
plo, es claro que aun en situaciones de notable conflictuali-

39
dad, con la consiguiente angustia y aun graves síntomas
psicosomáticos, la persona está en condiciones, dentro de
ciertos límites, de continuar, digamos, caminando, perci­
biendo sonidos, colores, sensaciones táctiles, recordando,
etcétera.
—autonomía de las presiones ambientales, que se debe
a las pulsiones instintivas. Por más que esto, según lo obser­
vó Rapaport, pueda parecer un absurdo, sin embargo es
posible verificarlo a partir de una serie de experiencias “en
negativo”. Si consideramos algunas formas graves de pato­
logía mental, como por ejemplo los estados catatónicos o las
distintas formas de esquizofrenia (c/r. Arieti S., 1977), la
opinión de los investigadores que trabajan con matriz psi-
coanalítica es que ellas se deben a un bloqueo de las pulsio­
nes (prescindiendo aquí de la causa de estos bloqueos).
Ahora bien la observación clínica y la experiencia nos ha­
cen ver cómo a estos bloqueos pulsionales (y por consi­
guiente a una anulación de las energías instintivas) sigue
un estado de total dependencia respecto del ambiente.
Paralelamente, en las experiencias en los campos de con­
centración nazi, tanto Bruno Bettelheim como Víctor Frankl
han señalado que en condiciones de frustración instintiva
extrema y continua (basta pensar en el hambre, el sueño, la
sexualidad, etcétera), en la mayor parte de los casos se ha
producido una pérdida total de autonomía y una especie de
sometimiento al ambiente, y hasta un “refugio”, precisa­
mente en las pulsiones instintivas mediante la identifica­
ción con los agresores (por ejemplo, el fenómeno de los
Kapó).

Podemos, por consiguiente, constatar de qué manera


esta situación de relativa autonomía del yo, tanto respecto
del ello como respecto del ambiente, representa adecuada­
mente aquel estado de intercambio continuo con el am­
biente y de equifinalidad que hemos descripto anterior­
mente como homeostasis.
También queda de relieve de qué manera tanto un

40
máximo como un mínimo (es decir, una fijación en niveles
estáticos extremos) de la autonomía respecto del ambiente
y respecto del ello lleva inevitablemente a un sistema ce­
rrado, desde el momento que cada vez que una de estas di­
mensiones se radicaliza de manera estable conduce a una
degeneración del yo en su totalidad.
Así, por ejemplo, en ciertas formas de neurosis obsesi­
va se da una defensa que, por una parte, utiliza al máximo
mecanismos de defensa como la racionalización y el aisla­
miento, los cuales, por su parte, llevan al máximo de auto­
nomía del inconsciente. Mas, por otra parte, esta misma
situación trae consigo tal incapacidad de decisión, que es­
tos sujetos o se paralizan porque son excesivamente depen­
dientes de las variaciones ambientales, o se rigidizan hasta
tal punto en sus convicciones, que luego presentan una
identificación con aquel aspecto de la realidad que les
parece más tranquilizador, hasta perder toda capacidad de
dialéctica, con el ambiente. En ambos casos se verifica la
situación de que cierta condición (= neurosis obsesiva)
determina la dinámica y el fin del sistema.
He repetido varias veces, al hablar de autonomía, la
restricción de “relativa”. Del ejemplo que acabamos de dar
resulta ya evidente cómo para una autonomía funcional es
necesario tener una autonomía no absoluta sino relativa del
yo, tanto respecto del ello como respecto del ambiente.
Además, en cuanto atañe al concepto de autonomía como
espacio o funciones libres de conflicto, la naturaleza diná­
mica tanto de la psiquis como de la experiencia, hace que
resulte claro que no se trata tampoco aquí de una autonomía
absoluta. De hecho, en el curso del desarrollo, el yo deberá
siempre afrontar problemas y comprometerse en distintos
conflictos, para encontrar luego una resolución: en afrontar
estas vicisitudes están empeñadas todas las funciones del
yo. Pero la respuesta a los conflictos o a los problemas será
adecuada justamente en la medida en que las funciones
constitutivas de la autonomía primaria ayuden al yo a desa­
rrollar el papel de regulador o neutralizador de las pulsio­
nes conflictivas o el de un examen objetivo de la realidad,
41
en tanto que las funciones de la autonomía secundaria
podrán descatectizar la energía psíquica de determinados
estados conflictuales o de formas de defensa y transformar­
los en alguna otra dirección que responda más adecuada­
mente a la situación real en la cual se encuentra el yo.

1.2.6. Sistema de personalidad y pérdida


de funcionalidad

La posibilidad de que el sistema de la personalidad


pase de abierto a una forma semejante a la de los sistemas
cerrados plantea el problema de la pérdida de funcionali­
dad de los sistemas. Teóricamente, un sistema abierto co­
herente debería estar en condiciones de funcionar sin alte­
raciones. De hecho, empero, todos tenemos la experiencia
de que esto no sucede. Tratemos, pues, de analizar los
factores que permiten o alteran el funcionamiento del siste­
ma de personalidad.
Ante todo es necesario evaluar si un sistema está en
condiciones de funcionar, es decir, el alcance de su funcio­
namiento. Este depende de dos factores:
1. Verificación de la integridad de la base biológica o de
sus posibilidades, peculiaridades, o carencias.
Por ejemplo, en el síndrome de Tumer, la particular
mutación heterosómica de los cromosomas induce limita­
ciones en el campo de la vida sexual, con reflejos precisos
sobre el psiquismo.
De la misma manera, una anoxia perinatal, en la medida
en que provoca la destrucción de masas de células nervio­
sas, tiene evidentes reflejos sobre la vida psíquica y no sólo
sobre la vida física del individuo.
2. Evaluación de la manera en que se ha desarrollado el
proceso de construcción de la personalidad en el curso del
desarrollo. Es sabido que la personalidad va formándose
progresivamente de manera especial durante la infancia,
42
pero también posteriormente, mediante el aprendizaje y
asimilación de informaciones, como también mediante las
sucesivas respuestas a su uso. Ahora bien, prescindiendo
del tipo de modelos culturales presentes y que más o menos
responden a las situaciones, pueden producirse aconteci­
mientos que perturban, por así decirlo, la construcción de
la personalidad o induzcan la interiorización de modelos
deformados.
Por ejemplo, en la depresión anacfítica descripta por
Spitz, el suceso “desaparición de la madre”, que puede
deberse a causas completamente extrañas a los modelos
socioculturales, no sólo introduce una fractura en el proce­
so de desarrollo, sino que lo hace degenerar en sentido
teratógeno. También es conocida la situación de personas
que han pasado la infancia con uno de los progenitores
afectado de patofobia y que luego, en el curso de su desarro­
llo, interiorizaron modelos, tanto de la persona del mismo
sexo del progenitor enfermo como de las posibles reaccio­
nes del progenitor del sexo opuesto, y finalmente de la
realidad en su conjunto, en cuanto totalidad de relaciones
“que pueden llevar, e incluso llevan, el mal”.
De ahí surgen defensas de tipo obsesivo y aun anancás-
tico, hipercontrol de la afectividad hasta llegar a formas de
anafectividad, etcétera.
Luego es necesario verificar la capacidad de respuesta
del sistema, dando por supuesto que su funcionamiento
está íntegro, a las dinámicas situacionales, es decir, su fun­
cionalidad. También en lo que toca a este punto son dos los
grupos principales de factores que pueden causar la pérdi­
da de funcionalidad:
1. la dinámica de la situación en la cual el sistema de
personalidad se encuentra no ofrece modelos de soluciones
a los problemas que se presentan. Así, frente a una situa­
ción de cambio, como la que se da en las relaciones entre
médico y, por ejemplo, los pacientes atendidos en los con­
sultorios extemos, como consecuencia del conocimiento
mutuo alcanzado en el nivel de consulta sociosanitaria lo­

43
cal, se producen reacciones en las cuales tanto médico
como paciente logran “inventar” nuevos modelos que
emergen de la nueva situación. En este caso, la funcionali­
dad del sistema se renueva constantemente. Pero puede
darse el caso de que ni médicos ni pacientes estén en condi­
ciones de abandonar los modelos aprendidos e introyecta-
dos por ellos, y reaccionan, entonces, sufriendo la acción de
la realidad como frustrante y se defienden de ella en el
plano inconsciente mediante reacciones neuróticas.

2. Pero aun donde la cultura ofrece nuevos modelos


adecuados a la solución de los problemas planteados por la
dinámica de la transformación social, se da la posibilidad
de que el sistema de personalidad sea poco plástico, se
vuelva rígido frente a los estímulos nuevos, que no se deje
modificar sino que se defienda con una restricción del
campo del yo, con una adhesión cada vez más fuerte a los
modelos anacrónicos que parecen defenderla de los cam­
bios de la situación. Tenemos aquí uno de los factores
importantes para comprender ciertos bloqueos de la expre­
sividad, de las pulsiones instintivas, etcétera. También en
este caso el sistema pierde funcionalidad. Llegamos, pues,
a constatar que, en lo referente a la pérdida de funcionali­
dad del sistema de personalidad, tenemos la posibilidad de
trazar un primer esquema del ámbito de acción psicotera-
péutica. En cuanto a los grupos de factores examinados
podemos encontrar:
a) Pérdidas de funcionalidad debidas a déficit de
funcionamiento: el campo de acción es primariamente*

* Al emplear el término “primariamente” me refiero aquí a una suce­


sión temporal, y consiguientemente a una lógica de la intervención. No
hago una evaluación de que lo primario sea lo más importante. En el
campo psíquico sabemos que la coordinación entre los posibles compo­
nentes de la intervención (neurológicos, dinámicos, sociales) tiene que
serla mayor parte de las veces simultánea e interactuante para que resulte
significativa terapéuticamente. Sin embargo, en algunas situaciones, por
las características del caso, una de las dimensiones tendrá que anticiparse
a las restantes para que sea posible ins,taurar una estrategia terapéutica.'

44
médico y neurológico, en tanto que la intervención psicoló­
gica se plantea generalmente como rehabilitación, e
incluso apoyo, para vivir y superar una determinada situa­
ción, pero a sabiendas de que no puede’ resolver radical­
mente el problema. Es el caso de las rehabilitaciones de las
personas disminuidas o del apoyo psicoterapéutico en dis­
tintas situaciones, por ejemplo quirúrgicas, o de situacio­
nes particulares, por ejemplo, pacientes en diálisis.
b) Pérdidas de funcionalidad debidas a carencia, ina­
decuación o desequilibrios de tipo sociocultural: se trata
de situaciones prolongadas y graves, aunque demasiado
frecuentes, en las cuales una eventual intervención psico-
terapéutica es extremadamente marginal y aun ni siquiera
indicada. Se trata de dimensiones que implican las estruc­
turas y las instituciones sociales y que suponen cambios de
naturaleza claramente política. Considero que en estas si­
tuaciones la tarea del psicoterapeuta es la de hacerse cargo,
como miembro de la sociedad en la cual vive, de la respon­
sabilidad de las situaciones mediante una acción claramen­
te política de denuncia, análisis y lucha.
Se trata empero —y considero importante precisarlo—.
de un tipo de acción en la cual el terapeuta actúa como
cualquier otro trabajador, es decir, utilizando las propias
experiencias, pero sin que por ello deba asumir roles espe­
cíficos de liderazgo o de agitación, como si su tipo de
profesionalidad lo convirtiese en un experto en todo lo
humano y de algo más todavía.
La claridad de las propias tareas y de los propios lími­
tes sirve, sin duda, para mantener relaciones no ambiguas e
intervenciones más incisivas.

c) Pérdidas de funcionalidad debidas a carencias en el


periodo de desarrollo o a acontecimientos particulares en
la vida de la persona: son éstos los déficit de funcionalidad
que, encuadrados siempre en la dimensión tanto biológica
como socio-cultural, forman sin embargo el campo específi­
co y preferencial de la intervención psicoterapéutica.

45
1.3.0
Psicopatología y psicoterapia

Lo dicho hasta ahora replantea la cuestión de la psico­


patología; de su existencia, ante todo, y también de su
legitimidad y constitución científica o ausencia de ella. No
entra en el ámbito de este trabajo enfrentar sistemática­
mente este problema, pero dado que, según dije, el signifi­
cado y el valor de las técnicas están en estrecha relación con
el uso que de ellas se hace, y por consiguiente con el
objetivo que nos proponemos, deseo delinear por lo menos
los términos de la cuestión.
Ponerse como objetivo transformar el sistema de perso­
nalidad y restablecer el equilibrio emocional homeostático
quiere decir suponer la posibilidad de pérdidas más bien
graves de la funcionalidad del sistema, y por consiguiente
producir una “patología” que, en nuestro caso, es precisa­
mente una psicopatología.
Por otra parte, considero que no situarse con claridad
frente a la psicopatología, es decir, frente al problema de la
enfermedad mental y de los trastornos psíquicos, como
también emplear términos que, personalmente, considero
ambiguos, tales como “incapacidad psíquica”, “sufrimien­
to”, etc., que en su indeterminación no ofrecen ninguna
ayuda para la comprensión de un hecho sino que parecen
tener sólo la función de proteger a algunos terapeutas contra
la necesidad de expresar hasta el fondo su posición, todo ello
contamina la relación terapéutica, hasta el punto de minarla
y volverla peligrosa, sino cuando no destructiva.
46
Al plantear este problema, intento referirme exclusiva­
mente a la metodología y a la competencia de las ciencias
naturales de la psiquis. Una breve —y como tal incomple­
ta— reseña crítica de los conceptos actualmente predomi­
nantes en psicopatología servirá para ambientar el tema en
la actualidad. Además haré una extensa referencia al debate
entre los exponentes más calificados de las diversas orien­
taciones psicopatológicas, publicado por H. Keupp (1972) y
a una interesante puntualización sobre el argumento de I.
Gleiss (1975).

1.3.1. Psicopatología: entre nosema


y nomenclatura
Una primera orientación, que acostumbramos llamar la
de la psiquiatría clásica, sobre todo académica, parte del
presupuesto de conocer perfectamente qué es lo natural, y
reduce este dato al biológico, aplicando groseramente el
mencionado modelo médico también a las perturbaciones
psíquicas. Esta corriente da por descontado que las pertur­
baciones psíquicas, lo mismo que las enfermedades menta­
les, siguen en su nacimiento y desarrollo la misma lógica
que las enfermedades orgánicas. Los partidarios de esta
corriente buscan exclusivamente en la estructura biológica
del individuo el origen de estos fenómenos, prescindiendo
ampliamente del “mensaje” de los síntomas mediante los
cuales se manifiestan, y considerándolos como simples in­
dicadores (como, por ejemplo, una alteración de la tempera­
tura del cuerpo) de un nosema orgánico cualquiera. Sólo
eliminando este último se podrá decir que la enfermedad
mental está curada. Las consecuencias de esta posición,
según sabemos, han sido enormes. Como las distintas in­
vestigaciones no lograban dar una respuesta suficiente­
mente válida al pedido de una etiopatpgénesis orgánica, se
generó una praxis terapéutica (si así puede llamársela) abier­
ta a todo empirismo imprudente, sin alguna lógica de inter­
vención debidamente verificada: pensemos, por ejemplo,
47
en la piretoterapia, tal cual ha sido aplicada, o en el coma in-
sulínico.
Este estado de cosas llevó a los psiquiatras “clásicos” a
un pesimismo terapéutico progresivo, teñido de fatalismo,
que favoreció (recibiendo también determinados estímulos
socio-culturales) la estructuración de las instituciones hos­
pitalarias, como espacios de custodia, carentes de cualquier
sentido y esfuerzo terapéutico.
Desde el punto de vista científico, la crítica más obvia
que se puede hacer a esta dirección es ante todo la de que
busca la especificidad de la enfermedad mental sólo en el
interior del individuo y además sólo en la dimensión bioló­
gica. En segundo lugar, el de haber llevado adelante, de la
manera que sea, una praxis “terapéutica”, a pesar de la
carencia de toda prueba científica de las hipótesis conside­
radas. Hasta qué punto esta raíz tarda en morir, se puede
déducir de las recentísimas tentativas de constituir en Italia
una Sociedad de Psiquiatría Biológica.
En supuesta corroboración de la validez de esta direc­
ción se aducen los resultados de los psicofármacos, particu­
larmente en aquellos casos en los cuales el mecanismo de
acción parece ser mejor conocido. Es extraño que al adoptar
tal solución simplista del problema éstos psiquiatras hayan
pasado por alto las enseñanzas, brindadas hace tantos años
por un profundo y culto psicopatólogo, K. Jaspers, que ya en
su época escribía que la tarea de la psicopatología, más allá
de todo problema diagnóstico y del terapéutico es, antes
que nada “participar objetivamente, comprender (...) De­
bemos representamos de manera viva qué es lo que sucede
en el enfermo; qué ha vivido; de qué manera surgió algo en
su conciencia; de qué manera se siente; (...) debemos aban­
donar todas las teorías que han llegado hasta nosotros (...),
las puras interpretaciones y los juicios, y debemos intere­
samos exclusivamente en aquello que podamos compren­
der” (1964). Como bien lo explica el encargado de la traduc­
ción italiana, Rómulo Priori, la profunda sensibilidad y
preparación clínica hacían intuir ya entonces a Jaspers el
problema de "ondo de la psicopatología: aprehender el
48
significado de lo que se vive y se manifiesta.
Querría puntualizar ahora otro áspecto de esta posi­
ción, es decir, el uso grosero del modelo médico. El error,
efectivamente, no consiste, a mi entender, en el empleo del
modelo médico, sino en un uso autárquico, es decir, separa­
do de un contexto interdisciplinario y de la marcha de la
ciencia en su conjunto, para mantener una posición de
estéril autosuficiencia. La oposición, todavía hoy muy viva
entre modelo médico y modelos de las ciencias humanas es,
a mi juicio, artificiosa y peligrosa. Opino que encarar el
estudio de un acontecimiento con el modelo médico no
implica de ninguna manera que el estudio de ese aconteci­
miento deba estar a cargo sólo de áquellos que tienen un
título académico de doctor en medicina, sino que supone
sólo una particular aproximación y una metodología conse­
cuente que se interesa por cierto fenómeno humano con el
objetivo de comprenderlo, para restituirle la plena funcio­
nalidad, o al menos, limitar al máximo su pérdida de funcio­
nalidad, usando una serie de conocimientos predominan­
tes referidos al soma.
Es claro que este discurso no puede limitarse al conoci­
miento de las bases bioquímicas del ser humano, de su
anatomía, fisiología, patología, terapia, etcétera, sino que
debe incluir una familiaridad mucho más amplia con los
conceptos de salud, curación, prevención, etcétera. Por
consiguiente considero imposible, aun privilegiando el
propio campo de profesionalidad específica, prescindir de
un discurso interdisciplinario si queremos operar realmen­
te sobre lo concreto.
Así, por ejemplo, tratar quirúrgicamente la epilepsia,
aun cuando este acto operatorio lleve a la desaparición de
los episodios críticos, tendría un significado muy parcial si
no se tuviera presente el ambiente donde vive el paciente,
la posibilidad de reinserción social, la capacidad del grupo
primario para modificar las propias reacciones en la interac­
ción con el paciente, el problema laboral, etc. (Pinkus L. et
alii, 1978). En lo directamente relacionado con los psicote-
rapeutas, es mi convicción que la polémica entre médicos y
49
psicólogos, aun cuando sea históricamente comprensible e
incluso todavía actual, es una contienda inútil que impide
la solución adecuada de los problemas. Esto lleva a veces a
los psicólogos —y más frecuentemente a los estudiantes de
psicología—, a una actitud ambigua, de resultas de la cual,
por una parte, se mitifica la medicina; por la otra, se incurre
casi en una jactancia del propio no-conocimiento de aque­
llos aspectos de las ciencias médicas que, en cambio, serían
muy útiles para la comprensión y la intervención en los
hechos psíquicos. Esta actitud no sólo conduce a una esci­
sión conceptual del paciente absolutamente improductiva,
sino que hace imposible la colaboración constructiva del
psicólogo con el médico, llevándolo a excluir el trabajo en
las instituciones sanitarias. Y sin embargo abundan los tes­
timonios procedentes de distintos lugares del mundo acer­
ca de la utilidad de dichas instituciones para una interven­
ción terapéutica integral en los problemas de la salud y en
las dimensiones psicológicas específicas que caracterizan
los distintos servicios hospitalarios y socio-sanitarios. Por
otra parte, los motivos que se aducen para una validez
exclusiva del título en medicina como calificador para la
psicoterapia, además de haber sido desmentida por la expe­
riencia (a menos que se quiera sostener que, por ejemplo,
Erikson o Anna Freud no han sido competentes en la tarea
psicoterapéutica) son de naturaleza formalístico-legal.
Por otra parte, esta posición responde a una concep­
ción individualista del trabajo, tanto del médico como del
psicoterapeuta, llegándose a afirmaciones como la de que
“en la clínica y en el hospital el psicoanálisis no puede ser
empleado, por el tiempo que requiere y porque para el
paciente en análisis se requiere una atmósfera de libertad
que está excluida por el ambiente más o menos rígidamente
cerrado de la clínica. Y entonces no queda sino aceptar, en
la clínica, las condiciones de la clínica mifcma: y emplear
allí tranquilamente el electrochoque y la insulina” (Musatti
C., 1971).
Si bien estas afirmaciones se hicieron en el lejano
1952, sin embargo, el hecho de que hayan sido presentadas
50
sin ningún comentario en una compilación de trabajos pu­
blicados en 1971, demuestra hasta qué punto un cierto aisla­
miento en el “psicoanalista puro” y la escisión conceptual
de lo “psíquico” respecto de lo “médico” puede ser restric­
tivo y, según mi opinión, dañoso.
A la concepción biologístico-orgánica de la perturba­
ción psíquica se ha opuesto, con múltiples expresiones, un
conjunto de corrientes de pensamiento que parten de una
misma concepción de la perturbación mental como conduc­
ta desviada y se consagran a comprender este fenómeno
como algo socialmente condicionado y, por consiguiente,
adquirido. Es muy difícil sintetizar las distintas expresio­
nes de estas corrientes, por lo tanto, presentaré como ejem­
plo solamente algunos complejos de ideas, respecto de los
cuales debe tenerse presente que no abarcan todos los
matices expresados por las distintas corrientes.
Una primera corriente de pensamiento se sirve, para la
propia fundación de una psicopatología general o teoría
general de las perturbaciones psíquicas, del así llamado
modelo psico-sociológico. Las matrices teóricas de este mo­
delo hay que buscarlas en el neoconductismo o en la teoría
de los “rótulos”, de la cual han sido importantes exponen­
tes Gofímann y Szasz. Esta corriente niega la existencia de
todo componente biológico, y también de toda peculiari­
dad psíquica individual, tanto de la personalidad como de
las funciones psíquicas, en lo que se denomina “perturba­
ción psíquica”. Lo que se puede observar, y que correspon­
de a la realidad, es la existencia de una serie de comporta­
mientos que no son en sí mismos perturbados sino que per­
turban a la “sociedad” porque se trata de comportamientos
que contradicen las normas dominantes, favoreciendo así la
aplicación de una reacción “legitimada” en términos de
sanciones, en la generalidad de los casos fundamentales te­
rapéuticamente, como también las instituciones psiquiátri­
cas y las modalidades llamadas curativas que se producen
en estos lugares. El problema se convierte de esta manera
en un problema de nomenclatura, es decir, el acto de desig­
nar con un nombre determinado o “rótulo” cierto compor­
51
tamiento efectuado por la sociedad, la cual de esta manera
lo estigmatiza, sometiendo a la persona al rol, socialmente
definido y cerrado, de “enfermo mental”. Se llega así a
afirmar que el concepto de enfermedad depende de la
sociedad. Partiendo de una “desviación primaria”, a la que
no se explica, pero que carece de significado etiológico en
la medida en que es común a muchísimos individuos, se
llega a la identificación de cierta conducta, ligada a la esfera
de la desviación primaria, pero que es designada como
“loca”. A partir de este momento, la sociedad espera que él
individuo reaccione precisamente como un loco, y por me­
dio de. esta presión se obtiene de la persona un tipo de
respuestas que forman y consolidan la desviación secunda­
ria, es decir, aquella manifestación terminal y superficial
del comportamiento que ha sido siempre el objeto mistifi-
catoriq de la psicopatología.
Otra dirección importante que se apoya en la concep­
ción de la perturbación psíquica en términos de desviación
social es la que individualiza la función social de la enfer­
medad en su posibilidad de ser sometida a control social.
Esto permite obtener la exclusión del desviado, sirviéndo­
se de los roles profesionales psiquiátricos y psicoterapéuti-
cos, en cuanto “brazo secular” de la ideología dominante.
El proceso de exclusión se obtendría, también en este caso,
mediante la atribución de un nombre, por intermediación
de la praxis diagnóstica, a determinado modo de comportar­
se de un individuo. A partir de ahí, la persona es secuestra­
da por corporación psiquiátrica y psicoterapéutica para ob­
tener que se integre nuevamente al sistema o, si eso no es
posible, para marginarlo. Las distintas categorías diagnósti­
cas y su cambio en el curso de la historia no son otra cosa
que indicadores de la amplitud de lo que en determinada
época histórica o en determinado sistema es considerado
más o menos tolerable en términos de ración social (Doer-
ner K., 1964). También en esta concepción, a pesar de sus
matices que no me ha sido posible discutir en este breve
espacio, prevalece la hipótesis de que la determinación de
la enfermedad mental o de las perturbaciones psíquicas es
52
cuestión semántica, es decir, se reduce a asignar un rótulo,
detrás del cual no existe ninguna realidad objetiva.
Una evaluación crítica de las corrientes que se remon­
tan al concepto de perturbación psíquica como comporta­
miento social desviado, no es fácil, sobre todo porque ellas
se ocupan prevalentemente de la sociogénesis de la enfer­
medad y de la perturbación de la psiquis, aplicando una
lógica sociológico-política con absoluto desconocimiento
de los otros factores.
De todas maneras, corresponde señalar, en primer tér­
mino, que estos movimientos han influido notablemente
sobre la conciencia de determinada realidad. Por ejemplo,
el influjo (pie tuvieron en la crítica de la terminología psico-
patológica, especialmente donde ésta, en vez de admitir la
no posibilidad, por lo menos momentánea, de conocimien­
to y de explicación de los fenómenos, abusaba de la situa­
ción clínica, usando expresiones como “viscosidad del ca­
rácter” o “religiosidad” como sinónimos, por ejemplo, de
una caracteropatía mal definida, o cuando incluía la homo­
sexualidad y otro aspectos del comportamiento sexual no
ajustados a la moral corriente entre los signos de enferme­
dad mental. Además arrojó luz sobre muchísimas formas de
injustificado sadismo, enmascarado y defendido con argu­
mentos especiosos, pseudocurativos, empleados por los
psiquiatras (Papuzzi A., 1977).
Desde un punto de vista más estrictamente teórico son
muchos los vacíos que presentan estas corrientes, aunque,
lo repito, con matices y consecuencias diversas.
La primera observación es la ilegitimidad de reducir la
perturbación psíquica a un fenómeno definible en su ser
socialmente determinado. En la raíz de esta actitud está la
adopción acrítica de la teoría de Parsons sobre la desvia­
ción, que se proponía ofrecer un modelo aplicable a todos
los sistemas sociales. Esto lo llevó a una concepción del
proceso de socialización como aprendizaje de informacio­
nes que permiten a un individuo funcionar de manera satis­
factoria dentro del propio rol. Esto sucedería aprendiendo,
por medio de la intemalización de las normas y de los
53
valores sociales existentes, las expectativas y las motiva­
ciones sociales. Ya que todo sistema social tiende, según
Parsons, al mantenimiento de su equilibrio, cualquier ten­
dencia que conduzca a la mutación esencial del sistema de
interacción debe necesariamente ser reconducida al resta­
blecimiento del equilibrio por medio de los mecanismos
sociales de control. Cuando esto no se logra, se la clasifica
como desviación. Extrañamente, la conclusión de esta ma­
nera de razonar sería que el individuo, con sus tendencias y
motivaciones, que expresa con comportamientos desvian­
tes, es el que desencadena el proceso de cambio del sistema.

Que el proceso de socialización y el de aculturación


puedan ser vistos sólo como receptividad pasiva o como
proceso ideológico, es algo refutado por un cúmulo de
investigaciones sobre el proceso de aprendizaje y sobre la
característica de dinamicidad y de interreacionalidad que lo
connotan. Identificar la adaptación social con la adaptación
ideológica significa negar los conocimientos sobre la per­
sonalidad, sobre su dimensión emocional, sobre la creati­
vidad, etcétera, llegando a convertir en ontológicas las con­
tradicciones existentes entre individuo y sociedad en la
realidad capitalista, a la cual se refieren de manera especial
los secuaces de la teoría de los rótulos.
Afirmar que la perturbación psíquica tomada en sí mis­
ma no existe y que, consiguientemente, la funcionalidad o
no funcionalidad de una conducta debe referirse exclusiva­
mente a su adaptabilidad o no adaptabilidad al sistema,
medida según evaluaciones sociales, es, por lo menos, un
razonamiento afectado de “ignorancia”. Lo mismo puede
decirse cuando se niega el aspecto de pérdida de autono­
mía y de daño individual de determinadas enfermedades
mentales, para reconducirlo a secuencias de comporta­
mientos en sí mismos neutros y funcionales, pero significa­
tivos porque son socialmente pertinentes, lo que constitu­
ye una clara mistificación (Mechanic D., 1972). Este concep­
to de perturbación psíquica y la consiguiente traducción en
conducta derivada es una abstracción nominalística. La
54

I
psicopatología, de manera parcial, cincuenta años ya antes
de Freud, con J.J. Bachofen y con J. Carus, y de manera
coherente y definitiva a partir de Freud, definió la naturale­
za del mensaje relacional como también la etiopatogénesis
inmediata en las dinámicas interpersonales de la mayor
parte de las perturbaciones y consiguientemente de las
manifestaciones patológicas de la psiquis. Considerar la
perturbación como “subsistente en sí misma” y contrapo­
nerle una construcción ideológica de conducta desviada,
quiere decir hacer una doble operación: la primera, ahistó-
rica, que tiene profundas raíces en antropologías filosóficas
obsoletas que hablaban del “hombre en sí”, como si fuera
posible hipotetizar una dimensión humana separada del
contexto en el cual nace, se desarrolla y vive; la segunda
reside en la negación de la realidad de la psiquis. Aquí, nos
vienen a la memoria viejos temas de la filosofía nominalísti-
ca de la época medieval.
En cuanto a la equivalencia entre acto terapéutico y
control social, me parece que esta toma de posición es más
bien vaga. También ella se funda en el concepto de conduc­
ta desviada y de ecuación socialidad = socialización, proce­
so que ya hemos encontrado definido en términos ideológi­
cos y no ya como proceso pluridimensional, y que incluye
por consiguiente también la dimensión ideológica pero no
es reducible a ella, de la adaptación humana al ambiente.
Aquí es importante que la psicoterapia (y me refiero a la de
matriz psicoanalítiea) ha puesto muchas veces su objetivo
en la adaptación del individuo a la realidad social, enten­
diendo esa adaptación como proceso no de subordinación
pasiva, sino de asimilación activa, que consiente al enfer­
mo, a partir de su realidad concreta, encontrar por Una
parte, la orientación y la autonomía que le permiten vivir
las experiencias humanas fundamentales. Y esto precisa­
mente por medio de la realización de una maduración y de
una percatación (piénsese en la importancia de poder desa­
rrollar un trabajo para los fines de una toma de conciencia
de las contradicciones sociales objetivas), y por otra parte
liberarse de aquellas normas de adaptación social que no
55
corresponden ya a su auténtico crecimiento psíquico en el
contexto del nuevo examen de la realidad (incluida, por
consiguiente, la dimensión socio-política) que la autonomía
adquirida respecto de los síntomas, perturbaciones, etcéte­
ra, debería procurarle (Benedetti G., 1973; Spinella M.,
1973; Risso M., 1973). Aclarada, por consiguiente, la no
evidente ni necesaria coincidencia entre acto terapéutico y
control social, reservándome el tratar más adelante el pro­
blema específico del rol psicoterapéutico en relación con
las ideologías, querría subrayar aquí que la posibilidad del
uso de técnicas psicoanalíticas y hasta de los psicofármacos
con una función distinta del control social ha sido expresa­
da por autores “no sospechosos”, como Cooper en su expe­
riencia de Kingsey Hall y Laing (Cooper D., 1969; Laing
R.D. 1970). Para estos autores, que por lo demás retoman un
tema reconocido por la psicoterapia, el problema reside en
la modalidad de uso de las técnicas, como también redescu­
brimiento del valor de la terapia. Citaré, por su claridad, el
pensamiento de Cooper: “No pretendo decir [...] que a los
pacientes agitados no se le deban suministrar jamás tran­
quilizantes, sino simplemente que debería existir un com­
portamiento claro, de manera que tanto el médico como el
paciente sepan qué es lo que se está haciendo” [...] “Tratar
es esencialmente una perversión mecanicista de ideales
médicos, que es completamente opuesta a la auténtica tra­
dición del curar (...). Curar, en cambio, es algo que tiene
como fin ayudar a una persona a recuperar su plena capaci­
dad después de haber sufrido una terrible caída.”
Que, además, la llamada desviación contenga en sí
misma un significado y todavía más un alcance revolucio­
nario de cambio del sistema, como si la reinserción del
“loco” indujera una acción desestabilizadora del sistema
mismo, es algo tan fuera de la experiencia histórica y aun
personal que resulta difícil comprender de dónde puede
proceder esta hipótesis (Jerwis G. 1976; Della Mea L.
1978).
Una última referencia al movimiento llamado de la
“antipsiquiatría”. Ante todo es muy difícil poder decir

56
luien o qué cosa forman parte de este movimiento: de
manera propia y explícita parece que este nombre puede
asignársele a D. Cooper y quizás a R.D. Laing, pero a este
'timo sólo por comparación objetiva de los conceptos ex­
presados por él, no por la posición asumida personalmente.
Dar una evaluación crítica de esta dirección de pensamien­
to es difícil, sobre todo por la dificultad de remitirse a sus
fuentes culturales y precisar los objetivos reales que se
propone. En lo referente a la psicopatología es, a mi enten­
der, imposible deducir alguna, bajo la forma o de teoría o de
praxis clínica, de esta corriente de pensamiento. De hecho,
la antipsiquiatría se restringió al campo exclusivo de la
esquizofrenia, a la que identifica lisa y llanamente con la
locura por antonomasia, intentando mostrar qué es lo que
sucede luego que una persona es reconocidá como loca y
consiguientemente rotulada mediante el diagnóstico. El
origen y la causa de la enfermedad mental no son objeto de
la investigación antipsiquiátrica, como tampoco lo son los
instrumentos terapéuticos. Aparte de la crítica, por lo de­
más muy frecuentemente exacta, de la manera en que son
utilizados estos instrumentos y de la recuperación parcial
de la exigencia de algunas técnicas terapéuticas, los autores
de este movimiento no aportan ninguna contribución. Por
lo demás, llevaron a cabo un estudio del fenómeno microso-
cial, por ejemplo la familia, tratando de describir relaciones
transaccionales y experiencia. La exposición continua y crí­
tica que los autores antipsiquiatras hacen del proceso de
interacción entendido como comunicación, que puede pro­
ducir a su vez la identificación de una persona como enfermo
mental, está indudablemente llena de estímulos y ha
contribuido al surgimiento de una conciencia crítica frente
a lo que ha sido contrabandeado como psicopatología y que
ha servido de base para finalidades impropias. Sin embargo,
en el plano estrictamente psicopatológico, dada la carencia
más bien notable de relaciones entre la explicación socio-
genética en el nivel de lo microsocial y la interacción con lo
macrosocial o con la sociedad en su conjunto, y teniendo en
cuenta la totalidad de la cual he hablado al comienzo de
57
este apartado, me parece que, para los fines de una utiliza­
ción clínica, esta manera de concebir la patología de la
psiquis y su devenir presenta tal carga de oscuridad, que
no puede servir como base para definir los objetivos de una
intervención psicoterapéutica (Jervis G., 1976).

1.3.2 Psicoterapia y psicopatología analíticas

Sobre la base de cuanto ha sido dicho hasta aquí expre­


saré ahora los lineamientos adecuados para situar el discur­
so de la psicoterapia analítica en el problema de la salud y
de la enfermedad psíquica.
Partiendo del concepto de “sano” se puede decir que
es psíquicamente sano aquel individuo cuyo sistema de
personalidad es capaz, y por lo tanto funcional, para la
adaptación activa y consciente a las situaciones en las cua­
les vive, y está dotado, por ende, de modelos adecuados a
los problemas con que tropieza y es capaz de reactuar cons­
tructivamente frente a cuanto se presenta como desconocido o
imprevisto. De esta manera, el sistema de la personalidad
se encuentra en condiciones de poder colocar bajo el con­
trol del yo (entendido como subsistema) las energías deri­
vadas de las pulsiones y de los conflictos, tanto endopsíqui-
cos como socioeulturales, de manera que el yo, utilizando
su autonomía relativa, tenga la capacidad de neutralizar y,
por lo tanto, canalizar estas energías.
Señalaré ante todo que este concepto de salud mental
es un concepto que, por una parte, constituye una ecuación
individual entre estructura de la personalidad y capacidad
de reaccionar; y, por la otra, establece ya un criterio sufi­
cientemente elástico para dejar espacio a la enorme gama
de variabilidad del sistema de la personalidad en cada
individuo, permitiendo además emplear cierta medida co­
mún de evaluación de las situaciones. De hecho, es posible
destacar algunos aspectos que caracterizan la personalidad
funcional y autónoma, tales como la disponibilidad libidi-
nal, la confianza básica, la autoestima, la capacidad de rela­
ciones interpersonales creativas, la resistencia a las frustra­
58
ciones, etcétera.
Por otra parte, cuando el sistema de la personalidad no
es funcional, es decir, pierde funcionalidad, tiende a mode­
larse como un sistema cerrado, caracterizado por una pro­
gresiva rigidez de sus componentes, intermediando de ma­
nera cada vez más intensa las relaciones entre el yo y la
realidad tanto endopsíquica como sociocultural mediante
estructuras defensivas que en cierta manera lo aíslan, con­
virtiendo en absoluta su autonomía respecto de uno de los
dos subsistemas de la personalidad o aislándolo de la comu­
nicación con ellos, para volverlo operativo sólo en el senti­
do de la autodefensa: nos encontramos ahora con la patolo­
gía psíquica. En otras palabras: mientras la salud de la
personalidad reside en la capacidad del yo para efectuar
equilibrios dinámicos o, si se quiere, compromisos entre
estímulos endopsíquicos y estímulos socioculturales, la pa­
tología se manifiesta cuando esta forma de equilibrio es
imposible. Por lo tanto, cuando el aflujo de los estímulos es
demasiado grande en la unidad de tiempo (y la duración del
tiempo es un factor esencial para la definición y la com­
prensión de la patología, en la medida en que bajo esta
relación es como se realiza el proceso de aumento de rigi­
dez del sistema) para el sistema de control. Es decir, el yo
deja de estar en condiciones de controlar los sistemas de
excitación o estimulación (el ello y la realidad extema).
Asistimos ahora a un proceso de alianza entre el yo y la
realidad sociocultural en contra de los estímulos del ello (es
decir, la realidad endopsíquica, y aparecen entonces los
problemas de la represión, etcétera) y nos encontramos con
una descodificación neurótica de la realidad con respuestas
adecuadas precisamente a esta lectura. O bien podemos
encontrar una alianza del yo con el ello, es decir, con las
fuerzas pulsionales, contra la realidad sociocultural, lo cual
conduce a un aislamiento y a un desarraigo del contexto de
realidad y nos vemos frente a una descodificación psicótica
de la realidad, con las respuestas consiguientes.
Surge, pues, con claridad que la teoría psicoanalítica
reconoce sin ambigüedad la existencia de patologías de la
59
psiquis o “enfermedades” psíquicas que se manifiestan
mediante conductas particulares —que podemos llamar
perturbaciones, síntomas o como queramos—, pero que, en
el ámbito de la propuesta de este trabajo, serán considera­
das con estas características (Ammon G., 1974):
1. la enfermedad psíquica es un fenómeno particular
de pérdida de funcionalidad del sistema de la personali­
dad, cuya génesis es multifactorial: psíquica, somática, so-
ciocultural;

2. cualquiera sea su manifestación y su aparente absur­


didad, la teoría psicoanalítica sostiene que toda vivencia
humana y toda conducta es comprensible y tiene un signifi­
cado que no debe buscarse en sí mismo ni en el paciente
como expresión de las complejas interacciones de la varia­
bilidad de las variables del sistema de personalidad;
3. la utilizabilidad, por consiguiente, de la técnica de la
psicoterapia analítica —precisamente en cuanto no es un
instrumento que sea expresión de omnipotencia, sino que
es consciente de su alcance terapéutico y por lo tanto de sus
límites— se considera preferencia! y específica en todos los
casos donde en el origen de la disfunción del sistema de
personalidad se da una prevalencia del factor psicológico:
en tales casos, esta técnica opera en sentido terapéutico
propiamente dicho. Se la considera, en cambio, como acti-
vadora de los resortes psíquicos, y consiguientemente co­
mo componente de rehabilitación, en los casos donde la
dimensión disfuncional prevalente es somática. En cambio
se la plantea como acción de apoyo, y en cierto modo coad­
yuvante, en aquellos casos en que la causa prevalente de la
disfunción es de naturaleza sociocultural.
La psicoterapia, frente a las pérdidas de funcionalidad
del sistema de personalidad, y por consiguiente a las per­
turbaciones y a las enfermedades de la psiquis, se encuen­
tra colocada en relación directa con fenómenos predomi­
nantemente psicogenéticos y como capaz de eficacia direc­
60
ta exclusivamente sobre el componente psíquico de las
disfunciones debidas a otras causas. Pienso que con esta
claridad es más fácil evitar que la psicoterapia sea mal
utilizada, sea reduciéndolo a lo psíquico de cualquier for­
ma de disfuncionalidad del sistema de personalidad, sea
por no prestar la debida atención y focalización de los
sistemas prevalentemente somatogenéticos y sociogenéti-
cos que se presentan.
No es propósito de este trabajo tratar a fondo la psicopa-
tología, sin embargo, espero que haya sido posible aclarar
las implicaciones teóricas y clínicas que surgen de haber
tomado como criterio de utilización de la psicoterapia, en
cuanto “técnica de indagación de la personalidad”, el cam­
bio y la transformación del sistema de personalidad para
hacerlo pasar de “cerrado” a “abierto”.

61
1.4.0
El factor “tiempo”

Aun cuando la adjetivación “breve” tiene en sí una


explícita referencia a la duración de la terapia, tanto en la
bibliografía como en la práctica psicoterapéutica no es sen­
cillo encontrar reglas compartidas por todos, ni tampoco
experiencias que sean suficientemente fundadas como pa­
ra poderlas considerar paradigmáticas. Es verdad que todos
los psicoterapeutas de formación psicoanalítica están con­
vencidos que las pérdidas de funcionalidad del sistema de la
personalidad, que han ido creándose a lo largo de meses o de
años, no pueden regenerarse en un tiempo brevísimo. Lo
que ha cambiado es un conocimiento más claro de la perso­
nalidad, conocimiento que ha dado lugar a un estudio más
intenso y diferenciado de los diversos fenómenos psíqui­
cos, de sus manifestaciones normales y patológicas, de los
distintos niveles de resolución de los problemas que, en
concreto, y por ende desde el punto de vista clínico, es
posible y oportuno, teniendo en cuenta un conjunto de
variables y de condiciones, prevenir.
De todas maneras, antes de exponer el resultado de la
experiencia recogida por otros psicoterapeutas, como tam­
bién la que he cumplido junto con mis colaboradores en el
ámbito de un Hospital General, creo oportuno considerar
sucintamente el significado clínico del factor “tiempo”.
La experiencia del trabajo psicoterapéutico hace tocar
con la mano hasta qué punto la dimensión tiempo es algo
sumamente fluido en la tesitura de los pacientes. Según sea
el tipo de síntomas que presentan, los conflictos que subya­
62
cen, las condiciones del conjunto de su vida relaciona! y
laboral, parecen sentir el tiempo como una presión casi
persecutoria, como un sentimiento de urgencia frente a un
peligro o a la sensación de la vida que huye y que no logran
vivir, o bien presentan una especie de atemporalidad apáti­
ca, mezclada además de una aparente indiferencia por las
cosas o también inercia, que son expresiones las más de las
veces de una angustia que ya se ha vuelto imposible de
comunicar, de una despersonalización avanzada o del esta­
do ya florido de un repliegue en sí mismo. Casi siempre he
tenido la impresión de que los pacientes no sabían colocarse
ni a sí mismos ni a sus problemas en una dimensión tempo­
ral, entendida tanto en sentido general, como en la tempo­
ralidad de la relación terapéutica. De las tres dimensiones
mediante las cuales solemos connotar niíestro modo de
vivir el tiempo —pasado, presente y futuro— según sean las
distintas situaciones, se ven llevados a focalizarse en una
sola. Se puede, empero, advertir con cierta regularidad que
en el contexto de un proceso psicoterapéutico una primera
fase se caracteriza por el hecho de que los pacientes viven de
manera aguda sólo el presente o la actualización del pasa­
do. Sólo en un segundo momento, cuando ya se ha cumpli­
do cierto trabajo de elaboración, comienzan a sentir o a vivir
la propia proyección en el futuro.
La mayor parte de las veces, en la relación psicotera-
péutica la medida del tiempo está dada por el terapeuta. Su
calma, si es auténtica, la falta de impaciencia o de furores
terapéuticos, pueden constituir para el paciente un primer
camino de continuidad de la realidad y, consiguientemen­
te, para la reconstrucción de la dimensión temporal. El
paciente inicia frecuentemente este proceso comenzando a
elaborar la propia experiencia en término de sesiones, y así
es frecuente, por ejemplo, la expresión “desde la última vez
que nos vimos”, para comentar al terapeuta que su presen­
cia y su persona son las que constituyen los límites del yo
en la dimensión temporal. Contextualmente se plantea al
terapeuta el problema de la utilización del tiempo no sólo
en términos de frecuencia y duración de las sesiones o de
63
prolongación del tratamiento en su conjunto, sino también
como capacidad de elegir el momento justo, tanto para sus
intervenciones como para ayudar al paciente a regular su
relación con la dimensión temporal. La bibliografía especia­
lizada y da experiencia de muchos colegas presenta dos
modos de considerar la brevedad de la terapia.
El primer tipo es el practicado por psicoanalistas que,
por razones de tiempo o de evaluación del caso, llevan a
cabo en realidad un verdadero análisis, reduciendo tan sólo
la frecuencia de las sesiones generalmente a dos y a veces
no haciendo uso dél diván.
Un segundo tipo en cambio fija, con criterios que se­
gún he dicho ya son extremadamente fluctuantes, la fre­
cuencia de las sesiones semanales en una o dos, en tanto
que la duración varía desde breves contactos hasta una
hora, durante un número de sesiones que va desde ocho
hasta cuarenta.
La complejidad de la dimensión tiempo, según todo lo
que he mencionado hace poco explica la dificultad de esta­
blecer una regla precisa. La experiencia llevada a cabo con
mis colaboradores en ambiente hospitalario me induce a
proponer lo que hemos decidido. Nos hemos orientado
hacia dos modalidades de duración, con frecuencia de una
sesión semanal, de unos cuarenta y cinco minutos.
La primera preveía entre ocho y diez sesiones, incluida
la fase diagnóstica, y fue utilizada en los siguientes casos:
1. Pacientes que por motivo de edad (por ejemplo, ado­
lescentes) o porque su problema estaba claramente circuns­
cripto o también porque su motivación estaba explícita­
mente dirigida a la solución de un problema determinado,
tenían resistencia a prolongar la indagación;
2. Pacientes a los cuales, después de una evaluación
cuidadosa se consideró oportuno recomendarles otras for­
mas de psicoterapia que no se brindaban en el hospital,
pero (pie, por distintas situaciones (ejemplo: falta de autosu­
ficiencia económica, falta de preparación para un trata­
miento, presencia de situaciones críticas, tales como el pá­
64
nico, etcétera) no podían comenzar la experiencia terapéu­
tica aconsejada, pero en el ínterin parecía que podrían resul­
tarles útil y aun necesario un refuerzo psicoterapéutico;

3. Pacientes necesitados de ayuda inmediata después


de acontecimientos gravemente traumáticos (por ejemplo,
traumas craneales, accidentes en la vía pública de cierta
gravedad) para reinsertarse en la vida cotidiana, o también
después de intervenciones quirúrgicas de cierta gravedad y
también de significación psicológica, por ejemplo, una his-
terectomía);

4. Finalmente, cuando el análisis de la situación nos


garantizaba que el paciente pudiera continuar la terapia
durante el tiempo necesario, con el fin de evitarle la posibi­
lidad de aparición de una patología iatrógena por causa de
una psicoterapia interrumpida o mal encarada. En estos
casos, las sesiones servían sobre todo para redefinir el pro­
blema de manera que el paciente pudiera orientarse a la
espera de comenzar una terapia sistemática. Es éste un caso
frecuente entre personas que por su trabajo no tienen ga­
rantía de estabilidad o de continuidad en un mismo lugar.
En cambio, la segunda modalidad preveía una serie de
veinticinco sesiones efectivas y continuadas, con una dura­
ción de seis meses. Este “ciclo terapéutico” podía también,
aunque raramente, repetirse, siempre que la evaluación
hecha durante la relación terapéutica hiciera surgir una
verdadera exigencia de continuar, sostenida por una fuerte
y lúcida motivación del paciente.
Debo decir que la particular situación hospitalaria pro­
duce, a nuestro juicio, modificaciones en las expectativas
del paciente, en la transferencia y en otros aspectos que
desempeñan un papel catártico propio y que, en la mayoría
de los casos que hemos seguido, resultó positivo.
Lo dicho, sin embargo, no debe excluir los casos en los
cuales la frecuencia de las sesiones sea mayor, lo mismo
que la duración de la terapia. En la práctica privada, la

65
tentación de aumentar el número de estos casos “particula­
res” puede ser fuerte.
La única regla que, según considero, puede ayudar a
no practicar la famosa “terapia silvestre” es el esfuerzo de
motivar siempre nuestras elecciones, o bien analizando los
datos clínicos que a nuestro juicio impulsan a tomar ciertas
decisiones, o bien confrontándolos con las premisas teóri­
cas y metodológicas del psicoanálisis del yo, de suerte de
poderlas verificar y consiguientemente adquirir una lógica
de la intervención.

66
Segunda Parte
2.1.0
La lógica del proceso
psicoterapéutico en la
psicoterapia analítica breve

Teniendo en cuenta el discurso desarrollado hasta aquí


es posible delinear la lógica de la intervención terapéutica
de la psicoterapia breve. Cuanto he dicho a propósito de la
psicopatología vuelve explícita la prémisa psicoanalítica de
la reversibilidad de las perturbaciones psíquicas y de la
consiguiente posibilidad de recuperar la funcionalidad del
sistema de la personalidad.
De esta manera queda refutado, tanto teóricamente
como en la práctica, el concepto de enfermedad psíquica
como un hecho incurable, crónico o irreversible. Obvia­
mente, esto se refiere a aquellas pérdidas de funcionalidad
que tienen una derivación psicógena prevaleciente y clara,
y deben además tenerse en cuenta las condiciones de cada
paciente en el momento de entrar en contacto con la psico­
terapia.
La posibilidad del concepto de curabilidad, sin límites
que prejuzgen la enfermedad psíquica, parte del modelo
del yo que ha sido definido como una estructura de límites
flexibles, dotada de notable plasticidad. Puesto que las
pérdidas de funcionalidad del sistema de la personalidad
dependen (según se dijo a propósito de la relación entre
teoría de la personalidad y técnica psicoterapéutica) del
déficit de reciprocidad en las primeras fases del desarrollo
y/o de traumas psíquicos bien circunscriptos que han pro­
vocado una rigidez, y consiguientemente una disfunciona­
lidad del sistema de la personalidad, la lógica psicoterapéu­
tica parte de la hipótesis de que, si se reproduce en la

69
psicoterapia una situación similar a la que generó la disfun­
cionalidad, es posible reconstruir una situación afectiva y
fantasmáticamente muy vecina a la originaria, de modo tal
que, mediante la relación con el psicoterapeuta se llegue a
crear un ambiente de reciprocidad correspondiente a las
necesidades de la fase específica donde surgió el déficit o la
situación traumática, de tal modo que constituya una expe­
riencia emocional correctiva o, a veces sustitutiva, de la
psicopatogénica. En la técnica de psicoterapia analítica
breve este proceso se conduce en el nivel del yo, es decir,
estimulando para este fin, en el paciente, una regresión
limitada “al servicio del yo” y utilizando mucho más la
capacidad que tiene el yo para modificar los procesos de
defensa organizándolos sobre cualquier actividad del yo y
consiguientemente apartándolos de actividades que no son
funcionales para su homeostasis. De esta manera se crea el
potencial de tensión psíquica que permite recuperar ener­
gía neutralizable y consiguientemente canalizable con el
fin de integrar las experiencias pasadas y actuales en el
funcionamiento de un yo “adulto” o, mejor dicho, adecua­
do a la situación concreta y presente. Esta integración se
produce por medio de una toma de conciencia emocional
de las propias experiencias. Para consentir este pasaje de
experiencias es fundamental la memoria, considerada co­
mo un “registro” de experiencias, tanto remotas como re­
cientes y actuales; ella, mediante su propio proceso de
registración y de fijación selectiva de imágenes y vivencias,
vuelve a proponer al yo, sea espontáneamente o bajo la
acción del estímulo generado por la situación psicoterapéu-
tica con modalidad y nivel distintos. Sin embargo, esta
característica de la memoria de ser una especie de “banco
de datos” es justamente lo que permite todo proceso de
reconstrucción y asegura en gran parte la continuidad con­
sigo mismo (o, si,queremos, la constancia de la identidad,
tanto somática como psicológica y social) que constituye
una condición indispensable para toda acción psicotera-
péutica. Dadas las características peculiares de los sistemas
homeostáticos, hacemos, además, la hipótesis de que, ac-
70
tuando sobre nn problema/conflicto identificado y delimi­
tado con precisión o corrigiendo emocionalmente, median­
te la relación psicoterapéutica, el déficit de determinada
fase elegida sobre la base del estudio clínico de la anamne­
sis y del material diagnóstico, como también de las motiva­
ciones del paciente, es posible, sin llegar a los determinan­
tes últimos de la conducta (a saber, aquellos elementos
pulsionales ligados con el ello), actuar sobre estructuras
codeterminantes, menos dotadas de una alta velocidad de
cambio, y por consiguiente más constantes en la unidad de
tiempo, como son precisamente las funciones del yo. Presu­
mimos que, precisamente por efecto de la dinámica ho-
meostática y de los procesos de retroalimentación respecti­
vos, se comienza de esta manera un proceso dinámico adap-
tativo que implica a todo el sistema de la personalidad. En
el interior de esta lógica, se supone que el factor predeter­
minación y brevedad de la duración de la psicoterapia (es
decir, el alcance clínico del adjetivo “breve”) que tiene una
función de catalizador de estas dinámicas. En favor de esta
orientación se cuenta con datos procedentes del psicoaná­
lisis (por ejemplo, los célebres trabajos de Malan y Bellak);
con los proporcionados por la actividad de la psicoterapia
ambiental (véanse los trabajos de G. Ammon o de M. Pines),
y con interesanteis observaciones que derivan de las inves­
tigaciones del grupo de Palo Alto.
Estas experiencias han puesto de manifiesto que, si se
aclara adecuadamente con el paciente el hecho de que esta
clase de intervención no es un psicoanálisis reducido o
concentrado, y si se discuten adecuadamente las posibili­
dades terapéuticas y los límites propios de esta técnica, el
factor “brevedad del tiempo” puede catalizar tanto la foca-
lización del problema como las respuestas dinámicas del
paciente, responsabilizándolo de su colaboración activa en
la psicoterapia, que es vista por él no como algo que recibe
(expectativa ésta que se encuentra con mucha frecuencia
en los pacientes que tienen como modelo único de compa­
ración para el concepto de psicoterapia lo que vivieron con
el pediatra o con el médico de la familia, etcétera), sino
71
como algo que se construye y se realiza junto con él, hasta el
punto de que si falta su participación activa, la terapia “no
funciona”.
Además de lo dicho, el haber determinado un tiempo
(y esto tanto en lo referente a la duración de cada una de las
entrevistas como a la duración de la psicoterapia en su
totalidad) representa de una manera plástica, y por lo tanto
inmediatamente perceptible para el paciente, la dimensión
de la realidad, sobre todo cuando el estado de ánimo con el
cual el paciente inicia la psicoterapia está constelado por
fantasías de omnipotencia o por fantasías de abandono del
tipo “no hay nada que hacer”, “es demasiado tarde”, et­
cétera.

2.1.1. El conflicto

En la teoría psicoanalítica se hipotetiza que en la


base de toda disfunción del sistema de personalidad que no
sea de naturaleza prevalentemente somática existe un con­
flicto, es decir, la presencia contemporánea de dos motivos
que actúan en contraste entre sí en el sujeto, el cual resulta
protagonista del conflicto mismo. Este contraste puede te­
ner lugar ya sea en el ámbito de lo que llamamos “concien­
cia” o por debajo del umbral de ésta.
La mayor parte de las situaciones conflictivas que se
encuentran en nivel consciente pueden reducirse a un caso
particular de frustración, es decir, a aquellas sensaciones
desagradables y perturbadoras que todos experimentamos
cuando resulta bloqueada una actividad que queríamos
dirigir hacia un fin preestablecido. En el ámbito de la
conciencia la mayor parte de las veces se trata de situacio­
nes en que el individuo necesita elegir entre dos alternativas
igualmente deseables, o igualmente indeseables, o tam­
bién cuando algún objetivo deseado contiene en sí mismo
algún aspecto no deseado. El hecho mismo de plantear el
problemá de la elección produce una interrupción de la
actividad y, por ende, una frustración. En los primeros dos
72
casos se observan reacciones de excitación, de incertidum­
bre, que confluyen en una tendencia a descartar el proble­
ma. Con mucha frecuencia esta situación se traduce, por un
lado, en empobrecimiento de los dinamismos psíquicos; y
por el otro, en el empleo de las energías no canalizadas
(debido al “bloqueo” de decisión y al estado emocional
consiguiente) en comportamientos estereotipados (por
ejemplo (mecanismos de defensa) o en tensiones que pue­
den descargarse sólo en el plano de la conducta o invadir
también el soma, dando lugar a la sintomatología psicoso-
mática.
En cuanto al tercer tipo de conflictos, podemos decir
que desemboca en el comportamiento ambivalente y es
característico de algunas fases evolutivas, por ejemplo, la
preadolescencia y la adolescencia. Puede sin embargo en­
contrarse también en época adulta, y entonces su potencial
detener la neutralización y canalización de las energías,
como también para encontrar descargas sustitutivas se
vuelve mayor.
De todas maneras, en lo referente a los conflictos que
se desarrollan prevalentemente en el ámbito de la concien­
cia es importante para la práctica clínica tener presente que
no representan sólo una fuerza controvertida y bloqueada,
sino un empobrecimiento del sistema de personalidad que,
en este modo específico de perder funcionalidad, tiende a
perder energía (una especie de cortocircuito) que casi
siempre toma rígidos los límites entre los distintos subsis­
temas (psíquico, somático, social), dificultando con ello la
homeostasis, retardando el desarrollo y, en determinadas
condiciones, predisponiendo para disfunciones mayores.
Es muy importante, en lo referente a esta esfera con-
flictual, tener en cuenta el elemento “acumulación”, es
decir, la relación entre intensidad y duración del conflicto.
Conflictos que en sí mismos serían de escasa importancia y
de moderada intensidad, si pasan a formar parte de la trama
cotidiana, sobre todo cuando son imposibles de eliminar
(por ejemplo, situaciones laborales o familiares) pueden
disminuir notablemente la capacidad del individuo para

73
superar las dificultades o para tolerar los obstáculos de la
relación con la realidad cotidiana.
En particular, este tipo de situaciones induce fácil­
mente al sujeto a caer en crisis notables, cuando se presenta
un elemento nuevo, aunque sea de alcance ilimitado, como
la aparición de un trastorno somático leve o un cambio de
escritorio o de oficina en el lugar de trabajo.
Con mucha mayor frecuencia, sin embargo, los posi­
bles usuarios de una psicoterapia tienen conflictos situados
en un nivel más profundo, es decir, por debajo del nivel de
la conciencia o, si queremos, en el inconsciente. También
aquí nos encontramos con la presencia de un conflicto entre
dos motivos, sólo que ambos, o al menos uno de ellos, por
ser inconscientes no forman parte del análisis de realidad
del paciente.
La mayor parte de los pacientes no están en condicio­
nes de identificar los términos del conflicto y ni siquiera de
describir el campo posible. Presentan un estado de males­
tar psíquico, que puede ir acompañado o no de sintomato-
logías psíquicas o psicosomáticas, que el paciente casi nun­
ca vincula con su malestar de base, y mucho menos con una
posible área problemática conflictual.
Examinemos tres posibles marcos de referencia, que
se sitúan en tres niveles (Bertini, M., 1968). Partiendo del
primer nivel se puede tener un cuadro inicial de referencia,
en el cual el paciente no informa de ninguna perturbación
específica, por lo menos en el plano objetivo. Por lo general,
habla de una disminución de sus capacidades y de su vo­
luntad de “hacer cosas”, de sensaciones de pasividad fren­
te a los acontecimientos, de estados psicofísicos asténicos y
que se presentan sobre todo en momentos particulares de la
jornada, por ejemplo, de mañana, u otros síntomas seme­
jantes.
Este cuadro, con todos sus posibles matices, puede
entrar en lo que se denomina la psicopatología de la vida
cotidiana, y aun subrayar momentos particulares críticos de
transición, como los que pueden tocarle vivir a cada uno de
nosotros.
74
Tenemos un segundo cuadro en el cual aparecen sig­
nos más específicos; generalmente hay que manejarse con
distintos grados de coacción en la conducta. El individuo
parece imponerse extrañas obligaciones, tales como no po­
der salir de casa si no ha efectuado previamente cierto
número de controles o si no ha ordenado minuciosamente
su habitación, etcétera. Se trata entonces de la aparición de
tendencias autoplásticas, es decir, de comportamientos
que, aunque permanecen dentro del ámbito del yo, no son
ni aceptados ni integrados, sino que siguen estando presen­
tes, y por consiguiente son expresados mediante conductas
dirigidas contra el propio yo y reducen más o menos su
autonomía.
Cuando estas tendencias coartan demasiado la autono­
mía del yo, el sujeto recurre a alguna forma de ayuda que,
generalmente, al menos como primer paso, es de tipo médi­
co. El tercer cuadro se caracteriza por la exteriorización de
los problemas. El individuo, sintiéndose como forzado por
fuerzas psíquicas, manifiesta su problematicidad, y por
consiguiente su conflicto, con comportamientos externos,
que tienen un sentido de mensaje al exterior, pero cuyos
contenidos son más o menos agresivos y antisociales. Se
trata entonces de las tendencias definidas como “aloplásti-
cas”. Encontramos así personalidades que consideran in­
discutible que los demás tengan que aceptarlas “porque
ellas son así” o que pretenden de las otras personas tipos de
comportamiento o de prestaciones que ellas no les brindan,
pero siempre dan algún motivo para su capacidad de no
adecuarse ellas mismas a los objetivos o a los niveles de
espiración que proponen.
Estos tres cuadros indican de distintas maneras la pre­
sencia de un conflicto profundo. En el primer nivel, al que
hemos aludido, el conflicto, si bien reduce la autonomía del
yo, deja en general suficiente “espacio de supervivencia” y
de adaptación a la realidad.
Pero si intervienen otros factores, por ejemplo, la in­
tensidad, la duración, condiciones de agravamiento por
cambios o traumas imprevistos, etcétera, se produce la de-

75
generación en formas más estrictamente psicopatológicas.
En presencia de las condiciones mencionadas, las tensio­
nes que se producen se toman gradualmente tan constructi­
vas, que el yo pierde su autonomía. Esta pérdida puede
preservar una parte de la autonomía, y hemos visto en el
caso del primer cuadro la degeneración en las así llamadas
“formas neurasténicas”, comúnmente conocidas también
como “agotamientos nerviosos” (pero ningún laboratorio
de neuroanatomía conserva entre sus muestras “nervios
agotados”). Se trata de un cuadro de pérdida de funcionali­
dad, caracterizado por una escasa capacidad de adaptación
a situaciones nuevas, especialmente si son difíciles. Tene­
mos entonces la impresión de que se ha producido un
empobrecimiento general de la energía y una elevación de
la reactividad a cualquier estímulo emotivo.
En el segundo cuadro, la degeneración se dirige hacia
las distintas formas de neurosis, preferentemente hacia las
caracterizadas por síntomas psicosomáticos.
El tercer cuadro, en cambio, parece tener tendencia a
degenerar en neurosis de carácter.
Pero cuando el conflicto no se limita a una parte de la
autonomía del yo, sino que está generalizado —es decir,
incide de manera pareja y con la misma intensidad sobre
todo el yo, hasta el punto de dañar muchas o todas las
funciones (y en general es muy significativa) al respecto la
falta de integridad de las funciones cognoscitivas—, nos
encontramos con un viraje hacia las formas de psicosis.
Contamos aquí con algunos elementos muy simplifica­
dos, pero a mi juicio bastante claros, para permitimos el
examen de los distintos tipos de conflictos que podemos
encontrar, sobre todo en el trabajo psicodiagnóstico, con
vistas a formular adecuadamente hipótesis de intervención
psicoterapéutica y también para disponer de un cuadro,
aunque sea reducido y provisional, para formular una rela­
ción pronóstica entre el conflicto que se nos presenta y sus
posibles riesgos degenerativos.

76
2.1.2. Al margen del conflicto de conciencia
Toda la teoría psicoanalítica atribuye una notable im­
portancia al concepto de conciencia, hasta el punto de con­
vertirla en el eje de sus diversas técnicas. Efectivamente,
aunque el trabajo psicoanalítico está fundado sobre las pul­
siones y sus conflictos, derivados de la interacción con la
realidad, sin embargo, el proceso de maduración del indivi­
duo humano y el de su tratamiento y curación pasan por la
capacidad de la conciencia para asimilar y mediar los con­
tenidos inconscientes. Es muy frecuente que en nosotros,
aunque sea implícitamente, se forme una especie de equi­
valencia entre los términos de consciente y racional.
El problema es mucho más complejo. De hecho, en el
uso psicoterapéutico relacionamos el concepto de ser cons­
ciente con el de poder comprender emotivamente, y no
sólo con un hecho de pura racionalidad. Sea lo que fuere,
para intentar indagar un poco mejor el significado clínico
de este término, es útil hablar un momento de él. La expe­
riencia nos indica como conciencia uno de los estados y de
las experiencias más inmediatas que caracterizan nuestro
conocimiento de la realidad. El pasaje del sueño a la vigilia,
como también el adormecerse, proporcionan a cada cual
una primera conciencia vital de lo que significa ser psíqui­
camente consciente. Esta conciencia se vuelve tan impor­
tante, que la mayoría de las personas, aun cuando carezcan
de todo conocimiento psicológico o médico, cuando tienen
la impresión de que alguna otra persona ha dejado de estar
consciente, sobre todo si ignoran la causa, comienzan a
preocuparse, considerando, acertadamente, el desvaneci­
miento y la pérdida de conciencia como una modificación
peligrosa del modo de ser de la otra persona. Por lo demás,
esto corresponde también a la “lógica” clínica; efectiva­
mente, cuando se duda de si un paciente está todavía vivo,
una de las primeras preocupaciones es verificar si está más
o menos consciente, aunque sea en un nivel mínimo. En
este nivel mínimo está incluida una capacidad, si bien muy
primitiva, de controlar las'estimulaciones, es decir, de saber

77
si se adaptan o no al ambiente y a la situación. Así, el retomo
del reflejo corneal no brinda de por sí ninguna indicación
sobre la presencia o ausencia de un mínimo de conciencia.
Ni siquiera un proceso más complejo, como el pedido de
bebida por parte de un paciente, nos brinda alguna indica­
ción Si, recibida la bebida, el paciente sigue pidiendo de
beber, aun cuando no pueda ni tomar ni utilizar el líquido
que se le ha ofrecido, estamos autorizados para hacer algu­
na afirmación sobre su estado de conciencia; y por el con­
trario, si bebe el líquido y no pide más, salvo de una manera
evidentemente racional y proporcionada a su situación,
contamos entonces con un elemento que nos informa sobre
la presencia de un nivel mínimo de conciencia.
Así podemos ver que lo que constituye fundamental­
mente la conciencia es la capacidad de utilización, y por
consiguiente de control y de adaptación de los distintos
estímulos. Sin embargo, los elementos que conocemos para
definir, sobre la base de la observación clínica, la presencia
o ausencia de los niveles de conciencia son muy escasos, y
están además constituidos por signos en su mayor parte de
naturaleza fisiognómica. Experimentos y observaciones de
distinta índole nos permiten tomar en cuenta más informa­
ciones acerca de qué es la conciencia, pero como se trata de
una cualidad de la experiencia que no tiene punto al cual
referirla fuera de nosotros mismos (pensemos en lo difícil
que es, por ejemplo, describir y sobre todo definir la expe­
riencia del conocimiento de sí), y dado que la cantidad de
las informaciones que poseemos sobre la realidad y que
están en cierta manera caracterizadas por la cualidad de ser
conscientes en su relación con nosotros es muy limitada, ha
sido necesario recurrir, para describir un conjunto de datos
desconocidos, a un prefijo negativo. Son simplemente no-
conscientes, es decir, inconscientes.
Se sigue de esto que debemos pensar en consciente e
inconsciente como dos cualidades extremas de la gama de
experiencias que abarcan todas las posibles modalidades y
gradaciones de conocimiento/experiencia de la personali­
dad. Se sigue también que en la práctica todo conocimien-

78
to/experiencia está coloreada en cantidad e intensidad di­
versas por ambas características.
Debido a ello definiremos psicológicamente como
consciente una experiencia que posee determinada canti­
dad e intensidad en la unidad de tiempo. Pasando ahora al
uso de los términos “conciencia” e “inconsciente” como
designadores de zonas de la personalidad, tenemos que
puntualizar que se trata de conceptos topológicos y no
topográficos. En otros términos, la experiencia nos ha mos­
trado que existe cierto número de informaciones que en su
estar en relación con nosotros como conocimiento/expe-
riencia tienen cierta continuidad en la cualidad de ser,
desde nuestro punto de vista, conscientes, es decir, somos
conscientes de su existencia, naturaleza, características,
finalidad, etcétera.
El conjunto dinámico y continuamente fluido de estas
informaciones, que habitualmente y con relativa constan­
cia forman parte de nuestra conciencia, es precisamente lo
que delimita esa región y esfera de la personalidad que
llamamos conciencia y que es una función del yo.
Tratándose de una extensión dinámica, la esfera de la
conciencia puede ampliarse adquiriendo nuevas informa­
ciones que se caracterizan precisamente por el hecho de ser
conscientes, o también perdiéndolos: aparece aquí nueva­
mente la importancia de la función homeostática de la me­
moria para el sistema de la personalidad, y aun más para la
funcionalidad del subsistema del yo. Además, todo lo que
no entra en esta esfera pasa a constituir aquello que impro­
piamente llamamos la esfera del inconsciente, esfera sobre
la cual disponemos hasta el momento de un número redu­
cido de informaciones, más centradas en la modalidad de
funcionamiento y en la tentativa de comprender las leyes
que regulan su dinámica, que sobre un mayor conocimien­
to de lo (jue podría significar esta realidad, no conocida
de otra manera que no sea como negación, es decir, como
inconsciente. Aparte de los esfuerzos y las investigaciones
emprendidas en este sentido por la psicología dinámica
analítica y que están en marcha desde hace muchos años,

79
contamos más recientemente con las interesantes tentati­
vas de I. Matte-Blanco, autor que trata de aplicar el modelo
lógico y matemático para la comprensión de sus leyes y
eventualmente de su naturaleza.
De esta manera se aclara el uso terapéutico del término
“conciencia”, entendida como la cualidad y aun la región
donde los contenidos de conciencia/experiencia deben lle­
gar para poder ser utilizados por el yo.
La importancia que tiene para la vitalidad misma del
individuo humano la amplitud de aquellas realidades en-
dopsíquicas o externas de las cuales tienen conciencia,
justifica la importancia atribuida a esta cualidad y a su
extensión en el ámbito de la psicoterapia analítica.
Quiero destacar aquí hasta qué punto las alteraciones
del estado de conciencia, cuantitativas o cualitativas (ya
que estas dos dimensiones son difíciles de separar) consti­
tuyen indicios importantes de distintas patologías. Preci­
samente por la propiedad de homeostasis de los sistemas
vivientes, quiero subrayar la importancia de una anamnesis
adecuada, aun desde el punto de vista médico (por lo me­
nos como exigencia que debe plantearse y aclarar a un
consultor médico) en los casos en los que se presenten
problemas de amplitud y funcionalidad de la conciencia.
Dejando de lado las alteraciones más estrictamente neuro-
lógicas, por ejemplo, el importantísimo significado que tie­
nen las pérdidas fugaces de conciencia, las así llamadas
“ausencias” o la presencia de fenómenos endocraneanos
pertinentes, como los procesos expansivos, estados de irri­
tación cerebral, etcétera, que —en el momento actual— son
más raramente objeto de una terapia psíquica, debemos
considerar la posibilidad de que todo hecho somático, aun­
que sea un simple enfriamiento, puede influir sobre el
fenómeno de la conciencia. Quiero referirme en particular
a los estados de alteración y de restricción de la conciencia
que se presentan de manera concomitante o consecuente a
problemas de intoxicación, acompañados con mucha fre­
cuencia por un cortejo de reacciones particulares. Aquí,
sobre todo con pacientes de tipo psicosomático o que em-
80

i
jlean hace mucho tiempo fármacos, especialmente psico-
trópicos, y también con personas que hacen o han hecho
uso prolongado de sustancias alucinógenas, drogas, etcéte­
ra, antes de evaluar el fenómeno de la conciencia desde el
punto de vista psicológico será útil despejar el campo
eliminando los otros factores. Esto, aparte de ser metodoló­
gicamente correcto, nos permite también tomar en conside­
ración sólo las variables de naturaleza psicológica y evaluar
más objetivamente lo que observamos; evita graves errores
y daños al paciente; nos da una visión más completa, y por
ende psicoterapéuticamente más dúctil de la situación de
personalidad y, en cierta manera, puede ser una forma im­
portante de prevención de perturbaciones psíquicas más
graves.

2.1.3. Una nota sobre la


“comprensión emocional”
El tema de la conciencia nos lleva directamente al de la
toma de conciencia, que es uno de los más discutidos en
psicoterapia. Constatamos continuamente que el solo tener
presente en el campo de la conciencia una determinada
realidad no produce, de ordinario, ninguna modificación
en la personalidad y que, por lo tanto, no “sirve” desde el
punto de vista psicoterapéutico.
Una primera ayuda para la comprensión de este pro­
blema la brindan las investigaciones sobre los procesos cog-
nosciti vos que, impulsadas también por los experimentos
de la Gestalt, han puesto a la luz un modo particular de
funcionar y una capacidad de la mente humana para rees­
tructurar, es decir, poner en interrelación elementos diver­
sos hasta extraer significados nuevos. Esto sucede, por
ejemplo, en el proceso de resolución de problemas. Este
tipo de capacidad ha sido denominado “insight”. Sin em­
bargo, retomando el hilo dé la reflexión sobre la modalidad
de la toma de conciencia, y por consiguiente de la concien­
cia misma (Rapaport D., 1942), se ha planteado la pregunta
de si existen diversos niveles de conocimiento o, en otros

81
6
términos, si por debajo de las realidades fenoménicas no
existen procesos que están vinculados con ellas y que en
cierta manera modifican su significación. La amplitud del
problema, reformulado así, especialmente después de
Freud, replantea el discurso mismo del conocimiento hu­
mano y de su realidad.
De todas maneras, se ha llegado a distinguir operativa­
mente una toma de conciencia que da como resultado una
comprensión intelectual de los fenómenos y una toma de
conciencia que incluye también la dimensión emocional
que he llamado aquí “comprensión emocional”.
Esta última es la que interesa a la psicoterapia, en la
medida en que supone una integración —y por consiguien­
te una maduración— de la experiencia, que podría atribuir­
se al trabajo de conexión, y por lo tanto de reestructuración
y de atribución de nuevos significados, que se produce al
conectarse los procesos subyacentes a los distintos fenóme­
nos y al tomar conciencia de todo ello, precisamente bajo la
forma de comprensión emocional.
Sin embargo, sigue siendo todavía muy difícil explicar
de qué manera se desarrolla esta dinámica. Rapaport
(1942), para intentar una hipótesis explicativa, habla de una
dinámica autónoma del pensamiento (entendido como fun­
ción del yo), que haría que el pensamiento se vuelva sobre
sí mismo reiteradas veces, hasta reestructurar los conteni­
dos de conciencia y “engancharlos” en los procesos incons­
cientes, produciendo de esta manera una nueva forma de
comprensión de la realidad. Lo que, según Rapaport, activa
este proceso de reflexión sobre sí mismo por parte del
pensamiento son los estímulos relaciónales y ambientales.
Al expresarse así, lo que este autor quiere decir es que las
formas, y por consiguiente la toma de conciencia, obvia­
mente también dentro de la psicoterapia, no son algo abso­
luto y ahistórico, sino que están estrechamente conectadas con
las situaciones relaciónales y ambientales. La cuestión del
“insight” o de la “comprensión emocional” sigue todavía
abierta, y a pesar de que todos los días vemos reproducirse
este proceso, no tenemos elementos suficientes para una

82
teoría explicativa adecuada. De todos modos es importante
tener presente en la propia praxis psicoterapéutica que la
simple toma de conciencia intelectual no es suficiente para
producir modificaciones en la personalidad con sentido
psicoterapéutico y que, por consiguiente, tanto la estimula­
ción como la valorización de la claridad intelectual del pa­
ciente acerca de un tema es una operación parcial y hasta
riesgosa. Se tratará más bien de proporcionar estímulos
adecuados para que el pensamiento pueda, según la hipóte­
sis de Rapaport, volverse sobre sí mismo, hasta poder cum­
plir aquellas operaciones de reestructuración y de integra­
ción que. por ser resultado de una manera absolutamente
particular y personal de elaborar la realidad, harían más
completo, modificador y madurador el proceso mismo de la
toma de conciencia.

2.1.4. Contrato y transferencia:


dos problemas abiertos
Al plantear una intervención psicoterapéutica, las defi­
niciones de los términos de la relación, es decir, de sus
objetivos, de los medios utilizados, del costo, etcétera,
constituyen un momento particularmente delicado e im­
portante. Mediante esta definición y contrato se sientan las
bases para una alianza terapéutica entre paciente y psicote-
rapeuta, que se convertirá en la premisa de la relación
psicoterapéutica. Este tema, en el ámbito psicoanalítico, ha
sido profundizado sobre todo en lo referente al análisis,
mientras que para las otras técnicas sigue siendo un tema
todavía no profundizado.
En lo concerniente a la psicoterapia analítica breve,
especialmente si se la concibe como instrumento de trabajo
en un ámbito institucional, la definición del contrato se
vuelve todavía más problemática, desde el momento en
que el psicoterapeuta no puede ignorar la dimensión insti­
tucional en la cual trabaja y todos los significados que ella
asume para el paciente ni, por otra parte, debe identificarse
con ella (cfr. Cotinaud O., 1977). Pero también fuera del
83
ámbito institucional, precisamente por la propiedad de fle­
xibilidad y adaptación a las situaciones de los pacientes, la
psicoterapia analítica breve es más difícil de circunscribir
en normas y, por lo tanto, en un contrato.
El primer problema nace del hecho de que un contrato
presupone el conocimiento del objeto de la contratación,
en nuestro caso, la psicoterapia. Mas la experiencia de­
muestra que es imposible explicar a los pacientes la natura­
leza de la psicoterapia. Por ello, propongo a los pacientes
definir la relación después de la primera sesión, de suerte
que puedan formarse alguna representación mental que no
dependa exclusivamente de lo que ha dicho el psicotera-
peuta y que le pueda servir como base para una decisión.
Por lo demás, intento establecer con claridad los pro­
blemas de la duración y del objetivo que nos proponemos
ambos alcanzar. Pero el esfuerzo mayor lo hago para com­
prender y comunicar al paciente la importancia de su parti­
cipación y colaboración activa. Le explico que no tengo
ninguna intención de “jugar al dentista”, en el sentido de
“borrar las marcas de las caries” o de extraerle informacio­
nes como si fueran dientes. El propio paciente es quien
debe decidir con qué y cómo comunicarme. Le presento la
función del psicoterapeuta como la de un yo auxiliar que
—sobre la base de cuanto he dicho refiriéndome al psico­
análisis del yo y al surgimiento de las formas psicopatológi-
cas— trata de integrar, reforzar, compensar la disfunciona­
lidad de su yo. Esta manera de presentarse por parte del
terapeuta permite hacer nacer y desarrollar aquella alianza
que se convierte en uno de los factores terapéuticos más
importantes. En lo que respecta a otras reglas “clásicas”,
por ejemplo la de la asociación libre —u otras explicacio­
nes— como podría ser el concepto de resistencia, prefiero
no hablar. Después de haber dicho al paciente que es
conveniente que él comunique todo lo que siente y en el
modo que le resulte más espontáneo, le anticipo que en
este esfuerzo de comunicar encontrará dificultades, tanto
consigo mismo como con el psicoterapeuta, y también que
podrá advertir de qué manera fuerzas interiores le impiden
84
comunicarse. En este caso lo más útil para él es que trate de
hablarme sobre su dificultad, para ver cómo la afrontamos
juntos.
En la mayoría de los casos, sobre todo si la indicación
de una psicoterapia analítica breve ha sido correcta, fue
posible efectuar un proceso psicoterapéutico satisfactorio.
Otro gran nudo de la psicoterapia breve está constituido por
la transferencia. Es indudable que, dentro del pensamiento
de Freud, este concepto representa “el alfa y el omega del
método analítico” (Jung C.G., 1946). La historia del psico­
análisis pudo luego tener otras vicisitudes en la concepción
de la transferencia y de la correlativa contratransferencia,
en cuanto elementos necesarios, favorables o perturbado­
res de la acción psicoterapéutica. Actualmente existe una
concordancia expresa de los autores más recientes acerca
de la importancia fundamental y sobre el carácter irrenun-
ciable de este elemento para la estructuración misma de la
concepción psicoanalítica.
Podemos partir de la definición de transferencia que nos
da Anna Freud: “Por transferencia entendemos todos los
sentimientos que el paciente experimenta respecto del
analista. Tales sentimientos no son creados desde cero por
la relación analítica, sino que tienen su origen en antiguas
relaciones objétales —de hecho, las más arcaicas— que son
simplemente revividas bajo la influencia de la coacción a
repetir” (1971). Precisando mejor el contenido de la trans­
ferencia, H. Racker lo estudia como relaciones entre la
persona y sus experiencias, en especial las más conflictivas.
Y llega a esta conclusión: estas relaciones están en el pa­
ciente porque, por un lado, sus relaciones con los progeni­
tores han sido siempre relaciones con imágenes (es decir,
con algo intemo) y, por el otro (debido a que parte de ella se
refiere a la realidad externa), porque las imágenes han sido
asumidas en lo intemo mediante la percepción; han sido
conservadas mediante las huellas mnémicas y son alimen­
tadas por la persistencia de los mismos impulsos y conflic­
tos instintivos" (1970).
Otros autores han puesto el acento en la importancia de
85
la proyección en el contexto de la transferencia no sólo de
los elementos conflictuales o negativos, sino también de los
aspectos positivos que expresan la necesidad de la energía
psíquica y su búsqueda de expresión. Mientras que la trans­
ferencia negativa (es decir, la proyección sobre el psicote-
rapeuta de experiencias negativas y destructivas) provoca
resistencia y procesos defensivos particulares, la transfe­
rencia positiva es lo que moviliza y da fuerza al proceso de
curación.
Teniendo presente que todas estas dinámicas se de­
senvuelven en un nivel inconsciente, de la misma manera
que, en gran parte, es inconsciente la comunicación entre
paciente y psicoterapeuta, vale la pena tratar las posibles
reacciones del psicoterapeuta a la transferencia, es decir, la
contratransferencia.
Podemos encontramos con una contratransferencia po­
sitiva, en la cual el psicoterapeuta identifica el propio yo
con el del paciente, situándose, por consiguiente, en un
sentido propio, como yo auxiliar. Esta manera de situarse
permite una identidad, una manera de comprensión y de
relación, que se convierte en la fuerza indispensable para
que la relación psicoterapéutica se vuelva eficaz.
Pero podemos tener también una contratransferencia
negativa, cuando el psicoterapeuta proyecta sobre el pa­
ciente contenidos personales negativos, que deforman la
relación, distorsionan las percepciones y hacen estéril,
cuando no psicopatógena, la psicoterapia. En estos casos, o
el psicoterapeuta es capaz de reconocer en sí mismo estos
elementos y dominar las propias defensas, o se interrumpe
la relación psicoterapéutica. No profundizaré estos temas
porque considero que en la psicoterapia analítica breve la
dimensión transferencial, además de estar obviamente de­
terminada por la historia del paciente y del psicoterapeuta,
se determina también de manera notable en las recíprocas
motivaciones para la psicoterapia. Por consiguiente habla­
ré de ella al tratar de las motivaciones.
Acerca de la posibilidad o no de una transferencia en la
psicoterapia analítica breve, se han dado diversas y contra-
86
rías opiniones (cfr. Scheider P., 1977). Considero que, si
bajo el término de transferencia se entiende esa peculiar
formación de la relación analítica y el modo correspondien­
te de elaborarla que se conoce con el nombre de “neurosis
de transferencia”, ésta no tiene la posibilidad de instaurarse
en el curso de una psicoterapia analítica breve. Si en cam­
bio aceptamos la definición de Anna Freud, es imposible
pensar en una psicoterapia que carezca de la dimensión
transferencial. El problema me parece residir más bien en
el uso que puede hacerse de la transferencia en la psicote­
rapia analítica breve. Podemos encontrar en la literatura
tres maneras distintas de utilizar la transferencia. Dado que
el psicoterapeuta debe, de alguna manera, tener conciencia
de este factor en la valuación de lo que se está desarrollan­
do en el proceso psicoterapéutico, tenemos una primera
posición que es la de P.E. Sifneos. Este considera (1972)
que los pacientes en los cuales se da una notable restricción
en el funcionamiento del yo por obra de reacciones neuróti­
cas —en especial si va acompañada de síntomas de sufri­
miento psíquico (tipo angustia) o psicofísicos— se sienten
fuertemente motivados para el cambio en función de esta
presión dolorosa; con ellos es oportuno utilizar constante­
mente la interpretación de la transferencia para hacerles
conscientes, y de esta manera reintegrarlos al yo del pa­
ciente, los distintos elementos inconscientes conflictuales.
El esfuerzo interpretativo, además, tendría que utilizar la
situación de transferencia para reducir al máximo las ten­
dencias del paciente a depender del psicoterapeuta.
En la experiencia de Malan (1967), confirmada luego
por aquellos autores que se inspiran en él, por ejemplo L.
Bellack y L. Small, y también en la de M. Balint, se acepta
una situación de mayor dependencia respecto del psicote­
rapeuta y consiguientemente el esfuerzo interpretativo es­
tá centrado o en el problema focal o en las motivaciones del
paciente, tratanto de implicarlo al máximo en la colabora­
ción psicoterapéutica, utilizando para ello de manera más
bien limitada y ocasional el análisis de la transferencia. A
esta posición se adhiere también J. Cremerius en su intento

87
de fundar una metodología de la psicoterapia analítica bre­
ve que esté en consonancia con una visión estrictamente
psicoanalítica (1969).
Hay que tener presente que los pacientes tratados por
los autores anteriormente mencionados, sobre todo por Ma­
tan, eran frecuentemente personas con graves disfunciones
del sistema de personalidad, que él mismo caracteriza co­
mo cuadros border-line o, en algunos casos, como produc­
tores de reacciones psicóticas explícitas. Lo mismo vale
también para M. Balint, quien trató en gran medida pacien­
tes con síntomas psicosomáticos, a veces también muy in­
tensos, y considerados por los médicos como “cronici-
zados”.
Existe, por último, una tercera modalidad de utiliza­
ción de la transferencia, propuesta por A. Herberg y col.
(1975), sobre la base de experiencias con pacientes que
presentaban formas graves de perturbación. Se trataba de
personalidades con vasta gama de manifestaciones sinto­
máticas, la mayoría de las veces unida a notable disfuncio-
nalidad o también a lesiones de la integridad de las funcio­
nes del yo, especialmente de la prueba de realidad y de la
capacidad de vivir una identidad, y con proceso de defensa
que respondían mal a las exigencias de la situación. La
estrategia interpretativa de estos autores, que es la que más
se acerca a la seguida por mí mismo y mis colaboradores en
nuestra experiencia, es la de refuerzo/reestructuración de
las funciones del yo, evitando la interpretación de la trans­
ferencia mientras ésta es positiva, y tratando, en la medida
de lo posible, de resolver los eventuales aspectos negativos
de la transferencia, más con el intento de hacer consciente
al paciente de sus propios conflictos y de sus propias con­
tradicciones que se expresaban mediante esta dificultad de
relación con el psicoterapeuta, en lugar de recurrir a la
interpretación de la transferencia. Considero que es muy
difícil llevar a cabo un análisis suficientemente profundo y
completo de la transferencia en términos de una psicotera­
pia analítica breve, ya que hay gran riesgo de desnaturalizar
las dimensiones y no poder controlar más las implicaciones
88
emocionales.
De acuerdo con todo lo propuesto por los autores de
esta tercera modalidad, siento también que es muy útil
hacer amplio uso de las explicaciones, es decir, de propor­
cionar al paciente la mayor cantidad de material posible
para que logre comprender y hacer síntesis personales de
sus experiencias.
De todas maneras, si bien permanece incuestionada la
necesidad de una transferencia para que se produzca un
proceso psicoterapéutico, como también está fuera de dis­
cusión la exigencia de que el psicoterapeuta sea consciente
de la dinámica transferencial, su utilización deberá deci­
dirse de acuerdo con las características específicas del pa­
ciente y de la situación en la cual se trabaja. Ambos proble­
mas discutidos en este párrafo, sin embargo, necesitan nue­
vas investigaciones y experiencias para situarlos con más
fundamento, tanto en el plano clínico como en el teórico.

89
2.2.0
El proceso diagnóstico

El discurso sobre el diagnóstico se sigue escuchando


aún hoy con una sensación de fastidio, o al menos con poca
consideración, en los ambientes psicoterapéuticos.
Si bien es explicable en el plano de la historia reciente,
como trataré de mostrarlo a continuación, considero sin
embargo que en lo referente a la psicología clínica esta
actitud es un error importante. En efecto; a mi juicio carece
completamente de sentido intervenir con un instrumento
terapéutico cualquiera sin haber tomado conocimiento de
la situación concreta sobre la cual se quiere intervenir, y
todavía más porque, si se renuncia a la formulación de una
hipótesis (lo cual está intimamente conectado con el proce­
so diagnóstico) resulta sumamente difícil poder luego veri­
ficar los resultados mismos y la incidencia de los factores
que llevaron a determinado resultado.
En el origen de la desvalorización del diagnóstico en
psicología se encuentran muchos factores que, fenomeno-
lógicamente, culminaron en el uso de las referencias diag­
nósticas, tanto en las escuelas (y el resultado ha sido el
absurdo de las clases diferenciales) como en las actividades
de selección de personal y tareas análogas. Me parece sin
embargo útil señalar por lo menos de pasada algunas causas
de este fenómeno. La constante negativa que se ha produci­
do en Italia a asumir la responsabilidad por la actividad de
los psicólogos (quienes han carecido de todo status jurídi­
co, con todo lo que esto implica en un estado de derecho)
permitió que cualquier persona pudiera de alguna manera
90
autodesignarse como tal. Como consecuencia de ello ha
existido una serie de personas con formación insuficiente
(mediante cursos de verano para psicometristas, consejeros
de orientación y otras enseñanzas precarias), aun sumada a
un grado en Derecho o en cualquier otra disciplina, que
han ejercitado de hecho actividades de psicología clínica.
Esto ha generado, además de la serie de inconvenientes
ya citados y de una descalificación cada vez mayor de los
trabajos de los psicólogos como tales, una delegación masi­
va de este trabajo en los neuropsiquiatras, cuando no en los
neurólogos. La formación de las escuelas de especializa-
ción, tanto en neuropsiquiatría como en neurología, no in­
cluía, ciertamente, una preparación adecuada y un instru­
mento tan complejo como las técnicas psicodiagnósticas, que
sin embargo la generalidad de las veces se hacían suminis­
trar a personal paramédico o no especializado, para ser luego
revisadas y evaluadas por los neuropsiquiatras. En estos
casos es evidente que la dimensión de la relación, dentro
de la situación de administrar las técnicas psicodiagnósti­
cas, que es un parámetro esencial en la evaluación de los
resultados de estas técnicas se perdía por completo. Debi­
do a ello, los resultados, con mucha frecuencia, carecían
totalmente de valor y de significado en el plano clínico, a no
ser como expresión de mecanismos de defensa y de angus­
tia por parte de los sometidos a este tipo de investigación.
Además, precisamente por la formación que, sobre todo
hasta hace poco tiempo antes se impartía en el campo neu-
ropsiquiátrico (y a título de ejemplo basta consultar el texto
de psiquiatría, en otros aspectos estimable, como es la Psi­
quiatría Clínica de W. Mayer-Gross), los resultados de la
administración de las técnicas psicodiagnósticas eran in­
terpretados como los análisis objetivos, es decir, como exá­
menes, por ejemplo, de laboratorio. Hay que añadir a esto
que la ideología médica y la metodología consiguiente lle­
vaban a buscar en el diagnóstico aquel conjunto de grupos
de síntomas similares, aptos para ser reunidos en cantida­
des homogéneas, sobre las cuales practicar la misma forma
de terapia. Esta exigencia trajo consigo la necesidad de
91
clasificación, de la cual (juntamente, por supuesto con otros
factores de orden socio-económico o cultural) surgió la de­
formación de considerar como equivalente los diagnósticos
y las clasificaciones. Esta situación influyó hasta tal punto
sobre la historia de la psicología clínica, que por largo
tiempo, perdiendo la especificidad del diagnóstico psicoló­
gico, los psicólogos han imitado y tomado en préstamo
nombres, clasificaciones y conceptos de la psiquatría. Ade­
más, debido a ciertos residuos de ideología positivista de
los cuales parece tan difícil liberarse, muchos psicólogos y
escuelas enteras de psicología se dejaron capturar por un
furor de matematizar, prescindiendo de la situación especí­
fica, es decir, de la de la psicología y del proceso diagnósti­
co, produciendo de esta manera una forma aberrante de
psicometría. Valga como ejemplo, para ilustrar la gravedad
de esta actitud, que el manual de la escala W.B.I. publicado
en Italia por el O.S., sigue reproduciendo las clasificacio­
nes “históricas” de la inteligencia sin tener mínimamente
en cuenta la cantidad de estudios que se han llevado a cabo
para un uso clínico de este instrumento, comenzando preci­
samente por una diversa concepción de la idea de inte­
ligencia y de sus funciones. Así, por ejemplo, se decía que
un joven presentaba un determinado C.I., tomado como
dato “objetivo”, prescindiendo de todo análisis tanto de la
situación psicodiagnóstica como de la variedad de funcio­
nes y de operaciones mentales que están implicadas en los
distintos subtests del W.B.I., como también del contexto
sociocultural. Y si acaso se encontraba también la coin­
cidencia con alguno de los ventiséis factores que según
Guze (1967) constituyen el síndrome de histeria, se seguía
casi por fuerza la búsqueda de los rasgos faltantes y la
consiguiente rotulación diagnóstica.
Todo lo reseñado hasta aquí explica ciertamente la
razón de una reacción profunda a estos abusos. Pero sin
embargo no es motivo suficiente para que no repensemos la
función, y a mi juicio la insustituibilidad de estos instru­
mentos como me propongo hablar aquí del proceso diag­
nóstico sólo en la medida necesaria para una eventual psi-
92
eoterapia, me remitiré para un tratamiento más profundo
a los escritos de D. Rapaport (1966) y a los dos preciosos
volúmenes de S. Korchin (1978).
En psicología clínica, el diagnóstico es un procedi­
miento dinámico que, suponiendo motivaciones adecuadas
y libres, tanto en el psicólogo cómo en quien solicita de éste
una información diagnóstica con el fin explícito de conocer
los problemas propios y/o de recibir una indicación psico-
terapéutica, tiene como finalidad la búsqueda y la com­
prensión de las informaciones sobre los sistemas de perso­
nalidad del sujeto, para posibilitar un pronóstico fundado.
En lo referente a la aplicación clínica, es importante
señalar que existe una estrecha conexión entre el modelo
teórico de personalidad al cual se remite el psicólogo, los
instrumentos psicodiagnósticos que emplea (coloquio,
técnica psicodiagnóstica), el modo cómo utiliza las informa­
ciones obtenidas y la indicación psicoterapéutica (Bach- .
rach H., 1974). En el modelo que propongo, una primera
parte del trabajo diagnóstico tiene que estar dirigida a esta­
blecer cuál de los subsistemas o dimensiones del sistema
de personalidad es realmente el que predomina en la cau­
sa del cierre del sistema. Esto puede implicar tener pre­
sente la posibilidad de recurrir a un médico en lo refe­
rente a la dimensión somática o a otras fuentes de informa­
ción, tales como la familia o compañeros de trabajo, etcétera
en lo referente a la dimensión de la relación con la socie­
dad. Este primer grupo de informaciones servirán para ver
cuál es el ámbito específico de intervención útil para el
paciente y, por consiguiente (tomando en cuenta también
sus experiencias), la indicación de una psicoterapia y con
qué objetivo.
En el caso de que el problema resulte claramente de
naturaleza prevalentemente psíquica—de acuerdo con todo
lo que he dicho al hablar del sistema de personalidad y de la
visión consecuente de la psicopatología— es necesario ar­
mar un modelo de cómo funciona la personalidad del pa­
ciente, con el fin de poder determinar los objetivos especí­
ficos de la psicoterapia (esto, en concreto, significa estable-

93
cer qué es lo que hace que el sistema de personalidad de
este individuo resulte cerrado: qué es lo que, reforzando la
autonomía del yo, serviría como fuerza energética para
impulsar hacia una apertura del sistema, etcétera) y cuáles
son en concreto las mejores condiciones para ayudarlo a
restablecer, y a veces hasta construir, el equilibrio emocio­
nal homeostático de su personalidad. Para este fin, te­
niendo en cuenta sobre todo las investigaciones efectuadas
por la Fundación Menninger (c/r. Kennberg O. et al.;
1972), propongo el examen de cuatro parámetros que debe­
rían ayudar a construir un modelo tal para comprender
mejor la personalidad. Son ellos:
1. Las motivaciones;

2. La sintomatología y la angustia;
3. La “fuerza” del yo;
4. La dinámica de los procesos de defensa.
Pero antes de examinar cada uno de estos parámetros
en particular, quisiera hacer notar que, para obtener un
cuadro clínicamente correcto, debemos tener presentes las
distintas posibilidades de salida del proceso diagnóstico,
haciéndonos cargo también de las dimensiones de persona­
lidad anteriormente mencionadas. De aquí que debamos
contar con un cuadro que, en rasgos generales, es como el
que figura en la página siguiente.
Este cuadro no es “absoluto”, sino relativo al estado
actual de las posiciones psicoterapéuticas. No tomé en
cuenta la gama de posibles terapias no analíticas porque
sostengo que un psicólogo de formación analítica —o que
por alguna razón haya elegido como modelo de referencia
el psicoanalítico— sólo contando con una vasta experiencia
y un atento conocimiento de las otras técnicas, podría
arriesgarse a recomendarlas. La mayoría de las veces es más
correcto aconsejarse con los colegas de otras tendencias o,
mejor todavía, someter los casos dudosos a una discusión
grupal del equipo terapéutico, cualquiera sea éste, o tam-

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INDICACIO
INDICACIO
SUBSISTEr

PRIMARIA

AUXILIAR
bién confrontar los datos con un colega que practique el
tipo de terapia no analítica que nos parezca indicar para
el paciente, y escuchar su parecer.
El mismo esquema no excluye el posible y, a veces
necesario, pasaje de una forma de indicación primaria a
otra, como también distintas modalidades de terapia según
el sistema de personalidad del paciente, su situación con­
creta y su evolución. De todas maneras, considero útil ad­
vertir que los peligros más frecuentes en la formulación de
las indicaciones para una psicoterapia, o para una forma
más apta de psicoterapia son:
1. La identificación con el instrumento que el psicote-
rapeuta posea y la tendencia a considerarlo una panacea
universal. Esta actitud es, a mi entender, lo que está en la
base de muchos resultados engañosos de las psicoterapias;
2. Circunscribir las formas de intervención posibles a
las que se dispone de hecho o que son las preferidas en el
ámbito de la institución donde trabajamos;
3. Una tendencia al idealismo de lo óptimo, sin sufi­
ciente atención a la situación concreta (economía, distancia
de la sede de la eventual psicoterapia, presencia o no de
estructuras sociosanitarias, etcétera) del paciente;
4. Escasa conocimiento de las técnicas psicodiagnós-
ticas y, consiguientemente, insuficiente recurso a los profe­
sionales que pueden brindamos datos importantes para la
comprensión y pronóstico del caso.

2.2.1. Indicaciones y contraindicaciones


de la psicoterapia analítica breve

Creo que sería un objetivo importante poseer un cono­


cimiento tal de las distintas técnicas psicoterapéuticas, de
su especificidad y de sus factores dinámicos, que fuera
posible no sólo compararlas entre sí, sino también determi-

96
nar en un espectro psicoterapéutico la que más se adapte al
paciente del cual —en concreto— nos ocupamos. A pesar
de que hay en curso numerosas tentativas en este sentido,
no estamos aún en condiciones de disponer de un cuadro
de conjunto suficientemente atendible.
Dentro del campo mismo de las técnicas psicoterapéu-
ticas de matriz psicoanalítica la situación se encuentra aún
en evolución. Hasta hace no muchos años, la pauta óptima
de referencia era el análisis, y por consiguiente, la mayor
parte de los estudios sobre indicación o contraindicación
de una terapia psicoanalítica se refieren a esta técnica tera­
péutica. Más recientemente se han efectuado investigacio­
nes y experiencias sobre el análisis y la psicoterapia de
grupo.
En lo referente a la psicoterapia analítica breve, las
indicaciones son escasas y, en muchos casos, vagas. La
afirmación recurrente es que la psicoterapia analítica breve
es indicada cuando existen fundadas contraindicaciones
para el análisis. Así, Cremerius, por ejemplo (1969), afirma
la indicación para aquellos casos en que el modo y la inten­
sidad de las manifestaciones sintomáticas, el yo del pacien­
te y sus resistencias, especialmente las intelectualizadas,
son tales que no permiten prever que el paciente sabrá
tolerar la frustración del análisis o no es posible trabajar sus
conflictos intrapsíquicos o cuando la situación histórico-
actual del paciente no aconseja un análisis propiamente
dicho.
De todas maneras, es posible dar algunas indicaciones
más precisas, al menos como hipótesis provisional de traba­
jo. Recordaré ante todo que el diagnóstico psicoanalítico no
hace referencia a cuadros nosográficos, sino que se trata de
estudiar y comprender el significado de las dinámicas de la
personalidad. En función de nuestro objetivo se trata de ver
si un conjunto de conductas de tipo molar (es decir, aque­
llas a las que subyace un proceso psicológico reconocible y
a las cuales es posible asignar un significado), que por
motivos prácticos coagulamos alrededor de cuatro varia­
bles (motivaciones; síntomas y angustias; organización y
97
7
estructura de las defensas; fortaleza del yo), es tal, por su
génesis, naturaleza y significado dinámico, que permite
una previsión de cambio. Como en las cuatro variables
propuestas he identificado, como hipótesis de trabajo, los
elementos fundamentales en la homeostasis emocional del
subsistema “psiquis” —referido sobre todo al yo—, se trata
de ver si estos elementos, en relación con el sistema total de
personalidad y en sus interacciones específicas con lo or­
gánico y lo social, tienen una modalidad y una flexibilidad
tal, que atestigüe la presencia de espacios todavía autóno­
mos y, por lo tanto, la existencia de funciones correlativas
del yo relativamente íntegras, de manera que se las pueda
convocar a un cambio dentro de determinado lapso.

Las investigaciones y la casuística sobre la cual se


fundan las observaciones de A. Duhrssen (1972) y de F.
Heigl (1973) aportan una contribución notable a la utiliza­
ción de estos aspectos dinámicos anteriormente menciona­
dos, los cuales, si bien podrían parecer omnicomprensivos
cuando se los encara con referencia nosográfica implícita,
son empero susceptibles de una mayor determinación y
acatamiento, y por lo tanto de acercamiento al concepto de
indicación específica, en el caso de una utilización psico-
dinámica.
Teniendo en cuenta la totalidad de las experiencias
citadas por los autores de matriz psicoanalítica que se ha
ocupado de la psicoterapia analítica breve, podemos hacer
el cuadro sintético de sus indicaciones al respecto. Este
cuadro se presenta así:
— Pacientes con síntomas psicosomáticos, siempre que
no sean personas demasiado avanzadas en edad o cronici-
zadas (elementos, sin embargo que hay que definir en cada
caso);
— Pacientes con cuadros conflictuales circunscriptos
psicodinámicamente de manera tal que sea razonable
prever que a la modificación de esta situación, se seguirá
una adaptación bastante sólida de la personalidad total;
98
— Pacientes con reacciones psicóticas explícitas,
sobre todo si son de reciente aparición y no se han estruc­
turado aún de manera estable, en los cuales una interven­
ción de psicoterapia breve puede tener significado eviden­
te de contrarrestar una degeneración psicopatológica ulte­
rior, y por consiguiente, en alguna manera, de prevención;
— Pacientes, en especial adolescentes o jóvenes, en los
cuales una intervención psicoterapéutica breve puede mo­
vilizar positivamente recursos y energías personales.
A estas indicaciones, sobre la base de numerosas y
positivas experiencias, llevadas a cabo junto con mis co­
laboradores, añadiría:
— Pacientes que necesitan una reestructuración par­
cial y/o una readaptación a la realidad por causa de inter­
venciones operatorias muy graves o muy cargadas emocio­
nalmente (por ejemplo, muchas intervenciones de tipo
neuroquirúrgico, histerectomías, amputaciones de miem­
bros, etcétera);

— Pacientes que deben ser preparados y ayudados para


someterse a terapias que modificarán de manera sensible
su estilo de vida. Ejemplos típicos son las hemodializa-
ciones, la implantación de marcapasos;
— Pacientes cuyas disfunciones de personalidad se
deben claramente a un hecho imprevisto o inevitable, obje­
tivo, limitado en el tiempo en cuanto al origen. Por ejemplo,
ciertas reacciones aparentemente paranoicas o delirantes
de emigrantes.

Desdichadamente, la literatura tampoco es más rica en


orientaciones en el campo de las contraindicaciones de la
psicoterapia analítica breve. Las únicas orientaciones con
las cuales contamos y que en general son compartidas se
refieren a:
— Las neurosis de carácter y las fóbico-obsesivas;

99
— Los casos en los cuales comportamientos y reaccio­
nes atribuidos a motivaciones neuróticas son utilizados
positiva y hasta creativamente por parte del sujeto, como en
el caso de elecciones profesionales ya realizadas o de per­
sonas con capacidad de expresión artística;
— Insuficiencia mental o alguna clase de rigidez en los
procesos de insight;
— Presencia de estructuras defensivas demasiado rígi­
das o cuya modificabilidad y la dirección energética de un
posible cambio es imposible prever.
A estas contraindicaciones añadiría las siguientes:
— Pacientes con drogadicción prolongada;
— Pacientes cuya condición socio-ambiental no es fa­
vorable y que podría llegar a utilizar la psicoterapia en
contra del paciente;

— Pacientes que han sido sometidas a terapias electro-


convulsivas, o al coma insulínico.

— Pacientes que por su historia terapéutica se encuen­


tran actualmente en situación de fármaco-adicción a drogas
psicotrópicas, especialmente neurolépticos;

— Pacientes que han tenido experiencias negativas, in­


dependientemente de las causas, en experiencias psicote-
rapéuticas previas, máxime si han sido tratados mediante
análisis (tanto individual como grupal) o mediante trata­
mientos no analíticos muy prolongados.
La razón de la propuesta de esta segunda serie de
contraindicaciones es el haber comprobado que algunas
experiencias, que influyeron profundamente sobre la psi-
quis del paciente —sea por su duración, por su intensidad o
por su modo propio de actuar— hacen imposible establecer
una situación terapéutica favorable en el lapso que aquí
hemos indicado para la psicoterapia analítica breve.

100
En líneas generales está contraindicado plantear una
psicoterapia analítica breve siempre que el proceso diag­
nóstico no proporcione datos suficientes para un pronóstico
favorable de acuerdo con las variables que he propuesto y
que habré de desarrollar posteriormente.
Hay autores que consideran también incluido entre las
indicaciones de una u otra forma de psicoterapia analítica el
sexo del psicoterapeuta y, a veces, la edad. En la mayor
parte de los casos no parece que el problema se haya plan­
teado como realmente determinante, salvo en el caso de
niños o adolescentes (Schneider P., 1977). Considero, de
todas maneras, que este problema debe plantearse sólo si de la
anamnesis y de la naturaleza específica del conflicto o de la
situación psicodinámica resulta tener una importancia real
y profunda. La generalidad de las veces lo determinante
son la cualidad y la corriente emocional de la relación, y, si
son positivas, no parecen exigir ulteriores especificaciones
sobre la personalidad del psicoterapeuta.

101
2.3.0
Los parámetros diagnósticos y
pronósticos

La complejidad de los comportamientos que expresan


la personalidad, la multiplicidad y el diverso grado de co­
nocimientos que tenemos sobre las funciones del yo y, por
último, la condición concreta de la actividad clínica, que
muchas veces no permite largos períodos de observación y
el empleo de procedimientos psicodiagnósticos complejos
y prolongados, exigen un esquema de referencia más sim­
ple y funcional para la evaluación y consiguiente construc­
ción de un modelo de personalidad del paciente, con vista a
una indicación correcta, aun para tener la posibilidad de
verificar en un mínimo de contexto objetivo la dinámica y la
evolución del proceso psicoterapéutico. Considero, de he­
cho, que una condición indispensable para que, tanto en el
nivel personal como en el nivel social, se produzca un
crecimiento de los conocimientos psicoterapéuticos utili-
zables para mejorar la propia profesionaliadad en cuanto
psicoterapeutas y para un progreso de la psicoterapia, es la
posibilidad constante de verificar y motivar lo que acontece
durante un proceso psicoterapéutico. Esto es todavía más
necesario en el caso de una psicoterapia breve, donde el
factor tiempo, si bien puede, según hemos visto, catalizar y
facilitar ciertos factores exige, sin embargo, una mayor cla­
ridad y capacidad de comprensión de lo que se está viviendo
en un lapso sumamente reducido.
Sobre la base de las premisas explicitadas a propósito
de la teoría del yo y teniendo presentes las experiencias
más documentadas al respecto, considero oportuno propo-

102
ner cuatro variables en función tanto del diagnóstico como
del pronóstico. Aun cuando queden sin considerar algunos
aspectos, por ejemplo, la consideración y el tratamiento de
los procesos cognoscitivos, que por el momento no he creído
que fuera realista efectuar, estas variables fueron elegidas
pensando en su posibilidad de ser definidas operativamen­
te y en el estado de elaboración de las teorías que subyacen
a cada una de ellas. El hábito y una reflexión continuada
sobre todo lo que sucede en el trabajo clínico será, por otra
parte, el único modo de seleccionar, ampliar y saber utilizar
en todo su alcance las variables mismas, con vistas a una
metodología clínica correcta.

2.3.1. Las motivaciones

No cabe duda de que las motivaciones de una persona


constituyen un factor de importancia primordial para la com­
prensión de su comportamiento y de las vivencias que lo
acompañan. Respecto de este tema, tanto la psicología gene­
ral como las corrientes psicoanalíticas han expuesto distintas
teorías y se han dado también muchas experiencias clínicas y
sociales (Strologo E., 1972). Sin embargo, para los propósitos
de este trabajo y siguiendo en gran parte a R. Carli (1966),
definiremos operativamente la motivación como una catec-
tización energética psíquica derivada de la represen­
tación mental de una necesidad.
La dinámica de esta catectización, según Mac Clelland
(citado en E. Strogolo), presupone tres premisas:

1. Que toda conducta es teleológica

2. Que frecuentemente las motivaciones son incons­


cientes, es decir, no conocidas por el sujeto

3. Que las primeras experiencias de la infancia tienen


particular importancia en la dinámica motivacional. Ade­
más, caracterizando mejor las motivaciones, las distintas
aportaciones del psicoanálisis (Ancona L., 1972) han radi-
103
cado las necesidades y, por lo tanto, las motivaciones co­
rrespondientes, en tres posibles niveles, que si bien se
intercomunican, pueden, según el momento evolutivo del
individuo y la situación en la cual se encuentra, prevalecer
el uno o el otro y, por consiguiente, caracterizar la necesi­
dad. Tendremos, por consiguiente, un primer nivel de mo­
tivaciones biológicas, en el cual los objetivos que la per­
sona desea alcanzar y las representaciones mentales de las
necesidades en las cuales efectúa la catectización de la
propia energía física son objeto de satisfacción inmediata:
por ejemplo, los objetos para tener, para manipular-jugar,
para poseer o rechazar, etcétera. En un nivel específica­
mente narcisístico (entendido este término en sentido fe-
nomenológico y no valorativo), connotado por la impulsi­
vidad, transitoriedad, ausencia del proceso secundario de
pensamiento. La comprensión de este nivel se logra pen­
sando en el principio de placer como determinante de
algunas fases del desarrollo humano.

Habría un segundo nivel, caracterizado por las nece­


sidades, y por consiguiente, por las motivaciones sociales,
que provienen o bien de la así llamada prueba de realidad,
y consiguientemente del sentimiento de la realidad, sobre
todo física, que la acompaña, o bien de la diferenciación
emergente entre el sujeto mismo los otros que se va
imponiendo, dando lugar a la experiencia de las expecta­
tivas que otros tienen sobre nosotros. Por ello podemos
decir que la motivación social es aquella que, por una parte,
se esfuerza por hacer adelantar nuestras expectativas en las
confrontaciones con los otros pero, por la otra, por modificar
nuestras conductas y también nuestras expectativas en la
confrontación directa con la realidad ambiental. Tenemos
aquí el espacio necesario para la aplicación del principio de
realidad.
Finalmente, existiría un tercer nivel de motivaciones,
que son definidas por Erikson como “actualidad” o por C.
H. Odiern como “motivaciones valorativas”, en las cuales
el yo es suficientemente autónomo como para canalizar las
104
propias energías (sobre todo las agresivas) con sentido
constructivo (Ammon G., 1973; Pinkus L., 1973) y, por lo
tanto, está libre de ambivalencias y de empastes emociona­
les, logra definir objetivos axiológicos —es decir, autóno­
mos— orientados en una relación simétrica yo-otro, adulto:
es decir, lo que en una visión psicoanalítica responde a un
nivel plenamente genital.
Podemos reconocer en este esquema la sucesión de las
fases de desarrollo del yo, teniendo siempre presente que
en el reconocer en nosotros o en los' demás los niveles
motivacionales no debemos nunca buscar una motivación
ahistórica pura, sino tener presente los residuos de fases o
niveles distintos y genéticamente anteriores que, de alguna
manera, influyen sobre la “actualidad”.

2.3.2. Motivaciones del psicoterapeuta


Aunque por lo común se lo suele ignorar, probable­
mente porque se supone que este aspecto es manejado en
el curso de la formación didáctica, sin embargo, para la
perspectiva en que me coloco tiene gran importancia que el
psicoterapeuta afronte esta faceta de su vida psíquica, tanto
en términos generales, preguntándose qué es lo que lo
impulsa a ocuparse de terapia, como también, periódica­
mente, en términos actuales, es decir, examinando qué es lo
que lo mueve a ocuparse de este individuo en particular. Si
bien es cierto que, para quienes trabajan en un servicio
socio-sanitario, la respuesta al segundo requisito parece
descontada, sin embargo, un análisis cuidadoso será la
premisa para evitar actitudes de defensa y de rechazo en las
relaciones con el paciente, o por lo menos servirá para
aclarar el porqué de estos sentimientos, sin necesidad de
eliminar la realidad del vasto cielo de las hipótesis así
llamadas científicas, ligadas con cuanto hemos leído sobre
la relación.
La razón de que en cierto momento una persona decida
ocuparse de psicoterapia, lo mismo que sus reacciones
frente a cada uno de los pacientes, dependen de múltiples

105
factores: grado de autonomía del propio yo; nivel de sus
motivaciones; capacidad de soportar las frustraciones; au­
toestima; expectativas sociales, etcétera. Sin embargo, el
conjunto de las reacciones posibles depende de dos facto­
res comunes (Carli R., 1966):
1. La estructura de su personalidad y, por consiguiente,
la historia personal de la cual aquélla deriva;
2. El valor que confiere, en lo que atañe a la imagen
que tiene o que quiere tener de sí mismo en la sociedad, al
propio trabajo profesional y en relación con el paciente.
El primer factor está hasta tal punto ligado con las
problemáticas de análisis personal y de adiestramiento di­
dáctico, que no me es posible encararlo aquí.
El segundo factor, ligado al comportamiento y a las
motivaciones sociales, en las cuales se inscriben aquellos
tipos profesionales, puede en cambio ser examinado re­
tomando los pasos del estudio ya citado de Mac Clelland.
Este autor diferencia tres necesidades fundamentales que
se encuentran en la base del comportamiento social: ne­
cesidad de éxito, necesidad de vinculación afectiva, nece­
sidad de poder. Veamos en qué consisten y qué conse­
cuencias tienen en el plano psicoterapéutico.
Necesidad de éxito es la necesidad de afirmación, de
contrastación gratificante con los parámetros que la per­
sona se ha puesto ante sí misma como criterios de éxito.
Partiendo de tales motivaciones, el individuo tiende siem­
pre a refinar cada vez más la calidad de las propias pres­
taciones, hasta el punto que los criterios y pautas que sus
informaciones o, en el caso límite, sus fantasías inconscien­
tes, definen como el psicoterapeuta óptimo o la conducta
terapéutica óptima, se convierten en una profesión, en una
urgencia que, llevada al límite, resulta persecutoria.
Semejante motivación, en el caso de ser la dominante,
tendrá como consecuencia que la relación real no será ya
entre psicoterapeuta y paciente sino entre psicoterapeuta y
modelo técnico de referencia. Por consiguiente, el terapeu-
106
ta probablemente de manera predominantemente incons­
ciente tenderá a evitar una relación profunda con el pacien­
te, concentrando más bien la atención de ambos sóbrela
“tarea” psicoterapéutica, sobre sus aspectos formales y so­
bre su validez, medida sobre la base de los resultados
obtenidos. Esta actitud favorecerá los procesos defensivos
del paciente, precisamente en lo concerniente a la propia
coparticipación emotiva, y por consiguiente a la relación.
En particular, podremos observar con mayor frecuencia los
procesos de:
a) Evasión del encuadre por parte del paciente, me­
diante diversos comportamientos, por ejemplo, acting out y
acting in, que tienen por fin recibir el mensaje inconscien­
te del psicoterapeuta y, por consiguiente, evitar una rela­
ción comprometida con él;
b) Seducción o agresión, que son ambas expresión de
un mismo intento de estructurar una relación real, definida
y profunda con el psicoterapeuta. En especial, estas dos
últimas formas de defensa pueden inducir fácilmente al
terapeuta a interpretar como rechazo de la terapia lo que, en
cambio, es rechazo de la modalidad terapéutica y de la
ausencia de una relación verdadera y profunda, armándose
de esta manera una cadena en la cual la psicoterapia se
convierte fácilmente ella misma en patógena. De todas
maneras, cuando este tipo de motivación es el predomi­
nante, se pierde el principal factor terapéutico: la relación
y, consiguientemente, cualquiera sea el rumbo que tome la
terapia (aun cuando los síntomas, por ejemplo, desaparez­
can), no hay modo de verificar lo que realmente ha suce­
dido.
Necesidad de vinculación afectiva, es decir, la nece­
sidad de establecer, mantener o reproducir una relación
afectiva con otra persona. Dicho con otras palabras, el pa­
ciente, cuando esta motivación se toma dominante, se con­
vierte en una fuente de posibles gratificaciones o de frus­
traciones afectivas. Existe entonces el riesgo de que la
actuación del psicoterapeuta esté inconscientemente

107
orientada a la instrumentalización de todos los elementos
de la relación en función de obtener un comportamiento de
aceptación afectiva por parte del paciente. Esta actitud
lleva a la valorización, cuando no a la promoción indirecta,
de rasgos de cordialidad, de afectividad y de ambigüedad
sexual, de bloqueo de la agresividad, todos los cuales ins­
tauran una relación de dependencia, de falla de crecimien­
to, y consiguientemente de autonomía, de prolongación
inútil de la duración de la relación. El paciente será fácil­
mente llevado a reproducir modos típicos de defensa, trans­
formándolos en “filtros” de la relación misma. Se mani­
fiestan. entonces procesos defensivos de los siguientes
tipos:
a) Seductor, que por lo común es típico de los pa­
cientes con problemáticas más graves, especialmente las liga­
das con problemas infantiles profundos en la relación con
los progenitores y, por consiguiente, dotados de mayor
carga de angustia. Se tendrá así una superación aparente de
la situación patológica, que no indaga las causas y subor­
dina de manera estable a la relación psicoterapéutica la
funcionalidad del sistema de personalidad del individuo y
por ende su autonomía y salud psíquica.
b) Agresivo, característico de una personalidad que
probablemente cuenta aún con espacios de autonomía, y
que por consiguiente se niega a aceptar el papel de
“fuente” de gratificación o de frustraciones afectivas, y en
cierta manera reivindica una manera distinta de relación.
Aparte del daño que implica el desviar la problemática
hacia este aspecto, dejando de lado en cierta manera, o
escondiendo y hasta reprimiendo la globalidad de los con­
flictos que han llevado a pedir ayuda terapéutica, el com­
portamiento agresivo del paciente tendrá el efecto pro­
bable de reforzar la motivación dominante del psicotera-
peuta y, consiguientemente, contribuirá a tomar ambiguo y
a invalidar el proceso terapéutico mismo.
c) Evasión: quizás la defensa más frustante por parte

108
del sujeto, en la medida que tiende a anular la relación
emocional. En este caso es muy fácil que en la psicoterapia
se produzcan reacciones de angustia y hasta de desorgani­
zación de las conductas, incapacidad de decisión y de in­
terpretación. Se puede afirmar que en este caso, la relación
terapéutica en cuanto tal, está concluida aun antes de haber
comenzado.

Necesidad de poder, es decir, del poder entendido


como exigencia de controlar, influir y, de alguna manera,
predeterminar la conducta de otras personas, orientándolas
según las propias exigencias. Es evidente que donde pre­
domina este tipo de necesidad, la actividad terapéutica es
sólo una ocasión para afirmar la propia superioridad, y por
consiguiente para ejercitar el poder, aun convirtiendo en
mágicas las propias intervenciones. Cuando el paciente es
relegado al papel de ocasión para verificar el poder tera­
péutico, con todas las fantasías que ello comporta en el
terapeuta y que se transmite en el nivel inconsciente, es
obvio que en aquél se estructurarán reacciones defensivas,
por lo general orientadas agresivamente. Podemos obser­
var las tres formas de constante defensiva ya señaladas:
a) Agresividad, dirigida sobre todo a provocar contra­
rreacciones agresivas en el psicoterapeuta como para des­
enmascararlo y hacerlo “caer en la trampa”;
b) Seductividad, dirigida a desencadenar en el tera­
peuta formas desproporcionadas de reacciones agresivas y
de actos de dominio, que susciten su sentimiento de culpa­
bilidad;
c) Evasión: eludiendo o trivializando las tentativas,
tanto implícitas como explícitas, del terapeuta para verifi­
car el propio poder, lo frustra evitando una verdadera y
adecuada relación, pero, por otra parte, es fácil que lo angus­
tie, pues se encuentra colocado frente a situaciones no
previstas y vividas inconscientemente como amenazadoras.
Que este tipú de necesidad, desde el momento en que se

109
hace dominante, convierte en vana o patogénica la relación,
es algo evidente y obvio.
Además de los factores estrechamente ligados con la
historia personal, la capacidad de aceptar la connotación
afectiva que el paciente imprime a la relación —cualquiera
sea su direccionalidad—; el saber evitar prejuicios y expec­
tativas estereotípicas o que de alguna manera no guarden
relación con el paciente, individualmente considerado; la
conciencia de los límites que toda relación fundada sobre
roles profesionales implica y el saber utilizarlos y respe­
tarlos, son las condiciones y al mismo tiempo las garantías,
al menos por parte del psicoterapeuta, para una motivación
social adecuada y correcta.

2.3.3. Las motivaciones del paciente


Es muy difícil conocer las motivaciones profundas por
las cuales una persona solicita ayuda psicoterapéutica, y
además de un psicoterapeuta determinado. Aparte de los
factores descontables, tales como el sufrimiento psíquico o
la entidad de las perturbaciones, entran en juego numero­
sos otros factores que, sobre todo en una terapia breve, es
difícil analizar y que pueden hacer ineficaz el trabajo psico-
terapéutico. Estereotipos socio-culturales sobre ésta o aque­
lla forma de terapia; la fama o descrédito del psicoterapeuta
o de la institución donde trabaja; las experiencias de cono­
cidos; lecturas o estímulos audiovisuales; fantasías incons­
cientes; todo esto entra a formar parte de la complejidad de
los motivos reales de elección.
Propondré, por consiguiente, un esquema de amplitud
máximo, susceptible de ser utilizado de manera directa
como criterio de discriminación en el plano psicodiagnós-
tico, pero que toma en cuenta la necesidad de una base
teórica más profunda y estructurada por parte de quienes lo
utilicen.
Puede hacerse una distinción fundamental entre moti-

110
vaciones extrínsecas y motivaciones intrínsecas, tanto en
lo referente a la psicoterapia como en lo referente al psi-
coterapeuta.
Una motivación se considera extrínseca cuando el
paciente es impulsado hacia la terapia por presiones am­
bientales, sean éstas de oportunidad social o directamente
coactivas, como consecuencia de ello vive la situación tera­
péutica y la relación con el psicoterapeuta como una carga y
sin ninguna aceptación personal.
Este tipo de motivación se presenta con frecuencia en
el ámbito de la vida familiar y en el ámbito laboral. Es
frecuente que los familiares no logren comprender o sopor­
tar el estilo de conducta de uno de los miembros de la
familia o que estén preocupados por los aspectos de su vida
que no comprenden o que juzgan de alguna manera nocivo.
Esto los incita, directamente o, como sucede la mayoría de
las veces, por intermedio del médico de la familia, a encarar
en conjunto la solución de los problemas, recorriendo por
lo general la cadena médico de familia-neurólogo-clínica
psiquiátrica, para culminar en una psicoterapia. Este pro­
ceder, en el caso de niños y adolescentes, plantea proble­
mas suplementarios de índole gravísima que no desarrolla­
ré aquí, pero que tendré permanentemente en cuenta
porque requieren un procedimiento absolutamente parti­
cular para su evaluación y elaboración. La amenaza de
perder el afecto de los propios familiares; la coacción afec­
tiva de hacerse responsable de la ruina familiar o cosas
semejantes pueden representar para el paciente una fuerza
coactiva de enorme gravitación. Pero sobre él gravita con
igual frecuencia y con una violencia particular el ambiente
laboral, cuando, con la justificación de mejorar su capa­
cidad, de prepararlo para tareas de mayor categoría y aun
con la pura y eficaz amenaza de pérdida de trabajo, se lo
constriñe a plantearse una demanda de psicoterapia, que a
veces tiene que cumplirse en un lugar “convenido” y con
personas de alguna manera preelegidas por el ente o por la
persona que actúan como empleadores.
Independientemente de lo dicho, la misma motivación
111
se presenta cada vez que el paciente no tiene presentes con
toda evidencia, sin posibilidad de ambigüedad, los motivos
reales y los objetivos que se la proponen, porque se le
aconseja o se lo dirige hacia una psicoterapia o un psicote-
rapeuta determinado. Siempre que nos encontramos con
una motivación de esta índole es inútil, cuando no dañoso,
iniciar una forma cualquiera de psicoterapia. Esta motiva­
ción, efectivamente implica tal carga de desconfianza, hos­
tilidad y rechazo de la situación psicoterapéutica y de la
persona del psicoterapeuta que resulta imposible controlar
e interpretar la cómplejidad dinámica que finalmente se
suscita. La situación en su conjunto es vivida como algo
amenazador y agresivo, y todo esfuerzo del paciente estará
dirigido a defenderse de esta amenaza. Se producen, por
consiguiente, los mecanismos de defensa de los cuales
hemos hablado a propósito de las reacciones frente a una
motivación no correcta y adecuada por parte del terapeuta,
a saber, seducción-evasión o agresión, que hacen inútil y/o
nociva la situación misma. Quisiera subrayar que hasta con
los pacientes que presentan reacciones psicóticas, por muy
graves que sean, es irrenunciable, si se quiere emprender
una relación psicoterapéutica, asegurar toda la libertad y
autonomía de las cuales sea capaz el paciente. Esto en la
práctica se traduce en verificar (y en el plano intuitivo se lo
logra de inmediato) que el paciente de alguna manera de­
see, o por lo menos acepte, nuestra ayuda y no la ligue con
ningún sentimiento de “sumisión” o de “chantaje”, sea por
parte de las personas o de las instituciones De manera muy
especial sostengo que el psicoterapeuta no debe prestarse a
“juegos” tales como fingir un encuentro casual o enmas­
carar la propia profesionalidad u otros semejantes, pues si
bien en todos los casos desnaturalizan la relación psicote­
rapéutica, en el caso de las personas con reacciones psicó­
ticas, especialmente si son graves, amplifican de manera
impredecible su sensibilidad y sus contenidos fantasmáti-
cos, inconscientes, dando lugar a graves e impredecibles con­
secuencias. El paciente, frente a este cercenamiento que lo
amenaza, y por lo tanto refuerza las fantasías destructivas que
112
ya está viviendo por carecer de un control autónomo de sus fun­
ciones psíquicas, además de sustraerse, es decir, de evadir­
se de la situación, puede recurrir a mecanismos que dege­
neran en procesos de agravamiento de la disfuncionalidad
(piénsese, por ejemplo, en ciertas formas de regresión cata-
tónica) o al suicidio. En los casos más graves, donde las
presiones familiares, de la institución socio-sanitaria o de
algún otro aspecto del ambiente se hacen más fuertes y se
convierten en una solicitación indirecta y hasta inconscien­
te dirigida al narcisismo del psicoterapeuta o a su competi-
tividad, y hasta llegan eventualmente a crear una especie
de chantaje moral, es indispensable tener presente de ma­
nera especial la opinión de Freud —todavía hoy entera­
mente válida— de que pueden existir casos en los cuales
haya un núcleo originario enfermo sobre el cual, en el
estado actual de los conocimientos, no estamos en condi­
ciones de actuar por vía psicoterapéutica. Por otra parte,
nunca hay que olvidar que la psicoterapia analítica (como
todas la psicoterapias que tienen un mínimo de fundamen-
tación científica) son procesos operacionales construidos so­
bre una base lógica del tipo: “si... entonces”; es decir, si veri­
fican determinadas situaciones previstas en la teoría de la
técnica psicoterapéutica que usamos, sólo entonces son
hipotetizables ciertas consecuencias. De otra manera, po­
nemos en obra un proceso no controlable ni verificable, en
el cual la eventual positividad de los resultados es tan sólo
casual y no ofrece garantías de continuidad ni es una fuente
de conocimientos ulteriores, de alguna manera útiles para
hacer profundizaciones en el plano clínico.
Por motivación intrínseca, en cambio, sé entiende la
búsqueda espontánea por parte del paciente de una ayuda
psicoterapéutica, con el fin de lograr un mayor conocimien­
to de la propia personalidad y una comprensión de las
propias dificultades y de los propios conflictos y de su
solución.
Que la demanda psicoterapéutica se haga bajo presión
de la angustia, de los síntomas o de la dificultad de adapta­
ción y de interacción social y laboral, es algo que carece de
113
importancia. Lo importante es que el paciente, proporcio­
nalmente a su grado de autonomía y a las posibilidades
reales que tiene en lo referente a la gravedad de su disfun­
ción de personalidad y a la posibilidad operativa de recurrir
a un psicoterapeuta, acepte tener necesidad de ello y quie­
ra recibir una ayuda psicoterapéutica. Con mucha frecuen­
cia no se encuentra en condición de buscar una forma
específica de psicoterapia o puede ser inducido a elegir un
psicoterapeuta determinado por motivos externos, tales co­
mo la fama del profesional, el haberlo visto en televisión o
haber leído sus publicaciones, etcétera. Precisamente por
esto, según dije precedentemente, es importante una eva­
luación psicodiagnóstica profunda y atenta, que ayude al
paciente a orientarse hacia el tipo de técnica o hacia la
persona que puede concretamente dar mejor respuesta a
sus exigencias. Es útil tener presente que la experiencia
clínica universalmente compartida ha demostrado que
cierta dosis de malestar, provocado tanto por los síntomas
como por la dificultad en las relaciones, es un estímulo
necesario para que en el paciente surjan a la vez la exigen­
cia de una ayuda psicoterapéutica y la fuerza para soportar­
lo y para colaborar en él de manera constructiva. Un compo­
nente esencial del proceso psicoterapéutico es que éste sea
un proceso de interdependencia entre sus dos únicos prota­
gonistas, dentro del cual se cumplen las condiciones para
un proceso de identificación. Tal proceso es imaginable
sólo a condición de que el conocimiento recíproco no sea
influenciado o distorsionado —en la medida de lo posi­
ble— por presiones o experiencias socioculturales, cuyo
único efecto sería desencadenar continuos mecanismos de­
fensivos, disminuyendo la autonomía recíproca y la posibi­
lidad de funcionalidad de los sistemas de personalidad.
Por otra parte, una primera experiencia de relación
psicoterapéutica tal que —independientemente de la gra­
vedad de la enfermedad o de las perturbaciones existentes
y aun teniendo en cuenta en la evaluación la autonomía y la
capacidad de decisión y de expresión del individuo— esté
realmente libre de presiones externas al paciente mismo,
114
constituye ya de por sí una experiencia de identidad, de
delimitación de los límites del yo respecto de las amenazas
externas (incluidas las endopsíquicas) y una primera prue­
ba de realidad, ejercitada sobre la posibilidad de relaciones
que no solamente no son peligrosas, sino que se colocan
como auténticas aliadas del lado del paciente. El valor
terapéutico de una experiencia así es notabilísimo, como
también lo es su posibilidad de influir positivamente sobre
todo el desarrollo de la eventual psicoterapia.

115
2.4.0
Síntomas

Otro importante elemento de elaboración diagnóstica


y pronostica está constituido por la sintomatología. Ante
todo es necesario liberarse de la influencia que, de manera
más o menos decidida, ha tenido y tiene aún el empleo
médico de este término. En medicina es un signo que
indica de manera causal una enfermedad determinada, o
por lo menos un síndrome. Aquí entiendo el término con su
exclusiva referencia a la psicopatología clínica de deriva­
ción psicoanalítica, en función del tipo de terapia que es el
objeto de este trabajo. En este sentido, un síntoma es una
manifestación de disfunción del equilibrio emocional ho-
meostático del sistema de personalidad. A partir de todo lo
dicho anteriormente sobre el concepto de equilibrio, pode­
mos decir que un síntoma es una primera indicación de que
el compromiso entre instancias instintivas y presiones so­
ciales está cediendo, o incluso no ha sido logrado, y por
consiguiente señala el mal funcionamiento de la capacidad
de control y neutralización de las energías físicas. Sostengo
que, aunque todo rasgo del continuum conductal manifies­
ta la personalidad, y por ello es en cierta manera proyectivo,
se tomará en consideración en calidad de síntoma, para los
fines clínicos, sólo aquel tipo de manifestación, de disfun­
ción, bajo la cual es posible reconocer un proceso psíquico
significativo y que es factible encuadrar en la teoría de la
personalidad en general o —en la medida de lo posible—
en las situaciones personal y relacional del paciente. Insis­
tiré nuevamente en que la especificidad del síntoma psico-
116
patológico no es la de un nexo causal con una entidad
nosográfica, sino la de ser referente de una dinámica parti­
cular.
Su evaluación —de lu que hablaremos dentro de po­
co— debe hacerse, pues, por referencia a las indicaciones
que brinda sobre la capacidad del yo para controlar y neu­
tralizar las pulsiones y las presiones sociales, y por consi­
guiente sobre sus márgenes residuales de autonomía y la
relativa integridad de las funciones. En base a estos ele­
mentos es posible evaluar la capacidad energética y ho-
meostática del sistema y los medios posibles para reconsti­
tuirlo.
Pero, ¿cómo nace y se forma un síntoma? Tenemos que
hacer una distinción entre las causas últimas y las condicio­
nes inmediatas de aparición. Desde el punto de vista de las
causas últimas, es necesario remitirse a los conocimientos
sobre el desarrollo del yo. Sabemos, en efecto, que la carac­
terística que posee el ser humano de ser relacional y sim­
biótico (Ammon G., 1974) hace que su desarrollo saludable
no pueda producirse sin un aporte constante de lo que se ha
llamado “aportes narcisísticos externos” (external narcis-
sistic supplies) por parte de la madre y del grupo primario.
Aclararé de inmediato que el psicoanálisis del yo pretende
referirse a la madre no sólo y no tanto en cuanto entidad
personal sino en cuanto mediadora inmediata, durante un
considerable período de tiempo, del ambiente emotivo y
sociocultural, del cual ella misma proviene y del cual, en
función de la propia autonomía psíquica y sociocultural, es
expresión. Cuando, por un conjunto de motivos, esto no
sucede, según sea la modalidad y la intensidad de la falta de
este “aporte” psicoenergético por parte de la madre y del
grupo, se produce un estado de primera disfuncionalidad
en el incipiente sistema de personalidad del niño y éste
hace una primera experiencia de inseguridad y de los esta­
dos angustiosos que la acompañan, comprobando que no es
entendido, y por consiguiente se siente incapaz de expre­
sarse, y/o es rechazado. Busca entonces nuevas vías de
comunicación, que no son ya las suyas, pero que considera

117
más satisfactorias como suministradoras de respuestas o las
toma de manera directa del ambiente, aun sintiéndolas
como extrañas, como no propias. Este esfuerzo lleva a con­
secuencias en el desarrollo del campo de experiencia del
niño y de alguna manera deforman sus límites, haciéndolos
demasiado rígidos o demasiado flexibles, pero en cualquier
caso menos aptos para la diferenciación clara que poco a
poco debe cumplir entre sí mismo y los otros objetos. Mu­
chas veces, afortunadamente, esta capacidad del ambiente
para sintonizar bajo la forma de la reciprocidad en las con­
frontaciones del niño es suplida y compensada posterior­
mente por experiencias positivas en otras relaciones y si­
tuaciones, de manera que este primer “imprinting” que lo
induce a comunicarse de manera “extraña”, y por consi­
guiente neurótica, es superado, o en el peor de los casos
subsiste sólo como predisposición latente a reaccionar de
determinado modo frente a determinadas situaciones.
Cuando esto no se verifica, el yo del paciente, colocado
ahora frente a las presiones sociales y a determinadas difi­
cultades de comunicación, sobre todo si reproducen las ya
experimentadas en la infancia, tiende a regresar, utilizando
nuevamente las modalidades de comunicación, los tipos de
adaptación, y por consiguiente de defensa, que había usado
otrora, con la misma ausencia de percatación. En este caso
nos encontramos con las condiciones inmediatas para el
surgimiento del sistema neurótico: una regresión que no es
funcional para el desarrollo del yo —y que por lo tanto
resulta patológica— y reproduce de manera estereotípica
modalidades ya experimentadas. Puede acontecer, sin em­
bargo, que la madre y el grupo primario no solamente sean
incapaces o estén imposibilitados de proporcionar aquel
tipo de “aportes narcisísticos externos”, de los que hemos
hablado, sino que reaccionan con rechazo y aun con hostili­
dad a las comunicaciones del niño y a las distintas manifes­
taciones de sus necesidades. Este comportamiento amena­
za profundamente la coherencia misma del sistema de per­
sonalidad del niño, es decir, su identidad, que le resulta
como superada por un tipo particular de angustia existen-

118
cial o “perturbación de base” (Balint M., 1968). De esta
manera, áreas enteras del campo de experiencia del niño
resultan comprometidas: en sentido figurado, los límites
del yo, que debían servir para intermediar plásticamente la
relación entre lo endopsíquico y lo social a través de las
funciones autónomas del yo, quedan destrozados. Se pro­
duce de esa manera un déficit estructural del yo, que da
lugar a aquella forma particular que Ammon (autor del cual
me he referido ampliamente en esta parte) llama “Loch-im-
Ich ’, es decir, un vacío o, literalmente, un agujero en el yo.
Este vacío da lugar a la experiencia que los psicopatólogos
de matriz fenomenológica llaman, con aguda observación,
“ent-ichten” (des-yoización), es decir, la invasión del yo por
parte de las pulsiones. Observemos entonces un comporta­
miento que expresa la incapacidad estructural del yo para
controlar la realidad, sobre todo la pulsional, y por consi­
guiente una continua producción de síntomas que tienen
como finalidad colmar este vacío, es decir, producir expe­
riencias sustitutivas de las fallidas. En la mayor parte de los
casos esta dinámica no estalla súbitamente (como por ejem­
plo en el autismo infantil), sino que subsiste en una posi­
ción de latencia hasta que las circunstancias externas, sobre
todo relaciónales, permitan la continuación de un ambien­
te que haga la función de “vaina emocional”, de situación
protegida (Ammon G., 1973). Es ciertamente típico de pa­
cientes que presentan reacciones psicóticas —como surge
de sus anamnesis— el buscar continuamente la manera de
recrear de manera inconsciente situaciones emotivas seme­
jantes a aquellas que originaron su patología, es decir, un
vínculo “simbiótico” con la madre, y consiguientemente
con el grupo primario, destinado a no ser cortado nunca de
manera evolutiva. En cierto sentido, según observó aguda­
mente Ammon, la realidad parece ser un escenario sobre el
cual estos pacientes repiten sin cesar y, obviamente sin
advertirlo, su conflicto inconsciente.
Observemos que lo que caracteriza el nivel psicótico
del síntoma y lo que invade al yo no es sentido por éste
como algo ajeno, sino que se convierte en parte integrante y

119
casi sustitutiva del yo, como si el lenguaje sintomático fuera
la única posibilidad que la persona tiene de vivir ciertas
experiencias, sobre todo el “sentimiento del yo”, es decir,
la identidad.
He intentado delinear el origen y las condiciones in­
mediatas en las cuales surge, se forma, y se manifiesta el
síntoma, tanto en el nivel neurótico como en el nivel psicó-
tico.
Quisiera ahora hacer algunas observaciones que ten­
gan el carácter de síntesis. Ante todo, aunque sea suma­
mente difícil reconocer el nivel neto, no Sólo del síntoma
aislado sino del conjunto de los síntomas que el paciente
vive y expresa, sin embargo, es necesario intentar un diag-
nóstico diferencial, en la medida en que es una condición
necesaria para proponer una indicación psicoterapéutica
correcta.
Es posible brindar algunos elementos, además de los
ya presentados, que ayudan a formular una síntesis:

—El sistema neurótico influye sobre la función, y por


consiguiente perturba la conducta, en tanto que el síntoma
psicótico gravita sobre el sistema, y por consiguiente sobre
la organización de la conducta (Menninger, K., 1963).
—Los conceptos de neurosis y de psicosis no son cate­
gorías discretas del comportamiento, sino dos catego­
rías continuas, por lo cual es importante tener siempre
presente que desde el máximo teórico hipotetizable de
funcionalidad del sistema de personalidad, y por consi­
guiente de salud, al máximo teórico hipotetizable de su
disfuncionalidad, y por consiguiente, de enfermedad graví­
sima, existe una gama continua que puede ser atravesada
en distintos niveles, en tiempos diversos, con modalidades
diversas. La estabilización de una cierta modalidad, en un
determinado segmento de tiempo y la constancia de las
manifestaciones son los que nos pueden brindar un índice
de la presencia o ausencia de condiciones psicopatológicas.
—Es sumamente funcional considerar en todo sínto-

120
ma si el paciente lo siente como extraño a sí mismo o ya no
hace distinción entre sí mismo y el síntoma, y además qué
función tiene el síntoma como debilitamiento o bloqueo
del desarrollo del yo; como fuente de pérdida de energía;
como modalidad de restricción y coartación e incluso anu­
lación de los espacios de autonomía del yo.
—Es necesario recordar que todo síntoma presenta tam­
bién para el paciente algunas ventajas, como pueden ser la
disminución de la angustia o la descarga sobre objetos
sustitutivos, etcétera.
—Finalmente, aunque por su finalidad este párrafo haya
subrayado la dimensión psicogenética de una coordinación
intersistémica, el no tomar en consideración el sistema
orgánico o el sistema societario en el momento del diagnós­
tico y, más todavía, al hipotetizar el pronóstico y durante el
curso de la terapia, falsea y compromete el esfuerzo tera­
péutico.
En este último, posteriormente, si el nivel de los sínto­
mas expresa clara o predominantemente una dinámica neu­
rótica, la técnica será ampliar el espacio de autonomía del
yo por medio de la comprensión emocional que debe acom­
pañar a los contenidos inconscientes, una vez que éstos han
sido descubiertos y han pasado a ser accesibles a la con­
ciencia. En cambio, en el caso de que prevalezcan síntomas
que expresan una dinámica psicótica, será necesario identi­
ficar, y por consiguiente reproponer en términos de reci­
procidad destinada a funcionar como experiencia emocio­
nal correctiva, los vacíos del yo y las correspondientes fases
de la reciprocidad en el cual se constituyeron, tratando así
de reforzar ante todo los límites del yo, es decir, ayudando
al paciente a diferenciarse de sus propios síntomas, y sólo
en un segundo momento se lo ayudará a reconocer el signi­
ficado latente y por consiguiente el conflicto que expresa.
Por otra parte, en el ámbito de las psicosis la psicoterapia
analítica breve puede tener el significado de una interven­
ción de urgencia en situación de crisis, o bien el de una
acción concentrada e intensa sobre un problema-conflicto

121
que los datos examinados indican como central y, presumi­
blemente, originador del surgimiento de la sintomatología
psicótica, de cuya resolución esperamos una adaptación
más general de la personalidad. Considero, sin embargo,
que un completamiento y una estabilización de los resulta­
dos, cuando ello es posible, se logra con terapias analíticas
de grupo, aunque éstas no podrían iniciarse sin una previa
psicoterapia analítica breve. A veces resulta suficiente la
sola intervención mediante la psicoterapia analítica breve.
Lo que quisiera subrayar enérgicamente es la necesidad de
estar en guardia para que, frente a la complejidad de una
sintomatología psicótica y también a la riqueza de los con­
tenidos que ésta puede presentar, no se caiga en la tenta­
ción de hacer un “análisis concentrado”.

2.4.1. La inhibición

La inhibición es un acontecimiento muy frecuente en


la experiencia clínica: ¿Quién no se ha encontrado con
casos de impotencia o de timidez excesiva acompañadas de
enrojecimiento, etcétera? Pero es igualmente frecuente
que se produzca una confusión entre el mecanismo de
defensa que produce el bloqueo y su consecuencia, es
decir, la inhibición, la cual es entonces manifestación de
alguna limitación o de un obstáculo a la expresión del yo.
En este sentido, la inhibición es fundamentalmente un
síntoma, y su comprensión queda encuadrada en todo lo
dicho ya a propósito de los síntomas en general. El origen
de esta limitación está dado, generalmente, por la necesi­
dad que tiene el yo de no chocar continuamente con las
instancias pulsionales, y al mismo tiempo no defenderse de
ellas mediante la represión (Cremerius J„ 1969). Parece
entonces que el yo, a la espera de alguna solución, interrum­
pe como para ganar tiempo, las actividades que generan
determinado conflicto, como si el sistema de personalidad
provocase interrupciones controladas de la dinámica ener­
gética. Como consecuencia de ello, el sistema, que deja de
ser vitalizado, presenta puntos de interrupción (pensemos,
122
para hacemos una imagen mental, en la interrupción de
corriente en los circuitos secundarios). En este caso se
produce un fenóíneno de inhibición directa de las instan­
cias pulsionales. Así, por ejemplo, sucede en la frigidez:
interrumpiendo una actividad que debería ser apta para
satisfacer una instancia instintiva, la personalidad imagina
una cesación del conflicto, y por consiguiente de la angus­
tia. También puede darse una inhibición de pulsiones del
yo. Según Freud, esto sucede cuando también las áreas de
autonomía del yo son utilizadas para propósitos instintivos.

2.4.2. El síntoma psicosomático


La psicosomática es un campo muy vasto y profunda­
mente interesante para la psicología clínica y para la psicote­
rapia. Además representa un campo de elección para la
colaboración interdisciplinaria entre psicología y medici­
na, y es una dimensión cuya importancia en el ámbito de los
servicios hospitalarios y sociosanitarios es cada vez más
reconocida.
No tengo intención de ensayar aquí una especie de
compendio de la psicosomática, sino examinar tan sólo el
problema del síntoma psicosomático en función de nuestro
tipo de psicoterapia.
Ante todo, el cuerpo representa una realidad que per­
tenece a distintas gamas de experiencias: es cierta y fun­
damentalmente un hecho biológico, que es premisa indis­
pensable para la existencia misma de una psiquis. Por otra
parte, el concepto de yo contiene por sí mismo también el
de yo corporal, que, desde el momento en que es el campo
primario de las sensaciones, percepciones y experiencias,
se convierte también en la base del propio sentimiento del
yo, es decir, de la identidad. Sabemos también hasta qué
punto la representación mental del yo, es decir, la imagen
del yo corporal, es importante, en el desarrollo psíquico y,
por otra parte, esta imagen está condicionada de manera
notable por las relaciones intérpersonales y los estímulos
123
ambientales. Se trata, pues, de un problema complejo. Es
mi opinión que cuando nos encontramos en presencia de
una estructuración psicosomática o de una enfermedad psi-
cosomática propiamente dicha, la psicoterapia analítica
breve no es el instrumento idóneo. Por el contrario, muchas
experiencias indican como preferible la terapia psicoanalí-
tica de grupo (Ammon G., 1977). Distinta es la situación
cuando nos encontramos en presencia de un síntoma psico-
somático. una primera hipótesis es que, como consecuencia
de una comunicación distorsionada con la madre y el grupo
primario, el niño aprende que el ambiente responde con
mayor prontitud y disponibilidad cuando se ve en presen­
cia de algo concreto, como es una perturbación “física”.
Debido a ello, puede continuar en el curso de su vida
utilizando esta experiencia, tanto de manera constante co­
mo con una predisposición latente que se actualiza frente a
determinados conflictos, aun cuando el paciente los perci­
be como absolutamente ajenos a él, hasta el punto de la­
mentarse de ellos y de emplear mucha energía y sacrificios
para poder liberarse de los síntomas y curarse. Una segunda
posibilidad consiste, a mi entender, en las reacciones a
aquellas situaciones para las cuales el individuo está parti­
cularmente mal preparado y que enfrenta como constreñi­
do, a pesar suyo. Frente al impacto directo de estas situa­
ciones, el yo tiende a hacer una regresión, como si desanda­
rá las fases evolutiva de interacción recíproca y de control
entre el yo corporal y el yo psíquico para llegar a la construc­
ción de una identidad adecuada a las diversas fases de edad
y a sus situaciones, es decir, constituyendo aquel núcleo de
coherencia del sistema de personalidad que es prerrequisi-
to para un funcionamiento óptimo. En este sentido, puede
volver a expresarse mediante los afectos o funciones somá­
ticas que en determinada época fueron significativas. Y esto
—a mi juicio— no sólo desde el punto de vista de la comu­
nicación con los otros, entendida como modalidad que re­
clamaba una atención y una escucha, sino también como
expresión de una especie de deseo delirante, es decir, el
recurso inconsciente a órganos y funciones que de alguna
124
manera subrayaron el período positivo, en el cual la “fuer­
za” del individuo estaba radicada y expresada por determi­
nados órganos y funciones, sobre todo en su significado
simbólico. Aquí se manifiesta el deseo de la regresión a un
estado de adaptación positiva (e incluso feliz) con el am­
biente, y de comunicación óptima consigo mismo (o al
menos considerada como tal). Pero al mismo tiempo, por
medio de la vivencia de elaboración dolorosa del síntoma
psicosomático, se expresa el delirio de que “no funciona
más”. Advierto lo difícil que es describir aquí esta expe­
riencia clínica, y sobre todo justificarla. Me valdré sólo de
un ejemplo. Me ha sucedido repetidas veces ver trabajado­
res italianos emigrados a Alemania que se lamentaban de
colitis espásticas o de úlceras gastroduodenales. El médico
que los atendía se había asombrado porque en el momento
de su llegada a Alemania la visita fiscal y la documentación
respectiva habían constatado y testimoniado su salud física
y mental. Intentaba, por consiguiente, explicar el hecho por
el cambio de alimentación o el abuso de vino. En no pocos
casos, sin embargo, la adaptación a la alimentación nueva
no se había producido, porque habían traído consigo, y
seguían haciéndoselos enviar directamente desde sus ho­
gares, los alimentos sólidos. Tampoco la diferencia de con­
diciones climáticas era suficiente para explicar, en térmi­
nos generales, el fenómeno. Sólo después de algunas entre­
vistas con los trabajadores y con los asistentes sociales se
aclaró la posibilidad de que “beber vino” fuera un modo de
retomar a la época en que se encontraban en sus hogares y
cuando el vino era la garantía de su fuerza y eficacia, y
además lo que subrayaba sus momentos de reposo o de
convivialidad. Debido a esto, aun informados por el médico
de que el vino se había convertido en una bebida contrain­
dicada para ellos, en cierto sentido no podían ni querían
darle crédito, y continuaban haciendo uso de la bebida. El
caso'de dos trabajadores que fueron devueltos a su pueblos
de origen en el bajo Lacio por haber sido diagnosticados de
alcoholistas, permitió comprobar que a los pocos días de
haber regresado a sus hogares habían comenzado a beber
125
de manera “normal” y que a las pocas semanas no presen­
taban ya síntomas de colitis espásticas. Fue posible enton­
ces retomar las comunicaciones con el médico en cuestión
y formular hipótesis en este sentido. Por intermedio del
servicio de psicoterapia, se pudo luego establecer con el
tiempo, que casi todos los entrevistados (cuarenta sujetos)
habían reconocido la validez de las hipótesis acerca del
significado de beber, y que la úlcera gastroduodenal se
presentaba sólo en aquellos trabajadores que llevaban mu­
cho tiempo en Alemania, en ningún caso menos de tres
años. La opinión expresada por los psicoterapeutas en un
informe clínico, obviamente no publicado, fue que. este
tipo de afirmación psicosomática se debía quizás a la com­
probación en el plano de la realidad, refutada inconscien­
temente, de que no podían volver a sus casas, por motivos
económicos y sociales. Creo, pues, que es posible afirmar
que cuando el síntoma psicosomático expresa la actualiza­
ción de una predisposición latente, manifestada en condi­
ciones identificables y circunscribibles; o cuando existe
una respuesta regresiva frente a una presión ambiental
particular puede ser incluido entre las dos indicaciones de
la psicoterapia analítica breve.
En el manejo de los síntomas psicosomáticos debe
usarse una especial sagacidad. En muchos casos habrá que
respetarlos, sobre todo cuando no está claro el origen, el
significado y la direccionalidad para el paciente en con­
creto. Pero cuando la anamnesis y los datos recogidos nos
impulsan a evaluar un síntoma—y todavía más un conjunto
de síntomas psicosomáticos— como expresión de un vacío
del yo que ha sido “llenado” mediante tentativas de col­
marlo por medio de los síntomas psicosomáticos; o cuando
advertimos que dichos síntomas son modalidades latentes
que se encuentran presentes de manera continua y cuya
actualización es de alguna manera frecuente, repetida y con
intensidad en constante aumento; o cuando no estamos
ciertos de su “mensaje”, es conveniente no practicar nin­
guna intervención psicoterapéutica sobre ellos, o por lo
menos no la psicoterapia breve. Por lo demás, muchos
126
psicoterapeutas, sobre la base de su larga experiencia, reco­
miendan no analizar este tipo de síntoma.

2.4.3. La angustia
La angustia es una de las experiencias humanas más
comunes, y consiste en un estado, generalmente transito­
rio, de alarma y de malestar por una situación contingente
desagradable o por un deseo compulsivo. Por ello, aun
cuando se la considera comúnmente como un síntoma, es,
sin embargo, un síntoma sumamente particular. De hecho,
si pensamos en la teoría de los sistemas, podemos ver en la
angustia una tensión que caracteriza normalmente las inte­
graciones y las adaptaciones entre los diversos sistemas y
subsistemas que constituyen en concreto el sistema de
personalidad. En esta manera de considerar el fenómeno,
la angustia tendría un significado ligado con la disfunción
sólo cuando sobrepasa en intensidad cierto umbral prome­
dio de tensión intersistémica.
En términos más generales y funcionales para el diag­
nóstico y la comprensión clínica de este fenómeno pode­
mos considerar la angustia como una señal particular que se
pone en funcionamiento en condiciones de peligro o cuan­
do aparece una situación no conocida (y que, bajo este
punto de vista, es potencialmente al menos, peligrosa), para
activar los sistemas de alarma y de defensa de la personali­
dad. Ante todo es importante, por lo tanto, conocer la reali­
dad de la situación que desencadena la angustia, es decir, si
se trata de una situación verdaderamente presente y peli­
grosa o es sólo una distorsión perceptiva, acaso alucinatoria
o debida a fantasías inconscientes. Fenichel (1945) propone
una útil estratificación de las relaciones de angustia:
1. Frente a una situación traumática se da una angustia
por así decir automática y no específica
2. Frénte a situaciones de peligro, la angustia actúa
como una señal al servicio del yo, en la medida en que, por

127
eieciu y como consecuencia de esta señal, el yo está en
situación de anticipar mentalmente ciertas situaciones y por
lo tanto de poner enjuego adaptaciones defensivas adecuadas
3. Frente a situaciones graves, se genera una forma
específica de angustia, a la que Fenichel llama pánico, la
cual ya no es controlable por el yo, que entonces queda
superado. En estos casos, la angustia degenera en manifes­
taciones psicopatológicas. La angustia, por naturaleza, es
un fenómeno principalmente subjetivo, vivido, que se pue­
de observar y conocer sólo por sus manifestaciones exter­
nas. Interpretamos la angustia como síntoma cuando obser­
vamos reacciones psicológicas debidas a situaciones de
peligro, en las cuales el yo no está en condiciones de con­
trolar el umbral promedio de las reacciones, sino que es
superado y tiende a estructurar la reacción-señal de angus­
tia mediante uq estado continuado.
Es claro, por consiguiente, que la reacción de angustia
es en sí misma un fenómeno absolutameñte normal y fun­
cional para el sistema de personalidad. Los elementos ob­
servables que hemos mencionado son por lo general de
naturaleza psicosomática, y se expresan coma aumento de
la tensión muscular, temblores, respiración acelerada y afa­
nosa, taquicardias, vasoconstricción periférica, etcétera.
Un ejemplo clásico es la dificultad del lenguaje y los bal­
buceos que ciertas personas presentan cuando están ansio­
sas. Estos síntomas ofrecen varios aspectos que facilitan
su diferenciación y por consiguiente su comprensión. Ante
todo, no interesa conocer la verdadera entidad de las situa­
ciones de peligro; es decir, si se trata de un peligro real o un
peligro imaginario, y además si la reacción es más o menos
conmensurada a él. Muchas veces, sin embargo, es difícil
precisar este dato. Podemos más fácilmente observar, y en
cierta manera evaluar, otras dimensiones por ejemplo:
a) La intensidad de las reacciones o del estado angus­
tioso, que puede clasificarse en leve, moderada, grave, etc.
b) La cualidad de las reacciones, ya que puede expre­
sarse como angustia libremente flotante, ligada a un “obje-

128
to particular” o somatizada, etcétera; la conciencia que el
yo tiene del fenómeno mismo, es decir, si la reacción de
angustia es vivida como pertinente o es negada, etcétera.
De particular interés para la comprensión clínica y
para la terapia consiguiente puede ser la angustia motivada
principalmente por temores o amenazas que el sujeto ad­
vierte como provenientes de la sociedad y que le son co­
municadas por mediación del superyó. Especialmente en
ciertas fases de edad, por ejemplo la pre-pubertad, la im­
portancia de este tipo de angustia, que llamaremos angustia
“social”, es notable. En estos casos, más que la capacidad de
control por parte del yo o los motivos de su mal funciona­
miento, habrá „que indagar las redes relaciónales del pa­
ciente, como también los ámbitos de socialización que ac­
tualmente le son propios. Así, sobre todo en cuanto indica­
dor de posibles desarrollos psicopatológicos en una direc­
ción psicótica, es importante observar si la señal de alarma
es una señal falsa, es decir, que entra en operación no
existiendo estímulos cognoscibles, sino como consecuencia
de hechos muy singulares; por ejemplo, después de haber
sentido voces o sonidos que no pueden remitirse a la expe­
riencia objetiva o “común” o tras la irrupción en la mente
de determinados pensamientos, etcétera.
Para terminar, la angustia es una característica de la
condición humana, presumiblemente la exteriorización de
la percatación, aun inconsciente, de nuestro ser limitado.
Empero, en determinadas circunstancias, si se la discrimi­
na de manera exacta, puede ser también un síntoma, que
por lo demás, tanto por su etiopatogénesis como por los
posibles abordajes terapéuticos, es multifactorial (Lader J.,
1972), y que como tal constituye un elemento de la variable
“síntoma” dentro de ñuestro modelo diagnóstico-pronós­
tico.

129
9
2.4.4. El dolor
Quisiera tratar someramente también este síntoma, ya
que por su naturaleza y por su significado puede tomar
problemática, y aun confundir, la evaluación de la situación
psicodinámica, tanto del paciente como de la relación.
En términos muy generales, el dolor, igual que la an­
gustia es señal de alarma frente a un daño cualquiera del
subsistema somático. Se caracteriza por el hecho de ser
comunicado por el sistema nervioso a través de una red de
receptores altamente específicos y especializados, con im­
plicaciones bioquímicas que actualmente son objeto de
interés y de investigación (Melzack R., 1976). Así, los ejem­
plos clínicos de las lesiones que se presentan en pacientes
congénitamente incapaces de percibir el dolor demuestran
la importancia del buen funcionamiento de esta forma de
percepción y de su correspondiente comunicación. Sin em­
bargo, aunque sabemos que existe un umbral de sensación
psicofísica (es decir, una intensidad mínima capaz de susci­
tar la asensación dolorosa) que es común a todos los seres
humanos, sin embargo la complejidad de este fenómeno es
tal, que este dato no tiene mayor utilidad en el campo
clínico. Sabemos que la elaboración del estímulo doloroso,
lo mismo que el grado de tolerancia respecto de él depende
de las experiencias previas, sobre todo del modo como el
grupo primario reactuaba emotivamente en la relación con
el dolor. Estas experiencias, a través de las huellas mnémi-
cas, se convierten en una especie de trasfondo emocional
que influirá siempre en la valuación y en la elaboración que
el individuo hará de los estímulos dolorosos. Otro factor
determinante de la tolerancia del dolor es la posibilidad y la
capacidad que tiene el paciente de comprender las causas y
de prevenir las consecuencias. Así, dolores que se refieren
a determinadas zonas, por ejemplo, a la región cardíaca, son
vividos con mucho mayor angustia que los que se refieren
al talón, y esto sin que exista ningún nexo objetivo con la
gravedad del fenómeno. En este sentido, tienen gran impor­
tancia tanto el contexto socio-cultural, donde nació y vivió el
130
paciente, sus primeros años de vida (piénsese en el signifi­
cado y en el modo relativo de vivir los dolores de los ritos de
iniciación en determinadas culturas, o también en la fun­
ción de vivir el dolor aun físicamente con ocasión de ritos
fúnebres), y el lenguaje particular, especialmente los adje­
tivos, mediante los cuales el paciente relata esta experien­
cia. Desde el punto de vista psicológico nos interesa con­
centramos en dos dimensiones:

1. El conocimiento de la objetividad del estímulo pro­


vocante del dolor y de sus implicaciones desde el punto de
vista fisiológico, mediante documentación médica.
2. El significado que lo vivido reviste para el paciente.
■ En cuanto a lo referente a la segunda dimensión podemos
ver que está asentada directamente en los niveles instintivos.
En la generalidad de los casos, la sensación provocante del
dolor (en función de factores que he mencionado anterior­
mente), implica una carga de la agresividad autodirigida.
Frente a determinado estímulo, el individuo reactúa como
si algo, desde el interior de la propia personalidad, lo agre­
diera o, cuando el dolor es producto de un fenómeno exter­
no claro (por ejemplo, un golpe inferido con un objeto con­
tundente) es incapaz de reaccionar. En el primer caso, que
es vivido por lo general con mayor angustia porque, aun
cuando la causa es conocida, por ejemplo un reumatismo
articular, se trata siempre de alguna “traición” que el pro­
pio cuerpo hace al individuo. Según sea la localización del
dolor, su duración y resistencia a la farmacología, a la tera­
pia, farmacológica o quirúrgica, se asiste a la elaboración
progresiva de esta agresividad autodirigida, que va desde
formas de depresión hasta los estados límites de deseo de
autoaniquilación. Es frecuente que estos estados vayan
progresivamente acompañados por la pérdida de interés en
la realidad, o rechazo del alimento, por el insomnio» etcéte­
ra. Importa tener presente que estos hechos, aun cuando
son graves e importantísimos para comprender la vivencia
del paciente, no deben tomarse automáticamente como
131
indicadores de una gravedad fisiológica del dolor. Esta
atribución, salvo que haya sido determinada clínicamente
(por ejemplo en algunos tumores encefálicos) desviaría la
elaboración psicodinámica de su significado real y de los
conflictos que presumiblemente indica y al mismo tiempo
oculta. Además, tanto en el caso de dolores producidos por
causas internas, como en el de los producidos por causas
externas violentas, se provoca una herida más o menos
grave al narcisismo individual, que altera todo el sistema de
adaptación funcional a la realidad y el uso adecuado de los
procesos de defensa por parte del yo. En esta clase de
síntomas tiene frecuentísimamente una importancia deter­
minante el control cognoscitivo del fenómeno, que actúa
como límite del fenómeno mismo y de su significado, evi­
tando que sea invadido por cargas de agresividad.
Otra dirección que puede adoptar el síntoma doloroso
en lo referente a los instintos es la de ser libidinizado, es
decir, usado para invertir en él energía psíquica con el fin de
obtener el placer. El ejemplo clásico es el del masoquismo.
El caso, posible y documentado en la literatura clínica,
de un dolor exclusivamente psicógeno, debe tratarse de la
misma manera que los síntomas psicosomáticos.
De todas maneras, subrayaré que frente a los posibles
síntomas dolorosos presentados y descritos por los pacien­
tes, una vez obtenida la necesaria información sobre su
naturaleza fisiológica, la tarea psicoterapéutica no debe
desviarse ni de la intensidad informada, ni de la localiza­
ción real o presupuesta. Se trata de un material sumamente
importante para el conocimiento, la profúndización y la
elaboración de las dinámicas inconscientes del paciente, y
con mucha frecuencia es un factor útilísimo para delimitar
la intervención en psicoterapia analítica breve.
Para concluir este examen de la variable “síntoma”,
señalaré que es importante caracterizar como tales sólo
aquellas manifestaciones por debajo de las cuales podamos
identificar un proceso psicológico reconocible y vinculable
con la teoría de la personalidad. Además del evidente signi­
ficado de comunicación y de mensaje contenido en el sínto-
132
;

nía —como ya tuvo que aclararlo Freud— no hay que trivia-


lizarlo remitiéndolo a un simplé uso de un código deforma­
do o paradójico para expresar algo al grupo. Es ante todo un
signo indicador de disfunciones intersistémicas, mediante
el cual el paciente, en cierta manera, se envía un mensaje a
sí mismo, y por consiguiente a otras personas. Por ello es
importante establecer el carácter de alienidad o de integra­
ción mediante los cuales el síntoma es vivido por el pacien­
te en lo que atañe a la propia personalidad integral. Igual­
mente importante es la reconstrucción puntual de la histo­
ria del síntoma desde su primera aparición, a veces hasta
llegar a los signos precursores (la primera dificultad con la
alimentación, eventualmente relacionada con las dietas ad­
ministradas en la edad prepuberal a pacientes que presen­
tan el bolo histérico), para terminar en su estabilización
bajo la forma que se presentan. Finalmente, al trabajar
sobre los síntomas debemos recordar que tienen una valen­
cia afectiva doble: por una parte, el paciente desea liberar­
se o ser liberado de ellos, pero, por la otra, como son resul­
tado de operaciones de seguridad, y por consiguiente, de
defensa por parte del yo, el paciente está apegado a ellos y
expresa hostilidad hacia quien “pone en discusión” su
íntima.
Esta doble faz del síntoma exige siempre una concien­
cia de la ambigüedad emotiva que ellos comportan en la
relación terapéutica, como también gran cautela en la ma­
nera de considerarlos y elaborarlos analíticamente.

133
2.5.0
Las defensas

Al tratar esta otra variable no pretendo referirme a


aquellos procesos que utiliza el yo para el aprendizaje o
como medida de adaptación y de seguridad funcional a la
homeostasis intersistémica. Pretendo, en cambio, detener­
me, basándome en los estudios de Hartmann, Rapaport, A.
Freud y en un agudo trabajo de J. Cremerius (1969), en su
utilización psicoterapéutica específica. Es decir, nos inte­
resan aquí las defensas cuando expresan un modo estereo­
tipado y constante del yo en su reaccionar a determinadas
situaciones, repitiendo los mismos esquemas defensivos
aun cuando éstos fracasen; y cuando se estructuran de ma­
nera rígida, dañando la dinámica de equilibrio emocional
homeostático y reduciendo la autonomía efectiva del yo. Lo
que funcionalmente tendría que ser un proceso de respues­
ta a una señal de emergencia, un proceso, y por consiguien­
te, un dinamismo que se adapta, varía de forma y de inten­
sidad, se convierte en algo así como una respuesta del tipo
de los reflejos condicionados. Por otra parte, la observación
(plenamente confirmada en la actualidad por la experiencia
analítica) de que el paciente tiende a repetir los mismos
módulos defensivos, que utiliza de manera estereotipada
también en la situación analítica, nos permite aprehender
la dificultad que aquél encuentra en su comunicación con
el terapeuta; cómo actúan las defensas “típicas” de cada
paciente, y de esta manera tratar de conectarlas con los
síntomas que éste presenta. Es ya un dato conocido que
determinadas manifestaciones sintomáticas aparecen liga-
134
das con determinados procesos defensivos; por ejemplo, la
paranoia puede ser referida a procesos de racionalización,
en primera instancia, y a fenómenos de proyección, en fases
más complejas. Por ello, el conocimiento y la evacuación de
las estrategias defensivas del paciente tienen gran importan­
cia para evaluar su situación. Mas para poderlos compren­
der es necesario tener presentes algunos elementos. La­
mentablemente, no conocemos todavía el nexo causal entre
procesos defensivos y motivación subyacente; en otros tér­
minos, no sabemos por qué el yo elige exactamente este
determinado tipo de defensa y no otro. Debemos, por con­
siguiente, referimos a otros elementos: ante todo, al objeti­
vo de la defensa, para preguntamos si se trata de una defen­
sa dirigida contra el mundo instintivo o contra la realidad
socio-cultural. En segundo lugar, habremos de evaluar si la
modalidad de defensa que el paciente está empleando
pertenece típicamente a cierto estadio evolutivo, las razo­
nes eventuales que pueden ayudamos a comprender por
qué razón el uso de determinado modo de defenderse re­
quirió la regresión precisamente a este estadio y la proba­
ble fijación en esos módulos reactivos; Según haya sido su
surgimiento en las primerísimas fases de la vida, cuando
todavía impera de manera excluyente el proceso primario,
tenemos mecanismos primitivos o arcaicos, ligados a la
indiferenciación psicosomática y a la falta de diferencia­
ción entre sujeto y realidad externa. De este tipo son la
negación, la escisión, la identificación proyectiva. Estos
mecanismos están ligados al ámbito en que surgieron, a
saber, cuando el niño experimenta angustia sólo frente a
peligros reales, por ejemplo, la reacción del ambiente, que
él ya ha experimentado o se representa en su fantasía,
aunque sea alucinándola (en el sentido descrito por L.
Ancona, op. cit., 1964). Aun en lo referente a los impulsos,
no es la naturaleza de ellos lo que el niño teme, sino las
reacciones que espera del ambiente en caso de seguir estos
impulsos. A medida que el desarrollo se toma más apre­
miante y el niño percibe la presencia de las dimensiones
socio-culturales —sobre todo mediante la formación del
135
superyó y la función de comunicación-mediación que esta
estructura adopta en las confrontaciones del yo— se consti­
tuyen defensas más articuladas, como la racionalización, la
sublimación (típica de la fase prepuberal y puberal), cierto
“ascetismo” que es también típico de estas fases, etcétera.
Un primer núcleo de interés terapéutico reside, por consi­
guiente, en el averiguar el modo como se han organizado
lás defensas, las áreas que probablemente han suscitado la
señal de peligro y, finalmente, los niveles regresivos que
fueron necesarios para que se estabilizasen las defensas.
Una segunda tarea, más delicada aún, consiste en verificar
el grado de rigidez o de movilidad de las defensas, a saber si
se han formado ya una especie de armadura (y a este respec­
to son sumamente útiles las descripciones de Reich a pro­
pósito del carácter, de su origen y de su evolución) o si son
aún más o menos alternantes y móviles. En general se
puede pensar que si las defensas son todavía sentidas por el
paciente como algo distinto de sí, como algo no comple­
tamente integrado en su personalidad, es probable que
existan todavía grados de movilidad de su estereotipia. En
cambio, en el caso de que el paciente viva las defensas
como parte de sí mismo, como si las hubiera integrado en la
propia manera de vivir y de expresarse, es más arduo pensar
en modificarla. Es necesario evaluar después si las defen­
sas logran o no el objetivo para el cual han sido puestas en
acto, es decir, si evitan o no al paciente determinado estado
de alarma o de malestar, y cuál es el “costo psicoenergéti-
co” de esta operación, tanto en el caso que dé resultado
como en el caso de que no lo dé. Ponderar estos elementos
en lo referente a las defensas nos permite dos operacio­
nes diversas:
1. Una vez comprendida lá naturaleza, la organización
típica y la función de un proceso defensivo, se puede eva­
luar si es oportuno o no actuar, mediante la interpretación o
mediante otro instrumento, sobre la modalidad defensiva
que el yo del paciente utiliza, o si en cambio conviene
respetarla, dada su rigidez o, en el extremo opuesto, su
excesiva facilidad o velocidad de cambio hacen suponer
136
que la función que cumplen es demasiado delicada para ser
enfrentada en el curso de una psicoterapia breve. Así, por
ejemplo, algunos síntomas, como las fabulaciones en el
discurso, pueden tener el significado de alejar eje la con­
ciencia, expresada mediante el lenguaje manifiesto y cohe­
rente, algún sentido como tan peligroso para la cohesión y
la coherencia del sistema de personalidad, que se lo clasi­
fica como una señal de potencial disgregación, es decir, de
psicosis.
2. La forma concreta con la cual se presentan los meca­
nismos típicos de defensa del paciente (a saber, si son
“arcaicos” o más cercanos en su formación a fases ulteriores
de desarrollo, posorales); su plasticidad y alcance de modi­
ficación; el modo en que han surgido desde el punto de
vista anamnésico son elementos de juicio para decidir qué
tipo de intervención psicoterapéutica es indicada para el
paciente concreto, y si lo es también la psicoterapia analíti­
ca breve. En general se puede decir que la presencia de
“armaduras defensivas” del tipo que habitualmente suele
llamarse “caracterológicas”, especialmente si están esta­
blecidas desde hace mucho tiempo, constituyen quizá la
única contraindicación precisa y clínicamente experimen­
tada y verificada para la psicoterapia analítica breve. En el
caso opuesto, es decir, de defensas extremadamente lábiles
y mutables, que por lo general tienen dirección y contenido
psicótico, la indicación de psicoterapia analítica breve está
sujeta a la evaluación atenta del tipo de ayuda que el am­
biente (en especial el grupo de pertenencia) puedebrindar
al paciente y si la capacidad crítica de éste se halla aún
íntegra. A este propósito, empero, como dije al hablar de las
indicaciones y contraindicaciones, las experiencias no son
todavía concordantes y no permiten una indicación defi­
nitiva.

137
2.6.0
La “fuerza” del yo

Este término, que encontramos con tanta frecuencia en


la literatura psicológica actual, es, sin embargo, uno de los
menos definidos hasta el momento. Es interesante notar
que, según sea la razón que el psicoterapeuta tiene para
preguntarse cuál es la “fuerza” del yo del paciente, se sigue
una óptica más o menos selectiva y unilateral. Así, es fre­
cuente que los autores que escriben sobre análisis, “fuerza
del yo” quiera decir “capacidad presumible de soportar las
frustraciones que el proceso psicoanalítico implica”. Otras
veces es fácil percibir que el concepto de fuerza del yo se
presenta como equivalente del concepto de autonomía o
del concepto de identidad. Dado que cualquiera de estas
perspectivas se dirige hacia aspectos importantes de la
realidad y corresponde, aun sin mostrarse como completa, a
los fines del tipo de psicoterapia del cual estamos hablan-.
do, podemos hipotetizar como “fuerza del yo” el conjunto
de las funciones íntegras del yo, y la capacidad que el yo
mantiene todavía para neutralizar, es decir, para integrar y
canalizar, la energía psíquica. En otras palabras, propongo
aquí, en términos operativos, la capacidad y el grado de
homeostasis del sistema de personalidad, en lo específico
del subsistema del yo, como objeto de la definición de la
cual he partido para este discurso.
Es verdad que el número y las características de las
distintas funciones del yo son también dudosos, en la medi­
da en que no se conocen sino algunas, y con diversos grados
de certidumbre. Por experiencia, y en función exclusiva de
138
su utilización en una psicoterapia analítica breve, sugiero
que se tengan presentes las siguientes funciones:
—Memoria; capacidad de expresión y de organización
del lenguaje; capacidad de comprensión “emocional” y de
respuesta adecuada a las situaciones.
—Nivel de capacidad de crítica de la realidad.
—Capacidad de relaciones afectivas.
Una evaluación dé estas “funciones” del yo puede
brindar una estimación suficiente de aquello que, para los
fines de una psicoterapia analítica breve, entendemos aquí
por “fuerza del yo”, y consiguientemente puede también
brindar un punto de referencia para la construcción del
perfil de personalidad del paciente, que asume una impor­
tancia y una funcionalidad notabilísimas, tanto en el mo­
mento diagnóstico-pronóstico como en el curso del proceso
psicoterapéutico.

139
2.7.0
Nota sobre el pronóstico

Hasta aquí he tratado de ilustrar en términos operati­


vos cuáles pueden ser algunas variables, representantes de
otros tantos aspectos del comportamiento o del sistema de
personalidad, que resultan útiles para trazar un perfil de
personalidad del paciente. Dicho perfil tiene que ser apto
para fundamentar la indicación correcta de la forma de
psicoterapia más indicada, y también (cosa más necesaria)
para evaluar si la experiencia y la dinámica del paciente son
tales que puedan considerárselas óptimas o por lo menos
adecuadas para la psicoterapia analítica breve. Finalmente,
mediante el examen minucioso de las variables propuestas
se puede obtener un perfil de personalidad que sirva tam­
bién de “modelo” de cómo funciona esa personalidad indi­
vidual y para orientar la estrategia psicoterapéutica. De
alguna manera he considerado implícito que si existen de­
terminadas indicaciones se obtienen presumiblemente re­
sultados positivos, es decir, que el pronóstico sea favorable.
Quisiera solamente poner por un momento en el centro
de atención este problema: ¿cómo podemos formular un
pronóstico? Me refiero aquí exclusivamente a la psicotera­
pia analítica breve, aun cuando el modelo lógico que em­
pleo puede servir para plantear, en general, un discurso
referido al pronóstico.
El modelo lógico al cual me retiero es el de “si... enton­
ces...”, .ampliamente ilustrado como modelo de precisión
clínica en el muchas veces citado trabajo de Menninger.
Este modelo procede mediante modificaciones lógicas, es
140
decir, si determinado hecho existe y es verdadero, luego
entonces se siguen un segundo, y así sucesivamente. Por
ejemplo, si un individuo presenta en su dinámica un con­
flicto focal individual y acotable, entonces podemos prever
que la psicoterapia analítica breve será la forma de elección
para la intervención psicoterapéutica. En este ejemplo es
claro que toda aserción es examinada y validada para que
pueda verificarse la previsión. Es decir, se determina qué
defecto presenta el individuo en su dinámica; la existencia
de un conflicto focal; que este conflicto sea identificable, y
por último que dicho conflicto sea acotable. En este caso, si
todos estos elementos resultan verdaderos, podemos pre­
ver que la indicación para la psicoterapia analítica breve es
correcta. Por consiguiente, nuestro pronóstico es que, por
ser la psicoterapia analítica breve la forma de psicoterapia
indicada, el resultado será favorable. La literatura presenta
muchos criterios sociales sintomatológico-nosológicos, es­
tructurales, etcétera, para extraer pronósticos. En lo que
atañe al modelo de psicoterapia propuesto aquí, creo que
los factores del pronóstico pueden formularse de la siguien­
te manera:
SI las variables indicadas como factores diagnósticos
están exentas de contraindicaciones anteriormente seña­
ladas;
SI las dinámicas permiten identificar un problema o un
conflicto central y acotado;
SI existe un mínimo de integridad de las funciones del
yo;

ENTONCES la psicoterapia analítica breve puede pre­


verse como indicada, y por consiguiente eficaz: el pronósti­
co será, en este caso, positivo.

Por consiguiente, el grado de positividad del pronósti­


co tanto más cerca del grado óptimo, cuanto mayor concien-

141
cia tenga el paciente de su propia situación, cuanto más
motivado esté para resolverla y cuanto mejor mantenga una
distinción entre él mismo y los problemas y/o síntomas que
presenta.

142
2.8.0
Dos “casos”

A. El primer ejemplo que deseo presentar de una jo-


vencita de quince años que fue aconsejada por su ginecólo­
go para que recurriera al psicólogo por amenorrea secunda­
ria, en ausencia de elementos fisiológicos que la justifi­
caran.
La muchacha se presenta junto con sus padres, quienes
insisten en los... hechos, es decir, disponiéndose inmedia­
tamente a sentarse en el consultorio para estar presentes eñ
el primer encuentro de la hija con el psicólogo. La historia,
relatada a tres voces, nos hace ver una joven que después de
una primera y escasa menstruación (a los diez años) comenzó
a tener trastornos, entre los cuales figuran nerviosismo,
insomnio, desgano y por consiguiente amenorrea. Luego
de pasar por manos de muchos médicos, la pequeña familia
(no tiene otros integrantes que los presentes) termina a
cargo de un neurólogo, quien, después de dos entrevistas
con toda la familia, hace un resumen muy claro y grave. Se
trata, a su parecer, de una forma de neurosis de carácter más
bien preocupante, por la cual aconseja a la joven un análisis
y una psicoterapia de pareja para los padres. El consejo no
es seguido, por distintos motivos, y durante dos años la
joven sigue padeciendo de perturbaciones, no más clara­
mente precisadas que, cualesquiera hayan sido, se refieren
siempre a la amenorrea.
Luego de casi tres años, cuando la joven tiene ya cator­
ce, se reanuda una gira turístico-científica por endocrinólo-
gos, ginecólogos, etcétera, con notables gastos económico y

143
psicológico. Hasta que, finalmente, el último ginecólogo
consultado, al cual la familia no había mencionado las ten­
tativas hechas con el neurólogo, aconseja recurrir a un psi­
cólogo.
Después de una primera hora de información retros­
pectiva, se invita a los padres a precisar mejor el problema
mediante una charla entre adultos, y de esta manera la
joven queda a solas con el psicólogo, mientras sus padres
esperan afuera. La operación es más bien laboriosa, porque
también la joven parece desinteresada y pasiva.
El psicólogo trata de constituir una alianza de trabajo,
aclarando que sólo si la joven está mínimamente interesa­
da, tiene sentido pasar adelante. Si ella no lo considera
oportuno, no debe preocuparse, porque el psicólogo habla­
rá con el ginecólogo y con los padres, de manera que la si­
tuación no sea utilizada para culpabilizarla. Entonces la jo­
ven se desbloquea ligeramente, hablando un poco de la
historia clínica y comenzando a la vez a corregir la versión
proporcionada por los padres. De hecho, las famosas per­
turbaciones misteriosas y posteriores al encuentro con el
neurólogo han sido un enorme aumento de peso, con toda
una serie de análisis y dietas, que culminan luego en un
estado impreciso de debilidad psicofísica y la pérdida de
un año de colegio. Se fija directamente con la joven una
nueva entrevista y se le comunica este hecho a los padres.
En un segundo encuentro, mediante un coloquio más
profundo y la administración de algunas técnicas psico-
diagnósticas, queda en claro que es posible delimitar un
problema central dinámicamente importante para la joven,
quien logra controlar suficientemente la angustia, pero que
tiene como estrategia defensiva la de utilizar un continuo
desplazamiento de los síntomas psicosomáticos, bajo los
cuales se entrevén amplias zonas de falta de experiencia de
reciprocidad.
Se intenta hacer una síntesis en estos términos:
— El conflicto central de la joven es una manera errada
de buscar la propia identidad; ella no trata de “ser” de
alguna manera, sino de “no ser” como la madre. La obsesi-
144
va insistencia maternal desde su primerísima infancia (con­
firmado luego también por la madre) en la salud física y en
el elemento somático, explica en parte el porqué de la
sintomatología psicosomática.
— Sin embargo existe una hipótesis razonable de ca­
rencia profunda de tipo preedípico, confirmada por la diná­
mica familiar, en la cual la agresividad es altamente des­
tructiva porque no está explicitada sino que actúa casi sim­
bólicamente. Por una parte, la muchacha se hace curar
pasivamente; por la otra “actúan” los distintos síntomas.
Sin embargo, la persistencia de sus síntomas dentro de
ciertos límites, y la claridad que tiene la joven sobre el
hecho de que la amenorrea no es “su” problema, sino el de
la madre, hace pensar en cierta autonomía del yo, bastante
amplia.

Sin embargo, junto con estas consideraciones se pro­


ponen algunas observaciones:
a) Una psicoterapia costeada por la familia probable­
mente estaría contaminada desde el comienzo;
b) La joven ha sido de alguna manera inducida por la
complicidad ginecólogo-padres, y no ha llevado a
cabo un verdadero proceso de elección;
c) El ambiente colabora sólo de una manera formal,
pero no en profundidad;
d) La ausencia completa de toda “presencia” masculi­
na en los contenidos de la entrevista y en las prue­
bas psicodiagnósticas plantea la hipótesis de que
existen dinámicas serias que todavía no han salido a
la luz, cuya naturaleza e intensidad es imprevisible.
En este momento se le hace a la joven la propuesta de
una psicoterapia analítica breve de ocho entrevistas, una
por semana, con una psicoterapeuta (elección para la cual
se le da por fundamento la naturaleza específica de su
problema de identidad femenina y que ella acepta de buen
145

grado) con los siguientes objetivos:

1) Redefinir su problema y aclarar su alcance


2) Tratar de brindarle un mínimo de elerqentos para
comprender lo que ella misma está viviendo y cómo
poderlo vivir mejor;
3) Hacer una experiencia de lo que es una psicoterapia
analítica, de manera que, cuando sea más autónoma
e independiente económicamente, pueda llegar
hasta el fondo.
La joven acepta. Se comunica luego la decisión a los
padres, diciéndoles que el “caso” no exige un tratamiento
más largo. Aparte de la desaparición de la amenorrea a partir
de la segunda entrevista, el elemento más importante fue el
empleo por parte de la familia de la psicoterapia como un
chantaje, al constatar que superada la pantalla del síntoma,
la joven estaba trabajando auténticamente para lograr una
identidad autónoma. La intervención terminó como se ha­
bía previsto, aun cuando la joven hubiera agradecido su
prolongación. Nuestra opinión es que de esta manera he­
mos logrado influir en sentido preventivo y brindando un
mínimo de límites del yo a la joven, lo que corresponde a
la hipótesis de trabajo que habíamos hecho.

B. El segundo ejemplo es de un hombre de treinta y


cuatro años, soltero, empleado.
Consiguió terminar estudios universitarios y desde en­
tonces no dejó de interesarse en los problemas culturales,
sobre todo históricos y políticos. Vive con su familia de
origen, es decir, el padre, la madre y dos hermanas de
veintiocho y veintiún años, en un ambiente que no parece
presentar conflictos de importancia. Algunos meses antes
de acudir al psicólogo fue sorprendido por algo no precisa-
ble: una pérdida de conciencia, o por lo menos una fuerza
desconocida e incontrolable, de la cual se había recuperado
primero en una dependencia pública de observación psi­
quiátrica y luego durante tres o cuatro días en una clínica
146
privada. La duración total de la recuperación había sido de
tres semanas. El paciente no está en condiciones de recor­
dar y de referir mucho sobre lo que le sücedió durante este
tiempo. Solamente sabe que, una vez salido de la clínica,
aun sintiéndose tranquilo, le había quedado como una es­
pecie de vacío, de algo no explicado, que lo dejaba curioso
pero también inseguro. Esta sensación se agudizaba cada
vez que trataba de iniciar una relación con alguna joven.
Había'vuelto a entrevistarse con el psiquiatra que diri­
gía la clínica, pero la terapia con ansiolíticos y antidepresi­
vos, a la cual había sido sometido, no lo había ayudado.
Debido a ello, un compañero de trabajo le había dado el
consejo de concurrir a un psicólogo. A partir de las anamne­
sis y de algunas técnicas gráficas proyectivas, era posible
formular estas hipótesis:
— El problema central del paciente parecía el de re­
construir un sentimiento de continuidad consigo mismo,
que se había interrumpido bruscamente por motivos no
aclarados
— Esta interrupción grave podía ser indicio de cierto
déficit de autonomía del yo, y al mismo de que sus defensas
habían dejado de ser funcionales
— El examen mediante técnicas psicodiagnósticas
proyectivas había sacado a la luz un problema quizás grave
de relación con la figura femenina; problema que hacía
entrever y deducir otros, de los cuales, empero, el paciente
no parecía tener conciencia
— Existía, sin embargo, un buen control de la angus­
tia, transitoriamente unido con una fuerte motivación para
la psicoterapia y un ambiente familiar y relacional positivo.
Decidimos por ello iniciar una terapia de veinticinco
sesiones, con frecuencia semanal, pero se estableció clara­
mente como tema central el intento de comprender qué
había provocado la interrupción del sentimiento de con­
tinuidad.
La fase anamnésico-diagnóstica había evidenciado
que el episodio de pérdida de control se había producido
147

i
concomitantemente con una crisis sentimental.
En.el curso de la psicoterapia se intentó, por lo tanto,
centrar la atención en el modo como el paciente vivía las
figuras femeninas y en por qué, llegado a un punto, tenía
que defenderse de ellas interrumpiendo a cualquier costa
la relación, hasta el extremo de no experimentar una real
excitación sexual durante el coito, sino sólo en las fases de
los juegos sexuales. Debido a ello, tenía siempre miedo de
que sus parejas lo advirtieran y lo juzgaran poco viril. Por
medio de un sueño fue posible hacer emerger un recuerdo
antiguo: las primeras sensaciones y experiencias sexuales
conscientes que el paciente había tenido (jo quizás... sufri­
do?) alrededor de los diez-once años fueron con una mu­
chacha que venía a limpiar la casa, y estas experiencias
habían sido de tipo manipulatorio, sin coito siguiente. Es
probable que el miedo real, que luego provocaba el blo­
queo, se debiera a los sentimientos de culpa ligados con
esta experiencia sexual, al peligro de que la situación
sexual forzara la reaparición del recuerdo reprimido y las
posibles proyecciones sobre su pareja.
En algunas sesiones fue posible elaborar y esclarecer
la importancia de estas dinámicas, hasta que el paciente
logró comprender y reconstituir su sentimiento de continui­
dad. Se habló también de las implicaciones más amplias
que revelaba el problema. Pero se llegó a la conclusión de
que, antes de decidir si emprendía o no un análisis, el
paciente sería examinado después de tres meses.
Cuando se presentó en la fecha establecida, telató ha­
ber superado el problema y, aun teniendo conciencia de las
otras dinámicas no afrontadas, manifestó que por el mo­
mento no pensaba iniciar un trabajo analítico.
Vista su tranquilidad y también su nivel de compren­
sión, se decidió conjuntamente cerrar aquí el caso, conside­
rándolo positivamente resuelto.

148
T ercera Parte
3.1.0
La interpretación

En esta parte final del presente trabajo quisiera tratar


algunos aspectos inmediatos de la técnica. En algún modo
nos hemos ocupado hasta ahora de la psicoterapia bajo el
aspecto de la “estrategia psicoterapéutica”, en tanto que de
aquí en adelante parece necesario esbozar los elementos
“tácticos” o, si queremos, los instrumentos más inmediatos
del trabajo terapéutico.
No cabe duda de que el instrumento fundamental del
trabajo psicoterapéutico es la interpretación, es decir,
aquella operación mediante la cual el psicoterapeuta trata
de ayudar al paciente para que comunique su propio in­
consciente.
Antes de profundizar este tema, querría hacer algunas
reflexiones introductorias. Interpretar, en sentido lato, co­
mo intento de penetrar en las cosas para aprehender los
nexos recíprocos, y como operación de atribución de signi­
ficado a las distintas realidades, pero siempre con referen­
cia a relaciones que entrevemos entre las cosas observadas
y un contexto más general, personal o interpersonal, es una
de las actividades humanas más frecuentes y espontáneas.
Pero aquí nos referimos a una forma específica de interpre^
tación, la interpretación psicoterapéutica. A fin de que ésta
sea metodológicamente correcta y al mismo tiempo con­
gruente con los fines de la psicoterapia, debe emplearse
sólo en el ámbito de un encuadre psicoterapéutico preciso.
Los motivos que justifican esta norma son muchos y,
diría yo, obvios. Me limitaré a señalar dos:
151
— Sólo en el ámbito de una relación precisa, en la
psicoterapéutica es posible instaurar y verificar el clima
emocional y la continuidad que permiten evaluar el mate­
rial que ha de interpretarse
— Además, sólo en un contexto muy definido es posi­
ble tener en cuenta la disponibilidad y la dificultad del
sujeto frente a las interpretaciones, como asimismo contro­
lar las tensiones contratransferenciales del psicoterapeuta.
Estos dos elementos son necesarios para que una interpre­
tación resulte fundamentada.

En este sentido, se hace evidente que la mala costum­


bre imperante en ciertos ambientes de interpretar en cual­
quier momento la actitud de los otros, como también el
abuso de este instrumento en los medios masivos, en parti­
cular los audiovisuales, no sólo es, a mi juicio, una gravísi­
ma incorrección ético-deontológica en la medida en que no
tiene en cuenta al sujeto y sus posibles reacciones, sino que
presta un pésimo servicio al psicoanálisis dando de él una
imagen superficial y falsa. Es, además, una actividad des­
tructiva, carente de todo fundamento y valor científico, y
perjudicial para quienes tienen necesidad de una terapia
psicoanalítica. Los psicoterapeutas tienen, pues, la grave
responsabilidad de ser extremadamente cautos y medidos
en la posible comprensión de las conductas de otro que
deriva de la formación que ellos poseen y de la información
psicoanalítica.
Mediante la interpretación el psicoterapeuta intenta
hacer consciente al paciente el nexo que existe entre algu­
na de sus manifestaciones, actitudes y vivencias, por una
parte, y la dinámica inconsciente, por la otra, “revelándole”
de esa manera nuevos significados de sí mismo y de la
experiencia propia.

3.1.1. Algunas características de la interpretación


La interpretación es una operación conceptual más
bien compleja y que requiere procedimientos lo más defi-
152
nidos posibles. Se trata, en efecto, de observar y captar el
significado del material que el paciente presenta; de con­
frontarlo con los elementos conscientes de éste, con los
datos biográficos disponibles y con los datos ambientales, y
de poner en evidencia la recíproca relación: en otros térmi­
nos, se trata de un proceso de inferencia. Levy (1963) pro­
pone distinguir dos niveles distintos en la actividad inter­
pretativa.
Un nivel, que él propone llamar semántico, en el cual
el material presentado por el paciente es tratado como un
conjunto de datos en bruto, que el psicoterapeuta reestruc­
tura por referencia al propio sistema lingüístico. Un segun­
do nivel, el nivel proposicional, en el cual, a la inversa, se
formulan aserciones vinculadas con la teoría de la persona­
lidad elegida de antemano. Esta teoría funciona entonces
como fuente de evaluación. En este nivel, pues, se da una
elaboración de los datos brutos, que no puede prescindir de
un objetivo específico como, según Levy, sucedería en
cualquier proceso de tratamiento de datos.
Por ejemplo, si un docente tiene en su clase un niño
disminuido del cual se ocupa con mucho cuidado y preocu­
pación, hasta limitar notablemente su libertad de movi­
miento o de juego, podemos utilizar estos datos de dos
maneras:
— Diciendo que la actitud del docente es de sobrepro­
tección, y entonces hacemos una interpretación semántica,
en la medida en que nos limitamos a reordenar los datos
según nuestro código lingüístico;
— Podemos agregar que este docente en realidad se
está defendiendo del niño disminuido y lo rechaza, y en
este caso habremos elaborado y evaluado estos datos, es
decir, habremos cumplido una interpretación proposicional.

Al primer nivel interpretativo hay que remitir todas las


explicaciones y esclarecimientos que a menudo hay que
proporcionar a los pacientes. Más que el descubrimiento de
nuevos nexos en la realidad y la conexión con la dinámica
inconsciente, la explicación y el esclarecimiento sirven
153
para ayudar y facilitar la comprensión por parte del pacien­
te, sea de cuanto ha vivido o está viviendo, sea de la rela­
ción entre estos elementos y el proceso psicoterapéutico en
su conjunto. Con frecuencia, pues, explicar y esclarecer
constituyen una premisa necesaria para pasar a las interpre­
taciones preposicionales.
Al segundo nivel pertenecen las interpretaciones que
comúnmente, y quizás con más propiedad, se plantean
como las interpretaciones psicoterapéuticas. Estas últimas,
para ser eficaces, deben tener su propia estructura lógica,
que incluya de alguna manera el término “porque” como
marca de la razón que ha guiado al psicoterapeuta a impedir
un determinado significado del material bajo examen (Ezs-
rael H., 1952). La fúndamentación de la interpretación le
confiere una fuerza particular y contribuye de manera esen­
cial a hacerla clara y lo más directa posible. Es también muy
importante que la interpretación sea expresada en la forma
más lineal posible. Considero que debe quedar en claro,
por la manera cómo la interpretación es presentada (por
supuesto, no sólo desde el punto de vista verbal, sino tam­
bién desde el punto de vista emocional) que se la hace con
la finalidad de ayudar al paciente no sólo a comprenderse
sino, especialmente en los casos más graves, a controlar la
angustia o a tolerar mejor los propios síntomas o sensacio­
nes penosas. En la medida en que la interpretación ponga
en relación un proceso inconsciente con el yo, ensanchán­
dole el campo de conciencia, suponemos que esto (es decir,
una mejor capacidad de controlar la angustia y una mejor
tolerancia de los síntomas-sensaciones penosas) se produ­
cirá (Fordham M., 1975). De todas maneras, es fundamental
actuar de modo que la interpretación no perjudique la
alianza terapéutica, pues ello pondría en riesgo la totalidad
del proceso terapéutico.

3.1.2. Reglas de la interpretación


Cómo interpretar es un problema que se presenta con­
tinuamente en la actividad psicoterapéutica, un problema
154
todavía no resuelto a pesar de los reiterados intentos de
formular reglas “seguras”. Es probable que sea imposible
darlas, pero sin embargo hay algunas en la cual coinciden
gran parte de los psicoterapeutas, y que por consiguiente
parecen tener cierto apoyo en la experiencia común. Cuan­
to diré aquí está dirigido a la sola interpretación verbal, y no
a la que el psicoterapeuta brinda mediante sus otros com­
portamientos.
Una primera regla es ofrecer las interpretaciones de la
forma más clara y simple posible, utilizando por ello un
lenguaje directo, libre de vocablos “técnicos” y de cons­
trucciones lógicas y sintácticas complejas, que de algún
modo puedan disminuir la evidencia o inducir un grado,
aunque sea mínimo, de ambigüedad. Sólo con estas condi­
ciones la interpretación no se presta para aumentar la difi­
cultad del paciente.
Una segunda regla es de no hacer interpretaciones para
las cuales el paciente todavía no está preparado. Mediante
esta regla se pretende, por una parte, invitar al psicotera­
peuta a que se asegure de que cuanto piensa comunicar está
presente, por lo menos, en el preconsciente del paciente, es
decir, que éste tenga una intuición, por vaga que sea. Esto
es necesario para evitar operaciones de intelectualización
que peijudicarían gravemente la posibilidad de vivir con
intensidad, desde el punto de vista emotivo los nuevos
significados que presentan las interpretaciones. Por otra
parte evita los efectos “choque” consistentes en una admi­
ración maravillada para con el terapeuta, que en general
recubren y alimentan una relación psicoterapéutica disfun­
cional. Es necesario que el paciente perciba con claridad y
viva el trabajo interpretativo como una actividad de pacien­
cia y de tesón, y no como el acto mágico de un prestidigita­
dor que saca conejos de la galera. En este sentido es útil
recordar que el psicoterapeuta no tiene de ninguna manera
obligación de interpretar todo, siempre, y a cualquier costa,
sino que debe saber elegir qué cosa, cómo y cuando inter­
pretar, en función de la disponibilidad emocional del pa­
ciente y el momento específico del proceso psicoterapéutico.
155
Finalmente, es indispensable que toda interpretación
se ponga en relación con el presente, con el hic et nunc que
el paciente está viviendo. Debido a ello, al hacer las inter­
pretaciones es necesario, según dije anteriormente, aguar­
dar y aprovechar el momento en el cual el paciente está
dispuesto y puede hacer esta conexión, sea en función de su
Situación psicodinámica o de las situaciones ambientales.
Si la interpretación no es enlazable de alguna manera con la
realidad del hic et nunc, en el mejor de los casos resultará
inútil.
Es una práctica establecida, desde la época de Freud,
no hacer interpretaciones cuando es manifiesto que el pa­
ciente tiene dificultad o resistencia a aceptarlas, o cuando
es evidente que el contexto en el cual se encuentra en ese
momento no le consiente ninguna conexión con la realidad.
A propósito de estas reglas quisiera hacer una aclara­
ción sobre el argumento de la profundidad de las interpre­
taciones. Parece que en los ambientes interesados en psico­
análisis ha surgido una especie de mito sobre el adjetivo
“profundo”, referido precisamente a la interpretación, la
cual sería nebulosamente reducible a no se sabe bien qué
colocación topológica en la psiquis de los contenidos in­
conscientes, un poco si se tratase de una galería en una
mina. Me parece que este tipo de expresiones y las fantasías
que las acompañan indican hasta qué punto resulta fasci­
nante y vital la presencia del inconsciente en cada uno de
nosotros, pero desde el punto de vista clínico carecen de
cualquier utilidad. Considero que una interpretación pue­
de llamarse más o menos profunda en la medida en que es
más o menos directa. Con esto intento decir que cuanto más
directamente apresa los nexos entre el material presentado
por el paciente y las problemáticas inconscientes de las
cuales es expresión; y cuanto en mayor medida todo esto es
comunicado y percibido vitalmente por el paciente de ma­
nera inmediata e intensa, tanto más puede decirse que una
interpretación es profunda.

3.1.3. Resistencia y elaboración


Es una experiencia común que, por más que el psieote-

156
rapeuta pueda plantear las interpretaciones en el momento
justo y según la modalidad técnica más correcta, éstas no
producen a veces ningún efecto sobre el paciente, o al
menos no producen el efecto previsto. En particular esto se
verifica cuando, después de haber recogido gran número
de observaciones y de haber percibido nexos recurrentes
que permiten identificar modalidades repetitivas y cons­
tantes de reacción por parte del paciente, surgidas a lo largo
de su existencia y que han producido experiencias seme­
jantes, el psicoterapeuta considera que ha llegado el mo­
mento de hacérselo notar al paciente. Asistimos con fre­
cuencia a una reacción entre la sorpresa y el desaliento,
como si el paciente “acusase el golpe”, aun cuando el
psicoterapeuta lineal y coherente, hasta el punto de que
debería saltar a la vista por obra de los hechos mismos; sin
embargo, la reacción emocional del paciente indica lo con­
trario. Sucede entonces que el paciente indica lo contrario.
Sucede entonces que el paciente, aun sin oponerse de
ninguna manera a la interpretación recibida (como si “no
entrara a evaluar el acierto de la interpretación misma”)
comienza a buscar otro modo para explicar los comporta­
mientos o los datos que el psicoterapeuta ha vinculado con
la interpretación propuesta. Tiende entonces a presentar
formas, a veces muy complejas, de justificación; propone
hipótesis diversas, piensa que no ha sido suficientemente
claro y parte a la búsqueda de nuevos recuerdos o de nue­
vos materiales que deberán servir para aclarar mejor o ha­
cer comprender exactamente al psicoterapeuta el verda­
dero núcleo del problema.
En estos momentos se ve con claridad que existe en el
paciente algo que le impide aceptar y hacer suya la inter­
pretación que se le propone.
El tipo de reacción que impide la aceptación de la
interpretación y el insight respecto de su contenido se
llama resistencia. Este término, muy frecuente en el len­
guaje psicoanalítico, lo he evitado hasta ahora porque com­
porta un grave riesgo. En la mayoría de los textos de psicoa­
nálisis que circulan se tiende a explicar la resistencia como
la reacción del paciente frente a una interpretación que en

157
la realidad o en un nivel profundo no quiere comprender o
aceptar. Aunque esto es indudablemente verdadero desde
el punto de vista psicoanalítico, sin embargo es fácil olvidar
que estamos hablando de un fenómeno inconsciente, y que
por lo tanto la expresión “no quiere entender” o “no quie­
ren en realidad aceptar” y otras semejantes están tomadas
en el significado simbólico e interpretativo que tienen en el
psicoanálisis. Se corre el riesgo, si no prestamos suficiente
atención a las propias reacciones contratransferenciales, de
“moralizar” en sentido superyoico la resistencia, atribu­
yéndole la responsabilidad al paciente y reforzando la difi­
cultad de relación, tanto con la propia psiquis inconsciente
como con el psicoterapeuta.
Si bien es cierto —según se dijo en otra parte de este
trabajo— que muchas veces fenómenos de tipo psicopato-
lógico pueden representar o permitir satisfacciones “se­
cundarias”, sin embargo todo este dinamismo está obvia­
mente lejos de la conciencia y de la percepción del pacien­
te. Por lo tanto, subrayar la dificultad en aceptar el significa­
do de los propios comportamientos inconscientes, atribu­
yéndolos de manera culpabilizante al yo del paciente, que
es la zona psíquica a la cual se dirige principalmente la
interpretación, sobre todo en la psicoterapia analítica bre­
ve, significa reforzar los síntomas y los mecanismos patoló­
gicos de defensa.
Referiré aquí algunos indicios de resistencia que, se­
gún la experiencia psicoanalítica, son los más frecuentes.
Un primer criterio indicado por Karl Menninger es el de
observar el orden con el cual el paciente presenta su propio
material. Si, por ejemplo, el paciente, partiendo de la reali­
dad, de las propias experiencias completas y preferible­
mente actuales, establece conexión con la experiencia psi-
eoterapéutica, logrando traer material de su experiencia
pasada y luego consigue retomar al examen de la realidad
concreta, se puede pensar que la marcha del proceso psico-
terapéutico es buena y está exenta de elementos de resis­
tencia. En cambio, cuando el paciente está demasiado liga­
do al análisis o a las experiencias pasadas y no logra ni partir
158
de la situación concreta ni remitirse a ella, sino que parece
como aprisionado entre la historia personal y el análisis, se
puede pensar que existen resistencias, y por consiguiente
iniciar un tipo distinto de intervención psicoterapéutica, es
decir, la elaboración, de la cual hablaremos en breve. Otro
ejemplo clásico de resistencia es el del paciente que repite
muchas veces en la psicoterapia la presentación de un
mismo material (por lo común un recuerdo de infancia,
pero a veces también un hecho más inmediato en el tiempo)
pero sin hacer ningún intento de comprensión y sin ningún
enriquecimiento real de los datos, ni informativos ni emo­
cionales.
Podemos, por último, encontrar pacientes que inte­
rrumpen el propio discurso siempre en un mismo punto,
giran en tomo de él, presentan siempre nuevas tentativas
de retomar en el pasado y... en el futuro elementos que
puedan hacer intuir algún conflicto, situación o recuerdo,
pero no logran nunca afrontarlo directamente. Un caso de
los más famosos y clásicos de esta clase de fenómenos es
precisamente la represión.
De todas maneras, frente a las resistencias es necesario
que el psicoterapeuta aplique una manera particular de
intervenir, a la que se denomina elaboración, es decir, un
trabajo paciente y ponderado sobre el material. Como he­
mos dicho al hablar del insight, muchos psicoanalistas con­
temporáneos, entre los cuales hay que mencionar en pri­
mer lugar a D. Rapaport, sostienen la hipótesis de que el
pensamiento puede de alguna manera volverse sobre sí
mismo y llegar así a la adquisición de nuevos espacios de
conciencia. Elaborar las resistencias e interpretarlas quiere
decir presentar y volver a presentar de manera diversa,
vinculándolo con experiencias diversas, empleando a ve­
ces un lenguaje distinto, el material presentado por el pa­
ciente, para que a éste le resulte posible comprender emo­
cionalmente en primer término que hay algo en él que se
opone (es decir, resiste) a la interpretación y al insight, y
luego buscar junto con el psicoterapeuta qué es eso que se
le opone. Muchas veces se tratará de un miedo, de una
159

i
inseguridad, o de otros estados de ánimo, expresados casi
siempre mediante la angustia, que indican la manera en que
el paciente se ha habituado con el correr del tiempo a
reaccionar de un modo determinado, aun sabiendo por
experiencia que éste no es adecuado. Y, a pesar de venir a la
psicoterapia como consecuencia de esta claridad de visión
teórica del problema, siente la posibilidad del cambio (cu­
yo carácter no logra, empero, ni siquiera imaginar) como
una amenaza, y por lo tanto como un peligro para su pseu-
doidentidad. La elaboración y la interpretación aunadas
deben servir para proporcionar al paciente elementos de
seguridad eficaces, para que pueda sentir en el interior de
la relación psicoterapéutica la energía suficiente para
arriesgarse al cambio que la interpretación solicita.
Creo oportuno recordar que la elaboración es uno de
los momentos más delicados, y más necesarios a la vez, de
todo el proceso psicoterapéutico, y traer a colación de ma­
nera especial el dicho de Freud de que el paciente debe
disponer de tiempo para sumergirse en la resistencia, que
el psicoterapeuta deberá demostrar la capacidad de escu­
char, de atención fluctuante y de ausencia de elementos
narcisísticos que permitirán a este tipo específico de técni­
ca psicoterapéutica ser uno de los factores más favorables
para la maduración y la formación dentro de la totalidad de
la experiencia analítica.

160
3.2.0
Los materiales analíticos

La interpretación, por su función singularísima y por


su papel heurístico, que en el psicoanálisis es fundante,
representa un tipo de instrumento absolutamente particu­
lar. Pero disponemos de otra serie de elementos, que llama­
ré aquí materiales analíticos porque tienen una doble confi­
guración: por una parte, representan materiales propia­
mente dichos que el paciente presenta y mediante los cua­
les contribuye a la construcción del proceso analítico; por la
otra, representan a veces un material a analizar, y por consi­
guiente son objeto de la interpretación, pero a veces son
también ellos mismos instrumentos que el psicoterapeuta
emplea en función del proceso analítico, como sucede con
la palabra o el silencio. Los materiales que se tratarán aquí
son los que con mayor frecuencia aporta el paciente en el
curso del trabajo psicoterapéutico y los más estudiados por
la investigación y la reflexión teórica del psicoterapeuta.
Es, sin embargo, muy importante tener presente que exis­
ten y pueden presentarse otros tipos de materiales, como
por ejemplo la técnica de las arenas, que tiene su papel y su
legitimidad en psicoterapia.

3.2.1. El hablar
Este aspecto de la técnica psicoterapéutica se da con
mucha facilidad por descontado o se lo ignora. Leyendo los
trabajos de técnica psicoterapéutica de matriz psicoanalíti-

161
ii
ca surge la importancia de que el psicoterapeuta sepa escu­
char y facilitar la comunicación por parte del paciente. A
propósito de este último, es precisamente cuando se subra­
ya el valor del hablar o dejar de hacerlo. El máximo interés
teórico por el hablar del psicoterapeuta se concentra en las
palabras para transmitir interpretaciones. Así es cómo sur­
gió el estereotipo del psicoterapeuta que unas veces es una
esfinge muda; otras, un oráculo, parco dispensador de pre­
ciosos monosílabos, como si una especie de personalidad
alejada diera garantías de la abstinencia, es decir, de la
famosa regla derivada de Freud.
En la actualidad este tipo de imagen tendría que ser
superado y la orientación sobre el problema del hablar por
parte del psicoterapeuta se ha ampliado notablemente
(Schafer R., 1974). Sea de esto lo que fuere, sostengo que en
psicoterapia analítica breve se exige también al psicotera­
peuta que sepa hablar. Como cualquier instrumento, éste
es conocido, dosificado y no... abusado, pero el hablar con
el paciente tiene aquí, a mi juicio, objetivos precisos: pro­
porcionar al paciente información que lo ayude a compren­
derse a sí mismo y las dinámicas relaciónales y situaciona-
les, para facilitar la recuperación y la ampliación de la
autonomía.
Otra función es la de facilitar un clima de reciprocidad
y de empatia, que se lo logra también mediante la manera
de presentarse y manifestarse “personalmente” el psicote­
rapeuta.
En lo referente al primer objetivo del hablar, tiene que
ver con una función que podríamos llamar “pedagógica”
del psicoterapeuta.
En la psicoterapia analítica breve se da una condición
de particular dificultad, debida a la falta de preparación que
la mayoría de los pacientes tiene para la psicoterapia, unida
a la brevedad del tiempo disponible para ella.
Este tipo de dificultad creemos que puede superarse
sobre todo mediante una alianza terapéutica basada sobre
motivaciones adecuadas. Ahora bien, esta alianza exige que
el paciente sienta alguna base de seguridad, que puede
162
llegarle si siente que el psicoterapeuta no lo juzga, y tam­
bién si comprende “qué se está haciendo” en el curso del
trabajo psicoterapéutico.
Para este fin sirve expresar en voz alta lo que se piensa
de cualquier hecho presentado por el paciente, en la posi­
ción real de no juzgamiento por parte del psicoterapeuta,
brindando al mismo tiempo informaciones metodológicas.
De esta manera el paciente tiene la posibilidad de seguir en
concreto la lógica psicoterapéutica y puede asimilarla como
para poderla usar luego como instrumento de comprensión
de la propia realidad psíquica, aun fuera de la psicoterapia.
Esto constituiría una ventaja no desdeñable de la experien­
cia psicoterapéutica.
No intento decir con esto que la psicoterapia debe
convertirse en una “lección” como sucedería, por ejemplo,
si frente a una reacción el psicoterapeuta dijese: “Esto le
sucede porque habiendo vivido usted esa experiencia de
manera negativa...”. Aunque cierta dosis de explicación,
según vimos anteriormente, es propedéutica y funcional
para la interpretación, me refiero aquí a los comentarios,
que, de hecho, mental y tácitamente hace cualquier psico­
terapeuta. Así, por ejemplo, frente a un paciente que se
lamenta de no poder alejarse de su casa sin ser acompañado
por alguien y no ve una conexión entre esta dificultad y el
recuerdo de que siendo niño lo mandaron una vez a jugar
solo fuera de la casa, en contra de lo acostumbrado, porque
su abuela se estaba muriendo, se nos puede ocurrir espon­
táneamente el siguiente pensamiento: “¡También, des­
pués de semejante experiencia!”. Ahora bien, comunicar
en voz alta este pensamiento, puede mostrar al paciente
que participamos enteramente en sus problemas y al mis­
mo tiempo “enseñarle” con nuestra manera de proceder la
importancia que tiene que también él considere con aten­
ción sus experiencias; pero por otra parte el tipo de cone­
xión que hemos logrado y que le comunicamos puede cons­
tituir una verdadera y adecuada iniciación en una manera
diversa de mirar y de poner en relación recíproca las expe­
riencias. Darse cuenta de qué manera piensa y reaceio-
163
na el psicoterapeuta y ver que no tiene necesidad de ocul­
tarlo es algo que contribuye mucho a que se instaure la
seguridad que es la premisa de una alianza terapéutica
válida.
El otro aspecto se refiere a la manera de hablar como
modo de expresarse en un nivel verdaderamente personal.
Un hábito derivado de la formación cultural y con frecuen­
cia también de la formación analítica, hace que sea muy
común en la práctica el uso de locuciones impersonales,
tendientes a excluir al psicoterapeuta como sujeto activa e
integralmente presente. De hecho, es muy distinto decir:
“Usted no se ha expresado claramente” o “Tal vez usted
quiso decir” y “Discúlpeme, pero no he comprendido.
¿ Quiere ayudarme a comprender mejor?”. El saber incluir­
se en el momento oportuno; presentarse como sujeto perso­
nal y no sólo profesional; hablar directamente, son todos
elementos que pueden facilitar una relación auténtica, es
decir, una experiencia que con demasiada frecuencia ha
faltado o no ha sido constructiva en lá vida de los pacientes.
Es obvio que tal procedimiento tiene sus riesgos; por
ejemplo, favorecer el uso de la intelectualización como
defensa o de llevar a un “debate” entre psicoterapeuta y
paciente, que se dedican entonces a discutir sobre pala­
bras, en vez de hacerlo sobre los contenidos. De todas
maneras, es un riesgo que vale la pena correr y que, final­
mente, puede ser empleado como una ocasión particular
para observar la manera como el yo se defiende. El único
tema que los autores desaconsejan tratar “hablando” en el
sentido anteriormente mencionado, es la transferencia
(Schafer R., 1974), y esto precisamente para evitar inducir
una “neurosis de transferencia” o cualquier modificación
de la terapia breve, motivada no por el análisis del conflicto
central y del yo, sino por la transferencia.

3.2.2. El callar
En una cultura como la nuestra, fundada de manera
164
predominante, y diría que casi prevaricante sobre el valor
de la palabra, es decir, del hablar, el silencio, acto de no
hablar, está en cierta manera fuera de lo común. Por otra
parte, dado que también en la formación para la psicotera­
pia la mayor parte del material didáctico empleado está igual­
mente fundado sobre la palabra, el silencio ha constituido
un problema, tanto más profundo y real cuanto más escasas
en realidad son las investigaciones y los estudios sobre el
tema (Cremerius J., 1971; Pinkus L., 1976).
Trataremos, por consiguiente, de ver los significados y
los usos del callar en el ámbito de la psicoterapia analítica
breve, tanto desde el punto de vista del psicoterapeuta
como desde el punto de vista del paciente.

3.2.3. Uso psicoterapéutico del callar


Veremos ante todo de qué manera el callar es un “ins­
trumento” que el psicoterapeuta debe emplear con pru­
dencia y a sabiendas, y cuáles son sus ventajas.
Ante todo, con el silencio es posible introducir de
manera inmediata lo específico del encuadre analítico, es
decir, una dimensión de escucha, un espacio disponible
para expresar y expresarse. Con neta diferenciación respec­
to de otros tipos de experiencia “médica” el paciente no es
preparado aquí para que aporte informaciones y luego
“presionado” a brindarlas de la manera más rápida y des­
carnada posible, ni tampoco se le solicita que se atenga a un
determinado argumento, para no hacer perder el tiempo
precioso del que lo escucha.
No; en la situación analítica, el ritmo que desde la
primera sesión caracteriza el encuentro pretende hacer
comprender al paciente que es él, mediante su grado de
participación, el que debe decidir cómo emplear el tiempo:
que su problema, o lo que él considera en ese momento
como relevante, tiene pleno derecho a ser escuchado y
discutido;.que nada de lo que forma parte de la experiencia
emocional humana carece de significado y de valor.
165
Un segundo uso del silencio por parte del psieotera-
peuta es para consentirse un espacio que tenga al mismo
tiempo función de protección y de elaboración.
Es indudable que durante el trabajo psicoterapéutico
puede alterarse el equilibrio emocional homeostático por
los distintos estímulos que surgen en el curso de la sesión.
En este caso, el “retirarse” a un espacio de silencio, cuando
se advierten modificaciones del propio equilibrio emocio­
nal, permite centrar la actividad sobre lo que está sucedien­
do mediante el único instrumento disponible para el psico-
terapeuta: el autoanálisis, es decir, la evaluación analítica
de la situación.
Creo que esta forma de protección de la funcionalidad
del propio sistema de personalidad, es decir, el saberse
“retirar” momentáneamente del campo de la interacción es
extremadamente necesaria para asegurar la higiene psíqui­
ca del terapeuta y para evitar dañosas operaciones proyecti-
vas sobre el paciente.
Pero, según dije, hay otro uso del silencio, el de crear
un espacio para la elaboración del material. Con mucha
frecuencia, antes de emplear el material presente en la
sesión —sobre todo cuando no es posible, por ejemplo,
postergar su utilización para la sesión siguiente— surge la
exigencia de una elaboración, que sólo es factible mediante
un retiro temporario de la situación. Esta operación permi­
te escuchar el eco emocional que determinado elemento
produce en nosotros, y permite sobre todo evaluar y decidir
los tipos, modos e intensidad de la intervención. Esto es
sobremanera importante en una terapia analítica breve,
donde todo tiende a adquirir significado e incidencia mayo­
res que en otras modalidades psicoterapéuticas, pues no
cuenta con la posibilidad de diluirse en la duración y suce­
sión del ritmo de un análisis.
Finalmente, el psicoterapeuta puede valerse del silen­
cio cada vez que resulta necesario comunicar al paciente la
necesidad de prestar atención a la situación emocional es­
pecífica. Puede tratarse de una dificultad momentánea de
hablar, de una manera preverbal que indica regresión o de
166
cualquier otro factor: con su silencio el psicoterapeuta se
propone siempre subrayar que existe un espacio y que el
paciente puede usar libremente de él, de la misma manera
como mediante el silencio se permite una fluctuación más
libre y por consiguiente la posibilidad de observación y
análisis de la angustia.

3.2.4. El silencio del paciente


En el psicoanálisis del yo el hablar es considerado
como una de las más importantes y delicadas funciones del
yo, y consiguientemente el no hablar es mirado como un
déficit o una falta de funcionalidad de la misma función.
Considerado más directamente en relación con el en­
cuadre psicoterapéutico, el hablar es una manera construc­
tiva de participar en el proceso analítico, un signo de acep­
tación de la alianza psicoterapéutica de la cual hablé ante­
riormente. El silencio, en cuanto no hablaf, tiende por
consiguiente a ser visto como un incumplimiento de aque­
lla alianza, aun cuando se trate de una sola sesión o de un
momento particular del proceso terapéutico, y el objetivo
que el psicoterapeuta se propone es ayudar al paciente para
que vuelva a hablar, y a veces, para que comience a hacerlo.
Sin embargo, como sucede con la mayor parte de los actos
humanos, el silencio tiene otras posibles significaciones
que van más allá de esta primera delimitación general de su
significado y que hay que considerar con mayor diferencia­
ción. Si podemos de hecho asumir el hablar como expresión
de un mayor control del yo sobre las dinámicas inconscien­
tes, es un índice de autonomía, aun cuando esto no debe
entenderse de manera absoluta.
Un primer trabajo del psicoterapeuta consiste en defi­
nir de alguna manera la modalidad del silencio. Es impor­
tante tratar de comprobar si los lapsos de silencio del pa­
ciente tienen alguna regularidad característica, por ejem­
plo, si suceden cada vez que se toca cierto tema o después
de un determinado tiempo de iniciada la sesión, o si están
167
distribuidos de manera más fortuita e independiente en el
curso de cada sesión y de un grupo de sesiones. En caso que
se dé una real regularidad de los lapsos de silencio en
relación con los temas tratados o con el tiempo de la sesión,
podemos pensar en un verdadero proceso de defensa, es­
tructurado de alguna manera, y entonces trataremos de
elaborarlo en función de ello.
Si, en cambio, el silencio es un hecho más episódico, se
tratará entonces de vez en cuando de esclarecer su signifi­
cado.
En lo referente a la psicoterapia breve, podemos enu­
merar algunos de los significados más frecuentes del silen­
cio.
U n primer significado es el de marcar una regresión, es
decir, el retomo a un estado preverbal. Pero esta regresión,
en el contexto general del proceso psicoterapéutico, puede
ser vista como patológica —y por ende como expresión de
una defensa arcaica del yo— o puede tener un significado
funcional. En este caso, que siempre hay que tener presen­
te, puede tratarse de una regresión funcional dentro del
intento de luchar por lograr hablar, trasladándose en la
fantasía a la edad en que el pasaje a la verbalización ha sido
más difícil y conflictivo.
Tenemos luego un silencio que tiene la función de
crear un espacio en tomo del paciente para que pueda
llevar a cabo una adaptación de las funciones del yo a las
nuevas situaciones emergentes del análisis terapéutico del
material presentado. Así, sucede con frecuencia que, des­
pués de haber escuchado una interpretación o de haber
intuido alguna conexión, el paciente parece alejarse en
cierta manera del encuadre mediante el empleo del silen­
cio. En realidad, este espacio de no hablar, que viene des­
pués de una incisividad de la palabra, no carente de agre­
sión (por lo menos percibida así por el paciente), le permite
revivir episodios, situaciones, experiencias y, por consi­
guiente, dentro de esta dimensión silenciosa y en alguna
manera “aislada”, consistente en revivir dentro del silen­
cio, probar si es capaz de cumplir adaptaciones que sean
168
distintas de las ya vividas y experimentadas como disfun­
cionales. Este tipo de silencio, indispensable para el proce­
so terapéutico, tiene que respetarse con sumo cuidado.
Podemos pensar, finalmente, en otra tercera clase de
1silencio, que tiene por función permitir una creatividad del
paciente.
Puede suceder que, al relatar experiencias, al recordar
sueños, o simplemente al colocarse en la situación psicote-
rapéutica, el paciente quede callado de improviso. Esto, a
veces, implica un particular modo de alejamiento, que ex­
presa una elaboración específica e intensa: la intuición de
algo nuevo y creativo en la propia dinámica psíquica. Aun­
que no es fácil de reconocer, también este tipo de silencio
representa un elemento precioso en la evolución psicodi-
námica, tanto del paciente como de la relación psicotera-
péutica.
Este tema, aunque me parece claro, no puede agotarse
en tan pocas características. Sin embargo, a propósito de él
se plantea una distinción muy importante entre la psicote­
rapia breve y la psicoterapia de plazo más extenso o llevada
con un esquema terapéutico distinto. La riqueza y plurali­
dad de los significados del callar, el que se lo trate como
defensa, en función de la transferencia, etcétera, son todas
dimensiones reales, pero que, a mi juicio, caen fuera de la
posibilidad y de la oportunidad interpretativa de una psico­
terapia breve.
Pienso, en cambio, que los escasos elementos propor­
cionados pueden ayudar concretamente a tener debida­
mente en cuenta y a saber usar este elemento, en el ámbito
de la técnica aquí presentada.

3.2.5. Comportamientos no verbales

Entre los factores llenos de significatividad para los


fines de la comprensión y de la interpretación terapéutica,
van adquiriendo una importancia cada vez mayor los así
169
llamados “comportamientos” o conductas “no verbales”
(Medi P. y colabr., 1975).
Ya Freud, al hablar del concepto del “actuar”, había
advertido que el proceso de pasaje y de comunicación entre
material inconsciente y conciencia no se producía sólo so­
bre las huellas de la reemergencia del recuerdo-palabra,
sino que había señalado la importancia de los actos fallidos
o de cualquier otra modalidad de comunicación no verbal.
El expresarse con conductas no verbales puede deberse a
múltiples razones: una dificultad de comunicación, de re­
sultas de la compleja dinámica de conflicto-defensa que
provoca una inhibición temporaria de la palabra; una parti­
cular intensidad emocional concomitante al reaflorar de un
recuerdo o de la toma de conciencia de un aspecto particu­
lar; o puede estar también ligado a una dinámica regresiva
de tipo oral. Observando los comportamientos no verbales,
se pueden obtener informaciones sobre la manera como el
sujeto se vive y se autopercibe, sobre el ritmo y las variacio­
nes de la emotividad, sobre las relaciones interpersonales.
Algunas veces, el comportamiento no verbal indica la
presencia de un contenido ideativo-emocional distinto, y
hasta divergente, respecto del que el paciente comunica
verbalmente.
Los autores que se han ocupado expresamente de este
problema mencionan la utilidad de disponer de “grillas”
de los comportamientos no verbales. Utilizaré aquí un con­
junto de estudios, entresacando de ellos los elementos que
me parecen más útiles para los fines del presente trabajo.
Dos son las categorías que parecen más adecuadas para
evaluar los comportamientos no verbales: comportamien­
tos autorreferidos y comportamientos comunicativos.
Los comportamientos no verbales autorreferidos son
gestos espontáneos que parecen exentos de intencionali­
dad comunicativa, y que de todas maneras no tienen un
equivalente verbal inmediato. Por ejemplo, manipular la
propia ropa, juguetear con objetos diversos, etcétera. Pare­
cería que este tipo de comportamiento precede e _ indica
situaciones conflictivas y aun de temor. Se los menciona
170
frecuentemente como conductas recurrentes que señalan
una dificultad de relación con el terapeuta, que el paciente
no encuentra manera o espacio para expresar.
También al comienzo de la sesión aparecen con fre­
cuencia gestos de autorreferencia, como expresión de te­
mor o de incertidumbre del paciente frente al desarrollo de
la sesión. Mahl (1968) relata la observación de que en este
último caso se trataba de sesiones en las que se hizo claro
posteriormente algo nuevo, importante o penoso. Parece
interesante la hipótesis de que este tipo de conductas tie­
ne un propósito de adaptación, igual que las defensas.
Los comportamientos no verbales comunicativos son
expresiones cuyo significado puede traducirse de manera
inmediata en un equivalente verbal, comprensible de ma­
nera general. Ejemplos de ello es la mímica del rostro
(arrugar la frente, levantar las cejas), sacudir la Cabeza,
etcétera. Estas conductas tienen el valor de una explicación
inmediata del estado de ánimo, o el de proponer un verda­
dero código personal de autocomunicación. Por ejemplo, el
mantener baja la cabeza o no mirar al terapeuta durante
algunas sesiones, para cambiar luego este comportamiento,
es una manera de comunicarse con el psicoterapeuta en un
nivel distinto del verbal. Con mucha frecuencia, este tipo
de comportamientos tiene una enorme importancia y pue­
den ser considerados como una retroalimentación verdade­
ra y propia de la situación psicoterapéutica.
Los estudios de que disponemos sobre este tema no
son, sin embargo, muchos, ni están suficientemente desa­
rrollados para proporcionar un código interpretativo de ta­
les gestos, como por ejemplo se ha hecho con los sueños.
De todas maneras, es suficiente tener presente su impor­
tancia, y tomarlos en cuenta, tratando, mediante la reflexión
sobre la propia experiencia, de construir para uso personal
un cuadro de referencia que permita su comprensión y
empleo terapéutico.

171
3.3.0
El sueño

La gravitación y el significado del sueño en la vida


psíquica, como también su particular aptitud para un enfo­
que interdisciplinario tanto teórico como aplicado han con­
firmado la validez de la intuición de Freud acerca de la
importancia inmensa del sueño como técnica de indaga­
ción de la personalidad. Es necesario, sin embargo, proce­
der a cierta revisión de las formulaciones teóricas origina­
rias y de las modalidades del uso clínico (Mecarley R. W.,
Hobson A., 1977).
En lo concerniente a la utilización del sueño en psico­
terapia analítica breve, el tema ha sido poco discutido, o se
ha preferido dejar este instrumento para el análisis propia­
mente dicho, individual o grupal (Small T., 1971; Ammon
G., 1974). No obstante, hubo siempre psicoterapeutas que
emplearon el sueño sistemáticamente en psicoterapia ana­
lítica breve y documentaron tanto las razones teóricas como
los resultados clínicos (Merril S., Cary G., 1975). Después
de los últimos estudios sobre el sueño, pienso que no existe
justificación alguna para no emplearlo en psicoterapia ana­
lítica breve, antes bien, muchas razones para hacerlo. En
primer lugar, el sueño proporciona al terapeuta una canti­
dad de informaciones que difícilmente se obtienen por otra
vía en tan poco tiempo, y nunca con las mismas cualidades
emocionales y relaciónales del sueño.
Mediante el relato de sus sueños, el paciente dispone
de una manera de colaborar activamente, de hacer una
contribución casi tangible al trabajo terapéutico, con lo
172
cual, en cierta medida, toma menos asimétrica y confirma la
alianza terapéutica. En caso contrario, se cuenta con un
material óptimo para conocer y comprender las dificultades
del paciente en la relación terapéutica, aun y especialmen­
te más allá de apariencias que podrían ser demasiado tran­
quilizantes. He observado frecuentemente que ladificutad
para recordar o relatar sueños después de situaciones tera­
péuticas particulares, como por ejemplo el rechazo de una
interpretación o el cambio neto de contenido en lo referen­
te al significado de un síntoma, tiene el valor de indicar
hasta qué punto esa área problemática o aquellos conflictos
no están maduros para ser afrontados y que la función de los
síntomas que lo expresan es todavía necesaria para el pa­
ciente, y que por ello los “respeta”. Se ha señalado también
el valor de abreacción que poseen los sueños y al mismo
tiempo su función para limitar el acting-out del paciente
brindándole para ello el espacio onírico (Khan M. R., 1972).

3.3.1. Cómo tratar el sueño

Aceptada la oportunidad y las ventajas que presenta la


utilización del sueño en psicoterapia breve, se plantea el
problema de cómo tratar el material onírico. Obviamente,
ello supone un conocimiento de los procesos oníricos, por
lo menos de aquellos que hoy día conocemos, unido a cierta
amplitud de experiencia en el campo psicoterapéutico.
Quiero presentar aquí una de las maneras de tratar el sueño
en psicoterapia analítica breve, que es bastante simple y
que ha demostrado al mismo tiempo ser funcional para este
tipo de técnica y tiene la ventaja de no activar dinámicas
que requieren tiempos y contextos distintos.
Una de las características actualmente reconocidas de
manera casi general es la de ser un “mensaje”, una forma de
comunicación del inconsciente. Ya en la segunda o tercera
sesión menciono al paciente esta función del sueño, ha­
ciéndole presente que, si lo desea, podrá relatarme los
sueños que tiene o los que considera que lo afectan más,

173
advirtiéndole, sin embargo, que examinaremos los sueños
que están especialmente ligados con el conflicto o con el
área problemática que hemos elegido para circunscribir
nuestro trabajo psicoterapéutico.
La primera vez que el paciente trae un sueño, le pido
que exponga el texto, es decir, que me relate el sueño tal
como lo recuerda, como si se tratara precisamente del texto
de un mensaje. Algunas veces, los pacientes temen no
recordar los sueños, y los escriben, o preguntan si pueden
escribirlos. En tal caso lo dejo a criterio de ellos, pues no he
advertido inconvenientes. Una vez que el paciente ha refe­
rido cuanto recuerda, lo invito a comunicarme el contexto
del mensaje, es decir, le pido que me indique con qué
experiencia concreta o con qué recuerdo (puede ser tam­
bién cultural, histórico, emocional) se podrían conectar o la
ambientación del sueño (lugar, momento, situación emo­
cional del conjunto) o sus elementos componentes (perso­
najes, flores, colores, etcétera). Este tipo de elaboración,
que procede mediante recuerdos, analogías y asociaciones,
trato de desarrollarlo hasta que el significado del sueño
resulte evidente. En ese momento intento proporcionar al
paciente —haciéndolo participar lo más posible— una sín­
tesis explicativa y comprensiva del “mensaje” onírico.
Para esta utilización y tratamiento del sueño, cuya clara
finalidad es obtener las ventajas de las que hablé anterior­
mente, evitando a la vez rozar temáticas no previstas en la
estrategia psicoterapéutica breve (por ejemplo, las que po­
drían inducir una neurosis de transferencia) hay que tomar
en cuenta las siguientes indicaciones:
a) La atención del psicoterapeuta se centra en el conte­
nido manifiesto del sueño. Esto, sin embargo, no implica
que el examen sea superficial, ya que se ha demostrado la
no equivalencia del contenido latente y el contenido pro­
fundo (Jones R., 1970).
b) Es imposible sostener que cualquier sueño sea la
realización de un deseo, aun cuando ciertamente es —y así
lo planteo y lo uso— un modo privilegiado de conocer los
174
niveles de homeostasis entre el yo y el inconsciente y los
modos más inmediatos e instintivos con que la persona
vive sus problemas. Por último, lo considero un útilísimo
feed-back del funcionamiento del proceso terapéutico, en
especial cuando no me resulta claro y suficientemente claro.
c) Para alcanzar .estos objetivos considero oportuno
evitar el empleo de material onírico referido a la transferen­
cia, e intento más bien, según la práctica recomendada por
R. Jones (1970), utilizar las informaciones refiriéndolas de
manera general a las situaciones de la vida del paciente en
las que los elementos significativos del sueño tienen carac­
terísticas similares, o en las que el paciente desempeña el
mismo papel.

Un ejemplo tal vez ayude a la comprensión de este


método.
A) es una joven de 19 años, estudiante de primer año de
ciencias naturales, que inicia la psicoterapia porque le es
imposible estudiar (lo que sí hacía antes), pues es incapaz
de concentrarse y de recordar lo que lee u oye. Tiene éxito,
en cambio, en otros trabajos, y logra mantenerse y costear
sus estudios, ya que su familia no reside en la ciudad sede
de la universidad, como también solventarse la psicotera­
pia. Su trabajo es la jardinería, y se ocupa de curar plantas a
domicilio.
Sus relaciones con la familia y sus amigos son, según me
informa, buenas. Las motivaciones para el estudio son váli­
das, y A. parece estar bien ambientada. El diagnóstico no
revela ningún elemento claramente disfuncional fuera de
los síntomas mencionados, salvo quizás una relación un
poco demasiado buena con el padre. Se convino un ciclo de
psicoterapia breve de ocho sesiones, una por semana. A la
tercera sesión, A. relató el siguiente sueño:
Texto: “Me encontraba encima de un puente (¿o un
pasaje?) que unía dos construcciones, dos palacios, y no
sabía bien a dónde ir. Pero tenía la sensación de que en uno
175
de ellos había alguien que me necesitaba, y que posible­
mente me estaba llamando”. Me desperté sobresaltada.
Contexto: “El puente me recuerda uno que está cerca
de mi casa y que permite pasar el canal para ir a la playa. Es
un puente levadizo, que deja pasar las embarcaciones. El
palacio donde habita mi familia está del otro lado del puen­
te y mira hacia la tierra, no hacia la playa. Pero enfrente de
él no existe ningún otro palacio.
Le pregunto a la paciente si en la playa no hay ninguna
construcción de cierto tamaño que pueda, aunque sea de
lejos, ser confundida con un palacio. La paciente recuerda
entonces que hay un establecimiento balneario “de lujo”,
al cual iba a veces a bailar. Profundizando las informacio­
nes sobre el baile, resulta que A., aunque tiene dos herma­
nas un poco mayores que ella, experimentaba extrañas sen­
saciones, como de tristeza, cuando iba a bailar, por dejar
solo a su padre. Le pido que precise mejor ese recuerdo, y
me dice que sus padres no se llevaban bien. No me había
hablado de ello porque no pensaba que tuviera que ver con
su problema, sobre todo porque se trata de un hecho recien­
te, ligado con la decisión del padre de no aceptar una
propuesta de promoción en el trabajo porque implicaba un
traslado. Los padres nunca habían discutido vehemente­
mente el tema, o por lo menos, no delante de los hijos. Pese
a ello, a partir de ese día la atmósfera de la casa había
cambiado, y como ambos hermanos apoyaban claramente a
la madre, ella sentía ser la única que sostenía a su padre. A
partir de esta manifestación fue fácil comprender conjunta­
mente que su situación universitaria, ya fuera porque ella
se encontraba bien allí (un ambiente animado y hasta... de
lujo, como el establecimiento balneario de su ciudad), ya
porque la había alejado del problema, era fuente de un
conflicto inconsciente que, ni la actitud de respeto y hasta
de aliento para que siguiera su camino por parte de su
padre, ni el hecho de ser independiente económicamente
(y probablemente esta razón era una tentativa de racionali­
zación que no daba resultado) habían podido evitar. Pres-
176
cindiendo de la manera como fue utilizado este sueño,
quiero destacar el método empleado: la paciente expone el
texto, que es aceptado tal cual, sin críticas. Luego, el con­
texto. El terapeuta interviene activamente ayudándola a
valorizar todos los elementos, hasta que se logra obtener un
mensaje comprensible y, por lo tanto, terapéuticamente
utilizable.

177
12
3.4.0
Psicofármacos y psicoterapia

Como es frecuente que el psicólogo tenga que colabo­


rar con médicos, especialmente en las instituciones socio-
sanitarias, surge el problema de la actitud que hay que
tomar respecto del uso de los psicofármacos y de la posible
interferencia que éstos ocasionan en la psicoterapia. A pe­
sar de que con frecuencia los psicoterapeutas manifiestan
un rechazo tajante frente al uso de los psicofármacos por
parte de sus pacientes (que probablemente haya que rela­
cionar con la actitud médica correspondiente en lo referen­
te a la psicoterapia), ya Freud (1940) había intuido la impor­
tancia, y ocasionalmente la necesidad, de su empleo en la
cura de las perturbaciones psíquicas. La hipótesis óptima
sería la de una situación en la cual las decisiones terapéuti­
cas se toman después de discusiones y decisiones en co­
mún de todos los integrantes del equipo que actúa en la
institución sociosanitaria. En cualquier caso haría falta ac­
tuar de manera que las prevenciones recíprocas, y todavía
hoy frecuentes, con la competitividad que ocultan, no se
actúe valiéndose del paciente.
Un primer elemento es la ayuda concreta que puede
brindar el psicólogo al médico en el plano clínico en lo
referente a la prescripción de fármacos psicotrópicos. De
hecho, esta clase de fármacos tiene por objetivo modificar
algunos procesos psicológicos y las vivencias respectivas,
actuando en el nivel del sustrato biológico y de la dimen­
sión bioquímica. En términos psicodinámicos, esperamos
de los psicofármacos una acción selectiva, que estimule,
178
favorezca y potencie las estructuras del yo, facilitando las
condiciones para la reinstauración de un equilibrio ho-
meostático. Ahora bien, me parece evidente que, por lo
menos en el plano teórico y teniendo presente tanto los
límites de la psicología como de la neuropsicofarmacología,
cuanto más claramente esté el psicólogo en condiciones de
comprender e ilustrar al médico en cuanto a las funciones
del yo que están perturbadas, y qué tipos de procesos están
por debajo de la sintomatología que presenta el paciente,
tanto más consciente y directa (y por consiguiente, tanto
más incisiva y eficaz) podrá ser la elección del fármaco. Por
otra parte, es conocido que, además de otros efectos estre­
chamente ligados a la sustancia psicotrópica, existe una
manera de vivir el fármaco que produce efectos colaterales
de naturaleza psíquica, que van desde el efecto placebo
hasta los de tipo paradojal.
Desde el punto de vista de su incidencia sobre el
proceso psicoterapéutico es importante analizar la manera
como el paciente vive el fármaco, sea para evitar formas de
dependencia (y que el fármaco se convierta en el equiva­
lente de una droga), sea para comprender cuál es la función
que cumple en la economía psíquica del páctente. Un pri­
mer riesgo es que el paciente utilice el fármaco como modo
de comparación de la eficacia de las “dos” psicoterapias (la
psicológica y la farmacológica), poniendo en contraposi­
ción simultáneamente a los respectivos representantes. Se
trata aquí, por lo general, de un acting-out, es decir, de una
fuga de la situación psicoterapéutica y, por consiguiente,
de una búsqueda de intervención casi siempre mágica y
desresponsabilizante, ligada con las necesidades y deseos
de dependencia infantil.
Según el tipo de fármaco, sus efectos reales y la modali­
dad de su administración, el paciente puede utilizarlo co­
mo sustitución de una realidad concreta sobre la que pro­
yectar fantasías y deseos. Así, un preparado que se suminis­
tre por vía bucal representa frecuentemente el equivalente
de fantasías y necesidades de oralidad, de identidad que
hay que incorporar (por ejemplo, la fuerza del que conoce
179
el secreto del fármaco y puede dispensarlo), de la misma
manera como un preparado que se administre por vía pa-
renteral puede ser ligado con niveles anales, en que el
fármaco se convierte en fuerza e irrumpe en la personalidad.
Al término de estas anotaciones falta subrayar el hecho
de que psicoterapia y farmacología con frecuencia tienen
que cumplir una acción sinérgica en la relación con el
paciente. El uso del fármaco y su utilización psicodinámi-
ca, sobre todo inconsciente, puede y debe ser comprendida
como un material de análisis.

180
3.5.0
La terminación de la
relación terapéutica

Es una experiencia común que terminar una psicotera­


pia es un momento sumamente delicado. En términos ge­
nerales, se pregunta cuándo y cómo terminar un proceso
tan particular. Las respuestas que se han dado son muy
distintas entre sí y muy parciales. Los psicoterapeutas que
se filian con la escuela psicoanalítica del yo toman como
referencia la fase en que el sujeto ha alcanzado ya una
autonomía suficiente, que le permite operaciones funcio­
nales de neutralización y de canalización de la energía
psíquica. Este punto de referencia, aun cuando conceptual­
mente es exacto, presenta en la práctica clínica mucha
dificultad y con frecuencia inseguridades, ya que lo que
se pregunta es no sólo cuál es el estado actual de autonomía
del paciente, sino también su consistencia, y por consi­
guiente su capacidad de resistir nuevas tensiones emocio­
nales que puedan presentarse.
Desde el punto de vista de la psicoterapia analítica
breve, “cuándo” terminar las sesiones es algo que en cierta
medida está preestablecido, como se dijo. Pero adquiere un
valor específico el cómo terminar la relación. Es común, en
efecto, que el paciente trate de anticipar la terminación de
la terapia para evitar la frustración que implica la separa­
ción y, por consiguiente, actúe las fantasías conectadas con
la angustia de separación. Esto puede algunas veces poner
en cuestión la totalidad del trabajo psicoterapéutico, tanto
en el sentido de que el paciente muestre una mejoría pre­
coz y, diría yo, sorprendente (que en realidad es el resulta­

181
do de procesos de defensa contra la angustia de separa­
ción), mediante la negación de los síntomas, para demostrar
que ya se encuentra bien y que no hay razón para proseguir
la psicoterapia, o mediante una continua producción de
nuevos materiales, para hacer imposible el análisis, y por
Consiguiente el respeto del programa terapéutico.
En principio, en el ámbito de la psicoterapia analítica
breve es oportuno atenerse al programa convenido, tratan­
do de explicar y hacer comprender al paciente sus intentos
de defensa.
Por lo común, creo que la última sesión debe dedicarse
a verificar las hipótesis establecidas en común durante la
fase diagnóstica, asignando particular importancia a poner
al paciente en condiciones de comprender el trayecto reco­
rrido, las modificaciones obtenidas, los rasgos más estables
y consolidados de su personalidad. En cierto sentido, el
paciente tiene que llegar a valorizar al máximo su experien­
cia como un potencial que tendrá manera de utilizar él
mismo en el futuro. Para este fin, es muy importante llegar a
conectar la experiencia psicoterapéutica que está en trance
de terminar, con los sucesivos programas, tanto en el caso
en que éstos prevean una continuación bajo la forma de
psicoanálisis o que sean concluyentes, de manera que el
paciente tiene que descubrir y valorizar por sí mismo su
significado pleno.
Considero muy práctico y fundado el consejo de F.
Alexander (1959) de hacer presente al paciente que las
semanas siguientes a la terminación de la psicoterapia tie­
nen que ser vistas como una convalecencia. Se trata,
por consiguiente, de una fase delicada, en la cual hay que
estar preparado para distintas eventualidades, entre ellas,
una particular reactividad a los estímulos ansiógenos y a la
posibilidad de una recaída, es decir, de una reaparición de
los síntomas. El que se lo informe de esta posibilidad es
algo que el paciente la mayoría de las veces percibe como
un acto de confianza por parte del psicoterapeuta y que al
mismo tiempo permite una anticipación de procesos defen­
sivos funcionales al servicio del yo. Simbólicamente, el
182
paciente tiene que vivir una experiencia de restitución de
algo que es suyo, y al mismo tiempo comprender que lo que
permitió esta restitución fue un proceso de reciprocidad.
Cuando surgen dificultades graves, éstas se deben casi
siempre al hecho de que se ha instaurado una dinámica
transferencial distinta, por su intensidad y/o modalidad, de
la que es congruente con este tipo de psicoterapia. En estos
casos es muy difícil dar indicaciones que sean válidas de
una manera general. Será necesario decidir caso por caso,
pero la advertencia de recordar que la primera solución que
se presenta en la mente del terapeuta, es decir, la de prolon­
gar la terapia para trabajar sobre la transferencia e intentar
resolverla, no es necesariamente la mejor, sino que puede
ser muy riesgosa, sobre todo si el psicoterapeuta, por no
esperar esta reacción, no había tenido conciencia adecuada
de la situación. En definitiva, sobre todo en psicoterapia
breve, si la fase diagnóstica se ha llevado correctamente, y
si en el curso de la psicoterapia nos atenemos a los criterios
descritos al formular la estrategia de intervención, sobre
todo en lo concerniente a las motivaciones, será probable
que la relación llegue a su fase final como resultado de una
maduración del paciente, y ésta será la mejor confirmación^
de la constructividad del trabajo efectuado.

183
Conclusión

Mientras escribía este libro tuve conciencia de que


pude dar una imagen de la psicoterapia analítica breve
como algo muy complejo y en cierta medida trabajoso:
demasiado frío y racional.
En realidad, no es así. Mi experiencia personal, como
por cierto la de quienes practican la psicoterapia analítica
en todas sus modalidades, confirma lo amplio que es el
espacio de creatividad y de riqueza emocional de esta acti­
vidad.
Sin embargo, estoy convencido de que, cuanto más
conocida y preparada sea una intervención psicoterapéuti-
ca en sus dimensiones teórico-clínicas (es decir, cuanto más
claros sean los confines de la técnica que se emplea), tanto
más la capacidad, la seguridad y la utilidad de emplearla se
convierte en sostén y garantía de la originalidad y la creati­
vidad de cada terapeuta individual. Por todas partes, en
mayor o menor medida, surgen innumerables formas de
actividad dirigidas a la psiquis y que reciben todas el nom­
bre de “psicoterapia”. Esto es un grave perjuicio, sea para
los usuarios, que muchas veces carecen de información y
son impulsados sólo por la urgencia de la propia problemá­
tica y del sufrimiento personal, por lo cual buscan ayuda en
cualquier espacio que se les presente como accesible y
fértil en promesas terapéuticas; sea para la psicología clíni­
ca y a la psicoterapia como forma de conocimiento científi­
co, desde el momento en que precisamente la carencia de,
fundamentos teóricos —y por lo tanto de la posibilidad
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misma de reflexión clínica sobre los distintos datos— impo­
sibilita dar razón tanto de los fracasos como de los éxitos.
Hasta qué punto esto sea favorable al reclamo, siem­
pre latente, de una organicidad del hecho psíquico, supera­
da cultüralmente pero siempre presente, como también a la
trivialización colectiva de las realidades psíquicas, sobre
todo inconscientes y por motivos fácilmente intuibles, creo
que nadie puede negarlo.
La responsabilidad de cuantos eligen hoy día como
profesión la de ser psicoterapeuta exige, a mi juicio, que esa
elección incluya también la de una teoría de la personali­
dad, dé su salud y de su falta de salud y —para expresarlo
con los términos empleados anteriormente por mí— de ser
o no funcional en cuanto sistema. Con niveles diversos de
experimentación y de investigación clínica y de teoría,
actualmente son más de una las posibles teorías suscepti­
bles de ser tomadas en consideración. En cierto sentido,
hasta diré que es indiferente “cuál” sea esa teoría. Siempre
y cuando el terapeuta tenga conciencia de las responsabili­
dades sociales de su elección o de su omisión.
He presentado aquí un tipo particular de estrategia y
de técnica psicoterapéutica ligada con el psicoanálisis, y
creo haber justificado suficientemente esta eleeción.
Si, al terminar el trabajo con este libro, el lector piensa
haber adquirido una lógica de la intervención psicoanalíti-
ca; si logra aplicarla a otras técnicas y a otras teorías; si sobre
la base de esta lógica que cree haber adquirido descubre
nuevas formas de creatividad terapéutica, hasta, llegando al
límite, desarmar pieza por pieza este trabajo, entonces diré
que ha adquirido una nueva posibilidad de autonomía y un
acierto metodológico. Lo cual es suficiente para justificar el
empeño y el esfuerzo que este trabajo me ha demandado.

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