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Barbara Potthast
Madres, obreras, amantes...
Protagonismo femenino
en la historia de América Latina
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TIEMPO EMULADO
HISTORIA DE AMÉRICA Y ESPAÑA
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La cita de Cervantes que convierte a la historia en «madre de la verdad,


émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejem-
plo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir», cita que Borges
reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su «Pierre
Menard, autor del Quijote», nos sirve para dar nombre a esta colección
de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad
de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se expli-
can mutuamente las historias paralelas de América y España.

Consejo editorial de la colección:

Walther L. Bernecker
(Universität Erlangen-Nürnberg)
Elena Hernández Sandoica
(Universidad Complutense de Madrid)
Clara E. Lida
(El Colegio de México)
Rosa María Martínez de Codes
(Universidad Complutense de Madrid)
Jean Piel
(Université Paris VII)
Barbara Potthast
(Universität zu Köln)
Hilda Sabato
(Universidad de Buenos Aires)
Nigel Townson
(Universidad Complutense de Madrid)
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Barbara Potthast

MADR ES , O BRERA S ,
AM A N TES . . .
Protagonismo femenino en la historia
de América Latina

Traducción de Jorge Luis Acanda

IBEROAMERICANA - VERVUERT
BONILLA ARTIGAS EDITORES
2010
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Título original:
Von Müttern und Machos. Eine Geschichte der Frauen Lateinamerikas.
© del original en alemán: Peter Hammer Verlag Wuppertal

Die Übersetzung dieses Werkes wurde vom Goethe-Institut gefördert


aus Mitteln des Auswärtigen Amtes.

La traducción de esta obra fue subvencionada por el Goethe-Institut con recursos


del Ministerio de Asuntos Exteriores de la República Federal de Alemania.

La presente obra ha sido editada con subvención del Instituto de la Mujer


(Ministerio de Igualdad)

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© Bonilla Artigas Editores, S. A. de C.V., 2010


Cerro Tres Marías # 354
Col. Campestre Churubusco, C.P. 04200 México, D.F.

ISBN 978-84-8489-515-2 (Iberoamericana)


ISBN 978-3-86527-558-5 (Vervuert)
ISBN 978-607-7588-28-3 (Bonilla Artigas)

Depósito Legal:

Cubierta: Carlos Zamora. Imagen de la cubierta: Anónimo, Perú alrededor de 1860


© Museum Ludwig Köln / Sammlung AGFA

Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.


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ÍNDICE

PREFACIO A LA EDICIÓN EN ESPAÑOL . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

CAPÍTULO 1. LAS MUJERES INDÍGENAS Y LA CONQUISTA DE AMÉRICA 11


Las mujeres en el imperio azteca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 12
Perú . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24
La región de La Plata . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37

CAPÍTULO 2. LA SOCIEDAD COLONIAL . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47


El «bagaje cultural» del conquistador español y el nuevo orden
social en América . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
Las mujeres españolas y la «política familiar» de la Corona . . . . . 58
El marco jurídico: patria potestad, dote y herencia . . . . . . . . . . . . 73
Honor y sexualidad, amor y matrimonio en el cambio de la
sociedad colonial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81
Educación, instrucción, «mejoramiento» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97

CAPÍTULO 3. EL PAPEL DE LAS MUJERES EN LA ECONOMÍA . . . . . . . . . 115


Las mujeres de la élite económica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117
La vida en el campo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127
Mujeres inmigrantes en las ciudades . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139
Esclavas en las sociedades de plantación de las islas del Caribe . . 144

CAPÍTULO 4. DE COLONIAS A REPÚBLICAS: LAS CONSECUENCIAS DE LA


MODERNIZACIÓN ECONÓMICA Y POLÍTICA DEL SIGLO XIX . . . . . . . 159
Heroínas incómodas: el movimiento independentista . . . . . . . . . . 159
Los patriarcas y las mujeres cabezas de hogar. Las transformaciones
en las estructuras del hogar y la familia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 174
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Las obreras de las fábricas, las prostitutas y la «moral pública» . . 189


De esclavas a empleadas domésticas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 200
La educación femenina en el siglo XIX . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 215

CAPÍTULO 5. CIUDADANAS Y REVOLUCIONARIAS: LAS POSICIONES


POLÍTICAS DE LAS MUJERES EN EL SIGLO XX . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229
Los comienzos del movimiento feminista latinoamericano . . . . . 231
Soldaderas y feministas en la Revolución mexicana . . . . . . . . . . . . 246
Eva Perón y la «revolución peronista» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 261
La Revolución cubana: las mujeres en el socialismo «realmente
existente» (caribeño) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 283
Desde Cuba y Bolivia hasta Nicaragua y México: la larga marcha
de las guerrilleras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 294

CAPÍTULO 6. EL NUEVO MOVIMIENTO FEMENINO . . . . . . . . . . . . . . . . 307


Madres y cacerolas: la resistencia civil contra las dictaduras
militares de los años setenta y el proceso de democratización de
los años ochenta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 320
Las mujeres en el proceso de (re)democratización . . . . . . . . . . . . . 321
«Si me permiten hablar», sobre las dificultades en el manejo de la
literatura de testimonio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 339

CAPÍTULO 7. MUJERES Y MADRES; HOMBRES Y MACHOS.


REPRESENTACIONES DE FEMINIDAD Y HOMBRÍA EN AMÉRICA
LATINA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 353

ENSAYO BIBLIOGRÁFICO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 365


Exposición general. Las mujeres en la bibliografía de carácter
general . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 365
Estudios de género . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 366
Antologías sobre las mujeres en América Latina . . . . . . . . . . . . . . 367
Exposiciones generales sobre la historia de las mujeres en
América Latina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 368
Historias de familia e historias cotidianas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 369
Bibliografía para profundizar en el estudio en cada uno de los
capítulos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 371

Referencias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 391
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PREFACIO A LA EDICIÓN EN ESPAÑOL

E
vita Perón, la premio Nobel de la paz Rigoberta Menchú, las
Madres de Plaza de Mayo, o Tania «la Guerrillera», ¿es casua-
lidad que en las últimas décadas, precisamente en el «continen-
te de los machos», tantas mujeres hayan alcanzado reconocimiento
internacional o al menos visibilidad? ¿Y qué es lo que vincula entre sí
a estas mujeres por otra parte muy diferentes? Evita es una argentina
procedente de los sectores humildes, que ascendió y se convirtió en la
muy admirada y poderosa esposa del presidente, pero que hoy es
conocida sobre todo como la protagonista de un musical y de varios
filmes. Las «Madres» son en su mayoría mujeres de los sectores
medios, que se enfrentaron a la brutal dictadura militar argentina en
los años setenta. Rigoberta Menchú es una mujer maya de Guatemala,
que llamó la atención sobre el destino de su pueblo, castigado por la
represión y el racismo en su país. Finalmente, Tania es una alemana
que se crió en Argentina, y se hizo famosa como compañera de lucha
y de destino del Che Guevara. ¿Es una casualidad que en América
Latina haya tantas mujeres prominentes y políticamente comprometi-
das? ¿Existe para ello un fundamento histórico? La lista de mujeres
famosas de la época colonial puede comenzar con la Malinche o
Malintzin, la traductora y amante indígena de Hernán Cortés, que fue
convertida en el siglo XX tanto en el símbolo de la traición a su propio
pueblo como, por el contrario, del comienzo de una nueva nación
mestiza. Las personas interesadas en la literatura conocen a Sor Juana
Inés de la Cruz, monja y escritora, una de las figuras con mayor for-

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mación cultural del siglo XVII, lo cual no fue óbice para que, al final, se
estrellara contra los límites que en ese tiempo les habían sido impues-
tas a las mujeres.
Mujeres nobles y pertenecientes a la burguesía, indígenas y escla-
vas, empleadas domésticas y obreras de una fábrica: todas ellas
encuentran en este libro su lugar y —hasta donde lo permiten las fuen-
tes— toman la palabra. Pues a pesar de todas las diferencias entre sus
vidas, a estas mujeres las une sin embargo una historia latinoamerica-
na específica, que se expresa en los roles de género. Al ideal supremo
del ama de casa y madre virtuosa y angelical se le contrapone no sólo
la imagen del «macho», dispuesto a la violencia y con poca responsa-
bilidad social, sino también una realidad social que a veces difiere en
forma considerable de estos estereotipos. Pese a todo, también las
representaciones ideales y las normas tienen una influencia en la vida
cotidiana, provocan efectos, y este libro trata sobre ambos. Los temas
centrales de la historia de las mujeres y de la familia en América Lati-
na han sido abordados aquí tomando como ejemplo una región, un
Estado o un destino individual. También se trata sobre los hombres,
pero la atención principal está puesta en las mujeres.
Como no puede dejar de ser en una obra sobre un tema tan amplio,
ésta tiene sus lagunas y no he podido abordar todos los temas ni todos
los aspectos de los temas tratados, pero la técnica de patchwork que se
usó, tal vez ayude para entender la «diversidad en la unidad», como lo
expresa un lema importante del movimiento feminista.
Me produce una especial alegría que ahora mi libro aparezca publi-
cado en español, y espero que pueda llegar a los lectores interesados en
este tema. La traducción de un libro escrito hace ya varios años cons-
tituye siempre una empresa ambivalente, en tanto se puede utilizar la
oportunidad que brinda esa traducción para introducir cambios en el
texto original, a partir de nuevos desarrollos acaecidos y de la consul-
ta de nueva bibliografía. Con esto, no obstante, hubiese escrito otro
libro, por lo que me limité a realizar sólo pequeños cambios. Única-
mente la sección sobre la cultura femenina en el siglo XIX y el capítulo
que trata de las representaciones sobre la feminidad y la masculinidad,
fueron objeto de una reelaboración profunda, pues en el tiempo trans-
currido desde la aparición de la edición original en alemán, se habían
realizado avances importantes en la investigación sobre este tema.
También el ensayo bibliográfico fue reelaborado, abarcando un espec-
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PREFACIO A L A ED IC IÓ N EN E S P A Ñ OL 9

tro mayor de libros publicados en español o traducidos a ese idioma


desde el inglés u otras lenguas. Mi propósito fue, sobre todo, introdu-
cir las nuevas publicaciones más importantes, que no habían podido
ser tenidas en cuenta en la edición original. Teniendo en cuenta la can-
tidad inabarcable de publicaciones sobre este tema aparecidas en estos
años, un ensayo bibliográfico de este tipo necesariamente implica
hacer una selección, condicionada no sólo por prioridades científicas,
sino también personales. Intenté, sobre todo, presentar textos que
tuvieran un carácter general y abarcador, y que también fueran accesi-
bles al lector común. Los especialistas en esta materia no necesitan de
esto para encontrar, por sí mismos, la bibliografía correspondiente, y
espero que me disculpen si no he incluido algún texto que ellos consi-
deren importante.

Colonia, verano de 2010 Barbara Potthast


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Felipe Guaman Poma de Ayala, Nueva Coronica y buen gobierno


© Det Kongelige Bibliotek, Copenhague
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CAPÍTULO 1
LAS MUJERES INDÍGENAS
Y LA CONQUISTA DE AMÉRICA

«E
n cierto sentido, la conquista de América fue una con-
quista de las mujeres», escribió el historiador Magnus
Mörner en 1967.1 Los especialistas en investigaciones
sobre mujeres formularían esta tesis hoy de otra manera: la conquista
de América no fue la conquista de las mujeres, sino la conquista de la
dominación violenta sobre las mujeres. Pues pese a todas las fuertes
diferencias en la situación de las mujeres aztecas, incas o guaraníes
antes de la conquista, todas ellas vivían en una sociedad dominada
esencialmente por los hombres. La conquista, la esclavización y el
rapto fueron experimentadas por muchas mujeres indias ya desde
antes de la llegada de los europeos, y por otro lado, no todas tuvieron
que ser conducidas por la violencia a servir a los españoles.
La actuación de las mujeres indias durante la conquista española
fue tan variada como la de los hombres indios. También ellas ofrecie-
ron resistencia, colaboraron con el conquistador, se sometieron o fue-
ron obligadas a todo ello por los hombres españoles o indios. Una
última posibilidad de los conquistados de (re)accionar con autonomía,
residió en la huida hacia zonas apartadas o hacia las ciudades. Pero ello
significó a la vez una transformación radical de los modos de vida de
los hombres y mujeres indios. Antes de poder explicar estas transfor-
maciones es preciso echar una breve ojeada sobre las relaciones socia-
les existentes en las sociedades precolombinas.
Sobre la situación de las mujeres en la América precolonial encon-
tramos menos exposiciones de carácter general que las que existen

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sobre la época del colonialismo español. En la época precolonial exis-


tió una gran cantidad de sociedades indígenas, parcialmente muy dife-
rentes, cada una de las cuales tuvo condiciones de existencia cultura-
les, políticas y económicas específicas. También dentro de grandes
espacios políticos, como los constituidos por los «imperios» azteca o
inca, persistieron tradiciones distintas. Con todo, y de una forma algo
esquemática, pueden distinguirse tres formas culturales y modos de
vida hasta cierto grado específicos, los cuales influyeron en gran medi-
da en el discurrir de la conquista española y sus consecuencias. En el
altiplano de México y Guatemala, así como en la región andina, los
españoles encontraron regiones densamente pobladas, cuyos habitan-
tes mostraban un alto grado de organización política. Hacia 1500 estas
regiones correspondían al área de influencia de los aztecas y los incas.
Todas las otras regiones estaban esencialmente mucho menos pobla-
das. Aquí se encontraban en parte, hasta los siglos XIX y XX, pueblos
nómadas o seminómadas con un bajo grado de organización político-
social, como por ejemplo los tupí-guaraní en el actual Brasil y en el
norte de la región de La Plata, o los mapuches en el sur de Chile. Un
grupo intermedio, tanto desde el punto de vista de su organización
cultural y política como también de su densidad poblacional, lo repre-
sentaban los chibcha, en la actual Colombia.
Las estrategias de conquista y dominación de los españoles, sus
éxitos y fracasos, así como su comportamiento hacia los conquistados,
estuvieron considerablemente determinados por los modos de vida y
ordenamientos políticos de éstos. A la inversa, las formas de organiza-
ción sociales existentes fueron de significación decisiva para las estra-
tegias de defensa y supervivencia de los conquistados, así como los
correspondientes roles de las mujeres. En las páginas que siguen serán
descritas, basándonos en tres ejemplos, las diferentes situaciones de
partida y los procesos de conquista correspondientes.

LAS MUJERES EN EL IMPERIO AZTECA

El así llamado imperio azteca no fue ni una región de un dominio


cerrado ni una formación existente desde hacía tiempo y por lo tanto
consolidada. Los aztecas, originarios de Norteamérica, comenzaron la
expansión paulatina de su poder sobre la meseta central de México
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MUJERES IND ÍG E NA S Y C ON QU IS TA 13

hacia mediados del siglo XV, bajo la dirección de Moctezuma I. Tres


cuartos de siglo después, cuando comenzó la conquista española, su
territorio se extendía desde Norteamérica hasta la región maya, en
Guatemala. Las ciudades o pueblos por ellos sometidos fueron obli-
gados, en la mayoría de los casos, a pagar un tributo, pero mantenían
amplía autonomía. Incluso en estrecha cercanía a Tenochtitlán, la
capital azteca, se encontraban ciudades-estado independientes, como
por ejemplo Tlaxcala o Teotitlán, esta última en Oaxaca. Cuando
Moctezuma II, poco antes de la conquista española, emprendió nue-
vamente el intento de colocar bajo su dominio estos enclaves, agudizó
las tensiones ya existentes en la región central. En el transcurso de este
proceso de expansión, la sociedad azteca se había jerarquizado cada
vez más fuertemente y la separación entre el «pueblo común» y la aris-
tocracia, compuesta por sacerdotes y guerreros, se había profundiza-
do. La familia constituía la base social, y no se trataba de una familia
nuclear, sino de una institución formada por varias generaciones y por
complejas estructuras de parentesco. Estaban directamente subordi-
nadas a un aristócrata o pertenecían a los así llamados calpulli, como se
denominaba a la forma de asociación corporativa más simple. Sus inte-
grantes no estaban directamente emparentados entre sí, pero conside-
raban que tenían un origen común. Los calpulli eran propietarios
colectivos de diferentes franjas de tierra de diferente extensión, las
cuales eran trabajadas por los miembros individuales, sin tener que
pagar ningún tributo por ello.
Según las ideas de los aztecas, tanto el individuo como el Estado, el
soberano como los dioses, estaban subordinados a un orden cósmico
que recorría determinadas etapas cíclicas para terminar siempre en
una catástrofe. Cada grupo poblacional adoraba a sus propios dioses y
aquellos pertenecientes a los pueblos sometidos fueron integrados en
el panteón azteca. Pero las deidades aztecas encabezaban la jerarquía
divina. Existían tanto deidades masculinas como también femeninas,
sin que existiera entre ellas una relación jerárquica reconocida. Triste-
mente celebres son los sacrificios humanos ofrecidos a estos dioses y
sobre cuyo sentido se ha especulado mucho. Éstos pertenecían a un
sistema religioso altamente ritualizado, en el que las mujeres también
ocupaban una posición sólida.
La historia de la expansión azteca, tal como podemos conocerla
sobre la base de las escasas fuentes existentes, permite comprender cla-
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14 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

ramente cómo la consolidación de un Estado grande influyó sobre el


papel de las mujeres, sobre todo mediante la construcción de una
burocracia, así como por el surgimiento de un estamento superior
enriquecido y poderoso. Una transformación similar ocurrió en otras
culturas, como entre los incas o entre los españoles en la América
colonial.
Podemos conocer el desarrollo de la sociedad azteca a través de sus
mitos y de la interpretación de los mismos, desde sus inicios como un
grupo humano relativamente igualitario, basado en relaciones familia-
res, hasta la constitución de un imperio en el que existían clases socia-
les diferentes. Los aztecas emigraron (posiblemente a principios del
siglo IX) hacia la meseta central de México, en la que en esa época
dominaban los toltecas. Según la leyenda, hacia el año 1100 se produ-
jo entre ellos una división en dos grupos: el dios guerrero Huitzilo-
pochtli (el colibrí zurdo) exigió a su gente no volver a llevar consigo a
su hermana, Malinalxoch, en sus campañas de conquista. Con ello, los
guerreros debían demostrar que podían conquistar el reino de los tol-
tecas gracias al valor de sus armas y que no necesitaban de los «pode-
res hechiceros» de su hermana. Acto seguido, Malinalxoch fue asesi-
nada. Un grupo de aztecas que no quería seguir a Huitzilopochtli, se
separó bajo el mando del hijo de Malinalxoch. Según otra versión, ella
permaneció con vida y formó su propio pueblo. Este mito ha sido
interpretado por algunos antropólogos como el despojo a las mujeres
de sus funciones de poder.
En épocas posteriores, los aztecas avanzaron hasta Chapultepec,
fundaron en 1345 (o 1325) la ciudad de Tenochtitlán y se transforma-
ron de «campesinos guerreros» en una organización de «guerreros
sacerdotes». Los calpulli, hasta entonces la célula principal tanto des-
de el punto de vista religioso como también económico y político,
perdieron su influencia. Con ello también se redujo el papel desempe-
ñado por las mujeres, que habían disfrutado de derechos a la tierra y al
sacerdocio. Ahora, los puestos de mando fueron reservados para los
hombres, aunque los nombres de estos puestos continuaron mante-
niendo resonancias de las relaciones de igualdad entre los géneros de
tiempos pasados: la dirección del calpulli estaba bajo la jurisdicción de
un consejo de ancianos; la persona situada en su cúspide era nombra-
do «padre y madre del pueblo», y su segundo al mando recibía el
nombre de «mujer serpiente».
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MUJERES IND ÍG E NA S Y C ON QU IS TA 15

Durante la construcción del imperio azteca, las mujeres ejercieron


funciones predominantemente pasivas: las alianzas entre los aztecas y
otros pueblos fueron aseguradas a través del casamiento de hijas de
príncipes, algo común en muchas sociedades y que además se practi-
caba en Europa. Este procedimiento fue utilizado muy a menudo en el
transcurso de la conquista de Suramérica. No obstante, no todos los
pueblos pudieron ser convencidos para contraer una alianza con los
aztecas. Fueron entonces conquistados y en estos casos la tierra y los
tributos obtenidos, así como los cargos de administración de los terri-
torios conquistados, eran distribuidos entre aquellos que habían par-
ticipado en la guerra y se habían destacado en ella. Por supuesto que
esto sólo lo lograban los hombres. En el transcurso de la conquista y
las alianzas se transformó la forma de sucesión hacia la exclusivamen-
te masculina y se establecieron dinastías familiares. Mientras que para
los estratos inferiores regía una estricta monogamia, a aquellos hom-
bres pertenecientes a la dinastía gobernante les era permitido practicar
la poligamia, pues de esta manera podían extender las necesarias alian-
zas. Para las mujeres, contraer varios matrimonios conducía a una dis-
minución de estatus dentro del grupo dirigente y, en última instancia,
dentro de la sociedad en general.
En el terreno económico y doméstico, sin embargo, las mujeres
siguieron desempeñando un papel importante, sobre todo en los
estratos inferiores del pueblo. En el seno de la familia mantuvieron la
responsabilidad por la producción de textiles y la realización del tra-
bajo en el campo y en las aldeas desempeñaron un importante papel
como sanadoras, sacerdotisas y comerciantes. En el mercado y en sec-
tores donde los productores eran mujeres, se desempeñaron como
vigilantes y como jueces. La complementariedad entre los respectivos
espacios vitales de los hombres y las mujeres, que se reflejaba de esta
manera, era tan fuerte que en el hogar se estableció una diferencia
entre los asuntos que pertenecían a los hombres y aquellos que
correspondían a las mujeres. A las niñas se les colocaba en la cuna una
aguja de coser y a los niños, cuatro flechas. La diferenciación jerárqui-
ca llegó tan lejos que los hombres rechazaban aquellos objetos que
eran utilizados en el trabajo por las mujeres por considerar que dismi-
nuían su estatus social. El cronista español Bernal Díaz del Castillo
narra una tradición azteca según la cual un monarca ofendió intencio-
nadamente a otro enviándole, mediante un mensajero, una carga de
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16 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

algodón crudo. Según la interpretación de los indígenas, esto signifi-


caba que aquel rey era tan débil como una mujer.
Otro factor que contribuyó a la disminución del rol de las mujeres
lo constituyó el papel creciente que las campañas de conquista desem-
peñaron en la construcción de la dominación política de los aztecas
sobre su imperio y la correspondiente mentalidad guerrera. Mientras
más tiempo y más lejos de sus hogares permanecían los soldados en
sus campañas militares, mayor era la cantidad de mujeres y muchachas
de los pueblos conquistados que eran despojadas y violadas. Las
mujeres «conquistadas», por consiguiente, no eran vistas como com-
pañeras, sino como seres inferiores. Se convirtieron en un objeto, una
pieza del botín, que los vencedores se repartían entre sí. Semejante
actitud no podía dejar de tener repercusiones sobre el papel de las
mujeres en la propia sociedad azteca. Ciertamente las mujeres siguie-
ron desempeñando importantes funciones económicas, sobre todo en
el terreno doméstico, pero su exclusión del reparto del botín, que
obtuvo una significación creciente en la sociedad azteca, disminuyó su
influencia. Además, el desarrollo de estos procesos condujo a contra-
dicciones y tensiones entre los distintos estratos sociales. La casta de
sacerdotes y guerreros se permitía la poligamia y el libertinaje, pero
exigía a los sectores inferiores (pipiltzin) la observancia rigurosa de las
normas morales tradicionales, sobre todo de la monogamia. Por otro
lado, la conservación de este modo de vida para el estamento superior
exigía la constante realización de nuevas conquistas, lo cual resultaba
cada vez más difícil.
Si vamos a darle crédito a las fuentes, que nos han llegado en su
mayoría a través del filtro de los conquistadores españoles, las relacio-
nes entre los géneros en la sociedad azteca, en la época de la conquis-
ta, se caracterizaban por una doble moral, tal como la conocemos en
Europa: teóricamente se esperaba fidelidad entre el hombre y la mujer
en el matrimonio, pero de facto le era permitido al hombre una mayor
libertad sexual, sobre todo en los estratos superiores. De las mucha-
chas se exigía, por el contrario, «moderación en todas las cosas, hono-
rabilidad, laboriosidad y castidad, por respeto a sí mismas y para hon-
rar a sus padres».2
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La conquista de México

Estas consideraciones sobre las relaciones políticas y sociales en el


imperio azteca, breves y en alguna medida generales, permiten expli-
car por qué los españoles no encontraron resistencia en todas partes a
su llegada, sino que fueron saludados por muchos como libertadores.
El caso de México permite aclarar especialmente bien las causas y la
importancia de la colaboración de los hombres y mujeres indígenas
con los españoles, pues en él encontramos un ejemplo prominente,
muy apropiado para hacer comprensible esta actitud muchas veces
calificada como de colaboración. En los epígrafes dedicados a Perú y
la zona del Río de La Plata se pondrá más énfasis en el carácter vio-
lento de la conquista, así como en sus consecuencias negativas para
las mujeres.
Una combinación de diversos factores facilitó a los españoles la
conquista de América. El más importante tal vez fue el apoyo que
recibieron de algunos sectores de la población indígena, que vieron
en los españoles a liberadores de la dominación ejercida por otros
grupos indios o como una ayuda contra enemigos poderosos. Sin el
refuerzo proporcionado por destacamentos indios, así como sin las
informaciones que los aliados podían proporcionar, la conquista
hubiera sido imposible. Allí donde esto les faltó, los españoles no
pudieron mantenerse.
Otro aspecto que ha sido objeto de muchas discusiones por los
investigadores lo constituyen las profecías que anunciaban el regreso
de un dios o del fundador de una religión. Según la leyenda, éste debía
llegar desde el Oriente, y en algunas versiones era representado con
barba y piel blanca. En el caso de México esta predicción y la llegada
de los españoles en un año en el que, según el pensamiento cíclico de
los aztecas, existía una predisposición para ello, han sido destacadas en
la historiografía tradicional. Lo mismo vale para la región andina. No
obstante, en esta época hubo muchos presagios lóbregos, que fortale-
cieron una disposición de ánimo de crisis durante la conquista y des-
pués de ella.
Un tercer factor, sobrevalorado durante mucho tiempo, fue la
superioridad de los españoles en la técnica militar. Ellos disponían de
armas de fuego, sobre todo cañones, y de armaduras metálicas, pero
teniendo en cuenta la escasa cantidad de este armamento del que dis-
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18 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

pusieron los conquistadores, y sus numerosos fallos, debe considerar-


se como minúsculo el efecto militar directo que tuvieron. Más impor-
tancia tuvo el impacto psicológico que los mismos provocaron entre
los pueblos indígenas. Lo mismo puede decirse de los caballos y los
perros utilizados en la guerra, hasta entonces completamente desco-
nocidos en América y que sumieron a los indios en el miedo y el
espanto. En muchos casos, la propagación de enfermedades europeas,
contra la cuales los indígenas americanos no tenían resistencia, los
debilitó y diezmó. Enfermedades como la gripe, el sarampión o la
viruela, fueron las responsables de la llamada «catástrofe demográfi-
ca» de los indígenas en los años posteriores a la conquista.
Otro aspecto importante, que se evidenció sobre todo en la con-
quista de México y Perú, fue la habilidad de los españoles para perci-
bir los conflictos internos de los pueblos conquistados y utilizarlos en
su provecho. Condición para ello fue la capacidad para la comunica-
ción oral con los pueblos a conquistar y para analizar la situación con
la que se encontraban.
Todos estos factores son claramente reconocibles en el contexto de
la conquista de México y se personifican en una mujer: Malintzin
Tenepal, alias Malinche, alias Doña Marina, la traductora y amante
indígena de Hernán Cortés. Su vida muestra tanto las posibilidades y
funciones de los «colaboradores» indígenas en general como también
las dificultades y contradicciones presentes en el papel desempeñado
por las mujeres durante la conquista.
Cortés desembarcó en la costa mexicana el 20 de abril de 1519, cerca
del lugar hoy llamado Veracruz. Sabía ya que en tierra firme existían rei-
nos mucho más desarrollados política, militar y económicamente que
aquéllos que habían sido encontrados en las islas del Caribe, pues ante-
riormente se habían realizado dos expediciones a las costas de Yucatán.
Éstas habían fracasado, pues los mayas que allí vivían habían expulsado
a los invasores, pero a los españoles habían llegado rumores sobre pue-
blos mucho más ricos asentados en el interior del país. La expedición de
Hernán Cortés, que sólo debía comprobar estas noticias, comenzó a
principios del año 1519 con algo más de 500 soldados, 14 cañones y 16
caballos. Antes de llegar a lo que hoy es Veracruz, probablemente en la
actual Cozumel, una isla situada frente a la costa yucateca, los españoles
encontraron a Jerónimo de Aguilar, un compatriota cuyo barco había
naufragado en 1511 cuando regresaba a La Española tras una travesía de
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exploración por Centroamérica. Aguilar se había quedado a vivir con


los indios, aprendiendo su idioma. Otro español, que se había quedado
atrás en un viaje de exploración el año anterior, se les incorporó en tie-
rra firme. De gran importancia en un inicio fue sobre todo Aguilar,
quien explicó a los indígenas que los españoles venían en son de paz,
querían realizar comercio con ellos y los invitaban a someterse a la
Corona española. Una vez que los miembros de la expedición conocie-
ron que se encontraban, de hecho, en las fronteras de un gran imperio,
Cortés decidió atreverse a intentar su conquista.
Inicialmente Cortés tuvo que romper la resistencia de los indíge-
nas y tuvo también que resolver un problema jurídico, pues no esta-
ba autorizado a emprender ningún tipo de conquista. Tomó tierra en
la desembocadura del río Grijalva, tierras del señorío de Tabasco, la
región del actual estado homónimo y, tras vencer a los indígenas en la
batalla de Centla, fundó la ciudad —o mejor dicho, el fuerte— de
Santa María de la Victoria. Fue ésta la primera fundación hispana en
tierras mexicanas, aunque luego sería abandonada. Posteriormente,
Cortés volvió a embarcar y se dirigió a las costas del golfo de México,
donde fundó otra ciudad, a la que llamó Villa Rica de la Vera Cruz,
cuyo cabildo municipal estaba formalmente subordinado directa-
mente al rey, y por lo tanto podía encargarlo de la conquista en su
nombre. Previamente, la paz con los soberanos de Tabasco fue sella-
da mediante el intercambio de regalos, entre ellos veinte mujeres
indígenas, quizá el regalo de más trascendentales consecuencias en la
historia de la conquista de América por los españoles. Entre estas
indias se encontraba una azteca de origen noble de la región fronteri-
za entre los mayas y el imperio tenochca. Según una tradición no muy
segura, ella fue «vendida» por su madre a unos mercaderes y después
«revendida», para asegurar los derechos de herencia de un medio her-
mano más joven. Pronto, su inteligencia y su dominio tanto del idio-
ma maya como del náhuatl convirtieron a la Malinche (como la nom-
braron los españoles transformando su nombre) no sólo en la amante
de Cortés, sino en la más importante traductora y negociadora de los
conquistadores.
Con ayuda de Aguilar y de Malinche se hizo posible entenderse
tanto con los pueblos mayas como también con los nahuatlatos, y a
través de su conocimiento de la sociedad azteca y su habilidad nego-
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20 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

ciadora, Malinche prestó a los españoles servicios de enorme valor.


Ella les pareció tan poderosa e importante a los indígenas, que trata-
ban a Cortés llamándolo «Malinche». Además, contamos con nume-
rosas representaciones gráficas que la muestran siempre junto a Cor-
tés en las negociaciones.
La conquista de México se basó —como ya se explicó más arriba—
sobre todo en la capacidad de los españoles de utilizar en su provecho
las tensiones existentes entre los conquistadores aztecas y las élites
dominantes locales. Muchos de los pueblos obligados a pagar tributo
a los aztecas se unieron a los españoles, de tal manera que éstos pron-
to pudieron contar con un poderoso ejército indígena. En noviembre
de 1519, junto con sus aliados, irrumpieron en Tenochtitlán, la capital
azteca. Los enfrentamientos entre los españoles, así como el creciente
conocimiento obtenido por los aztecas sobre las intenciones de los
invasores, llevaron algunos meses más tarde a la así llamada «Noche
Triste». Fue esa noche cuando los españoles intentaron huir de la ciu-
dad para escapar a una situación que para ellos se había tornado cre-
cientemente crítica y amenazadora. Lo lograron, pero sólo sobrevivie-
ron alrededor de 450. También la población azteca fue fuertemente
diezmada en esa época, pues mientras tanto se había desencadenado
entre ellos una epidemia de viruelas y otras enfermedades de origen
europeo, contra las cuales no disponían de ninguna defensa natural.
Debido a ello no pudieron aprovechar lo que constituyó tal vez su
última oportunidad de expulsar a los españoles. Cortés logró nueva-
mente ganarse otros pueblos indios como aliados, y en el verano de
1521 Tenochtitlán fue tomada. Con ello quedó sellada la caída del
imperio azteca, si bien la conquista de las regiones aledañas requirió
algunos años más.
El papel que desempeñó Malinche en todos estos acontecimientos
ha sido objeto de encendidos debates, desde el comienzo de la con-
quista hasta nuestros días, y está estrechamente vinculado a la percep-
ción de sí mismos de las personas que han emitido estos juicios. Ber-
nal Díaz del Castillo, el más elocuente entre los cronistas de la
conquista de México, describió de la siguiente manera a esta mujer, a
la que Cortés solamente mencionó de paso en una de sus cartas de
relación al emperador Carlos V:
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[...] quiero dezir lo de doña María, cómo desde su niñez fue gran señora
y caçica de pueblos y vasallos. Y es desta manera: que su padre y su madre
eran señores y caçiques de un pueblo que se dize Painala [...]. Y murió el
padre quedando muy niña, y la madre se casó con otro caçique mançebo
y ovieron un hijo, y segund paresçió, queríanlo bien al hijo que avían avi-
do; acordaron entre el padre y la madre de dalle el caçicazgo después de
sus días, y porque en ello no oviese estorvo dieron de noche a la niña,
doña María, a unos indios de Xicalango, porque no fuese vista, y hecha-
ron fama que se avía muerto. Y en aquella sazón murió una hija de una
india esclava suya y publicaron que era la heredera; por manera que los
de Xicalango la dieron a los de Tabasco y los de Tabasco a Cortés. [...] Y
como doña María en todas la guerras de Nueva España, y Tascala, y
México, fue tan eçelente muger y buena lengua, como adelante diré, a esta
causa la traía sienpre Cortés consigo. [...] Y la doña María tenía mucho
ser y mandava asolutamente entre los indios en toda la Nueva España.
[...] La doña Marina sabía la lengua de Guaçaqualco, qu’es la propia de
México, y sabía la de Tavasco. Como Gerónimo de Aguilar sabía la de
Yucatán y Tabasco, qu’es toda una, entendíanse bien, y el Aguilar lo
declarava en castilla a Cortés; fue gran prinçipio para nuestra conquista.
Y ansí se nos hazían todas las cosas, loado sea Dios, muy prosperamente.
E querido aclarar esto porque sin doña María no podíamos entender la
lengua de la Nueva España y México.3

Resulta sorprendente la franqueza con la que este conquistador


resalta el papel de una mujer, más aún siendo indígena. Merece desta-
carse que ya no la percibía ni siquiera como india. La descripción de su
comportamiento con respecto al cacique y a su familia, en el que la
iguala con las damas europeas adornadas con las virtudes cristianas, se
corresponde quizá más con una imagen ideal que con su verdadero
conducta. Semejante estilización demuestra, a la vez, la aceptación y
alta valoración que tuvo Bernal Díaz del Castillo de esta mujer.

Y estando Cortés en la villa de Guaçaqualco, enbió a llamar a todos los


caçiques de aquella provinçia para hazerles un parlamento açerca de la
santa dotrina, y sobre su buen tratamiento; y entonçes vino la madre de
doña Marina y su hermano de madre, Lázaro, con otros caçiques. Días
avía que me avía dicho la doña Marina que era de aquella provinçia y seño-
ra de vasallos; y bien lo sabía el capitán Cortés, y Aguilar, la lengua. Por
manera que vino la madre e su hijo, el hermano, y se conosçieron, que cla-
ramente era su hija porque se le paresçía mucho. Tuvieron miedo della,
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22 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

que creyeron que los enbiava [a] allar para matarlos, y lloravan. Y como
ansí los vido llorar la doña Marina les consoló, y dixo que no oviesen mie-
do, que quando la traspusieron con los de Xicalango que no supieron lo
que hazían, y se lo perdonava [...] y Dios le avía hecho mucha merçed en
quitarla de adorar ídolos agora y ser cristiana, y tener un hijo de su amo y
señor Cortés, y ser casada con un cavallero como era su marido Joan
Xaramillo, que aunque la hizieran caçica de todas quantas provinçias avía
en la Nueva España, no lo sería, que en más tenía servir a su marido e a
Cortés que quanto en el mundo ay.4

Esta exposición, mantenida en muchas representaciones de su figu-


ra, ha conducido a fomentar la idea de que Cortés habría abandonado
a la Malinche cuando ya no le fue de utilidad. Pero esta interpretación
es totalmente ahistórica, pues no tiene en cuenta la significación que
en esa época tenían el matrimonio y las relaciones extramatrimoniales.
El hecho cierto fue que Cortés, después de que la conquista concluye-
ra y su poder se consolidara, había viajado a España para asegurar su
posición en la corte. Allí se casó con una mujer perteneciente a la aris-
tocracia española y fortaleció con ello su ascenso social, meta última
de la mayoría de los conquistadores. Pero esto no constituyó ninguna
vil traición a la Malinche. Por el contrario, al casarla con uno de sus
principales hombres, recompensó a éste y también le proporcionó a
Malinche la posibilidad de integrarse en la sociedad de los conquista-
dores y ocupar un lugar en su élite. Tal vez fue ella misma quien bus-
có activamente el casamiento con otro conquistador, como sostiene
una biografía reciente, ya que sabía que el estatus de mujer casada con
un español le protegería y atenuaría su dependencia del adelantado.
Malinche no podía esperar que Cortés se casara con ella. La idea de la
traición se corresponde con las concepciones más bien románticas del
siglo XIX, pero no con las de aquella época, en la que el matrimonio,
aun siendo ya un sacramento católico, era además una institución
determinada más por intereses familiares materiales y políticos que
por sentimientos individuales.
Mientras tanto, Malinche se convirtió en una figura simbólica de
México y en objeto de numerosas funcionalizaciones en la política y
la literatura. Por mucho tiempo fue concebida como la traidora por
excelencia, el chivo expiatorio de todos los infortunios mexicanos.
En el marco de esta interpretación fue vista a veces como una ramera
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MUJERES IND ÍG E NA S Y C ON QU IS TA 23

egoísta y voluptuosa, que colocó su interés propio por encima del


bienestar de su pueblo. Un autor moderno denominó a la Malinche
como «la mujer más odiada de América», y el premio Nobel mexica-
no Octavio Paz, en su famoso ensayo El laberinto de la soledad, pre-
sentó el comportamiento de Malinche como un paradigma tanto de la
traición femenina como también de los problemas de los mexicanos
con su pasado hispano-indio. A su vez, Carlos Fuentes vio personifi-
cado en ella el «pecado original de las mujeres»: la traición. Pero cul-
pó de esta traición no tanto a las mujeres como más bien a la opresión
a la que eran sometidas en el sistema patriarcal, tanto de los aztecas
como de los españoles.
Sin decirlo con toda claridad, Fuentes indicó el problema central
de la tesis de la Malinche como traidora: ¿a quién traicionó Malinche
verdaderamente? ¿Qué lealtad le debía ella a una sociedad que la había
«regalado» a personas extrañas? No existía en el siglo XVI una con-
ciencia indígena de carácter general que hubiera podido conducir a la
comprensión de que los verdaderos enemigos eran los españoles, ni en
Malinche ni en los tlaxcaltecas o en otros pueblos que lucharon con
los europeos contra los aztecas.
La lista de los escritores y escritoras mexicanos importantes que se
ocuparon del tema de Malintzin/Malinche/Marina continúa crecien-
do, y la reinterpretación y parcial reivindicación indicada por Fuentes
ha sido continuada con variados acentos. Aquí queremos destacar una
perspectiva, que le ha proporcionado nueva actualidad a este tema
desde los años ochenta del siglo XX. Es la perspectiva de las chicanas,
las mexicanas que viven en los Estados Unidos y que se han relaciona-
do con la Malinche teniendo en cuenta sobre todo la óptica masculina.
Los hombres norteamericanos tomaron el lugar de Cortés cuando los
hombres chicanos no se sienten capaces de enfrentar la competencia
que ellos representan. Heridos en su orgullo, los hombres chicanos
tachan de traidoras a las mujeres mexicanas que establecen relaciones
con hombres angloamericanos. Por consiguiente, las mujeres de ori-
gen mexicano han buscado nuevas interpretaciones sobre esta figura
histórica y han rechazado la acusación de traición. Algunas han ido
incluso tan lejos que han visto a Malintzin como actriz consciente en
un contexto religioso. También han surgido posiciones que rechazan
las tesis que han querido liberar a Malinche (y con ello al conjunto de
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24 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

las mujeres) de toda responsabilidad por sus acciones debido a la opre-


sión de la que fue víctima.
Con el desarrollo de la autoconsciencia de las mexicanas, Malint-
zin/Malinche ha dejado de ser, cada vez más, un símbolo de la mujer
traidora o «lasciva», pero su valor simbólico se ha mantenido, pese a
las interpretaciones contradictorias. El problema de las «mujeres trai-
doras» se encuentra también fuera del contexto mexicano, pues el
«regalo» de mujeres a los conquistadores se produjo en casi todas las
campañas de conquista.

PERÚ

En el momento de la llegada de los españoles, el imperio de los


incas en Perú también era relativamente joven y también incluía una
serie de pueblos distintos. Paralelamente a estas coincidencias se die-
ron significativas diferencias en la forma en la que el imperio andino
era administrado y en la forma en que los pueblos sometidos fueron
integrados.
Al igual que en México, la base de la unidad social en la zona andi-
na fue una organización fundada sobre vínculos de parentesco: el
ayllu, una especie de comunidad campesina basada en la propiedad
colectiva. La organización era igualitaria, si bien a la cabeza del ayllu
se encontraba un curaca hereditario como máxima figura. Las tierras
de labranza se repartían de nuevo cada año, y cada hombre recibía una
determinada superficie. Además, según la cantidad de hijos se recibía
un lote suplementario, aunque según criterios vinculados a la especifi-
cidad del género: por una hija se recibía sólo la mitad de la tierra que
estaba establecida por un hijo. Se heredaba el derecho al usufructo de
la tierra, pero no la propiedad de la misma como tal.
Las tareas realizadas por los hombres y las mujeres se complemen-
taban, al igual que todo en el sistema incaico, basado en el principio de
la reciprocidad de los deberes, tanto en lo económico como en lo reli-
gioso. Además, tanto la ascendencia familiar como la herencia estaban
reglamentadas sobre líneas paralelas, tanto patrilineal como también
matrilineal. La ascendencia familiar a su vez determinaba la posición
social de las mujeres y los hombres, y los matrimonios se realizaban
generalmente entre miembros del mismo grupo social y del mismo
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ayllu, siendo una exigencia la anuencia de los padres. Al igual que en


la Iglesia católica, no estaba permitido el matrimonio entre personas
con relaciones familiares cercanas.
En los estratos superiores locales, las mujeres tenían los mismos
derechos que los hombres y cierto poder político. Las fuentes al res-
pecto, sin embargo, son tan escasas, que no podemos encontrar nin-
gún testimonio claro. Existen informaciones sobre mujeres en posi-
ciones de poder, sobre todo en la región costera norteña del imperio
inca y en la meseta sureña del Perú (territorio aymará). Algunos cro-
nistas españoles escribieron sobre estructuras matriarcales, aunque
esto parece ser una información errónea.
Al igual que en el caso de México, la decadencia de las posiciones
femeninas de poder en el imperio inca tuvo una estrecha relación con
el proceso de construcción del mismo. Puede suponerse que este pro-
ceso transcurrió de la siguiente manera en la desértica región costera:
la necesidad de regadío determinó la unión de diferentes grupos, a lo
que siguieron rivalidades por la tierra y los canales de irrigación y
finalmente conflictos armados. En el transcurso de estos eventos des-
apareció el equilibrio entre las actividades masculinas y femeninas, en
un proceso similar al que ha sido descrito entre los aztecas. Esto fue
valido sobre todo para los estamentos superiores de la sociedad, mien-
tras que en los inferiores los trabajos desempeñados por los hombres
y las mujeres continuaron siendo complementarios (como en todas las
culturas agrarias). En un inicio, las mujeres realizaban los trabajos vin-
culados al hogar y el cuidado de los animales, así como la producción
textil, la cual en el imperio inca tenía una importante significación para
el ritual religioso, y constituía una parte importante del tributo paga-
do al Inca. El fundamento del sistema tributario, al igual que en Méxi-
co, no era el individuo, sino la familia en tanto célula económica.
También en el imperio inca se llegó a una diferenciación social y
étnica, aunque no en la misma forma que en México. Los pueblos que
habitaban territorios adyacentes conquistados por los incas fueron
insertados firmemente en el imperio, sin tolerar ningún tipo de
gobierno relativamente autónomo. Al mismo tiempo, la propia socie-
dad incaica sufrió cambios, pues los conquistadores y sus familias (es
decir, toda la población de la región original inca alrededor de la capi-
tal, Cuzco) fueron elevados colectivamente al estamento aristócrata.
Su sustento fue asegurado mediante los tributos, la realización de tra-
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bajos (mita) y el reclutamiento obligatorio de fuerza de trabajo en los


pueblos sometidos (yanaconas). Estos trabajadores, en su mayoría,
tenían que desplazarse desde grandes distancias, por lo que tenían que
radicarse en la capital y sólo regresaban a sus lugares originales —si es
que regresaban— después de muchos años. Se desarrolló así una
sociedad en la que coincidían estamentos étnicos y sociales. Esto fue
también válido para los hijos de los caciques, o como se denominan en
el mundo andino, curacas. de los pueblos sometidos por los incas, los
cuales eran enviados a Cuzco por algunos años para que aprendieran
el idioma quechua y, al mismo tiempo, sirvieran como rehenes.
Los soldados de los ejércitos incaicos provenían de todos los pue-
blos del imperio y tan sólo los oficiales y algunas unidades especiales
eran de origen inca. A diferencia del imperio azteca, los pueblos
dominados recibieron a su vez importantes servicios del Estado. Una
extensa red de caminos y almacenes permitía que lo que se obtenía
mediante el cobro de tributos y la realización de trabajos pudiera estar
disponible no sólo en la región limitada a Cuzco y sus alrededores,
sino en todo el imperio según las necesidades. Además, el Estado man-
tuvo y organizó en forma muy efectiva una importante institución
preincaica, el así llamado «control vertical»: un grupo que vivía en una
determinada zona ecológica recibía tierra en otra zona y aseguraba de
esta forma su acceso a ciertas materias primas que no podían produ-
cirse en su propia región. Así, los habitantes de las altiplanicies, que
sólo podían cultivar patatas y criar llamas, recibían algodón y maíz de
tierras más bajas. La burocracia central asentada en Cuzco dirigía
todos estos movimientos y adjudicaba una parte de los productos
como regalo o recompensa. Con ello se logró una integración econó-
mica y social del imperio mucho más fuerte que la obtenida en el
imperio azteca.
La inserción social se basaba en componentes socioeconómicos y
también en el mestizaje biológico y cultural. Los grupos dominantes
de los pueblos conquistados no solo tenían que enviar temporalmente
a sus hijos a Cuzco como rehenes, sino que también tenían que «abas-
tecer» de mujeres a la aristocracia incaica. Ello estaba vinculado al
derecho de los nobles —también difundido entre los aztecas— a la
poligamia. Pero en el imperio inca este privilegio le fue permitido a
toda una región. Con ello se transformó la composición étnica de la
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capital, pues las mujeres de otros grupos (y sobre todo su descenden-


cia) se propagaron así a la larga entre la población inca.
Una posición especial en aquella sociedad la ocuparon las aclla, lla-
madas vírgenes del sol por los españoles. Ellas constituyen un ejemplo
especialmente bueno para entender la estrategia de dominación e inte-
gración de los incas. A la vez, la valoración sobre las mismas demues-
tra las dificultades de la investigación con relación a fenómenos de este
tipo. En el caso de las aclla se trataba en su mayoría de jóvenes mucha-
chas provenientes de las provincias del imperio, elegidas por funcio-
narios y trasladadas hacia los centros de aclla en las ciudades o en el
mismo Cuzco. Parece que el más importante criterio de selección era
la belleza. En sus residencias estas jóvenes muchachas llevaban una
vida de estricto celibato y aprendían a realizar productos textiles artís-
ticos, especialmente dedicados al culto religioso, así como la prepara-
ción de la chicha, una bebida alcohólica ritual. Complementariamente
a esta formación, las bellas aclla eran empleadas como sacerdotisas en
el templo del Sol, en Cuzco, o destinadas a ser concubinas del empe-
rador inca. Otras eran entregadas por el Estado a destacados miem-
bros de la nobleza.
A diferencia de las aclla, no se esperaba ninguna virginidad por
parte de los yanaconas masculinos o de las mujeres no pertenecientes
a la aristocracia. Por el contrario, la sexualidad era vista como algo
natural. Era de uso corriente que dos personas de distinto sexo esta-
blecieran una relación de pareja «de prueba» previamente, la cual
podía disolverse fácilmente durante sus primeros años. Pero la impo-
sición de la monogamia era estricta.
Las aclla eran vistas como mujeres sagradas (su nombre significa
«escogidas» o «sabias») y disfrutaban de una alta valoración por
todos. Esta alta posición está confirmada por el hecho de que en sus
tumbas se colocaban las insignias reales. Esto ha llevado a la etnóloga
estadounidense Irene Silverblatt a caracterizar el papel desempeñado
por las aclla, desde el punto de vista de las mujeres, como positivo,
pero con ello ignora la extraordinaria intromisión que aquello signifi-
có en la libertad personal de esas mujeres. A fin de cuentas, la élite del
Cuzco reclamaba para sí la propiedad de todas las mujeres del imperio
y las despojaba de su derecho a la autodeterminación. Las aclla pue-
den constituir un buen ejemplo para destacar la interrelación entre la
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disminución del estatus de las mujeres y las campañas de conquista,


pues la institución de las aclla estuvo estrechamente ligada a la jerar-
quía vinculada a la conquista y contribuyó adicionalmente a la estabi-
lización del dominio incaico. Según Erika Straubinger:

El inca creó, mediante los centros en los que agrupaba a las aclla, una
posibilidad de estrechar lazos de lealtad entre las provincias conquistadas
y sus líderes locales, por un parte, y el Estado por la otra. A través de la
entrega de sus hijas al Inca, los afectados por esta medida podían asegu-
rarse el favor del Estado. Igualmente, el Inca creó dentro de la elite, a la
cual entregaba parte de aquellas aclla, una especie de secta.5

La imposibilidad de llegar a una valoración general sobre el impe-


rio incaico respecto a estas cuestiones se manifiesta también en el pla-
no socioeconómico, en el que por una parte no existían libertades de
ningún tipo, pero por el otro eran mínimas la pobreza y las carencias,
y donde el Estado, como contrapartida por los tributos, los trabajos
públicos, los servicios para la guerra y la opresión, garantizaba pro-
tección así como asistencia social. Pero esto no nos debe hacer olvidar
que el Estado incaico se basaba en un orden centralista-teocrático
rigurosamente jerárquico, en el que la élite de Cuzco, con el empera-
dor inca a la cabeza, se aprovechaba del trabajo de la población some-
tida. Ciertamente el inca no se inmiscuía en los asuntos internos del
ayllu, en tanto éste pagara los tributos, trabajara la tierra y realizara los
trabajos establecidos para la comunidad, pero el ayllu tenía que traba-
jar, además de las tierras familiares y colectivas, también aquellas del
Inca y las de los sacerdotes. Las mujeres tenían que realizar no sólo las
labores de tejido e hilado para la familia y la comunidad, sino también
aquellas destinadas al pago de los tributos. Cuán pesada era esta carga
laboral, puede comprenderse viendo los dibujos realizados por Gua-
man Poma de Ayala.
Al igual que en México —y al contrario de la conquista española—
la inserción de los conquistados en el imperio inca fue facilitada por la
religión. Tampoco los incas tenían una religión monoteísta, así que los
dioses de los pueblos sometidos podían ser integrados sin problemas.
El dios del Sol, del que se hacía descender al Inca, tenía que ser reco-
nocido como supremo, pero los dioses de los pueblos recién conquis-
tados encontraban también su lugar. Los incas admitían incluso a sus
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MUJERES IND ÍG E NA S Y C ON QU IS TA 29

antepasados, con lo que a la vez afianzaban su dominación tanto des-


de un punto de vista religioso como genealógico. Las mujeres adora-
ban dioses femeninos y los hombres dioses masculinos, con lo que a
las mujeres se les asignaba una función importante dentro de la reli-
gión. De tal manera podían constituirse jerarquías político-religiosas
matrilineales y patrilineales paralelas, dirigidas por el estamento supe-
rior en Cuzco. El culto y las jerarquías religiosas de las mujeres esta-
ban mayoritariamente en un escalón inferior, aunque Viracocha, el
dios de la creación, poseía por igual cualidades masculinas y femeni-
nas. El ayni, el principio de la reciprocidad y el equilibrio, regía todas
las relaciones, tanto las humanas como las cósmicas. No obstante
debemos evitar el confundir estas concepciones teológicas teóricas
con la praxis cotidiana de aquella sociedad. Posiblemente nuestras
concepciones frecuentemente positivas sobre la sociedad inca se
deben a que la juzgamos sobre la base de fuentes de carácter normati-
vo y es muy poco lo que conocemos sobre las formas en que estas nor-
mas eran realizadas.

La conquista del imperio inca

La conquista del imperio inca ocurrió, en muchos aspectos, en for-


ma similar a la de México. Por lo menos los mecanismos decisivos fue-
ron comparables. Pizarro no necesitó de ninguna Malinche, pues se
había preparado en Panamá sistemáticamente para su conquista: indí-
genas provenientes de una balsa capturada ante la costa fueron prepa-
rados como traductores. Además, una expedición que había llegado
hasta el territorio del actual Ecuador (1525-1527) había recogido sis-
temáticamente informaciones. Esto permitió a Pizarro, al igual que a
Cortés, utilizar los conflictos internos, en este caso el enfrentamiento
entre dos herederos al trono que había adquirido el carácter de una
cruenta guerra civil. Los españoles asesinaron al monarca inca Ata-
hualpa y colocaron como nueva cabeza de la dinastía a Manco Inca, un
rey marioneta. Éste fue reconocido por una parte de la aristocracia
inca, pero otros ofrecieron resistencia. En términos generales, la resis-
tencia ofrecida por la población indígena en el imperio inca fue más
fuerte y prolongada que en México, así que la conquista no concluyó
hasta 1570.
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30 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

También en el reino inca hubo colaboración con los conquistado-


res por parte de los indígenas, tanto hombres como mujeres, sobre
todo en los grupos dirigentes autóctonos. Es necesario explicar esto
para entender algunos procesos de carácter general que se dieron en la
posterior sociedad colonial. Más adelante nos referiremos a las muje-
res de los sectores inferiores, sobre los que la conquista tuvo diferen-
tes consecuencias.
En el ejemplo de Perú podemos apreciar bien cómo las mujeres de
los estamentos superiores nativos pudieron utilizar sus relaciones con
los conquistadores para asegurar su posición social y su bienestar.
Durante la primera fase de la colonización, la Corona española
fomentó conscientemente los matrimonios entre españoles e indias (o
a la inversa, aunque estos casos constituyeron la excepción entre los
numerosos casos de parejas mixtas). Esto debía contribuir no sólo a la
aculturación de los indios, sino también a la consolidación del domi-
nio español. «Dios Nuestro Señor sería muy servido y vería mucho
provecho y paz a la dicha tierra y sosiego y gobernación entre los
dichos cristianos e indios Della», se afirma en una Real Cédula de la
Corona del 19 de marzo de 1525.6 También los conquistadores del
Perú reconocieron las ventajas que esta política ofrecía y la utilizaron
en su provecho. Francisco Pizarro tuvo cuatro hijos con dos hijas del
penúltimo monarca inca, Huayna Cápac (eran hermanas de Atahual-
pa). Su hija Francisca Pizarro y Yupanqui, nacida de una de estas rela-
ciones, recibió como encomienda7 la misma región que su abuelo
Huayna Cápac había puesto a disposición de su abuela. Una nieta de
Sauri Tupac, otro de los sucesores de Atahualpa colocados en el trono
por los españoles, heredó una encomienda y pudo casarse con un
español de condición principal. La hija de ambos alcanzó más tarde la
posición de marquesa de Oropesa, con lo que pudo coronar con éxito
su integración en la nobleza española. De esta manera, aquellas muje-
res aseguraron por lo menos su situación material privilegiada. Tam-
bién conquistadores de condición menos prominente se ocuparon de
casarse con una mujer perteneciente a la nobleza incaica o con la hija
de alguno de los caciques nativos, pues esto no sólo legitimaba su
poder sobre los indígenas a ellos subordinados, sino que también les
proporcionaba un cierto prestigio.
El establecimiento de relaciones entre una mujer indígena y un
español muchas veces no era voluntario, sino algo forzado en mayor o
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menor medida. Tampoco en este respecto las mujeres gozaban de nin-


guna libertad en el imperio inca. Francisco Pizarro no se casó con nin-
guna de sus concubinas (ni tampoco con ninguna aristócrata españo-
la, a diferencia de Cortés), pero esto no desempeñó ningún papel para
que sus hijos fueran reconocidos y recibieran su herencia. Su hija mes-
tiza Francisca se casó (o fue casada) más tarde con su tío, Hernando
Pizarro, y vivió con éste en España. Podemos suponer que esto no
ocurría por libre voluntad, pero con estos vínculos las mujeres asegu-
raban su posición en la nobleza y los privilegios asociados con ellos.
De tal manera, en un principio, la jerarquía social en los territorios
conquistados no cambió esencialmente, aunque sí la composición
étnica de las élites.
Las mujeres indígenas que no pertenecían a la aristocracia contraían
relaciones con los conquistadores tanto voluntariamente como forza-
das y obtenían con ello ventajas económicas y sociales. Además de la
aspiración de librar a sus hijos de la obligación de pagar tributos y obte-
ner seguridad material o recompensas, en muchos casos también influ-
yeron una inclinación verdadera y la atracción erótica. Las relaciones
con mujeres indígenas del pueblo fueron en su mayoría extramaritales.
Sólo en los primeros años de la conquista, debido a la carencia de muje-
res españolas y a la política favorable de la Corona, se dieron matrimo-
nios entre españoles e indias. En aquella época la Corona española vio
en el matrimonio y la familia no sólo el fundamento de un Estado basa-
do sobre principios cristianos, sino que esperaba que ambos llevaran a
los intranquilos conquistadores, ansiosos de poder, a una vida más apa-
cible. La importancia que la Corona le atribuía al matrimonio puede
deducirse de dos ordenanzas, de 1538 y 1539, que amenazaban a todos
los encomenderos solteros con quitarles su encomienda si no se casaban
en el término de tres años. La ley estableció que los casados tendrían
preferencia para la nueva adjudicación de encomiendas. Según una
fuente de aquella época, esto tuvo el efecto de lograr que muchos espa-
ñoles se casaran con sus concubinas. Con esto, muchas mujeres indíge-
nas de las capas inferiores pudieron ascender al nivel del conquistador,
un camino que permaneció prácticamente cerrado a los hombres indí-
genas. De esta manera algunas de ellas se convirtieron en propietarias de
encomiendas, dueñas de esclavos y señoras que disponían sobre la ser-
vidumbre indígena. Pero estas mujeres no constituyeron la mayoría, y
para muchas el haber tenido un hijo del encomendero, del sacerdote o
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de algún otro español —a menudo como resultado de una violación y


no de una relación voluntaria— no les proporcionó ninguna ventaja.
En la segunda mitad del siglo XVI se redujeron abruptamente las
posibilidades de matrimonio con un español. En la medida en que cre-
ció la cantidad de mujeres españolas o de hijas mestizas de conquista-
dores, disminuyó la oportunidad para las indígenas de obtener venta-
jas materiales por relacionarse con un español. A esto se añadió que,
con el establecimiento de la administración colonial, las posibilidades
de los descendientes mestizos se redujeron más aún, pues debido al
carácter extramatrimonial de su origen tenían prohibido el acceso a
numerosos cargos e instituciones oficiales.
El papel de las mujeres de todos las capas sociales que, de una u
otra forma, se relacionaron con los conquistadores, fue siempre ambi-
valente. Muchas de ellas fueron acusadas de traición; por ejemplo, por
denunciar a los españoles los planes de rebelión. Pero aquí también es
preciso preguntarse por las causas de estas acciones y establecer dife-
renciaciones. No siempre fue el temor de que debido a la rebelión fue-
ran a perder las posiciones conquistadas o sus privilegios, o que tuvie-
ran que rendir cuentas por su actitud de colaboración, lo que las
movió a actuar de esa manera. Algunas mujeres (y hombres), sobre
todo los pertenecientes a la aristocracia incaica, se colocaron del lado
de los españoles porque las viejas rivalidades existentes antes de la lle-
gada de éstos las hacían temer por sus vidas en caso de que los ante-
riores gobernantes volvieran al poder. Tampoco puede excluirse
como motivo la fascinación que ejerce una cultura triunfadora.
Por otra parte, muchas mujeres de la nobleza inca podían conser-
var parcialmente su identidad cultural mediante el establecimiento de
relaciones con los españoles. Así, por ejemplo, el cronista Garcilaso de
la Vega el Inca, cuya madre provenía de la nobleza inca, obtuvo
muchos de sus conocimientos sobre la sociedad precolombina de las
conversaciones que había escuchado en su juventud. Al igual que en
otras culturas, también en las sociedades indígenas fueron especial-
mente las mujeres las que cuidaron y transmitieron la herencia cultu-
ral. Aún hoy puede observarse esto en los pueblos indios de la región
andina o en Centroamérica. Un rasgo visible de esto es la circunstan-
cia de que son sobre todos las mujeres, mucho más que los hombres,
las que mantienen sus vestimentas tradicionales y el idioma indígena.
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MUJERES IND ÍG E NA S Y C ON QU IS TA 33

La conquista europea significó una ruptura radical de las estructu-


ras sociales y económicas de los indígenas. En las comunidades rura-
les, los ayllus, la introducción de la concepción europea sobre la pro-
piedad privada destruyó el viejo sistema de distribución, aunque
cuando los españoles reconocieron las formas de propiedad colectiva
de las comunidades. La división de las tierras de labranza en tres par-
tes, una que se repartía en usufructo entre las familias, y las otras dos
correspondientes al inca y a los sacerdotes (y que los campesinos tení-
an que trabajar para aquéllos), condujo ahora a problemas, pues tanto
los españoles como también la nobleza incaica reclamaron estas tierras
y sus productos para sí. Sobrevinieron una serie de conflictos entre las
comunidades rurales y el estamento superior, fuera éste de origen
español, indígena o mestizo, masculino o femenino. La verdadera cau-
sa de enfrentamientos atañía no tanto a la tierra, sino a la fuerza de tra-
bajo. Al igual que la nobleza incaica, los españoles estaban menos inte-
resados en la propiedad de la tierra que en recibir lo que de ella se
producía, y para ello se necesitaba mano de obra. Debido a la rápida
disminución de la población indígena (conocida como «catástrofe
demográfica»), pronto escasearon en los ayllu personas para producir
los medios de vida y aquello que tenía que entregarse como tributo.
En general puede decirse que la conquista y sus consecuencias des-
quiciaron el sistema económico, social y religioso del ayllu, y con ello
también el mundo de las mujeres indígenas. La conquista misma trajo
consigo violaciones y la esclavización, aunque mucho peores fueron
sus efectos colaterales, como la emigración, las enfermedades, la esca-
sez, el hambre y la opresión. De ningún modo puede minimizarse el
terrible significado de las violaciones como fenómeno consustancial a
la conquista, pero a largo plazo y desde una perspectiva social general,
tuvieron un papel secundario. La violación no fue una característica
específica de la conquista española: siempre la han experimentado y la
experimentan las mujeres en América y en otras regiones de la Tierra
colocadas en situaciones de guerra. Más decisiva a largo plazo para el
destino de las mujeres —y del país en general— fue la completa des-
trucción de las estructuras políticas, religiosas y económicas existentes.
La introducción de la propiedad privada como forma esencial de
propiedad, los diferentes tipos de tributos a pagar, el trabajo forzado
por sorteo y la catástrofe demográfica, condujeron a una transforma-
ción mucho más fuerte del papel de las mujeres indígenas de lo que
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comúnmente ha sugerido la visión estrecha de la conquista como vio-


lencia. La división tradicional del trabajo en el seno del ayllu no pudo
seguirse sosteniendo una vez que los hombres fueron obligados a rea-
lizar trabajos forzados y labores de guerra. Adicionalmente, las muje-
res fueron recargadas frecuentemente con la realización de trabajos
para el encomendero, aunque esto no era permitido por las leyes espa-
ñolas. En el año 1549 la Corona española prohibió la imposición a las
mujeres de labores de tejido e hilado, pero no existían las condiciones
para imponer el cumplimiento de estas leyes. Incluso allí donde éstas
se hicieron cumplir, ello tuvo un doble efecto: puesto que los tributos
impuestos por los españoles no se cobraban a la familia como célula
económica sino a todos los hombres adultos, éstos comenzaron a que-
jarse de que se les distribuyera tierra a las mujeres. También exigieron
ahora para ellos lo producido por aquéllas, para poder cumplir así con
su deber tributario. Estas reglamentaciones minaron los derechos de
las mujeres incaicas. Sobre todo, la carga de trabajo sobre las mujeres
creció considerablemente debido a la cada vez más frecuente ausencia
de los hombres debido al trabajo forzado (mita). Puesto que ellas no
siempre se marchaban junto con sus hombres, en muchos casos tuvie-
ron que afrontar por sí solas la tarea de mantener a la familia y res-
ponsabilizarse con el pago del tributo. Muchos hombres no regresa-
ban jamás de la mita, unas veces porque no sobrevivían a las penas del
trabajo forzado (sobre todo en las minas) y otras simplemente porque
terminaban estableciéndose en otro lugar.
Mientras que las tareas impuestas a las mujeres indígenas en las
aldeas eran cada vez más importantes y su carga de trabajo cada vez
más pesada, el transcurso del proceso de cristianización de la sociedad
les hizo perder sus funciones religiosas y la influencia política y social
que éstas implicaban. Esto afectó también a los hombres, aunque ellos
pudieron conservar ciertas funciones, tanto en el interior de la Iglesia
católica como de la administración autónoma de las comunidades
indígenas bajo control de los españoles. Con ello no disponían de un
poder real, pero sí de una cierta autoridad y prestigio. Las mujeres,
por el contrario, fueron excluidas completamente de esta nueva jerar-
quía política. No obstante, las mujeres conquistaron posteriormente
algunas posiciones, pues ciertas formas asociativas vinculadas al culto
de la Virgen María así como a procesos sincréticos quedaron esencial-
mente en manos de mujeres indígenas.
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MUJERES IND ÍG E NA S Y C ON QU IS TA 35

La disminución masiva de la población indígena debido al trabajo


forzado y las enfermedades condujo también a la depauperación de las
aldeas, debido a la imposibilidad de pagar los siempre crecientes tri-
butos calculados para una población que ya no existía y a la destruc-
ción de los lazos tanto familiares como sociales. Debido a ello muchas
mujeres prefirieron emigrar precisamente hacia las ciudades fundadas
por los españoles. Sobre todo las mujeres jóvenes encontraron allí una
posibilidad de supervivencia como empleadas domésticas, nodrizas,
panaderas, lavando ropa, elaborando velas, como vendedoras en el
mercado o vendedoras ambulantes. El excedente de población feme-
nina que se constató en estos centros urbanos se debió esencialmente
a la alta cantidad de empleadas domésticas y de mujeres ocupadas en
pequeños negocios.
Las ciudades fundadas por los españoles presentaron desde el ini-
cio una gran necesidad de personal doméstico. La mayoría de las
mujeres empleadas eran jóvenes solteras, esencialmente adolescentes,
pues en esa época en América (como también en Europa) comenzó
para muchas mujeres la necesidad de ganarse la vida, y por tanto de
comenzar su vida laboral ya a la edad de ocho o diez años. Se convir-
tió en algo frecuente, como lo sigue siendo hoy, que sus padres las
enviaran a la ciudad con la esperanza de que se establecieran en ellas y
posteriormente ayudaran económicamente a la familia que había per-
manecido en la aldea. Por otra parte, existía una ordenanza de la
Corona española que establecía que las empleadas domésticas debían
recibir alimentación y alojamiento, un pequeño salario, atención
médica e instrucción religiosa. Este reglamento fue cumplido sólo en
casos excepcionales: ¿qué muchacha, proveniente de una remota aldea
indígena, sabía cómo reclamar sus derechos? Con todo, esta ordenan-
za no pareció ser completamente inefectiva, pues en una investigación
realizada en Arequipa, en el sur de Perú, se pudo constatar la existen-
cia en los archivos notariales de una serie de contratos con empleadas
domésticas indígenas fechados en los primeros cincuenta años de
dominación española.
En estas actas notariales, administrativas y de tribunales, se
encuentran una cantidad considerablemente mayor de nombres de
mujeres indígenas que de hombres. Las mujeres solicitaban permiso
para un viaje a España o pleiteaban por derechos de propiedad. Tam-
bién llama la atención que ellas necesitaran, mucho menos que los
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hombres, los servicios de un traductor cuando entraban en contacto


con instituciones españolas. Esto pudo deberse a que las mujeres, en
tanto empleadas domésticas, vendedoras, amantes o esposas, tuvieron
contacto y participación directos con y en el mundo de los conquista-
dores. Por ello estuvieron en una posición más ventajosa para obtener
informaciones y recursos, que utilizaron en su provecho. Para los
hombres indígenas, por el contrario, existió sólo la alternativa de
someterse o escapar.
Testamentos, certificados de deudas y otras fuentes documentales
comprueban no sólo las diversas reacciones de los hombres y las muje-
res indígenas ante la conquista, sino también los diferentes rumbos que
tomaron los modos de vida de ambos géneros. Las actividades de los
hombres y las mujeres dejaron de condicionarse mutuamente, como
ocurría en las comunidades rurales prehispánicas, y también se distan-
ciaron cada vez más los espacios en los que transcurrían sus vidas.
Mientras que muchos hombres trabajaban separados de sus familias en
las minas o en las haciendas agrícolas, las mujeres marcharon a las ciu-
dades. En ellas se juntaban frecuentemente con mestizas o mulatas de
su misma capa social, realizaban negocios con ellas o vivían en una mis-
ma casa con una economía común. En los archivos notariales existen
documentos sobre deudas contraídas por mujeres con otras mujeres,
padrinazgos y contratos de empleo, que pueden servir de indicios
sobre la existencia de una especie de «red» femenina, así como de una
continuación de las tradiciones indígenas de transmisión hereditaria
paralela, tanto por la línea paterna como materna.
El trabajo de las mujeres indígenas en las casas de los españoles
forjó estrechos contactos, los cuales les permitieron, pese a toda la
explotación económica y sexual, orientarse en el nuevo mundo del
conquistador y desarrollar estrategias de adaptación. Los hombres,
por el contrario, estaban en los centros mineros o en las haciendas, al
margen de este mundo y se integraron en el mundo colonial con
muchas más dificultades. Las indígenas urbanas se adaptaron a las
costumbres y formas de vida de los españoles y, a la vez, traspasaron
partes de su cultura al manejo del hogar por parte de los conquista-
dores —tengamos en cuenta sólo su cultura alimentaria—. Podemos
asumir la gran influencia que tuvieron las nodrizas y niñeras sobre los
que después serían los señores y señoras, y así como en Brasil las
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MUJERES IND ÍG E NA S Y C ON QU IS TA 37

nodrizas negras eran liberadas al envejecer, también las indígenas o


mestizas a veces recibían, tras largos años, una recompensa por parte
de las familias para las que habían trabajado. Con ella podían poner
un pequeño negocio o establecer otra forma de ganarse la existencia.
Que esta recompensa estuviera frecuentemente relacionada con algu-
na relación sexual, voluntaria u obligada, con el dueño de la casa o su
hijo, es otra cuestión.

LA REGIÓN DE LA PLATA

La región de La Plata, que abarca las actuales Argentina, Uruguay


y Paraguay, permite explicar claramente lo mucho que el tipo de con-
quista, y la convivencia entre españoles e indígenas resultante de ésta,
dependió de la situación geográfica y socio-cultural que encontraron
los conquistadores. En esta región periférica los españoles se encon-
traron una población seminómada y que no disponía de estructuras
políticas establecidas que hubieran podido utilizar en su provecho.
Tampoco podían apoyarse en la existencia previa de un sistema per-
fecto de caminos y acopio de provisiones, como en Perú. En el caso de
Paraguay debe agregarse, al igual que en otras regiones periféricas, el
aislamiento geográfico y la carencia de yacimientos de metales precio-
sos. Ello provocó fuertes contradicciones entre los conquistadores
españoles, las cuales a su vez tuvieron consecuencias sobre el trata-
miento que dieron a los pueblos conquistados. Estas campañas de
conquista fueron menos espectaculares y es por eso que son menos
conocidas. Por ello serán explicadas con mayor detenimiento en las
páginas que siguen.
Al igual que ocurrió con todas las otras campañas de conquista, la
de la región de La Plata fue emprendida con la esperanza de descubrir
yacimientos de oro y plata. Los conquistadores españoles no se
encontraron aquí con ninguna cultura altamente evolucionada que
tuviera una estructura estatal y una economía desarrolladas, sino ante
todo con los indígenas que habitaban las orillas y la pampa, guerreros
y seminómadas, y posteriormente con una región escasamente pobla-
da por indígenas de la etnia tupí-guaraní. La zona en la que vivían los
indios tupí-guaraníes se extendía desde la región del Amazonas hasta
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la pampa argentina. Estaban subdivididos en varios grupos, los cuales


a veces se enfrentaban entre sí. A la llegada de los españoles, los gua-
raníes se asentaban en la región situada entre los ríos Paraguay y Para-
ná, que corresponde a la actual República de Paraguay, así como a
zonas fronterizas. Practicaban un tipo de agricultura basada en la roza
y quema de ciertas extensiones, que después abandonaban periódica-
mente para realizar la misma práctica en otras (cada tres o cuatro
años). Además, la caza y la pesca representaban una parte importante
de su dieta. Estas dos últimas eran responsabilidad ante todo de los
hombres, mientras que las mujeres cultivaban la tierra desmontada y
atendían el cuidado de las labores domésticas. Vivían agrupados en
pequeñas unidades, esencialmente estructuradas por relaciones de
parentesco. Este tipo de convivencia no requería de la existencia de
una instancia política central, aunque presuponía una división del tra-
bajo entre hombres y mujeres fuertemente complementaria. En lo que
atañe a la estructura familiar, está comprobado que existía entre ellos
la poligamia, sobre todo para los caciques. Esto era concebido en
general como un instrumento de poder de los caciques, quienes de ese
modo fortalecían sus contactos políticos e influencias. El sistema reli-
gioso de los guaraníes estaba marcado por el culto a un dios creador,
Tupá. Además mantenían creencias animistas. También tenía impor-
tancia la concepción que tenían los guaraníes sobre la existencia de un
paraíso terrenal, lo cual —junto con las exigencias del tipo de agricul-
tura que practicaban— los impulsaba a la trashumancia. Estas creen-
cias facilitarían posteriormente el trabajo de los misioneros cristianos.
Los primeros viajes de exploración de los europeos llegaron a la
desembocadura del río de La Plata en el año 1516, antes de la con-
quista de México, buscando ante todo una ruta marítima hacia la
India. Un nuevo intento, nueve años después, conoció por indios y
sobrevivientes españoles de la primera expedición, la supuesta exis-
tencia de la mítica Sierra de la Plata, lo que llevó a los españoles a un
amplio viaje de exploración por el río. Colocaron puntos de apoyo en
las riberas del río Paraná, pero la carestía de alimentos y las numero-
sas bajas provocadas por los combates con los indígenas pronto los
obligaron a regresar.
La conquista de Perú y la expectativa que ella provocó de encon-
trar ricos yacimientos de plata, llamó nuevamente con más fuerza la
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MUJERES IND ÍG E NA S Y C ON QU IS TA 39

atención de los conquistadores sobre esta región. En 1535 Pedro de


Mendoza obtuvo el permiso real para conquistar la zona y poblarla,
así como para establecer comunicación terrestre con el Perú. Mendo-
za juntó una flota de once barcos con alrededor de 1.500 hombres a
bordo. Entre ellos se encontraba el lansquenete Ulrich Schmidel, de
Straubing, cuyo relato representa la más importante fuente de infor-
mación sobre esta campaña. El 2 de febrero de 1536 Pedro de Men-
doza fundó, en el delta de la desembocadura del río de la Plata, un
fuerte, al que bautizó como Puerto de Nuestra Señora de Santa María
del Buen Aire. Pero también aquí los españoles tuvieron que enfren-
tarse a los ataques de los indígenas (en este caso los querandís) y a la
carestía de alimentos. Debido a ello emprendieron constantemente
nuevos viajes de exploración, en el curso de los cuales fueron cons-
truidos nuevos fuertes en las riberas del río Paraná. En la búsqueda de
la deseada Sierra de la Plata se desplazaron cada vez más al norte y
alcanzaron finalmente la región de los indios guaraníes, con los que,
tras breve resistencia de éstos, establecieron relaciones amistosas. Los
indios proveyeron de alimento a los hambrientos españoles y les pro-
porcionaron mujeres que cuidaron de ellos.

Después de esto llegamos al pueblo pero los indios que estaban en el


pueblo [se] sostuvieron lo mejor que pudieron y se defendieron muy
valientemente por dos días. Cuando vieron los indios que no podían sos-
tenerlo más y temieron por sus mujeres e hijos, pues los tenían a su lado
en el pueblo, vinieron ellos, estos susodichos Carios, y pidieron perdón a
nuestro capitán general Juan Ayolas que los recibiere en perdón; que ellos
habrían todo cuanto nosotros quisiéramos. También trajeron y regalaron
a nuestro capitán Juan Ayolas seis mujeres, la mayor era de diez y ocho
años de edad; también le hicieron un presente de alrededor de unos nueve
venados y otra carne de monte. A más nos pidieron que permaneciéramos
con ellos y dieron a cada gente de guerra u hombre dos mujeres (entregar)
para que cuidaran de nosotros, cocinaran, lavaran y atendieran en otras
cosas más de las que uno en aquel tiempo ha necesitado. También nos die-
ron sustento de comida de la que nosotros tuvimos necesidad en esa oca-
sión. Con esto quedó hecha la paz con los Carios...8

Aquí vemos una vez más a las mujeres en el papel de intermediarias


y de prenda de garantía de una alianza.
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Los cansados y hambrientos conquistadores fomentaron ante todo


los contactos amistosos con los indios guaraníes y fundaron una villa
fortificada a la que llamaron Casa Fuerte de Nuestra Señora de Santa
María de la Asunción. Un pequeño grupo siguió viaje hacia el norte,
siempre en busca de la mítica Sierra de la Plata. Con Asunción los
españoles contaron por primera vez con un punto de apoyo en la
región que permitía asegurar la alimentación. Esta base, que sirvió de
punto de partida para ulteriores expediciones, se demostró más tarde
como urgentemente necesaria, pues las dificultades para la comunica-
ción en una región tan grande y escasamente poblada, así como los
constantes ataques de los indígenas, provocaban la fatiga de los con-
quistadores. Los otros puestos colocados entre Buenos Aires y Asun-
ción tuvieron que ser abandonados, y pronto también Buenos Aires.
Su población se trasladó a Asunción en 1541, sobre todo porque los
indios guaraníes de esta última ciudad prestaban incalculables servi-
cios como aliados y podían asegurar la alimentación de los alrededor
de 600 europeos que la habitaban. La Sierra de la Plata continuaba
siendo un lugar inalcanzable y la expedición enviada en su búsqueda
no regresó jamás.
Puesto que Mendoza, el adelantado de la conquista, había falleci-
do, y su sucesor desapareció en la «expedición de la Plata», los espa-
ñoles eligieron un nuevo jefe, Domingo Martínez de Irala. Al mismo
tiempo, el emperador Carlos V envió a otro sucesor, Álvar Núñez
Cabeza de Vaca, quien ya tenía una larga experiencia gracias a sus via-
jes por la Florida y el norte de México. Llegó a Asunción en 1542, des-
pués de una fatigosa marcha atravesando el continente, y recibió una
bienvenida nada amistosa de los españoles allí presentes. Éstos temían
que los «nuevos» se les adelantaran en la conquista de la Sierra de la
Plata o que al menos pudieran reducir su parte en el esperado botín.
Agreguemos a ello que Álvar Núñez intentó reglamentar la vida con-
junta de los conquistadores y la población indígena de acuerdo a las
leyes españolas y la moral cristiana, lo que no le granjeó las simpatías
de aquellos rudos guerreros. Una expedición de 400 españoles y 1.000
guaraníes, bajo la dirección de Álvar Núñez Cabeza de Vaca intentó
alcanzar la Sierra de la Plata atravesando la inhospitalaria región del
Chaco. Su fracaso precipitó una revuelta indígena y el encarcelamien-
to del adelantado. Fue enviado de vuelta a España y allí sometido
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MUJERES IND ÍG E NA S Y C ON QU IS TA 41

finalmente a un juicio. Irala tomó nuevamente el gobierno, aunque los


enfrentamientos entre los iralistas y los alvaristas determinaron
durante largo tiempo la situación política en Asunción.
En los años siguientes Irala y sus soldados emprendieron otras
expediciones hacia el norte y el oeste, hasta que se convencieron de
que la legendaria Sierra de la Plata había sido conquistada por sus
compatriotas del Perú.
Mientras tanto había transcurrido un decenio, en el cual la vida
conjunta entre indígenas y españoles se consolidó, si bien adoptó una
forma no estructurada por ninguna ley escrita. En las sociedades «pri-
mitivas» el intercambio de mujeres era la prenda más importante con
la cual los hombres establecían entre sí lazos familiares que los com-
prometían a la ayuda mutua. En ellas las relaciones de parentesco
representaban una garantía para la duración de una alianza interfami-
liar o interétnica, y sólo los lazos de sangre podían garantizar que se
mantuviera la promesa de ayuda mutua (principio de reciprocidad).
Aquél que, como los caciques, dispusiera sobre mayor cantidad de
mujeres, obtenía de esta manera bienestar material y gran influencia.
El número de mujeres que poseía un hombre se convirtió en criterio
de medida de su prestigio político, y la poligamia en medio irrenun-
ciable para el mantenimiento del poder. Entre los guaraníes se agregó
otro factor: las mujeres eran las que cultivaban la tierra que los hom-
bres habían desmontado. Mientras más mujeres, más alimentos, pres-
tigio social e influencia política, un principio que también los cristia-
nos comprendieron muy rápido. Un clérigo expresó en 1545 su
indignación sobre el comportamiento de los conquistadores europeos
con las siguientes palabras:

[...] es el otro segundo caso [sobre el que ya se informó anteriormente]


muy en favor de mahoma y su alcoran y avn me paresçe q vsan de mas
libertades pues El otro no se estiende mas de a siete mugeres yaca tienen
algunos a setenta digo a vra S.a ill.ma q pasa ansi q el Cristiano qsta con-
tento con quatro yndias espor q no puede aver ocho y el q con ocho por q
no puede aver diez yseys yansy de aqui arriba dedos y detres syno es
alguno muy pobre no ay quin baje de çinco y de seys la mayor parte de
quinze y de veynte de treynta y quarenta...9
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42 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

Estos informes son ciertamente exagerados, pues la cifra real


podría estar entre tres y siete mujeres por cada español, pero con todo
es una cantidad considerable, de tal manera que Paraguay llegó a ser
conocido con el sobrenombre de «Paraíso de Mahoma». Sobre todo
los sacerdotes se quejaban cada vez más de la inmoralidad reinante en
Asunción, que hacía infructuosos sus intentos de cristianización.
También esta cuestión desempeñó un importante papel en las rivali-
dades entre iralistas y alvaristas: los partidarios de Álvar Núñez no
cesaban de denunciar los supuestos o verdaderos actos de libertinaje
de Irala así como la indulgencia de éste hacia sus partidarios para que
no se pasasen al lado de su adversario.
El problema moral de las relaciones con las indias guaraníes, siem-
pre recalcado en aquellos testimonios escritos, no nos debe engañar y
hacernos creer que la mayoría de esas mujeres eran ante todo concu-
binas u objetos sexuales de los conquistadores, sino que eran vistas
como fuerza de trabajo urgentemente necesaria, tal como tuvo que
admitir un sacerdote y partidario de Álvar Núñez:

[...] hallamos S.or enesta trra vna maldita costumbre q. las mugeres son las
q siembran y cojen el bastimento ycomo quiera q. no nos podriamos aqui
sostentar con la pobreza dela trra fue forçado tomar cada cristiano yndias
destas desta trra contentando sus parientes con rrescates para q. les hizie-
sen de comer. traydas asus poderes de los cristianos an avido dellas hijos
en tanta Cantidad q. ay en esta çibdad quinyentas criaturas o mas hijos de
cristianos yde yndias cristianas naturales desta trra ansi mismo S.oran
tomado vna mala costumbre en si de vender estas yndias vnos a otros por
Rescate.10

El propio Irala justificó el abandono de Buenos Aires en un escrito


dirigido a la Corona señalando que los españoles tenían a setecientas
mujeres indígenas a su disposición en Asunción «las que los servían a
ellos en sus casas y trabajaban para ellos en los campos». Además, los
padres y hermanos de las mujeres realizaban distintos trabajos para los
españoles, desde labores de campo, pasando por la caza y la pesca, has-
ta participar en la guerra. Según el principio de reciprocidad, ellos espe-
raban a su vez recibir algo equivalente, sobre todo regalos de hachas
metálicas y otros objetos similares.
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MUJERES IND ÍG E NA S Y C ON QU IS TA 43

Puede afirmarse que los españoles en los primeros años, por razo-
nes de su propia seguridad, mantuvieron los principios de ayuda
mutua e igualdad de derechos, aun cuando se dieron casos de utiliza-
ción de la violencia. Pero muy pronto los blancos vieron cada vez más
en las mujeres indígenas a una fuerza de trabajo, y esto les otorgó el
carácter de una mercancía, pues eran algo que, llegado el caso, podía
ser intercambiado. Esto no excluía los contactos sexuales; por el con-
trario, ello formaba parte del dominio violento que los españoles
habían obtenido.
Después de dos años creció la desilusión entre los hombre guaraníes,
por la forma en que las relaciones con los españoles se había desarrolla-
do. No se sentían tratados como parientes, sino como tapi’s (personas de
un estatus inferior). Planearon para el día de la Ascensión de Cristo del
año 1539 una gran rebelión, que sin embargo pudo ser derrotada. Tras
esta revuelta, los indígenas sellaron el nuevo acuerdo de paz otra vez con
la entrega de mujeres.
La rebelión estuvo causada también por el intento de Álvar Núñez
de terminar con lo que a sus ojos era la ilegalidad existente en Asun-
ción. Su partidario González de Paniagua afirmó con espanto que

[...] los h.os q tienen las yindias de qualquier cristiano no los llama tal cris-
tiano hos demis criadas o mocas sino hr.o de mis mugeres emis cuñados
suegros y suegras con tanta desverguenca como sy en muy legitimo matri-
monio fuesen ayuntados alas hijas delos yndios eyndias q ansi de suegros
yintitulan.11

Debe apuntarse que los españoles, debido a estas relaciones fami-


liares, a menudo tenían en sus casas como concubinas a hermanas o
primas, sin preguntar si estaban emparentadas o si habían sido bauti-
zadas. Álvar Núñez intentó limitar el número de indígenas por cada
hogar español y reglamentar con mayor precisión la comunicación
entre los españoles y las indias, aunque también entre las familias indí-
genas que servían a los españoles. Su encarcelamiento impidió que
estas medidas se aplicaran rigurosamente, pero Irala tenía las manos
atadas. Sus partidarios se hubieran alzado contra él si hubiera querido
hacer algo contra la brutal violencia que caracterizaba cada vez con
más fuerza las relaciones entre los españoles y los indígenas y que se
incrementó aún más debido a la rebelión.
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44 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

Los conquistadores ya no temían entrar en las chozas de los guara-


níes a robar sus mujeres y violarlas. A pesar del aumento de las tensio-
nes, el mestizaje continuó en forma imparable, mientras que, al mismo
tiempo, el número de indios guaraníes disminuía constantemente. Las
enfermedades introducidas por los europeos, contra las que los indios
no disponían de ninguna defensa natural, diezmaron a la población
indígena. Además, debe tenerse en cuenta que muchas de las mujeres
vivían ahora en Asunción. En las aldeas indígenas había cada vez
menos mujeres y como consecuencia menos niños, lo que hacía peli-
grar la división tradicional del trabajo y el suministro de bienes.
El descenso de la población indígena, y con ello su menor disponi-
bilidad, y el conocimiento de que era inútil confiar en encontrar meta-
les preciosos, así como la creciente presión de los representantes de la
Corona española de someterlos a las leyes dictadas por el rey y adap-
tarlos al desarrollo de las otras provincias hispanoamericanas, llevó a
Irala a introducir en 1556 en Paraguay el sistema de encomiendas. Si
las órdenes de Irala establecieron la eliminación de la poligamia, sobre
la que se basaba el servicio permanente en la casa de los españoles, es
algo que aún no queda claro. En todo caso en Paraguay se desarrolló
muy rápidamente, junto con la encomienda mitaya, que establecía la
división de los habitantes de la población de una encomienda en cua-
tro partes que se sucedían por turnos en la realización de servicios
laborales, también la encomienda originaria o yanacona. Los indíge-
nas pertenecientes a este tipo de encomienda vivían permanentemente
en los hogares o las tierras de un encomendero. Puede suponerse que
esta forma de encomienda era la continuación del sistema anterior,
basado en relaciones de parentesco. Decretos posteriores confirman
esta suposición. El gobernador Ramírez de Velasco se vio obligado en
1597 a prohibir a los españoles emplear a mujeres indígenas casadas.
Tanto Ramírez como sus sucesores intentaron siempre eliminar el
abuso sexual de las indígenas mediante exhortaciones y decretos, una
muestra clara de que estas ordenanzas no eran cumplidas. La cantidad
porcentual de mujeres en la encomienda originaria parece haber segui-
do creciendo. Aparentemente las reglamentaciones y el apaciguamien-
to de la situación política contribuyeron a desviar la atención del cle-
ro y de los funcionarios españoles sobre el «paraíso de Mahoma».
Si bien la encomienda condujo finalmente a la destrucción de la
cultura y la sociedad guaraníes, ella estableció también una premisa
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MUJERES IND ÍG E NA S Y C ON QU IS TA 45

esencial para la integración biológica y cultural de la población indí-


gena así como para el surgimiento de una sociedad mestiza específica
en Paraguay. Los paraguayos tienen plena conciencia de ser un pueblo
mestizo y están orgullosos de su herencia guaraní, aunque el trato de
hecho con la población indígena del país es deplorable. Los signos
externos de este origen lo constituye el bilingüismo de casi todos los
paraguayos y el relativamente alto prestigio del que goza allí el idioma
indígena.
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Andrés de Islas: De chino e india


© Museo de América, Madrid
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CAPÍTULO 2
LA SOCIEDAD COLONIAL

EL «BAGAJE CULTURAL» DEL CONQUISTADOR ESPAÑOL


Y EL NUEVO ORDEN SOCIAL EN AMÉRICA

L
a construcción de un imperio colonial español en América no
fue una empresa planeada de antemano. Los viajes en dirección
oeste no se habían realizado para «descubrir» y colonizar nue-
vas tierras, sino para arribar a las Indias para comerciar. Después que
se hizo claro que Colón y sus continuadores habían descubierto un
nuevo continente, y que el papa les asignara a los Reyes Católicos la
misión de propagar la religión católica —y debido a ello también el
dominio sobre las regiones paganas— se plantearon ante ellos nuevas
problemas y desafíos. ¿Cómo administrar las nuevas regiones de
ultramar del imperio (el concepto de «colonia» apareció más tarde) y
cómo debía estructurarse la vida en común entre los conquistadores y
los conquistados? Las respuestas que se encontraron estuvieron mar-
cadas por las experiencias procedentes del viejo mundo y tuvieron su
base en las concepciones sobre conquista y dominación desarrolladas
en la Península Ibérica durante los enfrentamientos contra los moros
en el período comprendido entre los siglos VIII y XV.
En la investigación histórica se plantea la pregunta de si existe una
interrelación entre la conquista de América y el final de la así llamada
Reconquista por los cristianos de las regiones ibéricas dominadas por
los moros. El mismo hecho de que, inmediatamente después de la
capitulación de Granada (el último territorio ocupado por los moros),

47
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48 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

Colón pudiera firmar con los Reyes Católicos, tras largos años de
espera, la «Capitulación de Santa Fe», una especie de contrato, que
estipulaba las condiciones en que haría el viaje descubridor y recibie-
ra finalmente el permiso para el viaje, demuestra que alguna relación
existió. Además, se dio una sorprendente coincidencia en el origen
geográfico de los conquistadores, muchos de los cuales procedían de
Extremadura, una región fuertemente marcada por la Reconquista y
cuya nobleza baja, en cierta medida, se había quedado «desempleada»
con el final de aquélla. Semejante coincidencia, sin embargo, no nos
debe hacer a olvidar que los viajes de Colón se insertaron en un pro-
ceso de expansión europeo que ya duraba más de un siglo.
Para nuestro propósito es más importante la circunstancia de que,
por razones parecidas, en la conquista de América por España, se uti-
lizaron una serie de figuras jurídicas procedentes de la Reconquista,
como el cargo del «adelantado» (encargado de una campaña de con-
quista con plenos poderes), o el de la «encomienda» (cesión de dere-
chos a señores guerreros destacados). Tanto esas instituciones, como
también el desarrollo específico que tuvo la Reconquista, determina-
ron las expectativas y objetivos de los conquistadores. Sobre todo
entre la nobleza baja, los hidalgos, las constantes campañas guerreras
habían creado una mentalidad de despojo que encontró posterior des-
arrollo en América. Por otra parte, durante la Reconquista, que fue
más bien un enfrentamiento entre diferentes reinos y no entre el cris-
tianismo y el islam, se desarrolló un muy específico espíritu caballe-
resco y guerrero, en el que los criterios religiosos desempeñaban un
papel fundamental.
La religión constituía el nexo más importante entre las distintas
regiones que conformaban los reinos de Castilla (la reina Isabel) y de
Aragón (el rey Fernando). La fe debía unir estas regiones, con grandes
diferencias culturales, históricas, demográficas y político-jurídicas
entre sí. En 1492 no sólo cayó el último bastión de los moros, sino que
también la población judía fue colocada ante la alternativa de conver-
tirse a la religión católica o tener que abandonar Castilla y Aragón.
Más tarde fueron expulsados los súbditos musulmanes que aún per-
manecían en el país, llamados «moriscos», de tal manera que pronto en
la Península Ibérica sólo vivían cristianos. Pronto surgieron dudas
sobre las convicciones religiosas de aquellos que habían sido forzados
a convertirse al cristianismo, por lo que se reintrodujo la Inquisición,
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LA SOC IED A D C O L ON IA L 49

que estuvo dirigida sobre todo contra los judíos, llamados conversos.
La Inquisición también tuvo importancia política, pues debido a la
existencia de los diferentes fueros y constituciones en cada parte del
reino, era la única institución con una organización centralizada y que
tenía autoridad sobre todas las regiones.
La conversión forzada de los judíos creó en España el llamado
«problema de los conversos», que marcó decisivamente la sociedad de
los siglos XVI y XVII. Los judíos conversos parecían sospechosos a los
ojos de la población cristiana. Estaban siempre bajo sospecha de conti-
nuar profesando secretamente su antigua religión en el seno de la fami-
lia. De aquí surgió la idea de que el origen familiar tenía relación con las
creencias religiosas, y de que la ortodoxia se llevaba «en la sangre».
Quien no procedía de una familia cristiana desde muchas generaciones,
estaba siempre bajo la vigilancia de los inquisidores y los vecinos. Por
lo tanto no puede decirse que la persecución de los judíos estuviera
motivada por prejuicios étnicos o racistas, sino que se trataba esencial-
mente de una cuestión religiosa. No era una forma temprana de antise-
mitismo, sino de antijudaísmo, la cual, por supuesto, puede conducir
fácilmente al antisemitismo. El sentimiento contra los conversos creció
considerablemente a lo largo del siglo XV en España. Esto se debió,
sobre todo, a que ellos —a diferencia de los moriscos, que se diferen-
ciaban fuertemente de los cristianos viejos por sus ropas, su idioma y
su cultura— en poco tiempo lograron afirmarse en todas las esferas
sociales, incluso en la Iglesia católica. Pronto despertaron la envidia de
los cristianos viejos, que consideraban a los conversos como ambicio-
sos y agresivos. No ocurría así con los judíos, que habían evitado des-
tacarse para no despertar recelos. En 1499 se proclamó en Toledo la
primera ley que excluía a los conversos de ejercer cualquier cargo ofi-
cial en la ciudad y que los excluía de derechos jurídicos. Apenas 30 años
después sobrevino la reinstalación de la Inquisición, y a lo largo del
siglo XVI se introdujeron cada vez con más fuerza los estatutos sobre la
limpieza de la sangre. Esto puede entenderse como un intento sistemá-
tico de mantener a los conversos excluidos de cualquier cargo en la
Iglesia y el Estado. Primero esto abarcó a los cabildos municipales; des-
pués, a las universidades. El más importante de esos estatutos fue el del
cabildo de la catedral de Toledo, de 1547, con indudables elementos
racistas. El papa y la Corona protestaron, y finalmente no fue recono-
cido. Pero otros muchos estatutos similares fueron aceptados, aunque
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50 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

al parecer no fueron aplicados consecuentemente, y ni la Corona ni la


Inquisición se preocuparon por comprobar su aplicación. Como con-
secuencia, pronto se encontraron muchos conversos en posiciones
importantes en la Iglesia e incluso en la Inquisición.
Las reglamentaciones de la Inquisición pronto demostraron ser un
medio eficaz para eliminar cualquier competidor molesto en la carre-
ra de funcionario público (incluso en la Iglesia). Por ello se convirtie-
ron en una obsesión por parte de la nobleza baja y de los sectores ins-
truidos, que veían amenazada su posición por los conversos. Esto
explica por qué creció la significación de la limpieza de sangre a lo lar-
go del siglo XVI, en la medida que el aparato burocrático español se
expandió y se intensificó el conflicto entre los letrados (funcionarios
con instrucción) y la nobleza hereditaria por ocupar los cargos más
altos en el Estado y la Iglesia. En esta disputa, el origen «sin mancha»
de aquellos funcionarios que cifraban en su instrucción sus posibilida-
des de ascenso, proporcionaba una cuota mayor de prestigio social
que podían utilizar. «La limpieza fue la respuesta de los letrados ante
la antigüedad de las líneas de ascendencia de la nobleza hereditaria».12
La cuestión de la «limpieza» tenía menos que ver con el origen ver-
dadero y más con la percepción por parte de la sociedad, pues la gene-
alogía propia era algo que podía corregirse fácilmente, sobre todo si
habían pasado varias generaciones desde la conversión. Era raro que se
rechazara a un converso, cuando tenía las capacidades necesarias para
desempeñar el cargo porque su origen fue dudoso. De lo que realmen-
te se trataba aquí, como en la mayoría de los mecanismos sociales de
discriminación, no era tanto de la supuesta mancha (en este caso la reli-
gión o el origen familiar), sino más bien de excluir a rivales indeseados,
compensar los sentimientos de inferioridad y lograr colocarse uno
mismo por encima de otro grupo. Precisamente estas razones explican
por qué, en la época en la que tuvo lugar la conquista de América, los
instrumentos de la Inquisición fueron tan eficientes.
Según la ley, les estaba prohibido viajar al Nuevo Mundo a los judíos,
moros, conversos, herejes condenados y criminales (es decir, todas las
personas que no pudieran demostrar la limpieza de su sangre), para que
no pudieran obstaculizar la labor misionera de evangelización. Por un
lado, estas prohibiciones fueron incumplidas parcialmente, y los emi-
grantes pudieron ocultar su origen en el nuevo medio geográfico. Por otra
parte, la mentalidad que había dado origen a estos estatutos sobrevivió
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LA SOC IED A D C O L ON IA L 51

expresándose en el nuevo continente de maneras diferentes. Ahora lo que


despertaba suspicacias y se convertía en criterio de exclusión no era el ori-
gen judío, sino negro o —en menor medida— indígena. La carencia de un
origen «limpio» era algo infamante, que se transmitía de generación en
generación, y que hacía referencia a la mácula de la esclavitud (en el caso
de los negros) o del nacimiento ilegítimo (para negros y mestizos). La
procedencia familiar también era decisiva en América para alcanzar una
posición social, y una mancha familiar sólo podía limpiarse con grandes
dificultades. A su vez, esto tuvo consecuencias importantes para el papel
de las mujeres españolas, pues ellas tenían que garantizar la limpieza de
origen y, por lo mismo, debían ser sometidas a un estricto control. Así se
desarrolló la «sociedad de castas», que adaptó las estructuras existentes en
España.
El origen familiar era algo decisivo en las épocas premodernas para
determinar la posición de una persona dentro de la sociedad. El orden
estatal estaba garantizada mediante una jerarquía de estamentos, cada
una de las cuales estaba definida por su propio estatus jurídico, expre-
sado en privilegios e inmunidades, derechos y deberes específicos. El
primer estamento, conformado por el clero secular y el regular, estaba
liberado del pago de impuestos y de la jurisdicción de la justicia secu-
lar. También la Inquisición y las universidades pertenecientes a la Igle-
sia disponían de sus propios estatutos. El segundo estamento, la aristo-
cracia, gozaba también de la exención tributaria. Inicialmente su
función militar era de gran importancia, y eso justificaba sus privile-
gios. El tercer estamento, el pueblo «llano» o «común», se componía
sobre todo de trabajadores rurales con estatus diferentes, así como de
artesanos y comerciantes que vivían en las ciudades. La importancia de
estos últimos aumentó cada vez más con el crecimiento de las ciudades,
del comercio y de las actividades de servicio. Paralelamente creció la
influencia de los así llamados «estamentos funcionales», como los gre-
mios y los «consulados» (asociaciones de comerciantes), que —al igual
que los miembros del ejército o de las universidades— disponían de sus
propios estatutos y estaban organizados de manera corporativa. Abar-
caban a miembros de distintos estamentos. Estos dos sistemas existían
uno al lado del otro, se influían recíprocamente y más tarde contribu-
yeron a la destrucción del viejo sistema estamental.
El modelo estamental fue trasladado a América, pero tomó otras
formas debido a la situación colonial. Las relaciones sociales en los
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territorios de ultramar no estaban tan marcadas por la existencia de los


tres estamentos, sino por la división entre conquistadores y conquis-
tados, entre españoles e indígenas, así como por las fuertes diferencias
regionales en lo que respecta a la presencia de esclavos traídos desde
África. La interrelación entre estos grupos poblacionales ha determi-
nado en muchos países latinoamericanos, hasta hoy, las relaciones
sociales y políticas.
Al inicio de la colonización el objetivo de la Corona española era el
de asimilar a la población autóctona lo más rápido posible e integrarla
en una sociedad construida según el modelo europeo. Pronto se com-
prendió que éste era un objetivo muy difícil de alcanzar, al menos con
la población que los españoles encontraron en el Caribe, pues allí no
se conocían las jerarquías sociales ni el cobro de impuestos. Por otra
parte, los conquistadores y colonizadores españoles dificultaron, con
su comportamiento poco cristiano, la labor de evangelización y de
aculturación. La conquista de los imperios azteca e inca les permitió a
los españoles toparse con unidades políticas en las que existía, en su
interior, una fuerte diferenciación y una estricta jerarquización políti-
ca, algo que ellos conocían y que utilizaron en su provecho. Pudieron
dejar que los indígenas mantuvieran una parte de sus instituciones ori-
ginales —siempre que éstas fueran compatibles con el cristianismo—
y las insertaron en un orden estamental. La población indígena fue
definida como un estamento específico, y se conformó la concepción
sobre las dos «repúblicas»: la república de los españoles y la república
de los indios.
En la sociedad colonial, los indígenas teóricamente eran vasallos
libres de la Corona española, y le pagaban a ésta sus impuestos. Como
habían sido cristianizados recientemente, no estaban sometidos a la
Inquisición. No tenían que prestar servicio militar, pero les estaba
prohibido portar armas y montar caballos. La situación jurídica de los
indígenas era similar a la de los menores de edad. La situación de la
aristocracia indígena era diferente en cierta medida, pues se le recono-
cía como tal, pero sólo en el escalón más bajo (el de hidalgos). Estaba
eximida del pago de impuestos y disfrutaba de algunos privilegios,
como el de portar armas. Estos señores indígenas, los caciques, en tan-
to intermediarios entre los españoles y la población indígena someti-
da, desempeñaban un papel muy importante.
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LA SOC IED A D C O L ON IA L 53

Las diferencias regionales en el tratamiento a la población indígena


fueron muy grandes, pues las desigualdades en lo que respecta a la
organización económica y política entre los diferentes pueblos con-
quistados influyeron sobre el modo en el que los españoles ejercieron
su dominación. Los imperios azteca e inca, jerárquicamente estructu-
rados, fueron fácilmente adaptados a las necesidades españolas, pues
en ellos eran conocidos el pago de tributos, la existencia de sectores
privilegiados y las estructuras de mando y obediencia. Entre aquellos
pueblos que no contaron con unidades estatales claramente definidas,
no tenían un sistema tributario ni jerarquías sociales, la inserción en el
imperio y la dominación indirecta mediante los caciques indígenas fue
más difícil.
El caso normal o ideal era que los caciques mantuvieron una parte
de su poder, pero estaban obligados a garantizar el pago de los tributos,
fueran éstos productos naturales o servicios laborales. A la población
indígena se le asignaba un territorio para habitar: en el caso de las ciu-
dades sus propios barrios, en el campo sus propias aldeas, los «pueblos
de indios», gobernados por los caciques en forma «autonómica». A
esto se añadía un cabildo según el modelo español y un funcionario
español que ejercía la función de control y vigilancia: el corregidor.
Este tipo de administración era una forma de ejercicio indirecto del
poder, que traía muchas ventajas a los españoles, sobre todo si podían
utilizar estructuras de dominación previamente existentes. Con ello la
Corona intentaba proteger a la población indígena de una explotación
excesiva por parte de conquistadores y colonizadores codiciosos, pues
la creación de aldeas estaba vinculada al reconocimiento de un territo-
rio propio. Estos territorios eran cultivados por la comunidad, lo que
no sólo posibilitaba su supervivencia física, sino que también fortalecía
la cohesión interior de la población indígena. A los blancos, mestizos y
mulatos les estaba prohibido entrar en los pueblos indios sin una auto-
rización especial. Por otra parte, a veces las familias eran trasladadas a
otras aldeas, para facilitar la pérdida de sus raíces culturales y religiosas.
Pero visto a largo plazo, esta política de reasentamiento y concentra-
ción de la Corona demostró ser un factor que protegió la tradición,
pues permitió a la población indígena disfrutar en las aldeas de una vida
autónoma en comunidad. De esta manera mantuvieron muchos valo-
res culturales propios, por supuesto, siempre en el contexto de una
observancia, aunque fuera mínima, de la religión cristiana. Esto todavía
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54 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

puede apreciarse hoy en los poblados más apartados de los Andes o de


las tierras altas guatemaltecas.
La «república de los españoles» era fundamentalmente urbana,
tanto en lo institucional como en lo económico y social. Los españo-
les se asentaban en ciudades, tenían derechos políticos en tanto ciuda-
danos de estas urbes y al menos al inicio de la conquista, recibían en
ellas una extensión de tierra. Los asentamientos en ciudades permitían
a la Corona el control de los colonizadores, a veces muy arbitrarios en
sus actos, pero también fueron concebidos (sobre todo al principio)
como protección contra los ataques o sublevaciones indígenas.
La posición de conquistador y la idea de que, en tanto europeos y
cristianos, poseían la religión y cultura verdaderas, proporcionó a los
españoles desde el inicio una cierta homogeneidad, pese a las diferen-
cias económicas entre ellos. Consiguientemente, los conquistadores
pretendieron adquirir un estatus superior o incluso un título nobilia-
rio, y de hecho la Corona entregó a los conquistadores y a los prime-
ros colonizadores estos títulos. Con el paso del tiempo, algunos de
ellos tomaron el tratamiento de «don», que constituía expresión de
hidalguía. En definitiva, el objetivo de todo emigrante es ascender
socialmente, lo que en una sociedad estamental significa no sólo obte-
ner riqueza, sino sobre todo llegar a pertenecer al estamento aristocrá-
tico. «La concepción de lo español, de lo blanco, de la limpieza de san-
gre, de Cristo y de la hidalguía, constituyen en su conjunto un sistema
de valores y determinaciones de posición social, que estaban clara-
mente vinculados al estamento social más alto».13
A la mentalidad de los nobles, sobre todo de los españoles, perte-
necía el obtener sus ingresos a través de rentas y tributos, los cuales a
su vez habían sido adquiridos mediante herencia o conquistas milita-
res, y despreciar las actividades manuales. Por lo tanto, un objetivo de
los conquistadores era obtener tanta fuerza de trabajo indígena como
fuera posible. Esto ocurrió en América a través de la encomienda, que
significaba la cesión a un conquistador —como recompensa por sus
servicios— del tributo indígena correspondiente a la Corona. Allí
donde el tributo no podía cobrarse en objetos (sobre todo metales
preciosos), se le sustituía por prestación de trabajo. Es decir, un grupo
de indígenas tenía que realizar trabajos forzados para el encomendero.
El rechazo al trabajo físico por ser una «actividad grosera», condujo
a que los españoles asentados en las ciudades no pudieran mantenerse
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LA SOC IED A D C O L ON IA L 55

por sí mismos. Desde el principio muchos indígenas vivieron en las ciu-


dades, sea porque, como en México, vivían en asentamientos urbanos
desde hacía mucho tiempo, sea porque debido a los reasentamientos
provocados por la conquista tuvieron que abandonar sus lugares origi-
narios de residencia y buscar una mejor situación económica en la cer-
canía a los españoles. De tal manera, en los alrededores de las ciudades
surgieron barrios poblados por indígenas, en los que vivían más muje-
res que hombres, pues ellas eran necesarias como fuerza de trabajo en
las casas y aseguraban el abastecimiento de alimentos.
Otro grupo al que corrientemente se le ha pasado por alto en His-
panoamérica, lo constituye el de los esclavos negros, que —cuando no
tenían que trabajar en las plantaciones de caña— laboraban en las ciu-
dades, sobre todo como empleados domésticos, artesanos y obreros.
Desde un punto de vista jurídico no constituían un estamento especí-
fico, pues en tanto esclavos carecían de libertad y estaban subordina-
dos a la economía doméstica de sus amos o amas, pero sí lo fueron des-
de el punto de vista social, sobre todo los esclavos que trabajaban
como artesanos, y más tarde los afrodescendientes libres, que llegaron
a ser mucho más numerosos en las colonias españolas que en las ingle-
sas. Las diferentes etnias de los sectores bajos se mezclaron entre sí
tanto biológica como culturalmente en forma relativamente rápida, lo
cual también constituyó una diferencia con respecto a las regiones
anglófonas de América.
La división de la sociedad colonial en diferentes estamentos, cada
uno de ellos con sus códigos jurídicos y sus deberes, viviendo en áreas
separadas y con estructuras administrativas propias, constituyó lo que
en los investigadores han denominado «sociedad de castas». Pero no en
el sentido de las castas existentes en la India, que no permitían contac-
to entre ellas ni movilidad social, sino más bien como «la traslación de
la sociedad medieval estamental a una situación colonial multiétnica»,
según afirma Magnus Mörner. Ya Alexander von Humboldt estableció
este paralelismo en un ensayo que escribió sobre Nueva España: «En
España es una especie de título nobiliario no descender de judíos ni
moros; en América es el color de la piel, más o menos blanca, lo que
muestra la posición de cada persona en la sociedad. Un blanco, aun
cuando esté sentado descalzo sobre un caballo, piensa que pertenece a
la aristocracia del país».14
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Debido a la significación del color de la piel para la pertenencia a


uno u otro grupo social, otros autores han hablado de una pigmento-
cracia (Alejandro Lipschutz). Este concepto, sin embargo, es muy
impreciso, y oculta fenómenos fuera de lo común como el así llamado
«blanqueamiento». Así se designó, en la América portuguesa y espa-
ñola, a la posibilidad de ascender a otra «casta», debido a la educación
y al éxito profesional y económico, así como a la aculturación, y no
sólo desde el punto de vista de la consideración social, sino también
jurídicamente. Pero este privilegio sólo podía ser concedido por el rey.
En principio existían cinco castas importantes: españoles, indios y
negros, y lo que se entendía como «mezclados»: los mulatos y mesti-
zos. También estaban los zambos, cruce de indígena con negro, pero
éstos normalmente eran considerados como mulatos. Debido al carác-
ter creciente del mestizaje, así como a las dificultades de establecer con
exactitud la clasificación y escalonamiento de los distintos grupos de
la población mestiza, en los siglos XVII y XVIII se establecieron cuatro
clasificaciones fundamentales: los blancos o españoles, los indios, los
mestizos (siempre superiores en número) y las «castas», a las que per-
tenecían todos aquellos que, de alguna manera, tenían ascendencia
africana. Con relación a la jerarquía entre estos grupos, es preciso dife-
renciar entre la situación jurídica y la social. Desde el punto de vista
jurídico, los indios eran vasallos libres de la Corona española, y pose-
ían un estatus jurídico especial. Teóricamente, ello colocaba a los indí-
genas directamente debajo de los españoles y criollos, seguidos por los
mestizos y los afrodescendientes libres, y los esclavos en el escalón
más bajo de la jerarquía. Pero la realidad social era diferente: a la cabe-
za estaban los señores coloniales, los blancos, subdivididos entre los
blancos nacidos en España (peninsulares) y los nacidos en América
(los criollos). Les seguían los mestizos; después venían los mulatos
libres, los zambos y los negros, y en el último nivel del sistema social
se encontraban los indígenas y los esclavos, aunque a veces los indíge-
nas estaban incluso por debajo de los esclavos. La causa de esta discre-
pancia entre la jerarquización jurídica y la social se debía a que, en la
vida cotidiana, era muy importante el grado de adaptación a la cultura
y al modo de vida españoles. La población indígena rural se adaptó en
una medida mucho menor que los mestizos o los esclavos de las ciu-
dades, que a menudo estaban bien preparados y en permanente con-
tacto con los blancos.
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Como ya se explicó en el primer capítulo, muy pronto tuvo lugar el


entrecruzamiento entre españoles e indígenas (en los inicios de la épo-
ca colonial el número de afrodescendientes era relativamente menor), y
los mestizos que de ello resultaron no fueron integrados o en la comu-
nidad indígena o en la familia española. Su número creciente, sobre
todo en las ciudades, pronto creó problemas, pues no existían criterios
jurídicos para ellos. Recibieron el mismo estatus legal que los blancos,
pero debido a las concepciones sobre la limpieza de sangre, trasplanta-
das en América, así como sus escasas posibilidades financieras, fueron
tratados de hecho como un grupo inferior. La «limpieza» de los mesti-
zos fue problemática, no tanto debido a su origen indígena, sino por-
que todos fueron colocados bajo el baldón del nacimiento extramatri-
monial y por lo tanto ilegítimo. Es cierto que los matrimonios entre
españoles y mujeres indígenas no estaban prohibidos —incluso duran-
te un cierto período la Corona intentó fomentarlos— pero fueron
escasos. Era difícil superar las barreras estamentales en el matrimonio,
y a los ojos de los conquistadores era innecesario, pues las relaciones
extramatrimoniales entre hombres —sobre todo aristócratas— y
mujeres de una condición social inferior eran algo muy extendido y
aceptado en la Europa medieval y especialmente en España. Esta
«barraganía», una institución medieval que permite la unión sexual
entre hombre y mujer, muchas veces de otro estatus, fuera del matri-
monio, era algo muy extendido. Incluso algunos conquistadores, como
Francisco Pizarro, habían nacido de una unión de este tipo. En esta
unión las mujeres no carecían completamente de derechos, pero no dis-
ponían del estatus de una esposa legítima, y los hijos ocupaban una
posición secundaria en la línea de herencia. Las «barraganías» servían
para evitar alianzas desventajosas desde el punto de vista estamental, y
pronto comenzó a ocurrir algo semejante en América. Pero aquí este
fenómeno alcanzó una mayor extensión, y los hijos nacidos de estas
uniones eran fácilmente reconocibles por sus características físicas.
El origen mestizo y la ilegitimidad se convirtieron en sinónimos en
la América colonial. Esto tuvo serias consecuencias, sobre todo cuan-
do España, como consecuencia de la Contrarreforma, tuvo que
implantar en su territorio los resultados del Concilio de Trento (1545-
1563). Sólo entonces —y éste es un hecho al que muchas veces no se le
ha prestado la debida atención— se declaró al matrimonio eclesial
como el único válido. Muchos conquistadores habían abandonado
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España antes de estos años, trayendo consigo en su «bagaje cultural»


concepciones pretridentinas sobre el matrimonio y la familia. Éstas se
mantuvieron por mucho tiempo en las regiones periféricas del impe-
rio colonial. En regiones más prosperas, hacia donde constantemente
inmigraban españoles, pronto se adoptaron las nuevas concepciones,
entre otras razones porque la Iglesia tenía la suficiente influencia
como para imponerlas.
La nueva política matrimonial tuvo consecuencias desfavorables
para la posición de los mestizos, cuyo origen, mayoritariamente, pro-
cedía de uniones no matrimoniales. Salvo contadas excepciones, a par-
tir de 1549 ningún mestizo volvió a ocupar cargos públicos o a recibir
encomiendas. Aunque las bodas entre españoles e indígenas no fueron
prohibidas por la ley, sino solamente aquellas de blancos o indígenas
con afrodescendientes, la identificación consuetudinaria entre el ori-
gen ilegítimo y el origen mestizo provocó la discriminación social con
respecto a los mestizos. Todo esto demuestra cómo las concepciones
europeas sobre el orden estamental y la «limpieza de sangre» fueron
implantadas en América. De una concepción religiosa, pasaron a tener
un carácter étnico.

LAS MUJERES ESPAÑOLAS Y LA «POLÍTICA FAMILIAR» DE


LA CORONA

Contra la opinión generalizada, las mujeres españolas también par-


ticiparon en las primeras expediciones hacia América y en la conquis-
ta. En el tercer viaje de Colón al Caribe, en 1498, participaron 300 per-
sonas, 30 de ellas mujeres, al menos eso es lo que recogen las
instrucciones de los Reyes Católicos. Si realmente a bordo había 30
mujeres, o la cifra era mayor, no lo sabemos. En el libro de bitácora,
del que sólo quedan reproducciones de algunos fragmentos, no se
hace ninguna referencia a las mujeres, lo que ha llevado a algunos his-
toriadores a la conclusión de que al menos los primeros viajes de
Colón fueron una cuestión puramente masculina. Por otro lado, en
excavaciones recientes en Santo Domingo fueron encontrados los
esqueletos de quince hombres y cuatro mujeres, así como de un indí-
gena, en el mismo lugar donde al parecer estuvo enclavado el fuerte
español de La Isabela, fundado por Colón durante su segundo viaje,
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en 1494. Las primeras pruebas indiscutibles sobre la presencia de


mujeres españolas datan de 1502, y junto con el virrey Diego Colón
llegaron en 1509 por primera vez un gran grupo de mujeres europeas
al Nuevo Mundo.
En 1503 la Corona española estableció un archivo de registros en
Sevilla, la Casa de Contratación, cuyos documentos nos permiten lle-
gar a algunas conclusiones sobre el papel desempeñado por las muje-
res españolas en el Nuevo Mundo. Los funcionarios tenían que super-
visar todo el tránsito de barcos, personas y mercancías hacia América,
recolectar información y otorgar los permisos para emigrar. Con este
objetivo, confeccionaban listados de todas las personas que viajaban
en cada barco o cada expedición, que sin embargo no se han conserva-
do en su totalidad. Según estos «libros de registro», entre 1500 y 1600
viajaron hacia América unas 10.000 mujeres, lo que constituyó un
15,3% del total de cerca de 70.000 personas. Según otro calculo, en el
período entre 1509 y 1579, el 20% de los pasajeros eran mujeres. Pero
estas cifras nos pueden engañar si no tenemos en cuenta su escalona-
miento temporal: al inicio la proporción de mujeres fue sólo del 5,6%,
mientras que entre 1560 y 1579 ascendió al 28,5%.
De las emigradas registradas, más de la mitad (57%) eran solteras,
y sólo el 43% estaban casadas. De estas últimas, el 90% viajó a Amé-
rica directamente acompañado por sus esposos, y al 10% restante las
esperaban allí sus cónyuges. Las solteras eran en su mayoría jóvenes:
un tercio de ellas se ubicaban entre los 15 y 17 años de edad. A menu-
do se trataba de hijas, nietas o sobrinas que viajaban con sus familias,
así como en el séquito de altos funcionarios o miembros de la noble-
za. Alrededor de un tercio de las mujeres solteras eran sirvientes
domésticas, unas pocas de ellas de piel negra.
Había que pagar el costo del viaje marítimo, como también por el
mantenimiento a bordo, y los pasajeros debían mantenerse por sí mis-
mos durante el período inicial de su estancia en América. Por lo tanto,
y con excepción de los sirvientes, no debieron haber sido miembros de
las clases más pobres los que emigraron. Según los registros de la Casa
de Contratación, la mayoría de los pasajeros (67%) eran artesanos,
campesinos, pastores o soldados. La baja burguesía, cuyos miembros
eran conocidos con títulos académicos como «bachiller» o «licencia-
do», formaba el 13,8% del total. La alta burguesía, que se hacía nom-
brar con los títulos de «doctor», «don» o «doña», representó el 11,4%,
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mientras que los aristócratas y los altos funcionarios (por ejemplo,


gobernadores o virreyes) constituyeron sólo el 2,6% de los pasajeros.
Con excepción de los sectores sociales más empobrecidos, que estuvie-
ron poco representados (4,2%), la proporción de los demás grupos de
la sociedad española se asemejaba a la que tenían en su país de origen.
¿Qué fue lo que llevó a las mujeres españolas a emprender este via-
je arriesgado y peligroso, y cómo les fue en estas tierras del Nuevo
Mundo, no precisamente hospitalarias? Aquí tropezamos a menudo
con el problema de que las crónicas se ocuparon sobre todo de episo-
dios heroicos o de historias estremecedoras, mientras que la vida de las
mujeres comunes pareció ser tan poco interesante como la de los
hombres comunes. En muchas campañas de conquista participaron
mujeres como servidoras domésticas, mujeres de soldados, amantes o
esposas. Pudo ocurrir que en casos como naufragios o ataques al cam-
pamento, cayeran prisioneras de los indígenas. En general los indíge-
nas no mataban a las mujeres blancas, pues las consideraban una fuer-
za de trabajo valiosa. La historia recoge sólo los casos de aquellas
mujeres cuyas vidas proporcionaron una lección moral, como fue el
caso de Lucía Miranda, quien vivió en el fuerte Sancti Spiritus, en el
rió Paraná. Lucía se convirtió en un factor de conflicto en las buenas
relaciones entre los españoles y los indígenas, pues un cacique indíge-
na se enamoró de ella, atacó el campamento y la tomó prisionera jun-
to con otros hombres y mujeres. Según cuenta la crónica, esta mujer
española, casada, rechazó las pretensiones del cacique, lo que final-
mente le costó la vida a ella y a su esposo. Estas «historias moralizan-
tes» nos permiten conocer poco sobre las mujeres y los problemas
cotidianos de la conquista. Al parecer, las mujeres tuvieron una signi-
ficación especial en aquellas regiones en las que la conquista enfrentó
dificultades, pues precisamente las crónicas sobre la toma de la región
del Río de la Plata y de Chile las mencionan. Por el contrario, en las
crónicas sobre la conquista de México y Perú figuran sobre todo
mujeres indígenas, como la Malinche. Sobre la muy difícil conquista
de la región del Río de la Plata existe un testimonio fuera de lo común,
que no sólo nos muestra el aspecto de la cotidianidad de la conquista,
sino también el importante papel que desempeñaron las pocas espa-
ñolas presentes en la misma:
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A esta probinçia del Rio de la Plata, con el primer gouernador della,


don Pedro de Mendoça, avemos venido çiertas mugeres, entre las quales a
querido mi ventura que fuese yo la vna; y como la armada llegase al puer-
to de Buenos Ayres, con mill é quinientos hombres, y les faltase el basti-
mento, fue tamaña la hambre, que, á cabo de tres meses, murieran los mill;
esta hambre fué tamaña, que ni la de Xerusalen se le puede ygualar, ni con
otra nenguna se puede conparar. Vinieron los hombres en tanta flaqueza,
que todos los travajos cargavan de las pobres mugeres, ansi en lavarles las
ropas, como en curarles, hazerles de comer lo poco que tenian, alimpiar-
los, hazer sentinela, rondar los fuegos, armar las vallestas, quando algunas
vezes los yndios les venien á dar guerra, hasta cometer á poner fuego en
los versos, y a levantar los soldados, los questavan para hello, dar arma por
el canpo á bozes, sargenteando y poniendo en orden los soldados; porque
en este tienpo, como las mugeres nos sustentamos con poca comida, no
aviamos caydo en tanta flaqueza como los hombres. Bien creerá V. A. que
fué tanta la soliçitud que tuvieron, que, si no fuera por ellas, todos fueran
acabados; y si no fuera por la honrra de los hombres, muchas más cosas
escriviera con verdad y los diera a hellos por testigos.15
Pasada esta tan peligrosa turbunada, determinaron subir el río arriba,
flacos como estavan y en entrada de ynvierno, en dos vergantines, loc
pocos que quedaron viuos, y las fatigas mugeres los curavan y los miravan
y les guisauan la comida, trayendo la leña á cuestas de fuera del navio, y
animandolos con palabras varonioles, que no se dexasen morir, que pres-
to darian en tierra de comida, metiendolos á cuestas en los vergantines,
con tanto amor si fueran sus propios hijos. Y como llegamos á vna gene-
raçión de yndios que se llamaban tinbues, señores de mucho pescado, de
nuevo los serviamos en buscarles diversos modos de guisados, porque no
les dieses en rostro el pescado, á cabsa que lo comian sin pan y estavan
muy flacos.
Depues, determinaron subir el Parana arriba, en demanda de basti-
mento en el qual viaje, pasaron tanto trabajo las desdichadas mugeres, que
milagrosamente quiso Dios que biviesen por ver que hen ellas estava la
vida dellos; porque todos los serviçios del navio los tomavan hellas tan á
pechos, que se tenia por afrentada la que menos hazia que otra, serviendo
de marear la vela y gouernar el navio y sondar de proa y tomar el remo al
soldado que no podia bogar y esgotar el navio, y poniendo por delante á
los soldados que no desanimasen, que para los hombres heran los traba-
jos: verdad es, que á estas cosas hellas no heran apremiadas, ni las hazian
de obligaçión ni las obligaua, si solamente la caridad. Ansi llegaron á esta
çiudad de la Asunçión, que avnque estaua agora está muy fertil de basti-
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mentos, entonçes estaua dellos muy neçesitada, que fué nesesario que las
mugeres boluiesen de nuevo á sus trabajos, haziendo rosas con sus propias
manos, rosando y carpiento y senbrando y recogendo el bastimento, sin
ayuda de nadie, hasta tanto que los soldados guareçieron de sus flaquezas
y començaron á señorear la tierra y alquerir yndias de su serviçio, hasta
ponerse en el estado en que agora está la tierra
E querido escrevir esto y traer á la memoria de V. A., para hazerle
saber la yngratitud que comigo se va vsado en esta tierra, porque al pre-
sente se repartió por la mayor parte de los que ay en ella, ansi de los anti-
guos como de los modernos, sin que de mí y de mis trabajos se tuviese
nenguna memoria, y me dexaron de fuera, sin me dar yndio ni nengun
genero de serviçio. Mucho me quisiera hallar libre, para me yr á presentar
delante de V. A., con los serviçios que á S. M. e hecho y los agravios que
agora se me hazen, mas no está en mi mano, por questoy casada con vn
cauallero de Sevilla, que se llama Pedro d’Esquivel, que, por servir á S. M.,
a sido cabsa que mis trabajos quedasen tan oluidados y se me renovasen de
nuevo, porque tres vezes le saqué el cuchillo de la gartanta, como allá V.
A. sabrá. A que suplico mande me sea dado mi repartimiento perpétuo, y
en gratificaçión de mis serviçios mande que sea proveydo mi marido de
algun cargo, conforme á la calidad de su persona; pues él, de su parte, por
sus serviçios lo merese.16

Este documento pertenece al grupo de «probanzas de méritos»,


cartas enviadas a la Corona en las que los súbditos presentaban sus
méritos para recibir un cargo o un privilegio. Por lo tanto es preciso
ser cautelosos con él y someterlo a una interpretación crítica, pero
otras fuentes comprueban que el cuadro que presenta es exagerado,
pero en modo alguno falso. Lo especial en esta petición es que Isabel
de Guevara pide una encomienda sobre la base de sus propios méri-
tos, y no sobre la base de los de su esposo, como lo hicieron otras
muchas mujeres.
Las mujeres que en esta época viajaron a América debieron haber
sido excepcionalmente independientes y valientes, así como un tanto
amantes de la aventura. Pero si no se distinguieron por una alta posi-
ción social o por un valor o arrojo especiales, aunque sí tal vez por su
sangre fría —como Inés Suárez, la amante de Pedro de Valdivia, el
conquistador de Chile— apenas fueron mencionadas en las crónicas.
De Inés Suárez se sabe que nació en 1507 en Extremadura y que más
tarde se casó en Málaga. En 1537 embarcó hacia América junto con
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una sobrina y llegó hasta el Cuzco. Al parecer, allí conoció a Pedro de


Valdivia, y comenzaron a vivir juntos —según algunos testimonios—
con la autorización de Pizarro. Valdivia estaba casado en España. La
conquista de Chile, dirigida por él, fue tan difícil y cargada de priva-
ciones como la de la región del Río de la Plata. Inés Suárez, en su fun-
ción de amante que vivía junto con Valdivia, tomó parte en ella, y pue-
de suponerse que también otros conquistadores llevaron consigo a sus
servidoras y/o amantes, españolas o indígenas. De las dos crónicas que
cuentan la conquista de Chile, una omite, con mucho tacto, toda refe-
rencia a la presencia de la amante del jefe, pero la otra no. En esta últi-
ma, ella es descrita como una persona siempre dispuesta a ayudar.
Prestó numerosos servicios como enfermera, fundó capillas y adornó
altares, tareas todas que se correspondían con sus roles de género.
Cuando comenzaron a ocurrir enfrentamientos e intrigas entre los
españoles contra el de vez en cuando ausente Valdivia, ella demostró
ser una inteligente mediadora política. El episodio más conocido de su
vida está relacionado con el ataque de los indígenas al fuerte de San-
tiago en 1541. El combate se tornó muy reñido, e Inés asumió al prin-
cipio los acostumbrados roles femeninos: cuidó a los heridos y animó
a los soldados cuando la situación de los españoles pareció desespera-
da. Finalmente, llegó un momento en el que aconsejó decapitar a siete
rehenes indígenas que tenían como prisioneros y exhibir sus cabezas
para provocar el pánico entre los atacantes, como única forma de sal-
var a los españoles atrapados en el fuerte. Algunos soldados se mani-
festaron en contra, pues opinaban que los rehenes tal vez podrían uti-
lizarse como un elemento en la negociación de una capitulación que
garantizara sus vidas, pero Inés Suárez fue de la opinión de que el
momento para alcanzar un acuerdo ya había quedado atrás. Al final,
los soldados aceptaron su consejo. La crónica asegura que Inés ejecu-
tó con sus propias manos a los rehenes, lo que probablemente no fue-
ra cierto. Pero es evidente que a una mujer como aquella, que con su
actividad había sobrepasado los roles tradicionales, se le tenía que
adjudicar —como elemento que limitara y disuadiera una posible imi-
tación— una crueldad especial. En todo caso, el cálculo de Inés fue
acertado, los indios se retiraron y Santiago de Chile fue salvado.
Más tarde Inés Suárez recibió una encomienda, debido a sus
esfuerzos y sus méritos en la conquista. Si tenemos en cuenta que Isa-
bel de Guevara pudo demostrar méritos parecidos, aunque menos
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espectaculares, por los que sin embargo no fue recompensada, enton-


ces podemos suponer que la cercanía de Inés Suárez con Valdivia
constituyó un factor decisivo. No puede dejar de tenerse en cuenta la
dependencia de la posición de las mujeres con respecto a sus esposos y
sus correspondientes rangos políticos y sus querellas.
La vida posterior de esta mujer, quien tras su desempeño como
conquistadora comenzó a ser llamada «doña» Inés, también fue sinto-
mática con respecto a los papeles desempeñados por las mujeres en la
conquista de América. Se asentó en Santiago y gozó de los frutos de
sus esfuerzos anteriores. Aprendió a leer y escribir, y asumió amplia-
mente el papel de mujer del gobernador. Posteriormente, Valdivia
confrontó dificultades cuando fue sometido a revisión el desempeño
de su cargo, y fue acusado, entre otras cosas, a llevar públicamente una
vida en común con su amante. El inspector («visitador») le hizo com-
prender claramente que tenía que romper su relación con Inés Suárez.
Dicho de otra manera: Valdivia tuvo que escoger entre el cargo y la
mujer, y escogió el cargo, algo nada sorprendente. Al igual que Cor-
tés, hizo que su amante se casara con un subordinado suyo e hizo traer
a su esposa desde España. Pero ésta no volvió a ver a su esposo, pues
él murió antes de que ella pudiera llegar a Chile. Inés Suárez lo sobre-
vivió algunos años, pero perdió toda su influencia pública.

Las pobladoras

Mientras que sólo algunas mujeres valerosas participaron en las


primeras campañas, tras el fin de la conquista llegó la mayoría de las
mujeres siguiendo a sus hombres, fueran éstos esposos, amantes, her-
manos o sus patrones. El cronista Inca Garcilaso de la Vega contó la
historia de un grupo de jóvenes españolas que llegaron a Guatemala,
junto con la esposa de Pedro de Alvarado, para casarse con los com-
pañeros de batalla de este conquistador. Garcilaso describió la desilu-
sión que llenó a estas españolas cuando tuvieron la oportunidad de
echar una mirada sobre sus futuros esposos. Viejos, marcados por las
fatigas y algunos incluso mutilados, no representaban el prototipo de
un héroe guerrero. Las jóvenes mujeres, que pensaron que nadie las
observaba, hicieron comentarios desfavorables sobre los conquista-
dores, pero se consolaron con la idea de que éstos seguramente no
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vivirían mucho tiempo más y pronto se convertirían en ricas viudas y


podrían disfrutar libremente sus vidas. Pero uno de los aludidos había
estado espiando la conversación e informó a sus camaradas, y según
Garcilaso, se marchó de allí para casarse con su concubina indígena.
Este episodio, independientemente de si fue verdadero o no, demues-
tra —al igual que la ya citada carta de Isabel de Guevara— que los
motivos de las españolas para viajar a América era similares a los de los
hombres: buscaban ascender socialmente y enriquecerse, lo que pare-
ce que la mayoría de ellas logró, al menos en el siglo XVI, debido a la
carencia de mujeres españolas en las colonias.
La Corona intentaba crear en América una copia de la sociedad
española. Es decir, una que se correspondiera con las normas cristia-
nas y los criterios culturales europeos, y en la que los indígenas pudie-
ran ser integrados paulatinamente. Para este objetivo eran de especial
importancia la familia y la mujer, en tanto centro de aquélla. Además,
los reyes españoles hicieron suyo un lema que más tarde, y en otro
contexto sudamericano, tendría también un importante papel:
«Gobernar es poblar». Se asignó a las mujeres la tarea de colaborar en
la construcción de la nueva sociedad, entre otras cosas porque ellas se
ocupaban de la subsistencia y continuación de la población española
en América. Esto condujo a la creación de una legislación jurídica, que
puede designarse como «política familiar» de la Corona de Castilla y
que, si se tiene en cuenta el objetivo mencionado más arriba, fue con-
secuente. Ya en 1505 el rey Fernando emitió un decreto en el que
ordenaba que aquellos conquistadores casados en España tenían que
llevar a América a sus esposas o de lo contrario tenían que regresar a la
península. Un sacerdote de la orden de los jerónimos, que inspeccio-
naba la situación en las islas caribeñas en 1520, cuenta lo siguiente:

Ay artos casados en las yslas, que a muncho tiempo que no vynieron a


ver sus casas e muxeres, nin tampoco los ymbian lo que an menester.
Antes segund discen, estan envueltos en pecados e podria ser que sus
muxeres acá están de la misma manera. Sería mucho servycio de Nuestro
Señor, que Vuestra Alteza mandase quel casado questa o esthobiese en las
yndias más de tres años, le mande venir a ella o llevarla a vyvir en las
dichas Yndias.17
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66 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

En los años posteriores se dictaron varios decretos que contenían


disposiciones semejantes. Los plazos variaban, pero el tenor seguía
siendo el mismo. Finalmente, en 1544, se estableció una reglamenta-
ción similar, que en lo esencial fijaba un plazo de tres años y sólo pre-
veía un tratamiento diferente para los comerciantes que viajaban
mucho. El cumplimiento de estas disposiciones, sin embargo, tropezó
en la cotidianidad con muchas dificultades, un problema general e
importante para la legislación colonial española en América. Muchas
leyes no eran cumplidas, otras eran evadidas y otras más, modificadas
en el lugar. Esto no significa, sin embargo, que carecieran totalmente
de efecto, como ya se vio en el caso de Pedro de Valdivia. También la
gente sencilla se enfrentaba a problemas si dejaba a sus esposas en
España. Un curtidor cuenta en una carta a su esposa en España su éxi-
to económico en el Nuevo Mundo, le pide que se una a él y agrega:

Si acordardes de no benir, enbíame una lizenzia buestra hecha por un


letrado, que trayga todas quantas fuerças pudiere, para que bos me la das,
para que pueda estar en esta çiuda[d] de México por quatro años, porque
estoy ganando de comer para bos y para mis hijos. Y a Merchor González
y a Alonso González le dezi[d] que, quando d acá no se le enbiava nada,
sino que ellos lo ganaran a coser [?] para os mantener, sabiendo que en ello
me daban a mí contento, lo abían de poner luego por obra y hazello, y si
lo hazen, me darán a mí gran contento, y será gran carga que me echaran,
para que yo se la page.18

Esta carta permite deducir que el destino de las esposas que queda-
ban en España era, en la mayoría de los casos, muy precario, pues
muchos esposos no querían que los acompañaran en su viaje a Améri-
ca o que se les unieran después. Al parecer, muchas mujeres sentían un
temor justificado ante el viaje oceánico, único obstáculo para la reuni-
ficación familiar que era aceptado por la Corona. Algunos hombres
alegaban que eran muy pobres para viajar a España a recoger a sus
esposas que no querían hacer solas aquel viaje. Debido a ello la Coro-
na determinó, por decreto, que estos hombres podían viajar gratis de
regreso a España si, por ejemplo, ocupaban el lugar dejado por solda-
dos que habían enfermado o fallecido y se hacían cargo del trabajo que
aquéllos debían realizar a bordo.
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Sorpresivamente, la «ley para la reunificación familiar» demostró


ser relativamente efectiva. Así, en un memorando redactado en 1535
por el obispo de México, puede leerse que en su provincia había 437
hombres casados que vivían sin sus esposas, que se habían quedado en
España, y en otro, fechado en 1551, la cifra asciende a 700. Si se tiene
en cuenta que hacia 1560 vivían en México alrededor de 20.000 espa-
ñoles, se aprecia que el porcentaje es muy pequeño. Con todo, algunos
hombres hacían pasar a sus amantes como sus esposas, algo casi impo-
sible de comprobar (también ocurrían casos de bigamia, y se supone
que la cifra de estos casos no descubiertos fue relativamente alta). Otra
fuente de la misma época informa de disturbios ocurridos en Guate-
mala porque casi todos los hombres casados fueron enviados de regre-
so a España para que recogieran a sus esposas, pero un alto magistra-
do no hizo el viaje. Para acabar con los resentimientos, también el
magistrado fue enviado a su hogar en la península. Por otro lado nos
han llegado cartas que muestran que algunos esposos realmente extra-
ñaban a su esposa distante y a su familia. Esto, aparte de emociones
sentimentales, estaba relacionado con la importancia de la familia para
la posición social así como para la consolidación de la situación finan-
ciera. Muchos pedían que al menos se enviara a un miembro de la
familia, y los solteros a menudo recibían a sus sobrinos. Éstos podían
ayudar en el negocio y también cuidar al tío cuando fuera viejo. La
solicitud, por parte de muchos hombres que vivían solos, de que se les
enviara al sobrino al Nuevo Mundo, constituye un elemento perma-
nente en las cartas que se conservan.
La reunificación de la familia fracasó a menudo debido a los peli-
gros que traía consigo el viaje a América. Ya se ha descrito el reen-
cuentro fracasado entre Pedro de Valdivia y su esposa. Otro ejemplo
que ilustra las enormes dificultades que se enfrentaban, proviene de la
región del Río de la Plata: Juan Gregorio Bazán se asentó en Tucumán,
en el norte de la Argentina, en el año 1550. Veinte años después ya
tenía las condiciones necesarias para hacer viajar a su esposa y su hija.
Éstas se unieron en España a la comitiva del nuevo virrey del Perú. Así
llegaron a Lima (donde los esperaba Bazán), Catalina de Plasencia, su
hija María, quien en ese tiempo se había casado con Diego Gómez de
Pedraza y los siete hijos de ambos, de los cuales el mayor tenía ocho
años de edad y el menor, al parecer, había nacido durante el recorrido.
Tras llegar, y después de recuperarse de las fatigas del viaje, siguieron
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hacia el norte de la actual Argentina. En las montañas argentinas fue-


ron atacados por indígenas sublevados, y Bazán y su yerno murieron.
Ambas mujeres y los niños, acompañados por un esclavo, lograron
finalmente llegar a su destino y allí tuvieron, por su cuenta, que asen-
tarse y volver a poner en marcha el negocio del padre. Esta historia
demuestra las dificultades y peligros que tenían que enfrentar las
mujeres cuando llegaban a América, sobre todo en aquellas regiones
apartadas, por lo que es comprensible que muchas prefirieran perma-
necer en España, especialmente después de veinte años de vivir solas,
como en el caso de Catalina de Plasencia.
Más que los ataques de indígenas o bandidos, la mayoría de las
mujeres temían los peligros del viaje marítimo, y no les faltaba razón
para ello, como demuestra el siguiente caso. Doña Mencia de Calde-
rón, llamada «la adelantada», era la esposa de Juan de Sanabria, quien
había firmado un acuerdo con la Corona en 1547 para equipar una
expedición hacia Paraguay. Entre los participantes se contaban 100
familias de colonos —la cifra pronto quedó reducida a 80— y, además,
20 doncellas solteras. Juan de Sanabria falleció antes de que la flota
pudiera zarpar de España, por lo que el título de «adelantado» y
gobernador pasó a su hijo Diego. Éste retrasó varias veces la salida de
la expedición, pues no se había podido alcanzar la cifra establecida de
colonos, ya que la región del Río de la Plata era poco atractiva. Al
parecer, fue gracias a los esfuerzos de la viuda como la expedición
pudo partir. Finalmente levó anclas en Sevilla una flota con 300 perso-
nas, de ellas 50 mujeres, bajo el mando del tesorero real Juan de Sala-
zar. Una de las 50 mujeres era doña Mencia, la viuda de Juan de Sana-
bria, con sus dos jóvenes hijas. Su hijastro Diego se quedó en España
para equipar otro barco, que nunca arribó a Sudamérica.
El grupo bajo el mando de Salazar tuvo que realizar un viaje largo
y peligroso, hasta que logró llegar a fines de 1555 a Asunción. Habían
partido de Sevilla en 1550, fueron atacados frente a las costas africanas
por piratas franceses y finalmente llegaron a Brasil, donde a su vez
fueron retenidos un año por los portugueses. Además, tuvieron que
esperar por un barco de la flota, que había encallado en Santa Catari-
na (también en poder los portugueses). Finalmente emprendieron una
marcha de varios meses a través del continente suramericano hasta
Asunción. De las 300 personas iniciales, llegaron a su destino sólo 80
hombres, así como 40 mujeres y niños.
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LA SOC IED A D C O L ON IA L 69

El modo en que fue visto el papel de las mujeres españolas en Amé-


rica por la Corona y por algunos historiadores tradicionales puede
juzgarse por el siguiente fragmento sobre la llegada del grupo de doña
Mencia:

[...] pero para los españoles de la Asunción, habituados a las indias medio
salvajes del Chaco y del Guairá, aquellas mujeres blancas debieron pare-
cer Vírgenes como las de los altares de las iglesias de España. [...] En fin:
aquellas mujeres fueron para los pobladores de la Asunción un hálito de
vida que infundió en aquellos hombres nuevas esperanzas e ilusiones.
Fueron un soplo de poesía para los románticos conquistadores, que a
fuerza de chapurrear en guaraní habían perdido la costumbre de tratar con
mujeres vestidas como Dios manda y referir a damas auténticas, en sono-
ro castellano, las bellas aventuras que su fantasía idealizaba.
La llegada providencial de aquellas mujeres representa la influencia
civilizadora más grande que en aquellos años experimentó el Paraguay e
inicia la era de la verdadera colonización.19

La Corona perseguía un objetivo muy claro: las mujeres debían


traer consigo la cultura española, ocuparse de que aquellos hombres
rudos finalmente se tranquilizaran, se asentaran y no importunaran
más a las indias. Los legisladores expresaron claramente una posición
semejante mediante disposiciones que alentaban a las mujeres españo-
las a acoger en sus hogares a mujeres indígenas (especialmente hijas de
caciques), de tal manera que estas últimas pudieran aprender a com-
portarse como mujeres cristianas. En un edicto promulgado en Perú
en 1541 se leía lo siguiente:

A nos se ha hecho relación que en esa provincia hay muchas indias


señoras naturales, las cuales en lugar de buenas costumbres diz que las
tienen españoles en sus casas para sus propósitos y efectos diciendo que
las tienen para su servicio, y que aunque la malicia es tan clara y vos el
dicho Obispo y vuestros provisores lo habéis querido remediar, no
habéis podido, antes sobre ello ha habido algunas pendencias, y que para
lo remediar convenía mandásemos que las dichas indias fuesen puestas en
poder de algunas mujeres españolas casadas donde no se pueda tener sos-
pecha para que allí tomen buenas costumbres y puedan salir casadas y
sirvan a Dios, y que al que se casare con alguna dellas, se les diese con que
se sustentar, y visto por los del nuestro Consejo de las Indias, fue acor-
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70 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

dado que debíamos mandar dar esta nuestra cédula y yo túvelo por bien,
porque vos mandamos que veáis lo susodicho y proveáis en ello lo que
viéredes que más conviene.20

Desde el punto de vista de la Corona, la familia —en tanto célula de


la sociedad e imagen del Estado patriarcal— era elemento imprescindi-
ble para la colonización de América, hasta tal punto que en 1539 se
amenazó a los encomenderos solteros con quitarles sus encomiendas si
no se casaban en un plazo de tres años. Por otra parte, Carlos V prohi-
bió ese mismo año, por una Real Cédula, que la Casa de Contratación
otorgara permisos para viajar a América a mujeres solteras. Ese decre-
to ha sido interpretado a menudo como una prohibición general de que
cualquier mujer soltera pudiera viajar al Nuevo Mundo, pero ello no se
corresponde con el sentido de esta disposición. Si se la lee con deteni-
miento, se verá claramente que no se trataba de una prohibición estric-
ta, sino tan sólo de que el rey quería reservarse el derecho a emitir estos
permisos. Una mirada en los registros de viajeros demuestra que en los
decenios posteriores viajaron muchas mujeres solteras con permiso de
la Corona, pues de otra manera no habrían sido anotadas en los «catá-
logos». En la historiografía se buscó la causa de este decreto en los pro-
blemas morales que supuestamente podrían provocar las mujeres sol-
teras. Pero esta interpretación olvida que aproximadamente en la
misma época se produjo un cambio en la situación social de las ya
numerosas colonizadoras blancas. En los comienzos de la conquista
eran una rareza y objeto de prestigio social, pues un matrimonio con
una esposa blanca era una prueba indiscutible de consideración social
mucho mayor que casarse con una mujer perteneciente a la nobleza
indígena. Esto se debía no sólo a la pequeña cantidad de españolas, sino
sobre todo a la paulatina implantación de la concepción sobre la «lim-
pieza de la sangre» en la sociedad colonial.
Como ya se explicó antes, en un inicio, la Corona española se
esforzó por fomentar los matrimonios entre los conquistadores y los
conquistados, tanto por razones ético-morales como también para
asegurar su gobierno. En la etapa inicial se dieron muchos casos de
matrimonios o uniones no-matrimoniales entre conquistadores y
mujeres de los sectores dirigentes indígenas, pero la segunda genera-
ción de conquistadores adoptó una posición mas cerrada respecto a
los conquistados. Se casaban con una española o con la hija mestiza
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LA SOC IED A D C O L ON IA L 71

de un conquistador, o se mantenían solteros. Las relaciones con las


mujeres indígenas tenían lugar casi siempre fuera del matrimonio.
Este fenómeno pudo observarse en todas partes, incluso en regiones
periféricas, como el Paraguay, hacia las que apenas emigraron muje-
res españolas y en las que el entrecruzamiento con los conquistados
fue mucho más intenso. El caudillo de los españoles en esa región,
Domingo Martínez de Irala, no se casó —al igual que Francisco Piza-
rro— con ninguna de sus amantes indígenas, aunque reconoció a sus
nueve hijos y concedió a esas mujeres, que a diferencia de la Malinche
o de las princesas incas no procedían de la nobleza, el tratamiento
honorario de «doña». Es de destacar que Irala casó a sus hijas con ofi-
ciales españoles recién llegados a la región y no con otros mestizos.
Esta mentalidad trajo consigo problemas en aquellas regiones en las
que no hubo una corriente migratoria española considerable. Un
memorando redactado en Paraguay en 1560 señala que en Asunción
había alrededor de 1.000 mujeres mestizas a las que había que buscar-
les urgentemente un esposo, español por supuesto.
La carencia inicial de mujeres españolas o al menos blancas, pron-
to fue superada en la mayoría de las regiones. Además, no todos los
conquistadores pudieron realizar el sueño de volverse ricos, o al
menos no en la medida deseada. «Esta tierra está muy trabaxosa, que
con más dificultad se gana de comer que no en España», escribió en la
segunda mitad del siglo XVI un colonizador en una carta enviada a su
casa. Otro le aconsejaba a su esposa que su hija «Francisca no viniese
a acá a casarse, ni menos a meterse monja, porque era menester más
hazienda que la que tengo».21
Muchos hombres en América murieron temprano y dejaron a sus
esposas e hijas en una situación económica difícil. Esto condujo rápi-
damente a que existiera una gran cantidad de hijas españolas o mesti-
zas de conquistadores que no pudieron encontrar un cónyuge acepta-
ble. Un matrimonio con un mestizo o un indio podía significar a veces
un descenso social, pero nunca un ascenso social. Pero los hijos varo-
nes podían alcanzar ese ascenso social por sus propios méritos. Tam-
bién ellos tenían más posibilidades para escoger sus parejas: una mes-
tiza procedente de buena familia podía ser aceptable, mientras que una
española significaba una ganancia en prestigio. En caso necesario los
hombres podían vivir en soltería, tomar concubinas indígenas y legiti-
mar a sus hijos tenidos de estas uniones, en caso de que no tuvieran
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72 MADRES , OBR E R A S , A M A N T E S . . .

otros herederos. El ya mencionado decreto de Carlos V para impedir


el traslado incontrolado hacia América de mujeres solteras, puede
interpretarse de la siguiente manera: ya había suficientes candidatas
casamenteras para los españoles en el Nuevo Mundo, y las oportuni-
dades de casarse de las hijas de los conquistadores pobres o de sus viu-
das no debían verse disminuidas por la llegada de nuevas mujeres
españolas. Para ello la Corona española tenía también razones finan-
cieras, pues en esta época recibía muchas peticiones procedentes de
mujeres que ya estaban en América y que se habían empobrecido
debido a la muerte temprana de sus esposos. Solicitaban apoyo eco-
nómico para alimentar a sus familias o para otorgarle una dote a una
hija, de tal manera que pudiera encontrar un esposo de buena posi-
ción. Otro problema se presentó: la cifra de encomiendas no aumentó
tras el final de la conquista, pero quedaba una cantidad de conquista-
dores que habían hecho méritos y esperaban su recompensa. Los
gobernadores ejercieron una gran presión sobre las viudas de los
encomenderos para que se casaran rápidamente, sobre todo con un
conquistador, que así no gravitaría más sobre el erario real. Por ello, a
los ojos de la Corona, ya no tenía sentido permitir que muchas muje-
res viajaran desde España. Esto demuestra que, tras la consolidación
del dominio español en América, aumentaron las presiones sobre las
mujeres españolas y disminuyeron las posibilidades de alcanzar su
autonomía. Al igual que con los aztecas o los incas, puede constatarse
que la construcción de un imperio fue acompañada de un cierto per-
juicio de la posición de la mujer. La ventaja inicial de la que pudieron
gozar las mujeres españolas y criollas debido a su sexo o a la combina-
ción del color de su piel y su sexo, pronto se transformó en una situa-
ción de vida aún privilegiada, pero constreñida en marcos muy cerra-
dos. Pero entre la clase alta en Hispanoamérica se mantuvo la
concepción de que casarse con una mujer de piel blanca, y a ser posi-
ble dentro del propio estamento, significaba un aumento de prestigio.
Esto llevó a que en las regiones periféricas la creciente élite mestiza
adoptara características más fuertemente europeas que el resto de la
población, mientras que en las regiones centrales el sector dirigente
estaba conformado casi exclusivamente por españoles o por europeos
nacidos en América, los así llamados criollos.
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LA SOC IED A D C O L ON IA L 73

EL MA R C O JUR ÍDIC O : P ATR IA P OTES TAD , D OTE Y HER ENCIA

Nuestra visión sobre el papel de las mujeres en la cultura española


durante el antiguo régimen está marcada por los dramas de famosos
autores clásicos de la literatura española, como por ejemplo los de Lope
de Vega, Calderón de la Barca o Cervantes. También las piezas teatrales
de fecha más cercana muestran la imagen de una española carente de
derechos, encerrada tras las rejas de una casa por un esposo celoso o por
sus padres. Durante el Siglo de Oro, época dorada de la cultura españo-
la, fueron muy típicas las así llamadas obras de capa y espada. Casi siem-
pre trataban sobre un conflicto en torno al honor de un hombre o de su
familia, dañado por el comportamiento de una mujer (esposa o hija) y
que finalmente se salvaba gracias a la valiente intervención de un hom-
bre. Las mujeres no podían defender por sí solas su honor. Por otra par-
te, eran ellas las que debido a su conducta —de real o supuesta infideli-
dad o impudicia— provocaban el conflicto. Uno de los más
importantes representantes de este género fue Pedro Calderón de la
Barca (1600-1681), quien publicó obras como El médico de su honra o
A secreto agravio secreta venganza. En esta última pieza, que se basa en
una historia real, doña Leonor consiente en contraer matrimonio con el
aristócrata don Lope, pues ha recibido la falsa noticia de que su amado
don Luis ha muerto. Este último se entera e intenta impedir la boda,
pero llega tarde. En el segundo acto, doña Leonor se deja convencer
para encontrarse con su antiguo amado, pero su esposo aparece por
casualidad y decide vengarse en secreto, pues la publicidad dañaría su
prestigio. En el tercer acto ambos rivales se encuentran sin testigos a ori-
llas del mar y allí don Luis encuentra la muerte. Esta muerte permite
reparar definitivamente la honra del esposo, e incluso el rey, que tiene
que fungir como juez supremo, decide no abrir una causa judicial con-
tra el delito, pese a que por confidencias conoce la verdadera causa del
«accidente».
Todavía a comienzos del siglo XX estaban muy difundidas las con-
cepciones sobre el honor femenino y familiar que los vinculaban al
comportamiento de las mujeres, sobre todo a su comportamiento
sexual. Federico García Lorca presentó en La casa de Bernarda Alba a
una viuda despótica que no permitía a sus cinco hijas casaderas salir de
la casa e intentaba impedir cualquier contacto de ellas con el mundo
exterior. Finalmente, la hija mayor, la menos atractiva, pero que dis-
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74 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

ponía de un pequeño patrimonio, se enamora de un hombre más


joven, quien sin embargo ama a la bella hermana menor. Ésta se le
entrega una noche en el establo y es sorprendida por la madre. El
amante puede escapar ileso, pero la hija, que se ve en una situación sin
salida, se suicida. Para salvar el honor de la familia, la madre organiza
un funeral ostentoso y obliga a todas en la familia a guardar el secreto.
A los ojos de los demás, su hija ha muerto virgen.
En los dramas descritos, se aprecia claramente la significación fun-
damental no sólo del honor sexual, sino también de la patria potestad
(la autoridad del padre o esposo, y en casos excepcionales de la madre)
para la mujer. De lo que se trataba no era tanto del daño infringido al
honor, sino más bien de que no se conociera públicamente. El honor
no era tanto una cuestión moral y privada, sino más bien social. Esto
se expresó en reglamentaciones dictadas por el Estado, y por tanto con
carácter jurídico, que fueron válidas hasta el siglo XIX en todos los
territorios hispanohablantes.
Desde el punto de vista legal, las nuevas posesiones en América
pertenecían al reino de Castilla, por lo que en ellas se aplicó el derecho
castellano, al que se le añadieron disposiciones complementarias, que
en lo esencial atañían a la posición de la población indígena y a los
problemas específicos resultantes de la situación colonial. Incluso
mucho después de que las naciones hispanoamericanas alcanzaran la
independencia, las viejas reglamentaciones jurídicas del derecho civil
siguieron teniendo validez. Se apoyaban en las «Leyes de Toro»,
decretadas en 1505, así como en las medievales Siete partidas de
Alfonso el Sabio, del año 1265. Ambos códigos estaban fuertemente
influidos por el derecho patriarcal romano.
En la base de estas regulaciones jurídicas estaba la concepción de
que las mujeres —sobre todo en el Nuevo Mundo— debían asumir los
valores cristianos —e hispánicos. Esto condujo a que el modo de vida
de las mujeres estuviera regido por exigencias prácticamente irrealiza-
bles. Al mismo tiempo, se las veía como el «sexo débil», que apenas
podía resistir las tentaciones del diablo, del mundo y de los hombres.
Como consecuencia, los padres y esposos tenían que intentar mante-
nerlas alejadas de todos estos peligros. La mujer fue convertida en una
«protectora protegida» de la familia y el honor, una «vigilante vigila-
da» de la moral y de la forma cristiana de vida. Esto encontró expre-
sión incluso en su estatus jurídico, caracterizado por una combinación
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de limitaciones y medidas de protección, sobre todo para la mujer


casada. Sin embargo, la identificación de la situación jurídica de la
mujer con la de los menores de edad o incluso con los esclavos, que se
encuentra muy a menudo en la historiografía, es demasiado vaga y
abstracta, aunque existen una serie de paralelismos.
La diferenciación según el grupo étnico tuvo poca importancia para
la situación jurídica de las mujeres. Las indígenas se supeditaban en
general a las mismas disposiciones que regían para las blancas, aunque
entre las primeras las leyes se observaban menos. Los siguientes ejem-
plos se refieren sobre todo a mujeres españolas y mestizas, especial-
mente las de los sectores altos e intermedios de la sociedad colonial.

La patria potestad

Para la situación jurídica de la mujer, más importante que la dife-


renciación por criterios étnicos o sociales, lo fue la diferenciación
debido a su situación familiar, como hija, esposa, madre, viuda o como
una mujer vieja no casada. Sólo estas dos últimas no estaban sujetas a
la patria potestad, es decir, al control total y estricto por parte del
padre (o de la madre, si ésta tenía el derecho de guarda y custodia)
sobre la educación y las propiedades del hijo, y en el derecho romano
incluso sobre su vida. A ella estaban sometidos tanto los jóvenes como
las jóvenes hasta que se casaban. Si no se habían casado al cumplir los
25 años de edad, los hijos podían liberarse de la patria potestad
mediante una emancipación formal. Los hombres obtenían una
amplia independencia jurídica, no así las mujeres.
La posición dominante del cabeza de familia constituyó una carac-
terística general del derecho hasta el siglo XX, y la representación de la
familia en el espacio público recaía en el hombre. Sin embargo, inves-
tigaciones más detalladas sobre casos individuales han demostrado
que en la praxis cotidiana, específicamente en cuestiones de las rela-
ciones con los hijos, a menudo las madres desempeñaban un papel más
importante de lo que parecía. Las mujeres tomaban las decisiones fun-
damentales al interior de la familia, aunque este papel carecía de basa-
mento legal. El matrimonio de los hijos brinda la oportunidad de
investigar el alcance de la patria potestad y de la autoridad de los
padres. Incluso en los sectores más pobres los hijos jóvenes de ambos
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76 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

sexos no se atrevían a casarse sin el consentimiento de los padres, y


mucho menos contra la voluntad de éstos. Si los padres ya no vivían,
entonces otro miembro de la familia asumía frecuentemente el control
sobre esta decisión tan importante para la familia. Cuando el huérfano
Pedro Ignacio Medina, de Paraguay, solicitó autorización en 1814
para casarse con Rosa Isabel Rojas, el abuelo del novio presentó una
protesta, pues se rumoraba que la novia tenía sangre africana en sus
venas. El hermano del novio, quien desempeñaba el papel de cabeza de
familia en sustitución del padre, declaró que en principio no tenía
nada contra la novia, pero se oponía a esta boda porque el hermano no
lo había consultado con la familia.
La frecuencia con la que, a la inversa de este caso, los padres les
imponían a sus hijos —sobre todo a sus hijas— una pareja no deseada
por ellos, es algo que no puede saberse. Las fuentes documentan casos
de ambos tipos, tanto la hija rebelde que consideraba que era su dere-
cho oponerse a un candidato matrimonial no deseado, como también
aquella que se sometía a su destino. Muchas mujeres declaraban en el
proceso de divorcio que se habían casado sólo porque eso era lo que
sus padres esperaban de ellas, o porque las habían obligado. Un recur-
so comprobado que podía usar la hija para forzar un matrimonio con
un hombre que podía no ser aceptable para sus padres, era el de esce-
nificar un rapto. Se dejaban raptar por sus galanes y colocaban a sus
padres ante la disyuntiva de tener que continuar viviendo con la ver-
güenza o de aceptar la boda, pues con el matrimonio se podía recupe-
rar la honra perdida de la hija. El control del padre abarcaba a los hijos
al igual que a las hijas, y los hijos varones de las familias acomodadas
rara vez podían escoger sus esposas basándose en razones personales.
Pero casarse con una mujer no deseada por la familia no les traía con-
secuencias tan desfavorables, debido a que los hombres disfrutaban de
mayores libertades dentro del matrimonio.

El matrimonio

Ya a partir de los 12 años las muchachas se consideraban aptas para


el matrimonio, y a partir de los 23 o los 25 (los datos varían) podían
casarse sin el permiso de la autoridad paterna, siempre que se hubieran
independizado de ésta. Pero la mayoría de las mujeres pasaban del
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LA SOC IED A D C O L ON IA L 77

control de los padres al control de sus esposos, o al de un obispo, si


ella o su familia escogían el convento.
Las mujeres recibían una dote, cuyo origen provenía del derecho
romano, y algunas veces también recibían las «arras», o regalo del
novio, cuyo origen se encuentra en el derecho germánico. Esto último
servía para darle seguridad a la mujer cuando había hijos de un matri-
monio anterior del hombre con derecho a la herencia, o para estable-
cer una paridad cuando la mujer no aportaba muchos bienes al matri-
monio. Ambas, la dote y las arras, pasaban a ser su propiedad
personal, junto con sus propiedades anteriores (los «bienes paraferna-
les»), sobre todo joyas y ropas, así como cualquier herencia posterior.
Es cierto que sus propiedades eran administradas por el esposo, pero
tenía que manejarlas como un patrimonio aparte. Era posible presen-
tar una demanda contra una mala administración, lo que podía llevar
al nombramiento de otro administrador. Si ambos cónyuges partici-
paban activamente en los negocios, entonces las deudas de cada uno
no atañían al otro. De lo contrario existía comunidad de bienes, en
cuyo caso los bienes obtenidos durante el matrimonio —los «bienes
gananciales»— eran también administrados por el esposo.
La significación de la dote como condición para un matrimonio
«adecuado a la posición social» se debilitó en toda América Latina —al
igual que en Europa— a partir del siglo XVIII, pero siguió representando,
igual que antes, una importante garantía económica, tanto para los hijos
como también para las hijas. En la mayoría de los casos se trataba no tan-
to de una dote en el verdadero sentido del término, sino más bien de la
entrega anticipada de la herencia, como puede constatarse de la lectura de
muchos testamentos.
Otras regulaciones mostraban claramente, por una parte, los límites
de la autoridad del marido, y por otra la función protectora de la ley en
el terreno financiero: es cierto que ninguna mujer podía realizar ningu-
na actividad que tuviera significación jurídica sin el consentimiento
(aunque fuera posterior) de su esposo, pero si cerraba un trato que le
trajera a ella ventajas financieras, entonces sí era válido en cualesquiera
circunstancias. Por otro lado, la mujer necesitaba el consentimiento de
su esposo si quería entablar una demanda legal o entrar en posesión de
una herencia, aunque esto no incluía a las herencias que no estaban gra-
vadas o a las demandas legales en las que la mujer demandaba a su espo-
so. También podía redactar libremente su testamento.
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78 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

El hecho de que en el imperio español, las propiedades de la mujer,


provinieran de la dote o de una herencia, no pasaran a ser propiedad
del esposo, sino que tan sólo fueran administradas por éste, alcanzó
una significación especial debido al derecho igualitario a la herencia
existente en España. El testador sólo podía disponer libremente de
una quinta parte de su patrimonio; las otras cuatro quintas partes esta-
ban destinadas a los herederos legítimos, reservadas en su mayoría a
los hijos y al cónyuge superviviente. Todos los hijos recibían partes
iguales, independientemente de si eran hombres o mujeres y de su
edad. La quinta parte restante podía ser entregada adicionalmente a
uno o varios de los hijos (en ese caso recibía el nombre de «mejora»).
Si el cónyuge moría sin dejar descendencia directa, su patrimonio
regresaba a su familia, es decir, a sus padres o sus hermanos. Esto era
válido tanto para la dote recibida por la mujer como para los bienes
aportados por el hombre al matrimonio. Si había hijos, estaba previs-
ta entonces la repartición del patrimonio entre ellos. Más tarde, si el
cónyuge que había enviudado o uno de sus hijos quería casarse, tenía
que realizarse un inventario de las propiedades y una repartición de las
mismas entre los hijos del primer matrimonio, una regulación que
causaba dificultades no sólo entre las familias pobres.
El lugar de la mujer estaba determinado en lo esencial por su sexua-
lidad y su potencial maternidad. Esto quedaba demostrado, además,
por el hecho de que era tratada con más indulgencia en muchos delitos
criminales, pero no así en los que estuvieran vinculados a la sexualidad.
Aun en aquellos casos en los que el hombre tuviera la mayor responsa-
bilidad o que la mujer hubiera estado bajo amenaza —como ocurre en
la mayoría de los casos de incesto— a las mujeres y a las muchachas se
les imputaba siempre la culpa, o al menos una parte de ella.
Los hombres podían cometer adulterio sin recibir ningún tipo de
castigo, salvo excepciones muy bien definidas, como, por ejemplo, si
el adulterio se efectuaba con la nodriza de los propios hijos, con sir-
vientas domésticas —en tanto vivieran bajo el mismo techo que el
amo— o con mujeres casadas, así como por haber mantenido relacio-
nes que fueran públicamente escandalosas. Para las mujeres, por el
contrario, cualquier tipo de infidelidad podía provocar la pérdida de
sus posesiones y penas de cárcel. Además, el esposo tenía el derecho
de matar a su esposa y al amante de ésta en caso de que los sorpren-
diera in flagranti. Pero en ese caso debía matarlos a los dos, lo que
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debía evitar un uso abusivo de este precepto. En este caso, la dote per-
manecía en poder del esposo. La autorización para matar al amante de
la esposa era válida también para los familiares masculinos de la mujer,
es decir, para su hermano o padre, lo que recalcaba una vez más la sig-
nificación del honor de la mujer para la honra de toda la familia.
Los comportamientos sexuales indebidos de las mujeres —a diferen-
cia de los del hombre— eran vistos como dañinos para el buen orden
familiar y público. Por lo tanto, debían ser controlados o castigados por
sus padres, hermanos o esposos, los cuales tenían que ocuparse de la
«pureza de la sangre» de su familia o de la legitimidad de la descenden-
cia. Las mujeres que habían perdido su honra no podían aspirar a seguir
siendo protegidas, por ejemplo si el esposo hacía uso desproporcionado
de su derecho a aplicarle castigos corporales, alguien la vejaba o en caso
de una violación. Eran consideradas mujeres deshonradas sobre todo
aquellas que vivían de la prostitución o de las que tal cosa se suponía
(por ejemplo, debido a su estilo de vida, su apariencia y su forma de ves-
tirse). Bajo ciertas circunstancias, tener hijos fuera del matrimonio
podía provocar que la mujer cayera en descrédito. Las fronteras de lo
que podía ser valorado como deshonroso variaban, en dependencia de
la cultura de cada región y, sobre todo, del grupo social.
Desde el punto de vista de las reglamentaciones jurídicas, es preci-
so diferenciar la situación de cada mujer dentro de la familia. Las
mujeres casadas estaban supeditadas a muchas limitaciones legales,
pero las viudas o las solteras que ya estaban liberadas de la patria
potestad, gozaban relativamente de mayores libertades, tanto en la
esfera de los negocios como también en la vida civil. Podían entablar
pleitos, aunque no podían asumir cargos oficiales (las excepciones que
se dieron confirmaron la regla), no podían votar ni ser juezas, funcio-
narias o sacerdotes, ni eran encargado sin más con la responsabilidad
por la educación de sus hijos (lo que sucediera realmente dentro de la
familia era otra cosa). Por ello, como ya se dijo más arriba, a menudo
eran comparadas con los menores de edad, con los que padecían una
limitación física o con los criminales, que carecían de forma parecida
de estos derechos. Pero la justificación para las limitaciones jurídicas
que afectaban a las mujeres era diferente que para los otros grupos
mencionados. Aquéllos no pueden ejercer tal función porque su
inconveniente físico o social los impide a juzgar debidamente, mien-
tras que para la mujer
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non lo pode ser, porque non seria cosa guisada, que estouiesse entre la
muchedumbre de los omes, librando los pleytos. Pero seyendo Reyna, o
Condesa, o otra dueña que heredasse Señorio de algund Reyno, o de algu-
na tierra, tal muger como esta bien lo puede fazer, por honrra del logar
que touiesse; pero esto con consejo de omes sabidores, porque si en algu-
na cosa errase, la supiessen consejar, e emendar.22

Aquello era, entonces, un simple inconveniente. En principio, se


acepta que las mujeres tienen la capacidad de tomar decisiones y la
misma inteligencia que los hombres, pero sus acciones pueden aca-
rrear consecuencias diferentes en ciertos casos, y es ahí donde reside
la causa para las muchas limitaciones que les son impuestas. Puesto
que las mujeres eran el centro de la familia, cuidaban de su bienestar
e incorporaban el ideal cristiano de pureza, se exigía de ellas una
mayor observancia de las normas. El comportamiento sexual extra-
viado del hombre no parecía ser peligroso para la conservación del
orden social, pero sí el de la mujer, pues podía provocar que un espo-
so no pudiera estar seguro de la paternidad de sus hijos. Por supues-
to que, teóricamente, todos debían seguir los preceptos cristianos, y
comportamientos nocivos como la bigamia o el incesto eran fuerte-
mente castigados por igual para ambos géneros. Pero la infidelidad
simple era valorada con dos criterios diferentes.
A las mujeres se les imponía una situación de subordinación por-
que se les consideraba más débiles moralmente. Además, las mujeres
casadas no podían tomar decisiones de ningún tipo ni entrar en arre-
glos legales independientemente de sus esposos, pues la subordina-
ción de las mujeres era elemento sistémico imprescindible para una
sociedad estamental verticalmente estructurada. Cada grupo tenía
asignado su lugar, sus derechos y sus deberes, y de así como el padre
de familia gobernaba a su familia, así el rey gobernaba al reino. De ahí
que el control patriarcal sobre las mujeres fuera imprescindible. Pero
el hombre no podía hacer uso exagerado de su poder, pues con ello
pondría al sistema en peligro, lo que se evidenciaba en las propias leyes
para proteger a las mujeres.
Había grandes diferencias regionales para definir dónde residía el
límite tras el cual, según opinión generalizada, un esposo rebasaba sus
legítimas atribuciones, y cuándo, por lo tanto, una mujer podía poner
una demanda o el Estado podía intervenir, independientemente de
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que existieran leyes de carácter general. En América Latina las tradi-


ciones indígenas, las disimilitudes en las estructuras económicas y
sociales, las dificultades para la comunicación y otros factores, habían
llevado a que, en la época colonial, surgieran sociedades diferentes, lo
que también influyó en las relaciones entre los géneros y en la forma
de aplicar la legislación vigente.

HONOR Y SEXUALIDAD, AMOR Y MATRIMONIO


EN EL CAMBIO DE LA SOCIEDAD COLONIAL

Las concepciones sobre el honor femenino y masculino influye-


ron en todos aspectos de la vida en la época colonial. Las actividades
económicas, las normas jurídicas, las prácticas culturales y, no en
último lugar, la jerarquía dentro de la familia, se basaron en ciertos
conceptos sobre el honor. El honor masculino y el femenino se con-
dicionaban mutuamente, y determinaban el lugar de las personas en
el tejido social. El honor era una cuestión vinculada al estamento al
que se pertenecía. Cada estamento tenía sus formas específicas de
honor, y a los ojos del estamento superior los miembros del estamen-
to inferior poseían un honor limitado o ningún honor. Además, es
preciso tener en cuenta el marco cronológico para comprender el
condicionamiento social del honor y cómo éste se definía, pues las
transformaciones sociales siempre han ejercido una influencia en las
concepciones sobre honor.
Ante todo, el honor era una cuestión pública, pero la diferencia-
ción entre lo privado y lo público era distinta en la sociedad estamen-
tal a como lo es ahora. Al círculo de lo privado correspondían en gene-
ral la familia, los demás parientes y las amistades cercanas. En él existía
una atmósfera de confianza y apoyo mutuos, y ello a la vez afianzaba
el estatus propio ante el mundo externo y lo defendía. La esfera públi-
ca abarcaba a todas las demás personas. Era el lugar donde el honor
tenía que ser defendido, y que estaba vigilado por las élites locales y la
burocracia colonial. Así, el acceso a determinados cargos oficiales
estaba abierto sólo a personas (en la mayoría de los casos hombres) de
honor, y para la concesión de uno de estos cargos era la Corona quien
decidía si la persona poseía el honor suficiente o no. El nacimiento
legítimo como condición para el ejercicio de un cargo oficial era algo
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que no estaba limitado sólo a los funcionarios (masculinos), pues se


podía negar esa posición en caso de que se demostrara que la madre
del candidato había nacido fuera del matrimonio. Precisamente en
estos casos se demostraba claramente que el honor femenino y el com-
portamiento sexual de la mujer estaban estrechamente vinculados con
el honor masculino, pues aquí era la deficiente honra de la madre la
que impedía la carrera del hijo. La honra de las mujeres de una familia
constituía un factor decisivo para la posición política y económica de
los hombres de la misma.
El concepto de honor abarcaba dos aspectos diferentes: por un
lado la honradez personal, la moralidad y la sinceridad, y por el otro
el de la superioridad con respecto al nacimiento y el estamento, el ran-
go social de primacía. Dicho brevemente, ambos conceptos pueden
designarse como el «honor por la virtud» y el «honor por el estatus».
En la concepción española tradicional, predominó el énfasis en el
aspecto moral, pero éste fue vinculado crecientemente con el segundo,
ya que la cuestión de la «limpieza de la sangre» colocó al origen en un
lugar prioritario. Era muy difícil que una persona de la alta aristocra-
cia, o el rey, pudieran ser deshonrados, incluso si no cumplían con los
criterios de honradez. También para el estamento superior hispano-
criollo en la América hispana era importante, sobre todo, el segundo
aspecto, el «honor por el estatus», pues era sólo debido a su origen y
su pertenencia al grupo de los conquistadores cristianos como podían
reclamar su superioridad espiritual y moral. Para la élite hispano-crio-
lla el honor era la herencia que resultaba de su pureza religiosa y étni-
ca, así como de una tradición familiar que se basaba en el honor cris-
tiano y la legitimidad. Este «honor por el estatus» justificaba también
la jerarquía colonial y a la vez se interrelacionaba con el «honor por la
virtud». Ambos se reforzaban mutuamente, pues la posición social
proporcionaba ventajas, que permitían vivir de una forma honrada y a
la vez exigir de los demás esa forma de vida. El honor personal se
expresaba en los hombres sobre todo en fuerza física, firmeza y poder.
También el papel del cabeza de familia como proveedor y protector de
la familia acrecentaba esta honra, que incluía el control sobre terceros.
Tanto para ejercer el poder como para mantener a la familia y prote-
gerla, se necesitaba dinero o un patrimonio modesto, por lo que a los
hombres carentes de medios económicos esta forma de «honor por el
estatus» les estaba vedada.
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El ideal femenino de la virtud era exactamente contrapuesto al


masculino: sumisión obediente, sobre todo con respecto al hombre
en el hogar, y la observancia rigurosa de las normas sexuales y las
convenciones sociales. Conservar el decoro significaba, en este caso,
mantenerse alejada de todos los problemas y corrupciones de la vida
pública, de tal manera que, a menudo, la mujer sólo abandonaba la
casa cuando iba a visitar la iglesia. También la concepción sobre el
honor femenino era plenamente realizable sólo bajo ciertas condicio-
nes socioeconómicas, e incluso bajo ellas tendría que ser muy difícil
para las mujeres vivir en pleno retiro en su hogar. Por ello es que los
hombres consideraban necesario velar porque estas condiciones se
cumplieran.
Dentro de este riguroso código del honor, las mujeres disponían de
ciertos márgenes de acción y espacios de evasión, tanto de tipo formal
como informal. Éstos tenían que ver, ante todo, con el «honor por el
estatus», ya que el honor de la virtud, en primer lugar, dependía de
aquél y, en segundo lugar, era muy difícil de lograr. La posibilidad
formal de salvar el honor dañado consistía, por ejemplo, en compen-
sar la virginidad perdida antes del matrimonio precisamente mediante
la realización de la boda y en el reconocimiento posterior de los hijos
nacidos fuera del matrimonio. Incluso podían rebasarse las desigual-
dades étnicas mediante la obtención de un privilegio real. Estos actos
formales, sin embargo, constituían sólo el último escalón; en la vida
cotidiana y en la praxis social general existían otros mecanismos,
como por ejemplo la separación entre los «hechos» de la vida privada
y el estatus público:

Las élites del siglo XVIII vivían en dos mundos, vinculados entre sí por
nexos personales. Vivían en el mundo privado de la familia, el parentesco
y las amistades cercanas, y también en el mundo público, que abarcaba a
sus «pares» sociales y otras personas. En el lenguaje se diferenciaba entre
aquello que era privado e íntimo y aquello que era público y conocido.
Esta dualidad permitía la construcción de una reputación pública separa-
da de la vida privada de la persona. Podía conocerse en el ámbito privado
que una mujer estaba embarazada, pero pasaba por virgen en lo público;
los padres podían reconocer a sus hijos ilegítimos en el espacio privado,
pero no públicamente; las familias recogían a los hijos ilegítimos antes de
que su ilegitimidad provocara un escándalo público; los padres podían
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dejarle a sus descendientes ilegítimos una parte de su patrimonio, pese a lo


dispuesto en contra por las leyes públicas que regulaban el derecho de
herencia; los hijos ilegítimos o los mulatos podían construirse una imagen
pública como si fueran legítimos o blancos.23

Este dualismo frecuentemente provocaba conflictos, que sin


embargo rara vez quedaban registrados en las fuentes históricas. Así,
ocurría que un miembro de la élite hiciera valer sus influencias para
asegurarle un importante puesto político a un pariente de origen ilegí-
timo, pero que esa misma persona, en otro caso que tuviera que ver
con la conservación de la jerarquía social, se manifestara en contra de
que alguien con ese mismo «defecto» mantuviera una posición similar.
Pero también podía ocurrir que «se dejara pasar» el caso y que se tra-
tara a los sobrinos ilegítimos como si tuvieran un origen legítimo,
aunque una decisión de este tipo sólo era efectiva si era aceptada por
otros miembros de la élite local. Este «dejar pasar» es un instrumento
típico para eludir las regulaciones tradicionales y, en la medida de lo
posible, burlarlas. Permite la movilidad social y étnica en una sociedad
que era jerárquica y en parte racista.
Los estudios sobre la sexualidad femenina y su influencia sobre el
honor presentan ante los historiadores enormes problemas con res-
pecto a las fuentes. Un punto de partida lo ofrecen las solicitudes para
la legitimación de un hijo nacido fuera del matrimonio, las cuales, en
las argumentaciones que presentan, permiten conocer mucho sobre
las circunstancias del embarazo y la vida de la persona en cuestión.
Otra fuente importante lo constituyen los conflictos entre padres e
hijos sobre una boda planeada o más raramente sobre fallos judiciales
en los que se exigía la disolución de un compromiso matrimonial.
Pero estas fuentes tratan sobre casos que transgredieron las normas
socialmente establecidas, de tal manera que su representatividad tiene
que ser comprobada mediante el auxilio de otros documentos, como
por ejemplo las actas de bautismo o los registros de población. Pero
incluso las desviaciones de las normas y sus penalizaciones son ins-
tructivas, pues muestran las condiciones y espacios de acción de las
formas de comportamiento social. Por demás, es preciso tener en
cuenta que en la época premoderna entre las normas oficiales y la pra-
xis social solía encontrarse una separación más o menos grande. Por
ejemplo, hace ya mucho tiempo ha sido rechazada la concepción de
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que en Europa las jóvenes damas eran castas y que la mayoría de las
novias eran vírgenes, y con ayuda de las fuentes mencionadas se ha
podido comprobar que el matrimonio —y con ello la sexualidad— no
comenzaba después de la boda en la iglesia, sino que más bien existía
un proceso más largo, en el que el compromiso matrimonial era con-
siderado como una autorización para las relaciones sexuales previas.

Doña Margarita Martínez Orejón, de Taxco, en México, descubrió en


1754 que estaba embarazada. Tenía dieciocho años de edad, era soltera y
pertenecía a una de las familias principales de la ciudad. Sus antepasados
habían sido conquistadores y sus hermanos, sacerdotes. La decisión que
tomarían su amante —el propietario de minas de plata don Antonio Villa-
nueva Telles Xirón— sus familiares y sus amigos, ante la situación del
embarazo, cambiaría su vida y la de generaciones futuras.24

Doña Margarita y su entorno social decidieron ocultar su embarazo


y lo lograron. Las razones para ello, y si fue una decisión a la que se lle-
gó libremente, son algo que no conocemos. El niño fue inscrito como
«de padres desconocidos» en el registro de bautismos y criado en casa
de su padre. El «desliz» se mantuvo en secreto. Dieciocho años después,
cuando el muchacho debía asistir a la universidad, doña Margarita deci-
dió reconocer públicamente su maternidad para permitir la legitimación
del hijo y con ello facilitar su carrera. Explicó el paso que había dado
diciendo que «no había querido seguir privándolo» del bien que recibi-
ría su hijo como resultado de su reconocimiento. Con otras palabras:
doña Margarita valoraba más la utilidad que aquello tendría para el
futuro de su hijo que el daño que supondría para su honra. Probable-
mente, y teniendo ella ya 36 años, este daño sería menor que cuando
contaba con sólo 18, pues ya su honor estaba consolidado y, debido a su
edad, no existía muchas posibilidades de que se casara. En el documen-
to de reconocimiento y en la fundamentación del razonamiento se habla
todo el tiempo sobre las debilidades humanas que la habrían conducido
a esta situación. Esta argumentación tiene un trasfondo no sólo social,
sino también religioso: no sólo los hombres pecan, sino también las
mujeres, ello está en la naturaleza de las personas; por lo tanto los peca-
dos deben ser confesados y perdonados. Aunque de las mujeres se espe-
raba un mayor comedimiento sexual, se reconocía no sólo que ellas
podían mostrar debilidades, sino también que serían débiles.
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En la sociedad hispanoamericana el control sobre la sexualidad


femenina nunca fue riguroso, como se afirmó durante mucho tiempo
en la literatura, y las mujeres no se sometían a una vigilancia total o no
se ejercía ninguna, y no eran totalmente obedientes o inobedientes,
sino que existían grados intermedios. Con todo, la tolerancia tenía sus
límites, marcados por las circunstancias, el contexto histórico, la etnia
y la clase a la que pertenecía cada persona. Para nosotros, constituye
motivo de asombro que en los documentos de legitimación de los
nacimientos no aparezca, prácticamente, ninguna condena moral de
las mujeres que habían perdido su virginidad o que habían mantenido
relaciones sexuales durante largos períodos. Es evidente que incluso
las mujeres del estamento superior, sobre las que se ejercía un control
más riguroso, podían recorrer un camino intermedio entre la santa y
la prostituta, siempre que cumplieran con determinadas reglas del jue-
go. Esas reglas, a su vez, estaban fuertemente determinadas por las
diferencias entre lo público y lo privado. Las mujeres de la élite, como
personas públicas, perdían su honra y dañaban el prestigio de la fami-
lia en tanto sus relaciones íntimas o su preñez fueran «públicas y noto-
rias». Pero si éstas eran conocidas sólo en el ámbito privado, la honra
se mantenía incólume. Tampoco el honor era una cuestión de «todo o
nada», sino un concepto más bien flexible. Podía comparársele con
una cuenta en el banco: las mujeres de la élite recibían una cierta can-
tidad de honra debido a su nacimiento y por sus actividades, su casti-
dad y sus acciones religiosas. Mediante el matrimonio y el nacimiento
de hijos legítimos consolidaban la honra y dejaban en herencia su acu-
mulado de honor para la siguiente generación de descendientes legíti-
mos. Pero podían perder algo de esta cantidad de honor, por ejemplo,
debido a relaciones sexuales o partos prematrimoniales. Pero la mer-
ma podía ser compensada ocultando la preñez o mediante un matri-
monio posterior. En muchos casos, el verdadero problema no era la
pérdida de la virginidad ni el nacimiento de un hijo ilegítimo, sino el
hecho de que estos acontecimientos no fueran seguidos por una
«compensación» en forma de un matrimonio. Una mujer podía man-
tener relaciones íntimas después de haberse establecido el compromi-
so matrimonial, pero el riesgo que esto entrañaba era relativamente
alto. En caso de que la boda no se realizara, el precio a pagar por la
mujer podía ser muy oneroso.
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En Buenos Aires, entre las actas de legitimación de nacimientos, se


encuentra el caso de una cierta doña X, cuyo nombre hasta hoy no se
conoce. Evidentemente se trataba de una mujer de la élite porteña,
cuyo hijo ilegítimo fue criado por el padre y que logró que nadie
pudiera relacionarla con su nacimiento. Los testigos, cuyas declara-
ciones aparecen en el acta de legitimación, se negaron a dar a conocer
el nombre de la madre del muchacho, para no dañar su honra. Des-
pués de que ella entregó su hijo al padre, se casó con otro hombre,
tuvo hijos en su matrimonio y ocupó un lugar destacado dentro de la
sociedad porteña. Lo extraordinario en este ejemplo no es la acepta-
ción del nacimiento ilegítimo como un desliz perdonable, sino el
hecho de que la madre soltera se casara posteriormente con otro hom-
bre. Normalmente, el precio de tener un hijo ilegítimo, para una mujer
de la clase alta, era la renuncia a tener una familia propia y, posible-
mente, la abstinencia sexual a lo largo de su vida, para no seguir dañan-
do su honra. A menudo perdían por completo el contacto con el hijo,
pero incluso en el caso de que el hijo se mantuviera bajo el mismo
techo o fuera traslado a casa de otro miembro de la familia, las madres
tenían que mantener el contacto en un secreto tal que nadie, fuera del
círculo más íntimo, pudiera sospechar nada, algo difícil de lograr a lar-
go plazo.
La costumbre de criar a los hijos propios en el círculo familiar, a
pesar de la exigencia de mantener el secreto hacia el mundo exterior,
estuvo muy extendida. A menudo el padre, cuyo matrimonio poste-
rior para nada constituía un obstáculo, criaba a los hijos en su nueva
familia, y sus hijos legítimos reconocían a sus medio hermanos como
tales. Tanto los vecinos como los amigos consideraban (y todavía hoy
consideran) esas prácticas en general como correctas. El contacto con
la madre se perdía en la mayoría de los casos, y ante el hijo reconoci-
do por el padre se alzaban determinadas barreras para la aceptación
social, que se manifestaban en ciertas limitaciones para el acceso a
determinados cargos públicos y profesiones, así como en la posterga-
ción con respecto a los derechos de herencia.
El nacimiento de un hijo ilegítimo no provocaba, por lo común, la
deshonra para el padre. La sexualidad masculina extramatrimonial
era aceptada, si bien la Iglesia católica, teóricamente, la juzgaba de
otra forma. ¿Cómo influía sobre el honor masculino haber prometi-
do matrimonio y no haber cumplido el compromiso? Esta pregunta
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es difícil de responder apoyándonos en las fuentes de que dispone-


mos. Una autora que ha investigado conflictos en torno a los matri-
monios, ha llegado a la conclusión de que el incumplimiento de la
promesa de matrimonio era visto como motivo de deshonra en los
siglos XVI y XVII, mientras que en el siglo XVIII otros factores pasaron
a ser más importantes. Un hombre cuidadoso de su honra y que
viviera en el primer de los dos períodos mencionados, habría preferi-
do —al contrario que en el segundo— un matrimonio menos venta-
joso y posiblemente no del todo adecuado socialmente, antes que el
descrédito que acarreaba el incumplimiento de la palabra dada. No
obstante, todavía en el siglo XVIII el incumplimiento de una promesa
era un elemento que llevaba a la pérdida de la confianza en la perso-
na, y era incompatible con las creencias religiosas. Incluso si el honor
profano masculino no era afectado, un comportamiento de ese tipo
pesaba sobre la conciencia. Además —y esto lo sabía todo padre—
con el incumplimiento del compromiso matrimonial se dificultaba
que los hijos obtuvieran una posición tan honorable como la de sus
progenitores. Por otro lado, se lesionaba el honor de la mujer, que a
menudo se construía en el círculo de las relaciones más cercanas, tal
como se ha explicado.
No todos los problemas vinculados a la realización de la boda estu-
vieron causados por el incumplimiento de la promesa por parte del
hombre. Los oficiales del ejército y la marina, funcionarios públicos y
sacerdotes, que eran los que más a menudo engendraban hijos ilegíti-
mos o naturales, enfrentaban limitaciones temporales o permanentes
para contraer matrimonio. Los oficiales no podían casarse sin autori-
zación expresa, y a un funcionario de la Corona le estaba prohibido
casarse con una mujer procedente de una familia que viviera en su mis-
ma comarca, pues se temía que eso dañara su imparcialidad. Es cierto
que existía la posibilidad de obtener una licencia al efecto, pero ello
tomaba tiempo, como pudo constatar un funcionario del Alto Perú.
Su futuro suegro, que también era un alto funcionario de la Corona,
había prohibido la realización de la boda sin permiso real, pues ello
haría peligrar su carrera. Mientras los novios esperaban la licencia, ella
quedó embarazada, le ocultó su embarazo al padre con ayuda de una
hermana y finalmente falleció poco después del nacimiento. En otros
casos, la espera hasta que la añorada licencia llegaba era tan prolonga-
da, que el solicitante ya había sido trasladado a otra región, con lo que
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probablemente ya había cambiado sus planes o estos ya no podían ser


realizados.
En todos los grupos sociales se dieron casos de compromisos matri-
moniales que se incumplían y también de hijos nacidos fuera del matri-
monio como resultado de lo anterior. Pero en los inferiores eran
mucho más corrientes que entre la élite. En los sectores intermedio y
bajo, a menudo los hombres seguían una táctica inversa en el caso de un
conflicto por el cumplimiento del compromiso, como era la de cues-
tionar la moral de la mujer. Éste fue el caso con Marcelina del Refugio
Gutiérrez, madre soltera de dos hijos, que vivía en casa de sus padres.
Había tenido una relación con Félix de Villagoia, quien había sido
muchas veces huésped en aquella casa, sobre todo en períodos de larga
ausencia de los padres. Marcelina quedó embarazada de él y exigió el
matrimonio. En su defensa alegó, entre otros, que él sabía muy bien
que ella podía ser vista como una «mujer mundana» por haber tenido
dos hijos sin haberse casado y que, no obstante, le había prometido
matrimonio. Él entraba y salía de la casa y conocía muy bien la situa-
ción, pero su demanda fracasó debido a otra circunstancia. En el trans-
curso del pleito resultó que Villagoia le había prometido matrimonio a
otra muchacha, una joven española de 18 años. Por supuesto que sólo
podía cumplir con un compromiso y todo el asunto finalizó de una
forma nada sorprendente: Villagoia pagó una multa de 50 pesos por
haber contraído un doble compromiso y se casó con la joven española.
Se realizó una investigación sobre todas las demandas de manteni-
miento del compromiso matrimonial en Parral, una pequeña ciudad
en el norte de México: de 42 casos entre 1791 y 1799, en el 30% la boda
se efectuó de inmediato, sin que tuviera que iniciarse un proceso jurí-
dico, pero en el 70% restante los hombres se negaron a cumplir la pro-
mesa, y el pleito llegó ante los tribunales. En total, el 15% de las muje-
res no ganaron la demanda, pero la mayoría encontró después otro
esposo, y no siempre proveniente de un estamento social más bajo.
Esto muestra que en los sectores bajo e intermedio el honor sexual de
las mujeres no se identificaba con la virginidad. De otra manera los
embarazos y los hijos naturales, o incluso la simple reclamación por
una promesa de matrimonio no cumplida (que implicaba un reconoci-
miento público de relaciones íntimas), habrían dificultado un poste-
rior casamiento con otro hombre.
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¿Cómo era vista la situación cuando los novios estaban de acuerdo,


ya se habían comprometido a casarse y mantenían relaciones sexuales,
pero los padres rechazaban el noviazgo por consideraciones vincula-
das al honor de la familia o por razones económicas? Éste fue el caso
de Jerónimo Valverde, hijo de un acomodado comerciante español en
Ciudad México, y de Juana Herrera, la hija de un rival, en 1591.
Ambos querían casarse, pero el padre de Valverde intentó impedirlo,
recluyendo a su hijo bajo arresto domiciliario en casa de un tío; para
decirlo con más exactitud: lo encerró en una habitación con una cerra-
dura de seguridad especialmente complicada y, además, vigilada por
un esclavo. Allí, Jerónimo le escribió una carta al supremo magistrado
eclesiástico de la ciudad, que su tío hizo llegar a escondidas. El clérigo,
acompañado de la policía de la ciudad, visitó al padre de Jerónimo
para pedirle que le entregara la llave de aquella cerradura. El padre se
negó, por lo que fue amenazado con la excomunión. Esto surtió efec-
to y el padre cedió, pero amenazó con desheredar a su hijo y dificul-
tarle su existencia si este mantenía su propósito de casarse. Con algu-
nas dificultades, el clérigo y la policía lograron liberar al novio.
Valverde mantuvo su voluntad de casarse con Juana, porque ya se
había comprometido con ella y porque su suegro, además, lo había
conminado a cumplir su compromiso. Mientras tanto, Juana había
sido tomada por la iglesia bajo su protección y trasladada a otra parro-
quia. El magistrado eclesial, después de haber estudiado el caso, con-
cedió un permiso para que Jerónimo pudiera casarse ese día con su
prometida Juana; es decir, sin tener que esperar por el plazo para las
amonestaciones. También se le permitió casarse en otra parroquia,
para evitar complicaciones adicionales. El documento se interrumpe
en este momento de la historia, pues para la Iglesia el caso ya estaba
terminado. Para la investigación histórica de las relaciones familiares,
este caso, aun sin conocimiento sobre su desarrollo posterior, ofrece
algunas conclusiones interesantes. En primer lugar, al parecer no toda
la familia Valverde compartía la antipatía del padre contra la boda,
pues la ayuda prestada por el tío desempeñó un papel importante para
el desenlace positivo. Pero todavía es más importante el hecho de que
la Iglesia en México tenía un peso importante. El magistrado eclesiás-
tico local pudo acudir al aparto de poder del Estado para imponer sus
exigencias, y la amenaza de excomunión pesó tanto que provocó la
entrega de la llave. Lo más sorprendente del caso es la independencia
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con la que el magistrado eclesial local pudo favorecer los intereses de


la joven pareja colocándose contra los intereses de un poderoso
comerciante. Otros des ejemplos demuestran que aquello no fue una
excepción.
Juana Moreno procedía de una familia acomodada de Ciudad
México. Su padre quería casarla con un hombre rico, mucho más vie-
jo que ella. Ella sólo tenía 15 años de edad, pero ya había encontrado
su pareja anhelada, precisamente un joven de su misma edad, Juan de
Monguiar. Puesto que el padre de ella no estaba dispuesto a permitir
esta relación, ambos decidieron huir. La pareja buscó un sacerdote al
que le explicaron su situación y que los casó sin el consentimiento de
los padres. También en este caso desconocemos el resto de la historia.
Don Jerónimo Vargas era heredero de un mayorazgo que su padre
le había dejado. Pero antes de su muerte había establecido que su
segunda esposa administrara la herencia hasta que Jerónimo cumplie-
ra la mayoría de edad o hasta que se casara. Cuando don Jerónimo
cumplió 22 años (es decir, 3 antes de alcanzar la mayoría de edad),
decidió casarse con Catalina Villalobos, de 18 años. Su madrastra
intentó impedirlo. Deseaba que él se casara con su sobrina, para man-
tener la herencia dentro de la familia. Pero Jerónimo se opuso y, con
ayuda de sus amigos, quienes acusaron a la madrastra ante el tribunal
eclesiástico por su avaricia, logró finalmente el permiso para su boda.
Estos ejemplos muestran que la Iglesia intentaba colocarse del lado
de los novios. Pero esto no nos debe llevar a la conclusión de que la
Iglesia, en general, rechazaba la estructura patriarcal de la sociedad y
de la familia. Lo que sí rechazaba eran los matrimonios arreglados,
sobre todo cuando ello se debía a consideraciones de carácter material.
El amor y el libre consentimiento constituían para la Iglesia católica
condiciones inexcusables para un matrimonio cristiano, y aquellos
que se efectuaran bajo coerción no eran válidos. Según las decisiones
tomadas por el Concilio de Trento, tampoco el consentimiento de los
padres era necesario. El cumplimiento estricto de estas disposiciones
diferenció al mundo hispánico (hasta fines del siglo XVIII) de los demás
países católicos y protestantes, en los que, cuando más, se requería el
consentimiento de los padres. Además, teóricamente, en América el
honor de la novia era colocado por encima del derecho patriarcal.
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La Iglesia podía prevalecer sobre la influencia de los padres, pues


antes de la boda sometía a los novios a una serie de preguntas. Si el
sacerdote tenía la impresión de que el consentimiento de uno de los
contrayentes se había obtenido por la fuerza, tenía el deber de hacer
que los novios, separados de sus padres algunos días, reflexionaran
sobre si realmente querían casarse. Por supuesto que se trataba de dis-
posiciones formales, que no eran seguidas por todos los clérigos. Por
lo tanto, no podemos suponer que los ejemplos anteriormente men-
cionados constituyeran la generalidad, y es llamativo que la mayoría
de estos ejemplos provinieran de Ciudad México, el centro del impe-
rio. En las regiones periféricas posiblemente la situación fuera dife-
rente, ante todo porque en ellas la Iglesia dependía mucho más de las
familias distinguidas locales.
El siglo XVIII, sobre todo en su segunda mitad, trajo consigo
muchas transformaciones en Hispanoamérica. Junto con las reformas
en la administración y el gobierno, cambiaron también las condiciones
socioeconómicas. Dicho en forma sencilla: la vieja sociedad estamen-
tal, basada en monopolios y privilegios, se transformó en una sociedad
caracterizada cada vez más por formas capitalistas de comportamien-
to y pensamiento. El comercio y la economía monetaria se difundie-
ron, las ciudades se expandieron; la mayor libertad comercial significó
una mayor libertad de movimiento, tanto en sentido geográfico como
social. Se introdujeron ideas de la Ilustración en lo concerniente a la
administración y el gobierno. Todo ello estuvo vinculado con el debi-
litamiento de la Iglesia, así como con el reforzamiento de los valores
materiales, y esto condujo a la transformación de la autoridad paternal
y patriarcal. Los matrimonios pasaron a ser considerados con más
fuerza aún desde un punto de vista económico, y no sólo en el sentido
de mantener la paridad, sino también con el objetivo de aumentar el
patrimonio familiar. Es cierto que estas consideraciones no eran nue-
vas, pero ahora pasaron a convertirse, cada vez más, en una cuestión
fundamental. Paralelamente al debilitamiento de la influencia de la
Iglesia, a partir de la segunda mitad del siglo XVII disminuyó la ante-
rior disposición del Estado a utilizar sus instituciones para hacer cum-
plir las disposiciones de la Iglesia. Con la importancia creciente que
cobraron los intereses materiales, el amor y el honor fueron elementos
relegados en el matrimonio.
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LA SOC IED A D C O L ON IA L 93

La estricta jerarquización de la sociedad colonial se tornó cada vez


más quebradiza, sobre todo por el debilitamiento de la división en
estamentos basados en criterios étnicos. La paulatina desaparición de
las barreras estamentales provocó en aquellos que habían logrado
ascender socialmente o que con gran trabajo se mantenían en posicio-
nes superiores, el deseo de una diferenciación más fuerte con respec-
to a los grupos inferiores. Los intereses familiares fueron vistos cada
vez más en su función de preservación del estatus de clase y del poten-
cial económico, y superaron a los intereses tradicionales, como el
honor o el mantenimiento o recuperación del buen nombre de la hija.
El concepto de honor sufrió una transformación, y el honor como vir-
tud pasó a ser menos importante, pero por el contrario el honor debi-
do al estatus adquirió mayor importancia, y el estatus cada vez más se
identificó con el éxito económico.
La significación del matrimonio para la estructura social se mani-
festó claramente en una Real Pragmática para España a partir de 1776
y para América a partir de 1778. De acuerdo con ella, todos los espa-
ñoles y criollos necesitaban, hasta alcanzar la mayoría de edad, la
autorización expresa de sus padres para contraer un compromiso
matrimonial y para casarse. Con ello no se abría la veda a la arbitrarie-
dad paterna, pues cualquier objeción de los padres debía ser racional-
mente fundamentada. Como razones suficientes se consideraban las
desigualdades raciales y sociales, y estas últimas implicaban también
diferencias económicas. La diferencia racial era jurídicamente válida
sólo en casos de ascendencia negra; pero los criollos del estamento
superior contaban también a los indígenas entre los estratos inferiores
no maritables. Se consideraban casos de desigualdad social sólo aque-
llos en los que una persona era de origen ilegítimo y por ende podía
ser visto como perteneciente a un estamento inferior, o, por el contra-
rio, cuando uno de los novios pertenecía a la aristocracia y ocupaba
una posición considerablemente superior.
La Pragmática de 1776-1778 constituyó una clara revisión de las
prácticas que se aplicaron en los casos antes expuestos provenientes del
siglo XVI, aunque no puede interpretarse en forma unívoca. Puede con-
siderársele como un indicio de que el poder patriarcal fue fortalecido,
o como una muestra de que la jerarquía social se había debilitado tanto
y se habían contraído tantos matrimonios que no se correspondían con
las expectativas de los padres ni con la preservación del viejo orden
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94 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

social, que con ayuda de esta disposición se intentó contraponerse a


esta corriente. Esta interpretación se apoya, entre otros elementos, en
una investigación sobre los problemas suscitados por los pleitos en tor-
no al decreto de 1776-1778. Se compararon entre sí dos ciudades perte-
necientes a la actual Argentina: Córdoba y Buenos Aires. Mientras que
a fines del siglo XVIII Córdoba era la vieja metrópoli del interior del
país, distinguida pero económicamente estancada, en la que predomi-
naba una población criollo-mestiza, Buenos Aires era una pujante ciu-
dad comercial, caracterizada por una joven inmigración. En Córdoba,
cerca del 10% de todos los matrimonios provocaron reclamaciones,
mientras que en Buenos Aires lo hacían menos del 1%. Es significativo
que en Córdoba las causas alegadas fueron ante todo de desigualdad
racial-social y moral, y en Buenos Aires, por el contrario, de carácter
económico. También debe tenerse en cuenta que la definición de «dife-
rencias raciales» era problemática, y los testigos a menudo ofrecían
opiniones completamente diferentes sobre la posición étnica de una
persona. Es interesante que no fue tanto el estamento superior quien
alegó algo contra las elecciones matrimoniales de sus hijos, sino más
bien el estamento blanco inferior (el 39% de las demandas procedían
de este grupo), pues eran ellos los que más tenían que perder. El esta-
mento superior había logrado establecer tan bien su control —formal
o informal— que no le era necesario establecer reclamaciones oficiales.
Las reclamaciones provenían en la misma cantidad de los padres del
novio como de los de la novia, lo que nos permite llegar a la conclusión
de que en esta época cada vez más ambos géneros buscaban sus cónyu-
ges con independencia de sus padres.
Puede afirmarse que todavía en el siglo XVIII el matrimonio signifi-
caba un paso importante, pero que —al igual que el honor— era con-
siderado como parte de una continuidad. Los primeros contactos se
establecían mucho antes, y comenzaban con una recatada mirada en
público y, cuando la relación alcanzaba un punto determinado, era
seguido por el compromiso matrimonial o por una situación que era
interpretada así por una de las partes, en la mayoría de los casos la
mujer, por haber recibido regalos y otros gestos. Tal vez en ese
momento la relación se hacía de conocimiento público, y también
para los padres. En esos encuentros, que eran a menudo aunque no
siempre secretos, se pasaba muchas veces a las relaciones sexuales. Más
tarde, si de ellos resultaba un embarazo, ocurría el matrimonio, o no.
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Según un censo poblacional realizado en la Ciudad de México en


1811, sólo el 44% de todas las mujeres entre 25 y 45 años vivía en una
relación de pareja; las mujeres del 56% restante eran solteras o viudas.
Por los datos de edad proporcionados por esto censo, podemos esta-
blecer este modelo ideal de ciclo de vida: hasta los 22 o 23 años, las
mujeres vivían solas o con sus familias, después contraían matrimonio
o establecían una relación extramatrimonial, y alrededor de los 42
años estaban de nuevo solas, bien por haber enviudado o por haber
sido abandonadas. Si se supone una esperanza promedio de vida de 60
años, las mujeres permanecían alrededor de la tercera parte de sus
vidas solas, una tercera parte casadas y la otra tercera parte viudas (o
abandonadas). La gran cantidad de «viudas» y mujeres solas nos lleva
a plantearnos la pregunta sobre los hogares encabezadas por una
mujer. Ellas constituían un tercio del total en la Ciudad de México en
1811, y en otras ciudades latinoamericanas en esta época la cifra era
incluso mayor. Pero muchas mujeres no podían alimentar ellas solas a
sus hijos. Un quinto de todas las mujeres sin pareja vivía inserto en la
casa de otras personas, en muchos casos de familiares. Ser viudas o
abandonadas significaba a menudo, para las mujeres del estamento
inferior, el primer escalón hacia la dependencia.
El estudio de las actas judiciales y los documentos eclesiásticos
revela las discrepancias de las relaciones existentes entre ambos géne-
ros con las normas establecidas, lo cual es confirmado por los datos
arrojados por los censos poblacionales. Apoyándonos en estos datos
podemos afirmar que las actas judiciales no sólo presentan casos
excepcionales. Si el estereotipo de la criolla o española virtuosa, que
mantenía su virginidad antes del matrimonio ya no es sostenible, lo es
mucho menos para las muchas madres solteras del estamento inferior.
Una vida retirada en el hogar era imposible para las mujeres de este
grupo social. Por otra parte, sus esposos o parejas sexuales no veían
con buenos ojos que las mujeres fueran demasiado activas o indepen-
dientes, pero no lo podían impedir debido a la necesidad económica.
Pero si llegaban a sospechar que su mujer les era infiel, rápidamente
acudían a comportamientos violentos.
También en los sectores inferiores los hombres intentaban obtener
un control creciente sobre las mujeres y atarlas a la casa. Por otro lado,
si un hombre era culpado de haber cometido una violación, afirmaba
que la mujer o muchacha —que a menudo tenía que desplazarse sola
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96 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

largas distancias o tenía que ir al bosque a recoger leña— lo había ani-


mado a ello o lo había consentido. La honra de las mujeres de los sec-
tores inferiores dependía de su recato en materia de sexo. En vista de
la relativa escasez de matrimonios formales y de la alta frecuencia de
los hijos naturales, la virginidad no tenía mucha importancia, si bien se
esperaba que la mujer, en cierta medida, mantuviera el recato público
y guardara fidelidad en sus relaciones.
Sabemos incluso menos sobre las relaciones de poder dentro del
matrimonio, o de las parejas amancebadas, del sector inferior, que con
respecto al estamento superior, pero tenemos que asumir que también
aquí, en la mayoría de las regiones, el patriarcado era la norma. Por
otro lado, la precariedad de la situación económica, que llevaba a que
fuera necesaria la activa colaboración laboral de las mujeres, contribu-
ía al debilitamiento del poder patriarcal. Por supuesto que el hombre
esperaba tener el derecho de que su mujer le sirviera todos los días, a
la hora establecida, la comida, pero estaba obligado, como contrapar-
tida, a no gastarse en alcohol el poco dinero de la familia y a ocuparse
de ganar el sustento familiar. El hombre podía exigirle a su mujer no
actuar demasiado libremente en el espacio público y dañar con ello su
prestigio, pero ella también podía exigirle no desatender a su mujer ni
a sus hijos, pese a gozar de una mayor movilidad. En este grupo social
existía también la doble moral, pero no era tan absoluta como suele
describirse. Es cierto que la infidelidad era valorada mucho más nega-
tivamente en una mujer que en un hombre, aunque no de una forma
radicalmente diferente. Esto pudo apreciarse claramente en un caso
ocurrido en 1780 en una aldea indígena en el sur de México. Marcos
Antonio, un indígena maya, encontró una noche, al regresar a su casa,
que el horno estaba apagado y no había tortillas ni ninguna otra cosa
para cenar. Rápidamente se puso a la búsqueda de su esposa, Gertru-
dis Bernardina, a la que encontró con el pelo húmedo y el rostro enro-
jecido. Ella dijo que había tenido que conseguirle unas velas a su
madre y que había tomado un baño de vapor en el temascal (una espe-
cie de sauna maya) de ésta. Acto seguido Marcos Antonio le preguntó
a su suegra, quien no sabía nada sobre las velas, pero confirmó que su
hija había tomado un baño en su temascal. Precisamente en el camino
de regreso a su casa, Marcos Antonio creía haber visto la silueta de su
mujer en la casa del carnicero. Por ello maltrató a su esposa, la cual lo
acusó ante las autoridades tradicionales del pueblo, y el esposo quedó
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LA SOC IED A D C O L ON IA L 97

detenido. En el juicio posterior, la mujer negó haber tenido un roman-


ce con el carnicero, quien era mucho más viejo que ella y se quejó de
que su esposo siempre la había tratado mal y nunca le daba dinero
suficiente para comprar ropa. Eran tan frecuentes las discusiones, que
ella ya le había pedido consejo a sus padres y al sacerdote. Entre los
mayas era frecuente que los padres arreglaran el matrimonio de sus
hijos, por lo que eran los primeros en ser consultados cuando surgían
problemas. En este caso parecía como si los padres primero, y después
todo el pueblo, hubieran hecho la vista gorda cuando la mujer entabló
una relación con otro hombre. En opinión de la mayoría de los pobla-
dores de la aldea, Marcos Antonio había abusado de su supremacía
masculina y no se había comportado de acuerdo con las normas esta-
blecidas, así que se le podía perdonar a la mujer un desliz. Durante el
juicio, ninguno de los testigos rindió un testimonio favorable al mari-
do, y como no se pudo comprobar el adulterio de la mujer, Marcos
Antonio tuvo que pasarse dos meses en la cárcel. Gertrudis regresó a
casa de sus padres, pero no pudo buscarse un nuevo marido, ya que,
en definitiva, estaba casada.
En las aldeas indígenas, en las que era muy fuerte el control social,
eran más escasas, para ambas partes, las posibilidades de violar las nor-
mas que en las ciudades. Las comunidades étnicamente homogéneas
eran más estrictas en la observancia de sus reglas socioculturales de
comportamiento o más consecuentes en su realización. Allí donde se
disolvió la división estamental de la sociedad colonial y los grupos
étnicos se entremezclaron, se debilitaron también de forma creciente
los preceptos morales de la sociedad. Esto fue un proceso muy lento y
trabajoso, que comenzó con el establecimiento mismo del orden colo-
nial, pero que se hizo visible a partir de fines del siglo XVII.

EDUCACIÓN, INSTRUCCIÓN, «MEJORAMIENTO»

La educación, si por tal se entiende sólo la capacidad de leer y escri-


bir, constituía hasta el siglo XVIII un privilegio de muy contados hom-
bres y aún menos mujeres. Aquellas mujeres que poseían este privile-
gio, cumplían la función de modelo, y la educación y la instrucción
demostraban claramente las posibilidades —a la vez que también los
límites— de los proyectos de vida de las mujeres. Si las mujeres en
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98 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

general necesitaban recibir instrucción, si serían capaces de aprove-


charla o si ésta iba en contra de su naturaleza o del orden social, así
como la cuestión de cuáles eran los contenidos apropiados de una edu-
cación para ellas, fueron temas que todavía en el siglo XIX eran objeto
de una fuerte controversia en Europa. La así llamada Querelle des
Femmes fue un debate esencialmente europeo, al que haremos refe-
rencia aquí sólo en relación con un ejemplo que fue muy famoso y
característico. Pero primero es necesario disipar el prejuicio según el
cual España no había permitido en sus colonias la difusión, en la medi-
da necesaria, de la educación europea. Por el contrario: la Corona se
esforzó desde muy temprano por la creación de instituciones educa-
cionales en el Nuevo Mundo, que sin embargo sólo estaban abiertas a
los hombres. Ya en 1538 se fundó la primera universidad en el Nuevo
Mundo, en Santo Domingo (hoy República Dominicana). En 1551
siguieron otras en México y Lima, y más tarde en otras ciudades. La
mayor parte de la formación y educación de los hombres jóvenes en
América la asumieron las órdenes religiosas. Lo mismo ocurrió con la
educación femenina, como demuestra el ejemplo de la que tal vez sea
la mujer más conocida de Hispanoamérica en la época colonial, Sor
Juana Inés de la Cruz. Su vida mostró de forma ejemplar cuáles eran
las limitaciones que tenían que enfrentar las mujeres de su época,
como, por otro lado, que una inteligencia fuera de lo común podía
ayudar a superarlas y, a la vez, los sacrificios que ello implicaba.
Sor Juana nació el 12 de noviembre de 1651 (según otras fuentes en
1648), en una aldea llamada Nepantla, en el actual estado de México,
fruto de una relación no matrimonial de su madre, Isabel Ramírez de
Santillana, una criolla mexicana, con el oficial vasco Pedro Manuel de
Asbaje y Vargas Machuca. El origen ilegítimo, o —en términos de la
época, natural—, ha sido resaltado por los biógrafos posteriores y ha
dado lugar a toda una serie de especulaciones de carácter psicológico,
como fue el caso en el muy influyente libro de Octavio Paz Sor Juana
Inés de la Cruz o las trampas de la fe. Pero, por otra parte, y si tene-
mos en cuenta la amplia difusión de nacimientos ilegítimos en la
sociedad colonial, no se deben extraer conclusiones definitivas a par-
tir de esta circunstancia.
Al parecer, a Juana Inés la enseñó a leer, junto con sus hermanas, una
así llamada «amiga», al principio haciéndola pasar con otra edad. Estas
«amigas» eran mujeres, a menudo viudas, que impartían clases privadas
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en sus domicilios. En su famoso escrito de defensa, la Respuesta a Sor


Filotea, Sor Juana cuenta que de niña se caracterizó por un extraordina-
rio deseo de saber, y que siempre había sido muy ambiciosa. Según su
relato, se recortó su cabellera cuando no podía aprender adecuadamen-
te su lección de latín. Tampoco comía queso, pues —según le decían—
el queso embrutecía a las personas. A la edad de 11 años (o de 8) fue
enviada por su familia a vivir con unos parientes en Ciudad de México,
algo nada fuera de lo común en aquella época. Allí Juana Inés se vistió
de hombre para poder visitar la universidad, pero sus familiares la
enviaron a la corte virreinal, donde le sería más fácil realizar sus intere-
ses, siempre en el marco de lo permisible. La esposa del virrey tomó
bajo su protección a la joven. Juana, que ha sido descrito como una
mujer muy hermosa, pronto encontró reconocimiento en la corte y
escribió muy alabados sonetos, dramas y elogios al virrey. También
tuvo éxito en las diversiones galantes, que eran parte de la cultura corte-
sana barroca. Sus conocimientos eran tan amplios que el virrey hizo que
los profesores de la Universidad de México la examinaran, comproban-
do su extraordinario saber y su enorme erudición. En 1667, cuando al
parecer contaba con 19 años de edad, Juana Inés decidió repentinamen-
te entrar en un convento. Al parecer, este paso sorprendió por comple-
to a las personas que la rodeaban, y se le achacó la culpa a su confesor,
quien la habría instigado a ello. Más tarde ella escribió que no tenía nin-
guna vocación para el matrimonio, por lo que, al parecer, entrar en un
convento fue la única alternativa. Primero ingresó en la muy rigurosa
orden de las carmelitas, pero después pasó a la orden de los Jerónimos.
Allí hizo sus votos y desde entonces adoptó el nombre de Sor Juana Inés
de la Cruz. La entrada en la orden no perjudicó su creación literaria. En
su celda del convento reunió una de las mejores bibliotecas de su época,
se carteaba con las principales figuras intelectuales de su país y de Euro-
pa, y también le era posible mantener conversaciones intelectuales. Jua-
na escribió poemas religiosos y de contenido romántico, sonetos, piezas
de teatro y tratados. Pese a que su prestigio aumentaba —o precisamen-
te debido a ello— fue objeto de presiones por parte de las autoridades
eclesiásticas, quienes veían con desconfianza sus intereses literarios y
científicos, y sus compañeras de monasterio envidiaban sus éxitos y pri-
vilegios. Sus superioras exigían que se resignara a llevar una vida reli-
giosa, y sus hermanas de la orden esperaban de ella una mayor partici-
pación en la vida del convento y en los deberes de la misma. En esta
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100 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

situación, apareció en 1691 la carta ya citada Respuesta a Sor Filotea. El


obispo de Puebla, la segunda ciudad más importante de México, hasta
entonces uno de sus defensores y compañero de conversaciones, había
escrito un año antes una carta abierta bajo el pseudónimo de Sor Filo-
tea, en la que atacaba duramente a Sor Juana y le reprochaba que sus
escritos mundanos eran incompatibles con su posición como de monja.
En su respuesta, Juana describió exhaustivamente el gran deseo de saber
que la caracterizó desde su infancia, pero también los intentos infruc-
tuosos de combatirla. Gráficamente relató cómo ella, después de recibir
la formal amonestación de su «prelada muy santa y muy cándida»
superiora de que dejara a un lado los libros, no pudo sin embargo cum-
plir con la prohibición total de estudiar, pues

aunque no estudiaba en los libros, estudiaba en todas las cosas que Dios
crió, sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esta máquina universal.
Nada veía sin refleja, nada oía sin consideración [...] Pues, ¿qué os pudie-
ra contar, Señora, de los secretos naturales que he descubierto estando
guisando? Veo que un huevo se una y fríe en la manteca o aceite y, por
contrario, se despedaza en el almíbar [...]; pero, señora, ¿qué podemos
saber las mujeres sino filosofías de cocina? Bien dijo Lupercio Leonardo,
que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo
estas cosillas: Si Aristóteles hubiera guisado mucho más hubiera escrito.25

Al parecer, fue precisamente este impulso a la investigación en las


ciencias naturales lo que despertó las sospechas del obispo. Si Sor Jua-
na se hubiera limitado a escribir poesías místicas, su obra literaria
hubiera sido mejor aceptada, pero su irrupción en el mundo «mascu-
lino» de las ciencias naturales y de la teología, y además de una mane-
ra «irrespetuosa», era algo que esta sociedad no podía permitir.
En 1694 no pudo continuar resistiendo las presiones que recibía
de parte de su confesor: todos los libros y otras posesiones que no
eran de relevancia teológica, como sus instrumentos para la observa-
ción de la naturaleza, fueron vendidos, y la suma obtenida fue entre-
gada a los pobres. Sor Juana inició su vida de monasterio con ejerci-
cios de expiación y automortificación. Pocos meses después, el 17 de
abril de 1695 —es decir, a la edad de 43 o 46 años— falleció durante
una epidemia de peste.
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LA SOC IED A D C O L ON IA L 101

La vida de Sor Juana demuestra que las mujeres, aunque con difi-
cultades, podían obtener educación —incluso superior— aunque sólo
ciertos conocimientos eran vistos como aceptables. Con ello las posi-
bilidades de obtener una educación para las mujeres de la élite criolla
y española —y aquí se trata sólo de ese grupo social— no se diferen-
ciaban en lo esencial de las de sus similares en Europa. Si las mujeres
obtenían demasiados éxitos en terrenos que eran masculinos, desper-
taban sospechas y eran atacadas. Además, Sor Juana tenía varias man-
chas, como las de su nacimiento ilegítimo y su origen no muy distin-
guido y, con ello, la carencia de una familia que la apoyara y la
protegiera. Dependía exclusivamente de la protección dada por el
virrey y la virreina, los cuales permanecieron sólo un cierto período de
tiempo en aquel país. Obtener una posición duradera en la corte
hubiera sido posible para ella sólo mediante un matrimonio, pero es
evidente que ella rechazaba esta perspectiva. El matrimonio la hubie-
ra colmado de tareas que no le hubieran permitido continuar con sus
actividades literarias y científicas. Por eso el convento le pareció la
mejor alternativa, y de hecho lo fue durante algunos años. Una vida
independiente, como la que escogieron algunas mujeres en México a
fines del siglo XVIII, no era posible sin embargo en el siglo XVII con los
medios económicos y sociales de que disponía Juana.
Casi todos los tratados sobre educación femenina en el mundo his-
pánico que nos han llegado fueron escritos por clérigos. Los más
conocidos de ellos son los españoles Fray Luis de León, Luis Vives y
Fray Hernando de Talavera. Todos enfatizan el papel de la mujer
como protectora de la familia y de la vida doméstica. En la posición
mantenida por estos clérigos, las mujeres no tienen ninguna necesidad
de abandonar el espacio doméstico, aunque opinaban que las mujeres
pertenecientes a la aristocracia y de la burguesía necesitaban una edu-
cación cuidadosa y una cierta instrucción, que incluía la capacidad de
leer, escribir y calcular, así como conocimientos rudimentarios del
latín. Pero las lecturas debían ser objeto de un riguroso control, pues
podían acarrear grandes peligros, ya que las mujeres, en tanto género
«débil» tanto en lo físico como en lo psíquico, podían fácilmente abri-
gar falsas ideas. Los peligros concernían no solo a la moral y la sexua-
lidad, sino también a aspectos religiosos, como demostró el ejemplo
de algunas místicas, cuyas visiones no fueron aceptadas y que, final-
mente, tuvieron que comparecer ante los tribunales de la Inquisición.
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102 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

La mayoría de las mujeres de los sectores intermedio y bajo per-


manecían analfabetas, pero tenían otras habilidades para perfeccionar,
como coser o cocinar. En general las mujeres de todos los sectores
sociales tenían que ser piadosas, trabajadoras, sumisas, honradas y
caseras. La forma en que se cumplían estas exigencias dependía de su
estatus social.
La imagen ideal de la mujer del Siglo de Oro se movía entre la gra-
cia cortesana y la religiosidad, dos conceptos que de hecho se exclu-
yen, y que sólo pueden ser reunidos en algunos pocos casos excep-
cionales. En general se tenía la visión de que las mujeres, incluso las
de la corte, carecían de instrucción. Las monjas, por el contrario,
constituían el modelo de la mujer instruida. Pero el alto prestigio del
que gozaban en la sociedad colonial se debía más a su devoción que a
su instrucción.
La Ilustración, que se difundió en España en el transcurso del siglo
XVIII, trajo consigo nuevas concepciones sobre la educación y la ins-
trucción de las mujeres. La necesidad de la educación femenina fue
reconocida por los espíritus ilustrados, quienes sin embargo no se
cuestionaron el confinamiento de las mujeres en sus roles de esposa y
madre. Por el contrario, sería precisamente la educación lo que permi-
tiría a las mujeres realizar mejor estas tareas. Incluso la mayoría de las
mujeres compartía esta opinión. Doña Josefa Amar y Borbón publicó
en 1790 el Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres, en
el que demandaba el derecho de todas las mujeres a la educación para
que, con ello, pudieran educar mejor a sus hijos. Un argumento pare-
cido alcanzó gran difusión en el siglo XIX: la idea de que las mujeres,
en tanto educadoras de los futuros ciudadanos, necesitaban una cierta
educación general. La educación de las mujeres fue concebida por lo
tanto como algo funcional y no como un derecho humano para reali-
zarse como persona, tal como Sor Juana lo había reclamado ya para sí
a fines del siglo XVII. Para esto tenían que luchar las mujeres en el siglo
XIX y XX.
La mayoría de las instituciones en las que se realizaba la educación
de las muchachas criollas y españolas eran privadas. Las maestras eran
usualmente llamadas «amigas», y daban clases en sus propios hogares.
Los contenidos eran muy generales: aprender a leer estaba siempre en
el programa, debido a la necesidad de leer el catecismo católico; menos
frecuente era la escritura, y aprender a calcular era algo excepcional.
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LA SOC IED A D C O L ON IA L 103

En las aldeas, las muchachas de las familias acomodadas —aunque no


todas— aprendían a leer y escribir, fundamentalmente en el hogar. Lo
que aprendían, al igual que en las ciudades, rara vez rebasaba lo que
necesitarían en la vida cotidiana y para preservar la tradición familiar.
Por supuesto que hubo excepciones, mujeres que se apropiaban de
conocimientos profundos, como Sor Juana, quien encontró numero-
sos estímulos a su curiosidad en la biblioteca de su abuelo. Pueden
señalarse otros ejemplos excepcionales, como el caso de una mucha-
cha de Michoacán, México, que —según contaba ella misma— apren-
dió por sí sola a leer y escribir, y que utilizó una pluma de ave como
instrumento para escribir. Preguntando constantemente sobre el sig-
nificado de las letras y los símbolos, aprendió el alfabeto, y pronto le
prestó buenos servicios a su padre, administrador analfabeto de una
hacienda. En tanto una mujer ejemplar como aquella —de acuerdo
con sus biógrafos— también tenía que ser piadosa, mas tarde fundó,
junto con otras mujeres, un monasterio en su región natal.
En general puede afirmase que, hasta el siglo XVIII, los hombres se
ocupaban permanentemente de la educación de las muchachas, pero
no de su instrucción. Con todo, el número de mujeres alfabetizadas
aumentó a lo largo de ese siglo. Del estudio de las actas notariales de
México puede llegarse a la conclusión que en el siglo XVII un tercio de
las mujeres eran analfabetas, pero en el siglo XVIII sólo el 16% lo era.
También llama la atención que en la primera mitad del siglo XVIII
muchas hijas firmaban en lugar de sus madres. Esto demuestra un cla-
ro cambio generacional en la educación femenina.
En el siglo XVIII se comenzó a reformar, o a prestarle mayor aten-
ción, a algunas «instituciones de educación para mujeres» (las cuales
originalmente ni siquiera merecían ese nombre). Se dictaron disposi-
ciones para regular el trabajo de las «amigas», pues eran numerosas
las quejas debido a que no cumplían con los estándares deseados.
Pero tal vez la verdadera causa para esa intervención fueron las que-
jas de los maestros, hombres que ejercían privadamente la profesión,
de que estas mujeres les daban clases también a hombres jóvenes, por
lo que representaban una competencia. Con la demanda de limitar las
clases de las «amigas» a las muchachas, los educadores masculinos no
podían eliminar a las maestras, pero las estrictas regulaciones pro-
mulgadas, como consecuencia, les permitían controlar el mercado,
por supuesto en desventaja de las mujeres. Además, debido a estos
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104 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

controles las autoridades se dieron cuenta que muchas de las «ami-


gas» eran mulatas o mestizas, un inconveniente según las concepcio-
nes de la época.
En la segunda mitad del siglo XVIII se abrieron en la Ciudad de Méxi-
co las primeras escuelas públicas para muchachas, en las que eran mon-
jas las que impartían las clases. También puede mencionarse otra insti-
tución, que realmente no puede denominarse como una institución
educacional, pero que tuvo una significación fundamental para la ins-
trucción —y a veces también para la educación— de las mujeres: el con-
vento. A la edad de 10 años terminaba la etapa de instrucción con las
«amigas», y comenzaba la preparación sistemática para el matrimonio,
que las muchachas contraían en su mayoría antes de cumplir los veinte
años. Esta continuación de la educación podía tener lugar en el conven-
to o en alguna institución similar como los beaterios y los colegios. Los
colegios (de huérfanas) surgieron a mediados del siglo XVI para las hijas
de los conquistadores que estaban en campaña o habían muerto. Se tra-
taba de casas con régimen de internado para muchachas entre los 10 y
los 25 años, que pasaban allí el tiempo hasta que se casaban o entraban
en un convento. En algunos casos, los colegios formaban parte de con-
ventos de monjas, pero en los inicios, debido a que era escaso el núme-
ro de estos, la mayoría estaba bajo la dirección de mujeres seglares. Eran
financiadas por alguna institución caritativa, el obispado o la Corona, y
sólo pocas veces por las órdenes religiosas, pues en sus inicios en Amé-
rica ellas apenas disponían de medios. Ya que el alumnado, en la mayo-
ría de lo casos, estaba compuesto por muchachas sin padres o parientes
cercanos, estas instituciones o sus patrocinadores les proporcionaban
pequeñas dotes que les permitieran contraer un matrimonio de acuerdo
a su estatus social. Tenían buenas oportunidades para ello, pues las
muchachas de los colegios eran apetecidas, ya que dominaban todas las
tareas domésticas y gozaban de buena reputación. Las directoras some-
tían a verificación a los futuros esposos antes de confiarles a sus mucha-
chas, las cuales probablemente apenas participaban en la decisión. Las
instituciones educacionales se dividían en «colegios de mestizas» y
«colegios de españolas», aunque estas últimas sólo existieron en el siglo
XVI, pues después no hubo demanda de ellas.
Los colegios se ocupaban de lo siguiente:
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[...] provean cómo las dichas huérfanas tengan personas que las industrien
en labrar, coser, texer, hilar lino y lana y hacer oficios mujeriles con que se
puedan ejercitar, y de lo que así obraren se puedan vestir y después, cuan-
do Dios les diere compañía se sepan regir.
Que las mujeres que hubieren de tener cargo de las tales huérfanas
sean conocidas y aprobadas de buena fama, vida y ejemplo al parecer de
los diputados y mayordomos, que tengan cargo de las doctrinar en las
cosas de nuestra santa fe y de las industriar en los demás oficios de muje-
res continuamente [...]
Que a la mesa se les lea una lección o doctrina cristina y se les prohíba
el jurar por todas vías.26

Como la pobreza constituía una virtud cristiana, debía observarse


que las muchachas, cuando dispusieran de algún patrimonio, no se
vistieran lujosamente ni tuvieran criadas. Para que no hubiera ningu-
na duda sobre su honra, las muchachas debían, en la medida de lo
posible, evitar el caminar por las calles, y en caso de visitas, los hom-
bres sólo podían entrar en los colegios acompañados del director. En
caso de desobediencia se permitía el castigo corporal. De hecho, estas
reglas no siempre se cumplían al pie de la letra, ni en lo que respecta al
lujo de las vestimentas como tampoco en lo referido a impedir el acce-
so al mundo masculino. Con todo, las muchachas provenientes de
estas instituciones eran consideradas por los colonizadores españoles
como «buenos partidos». Incluso aunque no aportaran mucha rique-
za al matrimonio, ellas disponían de buenas maneras, modestia, per-
fección en las labores domésticas y en las cosas de la religión cristiana;
por lo tanto, poseían los conocimientos y habilidades que se espera-
ban de una esposa y madre perfectas.
Los beaterios, congregaciones de mujeres religiosas que no se
habían profesado, también se encargaban de preparar a las muchachas
para sus futuras tareas como amas de casa y madres. Estas casas tuvie-
ron su época de florecimiento entre fines del siglo XVI y principios del
XVII en el norte de Europa, sobre todo en España e Hispanoamérica,
así como en los Países Bajos españoles. Formaban parte de lo que se
llamaba «tercera orden», es decir, comunidades de laicos, cuyos
miembros no llevaban uniforme ni otro signo distintivo visible, y que
en el caso de los hombres podían llevar una vida «normal». Las «bea-
tas» vivían algunas veces en las casas de estos hombres, pero en su
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106 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

mayoría lo hacían en comunidades similares a los conventos, llama-


das beaterios. Ese «estamento» no estaba regulado jurídicamente,
sino que constituía una forma de vida personal, lo que le permitía a
las mujeres sustraerse al control del obispo, de los padres o de los
esposos. Por eso el concepto de beata se vinculaba a menudo con algo
rebelde y peligroso, sobre todo porque la vida de esas mujeres estaba
generalmente caracterizada por una extrema sensibilidad y devoción
religiosas, que se manifestaban en ayunos, flagelaciones y las visiones
que resultaban de todo esto, lo que las situaba en los márgenes de la
ortodoxia religiosa. Estas vivencias místicas provocaban tanto que se
les designara santas (por ejemplo, Santa Rosa de Lima) como conflic-
tos con la Inquisición.
Pese a su autonomía, las beatas estaban bajo la influencia masculi-
na, sobre todo a través de la figura del padre confesor. De ahí que la
afirmación de que la vida en estas comunidades permitía a las mujeres
sustraerse de los controles masculinos institucionalizados no nos debe
llevar a concluir que se trataba de embriones de instituciones protofe-
ministas. Tal vez, inconscientemente, concepciones como ésa desem-
peñaron algún papel, y muchas de estas mujeres podían liberarse así de
su matrimonio sin que el esposo pudiera hacer algo en contra, pero la
motivación y, sobre todo, la justificación, eran siempre de naturaleza
religiosa.
A lo largo del siglo XVII, los colegios iniciales se convirtieron en con-
ventos con reglamentaciones rigurosas. Sobre todo ciudades ricas como
México o Lima pronto dispusieron de una gran cantidad de conventos
de monjas, los que eran altamente valorados, pues se les consideraba un
signo de religiosidad y riqueza. De hecho, la cantidad de conventos de
monjas existentes en una ciudad puede tomarse como un indicador de la
situación económica de la misma, pues cada uno de ellos requería un
capital considerable. Una provincia pobre, como Paraguay, nunca tuvo
un convento femenino, mientras que en México, por el contrario, llegó
a haber 22 en el siglo XVIII.
Las tareas realizadas por un convento de monjas se ubicaban tanto
en el sector de la economía como también de la educación y la cultura,
en dependencia de la orden y las características del convento. En gene-
ral había diferencias entre las órdenes grandes y ricas, «liberales», y
entre las órdenes más rigurosas, cuyos conventos en general eran más
pobres y pequeños. Como los conventos eran considerados lugares
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apropiados para mujeres solteras de las familias distinguidas, muchos


de ellos disponían de un patrimonio considerable, proveniente de las
dotes de las mujeres que ingresaban en ellos. Además, las órdenes reci-
bían constantemente donaciones procedentes de comerciantes, pro-
pietarios de minas o de viudas.
Debido a su riqueza, los conventos de monjas desempeñaron un
papel importante en las ciudades, pues en general administraban bien
sus recursos. Además de alquilar fincas, casas y haciendas, los conven-
tos fungían también como instituciones de crédito, pues durante la
época colonial en América Latina no existía un sistema bancario. El
entrelazamiento de las órdenes (en lo que respecta a las masculinas,
además de los jesuitas, sólo estaban permitidas las órdenes mendican-
tes) con el mundo secular era tan estrecho que es posible estudiar el
desarrollo económico de la sociedad estudiando los negocios que
hacían. El principal negocio de los conventos de monjas de México en
el siglo XVII era prestar dinero, y en el siglo XVIII cobraron mayor
importancia los negocios inmobiliarios y los créditos. En esa época, el
número de los que recibían los préstamos era cada vez menor, pero
creció también la cantidad de los préstamos, lo que reflejaba el grado
de concentración económica. Los nombres de los que se asociaban en
negocios con los monasterios muestran el establecimiento de estre-
chas redes con las familias principales de la ciudad. Ello muestra que
los monasterios trabajaban con ciertas familias, en las que ya era tradi-
ción que sus mujeres ingresaran en la orden.
Los requisitos fundamentales para ingresar en un convento, como
regla, eran una dote abundante, que permitía a las monjas ocuparse de
su mantenimiento, así como la «limpieza de sangre» o un nacimiento
legítimo (de ambos podía prescindirse en casos especiales). Además, la
aspirante tenía que disponer de una cierta educación, es decir, saber
leer y escribir así como poseer conocimientos rudimentarios del latín.
Era conveniente también poseer una buena voz y tener dominio de un
instrumento musical, lo cual permitía subsanar la falta de otras califica-
ciones. La suma promedio necesaria para el ingreso en un convento
alcanzaba en el siglo XVI cerca de 2.000 pesos, y a partir de mediados del
siglo XVIII ascendía a alrededor de 4.000. El poder adquisitivo de esta
cantidad de dinero era tal, que una monja podía vivir desahogadamen-
te toda su vida. Además, muchas familias compraban la celda en la que
viviría su hija, y precisamente aquí se manifestaban las diferencias
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sociales entre cada una de las monjas, pues las celdas variaban sustan-
cialmente en su tamaño y su mobiliario. Además, a la hija que ingresa-
ba al convento podía dársele una esclava y una «reserva» en forma de
dinero o de joyas, lo que le permitiría disfrutar de un confort adicional.
De tal manera, en un terreno relativamente grande surgía un
pequeño poblado cerrado con iglesia, locales para la escuela, locales
más amplios para la vida en comunidad y las celdas individuales, en las
que vivían las monjas con sus sirvientas o las empleadas que las aten-
dían. Aquí ellas oraban, plantaban y cocinaban, y muchos conventos
de monjas acudían también a la venta de sus productos, como merme-
ladas o dulces especializados, que le proporcionaban un ingreso adi-
cional. Otra fuente de ingresos, y a la vez un factor importante de
influencia social del monasterio, residía en su papel como institución
de educación para jóvenes muchachas, las cuales provenían funda-
mentalmente, aunque no exclusivamente, del estamento superior. Pre-
cisamente para éste la educación de una hija en un convento era una
alternativa a la contratación, siempre costosa, de una maestra a domi-
cilio. Por otra parte, la educación en un convento era considerada
especialmente buena y ejemplar, y constituía el modelo para muchos
colegios. Las alumnas de los conventos constituían la «élite», y no for-
maban la mayoría de las estudiantes, pues las «amigas» y los colegios
de niñas eran posibilidades más baratas, utilizadas por las familias que
no tenían tanto dinero.
El estilo de vida que se llevaba en un monasterio dependía de lo
establecido por la regla de la orden. Las capuchinas o carmelitas des-
calzas, a las que no les estaba permitido educar muchachas y vivían en
rigurosa clausura, hacían voto de pobreza y no disponían ni de perte-
nencias personales ni el convento poseía ninguna propiedad. Pero
estas órdenes tan rigurosas eran minoritarias en América Latina y
debido a su estricto aislamiento apenas influían en la sociedad. Su
tarea más importante residía en el terreno religioso, y los habitantes de
las ciudades visitaban sus iglesias en ocasiones especiales, en los cuales
podían disfrutar del servicio religioso separados por mamparas. La
solemnidad de sus misas, y especialmente el canto de las monjas,
impresionaban a los creyentes. Allí se celebraban ocasiones especiales
como bautizos, bodas o funerales.
En los conventos de órdenes más grandes y menos estrictas, se rea-
lizaban representaciones teatrales y actividades culturales similares, y
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a menudo la vida allí se asemejaba a la de la corte. Muchas novicias y


monjas tenían sus admiradores, que les hacían llegar sus atenciones.
En muchos conventos las monjas recibían a sus visitantes no sólo en
los salones dedicados a ello, sino también en los pasillos y jardines, y
constantemente se incumplía la prohibición, dictada por el Concilio
de Trento, de albergar personas «mundanas» en los conventos, aun-
que sólo fuera por la presencia de esclavas o de alumnas.
Si bien existen informes sobre la existencia de juegos de cartas y de
azar en los monasterios, las monjas mantuvieron siempre el aura y la
fama de personas místicas, piadosas y desprendidas, que se dedicaban
a una forma superior de vida. Una hija que se convertía en monja
aumentaba el buen nombre de una familia del estamento superior y le
daba el prestigio de ser piadosa y educada. Como vimos en el ejemplo
de Sor Juana Inés de la Cruz, incluso las virreinas y otras mujeres ins-
truidas valoraban la oportunidad de conversar con las monjas.
En el siglo XVIII la Iglesia intentó, en el contexto de un movimien-
to de reformas, impedir el manejo demasiado liberal de la vida en los
conventos. En la medida en que la sociedad se secularizaba, los católi-
cos y la Iglesia demandaban mayor rigor en aquellos que se habían
decidido por llevar una vida piadosa. Por otra parte, ya eran mayores
las posibilidades para las mujeres de vivir solas sin tener que elegir
entre el matrimonio o el convento. La nueva «libertad» condujo a que
la cifra de aquellas que se decidían a convertirse en monjas disminuye-
ra, decisión que se tomaba en forma consciente y libre. Al mismo
tiempo aumentaron las exigencias con respecto a la religiosidad de las
monjas. A lo largo de este proceso, que corrió paralelo con la dismi-
nución de las actividades económicas y educativas de los conventos, y
que condujo a división más fuerte entre la vida secular y la religiosa,
los conventos perdieron influencia sobre la sociedad mundana.
Las «casas de recogimiento» tuvieron su época de mayor floreci-
miento en los siglos XVI y XVII. Brevemente pueden describirse como
una mezcla de casa de refugio para mujeres, prisión y convento. Reco-
gían a mujeres que se habían apartado de la «vida correcta» o que se
temían que lo hicieran, porque tenían dificultades familiares, fuera por
la separación con respecto al esposo o por una situación de desampa-
ro, como la que podía presentarse para una mujer no casada o viuda y
sin familia. Otras mujeres eran recluidas en ellas por haber tenido
comportamientos que rompían con las normas establecidas, como
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110 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

haber mantenido relaciones extramatrimoniales o haberse divorciado.


Muchas de esas mujeres, aunque no todas, entraban voluntariamente
en esas casas, que seguían el ejemplo de la comunidad conventual. En
general eran monjas quienes estaban al frente de ellas, pues precisa-
mente aquí era muy importante la reputación sin tacha de las personas
que las dirigieran. Estas instituciones también tenían un origen euro-
peo, e inicialmente fueron pensadas para las mujeres españolas, pero
posteriormente albergaron también, en forma creciente, a mujeres
indígenas y mestizas.
La creación de casas que recogieran a mujeres en situaciones eco-
nómicas y sociales difíciles, dependió de nuevo de las concepciones
contemporáneas sobre el honor femenino, al cual había que defender
o restablecer. Surgieron en el contexto de la transformación en la acti-
tud hacia los pobres, que —para decirlo en forma simplificada— pasó
de una concepción de la pobreza y la mendicidad como fenómeno
humano y cristiano a la interpretación de la pobreza como pecado y
amenaza social y religiosa, de la caridad cristiana a la política social. Se
trataba ante todo de proporcionarles a las mujeres pobres una posibi-
lidad de supervivencia que no pusiera en juego al único capital del que
disponían, que eran su belleza y su honra. Para ello se crearon casas
para mujeres que habían perdido su honor, con el fin de darles la
oportunidad de regenerarse sin tener que entrar en un convento. Esto
incluía tanto a las prostitutas como a mujeres adúlteras. También aco-
gían a mujeres que intentaban huir de un esposo violento o a otras que
eran enviadas allí precisamente por sus esposos, por cualesquiera
razones. Estas casas eran también instituciones de internamiento, que
a veces cumplían funciones de prisión, y otras veces de refugio. Con la
secularización de las sociedades tardo-coloniales y republicanas, estas
instituciones cambiaron de carácter y se convirtieron, en varios casos
oficialmente, en verdaderos prisiones.
El origen de las casas de recogimiento en Hispanoamérica estuvo
situado en una época marcada por las dificultades económicas que
surgieron a fines del siglo XVI. La primera casa con el nombre de
«Recogimiento de Jesús de la Penitencia» surgió en 1572 en México, y
se apoyó en las donaciones de una hermandad laica. Al parecer fue
pensada como lugar de acogida para prostitutas arrepentidas a las que
se quería proteger para que no reincidieran. En lo esencial, la vida allí
consistía en orar, hacer penitencia y en laborar en la producción de ali-
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mentos o ropas que eran vendidos para proporcionarle un ingreso


modesto a la casa. Para que no peligrara la honra de una mujer que
había decido —por cualquier razón— ingresar en una casa para reti-
rarse temporalmente del mundo, para regenerarse y arrepentirse, su
presencia en la misma se mantenía en secreto, «y la estancia temporal
podía entenderse como una especie de ritual de purificación, tras el
cual la mujer se integraba nuevamente en la comunidad».27
Pronto aparecieron también casas en las que las mujeres eran inter-
nadas contra su voluntad. Un esposo que considerara que su mujer era
demasiado rebelde podía internarla allí, o amenazarla con hacerlo.
Pero las casas de recogimiento no eran prisiones, pues sus objetivos
eran ante todo de naturaleza religiosa y no tanto sociales. Con el paso
del tiempo las casas se convirtieron, en medida creciente, en lugares de
alojamiento provisional para mujeres que se encontraban en un pro-
ceso de separación matrimonial las cuales, en su mayoría, en otra épo-
ca habrían sido acogidas por otras familias o en un convento. En estos
casos, la separación significaba o un proceso de anulación del matri-
monio o —más frecuentemente— la división «de mesa y de cama»,
quoad thorum et mensam, dicho en latín. Para evitar las dificultades de
un proceso de separación y los posibles hechos de violencia vincula-
dos con él, los cónyuges se separaban mientras duraba el proceso, y
como precisamente en esta fase era importante para la mujer proteger
su buen nombre, los «recogimientos» se ofrecían como un lugar de
refugio. También en Italia hubo casas como estas en esa época, cuya
historia está mejor investigada que las de sus similares hispanoameri-
canas. Sobre ellas se escribió:

Muchas entraban voluntariamente en estas casas y muchas solicitaban


encarecidamente su ingreso, sin importarles las rigurosas normas de vida
de pobreza y trabajo duro, todo eso las esperaba también allá afuera. A
menudo disponían de un cuarto para ellas solas, aprendían a leer, a veces
incluso a escribir. La comida y la bebida eran mejores y las esperanzas de
una mejor vida eran superiores al exterior. [...] Estas instituciones garanti-
zaban protección y permitían un nuevo comienzo: la mayoría de las veces
mediante un matrimonio, las menos en un convento, a menudo regresan-
do con el esposo (y a veces regresando a la institución), a menudo ejer-
ciendo un trabajo —usualmente como servidora doméstica o trabajando
en un taller— o ascendiendo en la división del trabajo y la jerarquía de la
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112 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

institución. Algunas mujeres se rebelaban o huían —tanto aquellas que


habían solicitado la admisión, como aquellas que fueron internadas a la
fuerza— otras preferían quedarse allí hasta el final de sus días, algunas
regresaban en intervalos regulares y tenían el derecho a regresar.28

En la época colonial, junto con las «casas de recogimiento», hubo


también otra posibilidad para las mujeres que habían infringido las
normas sociales o jurídicas, o para aquellas que se encontraban en una
situación difícil, de hospedarse temporalmente en otro lugar para pro-
tegerse o para poder mejorar su comportamiento: la ubicación en casa
de una familia irreprochable, las así llamadas «casas de deposito».
Según las circunstancias, estas instituciones servían tanto para prote-
ger como para castigar, o proporcionaban la posibilidad de sustraerse
por un tiempo de la influencia de la familia (fuera la del esposo o del
padre), por ejemplo, cuando se quería reflexionar sobre una boda no
deseada. Además se utilizaba esta institución cuando una mujer o una
muchacha habían cometido un delito de poca monta. A los ojos de los
demás, este tipo de realojamiento («depósito») era menos discrimina-
torio que aquel de una «casa de recogimiento», al menos en los siglos
XVIII y XIX, cuando el aspecto religioso de los «recogimientos» dejó de
ser importante. Al igual que los «recogimientos», también los «depó-
sitos» fueron utilizados por las mujeres para sus propios fines, sobre
todo en casos de crisis matrimoniales o cuando una mujer joven no
quería contraer un matrimonio no deseado o quería forzar un matri-
monio al que su familia se oponía.
Pueden reconocerse algunos elementos de los modernos centros de
refugio para mujeres en las «casas de recogimiento» y en las «casas de
depósito», sobre todo la posibilidad de huir del esposo violento o del
proxeneta, aunque la intención que animó su creación era totalmente
diferente. El objetivo no era el de facilitarle a las mujeres que determi-
naran por sí mismas su vida, sino impulsarlas al arrepentimiento, a que
volvieran a acogerse al modelo contemporáneo de mujer o, si esto no
era posible, mantenerlas alejadas de la sociedad para que no siguieran
corrompiéndola (y a los hombres) con su comportamiento pecaminoso
e inconforme. Se trataba de proteger a las familias cristianas «honora-
bles» de estas mujeres peligrosas para la moral. Sin embargo no se debe
subestimar el impulso cristiano de ayudar a una pobre pecadora. Y una
vez más el honor, ese concepto tan importante en la modernidad tem-
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LA SOC IED A D C O L ON IA L 113

prana, desempeñó un papel importante. El honor femenino era algo


diferente al masculino, no sólo porque en general se identificaba con la
sexualidad, sino también porque, según las concepciones de aquella
época, no podía ser defendido por las propias mujeres y tenía que ser
protegido por otros. Por lo tanto, un propósito central de estas casas era
el de alejar a las mujeres de los espacios públicos, algo que en el caso de
los hombres era necesario sólo cuando cometían crímenes peligrosos.
En todo caso, tanto los estudios realizados sobre las casas de recogi-
miento en Europa como también en Hispanoamérica demuestran la
tesis de que junto con los espacios tradicionales para las mujeres —el
matrimonio y el convento para aquellas que eran honorables, la prosti-
tución para las deshonradas— se creó un cuarto espacio, que podía ser
utilizado por las mujeres para sus propios intereses.
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Dos indias en Lima, alrededor de 1860


Perou y Chili
© Museum Ludwig Köln / Sammlung AGFA
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CAPÍTULO 3
EL PAPEL DE LAS MUJERES
EN LA ECONOMÍA

D
esde hace algunos años se ha producido en la discusión públi-
ca un cambio considerable en la forma de considerar lo que se
designa con el concepto de trabajo, y este cambio atañe sobre
todo a las actividades hogareñas y consiguientemente a las actividades
«típicamente femeninas», que, desde el punto de vista tradicional, no
habían sido consideradas como «trabajo» o como una profesión. Esta-
mos tan influidos por la concepción clásica sobre la economía, que
entendemos el trabajo sólo en el sentido de una actividad productiva
orientada al mercado. El movimiento feminista de los años setenta y
ochenta llamó repetidamente la atención sobre el hecho de que el tra-
bajo del hogar y la crianza de los niños constituyen un «trabajo» y tie-
nen una utilidad económica, pese a lo cual la descripción y valoración
de las actividades no orientadas al mercado sigue constituyendo aún
un problema. Las así llamadas actividades «reproductivas» tienen una
importancia central para la economía preindustrial, y en la estela de
los reclamos del movimiento feminista, la historiografía ha comenza-
do, paulatinamente, a prestarle a éstas una mayor atención. De lo que
se trata aquí no es de estudiar la reproducción biológica de la familia
(es decir, el embarazo y el parto) sino, sobre todo, la educación y ali-
mentación de los niños así como también de los demás miembros de la
familia. Es imposible sobrevalorar la importancia de estas labores (en
las que se emplea mucho tiempo) para las sociedades preindustriales,
en las que no existían máquinas que permitieran aligerar la realización
de las mismas.

115
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116 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

Puede afirmarse que, para Europa y para América Latina, la etapa


inicial de la época moderna constituyó un período de transición en lo
que respecta al campo de las profesiones y sus formas de organización.
Mientras que en el Medioevo la participación femenina en la economía
familiar (fuera campesina o artesana) gozaba de reconocimiento
social, con la etapa temprana de la época moderna comenzó un retro-
ceso de la producción familiar debido al comienzo de formas econó-
micas capitalistas y protoindustriales. Cada vez más el trabajo dejó de
considerarse una actividad que servía directamente al mantenimiento
de la familia, y en su lugar comenzó a verse como una forma de parti-
cipar en las actividades mercantiles y en la producción. Para las profe-
siones masculinas se fueron constituyendo, de forma paulatina, vías
de instrucción formalizadas que, generalmente, permanecieron cerra-
das para las mujeres.
Este cambio moderno en las profesiones y en la percepción del tra-
bajo, se puede observar también en Iberoamérica. Y aquí, en vista de
las grandes diferenciaciones sociales y étnicas, es preciso referirse tam-
bién a las diferencias existentes entre las mujeres debido a la pertenen-
cia a uno u otro grupo social o estamento. Éstas determinaban los
límites y posibilidades de la actividad económica. La especificidad de
América Latina —en comparación con Europa— consistió en que las
actividades de subsistencia y de servicios fueron realizadas mayorita-
riamente por la población indígena conquistada o por esclavos impor-
tados, por lo que se estableció una estrecha relación entre el origen
étnico, la posición social y la profesión desempeñada.
Las mujeres de los sectores más altos y las de los sectores más bajos
gozaban de los espacios más amplios para sus actividades, y eran las
más activas económicamente y, en cierto sentido, las más indepen-
dientes: las primeras porque el derecho de herencia y el derecho a
mantener su propiedad y a administrarla en ciertos casos, les permitía
una cierta independencia; las segundas, porque la penuria económica
las obligaba a traspasar los límites impuestos por el código de honor
español a las mujeres.
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EL PAPEL DE LA S M U J ER E S E N LA E C O NO M ÍA 117

LAS MUJERES DE LA ÉLITE ECONÓMICA

Cuando María Catalina Magdalena Dávalos y Bracamonte, tercera


condesa de Miravalle, enviudó en 1743, se enfrentó a grandes proble-
mas. Su esposo, un alto funcionario español, le dejó junto con sus
numerosas propiedades, ocho hijos y grandes deudas. Por un lado, ella
tenía que planificar la futura vida de sus hijos, algunos de ellos ya creci-
dos, vigilar el mantenimiento doméstico de diferentes hogares y, sobre
todo, dirigir las haciendas, para salvar la situación financiera de su fami-
lia. Para todo esto ella estaba bien preparada, pues descendía de una
familia de conquistadores, que hacia 1700 había recibido el título de
condes de Miravalle así como la condición de mayorazgo. El mayoraz-
go constituía un privilegio, pues permitía mantener indivisible una par-
te determinada del patrimonio para transmitirlo a un solo heredero,
normalmente el de más edad. Éste recibía, además, el título de nobleza,
que podía transmitirse sólo a una persona. El mayorazgo constituía así
un factor importante para la conservación del patrimonio familiar, que
de lo contrario tendría que dividirse entre varios herederos. La condesa
de Miravalle había heredado este título pues no tenía ningún hermano.
Su nivel de instrucción era relativamente bueno, lo que quiere decir que
podía leer y escribir y poseía conocimientos de contabilidad y además
poseía manifiestas inclinaciones literarias. A esto se le añadió la buena
suerte de que los matrimonios cuidadosamente planeados de sus hijos
no fueron afectados por la repentina muerte de su esposo. Gracias a
estas circunstancias, la condesa pudo no sólo sanear la situación finan-
ciera de su familia, fuertemente afectada por las deudas, sino también
convertirla en una de las más ricas de México. Dos de sus hijos obtuvie-
ron puestos de funcionarios públicos, un tercero se ocupó inicialmente
de la administración de las haciendas lejanas, y más tarde obtuvo tam-
bién un lucrativo puesto de funcionario. Una de las hijas ingresó en un
convento, en un momento en el que los 7.000 pesos necesarios para ello
fueron pagados con grandes dificultades y a plazos. Otras dos hijas per-
manecieron solteras y vivieron junto con su madre, la cuarta hija se casó
con un alto funcionario, para lo cual también la familia tuvo que dispo-
ner de 6.000 pesos para la dote, así como para joyas y vestidos. Con ello
la familia llegó al límite de sus posibilidades financieras, por lo que
Catalina tuvo que mudarse, junto con sus seis hijos aún no casados, a la
casa de su nuevo yerno y alquilar su propia casa, para poder pagar las
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deudas. Debido a esta situación financiera, la hija más joven de María


Antonia no recibió ninguna dote cuando se casó en 1756 con Pedro
Torres, un rico hombre de negocios y propietario de minas. En ese
momento él tenía 46 años, 20 menos que su novia. Este matrimonio le
permitió a Pedro Torres ascender en la escala social y a la condesa de
Miravalle asegurar la posición económica y social de su familia. Como
ya se dijo, la novia no aportó ninguna dote, sólo joyas y un ajuar por un
valor de 16.000 pesos. Por otra parte, ella recibió 50.000 pesos como
regalo de bodas por parte de su esposo. Para representarnos el valor
relativo de esta cantidad, podemos remitirnos al presupuesto del man-
tenimiento de los hogares de dos nietas de la condesa de Miravalle.
Ambas hermanas, que manejaban conjuntamente los gastos de una mis-
ma casa, gastaban en total 6.000 pesos al año. Las necesidades persona-
les de las jóvenes condesas consistían, en lo esencial, en ropa y medici-
nas; los regalos y los gastos de caridad representaban una suma
importante. En comparación con esto, los salarios recibidos por el per-
sonal doméstico eran mucho más modestos: el mayordomo y el cocine-
ro recibían cada uno seis pesos mensuales, lo que sumaba 144 pesos al
año. Un sastre, permanentemente ocupado en la casa, recibía dos pesos
y cuatro reales; el ayudante de cocina y el sirviente, entre dos y medio y
tres pesos mensuales cada uno. Suplementariamente, los empleados
domésticos recibían gratuitamente alimentación y alojamiento, y puede
suponerse que también ropa y otros objetos de uso personal.
Es difícil medir el poder adquisitivo de estas sumas de dinero, pues
no disponemos de índices de precios de esta época. Pero puede tomar-
se como punto de partida el dato de que para llevar una vida «acomo-
dada» eran necesarios entre 150 y 300 pesos al año; una suma que las
condesas gastaban en medio mes.
Entre 1746-1766, la condesa de Miravalle logró convertir la economía
fuertemente endeudada de la familia en una empresa rentable. Invirtió en
empresas agrícolas y alquiló tierras y casas. Cuando la Corona intentó
retirarle el cargo que era parte de su herencia, se defendió con éxito. Apa-
rentemente, su yerno, que tenía un cargo en la audiencia (tribunal de ape-
lación), constituyó una gran ayuda para ello. También el otro yerno,
Pedro Torres, se benefició de las informaciones y contactos que su cuña-
do, debido a su alto cargo político, le proporcionaba. La suegra, a la que
había ayudado económicamente, lo apoyaba en sus negocios, compran-
do esclavos y contratando obreros en su nombre para las minas. En sus
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cartas a Pedro, quien vivía con su familia en el campo en la región mine-


ra, comentaba los más disímiles temas. Le hablaba sobre negocios, polí-
tica y la administración de las haciendas, pero también de resolver telas y
regalos para la hija. También la salud y, naturalmente, los embarazos de
la hija, constituían temas importantes en la correspondencia. A pesar de
su propia vida activa, las opiniones de la madre sobre la educación y el
comportamiento de las mujeres eran muy conservadores. Es cierto que
todas sus hijas y nietas aprendieron a leer y escribir, pero las exhortaba a
no abandonar frecuentemente la casa, pues esto no contribuía a darles un
buen prestigio. Su hija más joven parecía tener una personalidad débil y
timorata; vivía casi todo el tiempo en el campo y sólo viajaba a Ciudad de
México cuando se sentía enferma y necesitaba una buena atención médi-
ca. Sus cartas a su esposo eran breves, el matrimonio —del que habían
nacido ocho hijos— parecía armonioso, aunque no feliz, debido a la dife-
rencia de edad de veinte años y a las intromisiones de la madre. Le escri-
bía a él a menudo que lo extrañaba, que se sentía sola y que sólo las visi-
tas de la madre y las hermanas introducían alguna variación en su vida.
Por lo demás, tocaba en esas cartas sólo temas típicamente femeninos: los
hijos, la cocina, la iglesia. A partir de 1758 su salud se volvió precaria, al
parecer debido a los numerosos embarazos. En una carta pedía informa-
ción sobre una piel de animal específica, que debía ayudarla a impedir
nuevos embarazos. María Antonia murió en 1766, un mes después de
haber vuelto a dar a luz. Representó la típica mujer de la aristocracia, que
se casaba joven y vivía una vida carente de alegrías como esposa y madre,
si bien rodeada de lujos en su casa.
Pedro Torres adquirió el titulo de conde de Regla en 1767 o 1769,
que fue heredado por su hijo mayor. Compró otros dos títulos nobi-
liarios para los otros dos hijos varones: los de marqués de San Fran-
cisco y de San Cristóbal (debido a dificultades financieras, la Corona
española se había visto obligada, desde el siglo XVII, a vender títulos
nobiliarios y cargos oficiales). Torres había dividido la mayor parte de
la fortuna familiar entre los tres hijos en tres mayorazgos. El resto de
los bienes, mayormente plata, casas así como haciendas, debían ser
repartidos entre las hijas, que no habían obtenido ningún mayorazgo.
Con todo, cada uno de los hijos varones obtuvo una parte nada peque-
ña del patrimonio familiar.
La sucesión hereditaria, que en general se guiaba según el principio
de «el varón primero que la hembra, el mayor primero que el menor»,
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hizo que la hija mayor, María Micaela, heredara el derecho a uno de los
mayorazgos pequeños, al fallecer el segundo hijo varón en 1778. Al
morir el padre, tres años más tarde, los otros dos hijos varones se encon-
traban en España, de modo que María Micaela, aunque aún no había
alcanzado la mayoría de edad (entonces en los 25 años) fue nombrada
ejecutora del testamento y tutora de sus hermanas más jóvenes. Duran-
te dos años María Micaela ejerció como cabeza de familia. Ella tomó
créditos, dio préstamos e invirtió la riqueza familiar por una cifra total
de más de cinco millones de pesos, una suma enorme para aquellos
tiempos. Pero también tuvo que lidiar con problemas financieros, pues
su padre, poco antes de su muerte, había pedido un crédito por valor de
500.000 pesos para comprar propiedades de los jesuitas, expulsados del
imperio español en 1767-1768. Era el momento de pagar por ellas, aun-
que el valor de las tierras adquiridas era algo muy discutido. María
Micaela era de la opinión de que se debía continuar con aquella opera-
ción por respeto a la memoria de su padre. Tuvo disputas con sus dos
hermanas, pues para pagar los intereses tuvo que tomar dinero de ellas.
María Micaela parece haber sido una persona belicosa, que logró
imponer a sus hermanas sus intereses. También se vio envuelta en
muchos litigios en la administración de sus propias haciendas. Por
otra parte, realizaba labores de caridad. Gastaba dinero en ellas regu-
larmente, como correspondía a una mujer de la alta sociedad y al
morir, en 1817, y de acuerdo al deseo de su padre, testó su fortuna a
favor de la única hermana que aún vivía, aunque unos años antes había
tenido una fuerte discusión con ella. María Micaela es uno de los
muchos ejemplos de una mujer soltera de la élite, que en una etapa de
su vida tuvo que tomar importantes decisiones económicas y demos-
tró ser muy habilidosa para los negocios.
Sobre las restantes dos hermanas poseemos poca información.
Cuando uno de los hermanos regresó a México en 1783, fue nombra-
do tutor de ambas y pasó a administrar sus propiedades. Una de las
hermanas vivió un tiempo en su casa, pero debía pagar por la comida,
la ropa y otros servicios. Cuando las hermanas arribaron a los 25 años
de edad, el hermano abandonó su condición de tutor de ambas, adu-
ciendo que debido a la educación recibida por ellas ya estaban en con-
diciones de administrar su fortuna. Ninguna de las dos hermanas
nombró posteriormente un administrador, sino que procuraron ocu-
parse por sí mismas de sus asuntos, aunque hacían ejecutar sus órde-
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nes por un agente. Las cartas de María Antonia muestran, no obstan-


te, la imagen de una mujer muy ingenua e insegura, por no decir inca-
paz, que constantemente pedía consejo a su agente por cualquier
pequeñez y que necesitaba permanentemente ayuda para tomar una
decisión. Más interesante es María Dolores, la hija nacida en 1765. Fue
doncella de honor en la boda de su hermano en 1785, y el testigo del
novio fue Vicente Herrera, presidente de la audiencia y, en esa época,
debido a que el nuevo virrey no había llegado todavía, prácticamente
el regente de Nueva España. No habían transcurrido dos años desde la
boda de su hermano cuando ella se casó con Herrera, al parecer pre-
sionada por su hermano, como permiten suponer los dramáticos
acontecimientos de los primeros días posteriores al matrimonio.
María Dolores desapareció durante dos días después de la fiesta de
bodas, hasta que fue finalmente encontrada en la casa de su hermano.
Sólo después de una larga persuasión se sometió a su nuevo papel y
pronto viajó con su esposo a Madrid. En ese momento ella tenía 22
años de edad y él, 47. En los siguientes años tuvo pocos contactos con
su familia: rara vez le escribía a su hermano varón en México, y con su
hermano que vivía en Madrid apenas se relacionó. Herrera falleció en
1794, a la edad de 55 años, y cinco años más tarde María Dolores,
entonces con 34 años, se casó con un oficial criollo diez años más
joven. En 1807 la encontramos sumida en un pleito con su hermana
mayor por una pensión, aunque parece ser que la iniciativa para la
querella se debió más a un empleado suyo que a ella misma. En 1830
murió su segundo esposo, al que sobrevivió al menos otros diez años.
Ninguna de las hijas de esta generación entró en un convento, pero
sólo de una, la mayor, puede asegurarse que tuvo una vida activa en lo
económico y que dirigió sus asuntos con independencia y según sus
propias ideas.
Veamos ahora, finalmente, a la segunda condesa de Regla, es decir,
la esposa del hijo mayor de Pedro Torres. Ella tenía su origen en la alta
nobleza, pero no se había empobrecido, como sí le había ocurrido a su
suegra, la condesa de Miravalle. Dio a luz cuatro hijos, pero con
excepción de un varón, los otros murieron siendo niños. Llevó las
riendas de la economía doméstica de una gran mansión, en la que se
incluían incluso cuatro clérigos. Hasta la muerte de su esposo en 1809,
la vida de la condesa, que mantuvo estrecho contactos con la corte del
virrey, consistió en lo esencial en actividades de representación, así
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como en los deberes habituales de un ama de casa. Sólo después de


enviudar pudo actuar como una persona independiente, según pode-
mos deducir de las fuentes existentes. Pasó a ser la tutora de su hijo, de
21 años de edad, reorganizó la administración y la contabilidad de
algunas haciendas e inició sus empeños para aumentar la fortuna fami-
liar cuando comenzó el movimiento independentista. En cuanto ter-
minaron los combates en la región, instruyó a sus administradores a
implementar sus planes de reforma económica. En 1812 el hijo se casó
contra la oposición de su madre. Su tensa situación financiera movió a
la condesa a intentar impedir esa boda, pues la misma traería consigo
un aumento de los gastos debido a la necesidad de montar un nuevo
hogar, y además provocaría la división de la fortuna (en este caso sólo
entre la madre y el hijo). Debido a la intervención del virrey en favor
del hijo y a que la madre de la novia era una de las mujeres más influ-
yentes de México, la condesa de Regla no pudo salirse con la suya.
Después de la boda entregó a su hijo su casa y su parte de la herencia,
pero dejó bien claro que seguiría administrando las finanzas de la
familia. Debido al matrimonio de su hijo perdió su título, pues ahora
su nuera era la condesa de Regla. Pero como el importante título de
marquesa de Villahermosa se encontraba vacante, lo compró rápida-
mente, argumentando que después se lo transmitiría en herencia a un
futuro nieto. La suma que tuvo que pagar por la compra de este título
provino esencialmente de su propia dote.
Los ejemplos de las condesas de Miravalle y de Regla muestran que
las mujeres, ya fueran solteras o viudas, poseían una gran influencia
sobre el manejo de sus propias finanzas y una influencia parcial sobre
las de la familia en general. Pero esta influencia se circunscribía a los
límites de la familia. La historia de esta familia demuestra también la
importancia de los matrimonios. Éstos podían aumentar enormemen-
te la fortuna familiar, pero también perjudicarla. En la mayoría de los
casos los matrimonios daban acceso a importantes contactos, de gran
importancia para el ascenso social y económico.
Para las familias de la élite criolla, había en principio dos vías para
la consolidación de la familia y de la fortuna: una era la diversificación
del patrimonio familiar en diferentes ramas; es decir, invertir en tie-
rras, comercio, manufacturas y cargos públicos. La otra era desarro-
llar, más o menos explícitamente, una estrategia familiar consistente
esencialmente en matrimonios dentro del clan o con personas externas
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EL PAPEL DE LA S M U J ER E S E N LA E C O NO M ÍA 123

a él que pudieran ser útiles a la familia. Lo mejor era combinar ambas


estrategias, como cuando una familia esencialmente terrateniente se
conectaba, mediante un matrimonio, con un comerciante exitoso, o a
la inversa, cuando un comerciante, proveniente de España y que aún
no se había asentado adecuadamente en la región, lograba mediante
una boda ingresar en la alta sociedad local, y con ello el acceso a pues-
tos importantes o al menos a las personas que los ocupaban. Un matri-
monio podía servir, por ende, tanto a la diversificación y aumento de
la fortuna familiar como también a la consolidación de la influencia
política, lo cual a su vez repercutía sobre su fortuna.
Tratemos ahora el tema de las dotes que las mujeres aportaban al
matrimonio. Primeramente debe recordarse que el derecho hereditario
igualitario español establecía la repartición equitativa de la herencia entre
los descendientes masculinos y los femeninos, y que la fortuna tenía que
ser repartida tras la muerte de uno de los cónyuges, o a más tardar en caso
de un segundo matrimonio del o de la superviviente. También el patri-
monio recibido por la esposa o la madre se mantenía aparte y no pasaba
a ser parte de la fortuna del esposo, si bien este lo administraba. Un aná-
lisis de los testamentos dictados en el México colonial ha demostrado
que estas regulaciones eran observadas en líneas generales. En casi todos
los casos puede constatarse la preocupación por que la herencia fuera
repartida en partes iguales entre los niños, con independencia de que fue-
ran varones o hembras. Con todo, las viudas intentaban retrasar todo lo
posible la división de la herencia entre los hijos, para poder continuar
dirigiendo los asuntos de la familia. Sólo el matrimonio de uno de los
hijos hacía imposible continuar evitando la ejecución del testamento. Las
regulaciones testamentarias tuvieron como consecuencia que a menudo
las mujeres dispusieran de alguna propiedad importante, con lo que se
equilibraba la fortuna de ambos cónyuges.
Por supuesto que había grandes diferencias regionales en lo que res-
pecta a las dimensiones y tipo del patrimonio heredado. Había diferen-
cias entre la Ciudad de México y el norte de México, y entre el Para-
guay o Buenos Aires y el Potosí. En la opulenta Ciudad de México era
corriente recibir joyas, dinero, muebles y esclavos como dote o heren-
cia, no así en el campo. En una sociedad con una economía preponde-
rantemente de subsistencia agraria y todavía no completamente mone-
tarizada, como era la de Paraguay, raramente se planteaba el problema
de si los hombres utilizaban en sus actividades económicas el dinero
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124 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

que habían recibido como dote y obtenían ganancias con ello, como si
era el caso entre las familias de la alta sociedad en México.
En general no debe sobrevalorarse la importancia que tenía la dote
para determinar la posibilidad de un matrimonio, pues factores como
la familia, el buen nombre y la edad de la novia desempeñaban un
papel cuando menos igualmente importante, y mujeres empobrecidas
pertenecientes a familias principales eran apetecidas por ricos comer-
ciantes, pues con ello lograban entrar en la élite y consolidar su ascen-
so social. La importancia de la dote disminuyó rápidamente a lo largo
del siglo XVIII, y a veces en las fuentes documentales de la época ya ni
siquiera se dice si la había o no.
Queda aún una pregunta clave en lo que respecta a la dote, referida
a si la protección financiera que recibían las mujeres, tanto mediante la
dote y el regalo que recibían del novio como mediante el derecho tes-
tamentario igualitario, le proporcionaba a las mujeres casadas cierta
independencia y poder dentro del matrimonio. La respuesta es ambi-
valente, pues al menos a la vista pública, las mujeres de los sectores
altos y medios no podían transformar su poder financiero en autori-
dad. Tanto la mentalidad patriarcal como las tradiciones culturales lo
impedían. Algunos ejemplos permitirán ilustrar esto. Tomemos el
caso, nada excepcional, de que un padre amenazara a una hija con no
darle ninguna dote si se casaba con un hombre rechazado por él.
Conocemos de un caso en el que la madre decidió, acto seguido, reu-
nir la suma de la dote tomándola de sus propiedades. El padre vio en
peligro su patria potestad ante esta actitud y recurrió a los tribunales,
que le concedieron la razón y le prohibieron a la mujer inmiscuirse,
apoyándose en su fortuna, en la decisión tomada por su esposo. No
obstante, este ejemplo demuestra las posibilidades que le proporcio-
naba a una mujer su fortuna propia, pues en otros casos decisiones
similares tomadas por otras madres podían habían obligado al padre a
cambiar su opinión. Este ejemplo manifiesta también los límites
impuestos a los roles que podían desempeñar las mujeres. Aquellos
derechos que debilitaran la posición del hombre, y las actividades
públicas que implicaran un cierto poder de terceros, estaban prohibi-
dos a las mujeres. Pero las mujeres de los sectores altos no estaban
indefensas ante la potestad masculina, ni se sometían indefensas a la
autoridad de los hombres, como demuestra el ya citado ejemplo de la
condesa de Miravalle.
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Para otras regiones y para los sectores intermedios pueden señalar-


se casos de mujeres casadas que administraban tierras, ganado y casas
de su propiedad, las vendían o arrendaban, sin tener que delegar estas
actividades en el esposo, los hijos o los yernos. ¿Dependía esencial-
mente del carácter individual de la mujer el que adoptara el papel de la
esposa y madre retraída que entrega al esposo todas las decisiones
económicas, o que dirigiera sus asuntos financieros o, al menos, inci-
diera en ellos? ¿O existían razones estructurales que llevaban a que
aquella simple formula «propiedad significa poder» no se cumpliera
en el seno de la familia? En otras palabras: ¿por qué la mayoría de las
mujeres no lograron transformar su potencial financiero en poder e
influencia dentro de la familia y la sociedad?
Como han demostrado los ejemplos anteriores, las mujeres podían
tomar el control sobre su fortuna propia y a menudo también sobre la
de toda la familia, pero sólo temporalmente. El papel de las viudas —o,
aún más excepcionalmente, el de las hijas y nueras— se limitaba a orga-
nizar la transmisión de la herencia, aunque este proceso de transición
durara veinte años. La transmisión hereditaria a la otra generación
estaba reglamentada, y a más tardar con la muerte de la viuda o con la
boda de la hija, el papel decisivo era retomado nuevamente por un
hombre. Tanto la sociedad como también muchas mujeres veían como
algo transitorio su papel en este proceso, por lo que no pudieron trans-
formar el poder que tenían para disponer sobre la fortuna propia en
poder familiar y social. Siguieron teniendo un estatus subordinado,
pero no porque se creyera que no eran competentes para administrar
sus propiedades, sino simplemente porque los valores culturales y las
tradiciones se oponían. En algunos casos excepcionales, una mujer
podía obtener gran influencia y poder dentro de una familia. Para ello
debía ser la hija mayor y no tener ningún hermano masculino. Pero si
tras convertirse en una «matriarca», si contraía matrimonio, entonces
el control pasaba a manos de su esposo. Sin embargo el matrimonio
traía aparejado, a su vez, la importante posibilidad de aumentar la
riqueza y las alianzas de la familia. Una mujer de esta posición tampo-
co podía participar en grandes actividades comerciales, pues para ello
se necesitaba obtener una licencia, las cuales no eran entregadas fácil-
mente a una mujer. Sólo una combinación de suerte y perseverancia, de
ausencia de hermanos masculinos que pretendieran el mayorazgo, la
muerte temprana de un esposo rico y el rechazo a todo ofrecimiento de
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126 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

un nuevo matrimonio, podían conducir a que una mujer se convirtiera


en la matriarca de un clan familiar. El siguiente ejemplo lo demuestra
claramente: don Juan Lorenzo Altamirano Velasco y Urrutia de Ver-
gara, conde de Santiago, tuvo cuatro hijas y ningún heredero masculi-
no. La hija mayor, heredera principal, se casó con don Cosme de Mier
y Trespalacios, un influyente funcionario de la audiencia y, por consi-
guiente, la persona más apropiada para convertirse en el nuevo patriar-
ca de la familia y para acrecentar el patrimonio con sus relaciones. Ya
en vida de su suegro fue preparado para esta función y tomó parte en la
conformación del imperio familiar. La hija mayor falleció sin tener
hijos, por lo que sus bienes regresaron a manos del padre. Tras la muer-
te de éste, la mayor de las hijas supervivientes pasó a ser heredera de los
títulos más importantes y del mayorazgo. María Isabel Velasco tuvo el
buen tino de rechazar todas las ofertas de matrimonio que se le presen-
taron. Al parecer, el padre se lo había permitido, pues nunca esperó que
se convirtiera en la administradora de la herencia familiar. Tras la
muerte de su hermana heredó el título de marquesa de Salvatierra. Al
morir el padre, su título nobiliario pasó inicialmente a un primo, quien
era el más cercano familiar masculino. Pero éste también murió al poco
tiempo, dejando sólo una hija. María Isabel pasó a poseer dos títulos y
tres mayorazgos, sin que ningún padre o esposo le discutiera la admi-
nistración de la herencia. Nombró a María Josefa, su hermana más
joven, como administradora, y la correspondencia cruzada entre ellas,
de la que se conservan las cartas de la hermana menor, es muy instruc-
tiva. Muestra que María Josefa dirigía con independencia los negocios
y sólo consultaba a su hermana las líneas principales de actuación.
Además de la administración de las haciendas y plantaciones propie-
dad de la familia, demostró gran habilidad en la bolsa de Ciudad de
México y especuló exitosamente con los precios de los alimentos. Pare-
ce que fue una persona enérgica, capaz de llamar al orden a sus emple-
ados y administradores, al igual que a otros hombres de la clase aco-
modada, cuando no la trataban con el debido respeto. Si esta
correspondencia no hubiese sido conservada por casualidad, tendría-
mos una imagen totalmente diferente sobre estas dos muy influyentes
y activas mujeres, pues ante la vista pública ambas realizaban sus acti-
vidades a través de intermediarios. Es sólo gracias a estas cartas como
sabemos que aquéllos no hacían más que cumplir las órdenes de las dos
hermanas. Incluso en actividades religiosas o sociales, las dos hermanas
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no aparecían públicamente solas, sino acompañadas de su cuñado viu-


do, don Cosme de Mier, quien actuaba oficialmente como cabeza de
familia. En resumen: las mujeres podían disponer de una considerable
cuota de influencia, poder y libertad, pero esto no podía evidenciarse
fuera de los límites del más estrecho círculo familiar; de otra manera,
los valores de la sociedad y del Estado se verían sacudidos.

LA VIDA EN EL CAMPO

Si nos preguntamos por la vida de las sirvientas, vendedoras, peque-


ñas campesinas y otras mujeres de los sectores populares en la época
colonial, se vuelve mucho más difícil encontrar fuentes de información
que en el caso de las mujeres pertenecientes a la nobleza y los sectores
superiores. No fueron tenidas en cuenta en los discursos tradicionales, y
no dejaron correspondencia que pudiera estudiarse, pues casi todas eran
analfabetas. Sólo podemos remitirnos a testamentos y a pleitos judicia-
les, que nos permiten hacernos una idea sobre aspectos específicos. En el
caso de los sectores inferiores no es imprescindible establecer una dife-
renciación entre grupos étnicos, al menos en el entorno urbano, puesto
que la mezcla biológica y cultural se desarrolló incesantemente a lo largo
de toda la etapa colonial. Puede decirse que, en el caso de las mujeres (que
será de lo que nos ocuparemos aquí), en las ciudades se trataba funda-
mentalmente de mujeres no blancas, mestizas e indígenas considerable-
mente transculturadas, mientras que en el campo predominaba la pobla-
ción indígena. Aunque a estos sectores populares pertenecían también,
desde el siglo XVII, mulatas, negras libres y mujeres hispano-criollas
pobres.
Es más fácil hacerse una idea de cómo era la vida de la población
rural que de la urbana, pues en algunas regiones periféricas de América
Latina la misma no ha cambiado mucho. Las mujeres tenían que traba-
jar en la agricultura, mientras que las muchachas más jóvenes se ocupa-
ban de los animales, tejían y cosían, hacían objetos de alfarería y tejían
cestos o hacían cigarros. En México y América Central, la preparación
del maíz para comer y de las tortillas, que tenían que ser servidas frescas
cada día, constituía una tarea que ocupaba todo el día. Había que pre-
parar una gran cantidad de tortillas, pues éstas constituían una parte del
tributo que se pagaba al encomendero. En las regiones mineras, pese a
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128 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

estar prohibido por la ley, las mujeres lavaban la ganga remanente de la


extracción de los minerales; todavía hoy esta actividad, llamada
«pallar», puede observarse en lo que queda del Cerro Rico de Potosí.
La propiedad de las mujeres o de las familias se limitaba, cuanto más,
a una pequeña extensión de tierra y una choza. El escaso mobiliario con-
sistía en poco más que una mesa, algunas sillas, una cama y un cofre en el
que se guardaban las pocas prendas y ropas. Si el cofre tenía una cerra-
dura metálica, esto era expresamente mencionado en los testamentos.
Como regla, en la modesta choza se encontraba una imagen de la Virgen
María o de algún otro santo o, al menos, un crucifijo y un rosario.
Paraguay puede servirnos como ejemplo para estudiar la vida en las
aldeas indígenas o de población mestiza. La carencia de materias primas
exportables y el aislamiento geográfico de esta provincia, elementos
decisivos para el trascurso de la conquista, seguían constituyendo los
principales obstáculos para el desarrollo económico de la región. Las
fuentes contemporáneas resaltan siempre su pobreza extrema, aunque
éste era un juicio que se basaba en la concepción de la necesidad de pro-
ducir un excedente encaminado a la exportación y la acumulación de
riqueza. En Paraguay, no obstante, predominaba la economía de subsis-
tencia y se producía para el mercado local o regional. No había escasez
de alimentos ni de artículos o materiales de producción artesanal. Ade-
más, existía la producción y el comercio de yerba mate (ilex paraguaien-
sis), el único producto exportable de Paraguay. La producción de esta
hoja para infusión tenía, en el más directo sentido de la palabra, un carác-
ter mortal. Hasta principios del siglo XX, el trabajo en los yerbales exigía
una carga física considerable, pues los hombres tenían que permanecer
durante largos meses en bosques intrincados, con un calor extremo,
recolectando la yerba, secando y curándola. Al ser ésta la producción
más importante en Paraguay, los hombres de los sectores populares y los
indígenas no tenían prácticamente ninguna otra posibilidad de trabajo
sino en los yerbales o en la también muy extendida producción ganade-
ra. Al igual que en la época precolombina, el trabajo en el campo se deja-
ba a las mujeres, aunque se propagaba cada vez más la concepción euro-
pea de que este trabajo es una actividad masculina y que las mujeres
deberían quedarse en la casa, atendiendo a los animales o tejiendo.
El proceso de mestizaje en Paraguay y el trabajo en la encomienda
llevaron a un constante agotamiento de las aldeas indígenas. La consi-
guiente escasez de mano de obra indígena tuvo como consecuencia la
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aparición de un sector conformado por blancos empobrecidos y mes-


tizos, que sólo podían vivir de su propia fuerza de trabajo (y de la de
sus mujeres e hijos). «Las mujeres, hijas de españoles, trabajan en el
campo para asegurar su subsistencia, lo que no se encuentra en ningún
otro lugar de América», se indigna un observador español en 1593.29
Añádase a esto que la superficie cultivable en los alrededores de Asun-
ción era cada vez más escasa. Los matrimonios entre miembros de los
sectores altos llevaban a la formación de grandes propiedades agríco-
las, mientras que los criollos más pobres eran empujados cada vez con
más fuerza hacia la periferia social y geográfica. Es cierto que en Para-
guay no había escasez de tierras, pero la constante amenaza por parte
de indígenas hostiles, algo que duró hasta el siglo XIX, así como la
carencia de medios de transporte, provocaban que los asentamientos
apartados no pudieran prosperar.
También la sociedad indígena se transformó desde mediados del
siglo XVIII. El aumento constante de los tributos a pagar, debido a la
carencia de mano de obra, condujo por una parte al aumento de la
emigración desde las aldeas rurales, y causó también que cada vez más
hombres trabajaran en los yerbales por un salario. El cultivo de las tie-
rras comunales perdió importancia, y correspondió a las mujeres tra-
bajar en aquellos cultivos necesarios para la supervivencia, como el
maíz, la mandioca y el algodón, además de las labores de costura y
tejido. Para los hombres indígenas, el trabajo en los yerbales o un
empleo en una estancia (gran latifundio dedicado a la ganadería) se
convirtió en la más importante fuente de ingresos. La alimentación de
la familia se dejó cada vez más a las mujeres, y muchos hombres no
regresaron nunca más a sus aldeas. En esta situación, la continuidad y
estabilidad de la familia se convirtió cada vez más en una responsabi-
lidad de las mujeres. La educación de los hijos quedó exclusivamente
en sus manos o en las de su familia, mientras que el papel del padre a
menudo se reducía a una función biológica.
Las formas de vida de los pobladores blancos pobres, los mestizos
y los guaraníes se asemejaban cada vez más. La familia dependía del
trabajo de las mujeres (y los niños), mientras que los hombres trabaja-
ban para ganar un dinero extra. Se concentraban en producir bienes
que fueran comercializables o en realizar trabajo asalariado, una ten-
dencia que se fortaleció con la paulatina generalización de la economía
monetaria en Paraguay en el siglo XVIII.
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En todo caso, si bien como se puede comprobar, existe una serie com-
pleja de pequeños escalones en los cuales estos hombres y mujeres de tan
diversos orígenes se hallan situados —y que por lo tanto, entregan una ren-
ta en trabajo que varía sensiblemente— todos tienen un estilo de vida y de
trabajo que los asimila a una misma categoría social: son campesinos. Se vis-
ten en forma similar, hablan guaraní, incluso los pardos y mulatos, poseen
una pequeña parcela trabajada en familia en uno de los valles de tierra colo-
rada que se hallan próximos a la capital y su vida social se reduce a las fies-
tas de molienda y a las misas en la cercana parroquia o capilla rural. Las
mujeres se afanan en las tareas agrícolas y en pequeños tráficos; los varones
se conchavan por temporadas en las estancias, las barcas de la carrera y los
beneficios de la yerba, cuando... sus deberes militares se lo permiten.30

Tanto la permanente «situación de frontera» como la estructura


económica provocaron que ya, hacia fines del período colonial, en
algunas comunidades, cerca de la quinta parte de todas las unidades
domésticas estuvieran dirigidas por una mujer y que los censos de
población demostraran una constante mayoría de mujeres.
Todas las familias se caracterizaban por una pobreza relativa.
Aproximadamente la tercera parte de todas las casas en el campo no
poseían más de una vaca lechera, una yunta de bueyes y un par de
caballos. La tierra que trabajaban pertenecía, las más de las veces, a
terratenientes privados, a la Iglesia o al Estado. Pero como en general
no había carestía de tierras, el título de propiedad era algo de impor-
tancia secundaria. Un funcionario español, que formó parte de una
misión que durante muchos años recorrió la región del Río de la Plata
para establecer las fronteras con Brasil, describió a estos campesinos
de la siguiente manera:
Los que son acomodados usan chupa o chamarra, chaleco, calzones,
calzoncillos, sombrero, calzado y un poncho, que es un pedazo de tela de
lana o algodón fabricado en las provincias de arriba [...]con una raja en
medio para sacar la cabeza. Y los peones ó jornaleros y gente pobre, no gas-
tan zapatos; los mas no tienen chaleco, chupa ni camisa y calzones, ciñén-
dose á los riñones una jerga que llaman chiripá; y si tienen algo de lo dicho,
es sin remuda, andrajoso y puerco, pero nunca les faltan los calzoncillos
blancos, sombrero, poncho para taparse, y unas botas de medio pie sacadas
de las piernas de los caballos y vacas. Se reducen generalmente sus habita-
ciones á ranchos ó chozas, cubiertas de paja, con las paredes de palos verti-
cales hincados en tierra y embarradas las coyunturas sin blanquear, las mas
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EL PAPEL DE LA S M U J ER E S E N LA E C O NO M ÍA 131

sin puertas ni ventanas, sino cuando mucho de enero. Los muebles se redu-
cen por lo común, á un barril para traer agua, á un cuerno para beberla, y
un asador de palo. Quando mucho agregan una olla, una marmita y un
banquillo, sin manteles ni nada mas; pareciendo imposible que pueda vivir
el hombre con tan pocos utensilios y comodidades, pues aun faltan las
camas, no obstante la abundancia de lana. Por supuesto qué las mugeres
van descalzas, puercas y andrajosas, asemejándose en un todo á sus padres
y maridos, sin coser ni hilar nada. Lo común es dormir toda la familia en el
propio cuarto, y los hijos que no oyen un relox, ni ven regla en nada.31

La situación no era muy diferente en los asentamientos urbanos,


aunque debe decirse que era muy difícil establecer una diferencia entre
lo rural y lo urbano en un Paraguay que era esencialmente agrario. De
hecho, sólo podía denominarse como ciudad a la capital, Asunción;
otros asentamientos poseían este estatus jurídico, pero lo único que
los distinguía era una cantidad relativamente más alta de habitantes.
La misma Asunción —al igual que São Paulo en Brasil— era descrita
hacia fines del siglo XVIII como nada más que una aglomeración de
viviendas, con calles que se distinguían por su mal estado y la presen-
cia en todas partes de animales domésticos, y con un sector de servi-
cios poco desarrollado. El primer mercado en Asunción fue construi-
do en 1768; hasta entonces, en las casas de la ciudad tenía que
producirse el pan, velas, frutas garapiñadas y otros objetos de uso
cotidiano. Esto ya no ocurría desde fines del siglo XVI en regiones
prósperas como México o Perú, aunque también aquí la vida en las
comunidades indígenas y mestizas era extraordinariamente difícil. Es
cierto que las comunidades indígenas mantenían la propiedad de las
tierras comunales y que cada familia disponía de una parcela de tierra,
con lo que podía asegurar su alimentación, pero la presión por parte
de los españoles y los criollos seguía siendo considerable.
Lamentablemente conocemos muy poco sobre la vida cotidiana en
las aldeas. El estudio de actas notariales y judiciales en los últimos dos
decenios ha permitido una cierta ampliación de nuestros conocimien-
tos al respecto. Pero un problema que se confronta con este tipo de
fuentes es que siempre muestran sólo un caso particular, por lo que es
muy difícil asegurar su representatividad. Además, suelen narrarnos
sólo historias exitosas, como por ejemplo en los testamentos de algunas
mujeres que habían logrado obtener una fortuna tan grande que les
pareció necesario fijar por escrito la herencia. Por otro lado, a través de
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la lectura de las actas judiciales podemos constatar la existencia de his-


torias de vida que se desviaron de lo normal, vidas que fueron raras en
un sentido negativo, y que por lo mismo no pueden generalizarse.
Topamos con el obstáculo de que entonces, al igual que hoy, las vidas
individuales que discurrían dentro de lo normal apenas dejan huellas
en los documentos disponibles. En las páginas que siguen presentare-
mos por lo tanto las biografías de mujeres de los sectores bajos o inter-
medios, que debido a su vida fuera de lo corriente nos permiten alcan-
zar una visión general. A través de lo específico de cada una de ellas, se
nos muestran ejemplos de dónde existieron en la vida de estas mujeres
los mecanismos, dificultades y formas de vida típicas. Por lo tanto,
podemos suponer que no es casual que todas estas mujeres de las que
se hablará eran viudas. Al mismo tiempo puede apreciarse la existencia
de una especie de clase media a la que a menudo se le ha prestado esca-
sa atención, pues aquí nos ocuparemos sobe todo de mujeres que se
dedicaban al comercio pequeño. De las regiones mineras de México se
ha conservado una serie de testamentos de mujeres que lograron obte-
ner un modesto patrimonio con ayuda de una pequeña tienda. Sin
embargo, estos testamentos son poco explícitos. Sólo sabemos quiénes
proveían a estas mujeres (en general comerciantes de la capital, en quie-
nes ellas confiaban), a quienes les debían dinero o quienes les debían
algo a ellas. Además se encuentra información sobre la situación de la
familia, la cantidad de hijos y sus respectivas herencias. Otros testa-
mentos son más ricos en datos, y nos proporcionan incluso informa-
ción sobre cómo esas mujeres llegaron a poseer sus negocios y su dine-
ro. Ángela Loreto, por ejemplo, nos cuenta que procede de las
cercanías de Guadalajara, donde su familia había instalado una tienda
de baratijas. Su padre y su hermano se habían marchado durante cua-
tro años a la región minera, para buscar trabajo y, evidentemente, nun-
ca habían regresado. Por lo tanto Ángela se había hecho cargo de la
tienda, había tomado a su madre a su cuidado y había tenido tanto éxi-
to que pronto pudo comprar una pequeña extensión de tierra y había
podido construir una casa. Al final de su vida disponía de ocho escla-
vos. Su estilo de vida fue caracterizado por su madre como «honesto».
Aparte de esto, no sabemos más sobre la vida de esta mujer.
Al parecer más inusuales son otros dos casos, el primero de ellos
también de Guadalajara: en 1663 Juana López de Salazar dictó su tes-
tamento, por el que sabemos que se casó tres veces y que su fortuna
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EL PAPEL DE LA S M U J ER E S E N LA E C O NO M ÍA 133

provenía tanto de sus matrimonios como de su propio trabajo. A su


primer matrimonio aportó una dote de 700 pesos, una suma conside-
rable, si se tiene en cuenta que en ese momento su esposo disponía de
propiedades por valor de 1.500 pesos. El segundo esposo de Juana era
aún más rico, y en su tercer matrimonio se había invertido la jerarquía
de los géneros y se había desposado con un empleado judicial carente
de medios, al que —con motivo de la boda— ella había traspasado una
fortuna de 2.000 pesos. Según hace constar el testamento, Juana pose-
ía 10 esclavos y había donado 4.000 pesos a los jesuitas. Había otras
dos donaciones de 500 pesos cada una, destinadas a ofrecer misas en su
memoria. Además, tenía negocios conjuntos con dos comerciantes
relativamente importantes del lugar. El testamento permite suponer
que ella dirigía todos estos negocios con independencia. Esta impre-
sión se corresponde con una circunstancia típica observada para el
Paraguay, donde siempre estuvo claro que, con excepción de la élite,
muchas de las leyes que limitaban la actividad económica y pública de
las mujeres no eran observadas.
Otro ejemplo lo ofrece la vida de Micaela Carrillo, una mujer de
los sectores intermedios o del sector alto de un pueblo llamado Amo-
zoque, en las cercanías de Puebla. El pueblo estaba situado en una
región cuya población, a comienzos del siglo XVIII, era mayoritaria-
mente indígena. En esta época Puebla era uno de los más importantes
centros comerciales de México. Sobre la vida de Micaela Carrillo
conocemos un poco más, pues ella dictó dos testamentos, separados
uno de otro por muchos años. En ese período realizó una gran canti-
dad de transacciones que habían dejado una huella notarial. Más tarde
tuvo lugar un pleito debido a los cambios sufridos por el testamento,
una verdadera suerte para los historiadores, que, debido a ello, pueden
disponer de información adicional. En su primer testamento Micaela
dejaba todas sus propiedades a su hijo, con la condición de que se
hiciera cargo de cuidar a las tres hijas menores de edad y aún sin casar.
Veinte años después, en 1770, dispuso que su hija más joven heredara
todos sus bienes, lo que provocó el conflicto con su hijo.
Micaela Carrillo era hija de un español o un mestizo con una indí-
gena, la cual a su vez era hija de un cacique, y también ella se casó en
su juventud con un cacique indígena. Según el testamento, ninguno de
los dos aportó nada al matrimonio. Hacia fines de la década de 1730 el
hombre murió, y sólo dejó a su esposa dos pequeñas lotes de tierra,
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134 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

además de dos hijos que tenía que alimentar. Inicialmente la viuda se


mudó para vivir junto con su hermana, también carente de medios
económicos, pero pocos años después pudo volver a vivir en una casa
propia. En los diez años posteriores tuvo tres hijas más, todas fuera
del matrimonio y posiblemente de padres diferentes, lo que, no obs-
tante, no menoscabó su prestigio. Si los padres de sus hijas la apoya-
ron de alguna manera, es algo que no podemos saber, pues ella misma
no menciona nada al respecto. Tras la muerte de su esposo, Micaela
vivió inicialmente de la venta del jugo de maguey. El maguey es un
tipo de agave, de cuyo jugo se preparaba el pulque, una bebida alco-
hólica ligera muy difundida en el México colonial. Las plantas de las
que se obtenía este jugo eran inicialmente alquiladas, pero con el tiem-
po Micaela ganó lo suficiente para comprar una extensión de tierra y
pudo sembrar sus propias plantas. (El problema residía aquí en que, al
igual que con otros productos agrícolas, sólo era posible obtener jugo
de estas plantas después de 8-10 años tras ser sembradas. Tras este
período, la planta ya está madura y necesita poco cuidado. Hasta que
las plantas no alcanzaron esta maduración, Micaela tuvo que seguir
alquilando el maguey.) Gracias a su duro trabajo, férreo ahorro, una
política comercial consecuente y también a las relaciones que tenía
dentro de su aldea y con la élite indígena, logró establecerse tan bien
que pudo seguir comprando más tierra y pronto —como ya se dijo—
pudo construir su propia casa. En 1771 su testamento contabilizaba
un patrimonio de cerca de 1.000 pesos (a manera de comparación: el
ingreso promedio anual de un campesino en esta región era de 40-50
pesos). La tierra en la que estaban sembrados los agaves abarcaba una
extensión de 10.000 metros cuadrados, con 269 plantas de maguey, así
como la casa con su propio pozo. También se menciona como de su
propiedad otra casa de muchas habitaciones. Como objetos de valor el
testamento declara las puertas de madera de la casa, un arcón con
cerradura, cuadros y estatuas religiosas y el inventario común; en total
el valor del mobiliario se cifraba en cerca de 300 pesos. En el testa-
mento también quedaba claro que Micaela no había podido lograr
todo esto sin apoyo masculino. Recibió éste sobre todo de parte de sus
hermanos, que en las situaciones difíciles le habían prestado dinero (y
viceversa), así como de los padrinos de sus hijos, que habían sido esco-
gidos por ella con mucho cuidado. También las estrechas relaciones
con la hermandad del lugar la habían ayudado.
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Micaela comenzó a repartir sus propiedades en 1751, aparente-


mente debido al matrimonio de su hijo. Los hijos varones, que por
haber nacido como fruto del matrimonio tenían la prioridad en la
herencia, recibieron una casa cada uno, y posteriormente sus hijas
también heredaron una casa. En esta época las hijas eran menores de
edad (la más joven había nacido en 1746). Repartió sus bienes de for-
ma relativamente equitativa entre los hijos tenidos en el matrimonio y
las que nacieron después. Aunque les adelantó la entrega de sus heren-
cias, siguió apoyando a sus hijos en ocasiones importantes, como el
bautizo de sus nietos. Tuvo que tomar prestado dinero para pagar la
boda de la hija menor. Una mala inversión, pues el nuevo yerno pron-
to demostró ser mala cabeza y bebedor, y perdió la casa pocos años
después. También Micaela ofreció dinero para las fiestas del pueblo,
sobre todo las vinculadas con la hermandad. En este caso la inversión
valió la pena, pues los miembros de la cofradía eran hombres influ-
yentes, que a la vez eran sus socios en los negocios.
En 1756 Micaela Carrillo se mudó, junto con su hija menor, a una
nueva casa en los límites del pueblo. La hija la ayudaba en la planta-
ción, cosía, cocinaba y cuidó bien de la madre cuando ésta envejeció.
El patrimonio de la madre ya no era tan grande en estos años, y sobre
todo tenía problemas de liquidez, pues había continuado invirtiendo
su fortuna. A su muerte, en el año 1780, apenas disponían de dinero en
efectivo. La hija menor debía heredar la casa y la tierra, como rezaba
en el testamento de 1771. Pero, según la ley, los hijos tenidos fuera del
matrimonio no podían recibir más del 20% de las propiedades si exis-
tían hijos nacidos dentro del matrimonio. Debido a ello el único hijo
varón que aún vivía presentó una demanda por la casa junto con la tie-
rra. Durante el largo proceso judicial la hija presentó testimonios, tan-
to del cura local como de prestigiosos comerciantes, de que ella siem-
pre había cuidado bien de su madre, mientras que los testigos del hijo
eran más bien personas de dudosa reputación. Aparentemente él ade-
más sentía inclinación hacia el alcohol, de tal manera que la hija final-
mente pudo ganar sus demandas. También la nuera de Micaela, viuda
del ya fallecido segundo hijo varón, aprobó esta solución del proceso
a favor de la hija nacida fuera del matrimonio.
Micaela Carrillo constituye un ejemplo de cómo era posible obtener
una posición acomodada teniendo sentido para los negocios y trabajan-
do duramente, y también de cuán difícil era para una mujer mantener
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136 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

esta posición. Como ya se explicó, la hija tuvo que disputar la herencia,


aunque ello no se debió esencialmente a su condición de mujer. De
todas maneras no debe considerarse a Micaela como una arribista. La
posición que tenía en su pueblo, así como su origen proveniente de una
familia influyente, facilitaron sus negocios, si es que no los posibilita-
ron. Pero más decisivo fue el hecho de que —como hemos visto en casos
anteriores de mujeres blancas de clase alta— fue a partir de enviudar
cuando desarrolló sus actividades económicas, algo que, no obstante,
puede ser una visión debida a que sólo en este momento comienzan a
aparecer en la fuentes oficiales. Por otro lado, este caso demuestra que
ciertas regulaciones jurídicas, como aquella que establecía que una viu-
da con hijos nacidos fuera del matrimonio perdía el derecho de criar a
los hijos tenidos en el matrimonio, a menudo eran ignoradas callada-
mente. Es llamativo además que en las fuentes se repita la imagen de una
mujer indígena o chola/ladina que se dedicaba con ahínco al trabajo y al
comercio, enfrentada a la imagen de un hombre más bien pasivo y fre-
cuentemente inclinado al alcohol. Como ya vimos en el capítulo dedi-
cado a la Conquista, puede encontrarse una causa para estos roles dife-
rentes en la división del trabajo, que a lo largo de la formación de la
economía colonial separó las esferas de vida y de trabajo de ambos géne-
ros. Los hombres, en su mayoría, se dedicaban a trabajar, a veces en for-
ma obligatoria, en las minas o en las haciendas, mientras que las mujeres
permanecían en sus lugares de origen cultivando la tierra, o emigraban
hacia las ciudades. Tal vez aquella imagen nos dé una visión deformada,
pues las actividades económicas de las cholas no se correspondían con
las normas y representaciones de la élite sobre el papel a desempeñar
por las mujeres, y por eso resaltaban más.
La pregunta de si los modos de vida de ambos géneros se habían ale-
jado debido a la conquista y la migración y cuáles han sido las conse-
cuencias para la parte femenina de la población es aún muy discutida en
lo que atañe a la región andina. Mientras que unos autores en lo que res-
pecta a Arequipa, y —algo más matizado— Quito, ven sobre todo muje-
res indígenas activas, que se adaptaron rápidamente a la nueva situación
insertándose en redes mayoritariamente femeninas, otras encuentran
para Perú y para la Paz esencialmente mujeres explotadas y enajenadas.
La explicación de estos resultados tan diferentes reside, como también
para otros casos, tanto en el período de tiempo que se analiza como en las
fuentes documentales utilizadas, y también en los presupuestos de parti-
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da, más o menos explícitos, de cada autor. Los juicios de carácter general
no tienen en cuenta, sobre todo, que en el siglo XVII se estaba desarro-
llando un proceso de diferenciación económico y social cada vez más
fuerte dentro del grupo indígena. «Las actas judiciales muestran la ten-
dencia de las familias a coordinar sus actividades económicas, y muestran
claras diferencias de clase entre las mujeres indígenas en las regiones
urbanas».32 Los documentos demuestran la existencia, en el siglo XVII,
tanto de una pequeña cantidad de mujeres indígenas de posición acomo-
dada, en su mayoría provenientes viejas familias de caciques, como tam-
bién de una gran cantidad de mujeres extremadamente pobres, que en su
mayoría se ganaban la vida como sirvientas o campesinas.
Las actividades económicas de la élite indígena apenas se diferen-
ciaban por la pertenencia al género: tanto mujeres como hombres
vivían de la propiedad de la tierra, del alquiler de inmuebles o de dife-
rentes negocios. Si las mujeres invadían territorios propios de los
hombres, como la explotación de una mina, podían tropezar con difi-
cultades, como muestra el siguiente ejemplo de una región situada en
la actual Bolivia. Una indígena de nombre Bartola Sisa, de Oruro, se
mudó a mediados del siglo XVII a las cercanías de Carangas, para ocu-
parse allí de un negocio de minería. Junto con algunos indígenas des-
cubrió un yacimiento y se dedicó a explotarlo. Cuando se produjeron
las primeras barras de plata, un español de nombre Cristóbal de
Cotes le explicó que no podía registrar la mina a su nombre debido a
ser mujer, ni tampoco a nombre de su hijo, pues éste era menor de
edad. Sisa le creyó, pero estaba decidida a hacer valer sus derechos de
una u otra forma, y se dirigió al corregidor. Recibió de éste un docu-
mento según el cual nadie podía impedirle que explotara el yacimien-
to. No obstante, Cotes hizo registrar la mina a su nombre. Al final la
audiencia, el más alto tribunal de apelación, le dio la razón a Sisa y
ordenó al corregidor que expulsara a Cotes del lugar. Pero el proble-
ma de si una mujer podía registrar una mina a su nombre no fue acla-
rado. El prolongado proceso judicial debió haberle costado a Sisa
dinero y esfuerzo. Este caso es más bien poco común, y precisamen-
te por ello de gran interés, pues el hecho de que mujeres indígenas de
posición acomodada se introdujeran en el negocio minero muestra
que ellas seguían un modelo común a su estamento. Este ejemplo
demuestra también que a veces estas mujeres tropezaban con dificul-
tades específicas de género.
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En los sectores inferiores de la jerarquía social, la división de los


campos profesionales según el género era aún más fuerte, especial-
mente debido al hecho de que el trabajo de la casa era «cosa de muje-
res» y las sirvientas domésticas eran las trabajadoras más pobres y más
explotadas en las ciudades coloniales (y aún lo son). Allí estaban a
merced de la voluntad de sus amos; existían reglamentaciones jurídi-
cas, pero nadie vigilaba su cumplimiento, y a menudo no eran conoci-
das por las propias sirvientas. Las condiciones de vida de las sirvientas
domésticas en un país como Bolivia apenas han mejorado hasta fines
del siglo XX. Pero en la época colonial, al igual que hoy, la decisión de
emigrar hacia la ciudad no era, generalmente, una determinación soli-
taria tomada por una mujer u hombre de forma individual, sino que
siempre tenía lugar en un contexto familiar más amplio. En la mayoría
de los casos ya se contaba con familiares o conocidos en la ciudad, que
podían acoger a la joven mujer o al hombre, facilitarle el primer pues-
to de trabajo y proporcionarle ayuda y orientación. En otros casos, la
migración constituía una huida ante una situación hogareña insosteni-
ble o ante una situación de miseria económica generalizada.
La emigración a las ciudades aumentó a lo largo del siglo XVIII, por
un lado debido a las transformaciones económicas que se operaban,
como la ampliación de los latifundios a costa de las comunidades indí-
genas y de los pequeños campesinos, pero también debido a la atrac-
ción que ejercían las ciudades como mercado de trabajo y lugares don-
de los distintos grupos sociales se fundían entre sí, en los que los
pobladores rurales aculturados se integraban relativamente rápido.
También existen indicios de que en la época colonial muchas emplea-
das domésticas no emigraban voluntariamente hacia las ciudades, sino
que lo hacían en parte porque los dirigentes políticos de sus comuni-
dades, es decir, hombres indígenas o sus familias, las obligaban a ello.
Si esto sucedía porque la comunidad esperaba obtener alguna ventaja
de esto, al hacerle al patrón en la ciudad un favor, u ocurría por pura
necesidad, es algo que aún no queda claro. Las muchachas de más edad
marchaban a menudo a la ciudad porque permaneciendo en la aldea no
podían contribuir al sostén de la familia. Se tenía la esperanza de que
allí ganaran lo suficiente para que pudieran enviar algo a la aldea. Tal
vez podían preparar también el terreno para la emigración de otros
miembros de la familia, o eran enviadas allí porque un patrón necesi-
taba personal en la ciudad. Al dar este paso, algunas de estas mujeres y
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muchachas perdían sus vínculos con su comunidad de origen y no


encontraban ningún otro apoyo, como no fuera el de otras mujeres en
la ciudad que compartían el mismo destino.
El caso de Celidonia, de San Pedro Tlanixco en México, puede men-
cionarse como un ejemplo relativamente típico, al menos en el siglo
XVIII, de huida hacia la ciudad debido a problemas familiares. Abando-
nó a su esposo, José Guillermo, por segunda vez en 1794, a causa de los
maltratos continuos de éste. Huyó a Ciudad de México sin sus hijos.
Apenas hablaba español, pero como en su aldea había trabajado como
vendedora de pulque era relativamente independiente y esperaba, de
alguna manera, salir adelante. Pronto encontró trabajo como molende-
ra (es decir, moliendo maíz para hacer tortillas) en el seno de una fami-
lia indígena en Santa Catarina, una parroquia en la que vivían personas
de modestos medios económicos pertenecientes a todos los grupos étni-
cos. Después de algún tiempo enfermó y, cuando su estado empeoró,
llamó a un sacerdote, al que finalmente le confesó su origen. Cuando, en
vez de morir, se recuperó, el sacerdote informó a las autoridades espa-
ñolas. Entones fue procesada, por lo que hoy tenemos conocimiento de
esta historia. Este caso demuestra que en la época colonial también se
daban diferentes posibilidades de existencia y situaciones de vida dentro
de las sociedades indígenas, sobre todo en las ciudades.

MUJERES INMIGRANTES EN LAS CIUDADES

Se ha establecido que para la Europa moderna las sirvientas domés-


ticas proceden casi exclusivamente del campo, mientras que las muje-
res citadinas de los sectores pobres buscan otros tipos de empleo. Para
los siglos XVI y XVIII en Latinoamérica sólo podemos suponer algo
semejante, o hacer cálculos basándonos en las recaudaciones de tribu-
tos o en los registros de las parroquias. Sin embargo, a partir de inicios
del siglo XVIII, contamos con censos poblacionales que permiten arri-
bar a conclusiones más precisas. Es seguro que las ciudades latinoame-
ricanas contaban desde los inicios de la época colonial con una mayo-
ría de población femenina. No importa si las mujeres marchaban solas
hacia los centros urbanos o sus alrededores o con la familia, obligadas
a ello o voluntariamente; aquí se les ofrecían las mejores posibilidades
de trabajo y supervivencia, sobre todo debido a la gran demanda de sir-
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140 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

vientas domésticas femeninas y de otros servicios en el sector de la ali-


mentación y el abastecimiento. Esto puede apreciarse en los datos arro-
jados por un censo poblacional realizado en Ciudad de México en
1811, en vísperas de la independencia. Este censo —cosa poco
común— contiene informaciones detalladas, entre otras acerca de la
pertenencia étnica y el lugar de origen de las personas censadas, de tal
manera que podemos diferenciar entre los inmigrantes y las personas
nacidas en la ciudad. De aquellas mujeres no nacidas en la ciudad, en
total más de las dos terceras partes de las que trabajaban lo hacían como
sirvientas domésticas, y el otro tercio se ganaba la vida con la produc-
ción de alimentos. Eran tortilleras (producían tortillas) o productoras
de atolli (bebida caliente de harina de maíz), vendedoras en la plaza,
molenderas de maíz o de chocolate. Hasta hoy día se encuentran en las
ciudades latinoamericanas mujeres de los sectores populares que ofre-
cen en la calle alimentos preparados por ellas mismas.
Las sirvientas domésticas realizaban las labores habituales, como
lavar, limpiar y cocinar, y eventualmente también acarrear agua y hacer
la compra. En las familias acomodadas había además cuidadoras de
niños y amas de cría; en las que poseían menos fortuna, la cocinera o la
«mujer de la limpieza» también tenía que realizar parcialmente la tarea
de cuidar a los niños. Lamentablemente, en muchos casos, la satisfac-
ción de los deseos sexuales del dueño de la casa o de sus hijos varones
también formaba parte, y en muchos casos aún forma parte, de lo que
se exigía (o se exige) a las empleadas domésticas, en su mayoría jóvenes.
Hasta hoy rige en algunas familias como algo natural, que el joven hijo
del dueño de la casa tenga su primera experiencia sexual con las mucha-
chas de los sectores pobres que viven bajo el mismo techo. Ellas no sólo
acceden a esto bajo coacción, sino también muchas veces por inexpe-
riencia e ingenuidad. A veces se dejan convencer con la promesa de una
posterior compensación, sobre todo en caso de un embarazo. En Amé-
rica Latina era habitual —aunque no en la misma medida que en Euro-
pa— considerar que una sirvienta doméstica con un niño pequeño no
podía realizar adecuadamente su trabajo y por lo tanto era despedida.
Estas mujeres tenían entonces que dedicarse al trabajo a domicilio y a
la venta de productos en la calle.
Según el censo mencionado, a principios del siglo XIX mas de la
mitad de todas las mujeres empleadas en Ciudad de México eran sir-
vientas domésticas, y en general eran jóvenes (la edad promedio era de
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EL PAPEL DE LA S M U J ER E S E N LA E C O NO M ÍA 141

22 años) y solteras (el 92,6%). Más de la mitad de ellas habían emigra-


do desde el campo. La mayoría de las que se casaban o tenían hijos
tenían que dejar su empleo. Esta muestra parece repetir los datos váli-
dos para Europa, pero hay que tener en cuenta que las posibilidades de
obtener un ingreso eran diferentes. Las sirvientas domésticas tenían
asegurada la alimentación y el vestuario. Teóricamente debían recibir
además atención médica y educación religiosa, así como un salario de
12-18 pesos al año. Si esto era así o no, es algo que no podemos asegu-
rar. Las cuidadoras de niños y las amas de cría disfrutaban de un esta-
tus más alto, estaban mejor pagadas y a menudo estaban integradas en
la familia. Sus propios hijos eran compañeros de juego de los hijos de
los señores, y de esto nacía a menudo una relación que duraba toda la
vida, tanto entre la nodriza y el niño como también entre los herma-
nos de leche. A menudo se le pagaba una indemnización a la nodriza
cuando dejaba de trabajar después de largos años de servicio.
Del hecho de que las sirvientas domésticas rara vez estaban casadas
y esencialmente eran más jóvenes que todas las demás mujeres que tra-
bajaban, puede llegarse a la conclusión de que esta etapa de sus vidas
ha de ser vista como una especie de fase de aprendizaje y aculturación,
en la que las jóvenes muchachas provenientes del campo aprendían a
orientarse en la ciudad, conocían las necesidades de la casa de una
familia española o criolla y mejoraban su dominio del idioma español,
y en algunos casos lo aprendían por vez primera.
Para poder vivir como una vendedora independiente o ejerciendo
otra profesión diferente a la de empleada doméstica, era preciso
adquirir una serie de conocimientos y habilidades que, en general, no
podían aprenderse en un pueblo indígena, lo que demuestra que estas
mujeres, a diferencia de las sirvientas domésticas, habían nacido y se
habían criado en la ciudad. Dicho de otra forma: quienes habían naci-
do en la ciudad buscaban adquirir habilidades que les permitieran
obtener un ingreso monetario independiente. Las vendedoras repre-
sentaban aproximadamente la cuarta parte de la población trabajado-
ra femenina de Ciudad de México; el 82% de ellas eran indígenas, el
14% pertenecían a las así llamadas «castas». Vendían sobre todo ali-
mentos, fueran éstos preparados por ellas o no. También aquí se des-
arrolló rápidamente una jerarquía, según la cual las que estaban en el
escalón más bajo eran las vendedoras callejeras, que ofrecían tortillas
horneadas o comidas ya preparadas en una esquina o en la plaza. En
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la medida de sus posibilidades tenían a sus hijos junto con ellas. En un


escalón más alto estaban las vendedoras del mercado, aunque es pre-
ciso diferenciar entre las que tenían un lugar de venta establecido y
aquellas que colocaban su mercancía en el piso. Tanto entre estos dos
grupos como también entre las mujeres pertenecientes a la misma
categoría se establecía a veces una fuerte competencia, que no siem-
pre se desarrollaba con medios pacíficos.
Una vendedora exitosa podía llegar a adquirir una pequeña tienda,
llamada pulpería. En ella se vendían mercancías de uso diario, como
velas, pan, arroz y aguardiente (así como otras bebidas alcohólicas,
según la región, pulque o chicha). El inventario de una pulpería en
Quito, en el siglo XVIII, registra, junto a víveres de producción local,
también otros importados desde Europa, como aceite de oliva, vina-
gre y canela, así como algunos traídos de las tierras bajas cercanas,
como chocolate, azúcar y cacahuetes. Además, había papel, clavos,
pinturas y otros productos semejantes. En toda América Latina las
pulperías eran importantes centros no sólo de aprovisionamiento,
sino también de la vida social, pues junto al mostrador de ventas se
encontraban mesas y taburetes, donde los clientes podían sentarse a
consumir los productos ofrecidos, sobre todo bebidas alcohólicas. En
las zonas rurales constituían a menudo el único lugar —además de la
iglesia— en el que la desperdigada población podía encontrarse e
intercambiar noticias. Su importancia queda demostrada por la exis-
tencia, en el inventario de la pulpería en Quito, de toda una serie de
prendas con las que los clientes pagaron sus deudas o con las que se
habían procurado algún dinero en metálico. A juzgar por las caracte-
rísticas de estas prendas, no sólo eran los clientes más pobres los que
de vez en cuando tenían dificultades para pagar.
Entre los propietarios de las pulperías se encontraban muchas
mujeres, y tal vez ello constituía la única posibilidad, para las mujeres
de los sectores bajos o intermedios de obtener algún pequeño ingreso.
Los estudios realizados sobre el Quito del siglo XVIII muestran las
dificultades que enfrentaban las mujeres en esta actividad. Para
aumentar las ganancias, era aconsejable adquirir las mercancías nece-
sarias en los alrededores. Pero para las mujeres estos viajes de negocios
eran difíciles de realizar, por lo que se tenía que buscar un hombre que
lo hiciera. En algún caso parece que la propietaria de una pulpería se
casó con un empleado suyo con este propósito. En muchos otros
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casos se trataba de la división habitual del trabajo en una pareja, en la


que el hombre realizaba los viajes necesarios para la buena marcha del
negocio, mientras que la mujer atendía la tienda. Estudiando las actas
notariales y judiciales, podemos establecer la existencia de redes entre
vendedoras de todo tipo —desde las vendedoras ambulantes hasta
aquellas establecidas en un lugar fijo— con otros hombres y mujeres
para prestar dinero, realizar negocios, e incluso aceptar padrinazgos o
tomar a su cargo algún niño.
Los datos arrojados por los censos permiten hacer una afirmación
de carácter general: las mujeres tenían que trabajar —o al menos cola-
borar— para lograr mantener a la familia. A diferencia de lo que ocu-
rría con respecto a las mujeres españolas, entre las indígenas, las mes-
tizas y las pertenecientes a las castas no había ningún prejuicio contra
la realización de trabajos fuera del hogar. La concepción española de
que esto dañaba el honor de la mujer, y con ello también el del espo-
so, no podía sostenerse ante una situación económica tan precaria. La
población hispano-criolla, sin embargo, continuó manteniendo estas
ideas, y según datos oficiales, sólo el 4% de las mujeres de este grupo
realizaban alguna actividad laboral. Esto no significaba, sin embargo,
que no fueran económicamente activas. Como ya se ha explicado con
el ejemplo de familias de la élite, este tipo de actividad de las mujeres
se escondía, o al menos no aparecía registrada en documentos. Las
mujeres de los sectores medios buscaban también, mediante formas
«ocultas», otras posibilidades de obtener dinero. Para las viudas se
ofrecía la posibilidad de alquilar cuartos de la casa o de realizar una
especie de función de conserje, pero también existían formas especí-
ficas de trabajo artesanal que se practicaban a puertas cerradas, como
el bordado. Las esposas de los artesanos y comerciantes trabajaban a
menudo en el taller o en la tienda del marido, aunque si enviudaban
raramente podían manejar solas el negocio, una situación bastante
conocida en Europa desde los inicios de la modernidad. Una vez más,
aquí se evidenciaba la diferencia esencial entre los roles socioeconó-
micos de los hombres y los de las mujeres: mientras que la posición
de ellos estaba determinada por la edad, la pertenencia a un estamen-
to o clase y la escolaridad, a las mujeres les estaba vedado el ascenso
social mediante la educación. Lo verdaderamente decisivo para ellas
era el matrimonio o la viudez, y también los riesgos del parto y la
maternidad.
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ESCLAVAS EN LAS SOCIEDADES DE PLANTACIÓN


DE LAS ISLAS DEL CARIBE

Las islas del Caribe, conocidas hoy sobre todo como paraísos turísti-
cos, fueron cualquier cosa menos un paraíso en los siglos XVIII y XIX para
la mayoría de sus pobladores. La caña de azúcar, que allí se cultivaba, pro-
ducía enormes ganancias a los blancos propietarios de plantaciones, en las
cuales el trabajo de los esclavos traídos desde África era fundamental.
Españoles, holandeses, franceses y británicos, pero también daneses y,
durante un breve período, europeos originarios de Curlandia y Branden-
burgo, se establecieron en esta región para participar del lucrativo nego-
cio de la trata de esclavos o en la producción de azúcar. La región del
Caribe era de gran significación estratégica y comercial, pues a través de
ella tenía que pasar toda la navegación trasatlántica. Pero su escasa pobla-
ción hacía que fuera muy difícil controlarla. La mayoría de la población
indígena desapareció víctima de enfermedades traídas consigo por los
europeos. Los británicos y los franceses pudieron establecer sus primeros
asentamientos en las pequeñas Antillas en 1624 sin ser descubiertos por
los españoles (o al menos sin ser molestados por ellos). Rápidamente les
siguieron otras naciones, además de contrabandistas y piratas. Inicial-
mente en las islas se sembró tabaco y algodón, pero pronto el azúcar se
convirtió en el principal producto de exportación. Ello provocó un enor-
me aumento de la trata de esclavos y del número de estos en la región.
Sydney Mintz ha dividido las fases del desarrollo socioeconómico
del así llamado «ciclo del azúcar» de la siguiente manera: desde 1500
hasta 1580 llegaron al Caribe el azúcar y los esclavos africanos, traí-
dos por los españoles, aunque también los nativos de las islas realiza-
ron en estos años trabajo esclavo. De 1640 a 1670, aventureros britá-
nicos y franceses, seguidos por daneses y holandeses, comenzaron a
asentarse en las pequeñas Antillas. La fuerza de trabajo utilizada esta-
ba constituida por indígenas de esas islas, esclavos africanos y tam-
bién europeos pobres. Hasta ese momento, el cultivo principal era el
tabaco, y la caña de azúcar desempeñaba sólo un papel secundario.
Los años de 1670 a 1770 constituyeron el período de florecimiento de
la producción azucarera en el Caribe, dominada por los británicos y
los franceses. También el número de esclavos alcanzó su punto máxi-
mo. Después de 1770, y hasta 1870, los españoles volvieron a domi-
nar el negocio, sobre todo debido a la producción azucarera de Cuba.
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La fuerza de trabajo estaba constituida por esclavos, obreros asalaria-


dos y trabajadores forzados.
Junto con otros factores, el movimiento abolicionista —que adqui-
rió carácter masivo especialmente en Inglaterra— socavó el predomi-
nio de británicos y franceses. Las colonias francesas, especialmente la
mayor de todas, ubicada en al isla de Saint Domingue (la actual Haití),
fueron sacudidas por la revolución francesa y la abolición de la escla-
vitud en 1797. Pero cuando Napoleón reimplantó la esclavitud en
1802, estalló una rebelión que provocó la independencia de Haití,
mientras que Martinica y Guadalupe continuaron siendo, hasta hoy,
parte del Estado francés.
El movimiento abolicionista en Gran Bretaña condujo primero a la
prohibición de la trata de esclavos en sus posesiones (en 1807 para el
Caribe británico, y en 1830 en todas sus colonias). La esclavitud como
tal fue abolida en el Caribe británico en 1838, y en 1848 en las posesio-
nes francesas. En lo que quedaba del imperio colonial español en Amé-
rica se mantuvo la esclavitud, y Cuba asumió el liderazgo en la pro-
ducción de azúcar de caña. Entre 1868 y 1886 se abolió paulatinamente
la esclavitud en Cuba. La esclavitud no se abolió en Brasil hasta 1888 (a
partir de 1871 todos los hijos nacidos de esclavos recibían la libertad, y
la trata se había ido extinguiendo en los decenios anteriores).
Antes de que la caña de azúcar y la esclavitud masiva transformaran
las sociedades caribeñas, la región estuvo dominada por la producción
de tabaco y algodón y las exigencias específicas de cada uno de estos cul-
tivos. El tabaco sólo necesita pequeñas extensiones, pero exige un cui-
dado intenso y cualificado durante todo el año. Por lo tanto, su cultivo
como una empresa familiar puede ser rentable. Se podía alcanzar relati-
vamente rápido la relación óptima entre los costos de producción y la
cantidad producida, de tal forma que una ampliación de la tierra culti-
vada traía consigo pocas ventajas, a diferencia de lo que ocurría con la
producción de azúcar. Todavía hoy las innovaciones tecnológicas
siguen sin traer ningún cambio sustancial en la producción de tabaco. El
tabaco fue cultivado sobre todo por inmigrantes europeos, pero des-
pués de 1650, la caída del precio del tabaco y la disminución de esta
inmigración hicieron que el tabaco perdiera su importancia.
El algodón era más adecuado para su explotación en grandes uni-
dades, y por ello fue cultivado por esclavos. La cantidad ideal era de 50
esclavos, aunque muchas plantaciones contaban con dotaciones de
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146 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

100 a 200 esclavos, si bien lo más extendido era la producción en


pequeñas unidades con alrededor de 12 esclavos. Hasta 1793, cuando
se inventó una maquina que separaba la semilla de la fibra, la cosecha
y producción del algodón constituían una labor fatigosa, que sólo
podía realizarse mediante trabajo esclavo.
La caña de azúcar era originaria de Oriente. Llegó a las islas Cana-
rias y a la isla de Madeira en el siglo XVI, y de allí pasó a Brasil y al
Caribe. En la época colonial, la producción del azúcar de caña era
imposible sin trabajo esclavo. La siembra y el cuidado de la planta eran
relativamente simples, pero la cosecha era enormemente fatigosa, pues
después de cortada la caña, el azúcar tenía que ser elaborado rápida-
mente. Por lo tanto la producción exigía una cierta inversión de capi-
tal, pues para moler las cañas se necesitaba un molino que tenía que ser
movido por animales, por el viento o el agua. Introducir las cañas en el
molino era una labor típicamente femenina. El jugo producido era
condensado hasta que se convertía en cristales. Una vez secada, esta
melaza era elaborada para convertirla en azúcar o para fabricar ron.
Las diferencias específicas de cada una de estas producciones en lo
que respecta a la organización del trabajo ejercieron una influencia sobre
el papel desempeñado por las mujeres en la plantación y en la división del
trabajo según el género, si bien en general predominó la división habi-
tual, que responsabilizaba a las mujeres con la casa, la huerta y los ani-
males, y a los hombres con el trabajo físico pesado. Pero —y según el
tipo de producción— las mujeres también tenían que realizar diversas
tareas en el campo. Mientras más grande y productiva fuera la planta-
ción, mas fuerte era la participación de las mujeres en la producción de
azúcar o algodón, y mayor grado de colectivización alcanzaban otras
labores, como por ejemplo cocinar o cuidar de los niños. Puede decirse
que en las plantaciones cañeras tanto los esclavos como las esclavas eran
explotados en una forma igualmente brutal.
Para los esclavos, las únicas posibilidades de mejorar sus ingresos y
recursos, fuera del trabajo habitual en la plantación, consistían en el culti-
vo y venta de alimentos, la realización de trabajos adicionales o la prosti-
tución. Con el paso del tiempo y con el aumento del número de esclavos
por plantación, tuvo lugar una mayor diferenciación del trabajo de los
esclavos, lo que también llevó a la existencia de diferentes recompensas o
estímulos. En el siglo XVIII, un esclavo podía vestir y comer mejor, tener
más libertad de movimientos e incluso más poder que otros esclavos. Esto
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era válido sólo para los hombres, pues para las esclavas era imposible
alcanzar poder sobre otros esclavos, y convertirse en una especie de cela-
dor o capataz. Pero para las nodrizas y las sirvientas domésticas era más
fácil tener acceso y participación en el mundo de los amos.
En la primera de las fases económicas mencionadas más arriba, cuan-
do el cultivo fundamental era el tabaco, los escasos esclavos ayudaban al
trabajador blanco en la cosecha, y a menudo el propietario mismo tenía
que participar en las labores. Esto cambió a fines del siglo XVII, cuando
aumentaron el capital invertido y la cantidad de esclavos. En las planta-
ciones de caña de azúcar la fuerza de trabajo se dividía normalmente en
tres grupos: primero estaban los hombres adultos, en edades entre 16 y
50 años, que desyerbaban la tierra y abrían los surcos para sembrar las
cañas. A estos le seguía un segundo grupo, formado por hombres más
viejos y mujeres, que realizaban trabajos más ligeros como la siembra.
Después estaban los niños hasta la edad de 12 años, que tenían que
arrancar las malas hierbas. El tiempo de trabajo —fuera de la época de la
cosecha— abarcaba como promedio desde las seis de la mañana hasta las
seis de la tarde. Los domingos y días de fiesta se descansaba —también
con excepción de la época de cosecha—. Pero la decadencia de la eco-
nomía esclavista, que ya se perfilaba, y los comienzos de la moderniza-
ción a principios del siglo XIX, condujeron a una intensificación cada
vez más brutal de la explotación, lo que se expresó en el aumento de la
carga de trabajo. En las Antillas francesas, el reglamento de esclavos,
conocido como Code Noir, establecía, en el siglo XVII, 82 días feriados
al año para el esclavo, que quedaron reducidos a sólo cuatro después de
la reintroducción de la esclavitud a comienzos del siglo XIX. También
creció la extensión de jornada laboral diaria: en Jamaica, durante la cose-
cha, se trabajaban 16-18 horas diarias; en Cuba, hasta 20. En los finales
de la época de la trata esclavista, cuando apenas arribaban africanos
jóvenes, las mujeres ejecutaban en la plantación todos los trabajos posi-
bles hasta entonces realizados por los hombres, sin que esta creciente
«feminización» del trabajo perjudicara la productividad.
Las chozas en las que vivían los esclavos eran en su mayoría de made-
ra, cubiertas con paja y de piso de tierra, lo que podía provocar problemas
higiénicos. A veces las casas estaban habitadas por una familia nuclear, a
veces por más de una familia. En Cuba, en el siglo XIX, predominaron los
barracones para varias familias, en los que cada una disponía de una habi-
tación grande, aunque los hombres y las mujeres entraban y salían por
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puertas diferentes. Era frecuente agrupar en forma de un redondel dife-


rentes chozas, que compartían una cocina común. Acarrear agua, cocinar,
limpiar las chozas, eran siempre tareas realizadas por las mujeres y sus
hijas. Esto significaba una gran carga de trabajo para las mujeres, sobre
todo en la época de la cosecha, durante la cual apenas podían dormir, pero
también —según la interpretación de algunas historiadoras— les otorga-
ba un gran prestigio, pues el hogar era su reino, en el que eran ellas las que
tomaban las decisiones. Con la intensificación del trabajo en la planta-
ción, algunas mujeres ya viejas quedaron encargadas de la realización de
estas tareas domésticas, incluyendo el cuidado de los niños.
La alimentación de los esclavos estaba parcialmente asegurada por
pequeños sembrados, situados entre las chozas y atendidos por ellos
mismos. Aquí se sembraban hortalizas y se criaban animales, sobre
todos pollos y cerdos. La extensión de estas huertas variaba, pero rara
vez era la suficiente como para poder vender parte de la producción.
Todas las reglamentaciones establecían que se le debía garantizar tiem-
po al esclavo para que atendiera esta huerta. En general dedicaban a ello
la tarde del sábado y, naturalmente, el domingo, aunque a veces también
se les daba libre el lunes, y muchos esclavos llegaban a utilizar la pausa
del mediodía, de las 12:00 a las 14:00 horas, para estos fines. En el siglo
XIX, la mayoría de los pedazos de tierra entregados a los esclavos alcan-
zaban para alimentar a una familia de cinco miembros y poder vender
alguna producción sobrante, pero en el siglo XVIII los plantadores, sobre
todo aquellos orientados a la producción de azúcar, preferían comprar-
lo todo: los alimentos, las máquinas y los esclavos. Mientras más indus-
trializada, más grande y más productiva llegaba a ser la organización de
la plantación, menos se diferenciaban entre sí las labores realizadas por
los hombres y las mujeres. Allí donde esto no se dio, predominó la divi-
sión típicamente agraria del trabajo, a la cual se le consideró como com-
plementaria y con la misma importancia que la otra.

Esclavos que compraban su libertad y manumisión

El número de esclavos que podían comprar su libertad o eran libera-


dos variaba en dependencia de la metrópoli, pero también según el siglo
y el modo de producción. Según los documentos de que se dispone, fue
en las colonias españolas y portuguesas donde se dieron la mayoría de los
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casos de esclavos que compraban su libertad. Pero también en ellas este


fenómeno disminuyó, al igual que la manumisión, en el siglo XIX, con la
intensificación de la producción azucarera. En tiempos de crisis aumen-
taba la cifra de manumisiones, pues era una forma de liberarse de la res-
ponsabilidad por los esclavos. La realización del trabajo doméstico brin-
daba a las mujeres las mejores perspectivas para alcanzar algún día su
libertad, y sobre todo en las ciudades existieron formas intermedias en
las que el esclavo vivía de hecho en libertad, aunque desde un punto de
vista jurídico no había sido liberado. En todas las sociedades esclavistas
era más fácil para los esclavos domésticos obtener su libertad que para
los otros tipos de esclavos. Esto se explica, ante todo, por las relaciones
personales que mantenían con el amo. Especialmente los esclavos ya vie-
jos o enfermos eran manumitidos, y no sólo por la actitud cínica de no
tener que ocuparse más de ellos, sino también como «muestra de agrade-
cimiento», y a menudo junto con la liberación se les entregaba una suma
en dinero o en objetos para que pudieran sobrevivir.
Una razón importante para la liberación de mujeres los constituí-
an sus hijos, cuando sus padres eran hombres blancos —a menudo los
propios amos o sus hijos varones—. De hecho, la mayoría de los
negros libres eran mulatos y trabajaban como empleados domésticos.
Por ende, puede suponerse que habían sido emancipados por ser hijos
de padres blancos o porque sus madres habían podido obtener dinero
para comprar su libertad. Puede afirmarse con seguridad que la mayo-
ría de los esclavos liberados eran esclavos domésticos, sobre todo
mujeres. A pesar de que la manumisión de las sirvientas domésticas
era más común, no puede deducirse de ello que las mujeres tuvieran
una posición privilegiada en el sistema esclavista, pues la proximidad
con los amos estaba a menudo vinculada a la explotación sexual y la
carencia de privacidad.

La familia de los esclavos

¿Podían pensar los esclavos en formar una familia en las condiciones


en que vivían? ¿Cómo podía una esclava o esclavo, tratado como si fue-
ra una mercancía, fundar una familia si tenía que temer en todo momen-
to que fuera vendido y separado de ella? De hecho, la estructura familiar
actualmente existente en la región caribeña permite tener dudas sobre la
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existencia de familias en el sentido usual del término, pues lo que mayo-


ritariamente se encuentra allí son nacimientos extramaritales y madres
que crían solas a sus hijos. Las razones para ello se han buscado en la
sociedad esclavista así como en la herencia africana, ya que en muchas
regiones del África occidental estaba muy extendida la poligamia. Otra
causa la encontramos en el racismo resultante del sistema esclavista, que
estigmatizó el matrimonio con afrodescendientes incluso después de la
abolición de la esclavitud. Por otro lado, el concubinato de hombres
blancos acomodados con mujeres negras constituía algo aceptable.
Durante mucho tiempo se pensó que apenas habían sobrevivido
elementos de las culturas africanas en el Nuevo Mundo, ya que los
esclavos procedían de etnias diferentes y por lo tanto no habían podi-
do construir elementos que contrarrestaran la influencia del modo de
vida impuesto por los esclavistas. Sin embargo existían toda una serie
de elementos comunes —sobre todo en comparación con la cultura
europea— en los que podían apoyarse los africanos en América. La
diferencias esenciales con respecto a Europa residían en la diferente
valoración de la virginidad de las mujeres, que no era importante para
la mayoría de las culturas africanas, así como en la existencia de estruc-
turas familiares poligámicas en algunas etnias, que marchaban parale-
las con formas de asentamiento centradas en el lugar de origen de la
madre. Para comprender las estructuras familiares de los afrodescen-
dientes y el papel jugado por las esclavas, es necesario echar una breve
mirada sobre la situación de las mujeres blancas. En general, el núme-
ro de éstas en el Caribe era muy pequeño, pues la mayoría de los inmi-
grantes europeos eran hombres. En el puerto francés de La Rochelle,
punto de partida de numerosos inmigrantes, en 1635 zarparon 62.000
colonizadores, de ellos sólo 40 mujeres. En el puerto de Dieppe, en
1715, 50 mujeres de un total de 1.900 emigrantes. Esto hacía de las
mujeres blancas en el Caribe un «lujo», y no sólo porque había pocas,
sino también porque el trabajo que ellas podían desempeñar no era
necesario. Todas las labores típicamente femeninas podían ser realiza-
das por esclavas.
Las Antillas constituían sociedades masculinas, lo que no sólo condi-
cionaba la relación amo-esclava, sino también las relaciones hombre-
mujer entre los propios blancos. Una sociedad como aquella estaba fuer-
temente impregnada por la doble moral, que obligaba a la mujer a la
fidelidad, pero no al hombre. Muchos viajeros de la época relatan la espe-
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EL PAPEL DE LA S M U J ER E S E N LA E C O NO M ÍA 151

cial crueldad con la que amas blancas, frustradas y celosas, trataban a sus
esclavas. Estos relatos deben ser tomados con ciertas reservas, pues el
maltrato hacia las esclavas y esclavos estaba en la base misma de la insti-
tución esclavista, que no los respetaba como personas. Los amos blancos
no eran menos brutales, pero a los observadores europeos les chocaba
más la utilización de la violencia por parte de una mujer.
En lo que respecta al matrimonio, hubo diferencias relativamente
grandes entre las legislaciones sobre esclavos de las diferentes poten-
cias coloniales. En el imperio español los esclavos tenían derecho a
contraer matrimonio cristiano, mas no así en las posesiones inglesas.
Independientemente de eso, se dieron en todas las colonias períodos
en los que los plantadores fomentaron el matrimonio entre sus escla-
vos, lo cual no significaba la libre elección del cónyuge. El rol del
esposo en la familia esclava se diferenciaba de lo que nos es conocido,
pues aquí no se daba la dependencia económica tradicional de la mujer
y los hijos con respecto al hombre, sino con respecto al dueño de la
plantación. Por lo tanto, el esposo no constituía una parte esencial de
la familia esclava. La maternidad de la esclava era respetada durante el
primer año después del parto (es decir, no se la separaba de su hijo).
No ocurría así en general con la paternidad. A partir de una cierta
edad, que variaba según la metrópoli colonial, los niños podían ser
vendidos y comprados, sin ninguna consideración con respecto a sus
padres. Pero las relaciones familiares podían mantenerse después de
una venta, si la distancia entre los lugares de residencia de unos y otros
no era muy grande. Una investigación sobre una plantación en Barba-
dos arrojó que de 55 parejas esclavas, en 20 de ellas ambos cónyuges
vivían juntos, pero en las restantes 35 —la mayor parte— uno de los
cónyuges vivía fuera de la plantación, y por lo tanto aparecían conta-
bilizados en los registros de la plantación como viviendo solo y con
hijos. Estas investigaciones, que se apoyan en una combinación de
documentos de la plantación y censos poblacionales, muestran que la
familia nuclear era más común de lo que hasta ahora se aceptaba, y
que, al parecer, la posibilidad por parte del plantador de dividir a las
familias ha sido exagerada. En la fase temprana de la economía de
plantación, a menudo el patrón asumía un papel típico en los clanes
africanos, y era el que concertaba los matrimonios. Las pequeñas
plantaciones, con dotaciones de entre cinco y diez esclavos, en las que
esto era posible debido a las relaciones de carácter personal entre los
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152 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

amos y los esclavos, constituían la mayoría hasta el siglo XVIII. Pero la


posibilidad de que las parejas de esclavos pudieran vivir juntos,
dependía exclusivamente de la voluntad del amo. En la legislación
española sobre los esclavos estaba prohibido separar a los miembros
de una familia y venderlos por separado, lo cual provocó, en la mayo-
ría de los casos, que los propietarios intentaran prohibir los matrimo-
nios entre los esclavos, no así las relaciones estables. También ocurría
que se proporcionaran mujeres a los esclavos o que se les permitiera
escoger una mujer a la llegada de un barco negrero.
Las «prácticas de apareamiento» demostraron que los dueños de
los esclavos a veces fomentaron conscientemente la procreación. Pero
estos intentos fracasaron en las grandes plantaciones, y habían sido
abandonados en el siglo XVIII, aunque la relación numérica entre hom-
bres y mujeres entre los esclavos se tornaba cada vez más desigual. Se
opinaba que las mujeres eran menos útiles que los esclavos masculinos
en una plantación de caña de azúcar.
Una investigación sobre un período extenso de tiempo en una
plantación de Santo Domingo muestra la desaparición sucesiva de los
matrimonios entre esclavos: entre 1721 y 1730 vivían diez matrimo-
nios en 38 casas; en 1750 eran cuatro matrimonios en 60 casas, y en
1770 sólo había una pareja casada en una casa. En esta época se dejó de
agrupar a los esclavos según la familia, y se pasó a separar a los hom-
bres y las mujeres, estas últimas en la mayoría de los casos con sus
hijos. A veces simplemente se añadía a los hijos al final de la lista. Estos
cambios demuestran una posición cambiante con respecto a los escla-
vos y sus relaciones familiares.

Sexualidad y relaciones de género en una sociedad esclavista

Las historias sobre esclavas que se veían obligadas a tener relacio-


nes sexuales con sus amos blancos se encuentran en muchos relatos de
viajeros y también en numerosas representaciones pictóricas. Sin
embargo, las relaciones eróticas con esclavas eran menos comunes de
lo que hoy suponemos, ante todo porque las mujeres africanas no se
correspondían con el ideal europeo de belleza. Una investigación
sobre las Antillas francesas estableció que en la literatura de aquella
época se presentaron diversas razones para explicar por qué algunos
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EL PAPEL DE LA S M U J ER E S E N LA E C O NO M ÍA 153

franceses se «enamoraban» de sus esclavas, tales como el clima tropi-


cal, la «oportunidad», o la carencia de mujeres blancas, pero nunca se
mencionaba la hermosura de las esclavas negras. Esta imagen fue cam-
biando paulatinamente, primero con relación a las mulatas, cuyo pre-
cio en el mercado aumentaba según su belleza. Cada vez se encuentran
más anuncios de aquella época en los que se alababa la belleza de las
esclavas domesticas, incluso haciendo referencia a su virginidad
(«encore sage et trés belle»). Esto propiciaba la idea de que esa hermo-
sa esclava, por la que se había pagado el precio correspondiente, no
tuviera ningún derecho a negarse a las exigencias sexuales de su com-
prador. De algunos dueños de esclavos se cuenta que repartían sus
esclavas entre sus empleados blancos o que las ofrecían a sus huéspe-
des. Pero, si las actas notariales no nos dan una visión tergiversada, no
eran las relaciones de los amos con sus esclavas lo que constituía la
regla, sino con las esclavas de otros amos o con libertas.
En el siglo XVIII surgió el discurso sobre el libertinaje (desenfreno
sexual) de los negros, que en las concepciones de algunos blancos dio
lugar a una curiosa tergiversación: a sus ojos no eran tanto los amos
blancos los que abusaban de sus esclavas, sino los negros los que ame-
nazaban a las blancas debido a su irrefrenable sexualidad. También a
partir del siglo XVIII abundaron en la literatura las quejas sobre la cos-
tumbre de los hombres blancos, sobre todo de los solteros, de vivir
junto con mujeres afrodescendientes y proporcionarles ropas muy
lujosas, como las que sólo correspondían a una mujer blanca. Pero esta
forma de lograr un ascenso social estaba abierto sólo a un porcentaje
mínimo de las esclavas, como muestran las siguientes cifras: en 1793
había en Guadalupe 23.953 esclavas, y sólo 1.900 hombres blancos, y
en Saint Domingue había diez esclavas por cada hombre.
Tanto los hombres blancos como los negros, sobre todo los capa-
taces de color, eran de la opinión de que les estaba permitido obligar a
las esclavas a tener contactos sexuales con ellos. Por su parte, ellas
reconocían las ventajas que conllevaba tener relaciones con un blanco
o con un capataz negro, y en algunos casos las buscaban en forma
consciente y activa. Bajo estas circunstancias, ¿podían estas relaciones
llegar a tener un carácter sentimental? El estudio de algunos testamen-
tos permite llegar a esta conclusión, pero... ¿cómo era vista esta rela-
ción teniendo en cuenta la total dependencia de la mujer? Debió haber
sido algo muy problemático para ambas partes, aunque la atracción
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154 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

sexual podía convertirse más tarde en afecto. Pero, con independencia


de ello, también podía ser suficiente razón para una esclava el interés
de alimentarse bien y vestirse adecuadamente, y tal vez de obtener la
libertad para sí, sus hijos o sus padres, para no importarle la carencia
de ese afecto, o incluso para intentar provocarlo. Finalmente, no debe
olvidarse que el color blanco de la piel, en tanto sinónimo de libertad
y poder, se convirtió en ideal de belleza para los afrodescendientes.

Política de natalidad

La relación numérica entre los sexos, dentro de la población escla-


va, cambió a lo largo de los siglos, lo que naturalmente tuvo conse-
cuencias para la familia, y también para el desarrollo demográfico en
general de la población negra. Los plantadores fueron conscientes de
esto, sobre todo a fines del siglo XVIII, cuando el precio de los esclavos
subió debido a la prohibición de la trata. Entonces se comenzó a pen-
sar sobre la salud y la capacidad de procreación de los esclavos, y no
sólo por consideraciones materiales, sino también por la influencia
creciente de los enemigos de la esclavitud.
Salta a la vista que el desarrollo demográfico de las relaciones de
género se correspondió, con bastante exactitud, con los ciclos económi-
cos. En los siglos XVI y XVII, cuando se cultivaba tabaco y algodón en
pequeñas plantaciones, la relación era relativamente pareja. En la terce-
ra fase, es decir, a partir de fines del siglo XVII y comienzos del XVIII,
cuando predominaron las grandes plantaciones de caña de azúcar, fue
evidente la superioridad numérica masculina. La relación era de 1:3 o
1:4, hasta que en el siglo XIX volvió a igualarse por un aumento en los
nacimientos, pero también por la compra reforzada de mujeres.
La escasa demanda de esclavas se explicaba aduciendo la mayor pro-
ductividad laboral de los hombres, aunque no hay elementos que
demuestren esta creencia. Otra razón para el escaso número de esclavas
hay que buscarla en África, pues allí la oferta de hombres era mayor. Los
tratantes africanos de esclavos pagaban precios más altos por las esclavas
que los europeos, pues en África eran utilizadas como concubinas o en
los trabajos agrícolas. Entre los europeos, por el contrario, predominaba
la idea de que las mujeres eran físicamente más débiles y estaban siempre
expuestas a quedar embarazadas. El temor de los plantadores al embara-
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EL PAPEL DE LA S M U J ER E S E N LA E C O NO M ÍA 155

zo de sus esclavas constituyó una de las razones que explica por qué la
mayoría de los seres humanos arrancados de África y trasladados al otro
lado del Atlántico fueron hombres jóvenes.
Se ha calculado que, con respecto a las esclavas y esclavos importa-
dos en Río de Janeiro, los hombres y mujeres recién llegados tenían las
mismas posibilidades de supervivencia en los dos primeros años, pero
en los seis años siguientes moría el 20,8% de las mujeres y «sólo» el
15,5% de los hombres. La tasa de mortalidad de las mujeres, que como
promedio eran más jóvenes que los hombres al arribar, era mayor que
la de los hombres: 41,6% en los primeros diez años, contra 35,9% la
de ellos. Después de los veinte años la tasa masculina era superior: lle-
gaba al 29,6%, y la de las mujeres al 21,2%.
Las diferencias en la esperanza de vida entre los esclavos y las escla-
vas eran muy significativas. Puede suponerse que los plantadores pre-
ferían comprar esclavos hombres porque estos tenían mejores posibi-
lidades de supervivencia en los primeros diez años, ya que —al menos
según las estadísticas de Río de Janeiro— un esclavo se amortizaba a
los ocho años. Si estos datos fueran representativos (algo que no pode-
mos saber con certeza), entonces podemos afirmar que sólo un tercio
de las esclavas y los esclavos sobrevivían más de 15-16 años en el Nue-
vo Mundo. Además, era extraordinariamente alta la cantidad de niños
y esclavos jóvenes que moría. De ahí que para los dueños de esclavos
fuera más barato comprar un nuevo esclavo joven, importado de Áfri-
ca, que alimentar a la madre y a los hijos hasta que estos alcanzaran la
edad necesaria para comenzar a trabajar.
A diferencia de los plantadores, la política se ocupó durante mucho
tiempo con el problema de la reproducción de los esclavos. En el Caribe
británico regía desde 1695 una ley según la cual tenían que ser importa-
dos la misma cantidad de mujeres que de hombres. En Francia se comen-
zó a reflexionar sobre este problema en la segunda mitad del siglo XVIII,
ante las constantes quejas de los colonizadores sobre la carencia de escla-
vos. Entonces se calculó que anualmente tenían que ser introducidos
15.000 esclavos en Saint Domingue. Semejante cifra les pareció absurda
a muchos, pues implicaba la existencia de una tasa de mortalidad de entre
uno y dos tercios de la población esclava, incluyendo la equiparación por
los nacimientos. Se preguntó entonces como podía explicarse una tasa de
mortalidad tan alta, y la Corona francesa envió una comisión investiga-
dora, que apuntó como causa a las deficiencias en la alimentación. Los
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156 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

plantadores, por el contrario, afirmaron que la causa residía sobre todo


en el libertinaje de los afrodescendientes, con sus consecuencias: enfer-
medades venéreas, fallecimientos durante el parto y por abortos.
En casi todas las sociedades caribeñas se comenzaron a fomentar los
matrimonios y la maternidad en la segunda mitad del siglo XVIII, entre
otras razones porque se esperaba obtener con ello mayor estabilidad
social y un mejor efecto sobre el trabajo. Pero el éxito fue escaso: los
matrimonios siguieron siendo escasos, y las leyes para la protección de
la maternidad siguieron limitándose a amparar a las mujeres embaraza-
das contra trabajos pesados. Los plantadores siguieron culpando a la
madre por la muerte de un hijo, sospechando de brujería o de un trata-
miento inadecuado. Se afirmaba que las mujeres llevaban consigo a sus
hijos al campo y los tenían todo el día expuestos a los rayos del sol. En
vez de extraer las debidas conclusiones, y haberle otorgado mas tiempo
libre a las mujeres para que cuidaran a sus hijos, lo que se hizo fue exi-
girles que los entregaran a esclavas más viejas para que los cuidaran. Los
resultados de estas «medidas de protección a la maternidad» no fueron
considerables, pero evidentemente hubo una mejoría tanto de la higiene
como de la alimentación, y la tasa de mortalidad infantil se redujo.
Después de la prohibición de la trata de esclavos en el siglo XIX,
comenzó una política con respecto a la natalidad, sobre todo en las
Antillas francesas, que introdujo el pago de premios por parir y la
liberación del trabajo: a partir del tercer hijo se otorgaba un día a la
semana sin trabajar, a partir del cuarto ya eran dos días, y a partir del
sexto u octavo hijo (según la isla) podía esperarse obtener la libera-
ción. Los relatos de sacerdotes abolicionistas seguían manifestando,
sin embargo, la existencia de tratamientos horriblemente brutales. Se
cuenta de un amo que golpeó a una esclava que no tenía hijos para
obligarla a abandonar a su esposo, y que así éste pudiera buscarse otra
mujer. Pero en general puede afirmarse que la alimentación e higiene
y con esto la esperanza de vida de los esclavos —tanto hombres como
mujeres— mejoró paulatinamente, aunque ello se debió exclusiva-
mente al aumento en el precio de los mismos.
La constante disminución de la población esclava sólo puede expli-
carse debido a una cifra decreciente de nacimientos o al aumento de
los fallecimientos, o a una combinación de ambos factores. La tasa de
natalidad entre la población esclava comenzó a subir después de 1800,
por el mejoramiento de las condiciones de vida y el aumento del
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EL PAPEL DE LA S M U J ER E S E N LA E C O NO M ÍA 157

número de mujeres por crecimiento natural. Entre tanto, se hizo claro


que la cantidad de esclavos nacidos en América aumentaba constante-
mente, al parecer porque no habían sufrido los traumas ocasionados
por su traslado forzoso hacia este lado del Atlántico, y porque eran
menos susceptibles a las enfermedades típicas del Caribe. Se ha
supuesto también que las esclavas buscaron métodos para impedir el
embarazo, aunque no contamos hasta hoy con ninguna investigación
fiable sobre los métodos de prevención o de aborto, si bien algunos
investigadores han señalado esto como el aporte más importante de las
mujeres a la resistencia contra el sistema esclavista. Al parecer, los
motivos de las mujeres no residían en el terreno de la política, sino en
el conocimiento de los peligros que traía consigo el parto y el embara-
zo. Además, una parte de las esclavas era menos fértil debido a las
enfermedades y a la mala alimentación. Según una investigación sobre
la Jamaica del siglo XVIII, la mayoría de las mujeres que morían antes
de cumplir los cuarenta años, no habían tenido hijos. Para la región de
Río de Janeiro se ha podido establecer que muchos esclavos hombres,
debido a las enfermedades (sobre todo la muy extendida tuberculosis),
eran estériles. Por último, con el fin de la trata, el trabajo de las muje-
res se volvió aún más importante para la alimentación de los esclavos,
y la presión de trabajo sobre las mujeres en edad fértil se hizo mayor.
Al parecer no fue tanto la constatada ineficiencia económica del
sistema esclavista lo que lo condujo a su final, sino más bien la impo-
sibilidad de mantener la población esclava y a la vez aumentar la pro-
ductividad. Los esclavos fueron recargados con demasiadas tareas en
las labores domésticas, el cuidado de los niños, la economía de subsis-
tencia y la producción, y no pudieron seguir resistiéndolo. Se volvió
imposible aumentar las tasas de producción y reproducción al mismo
tiempo, y con ello la esclavitud llegó a sus límites.
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Soldados peruanos y sus rabonas, alrededor de 1860


Perou y Chili
© Museum Ludwig Köln / Sammlung AGFA
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Capítulo 4
DE COLONIAS A REPÚBLICAS:
las consecuencias de la modernización económica
y política del siglo XIX

H ER OÍNA S INC ÓMODA S : EL MOV IMIENTO IND EP END ENTIS TA

H
asta hace poco, la investigación histórica prestó poca aten-
ción al hecho de que las mujeres fueron afectadas de alguna
manera por la independencia, y que incluso participaron en
ella. Esto se ha debido, entre otras cosas, a que el movimiento inde-
pendentista ha sido visto como una cuestión esencialmente militar y
política. Puesto que las mujeres no poseyeron derechos políticos de
ninguna clase en América Latina hasta el siglo XX y a que admitir su
participación en los combates era algo inaceptable, debido a los roles
de género establecidos, el tema «las mujeres y las guerras de indepen-
dencia» pareció ser algo irrelevante. Pero las mujeres sí participaron
activamente en las discusiones políticas, ya sea en las tertulias de los
salones o, más excepcionalmente, mediante la redacción de textos
políticos. Algunas pocas participaron directamente en las campañas
militares y todas las mujeres fueron afectadas por las consecuencias de
la guerra, tales como las confiscaciones de bienes y los saqueos. La his-
toriografía tradicional ha mencionado sólo aquellos aspectos que
coinciden con la imagen de las capas blancas altas sobre la mujer, y los
otros han sido silenciados o tergiversados. Por lo tanto se torna
imprescindible un análisis que tenga en cuenta la especificidad de cada
sector social, pues con ello podrían comprenderse las funciones que
tuvieron las mujeres en el movimiento de independencia.

159
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160 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

Las heroínas oficiales

El movimiento de independencia ha sido analizado en muchos paí-


ses latinoamericanos de una forma muy acrítica. Debido a su impor-
tancia para la constitución de los Estados y el desarrollo del entonces
incipiente sentimiento nacional, siempre se ha resaltado, para promo-
ver un sentimiento de identificación con ellos, las figuras de Simón
Bolívar o de José de San Martín, así como acontecimientos militares.
Cuando en este contexto se tiene que hablar sobre mujeres, se hace
mayormente refiriéndose a ellas en el papel de esposas que atendían a
sus maridos en sus reuniones conspirativas, los liberaban de otras ocu-
paciones y quizá también escondían a uno u otro compañero de luchas
o espiaban discretamente a los enemigos. Además, las mujeres de con-
dición acomodada entregaban sus joyas y otros objetos de valor para la
«causa nacional», un gesto que ha podido observarse no hace demasia-
do, por ejemplo en Argentina, al comienzo de la guerra de las Malvinas
en 1982. Estos gestos «patrióticos» eran especialmente apropiados para
la creación de un sentimiento nacional y de mitos nacionales fundacio-
nales, y en el transcurso de los años casi cada nación iberoamericana ha
creado sus heroínas de la independencia. Por lo tanto, ha sido la bús-
queda de símbolos nacionales en el siglo XIX, y no el el inicio del movi-
miento feminista y la búsqueda de figuras de identificación femeninas,
lo que elevó a algunas mujeres al panteón de los héroes de la nación.
Han sido presentadas generalmente como víctimas pasivas de la arbi-
trariedad de los españoles: mujeres que han tenido que arrostrar sufri-
mientos debido a su virtud y su observancia de los valores femeninos.
Con ello no sólo se mantuvo la imagen tradicional de la mujer, sino que
se reforzó y se elevó.
La venezolana Luisa Cáceres de Arismendi constituye un ejemplo,
tal vez extremo, pero por esto muy llamativo, de «heroína nacional».
Su padre y su hermano fueron ejecutados por partidarios del colonia-
lismo español. Un amigo de la familia y oficial «patriota», Juan Bau-
tista Arismendi, la acogió en su hogar a ella —entonces de catorce
años de edad— y a su madre y se casó tres meses después con la joven.
Cuando Arismendi tuvo que huir, su joven esposa, una vez más inde-
fensa, fue encarcelada por los españoles. Mientras que su esposo obte-
nía éxitos militares en su campaña contra los realistas, Luisa Cáceres
permaneció en la cárcel y después, bajo arresto en un monasterio, y
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DE COLO NIA S A R EPÚ B L IC A S 161

fue deportada finalmente hacia España. Según la narración, durante la


travesía, el barco fue tomado por un corsario. La virtuosa joven recha-
zó las ofertas de su dudoso salvador, quien le prometió liberarla y
enviarla a su casa (en la época de las guerras de independencia la pira-
tería había vuelto a propagarse, sobre todo porque las jóvenes repú-
blicas, que en su mayoría carecían de flota de guerra, extendieron
patentes de corso). Luisa Cáceres arribó finalmente a España, donde
permaneció bajo arresto en una casa de familia y se le exigió que abju-
rara de la causa independentista. La valerosa heroína declaró que «des-
de luego» nunca perpetraría esa traición hacia su esposo. «Soy incapaz
de deshonrar a mi marido con la firma que se me pide. [...] Soy esposa
y conozco mi deber»,33 aseguran sus primeros biógrafos que dijo. Lui-
sa Cáceres de Arismendi regresó varios años después a Venezuela,
donde posteriormente parió once hijos y visitó diariamente la iglesia.
En resumen: llevó la vida de una virtuosa mujer de la clase alta. Según
esta versión de su vida, ella no hizo nada en esencia por la causa de la
independencia, fuera de serle fiel a su esposo y aceptar su destino.
Pero con ello bastó para convertirla (a los ojos de los hombres patrio-
tas) en una heroína.
Algo diferente es el caso de Policarpa Salvatierra, llamada La Pola,
una joven mujer de una familia de la clase baja en Santa Fe de Bogotá.
Ella se ganaba la vida como costurera y con la destilación ilegal de
aguardiente. Debido a este negocio tenía buenos contactos, especial-
mente con soldados, y junto con un grupo de patriotas en 1817 trazó
un plan verdaderamente arriesgado para convencer a los soldados rea-
listas de pasarse al bando de los patriotas. Dentro del grupo, ella era
importante además por la comunicación con los miembros encarcela-
dos, entre ellos su novia, a quién llevó no sólo comida sino también
noticias conspirativas. La conjuración independentista fracasó y La
Pola fue condenada a muerte. Enfrentó la ejecución con la cabeza
erguida y manteniendo su fidelidad a la causa de la independencia. Por
ser la única mujer ejecutada en la que después sería capital de Colom-
bia, inspiró a toda una serie de escritores nacionalistas, que la adorna-
ron con los colores de heroína. Su postura patriótica fue indudable, y
su temprana muerte la convirtió en una mártir. Con todo, su actividad
política podía ser problemática, pues indiscutiblemente traspasó las
fronteras de la esfera asignada a las mujeres e invadió el espacio públi-
co reservado a los hombres. Es por ello que los biógrafos del siglo XIX
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162 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

y de principios del XX resaltan menos sus actividades subversivas y


más su belleza y virtud, así como su decisión de sacrificar su vida por
la patria. El ejemplo de La Pola muestra que las mujeres podían fungir
como heroínas nacionales sólo si la imagen que se había delineado de
ellas se correspondía con la imagen al uso de la mujer y con las normas
que en ella se expresaban. Los modos de comportamiento de las muje-
res que habían traspasado estas fronteras ejercían un efecto inquietan-
te y por ello debían ser ignorados o tergiversados. Por otra parte, era
casi imposible para una mujer participar activamente en el movimien-
to político —y mucho menos en el campo de batalla— sin sobrepasar
esos límites. Los hombres fueron conscientes de los peligros que
implicaban semejantes excesos, tanto en el bando de los rebeldes como
en el de los españoles (las mujeres realistas apenas han despertado has-
ta ahora el interés de los investigadores y las investigadoras), de ahí
que en la mayoría de los casos, en la historiografía, sólo se haga men-
ción a las esposas discretas que apoyaron a sus maridos.
Es cierto que había algunas mujeres combatiente famosas, como la
boliviana Juana Azurduy que, junto con su marido, reclutó soldados
indígenas para la causa de los patriotas. Aunque ella era mestiza,
conocía a fondo la cultura indígena de la zona y hablaba aymara, lo
que explica su éxito en esta empresa. Ella vistió de soldado y aprendió
a usar el sable, de manera que representaba perfectamente la imagen de
una amazona. Precisamente por esto, es decir por ser casos extremos,
dotados de un aire de exotismo, estas mujeres combatientes no cons-
tituían un peligro para los roles de género y la jerarquías familiares.
Pudieron ser recordados, por consiguiente.

Las heroínas olvidadas

Aquellas mujeres que ciertamente brindaron el mayor aporte a la


obtención de la independencia no han sido tenidas en cuenta en nin-
guno de los estudios tradicionales. No son adecuadas para ser presen-
tadas como figuras identificadoras, pues se trata de mujeres de los sec-
tores más bajos, mayoritariamente procedentes del campo, que
abandonaron el espacio que tenían asignado (en sentido doble), pero
no lucharon movidas por ideas emancipadoras de carácter social o
político. Se trata de las mujeres que aseguraban el aprovisionamiento
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DE COLO NIA S A R EPÚ B L IC A S 163

de los soldados, y de las que dispuso todo ejército latinoamericano en


todas las guerras hasta el siglo XX, especialmente los ejércitos que
actuaron en las guerras civiles y los ejércitos revolucionarios, que no
disponían de ninguna sección de logística encargada de asumir la ali-
mentación y abastecimiento de la tropa. Por esa causa los soldados se
hacían acompañar por mujeres que cocinaban, lavaban, remendaban y
además fungían como enfermeras y compañeras. Su importancia ha
sido esencialmente infravalorada, incluso desde el punto de vista mili-
tar. Los hombres no han pronunciado ni una palabra de reconoci-
miento para lo que consideran en general una labor natural de las
mujeres, y las mujeres no han tenido ninguna posibilidad de hacerlo.
Esto fue valido también para la época de la Revolución mexicana,
cuando las así llamadas «soldaderas» entraron en la mitología nacio-
nal, aunque sólo en el papel de amantes y acompañantes, mientras que
los aspectos miserables y crueles de la vida de las mujeres en los ejér-
citos revolucionarios han sido ocultados durante muchos años.
Una viajera europea de ascendencia peruana, Flora Tristán, nos ha
dejado una descripción muy gráfica sobre aquellas mujeres que for-
maban parte de la impedimenta del ejército. Su relato hace referencia a
un ejército participante en la guerra civil de la década de 1830 en Perú,
pero la situación durante las guerras de independencia ocurridas una
década atrás no debió haber sido muy distinta.

La infantería, acampada en varias líneas, cerca del reducto, tenía un


aire miserable. Los desgraciados soldados dormían bajo tiendas mal cerra-
das y hechas de una tela tan delgada, que no podían garantizarlos de las
lluvias frecuentes de la estación. La caballería, comandada por el coronel
Carrillo, ocupaba mucho más sitio, se había establecido en el otro lado del
reducto. El general me hacía galopar por delante de esta larga hilera de
caballos que estaban en una fila y muy apartados los unos de los otros. No
había allí orden sino en el sector del campo, detrás de las tiendas de los sol-
dados, estaban acantonadas las rabonas, con todos sus trastos de cocina y
sus hijos. Se veía la ropa puesta a secar, a las mujeres ocupadas en lavar o
coser. Todas haciendo una terrible baraúnda con sus gritos, cantos y con-
versaciones.
Las rabonas son las vivanderas de la América del Sur. En el Perú, cada
soldado lleva consigo tantas mujeres cuantas quiere. Hay algunos que tie-
nen hasta cuatro. Estas forman una tropa considerable, preceden al ejérci-
to por el espacio de algunas horas para tener tiempo de procurarle víveres,
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164 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

cocinarlos y preparar todo, en el albergue que debe ocupar. La partida de


la vanguardia femenina permite en seguida juzgar los sufrimientos de estas
desgraciadas y la vida de peligros y fatigas que llevan. Las rabonas están
armadas; cargan sobre mulas las marmitas, las tiendas y en fin, todo el
bagaje; arrastran en su séquito a una multitud de niños de toda edad;
hacen partir a sus mulas al trote, las siguen corriendo, trepan así las altas
montañas cubiertas de nieve, atraviesan los ríos a nado, llevando uno y a
veces dos hijos sobre sus espaldas. Cuando llegan al lugar que se les ha
asignado, se ocupan primero de escoger el mejor emplazamiento para
acampar; en seguida descargan las mulas, arman las tiendas, amamantan y
acuestan a los niños, encienden los fuegos y cocinan. Si no están muy ale-
jadas de un sitio habitado, van en destacamento para buscar provisiones.
Se arrojan sobre el pueblo como bestias hambrientas y piden a los habi-
tantes víveres para el ejército. Cuando los dan de buena voluntad no hacen
ningún mal; pero, si se les resiste, se baten como leonas, y con valor salva-
je, triunfan siempre de la resistencia. Roban entonces, saquean la pobla-
ción, llevan el botín al campamento y lo dividen entre ellas.
Esas mujeres proveen a las necesidades del soldado, lavan y componen
sus vestidos, pero no reciben ninguna paga y no tienen por salarios sino la
facultad por robar impunemente. Son de raza india, hablan esa lengua y
no saben una palabra de español. Las rabonas no son casadas, no pertene-
cen a nadie y son de quien ellas quieren ser. Son criaturas al margen de
todo. Viven con los soldados, comen con ellos, se detienen en donde ellos
acampan, están expuestas a los mismos peligros y soportan aún mayores
fatigas. Cuando el ejército está en marcha, es casi siempre del valor y de la
intrepidez de estas mujeres que lo preceden de cuatro o cinco horas, de lo
que depende su subsistencia.
Muchos generales de mérito han querido suplir el servicio de las rabo-
nas e impedirles seguir el ejército; pero los soldados se han rebelado siem-
pre contra todas las tentativas de ese género y han sido necesario ceder.
No tenían suficiente confianza en la administración militar que hubiera
provisto a sus necesidades para persuadirlos a renunciar a las rabonas.34

Las rabonas y otras mujeres de los sectores bajos no marchaban con


las tropas porque estuvieran convencidas de la validez de los ideales
políticos por los que estas combatían, sino porque su obligación era la
de proveer a los hombres, fueran éstos sus maridos, amantes o herma-
nos. En última instancia, estas actividades significaban una traslación
de los papeles femeninos tradicionales desde el hogar hasta el campa-
mento militar. Las mujeres hacían esto (o eran obligadas a ello por
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DE COLO NIA S A R EPÚ B L IC A S 165

medios violentos por los soldados), para no abandonar a los hombres a


su suerte, acompañarlos en las horas de necesidad y, tal vez, porque no
veían ninguna posibilidad de supervivencia en sus aldeas. Tal vez con-
travenían con ello las reglas tradicionales que establecían una vida reti-
rada para las mujeres, algo que apenas podían cumplir, ni siquiera en
tiempos de paz, aquellas pertenecientes a los sectores pobres, pero no
lo hacían movidas por ideales emancipadores, sino en cumplimiento de
sus roles tradicionales. Esto puede interpretarse como una extensión
de los roles desempeñados en el seno de la familia hacia los espacios
públicos. Que las mujeres fueran obligadas a transgredir cada vez más
ampliamente estos límites fue algo que cambió poco esta situación.
Pero ni sus formas de vida nada convencionales (inmorales, a los ojos
de sus contemporáneos más acomodados), ni la carencia de motivos
políticos, justifica que se oculten o se nieguen los roles desempeñados
por estas mujeres.

Las heroínas no queridas

La tal vez más conocida mujer del movimiento independentista


hispanoamericano, aunque también la más discutida, es Manuela
Sáenz, por muchos años amante y compañera de Simón Bolívar, el
«Libertador» de la parte septentrional de Suramérica. En su vida se
reúnen los diferentes roles femeninos que se manifestaron en el movi-
miento independentista: ella fue la heroína inmaculada, que como
mujer amante y apoyo constante, salvó la vida de Bolívar reiteradas
veces; también fue la anti-heroína, que menospreció los límites y roles
establecidos, acompañó al ejército como «amazona» e incluso recibió
honores militares. Pero fue también la compañera de pensamiento y
actividad políticas, cuyas acciones no siempre recibieron la aproba-
ción de Bolívar. Sus facetas no convencionales y sus ideales emancipa-
dores plantearon desafíos a los hombres de su tiempo, incluyendo al
propio Bolívar, pero también a los historiadores preocupados por lo
«políticamente correcto». La posición destacada de Manuela Sáenz,
así como el hecho de que la vida de Bolívar estuviera tan estrechamen-
te entrelazada a la suya, hicieron que a los biógrafos del Libertador les
fuera imposible ignorarla y silenciar su contribución.
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Como ocurre con muchas mujeres conocidas en la historia, existe


una amplia literatura sobre Manuela Sáenz, aunque en general sin
carácter científico ninguno. La mayoría de las biografías de que dis-
ponemos tienen sobre todo carácter de ficción, y además se cuenta con
toda una serie de novelas y películas sobre su vida. Tal como ha ocu-
rrido con otras amantes de políticos famosos pero discutidos, Manue-
la Sáenz ha sido también instrumentalizada con distintos fines. Ha
servido para degradar a Bolívar o para resaltar su carácter de héroe; se
le ha presentado como precursora del feminismo, aunque también
como femme fatale.
Manuela Sáenz nació presumiblemente en 1797 (según otras fuentes
en 1795 o 1792), en Quito, actual capital de Ecuador. Su fe de bautismo
no ha podido ser encontrada hasta hoy, aunque está claro que fue el
fruto de una relación extramatrimonial entre una mujer criolla, perte-
neciente a una familia que gozaba de consideración social, y un militar
proveniente de España, miembro del cabildo municipal. La madre de
Manuela era soltera, pero el padre estaba casado, por lo que la legaliza-
ción de su nacimiento era imposible. Inicialmente fue entregada en
adopción en un convento de monjas. Esto ocurrió en la forma usual:
fue colocada ante la puerta del convento, recogida por las monjas y
registrada como niño expósito de padres desconocidos. Usualmente
estos niños recibían una identificación específica, que hiciera posible
posteriormente su filiación y que fueran recogidos por sus padres.
Simón Sáenz, el padre de Manuela, recompensó financieramente a las
monjas que habían acogido a su hija extramatrimonial. Después de
algunos años Manuela fue recogida por su madre en su casa; su padre la
visitaba allí y la acogía temporalmente en su propio hogar. Tal situa-
ción no era algo extraño en los estratos superiores en aquella época,
aunque posteriormente sus biógrafos intentaron deducir ciertos rasgos
difíciles de su personalidad de esta circunstancia de su nacimiento
extramarital y de la existencia de varias medias hermanas.
Esta joven, perteneciente a los mejores círculos de la sociedad ecua-
toriana, se involucró en el movimiento independista de Quito, aunque
al inicio en las formas delineadas por la sociedad. Participaba en el
levantamiento de 1809 en Quito, oponiéndose a la posición política de
su padre, quien fue encarcelado durante esta rebelión que fracasó final-
mente. Después fue mandada por su familia al convento-colegio, de
donde, según se dice, huyó brevemente con un oficial. Después de este
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incidente, su familia se apresuró a casarla con un comerciante de origen


ingles bastante mayor que ella. Con ésta, ella se trasladó a Lima, donde
seguía participando en los círculos independentistas. Cuando Bolívar
liberó a su patria en 1822, ella estaba de visita en su ciudad natal, y se
conocieron en una fiesta que se dio en honor a Bolívar. Según la versión
tradicional, fue Manuela quien colocó una corona de laureles en sus sie-
nes. A partir de este encuentro se desarrolló una estrecha relación amo-
rosa, aunque Manuela era ya una mujer casada. Bolívar había enviuda-
do hacía bastantes años. Pero no guardaron ninguna discreción en su
relación, y pronto fue de dominio público. En 1824 Bolívar continuó su
marcha hacia Perú, para destruir el último bastión de los realistas espa-
ñoles, y es casi seguro que Manuela lo acompañó en su ejército, aunque
no se mantuvo todo el tiempo a su lado. Debido a ello se enviaron cier-
ta cantidad de cartas uno al otro, cuya lectura demuestra una cierta
familiaridad de Manuela con cuestiones políticas y militares. Parece ser
que, en lo esencial, estaba al tanto de la organización económica y estra-
tégica del aprovisionamiento del ejército. Por su participación en los
combates le fue otorgado un grado militar después de la decisiva batalla
de Junín. En 1828 obtuvo, junto con otras 110 mujeres, la orden de las
Caballeresas del Sol, instituida por San Martín. El papel desempeñado
por Manuela en el ejército se había tornado cada vez más importante.
Organizó el aprovisionamiento y el sistema de sanidad, y también el
manejo de los archivos, y pronto fue ascendida nuevamente por Bolí-
var. Esto provocó la protesta de otros jefes militares, que temían que
con esta medida se alterara la disciplina del ejército. Ello evidenció la
ambivalencia del papel de las mujeres en el ejército de la época, pues
Manuela asumió, en un escalón más alto, las mismas tareas que realiza-
ban las mujeres de los simples soldados en un nivel inferior. Pero el
correspondiente reconocimiento de esto, incluso con honores militares,
constituía un paso peligroso que conducía a la disolución de la reparti-
ción de papeles entre los géneros y de la jerarquía patriarcalmente
estructurada.
La expansión de hecho (aunque no oficialmente reconocida) de la
inserción de las mujeres en la esfera política fue evidente en el entorno
de Bolívar, no sólo en el caso de su compañera Manuela Sáenz, sino
también en el de su hermana, María Antonia. Ambas le daban conse-
jos, que agradecía frecuentemente aunque no siempre los siguiera,
pero estaban limitadas al papel de consejeras privadas. Aunque su her-
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mana era una ferviente defensora de los principios monárquicos y


contraria a la república, ella llegó a ser la persona de confianza de Bolí-
var, tanto en lo que se refiere al cuidado de los bienes familiares como
en lo político. En su camino hacia Perú, Bolívar le escribió a su her-
mana encargándole que lo mantuviera constantemente al corriente de
los acontecimientos en su patria y que estuviera atenta a que su posi-
ción no peligrara. En una de sus cartas manifestó claramente que la
consideraba su más fiel informante de lo que ocurría en Venezuela, lo
que no sólo confirmaba sus capacidades políticas, sino también la cir-
cunstancia de que las relaciones familiares tenían una significación
pública y que, en tiempo de crisis, sólo en ellas podían depositarse
confianza y encontrarse lealtad. Por otro lado, María Antonia tam-
bién era una mujer fuerte y con convicciones claras que no dudaba en
expresar, tanto a lo amigos como a los enemigos de su hermano. Esta
imprudencia, no obstante, pudo causar problemas en situaciones polí-
ticas sensibles. Así lo vio Bolívar cuando, después de la victoria defi-
nitiva sobre los españoles y su nombramiento como presidente de
Gran Colombia, escribió lo siguiente a su hermana:

Te aconsejo que no te mezcles en los negocios políticos ni te adhieras


a ningún partido. Deja marchar la opinión y las cosas aunque las creas
contrarias a tu modo de pensar. Una mujer debe ser neutral en los nego-
cios públicos. Su familia y sus deberes domésticos son sus primeras obli-
gaciones. Una hermana mía debe observar una perfecta indiferencia en un
país que está en estado de crisis peligrosa, y donde se me ve como al pun-
to de reunión de opiniones.35

Aquí podemos ver una muestra de algo que encontramos también


en su relación con Manuela Sáenz y es aplicable a otras muchas muje-
res de los estratos superiores: podía aceptarse que las mujeres tuvieran
un pensamiento político, apreciarse sus consejos y sus capacidades de
análisis político; podía confiarse especialmente en ellas, por cuanto no
podían desarrollar ambiciones políticas para sí mismas, pero a la vez se
les temía, como demuestra el pasaje de Bolívar citado más arriba. Con-
secuentemente con esto, a las mujeres se les concedía una cierta fun-
ción política informal únicamente en tiempos de crisis y en etapas de
ruptura extrema, para a continuación, lo más rápido posible, hacerlas
retroceder a sus roles tradicionales. Pero en el caso de Manuela esto
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fue muy difícil, debido a su temperamento y a su estilo de vida, que


obviaba todas las convenciones establecidas. Cuando en 1825 Bolívar
intentó romper esta relación alegando su carácter adúltero, ella esta-
bleció un paralelo entre el derrocamiento del yugo del colonialismo y
la liberación de las prescripciones morales también coloniales. En los
años siguientes, después de la victoria sobre el ejército español, Bolí-
var y Manuela pudieron vivir juntos abiertamente de vez en cuando,
pero sus separaciones fueron cada vez más prolongadas, debido a las
numerosas rebeliones y los viajes motivados por causas políticas.
Las rivalidades en el campo patriota, que condujeron en años pos-
teriores varias veces al planeamiento y ejecución de atentados contra la
vida de Bolívar, constituyeron para su compañera motivo constante de
preocupación y vigilancia política. Dos veces le salvó la vida. Por otra
parte, ella tuvo la responsabilidad de algunas contradicciones internas,
sobre todo por ser una enconada enemiga de Francisco de Paula San-
tander, entonces vicepresidente y posteriormente presidente de la
República de la Gran Colombia. Nunca disimuló su hostilidad hacia él.
Existen indicios de que el enfriamiento de las relaciones entre Manue-
la Sáenz y Simón Bolívar se debió a divergencias políticas y a la forma
no siempre hábil en la que Manuela las mostraba públicamente. Ambos
se separaron cuando Bolívar decidió partir hacia el exilio a Europa,
pero ella permaneció en Bogotá y mantuvo su actividad política.
Bolívar murió en diciembre de 1830, antes de poder abandonar
Suramérica, y Manuela tuvo que sufrir muchas veces represalias de
parte de los enemigos políticos de ambos. En 1835 regresó a su patria,
Ecuador, ahora un Estado independiente, del que era presidente su
amigo —político y personal— Juan José Flores. Poco después de su
regreso, Flores fue relevado de su cargo, y su sucesor no tenía ningún
interés de que permaneciera en el país esta mujer tan polémica, pero
que continuaba gozando de consideración y mantenía amistad políti-
ca con el grupo que había tenido que abandonar, nada voluntariamen-
te, el poder. Es evidente que tuvo temor de sus actividades políticas y
con sus acusaciones la obligó a partir al exilio. Manuela Sáenz pasó el
resto de su vida en una pequeña ciudad portuaria en el norte de Perú,
viviendo pobremente de la venta de dulces que cocinaba ella misma y
de cigarros, una forma típica de ganarse la vida para las mujeres solas
y carentes de medios pero pertenecientes a los sectores blancos altos.
Recibió, no obstante, visitas de varios políticos importantes de la épo-
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ca, para los cuales aparentemente seguía siendo una persona de presti-
gio. Otro elemento significativo fue que en esos años se produjo un
pleito por los bienes de su esposo, el cual había nombrado a Manuela
en su testamento como heredera, pero debido a sus relaciones públi-
cas con Bolívar se le impidió que recibiera la herencia. Murió en 1856,
cuando al parecer contaba con 59 años de edad.
Manuela Sáenz representó, por una parte, a una mujer del siglo XIX
fuera de lo común, que conscientemente traspasó las fronteras impues-
tas a ella y a su sector social por las normas morales existentes. Desde
antes de su relación con Bolívar se había manifestado contra los intere-
ses de su familia paterna con sus opiniones y actividades políticas, pues
su padre se había mantenido como oficial del ejército español. Por otra
parte, fue representativa de muchas mujeres de su época que también se
apasionaron por la revolución y/o por los hombres que la hicieron, y
esto las llevó no sólo a interesarse por la política, sino también a apoyar
activamente a los luchadores por la independencia. Lo que otras muje-
res hicieron con su trabajo doméstico cotidiano en el campamento
militar, Manuela lo realizó en el terreno en el que estaba colocado su
amante. No está claro, sin embargo, si sus consideraciones sobre la
nueva moral en la nueva república independiente pueden valorarse de
hecho como un ataque al orden social patriarcal y a la moral fuerte-
mente marcada por la Iglesia. Sirvió a sus intereses y reforzó sus argu-
mentos cuando Bolívar quiso romper con ella, alegando que su rela-
ción pública con una mujer casada lo dañaba políticamente.
Debe tenerse en cuenta que en épocas de cambios político-sociales
también las normas morales sufren ajustes, o al menos puede ser más
fácil evadirlas. Si bien la primera mitad del siglo XIX no estaba aún fuer-
temente influida por el estricto código moral de la época victoriana y en
las sociedades latinoamericanas, después de tres siglos, las realidades
sociales habían creado formas de comportamiento diferentes a los de
Europa, sigue siendo un elemento destacable el hecho de que una mujer
casada, perteneciente al estrato blanco superior, mantuviera abierta-
mente una relación con su amante. Aunque es cierto que en el caso de
Manuela ello fue facilitado considerablemente por la circunstancia de
que éste fuera Simón Bolívar, el hombre más poderoso de Suramérica,
al menos por algunos años.
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Manuela Sáenz siguió siendo una transgresora, una mujer que


rompió casi todas las normas establecidas para las mujeres de su épo-
ca. Que su vida estuviera tan estrechamente ligada a la de Bolívar que
impedía que se la pudiera ocultar, planteó a los posteriores biógrafos
un problema difícil: ¿cómo podía explicarse que un héroe radiante
como Bolívar se hubiera relacionado con semejante persona? El artifi-
cio al que finalmente recurrió la historiografía oficial de Venezuela fue
declararla «la Libertadora del Libertador» y colocar sobre todo en un
primer plano aquellas situaciones en las que le salvó la vida gracias a su
vigilancia. Se pintó su infancia y su matrimonio con colores tan oscu-
ros que su ruptura de este último parecía, cuando menos, comprensi-
ble. Además, ella habría abandonado a su esposo debido a «un amor
superior» (a Bolívar y a su patria) y así, Manuela Sáenz, finalmente,
fue presentada como la compañera apasionada y fiel de Bolívar, y no
ya como una persona independiente y transgresora, un destino que
compartieron incluso otros héroes masculinos.

¿Ocultar o reinterpretar? Los problemas de la historiografía

Pero, ¿por qué era tan importante negar o tergiversar las activida-
des políticas y militares que las mujeres, indudablemente, habían rea-
lizado durante las guerras de independencia y aceptar a las mujeres
sólo en el papel pasivo de víctimas? Las estructuras generales de la
sociedad y las representaciones sobre las relaciones del individuo y la
familia con el Estado condicionaron esto. Metáforas de carácter fami-
liar atravesaban tanto la retórica de la Corona española como también
la de los luchadores por la independencia. Aquellas guerras fueron
presentadas como un drama familiar: la rebelión de los hijos contra el
padre. Éste había dejado de ser un padre amoroso, que no permitía a
sus hijos alcanzar la madurez. Ésta era la metáfora corrientemente uti-
lizada por los rebeldes. ¿Qué ocurrió después? ¿Qué consecuencias
tendría el destronamiento de la figura paterna —es decir, del rey—
para la joven «familia de las repúblicas americanas»? Los nuevos
gobiernos se aferraron a un modelo social patriarcal, con la familia
como base principal de la sociedad. Una vez más, el padre fue el nexo
que establecía el vínculo entre la familia y el Estado. Las mujeres sólo
podían relacionar a su familia con el Estado a través de los hombres.
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Para demostrar su patriotismo no sólo debían sacrificarse, sino tam-


bién entregar a sus esposos o hijos al Estado, como lo expresaba una
imagen siempre confirmada. Una historiadora norteamericana deno-
minó a este fenómeno «maternidad republicana».36 Las madres repu-
blicanas no necesitaban abandonar la esfera del hogar que tradicional-
mente se les asignaba para servir al Estado. Tan sólo tenían que educar
a sus hijos como buenos ciudadanos. Las mujeres que se salían de este
papel durante la guerra debían ser encauzadas lo más rápido posible
por los carriles establecidos. Para ello, ejemplos como los representa-
dos por Manuela Sáenz tenían que ser adulterados y todas las facetas
de la participación femenina en la política tenían que ser borrados de
la memoria colectiva.
Tal como han demostrado para Francia y los Estados Unidos
investigaciones recientes, también en el caso de Latinoamérica puede
asumirse que las guerras de independencia tuvieron una influencia
sobre las relaciones entre los géneros, si bien ésta no se expresó en
hechos fácilmente apreciables. Las guerras de independencia y los
tiempos intranquilos (vinculados con aquellas) de la formación de los
Estados nacionales, mayoritariamente acompañados por guerras civi-
les, contribuyeron en forma nada despreciable al fortalecimiento de
las estructuras patriarcales en la familia y la sociedad. Mientras más
débil el Estado, más importante e influyente la familia, según reza una
regla general de la investigación sobre la familia, y esta regla se mani-
festó como plenamente aplicable también en América Latina. Si la
familia es la única institución en tiempos de guerra que ofrece apoyo y
estabilidad, no puede permitirse que el debilitamiento de las relacio-
nes de género o de las jerarquías de edad la haga peligrar. Esto no sig-
nifica, no obstante, que las mujeres no pudieron ejercer algún poder
político en la jóvenes repúblicas. Tenían que hacerlo, no obstante, con
la ayuda de sus esposos o padres y de manera informal.
El retorno al orden social tradicional en las jóvenes repúblicas fue
acompañado con el retorno a los valores tradicionales, sobre todo en
las relaciones entre los géneros. Pero a largo plazo, el nuevo discurso
liberal sobre la igualdad y libertad de todos los seres humanos no
podía quedar sin consecuencias, sobre todo porque no era compatible
con la concepción estamental que recaía sobre el honor. Ahora, cada
ciudadano masculino, teóricamente, podía exigir el mismo honor y
respeto, aunque difícilmente podía lograrlo, teniendo en cuenta las
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amplias diferencias socioeconómicas y étnicas existentes en las nuevas


repúblicas. La élite no veía a los miembros de los sectores bajos como
ciudadanos plenos, y se planteó la tarea de marginarlos. Si el ciudada-
no quería mantener el honor y los derechos correspondientes, tenía
que vivir de una forma respetable; es decir, tenía que trabajar, mante-
ner y controlar a su familia y observar sus deberes como ciudadano
(por ejemplo, cumplir el servicio militar). Costumbres como los jue-
gos de azar, el excesivo consumo de alcohol o las relaciones sexuales
fuera del matrimonio o cualquier otro comportamiento «no adecua-
do», que en la época colonial habían sido sobre todo incumbencia de
la Iglesia, fueron ahora considerados como un peligro para el orden
social. A mediados del siglo XIX muchos países latinoamericanos dic-
taron leyes contra los «vagos y malentretenidos» y los «amancebados
públicos», y se le impusieron a las mujeres normas estrictas de com-
portamiento sexual.
La persistencia de un comportamiento moral desviado de las nor-
mas por parte de la élite, algo que debía impedir el acceso a los derechos
de ciudadanía, tuvo consecuencias inesperadas. Si los deberes morales,
teóricamente, incumbían a ambos géneros, las mujeres podían fortale-
cer su posición señalando que muchos hombres no vivían en la forma
que predicaban y muchas veces no cumplían con sus deberes, sobre
todo si, como ocurría a menudo, le dejaban a la mujer el cuidado y edu-
cación de los hijos, a veces sin ni siquiera ayudarlas económicamente.
Este argumento comenzó a ser decisivo a fines del siglo XIX en los con-
flictos matrimoniales y desembocó en una discusión social generaliza-
da sobre la familia y sobre el papel de las mujeres. El cuidado de los
hijos —los cuales, en definitiva, representaban el futuro de la socie-
dad— contribuyó a trasformar los roles dentro de la familia y a alcan-
zar una distribución más igualitaria de los derechos y deberes entre los
géneros dentro de la familia. Pero esto constituyó un proceso muy tra-
bajoso y muy lento, con muchos retrocesos, que encontraría su expre-
sión en la revisión de la posición civil de las mujeres y finalmente tam-
bién de la posición política sólo después de varias décadas.
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L OS PATRIARCAS Y LAS MUJERES CABEZAS DE HOGAR . L AS TRANS -


FORMACIONES EN LAS ESTRUCTURAS DEL HOGAR Y LA FAMILIA

La independencia de los Estados latinoamericanos no trajo consigo


ninguna transformación social profunda, más allá del logro de la autono-
mía estatal. En el transcurso del proceso de formación de los nuevos Esta-
dos los desórdenes políticos, ante todo, impidieron un reordenamiento
fundamental de las estructuras socioeconómicas. Con todo, desde fines
del período colonial se habían anunciado cambios profundos en la eco-
nomía. La Revolución Industrial en Europa, sobre todo en Inglaterra,
había producido una creciente demanda de materias primas, como por
ejemplo los cueros argentinos. Esto dislocó los equilibrios económicos
existentes en América Latina. Precisamente en la región del Plata, que
económicamente había sido durante mucho tiempo la zona más apartada
de Suramérica, estos nuevos procesos encontraron pleno desarrollo. La
cría de ganado, que encontró condiciones ideales en esta región, era una
rama económica en fuerte expansión, y para principios del siglo XIX, jun-
to con el cuero, se dieron posibilidades de exportación para la carne de
vacuno. Hasta entonces se exportaba al Caribe carne seca, para la alimen-
tación de las dotaciones de esclavos, pero ahora surgieron las primeras
fábricas que preparaban la carne para la exportación, que producían un
extracto que era enlatado y enviado a Europa. Poco después, la aparición
de la navegación de vapor entre América y Europa revolucionó la econo-
mía de la región del Río de la Plata. Ya en la primera mitad del siglo pudo
transportarse por primera vez carne fresca hacia Europa en barcos refri-
gerados. Similar significación tuvo el boom del cultivo de café a mediados
de ese siglo para el sur de Brasil, Colombia y las tierras altas de América
Central. La mecanización que se logró en algunas ramas de la economía a
lo largo de este proceso no fue un factor tan decisivo como el mejora-
miento alcanzado en la infraestructura mediante la construcción de líneas
de ferrocarriles, que permitió que, por primera vez, muchas regiones se
conectaran con el mercado mundial y facilitó con ello la exportación.
Regiones situadas en el interior y hasta entonces económicamente relega-
das, como por ejemplo São Paulo o las regiones de las tierras altas, pudie-
ron prosperar, al lograr una comunicación más rápida e independiente de
las características climatológicas con los puertos del Atlántico, ahora tam-
bién con mejores condiciones.
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La apertura de los mercados hispanoamericanos para el comercio


internacional, efectuada tras el surgimiento de los Estados indepen-
dientes, no sólo trajo ventajas. No todos los grandes comerciantes,
que habían tenido que realizar sus operaciones mercantiles a través de
la Península Ibérica, pudieron adaptarse a las nuevas circunstancias.
Les faltó ante todo el capital necesario para poder realizar su actividad
a gran escala. A su vez, el capital estaba disponible, en grandes canti-
dades en Europa, sobre todo en Gran Bretaña, por lo que los británi-
cos se convirtieron en la potencia económica dominante en América
Latina. Las casas comerciales inglesas dominaban no sólo el negocio
de la exportación, sino también el de la importación y, a partir de la
obtención de la independencia, los productos textiles ingleses baratos
inundaron el mercado latinoamericano. Esto provocó que la produc-
ción textil, emplazada especialmente en regiones con una gran pobla-
ción indígena, confrontara grandes dificultades, pues ya no podía ser
competitiva en las ciudades. Además, los nuevos Estados se inclinaron
a favorecer unilateralmente los productos demandados por el merca-
do mundial, como los cueros o el café y a dejar todas las demás ramas
de la producción, sobre todo la industrial, a los europeos primero y a
los Estados Unidos después, en una especie de división internacional
del trabajo. Aquellos que no pudieron insertarse en este mercado
exportador en expansión, tuvieron que retirarse a la agricultura tradi-
cional, de tal modo que, en muchas regiones, se desarrollaron enormes
latifundios en manos de unos pocos propietarios. La producción
extensiva en las haciendas apenas sobrepasó frecuentemente el nivel
de subsistencia. Si bien la tendencia a la existencia de grandes latifun-
dios tuvo raíces en la época colonial, se expandió con los desarrollos
políticos ocurridos en el siglo XIX. Debe mencionarse también la ven-
ta de las así llamadas «propiedades de manos muertas», es decir, pro-
piedades de carácter comunal que hasta entonces no podían venderse,
como los que poseían las comunidades indígenas y también la Iglesia
católica. En vez de fomentar con esto la aparición de un pequeño cam-
pesinado económicamente activo, como suponía la ideología liberal, la
venta obligatoria de estas tierras condujo en la mayoría de los casos a
un enorme crecimiento de los grandes latifundios y a la concentración
de la propiedad de la tierra en las manos de algunas familias. Por otro
lado, para algunas regiones periféricas de Centroamérica, recientes
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investigaciones han llevado a otra imagen, pues algunas comunidades


indígenas lograron transformarse en aldeas de pequeños campesinos.
En general, la rápida modernización condujo a un desarrollo muy
desigual. En algunas regiones surgieron centros económicos muy
prósperos, fuertemente dominados por empresas y capital extranje-
ros, de tal manera que se ha hablado de un imperialismo económico o
imperialismo informal. Otras regiones perdieron su significación eco-
nómica. En ellas se retrocedió a la economía de subsistencia y el
empobrecimiento parcial de amplios sectores de la población, que
tuvieron que emigrar hacia regiones económicamente integradas al
mercado mundial, en la esperanza de obtener mejores condiciones de
trabajo y de vida. Este proceso se ha mantenido en América Latina
hasta hoy en día, y está vinculado al problema de las megaciudades, en
las que preponderan los barrios miserables, carentes de estructuración
y de control, donde pudo asentarse la población procedente del inte-
rior del país.
Los desequilibrios económicos, así como el desnivel entre la ciudad
y el campo, se reforzaron aún más hacia fines del siglo XIX, cuando se
produjo un proceso de industrialización en las regiones económica-
mente dominantes, proceso que, al igual que antes, se basó en la elabo-
ración de alimentos y otros productos provenientes del país. Las trans-
formaciones sociales producidas por esto, así como sus efectos sobre la
familia y las relaciones de género, serán explicadas con más detalle en
los dos próximos capítulos. Están parcialmente vinculadas con otro
factor: la inmigración masiva de obreros y campesinos europeos hacia
algunos países latinoamericanos, la cual comenzó a fines del siglo XIX y
continuó hasta la Primera Guerra Mundial. Casi todos los países se
esforzaron por atraer estos inmigrantes europeos, preferiblemente
campesinos y artesanos del norte de Europa. Se esperaba de estos
inmigrantes, que provenían de países económicamente desarrollados
como Inglaterra, Francia o Alemania, que contribuyeran a una rápida
modernización social y económica. En esto influyeron ideas racistas
que estaban ampliamente difundidas en esta época. El hecho de que el
desarrollo económico de Norteamérica, poblada mayoritariamente
por inmigrantes ingleses y alemanes, transcurriera de forma diferente a
lo ocurrido en la Suramérica poblada por las católicas España y Portu-
gal, condujo a algunos pensadores a la concepción de que este desarro-
llo se debía a diferencias culturales y raciales. En Brasil, ante el peligro
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DE COLO NIA S A R EPÚ B L IC A S 177

de la abolición de la esclavitud, se llegó a temer que el problema de la


disponibilidad de fuerza de trabajo podría resolverse sólo con ayuda de
los inmigrantes europeos, pues se partía de la idea de que los afrodes-
cendientes no querían ser contratados como trabajadores asalariados
libres en las plantaciones.
Si bien la mayor parte de la emigración masiva europea hacia el
Nuevo Mundo marchó en dirección a los Estados Unidos, en casi
todas partes de América Latina surgieron asentamientos europeos,
entre ellos, muchos alemanes. La parte más meridional de Suramérica,
el llamado Cono Sur, atrajo a centenares de miles de inmigrantes, pues
su clima era más cercano al existente en Europa del norte, no vivía en
ella una población indígena numéricamente significativa y estaba dis-
ponible una gran cantidad de tierra fértil. Pero muchos de estos inmi-
grantes no se establecieron en el campo, como era el deseo de los Esta-
dos latinoamericanos, sino que se asentaron en las ciudades. Sobre
todo ciudades portuarias, como Buenos Aires, ofrecían oportunida-
des adecuadas a los artesanos y obreros europeos, y éstos brindaron
un considerable apoyo a la naciente industrialización. En estas regio-
nes se constituyó una especie de proletariado industrial y también una
clase media, y en ellas surgieron los primeros movimientos de mujeres
de América Latina.
Con respecto al desarrollo demográfico general aquí se mencionan
sólo algunas cifras muy sumarias, pues apenas contamos con datos fia-
bles para toda América Latina. Para el año 1825, es decir, hacia finales
de las guerras de independencia, la población de América Latina se cal-
culaba en alrededor de 23 millones de habitantes, la mitad de ellos en
México, América Central y la región del Caribe. De ellos, del 30 al 40%
eran indígenas; el número de blancos llegaba al 20%. En el año 1940 la
población total de América Latina llegaba a 130 millones, de ellos 41
millones en México, América Central y el Caribe, y 89 millones en
Suramérica. Esta distribución de la población refleja, entre otros facto-
res, la inmigración masiva en América del Sur. También las caracterís-
ticas de la composición étnica permiten reconocer la importancia de
este proceso. A principios del siglo XX, la proporción de la población
indígena en México, América Central y el Caribe se calculó en un 15%;
la mitad de la población era mestiza y la cuarta parte, blanca. En Sura-
mérica sólo el 8% de la población era indígena, mientras que la pobla-
ción blanca constituía por lo menos la mitad de los habitantes.
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Preguntémonos ahora cómo influyó la modernización económica


y también parcialmente social sobre la familia y el hogar entendido
como unidad económica doméstica. Puede seguirse relativamente
bien el desarrollo de las unidades domésticas, pues a fines del siglo
XVIII se realizaron los primeros censos poblacionales. Con respecto al
hogar, al igual que para Europa, reinó largo tiempo la concepción de
que se había dado una evolución desde la gran familia patriarcal hacia
la familia nuclear, lo que se explicaba esencialmente por las transfor-
maciones económicas y sociales producidas. El desarrollo hacia hoga-
res más pequeños reflejaría una tendencia hacia una mayor indepen-
dencia de los niños y un más fuerte individualismo de cada miembro
de la familia, ya descrito anteriormente. Es cierto que ya los estudios
sobre la familia, tanto para Europa como también para América Lati-
na, rechazaron unánimemente la concepción según la cual en la época
premoderna la gran familia patriarcal habría sido la norma. Con todo
merece la pena realizar un examen más detallado de las estructuras del
hogar y la familia en el transcurso del siglo XIX —que entretanto se
han convertido en objeto común tanto de la historia social como de
los estudios de familia—, pues las familias reaccionan siempre directa-
mente a los cambios económicos y sociales, y al revés, en varios aspec-
tos su propio proceso de adaptación facilita estos desarrollos. Esto
será explicado utilizando tres ejemplos diferentes tomados de Chile,
Brasil y Paraguay.
Dirijamos primero nuestra atención hacia el mundo rural de Chile
en dos regiones diferentes: el sur del país, donde predominó la agri-
cultura tradicional para la subsistencia, y la región de Aconcagua, en la
zona central, la cual ya había sido insertada en la comercialización y
las relaciones con el mercando mundial. En el sur de Chile, caracteri-
zado por las formas tradicionales de explotación de la tierra, y que por
ello estaba relativamente poco poblado, predominaban hogares de
familias pequeñas. También en el caso de esta región debe rechazarse
la idea de la existencia de grandes familias campesinas, pues siempre
allí donde hubo disponible suficiente tierra, los jóvenes fundaron su
propio hogar. La unidad doméstica promedio se componía aquí de
una pareja casada y tres hijos que vivían en la casa. Menos del 10% de
los hogares eran dirigidas por mujeres, las cuales por lo demás eran
viudas. Predominaban las relaciones familiares «ordenadas», en el sen-
tido de relaciones familiares patriarcales, con una cantidad aproxima-
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damente igual de miembros de un sexo y del otro, pues los hombres


no tenían que marchar a otros lugares para encontrar trabajo.
Otro era el panorama en Aconcagua, en el centro de Chile, donde
existía un grado relativamente alto de concentración de la propiedad de
la tierra y la densidad de población era considerablemente más alta. El
valle ofrecía condiciones ideales para el cultivo del trigo, pero por ser
un clima seco se requería, para lograr un incremento de la producción
agrícola, la construcción de un sistema de irrigación. Puesto que este
sistema exigía una inversión considerable de capital, esto condujo a una
alta concentración de recursos en las manos de unos pocos. Por otro
lado, emigrantes de otras regiones se sintieron atraídos, pues en la agri-
cultura fuertemente comercializada puede obtenerse un ingreso mayor
como trabajador asalariado. Así surgió la siguiente situación: los
pequeños propietarios agrícolas, sean los tradicionalmente asentados
allí o recién llegados, trabajaban su parcela sólo para el auto-consumo,
y en la época de cosecha trabajaban a destajo, como jornaleros tempo-
rales, en las grandes fincas. En estas regiones las células económicas
domésticas eran considerablemente más amplias, sobre todo porque se
acogía en el hogar a personas adicionales, los así llamados «agregados».
Además, esta región se caracterizaba por una cantidad relativamente
alta (dos quintas partes) de hogares encabezadas por una mujer. Tanto
la gran cantidad de «agregados» como de unidades domésticas dirigi-
das por mujeres pueden explicarse por la emigración de trabajadores.
Al no alcanzar la tierra disponible para mantener a la familia, muchos
hombres se trasladaban hacia las haciendas vecinas o hacia otras regio-
nes, para ganarse la vida. En la mayoría de los casos, las mujeres y los
hijos permanecían en el hogar. En otros casos, las familias acomodadas
o las haciendas que producían para la exportación empleaban trabaja-
dores emigrantes, que no podían fundar un hogar propio. Es cierto que
en las haciendas o las aldeas que producían intensivamente para la
exportación había un cierto bienestar, pero con todo predominaba la
escasez de tierras. Por estas razones en estas aldeas la cantidad de
miembros de uno y otro sexo en cada familia era en cierta medida pare-
ja: los hombres no emigraban, y las unidades domésticas eran conside-
rablemente más grandes, pues incluso los hijos ya crecidos permanecí-
an en el hogar por más tiempo.
Esta muestra general señala una diferencia fundamental entre las
unidades domésticas de las grandes haciendas y aquellas de los peque-
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ños propietarios rurales. Es claro que en las regiones orientadas a la


producción para el mercado era más difícil fundar un hogar propio,
por lo que aquéllos que disponían de uno se encontraban en una posi-
ción privilegiada y podían mejorar sus ingresos mediante la recepción
de trabajadores emigrantes. En tanto no fueran expulsados por terra-
tenientes que necesitaban más tierras para cultivar, podían buscar un
empleo en la región, e incluso sus hijos ya crecidos no tenían que emi-
grar, sino que podían seguir viviendo como parte de la unidad domés-
tica y trabajar en la hacienda. En esta región se encontraban hogares
relativamente más grandes, en su mayoría encabezados por hombres,
y que eran muy complejas en su composición. Entre los pequeños
propietarios rurales, por el contrario, los hombres frecuentemente se
separaban de la familia para obtener un ingreso adicional en otros
lugares. Por ello aquí se encontraba una mayor proporción de hogares
encabezados por mujeres.
Las investigaciones sobre el desarrollo en Chile muestran cómo los
factores económicos influyeron sobre las estructuras de la unidad
doméstica. Los hogares ampliados constituyeron una respuesta a la
presión demográfica en una región en la que el desarrollo de la produc-
ción para la comercialización había transformado la relación entre la
tierra disponible y la fuerza de trabajo. La flexibilidad de las unidades
domésticas permitió a los sectores más pobres manejar la transición de
la economía de subsistencia hacia la economía orientada al mercado.
Mediante relaciones de padrinazgo, amistad y admisión de miembros
agregados, la responsabilidad por la familia se repartió sobre varios
hombros, y en aquellas regiones donde temporalmente se daba una
gran demanda de fuerza de trabajo, la solución más simple fue la inte-
gración como «agregado» en unidades domésticas ya existentes. La
transformación de las estructuras de hogar fue tanto un producto
«pasivo» del cambio económico como también una estrategia «activa».
En el caso de São Paulo, disponemos de los resultados de los censos
de población de los años 1765, 1802 y 1836, de tal modo que podemos
tener una buena visión diacrónica. Estos tres años marcan tres fases
económicas diferentes en São Paulo: en 1765 tanto la ciudad como el
campo estaban caracterizadas por la economía de subsistencia. En 1802
se había alcanzado la transición hacia una sociedad basada en el inter-
cambio simple, la agricultura había sido desplazada considerablemente
por la economía urbana y el comercio, así como la producción textil se
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habían desarrollado hasta convertirse en las más importantes ramas


económicas. Hasta 1836 São Paulo se había concentrado completa-
mente en la producción destinada a la exportación, de tal manera que
en la ciudad predominaban los servicios conectados con ésta. Este pro-
ceso ocurrió aproximadamente así: São Paulo fue siempre una ciudad
con una gran fluctuación de la población, en la que eran las mujeres
sobre todo las que habían garantizado la estabilidad, mientras que los
hombres se trasladaban a las regiones mineras para buscar una mejor
vida. Las ganancias generales se invertían en el mejoramiento de la
infraestructura, con lo que la región pudo ingresar, a principios del
siglo XIX en la economía de exportación. Primeramente predominó la
producción de azúcar, pero a mediados del siglo se cambió hacia el
café. Este cambio llevó en el campo a que las empresas familiares per-
dieran su competitividad en la economía de exportación. Los pequeños
propietarios rurales tuvieron que convertirse en trabajadores asalaria-
dos o emigrar. Los hogares más pobres se disolvieron. Los miembros
de la familia que permanecieron en sus hogares, como por ejemplo
mujeres y niños, a menudo se unieron a otras unidades domésticas.
En las ciudades existían muchas posibilidades de ocupación para
las mujeres: podían ganarse la vida como empleadas domésticas,
lavanderas, costureras o fabricantes de velas. La producción textil y de
velas tenía lugar en pequeñas unidades en las casas, donde se podía
coser o fabricar velas sin grandes inversiones. En esta época, en las ciu-
dades creció la cantidad de hogares femeninos. Adecuadas condicio-
nes para el comercio a menudeo y la pequeña producción fortalecie-
ron esta tendencia, hasta que el establecimiento de la producción
industrial marginó nuevamente a las mujeres.
La jefatura de hogar parte de las mujeres se expresa en cifras de la
siguiente manera: en 1765 el 28,8% de las unidades domésticas en la
ciudad de São Paulo estaban dirigidas por mujeres; en 1802 esta cifra
creció al 44,7%; en 1836 se redujo al 39,3% y permaneció aproxima-
damente en este nivel todo el resto del siglo XIX. A fines de ese siglo,
aproximadamente la mitad de todos los hogares de la ciudad de São
Paulo estaban encabezadas por mujeres, lo que quiere decir que en
ellas no vivía ningún hombre adulto en la casa. La destrucción de la
economía campesina y la integración de hombres y mujeres de los sec-
tores empobrecidos al trabajo asalariado condujeron consecuente-
mente a la fragmentación de la familia.
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El alto porcentaje de unidades domésticas dirigidas por mujeres


puede comprobarse incluso en algunas regiones en las que la moderni-
zación económica del siglo XIX no tuvo lugar en absoluto. En Paraguay
encontramos hasta hoy una población que vive en gran parte de una
economía de subsistencia. Hasta comienzos del siglo XX la única fuen-
te de riqueza era la exportación de la yerba mate, conocida como el té
del Paraguay. Es cierto que Paraguay contaba hacia mediados del siglo
XIX con uno de los primeros ferrocarriles del continente, un sistema
telegráfico, así como plantas siderúrgicas, pero esta modernización
correspondió esencialmente a necesidades militares y abarcó sólo a una
pequeña parte de la población. Si bien la economía agraria tradicional
persistió, en 1846 casi la mitad de todas las unidades domésticas esta-
ban dirigidas por mujeres, fueran éstas solteras, abandonadas o viudas.
También en Paraguay se manifestó un significativo flujo del campo
hacia la ciudad. Mientras que en las dos grandes ciudades de Asunción
y Villa Rica la proporción de las familias dirigidas por mujeres era del
63,7% y el 56,7% respectivamente (extremadamente alta), en los dis-
tritos rurales vivían solas entre la cuarta y la tercera parte de las muje-
res. Allí más de la mitad de los hogares se correspondía con la conoci-
da fórmula de la familia nuclear, con los padres y los hijos. Estas cifras
se explican por la emigración, tanto de los hombres como también de
las mujeres. Los hombres paraguayos pasaban una gran parte de su
juventud en el servicio militar, pues el país, desde que obtuvo su inde-
pendencia, estaba constantemente amenazado por Argentina y Brasil.
El alto grado de militarización se hacía evidente en las ciudades, en
cuyas cercanías se encontraban grandes cuarteles. Por ello incluso en
una ciudad relativamente pobre como Asunción había una gran
demanda de trabajo femenino. Las paraguayas trabajaban como lavan-
deras independientes, costureras, cocineras y planchadoras para las
pocas familias acomodadas, así como para los soldados de los cuarteles.
A esto se añadió una condición favorable: ni en el campo ni en las cer-
canías de Asunción había escasez de tierras. Había una gran cantidad
de tierras estatales que se podían tomar en arriendo, lo que posibilitó a
las mujeres pobres tener su propia choza.
En las regiones agrícolas, las relaciones de género en general se
caracterizaban por una considerable igualdad numérica, con excep-
ción de las zonas en las que se producía la yerba mate. La elaboración
de este producto exigía que los hombres pasaran semanas en los bos-
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ques recolectando esta planta y secándola. Muchos no volvían de


regreso a sus hogares con sus mujeres, sobre todo porque no pocos de
ellos encontraban la muerte en este trabajo. Por ello en estas regiones
se encontraban muchas unidades domésticas al frente de los cuales se
encontraba «sólo» una mujer.
La adaptación de los hogares a las exigencias económicas y sociales
se mostró también en los ya mencionados censos de población en la
distribución de «agregados» y sirvientes. La admisión de «agregados»
constituía claramente una estrategia de solución de problemas por
parte de los sectores empobrecidos, comparable con la situación en la
zona central de Chile. Los sectores acomodados, por el contrario, se
permitían emplear sirvientes. La mayor proporción de sirvientes, que
podían ser esclavos o personas libres, podía encontrarse casi siempre
en hogares encabezados por viudas. Las mujeres solteras pobres,
generalmente, recurrían a la familia, tanto a hijas como a nietos y tam-
bién hermanas o sobrinas y sobrinos, que trabajaban junto con ellas
por procurarse el sustento. Esto puede afirmarse a partir de las
siguientes cifras: como promedio, en el 14,1% de las familias encabe-
zadas por mujeres solteras vivían hermanas de aquella y/o sus hijos,
mientras que en las encabezadas por viudas o parejas esto ocurría sólo
en un 2 o 3% de los casos. También en el ejemplo de Paraguay pode-
mos apreciar que las estructuras de las unidades domésticas se adapta-
ron a las condiciones sociales y económicas.
Como muestra el ejemplo de los «agregados», la familia y el hogar
no pueden identificarse. Por otra parte, los datos obtenidos sobre las
estructuras de las unidades domésticas plantean nuevas interrogantes
sobre la familia. La más importante, sin dudas, es aquella sobre los
efectos producidos por el alto número de mujeres solas con hijos, que
ha sido y sigue siendo un fenómeno común sobre todo en los sectores
más pobres. En una sociedad como la del Paraguay en el siglo XIX,
donde más de la mitad de la población había nacido fuera del matri-
monio, ¿podía considerarse la ilegitimidad como un estigma? ¿Qué
significación tuvo la gran cantidad de hogares encabezados por muje-
res para las relaciones con los padres? ¿Mostraron los padres algún
tipo de relación y responsabilidad para con los hijos, o debe suponer-
se que estos niños crecieron en un entorno hogareño carente de la
figura paterna y, en consecuencia, no tuvieron ninguna persona mas-
culina de referencia en la edad adulta? Las características de las fuen-
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tes disponibles y el desarrollo alcanzado por las investigaciones no


permiten responder satisfactoriamente estas preguntas. Pero hay algu-
nos indicios, provenientes de investigaciones realizadas sobre los
barrios pobres de las grandes ciudades modernas, donde predominan
relaciones comparables. Puede asegurarse que comúnmente otros
hombres, sobre todo el abuelo materno o el hermano de la madre des-
empeñan el papel de una especie de padre o esposo sustituto. Algo
similar puede presumirse con respecto al siglo pasado. Un primer aná-
lisis de los padrinos de niños nacidos fuera del matrimonio en São
Paulo en el siglo XIX ha mostrado que era muy corriente que herma-
nos o padres fueran nombrados padrinos. Teniendo en cuenta la gran
significación que tiene en Latinoamérica la institución del padrinazgo,
puede asumirse que los padrinos mantenían una relación a lo largo de
toda la vida con sus ahijados. Por lo tanto, los hogares encabezadas
por mujeres no eran estaban «carentes de hombres» como pudiera
parecer a primera vista.
El predominio en la América Latina del siglo XIX de unidades
domésticas pequeñas, frecuentemente centradas en una mujer, plantea
el problema de si, pese a todo, debemos tomar como punto de partida
la existencia de una estructura de gran familia patriarcal. Este proble-
ma puede examinarse más fácilmente si estudiamos a las familias de los
sectores superiores, pues aquí disponemos de más fuentes. Cartas pri-
vadas y de negocios, informes de viajes así como los asientos en los
libros de propiedad territorial, nos abren la posibilidad de realizar un
estudio más cercano de estas familias. En un amplio estudio sobre
familias de los sectores altos y medios en México se llegó a la conclu-
sión de que éstas pudieron permanecer unidas a lo largo de varias
generaciones y conformar unidades domésticas diferentes; en las pos-
teriores ramificaciones generacionales se mantuvo garantizado la rela-
ción espacial, ya que las distintas familias siguieron viviendo dentro de
los mismos barrios, a menudo incluso en la misma calle. Esto permi-
tió, sobre todo en el siglo pasado, que se pudieran seguir realizando
conjuntamente importantes tareas cotidianas, como el lavado de la
ropa. En la mayoría de los casos, la estrecha convivencia de la familia
se mantenía durante tres generaciones. Después de eso, las posteriores
ramificaciones llevaban a que los vínculos se aflojaran.
Al interior del círculo familiar ampliado se llegó a una relación
patrón-cliente, en la que las personas económicamente acomodadas y
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poderosas ayudaban a parientes más pobres o que vivían solos, pro-


porcionándoles por ejemplo un trabajo en su negocio o apoyando
financieramente a una viuda. En muchos casos un patriarca encabeza-
ba al clan, aunque la madre o la abuela asumían una posición al menos
de similar importancia, pues ella constituía el centro en el que regular-
mente se encontraban todos los miembros de la familia. De esta mane-
ra ella mantenía a la familia unida y conservaba en sus manos los hilos
de la comunicación entre sus miembros. Sobre todo en relación con
las relaciones informales en el seno de la familia, las mujeres desempe-
ñaban un papel importante, pues ellas fomentaban los contactos
mediante regalos, atenciones en los días de fiesta, visitas y, natural-
mente, el intercambio de chismes y habladurías.
La duración de la interrelación familiar en ciclos de aproximada-
mente tres generaciones, pudo constatarse también en una investiga-
ción sobre acaudaladas familias de comerciantes en Argentina y Chile
en el siglo XIX. Aquí quedó claro que era sobre todo en la primera
generación, cuando se estaba cimentando la posición social y econó-
mica de la familia, donde la realización de matrimonios «adecuados»
adquiría especial importancia. Estos matrimonios generaban capital,
así como relaciones políticas y sociales, que eran de especial impor-
tancia, sobre todo en aquellas sociedades latinoamericanas del siglo
XIX que se estaban deshaciendo debido a las guerras de independencia.
En esta época las relaciones familiares y la fortuna de la familia repre-
sentaban un factor esencial para los empresarios y los comerciantes,
sin las cuales no era posible ninguna gran inversión. La institución tra-
dicional de crédito, la Iglesia católica, se encontraba en apuros, y has-
ta fines de ese siglo no surgió un sistema bancario que hubiera podido
asumir este papel. Por lo tanto, todas aquellas grandes empresas que
requerían grandes sumas de dinero sólo podían ser realizadas median-
te la familia. El matrimonio de una hija con un comerciante europeo
recién llegado y con mucho capital, proporcionaba a la familia un
medio adicional. El nuevo yerno obtenía a cambio contactos sociales
y políticos y prestigio en estos campos, lo que a su vez repercutía
favorablemente en sus negocios.
En la segunda generación, las familias de los sectores altos se carac-
terizaban por una más fuerte endogamia. Es decir, se casaban entre sí
parientes lejanos, con lo que se fortalecían los lazos familiares y se
mantenía dentro de la familia el capital, que de lo contrario se disper-
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saría debido a la división por razones de herencia. Es también la épo-


ca en la que las mujeres, que lograban unificar a la familia, desempeña-
ban un papel extraordinariamente importante. En el transcurso de la
consolidación de las nuevas repúblicas, los hombres asumían frecuen-
temente cargos políticos, lo que a su vez abría a la familia nuevas posi-
bilidades económicas.
En la tercera generación era necesario, para el clan familiar, incluir
en su seno a nuevas personas de afuera, pues sólo así era posible lograr
una diversificación de las actividades económicas y conservar las rela-
ciones de carácter económico. Por cuanto la familia tenía nuevamente
que abrirse a la sociedad, el viejo clan se disolvía paulatinamente, pues
la cantidad de sus miembros se hacía tan grande que ya no era posible
seguir manteniendo en forma efectiva el agrupamiento familiar. Des-
pués de la tercera generación el ciclo comenzaba de nuevo.
Las unidades domésticas y las familias constituyeron los lugares
centrales de articulación entre el individuo y la sociedad, tanto en los
estratos bajos como en los altos, pero también fueron elementos
mediadores en el tránsito de una sociedad rural o estamentalmente
estructurada a una sociedad industrial orientada a la exportación y
basada sobre relaciones de clases. La familia no era sólo un elemento
pasivo que reaccionaba ante los cambios e intentaba amortiguarlos
como pudiera, sino que intervino activamente en el proceso de
modernización económica y social. La unidad doméstica y la familia
extendida, en el sentido de familias nucleares que vivían en cercanía y
en estrecha comunicación, pueden ser entendidas en el siglo XIX como
un grupo social informal que creó una cierta estabilidad dentro del
vacío político e institucional existente en la primera mitad de ese siglo.
Los intereses económicos y sociales comunes de estos clanes familia-
res provocaron que, pese a las numerosas tendencias modernizadoras,
las sociedades de América Latina no hayan llegado a ser en el siglo XX
sociedades de individuos y familias nucleares, sino que siguen —por
lo menos en gran parte— conservando un cierto carácter corporativo,
referido esencialmente a las relaciones en familiares.
A pesar de la gran significación de la familia, en la mayoría de los
países latinoamericanos aumentó a lo largo del siglo XIX y hasta los
años treinta del siglo XX la tendencia a no casarse, al igual que la tasa
de nacimientos ilegítimos. En una investigación que abarcó un gran
período de tiempo en un pueblo chileno pudo constatarse, para el
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período comprendido desde 1840 hasta 1930, un aumento de los naci-


mientos ocurridos fuera del matrimonio de un 30% a cerca de un 50%
de la población; en las décadas siguientes esta cifra disminuyó en for-
ma paulatina pero constante. Muchas parejas contraían matrimonio
sólo después de muchos años de vida en común, una conducta que
todavía hoy puede observarse en otros países latinoamericanos, sobre
todo en las zonas rurales pobres. El matrimonio era más bien el pun-
to culminante de la vida en común, y no su inicio. Las personas no se
casaban hasta que las relaciones económicas y familiares no estuvieran
consolidadas, y cuando se estaba seguro de la pareja. Especialmente
las mujeres temían que, de no ser así, el hombre la despojara de
muchas de sus libertades, se gastara el dinero en alcohol o, incluso en
una amante. Si se casaban desde el inicio, entonces y a los ojos de la
sociedad, se ampliaban los límites de lo que la mujer tenía que tolerar.
«No necesito hombre, sobre todo si no es trabajador. Necesito
alguien que me ayude pero si es alguien que me va a cargar de trabajo
y encima darte unos palos, eso no», declaró Julia a una antropóloga
paraguaya, y como ella pensaban y piensan muchas mujeres.37 Pero si
se encontraba una pareja así, y ésta demostraba después de muchos
años de vida en común su sentido de responsabilidad por la familia,
entonces se efectuaba con gusto el matrimonio, pues esto no sólo tra-
ía consigo consideración por parte de la comunidad, sino que también
complacía a Dios, una convicción que ganaba en importancia con el
aumento de los años.
A menudo se ha escrito que la pobreza es la causa fundamental que
impidió la realización del matrimonio en los sectores bajos. Uno de
los argumentos centrales es el de los elevados costos de celebrar una
boda en la iglesia. El argumento de las tasas de la Iglesia perdió fuerza,
debido a que la mayoría de los países latinoamericanos introdujo el
matrimonio civil a fines del siglo XIX. No obstante, en la mayoría de
las regiones no aumentó la cifra de los matrimonios y la proporción de
nacimientos fuera del matrimonio y de concubinatos siguió crecien-
do. Esto puede explicarse por el hecho de que, tal vez, no son tantos
los costos de la ceremonia religiosa que impiden el matrimonio, sino
los de la fiesta que se espera en este evento. Pero la tendencia a no
casarse se invirtió entre la población indígena. Viviendo en sus aldeas,
hasta finales del siglo XIX constituían una población caracterizada por
una muy baja proporción de ilegitimidad y vida en concubinato, pero
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después de la introducción del matrimonio civil en México y Centro


América, de repente, se registraron en las regiones indígenas las más
altas cifras porcentuales de nacimientos fuera del matrimonio. Esto se
debió a que no aceptaron el matrimonio civil. Entre los indígenas, el
matrimonio era concebido como un asunto religioso, y el acto oficial
exigido por el Estado les parecía completamente carente de sentido. A
sus ojos, el matrimonio no era un asunto contractual, sino un acto
simbólico, motivado social y religiosamente.
No fue hasta el período comprendido entre los años treinta y los
cincuenta del siglo XX cuando se evidenció un desvío en esta tendencia
a no casarse, tanto en México y Guatemala como también en Chile,
debido al paulatino surgimiento de una clase media y al estableci-
miento por el Estado de una política social. La concesión de présta-
mos a las parejas que se casaban, la introducción de pensiones —aun-
que aún muy precarias— así como una relativamente mayor
estabilidad económica, condujo a una transformación del comporta-
miento. El matrimonio civil fue aceptado ahora por amplias capas de
la población. Si esto se debió a un cambio paulatino de la concepción
de las personas al respecto o sólo a la circunstancia de que con ello se
podía disfrutar del apoyo brindado por el Estado, es algo difícil de
establecer. Posiblemente ambos factores interactuaron entre sí. Tam-
bién la población indígena pasó a reconocer en mayor medida el papel
del Estado con relación a la estructuración familiar. Para los sectores
populares mestizos, puede asumirse que la mejoría y estabilidad eco-
nómicas los llevaron a adoptar las normas de comportamiento de los
sectores medios y superior. Sobre todo el fortalecimiento de las con-
diciones básicas de vida contribuyó considerablemente a la transfor-
mación de estas actitudes. Una cierta estabilidad económica permitía a
los integrantes de los sectores populares asumir la responsabilidad
adicional que significaba un matrimonio, o comprender la necesidad
de asegurar, mediante una boda, que el proceso de transmisión here-
ditaria de los bienes transcurriera sin tropiezos legales. Aquí observa-
mos otra vez un entrelazamiento entre el proceso de cambios socioe-
conómicos y las transformaciones en el comportamiento familiar.
Este entrelazamiento condujo a importantes variaciones demográfi-
cas. Por ejemplo, en Chile disminuyó la edad promedio de casamien-
to de las mujeres en dos años, un cambio importante desde el punto de
vista estadístico. El descenso de la edad de casamiento, a su vez, trajo
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consigo un aumento en la cantidad promedio de hijos y con ello de la


población, y por consiguiente de la presión poblacional. Es cierto que
la transición demográfica hacia un aumento constante de la población
estuvo condicionada en general por el descenso en la tasa de mortali-
dad, pero no puede subestimarse la importancia de los factores ya
mencionados al interior de las estructuras familiares.

LAS OBRERAS DE LAS FÁBRICAS, LAS PROSTITUTAS


Y LA «MORAL PÚBLICA»

En el tránsito del siglo XIX al XX, la modernización de Latinoamérica


y su inserción en el mercado mundial condujeron por un lado a la inten-
sificación de la producción agrícola y por otro a la urbanización y la
industrialización. Especialmente en el Cono Sur, Brasil y en ciertas
regiones de México, la aceleración de la modernización produjo la apari-
ción de una clase obrera, así como de un sector medio que creció paula-
tinamente en importancia y que se empleaba sobre todo en las profesio-
nes liberales y los servicios. Estas transformaciones fueron acompañadas
—con la excepción de México— de una inmigración masiva provenien-
te de Europa, que provocó transformaciones no sólo en la composición
étnica de estas sociedades: los inmigrantes trajeron consigo al nuevo
mundo los modelos europeos de sociedad. Se asentaron las ideas socia-
listas y anarquistas, y también la «cuestión femenina», tan debatida en
aquel continente, dejó sus huellas en estas sociedades tan fuertemente
orientadas hacia Europa. Con la industrialización creció en América
Latina el trabajo femenino e infantil fuera del hogar. En algunas ciuda-
des, sobre todo en el sur del continente y en México, surgieron ramas
industriales en las que se empleó mayoritariamente la fuerza de trabajo
femenina. Junto con ello, el trabajo a domicilio siguió siendo una impor-
tante rama de la economía, precisamente para las mujeres de las ciudades.
No es fácil obtener datos fiables sobre las obreras en América Lati-
na de principios del siglo XX. Disponemos de ellos respecto a Argen-
tina y especialmente sobre la ciudad de Buenos Aires. Allí, en esta
época, las mujeres representaban la tercera parte de la fuerza de traba-
jo. En Chile llegó al 20%. Estas cifras permiten comprender con clari-
dad cuán importante llegó a ser el trabajo asalariado realizado fuera
del hogar; lo suficientemente importante como para que pronto recla-
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mara la atención del Estado y de la sociedad. En todos los países seña-


lados se comenzó a pensar en las consecuencias del trabajo femenino,
sobre todo con relación al papel de las madres y sobre la estructura de
la familia. Los Estados promulgaron una serie de leyes de protección
a la maternidad, y los sindicatos se comprometieron con el tema feme-
nino. Esto último no tuvo lugar sin ciertas resistencias, pero era
imprescindible, pues el salario promedio de una mujer era una tercera
parte menor que el de un hombre con la misma calificación.
Las mujeres trabajaban en su mayoría en la industria alimentaria y
textil: en Argentina en la muy expandida industria de conservas de car-
ne, en Brasil y México en la producción de chocolate y tabaco o en la
industria de elaboración del cuero. Otra rama importante en Argentina
fue la industria de producción de alpargatas. Fue sobre todo en la pro-
ducción textil donde con más claridad pudo apreciarse el proceso de
una más bien lenta y gradual integración femenina en el sector indus-
trial. En muchos casos hubo una fase de transición, en la que inicial-
mente las mujeres producían mediante trabajo manual a domicilio los
artículos textiles. La difusión de máquinas de coser a fines del siglo XIX
condujo posteriormente no tanto a facilitar el trabajo de las mujeres,
sino más bien a la caída de los precios. Ello provocó que pocas mujeres
estuvieran en condiciones de comprar esas máquinas para realizar su
trabajo casero. Se vieron obligadas a trabajar a destajo en las fábricas o a
utilizar las salas de costura creadas por organizaciones de caridad, en las
que podían utilizar sin costo alguno estas máquinas de coser. Sólo era
necesario un pequeño paso para llegar al trabajo fabril ordinario.
Desde el siglo XVIII la producción de cigarros se realizaba en manu-
facturas similares a una fábrica. Debe señalarse que en ésta, como en
otras ramas industriales, existían pésimas condiciones higiénicas, pero
además que la paulatina automatización no condujo a facilitar el tra-
bajo de las mujeres, sino a aumentar la presión productiva sobre ellas.
Así, en una manufactura tabacalera mexicana, la norma de producción
diaria aumentó en cinco años de 2.185 cigarros a 2.600. La jornada
laboral consistía en general de 14 a 15 horas diarias. Las intervencio-
nes por parte del Estado con el objetivo de limitar el máximo de la
producción diaria a 2.400 piezas alcanzaron un éxito muy limitado,
pues precisamente en esta fase de la modernización y de una vigorosa
política estatal de industrialización, los intereses de los empleadores
eran más importantes que los de los obreros.
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En el sur de Brasil trabajaban muchas mujeres en la producción de


sacos de yute, necesarios para empacar el café. En esta rama producti-
va el 74% de la fuerza de trabajo era femenina, muchas de ellas costu-
reras que realizaban su labor a domicilio. Esto se debía a que no se
podían producir adecuadamente los sacos en forma maquinizada, y
además a que éste era un negocio de temporada, pues era en la época
de la cosecha cuando se demandaban grandes cantidades de sacos. El
trabajo a domicilio presentaba la ventaja de una jornada de trabajo
más flexible. En otras palabras: durante el período de cosecha, las
mujeres podían extender casi ilimitadamente su jornada laboral. Por
supuesto este tipo de trabajo era muy peligroso para la salud, sobre
todo porque se realizaba en pequeños locales con mala ventilación. El
polvo del yute facilitaba la propagación de la tuberculosis, enferme-
dad muy extendida entonces entre los sectores más empobrecidos.
Pero este tipo de trabajo a domicilio representaba para muchas muje-
res la única posibilidad de poder vincular el trabajo asalariado con el
cuidado a los hijos. A principios del siglo XX, en Buenos Aires traba-
jaban cerca de 60.000 personas en sus casas, la mayoría de las cuales
vivían en los límites de la pobreza y eran mujeres. Muy pronto las
autoridades sanitarias estatales se ocuparon de estas mujeres, cuyos
hijos constituirían la futura fuerza de trabajo y serían los futuros sol-
dados. Los partidos de izquierda y los sindicatos encontraron cada
vez más seguidores y demandaron medidas de protección para las
mujeres en las empresas industriales. Hasta dónde el objetivo era eli-
minar la competencia que significaba el trabajo femenino, que supues-
tamente influía en el descenso de los salarios, es algo que no puede
establecerse.
Además de las muchas obreras empleadas en fábricas, había un
número creciente de mujeres asalariadas pertenecientes a los sectores
medios, que se empleaban sobre todo como maestras, telegrafistas,
secretarias o contadoras. Ellas desempeñaban un papel importante en
el discurso público, pues constituían la prueba de que el país avanzaba
por el camino de la modernización. Demostraban que eran capaces y
diligentes y también económicamente independientes y, desde su
punto de vista, aportaban una contribución importante para la nación
y la sociedad. Un testigo de un concurso femenil estenográfico en
México expresó esta opinión de la siguiente manera:
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192 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

La redacción se llenó de muchachas, ávidas de disputar el premio,


cuando instaladas todas en aquel gran patio de cristales sonó la voz del
ataque, y las máquinas de escribir se desbarataban entre aquellas manitas
ágiles y hermosas. [...] Vi el concurso desde un balcón y anonadado por
aquella habilidad [...] y sintiendo hincharme el pecho de satisfacción no
pude menos que exclamar: ¡sublime!»38

Los sectores medios proclamaron la actividad profesional de las


mujeres como una vía para que éstas alcanzaran su independencia con
respecto a sus padres, pudieran permitirse un matrimonio por amor y
facilitarse la creación de una familia feliz. Con ello se pasaba por alto
que fueron ante todo las crisis económicas ocurridas entre 1915 y 1930
lo que obligó a muchas mujeres de los sectores medios, ya casadas y
con hijos, a buscar un trabajo fuera de sus hogares. En general esto no
les proporcionó un ingreso suficiente, de manera que no pudieron
volverse independientes y sólo ganaban lo suficiente para costearse la
alimentación. Fueron precisamente estas mujeres las que participaron
activamente en el movimiento feminista.
En la época de tránsito del siglo XIX al XX, una categoría especial de
mujeres trabajadoras, las prostitutas, fue objeto de una importante
discusión pública. Es cierto que esta profesión, «la más antigua del
mundo», existía en América Latina desde mucho antes, pero llama la
atención que despertara tanta atención precisamente en esta época en
casi todos los países. Con el crecimiento de la actividad laboral de las
mujeres tuvieron que transformarse las concepciones morales tradi-
cionales. El enclaustramiento femenino en el hogar, como medio para
demostrar la honestidad, ya no era un camino aceptable para las muje-
res de los sectores medios, aunque los hombres temían que el trabajo
de sus hijas y esposas fuera del hogar les hiciera perder el control sobre
ellas. Para al menos poder diferenciarse de los sectores bajos hasta
donde fuera posible en la actividad laboral, las mujeres de los sectores
medios tenían que caracterizarse a sí mismas mediante otros criterios
de valoración social y moral. Pulcritud, puntualidad, moderación en el
gasto y superioridad moral devinieron ahora en señas de reconoci-
miento de los grupos burgueses y pequeño-burgueses frente a los
obreros y obreras, vistos cada vez más como fuerza peligrosa. Las
prostitutas se convirtieron en símbolo de los peligros a los que se
exponían los sectores medios, y sobre todo sus mujeres.
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El desarrollo del proceso de modernización general transformó la


vida social en las grandes ciudades latinoamericanas debido a un con-
junto de factores, como los que ya fueron explicados en el caso de Río
de Janeiro: mejoramiento de la infraestructura (por ejemplo tranvías e
iluminación de las calles), fuerte inmigración europea, así como el sur-
gimiento de un sector medio. Las formas de sociabilidad, concentra-
das hasta entonces en las grandes casas privadas y palacios, se trasla-
daron crecientemente hacia el espacio público. Aparecieron nuevas
formas de diversión para el tiempo libre: las clases medias y alta utili-
zaron los cafés, las representaciones de opera y los teatros, y los sec-
tores pobres del Cono Sur, los bares de tango. Con estas nuevas for-
mas de lo público, que también crearon nuevos espacios públicos para
las mujeres, fue preciso redefinir los límites de lo que le era permitido
y lo que le estaba prohibido a la «mujer honesta». La prostituta ofre-
ció una contra-imagen con respecto a la mujer moderna, abierta al
mundo, perteneciente a los sectores medios y alto, que buscaba
emplear su tiempo libe en diversiones fuera del hogar, pero que no
traspasaba las fronteras de lo permitido.
Cuán virulenta llegó a ser la discusión sobre la prostitución y sus
efectos sobre la sociedad, puede ilustrarse tomando como ejemplo
Buenos Aires. En tanto gran ciudad portuaria y estación de tránsito de
muchos inmigrantes masculinos en la época de fin de siglo, contaba
con una gran cantidad de burdeles. En Buenos Aires, la discusión fue
más vehemente que en otras ciudades, y se desarrolló con un matiz
especial. Algo similar ocurrió en Río de Janeiro, Ciudad de México o
La Habana. A fines del siglo XIX, Buenos Aires era la ciudad latinoa-
mericana de inmigrantes por excelencia, y Argentina recibió la mayor
cantidad de inmigrantes después de los Estados Unidos. Pero también
São Paulo, Montevideo y Valparaíso fueron puntos preferidos de lle-
gada de inmigrantes provenientes del norte y el sur de Europa. La
población de Buenos Aires creció de cerca de 180.000 habitantes en
1869 a 1,4 millones en 1914. Es decir: la población creció casi diez
veces en 45 años. En 1895, tres de cada cuatro hombres adultos en
Buenos Aires eran de origen extranjero. En 1914, el 60% de las muje-
res y el 70% de los hombres habían nacido fuera del país. Estos datos
permiten tener una visión de las dimensiones de la inmigración y com-
prender las transformaciones sociales colaterales que la acompañaron.
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194 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

A fines del siglo XIX Buenos Aires no era sólo un destino preferido
para muchos inmigrantes carentes de medios procedentes del centro y
el este de Europa y del sur de Italia: esta ciudad portuaria era vista por
una gran parte de la opinión pública europea como la metrópoli de la
inmoralidad y la prostitución. Muchas mujeres europeas, sobre todo
jóvenes judías de Europa del Este, eran frecuentemente secuestradas, o
atraídas con falsas promesas de casamiento en América Latina y des-
pués obligadas a prostituirse. Una importante razón para la concentra-
ción de jóvenes prostitutas judías radicaba en la difícil situación de los
hebreos en Europa del Este durante esta época, caracterizada por un
creciente antisemitismo. Ya hacia 1870 los grupos reformistas judíos
comenzaron a recabar apoyo en la opinión pública europea contra el
antisemitismo, y también contra la explotación sexual de las inmigran-
tes en América Latina. Estos llamamientos encontraron amplia reso-
nancia sobre todo en Inglaterra, y allí se constituyó una «anti-white-
slavery campaign» (campaña contra la trata de blancas), que reproducía
en parte la exitosa campaña contra la esclavitud de la primera mitad del
siglo XIX. Desde el punto de vista de los ingleses, una de las causas fun-
damentales de esta situación inconveniente residía en el hecho de que
en Argentina la prostitución era legal. Al contrario de lo que ocurría en
muchos países protestantes, en los que estaba prohibida, la mayoría de
los católicos en América Latina veían la prostitución como un mal
necesario. En esto no coincidían con la posición al respecto del Vatica-
no, pero siempre podían remitirse a San Agustín o a Santo Tomás de
Aquino. De todas maneras, también en Europa se había comenzado a
legalizar la prostitución en algunos países desde principios del siglo
XIX, sobre todo porque se esperaba lograr así un mejor control de las
muy propagadas enfermedades venéreas.
Probablemente Buenos Aires no era ni más ni menos inmoral que
otras ciudades portuarias latinoamericanas o europeas, pero fue tal
vez la circunstancia de que, debido a la masiva inmigración, fuera muy
común que mujeres de origen europeo trabajaran en los burdeles
argentinos, lo que movió a ciertos grupos europeos a alertar sobre los
peligros de la emigración. También en Argentina se levantaron voces
contra la «trata de blancas». Fue sobre todo el partido socialista argen-
tino, fundado en 1886, el que asumió esta demanda. Su primer parla-
mentario elegido al Congreso nacional presentó en 1907 un proyecto
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de ley que declaraba ilegal todas las actividades de proxenetismo, pero


su iniciativa no prosperó. El debate estuvo caracterizado por un tono
fuertemente moralizante, que se redujo a señalar a la pobreza y a los
conflictos familiares como causas de la prostitución.
Cuando la Primera Guerra Mundial redujo drásticamente la emi-
gración, fue ya imposible seguir responsabilizando a los inmigrantes
europeos de la amplia difusión de la prostitución, sino que hubo que
tomar en consideración los problemas internos del país. Una vez más
fueron los socialistas los que plantearon este tema, entre otras causas
para beneficiarse de ello y obtener votos. Pero también otros grupos
utilizaron este debate en esta fase temprana para fortalecer su posición
y con ello su influencia dentro de una sociedad en cambio. Así, los
médicos procuraron apoyos para su campaña contra las enfermedades
venéreas, y con ello podían destacar la importancia de la actividad que
realizaban y de sus propósitos. Por otra parte, la reglamentación jurí-
dica de la prostitución trajo consigo una serie de debates sobre a quié-
nes competía el tema entre los jueces, la policía y la administración del
sistema sanitario, aunque también intervino el ayuntamiento, a quien
correspondía aplicar la ley y controlar a los funcionarios que la aplica-
rían. Para las autoridades locales la prostitución figuraba, ante todo,
entre los problemas que les dificultaban el control de aquella ciudad
multidimensional y en rápido crecimiento, y especialmente el control
sobre los sectores bajos. Además, se hacía necesaria una nueva defini-
ción de las normas sociales, políticas y culturales que tenían que regir
en una metrópolis de inmigrantes. En un inicio los políticos argenti-
nos vieron a los inmigrantes europeos como una entrada de población
civilizada con la que se podía contrarrestar lo que se consideraba
como «barbarie» de los inadaptados mestizos y gauchos del interior
del país. Pero pronto se dieron cuenta de que los nuevos sectores
urbanos recién surgidos con la inmigración representaban también
una fuente de intranquilidad e inmoralidad. También las mujeres
inmigrantes, que trabajaban fuera de sus hogares y tenían concepcio-
nes morales diferentes a las de la clase alta argentina, fueron conside-
radas como parte del problema de «civilizar» a la clase obrera. La
prostitución se convirtió en una metáfora de los temores y angustias
de las capas media y alta argentina con respecto a los sectores pobres
expandidos por la inmigración. Les pareció necesario acercar la moral
sexual de las mujeres de los sectores bajos al modelo burgués, para
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196 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

poder convertir a Argentina en una sociedad burguesa. Se buscó sepa-


rar, en la medida de lo posible, a las personas respetables de las inmo-
rales y «adecentar» ciertas actividades en las que se empleaba el tiem-
po libre, como la danza, la música o el teatro, y confinar a la
prostitución a un espacio claramente delimitado. Un efecto colateral
de la implantación del registro y legalización de los burdeles fueron
los abundantes ingresos que obtuvo el ayuntamiento por las corres-
pondientes licencias. Por otro lado, las autoridades municipales crea-
ron clínicas especiales para prostitutas, ante todo para el tratamiento
de enfermedades venéreas, sometiendo a las prostitutas registradas a
controles regulares de su salud.
Gracias a este registro obligatorio contamos hoy con un censo deta-
llado realizado en el año 1910, que nos proporciona una mirada sobre
el origen de las prostitutas. Según estos datos, el mayor grupo estaba
conformado por inmigrantes, especialmente de Europa del Este, lo que
permite suponer que muchas prostitutas argentinas lograron evadir el
registro. La mayoría de las prostitutas estaban entre los 22 y los 30 años
de edad, y más de la mitad de ellas no sabía leer ni escribir. Otra terce-
ra parte tenía que mantener a sus padres, mientras que el 39% eran
huérfanas. Según este censo, la mayoría de las prostitutas contribuía en
forma importante con el mantenimiento de la familia. Llama la aten-
ción que más de la mitad de ellas nunca habían ejercido anteriormente
otra profesión. De aquellas que habían tenido anteriormente otro
empleo, la mayoría habían sido modistas y costureras. Casi ninguna
había sido anteriormente empleada doméstica u obrera fabril. Al con-
trario del discurso establecido, las mujeres que habían trabajado en las
fábricas no «terminaban» en el burdel. Por lo tanto, la prostitución no
era una consecuencia de la industrialización y del trabajo en las fábri-
cas, sino que, por el contrario, las prostitutas eran reclutadas entre
aquellas que no se habían podido integrar en la nueva estructura eco-
nómica. Los temores de que las fábricas conducían a la inmoralidad se
apoyaban más bien en el temor de que las mujeres «trabajadoras» se
escaparan del control de sus esposos o padres.
Además de los políticos, los médicos y otros científicos desempe-
ñaron un importante papel en el debate sobre la prostitución, y gana-
ron en influencia gracias a éste. Los médicos explicaron que epidemias
como la fiebre amarilla, el cólera o la tuberculosis se propagaban entre
los sectores pobres debido a las pésimas condiciones higiénicas y la
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deficiente alimentación. Algunos de ellos abogaron por la realización


de reformas sociales, aunque la mayoría sólo en un sentido morali-
zante, sin fijar la atención en las causas económicas de la miseria. Pero
estas concepciones condujeron a que se implementaran una serie de
programas estatales para mejorar la situación higiénica y sanitaria de
las viviendas en los barrios más pobres. Estos programas se dirigieron
sobre todo a las mujeres, a las que se les asignaba la mayor responsa-
bilidad en la educación de los niños y se les alentaba a enseñarles a sus
hijos las concepciones burguesas sobre la limpieza, el orden, la pun-
tualidad y la aplicación. En el contexto de estas reformas, los médicos
intentaban controlar la propagación de enfermedades venéreas
mediante la realización de controles regulares obligatorios a las pros-
titutas. Aparentemente fueron muchos los que no se dieron cuenta de
que esto no podía lograrse sólo con el control de las prostitutas, y
menos aún debido a que sólo se controlaba a aquellas que estaban
registradas. Incluso hubo médicos que afirmaron que las prostitutas
que ejercían su trabajo en su casa o en hoteles que alquilaban por horas
podían ser excluidas de estos controles, pues mantenían un resto de
moral y por consiguiente una mejor salud.
La prostitución y la trata de blancas se mantuvieron permanente-
mente, hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial, como un tema
de discusión pública al que médicos, criminalistas e higienistas le pres-
taron una gran atención. Otros problemas vinculados con el manteni-
miento del orden público quedaron fuera de la vista, aunque las esta-
dísticas criminales demostraban que las «mujeres de vida desordenada»
constituían un problema mucho menor que los «hombres de vida des-
ordenada». Después de 1914, cuando la guerra redujo drásticamente la
inmigración procedente de Europa, la discusión pública se dirigió con
mayor fuerza hacia las estructuras internas. Entonces se vio que crecía
constantemente la cifra de mujeres provenientes del interior del país
que marchaban hacia Buenos Aires a encontrar un trabajo en las fábri-
cas. Esto les fue fácil durante los años de la guerra, cuando las econo-
mías latinoamericanas, debido a la crisis europea, experimentaron un
crecimiento, lo cual por otro lado provocó nuevos temores entre los
hombres. Por un lado se hizo más fuerte la rivalidad con los hombres
por obtener un puesto de trabajo, sobre todo en la época de postgue-
rra, estremecida por la crisis. Posteriormente, las actividades económi-
cas de las mujeres provocaron en medida creciente el temor de los
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198 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

hombres a perder su autoridad como esposo o padre. La discusión se


trasladó al tema de la crisis de la familia, que se presentaba como cau-
sado por el trabajo asalariado femenino. Se temía que las mujeres no
quisieran parir más hijos, que el trabajo y el contacto diario con otros
hombres en las fábricas socavaran su moral y que se volvieran suscep-
tibles a todas las enfermedades posibles. En lugar de la prostitución, el
trabajo asalariado femenino apareció ahora como la mayor amenaza
social.
La «maternidad responsable» y la educación, así como la higiene, se
convirtieron cada vez más en temas principales, y las mujeres —ante
todo las pertenecientes a la clase baja— pasaron a ser objeto de toda una
serie de regulaciones y medidas estatales, con las cuales se buscaba no el
mejoramiento de los roles desempeñados por las mujeres, sino más bien
allanar una serie de problemas sociales y económicos. Mediante una
mejor educación de los niños y la implementación de medidas de carác-
ter médico y sanitario se buscaba mejorar la salud psíquica y moral de la
sociedad en su conjunto, y las madres, como educadoras de las jóvenes
generaciones, eran vistas como los agentes de esta campaña. Esto les
imponía a las mujeres una serie de cargas y de nuevas responsabilidades,
pero a la vez les ofrecía la posibilidad de poder exigir mayores derechos.
Por lo tanto, existió una estrecha interrelación entre el trabajo asalaria-
do femenino fuera del hogar, los proyectos científico-médicos de refor-
ma, las leyes de protección laboral para mujeres y los inicios del movi-
miento femenino.
El problema de la salud y de la maternidad se colocó cada vez más,
a partir del inicio del siglo XX, en el campo de atención de políticos,
médicos y de los así llamados higienistas, debido a que las tasas de
mortalidad infantil crecieron alarmantemente. Se carecía de una ade-
cuada atención a la mujer embarazada y de asistencia al parto, aunque
en las ciudades mejoró progresivamente la atención en las clínicas. Se
comprendió que simplemente con la caridad no se resolvían los pro-
blemas y que sólo con programas de prevención podía mejorarse deci-
sivamente la situación de la salud pública. Una vez más la atención se
dirigió hacia las mujeres en tanto futuras madres, y por lo tanto se les
exigió una mayor preparación. Puesto que se responsabilizó a las
mujeres con la salud y el bienestar de sus familias, se les tuvo que pro-
veer de una adecuada educación. Las matemáticas permitirían a las
mujeres aprender a llevar la economía hogareña; la química y la edu-
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cación higiénica mejorarían las condiciones sanitarias de vida entre las


familias pobres; una nueva especialidad, la «puericultura», debía per-
mitir mejorar los criterios utilizados por las madres para la educación
de sus hijos. Muchos médicos y políticos opinaban que la educación
en este campo permitiría salvar la vida de muchos niños y proporcio-
naría a las madres un sentimiento de responsabilidad y orgullo con
respecto a su papel. «Puericultura» era una expresión que estaba en la
boca de todos, y parecía ser complemento lógico de la reforma educa-
cional general que se desarrollaba a fines del siglo XIX. Esta concep-
ción elevaba el prestigio de la maternidad, y por ello fue aceptada por
todas las mujeres, incluso por las feministas latinoamericanas.
A pesar de la fuerte inserción de las mujeres en el trabajo asalaria-
do extra-hogareño y a la paulatina transformación de los roles de
género, la maternidad y la educación de los niños continuaron siendo
los temas más importantes de la política educacional, incluso para las
mujeres. Las demandas típicas abarcaban desde la creación de institu-
ciones de apoyo para las madres solteras, programas de entrega de
leche y guarderías infantiles para las familias pobres, hasta la cons-
trucción de clínicas para las madres y los hijos.

Madre e hijo quedaban fusionados en una unidad ideológica estrecha


que dejaba la maternidad intacta como función suprema del sexo femeni-
no. La mujer permanecía como objeto y sujeto del culto de la maternidad.
Era la destinataria de leyes sociales que la redefinían como protagonista en
el papel de cuidar, pero que a la vez la definían como sujeto necesitado de
protección en el ejercicio de sus funciones biológicas. La ausencia del hom-
bre en estos planes es significativa. El Estado se convirtió en sustituto del
padre por intermedio de los médicos, cuyos cuidados afectuosos y cons-
tantes a los niños y sus madres ayudaban a llenar el vacío que dejaba, en el
cuarto de los niños y a veces en el hogar, la ausencia del verdadero padre.39

En esta época se estableció la idea de que el Estado era responsable


del bienestar de las madres y sus hijos, y de que esto a su vez tenía algo
que ver con la salud pública y la eugenesia, aunque la correlación entre
ellos no estuvo siempre clara. La llamada «eugenesia» encontró toda
una serie de partidarios en América Latina en esta época de fin de siglo,
que apoyaban la idea de que, con ayuda de una adecuada selección, se
podía mejorar la raza y resolver los problemas demográficos y de polí-
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200 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

tica sanitaria. Los practicantes de la eugenesia se veían a sí mismos como


científicos que estudiaban la reproducción, con el objetivo de evitar
futuros desarrollos erróneos y de mejorar la selección natural. Sin
embargo, en este respecto no se fue tan lejos como más tarde en Alema-
nia bajo la dictadura nazi, y la eutanasia era algo impensable en Améri-
ca Latina debido a consideraciones morales y religiosas. Pero con todo,
surgieron ideas sobre la necesidad de someter a las parejas de novios a
examen médico, para detectar ciertas enfermedades y para poder exigir-
les, si era el caso, renunciar a casarse y a tener hijos. Para los partidarios
de la eugenesia, el objetivo de la selección no era lograr la aparición de
una élite, sino poder manejar los problemas provocados por la acelera-
da modernización de la sociedad mediante la educación y mediante
investigaciones científicas destinadas a la prevención. Se ponderó la idea
de implantar la obligatoriedad de los certificados de salud y la prohibi-
ción de la prostitución, pero ello fue imposible de lograr en la mayoría
de los países. La concepción de la eugenesia que se propagó en América
Latina tuvo más bien el efecto, por un lado, de lograr una mayor presión
en la demanda y realización de programas de salud, y por el otro de for-
talecer el papel de las mujeres, pues de ellas dependía, en tanto futuras
madres, el éxito de estos programas y reformas. No obstante, esta con-
cepción reforzaba la imagen, más o menos consciente, de la mujer como
una «máquina para la reproducción», y en última instancia no ayudó a
cimentar la independencia y responsabilidad de las mujeres. Especial-
mente en los años treinta, cuando se hicieron visibles en América Lati-
na algunas influencias de la ideología fascista, la eugenesia fortaleció la
concepción de que las madres debían criar niños saludables al servicio
del Estado, para así asegurar el futuro de la nación. Pese a ello, algunas
feministas se unieron a esta corriente y utilizaron para sus objetivos esta
alta valoración del papel de la maternidad.

DE ESCLAVAS A EMPLEADAS DOMÉSTICAS

Ya se han explicado las condiciones de vida de las esclavas y los


esclavos en las plantaciones de caña de azúcar en el Caribe. Ahora se
tratará la situación de éstos en Brasil, sobre todo en Río de Janeiro. Es
cierto que la mayoría de los esclavos traídos a la fuerza fueron desti-
nados a servir en las plantaciones, pero no debe perderse de vista el
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DE COLO NIA S A R EPÚ B L IC A S 201

hecho de que la esclavitud también desempeñó un importante papel


en las ciudades desde el inicio de la conquista. Esto fue valido no sólo
para Brasil, sino también para Hispanoamérica. Pero el ejemplo de
Brasil es el más adecuado para el estudio de la esclavitud urbana, pues
en esta colonia portuguesa hubo una fuerte presencia de población
afrodescendiente.
Hasta hace pocos años, la representación dominante sobre el Bra-
sil de los siglos XVIII y XIX era la de una sociedad cuya economía se
basaba en la producción de caña de azúcar en grandes plantaciones
esclavistas. Pero algunas investigaciones han demostrado que en algu-
nas regiones del sur, como por ejemplo São Paulo, la mayoría de los
brasileños no vivían en el contexto de grandes familias en las planta-
ciones, sino en unidades familiares más pequeñas. Esta estructura
familiar existente en São Paulo se correspondía con la difusión allí de
un nuevo producto para la exportación: el café. Al igual que el tabaco,
el café necesita una atención intensiva y calificada, por lo que es poco
apropiado para el cultivo en grandes plantaciones. También puede ser
producido en forma rentable por una pequeña familia, y para su ela-
boración posterior no se necesita de una inversión intensiva de capital
en maquinaria. La región sur y occidental estaba predominantemente
poblada por personas solas o por pequeñas familias que poseían pocos
esclavos o sirvientes, pero no por grandes familias patriarcales. No fue
la producción azucarera del nordeste lo que determinó en forma cre-
ciente a la economía brasileña a partir de mediados del siglo XIX, sino
las pequeñas plantaciones de café del sur, y la minería y las ciudades de
Minas Gerais. El traslado de la capital en 1763 desde Salvador a Río de
Janeiro fue una prueba de ello.
En el transcurso del siglo XIX los brasileños se concentraron cada
vez más en el cultivo del café, pues la competencia del azúcar cubano
era muy fuerte. Además, la prohibición de la trata de esclavos,
impuesta en 1830, hizo ostensible que a la economía basada en la escla-
vitud le llegaba su ocaso. Brasil intentó retrasar esta transformación,
pero no pudo sustraerse a esta tendencia. Desde 1850 se tomaron
medidas efectivas para el control de la trata de esclavos, y a la vez se
procuró proveer a la agricultura con nueva fuerza de trabajo median-
te la inmigración europea. Estos inmigrantes fueron empleados en las
plantaciones de café en una especie de sistema de semi-arrendamiento,
con el cual el arrendatario tenía que entregar la mitad de la cosecha al
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202 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

terrateniente por un tiempo determinado como pago del lote. La


esclavitud fue gradualmente eliminada en Brasil. En 1871 se promulgó
la ley de «vientres libres», que concedía la libertad a todos los niños
nacidos de esclavas a partir de ese momento. La abolición definitiva de
la esclavitud tuvo lugar en 1888, lo cual constituyó una de las causas
que condujo, un año después, al derrocamiento del imperio brasileño
y a la constitución de una república dominada por plantadores con-
servadores.
Al igual que Hispanoamérica, Brasil alcanzó su independencia en la
estela de los hechos que siguieron a la invasión napoleónica de la
Península Ibérica, pero por vías esencialmente diferentes a las seguidas
por sus vecinos. Ante la invasión francesa en 1808, el rey portugués y
su corte huyeron con ayuda de los ingleses y se asentaron en Río de
Janeiro. El rey regresó a Portugal tras la expulsión de Napoleón en
1821, pero dejó a su hijo Pedro en Río. Éste proclamó un año después
la independencia con respecto a Portugal. Brasil se convirtió en un
imperio, hasta que en 1889 la dinastía de origen portugués fue derroca-
da y se proclamó la república. Río de Janeiro se mantuvo hasta media-
dos del siglo XX como centro administrativo y sede del Gobierno.
Con el traslado de la corte portuguesa a Río, la proclamación del
imperio y el ascenso de la economía basada en el café, esta ciudad cam-
bió su rostro como centro político y económico. En un inicio, la repen-
tina aparición de nuevas funciones se expresó en la construcción de
numerosas edificaciones, que abarcaban desde edificios de gobierno
hasta residencias de la familia gobernante (real primero, imperial des-
pués) y de las personas de su entorno. La corte y el florecimiento eco-
nómico atrajeron a Río a numerosos comerciantes, que necesitaban
personal de servicio correspondiente a su estatus. Tanto la actividad
constructiva como las prestaciones de servicio eran realizadas por
esclavos. Su participación en la población de Río subió a un 50% en los
años veinte y treinta del siglo XIX, aunque para mediados de ese siglo
esa cifra había disminuido. Ello fue causado no sólo por la prohibición
de la trata de esclavos, sino también por la creciente inmigración euro-
pea, que para esa época no era ya una inmigración de élite, sino ante
todo de campesinos pobres procedentes del norte de Portugal, de las
islas Azores o incluso de la región alemana de Hunsrück, así como de
Suiza. Esta población pobre y a menudo carente de instrucción realizó
esencialmente los mismos trabajos que los afrobrasileños libres.
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A efectos del análisis histórico-social de la vida de los afrodescen-


dientes en las ciudades de Brasil, ni la abolición de la esclavitud ni el
derrocamiento de la monarquía a fines del siglo XIX marcaron un
punto de cambio significativo, pues la proporción de esclavos entre
los empleados domésticos y en los sectores bajos había seguido
decreciendo constantemente desde mediados de ese siglo. Mucho
más decisivo para el desarrollo urbano y la posición de la clase alta
con respecto a la esclavitud o la servidumbre de color fueron otros
acontecimientos que serán explicados a lo largo de este capítulo. En
los años 1850 y 1855, Río fue azotado por las primeras grandes epi-
demias, cuyas causas no se buscaron en las pésimas condiciones
higiénicas reinantes en general, sino en la supuesta carencia de hábi-
tos higiénicos de los sectores pobres. Esta concepción tuvo conse-
cuencias para las relaciones entre los amos y los servidores que traba-
jaban y/o vivían en sus casas. A esto debe agregarse que a mediados
del siglo XIX comenzaron a construirse en las ciudades latinoamerica-
nas sistemas de desagües y acueductos, y que en 1860 se inauguró en
Río el tranvía urbano y la iluminación pública mediante la utilización
del gas. Todo esto transformó el rostro de la ciudad y repercutió en la
convivencia entre sí de los sectores altos y los inferiores, al igual que
en las formas de vida de ambos. Primero intentaremos proporcionar
una explicación general sobre la vida en las ciudades.
En la segunda mitad del siglo XIX, el estatus de esclavitud en las ciu-
dades era, en muchos casos, apenas perceptible exteriormente, pues
muchos de los esclavos gozaban de una gran libertad de movimientos,
e incluso algunos vivían con autonomía en sus propias chozas, entre-
gando parte de sus ingresos a sus amos. Por otra parte, la miseria y las
malas condiciones de vida eran comunes tanto para los individuos
libres pertenecientes a los sectores bajos como para los esclavos. Para
las investigaciones sobre las características externas de la calidad de
vida, es mucho más importante diferenciar entre el tipo de actividad
ejercida por las personas (nodriza, cocinera, acarreadora de agua o
vendedora callejera), si trabajaba por su propia cuenta o directamente
para un amo (o ama), y si éste era pobre, acomodado o muy rico.
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204 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

Excurso: un grabado de Debret

Es posible visibilizar las jerarquías entonces existentes estudiando


las representaciones de los tipos ideales de una familia de alta posi-
ción propietaria de esclavos, tal como se refleja en un grabado de
Debret. El cuadro muestra a una familia que marcha hacia la iglesia o,
para decirlo con más exactitud, una unidad doméstica urbana brasile-
ña, no una familia en el sentido estricto del término. Delante marcha
el señor de buena posición, probablemente un funcionario del
Gobierno, con su familia constituida por sus hijos y su esposa emba-
razada —como no podía ser de otra forma—. Les siguen la doncella y
el ama de cría, las camareras, el servidor negro del señor, un esclavo
aprendiz y, al final, un joven boçal, una suerte de esclavo de los escla-
vos. La jerarquía se expresa también en la vestimenta de las personas:
La doncella y la camarera calzan zapatos, llevan una cartera de mano
y alhajas, algo especial para salir a la calle. También los esclavos llevan
sombrero y sombrilla, pero van descalzos, pues los zapatos eran en
esta época un artículo de lujo.

Jean Baptiste Debret, Voyage Pittoresque et Historique au breéisl…


(1834-1839)
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DE COLO NIA S A R EPÚ B L IC A S 205

El grabado de Debret expresa claramente no sólo la cotidianidad


de estos sirvientes negros, en su mayoría esclavos, sino también su
pertenencia a un hogar, o en el sentido más amplio del término, a una
familia. Pero la familia, por estar basada en relaciones de parentesco,
no es lo mismo que la unidad doméstica, conformada por todos aque-
llos cuyas relaciones establecían una unidad económica. En aquella
época el término «familia» se usaba también en este último sentido, y
a los efectos de los censos de la población, la unidad que se tenía en
cuenta era la doméstica, compuesta por la familia nuclear de los pro-
pietarios y además por sus sirvientes.
La dama representada en este grabado constituye un ejemplo típico
de aquellas mujeres pertenecientes al estamento superior, que vivían
retiradas en sus casas, y para las cuales la visita dominguera o diaria a la
iglesia, así como las visitas a los parientes, constituían el único elemen-
to novedoso en su cotidianidad. Generalmente contraían matrimonio
muy jóvenes y muy pronto parían un hijo tras otro, los cuales eran
amamantados y criados por nodrizas de color, llamadas «mucamas».
Las mujeres de los estamentos altos no podían moverse sin compañía
en los espacios públicos. No podían llevar una cartera de mano o un
quitasol: esto le incumbía a las esclavas que las acompañaban. Nume-
rosos viajeros del siglo XIX reaccionaron con indignación ante estas
rigurosas normas morales y de vida, poco comunes incluso para Amé-
rica Latina, las cuales se debían a la circunstancia de que en Brasil, en
los inicios de la colonización, eran excepcionalmente escasas las muje-
res blancas, por lo que se convirtieron en un «objeto de prestigio».
La vida de las mujeres del estamento superior era de lujo material,
pero, con todo, estaba marcada muchas veces por la carencia de alegría.
Era frecuente que tuvieran un mal estado de salud. Podemos preguntar-
nos cuáles serían los medios y vías que esas mujeres encontraban para
escapar a los estrechos marcos que les eran impuestos. La literatura bra-
sileña del siglo XIX, como por ejemplo las narraciones de Machado de
Assis, nos muestran una sociedad en la que las relaciones de amores
secretas no eran algo desacostumbrado. Una investigación sobre los tes-
tamentos de estas mujeres de los estamentos superiores del siglo XIX
arroja como resultado una cifra sorprendentemente alta de niños naci-
dos fuera del matrimonio, que estas mujeres reconocían como suyos
poco antes de su fallecimiento. Las relaciones clandestinas eran posibles
sólo con la ayuda de esclavas discretas, fieles a su señora. Ellas traían
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206 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

noticias, establecían contactos con el mundo exterior y eran iniciadas en


los secretos de sus amas blancas, con todas las ventajas y desventajas que
esto traía aparejado para ambos lados.
La fuerte vinculación de los esclavos con la familia de sus propieta-
rios en tanto unidad económica, así como la existencia de jerarquías
entre los sirvientes, tuvieron consecuencias sociales. Los esclavos de
una familia rica en la ciudad gozaban de un estatus social mucho más
elevado que el de los esclavos que trabajaban en el campo, y sus hijos,
especialmente los engendrados por esclavas con hombres blancos de
posición acomodada, podían alcanzar más fácilmente una posición
social, e incluso ascender en ella, que algunos blancos pobres. Si tene-
mos en cuenta los resultados estadísticos arrojados por un censo de
profesiones en Río de Janeiro, que tuvo en cuenta el color de la piel,
vemos que muchos pardos libres (mulatos u otras personas con una
cierta ascendencia de origen africano) ejercían profesiones con un
prestigio mayor que las ejercidas por hombres blancos recién llegados
a la ciudad. No existen semejantes estudios estadísticos para las muje-
res, pero puede suponerse que en su caso ocurría lo mismo. La cir-
cunstancia de que algunos pardos libres lograron, a mediados del siglo
XIX, ascender a los sectores altos, dependía de la importancia de la
familia y de las relaciones informales en la sociedad brasileña. Los
esclavos emancipados o sus descendientes podían integrarse en estas
redes bajo determinadas condiciones.
Las jerarquías dentro de la sociedad de Río en el siglo XIX estaban
determinadas en primer lugar por el origen, es decir, por la pertenencia
a una familia o a la unidad doméstica en torno a ésta, después por el
color de la piel y finalmente por el empleo y las posesiones que se
tuviera. En el ámbito de la sociedad en general, la jerarquía étnica tra-
dicional, que situaba a los esclavos negros en los estratos inferiores y a
las esclavas incluso más abajo aún, se invertía a menudo, pues la escla-
va que formaba parte del hogar de una familia acomodada en Río podía
tener una posición social muy por encima de los esclavos de plantación
e incluso que un capataz de esclavos de piel negra. En estos casos, no se
cumplía el axioma general según el cual en un mismo grupo social los
hombres siempre están colocados por encima de las mujeres. La peor
suerte la corrían los esclavos de un amo perteneciente a los sectores
bajos, como por ejemplo un pescador, un soldado o una viuda pobre.
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Esos esclavos, a los sumo, podían consolarse con el hecho de que su


modo de vida apenas se diferenciaba del de su propietario.
Muchos esclavos vivían formando parte del hogar de sus dueños,
pero en Río existían determinados barrios habitados sobre todo por
esclavos y negros libres, como por ejemplo algunas callejuelas cerca
del puerto. Allí, la población de color determinaba la imagen general
de las calles, por ejemplo mediante los lugares de venta de comida, casi
exclusivamente manejados por mujeres afrodescendientes. Al igual
que en México o Lima, en Río el aprovisionamiento de la población
constituía una de las principales fuentes de ingreso para las mujeres de
los sectores bajos. En el caso de las esclavas que realizaban esta activi-
dad, a veces lo hacían por cuenta propia o por cuenta de sus amos, los
cuales recibían una parte de la ganancia. Los hombres, por el contra-
rio, se ganaban el dinero ante todo con la cría de ganado y vendiendo
sus productos en el matadero de la ciudad. Al igual que los hombres,
las esclavas ejercían varias funciones. Si no estaban ocupadas por sus
amas en algún encargo fuera de la casa, simultaneaban aleatoriamente
labores como sirvientas, cocineras u otras tareas del mantenimiento de
la casa, junto con trabajos en la calle. Vendían no sólo objetos produ-
cidos por ellas, sino también comprados en otra parte o simplemente
robados. Realizaban estas actividades sobre todo los domingos, y ven-
dían prácticamente todo lo que pudieran cargar. De esta forma, no
sólo establecían contactos sociales, sino también se forjaban redes
regulares de relaciones. Algunas esclavas mejoraban sus ingresos com-
prando a otras esclavas las provisiones para sus amos, pero a un precio
más bajo que el del mercado. Al igual que en Hispanoamérica, las
vendedoras del mercado eran también a menudo una institución de
crédito. Los ingresos provenientes de estas actividades eran utilizados
por las esclavas bien en adquirir alimentos y vestimenta adicionales, o
para propósitos religiosos, o era ahorrado para comprar su libertad
y/o la de sus hijos. Pero sólo una minoría lograba salir de su condición
de esclavas.
¿Cómo vivían las esclavas y las mujeres negras libres cuando for-
maban parte del hogar de una familia blanca? Era algo típico para Bra-
sil que las mucamas negras tuvieran privilegios y que ejercieran una
considerable influencia en las familias ricas. A las mujeres blancas les
parecía algo impropio amamantar a sus hijos, de modo que las familias
acudían a una esclava propia o alquilaban una nodriza poniendo un
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208 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

anuncio en los diarios o utilizando los servicios de una agencia. Para


los hombres blancos criados de esa manera, la nodriza y el así llamado
«hermano de leche» desempeñaban a menudo un importante papel en
sus vidas. También los medio hermanos tenían una significación;
comúnmente eran hijos tenidos fuera del matrimonio por el señor de
la casa con mujeres afrodescendientes, fueran estas esclavas o de con-
dición libre. A menudo eran integrados en el hogar de la familia del
padre y eran compañeros de juegos o cuidadores de los hijos legíti-
mos. Teniendo en cuenta la autarquía de que gozaban aquellas fami-
lias por la extensión de sus unidades domésticas, y la forma de vida
retirada que se le exigía a las mujeres, las hijas de los ricos apenas tení-
an alguna oportunidad de establecer contactos con personas de su
mismo rango, por lo que las jóvenes esclavas o medio hermanas las
acompañaban a lo largo de sus vidas. En Brasil, las mulatas nacidas y
criadas en el hogar de sus señores —que a menudo eran también sus
padres— terminaban trabajando en su mayoría como mucamas, amas
de crianza y cuidadoras de niños; y los jóvenes, como pajes y sirvien-
tes domésticos. Los esclavos masculinos inspeccionaban los trabajos
simples que realizaban las esclavas, tales como lavar, tejer, hilar y
coser. A lo largo del siglo XIX muchas de estas labores fueron sustitui-
das por la compra de productos textiles ingleses, que eran más baratos,
pero las tareas de limpieza siguieron siendo realizadas por mujeres
pertenecientes a los sectores más empobrecidos, tal como sigue siendo
hoy en día. Esto se debía a que muchas de estas tareas —sobre todo
lavar en los lavaderos municipales— exigían salir del hogar, lo que era
considerado inadecuado para las mujeres blancas.
En las calles de Río reinaba un colorido movimiento, y en ellas se
encontraban todos los grupos sociales, con excepción de las mujeres
«honradas». Los lugares para lavar, los mercados y el puerto estaban
frecuentados sobre todo por esclavos y eran vistos como lugares espe-
cialmente sucios, peligrosos y moralmente sospechosos, en los que se
no dejaba ver ninguna mujer que cuidara su prestigio. Cuán profun-
damente enraizadas estaban estas concepciones, lo demuestra el hecho
de que en la segunda mitad del siglo XIX ninguna mujer joven se per-
mitía viajar sola en un tranvía, y sólo lo hacía en compañía de un
miembro del servicio doméstico que, a su vez, podía ser una joven
muchacha o hasta una niña. Pero hay que tener en cuenta que las calles
de Río en el siglo XIX eran un lugar peligroso en más de un sentido.
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DE COLO NIA S A R EPÚ B L IC A S 209

Las estrechas y sucias callejuelas estaban congestionadas en las horas


de la mañana y del atardecer, pobladas por rateros, prostitutas, obre-
ros y comerciantes. Por ello, los hombres y mujeres de los sectores
altos preferían enviar a sirvientas o esclavas de más edad a los lavade-
ros, a traer agua o al mercado, pues les parecían no sólo menos expues-
tas al peligro del acoso sexual, sino también a cualesquiera otros debi-
do a su mayor experiencia. Además, ellas no se dejaban introducir
fácilmente mala mercancía en sus compras ni se distraían en su labor.
Para los esclavos, la realización de estas labores fuera de la casa sig-
nificaba el disfrute de un pedazo de libertad, pues desempeñar estas
tareas que se ejecutaban en la calle les abría un espacio apenas contro-
lado por los blancos, les daba una cierta independencia y les propor-
cionaba —especialmente a los empleados domésticos— la posibilidad
de establecer contactos sociales que sobrepasaban los límites de las
paredes de la casa. Si algún esclavo se atrevía a aprovechar esta libertad
para huir, sufría terribles castigos si era apresado. Por otra parte, gozar
de una libertad que exigía vivir escondido y sin ningún apoyo no era
algo atractivo para muchos esclavos domésticos, pues la supervivencia
en estas condiciones era sumamente difícil.
A lo largo del siglo XIX se transformó la vida en las ciudades debi-
do a la introducción de innovaciones técnicas, tales como los tranvías,
el alumbrado público mediante lámparas de gas, los acueductos y la
canalización. Con respecto a los esclavos, la importación de produc-
tos industriales europeos, sobre todo textiles, convirtió en superfluas
algunas actividades realizadas hasta entonces por aquéllos. Además, la
creciente inmigración de europeos blancos pobres, que traían consigo
otra mentalidad y desempeñaban los mismos trabajos que los afrobra-
sileños, contribuyó a mover los criterios de jerarquización social.
Las transformaciones técnicas permitieron el alivio de las labores
domésticas, pero trajeron consigo nuevas tareas. Por ejemplo, la intro-
ducción cada vez más amplia de lámparas de gas al interior de las casas
o en las calles, y de ventanas de cristal, significaron una mejoría de la
calidad de vida, pero requerían de personal que se ocupara de su cuida-
do y limpieza. El tendido del acueducto, que comenzó en 1890, provo-
có un desplazamiento de ciertas tareas domésticas: el aprovisionamien-
to diario de agua dejó de ser una preocupación, pero en vez de ello ahora
había que mantener limpios los fregaderos y cuartos de baño, los cuales
no existían antes. Se mantuvo la necesidad de comprar diariamente los
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210 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

alimentos frescos y la carne, pues el clima tropical y la carencia de refri-


geración hacían imposible su acumulación, pero pese a todo pudo cons-
tatarse que predominaban cada vez más las tareas domésticas. El mun-
do social de los empleados domésticos se tornó cada vez más estrecho,
pues cada vez había menos pretextos u oportunidades para salir de la
casa. Además, la construcción de carreteras y de tranvías hizo cada vez
más atractiva la posibilidad de vivir en los suburbios de Río, que tenían
un clima mucho mejor. Las familias acomodadas prefirieron mudarse
hacia allí, cambiando la casa en la ciudad por una residencia más amplia
con jardín, con lo que los empleados domésticos quedaron más alejados
de los trabajadores de otras casas y de sus parientes y amigos. Pero, por
otro lado, la retirada de los ricos del centro de la ciudad, así como la
construcción de medios públicos de transporte, facilitó que los emplea-
dos domésticos, que ya eran libres, pudieran vivir en sus propias casas y
tener una vida privada independiente. Con esto desaparecieron los
lazos estrechos con la familia de los propietarios o empleadores.
Estos factores externos que transformaron los hogares, estuvieron
acompañados de un cambio en la actitud de las dueñas y dueños de las
casas con respecto a su personal doméstico, al cual ya no siguieron
considerando como una parte del hogar y en cierto sentido de la fami-
lia, como si ocurría en la anterior sociedad patriarcal-feudal, sino cada
vez más como personas que trabajaban temporalmente para ellos. En
el año 1860 había en Río seis agencias que alquilaban esclavos, así
como una para contratar empleados libres para realizar trabajos califi-
cados como costureras, cocineras o amas de cría. Las empleadas eran
tanto de origen africano como también mujeres inmigrantes, especial-
mente alemanas, portuguesas y francesas. De estas empleadas domés-
ticas, nuevas y desconocidas para la familia, se sospechaba que podían
robar o contagiar enfermedades, y eran vistas como un peligro.
Ahora veamos con más detenimiento la parte de los señores. Las
relaciones entre los empleados domésticos —fueran estos esclavos o
libres— y los señores estaban y están todavía hoy fuertemente marca-
das en América Latina por elementos patriarcales. Ello se debe tanto a
la existencia de relaciones de dependencia jerárquica como de des-
igualdades de poder, pero también de una cierta reciprocidad, como la
que se puede apreciar en las relaciones entre el patrón y su cliente.
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Los señores, y sobre todo las señoras, no podían prescindir del traba-
jo de los empleados domésticos. Para las señoras, las esclavas representa-
ban la única oportunidad de establecer relaciones con el mundo exterior a
escondidas del esposo o el padre, llevar y traer noticias, o —sobre todo—
salir de la casa. Pero también los hombres utilizaban a menudo a los escla-
vos para recados confidenciales. Esto no sólo establecía una relación de
confianza, sino que les daba cierto poder a los esclavos. Ellos podían trai-
cionar los secretos o esparcir rumores y causar con ello enorme daño a la
familia. Podían romper «por descuido» caras porcelanas, preparar pési-
mas comidas o causar contratiempos a los señores de múltiples maneras.
Esos métodos eran empleados cuando, a su vez, los señores no cumplían
con sus deberes, que en esencia eran los de proteger y cuidar a sus subor-
dinados, incluyendo la satisfacción de necesidades humanas fundamenta-
les como comer, el alojamiento, proporcionar ropas y atención médica en
caso de enfermedad. Como contrapartida los patrones obtenían, ante
todo, obediencia, y este compromiso mutuo valía tanto para los esclavos
que vivían en la casa como también para aquellos a los que se les había
dado la libertad o para los antiguos sirvientes. En caso de enfermedad,
nacimiento, muerte u otras circunstancias especiales, el patrono o la
patrona tenían que mostrar generosidad. También en el momento de libe-
rarlos o despedirlos.
La transición progresiva de una sociedad patriarcal, con caracterís-
ticas cuasi-feudales, hacia una construida sobre valores individualistas
y capitalistas, condujo a transformaciones en las relaciones con los
empleados domésticos, las cuales dejaron de representar vínculos per-
sonales entre el dominante y los dominados para convertirse en una
relación laboral contractual. Las clases altas ya no tuvieron que seguir
demostrando su generosidad en su comportamiento con sus emplea-
dos domésticos, sino que fueron las instituciones caritativas las que
quedaron encargadas de atender a los necesitados.
Es preciso tener en cuenta que la sociedad brasileña no se compo-
nía sólo de blancos ricos y negros y mulatos pobres, sino que existían
muchos sectores intermedios. Muchos propietarios de esclavos no
tenían la posibilidad de alimentarlos y vestirlos adecuadamente, tal
como demostró un pleito judicial entre una esclava y su propietaria.
La propietaria demandada se había negado a pagar por un tratamien-
to médico para su esclava, y alegó en su descargo que era demasiado
pobre para ello. La propietaria vivía de lo que ganaba su esclava
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212 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

mediante trabajos que realizaba en otras casas y el ejercicio de la pros-


titución, y ella misma tenía que lavar en su casa ropa de otras personas,
para poder mantenerse. Otro documento significativo es el inventario
de propiedades del famoso escritor mulato Machado de Assis, cuyas
narraciones reflejan mucho sobre el mundo y la mentalidad descritos
aquí. Ese inventario muestra la escasez de sus propiedades: tenía dos
empleados domésticos, a los cuales a menudo no había podido pagar-
les sus salarios.
Es precisamente en los hogares mas pequeños donde existió una
estrecha relación entre los señores y los empleados, sin importar de
cual género fueran unos u otros, pues aquí se daba la convivencia en
un espacio físico pequeño. Las comidas eran ingeridas conjuntamen-
te, y en caso de enfermedad o situaciones similares, todos tenían que
ayudarse mutuamente. Los vínculos emocionales resultantes de esto
quedaban expresados en numerosos testamentos, en los que se recom-
pensaba materialmente a los antiguos esclavos. Por otro lado, la estre-
cha convivencia también llevaba a más violencia y maltrato, y es difí-
cil asegurar cual de estas dos situaciones fue la que prevaleció, aunque
nos inclinamos a la última.
Tanto los vínculos establecidos en las unidades domésticas mas
pequeñas, como también la atención de carácter patriarcal, contribuye-
ron a que la abolición de la esclavitud en Brasil no representara un cam-
bio abrupto. Ya antes muchos esclavos habían sido liberados, y de
acuerdo con las concepciones patriarcales, los antiguos amos mantenían
la protección y el cuidado, y los antiguos esclavos la obediencia. Esto
siguió siendo así tras la abolición de la esclavitud, aun cuando ésta ofre-
ció a los antiguos propietarios un pretexto para zafarse del deber de
continuar atendiendo a los antiguos esclavos. Aparte de Río de Janeiro,
la esclavitud desempeñó en otras ciudades un papel mucho más peque-
ño. Por ejemplo, en São Paulo, «sólo» el 35% de los hogares disponía de
esclavos, y muchos de éstos poseían apenas uno.
La liberación de los esclavos no mejoró su destino. La recomposi-
ción que se produjo en las relaciones sociales tuvo más que ver con
otro tipo de cambios, como los que se explicaron al inicio de esta sec-
ción. La mudanza de los ricos hacia los suburbios transformó la situa-
ción de la vivienda en el centro de la ciudad: las antiguas casas solarie-
gas se convirtieron en casas de inquilinato donde pasaron a vivir
miembros de los sectores pobres. Las mujeres inmigrantes blancas no
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estaban dispuestas, en general, a vivir en las casas de sus empleadores,


sobre todo si habían inmigrado junto con sus familias. Ellas trajeron
consigo al nuevo mundo otras concepciones sobre las relaciones de
trabajo, que influyeron sobre la situación existente.
Las influencias más radicales para el cambio en la situación de la
vivienda fueron sin duda las terribles epidemias que asolaron las gran-
des ciudades latinoamericanas —y también las europeas— en la
segunda mitad del siglo XIX, debido a que las condiciones higiénicas en
ellas habían quedado por debajo de los requerimientos planteados por
el rápido crecimiento poblacional y las carencias de vivienda. Río
había sufrido su última epidemia de fiebre amarilla en 1686, cuando en
1849 se desató otra, y entre 1890 y 1895 otra más, esta vez con conse-
cuencias devastadoras, que se cobró, sólo en esta ciudad 15.000 muer-
tes. El cólera, que en esta época golpeaba también a las grandes ciuda-
des europeas, atacó a Río por primera vez en 1855, lo que motivó que
se mejorara el sistema de alcantarillado. Fue precisamente la epidemia
de cólera, cuyo origen, como se sabía, estaba en la carencia de higiene
y en la contaminación del agua, lo que avivó los temores de los habi-
tantes de los sectores acomodados. Creyeron que sus empleados
domésticos, una parte de los cuales vivía en los barrios pobres, podían
propagar las enfermedades. A los ojos de los sectores altos no era la
existencia de las villas-miseria, si no sus habitantes, los portadores de
la enfermedad, por lo que fueron considerados un peligro que tenían
que mantener alejado de sus familias y sus hogares.
Los temores de las clases altas se vieron reforzados por ciertas ten-
dencias científicas e intelectuales. El positivismo, junto con la eugene-
sia y el higienismo, se convirtieron en las nuevas ideas rectoras en la
medicina y la política de salubridad, y condujeron a polémicas públi-
cas sobre la servidumbre doméstica, especialmente sobre las amas de
cría y las mucamas. Las amas de cría, que hasta entonces habían sido
vistas como una especie de cariñosas sustitutas de las madres, pasaron
a ser consideradas como mujeres toscas y sin sentimientos maternales,
que vendían su leche materna movidas por bajos intereses materiales.
Supuestamente, ellas corrompían a los niños sanos de los sectores
altos no sólo moralmente, sino que también les contagiaban enferme-
dades. Pero incluso las madres se convirtieron en objeto de crítica. Si
hasta entonces los médicos habían sido de la opinión de que las deli-
cadas europeas no podían lactar a sus hijos por mucho tiempo en las
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214 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

condiciones del clima tropical sin que ello causara serios daños a su
salud, ahora comenzaron a reprocharles a las madres el que rechazaran
la lactancia por egoísmo y por temor a perder la línea, con lo que des-
cuidaban sus deberes maternales. Como la costumbre de no amaman-
tar a los hijos ni criarlos por sí solas estaba muy extendida, los médi-
cos pasaron a proporcionar criterios para escoger a las amas de cría.
Estos criterios, en los que se llegó incluso a describir la mama ideal o a
declarar las costillas sanas como un factor decisivo, pueden resultar
hoy absurdos, pero en aquella época fueron tomados muy en serio,
hasta el punto de que en 1873 el ministro brasileño de Salud señaló que
los dos problemas más importantes que enfrentaba el país eran la
carencia de un sistema de alcantarillado y la utilización de nodrizas
alquiladas para la lactancia.
Además de las nodrizas, también otros empleados domésticos
enfrentaron una creciente desconfianza. Ya no fueron vistos como un
factor que aligeraba las tareas domésticas, sino más bien como intru-
sos amenazantes. Surgió la costumbre de extenderles certificados de
conducta a los empleados domésticos, de tal manera que empleadores
futuros pudieran hacerse una idea sobre ellos, y el Estado intentó
reglamentar jurídicamente las relaciones de trabajo en este sector.
Pero esto no pudo implementarse adecuadamente, puesto que el ideal
patriarcal aún estaba muy extendido y era ampliamente aceptado por
ambas partes (los empleadores y el personal doméstico). Siempre que
se intentó sustituir aquellas concepciones por relaciones laborales
modernas jurídicamente reguladas, se recogieron en general sólo
malas experiencias. Las relaciones de poder entre empleadores y
empleados eran demasiado desiguales, y el poder del Estado para obli-
gar al cumplimiento de estas regulaciones, demasiado pequeño. Las
empleadas domésticas sólo obtuvieron desventajas, pero no gozaron
de ninguna de las ventajas del nuevo sistema que se quiso introducir:
las «patronas» dejaron de sentirse obligadas a prestarle ayuda adicio-
nal a sus sirvientas ante situaciones especiales o en casos de necesidad,
y consideraron que cumplían con su deber con pagarles el escaso sala-
rio. Muchas familias de clase media además no estaban en situación de
hacer más.
En sociedades caracterizadas por diferencias sociales que se acre-
cientan, así como por instituciones estatales corruptas y que funcio-
nal mal, las relaciones contractuales presentan muchas desventajas.
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Cuando el empleador de un servidor doméstico no cumple con las


condiciones acordadas, la vía de reclamación judicial no es practica-
ble para el empleado carente de medios, pues es demasiado cara y
prolongada. No existen instituciones estatales que velen por el cum-
plimiento del contrato, y los empleados domésticos —debido a su
situación laboral— no son capaces de organizarse adecuadamente
por sí mismos. En caso de insatisfacción, sólo queda la alternativa de
abandonar el empleo. Esto ha conducido a una gran fluctuación entre
los empleados domésticos, lo que a su vez provoca la pérdida de con-
fianza por parte de los empleadores. Ya no pueden contar más con la
fidelidad incondicional de los sirvientes, y no se sienten obligados a
proporcionarles instrucción ni educación. En épocas anteriores, por
interés propio y por el de ellas, se intentaba crear en las jóvenes sir-
vientas habilidades como cocineras, cuidadoras de niños, etc. Esto
ahora se considera un esfuerzo superfluo, pues los empleados pueden
rescindir su contrato después de haber adquirido esta calificación
para obtener un mejor empleo. Tampoco la sociedad espera que se
tomen estas atenciones. Sin querer elogiar las relaciones patriarcales,
en sociedades que carecen de un sistema jurídico eficiente e imparcial
la regulación jurídica formal no mejoró las condiciones laborales de
los empleados.

LA EDUCACIÓN FEMENINA EN EL SIGLO XIX

La educación pública es hoy un problema central de las sociedades


latinoamericanas, tal como lo fue en el siglo XIX. Después de la inde-
pendencia y con el triunfo del proyecto liberal de la separación entre
Iglesia y Estado, se planteaba la pregunta de cómo sustituir a la Iglesia
como institución de instrucción central. Además, el fomento de la edu-
cación para las mujeres era (y es) considerado como otra vía para
enfrentar las dificultades de la modernización y para alcanzar el objeti-
vo de insertarse en el grupo de las naciones modernas industrializadas.
Consiguientemente, los primeros pasos para una reforma sustancial
del sistema de educación e instrucción se comenzaron a dar en la
mayoría de los países latinoamericanos poco después de alcanzar la
independencia. Las demandas por derechos cívicos, pero también las
tendencias provenientes de la Ilustración, condujeron a que se enten-
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diera la educación como una de las vías fundamentales para la transfor-


mación de la sociedad, aunque en la mayoría de los casos ello se limita-
ra sólo a los hombres. En Argentina se produjo en 1823 el primer
intento de introducir un sistema de escolarización público también
para la parte femenina de la población, pero los disturbios políticos
ocurridos un año después lo hicieron fracasar. Una dificultad impor-
tante consistía en el hecho de que las instituciones tradicionales de edu-
cación estaban, en lo fundamental, en manos de la Iglesia, la cual había
sufrido importantes pérdidas económicas durante las guerras de inde-
pendencia, y además había perdido gran parte del apoyo estatal. Agré-
guese a esto la cada vez más fuerte concepción liberal sobre el carácter
dañino de ciertos privilegios económicos, como por ejemplo el que
establecía el carácter no enajenable de los bienes de la Iglesia y de las
órdenes monásticas. Pero tal vez el argumento más importante era que
los nuevos Estados querían tomar en sus manos el control sobre la edu-
cación de sus futuros ciudadanos, y no querían seguírselo dejando a
una Iglesia que ya no estaba estrechamente vinculada con ellos.
Es cierto que los reformadores de la primera mitad del siglo XIX
crearon una serie de escuelas primarias y secundarias para jóvenes
muchachas, pero las consecuencias sociales fueron relativamente
modestas, pues sólo alcanzaron a una pequeña parte de la población.
La educación continuó siendo, en lo esencial, un asunto de la Iglesia,
y las mujeres que obtenían un cierto grado de instrucción, provenían
—casi exclusivamente— del sector alto, y además, el tipo de enseñan-
za que recibían estaba dirigida a prepararlas para desempeñar el papel
de una esposa y ama de casa instruida. Lo más importante en estos pri-
meros intentos reformadores, así como lo más importante con respec-
to a las primeras mujeres con una educación superior, lo constituyó el
hecho de que sus actividades crearon un clima en el que se difundió la
concepción de que las mujeres necesitaban recibir una educación que
fuera más allá de la instrucción religiosa, los trabajos manuales y la
enseñanza musical.
Uno de los más importantes reformadores escolares de Latinoa-
mérica fue Domingo F. Sarmiento, nacido en Argentina, quien duran-
te los años treinta y cuarenta vivió exiliado en Chile. Allí trabajó como
maestro, y en 1842 fue nombrado director de la recién fundada Escue-
la Nacional de Preceptores, la primera de este tipo en Suramérica. En
1845 fue enviado por el gobierno chileno a un viaje por Europa y los
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Estados Unidos para que pudiera estudiar los sistemas educativos


existentes en esos lugares y elaborara los planes para una reforma edu-
cacional en Chile. Durante este viaje de tres años, Sarmiento quedó
fuertemente impresionado, sobre todo, por el sistema escolar de los
Estados Unidos. En ese país estableció estrechas relaciones con Mary
Mann, una de las fundadoras del sistema escolar público estadouni-
dense. El contacto con esta maestra y con otros colegas se mantuvo
posteriormente, incluso después del regreso de Sarmiento a Argentina
en los años cincuenta, poco después del derrocamiento del gobierno
de Rosas. Aquí se manifestó con vehemencia por instituir un sistema
semejante en Argentina, pues estaba convencido de que sólo así su
país podía llegar a formar parte del grupo de naciones florecientes y
«civilizadas». Durante sus años de presidente de la república, entre
1868 y 1874, comenzó a llevar a cabo estas ideas. Deseaba un sistema
escolar totalmente liberado de las influencias de la Iglesia y, sobre
todo, dirigido a preparar un ciudadano físicamente saludable y res-
ponsable, que por lo menos estuviera bien preparado en las tres disci-
plinas básicas: lectura, escritura y cálculo. El punto central de su refor-
ma lo constituyeron las escuelas normales, en las que se formaría a los
nuevos maestros. En 1870 se fundó en Paraná la primera escuela nor-
mal coeducativa de Argentina, a la que le siguieron otras posterior-
mente. Las profesoras en estas primeras escuelas normales eran jóve-
nes norteamericanas; entre 1869 y 1886 el presidente Sarmiento hizo
traer a Argentina a 65 jóvenes profesoras, graduadas de instituciones
similares en los Estados Unidos. Esto transformó de raíz el sistema
escolar público, y Argentina llegó a contar, a principios del siglo XX,
con uno de los mejores sistemas escolares de Suramérica. La tasa de
analfabetismo de este país, que en 1869 se elevaba a dos tercios de la
población, se redujo en 1914 a menos de un tercio, y ello pese a las
difíciles condiciones vinculadas con las transformaciones causadas
por la inmigración masiva.
En otras naciones latinoamericanas ocurrieron procesos semejan-
tes. En México, en 1878, por primera vez una escuela de nivel secun-
dario fue transformada en una escuela normal, y fue sobre todo en los
años ochenta cuando comenzó la creación de un sistema escolar
público, en el que las mujeres desempeñaron un papel importante en
el personal docente. Pero este proceso duró más tiempo en México y
también estuvo dominado en un inicio por los hombres. Para fines de
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ese siglo se había establecido también aquí la división del trabajo habi-
tual, pues el trabajo del maestro de escuela primaria era el peor paga-
do y era realizado mayormente por mujeres, mientras que los mejor
pagados profesores de los niveles superiores eran mayoritariamente
hombres. Baste mencionar sólo un hecho para demostrar el carácter
general de la difusión de la reforma educativa: en 1870, en el Paraguay
totalmente destruido por la guerra, se inauguró la primera escuela
pública para muchachas, significativamente bajo la dirección de una
paraguaya que había estudiado en Argentina.
Son varias las razones que explican el enorme crecimiento de un
sistema escolar ahora independiente con respecto a la Iglesia. Una fue
la idea, que contó con un amplio consenso, de que estas reformas per-
mitirían el progreso económico y político, presentándose siempre el
ejemplo de los Estados Unidos, que en esta época comenzaba a mani-
festarse como una gran potencia. Paralelamente tenía lugar un cambio
paulatino en las concepciones sobre los elementos que debía contener
la educación, así como surgió el convencimiento de que la educación
era un bien importante, indispensable para el funcionamiento de un
sistema democrático. Esta interrelación entre el progreso político y el
económico podía presentarse también a la inversa: en aquellos países
en los que la oligarquía siempre había dominado al Estado y la antigua
estructura económica se había mantenido indemne, no se había pro-
ducido ninguna reforma educativa, pues allí faltaban los grupos socia-
les que podían beneficiarse de esa reforma, y por otra parte la clase alta
no tenía ninguna necesidad de fomentar un sistema escolar público,
pues ello podía constituir un peligro para su poder. Es por ello que en
países como Bolivia y las repúblicas centroamericanas (con excepción
de Costa Rica) no se dieron estos procesos en esa época. En general
puede decirse que los primeros y más exitosos intentos de crear un sis-
tema de educación pública, que incluyera también a las mujeres, tuvie-
ron lugar en los países del Cono Sur y México, que también eran los
que poseían una economía más desarrollada y una importante clase
media. En los países con una estructura social tradicional y una alta
proporción de población indígena, el sector educacional sigue siendo
hasta hoy muy deficiente. Otra condición necesaria para el estableci-
miento de un sistema educativo público lo constituye la existencia de
un gobierno central relativamente fuerte; en casi todos los casos en
que esto se dio, condujo a la existencia de un sistema educativo unifi-
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cado y centralizado. También en esto Chile constituyó un ejemplo.


Allí los primeros pasos para la reforma educacional se dieron en 1842,
bajo la dirección de Sarmiento. Esto fue posible, sobre todo, porque
en este país se había alcanzado la estabilidad política en un período de
tiempo relativamente corto después de la independencia, al contrario,
por ejemplo, que en Argentina. La economía chilena había crecido
relativamente rápido, debido sobre todo a la minería y la agricultura.
Además, este país contaba en los años cuarenta con un grupo peque-
ño, pero cualificado, de inmigrantes alemanes, italianos y españoles,
que se distinguían por ser muy emprendedores. La entrada efectiva de
las mujeres en el sistema educacional tuvo lugar durante la Guerra del
Pacífico o Guerra del Salitre (1879-1883), cuando la ausencia de los
hombres permitió a las mujeres ocupar posiciones que hasta entonces
les estaban cerradas. El trabajo de las mujeres ahora podía ser presen-
tado como una actividad patriótica, y muchas mujeres lo vieron así.
Chile salió victorioso en esta guerra contra Bolivia y Perú y pudo
explotar los ricos yacimientos de salitre. Surgieron muchos nuevos
puestos de trabajo, de tal manera que las mujeres no tuvieron que
regresar al hogar tras la guerra, y pudieron reforzar su nueva posición
mediante el sistema escolar.
La significación de las escuelas normales para la transformación del
papel de las mujeres no puede subvalorarse, pues, por un lado, les
ofrecieron a las mujeres de los sectores altos una posibilidad de estu-
diar sin despertar críticas de carácter moral. En algunas de estas escue-
las ingresaban estudiantes de ambos géneros, aunque la mayoría de
ellas, en un inicio, excluían a las mujeres. Pero la profesión de maestra
pronto fue considerada como aceptable para ser desempeñada por
mujeres de los sectores alto e intermedio, pues las mujeres con su rol
de madres eran vistas como «maestras naturales», de tal manera que
no se presentaba ningún conflicto de roles. Por otro lado, estas escue-
las normales constituían un sustituto de la educación universitaria
para las mujeres, a quienes en esta época, en muchos casos, les estaba
cerrado el acceso a estas instituciones. Las reformas se pusieron en
marcha porque los hombres que dirigían el Estado —o los Estados—
eran de la opinión de que la educación de las generaciones futuras de
ciudadanos tenía que ser mejorada y que la influencia de la Iglesia
debía ser eliminada. Esto no podía lograrse sin un mejoramiento de la
educación de la principal instancia de socialización: la madre. Por lo
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220 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

tanto las mujeres debían ser incluidas en el sistema educativo. La con-


cepción de que las mujeres también tenían el derecho a disponer de
una amplia educación fue imponiéndose lentamente, pero se expandió
paulatinamente hacia fines del siglo XIX. Inicialmente estas reformas se
limitaron sólo a las ciudades, y sobre todo a los sectores alto e inter-
medio. En Chile tardó mucho hasta que se implementó realmente la
educación obligatoria de seis años, pues se carecía en general de maes-
tros e incluso de escuelas, y el tiempo de escolarización se reducía en
la mayoría de los casos a sólo cuatro grados. La relación entre el cam-
po y la ciudad fue especialmente significativa en Uruguay, donde la
tasa de analfabetismo a fines del siglo XIX era del 10% en la capital,
pero en el campo llegaba al 50%. Las cifras referidas a la proporción
de muchachas y muchachos en la educación primaria, que muestran
una ligera mayoría de muchachas, no nos deben llevar a la conclusión
de que éstas alcanzaban una mayor instrucción, pues lo que indican
más bien es que, en los sectores bajos, los hombres comenzaban a tra-
bajar más temprano. En las escuelas privadas, a la que asistía la élite,
ocurrió lo contrario, pues en ellas había el doble de muchachos, pues
estas escuelas transmitían otro tipo de educación y facilitaban el acce-
so a profesiones de más nivel. Para fines de siglo, no obstante, podía
hablarse —al menos para los países del Cono Sur— que la educación
de las mujeres abarcaba al menos a los sectores medios y que ya a las
mujeres les estaba permitido el acceso a la universidad. En Chile, en el
período comprendido de 1889 a 1990, la mayoría de los graduados de
los institutos pedagógicos —los cuales formaban a los profesores de la
enseñanza secundaria— eran hombres (el 60%), aunque esta propor-
ción se invirtió en la etapa de 1920 a 1927, en el que el 58% de los gra-
duados fueron mujeres. En esta época fue nombrada la primera mujer
como profesora en una de estas instituciones, y a finales de los años
veinte ya había una cantidad de mujeres que se habían graduado en la
universidad en especialidades como farmacia, odontología, arquitec-
tura e incluso en la jurisprudencia.40 Contra todo escepticismo, puede
asegurarse que al menos se rompió la barrera. Las mujeres dejaron de
ser excluidas de la educación universitaria, aunque esta siguió siendo
mayoritariamente masculina, y llegó a haber centenares de escuelas
primarias dirigidas por mujeres. En los años veinte apareció, en la
mayoría de los países latinoamericanos, la primera generación de
mujeres urbanas alfabetizadas y con instrucción, como resultado de la
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voluntad generalizada de alcanzar la modernización económica y


social. En aquellos países con gobiernos conservadores y que no con-
taban con clases medias, la educación continuó siendo un privilegio
sólo alcanzado por algunas mujeres de los sectores altos. Pero después
de la Segunda Guerra Mundial las cosas comenzaron a cambiar.
Veamos con más detenimiento el caso de Brasil, en el que encontra-
mos algunas pequeñas especificidades que, sin embargo, confirman y
complementan el cuadro general. Ante todo, es importante tener en
cuenta que en ese país surgieron, relativamente temprano y en los sec-
tores más diversos, algunas precursoras del movimiento por los dere-
chos femeninos y las demandas por la educación de las mujeres. Con
relación al movimiento de independencia, debemos recordar a la espo-
sa del emperador Pedro, procedente de la dinastía de los Habsburgo, y
que tuvo un gran interés por las ciencias naturales. Lepoldina de Habs-
burgo, hija de Francisco I, emperador de Austria, llegó en 1817 a Bra-
sil, y tuvo una participación significativa en el «grito do Ipiranga», que
dio paso en 1822 a la independencia. Brasil se convirtió en una monar-
quía constitucional, y Leopoldina, quien era muy popular en ese país,
devino una de las heroínas del movimiento independentista. A los efec-
tos del tema que nos ocupa, lo importante fue su gran interés en la his-
toria, la literatura y las ciencias naturales, que la llevó a tener una colec-
ción de plantas y animales, así como de monedas. Leopoldina murió en
1826 de complicaciones en el parto. La popularidad que alcanzó con-
tribuyó, indudablemente, a difundir entre los sectores altos la idea de la
educación de las mujeres.
Aún más insólito fue el caso de Nisia Floresta, una joven brasileña
de los sectores intermedios, nacida en 1809, y cuyo destino parecía ser,
al inicio, el típico de una mujer brasileña de esa posición. Se casó muy
joven, pero pronto se separó de su esposo y se mudó a Olinda, en Per-
nambuco, donde estableció una nueva relación. Tras la muerte de su
segunda pareja, a la edad de 24 años, se vio sola para cuidar de sus dos
hijos y una madre anciana. Entonces fundó una escuela en Río de
Janeiro, que funcionó durante casi veinte años, hasta que en la década
de los cincuenta viajó a Europa, donde vivió el resto de su vida, salvo
un corto período. Nisia Floresta ha sido considerada, con razón, una
precursora del feminismo, pues publicó en 1832 un libro titulado
Direitos das mulheres e injustiça dos homens, que ella declaró ser una
traducción libre de la obra de Mary Wollstonecraft, The Right of
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Women. El texto parece haber sido bastante popular, ya que hubo dos
ediciones posteriores en la misma década. La verdad es que este texto
en portugués tiene poca semejanza con el de Mary Wollenstonecraft, y
hace un par de años se descubrió por casualidad que es más bien la tra-
ducción de un texto inglés mucho más antiguo, del siglo XVIII, escrito
por una tal Sophia y titulado Women not Inferior to Man. El texto for-
ma parte de la ya mencionada querelle de femmes europea sobre la
igualdad y racionalidad de las mujeres. Así que este texto se inserta en
la línea del feminismo temprano europeo. Nisia Floresta siguió esta
línea en una serie de artículos en revistas femeninas de su país, en los
que, sobre todo, demandaba el derecho de la mujer a la educación.
En general, la educación en Brasil tuvo un carácter muy precario
hasta los años ochenta, sin que hubiera ninguna iniciativa para mejo-
rarla por parte del Estado, como si las hubo en Argentina o Chile. Con
todo, surgieron las primeras instituciones para preparar maestros, y
también en Brasil la modernización de la economía y la inmigración
condujeron a la aparición de una cantidad creciente de mujeres de los
sectores medios que veían, en la profesión de maestra, la única posibi-
lidad honorable de ganar dinero. En 1872, las mujeres constituían la
tercera parte del personal docente brasileño, a principios del siglo XX
ya eran las dos terceras partes, y en 1920 las tres cuartas partes. Ello no
significó que los prejuicios masculinos fueran superados, pues esta
profesión se consideraba una prolongación consecuente del papel
maternal y además, la fuerza de trabajo femenina también era más
barata en la profesión pedagógica. Siguieron estando presentes aquellas
concepciones que consideraban a las mujeres como la parte de la huma-
nidad con mayor integridad moral, y por lo tanto las más apropiadas
para desempeñarse como educadoras, pues eran las que estaban en
mejores condiciones de enseñar un comportamiento moral adecuado.
La segunda mitad del siglo XIX estuvo caracterizada en Brasil por las
discusiones sobre la abolición de la esclavitud, y en ella se involucraron
una serie de mujeres de los sectores alto e intermedio. Sus actividades
al respecto fueron de significación, pues con ello se manifestaron en el
espacio público y acostumbraron a la opinión pública a ver a las muje-
res actuar fuera del marco de sus hogares. En esta época surgieron tam-
bién las primeras revistas femeninas, que aunque al principio se ocupa-
ron de temas tradicionales, contribuyeron a superar el temor de las
mujeres a mostrar su talento fuera del estrecho círculo familiar.
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DE COLO NIA S A R EPÚ B L IC A S 223

Con las transformaciones en la sociedad brasileña, sobre todo en el


último cuarto del siglo XIX, la discusión sobre la educación e instruc-
ción de las mujeres se volvió más urgente, pues también en Brasil se le
consideró un instrumento importante para el progreso socio-econó-
mico. Incluso los hombres más progresistas veían la educación y el
trabajo de las mujeres fuera del hogar, ante todo, sólo como una pre-
paración adecuada para la maternidad que, sin embargo, no debía con-
ducir a que la mujer pudiera competir con el hombre en el desempeño
de profesiones prestigiosas. Paulatinamente comenzó a formarse una
resistencia contra estas concepciones, sobre todo entre los inmigran-
tes, y las mujeres brasileñas se sirvieron de los mismos argumentos
utilizados por muchas mujeres de otros países, pero también por los
hombres de su propio país: la educación de las mujeres y su desempe-
ño laboral en las diferentes instituciones estatales constituía una nece-
sidad para el desarrollo económico, y además una actividad patriótica.
También en Brasil los Estados Unidos fueron presentados cada vez
más como un ejemplo y como un punto de partida. Esto se pudo apre-
ciar con especial claridad cuando en 1875 una niña de once años, María
Augusta Generoza Estrella, se empeño en estudiar medicina, y des-
pués de prepararse durante un año recibió un permiso especial para
comenzar sus estudios de medicina en Nuevo York. Su padre, un
comerciante, enfrentaba dificultades económicas, pero María Augusta
recibió una beca imperial, lo que, naturalmente, despertó en Brasil aún
más atención sobre su persona. Regresó a Brasil en 1881, ya con su
título de médica, y después de su boda en 1884 con un farmacéutico,
abrió un consultorio en el establecimiento de su esposo, en el que
atendía sobre todo a niños y mujeres. Poco después de María Augus-
ta, otra muchacha viajó a Nueva York para estudiar allí medicina.
Ambas se vieron a sí mismas como precursoras del movimiento feme-
nino. Utilizaron la atención que despertaron y desde Nueva York
escribieron cartas dirigidas a revistas brasileñas, en las que se describí-
an a si mismas como «dos brasileñas que han abandonado su patria y
la protección de sus queridas familias para sacrificarse y venir hasta
aquí y estudiar medicina, para hacer algo por nuestro país y ayudar a
la humanidad». Acunaban dos grandes ideas en sus corazones: «amor
por nuestra patria y la defensa de nuestro género, que es tan atacado,
porque parece incapaz de disfrutar de una mayor educación».41
Ambas apuntaban a la idea de que era necesario que hubiera médicos
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224 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

mujeres, porque para las mujeres no era agradable ser examinadas por
hombres, sobre todo cuanto se trataba de cuestiones íntimas. Con
ello, ambas jóvenes utilizaron las concepciones tradicionales sobre el
pudor de las mujeres y sobre la división de ámbitos entre los géneros.
Además, estaban convencidas de que la actividad laboral fuera del
hogar le proporcionaría a la mujer una mayor independencia.
El interés de las dos jóvenes brasileñas por estudiar en Nueva York
estaba relacionado con el hecho de que en Brasil se había dictado en
1879 una ley para la reforma de la educación, que concedía a las muje-
res igualdad de oportunidades a la instrucción, por lo que ya no se
podía seguir cerrándoles el acceso a la universidad. Pero al principio
pocas mujeres hicieron uso de ese derecho, no sólo porque los estu-
dios universitarios eran muy caros y porque la oposición social al
estudio femenino aún era muy fuerte, sino también porque seguía
habiendo pocas oportunidades para terminar la enseñanza secundaria
y alcanzar con ello la condición necesaria para ingresar a la universi-
dad. Esto era posible sólo en las escuelas para las élites, que eran pri-
vadas. Es cierto que, pese a todo, algunas brasileñas pudieron llegar en
los años ochenta a estudiar medicina, lo que provocó un acalorado
debate entre los médicos. Al mismo tiempo, en México y Chile se die-
ron los primeros casos de mujeres que concluían sus estudios de medi-
cina, y también en Brasil algunas mujeres continuaron sus estudios
venciendo todas las resistencias y, contra los pronósticos hechos por
sus compañeros de aula y sus colegas, pudieron también encontrar
esposos. Mientras estudiaban, se les dijo muchas veces que una mujer
que se exponía «a algo así» y que se «corrompía» de tal manera, de
seguro no encontraría un hombre con el que pudiera casarse. La estra-
tificación social extrema y la doble moral de la sociedad brasileña de
esta época se expresaron con toda claridad precisamente en el sistema
de salud. Desde hacía mucho tiempo había enfermeras y comadronas,
e incluso habían desempeñado un papel muy importante durante la
Guerra de la Triple Alianza (1864-1870). Pero a los brasileños parecía
serles inaceptable la existencia de médicas, lo que podía deberse a que
esta profesión proporcionaba un gran prestigio social. Mientras más
se alejaran las mujeres de sus papeles tradicionales femeninos y
domésticos, mayor resistencia despertaban. Si a los hombres de las
clases altas brasileñas les resultaban inaceptables las maestras y las
médicas, la resistencia hacia las abogadas y las mujeres que se dedica-
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DE COLO NIA S A R EPÚ B L IC A S 225

ban a la política fue enorme. Fue precisamente en los años ochenta


cuando las primeras mujeres brasileñas se graduaron como abogadas,
pero no se les aceptó en los tribunales. Hasta los años setenta y ochen-
ta, la cuestión del derecho al sufragio y de otros derechos políticos
para las mujeres apenas fue objeto de discusión, lo que naturalmente
se debía a que en la monarquía constitucional de Brasil, y debido a la
existencia del sufragio censitario, eran muy pocos los hombres que
podían votar, y era esto lo que se constituía un tema esencial en el
debate entre los republicanos y los monárquicos. El emperador fue
derrocado el 15 de noviembre de 1889 y ese día se proclamó la repú-
blica. Con este motivo, la revista femenina O Sexo Feminino cambió
su nombre por el de O Quinze de Novembro do Sexo Feminino, como
alusión a que ahora las mujeres debían reclamar sus plenos derechos
políticos. Con el cambio político cambiaron también las demandas de
las mujeres; al menos una parte de ellas relacionaron el derecho de las
mujeres al voto con los derechos humanos y ciudadanos generales.
Ahora ya no se trataba sólo del derecho a la educación y a un trato res-
petuoso en el seno de la familia y la sociedad, sino también de la reali-
zación de actividades fuera de la familia, y conceptos como el de auto-
determinación para las mujeres aparecieron ahora en la discusión.
Antes de ocuparnos con los comienzos del movimiento feminista,
conviene describir el desarrollo de las posibilidades de educación para
las mujeres en Brasil, basándonos en algunos datos estadísticos. Una
mirada a la tasa general de alfabetización en Brasil entre 1872 y 1920
muestra un aumento continuado en las cifras de los que podían leer y
escribir, tanto entre los hombres como entre las mujeres, con un
28,9% de alfabetizados entre los hombres y un 19,9% entre las muje-
res al final de ese período, cifra que no obstante era todavía extraordi-
nariamente baja (aunque en 1872 fue de 19,8 % para los hombres y
11,5% para las mujeres). Tal como hemos explicado para otros países
latinoamericanos, las diferencias entre el campo y la ciudad también
eran muy evidentes, lo que se constata cuando comparamos los datos
de Río de Janeiro y São Paulo, en los que el porcentaje de hombres y
mujeres alfabetizados era más del doble. En São Paulo, en 1872, alre-
dedor de la tercera parte de los hombres (32,1%) estaban alfabetiza-
dos, cifra que para 1920 había crecido a casi dos tercios (64,3%). En
Río de Janeiro, sede del gobierno, la tasa de alfabetización era incluso
un poco mayor. En esta ciudad, en 1872, alrededor de un tercio de las
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226 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

mujeres podían leer y escribir (29,3%), y en 1920 eran el 55,8%; entre


los hombres esta cifra creció del 41,2% al 66,5% en ese período. Esto
demuestra una vez más lo poco explicativos que pueden ser los datos
generales sobre un país, en sociedades tan desiguales como Brasil.

TASA DE ALFABETIZACIÓN

1872 1920

GENERAL
Hombres Mujeres Hombres Mujeres
19,8% 11,5% 28,9 % 19,9 %

SÃO PAULO
32, 1 % 17,1 % 64,3 % 52,1 %

RÍO DE JANEIRO
41,2 % 29,3 % 66,5 % 55,8 %

Los cambios se reflejan también en el desarrollo de la actividad


laboral masculina y femenina en ese mismo período de tiempo. Puede
asegurarse que tanto en 1872 como en 1920, el trabajo en la agricultu-
ra y como sirvientes domésticas representaba la principal ocupación
femenina, seguida por la producción manufacturera. En las ciudades,
podemos constatar una situación similar, salvo que la agricultura no
jugaba un rol importante en estos casos. También allí la mayor parte
de la población femenina laboral trabajaba como sirvientes domésti-
cas, con un crecimiento considerable del número absoluto de mujeres
y también del porcentaje, en comparación con otras posibilidades de
empleo. Entre los datos para Río de Janeiro llama la atención el creci-
miento de la cantidad de mujeres empleadas en la producción textil,
cuyo número absoluto aumentó de alrededor de 12.000 en 1872 a más
de 40.000 en 1920. El porcentaje femenino entre este grupo, no obs-
tante, cayó ligeramente de un 30 a un 27%. Mayor aún fue el creci-
miento en el ámbito de las profesiones especializadas, incluidas las
maestras: de 367 (15% del grupo total) en el año 1872 a 9.000 (35% del
grupo total) en 1920.42 Pero es importante tener en cuenta que los
estudios de la época mostraron un fuerte retroceso del empleo feme-
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DE COLO NIA S A R EPÚ B L IC A S 227

nino en Brasil, lo que puede deberse a los métodos estadísticos utili-


zados. Las informaciones de que disponemos no demuestran, en
modo alguno, que la situación hubiera mejorado tanto que los obreros
del siglo XIX y comienzos del XX recibieran salarios tan buenos que sus
esposas hubieran podido dedicarse exclusivamente a las labores hoga-
reñas y al cuidado de sus hijos, sino todo lo contrario, que estas muje-
res, debido a la situación de crisis, se vieron forzadas a abandonar su
trabajo en el sector informal, o sólo pudieron emplearse temporal-
mente, por lo que aquellos que realizaron los censos no las contabili-
zaron como trabajadoras. Todo esto demuestra, una vez más, la ambi-
valencia del desarrollo. Por un lado, el más fácil acceso a la educación
permitió a las mujeres de los sectores alto e intermedios el ascenso a
trabajos hasta entonces reservados para los hombres y mejor pagados;
por el otro, las jerarquías sociales en los sectores sociales bajos apenas
sufrieron cambios. Incluso podría arribarse a la conclusión de que, en
estos sectores la inseguridad aumentó considerablemente debido a la
reestructuración económica. Las mujeres educadas, no obstante y
aunque fueran pocas, empezaron a alzar su voz en público en el siglo
XX, no sólo por demandar el derecho a la educación femenina sino
también al de ciudadanía, y con esto transformaron a las sociedades
latinoamericanas a largo plazo.
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«Basta». Manifestación de cholas en La Paz, Bolivia.


Foto: Barbara Potthast, 2000
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CAPÍTULO 5
CIUDADANAS Y REVOLUCIONARIAS:
las posiciones políticas de las mujeres en el siglo XX

L
as ideas feministas, tal como se formaron en Europa y los Esta-
dos Unidos en la segunda mitad del siglo XIX, encontraron eco
en algunos países latinoamericanos a fines de ese siglo, sobre
todo en el Cono Sur (Argentina, Uruguay, Chile y el sur de Brasil), así
como en partes de México. Allí la modernización económica y la
inmigración europea provocaron transformaciones sociales, las cuales
requirieron de reformas políticas y sociales. A esto se añadieron las
concepciones sobre el progreso compartidas por los políticos liberales
y positivistas, que veían en los sectores medios y en las nuevas profe-
siones femeninas, como telegrafistas y mecanógrafas, un símbolo de la
modernidad, y por lo tanto hicieron suyos los reclamos feministas por
una mejor educación y más derechos civiles para las mujeres.
El feminismo se insertó en las estructuras políticas de la época, y el
anhelo general de cambio le imprimió nuevos impulsos a los deseos de
las mujeres. Hasta principios del siglo XX, en la mayoría de los países
latinoamericanos (y europeos) sólo la décima parte de la población
masculina votaba en las elecciones, pues el sufragio estaba manipula-
do y determinado por las élites dominantes. Por otra parte, en muchos
países el ejercicio de los derechos políticos estaba vinculado a la alfa-
betización y/o a la propiedad y al empleo. La demanda de una verda-
dera democratización, es decir, de una ampliación de los grupos que
participaban en la política y el Estado que fuera más allá de la élite
dominante, se aplicaba, ante todo, a la parte masculina de la población,
pero esta discusión dio a las mujeres la oportunidad de debatir sus
derechos ciudadanos. En este contexto, la exclusión de las mujeres de

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230 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

la política demostraba, con mayor claridad aún, los déficits en los


autodenominados sistemas democráticos. Un proceso que se repitió
de forma similar en la segunda mitad del siglo XX, con la transición de
las dictaduras a gobiernos democráticos.
La discusión sobre las cambiantes relaciones entre los géneros, el
trabajo femenino e infantil, las tareas de protección social por parte de
los Estados y el creciente trabajo extra-hogareño de las mujeres, estu-
vo estrechamente ligada a un concepto amplio sobre las reformas
sociales. Todos los movimientos que abogaban por reformas sociales y
políticas tuvieron muchos puntos de contacto con el feminismo. Por
último, la «problemática de la mujer» desempeñó un papel central en
todas las concepciones sobre la reforma, si bien la opinión de que los
problemas de género son parte de todos los sectores de la vida social es
relativamente reciente. Durante mucho tiempo los temas de género
fueron vistos sólo como un aspecto secundario de problemáticas socia-
les y económicas más amplias, sobre todo por los partidos de izquier-
da, cuyas relaciones con el feminismo cubrieron un abanico de posi-
ciones contradictorias que llegaron incluso al rechazo. Por supuesto
que también entre las mujeres hubo diferentes interpretaciones sobre
qué entender por feminismo y cómo alcanzar sus objetivos, y estos
puntos de vista dependían de convicciones políticas más amplias. Tam-
bién el contexto social tenía su influencia, por no hablar de las especifi-
cidades nacionales.
El feminismo liberal dirigió su atención primeramente hacia la
educación de las mujeres así como a sus derechos civiles y políticos.
También las socialistas se concentraron inicialmente en la situación
jurídica, pero resaltaron los obstáculos sociales. Mientras que en un
inicio se evitó el debate sobre la problemática clasista, entre otras
cosas para no poner en peligro la unidad del movimiento femenino, la
confrontación de las mujeres con la pobreza y las enfermedades con-
dujo, desde los años veinte, a que no pudieran seguir evitando ocupar-
se con este tema, si bien no todas las mujeres aspiraban a transforma-
ciones radicales.
En la segunda mitad del siglo, fueron frecuentemente las consecuen-
cias de la opresión política las que llevaron a las mujeres a participar
abiertamente en las luchas. En un inicio, los problemas específicos de las
mujeres no tenían importancia para estas mujeres, pero se obtuvo una
mejor percepción de ellos en el transcurso de las luchas sociales y polí-
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CIUDADAN A S Y R EV OLU C ION A R IA S 231

ticas. No fue sino hasta los años ochenta y noventa cuando se llegó a una
verdadera discusión e integración de las diferentes concepciones.
El denominador común que unificó a las diferentes corrientes polí-
ticas del movimiento femenino, desde sus comienzos hasta inicios del
siglo XX, y que también estableció el vínculo entre el feminismo «libe-
ral» y el «socialista», lo constituyó la maternidad. Este tema brindó la
oportunidad, por un lado, de resaltar el papel de las mujeres en el Esta-
do y la sociedad, y por otro, de reclamar algún poder en estas esferas.
Con todo, para muchas mujeres hacer hincapié en la maternidad cons-
tituyó mucho más que una estrategia. Fue un componente esencial de
su herencia cultural, «una nota que las mujeres no sólo sabían tocar
sino que querían tocarla».43
Apoyándose en el énfasis sobre la función maternal se estableció una
posición que Asunción Lavrín ha designado como feminismo compen-
satorio. Según éste, no tiene sentido buscar la igualdad entre los dos
sexos. Las mujeres tendrían desventajas, debido a razones biológicas,
que sólo podrían compensarse con ayuda de leyes que las protegieran.
El actual reclamo de cuotas y de planes de ayuda a las mujeres también
apunta en esta dirección, aunque las feministas de fines del siglo XIX uti-
lizaron otra fundamentación. No tomaron como punto de partida el
condicionamiento social de los roles de género, sino la desigualdad
natural entre los sexos, que no debía cuestionarse ni transformarse. Para
ellas la feminidad era sinónimo de maternidad, mansedumbre y desinte-
rés, y muchas feministas se entendieron a sí mismas, con sus demandas
de leyes de protección, como salvadoras de la sociedad y la familia. Esta
imagen todavía estaba difundida en las sociedades latinoamericanas a
mediados del siglo XX, si bien había perdido significación al interior del
movimiento femenino.

LOS COMIENZOS DEL MOVIMIENTO FEMINISTA


LATINOAMERICANO

El surgimiento del movimiento feminista en América Latina, sus


objetivos fundamentales, sus conquistas y fracasos o ambivalencias,
serán analizados en las páginas que siguen según el país.
Argentina brinda un buen ejemplo para estudiar el debate referido
al sufragio femenino, pues tanto el desarrollo del mismo como los
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232 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

problemas que se presentaron y los argumentos que se utilizaron pue-


den ser vistos como paradigmáticos para muchos otros países. El
debate sobre el sufragio femenino arrancó hacia mediados del siglo
XIX, y dos juristas argentinos establecieron en un veredicto en 1869
que, teóricamente, las mujeres estaban en condiciones para ejercer los
derechos de ciudadanía. Pero no fueron tan lejos como para reclamar
la inmediata concesión del derecho de sufragio a las mujeres. Como
contra-argumento se apeló a la escasa instrucción de las mujeres y a su
escasa preparación «moral e intelectual». Si más tarde serían suficien-
temente preparadas, no había entonces ninguna razón para no conce-
derles plenos derechos ciudadanos. Los juristas, o obstante, querían
restringir el derecho al sufragio a mujeres solteras y las viudas, ya que
temían conflictos matrimoniales y familiares en el caso de las casadas.
No podía permitirse ningún ataque al sistema patriarcal.
En el siglo XIX las propias mujeres mostraron menos interés en la
inmediata obtención de derechos políticos, pues les era más cercana y
más urgente la demanda de reforma de los derechos civiles. La imple-
mentación del sufragio universal masculino en 1912, con ayuda de lis-
tas de votantes difícilmente manipulables, marcó el inicio de un perí-
odo de democratización política, que también revivió el debate sobre
los derechos de las mujeres. En esta época los socialistas eran el único
partido político que había hecho suya la demanda del derecho de
sufragio femenino y que colocaba repetidamente el tema en el orden
del día del Parlamento. Probablemente esperaban, después de una
eventual obtención de este derecho, ser recompensados por las muje-
res con sus votos, pero esto no debió haber sido la razón fundamental,
si tenemos en cuenta que en el partido socialista militaban activamen-
te mujeres que a la vez eran dirigentes feministas. La más importante
de ellas era Alicia Moreau de Justo.
Los debates sobre el sufragio femenino en Argentina alcanzaron su
punto máximo entre 1919 y 1930-1932. En 1916 tuvieron lugar, por
primera vez en la historia de Argentina, elecciones presidenciales ver-
daderamente libres, bajo las nuevas condiciones del derecho al voto
masculino universal, obligatorio y secreto, en las que resultaron ven-
cedores Hipólito Yrigoyen y su partido, la Unión Cívica Radical. Los
radicales tenían posiciones cercanas sobre todo a las clases medias, y
realizaron una serie de reformas durante los dos períodos presidencia-
les de Yrigoyen (1916-1922 y 1928-1930). Tras las elecciones de 1916,
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CIUDADAN A S Y R EV OLU C ION A R IA S 233

el tema del sufragio femenino figuró permanentemente en la agenda


política, y se presentaron varios proyectos de leyes, que planteaban el
sufragio femenino tanto en el ámbito nacional como municipal. Pero
primero tenían que ser superados algunos obstáculos jurídicos. Por
ejemplo, según el código civil, las mujeres casadas estaban bajo la tute-
la de sus esposos, por lo que parecía difícil el libre ejercicio de su dere-
cho al voto. Más problemático aún era una disposición que vinculaba
los derechos de ciudadanía con el servicio militar. Esta cláusula fue
introducida en 1912 para impedir manipulaciones en las listas de
votantes, pero complicaba el tema de los derechos ciudadanos de las
mujeres. Al igual que en otros países, en la Constitución de Argentina
se hablaba sólo de ciudadanos, sin una definición más precisa del con-
cepto. La mayoría de las luchadoras por los derechos de las mujeres
abogaron por ignorar simplemente este tema y, puesto que las muje-
res no estaban explícitamente excluidas, partir del principio de que el
sufragio femenino estaba de acuerdo con la Constitución. Una femi-
nista argentina, la Dra. Julieta Lanteri, se decidió a plantear una
demanda legal. Julieta Lanteri había nacido en 1873 en Italia, aunque
se había criado en Buenos Aires. Como estaba casada con un argenti-
no, la cuestión de su naturalización no ofrecía dificultades. Pero hasta
fines de siglo muy pocas mujeres (y hombres) se habían ocupado de
obtener su ciudadanía, pues ello no les acarreaba ninguna ventaja.
Pero cuando se ofreció a Lanteri, en su condición de médica, un pues-
to en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, tuvo
primero que obtener la ciudadanía argentina para poder ocuparlo. Ya
con su ciudadanía oficialmente obtenida, demandó su derecho de par-
ticipar activa y pasivamente en las elecciones. El juez que tuvo que
decidir en el caso, finalmente sólo pudo remitirse a una mezcla de
interpretaciones legales y de utilización de códigos tradicionales de
comportamiento social. En sentido general reconoció que la Consti-
tución no hacía ninguna diferenciación entre los géneros, y que «la
mujer goza en principio de los mismos derechos políticos que las leyes
que reglamentan su ejercicio acuerdan a los ciudadanos varones».44 A
partir de ahí, en la misma página, llegaba a la conclusión de que las
mujeres no eran inferiores en nada a los hombres y eran tan impor-
tantes para el futuro de la nación como aquéllos. Pero después el juez
hizo referencia a viejos valores culturales y al código civil, en el que se
arribaba a otra solución. Argumentó, además, que las mujeres ya ejer-
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234 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

cían sus más altos derechos políticos como madres y maestras, pues
enseñaban a los niños sus derechos y deberes como ciudadanos. Este
fallo sibilino, que fue confirmado posteriormente por otro juez, plan-
teó claramente el problema: la Constitución no preveía ninguna limi-
tación de los derechos ciudadanos de las mujeres, pero la realidad
social los rechazaba.
Julieta Lanteri no quedó satisfecha con este fallo de doble filo.
Como ya era ciudadana argentina, reclamó su alistamiento militar, lo
cual naturalmente le fue denegado. Al mismo tiempo, llamó la aten-
ción de los tribunales al hecho de que aquellos hombres que, por
diversas razones, no había cumplido con su deber militar, no perdían
automáticamente sus derechos electorales. La demanda llegó hasta el
tribunal supremo, el cual se negó a pronunciarse sobre este tema. A las
mujeres sólo les quedó la vía de lograr que el Parlamento —ocupado
exclusivamente por hombres— les adjudicara este derecho hasta
entonces retenido.
El partido socialista fundó en 1918 una unión de mujeres, bajo la
dirección de Alicia Moreau, que llegó a disponer de su propia revista
y comenzó a exigir en todos los ámbitos el derecho de las mujeres al
sufragio. Lo mismo ocurrió en los círculos liberales, aunque ya se
había evidenciado que el presidente Yrigoyen, a pesar de sus anterio-
res intentos reformistas, no mostraba ningún interés por el sufragio
femenino. También surgieron otras organizaciones femeninas, en
cierta medida a partir de las iniciativas emprendidas contra la «trata
de blancas».
Aunque eran diferentes los objetivos y estrategias concretos de
cada una de estas organizaciones, en gran medida trabajaban coordi-
nadamente e intercambiaban ideas. De la misma forma publicaban
recíprocamente en sus revistas y juntas buscaban reconocimiento
internacional. En 1919 Alicia Moreau participó en un congreso obre-
ro internacional en Washington y en el congreso internacional de
médicas en 1918, donde conoció a las sufragistas estadounidenses. De
allí vino con la idea de celebrar elecciones paralelas, para llamar la
atención pública sobre el sufragio femenino. Fundó un comité pro-
derecho de las mujeres al voto, que llamó a las mujeres de todas las cla-
ses sociales y orientaciones políticas a registrarse como electoras y a
votar. En las elecciones municipales de Buenos Aires de 1920, partici-
paron 4.000 mujeres en las «elecciones femeninas», mientras que cer-
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CIUDADAN A S Y R EV OLU C ION A R IA S 235

ca de 160.000 hombres lo hicieron en las elecciones regulares. El efec-


to de publicidad fue considerable. La indiscutible vencedora de las
elecciones entre las mujeres fue Julieta Lanteri.
En los años subsiguientes se realizaron nuevos intentos de implan-
tar el sufragio femenino, tanto con la posterior celebración de otras
elecciones paralelas como mediante diferentes iniciativas de leyes, que
sin embargo no tuvieron éxito. Hacia fines del los años veinte se pen-
só que la obtención del objetivo estaba cerca, pero un golpe de estado
militar destruyó todas las esperanzas, y el panorama político imperan-
te en los años posteriores impidió cualquier éxito. Tras una cierta
apertura democrática en 1932, las mujeres argentinas comenzaron
nuevamente sus campañas por el sufragio femenino, así como por la
legalización del divorcio, y se hizo claro que mientras tanto las resis-
tencias habían disminuido. Una comisión parlamentaria aprobó en
1932 un proyecto de ley sobre el sufragio femenino que fue debatido
y aceptado en el Congreso, pero el Senado impidió su aprobación
final, pues no lo colocó en la agenda de los temas a debatir.
En los años posteriores, las iniciativas y propuestas referidas al
sufragio femenino se extraviaron constantemente en los enredados
senderos de la política argentina, y quedó claro que sin un apoyo rela-
tivamente amplio de los hombres era muy poco lo que podría alcan-
zarse. Incluso después de que en 1936 se instaurara nuevamente un
gobierno civil en Argentina (aunque en estrecha conexión con los
militares), transcurrieron varios años hasta que la el proyecto aproba-
do en 1932 venciera todos los obstáculos parlamentarios. En 1942 lle-
gó hasta una comisión del Senado, que lo aprobó. Con ello parecía
abierto el camino para su aprobación por el Senado y su definitiva
implementación. Pero antes de que esto ocurriera, un nuevo golpe de
Estado en 1943 enterró todas las esperanzas. Finalmente las mujeres
argentinas obtuvieron su derecho al voto bajo el gobierno de Juan
Domingo Perón (1946-1955), cuya política, no obstante, fue vehe-
mentemente rechazada por la mayoría de las feministas. La relación de
Perón con el papel de las mujeres en la política y en el espacio público
será tratada con más detenimiento en el epígrafe sobre su esposa Eva,
más conocida como Evita. Aquí sólo se añadirá que con la obtención
del derecho al sufragio, los esfuerzos de décadas del movimiento
femenino obtuvieron finalmente un logro. Incluso los círculos con-
servadores o tradicionalistas no pudieron seguir desconociendo que
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236 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

las mujeres desempeñaban un importante papel en el espacio público


y que no se les podía continuar negando sus derechos políticos. Por
otro lado, con ese reconocimiento se descubrió que las mujeres cons-
tituían una fuerza política que podía ser movilizada para defender
determinados objetivos. Esto condujo a la formación de secciones
femeninas en los partidos, aun antes de que se les concediera a las
mujeres el derecho al voto. Líderes estatales populistas o autoritarios,
como por ejemplo Perón o Trujillo en la República Dominicana, qui-
sieron asegurarse la lealtad de la población femenina mediante la con-
cesión del derecho al voto a las mujeres y darse así una «apariencia»
democrática. En el caso del peronismo, el énfasis en el componente
emocional y en la maternidad contribuyó a contraponer al ideal racio-
nal de ciudadanía, ya en crisis, otra concepción basada menos en la
razón y la educación.

El movimiento feminista en Brasil

También en Brasil se dieron esfuerzos, desde mediados del siglo


XIX, por mejorar la posición jurídica y social de la mujer. En un inicio,
el movimiento femenino se planteó como su máximo objetivo pro-
porcionar acceso a la mujer a todos los grados de la educación, y en
esto fue exitoso. Pero no incorporaron el sufragio femenino como una
demanda, ante todo porque muy pocos hombres poseían ese derecho
en la monarquía constitucional brasileña. La monarquía fue derrocada
el 15 de noviembre de 1889 y se proclamó la república, por lo que la
revista femenina O Sexo Feminino cambió su título por el O 15 de
Novembro do Sexo Feminino y se pronunció por la obtención de ple-
nos derechos políticos para la mujer. El feminismo fue entendido aho-
ra sobre todo como el derecho a la educación y a un tratamiento res-
petuoso en la familia, y el sufragio femenino fue relacionado con los
derechos humanos generales. Al igual que en la Argentina o los Esta-
dos Unidos, también en Brasil algunas mujeres intentaron alcanzar el
derecho al voto remitiéndose a las imprecisiones contenidas en la
Constitución. Según ésta, tenían derecho al voto todos los ciudadanos
registrados mayores de 21 años, con excepción de los pobres, los anal-
fabetos, los soldados y los miembros de las órdenes religiosas. Por lo
tanto las mujeres no estaban explícitamente excluidas, lo que sin
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CIUDADAN A S Y R EV OLU C ION A R IA S 237

embargo era visto de una manera diferente por los políticos masculi-
nos. Los debates sobre el reconocimiento de los derechos de ciudada-
nía de las mujeres fueron conducidos en Brasil en forma vehemente,
sobre todo por el creciente número de mujeres instruidas. Cada vez
más las mujeres se abrían paso hacia posiciones de trabajo estatal, lo
que mantenía presente la cuestión de los derechos ciudadanos de las
mujeres y su implementación.
El movimiento feminista brasileño estuvo fuertemente marcado
por Bertha Lutz, también ella hija de inmigrantes europeos, que estu-
dió biología en París más tarde, y en relación con sus actividades
feministas, derecho en Río de Janeiro. En 1918 regresó a Brasil y allí
alcanzó importantes posiciones en la dirección del museo nacional,
con lo que llegó a ser la segunda mujer en ese país que obtenía una alta
posición oficial. Esto, a su vez, le proporcionó influencia política,
que supo utilizar para sus objetivos vinculados con el mejoramiento
de los derechos de las mujeres. En 1920 Bertha Lutz fundó la Liga
para a Emancipação Intelectual Feminina, que entre otros se fijó el
objetivo de lograr una mejor educación secundaria para las mujeres.
Para Bertha Lutz, la educación y el trabajo asalariado de las mujeres
constituían un importante paso de avance para su emancipación, y
para ella eran más importantes que el derecho al sufragio.

Lo que propongo no es una asociación de sufragistas que rompan las


ventanas, sino una de brasileñas que comprendan que las mujeres no
deben vivir de su sexo como parásitos, beneficiándose de los instintos ani-
males de los hombres, sino que deben ser útiles, educándose a sí mismas y
a sus hijos. Deben colocarse en condiciones de asumir las tareas políticas
que de seguro les planteará el futuro.45

La obtención de los derechos políticos por las mujeres en los Esta-


dos Unidos en 1920, el mismo año de la fundación de la Liga, hizo pro-
gresar su movimiento aún más. El ejemplo de Bertha Lutz muestra con
toda claridad, cómo el escenario internacional influía sobre las ideas y
el trabajo de las feministas latinoamericanas, y cómo ellas podían apro-
vecharse de aquél. Su elevada posición social, así como la posición aco-
modada de su familia, le permitieron participar en congresos interna-
cionales, lo que a su vez aumentó su prestigio en Brasil. Fue enviada
como delegada brasileña a la «Conferencia sobre el Trabajo Femeni-
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238 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

no», celebrada por la International Labor Organization, y en 1922,


paralelamente a la celebración de la conferencia panamericana en Balti-
more, fue una de las cofundadoras de una organización internacional
para la obtención de los derechos electorales femeninos, la Panameri-
can Association for the Advancement of Women. Esta organización
dirigió los intereses de muchas mujeres de otras naciones latinoameri-
canas hacia la problemática del sufragio, que había sido desatendida
durante mucho tiempo, ya que los problemas sociales habían sido
priorizados, y en la mayoría de los países —como ya se explicó— sólo
una pequeña minoría prestaba atención al tema del sufragio. Bertha
Lutz utilizó las celebraciones por el centenario de la independencia de
Brasil en 1922, en las que la nación quería demostrar sus avances, para
fundar otra organización femenina, la Federação Brasileira pelo Pro-
gresso Feminino (FBPF). Esta federación organizó a una cantidad rela-
tivamente alta de mujeres de las clases acomodadas, lo que le dio una
nota elitista al movimiento brasileño, pero a la vez le proporcionó
influencia y prestigio. Conscientemente se buscó reclutar la mayor
cantidad posible de mujeres con estudios universitarios, ante todo por-
que se podía demostrar que, en la posible prosecución de una carrera
profesional, chocaban con obstáculos específicamente relacionados
con su género, los cuales sólo podían ser superados conjuntamente.
Además, la federación buscó obtener influencia sobre algunos miem-
bros del Parlamento, tomó parte en congresos internacionales y obtu-
vo presencia en los medios de comunicación. Los más importantes
objetivos del movimiento fueron obtener el derecho al sufragio feme-
nino y combatir contra la doble moral, muy difundida en Brasil.
Tras una muy larga y tenaz campaña, las mujeres obtuvieron en
1927 el derecho al voto en el estado de Rio Grande do Norte. Esto le
proporcionó aún más fuerza al movimiento en todo Brasil. Por otro
lado, las consecuencias de la crisis económica mundial se hicieron sen-
tir en Brasil, y condujeron a que llegara al poder en 1930 Getúlio Var-
gas, un político de tendencia autoritaria. Vargas no era demócrata, y
su régimen se caracterizó por la masiva manipulación electoral y un
gobierno autoritario, pero por otro lado realizó reformas populistas,
entre las que estuvo una reforma electoral. Esta contemplaba conce-
derle el derecho al voto a las mujeres, pero sólo a las solteras y a las
viudas con un ingreso propio; las mujeres casadas tenían que obtener
autorización de sus esposos. En cuanto las feministas brasileñas cono-
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CIUDADAN A S Y R EV OLU C ION A R IA S 239

cieron este proyecto comenzaron una ofensiva, que combinó activida-


des públicas con un trabajo de persuasión sobre parlamentarios espe-
cíficos así como sobre el presidente. En 1932 el éxito coronó sus
esfuerzos: las mujeres recibieron los mismos derechos políticos que
los hombres.
Tras la obtención del derecho al sufragio femenino, la alianza de las
mujeres brasileñas se tornó frágil. Afloraron con más fuerza las dife-
rencias sociales y políticas, así como conflictos personales. En las elec-
ciones de 1932, las mujeres no lograron en un primer intento que sus
candidatas llegaran al Parlamento. Sólo Carlotta Pereira de Queiroz
obtuvo un escaño, y aunque ella ciertamente estaba vinculada a la
Federação, su triunfo se debió más que nada al apoyo de un partido
dominado por hombres y a sus relaciones familiares. Bertha Lutz
obtuvo un escaño en el Parlamento en 1936 como sustituta, pero
ambas mujeres mantenían posiciones diferentes en cuestiones decisi-
vas como, por ejemplo, la creación de un ministerio que se ocupara de
los asuntos femeninos. Pero muy pronto desparecieron las posibilida-
des para ambas de lograr algo, pues en 1937, al finalizar el período
legislativo, Getulio Vargas realizó un auto-golpe de Estado y procla-
mó el Estado Novo, que redujo considerablemente las atribuciones
del Parlamento. El comienzo de ese régimen, basado en elementos
corporativos y parcialmente fascistas, eliminó todas las medidas favo-
rables a las mujeres, y especialmente apartó a éstas de cualquier posi-
ción importante en el Gobierno. Hasta 1945, durante el autoritario
Estado Novo, la Federação no logró recuperarse de su retroceso,
sobre todo porque carecía de un objetivo concreto común.
Puede afirmarse que, como resultado del movimiento feminista
brasileño inicial, las mujeres obtuvieron a comienzos de los años
treinta, así como en las dos décadas posteriores, una serie de derechos
y lograron avances tanto en la esfera pública como también con res-
pecto a su situación jurídica, aunque la cultura política siguió domina-
da por los hombres. En este campo se produjo un giro en los años
sesenta, aunque sobre todo con el nuevo feminismo de los años seten-
ta y ochenta. Bertha Lutz todavía representó a las mujeres brasileñas
en la Conferencia Internacional sobre la Mujer celebrada en México
en 1975, y falleció un año después a la edad de 82 años. Su muerte pue-
de entenderse casi como un símbolo del fin del feminismo tradicional.
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240 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

Perú

Si se tuviera que poner un ejemplo concluyente que ilustrara cuán


fuertemente influyen las estructuras sociales en el surgimiento y signi-
ficación —o carencia de ella— del movimiento femenino, debe citarse
a Perú, nación que apenas había sido afectada por la modernización
económica y social a fines del siglo XIX. En este país existía una fuerte
estratificación social, entre un sector superior y otro inferior, y una
pronunciada carencia de un sector intermedio. También era proble-
mática la división étnica entre una sociedad mestiza y otra indígena.
La población indígena permaneció completamente ajena al movi-
miento feminista hasta los años setenta del siglo XX, y hay que tener en
cuenta que en una sociedad como la de Perú las ideas feministas sólo
podían echar raíces —si acaso— en los sectores altos radicados en la
capital. Pero faltó un apoyo social general para estas concepciones,
tanto de parte de los hombres como de la mayoría de las mujeres. Sólo
en los salones literarios se debatió un poco sobre la ampliación de los
derechos de las mujeres, y la creación de una organización de las muje-
res peruanas fracasó, si bien María Jesús Alvarado lo intentó en 1914,
después de que la celebración del congreso femenino de Buenos Aires
en 1910 la estimulara a ello. La oposición de las mujeres pertenecien-
tes a los sectores dominantes, fuertemente influidas por la Iglesia cató-
lica, así como una situación política marcada por la presencia de una
dictadura, obligará a Alvarado a marchar al exilio. No fue sino hasta
varias décadas después cuando las estructuras sociales, políticas y étni-
cas en Perú permitieron el surgimiento de un movimiento femenino
que vinculara entre sí a las mujeres de los diferentes sectores sociales.

El cambio en las relaciones de género

¿Cómo influyeron los cambios ya explicados en el sistema educati-


vo, en el trabajo fuera del hogar y en la participación política de las
mujeres sobre las relaciones entre los géneros en la familia y en la socie-
dad? Como ya se ha dicho, a fines del siglo XIX, y sobre todo a comien-
zos del siglo XX, se diagnosticó la crisis de la familia. Como causas se
señalaron, entre otras, el «problema femenino», es decir, las nuevas
actividades realizadas por las mujeres y el incipiente movimiento feme-
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nino. Por otro lado, las propias feministas se aferraban al importante


papel de la maternidad para las mujeres, con lo que se puede pensar que
se limitaban a una pequeña transformación de los roles de género.
Debe tenerse en cuenta que, por un lado, para la mayoría de las muje-
res la maternidad constituía el mayor y más noble objetivo de sus vidas,
pero que, por el otro, la insistencia en la educación y la salud les per-
mitía alcanzar el estatus de una profesión moderna y por ello podía ser
visto como un esfuerzo provechoso para las mujeres modernas y edu-
cadas. La interpretación de la educación de los niños como clave para
la solución de todos los problemas de la modernización les proporcio-
nó a las mujeres una palanca para el mejoramiento paulatino de su
situación jurídica. En casi todos los países latinoamericanos hubo cam-
bios en los códigos civiles a fines del siglo XIX. Un importante motivo
para el mejoramiento de los derechos de las mujeres casadas lo consti-
tuyó el cambio en la apreciación sobre las disposiciones relativas a la
patria potestad. Ahora las viudas obtuvieron la plena jurisdicción
sobre sus hijos menores de edad, y no sólo una cierta tutela. Además,
en la mayoría de los países se limitó el uso de la violencia de los espo-
sos sobre sus mujeres, aun cuando el hombre siguió siendo el indiscu-
tido jefe de familia. Pero no todos los cambios tuvieron un efecto posi-
tivo sobre las mujeres, pues por ejemplo la eliminación de la
obligatoriedad de la división de la herencia en el nuevo código civil
mexicano en 1884 pudo conducir a que se privilegiara a la descenden-
cia masculina.
Los cambios más importantes y las más acaloradas discusiones
estuvieron relacionados con el tema del divorcio y de la separación
matrimonial, sobre todo porque en el último tercio del siglo XIX casi
todos los países latinoamericanos habían establecido el matrimonio
civil. Ello fue posible inicialmente gracias al esfuerzo de los liberales
por introducir la separación del Estado y la Iglesia incluso en las rela-
ciones familiares. Una vez que, desde el punto de vista del derecho
civil, el matrimonio se convirtió en un simple contrato, devino rápida-
mente en tema de debate. Debido a la religiosidad de la mayoría de los
latinoamericanos y a la gran influencia de la Iglesia católica, el divor-
cio fue y aún es algo muy discutido en muchos países. Las propias
mujeres no alcanzaron una posición unánime respecto a si la ley del
divorcio mejoraría o no su situación. Por un lado temían que los hom-
bres buscaran, tras unos años de matrimonio, una mujer más joven.
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Por otro, la situación de una mujer divorciada podría llegar a ser muy
difícil, teniendo en cuenta los prejuicios sociales. En Uruguay se lega-
lizó el divorcio en 1907 mientras que en otros países como Paraguay y
Chile, una ley semejante fue promulgada recién hace unos pocos años.
La mayoría de los países latinoamericanos introdujeron la legalización
del divorcio a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. La vida en
común de una pareja sin acudir al matrimonio sigue sin encontrar
aceptación entre los sectores medios y altos de Latinoamérica, mien-
tras que es algo corriente en los sectores más empobrecidos.
Un importante giro lo constituyó la actitud de los padres de los sec-
tores altos respecto a la elección de la pareja para sus hijos. En las
sociedades con una estructuración oligárquica, como por ejemplo Bra-
sil, era común que fueran los padres quienes eligieran las parejas, sobre
todo para sus hijas, pero a lo largo del siglo XX se impusieron concep-
ciones burguesas sobre el matrimonio basado en el amor y la confian-
za. Con ello la elección de la pareja recayó cada vez con más fuerza en
los hijos, aunque los padres intentaban dirigirla de tal manera que se
realizara dentro de aquellos círculos más convenientes para ellos. Las
mujeres tenían que aspirar incluso más a alcanzar la correspondencia
con la imagen ideal del ama de casa y madre, pues la responsabilidad
por el funcionamiento del matrimonio moderno recaía en última ins-
tancia sobre ellas. Así, por ejemplo, preparar una comida apetitosa y
tener hijos bien atendidos y limpios que esperaran al esposo cuando
llegara cansado del trabajo al hogar, se convirtió en condición indis-
pensable para mantener una relación armoniosa. Por lo tanto, las muje-
res tenían que simultanear los rasgos de la mujer moderna (amplitud de
criterios, confianza en sí misma y competencia) con los de inocencia,
sumisión y abnegación propias de la esposa. No es menos cierto que
también a los hombres se les demandaron ciertos cambios, sobre todo
en la esfera de la sexualidad. Ésta fue la esfera en la que menos éxitos
logró el movimiento femenino temprano. Por un lado, la atención que
se prestó a problemas de salud, especialmente la discusión sobre la sífi-
lis, aunque también la preocupación por la salud de los hijos, mostró
que un tema tan tabú como la sexualidad no pudo ser ignorado. Por
esto algunas feministas, sobre todo en Argentina y Uruguay, exigieron
la introducción de la educación sexual, sobre todo para los hombres,
aunque pronto se hizo extensiva la demanda para las mujeres. Con ello
se pretendía lograr no sólo difundir un mejor conocimiento, sino tam-
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bién se aspiraba a lograr una elevación de los estándares morales, espe-


cialmente de los hombres. La higiene en cuestiones de salud debía ser
completada con una «higiene moral». Pero esta concepción presuponía
que fueran las mujeres quienes establecieran esos estándares y que los
hombres adecuaran su conducta a ellos, algo que en general no ha ocu-
rrido hasta hoy. La doble moral, típica para América Latina, siguió
existiendo, y en este aspecto las relaciones entre los géneros no cam-
biaron: en la mayoría de las sociedades, sobre todo en sus sectores
medio y superiores, hoy como entonces sigue rigiendo para los hom-
bres la más amplia libertad en relación con su sexualidad antes del
matrimonio y fuera de él, pero no así para la mujer.
Hasta hace pocos años, la sexualidad femenina era considerada un
tema tabú fuera de la esfera de la medicina. Los intentos realizados por
las feministas, en su lucha por la igualdad, de elevar la sexualidad mas-
culina a un nivel moral intachable, no fueron aceptados por los hom-
bres, lo que condujo a su fracaso. Coincidentemente las mujeres se
aferraron al culto a la maternidad y no propagaron una nueva concep-
ción sobre el papel del padre, por lo que el Estado en muchos casos
tuvo que encargarse de la atención a las madres solteras y los niños.
Aquí se mostró la ambivalencia del movimiento femenino latinoame-
ricano, que hasta hoy ha logrado mucho por enfatizar el papel de la
madre, pero con lo cual ha consolidado a la vez la desigualdad en los
roles de género. También ha contribuido a ello la concepción, mante-
nida por muchas feministas, sobre la mujer como la más alta instancia
moral (el así llamado marianismo, tema que será tratado más adelan-
te). Pueden señalarse las siguientes características comunes al movi-
miento femenino latinoamericano de la primera mitad del siglo XX.
1. Los movimientos femeninos modernos surgieron sobre todo en
países que disponían de un sistema educativo relativamente moderno,
abierto a ambos sexos. Es importante destacar, además, que eran países
marcados con mayor o menor fuerza por la inmigración europea. Los
inmigrantes europeos no sólo eran generalmente perseverantes y ambi-
ciosos en sus proyectos individuales de vida, sino que introdujeron
también nuevas ideas sociales y políticas en esos países. Debido a sus
actividades y debido a su número —allí donde la inmigración tuvo
carácter masivo, como en el Cono Sur— transformaron profundamen-
te las estructuras sociales. En estos países latinoamericanos «moder-
nos», los objetivos de las mujeres coincidieron en muchos aspectos con
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los de los hombres. Se logró un consenso social con respecto a que un


mejor sistema de salud, una red de protección social o un sistema de
educación moderno eran de gran significación para el progreso del
país. Sólo con respecto a la cuestión de los derechos femeninos surgie-
ron posiciones divergentes entre los hombres y las mujeres.
2. El movimiento femenino en América Latina, en todas partes, fue
inicialmente un fenómeno circunscrito sobre todo a los sectores altos y
medios. De allí procedieron —en muchos casos de los sectores altos—
las primeras voces que exigieron derechos para las mujeres, aunque
fueron esencialmente mujeres instruidas de las capas medias, sobre
todo maestras, las que primero se organizaron en grupos para criticar,
desde una perspectiva feminista, las desventajas jurídicas, políticas y
sociales de las mujeres. Ellas constituyeron la primera generación de
mujeres instruidas de la clase media, que también se encontraban en
una precaria situación económica y social. Se relacionaron entre sí a
través de las escuelas y las organizaciones profesionales, con lo cual no
sólo determinaron sus problemas e intereses comunes, sino que tam-
bién facilitaron su integración y concertaron sus acciones.
3. Llama la atención la utilización del escenario internacional, lo
que desde el inicio desempeñó un importante papel para las feministas
latinoamericanas, algo que sigue sucediendo aún hoy (la Década de las
Naciones Unidas para la Mujer, el Congreso Mundial sobre la mujer
celebrado en México en 1975, los movimientos internacionales de
solidaridad). El comienzo del movimiento femenino latinoamericano
estuvo caracterizado por la realización de congresos no de carácter
político, sino dedicados a temas científicos como la salud, la higiene, la
alimentación de los niños, la protección de la maternidad así como la
crianza y la educación. Estos congresos se convirtieron, cada vez con
más fuerza, en un foro para las mujeres instruidas de los sectores
medio y alto, y culminaron con demandas de carácter político.
4. Todos los movimientos femeninos latinoamericanos enarbola-
ron en primer lugar el papel de la maternidad y la «otra misión» de la
mujer, y en ello residió una de las principales diferencias con respecto
a los movimientos femeninos de los Estados Unidos y Europa. Las
feministas latinoamericanas no exigían una igualdad absoluta con los
hombres, ni intentaron minimizar las diferencias entre los sexos, sino
que resaltaron precisamente las características femeninas, sobre todo
la maternidad. Utilizaron el papel de la madre para llamar la atención
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sobre el hecho de que las condiciones sociales impedían realizar este


papel en una forma plena de sentido, y colocaban esto entre sus
demandas. De ahí que la mayoría de las declaraciones del movimiento
femenino latinoamericano, sobre todo en sus inicios, tuvieran un fuer-
te acento moral o espiritual. Por otro lado, el movimiento femenino en
Latinoamérica se empeñó en temas como la protección del trabajo y
de la maternidad, si bien los trató de un modo patriarcal. Esto condu-
jo posteriormente a que la izquierda tradicional descalificara al movi-
miento femenino como un fenómeno burgués, lo que condujo a con-
flictos entre las feministas y los partidos de izquierda.
5. El debate sobre el sufragio femenino comenzó en casi todos los
países en el marco de una discusión general sobre la ampliación de la
participación política. Con ello se difundió por todas partes el tema de
cómo podían aplicarse a las mujeres los derechos ciudadanos fijados
en las constituciones republicanas, o de si los derechos ciudadanos,
formulados en forma neutral en estas constituciones, incluían también
a las mujeres.
6. Los debates sobre el trabajo realizado fuera del hogar, el ejerci-
cio adecuado del papel de madre y las funciones ciudadanas de las
mujeres, alcanzaron siempre un punto en el que también hubo que
demandar la transformación de la legislación civil y el cambio sustan-
cial de las relaciones entre los géneros. Mientras que con la reforma de
los códigos civiles a fines del siglo XIX se logró paulatinamente una
cierta mejoría de los derechos femeninos (especialmente de las muje-
res casadas), otros problemas de las relaciones entre los géneros conti-
nuaron sin resolverse. El divorcio, el aborto, así como la sexualidad
femenina, han continuado siendo temas difíciles en muchos países
latinoamericanos hasta hoy. La fuerte impronta de la Iglesia católica
en la sociedad y su influencia aún considerable, tienen indudablemen-
te un papel importante en esto. Por ello la transformación aquí descri-
ta de las relaciones entre los géneros se ha podido realizar sólo paso a
paso a lo largo del siglo XX. Aún no se ha logrado una verdadera eli-
minación del sistema patriarcal.
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SOLDADERAS Y FEMINISTAS EN LA REVOLUCIÓN MEXICANA

México, uno de los países más grandes y poblados de América


Latina, mostró en la segunda mitad del siglo XIX procesos similares a
los que han sido descritos para el Cono Sur, aunque la historia mexi-
cana asumió características específicas debido al estallido en 1910 de
una revolución. Una diferencia importante con relación a la parte
meridional del continente la marcó la circunstancia de que la pobla-
ción indígena en México era mayor, sobre todo en el sur del país,
mientras que en el norte era mayor la presencia de población mestiza
así como de inmigrantes europeos desde fines del siglo XVIII. Además,
la historia de México en el siglo XIX estuvo marcada por un fuerte
enfrentamiento entre el Estado y la Iglesia, lo cual también tuvo un
papel significativo en el transcurso de la Revolución. Desde el período
colonial, la Iglesia católica tuvo en México una gran influencia y
extensas propiedades de tierra. Ambas le fueron arrebatadas desde
mediados del siglo XIX, especialmente bajo la presidencia del liberal
Benito Juárez. Las propiedades de la Iglesia, al igual que las tierras
comunales de las aldeas indígenas, fueron subastadas, se decretó la
libertad religiosa y se introdujo el matrimonio civil. Muy importante
para la historia mexicana del siglo XX fue la presidencia de Porfirio
Díaz, quien gobernó dictatorialmente el país desde 1877 hasta 1910.
En lo formal, México era un país democrático, pero el fraude electoral
y el poder casi ilimitado de las élites locales estaban a la orden del día.
El período en el que gobernó Porfirio Díaz, conocido como el porfi-
riato, se caracterizó por una rápida modernización del país. Después
de décadas de disturbios políticos y violentos enfrentamientos, Méxi-
co encontró bajo Díaz estabilidad política y prosperidad económica,
si bien el Parlamento y los partidos políticos fueron relegados cada
vez con más fuerza a un papel secundario, en el contexto de una
amplia centralización y personalización del poder del Estado.
La modernización que tuvo lugar bajo el gobierno de Díaz benefició
esencialmente a los grandes terratenientes y los industriales, y en muchos
casos también a los inversores extranjeros, que habían colocado sus capi-
tales sobre todo en la minería, la extracción de petróleo, el sistema ban-
cario y la construcción de ferrocarriles. Cada vez era mayor la depen-
dencia con respecto a los Estados Unidos, que se habían anexado en 1848
una gran extensión del territorio del norte mexicano, y el crecimiento
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económico se concentró —al igual que hoy— en las regiones del norte,
cercanas a la frontera con aquel país. Por el contrario, el sur de México,
marcado fuertemente por la impronta de diferentes pueblos indígenas,
apenas participó de la modernización económica. La disolución de las
comunidades indígenas, provocó que una gran cantidad de campesinos
se quedaran sin tierras, mientras que los grandes terratenientes aumenta-
ban las suyas. Este desarrollo contradictorio de la sociedad agudizó las
contradicciones sociales, lo cual contribuyó esencialmente a la radicali-
zación de la Revolución.
Por otra parte, la modernización hizo surgir una clase media que
se convirtió cada vez más en un interlocutor político. Las mujeres
pertenecientes a esta clase media se beneficiaron de la ampliación y
desarrollo del sistema educativo y trabajaban como secretarias y
maestras. Hacia fines del siglo XIX más de la mitad de todas los maes-
tros eran mujeres, y desde 1867 se había implantado la instrucción
obligatoria, con lo que el sistema de educación secundaria se había
ampliado. Pero la modernización trajo consigo una serie de proble-
mas, en especial para los sectores más pobres. Ya se ha hecho referen-
cia a las pésimas condiciones de trabajo de las obreras empleadas en la
industria textil, de la alimentación y la tabacalera. Además, en Méxi-
co, al igual que en Argentina, la cifra de prostitutas, que sobre todo se
concentraban en las ciudades, era espantosamente alta. Según un cen-
so realizado en 1908, el 12% de todas las mujeres en Ciudad de Méxi-
co entre 15 y 30 años eran prostitutas, puesto que no disponían de
otra manera de ganarse la vida.
Las tensiones explotaron en 1910, cuando el anciano dictador, pese
a haber anunciado anteriormente su retiro, se postuló una vez más para
la «reelección». Los sectores moderados, bajo la dirección de Francis-
co I. Madero, exigieron la realización de elecciones limpias, así como la
prohibición de la reelección presidencial, y llamaron a la rebelión.
Diferentes grupos políticos y militares se unieron a Madero, y se pro-
dujo una guerra civil que condujo al derrocamiento de Díaz en mayo
de 1911. Madero fue proclamado presidente, pero no pudo resolver las
crecientes contradicciones entre las fuerzas conservadoras y progresis-
tas. Bajo la tradicional consigna de derrocar al presidente se produjo
una revolución, cuya fase más sangrienta abarcó toda la década.
La Revolución mexicana estuvo caracterizada desde el inicio por la
existencia de dos polos sociales y geográficos muy diferentes, de tal
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manera que puede hablarse de una revolución en el sur y otra en el


norte. En el sur, la rebelión se concentró en la región azucarera del
estado de Morelos, caracterizada por problemas agrarios y agudas
tensiones sociales. Allí se formó una guerrilla bajo la dirección de
Emiliano Zapata, integrada por población rural en parte indígena y en
parte mestiza, cuyo objetivo esencial era la realización de una reforma
agraria. En el norte, por el contrario, los problemas sociales eran
menos «homogéneos», de tal manera que aquí no se constituyó un
movimiento revolucionario unificado. La revolución en el norte era
más moderada, y estaba guiada por objetivos políticos y por personas
enraizadas en los sectores intermedios. Un grupo, dirigido por el
general Carranza, demandaba esencialmente el restablecimiento del
orden institucional, tal como quería Madero. Otro grupo estaba bajo
las órdenes del general Obregón y perseguía los mismos objetivos,
mientras que en Chihuahua un ejército apoyado parcialmente en tác-
ticas guerrilleras y formado por miembros de los sectores pobres bajo
el mando de Francisco (Pancho) Villa, peleaba por una transforma-
ción de las estructuras sociales.
En 1912 se produjo la primera sublevación contra el Gobierno de
Madero, cuya política parecía demasiado conservadora. Comenzó de
nuevo la guerra civil, que condujo en 1913 al derrocamiento de Made-
ro y un año después al de su sucesor. Para el período entre 1911 y 1916
puede hablarse de una guerra civil más o menos continuada y parcial-
mente sangrienta, que se fue calmando paulatinamente bajo la presi-
dencia de Carranza (1915-1920). En 1917 se proclamó una nueva
Constitución, que inició el fin de la fase bélica de la Revolución. Aun-
que los partidarios de Emiliano Zapata y Pancho Villa rechazaron esta
Constitución, lograron imponer en ella algunas de sus demandas socia-
les de carácter revolucionario. La derogación de la expropiación de las
tierras comunales de los campesinos indígenas, así como la garantía de
derechos sociales fundamentales se debió, ante todo, a la influencia de
Emiliano Zapata. En el período entre 1920 y 1935 se logró una estabi-
lización política del nuevo régimen mediante la paulatina pacificación
y control del ejército, así como de la integración de los diferentes sec-
tores sociales en organizaciones masivas recién creadas de obreros y
campesinos, apoyadas por el Estado y a la vez controladas por éste. En
1929 se fundó el Partido Nacional Revolucionario, que posteriormen-
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te se rebautizó como Partido Revolucionario Institucional (PRI), que


gobernó ininterrumpidamente hasta fines del siglo.
La fase decisiva posterior de la Revolución la constituyó la presiden-
cia de Lázaro Cárdenas (1934-1940), en la que se realizaron muchos
objetivos revolucionarios y se implementaron reformas sociales. Se
reintrodujo efectivamente la propiedad comunal indígena o campesina
en el contexto de una profunda reforma agraria, y las empresas mineras
y petroleras extranjeras fueron nacionalizadas. Además, se fomentó la
industrialización y también la clase obrera fue favorecida mediante una
amplia legislación social. El reconocimiento de estas reformas por parte
de los extranjeros que fueron expropiados, especialmente por parte de
los gobiernos de los Estados Unidos y Gran Bretaña, marcó una paula-
tina estabilización de la «revolución», pero también la fosilización del
PRI. Su poder se basó en medida creciente en la omnipresencia de las
estructuras del partido, el clientelismo y el fraude electoral, pero le pro-
porcionó a México también estabilidad política y social. La indiscutida
posición de poder de este partido se desmoronó en la última década del
siglo XX y México transitó hacia un sistema multipartidista.
En nuestro contexto, la Revolución mexicana debe ser considerada
ante todo desde dos aspectos: primeramente, con relación a la partici-
pación de las mujeres en los enfrentamientos en la fase de la guerra
civil entre 1910 y 1920, y seguidamente desde el punto de vista de los
beneficios «revolucionarios» que obtuvieron las mujeres, especial-
mente teniendo en cuenta sus derechos civiles y políticos.

Las soldaderas

Uno de los fenómenos más conocidos de la Revolución mexicana


lo constituyeron las así llamadas soldaderas (derivado de «soldada»,
sueldo, salario o estipendio, en general y, en concreto, el que reciben
los militares), que fue descrito por todos los corresponsales o en las
memorias de todos los extranjeros participantes en la guerra. El pintor
Orozco las inmortalizó en su cuadro sobre los zapatistas y el fotógra-
fo Casasola preservó su imagen en muchas instantáneas. También
ocupan un destacado lugar en numerosas canciones populares y bala-
das mexicanas, sobre todo en los corridos.
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250 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

Como ha ocurrido a menudo con fenómenos similares, la imagen


de las soldaderas ha sufrido hoy una transfiguración más bien mística.
En la mayoría de los casos las soldaderas no eran mujeres soldados, ni
meras «espectadoras de batallas», sino las mujeres o familiares de los
contendientes, que los tenían que atender y seguir a todas partes, tal
como se describió con respecto a las guerras de independencia y las
guerras civiles de comienzos del siglo XIX. A diferencia de sus antece-
soras, las soldaderas sí lograron formar parte de la memoria colectiva y
de la identidad nacional. En México, como en otros lugares de Améri-
ca Latina, la alimentación y cuidado de los soldados recaía sobre los
hombros de estas mujeres. En los enfrentamientos de las guerras civi-
les de la Revolución mexicana, algunas de ellas empuñaron las armas;
incluso llegó a haber un batallón femenino, y muchas mujeres comba-
tientes famosas han entrado en el folclore mexicano. Pero la mayoría
de las mujeres combatían en los ejércitos o los acompañaban simple-
mente «porque él lo hacía», como le contó una soldadera al periodista
norteamericano John Reed. Otra le dijo que, aunque se encontraba en
avanzado estado de gestación, su marido la había conminado a acom-
pañarlo. Cuando ella protestó, recibió la siguiente respuesta: «¿Enton-
ces tengo que morirme de hambre? ¿Quién sino mi mujer va a hacerme
las tortillas?».46 La presión por parte de los hombres y el apego o el
sometimiento aprendido por estas mujeres, a veces muy jóvenes, a
menudo marchaban de la mano. En el campamento militar las mujeres
tenían que soportar no sólo hambre y fatiga, sino también frecuente-
mente los celos de sus maridos. Si éstos morían, estaban obligadas a
buscar un nuevo «protector».
Podemos representarnos las dificultades que acompañaban la vida
de las soldaderas con relación al nacimiento de los hijos y su cuidado
y educación. Por lo tanto, no eran los ángeles desprendidos que nos
pintan algunos corridos románticos, ni mucho menos las prostitutas
que otros han querido ver, sino mujeres de los sectores bajos, marca-
das por la vida que llevaban y que tenían que lidiar con condiciones
sociales y económicas extremadamente difíciles. En un contexto mar-
cado por el machismo y la guerra, lo único que les deparaba el destino
era subordinación y entrega, rudeza hacia sí y hacia los demás, y en
todo caso carencia de ilusiones.
La muy importante presencia de las soldaderas indica que las muje-
res participaron activamente en la Revolución y en sus luchas. Ni los
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hombres, ni tampoco las mujeres, pudieron sustraerse al remolino de


los acontecimientos revolucionarios. Al mismo tiempo, la Revolución
condujo a desplazamientos masivos de población, que pronto se ase-
mejaron a verdaderas migraciones de pueblos, y los zapatistas en el sur
fueron descritos por muchos observadores no como un ejército, sino
como un pueblo en armas. Los hombres tomaban las armas volunta-
riamente o bajo coacción; las mujeres seguían a sus padres, hermanos
o maridos. Otras fueron víctimas de robos y violaciones, y no les que-
dó más remedio que enrolarse como soldaderas. Algunas vieron aquí
la única posibilidad de ganarse la vida y entraron al servicio de un sol-
dado o trabajaron como lavanderas o vendedoras callejeras. También
había una cierta jerarquía dentro de las soldaderas, y la sirvienta o la
esposa de un oficial estaba por encima de aquellas de los soldados
rasos. Los mayores problemas se presentaron para muchas soldaderas
al concluir la fase militar de la Revolución, cuando se vieron obligadas
a buscar de nuevo una forma normal de ganarse la vida. A diferencia
de los hombres que habían participado en la guerra, una parte de los
cuales disfrutaba de una pensión o recibían atención en los hospitales,
las soldaderas tuvieron que encargarse de sí mismas, o siguieron al cui-
dado del hombre para el que habían trabajado, en el caso de que aún
viviera y de que quisiera mantenerla. La brutalidad de la vida en cam-
paña marcó tan profundamente a muchas de estas mujeres que algunas
prefirieron no seguir vinculadas a un hombre y ganarse la vida de cual-
quier otro modo.
A diferencia de la imagen más bien desconsoladora de la vida de las
soldaderas, como la que puede leerse por ejemplo en la impresionante
historia de vida de Jesusa, escrita por Elena Poniatowska, la literatura,
la música y el folclore mexicanos han transformado a las soldaderas en
ángeles desprendidos, heroicas y prestas a ayudar, o en prostitutas. La
novela Los de abajo, de Mariano Azuela, tal vez la más conocida de las
novelas de la Revolución, presenta ambos estereotipos con toda clari-
dad: por una parte la amazona, que es también a la vez una prostituta,
y por la otra la buena y abnegada Camila, que se sacrifica en forma
maternal y sumisa por los soldados. Con esta imagen se corresponde
el corrido tal vez más conocido de México, «La Adelita», por cuyo
título las soldaderas hoy son conocidas como «Adelitas». Las Adelitas
son presentadas como mujeres románticas y de buen corazón, y su
presencia entre las tropas se plasma en lo esencial en amores románti-
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252 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

cos e historias de celos. Con esto cae en el olvido la importante con-


tribución de las mujeres a la Revolución y sus consecuencias, hasta tal
punto que un general de uno de aquellos batallones revolucionarios
pudo afirmar más tarde que en el ejército sólo hubo algunas mujeres
en la tropa y que lo demás había sido un puro invento de la industria
cinematográfica. El tratamiento dado a las soldaderas en la Revolu-
ción mexicana es una muestra ejemplar de las dificultades que enfren-
ta la adecuada descripción del papel desempeñado por las mujeres en
el contexto de las guerras civiles y las guerras del siglo XIX e incluso de
principios del siglo XX y de otorgarles su debido lugar cuando se escri-
be la historia.
Tras el cese de las acciones militares se normalizó la situación y las
cuestiones políticas pasaron de nuevo a un primer plano. ¿Por qué la
Asamblea constituyente, pese a todas sus concepciones revoluciona-
rias, no luchó por el otorgamiento a las mujeres del derecho al voto?
Ello es aún más sorprendente si tenemos en cuenta que ya a principios
del siglo XX las demandas revolucionarias de igualdad no se podían ver
separadas de la cuestión del sufragio femenino, sobre todo desde que
en el vecino Estados Unidos se había concedido el derecho al voto a
las mujeres en 1920. También hubo en México y entre los grupos que
participaron en la Revolución, una serie de feministas que se hicieron
sentir y que presentaron ante el Congreso diferentes propuestas y
peticiones para la obtención del sufragio femenino. Debe tenerse en
cuenta que las mujeres habían participado activamente en la Revolu-
ción y no podían ser excluidas del nuevo ordenamiento político. El
Congreso constituyente finalmente designó un comité para que ela-
borara una propuesta sobre este asunto, el cual sin embargo no pre-
sentó ninguna, lo que significó lo mismo que rechazar el derecho al
voto femenino. Como fundamentación se dijo que las mujeres mexi-
canas se concentraban tradicionalmente en la familia y el hogar, y aún
no habían desarrollado una conciencia política. También se adujo que
no había un movimiento masivo que demandara este derecho, lo que a
su vez dejaba claro del escaso interés de las propias mujeres en este
tema. La oposición conservadora en la asamblea, no obstante, volvió a
plantear el tema del sufragio femenino. Esta sorprendente división de
posiciones, sin embargo, demostró que para ambas partes en esta
cuestión se trataba en esencia de la conservación o la obtención del
poder, pues las mujeres eran vistas en México como conservadoras y
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fuertemente influenciadas por la Iglesia católica. En el año en el que se


aprobó la nueva Constitución (1917), en algunos estados se habían
realizado protestas de mujeres contra la política anticlerical del
Gobierno. Se había establecido que no podía haber más de un sacer-
dote por cada 5.000 habitantes y se dispuso el registro de todos los
curas. Como reacción contra las numerosas protestas, el Gobierno
cerró todas las iglesias y expulsó a los sacerdotes. Debido a ello, en
algunas regiones las mujeres se pusieron en huelga, la cual fue tan exi-
tosa que se revocó el cierre de las iglesias y al menos se volvió a per-
mitir la realización de misas. No es de extrañar entonces que, a los ojos
de los revolucionarios, las mujeres fueran valoradas como clericales y,
por ello mismo, contrarrevolucionarias. También el ejemplo de Espa-
ña, donde las primeras elecciones en las que las mujeres pudieron par-
ticipar arrojaron resultados favorables a los conservadores, llevó a la
izquierda a temer por su poder y por ende a rechazar el sufragio feme-
nino. Que la democracia y el sufragio femenino están indisolublemen-
te vinculados, y que garantizar el derecho pasivo y activo al voto a la
mitad de la población hubiera significado un logro esencial para la
democracia, fue algo que no desempeñó ningún papel en la considera-
ción sobre este tema. La respuesta dada por un miembro de aquel
comité que debió haber elaborado una propuesta sobre el sufragio
femenino, muestra la ligereza con la que se asumió la cuestión: cuan-
do algunos años después se le preguntó por qué el comité no había
presentado ninguna propuesta, no encontró mejor respuesta que decir
que no habían tenido ningún deseo de ocuparse de ello y habían pre-
ferido irse a beber juntos.
Con todo, se realizaron una serie de cambios en la legislación civil.
Se aprobó el divorcio en 1914, con la esperanza de disminuir con ello
la tasa de nacimientos ilegítimos. Pero esta ley contenía una serie de
injusticias, como por ejemplo la decisión de que un hombre podía ser
considerado como víctima de abandono por su mujer y podía exigir el
divorcio si aquélla había pasado una noche fuera del hogar, pero en
caso inverso, para considerar que la esposa era víctima de abandono,
era necesario que el hombre estuviera ausente del hogar más de 30
días. También se dispuso que la mujer divorciada debía esperar 300
días para volver a casarse, para impedir problemas en la dilucidación
de la paternidad en caso de un posible embarazo. Por otro lado, se
estableció la igualdad entre el hombre y la mujer en el tema del cuida-
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254 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

do de los hijos, y en 1927 una nueva reforma del artículo 2 del código
civil explicitó claramente que los hombres y las mujeres debían ser tra-
tados jurídicamente como iguales. Con todo, se mantuvieron limita-
ciones con respecto a la mujer casada, lo que se explica por el peso de
la tradición. Así, a una mujer casada no le estaba permitido trabajar
fuera de la casa sin el permiso del esposo, y su capacidad para realizar
negocios estaba limitada, aunque en general pudieron constatarse una
serie de mejoras para las mujeres en el terreno jurídico.
Tras la reforma del derecho civil, las luchadoras mexicanas por los
derechos de las mujeres dirigieron su atención en los años veinte y
treinta con más fuerza hacia la reforma de las leyes electorales, y refor-
zaron sus actividades. Esto tuvo que ver con el hecho de que la retóri-
ca revolucionaria, de nuevo intensificada bajo el gobierno de Cárde-
nas, era cada vez más incompatible con la exclusión de las mujeres de
la vida política. Tampoco en México se podía alcanzar nada al respec-
to sin el apoyo de influyentes políticos masculinos, como demostró
claramente el ejemplo de Yucatán. Se puede afirmar, desde muchos
puntos de vista, que Yucatán constituyó un campo de pruebas para las
ideas radicales de la Revolución mexicana, incluso para aquellas de
carácter feminista. Allí los problemas de la modernización económica
se manifestaron con especial intensidad en la producción de sisal, una
planta, variedad de agave de México, cuyas fibras se utilizan para hacer
cuerdas, sacos, etc. Además, Yucatán era una región geográficamente
aislada. Después de que en 1880 se introdujera la mecanización en la
cosecha del trigo en los Estados Unidos, Argentina y otras regiones
productoras, la demanda de sisal creció enormemente, y su produc-
ción se intensificó en Yucatán, sobre todo mediante la desenfrenada
explotación de mano de obra indígena reclutada en cierta medida a la
fuerza. Por un lado Yucatán se convirtió en el más rico estado mexica-
no, y ningún Gobierno federal podía prescindir del ingreso prove-
niente de los impuestos que allí se recaudaban, pero las consecuencias
negativas del progreso podían reconocerse aquí con más claridad que
en otras regiones de México.
Los primeros intentos de reforma después del triunfo de la Revo-
lución no pudieron realizarse en Yucatán, debido a la oposición por
parte de los propietarios de las plantaciones. Finalmente el Gobierno
central envió a Yucatán a un gobernador militar, Salvador Alvarado.
El objetivo era —además de la implementación de las medidas revolu-
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cionarias— utilizar las altas recaudaciones arancelarias e impositivas


de Yucatán en provecho del Gobierno central. Alvarado había vivido
algunos años en el exilio en los Estados Unidos, y su política se orien-
taba en cierta medida según el modelo norteamericano. Probablemen-
te esto explique su inusual interés en la situación de la mujer, y su
empeño por mejorar ante todo sus posibilidades de educación. Alva-
rado exigió a las maestras que combatieran la fuerte influencia de la
Iglesia en el sistema escolar.
El filo estrecho en el cual tenían que moverse las y los feministas en
esta época en México se expresó con toda claridad en el primer con-
greso de mujeres mexicanas, convocado en enero de 1916 por Alvara-
do en Mérida, Yucatán. Para ello Alvarado se había asegurado el apo-
yo del Gobierno mexicano, pero le había confiado la organización y
preparación del congreso a una mujer, directora de escuela y feminis-
ta. El congreso se dirigió ante todo a maestras procedentes de los sec-
tores medios, las cuales fueron liberadas de su trabajo en Yucatán para
que participaran en él. El objetivo del congreso era su «desfanatiza-
ción» (es decir, liberarlas de la influencia de la Iglesia católica) y agu-
dizar su conciencia revolucionaria. El primer incidente impactante
ocurrió en la inauguración, cuando se leyó el mensaje enviado por
Hermilia Galindo, una de las líderes feministas de México. Galindo
había comenzado su carrera política escribiendo los discursos para el
presidente Carranza y debido a otros compromisos no pudo partici-
par en el congreso. En su mensaje de saludo demandó, además de la
igualdad civil y política, también la igualdad sexual entre hombres y
mujeres. Se pronunció por la educación sexual en las escuelas y
demandó vehementemente combatir la doble moral. Estos temas
habían sido siempre tabú para muchas de las mujeres allí presentes, y
el mero hecho de que en aquel congreso se hablara abiertamente de
ellos fue chocante. El congreso se dividió con respecto al problema de
si las ideas presentadas por Galindo debían ser discutidas o no. Las
conservadoras tacharon el mensaje de inmoral; las radicales, que coin-
cidían con Alvarado, fueron de la opinión de que debían adoptarse
esas ideas y trabajar por ellas, mientras que un grupo intermedio abo-
gó por mejorar la instrucción y educación de las mujeres y combatir el
carácter religioso del sistema educativo, aunque fueron también de la
opinión de que todo paso posterior debía ser preparado paulatina-
mente. Al final, el congreso aprobó una resolución que demandó al
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Gobierno conceder el voto a las mujeres en las elecciones municipales,


algo que ya habían obtenido en Yucatán, pero no en otros estados
mexicanos. Del congreso no pudo surgir un movimiento femenino
unido y organizado en México, pero constituyó un símbolo y un pun-
to de referencia, que al menos proporcionó criterios y puso en función
del movimiento femenino el espíritu de partida de aquellos años.
A este primer congreso, que según las concepciones de Alvarado
no había sido suficientemente satisfactorio, le siguió un segundo en
noviembre del mismo año, más pequeño y con una orientación más
bien pragmática, pero que no pudo alcanzar pronunciamientos pro-
gramáticos unificadores, puesto que las posiciones dentro del movi-
miento femenino mexicano eran muy diferentes. Con todo, se esta-
bleció un foro que brindó una plataforma de discusión a las mujeres
mexicanas. En los años posteriores Alvarado tuvo que enfrentar difi-
cultades políticas que lo llevaron a renunciar a su cargo. Su sucesor,
Felipe Carrillo (1922-1924) retomó algunos aspectos de su política, y
en la cuestión del movimiento femenino contó con el activo apoyo de
su hermana Elvia. Bajo el gobierno de Carrillo las mujeres en Yucatán
recibieron derechos políticos, lo que constituyó un ejemplo para otros
estados del país, se redoblaron los esfuerzos para la reforma educacio-
nal y se implementaron medidas de protección del trabajador. En
1923 las mujeres pudieron ejercer por primera vez su derecho al voto
en las elecciones municipales, pero Carrillo se aseguró de que sólo se
presentaran como candidatas mujeres de su misma línea política.
Especialmente inusual fue la posición de Carrillo y su hermana Elvia
con respecto a la cuestión del control de la natalidad, cuya difusión
apoyó, en una época en la que aun en los países industrializados cual-
quier discusión pública sobre este tema constituía un tabú. En 1923 se
fundó, con apoyo de la American Birthcontrol League, la primera clí-
nica con este objetivo apoyada por un gobierno en este hemisferio. Su
hermana fue más allá y demandó el amor libre, es decir, el ejercicio de
la sexualidad fuera del matrimonio también para las mujeres, pero
nadie la acompañó en este reclamo. Ello no se debió tan sólo a que las
mujeres pertenecientes a los sectores medios estaban aún fuertemente
influidas por las concepciones morales tradicionales y por la Iglesia
católica, sino también a que muchas mujeres tenían en cuenta la reali-
dad social y veían estos temas desde otra perspectiva. Las relaciones
sexuales fuera del matrimonio eran algo común para los hombres, y
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muchas mujeres no las veían como algo deseable, ni tampoco como


una demanda de las mujeres, pues su objetivo era más bien limitar
estas relaciones extramatrimoniales para fortalecer la familia tradicio-
nal y con ello la responsabilidad de los hombres por sus hijos. Tras-
tornos políticos en Ciudad de México condujeron a la caída de Carri-
llo en diciembre de 1923, que fue condenado a muerte y fusilado,
junto con otras personas, a comienzos del año siguiente. Con ello con-
cluyó también la política de reformas sociales comenzada por Alvara-
do e intensificada por Carrillo. Su sucesor no las retomó, por lo que en
esencia no tuvieron ningún efecto, lo que dificulta considerablemente
cualquier valoración de las mismas. A partir de entonces Yucatán vol-
vió a ser la provincia preterida en la que prevalecían valores atrasados,
y Elvia Carrillo tuvo que regresar a la Ciudad de México con sus avan-
zadas ideas socialistas y feministas progresistas.
Esta mujer excepcional representó, en cierta medida, el ejemplo
típico de una feminista mexicana. Como muchas mexicanas, se casó
muy temprano, en 1909, a la edad de 13 años. A los 21 ya había enviu-
dado. De los dos hijos que tuvo, uno murió poco después del naci-
miento. Enseguida se casó nuevamente, pero se separó de su segundo
esposo y pasó a trabajar como maestra en el campo. En 1921 comen-
zaron sus primeras actividades en organizaciones feministas y apoyó
la Liga de las Feministas en Yucatán. Fue especialmente activa duran-
te el tiempo que su hermano fue gobernador de este estado. Después
de su muerte, se trasladó a la Ciudad de México, donde colaboraba
con otras feministas, sobre todo en el sector publicitario. Las revistas
publicadas por ella y otras personas, que mantenían posiciones femi-
nistas, encontraron oposición. Por esto, Elvia Carrillo buscó nueva-
mente el apoyo de hombres influyentes y progresistas, y creyó haber-
lo encontrado en el estado de San Luis Potosí. Con ayuda del ministro
del Interior de ese estado y de su gobernador quiso presentarse a las
elecciones de 1925 como candidata para el Congreso estadual o para el
nacional. Al dar a conocer que nominaría como candidata sustituta a
otra mujer, muchos de los políticos que hasta entonces la apoyaban se
desmarcaron, alegando que no podría encontrarse otra mujer que qui-
siera compartir posiciones tan comprometidas como las que ella man-
tenía. Es de destacar la respuesta que dio Elvia, quien les preguntó a
estos hombres qué pasaba con sus esposas, hijas o hermanas, y qué
pasaba con sus capacidades como políticos revolucionarios si ni
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siquiera habían logrado convencer a las mujeres de sus propias fami-


lias con respecto a sus posiciones de avanzada. Finalmente encontró
una co-candidata, pero poco antes de la realización de las elecciones el
gobernador del estado de San Luis Potosí fue sustituido y el nuevo
gobernador, que se oponía al sufragio femenino, presentó otro candi-
dato. Pese a ello, Elvia Carrillo fue elegida por una gran mayoría de
votos como representante al Congreso nacional. Pero en la capital la
comisión constituida para verificar la validez de las elecciones rechazó
su acreditación. Una carta de protesta, firmada por miles de mujeres,
no cambió la situación, pues —al igual que en otros países latinoame-
ricanos— las ambigüedades de la Constitución en la interpretación del
ejercicio de las mujeres de los derechos ciudadanos siempre fueron
interpretadas en su contra. Todavía Elvia Carrillo continuó sus
esfuerzos a favor del sufragio femenino y algunos presidentes le con-
fiaron importantes tareas políticas, pero finalmente, desilusionada, se
retiró de la vida pública en 1938.
En el período que abarca desde la consolidación de la Revolución
en los años veinte hasta 1935, con el gobierno de Lázaro Cárdenas, las
mujeres en general obtuvieron pocos éxitos con respecto a su gran
objetivo de obtener la igualdad política. Esto se debió ante todo a que
se seguía considerando que las mujeres eran reaccionarias y estaban
influidas por la Iglesia, y el vehemente anticlericalismo de la mayoría
de los presidentes mexicanos de estos años los llevó a considerar que
el sufragio femenino sería dañino para sus objetivos políticos. En los
años 1926-1927 el conflicto entre el Estado y la Iglesia estalló con toda
violencia, desembocando en la llamada rebelión de los cristeros, lo que
avivó los temores de los revolucionarios sobre las consecuencias del
otorgamiento del derecho al voto a las mujeres. Pero tampoco las
organizaciones femeninas ofrecían una imagen favorable en estos
años. Se celebraron otros cinco congresos de mujeres, pero estuvieron
marcados por disputas tumultuarias entre las diferentes corrientes
feministas. Las diferencias ideológicas entre feministas de orientación
socialista y comunista como Elvia Carrillo y Cuca (María del Refugio)
García, por un lado, y mujeres liberales o conservadoras por el otro, se
profundizaron a fines de los años veinte y comienzos de los años
treinta debido a los efectos de la crisis económica mundial. Cuestiones
como las medidas de protección y derechos para las mujeres trabaja-
doras, las empleadas domésticas o las prostitutas, así como la discu-
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sión sobre una educación secularizada, dividieron al movimiento


femenino mexicano con más fuerza que el problema del sufragio
femenino lo unía.
Con todo, desde fines de los años veinte se evidenció cada vez más
claramente que la demanda del sufragio femenino seguía estando pre-
sente y que, a fin de cuentas, constituía la aspiración de toda mujer.
Las dificultades de su introducción se evidenciaron bajo el gobierno
de Lázaro Cárdenas, quien a partir de 1935 comenzó a llevar a cabo
sus concepciones más radicales y socialistas, que incluían el sufragio
femenino. Aunque todavía les estaban negados sus derechos políticos
a las mujeres, una de ellas fue nombrada embajadora, en este caso en
Colombia. Cárdenas concedió el voto a las mujeres en las elecciones
internas del partido en 1936. Algunas mujeres lograron incluso el
triunfo en las elecciones al Parlamento, como por ejemplo Cuca Gar-
cía, a quien no obstante también le fue negada su acreditación, como
le había ocurrido una década atrás a Elvia Carrillo. Pero este contra-
tiempo sólo logró intensificar las actividades de las mujeres, quienes
exigían cada vez con más fuerza sus derechos políticos. Mientras tan-
to, ya en 16 de los 28 estados mexicanos las mujeres habían obtenido
el derecho a participar en las elecciones municipales, y el presidente
Cárdenas exigió a los estados restantes que hicieran lo mismo. Ade-
más, introdujo un cambio en la Constitución, añadiéndole al decisivo
artículo 34 una enmienda que atañía a los derechos políticos de todos
los ciudadanos, hombres y mujeres. Esta enmienda necesitaba de su
ratificación por el Congreso nacional, cosa que, una vez más, no se
pudo lograr. Utilizando un procedimiento ya conocido, el congreso
envió el proyecto a un comité, que lo devolvió con algunas propuestas
de cambios. La masiva presión por parte de las organizaciones feme-
ninas, y también el convencimiento por parte del presidente de que la
introducción de las mujeres en los procesos políticos sería más conve-
niente para sus objetivos propios que su exclusión, llevó a Cárdenas a
presentar nuevamente el proyecto en su redacción original. El recru-
decimiento de las actividades de las mujeres en la esfera pública (pro-
testas masivas, demostraciones, acciones de firma de peticiones), con-
dujo finalmente a que ambas cámaras del Congreso la aprobaran.
Ahora sólo faltaba su ratificación y publicación en el boletín oficial
para que las mujeres obtuvieran este derecho largamente demandado,
y precisamente éste fue el paso que no se dio. Se habían convocado
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260 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

elecciones para el siguiente año, y en el campo opuesto se postuló un


candidato conservador y partidario de la Iglesia, Juan Andreu Alma-
zán, fuertemente apoyado por las mujeres pertenecientes a los secto-
res medios y altos. Una vez más apareció ante los diputados del PRI el
fantasma de las mujeres clerical-conservadoras, y el proyecto de
enmienda de la Constitución se abandonó calladamente, aunque los
grupos socialistas, comunistas y feministas intentaron evitarlo. Al
menos, ésta es la única explicación plausible para este nuevo rechazo.
El temor a perder el poder fue evidentemente mayor —incluso para el
propio Lázaro Cárdenas— que la convicción de que la inserción de las
mujeres en la política era conveniente para las transformaciones que se
planeaban realizar en la sociedad mexicana. Si la inmensa mayoría de
las mujeres le hubieran dado o no sus votos al carismático y muy cató-
lico candidato de la derecha conservadora, es algo que no puede afir-
marse. Pero lo decisivo fue que la mayoría de los políticos mexicanos
liberales y de izquierda estaban convencidos de que las mujeres tenían
una posición profundamente conservadora e influida por el clero. Los
conflictos entre el Estado y la Iglesia existente en México desde la
independencia, siempre enconados y a veces violentos, constituyeron
la razón fundamental por la que las mujeres mexicanas, pese a toda la
retórica revolucionaria y todos los intentos de realizar parcialmente
las demandas revolucionarias de igualdad, no consiguieran hasta 1953
el derecho al voto. La plena igualdad política la obtuvieron sólo en
1958, cuando obtuvieron el derecho electoral pasivo. La amarga
derrota infligida al movimiento feminista en los años 1939-1940, poco
antes de alcanzar su objetivo, condujo a que en los años cuarenta el
movimiento femenino fuera fuertemente marginado y a que no se
rehiciera con una nueva forma hasta los años setenta. En esos años el
movimiento femenino contribuyó en forma considerable a la ruptura
de las estructuras políticas petrificadas.
Si se intenta hacer un balance, debe decirse que las transformacio-
nes sociales realizadas por la Revolución tuvieron resultados muy
modestos para las mujeres. Se demostró una vez más que el movi-
miento femenino no podía prescindir ni del apoyo de personalidades
masculinas con influencia en el Gobierno, ni tampoco de un clima
social que apoyara sus ideales. En cierta medida este clima existía, pero
se encontraba también la influencia de la Iglesia católica, que se le opu-
so y con respecto a la cual la sociedad mexicana siempre se dividió. Las
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concepciones tradicionales de la Iglesia católica con respecto al papel


de las mujeres resultaron fortalecidas por una cultura marcada por el
culto al hombre. Esta conducta, usualmente sintetizada con la palabra
«machismo», está ciertamente difundida en casi todos los países lati-
noamericanos, pero en México ha alcanzado una expresión especial
que puede rastrearse hasta la sociedad azteca. La época de las guerras
civiles y de la Revolución hizo revivir las concepciones tradicionales
sobre la hombría, y presentaron a la mujer como un ser resignado a su
suerte y necesitado de protección, aunque su realidad fuera otra. Por
otro lado, no debemos limitar la atención exclusivamente a la obten-
ción de los derechos electorales pasivos y activos para las mujeres. La
mejora en el campo de los derechos civiles tuvo una significación
superior para la vida cotidiana de la mayoría de las mujeres, y desde la
Revolución mexicana podemos encontrar mujeres en todos los cam-
pos de la sociedad, tanto en la vida pública como también en la políti-
ca. El fortalecimiento de las oportunidades educativas para las muje-
res transformó paulatinamente los tradicionales roles de género,
incluso en el campo.

EVA PERÓN Y LA «REVOLUCIÓN PERONISTA»

Adorada como una diosa o maldecida como una comediante egoísta


mientras vivía, protagonista de un exitoso musical y de varios filmes, Eva
Duarte de Perón es, indudablemente, una de las personalidades más dis-
cutidas pero a la vez más fascinantes y ambivalentes de la historia latino-
americana reciente. Lo mismo puede decirse, aunque de otra manera, de
su esposo, Juan Domingo Perón. El papel desempeñado por Eva Perón
sigue dividiendo opiniones, incluso con relación a la situación de las
mujeres en Argentina, para las que obtuvo mucho, si bien estuvo en cla-
ra oposición al movimiento feminista argentino y viceversa.
En la persona de Evita pueden apreciarse las ambivalencias del femi-
nismo latinoamericano, descritas en páginas anteriores, y de las imáge-
nes sobre la mujer existentes en la mayoría de estas sociedades. Un inte-
resante campo de investigación lo constituyen los numerosos mitos y
leyendas en torno a su vida, de cuyo surgimiento ella misma no estuvo
exenta de responsabilidad y que al final condujeron a que hoy Evita
pueda parecer como una figura apropiada sólo para un musical.
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262 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

Los misterios en la biografía de Eva Duarte comienzan ya con la


fecha de su nacimiento. Sobre la base de numerosos indicios puede
afirmarse que nació en mayo de 1919 en un pequeño pueblo del inte-
rior de Argentina llamado General Viamonte. En su certificado de
matrimonio con el coronel Perón, sin embargo, aparece como fecha de
nacimiento el 7 de mayo de 1922 y como lugar de nacimiento, Junín,
la capital provincial en cuyas cercanías está situado General Viamon-
te. La causa para esta falsificación de la fecha y el lugar de nacimiento
puede ser que Evita, quien se casó en 1945 con Perón, y era ya una
importante persona de la vida pública, quisiera ocultar su nacimiento
ilegítimo y oficializar la utilización del apellido de su padre.
El padre de Eva, Juan Duarte, estaba casado y desde hacia mucho
tiempo trabajaba una gran parte del año separado de su esposa como
capataz de una estancia en General Viamonte. Allí vivía con la madre
de Evita, Juana Ibarguren, con la que tuvo cinco hijos. Cuando Juan
Duarte murió, la madre de Evita intentó asistir con sus cinco hijos al
funeral, lo que le fue negado por la viuda. Lo único que obtuvo Juana
Ibarguren fue que, al menos, sus hijos pudieran echar un vistazo al
cuerpo del padre. La pequeña Evita fue consciente del carácter humi-
llante de esta situación. Sus biógrafos han deducido de esto un pro-
fundo sentimiento de agravio y humillación por su nacimiento extra-
marital. Pero no debemos aferrarnos a este punto de vista, teniendo en
cuenta la amplia difusión, en las regiones rurales de Argentina, de
parejas que hacían vida común sin casarse y de nacimientos fuera del
matrimonio, aunque la misma Evita más tarde situó en este suceso el
origen de su aversión contra toda forma de injusticia. Tras la muerte
del padre, la madre de Evita tuvo que criar sola a sus cinco hijos, y
poco después se mudó a Junín, donde tuvo mejores condiciones eco-
nómicas trabajando como costurera casera. El cine de aquella peque-
ña ciudad despertó muy temprano en Evita el deseo de ser actriz, y
con dieciséis años se marchó a Buenos Aires a probar suerte. Algunos
biógrafos afirman que la madre de Evita la acompañó a la capital y allí
se alojó en una pequeña pensión; otros dicen que ella huyó con un
cantante de tangos. De una u otra forma, aquellos primeros años en
Buenos Aires fueron difíciles y abundantes en privaciones para la
joven muchacha provinciana. Finalmente Evita pudo comenzar su
carrera, primero en una compañía teatral y después en la radio. A
comienzos de los años cuarenta su voz era una de las más conocidas en
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la radio argentina, debido a su participación en series radiales muy


populares entonces. Como era habitual en estos casos, las revistas
dedicadas a la radio le atribuían una serie de romances con colegas o
directores de programas. Fueran o no ciertas estas historias, dieron pie
a críticos posteriores a afirmar que Evita era una actriz de tercera cla-
se que logró hacer carrera en la radio gracias a sus amoríos. En todo
caso, está claro que ella logró penetrar rápidamente los mecanismos
del mundo de este nuevo medio y que pudo asegurar su posición en el
mismo mediante una hábil selección de temas y un rendimiento acto-
ral aceptable. Se hizo especialmente famosa en 1943, gracias a un pro-
grama en el que representaba la vida de mujeres ejemplares, las así lla-
madas heroínas de la historia, cuyo objetivo no era transmitir un
mensaje feminista, sino más bien tradicional y fuertemente teñido de
patriotismo, como correspondía al clima político imperante y a la cen-
sura impuesta después del golpe de Estado militar.
Tras la crisis económica mundial, los militares habían tomado el
poder en Argentina, apoyados por la oligarquía tradicional. Pero
pronto se hizo evidente que así no podrían resolverse los problemas, y
a mediados de los años treinta se formó un grupo de jóvenes oficiales
(Grupo de Oficiales Unidos, GOU), que reclamaba una transforma-
ción fundamental del Estado y de la sociedad. A este grupo pertenecía
Juan Domingo Perón. Las luchas por el poder dentro de los militares
colocaron a este grupo en 1943 a la cabeza del Estado. El general
Farrell fue designado presidente y Perón fue puesto al frente del recién
instituido Departamento Nacional de Trabajo, inicialmente insertado
en el Ministerio del Interior, pero que poco después fue elevado al
rango de ministerio. Hasta entonces Perón se había destacado poco
políticamente. Una larga estancia en Europa por encargo de la acade-
mia militar entre 1939 y 1942 lo había convertido en un admirador de
Mussolini, y como ministro del Trabajo intentó trasladar a Argentina
las concepciones fascistas sobre una conciliación entre capital y traba-
jo en una sociedad corporativa. Su posición le brindó una posibilidad
extraordinaria para acrecentar su poder político. La política social de
Perón se concentró primero en el aumento de los salarios y rentas, así
como de otros gastos sociales, y al mismo tiempo apuntó a vincular a
los sindicatos con su persona, favoreciendo a aquellos que apoyaban
su línea. Estos sindicatos constituyeron más tarde uno de las más
importantes sostenes del peronismo.
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264 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

El primer encuentro de Eva Duarte y Juan Domingo Perón puede


fecharse con exactitud: el 22 de enero de 1944, en uno de los grandes
estadios de Buenos Aires, en un acto de beneficencia a favor de las víc-
timas de un gran terremoto en San Juan. Esa noche comenzó una rela-
ción que pronto los llevó a vivir en común, una forma de vida en pare-
ja no aceptada socialmente en aquel entonces entre la clase media y
alta A través de Perón, Evita entró en contacto con el mundo de la
política. Inicialmente los militares encontraron inusual la presencia de
la amante de Perón, que participaba en las discusiones (aunque al prin-
cipio sólo como oyente), pero poco a poco se acostumbraron.
No fue hasta marzo de 1945 cuando el Gobierno argentino, bajo la
presión de los Estados Unidos, le declaró la guerra a Alemania y Japón, lo
que la oposición interpretó como un indicio de cambio político y de un
pronto fin del gobierno militar. De hecho, el presidente Farrell convocó
en julio de 1945 a elecciones libres, con lo que comenzó una lucha electo-
ral en la que Perón se convirtió en el centro de la polémica. Mientras
Perón difamaba a los políticos tradicionales y demandaba una «verdade-
ra representación del pueblo y los trabajadores», sus enemigos lo acusa-
ban de cercanía al fascismo y al nacionalsocialismo. El 19 de septiembre
de 1945, 200.000 personas marcharon por el centro de Buenos Aires gri-
tando: «Libertad y Argentina sí, fascismo no», y «Libros sí, botas no».
Estas demostraciones, así como un proceso judicial que amenazaba a los
militares hasta entonces en el poder, despertó preocupación en el campo
militar ante estos desordenes. Una semana después de la gran marcha de
protesta el presidente Farrell proclamó el estado de sitio. Esto no pudo
evitar que tuvieran lugar más protestas y disturbios. Entre los militares las
contradicciones se manifestaron públicamente, y Perón, como punto de
cristalización de todos los ataques de la oposición, se convirtió en la figu-
ra clave. A impulsos de Farrell, Perón proclamó su renuncia al cargo de
ministro de Trabajo y Previsión, lo que a su vez provocó manifestaciones
de los obreros y los sindicatos, que veían peligrar sus conquistas. Por otro
lado, crecía la euforia de los demócratas, quienes veían en la renuncia de
Perón la primera y decisiva victoria. Se produjo entonces una nueva
demostración de masas, que terminó con muertos y heridos. Perón pidió
calma y orden a los obreros, y dio a entender que su retiro de la política
era posiblemente sólo una decisión temporal. Cuando el Gobierno dio a
conocer que Perón, «por su propia seguridad», había sido internado en la
prisión situada en la isla de Martín García, en el delta de La Plata, comen-
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zaron nuevamente los disturbios protagonizados por la clase obrera.


Desde el 12 hasta el 16 de octubre de 1945 los sindicatos exigieron,
mediante demostraciones y huelgas, la liberación de Perón, y el 17 de
octubre tuvo lugar una manifestación masiva en su apoyo en la que parti-
ciparon incluso hombres y mujeres procedentes de los alrededores de
Buenos Aires. La capital fue totalmente paralizada. Los enemigos de
Perón dentro del ejército reconocieron que la situación se había vuelto
incontrolable y que la única solución residía en su reposición. Después de
una larga conversación con Farrell, Perón se presentó junto con el presi-
dente en la noche del 17 de octubre en el balcón de la sede del Gobierno,
la Casa Rosada, y declaró a la masa jubilosa que su renuncia e incluso su
consiguiente separación del ejército habían servido sólo para que pudiera
dedicarse completamente a su país y su pueblo, especialmente a la clase
obrera. Ese 17 de octubre marcó el inicio de la relación carismática entre
«el líder» y los «descamisados», un concepto peyorativo para designar a
los pobres, que Perón transformó positivamente. Ese día se hizo eviden-
te algo que se estaba perfilando desde 1943: la aceptación de Perón como
líder de la clase obrera, la cual se había colocado a su lado debido a sus
capacidades retóricas y su carisma, así como por su política social favora-
ble al obrero. Este enorme éxito animó pocos meses después a Perón a dar
el gran paso y presentarse como candidato a la presidencia. Las demos-
traciones de masas en octubre de 1945 significaron al mismo tiempo un
cambio fundamental del clima social en Argentina.
¿Dónde había estado Evita durante esta situación tan precaria para
Perón? Tanto sus enemigos como sus partidarios coincidían en que
ella jugó un papel decisivo en la organización de la demostración del
17 de octubre. Ella misma llamó posteriormente a esa fecha como la de
su segundo nacimiento, aunque nunca proclamó haber influido deci-
sivamente en aquellos acontecimientos. Otras interpretaciones, sin
embargo, dibujan bien la imagen de la mujer fiel y sufriente pero acti-
va, que movilizó a los obreros gracias a su valiente ejemplo, o por el
contrario, la de la histérica amante que, debido a su ambición y su sed
de gloria, empujó a Perón a la presidencia. Según lo que conocemos
hoy, ambas versiones tienen poco que ver con la realidad, por la sim-
ple razón de que por aquel entonces Eva Perón no tenía contactos
estrechos con los líderes sindicales o los militares, y no tenía una posi-
ción política propia.
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Si bien Eva Perón fue más bien una espectadora pasiva de los
acontecimientos del 17 de octubre de 1945, lo ocurrido ese día tuvo
una gran significación para ella, no sólo desde el punto de vista polí-
tico, sino también privado: poco después de la liberación de Perón se
casaron, y la mujer despreciada por todos por su vida de concubina-
to, la actriz Eva Duarte, se convirtió en Eva Duarte de Perón, la espo-
sa del candidato a la presidencia designado por aclamación popular.
La propia Evita dio a entender en discursos posteriores que ése fue el
momento en el que reconoció que había sido la acción del pueblo y de
los descamisados la que le había devuelto a Perón y con ello había
posibilitado su matrimonio y el transcurso posterior de su vida. De
aquí resultaría un sentimiento de gratitud y deber hacia los descami-
sados, que ella se esforzó por cumplimentar en los años subsiguien-
tes. Evita se habría reconocido en los hombres y mujeres que habían
apoyado a Perón. Muchos de ellos habían venido a Buenos Aires des-
de el interior del país para encontrar una vida mejor, y al igual que
ella habían tenido que pasar hambre y vicisitudes.
La campaña electoral de fines de 1945 tuvo algunas características
nuevas para Argentina. Primeramente, Perón no limitó su campaña a
la capital, Buenos Aires y sus alrededores cercanos, sino que recorrió
todo el país. Evita lo acompañó en la mayoría de sus viajes y actos
electorales, aun cuando inicialmente se mantuvo en un segundo plano.
Pero su simple presencia en los actos políticos o sus intervenciones
informales irritaban a políticos, militares y sindicalistas. Es difícil
explicar por qué Perón permitió que lo acompañara, como también es
difícil descubrir quién fue la fuerza impulsora de esta paulatina politi-
zación del papel de la esposa del futuro presidente.
En febrero de 1946 Perón ganó las elecciones presidenciales con una
clara mayoría. Pocas semanas después de su toma de poder, los diarios
comenzaron a reseñar la creciente serie de actividades de la esposa del
presidente. Ella repartía juguetes en un orfanato, viajaba a una ciudad del
interior para inaugurar un hospital y presenciaba una sesión parlamenta-
ria en la que se discutía sobre el sufragio femenino. Es cierto que las acti-
vidades de caridad formaba parte de las tareas corrientes de una esposa
del presidente, pero la frecuencia de las apariciones de Evita, así como el
hecho de que las realizaba independientemente de su esposo y de la
Sociedad de Beneficencia (organización que se ocupaba tradicionalmen-
te de esto), rompía con las reglas establecidas. Poco después Evita tam-
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bién comenzó a representar a su esposo en comparecencias ante la clase


obrera y estableció un horario de atención a personas varias veces a la
semana, en una oficina especialmente instalada para ella, la cual fue tras-
ladada después de algunas semanas al ministerio de Trabajo, debido a la
gran cantidad de personas que querían presentarle sus solicitudes. Este
traslado de su oficina tuvo un gran valor simbólico, pues Perón también
había comenzado su carrera en ese lugar. Por supuesto que nadie asumió
que Evita quería seguir, como figura política, el mismo camino que su
esposo, pero sí quedó claro que podía asumir el papel de intermediaria
entre Perón y los descamisados. Ella organizó de una forma desburocra-
tizada distintos servicios de ayuda a favor de los sectores más pobres, de
tal manera que, aunque Perón asumió un cargo oficial, se pudo preservar
el carácter de movimiento del Peronismo.
¿Qué motivó a Eva Duarte de Perón a realizar estas actividades
inusuales para la esposa de un presidente (y no sólo en Argentina)? La
interpretación al uso dice que quería vengarse de la clase alta tradicio-
nal por las humillaciones y el desprecio al que la sometían debido a su
origen humilde y su nacimiento ilegítimo. Se ha repetido siempre que
Evita creó sus propias instituciones de caridad porque las damas de la
oligarquía argentina que dirigían la Sociedad de Beneficencia se habían
negado a entregarle, como era costumbre, la presidencia de la misma.
La propia Evita desmintió esto, y aun cuando hubiera querido vengar-
se de la oligarquía, hubiera podido hacerlo sin tanto esfuerzo. Las
razones para sus desacostumbradas actividades hay que buscarlas en
otra parte.
Perón le debía la presidencia a una estrecha relación con los secto-
res pobres, y consiguientemente proclamó la fundación de una «nue-
va Argentina», en la que predominaría la justicia social y el obrero
sencillo sería el símbolo de la nueva república. Así como el presidente
asumió un nuevo estilo político y se presentaba en los actos públicos
sin chaqueta —en la Argentina de aquella época algo impensable para
un caballero— tampoco su esposa podía contentarse con el papel tra-
dicional de una primera dama. Evita asumió las tareas corrientes a la
esposa del presidente, pero también otras que estaban completamente
fuera del protocolo oficial. En ello la favoreció la circunstancia de que,
debido a su experiencia como actriz, estaba acostumbrada a las apari-
ciones en público y a los discursos. Pero más importante, evidente-
mente, fue que su conciencia política se había despertado durante los
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dos años en los que había vivido junto con Perón. Según sus propias
palabras, se sintió en el deber de luchar por una transformación social
general después de que su relación con Perón cambiara su destino per-
sonal. En una serie de discursos resaltó siempre la relación entre este
elemento de su biografía y su lucha vehemente y encarnizada contra
todas las injusticias sociales. Ésta tuvo poco que ver —como se expli-
có más arriba— con un deseo de venganza contra la oligarquía o de
vergüenza por su origen humilde. Por el contrario, ella estaba orgu-
llosa de haber crecido en el seno de una simple familia pobre y de
haber podido remontar esa posición. Y debido a su origen se sentía
especialmente adecuada para actuar como intermediaria entre los des-
camisados y Perón, líder del movimiento y presidente.
Como ya se explicó, una gran parte del poder de Perón descansaba
en sus relaciones con la clase obrera y con los sindicatos, sobre todo
con la Confederación General del Trabajo (CGT). Logró vincular a
los sindicatos con su persona mediante una política social claramente
progresista, basada no sólo en el aumento de los salarios, sino también
en otras medidas como, por ejemplo, proveer a los obreros con vivien-
das baratas. Al frente del Ministerio de Trabajo, encargado de esta
política, designó a un líder sindical desconocido; en cambio, le entre-
gó la relación emocional con los descamisados —la principal fuente de
su poder— a Evita como persona de su más absoluta confianza. Por
un lado ella era su alter ego, la persona más cercana a él; por el otro, su
origen humilde le otorgaba credibilidad a sus contactos con los secto-
res pobres. En tanto mujer no podía representar un peligro político
para él, pues dada la asignación de roles sociales y políticos existente
en Argentina, no podía tener aspiraciones de poder.
La función de Evita como vínculo entre Perón y los descamisados
no parece haber sido el resultado de una fría estrategia o de un cálculo
a largo plazo, sino más bien de un proceso espontáneo en el que Evita
ofreció su colaboración y Perón no la rechazó, desarrollándose así,
paso a paso, el papel político de su esposa. Evita sacó provecho de la
improvisación y la escasa institucionalización en la primera fase del
Gobierno peronista: se ocupó del contacto con los obreros y demos-
tró un inesperado talento para ello, lo que aumentó su influencia y
esto a su vez legitimó sus actividades en otras áreas.
Es evidente que Evita vio su papel como esposa del presidente, en
cierta medida, como una continuación de su carrera de actriz. Se ves-
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tía en forma glamurosa, aunque no especialmente elegante, lo que des-


de el inicio provocó choques con la élite tradicional argentina. Al res-
pecto fue ilustradora su respuesta al ruego del presidente del Congre-
so, quien, con motivo de una actividad, le pidió que vistiera algo más
decente: «La gente quiere verme hermosa. Los pobres no quieren pro-
tectores viejos y grises. Todos han puesto sus sueños en mí y yo no
quiero decepcionarlos».47 Y de hecho, Evita personificó para muchos
argentinos el sueño de la muchacha de origen muy humilde que logra
hacerse conocida, rica y poderosa.
No sólo los argentinos y argentinas quedaron fascinados por la
personalidad de Evita. Perón la envió en 1947 a un viaje por Europa
con el propósito de obtener el reconocimiento de su Gobierno por
parte de los europeos. Con este viaje quería contrabalancear la hosti-
lidad de los Estados Unidos y además fortalecer las relaciones políti-
cas, económicas y militares con la España de Franco. Como esposa del
presidente argentino, Evita fue recibida en Madrid con todos los
honores diplomáticos; su viaje significó la primera ruptura del aisla-
miento internacional de Franco. Posteriormente viajó a Francia, Suiza
e Italia, el papa la recibió en audiencia y sólo la reina de Inglaterra se
negó a recibirla oficialmente, por lo que no visitó Gran Bretaña. La
joven esposa del presidente, hermosa y luciendo ahora vestidos crea-
dos por modistos parisinos, causó sensación en todas partes y eviden-
temente hizo volar la fantasía de los hombres y mujeres.
Es difícil valorar el éxito político concreto del viaje de Evita por
Europa, pero el éxito propagandístico —tanto para el matrimonio
Perón en Argentina como para el Gobierno peronista en Europa— fue
inmenso. A su regreso, Evita se dedicó otra vez ante todo a los desca-
misados, aun cuando durante el viaje había demostrado su capacidad
de desenvolverse impecablemente también en la más alta sociedad.

Evita y el movimiento feminista

El 23 de septiembre de 1947, justamente un mes después del regre-


so de Evita de Europa, la CGT organizó una demostración ante el
palacio presidencial para apoyar la ratificación de la ley número
13.010, que debía conceder a las mujeres el derecho al voto. Ya ante-
riormente se había presentado en siete ocasiones ante el Congreso
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argentino un proyecto de ley semejante, que siempre había naufraga-


do en la Cámara de representantes o en el Senado porque no se le
había prestado atención. Pero Perón había prometido durante su cam-
paña electoral de 1945 que cambiaría la Constitución. Agréguese a
esto que en varias conferencias panamericanas efectuadas a partir de
1945 se habían aprobado declaraciones en la que se exhortaba a todas
aquellas naciones en las que las mujeres no habían recibido aún los
derechos electorales activos y pasivos a subsanar esta situación.
Teniendo en cuenta este contexto, era casi imposible rechazar el dere-
cho de las mujeres al voto, por lo que la ley fue aprobada por el Con-
greso sin dificultades. Los parlamentarios dedicaron elogiosos discur-
sos a las mujeres argentinas, y en una actividad festiva —catalogada
más tarde por algunos espectadores como una especie de ceremonia
sagrada— Perón entregó en las manos de su esposa Evita una copia de
la ley. Pero se ignoró completamente al movimiento feminista argen-
tino tradicional, y lo que era el resultado de una lucha de décadas por
los derechos políticos de las mujeres fue transformado en un regalo
personal de Perón y su esposa. En correspondencia con esto, las femi-
nistas argentinas rechazaron vehementemente este acto. Algunas
incluso fueron tan lejos que proclamaron que preferían rechazar el
sufragio femenino antes que recibirlo de manos de Perón. La partici-
pación efectiva de Evita en la aprobación de la ley sobre el sufragio
femenino fue muy pequeña, aunque en las semanas previas ella había
llamado repetidamente, en artículos en revistas y discursos, a eliminar
todas las desventajas que afectaban a la mujer. Pero esto tenía muy
poco que ver con el feminismo. Por el contrario, Evita había dicho
repetidamente que las feministas carecían de feminidad, y escribió lo
siguiente en su autobiografía: «Sentía que el movimiento femenino en
mi país y en todo el mundo, tenía que cumplir una misión sublime [....]
y todo cuanto yo conocía del feminismo me parecía ridículo. Es que,
no conducido por mujeres sino por «eso» que aspirando a ser hom-
bre, dejaba de ser una mujer ¡y no era nada!, el feminismo había dado
el paso de lo de lo sublime a lo ridículo. ¡Y ése es el paso que trato de
no dar jamás!».48
El peronismo integró a las mujeres sobre la base de las concepciones
tradicionales de su papel en la política e hizo énfasis en las diferencias de
género supuestamente naturales, en la división en el trabajo y en las fun-
ciones que resultaban de aquéllas. Ya que por naturaleza la mujer sería
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más cariñosa, intuitiva, sentimental y fiel que el hombre, su participación


política sería indispensable para el bienestar de la nación. De esta mane-
ra, el peronismo posibilitó la integración en la política de las mujeres de
los sectores medios e inferior, sin tener que cuestionar la imagen que ellas
habían tenido de sí mismas hasta entonces. Por otro lado, esto permitió
actuar en público a aquellas mujeres que habían desarrollado otra idea
sobre las funciones de la mujer y que habían superado las posiciones tra-
dicionales. Los eventuales temores que pudieran manifestar los esposos
y los políticos podían ser despejados señalando los modos tradicionales
de comportamiento femenino y las correspondientes tareas especiales de
la mujer. La propia Evita, con su repetido énfasis en su subordinación a
Perón, ofrecía el mejor ejemplo de que las mujeres en la política no
representaban competencia para los hombres que actuaban en la misma,
sino solamente enriquecían las discusiones y colaboraban en sus objeti-
vos. Así por lo menos lo vio la ideología peronista. En otras palabras: el
peronismo estructuró y subordinó programáticamente los intereses de
las mujeres.
Fuera cual fuera la posición que se tomara con respecto a la con-
cepción difundida por el peronismo sobre el papel de la mujer en la
vida pública, y con todo lo ambivalente que pudiera ser, ésta trajo una
serie de cambios para la mujer argentina en sus relaciones con el Esta-
do. La política y la feminidad ya no siguieron considerándose como
irreconciliables y el peronismo logró movilizar a las mujeres en una
medida desconocida hasta entonces. Su éxito se comprobó más tarde,
en las elecciones de 1951.
Tras la promulgación del sufragio femenino y de una nueva Cons-
titución peronista, Evita fundó en 1949 su propia sección femenina
dentro del Partido Peronista, conocida como Partido Peronista Feme-
nino (PPF), que constituyó el tercer apoyo del peronismo, después de
los sindicatos y del partido masculino. Mientras que en otros partidos
estas secciones separadas habían conducido sobre todo a la margina-
ción de las mujeres, ya que no había representación femenina en los
órganos de dirección, aquí no ocurrió eso. Debido a la organización
tripartita del movimiento peronista, la sección femenina —con Evita a
la cabeza— estaba subordinada sólo directamente a Perón, y estaba
previsto que un tercio de los escaños parlamentarios fueran ocupados
por mujeres, aunque no se estableció una regla de cuotas.
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El partido femenino de Evita obtuvo un éxito increíble. Un año


después de su fundación, la organización contaba con medio millón
de miembros y disponía de 3.600 agrupaciones locales o centrales par-
tidistas. El PPF creó numerosos centros de barrio, llamadas «unidades
básicas», especialmente para llegar a las mujeres de los sectores bajos.
En ellos las mujeres podían recibir cursos de idiomas, costura, prime-
ros auxilios, danza o peluquería, aprender a leer y escribir y recibir
asesoría médica y jurídica, y en el tiempo en que se ocupaban de esto
se cuidaba de sus hijos. Además, había sesiones de debate sobre temas
políticos y sociales. Al igual que con otras actividades de Evita, aquí se
trataba sobre todo de ganarse a las personas mediante ayuda concreta
y contactos personales, en vez de espantarlos debido a obstáculos
burocráticos o discusiones políticas. El éxito de esta concepción que-
dó demostrado —como ya se dijo— con los resultados de las eleccio-
nes de 1951: el 90,32% de las mujeres argentinas con derecho a voto
asistieron a las urnas; un cinco por ciento más alto que la participación
masculina. No se pudo alcanzar el objetivo de un tercio de parlamen-
tarias mujeres, pero el 20% de los parlamentarios peronistas elegidos
fueron mujeres, y en total el 15,4% de los escaños del Congreso
argentino fueron ocupados por mujeres.
La alta participación electoral y el número relativamente alto de
parlamentarias se explicaron, en parte, por la novedad que representó
la primera elección en la que las mujeres podían votar; consecuente-
mente, en las elecciones posteriores la cifra de las parlamentarias dis-
minuyó en un 5-10%. Con todo, se puede hablar de un triunfo que en
cierta medida correspondió a Evita. Aun cuando su participación en la
obtención del sufragio femenino fue mínima, con la fundación de su
partido y sus propias actividades políticas ella politizó a las mujeres
argentinas en una medida como nunca lo había logrado el movimien-
to feminista del país en los años anteriores. Ello se explica, por una
parte, porque Evita se apoyó en otros sectores femeninos, sobre todo
en las mujeres de la clase obrera, que para el movimiento feminista tra-
dicional habían sido más bien receptoras pasivas que participantes
activas. Por otro lado, no puede infravalorarse la significación de los
muchos años de luchas de las feministas argentinas, como tampoco la
influencia del clima político, favorable en general. Aunque el número
de votos femeninos para Perón superó en todos los distritos el de los
votos masculinos, no se puede decir que quienes le votaron fueran
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sólo devotas peronistas políticamente ingenuas. No puede hablarse de


una lealtad especial de las mujeres hacia Evita y Perón, pues «sólo»
alrededor del 63% de las mujeres votaron por Perón. En otras pala-
bras: un poco más de un tercio votó en contra de él.

Evita y los descamisados

Evita fue, hasta su muerte, la indiscutida líder del PPF, subordinada


sólo al «gran líder» Juan Domingo Perón. Su papel político se basaba
sobre todo en sus relaciones con los sindicatos y en la fundación crea-
da por ella. En ambos los intereses de las mujeres desempeñaron un
papel creciente. Ya en 1944 Perón había creado su propia sección de
asuntos femeninos en el Ministerio de Trabajo, y en 1949 se emitió un
decreto que estableció la igualdad salarial de ambos géneros en la
industria textil, de fuerte participación femenina. En otras ramas
industriales no pudo implementarse el principio de «igual pago por
igual trabajo», pero al menos se logró una disminución de la diferencia
entre el salario de las mujeres y el de los hombres. Para las obreras, el
apoyo ideológico fue más importante que estas y otras medidas seme-
jantes, pues fue con ello como Evita y Perón lograron profundas trans-
formaciones en el mundo del trabajo asalariado realizado fuera de la
casa. Los peronistas reconocieron expresamente que las mujeres que
trabajaban en las fábricas y en otros lugares fuera de sus casas, contri-
buían con ello, en forma honorable y digna, no sólo al sostén de su
familia, sino también al bienestar de todo el país. Así como Perón que-
ría liberar a los obreros hombres, los «descamisados», de su posición
marginal en la sociedad, con respecto a las mujeres hizo énfasis no sólo
en la significación que para la nación tenía el trabajo manual, sino tam-
bién en su compatibilidad con las concepciones tradicionales sobre el
papel de las mujeres. Con ello les proporcionó a las obreras un nuevo
sentimiento de valor. Esto era especialmente importante en los años
cuarenta, cuando la economía argentina experimentó un florecimiento
y miles de obreras encontraron empleo en las fábricas de la capital.
También la ética peronista del trabajo tuvo repercusiones sobre las
mujeres de los sectores más instruidos, y consiguientemente bajo el
gobierno de Perón creció el número de académicas que ejercían de
hecho su profesión. Hasta hoy, la compatibilidad de lo profesional con
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lo familiar es algo natural para la mayoría de las mujeres argentinas de


las clases altas y medias.
Evita no se preocupó sólo por las obreras, sino que extendió sus
contactos hasta los sindicatos dominados por los hombres. En un ini-
cio, sus encuentros con los líderes sindicales y sus visitas a las fabricas
respondían ante todo al objetivo de conservar la relación carismática
entre el presidente y su base política, la clase obrera. Simbolizaban la
preocupación de Perón por el bienestar de los descamisados y a la vez
transmitían un nuevo sentimiento de orgullo y dignidad. Pero con el
transcurso del tiempo, debido a la multiplicidad de sus actividades y
puesto que había podido conocer a todos los líderes sindicales influ-
yentes, Evita pudo actuar como mediadora en las disputas sindicales
internas. Los obreros aceptaron ampliamente este papel de Evita, pues
era reconocida su eficiencia gracias a que gozaba del ilimitado apoyo
de Perón. Los grupos peronistas dentro de los sindicatos podían
reforzar de forma más rápida y no burocrática sus demandas median-
te sus contactos con Evita, lo que no sólo avaló esta función de ella,
sino que también intensificó la peronización de los sindicatos.
En este amplio arco de tareas, Evita contó con el apoyo de la Fun-
dación Eva Perón. Pero aquí no trabajó como «representante plenipo-
tenciaria» de Perón (como ella misma lo expresó una vez), sino en su
propio nombre, ya que la fundación se correspondía claramente con las
concepciones tradicionales sobre el papel de la mujer. También en este
caso puede constatarse cómo las actividades de Evita la conducían paso
a paso hacia nuevos espacios que a su vez reforzaban su influencia y su
poder. Actividades tradicionales de la esposa de un presidente, como
apoyar a las organizaciones de caridad, se convirtieron con Evita en
medidas de lucha por la instauración de la justicia social. La Sociedad
de Beneficencia, a la que hasta entonces habían estado subordinados
todos los hospitales y que había sido en lo esencial una organización de
caridad sostenida por damas de la alta sociedad, perdió su importancia.
En septiembre de 1948 se instituyó una nueva administración central
para el trabajo social, que subordinó a todas las instituciones de bene-
ficencia. La Fundación Eva Perón, que aumentó crecientemente sus
actividades a partir de 1950, no fue concebida en un inicio como una
institución que compitiera con el Estado en tareas de protección social,
sino que prácticamente había sido resultado necesario del enorme
compromiso de Evita en lo social. Se hizo evidente que una organiza-
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ción como esa necesitaba de un cierto marco jurídico. La Fundación


Eva Perón tenía las siguientes funciones, que abarcaban desde la dona-
ción de máquinas de coser hasta las tareas de ayuda más difíciles: entre-
ga de ayuda financiera o material a aquellas personas que se considera-
ba que lo requerían; viviendas para familias necesitadas y becas para
sus hijos; construcción de escuelas, hospitales, asilos y centros de
recreación (tales como estadios de fútbol), que debían servir al bienes-
tar de la población. Además, debía apoyar toda empresa e iniciativa
favorable al mejoramiento del estándar general de vida y del «una vida
digna de las clases sociales menos favorecidas».49 Las múltiples activi-
dades de la Fundación eran financiadas en parte con su capital propio,
proveniente del patrimonio personal de Evita, pero sobre todo con
donaciones provenientes de empresas o de los sindicatos. Hasta dónde
estas donaciones eran voluntarias, es algo que no se puede asegurar.
Probablemente se trataba de una especie de obediencia profiláctica,
con la esperanza de obtener en otro momento una recompensa. Así, los
sindicatos hacían voluntariamente generosas donaciones (por ejemplo,
el sindicato de zapateros donaba algunos centenares de pares de zapa-
tos), y podían contar en contrapartida con la obtención de un nuevo
local sindical o con el apoyo de Evita en caso de una huelga.
No deben infravalorarse las actividades de la fundación en la esfe-
ra del deporte, sobre todo a favor del fútbol. El propio Perón era un
entusiasta del deporte, y el fútbol era ya entonces uno de los más
populares espectáculos del país. Dos éxitos consecutivos de los
argentinos en la Copa de América, en 1946 y 1947, consolidaron su
popularidad, y Evita apoyó a los nuevos clubes de fútbol que surgie-
ron como hongos después de la lluvia. Se interesó especialmente por
las ligas infantiles y procuró que en ellas no sólo se dispusiera de
espacio para el fútbol, sino también de atención médica. En los clubes
de futbol, los niños de las familias más pobres eran revisados regular-
mente por médicos, lo que permitía conocer las causas familiares de
ciertas enfermedades, y en el caso de otras dificultades, organizar
medidas de socorro a través de la Fundación.
Otra tarea de la Fundación era la construcción de instituciones
para las madres solteras embarazadas, a las que se ayudaba tras el par-
to a encontrar una vivienda, o de albergues para muchachas que llega-
ban a Buenos Aires procedentes del interior en busca de trabajo, y que
no tenían un lugar donde vivir. Tanto los centros de atención como
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también los hospitales, las viviendas obreras y otros edificios de la


Fundación estaban sólidamente construidos, y a los ojos de muchos
argentinos eran demasiado costosos. A esto respondió Evita que un
siglo de asilos miserables sólo podía contrarrestarse con la construc-
ción de otros que, en comparación con los anteriores, fueran «extraor-
dinariamente lujosos». Siempre enfatizó que el objetivo de la Funda-
ción no era la limosna y la caridad santurrona, sino la justicia social. El
propósito era darles a los pobres lo que los ricos les habían arrancado
injustamente. Evita consideraba la caridad tradicional como hipocre-
sía y le contraponía su «misión sagrada», así como su estrecha vincu-
lación con los sectores más empobrecidos.
La inclinación de Evita a la teatralización de sí misma, que condu-
jo a que sus partidarios la vieran casi como una santa, se mostró tam-
bién en su trato cotidiano con aquellas personas que acudían a la Fun-
dación a solicitarle algo. Allí trabajaba hasta tarde en la noche, y
recibía tantos solicitantes como fuera posible. Gente pobre prove-
niente de las provincias, que hasta entonces nunca habían podido
entrar en un edificio del Gobierno, eran recibidos no por algún traba-
jador social, sino por la esposa del presidente. Evita se dedicaba a ellos
en persona y abrazaba en público a enfermos de lepra o de tuberculo-
sis, lo que recordaba imágenes bíblicas. De seguro era consciente del
efecto propagandístico de este comportamiento, con independencia
de que su propia historia de vida la motivara a ello. Lo decisivo era que
su compromiso era creíble para la mayoría de los argentinos de los
sectores bajos, que veían en Evita el rostro de la política peronista y la
reconocían como su benefactora. La propia Evita dijo lo siguiente en
uno de sus últimos discursos: «Nací en el pueblo, y sufrí en el pueblo.
Tengo la carne y alma y sangre del pueblo. Yo no podía hacer otra
cosa que entregarme a mi pueblo».50
Tanto Evita como su esposo eran plenamente conscientes de la sig-
nificación política de la Fundación. Ésta complementaba la política
social del Gobierno, y esto se tornó sumamente importante en 1950,
cuando la economía argentina cayó en una crisis y con ello se redujeron
los ingresos del Estado. Evita la utilizó para fortalecer el vínculo entre
Perón y los obreros y ampliarlo a otros grupos. Con ello pudo a la vez
reafirmar su identidad y fortalecer su influencia sobre las masas con
independencia del Gobierno. Como presidenta de la Fundación, no
tenía que rendirle cuentas a nadie de cómo gastaba su capital. Nunca lle-
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vó una contabilidad de los gastos, y como no era una institución estatal,


no estaba obligada a llevarla. Esta situación dio pie a rumores sobre irre-
gularidades y enriquecimientos ilícitos. Además, constituye un ejemplo
simbólico de la posición ocupada por Evita en la política argentina: ella
estaba integrada en las estructuras de poder pero de una manera infor-
mal, por lo que las fiscalizaciones institucionales no podían limitarla y
sólo Perón en persona podía controlar su influencia.
La suerte de Evita cambió en 1950, tanto en lo personal como en lo
político. Al realizarle una operación de apéndice, su médico le diag-
nóstico cáncer de útero en fase temprana. Ella se negó a aceptar el
diagnóstico y a dejarse operar. En vez de esto se sumergió en el traba-
jo. En el aspecto político, se hicieron notar los primeros problemas
surgidos de las medidas económicas de Perón y del empeoramiento de
la situación en general. Esto condujo a una creciente inflación que
puso en aprietos a los trabajadores asalariados. Tuvo lugar una gran
huelga del sindicato ferrocarrilero, lo que hizo peligrar las exportacio-
nes y golpeó fuertemente a todo el país. A diferencia de otras oportu-
nidades, ahora Evita no pudo evitar la huelga.
En agosto de 1951 se organizó por última vez una gran demostra-
ción de descamisados en Buenos Aires, para revivir la vieja relación
carismática de los esposos Perón con los obreros que los apoyaban. En
el acto, Perón se mantuvo en un segundo plano, mientras que el discur-
so de Evita fue aclamado y culminó en la demanda por parte de las
masas de que se postulara para las próximas elecciones como vicepresi-
denta (en Argentina, al igual que en los Estados Unidos, se elegía direc-
tamente al presidente y al vicepresidente). Esta demanda constituyó el
punto culminante y, a la vez, final de la carrera política de Evita. Toda-
vía no está claro hasta dónde la propuesta de su candidatura como vice-
presidenta fue algo orientado por los peronistas o por el propio Perón.
Lo que sí es seguro es que los militares presentaron una resistencia
masiva al proyecto, por lo que Evita tuvo que negarse a la candidatura.
Por otra parte, existen indicios de que desde el inicio ella estaba decidi-
da a rechazarla. Según esta versión, aquella manifestación debía servir
sobre todo para escenificar su acto de renuncia, y con ello producir más
tensión en la campaña electoral, ya que nadie dudaba de la victoria de
Perón. Esta renuncia también se correspondía con la retórica de Evita
de subordinarse a la voluntad de Perón y de su pueblo, así como con las
concepciones tradicionales sobre el papel de las mujeres. Evita pidió
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primero un plazo de tiempo para reflexionar y manifestó su rechazo a la


propuesta el 22 de agosto de 1951, una jornada que ha quedado bauti-
zado en la historia del peronismo como «Día de la Renuncia». Se pre-
sentaron como causas de esta decisión la modestia, la abnegación y la
lealtad hacia Perón. Ella quería ser parte del pueblo, ni más ni menos. Su
estado de salud debe haber influido también papel en la renuncia, pues
poco después tuvo que someterse nuevamente a una operación. El
rechazo de Evita a aceptar su enfermedad y a someterse a los cuidados
correspondientes se convirtió después en un hecho político. Ella misma
dio a entender que no le pasaba nada, y que los médicos querían decla-
rarla enferma para apartarla de la escena pública. Pero la dolencia se
hacía cada vez más evidente y Evita tuvo que ejercer su derecho al voto
desde su lecho de convaleciente. Perón ganó las elecciones con una
mayoría todavía más considerable que en 1945, y esta vez la cifra mayo-
ritaria de sus partidarios estaba conformada por mujeres. Evita logró
reponerse en las semanas posteriores a la operación y volvió a repartir
regalos así como a pronunciar discursos ante los descamisados, aunque
con un reconocible tono apocalíptico y mesiánico. En esta época Evita
amenazó a la oligarquía y, después de un intento de golpe de Estado
contra Perón, legitimó el uso de la violencia. Fue un perfil de la Evita de
la última etapa que siguieron los guerrilleros peronistas de los años
setenta. Evita dispuso hasta el último momento de una voluntad de hie-
rro, que le permitió continuar con sus actividades políticas, aun cuando
su estado de salud empeoró. Para sorpresa de sus médicos, Evita pro-
nunció un inflamado discurso desde el balcón de la Casa Rosada (el
palacio presidencial) el primero de mayo de 1952. Acto seguido se des-
plomó, y sólo pudo presenciar la ceremonia de reasunción del poder de
su esposo el 4 de junio con la ayuda de una fuerte medicación y apo-
yándose en Perón. Mientras que los enemigos del presidente anuncia-
ban repetidamente por la radio su deceso, se evidenciaba el hecho de que
la muerte no podía evitar que su mito, surgido en vida, continuara. No
fueron sólo los enemigos de Perón los que interpretaron su participa-
ción en el acto de reasunción de la presidencia como una muestra de que
el presidente consideraba que podría mantenerse en el poder sólo con
ayuda de la popularidad de su esposa. Finalmente, el 26 de julio de 1952,
la radio oficial anunció la muerte de la «jefa espiritual de la nación». Eva
Duarte de Perón tenía 33 años de edad. El Gobierno ordenó duelo
nacional, miles de argentinos se quedaron sin poder echar un último vis-
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tazo a su cadáver, y los libros de condolencia no fueron suficientes.


Poco después de su muerte, el sindicato de vendedores de diarios consi-
deró seriamente solicitar la canonización de Evita.
Importante para la historia de lo que ocurrió después (que será
contada brevemente aquí antes de hacer una valoración final), es el
hecho de que el cadáver de Evita, por voluntad expresa suya, fuera
embalsamado por uno de los mejores especialistas. Esperando la cons-
trucción de un mausoleo, su cuerpo fue colocado en una capilla acon-
dicionada al efecto en la sede de la CGT, cubierto por una bandera
argentina y otra peronista. Las deliberaciones de la comisión encarga-
da de la construcción del mausoleo se extendieron tanto como los pro-
blemas que enfrentó el gobierno de Perón. El empeoramiento de las
condiciones económicas y también la oposición creciente de sectores
del ejército y de la Iglesia, condujeron finalmente, en septiembre de
1955, al derrocamiento de Perón, quien marchó al exilio a España. La
Fundación Eva Perón fue confiscada por el Estado al año siguiente,
supuestamente porque en ella reinaba la corrupción, si bien los hospi-
tales, asilos y otras dependencias siguieron funcionando bajo adminis-
tración estatal. Las propiedades de Perón fueron subastadas, con lo
que al parecer el Gobierno obtuvo fabulosos ingresos.
A la veneración de Evita por el pueblo la siguió su satanización por
parte de los nuevos dictadores así como por sus viejos enemigos. Una
biografía sobre Evita aparecida por entonces llevó el título La mujer
con el látigo. El odio de los triunfadores contra el peronismo se con-
centró siempre con más fuerza sobre Evita, e incluso se llegó a prohi-
bir la exhibición de su imagen. Pero ella siguió siendo adorada como
una diosa en muchos hogares.
La situación política y económica en Argentina se agudizó en la
segunda mitad de los años cincuenta debido a una oleada de huelgas,
algunas de ellas violentas, que le dieron nueva fuerza a la ideología
peronista. Se permitió que a las elecciones de 1962 se presentara un
candidato del partido peronista, pero cuando éste obtuvo el triunfo
los militares forzaron su renuncia. La decepción con los resultados del
Gobierno militar condujo en los años siguientes, poco a poco, a un
cambio general de las concepciones. El peronismo volvió a despertar
las esperanzas, y en 1969, después de violentas huelgas de estudiantes
y sindicatos, la Junta Militar que gobernaba comenzó a preparar nue-
vas elecciones y una apertura política. El partido peronista fue legali-
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zado, y al mismo tiempo se formaron grupos guerrilleros que, tras el


éxito de los peronistas, utilizaron la violencia para obtener sus objeti-
vos. Inicialmente las actividades de los así llamados «montoneros» no
causaron víctimas: asaltaban un supermercado al estilo de Robin
Hood y repartían las mercancías entre los pobres. En estos asaltos
siempre hacían referencia a Evita, y su lema rezaba así: «Si Evita vivie-
ra sería montonera». En 1970 un autodenominado «Comando Evita»
secuestró al anterior dictador militar, el general Aramburu. Tras el
golpe militar que derrocó a Perón en 1955, Aramburu había sido pre-
sidente de Argentina y dirigió la «desperonización». En aquel
momento el régimen militar tuvo que enfrentar el problema de qué
hacer con el cuerpo embalsamado de Evita. Se temió que si se dejaba
su cadáver en la sede de la CGT aquello se convertiría en un lugar de
peregrinación, y se tuvo miedo de cremarlo. La única solución que
encontraron fue esconderlo en un lugar secreto, y bajo un estricto
secreto su cuerpo embalsamado fue sacado de la sede sindical en
noviembre de 1956. A partir de ese momento se perdió su pista, y sólo
algunos iniciados entre los militares que detentaban el poder conocían
dónde se encontraba o dónde se podía hallar información al respecto.
Catorce años después los secuestradores de Aramburu lo enfrentaron
a un «tribunal revolucionario» que lo condenó a muerte. Después die-
ron a conocer en un comunicado leído por radio, que su cuerpo había
recibido cristiana sepultura, pero que no le sería entregado a su fami-
lia hasta que no se le devolvieran al pueblo los restos mortales de «la
querida compañera Evita». Este comportamiento de los guerrilleros
apuntó al fortalecimiento de un nuevo mito sobre Evita: tras la imagen
de la ramera y de la santa, apareció ahora la de la Evita luchadora, que
una corriente política dentro del peronismo había incorporado desde
hacía tiempo, y que ahora, con la masiva difusión del movimiento gue-
rrillero, cobró una mayor significación. La Evita violenta y revolucio-
naria no sustituyó a la Evita sacralizada, sino que coexistió con ella.
Era una Evita perseguida por la oligarquía y que se convirtió en sím-
bolo del ala izquierda del peronismo. Esta imagen, sobre todo, le agra-
dó a la juventud peronista.
Tras la muerte de Aramburu se dio a conocer la existencia de una
carta, depositada en la oficina de un abogado, en la que figuraba la
dirección de un sacerdote en Roma que podía dar información sobre
el paradero del cadáver de Evita. Por él se pudo conocer finalmente el
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lugar en el que había sido enterrada anónimamente. Puesto que tanto


Perón como el médico que la había embalsamado vivían en España,
pudieron identificar rápidamente su cuerpo. Perón regresó del exilio
en 1973, y tras el sainete de un gobierno peronista bajo la presidencia
de Cámpora fue elegido directamente primer mandatario. Poco tiem-
po después hizo que se recogiera el cadáver de Evita. En un intento de
resucitar viejos éxitos, la tercera esposa de Perón, Isabel (María Este-
la), fue postulada como vicepresidenta, pero no disponía del carisma
de su antecesora. Entre tanto, la eficiencia política del peronismo no
estuvo a la altura de los problemas que se presentaron en los años
setenta; el movimiento se dividió entre un ala de izquierdas y otra de
derechas y ni siquiera Perón pudo reunificarlo. La violencia, que había
crecido ineludiblemente en Argentina desde 1969, siguió aumentando
tras el regreso de Perón con las acciones realizadas por los antipero-
nistas. La creciente inflación, así como la muerte de Perón en 1974,
tornaron aún más tensa la situación política. Tampoco fructificaron
los esfuerzos realizados por Isabel Perón, quien sustituyó constitu-
cionalmente como presidenta a su esposo tras su muerte, por reforzar
su propia posición política vinculándose con el mito de Evita. Hizo
que se continuara con los planes para la construcción de un mausoleo
para Evita, y en otro proyectado para el «descamisado anónimo»,
pero un nuevo golpe de Estado en 1976 puso fin a su gobierno antes
de que pudieran ser construidos. Bajo la dictadura militar encabezada
por el general Videla comenzó uno de los capítulos más sangrientos de
la historia argentina. Para poner fin simbólicamente al papel político
de Evita, Videla hizo que se le entregara su cadáver a su familia, y cerró
el acceso a su sepultura en el cementerio de La Recoleta para impedir
su culto. La represión política y la supresión total de las actividades
peronistas hicieron el resto.
Evita ya no tiene hoy significación como figura política, sobre
todo porque hoy en día sus concepciones y métodos políticos, y sobre
todo sus ideas sobre los papeles de género, no tiene aceptación. La
obra de teatro musical, así como la película basada en ella, en la que
Evita es el personaje principal, tienen poco en común con la Evita his-
tórica y con su papel político.
Intentemos ahora una valoración resumida sobre este personaje
ambivalente y su relación con el movimiento feminista argentino y
con la situación de las mujeres en el país. Evita se convirtió en una
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figura de la vida pública y en una esposa políticamente influyente del


presidente en un momento en el que en Argentina aún las mujeres no
disfrutaban de derechos ciudadanos. Por otro lado, aquella época
estaba ya madura para este paso, pues el movimiento feminista argen-
tino había luchado desde hacía décadas por lograr este objetivo. Por
lo tanto, la obtención de estos derechos no fue en primer lugar un
mérito de Evita o del peronismo.
Evita se convirtió en la segunda figura del peronismo, y debe ser
valorada como tal. Teniendo en cuenta su forma, lo que diferenció al
peronismo de otros movimientos populistas de América Latina en
esta época fue que se apoyó sobre dos importantes figuras dirigentes.
Este doble liderazgo fue posible —como ya se ha explicado— sólo
debido a la diferencia de género entre ambas figuras y a la correspon-
diente división de papeles. Tanto Perón como Evita se mantuvieron
en la interpretación tradicional de estos roles, y Evita se subordinó
siempre al presidente, al menos verbalmente. Con ello tuvo en cuenta
el hecho de que el origen de su poder era completamente diferente al
de Perón. Mientras que Perón se había ganado una sólida base políti-
ca mediante su carrera militar y sus años al frente del Ministerio de
Trabajo, Evita obtuvo su influencia en primer lugar exclusivamente
por medio de su esposo. Con todo, fue precisamente la clara división
de los roles de género lo que permitió que se desarrollara una relación
de igualdad relativa de derechos entre ambos. La relación líder-bases
se transformó en una estructura triangular, en la que Evita desempeñó
el papel de mediadora y reforzó el aspecto carismático e ideológico.
No fue sólo en sus últimos años de vida, cuando la enfermedad la mar-
có, cuando Evita introdujo una gran dosis de fanatismo y radicaliza-
ción al interior del peronismo, algo que Perón como presidente no
pudo lograr. Esta radicalidad le fue permitida a Evita entre otras cosas
porque ella se entendió a sí misma como una «descamisada». Fue de
esta forma como el peronismo pudo conservar parcialmente sus carac-
terísticas como movimiento.
En lo que respecta al papel de las mujeres, el aporte de Evita sigue
siendo tan discutido como muchos otros aspectos del movimiento
femenino latinoamericano. Por un lado, el peronismo abogó, median-
te una serie de propuestas de leyes, por el mejoramiento del papel de las
mujeres trabajadoras, así como de las mujeres en general, pero esto se
debió a las concepciones políticas generales provocadas por los largos
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años de luchas de las socialistas y feministas argentinas, y no fue resul-


tado de las actividades de Evita. Por otro lado, la política peronista le
proporcionó a las mujeres trabajadoras una nueva conciencia de su
propia valía, lo que fue de gran importancia para la transformación de
las relaciones entre los géneros, aunque el movimiento peronista inte-
gró a las mujeres ante todo sobre la base de sus roles tradicionales. Pese
a todo lo que se diga en su contra, no debe infravalorarse el hecho de
que Evita representó un ejemplo, pues ella logró sobreponerse a todas
las concepciones tradicionales, no sólo en el mundo de la política, sino
también en la privada. Una socióloga argentina lo expresó de la
siguiente manera en los años setenta: «La significación de Evita como
modelo de un nuevo rol aún debe ser investigado. Al igual que innu-
merables mujeres de mi generación, yo crecí con la convicción de que
las mujeres podían lograr algo».51
A principios del siglo XXI, las argentinas tienen otras preocupacio-
nes que continuar adorando las imágenes de héroes o heroínas pasa-
das. La precaria situación económica ha hecho desvanecerse lenta-
mente el mito de Evita. No obstante, con Cristina Fernández de
Kirchner y su esposo y antecesor en la presidencia, ha vuelto un
matrimonio peronista a la cúspide de la política argentina. Pero, al
contrario a la efímera Isabel Perón, que llegó a la presidencia sola-
mente por la muerte de su esposo, Cristina Kirchner fue electa presi-
denta de la República. Cristina Fernández, con todo, no intenta emu-
lar el ejemplo a Evita. No lo necesita, ya que contaba con una larga
carrera política propia antes de presentarse a las elecciones, pero sobre
todo porque los roles de género han sido modifcados en el medio siglo
transcurrido desde entonces.

LA REVOLUCIÓN CUBANA: LAS MUJERES EN EL SOCIALISMO


«REALMENTE EXISTENTE» (CARIBEÑO)

En la segunda mitad del siglo XIX Cuba era, junto con Puerto Rico
y Filipinas, lo que quedaba del imperio colonial español de ultramar,
y en esa época la isla era uno de los más importantes centros mundia-
les de producción de azúcar. A diferencia del Caribe británico o fran-
cés, la esclavitud se mantuvo en Cuba hasta 1886. En el período de
1868 a 1878, y de nuevo en 1895, se produjeron sublevaciones contra
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el poder colonial, que concluyeron exitosamente en 1898 con la inde-


pendencia, no sin la intervención de los Estados Unidos. Este país se
mantuvo ocupando la isla hasta la aprobación de una Constitución en
1901, y en los años posteriores obtuvo, mediante la llamada Enmien-
da Platt, una gran influencia sobre la política cubana.
Las mujeres desempeñaron una importante función durante las
guerras de independencia, de una manera similar a lo que ya se expli-
có para la Revolución mexicana. Tal como ocurrió allí con las solda-
deras, también las mambisas se convirtieron en parte de la identidad
nacional cubana, aunque también aquí el culto a los héroes contribu-
yó muy poco a mejorar las concepciones tradicionales sobre los roles
de género y la situación de vida de las mujeres, sobre todo de las afro-
descendientes.
A diferencia de México o de otros países latinoamericanos, las
feministas cubanas se apoyaron en la importante contribución hecha
por las mujeres en el contexto de las guerras de liberación nacional, lo
que les permitió alcanzar capital político. Precisamente durante las
deliberaciones para la Constitución de 1869 Ana Betancourt, una
luchadora por los derechos de la mujer, destacó la necesidad de cam-
biar la situación de éstas. Realizó una comparación entre la liberación
de los esclavos, proclamada por el movimiento independentista, y la
aún no alcanzada liberación de la mujer de su situación de desigual-
dad jurídica.
Al igual que en otros países latinoamericanos, en la primera mitad
del siglo XX los políticos cubanos intentaron construir un Estado
moderno, lo que no era posible si no se mejoraba la situación de las
mujeres; así era como se planteaba entonces este tema en los Estados
Unidos y en Europa. En el transcurso de este proceso, en Cuba se
promulgó una ley progresista sobre el matrimonio y el divorcio, aun-
que también aquí el interés principal de la reforma jurídica no era la
mejoría de los roles de las mujeres sino la disminución de la influencia
de la Iglesia. Por otra parte, Cuba disfrutaba hacia principios del siglo
XX de un activo movimiento femenino, impulsado —como en Brasil—
por mujeres que gozaban de una buena educación y pertenecían a los
sectores altos.
El sistema educacional establecido tras la independencia condujo a
que en 1919 la tasa de alfabetización en Cuba alcanzara el 36% y a que
no hubiera diferencias apreciables al respecto entre los géneros. Para
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1943 ya las tres cuartas partes de todos los cubanos estaban alfabetiza-
dos, si bien las diferencias entre el campo y la ciudad eran grandes.
Como ya se ha dicho, las feministas cubanas gozaban en general de un
buen nivel de instrucción y de un alto status social, lo cual explica la
fuerza social de que disponían. No tenían que escoger entre la mater-
nidad, el desarrollo de una carrera profesional o el comprometimien-
to en tareas político-sociales, pues debido a las pronunciadas diferen-
cias existentes en la sociedad cubana, se disponía de suficiente
personal doméstico, lo que las eximía de realizar las labores del hogar.
Esto tuvo como resultado que toda una serie de problemas familiares
estuvieran excluidos del discurso feminista. Con independencia de
ello, estas mujeres sentaron una base importante para el desarrollo
posterior de los derechos femeninos y organizaron en los años veinte
dos congresos de mujeres (1923 y 1925) en los que se discutieron
temas políticos y sociales.
Los años veinte en Cuba estuvieron marcados por grandes protes-
tas políticas, dirigidas sobre todo contra la corrupción y contra el
cada vez más evidente dominio de los Estados Unidos. En ambos
bandos de las luchas políticas figuraron mujeres. Un pequeño grupo
de feministas apoyó al dictatorial presidente Machado, pues éste les
había prometido concederles derechos electorales. Pero la mayoría se
enfrentó al dictador. Su papel y posición cristalizó precisamente en la
revuelta estudiantil, con la que comenzó en 1930 la resistencia contra
el régimen de Machado. Durante la protesta un estudiante fue asesi-
nado de un balazo y el Gobierno intentó impedir que su funeral se
convirtiera en una manifestación política. Ordenó que en el mismo
participaran sólo los miembros de su familia, lo que provocó que se
extendiera el rumor de que el Gobierno había impedido que se reali-
zara un entierro cristiano. Inmediatamente se manifestaron contra el
poder incluso cubanos de posiciones conservadoras. El funeral se
convirtió en una gigantesca marcha de protesta, que no pudo ser con-
tenida por el ejército, pues un grupo de mujeres se colocó a la cabeza
de la macha y cargó el ataúd. En este caso, como después harían las
Madres de la Plaza de Mayo, las mujeres utilizaron la concepción tra-
dicional sobre los roles de género, lo que siempre le ha hecho espe-
cialmente difícil a los soldados latinoamericanos dispararle a las
mujeres, pues ello se contrapondría con su función de protección y
también con su hombría. La marcha de protesta de 1930 les ganó más
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tarde a las mujeres cubanas el respeto de toda una serie de políticos de


la oposición. Las mujeres obtuvieron en 1934 el derecho al voto, des-
pués de que Machado fuera derrocado un año antes por un movi-
miento revolucionario.
Con la obtención del derecho al voto, las feministas en Cuba logra-
ron su objetivo en un plazo de tiempo sorprendentemente corto. Al
igual que la cuestión del divorcio o de las relaciones jurídicas dentro del
matrimonio, también el derecho al voto se había convertido en una
muestra del carácter progresista y democrático de un gobierno, y por
tanto algo a lo que también muchos hombres aspiraban. Sin embargo,
y a diferencia de los cambios en el código civil, fueron las mujeres las
que convirtieron la cuestión del sufragio femenino en tema de discu-
sión pública. En los años posteriores, hasta 1940, las feministas cubanas
obtuvieron éxitos en el terreno de las instituciones sociales y de pro-
tección de la maternidad. Al igual que en el resto de Latinoamérica,
alcanzaron gran influencia sobre el sistema educacional y de salud, sec-
tores en el que las mujeres representaban una alta proporción del per-
sonal profesional. Desde el punto de vista de los aspectos instituciona-
les y jurídicos, en los años treinta y cuarenta Cuba era una de las
sociedades más modernas de América Latina. En 1940 se promulgaron
nuevas leyes laborales, que entre otros aseguraron jurídicamente el
principio de «igual paga por igual trabajo» y prohibieron toda diferen-
ciación entre mujeres «casadas» o «solteras» para darles empleo o des-
pedirlas. Pero entre estos principios tan progresistas y las realidades
sociales había en Cuba una gran diferencia, que se explica sobre todo
por la omnipresente corrupción y la existencia de una fuerte jerarqui-
zación por razones étnicas. Además, estas leyes de protección se refe-
rían exclusivamente al trabajo realizado fuera de la casa, ante todo el
trabajo industrial y el realizado por empleados, mientras que el mayo-
ritario personal de servicio doméstico, de piel negra, que constituía un
tercio de la población laboral femenina, no era contemplado y queda-
ba por lo tanto carente de derechos. Pese a tener otra estructura social,
puede describirse para Cuba una situación similar a la que existía en el
Cono Sur. Las mujeres pertenecientes a la burguesía habían luchado
por obtener un lugar en la esfera pública y en la política, pero los pro-
blemas sociales, especialmente las extremas desigualdades sociales, no
pudieron modificar esencialmente los roles tradicionales de género.
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La situación política y socioeconómica de Cuba empeoró en los


años cuarenta, y el general Batista aprovechó la situación para dar en
1952 un golpe de Estado. Poco después un grupo de hombres y muje-
res armados, bajo la dirección de Fidel Castro, asaltaron el Cuartel
Moncada para iniciar con ello una guerra de guerrillas contra el régi-
men de Batista. El objetivo del ataque era conseguir armas y organizar
la resistencia. El asalto fracasó, y muchos de los participantes fueron
hechos prisioneros. Pero los maltratos hacia los rebeldes provocaron
una demostración política. Fidel Castro pronunció ante el tribunal su
conocido alegato con la frase de que la historia lo absolvería. Una de
las mujeres acusadas, Haydée Santamaría, testimonió en la sala del jui-
cio la realización de torturas a los prisioneros, lo que contribuyó al
descrédito del régimen de Batista. Si la tortura de prisioneros mascu-
linos era repudiada, la de mujeres constituyó algo moralmente inacep-
table, incluso para muchos partidarios de aquel régimen autoritario.
Tras varios años de encarcelamiento, Castro fue liberado y tuvo
que marchar al exilio en México, donde continuó preparando la resis-
tencia. En 1956 desembarcó en Cuba con algunos hombres y comen-
zó en las montañas de la Sierra Maestra una guerra de guerrillas, que
provocó la huida de Batista el primero de enero de 1959. Fidel Castro
fue nombrado primer ministro, y se ha mantenido desde entonces
hasta 2006 al frente del Gobierno. En un inicio el régimen de Fidel
Castro se caracterizó por un componente fuertemente constitucional
con rasgos de reformismo social. El objetivo principal era la reinstau-
ración inmediata de la Constitución de 1940. En mayo de 1959 se dic-
tó una ley de reforma agraria, que decretó la expropiación de todas las
fincas mayores de 400 hectáreas. La nacionalización de importantes
empresas norteamericanas provocó la ruptura con el poderoso vecino,
quien redujo sustancialmente la compra de azúcar cubano, lo que
puso en peligro a la economía cubana, caracterizada desde mucho
antes en lo esencial por el monocultivo. De ahí que Cuba firmara un
tratado de ayuda con la Unión Soviética, aunque este país no podía
sustituir plenamente a un socio comercial tan poderoso como los
Estados Unidos. En febrero de 1962 ese país dictó un embargo total
contra Cuba, lo cual provocó una mayor dependencia con respecto a
la Unión Soviética, y Cuba se «inclinó» ideológicamente cada vez con
mas fuerza hacia el campo socialista. Desde la desaparición de la
Unión Soviética, las ya difíciles condiciones económicas en Cuba se
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han tornado cada vez más precarias. A principios de los años noventa
comenzaron serias dificultades con la alimentación, que Castro pudo
mitigar solamente permitiendo ciertas actividades privadas, incremen-
tando el turismo y permitiendo la circulación de dólares. Hoy un
cubano apenas puede sobrevivir sin divisas extranjeras. Vinculado con
esto han aparecido fenómenos de corrupción, tanto en sentido mate-
rial y social como en sentido estrecho y amplio. Aunque los cambios
en los gobiernos cubanos y norteamericanos así como el paulatino
levantamiento del embargo abren nuevas perspectivas y esperanzas,
los perfiles y las consecuencias de estas nuevas políticas no se vislum-
bran todavía con claridad.
La Revolución cubana logró desplegar en 1959 un ímpetu sin pre-
cedentes y algunas reformas sociales. Todas las viviendas de alquiler
fueron nacionalizadas y alquiladas a precios convenientes, se reformó
el sistema de salud y se realizó una campaña de alfabetización. Todo
esto vino acompañado por la estructuración de una planificación cen-
tral de la economía del país, lo cual recayó inicialmente en manos del
argentino Ernesto «Che» Guevara. La consolidación económica y la
supervivencia de la nueva sociedad constituyeron los objetivos princi-
pales en los diez primeros años de la Revolución, así que los esfuerzos
se encaminaron inicialmente hacia la reforma agraria, la industrializa-
ción, la educación y la creación un sistema general de salud accesible a
todos con independencia de la clase o sexo. De acuerdo con la doctri-
na marxista, en la Cuba socialista se consideró la transformación de
los roles de género como algo secundario; era algo subordinado al
derrocamiento del capitalismo que se resolvería automáticamente. A
diferencia de los países capitalistas y del anterior movimiento femeni-
no cubano, impulsado por mujeres de los sectores altos, para el
Gobierno revolucionario la inserción de las mujeres en la economía y
la política no era entendida como un tema de realización individual,
sino del fortalecimiento de los vínculos sociales y del control sobre los
ciudadanos. Fue bajo esta premisa como se entendió el objetivo de la
igualdad jurídica y social de las mujeres y de integración en el proceso
de producción, al igual que en las organizaciones de masas. Después
del triunfo de la Revolución, la «cuestión de la mujer» se convirtió en
toda su extensión en una cuestión del partido y del gobierno. Así, la
Federación de Mujeres Cubanas está dirigida ciertamente por una
mujer, pero no fue fundada por ella. La presidenta de la organización
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de mujeres cubanas, Vilma Espín, esposa de Raúl Castro —el herma-


no de Fidel— fue una heroína del movimiento revolucionario y
miembro del Comité Central. Ella misma no reconoció al principio la
necesidad de una organización propia de las mujeres, pues en su pro-
fesión como química no había conocido la discriminación. También
ella compartía la concepción de que primero había que fortalecer la
revolución social y lograr la expropiación de los medios de produc-
ción, y después podría pensarse en un cambio de los roles de género.
Siguió la indicación de Fidel Castro de instituir una organización de
mujeres cubanas, pero ésta se mantuvo bajo las orientaciones de un
grupo de hombres en el buró político. Semejante dependencia es pro-
blemática por un lado, pero por el otro facilitó la transformación de la
posición jurídica de las mujeres, lo cual siempre representa un primer
y necesario paso para poder tomar posteriormente otras medidas. Las
cubanas pueden contar con el apoyo pleno del aparato de gobierno
con respecto a la igualdad jurídica, siempre que no sean contrarias a
los objetivos del régimen.
Las primeras actividades de la organización revolucionaria de las
mujeres en las esferas de la educación, la producción y la defensa, se
inscribieron plenamente en la dirección marcada por el gobierno. Se
ofrecieron cursos de costura y de aumento de la escolarización para
empleadas domésticas y para prostitutas, y se construyeron guarderías
infantiles y escuelas nocturnas. Con independencia de que su esfera de
acción sea la de las mujeres, la Federación de Mujeres Cubanas ha sido
más una organización

que acerca la política de la Revolución a las mujeres, que une y representa


a las mujeres frente al gobierno. Esto no significa que la opinión pública
no tenga ninguna importancia en Cuba. Pero debe señalarse que ésta (la
organización de mujeres) tiene una influencia mayor sobre la rapidez con
la que el gobierno emprende y transforma sus políticas, que sobre los
objetivos esenciales de la política del gobierno.52

Pronto se manifestó en Cuba el problema de todos los Estados


socialistas, de que el modelo propagado por el gobierno de una mujer
revolucionaria políticamente activa y socialmente comprometida se
contrapone en la realidad al modelo tradicional del ama de casa y la
madre, el cual estaba especialmente afincado en América Latina, y que
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no se logra superar sólo con un cambio de las condiciones jurídicas.


Por lo tanto no se produjo el cambio de las viejas concepciones sobre
los roles de género ni de las relaciones dentro de la familia. Por ello, el
gobierno revolucionario implementó diversas medidas para mejorar
la situación de la mujer en distintas áreas. Aquellas profesiones en las
que las mujeres eran más explotadas, como el servicio doméstico y la
prostitución, fueron prohibidas tras el triunfo de la Revolución. Las
mujeres continuaron desempeñando los mismos trabajos tradiciona-
les que antes en hoteles y hospitales, pero ahora bajo condiciones con-
siderablemente mejores. Con la creación de lavanderías públicas y de
guarderías infantiles, el Estado se hizo cargo de la mayoría de las labo-
res hogareñas, de tal forma que, en teoría, nada obstaculizara la inser-
ción de las mujeres en la actividad laboral. Pero los problemas organi-
zativos y económicos que encaró la Cuba revolucionaria impidieron
la realización plena de estos proyectos. Las constantes carencias en el
abastecimiento tuvieron como consecuencia que la realización de las
compras cotidianas se convirtiera en un asunto que consumía mucho
tiempo, y esa tarea siguió siendo casi exclusiva de la mujer. En general,
los hombres no tenían ninguna disposición a asumir las labores del
hogar. De ahí que no sea sorprendente que la participación de las
mujeres en la población laboralmente apenas creciera hasta 1968. Una
encuesta realizada ese mismo año a mujeres que no trabajaban arrojó
que sólo la cuarta parte de ellas estaba dispuesta a ocupar un empleo.
Las restantes declararon que un empleo no era compatible con sus
tareas en la familia.
En los años setenta el gobierno intensificó sus campañas a favor de
la inserción de las mujeres en la población laboral y mejoró la infraes-
tructura en el campo del abastecimiento y la atención a los niños. Para
1975 la participación de las mujeres en la población laboral subió a
más de un 25%. Pero seguía habiendo muy pocas mujeres en cargos de
dirección. También en el gobierno y el partido las mujeres continua-
ron teniendo una baja representación, y en la cúpula del poder sólo se
encontraban algunas mujeres desempeñando un papel más bien sim-
bólico, en su mayoría veteranas del movimiento revolucionario. En
1980, de los 105 miembros del comité central del partido, sólo cinco
eran mujeres; en 1997 eran ya 20 de un total de 150, lo que significó un
pequeño aumento del 5 al 13%. Desde los años ochenta se había plan-
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teado alcanzar una cuota del 30%, algo que solo se cumplió con rela-
ción al total de la militancia.
El claro cambio en la política cubana con respecto a la mujer y la
familia, registrado desde los años setenta, expresada en la introduc-
ción de cuotas, no fue una iniciativa del movimiento femenino, sino de
Fidel Castro. En un discurso en la clausura del segundo congreso de
mujeres cubanas, exhortó a los políticos a nombrar a más mujeres en
cargos de dirección y a tener una mayor confianza en sus capacidades.
Pero el gobierno mismo apenas siguió este ejemplo, sobre todo por-
que las comisiones gubernamentales para mejorar la situación de las
mujeres siguieron compuestas en su mayoría por hombres. Probable-
mente esto se debiera a que las mujeres instruidas pertenecientes a los
sectores medios y alto, no parecieron adecuadas para desempeñar un
papel en la implementación de estas reformas.
Con el ya mencionado discurso, Castro comenzó una campaña
para lograr que la discusión sobre los derechos de las mujeres y las
relaciones entre los géneros dentro de la familia se convirtiera en un
tema presente en todas las reuniones de carácter político o que se rea-
lizaran en las empresas. El trasfondo de esta medida lo constituyó, por
un lado, la comprensión de que el modelo del nuevo «hombre socia-
lista» aún no se había convertido en realidad: la criminalidad juvenil
no podía seguir ocultándose, la cifra de mujeres adolescentes embara-
zadas así como la de madres solteras crecieron considerablemente, y la
tasa de divorcios llegó a ser una de las más altas del mundo (en 1987
alcanzó el 42%). Por otro lado, la ONU se había planteado convocar
en 1975 la inauguración de la década de la mujer, y Cuba quería hacer
valer también en este terreno su aspiración de nación dirigente del así
llamado Tercer Mundo.
Cuán lejos se estaba todavía de una transformación de los roles de
género, lo manifestó una investigación realizada por el antropólogo
estadounidense Oscar Lewis. En una serie de entrevistas con mujeres
de todos los sectores demostró que las mujeres cubanas tenían una
conciencia muy baja de su propia valía y estaban apegadas a concep-
ciones tradicionales. Se identificaba al feminismo con el amor libre y
la promiscuidad y ni siquiera aquellas mujeres activamente compro-
metidas con las tareas de la organización femenina demandaban la
participación del hombre en el cuidado de los hijos y las tareas del
hogar. Con especial claridad se manifestó el arraigo de los roles tradi-
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cionales de género en los sectores más pobres, pues en ellos la libera-


ción significaba para las mujeres no tener que abandonar la casa para
ir a trabajar, como era necesario para la Revolución, sino poder dedi-
carse completamente a la familia. Seguía existiendo un déficit masivo
en el desarrollo de la conciencia femenina, de tal manera que la mayo-
ría de las mujeres educaban a sus hijos en la observancia de estos
modelos tradicionales en los que ellas habían sido criadas. La celebra-
ción de reuniones sobre temas del feminismo apenas tenían algún
efecto, pues las demandas que se presentaban a discusión seguían
teniendo un nivel demasiado general y no tocaban los problemas con-
cretos y cotidianos de las mujeres, como sí ocurrió, por ejemplo, en
los círculos de mujeres que Eva Perón organizó con éxito en Argenti-
na. Allí se hablaba inicialmente de problemas individuales, y después
si acaso, en un segundo momento, se trataban temas políticos y socia-
les de carácter general. En la Cuba de fines del siglo XX había cambia-
do poco la conciencia con respecto a estos temas, sobre todo porque
los hombres, al igual que antes, seguían rehusando asumir nuevos
roles dentro de la familia. Las causas para ello residen, entre otras, en
la política mantenida por el gobierno socialista, que teniendo en cuen-
ta la escasa presencia de hombres en las familias no intentó repartir
entre ambos géneros la carga de las tareas del hogar y la familia, sino
que buscó crear una compensación con las guarderías infantiles y los
asilos, tal vez con la intención de influir de esta manera en el desarro-
llo ideológico de los niños. Consecuencia de esta política fue la susti-
tución del patriarcado particular por el del Estado, de tal manera que
las mujeres cubanas esperaban y obtenían el apoyo o una mejoría de
su situación no de parte de su pareja, sino del Estado. También la
catastrófica situación habitacional en Cuba, que condicionó que bajo
el mismo techo tuvieran que convivir tres generaciones, reforzó los
roles tradicionales. Por un lado, las madres y suegras se aferraban con
más fuerza a las viejas concepciones; por el otro, ofrecían ayuda y soli-
daridad, de tal manera que disminuía la necesidad de exigir a los hom-
bres el desempeño de un nuevo papel.
Junto con las razones ya mencionadas, la difícil situación económi-
ca condujo en Cuba a la comprensión de que esta excesiva asunción
por el Estado de tareas educativas no sólo era inconveniente, sino que
además dañaba considerablemente su fortaleza económica. Por ello el
gobierno comenzó, a mediados de los años setenta, a poner énfasis en
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la idea de que, tanto los hombres como las mujeres tenían el deber de
ocuparse de las tareas del hogar y la educación de los hijos. El 8 de
marzo de 1975, Día Internacional de la Mujer, en el que también se
inauguró la Década de las Naciones Unidas sobre la Mujer, Vilma
Espín proclamó la entrada en vigor de un nuevo código de la familia.
El hombre era responsabilizado jurídicamente con la participación en
las tareas del hogar, así como con la educación de los hijos, y se regla-
mentaban las relaciones entre los miembros de la pareja y entre los
padres y los hijos sobre la base de la igualdad de derechos, el respeto
mutuo y el amor, en vez de la subordinación y la dominación. Se
recordó a los padres el deber de proporcionar a sus hijos un hogar
estable. Sin embargo, todavía siguen siendo reconocibles concepcio-
nes tradicionales sobre los roles de genero en esta ley, que en otros
muchos aspectos es extraordinariamente progresista. Por ejemplo, en
caso de divorcio la mujer recibe automáticamente la guardia y custo-
dia de los hijos y al hombre sólo se le asigna la obligación del sustento
económico. Por otro lado, el capítulo 3 de la nueva ley comienza con
el reconocimiento de la responsabilidad del Estado en la protección de
la familia, la maternidad y el matrimonio, pero a diferencia de la ley
burguesa, no plantea que el matrimonio y la familia deben ser un refu-
gio con respecto al Estado y la sociedad, sino que deben reflejar las
relaciones sociales. Pero la realidad social en Cuba no se correspondía
—ni se corresponde aún— con la teoría de la igualdad de los géneros.
Según recientes investigaciones, las tareas hogareñas siguen siendo
desempeñadas casi exclusivamente por las mujeres, y éstas disponen
de mucho menos tiempo libre que los hombres, con independencia de
que tengan un empleo o no. Se ha constatado un cierto éxito en la
transformación de estos comportamientos, tal como lo ha decretado el
Estado, entre las familias jóvenes con nivel de instrucción y que viven
en las ciudades, pero en el campo la división tradicional de roles entre
los géneros sigue siendo extraordinariamente fuerte. En su conjunto,
la mayoría de los jóvenes cubanos rechazan verbalmente al machismo,
pero comparten las viejas concepciones en lo que respecta a la sexuali-
dad y el papel de la madre.
La desaparición de la Unión Soviética y la agudización de los pro-
blemas económicos de Cuba, junto con la persistencia de las concep-
ciones tradicionales sobre los roles de género, amenazan con destruir
totalmente muchos de los logros obtenidos en la sociedad. Uno de los
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símbolos más llamativos de esta crisis lo constituye la reaparición de la


prostitución en Cuba. Debido a las carestías económicas y al hecho de
que el turismo se convirtió en una de las más importantes fuentes de
adquisición de divisas de la isla, muchas jóvenes cubanas vieron su
única oportunidad en la prostitución —actividad ilegal en Cuba— o
en actividades similares a ella en la industria del turismo. Si los cam-
bios políticos de principios del siglo XXI cambiarán esta tendencia, no
está claro todavía.

DESDE CUBA Y BOLIVIA HASTA NICARAGUA Y MÉXICO:


LA LARGA MARCHA DE LAS GUERRILLERAS

El clima político general de carácter reformista de los últimos años


de la década del sesenta, y la expansión de las ideas socialistas en el
«mundo occidental», condujeron en América Latina al surgimiento de
grupos guerrilleros, que en muchos países intentaron poner en marcha
un proceso revolucionario como en Cuba. Algunos se mantuvieron
durante un largo período de tiempo (por ejemplo, Colombia y Perú),
pero no lograron un éxito verdadero. La mayoría condujeron al surgi-
miento de dictaduras, como en el Cono Sur o en Perú o, como en
Colombia, contribuyeron a que se perpetuara la violencia y al fortale-
cimiento del papel político de los militares.
Las mujeres participaron en el movimiento guerrillero de los años
sesenta y los primeros setenta, aunque en pequeño número. Los roles
de género siguieron sin ser discutidos en ninguno de los grupos revo-
lucionarios. En este aspecto, por el contrario, la mayoría de ellos man-
tuvo las concepciones tradicionales. Las mujeres fueron bienvenidas
en general como ayudantes de los revolucionarios y los guerrilleros,
sobre todo en tareas hogareñas y de atención. El Che Guevara, el pro-
totipo del guerrillero, que experimenta hoy un nuevo renacer (si bien
políticamente inocuo), no constituyó ninguna excepción, aunque
algunas de sus ideas eran más progresistas que las de la mayoría de sus
contemporáneos. En su manual sobre teoría y método de la guerrilla,
escribe lo siguiente:

El papel que puede desempeñar la mujer en todo el desarrollo de un


proceso revolucionario es de extraordinaria importancia. Es bueno recal-
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carlo, pues en todos nuestros países, de mentalidad colonial, hay cierta


subestimación hacia ella que llega a convertirse en una verdadera discri-
minación en su contra. La mujer es capaz de realizar los trabajos más difí-
ciles, de combatir al lado de los hombres y no crea, como se pretende,
conflictos de tipo sexual en la tropa. En la rígida vida combatiente, la
mujer es una compañera que aporta las cualidades propias de su sexo, pero
puede trabajar lo mismo que el hombre.53

Para un latinoamericano de los años sesenta, esto constituía un


punto de vista extraordinariamente avanzado. Pero después, por el
contrario, definía el papel de la mujer como de apoyo. Ellas debían
ejercer la función de médica y enfermera, de espía o de maestra que
enseñara los principios de la revolución.

La mujer puede ser dedicada a un considerable número de ocupacio-


nes específicas, de las cuales una de las más importantes, quizá la más
importante, sea la comunicación entre diversas fuerzas combatientes, [...]
El acarreo de objetos, mensajes o dinero, de pequeño tamaño y de gran
importancia, debe ser confiado a mujeres en las cuales el ejército guerrille-
ro tenga una confianza absoluta. [...] Pero también [...] puede desempeñar
sus tareas habituales de la paz y es muy grato para el soldado sometido a
las durísimas condiciones de esta vida, el poder contar con una comida
sazonada, con gusto a algo.54

Con todo, algunas mujeres participaron activamente en las guerri-


llas y no se limitaron al papel de cocineras. La más famosa de ellas fue
«Tania la Guerrillera» (tal es el título de un libro sobre su vida), una
compañera de luchas del Che Guevara.
Tania, cuyo verdadero nombre era Hayde (Haydée) Tamara Bun-
ke, nació en 1937 en Buenos Aires, hija de emigrantes alemanes. Su
madre era de origen judío, y ambos padres eran comunistas activos,
que emigraron de Alemania huyendo del nazismo. En 1952 regresa-
ron a la parte socialista de Alemania, donde la quinceañera germano-
argentina Tamara tuvo dificultades para adaptarse. Después de termi-
nar el bachillerato comenzó a estudiar romanística y a participar
activamente, al igual que sus padres, en el partido. Frecuentemente
acompañaba a correligionarios procedentes de América Latina, así
que acompañó al Che Guevara como traductora durante la visita de
éste a la RDA en 1960. Este encuentro con un compatriota fortaleció
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sus ansias latentes de regresar a América Latina para ponerse allí al


servicio de la revolución. Poco después viajó a Cuba pasando por Pra-
ga. Hizo esto por iniciativa propia, y sin autorización oficial. Docu-
mentos del servicio secreto de la RDA demuestran que tenía contac-
tos con la seguridad del Estado (MfS), pero también permiten suponer
que éstos se rompieron después de este viaje que, desde el punto de
vista de la RDA, era ilegal. No se han podido demostrar las afirmacio-
nes de que continuó en Cuba sus actividades de espionaje ya no sólo
para los servicios secretos de la RDA, sino también para la KGB.
Ciertamente, el espionaje de la RDA y el de la URSS estaban muy
interesados en obtener información sobre Cuba, ya que el Che Gue-
vara se manifestaba en forma cada vez más crítica sobre el alineamien-
to soviético de la Revolución cubana y se acercaba a las posiciones de
la dirigencia china.
Tamara Bunke trabajó en Cuba inicialmente como traductora, e
incluso regresó una vez a Alemania con esta función, pero convirtió a
Cuba en su nueva patria. Participó en actividades laborales, ingresó
en la milicia y reanudó sus estudios universitarios. Fue reclutada por
los servicios secretos cubanos en 1962 y comenzó su preparación
para actuar como agente en América del Sur. Recibió el nombre cla-
ve de Tania.
Teniendo en cuenta el clima político general, ante todo la inmensa
pérdida de prestigio sufrida por los EE UU debido a sus intervencio-
nes en Vietnam y la República Dominicana, Fidel Castro y el Che
Guevara eran de la opinión de que ese era el momento para una amplia
revolución en América Latina. Además, la decisión de conducir un
nuevo experimento guerrillero pudo deberse también a que el Che
Guevara, que ejercía como ministro de Industria, no pudo encontrar
el papel ideal que deseaba ni alcanzar los resultados esperados. Tam-
bién puede suponerse que las diferencias de opinión entre Fidel y el
Che sobre el curso a seguir por la Revolución cubana condujeron a
que este último buscara o recibiera una nueva tarea fuera de la isla. En
1965 intentó, en forma secreta, prestar ayuda a la instauración de un
movimiento guerrillero en el Congo, sin alcanzar el éxito. Posterior-
mente decidió convertir a Bolivia, un país con el que estaba cultural y
políticamente más familiarizado, en el centro del nuevo movimiento
revolucionario latinoamericano. Este país parecía ideal para ello, no
sólo por su situación geográfica en el corazón del continente, sino
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también porque en 1964, después de una década de reformas sociales,


un gobierno militar conservador había tomado el poder. Ya sin eso
existía bastante material explosivo favorable para una revolución en
ese país, marcado por fuertes diferencias étnicas y sociales. En
noviembre de 1966 el Che Guevara llegó a Bolivia, acompañado por
una pequeña tropa formada en su mayoría por guerrilleros cubanos.
Situaron su base de acción no en la meseta central, cargada de conflic-
tos, sino en los bosques de la zona baja del sur del país, donde era más
fácil establecer contactos con Argentina.
Mientras tanto, Tamara Bunke se había construido una nueva
identidad en Europa e ingresó a Bolivia como Laura Bauer, una
supuesta etnóloga alemana nacida en Argentina, interesada en realizar
investigaciones de campo. Su tarea era obtener informaciones políti-
cas y militares y construir una red de apoyo. Para ello estableció con-
tactos con miembros de la clase alta boliviana y del gobierno, e inclu-
so contrajo matrimonio con un boliviano, para poder obtener por vía
legal la ciudadanía boliviana y el correspondiente pasaporte. En sus
pretendidos viajes de estudio etnológico preparó el recibimiento de
los guerrilleros cubanos.
Las actividades del grupo guerrillero fueron poco exitosas, tanto
en lo político como en lo militar, y se hicieron cada vez más difíciles.
El esperado apoyo por parte de la población boliviana nunca se dio, y
las relaciones con el partido comunista de Bolivia fueron muy tensas.
Los campesinos apenas apoyaron a aquellos extranjeros provenientes
en su mayoría de un entorno urbano, las enfermedades y las dificulta-
des del trópico golpearon a los guerrilleros, y los militares bolivianos,
que recibían la cooperación de los estadounidenses, fueron rápida-
mente informados sobre este grupo armado.
Pronto se difundió el rumor de que la guerrilla boliviana estaba
dirigida por el Che Guevara, quien mientras tanto se había convertido
en una figura simbólica para la izquierda europea y norteamericana.
Simpatizantes de Europa y América Latina intentaron entrar en con-
tacto con los combatientes en Bolivia. Una de las tareas de Tania era
guiar hacia la guerrilla a los visitantes y a las nuevas incorporaciones.
Tania cumplió todas sus misiones con gran cautela y eficiencia, pero al
parecer los varios años de llevar una doble vida con una falsa existen-
cia y la carencia resultante de posibilidades de comunicación con per-
sonas que compartieran sus ideas, ejercieron una influencia sobre ella.
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Así al menos es como han interpretado algunos autores los sucesos


que finalmente condujeron a su desenmascaramiento y a su cambio de
funciones dentro del grupo revolucionario, de la realización de tareas
de espionaje a miembro activo de la guerrilla.
En febrero de 1967 se le encargó a Tania el traslado hacia el lugar
donde estaba el Che de dos simpatizantes extranjeros, el argentino
Ciro Bustos y el francés Régis Debray. Realizó el encargo, pero no
cumplió con una serie de medidas de seguridad, y al contrario de lo
que se le había encomendado, los condujo personalmente hasta el
campamento guerrillero. Precisamente el comandante se encontraba
fuera del campamento, en una marcha de entrenamiento, y hubo que
esperarlo más tiempo del previsto. En esta ya tensa situación, dos gue-
rrilleros bolivianos desertaron y poco después cayeron en manos del
ejército boliviano, y al parecer le proporcionaron abundante informa-
ción. Las acciones de búsqueda desarrolladas por el ejército a partir de
esto, condujeron a encontrar el todoterreno abandonado por Tania en
una ciudad cercana y a su desenmascaramiento. Hasta hoy se discute
si Tania condujo a propósito a esta situación, para cambiar su papel de
agente secreto por el de combatiente activa. Todas las respuestas a
estas y otras preguntas se apoyan sólo en especulaciones. El hecho real
fue que con su desenmascaramiento, se volvía impensable que Tania y
los visitantes regresaran a la ciudad. A partir de las noticias difundidas
por la radio podía llegarse a la conclusión de que los militares bolivia-
nos estaban bien informados sobre el campamento y que en caso de
volver serían detenidos. Posteriormente, en un intento de abandonar
el país, Debray y Bustos fueron hechos prisioneros y condenados a
largas penas de cárcel. Tamara/Tania no tuvo otra opción que quedar-
se en la guerrilla. Se convirtió en «Tania la Guerrillera».
Después de que el ejército boliviano obtuviera la localización
aproximada del campamento, estableció un amplio cerco a la guerrilla
formada por aproximadamente 50 personas. La persecución y bús-
queda de la guerrilla fue apoyada por miembros de la CIA y de las tro-
pas de élite del ejército estadounidense, y duró seis meses. En el cam-
pamento de la perseguida guerrilla, Tania encontró nuevas funciones.
Al principio realizó trabajos «típicamente femeninos», como cocinar
los alimentos y coser, así como escuchar las noticias en la radio, pero
pronto insistió en que se le entregara un arma y en cumplir con los
turnos de guardia. Al principio el Che se resistió a sus exigencias, aun-
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que pronto accedió. Pero Tania no pudo ejercer mucho tiempo su


papel como luchadora activa, pues contrajo unas fiebres intensas y
junto con otros enfermos fue enviada a la retaguardia. En esta situa-
ción nuevamente desertaron otros dos jóvenes bolivianos. Intentaron
vender sus armas en una población cercana, pero los campesinos des-
confiaron y los entregaron al ejército. La situación de los guerrilleros
se tornó cada vez más precaria, y finalmente su retaguardia, en la que
seguía estando Tania, fue atrapada en una emboscada y todos sus
miembros acribillados a tiros. Un mes después el grupo en el que se
encontraba el Che Guevara corrió la misma suerte.
Siempre se ha intentado hacer recaer sobre el comportamiento des-
cuidado de Tania la responsabilidad por la rápida destrucción de la
guerrilla, pero también los hombres que estaban bajo el mando del
Che cometieron una serie de errores. Además, la moral de la tropa
estaba muy baja, debido a la indiferencia de los campesinos bolivia-
nos, que no sólo carecían de entusiasmo revolucionario, sino que
incluso entregaban los guerrilleros a los militares. Puede suponerse
que el Che comprendió relativamente pronto que la exportación de la
Revolución cubana a una región con una estructura socio-económica
radicalmente diferente y bajo otras condiciones político-sociales,
tenía que fracasar. Pero si se achacan los errores a otra persona (en este
caso a Tania) la imagen del revolucionario carismático continúa sien-
do irreprochable, y éste parece ser el propósito incluso de aquellos
autores que no comparten sus ideales políticos. Ellos presentan a
Tania como la «típica traidora» y una agente triple.
Las diferencias de género entre Tania y el Che se siguieron tenien-
do en cuenta después de la muerte de ambos, no sólo en la historio-
grafía, sino incluso en el tratamiento que recibieron sus restos morta-
les. El cadáver de Tania fue llevado río abajo por la corriente tras la
emboscada y encontrado después de algunas semanas en estado de
descomposición. Los cadáveres de los otros guerrilleros, especialmen-
te el del Che Guevara, fueron enterrados en secreto, al parecer con la
intención de evitar el culto a los mártires, propósito que, como es
conocido, fracasó. Los restos mortales del Che fueron encontrados en
1997 bajo la pista de aterrizaje del aeropuerto de Valle Grande, gracias
al testimonio de un militar que participó en la acción. Sus huesos fue-
ron trasladados a Cuba. Tania, por el contrario, y pese al avanzado
estado de descomposición de su cadáver, había recibido treinta años
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300 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

atrás cristiana sepultura por parte de los militares bolivianos. Aparen-


temente, ellos no temieron que fuera convertida en una mártir del
movimiento revolucionario, o tal vez pensaron que negarle un funeral
cristiano a una mujer despertaría reacciones negativas incluso entre
quienes no compartían los objetivos de la guerrilla, y sobre todo de
aquellos que habían conocido a Tamara/Tania como Laura Bauer. El
funeral cristiano pudo haber sido también un descargo de conciencia
de los soldados ante el malestar que sintieron por haber matado en una
emboscada a una mujer, por además, blanca e instruida.
Los años finales de la década del sesenta representaron una cierto
cambio con respecto al papel de las mujeres en la guerrilla. A pesar del
fracaso del intento en Bolivia, mucha gente joven siguió viendo en la
lucha armada la única vía, o la más conveniente, para lograr las trans-
formaciones sociales. Las guerrillas urbanas de Argentina y Uruguay,
así como los sandinistas en Nicaragua (por sólo mencionar las más
conocidas), incorporaron mujeres en una cantidad mayor y comenza-
ron a recoger temas específicos de género en sus demandas. En el caso
de la guerrilla urbana, la mayor participación de las mujeres se debió a
que sus miembros se reclutaban sobre todo en los círculos estudianti-
les, en los cuales siempre hubo muchas mujeres. Los tupamaros y
otros grupos guerrilleros urbanos no hicieron suya ninguna posición
feminista, pero integraron a las mujeres en forma considerable en sus
estructuras de mando. Esto fue más fácil, y además útil, porque los
tupamaros no actuaban sólo en la clandestinidad, sino que una cierta
cantidad de sus miembros llevaban externamente una vida normal. En
estos casos las mujeres despertaban menos sospechas que muchos
hombres. Una gran cantidad de guerrilleras, o mujeres simpatizantes
que apoyaban estos grupos, eran madres de hijos pequeños, por lo que
les era imposible vivir en la clandestinidad. Todavía hoy son percepti-
bles las dificultades especiales que enfrentaron estas mujeres con hijos,
cuando los militares reprimieron estos movimientos guerrilleros con
especial brutalidad. Sobre todo en Argentina los hijos de las mujeres
apresadas les fueron arrancados y entregados en adopción, y proba-
blemente algunas mujeres embarazadas fueron secuestradas para des-
pojarlas de sus hijos.
La participación de las mujeres en los movimientos revoluciona-
rios se consolidó a lo largo de los años setenta, y los sandinistas de
Nicaragua fueron los primeros en asumir posiciones feministas en su
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programa oficial. Algunos investigadores hablan de un «salto cualita-


tivo» entre el triunfo de la guerrilla en Cuba en 1959 y el de los sandi-
nistas en Nicaragua en 1979, pues la participación de las mujeres en
actividades guerrilleras paso de cero a cerca del 30%. Desde entonces
la participación de las mujeres se ha mantenido en ese entorno. El más
reciente ejemplo de la fuerte participación femenina, que ha tenido
consecuencias para el movimiento y sus demandas, lo constituye el
Frente Zapatista de Liberación Nacional en el estado mexicano de
Chiapas, que se hizo famoso en todo el mundo en 1994. De estas
luchadoras, en su mayoría de origen indígena, se hablará más adelan-
te. Un hito importante en la integración «revolucionaria» de las muje-
res, desde una perspectiva programática, lo constituyó el ya citado
Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).
El «Programa Histórico del FSLN» de 1969 contenía una serie de
consideraciones sobre los derechos de las mujeres, pero de hecho, has-
ta fines de los años setenta —e incluso después del triunfo de la revo-
lución— las mujeres chocaron en la guerrilla con resistencia, o al
menos con escepticismo. Con todo, a partir de 1973 cada vez más
mujeres se incorporaron a la guerrilla, si bien esto ocurrió sobre todo
no debido a motivaciones específicas por su situación como mujeres,
sino de carácter político general. El año anterior un fuerte terremoto
había destruido Managua, la capital de Nicaragua; el gobierno del dic-
tador Somoza no prestó ninguna ayuda a las víctimas y los recursos
empleados para la reconstrucción se perdieron a través de oscuros
canales o en proyectos sin sentido. En esta situación el gobierno per-
dió todo apoyo de parte de la población, y muchos jóvenes, tanto de
los sectores bajos como medios o altos, sintieron la necesidad de
derrocar aquella dinastía dictatorial existente desde hacía dos genera-
ciones. Pero la situación política por sí sola no explica por qué desde
los años setenta las mujeres ingresaron cada vez en mayor cantidad en
los movimientos de resistencia armada, no sólo en Nicaragua sino
también en El Salvador y en México. De especial significación fueron
las transformaciones ocurridas en las relaciones de género, tanto en el
terreno socioeconómico como también en el ideológico y el político.
La escasez de tierra, la industrialización y la modernización en algunas
regiones y ramas de la agricultura, así como al mismo tiempo el aban-
dono en otras ramas de producción, condujeron desde comienzos de
los años setenta a grandes movimientos migratorios. Muchos hom-
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bres dejaron atrás a sus mujeres y familias para emplearse en otros


lugares, o las mujeres emigraron hacia los barrios marginales de las
ciudades para encontrar un trabajo. En ambos casos se produjo una
ruptura de las relaciones familiares tradicionales y una mayor inde-
pendencia de las mujeres, que hasta entonces habían vivido en el seno
de estructuras patriarcales rurales. Tanto en las ciudades como en el
campo las mujeres encontraron nuevas ideas, difundidas sobre todo
por organizaciones de base de las iglesias o por grupos de autoayuda
dirigidos por organizaciones no gubernamentales. En ellos las muje-
res aprendieron a reflexionar sobre su situación y a agruparse y orga-
nizarse. Pero no sólo se transformó el clima social, sino que también
las organizaciones guerrilleras cambiaron su estrategia. La así llamada
«teoría del foco», con la que Fidel Castro y el Che Guevara habían
alcanzado el éxito en Cuba y que se basaba en la existencia de un ejér-
cito guerrillero relativamente pequeño, había dado paso a la convic-
ción de que sólo una movilización de las masas podía proporcionarle
el éxito a la lucha armada. Esto exigía no sólo una lucha militar sino
también política y una estrategia correspondiente. Ésta incluía en for-
ma creciente a las mujeres, aunque en un primer momento no se tuvie-
ron en cuenta elementos feministas. En todo el mundo las demandas
de las mujeres recibieron más atención en los años setenta, tanto den-
tro de la ONU como también en aquellos grupos que se ocupaban de
los problemas del «Tercer Mundo». Si la guerrilla quería obtener apo-
yo y simpatía internacionales, tenía que asumir con seriedad los pro-
blemas de las mujeres. El movimiento sandinista en Nicaragua fue
uno de los primeros que reconoció esta circunstancia. Por lo tanto, en
varios casos fue más bien el escenario internacional el que contribuyó
a que las mujeres latinoamericanas obtuvieran apoyo y atención en sus
propios países.
Con pocas excepciones, las mujeres se incorporaban a la guerrilla
ante todo debido a la situación general social y política. A menudo
habían participado en organizaciones estudiantiles o eclesiásticas, o en
sindicatos, y fue la política represiva de los gobiernos, al calificar
como subversivas estas actividades, lo que las empujó a la resistencia
armada. Pero la conciencia feminista se desarrolló cuando las mujeres
no recibieron reconocimiento pleno dentro de la guerrilla y vieron
que tenían que pagar un precio mayor que los hombres por su partici-
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CIUDADAN A S Y R EV OLU C ION A R IA S 303

pación en la lucha. Por ejemplo, se les recriminaba haber abandonado


a sus familias y sus hijos, mientras que el mismo comportamiento de
los hombres era considerado como heroico y elogiable. Auque en
general la mayoría de las mujeres se incorporaban muy temprano a las
guerrillas, antes de que tuvieran hijos.
La típica guerrillera del FSLN nicaragüense nació hacia 1954; es
decir, había vivido su juventud en la época en que la teología de la libe-
ración y la revolución socialista sacudían al mundo. Tenía 18 años
cuando ocurrió el terremoto de 1972; la suficiente edad para tomar sus
propias decisiones políticas, pero todavía sin una familia o profesión
propia. Las experiencias en la guerrilla, ahora construida sobre bases
ideológicas y sociales diferentes a las de principios de los años sesenta,
condujeron a que muchas guerrilleras comenzaran a combatir por
posiciones feministas dentro del movimiento. Lo privado devino polí-
tico. Este proceso se fortaleció en los años posteriores.
El primero de enero de 1994, en el estado de Chiapas en el sur de
México, para asombro de la opinión pública mundial y coincidiendo
con la entrada en vigor de la zona de libre comercio de América del
Norte (NAFTA), se produjo el alzamiento en armas del hasta enton-
ces desconocido Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN),
bajo la dirección del Subcomandante Marcos —quien mostró ser
extremadamente eficaz en sus relaciones con los medios informati-
vos— contra las consecuencias de la política económica neoliberal del
gobierno. Por primera vez entre los comandantes figuraba una mujer,
además indígena. El levantamiento suscitó atención en todo el mundo,
sobre todo por tratarse de una sublevación de indígenas, pero no
menos por ser una sublevación de las mujeres indígenas contra sus
condiciones de vida, tanto dentro de la sociedad mexicana en general
como también dentro de sus comunidades y familias. Entre las
demandas de los zapatistas figuraba también la promulgación de una
«ley revolucionaria de mujeres», que iba mucho más lejos que los con-
ceptos fijados por los sandinistas en sus estatutos y que tocaba los
problemas específicos de las mujeres mayas, para espanto de muchos
hombres indígenas.
Chiapas figura entre los estados más pobres de México, en el que
siempre ha existido un fuerte enfrentamiento entre los campesinos
(en su mayoría indígenas o mestizos carentes de tierra o, en algunos
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casos, pequeños propietarios) y los terratenientes ricos, que concen-


tran en sus manos no sólo el poder económico sino también el políti-
co. Las comunidades mayas en el sur de México mantenían en 1994
un carácter fuertemente patriarcal y autoritario y los espacios donde
las mujeres desarrollaban sus vidas estaban fuertemente limitados. En
general les estaba negado la educación y el desempeño de funciones
públicas en la comunidad, los padres elegían con quién se casaban las
hijas y la autoridad de los hombres era incuestionable. Esto último se
mostraba, entre otras, en la muy extendida costumbre de que las
mujeres comían después que los hombres, por lo que comúnmente
estaban desnutridas. Era común defender estas estructuras con el
argumento de que se trataba de tradiciones indígenas. La «ley revolu-
cionaria de mujeres» desechaba esta argumentación y demandaba el
cese de toda discriminación política y económica, así como el dere-
cho de la mujer a la educación y a recibir atención médica, y también
a determinar libremente quién sería su pareja y la cantidad de hijos
que deseaba tener. Además, condenaba el uso de la violencia dentro
de la familia. Las demandas feministas, que de manera novedosa apa-
recieron en los años setenta dentro de los movimientos guerrilleros (y
no sólo en ellos), fueron objeto de un lento pero exitoso proceso de
aprendizaje tanto por parte de las mujeres como también de los hom-
bres. Algo similar ocurrió con los zapatistas. En su origen era una
organización marxista ortodoxa, formada por antiguos estudiantes
procedentes de las ciudades; tras su retirada forzosa a la Selva Lacan-
dona se liberaron de las teorías anquilosadas y prestaron atención a
problemas de carácter étnico y específicos de género. Sin este cambio
en sus posiciones probablemente no hubieran podido sobrevivir en la
selva tropical ni politizar y organizar a la población.

Si bien sería falso exagerar los elementos feministas dentro de las


demandas del EZLN —en todo caso se trata de una organización militar
dominada por hombres— también sería falso simplemente ignorar estos
elementos. La reconocida franqueza de esta organización hacia la crítica
de feministas situadas fuera de él, marca una diferencia característica de
este movimiento guerrillero con respecto a otros que lo precedieron.55
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También en Chiapas fue el entrelazamiento entre corrientes inter-


nacionales y nacionales lo que permitió a las mujeres obtener recepción
y reconocimiento a sus demandas. Pero esta vez los actores no fueron
mujeres urbanas instruidas pertenecientes a los sectores altos y medios,
como en el siglo anterior, sino mujeres indígenas de regiones rurales
marginadas, una circunstancia que no debió hacer sido nada fácil para
las demás feministas mexicanas, como se explicará más adelante.
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C apítu lo 6
EL NUEVO MOVIMIENTO FEMENINO

L
a mayoría de los países latinoamericanos figuraron entre los
miembros fundadores de la Organización de Naciones Unidas
(ONU), así como de la Organización de Estados Americanos
(OEA), y esta inserción en un sistema de relaciones internacionales
pudo ser utilizada por el movimiento feminista para lograr aceptación
para sus demandas y hacer presión. En el marco de la OEA y la ONU,
todos los Estados latinoamericanos se comprometieron a conceder
plenos derechos políticos a las mujeres, allí donde esto aún no se había
logrado. Para mediados del siglo XX se alcanzó, desde el punto de vista
jurídico, la igualdad política formal entre hombres y mujeres, si bien
por otra parte se carecía de un impulso más fuerte por parte de las
mujeres para comprometerse y participar en los movimientos que
luchaban por estos objetivos. El movimiento femenino alcanzó nuevos
ímpetus con la proclamación, por la ONU, de la década de la mujer y
la realización del primer congreso de mujeres de carácter mundial en la
Ciudad de México en 1975. Pero esto no significó que la época que
medió entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de una
nueva y más amplia actividad después de 1975 fuera una fase de estan-
camiento. Un importante paso para un mejoramiento de la situación de
las mujeres lo constituyó una iniciativa educacional, tomada en el con-
texto de las organizaciones internacionales.
El derecho y la necesidad de la educación femenina estaban reco-
nocidos en lo esencial desde los inicios del siglo XX, pero fue a partir
de los años cincuenta cuando se produjo una transformación sustan-

307
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cial en la situación educativa, tanto para los hombres como para las
mujeres. Desde comienzos de los años cincuenta tanto la UNESCO
como la OEA pusieron énfasis en la educación, y centraron su aten-
ción en la hasta entonces abandonada educación femenina. El esfuer-
zo inicial se dirigió a obtener datos fiables. La OEA calculó que para
los siguientes diez años, de cada 1.000 alumnos en América Latina
sólo 30 terminarían el bachillerato y sólo uno obtendría un título uni-
versitario. Estas cifras condujeron a una ofensiva educacional masiva,
la cual contó con un fuerte apoyo, a partir de los años sesenta, por par-
te de la recién fundada «Alianza para el Progreso» y de otros progra-
mas de desarrollo de los Estados Unidos. Los objetivos consistían,
por un lado, en el aumento de la cifra de alumnos, especialmente en la
educación básica, y por el otro en la reforma de la enseñanza secunda-
ria, la cual hasta entonces estaba estructurada en la tradición hispánica
de las humanidades, pero ahora se trató de mejorar la educación técni-
ca. Se fundaron universidades técnicas, que beneficiaron sobre todo a
los sectores medios. Se instruyó a los hombres en ingeniería y de pro-
fesiones vinculadas a la agricultura, y las mujeres con el sector del
comercio y los servicios. Los resultados de estos esfuerzos pueden
expresarse en estas cifras: mientras que en 1950 la cifra total de alum-
nos en Latinoamérica era de 16 millones, para 1980 ésta había crecido
a 85 millones. La cantidad de alumnos en la enseñanza básica se cua-
druplicó, pasando de 14,2 millones a 64,5 millones; la enseñanza
secundaria multiplicó su matrícula por diez, creciendo de 1,5 millones
a 16,5 millones. La cantidad de alumnos que terminaron sus estudios
universitarios se multiplicó por veinte, pasando de alrededor de
266.000 a 4.900.000.56 Estas cifras no obstante, deben interpretarse a la
luz del crecimiento general de la población, que en este período de
tiempo llegó a duplicar la cantidad de habitantes en la mayoría de los
países latinoamericanos.
Por otra parte, las diferencias regionales son significativas. Países
como Cuba, Chile y Costa Rica, en los que ya antes de esta ofensiva
educacional existían altas tasas de alfabetización, pudieron continuar
aumentando sus porcentajes; en países como Perú o Guatemala, que
carecen de una amplia clase media y en los que una élite tradicional
domina en las zonas rurales, sólo comenzaron a alcanzarse algunos
progresos a partir de los años sesenta o setenta, mayormente limitados
a los centros urbanos. Todavía existe en América Latina una conside-
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rable diferencia entre las regiones rurales y las urbanas, vinculada a su


vez, en países como Perú, Guatemala y Bolivia, y en cierta medida
también en México, con la contradicción entre la población mestiza o
blanca por un lado y la población indígena por el otro. En estas regio-
nes las cifras de alfabetización entre los hombres y las mujeres se dis-
tancian considerablemente.
Según datos de la UNESCO y de organizaciones latinoamericanas,
en los años ochenta hubo una diferencia en el nivel de alfabetización
entre las regiones urbanas y las rurales de cerca de una cuarta parte
(25,4% para los hombres, 27,5% para las mujeres). El gender gap, la
diferencia entre ambos sexos, fue en las ciudades de «sólo» un 6,3%,
mientras que en el campo llegó a ser casi el doble, cerca del 12%. Tam-
bién aquí es preciso tener en cuenta las diferencias regionales. Haití,
Guatemala, Bolivia y Perú, seguidos por El Salvador, Ecuador y Méxi-
co, muestran las mayores diferencias entre la alfabetización masculina
y la femenina, y entre la población rural y la urbana. En comparación
con estos países, en las ciudades argentinas encontramos una tasa de
escolaridad muy semejante entre los hombres y las mujeres, al igual
que en Costa Rica y Chile, aunque en el campo la tasa de analfabetos
entre los hombres es tres veces más grande que entre las mujeres. La
explicación puede residir en el hecho de que los jóvenes son enviados
más temprano a comenzar su la vida laboral. Con respecto a la pobla-
ción indígena, debe señalarse que en Guatemala una gran mayoría de
los indígenas no puede leer ni escribir, y no dominan el idioma español.
Aquí el gender gap es especialmente grande. En Bolivia, en el año 2000,
eran analfabetos el 20,6% de las mujeres, pero sólo un 7,9% de los
hombres. En Guatemala las cifras de analfabetismo eran del 38,9%
contra un 23,8%, respectivamente. En la mayoría de los otros países,
sobre todo en Argentina, Brasil, Chile y Colombia, apenas existen
diferencias entre ambos géneros en lo que respecta a la alfabetización.
Con relación a ésta hay que tener en cuenta que muchas personas que
se registran como que saben leer y escribir son de hecho analfabetos
funcionales, es decir, personas que han aprendido a leer y escribir, pero
que por carecer de posibilidades de seguir ejercitando estas habilida-
des, apenas pueden escribir poco más que su firma.
Las cifras sobre la educación en las regiones rurales se refieren casi
exclusivamente a la educación básica y la alfabetización. En lo que res-
pecta a las universidades, existe una tendencia satisfactoria tanto hacia
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un crecimiento porcentual de la educación universitaria como hacia la


reducción del gender gap. Mientras que en 1960 sólo el 2% de las
mujeres y el 4% de los hombres asistían a una universidad, en 1985 la
cifra alcanzaba el 17% de las mujeres y el 20% de los hombres, lo que
redujo decisivamente el gender gap. En 1960, en muchos países, por
cada 100 estudiantes varones que se inscribían había menos de 30
mujeres. Tal era el caso de Bolivia, Ecuador, El Salvador, Guatemala,
Haití, Honduras, México y Nicaragua. En 1985 apenas había diferen-
cias significativas en estos países, y Guatemala y Haití ocupaban el
último lugar de la lista con 37 y 43 mujeres estudiantes, respectiva-
mente, por cada 100 estudiantes varones. Por el contrario, en Argenti-
na, Brasil, Panamá y Uruguay hay más estudiantes mujeres que hom-
bres, aunque no en las especialidades técnicas. En países como Costa
Rica y Cuba, que ya en 1960 contaban con una gran proporción de
estudiantes mujeres, ésta siguió creciendo, si bien no en una forma tan
espectacular como en los años anteriores.57 (Por otro lado no debemos
olvidar que también en los Estados Unidos y en Europa predominó
hasta los años setenta un desequilibrio considerable según el género
entre los estudiantes.) Estos datos reflejan no sólo los resultados posi-
tivos de los programas estatales de educación, sino también el éxito del
movimiento femenino y una modificación crecientemente significati-
va de los roles de género. Pero una mejor educación para las mujeres
todavía no implica igualdad de oportunidades en el desarrollo de una
carrera profesional, y puede llegarse a la conclusión de que a las muje-
res sólo les esta permitido aumentar su participación en posiciones de
dirección en aquellos sectores que pueden entenderse como una pro-
longación de sus roles de ama de casa y de madre, como por ejemplo
en los sectores de la educación y la salud.
Con respecto a las posibilidades de una política que favoreciera el
desarrollo de las mujeres, el clima político de los años sesenta estuvo
caracterizado por llamamientos a la lucha y por el optimismo. La
ONU proclamó en 1960 la Década para el Desarrollo, los Estados
Unidos respondieron a la Revolución cubana con la creación de la
«Alianza para el Progreso», que intentaba minar la base de los movi-
mientos revolucionarios, e incluso la Iglesia católica intentó nuevos
rumbos con el Concilio Vaticano II, así como con la conferencia de
obispos latinoamericanos celebrada en Medellín en 1968 («la opción
por los pobres»). Paulo Freire desarrolló en Brasil la «pedagogía de los
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EL NUEVO M OV IM IE NTO F E M E NINO 311

oprimidos», mientras que en muchos países los grupos guerrilleros


veían la solución de los problemas sociales y políticos en la lucha
armada. Las mujeres y hombres políticamente activos en América y
Europa veían como objetivo principal lograr una transformación de
las estructuras sociales, pero la cuestión de las relaciones entre los
géneros apenas era tematizada o problematizada. Cuando esto ocu-
rrió, los teóricos de izquierda —sobre todo— plantearon que el pro-
blema de tales desigualdades se resolvería por sí sólo cuando ocurrie-
ra el cambio social o, como se decía en la terminología marxista
corriente en aquella época, la cuestión de los géneros era una «contra-
dicción secundaria». Esta misma posición constituyó, y aún constitu-
ye en cierta medida, uno de los campos de tensiones entre el movi-
miento femenino y la izquierda latinoamericana.
Ante las actividades políticas y parcialmente también violentas de
diferentes grupos socialistas y comunistas, la mayoría de los gobier-
nos latinoamericanos reaccionó con una creciente represión estatal.
Las tensiones se agudizaron cuando en los años setenta la crisis del
petróleo hizo visibles los problemas derivados de un crecimiento ace-
lerado y sin elementos que amortiguaran sus efectos sociales. En
Argentina, Chile, Uruguay y Brasil (aquí ya a partir de 1964) los mili-
tares tomaron el poder a través de golpes de Estado y creyeron poder
resolver todos los problemas mediante la represión de todo aquello
que pareciera ser de «izquierdas» o comunista. En Perú, por el contra-
rio, una junta militar intentó, a partir de 1968, tomar una «tercera vía
entre el capitalismo y el comunismo». En Bolivia se desarrolló a partir
de 1952 una revolución con participación militar, pero fue suprimida
en 1964 por un golpe militar dirigido por generales conservadores.
Sintomático para la posición mantenida por la izquierda política
hasta principios de los años setenta fueron las experiencias de Lydia
Gueiler, miembro dirigente del partido revolucionario de Bolivia. Las
mujeres habían tenido un papel importante en el Movimiento Nacio-
nal Revolucionario (MNR), que en 1952 había derrocado al dictador
que ocupaba la presidencia, pero la igualdad entre los géneros nunca
había sido un tema del discurso revolucionario. La nueva Constitu-
ción promulgada en 1952 concedió derechos de ciudadanía tanto a las
mujeres como a los indígenas. En las elecciones posteriores, realizadas
en 1956, se presentaron pocas mujeres como candidatas, y apenas reci-
bieron apoyo. Lydia Gueiler fue una de las pocas que obtuvo un man-
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dato y, como parlamentaria, gozó siempre de una amplia aceptación y


apoyo por parte de las mujeres. A diferencia de otras mujeres políticas
de la época (por ejemplo, Magda Portal en Perú), su posición crítica
con respecto al partido no la llevó a darle la espalda al movimiento.
Después de unos pocos años en el Parlamento y en la dirección del
MNR, fue nombrada cónsul general y finalmente encargada de nego-
cios de Bolivia en la República Federal de Alemania, lo que causó allí
más sensación que en Bolivia, pues en Alemania una mujer en una alta
posición diplomática constituía una novedad. Si este nombramiento
significó un reconocimiento a su trayectoria, si fue porque ella había
participado en un intento de conspiración contra el grupo en poder o
si se quería con ello desembarazarse de una mujer con méritos pero
incómoda, es algo difícil de asegurar. Tal vez fuera simplemente su
ascendencia alemana la que la predestinara a desempeñarse en el servi-
cio diplomático en Alemania, un puesto para el que pocas personas en
la Bolivia posrevolucionaria tenían condiciones.
Después de su regreso de Alemania, Lydia Gueiler mantuvo su
actividad en el MNR y como parlamentaria. En la situación extrema-
damente inestable que se dio entre 1978 y 1982, con elecciones, golpes
de Estado y resistencia a éstos, Lydia Gueiler, como presidenta del
Parlamento de 1979 a 1980, fue elegida presidenta de la República para
dirigir la realización de nuevas elecciones. Así, una mujer llegaba a la
más alta posición estatal en Bolivia, pero como presidenta interina
desempeñó un papel típico para las mujeres de la élite desde la época
de la colonia: en situaciones de inestabilidad y crisis las mujeres pue-
den desempeñar posiciones de poder, pero sólo para garantizar una
transición ordenada de ese poder hacia manos masculinas.
La obtención de las demandas feministas tuvo lugar paulatinamen-
te en la segunda mitad del siglo XX. Hasta los años setenta, en todos los
países de América Latina las mujeres eran vistas por todos los gobier-
nos, tanto los conservadores como los «progresistas», simplemente
como una clientela, como una masa electoral que debía ser cortejada,
sin que ello implicara aceptar sus necesidades específicas ni sus objeti-
vos feministas. Por el contrario, era precisamente en los círculos «pro-
gresistas» donde las mujeres que planteaban el tema de las relaciones
entre los géneros recibían las más duras críticas. Se asociaba al femi-
nismo con las clases altas o medias, las cuales —según se opinaba— se
oponían a las demandas de una revolución social. Para las posiciones
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de las mujeres en los años sesenta y setenta es significativa la trayecto-


ria política de Domitila Barrios de Chungara, de Bolivia, la cual ini-
cialmente, debido a su participación en movimientos empeñados en la
revolución social, se orientó hacia posiciones socialistas, pero tuvo
que confrontarse en forma creciente con problemas de las relaciones
entre los géneros.
Domitila Barrios nació en 1937, en el campamento de una mina de
estaño llamada Siglo XX, hija de una familia de mineros. Al igual que
su padre, desde muy temprano se convirtió en una activa sindicalista,
fue encarcelada muchas veces y finalmente deportada. Su madre había
muerto al dar a luz a su quinta hija, cuando Domitila tenía diez años,
de tal manera que tuvo que cuidar de sus hermanas más jóvenes. Pudo
terminar la educación primaria, y con 16 años comenzó a trabajar en
una tienda de la compañía minera. Poco después se casó. Parió siete
hijos y al inicio llevó la vida de la típica esposa de un minero, aunque
con una actividad política más intensa que muchas de sus compañeras
de infortunios.
Después de la revolución de 1952, Bolivia había nacionalizado las
minas de estaño, principal fuente de ingresos del país, pero debido al
empeoramiento de las condiciones de extracción los rendimientos
eran muy bajos. Además, había que pagar grandes indemnizaciones a
los «barones del estaño», de tal manera que el gobierno boliviano
enfrentaba grandes dificultades financieras. Por ello, y en colabora-
ción con el Fondo Monetario Internacional (FMI), instrumentó en
1961 un plan de saneamiento, que fue exitoso desde el punto de vista
económico a largo plazo, pero que tuvo un gran costo social. Las ya
existentes tensiones sociales y políticas se agudizaron, y el gobierno
intentó revertir los amplios derechos obtenidos por los sindicatos y
otras conquistas revolucionarias. Como consecuencia estallaron huel-
gas y protestas, que finalmente llevaron a la proclamación del estado
de sitio y a un golpe de Estado militar en 1964. Ante esta situación,
Domitila decidió volver a la actividad política. Después de una mani-
festación masiva en La Paz contra las medidas del gobierno, la mayo-
ría de los participantes, entre ellos muchos mineros de Siglo XX, fue-
ron encarcelados. Las esposas de los detenidos fundaron un llamado
«comité de amas de casa» y marcharon hacia la capital, para obtener la
liberación de sus maridos. Después de una huelga de hambre de diez
días el gobierno accedió a esta demanda. Como consecuencia, en
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muchas poblaciones mineras se constituyeron comités de mujeres


políticamente activas, las cuales comprobaron rápidamente que no
sólo tenían que luchar contra los intereses de los capitalistas y del
Estado, sino también contra los prejuicios de sus propios esposos.
Contra la voluntad de su esposo, Domitila comenzó a colaborar
con el comité de esposas y a mediados de los años sesenta fue elegida
como su vocera. En este momento Bolivia estaba gobernada por una
dictadura militar, por lo que tuvo que sufrir encarcelamientos y malos
tratos. Las mujeres del comité se veían a sí mismas como un grupo
independiente dentro del sindicato de trabajadores mineros, y en lo
esencial sus demandas se dirigían —además de hacia objetivos políti-
cos— al mejoramiento de las condiciones de vida, la construcción de
escuelas y estaciones propias de radio así como a la liberación de los
presos políticos. En el caso de una huelga las mujeres participaban
activamente, dentro de las concepciones sobre los roles a desempeñar
por cada género, estigmatizando a los esquiroles como cobardes. Ade-
más, asumían tareas tradicionales como servir de mensajeras, cocinar,
lavar y limpiar, y también cuidaban de los niños. Esta división del tra-
bajo según el género no fue cuestionada, pero todo intento de intro-
ducir concepciones feministas en el grupo fue rechazado, por conside-
rarlo un intento de dividir al movimiento. Pero el trabajo femenino y
la situación de las mujeres en Bolivia despertaron el interés de la opi-
nión pública mundial. Una cineasta brasileña realizó una película
sobre Domitila Barrios y la resistencia de las mujeres y propuso invi-
tarla para que participara en la Conferencia Mundial de Mujeres de
Ciudad de México como representante de los mineros bolivianos y del
comité de amas de casa. La Conferencia Mundial de Mujeres de Ciu-
dad de México había sido convocada por la ONU, pero su prepara-
ción institucional quedó confiada a la Comisión Interamericana de
Mujeres, que pertenecía a la OEA y colaboraba estrechamente con la
International Labor Organization (ILO/ONU), de tal forma que sus
temáticas estaban fuertemente vinculadas con los problemas del traba-
jo asalariado femenino. Se colocó en el centro de la atención a las
mujeres de las regiones rurales, emigrantes y mujeres indígenas.
En el transcurso de la fase preparatoria se acumuló cada vez más
información sobre estos grupos, hasta entonces poco tenidos en cuen-
ta, y se desarrollaron posiciones cada vez más críticas. Al mismo tiem-
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EL NUEVO M OV IM IE NTO F E M E NINO 315

po, Cuba organizó una especie de congreso paralelo, al que fueron


invitadas mujeres del «Tercer Mundo», pero también mujeres perte-
necientes al movimiento de solidaridad, como la afro-estadounidense
Angela Davis. El objetivo de este congreso organizado por los cuba-
nos era crear una voz alternativa al movimiento femenino de Europa
Occidental y los Estados Unidos. Junto a los preparativos oficiales en
el ámbito internacional, también los distintos países latinoamericanos
comenzaron a prepararse para este evento. El efecto positivo del lla-
mamiento de la ONU se pudo apreciar claramente en Brasil, donde se
abría paso, paulatinamente, un sentimiento de esperanza bajo el
gobierno del general Geisel. Por primera vez en mucho tiempo, polí-
ticos civiles aparecían en la vida pública. Para mejorar su imagen y
hacer creíble el proceso de apertura, los militares brasileños permitie-
ron una manifestación de mujeres en apoyo a la Conferencia de Méxi-
co, en la que se plantearon problemas de la vida cotidiana como los
precios de los alimentos y el suministro de agua potable. Se convirtió
en la más grande manifestación realizada en Brasil desde la toma del
poder por los militares. Mujeres pertenecientes a varios grupos de
izquierda participaron activamente en su preparación y realización,
pues vieron aquí una posibilidad de regresar a la actividad política. Se
construyó una amplia coalición, que fundó un «movimiento femeni-
no por la amnistía» (de los presos políticos), para lo cual se utilizó la
concepción extendida sobre el supuesto carácter pacífico de las muje-
res. Al mismo tiempo, se hizo evidente que la «cuestión femenina» no
podía resolverse sin la inserción en ella de los problemas sociales de
carácter general. Al igual que antes, se evitó utilizar el concepto «femi-
nismo», pues se vinculaba con las clases alta y media.
La políticamente heterogénea coalición de mujeres continuó apo-
yando la Conferencia de México y buscó el apoyo de otros grupos,
como las comunidades cristianas de base, organizadas y dirigidas
mayoritariamente por mujeres. Precisamente en Brasil las mujeres
desempeñaron un papel muy importante en la paulatina transición
hacia la democracia. Esto se debía, por una parte, a que era posible uti-
lizar como apoyo a organizaciones ya existentes que la dictadura mili-
tar había tolerado, pues se ocupaban de problemas aparentemente
apolíticos, como el mejoramiento de la situación de vida o de la
infraestructura y la educación. Por otra parte, las organizaciones
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316 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

femeninas hacían especialmente visible la carencia general de demo-


cracia, pues era comprensible que sin ellas los problemas de la mitad
de la ciudadanía permanecían invisibles.
La amplia preparación de la Conferencia de México y la inserción de
diferentes organizaciones de base llevó a que, junto con las sesiones en
las que participaban los representantes de los gobiernos, se desarrollara
también un foro paralelo de organizaciones no gubernamentales, algo
que desde este evento se hizo regla en las Conferencias Mundiales de
Mujeres y en otros congresos de la ONU. Participaron 133 países en el
encuentro formal de México en 1975, en el cual algunas delegaciones de
los «países del Tercer Mundo» fueron encabezadas por personajes tan
ambiguos como Imelda Marcos, la esposa del dictador filipino, o Ashraf
Pahlavi, la hermana del sha de Persia. En el foro de las organizaciones
no gubernamentales la representación latinoamericana fue la más fuerte
cuantitativamente (sólo de México participaron 2.000 mujeres), de tal
forma que los temas y las perspectivas latinoamericanos dominaron los
contenidos de las discusiones. Entre las delegadas suramericanas una de
las más destacadas fue Domitila Barrios, representante de los comités de
amas de casa de Bolivia. Domitila había tenido al principio grandes difi-
cultades para encontrar una base común para la discusión con las femi-
nistas «occidentales» reunidas en México. Ella defendía el punto de vis-
ta socialista, según el cual el enemigo principal era el sistema capitalista,
y por lo tanto las mujeres no deberían luchar contra sus esposos, sino
junto con ellos. El tema del control de la natalidad fue discutido inten-
samente en el Congreso, y las diferencias en torno a esta cuestión resul-
taron especialmente visibles. Domitila Barrios mantuvo la posición,
plausible para una representante sindical, de que la fuerza numérica
proporciona poder. El control de la natalidad sólo podría debilitar a un
país relativamente pequeño como Bolivia, por lo que rechazó todas las
demandas al respecto, por considerarlas un instrumento de dominación
del imperialismo. En el otro extremo de las posiciones se encontraban
mujeres como Betty Friedan, que representaba las concepciones del
movimiento feminista estadounidense, que demandaba sobre todo la
igualdad de la mujer en la familia y el trabajo así como autodetermina-
ción con respecto al embarazo y al parto. Entre estas dos posiciones,
personificadas en las protagonistas Domitila Barrios y Betty Friedan, se
sostuvieron fuertes discusiones, que fueron recogidas por la prensa y
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utilizadas en parte para intentar desacreditar al Congreso y las deman-


das de las mujeres. Pero no ocurrió así, y Domitila se convirtió en una
figura simbólica de los problemas de las mujeres de los sectores pobres
en América Latina y el «Tercer Mundo». Por otra parte, el debate llevó
a muchas feministas en Europa y los EE UU a repensar sus posiciones
y a relativizarlas un tanto.
En la conferencia en México, Domitila conoció a una socióloga
brasileña, Moema Viezzer, la cual la ayudó a elaborar un relato auto-
biográfico, que fue publicado en 1977 con el título Si me permiten
hablar. Ha sido uno de los más conocidos textos de lo que se conoce
como «literatura de testimonio», aunque no fue el primero, y ha sido
muy importante para el movimiento femenino en América Latina. El
texto constituyó una gran contribución a la tarea de dar a conocer a la
opinión pública mundial la situación de vida de las mujeres de los sec-
tores pobres en América Latina. En ningún lugar de este libro —al que
le siguió después otro sobre la época posterior al Congreso— mani-
festó Domitila posiciones feministas, sino que más bien mantuvo los
viejos prejuicios que tildaban al feminismo de ser una cuestión sólo de
las mujeres de la burguesía. Pero así como las feministas aprendieron
paulatinamente a tomar en serio los problemas sociales y las conse-
cuencias del colonialismo o el imperialismo, también las mujeres que
militaban en los sindicatos y las organizaciones de base tuvieron que
cambiar en cierta forma sus concepciones. No pudieron dejar de reco-
nocer hasta dónde la pertenencia a uno u otro sexo determina las
situaciones de vida. Domitila, por ejemplo, tuvo cada vez más proble-
mas en su familia debido a sus actividades políticas y su popularidad.
Su matrimonio se rompió, algo que ella —muy significativamente—
no menciona en forma explícita en su segundo libro. Pese a todo, tuvo
que comprender que también en la familia obrera es necesaria la trans-
formación de las relaciones entre los géneros y que las actividades
revolucionarias no la producirán por sí mismas.
La Conferencia de México concluyó con una declaración final que
condenaba al colonialismo y al neocolonialismo —con lo que se alinea-
ba con las demandas políticas generales del «Tercer Mundo»— y tam-
bién exigía la emancipación de las mujeres. Pero esta declaración no
hablaba de las mujeres, sino en general de los seres humanos. Las femi-
nistas estadounidenses y europeas, que querían que se resaltara con más
fuerza las discriminaciones por género y el sexismo, fueron derrotadas,
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318 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

pero en los años posteriores la línea feminista logró sobreponerse cada


vez más a la línea marxista-revolucionaria.
En líneas generales, puede catalogarse al «Año de la Mujer» como
una de las acciones más exitosas de la ONU, no tanto por la Conferen-
cia y sus actividades en ese año, sino por las consecuencias que provo-
có. Organizaciones dedicadas al desarrollo comenzaron a reflexionar
sobre cómo podían integrar a las mujeres o cómo podían dirigir sus
programas especialmente hacia ellas, aun cuando esto no siempre fuera
fácil de realizar. La inserción de las mujeres en proyectos de desarrollo
es hoy una práctica común, pero en 1975 constituyó una innovación
revolucionaria. Tan sólo el hecho de que los temas vinculados a las
mujeres constituyeran ahora una problemática oficialmente reconoci-
da, hizo que para todos los gobiernos fuera mucho más difícil conti-
nuar excluyéndolos. La Conferencia ejerció una influencia en cada
país, y los temas referidos a la mujer obtuvieron repentinamente más
atención, aunque sólo fuera por la razón de que la ONU proporcionó
dinero para ellos. Fue así como las organizaciones femeninas lograron
aceptación general y fuerza en los distintos países latinoamericanos, y
en cierta medida también apoyo por parte de los gobiernos. Pero el más
grande problema de los grupos femeninos continuó siendo la compati-
bilidad entre el feminismo y la ideología marxista o socialista.
En los años ochenta las feministas comenzaron a reconocer que no
podían reducir los problemas sociales a dicotomías simples como
hombre/mujer, pobre/rico, poderoso/sin poder, sino que existe una
confluencia de distintos factores como la clase, el género, la cultura, la
religión y la edad, que determinan la situación social de una persona.
Esto se evidenció en las siguientes conferencias de la ONU sobre la
mujer, realizadas en Copenhague (1980), Nairobi (1985) y Pekín
(1995). Mientras que en Copenhague todavía los debates estuvieron
marcados y politizados por los conflictos Norte-Sur y Oriente-Occi-
dente, en los posteriores encuentros se produjo un cambio paulatino.
Este cambio se manifestó en la constitución de grupos femeninos
regionales en Asia y América Latina, en los que se llegó a un acerca-
miento de las distintas posiciones. Al mismo tiempo —como ya se
dijo— las mujeres del «mundo occidental» comenzaron a prestarle
más atención a los problemas de otras culturas.
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El informe sobre el papel de las mujeres en las políticas de desarro-


llo, elaborado por la comisión preparatoria para la Conferencia de
Nairobi, y la crítica feminista que resultó del mismo, determinaron el
curso de los años noventa. La inserción de las mujeres como objeto de
las políticas de desarrollo dejó de ser una demanda, y se pasó a la
demanda de darle poder a las mujeres (empowerment). Aspectos
como la «violencia contra las mujeres» y la consigna «feminización de
la pobreza» encontraron una creciente recepción en los debates. A la
ampliación del arco de temas tratados contribuyeron los cambios que
se habían operado en la política mundial (sobre todo la desaparición
del bloque comunista), la tendencia general a que el Estado abandona-
ra muchos espacios sociales, las concepciones económicas neolibera-
les, la globalización y la aparición del fundamentalismo religioso en
muchas regiones del planeta. En la Conferencia de Pekín, la línea divi-
soria en las cuestiones discutidas pasaba más bien entre fundamenta-
listas religiosas o culturales de un lado y feministas de carácter liberal
del otro, que entre regiones geográficas y sistemas políticos.
La reducción de la pobreza y de la explotación de las mujeres se
convirtió, en los años noventa, en el propósito fundamental de los
foros femeninos, aunque también pasaron a discutirse cada vez más
los problemas del medio ambiente y las relaciones entre los géneros.
Esto también vale para América Latina, donde los movimientos indí-
genas no sólo denunciaron su marginalización social y económica,
sino además la destrucción de su espacio vital, y las mujeres relaciona-
ron la discriminación por razones de género con los temas políticos
generales. Pero en América Latina, además, un fundamentalismo reli-
gioso de carácter protestante ha ejercido una gran influencia en los
últimos decenios sobre muchas comunidades indígenas y las ha trans-
formado. Por un lado ha generado una mayor disciplina y responsabi-
lidad de todos los miembros de la familia por sus hijos, incluyendo a
los padres, pero por el otro ha reforzado una concepción sobre la
familia basada en la jerarquía y el predominio del hombre, así como la
correspondiente interpretación sobre la sociedad.
En lo que respecta a la burguesía, y pese a la convergencia de posi-
ciones, se ha mantenido la divergencia entre las concepciones de las
mujeres católicas y las de las feministas en las cuestiones referidas al
control de la natalidad y al aborto. En América Latina, el aborto era y
todavía es ilegal en casi todos los países, si bien, hasta bien entrado los
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320 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

años ochenta, era el método anticonceptivo más extendido y, a la vez,


la principal causa de muerte en las mujeres entre 15 y 35 años de edad.
La legalización pudiera constituir un remedio a esta situación, al igual
que la utilización de métodos anticonceptivos más efectivos, pero ello
ha tropezado y continúa tropezando aún hoy con resistencia por par-
te de la Iglesia católica y —en parte- de los hombres.

MADRES Y CACEROLAS: LA RESISTENCIA CIVIL CONTRA LAS


DICTADURAS MILITARES DE LOS AÑOS SETENTA Y EL PRO-
CESO DE DEMOCRATIZACIÓN DE LOS AÑOS OCHENTA

Las diferencias ideológicas, sobre todo aquellas entre las feministas


socialistas y liberales o las feministas burguesas, se mantuvieron hasta
los años ochenta y marcaron los posteriores encuentros de los grupos
femeninos latinoamericanos. Pronto, todos ellos se denominaron a sí
mismos como feministas, pero dejaron de pensarse en términos de
«hemisferio occidental» (Norteamérica y Suramérica) y pasaron a
pensarse en términos de América Latina y el Caribe. El español susti-
tuyó al inglés como idioma oficial de las conferencias, como expresión
de la creciente autoestima de las feministas latinoamericanas. Al Pri-
mer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, efectuado en
1981, le siguieron otros encuentros, en los que se superaron las divi-
siones ideológicas y se abandonaron las viejas polémicas de los años
setenta. Es cierto que continuaron las discusiones en torno al proble-
ma de hasta dónde las cuestiones étnicas y sociales debían tener prio-
ridad sobre las demandas de carácter «burgués», pero hacia mediados
de los años ochenta se comenzó a aceptar la diversidad de puntos de
vista y de problemáticas. En vez de hacer mofa o de combatir las posi-
ciones mantenidas por otros grupos de mujeres, se buscaron las coin-
cidencias. Este acercamiento se fortaleció a lo largo del proceso de
democratización, la así llamada «transición», que hasta finales de los
años ochenta condujo a la desaparición de todos los regímenes milita-
res en América Latina.
Las mujeres tuvieron un papel especialmente importante durante la
fase de democratización, y pusieron énfasis en la vinculación entre las
demandas feministas y las de carácter político general, es decir, entre
los derechos de las mujeres y los derechos humanos generales. De tal
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EL NUEVO M OV IM IE NTO F E M E NINO 321

manera, la crítica radical a las relaciones económicas, políticas y socia-


les se complementó con el análisis de la sociedad desde la perspectiva
de género, con lo que se desarrolló una nueva comprensión del femi-
nismo. Ambos bandos desecharon los esquemas mentales unilaterales.

LAS MUJERES EN EL PROCESO DE (RE)DEMOCRATIZACIÓN

A comienzos de los años ochenta apareció en Uruguay una revista


con el nombre de La cacerola, una imagen clave del movimiento de
protesta latinoamericano. Es conocido que fueron las mujeres de la
clase media chilena las que, a principios de los años setenta, expresa-
ron sus críticas a la política socialista de Allende y a la carestía de abas-
tecimientos mediante marchas de protesta, en las que golpeaban cace-
rolas vacías. Ya en los años sesenta, las mujeres brasileñas habían
convertido a las cacerolas en símbolo de la entonces insostenible situa-
ción social y de la imposibilidad de alimentar una familia bajo esas
condiciones. En demostraciones que tenían como objetivo no sólo
demandar el mejoramiento de la situación de abastecimiento, sino
también transformaciones políticas fundamentales, la cacerola expre-
saba la estrecha relación entre lo doméstico y lo político. Sobre este
telón de fondo, la revista La cacerola escogió este nombre como un
símbolo ya establecido de las protestas de las mujeres contra el gobier-
no militar. «El antiguo símbolo de la explotación de la mujer, la cace-
rola, (es) hoy el símbolo de la liberación nacional. La resistencia sale
del ámbito privado, del hogar, y es llevada hacia el ámbito público,
hacia la calle», se leía en un editorial de la revista.58 «Democracia en la
casa y democracia en el país» era la consigna del movimiento chileno
de mujeres en los años ochenta. Desde entonces, la cacerola es parte
integrante de las demostraciones políticas en América Latina, en las
que se utiliza como tambor —no sólo en sentido figurado— para lla-
mar la atención. Y ya no es golpeado sólo por las mujeres, como pudo
apreciarse en las marchas de protesta en Argentina después del
derrumbe del sistema financiero a fines de 2001 y en las efectuadas en
Venezuela a finales de 2002 e inicios de 2003.
La interrelación entre la «democracia en la casa y la democracia en
el país» se hizo cada vez más evidente no sólo en Chile, sino también
en Brasil, México, Uruguay, Perú y Colombia. Pero Argentina cons-
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tituye el caso más claro, no sólo debido a la especial inhumanidad de


la dictadura militar, sino también por la resistencia perseverante y
valiente de las Madres de Plaza de Mayo.
Hagamos una breve recapitulación histórica. Después de la muer-
te de Perón, su viuda asumió la presidencia en 1974. En ese momento
la situación del país se caracterizaba por la violencia y la utilización
creciente del terror, tanto por parte de grupos de derecha como de
izquierda. Poco después de su ascenso al poder, María Estela se vio
obligada a proclamar el estado de sitio. La agudización de las tensio-
nes económicas y sociales llevó en 1976 a un golpe de Estado militar,
que disolvió los órganos constitucionales y prohibió los partidos
políticos, los sindicatos y las asociaciones económicas. Las acciones
del ejército y de los grupos paramilitares quedaron fuera de todo
control y de todo límite, la cifra de asesinatos políticos aumentó, e
innumerables personas fueron detenidas o «desaparecidas» sin dejar
rastros. Los secuestros, las torturas, los asesinatos y las largas conde-
nas a prisión se pusieron a la orden del día. Dentro de los militares
hubo algunos generales que, desde finales de los años setenta, se pro-
nunciaron por desarrollar un proceso de democratización a largo pla-
zo y controlado. Pero al final fueron las huelgas y demostraciones
provocadas por la severa crisis económica, y la ignominiosa derrota
en la Guerra de las Malvinas de 1982, las que llevaron a la renuncia de
los militares y a la realización de elecciones en 1983. Estas fueron
ganadas por Raúl Alfonsín, del partido Unión Cívica Radial (UCR),
quien, en respuesta a las exigencias populares, nombró una comisión
investigadora para aclarar las violaciones de los derechos humanos
cometidas bajo el régimen militar. El informe de esta comisión, titu-
lado Nunca más, demostró que por lo menos 9.000 personas habían
sido asesinadas durante la dictadura. Las organizaciones de derechos
humanos señalaron la cifra de 30.000 desaparecidos. Aproximada-
mente la tercera parte eran mujeres, entre ellas —como ya se señaló
más arriba— muchas en estado de gestación. La mayoría de estos
«desaparecidos» eran menores de 30 años, una gran parte obreros y
estudiantes. Fueron sobre todo miembros de sindicatos y estudiantes
de ciencias sociales, así como personas comprometidas con proyectos
sociales, las que como norma terminaron siendo torturados y asesi-
nados. Sólo fueron juzgados algunos miembros de las juntas milita-
res, y una ley de prescripción de los crímenes los liberó en 1985-1986.
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En 1989, bajo la presidencia del peronista Carlos Menem, muchos


altos militares fueron perdonados, una ley que finalmente fue revoca-
da en 2003. Ante los tímidos intentos de los gobiernos democráticos
por aclarar el papel del ejército en la sociedad argentina, las víctimas
del terror militar (o sus familiares) reaccionaron con indignación e
inconformismo. Por otro lado, un sector de la población siempre
ofreció resistencia a un esclarecimiento serio de los crímenes porque
querían silenciar y olvidar este capítulo oscuro de la historia nacional.
A mediados de los años noventa se han producido algunas confesio-
nes por parte de altos oficiales sobre las torturas y asesinatos practi-
cados y los actos de protesta siguieron hasta principios del siglo XXI
y de vez en cuando se realizan todavía, aunque hoy ya existen otras
formas y lugares de memoria.
Debido al carácter brutal de la represión bajo el gobierno militar, en
Argentina era extremadamente difícil y peligroso estructurar una opo-
sición, y la que existía no estaba compuesta en su mayoría por agrupa-
ciones políticas, sino por organizaciones de los derechos humanos. La
más radical de ellas, y la que mayor influencia tuvo, llevó el nombre de
«Madres de Plaza de Mayo». Fue fundada en abril de 1977, en el
momento más álgido de los secuestros, por 14 madres que se habían
encontrado en la búsqueda de sus hijos. A fines de ese año ya eran 300
mujeres, y diez años más tarde la organización contaba con cerca de
5.000 miembros, distribuidas por casi todas las grandes ciudades del
país. La mayoría de estas mujeres eran amas de casa procedentes todas
las clases sociales, quienes por primera vez se movilizaron y se politi-
zaron debido a la desaparición de sus hijos. En 1979 el grupo pudo
registrarse como una asociación, y desde entonces ha estado dirigido
por Hebe de Bonafini. El punto de partida de sus acciones fueron las
demostraciones realizadas frente al edificio de la sede del gobierno, en
la Plaza de Mayo, donde estas mujeres se reunían cada jueves. Cubier-
tas con pañuelos blancos en sus cabezas, que simbolizan los pañales de
sus hijos, llevaban carteles con las fotos y nombres de sus familiares y
preguntaban por su paradero. Estas demostraciones, cuyas imágenes
dieron la vuelta al mundo, se mantuvieron durante todo el tiempo de la
dictadura militar, con sólo algunas interrupciones forzadas, y conti-
nuaron con regularidad aún muchos años durante la democracia. Las
Madres reunieron firmas para exigir la investigación de los secuestros y
la liberación de todos los detenidos ilegalmente. Realizaron actos con-
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324 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

memorativos y, cuando era necesario, mantuvieron huelgas de hambre.


Su principio básico era no hacer ningún gesto o acto violento. Enfren-
taron los intentos de los militares de terminar con sus manifestaciones
sólo con la resistencia pasiva, e invocaron para protegerse el papel tra-
dicional de la madre, recordándoles a los soldados, en su mayoría muy
jóvenes, que podían ser sus madres. Estas actitudes —como ya se ha
dicho más arriba— hicieron muy difícil cualquier intento de utilizar la
violencia contra ellas, pues apelaban a la concepción corriente sobre los
roles de género, según la cual era responsabilidad de los hombres pro-
teger a las mujeres, y sobre todo a las madres. Si los hombres no podí-
an cumplir con esta tarea, entonces su honor quedaba en entredicho.
Las Madres de Plaza de Mayo viajaron también a otros países para
denunciar las violaciones a los derechos humanos cometidas por la
dictadura militar argentina y para obtener apoyo. En esto lograron
un gran éxito, y una vez más el aprecio y respeto obtenido por las
mujeres latinoamericanas en el extranjero contribuyó a fortalecer su
posición en su patria. Las Madres le proporcionaron fuerza a la opo-
sición a la dictadura, así como al proceso de (re)democratización de
Argentina, y sus actividades contribuyeron a transformar el clima
político interno.
La experiencia de las violaciones de los derechos humanos cometi-
das por la dictadura militar en una medida desconocida hasta entonces,
produjeron en la sociedad argentina un amplio consenso en torno a la
idea de que la democracia y la garantía de las libertades civiles consti-
tuía el medio más apropiado para evitar la repetición de semejantes crí-
menes por parte de cualquier gobierno. Fueron las Madres de Plaza de
Mayo las primeras que defendieron, en la forma más radical y sin com-
promisos, la protección de la vida humana y la dignidad de las perso-
nas. Gracias a su propia integridad se convirtieron, para muchos, en un
ejemplo, y lograron que el debate sobre las violaciones de los derechos
humanos y la pregunta de cómo proceder al respecto, se convirtiera en
un tema permanente durante los primeros años posteriores a la caída de
la dictadura. La conformación de una comisión investigadora —con un
carácter tan apartidista como fuera posible— y la condena judicial de
algunos generales, con todo lo insuficiente que pudiera parecer a los
ojos de muchos familiares de los «desaparecidos», representó un pri-
mer paso en la reconstrucción del pasado más reciente. Las Madres,
por el contrario, no colaboraron con la Comisión de la Verdad, pues
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consideraron que sus facultades eran muy restringidas. Exigieron la


condena sin contemplaciones de todos los que participaron en las vio-
laciones y se negaron a declarar a sus hijos como muertos hasta que su
destino no fuera aclarado totalmente.
Tras la condena judicial de algunos generales y la paulatina conso-
lidación de la democracia, las Madres fueron marginadas cada vez más
del espectro político. Ellas demandaron el castigo de todos lo milita-
res que participaron en los crímenes, por lo que muchos políticos y
también ciertos sectores de la población abogaron por el cese de las
investigaciones aún no concluidas y de las condenas. Muchos temie-
ron que continuar con los castigos desequilibraría la democracia,
sobre todo debido a la escasa tolerancia por parte de los militares. A
fines del año 1986 el Congreso argentino aprobó —pese a las protes-
tas de la población— la ley conocida como Ley de Punto Final, que
eliminaba toda posibilidad de presentar cualquier nueva denuncia
contra los militares por su participación en las violaciones de los dere-
chos humanos. Pocos meses después, y en relación con los procesos
contra los crímenes del ejército, se produjo una revuelta militar, que
pudo arreglarse pacíficamente. Todas las fuerzas políticas emitieron
una declaración conjunta, pronunciándose contra los militares suble-
vados y dándole al presidente Alfonsín su apoyo total. Sólo las
Madres de Plaza de Mayo y algunos grupos de la izquierda se negaron
a este apoyo, pues afirmaron que el presidente había establecido com-
promisos con los generales de la dictadura militar. En esta época el
movimiento de las Madres se había dividido en dos líneas, una más
radical y otra conciliadora. En 1986 algunas de las madres fundadoras
se separaron y constituyeron su propio grupo, las «Madres de Plaza
de Mayo. Línea Fundadora». Los objetivos fundamentales de ambos
grupos seguían siendo los mismos, pero esta corriente buscaba el diá-
logo con los gobiernos democráticamente elegidos. También acepta-
ban la realización de exhumaciones para aclarar la identidad de los
desaparecidos y el registro de los mismos como «detenidos desapare-
cidos», un concepto que implicaba la responsabilidad del Estado por
la «desaparición» de sus familiares, lo que les proporcionaba a éstos el
derecho a recibir compensaciones. Además participaban en las
demostraciones de los jueves junto con las «Abuelas de Plaza de
Mayo», que buscaban a sus nietos nacidos en la cárcel. Por el contra-
rio, Hebe de Bonafini siguió dirigiendo el otro grupo sin establecer
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ningún tipo de compromiso, luchó contra la ley de amnistía —que


finalmente fue anulada por el gobierno de Néstor Kirchner en 2003—
y logró la construcción de un museo, pero sus muy discutidas decla-
raciones políticas —sobre todo en relación con el 11 de septiembre de
2001— la colocaron a menudo en los titulares de los periódicos. Pero
nada de esto dañó el reconocimiento generalizado a los logros de las
Madres. En representación del grupo, Hebe de Bonafini recibió en
1992 el Premio Zajarov y en 1999, el premio de la Unesco por la paz.
Después de treinta años, en 2006 las Madres pusieron fin a sus «mar-
chas de resistencia», debido al pleno apoyo dado por el gobierno de
Néstor Kirchner a sus demandas, y también por razones de edad. Las
Madres de Buenos Aires siguen siendo un ejemplo importante, y el
surgimiento de grupos con los mismos objetivos en Guatemala, El
Salvador o Colombia, demuestra que la lucha de las mujeres por la paz
y los derechos humanos no ha concluido en modo alguno con la caída
de las dictaduras del Cono Sur y con los cambios de gobierno en Amé-
rica Central.
El ejemplo de las Madres de Plaza de Mayo demuestra también la
significación social y política del papel de la madre dentro de las socie-
dades latinoamericanas. Las dictaduras militares en Argentina y Chile
hicieron énfasis en las funciones tradicionales de las mujeres en el
hogar y la familia, pero por otro lado, debido a su política represiva
que destruyó a muchas familias, imposibilitaron la realización de estos
roles y obligaron a las mujeres a insertarse en la política. La decisión
de dar este paso tuvieron que tomarla dentro del contexto de las con-
cepciones tradicionales sobre la familia predominantes en la sociedad.
Si la familia es algo sagrado, y si la tarea de las mujeres consiste en cui-
dar de sus miembros, entonces es legítimo que ellas actúen ofreciendo
esta resistencia cuando sus hijos, hijas y nietos son desaparecidos y
asesinados. Por lo tanto, la politización de las amas de casa y las
madres es una consecuencia lógica allí donde el Estado no protege a la
familia sino que, al contrario, la destruye. Fue este contexto el que le
proporcionó a la protesta de las Madres una significación tan grande y
les insufló tanto valor a las Madres mismas. Por otra parte, se sabía
que, debido al predominio de las concepciones tradicionales sobre los
roles de género, una protesta protagonizada por mujeres sería menos
peligrosa, y que podía invocarse el carácter «sagrado» del papel de las
madres como protección ante la represión violenta por parte de los
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militares. El propósito de las Madres de Plaza de Mayo de identificar


los cadáveres de sus hijos y de que les fueran entregados para darles
una identidad, constituyó la más fuerte condena que se le pudiera
hacer al régimen militar.

En tanto se negaron a reconocer a sus hijos como terroristas, en tanto


enfatizaron siempre su papel de madres así como su tarea especial de pro-
teger la vida humana y ocuparse de su continuidad, las madres de Argen-
tina, Chile y El Salvador pudieron demostrar la perversión ética del Esta-
do. En última instancia, la vergüenza no recaía sobre ellas, sino sobre las
instituciones estatales y sobre la Iglesia.59

Si se tiene en cuenta la enorme significación político-moral de las


Madres de Plaza de Mayo, podemos afirmar que la discusión sobre si
ellas consolidaron con su conducta los roles tradicionales de género o
si, por el contrario, contribuyeron a su transformación subversiva y
revolucionaria, carece de importancia. Es una pregunta que no puede
contestarse de una sola forma, pues las consecuencias que tuvo para
cada mujer la posición que asumió con respecto a las luchas sociales y
políticas han sido muy diferentes a partir de sus experiencias indivi-
duales. Pese a todo, lo que siempre ha unido a estas mujeres fue el
carácter imprescindible de la lucha por los derechos humanos y la dig-
nidad de la persona. Las protestas pacíficas y calladas, o ruidosas gol-
peando una cacerola, manifiestan la influencia que aún hoy tienen los
movimientos femeninos de oposición. A lo largo de la actual crisis
económica y política de principios de este siglo se demostró que, jun-
to con los partidos tradicionales y los sindicatos —regidos por los
hombres y por rituales masculinos— se han establecido también otras
formas de movilización política.
La paulatina politización de las mujeres, precisamente en los regí-
menes dictatoriales, también tuvo lugar en Chile. En este país, Salva-
dor Allende, candidato a la presidencia por la Unidad Popular (UP)
—alianza de partidos de orientación socialista— había ganado en
1970 las elecciones, pero sólo con el 36% de los votos. Esto significa-
ba que la UP dependía del apoyo que pudiera recibir de sectores de la
oposición parlamentaria para lograr sus propósitos de reestructura-
ción política, económica y social del país. De lo contrario, sería muy
precaria la legitimación de estas transformaciones. Como por otra
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parte el anterior gobierno demócrata-cristiano había comenzado


algunas reformas básicas, sobre todo en la agricultura, no parecía
imposible alcanzar un «compromiso histórico». Pero esto no ocu-
rrió, sino que más bien la confrontación ideológica se endureció, ali-
mentada por una situación económica en constante empeoramiento.
El final del «experimento socialista» del gobierno de Allende fue
forzado por el sangriento golpe de Estado del ejército, comandado por
el general Pinochet. El golpe de Estado fue alentado, entre otros facto-
res, por las actividades de algunos grupos de mujeres, que querían pro-
vocar la renuncia de Allende. Al fracasar en este intento, exigieron al
ejército que diera el golpe. ¿Por qué entonces tantas mujeres se enfren-
taron a Allende, y cómo fue que las mujeres, hasta entonces mayorita-
riamente apolíticas, ayudaron a destruir una democracia hasta enton-
ces estable?
En el Parlamento chileno las mujeres tenían una representación
muy baja. Sólo había 15 diputadas, lo que significaba el 7,5 % del total.
Pero pese a la idea generalizada de que las mujeres eran muy conser-
vadoras, ocho de estas parlamentarias pertenecían a fracciones socia-
listas o comunistas. Allende cometió el error de no tomar en serio los
intereses de las mujeres progresistas y de considerarlos «contradiccio-
nes secundarias», en correspondencia con la ideología marxista tradi-
cional. Cuando más, se dirigía sólo a las «compañeras trabajadoras»,
quienes sin embargo constituían sólo la cuarta parte de la población
femenina de Chile. Mediante mejoras en el sistema de salud y en las
leyes de protección del trabajo, trató de aliviar la carga que para ellas
representaba el trabajo y las tareas domésticas. Pero no hubo ningún
intento fundamental por transformar las relaciones de género o lograr
una integración política de las mujeres. A fin de cuentas, el gobierno
de Allende mantuvo la misma imagen sobre la mujer que tenían sus
enemigos conservadores, pues su concepción revolucionaria reducía
el papel de las mujeres al de simple compañera del hombre revolucio-
nario, al que le daba apoyo y acompañamiento político. Esto atrajo a
pocas mujeres a la política y produjo inseguridad en muchas.
La mayoría de las mujeres chilenas, incluso de los sectores pobres,
era de la opinión de que el lugar de la mujer era la familia y la casa, lo
que en modo alguno excluía una participación abierta en cuestiones
que afectaran estos espacios. Esa concepción se había reforzado con
los «centros de madres» fundados desde los años cincuenta sobre todo
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por organizaciones caritativas y eclesiásticas. Ofrecían ayuda mate-


rial, proporcionaban formación y educación y se mantenían dentro de
la concepción tradicional sobre la mujer y sobre un mundo ideal basa-
do en la armonía y no en la lucha de clases. Bajo el gobierno de Allen-
de estos centros fueron reforzados en su papel de mediadores en el
campo de la educación y la salud y tuvieron mucha clientela, pero des-
de el punto de vista político se mantuvieron en manos de mujeres
democristianas. En el contexto de una situación económica y política
en constante deterioro, caracterizada por la inflación y la carencia de
abastecimientos, mercado negro y radicalización de las posiciones
políticas, los Centros de Madres se convirtieron cada vez más en luga-
res donde se establecía una alianza supra clasista de mujeres y madres,
que veían amenazadas sus familias por los disturbios en la sociedad.
Esta preocupación fue agudizada por la prensa de oposición, que acu-
só al gobierno socialista de querer destruir a las familias y arrancarles
sus hijos. Sobre todo las mujeres de las clases medias y alta comenza-
ron a organizar una campaña contra Allende. A partir de fines de 1971
se realizaron durante catorce días manifestaciones masivas con cace-
rolas vacías, las cuales fueron utilizadas por las mujeres como instru-
mentos para señalar en forma ruidosa la carencia de abastecimientos.
Esta última fue agudizada mediante el acaparamiento de alimentos
por parte de los sectores intermedios y alto.
Un elemento significativo que acompañó a las protestas de las
mujeres, fue que las protagonistas de los sectores acomodados aban-
donaron su tradicional posición de retraimiento y comenzaron a pro-
vocar a los hombres de distintas maneras. Primero resaltaron constan-
temente la idea de que su participación política se debía al peligro que
corrían sus familias, cuya protección realmente sería tarea de los hom-
bres. En consecuencia, arrojaron granos de maíz a los pies de los sol-
dados, un ataque indudable al honor de esos hombres y de las fuerzas
armadas, pues significaba identificarlos con gallinas miedosas. Las
mujeres exigieron a los militares que salvaran a Chile y a sus familias
del marxismo. Sus acciones continuaron hasta el golpe militar de sep-
tiembre de 1973.
Tal como ocurrió con las Madres de Plaza de Mayo, también en
Chile fue el real —o, en el caso chileno, supuesto— peligro que
enfrentaba la familia lo que llevó a las mujeres a entrar en la política y
en el espacio público. Pero no deben olvidarse las implicaciones polí-
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ticas, pues con esas acciones las mujeres de las clases medias y alta
defendían no sólo a sus familias, sino también la situación privilegiada
de sus hombres y sus familias. No sabemos si para las mujeres de los
sectores pobres, que también participaban en estas protestas, la cues-
tión de la familia era central o si para ellas el tema del abastecimiento
era más importante que cualquier otra cosa.
Para todas las mujeres, independientemente de su posición social,
de si eran conservadoras o socialista, tradicionales o emancipadas, las
protestas femeninas tuvieron amplias consecuencias. Es evidente que
ellas se habían colocado en abierta contradicción con la imagen de la
mujer apolítica, y habían demostrado la influencia que las mujeres
podían ejercer. Las partidarias de Allende que lograron sobrevivir al
golpe, comenzaron después de este a repensar la cuestión de los géne-
ros, pues se les hizo claro lo erróneo del camino propuesto por Allen-
de en el área de las mujeres, que partía del presupuesto de que estos
problemas se resolverían por sí mismos en el socialismo. Reconocie-
ron que, pese a toda la retórica revolucionaria, la imagen de la mujer
mantenida por los hombres socialistas había permanecido sin cambios
fundamentales, y que en este aspecto la política no se había corres-
pondido ni con las realidades socioeconómicas de la mayoría de las
chilenas, ni con los deseos de muchas mujeres. Pero también para las
mujeres conservadoras el golpe militar tuvo consecuencias imprevis-
tas. Ellas mismas habían adquirido conciencia de su potencial y de su
participación en el golpe, y el general Pinochet en persona había
expresado su agradecimiento a las mujeres. Pero, por otro lado, los
militares habían puesto énfasis en mantener los roles tradicionales de
las mujeres en la familia, los cuales, a sus ojos, implicaban una estruc-
tura jerárquica encabezada por el hombre. Según la concepción de los
militares, la igualdad de derechos de ambos géneros conducía a con-
flictos y relaciones anárquicas en la familia y en la sociedad. De ahí
que la nueva Constitución de 1980 le encargara al Estado la tarea de
preservar las relaciones tradicionales de poder en la familia. Las muje-
res no debían transformar sus roles «naturales» como amas de casa y
madres, y era en estas funciones donde debían contribuir a la cons-
trucción de la nueva sociedad, manteniendo las tradiciones cristiano-
hispánicas del matrimonio y la familia. Se le encargó a las casas de
madres la difusión de estas ideas. Ésta fue condición bajo la cual las
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mujeres de las clases medias y alta pudieron mantener sus funciones de


dirección y su participación política.
Pese a todas las críticas al gobierno socialista en su política de
género, los años de presidencia de Allende no pasaron sin dejar hue-
llas, y las mujeres de todos los sectores sociales aprendieron a organi-
zarse y a participar. Inmediatamente después del golpe de Estado, se
constituyeron algunos grupos que intentaron oponerse a la represión
y al clima de violencia desde un punto de vista ético. Pero el empeo-
ramiento de la situación para los sectores pobres, que padecieron la
política económica liberal del gobierno militar, llevó desde fines de
los años setenta a la aparición de nuevas formas de organización de
las mujeres. Surgieron organizaciones de base y barriales, que en par-
te se apoyaron en las experiencias de la época de Allende. A ellas per-
tenecieron cocinas populares, cooperativas de consumidores, comités
de desempleados y talleres, así como huertas familiares y comités
escolares. Muchas de estas actividades se desarrollaron bajo la cober-
tura de la Iglesia, un terreno conocido por las mujeres y que no des-
pertaba sospechas políticas. El ejemplo más conocido de trabajo
femenino de este tipo en el marco de la Iglesia lo constituyó la pro-
ducción de arpilleras, una tradición artesanal existente en Chile des-
de hacía mucho tiempo. Mujeres de todos los sectores sociales tejían
en grupos, utilizando restos de telas, creando cuadros con motivos
tradicionales de la vida cotidiana, que con el paso de los años toma-
ron un carácter político cada vez más fuerte. La ingenuidad tradicio-
nal de sus imágenes dio paso a escenas chocantes, que representaban
el traslado de cadáveres en un camión militar después del golpe, o la
espera de los familiares delante de un campo de internamiento, coci-
nas populares o la carencia de energía eléctrica o de suministro de
agua en los barrios pobres. Estas arpilleras eran vendidas en el extran-
jero a través de las redes eclesiales, de tal manera que en muchas igle-
sias católicas del mundo funcionaban como testimonio visible de la
resistencia contra la dictadura y la represión. Las mujeres que tejían
estas arpilleras en su mayoría formaban parte de organizaciones
femeninas, y el trabajo en común les permitía intercambiar sobre sus
problemas y las posibles soluciones. Especialmente las organizacio-
nes eclesiásticas, que se distanciaban cada vez más del gobierno de
Pinochet, ofrecían a las mujeres de los sectores pobres —como ya se
explicó antes— un espacio propio para el apoyo y la solidaridad, ya
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que siendo la iglesia una esfera tradicionalmente «femenina», a ellas


les era más fácil organizarse y dar a conocer «en público» sus proble-
mas familiares.
El impulso para hacer renacer las organizaciones y actividades
femeninas, por lo tanto, tuvo su punto de partida en los problemas de
carácter económico y —en menor medida— políticos, pero no en
problemas específicos de género. El objetivo era el mantenimiento y la
supervivencia de la familia. En la medida en que la situación «privada»
devenía «pública», las agrupaciones femeninas obtuvieron una nueva
dimensión. Miles de mujeres participaron en iniciativas de carácter
barrial y en organizaciones de base, para enfrentar las dificultades
cotidianas. Pronto se dieron cuenta de que estas dificultades tenían su
fuente en el contexto político general del autoritarismo. La necesidad
de combatir este sistema social las llevó a enfocar la atención hacia la
familia, cuyas estructuras eran semejantes.

La participación masiva, de muchos años, de las mujeres en diferentes


organizaciones y redes femeninas, contribuyó decisivamente a cuestionar
la imagen de la mujer pasiva, necesitada de protección e inútil, y también
al rechazo creciente en la vida privada de los valores tradicionales. Lo pri-
vado se convirtió en lo político. El estrecho entrelazamiento de las rela-
ciones de poder comenzó a erosionarse, y la nueva conciencia de sí de las
mujeres comenzó a manifestarse de muchas formas. Las mujeres modifi-
caron sus modos de comportamiento de manera parcialmente radical, y
no sólo dentro de las agrupaciones barriales, sino también dentro de las
estructuras familiares. Estas transformaciones se continuaron en los pro-
cesos de aprendizaje que las más exitosas crearon en los espacios públicos.
Así, muchas mujeres aprendieron a tomar decisiones fuera del ámbito pri-
vado, a formarse una opinión propia y a defenderla ante el grupo. Algunas
tuvieron primero que aprender a leer y escribir antes de asumir una res-
ponsabilidad, otras aprendieron a conducir en forma autónoma las nego-
ciaciones con instituciones del gobierno, sin necesidad de una instancia
intermedia, y con ello a plantearle directamente al Estado sus problemas y
a exigir su solución. Otros grupos de mujeres hasta entonces marginados,
como las amas de casa, las campesinas, las sirvientas domésticas o las
pobladoras (mujeres de los sectores más bajos), aprendieron a desarrollar
su identidad propia y a diferenciarse de las otras mujeres.60
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EL NUEVO M OV IM IE NTO F E M E NINO 333

Los movimientos de los sectores pobres tomaron planteamientos


feministas, y su significación creció en los años ochenta. Al igual que
en otros países latinoamericanos, la división entre «feministas burgue-
sas» y activistas de izquierda se desvaneció paulatinamente, y surgió
en Chile un amplio movimiento de mujeres que con su lema «demo-
cracia en el país y democracia en la casa», ejerció influencia también
sobre otros movimientos femeninos en América Latina. Quedó claro
que, incluso bajo la aceptación de la concepción tradicional sobre la
mujer, la democracia no podía funcionar sin ellas. Golpearon a Pino-
chet con su propia arma: la metáfora constantemente utilizada por los
militares sobre la nación chilena como una gran familia fue desenmas-
carada, pues los militares destruían las familias en vez de salvarlas. Las
demandas y protestas de las mujeres contribuyeron decisivamente a
que en la segunda mitad de los años ochenta creciera en el país una
opinión contraria al régimen militar. Una amplia oposición civil y
social, y el reconocimiento por parte de los militares de que sus con-
cepciones políticas y económicas habían fallado y que un mercado
liberal no podía funcionar mucho tiempo sin una sociedad liberal,
condujeron en 1990 a un cambio hacia una apertura política. Por pri-
mera vez un presidente democráticamente elegido tomó de nuevo el
poder, si bien los militares y los senadores y jueces vitalicios nombra-
dos por Pinochet menoscabaron el proceso de democratización. Pese
a todas las conquistas alcanzadas en el campo de la liberalización polí-
tica, en la nueva democracia las mujeres y las organizaciones femeni-
nas no desempeñaron el papel que se esperaba, teniendo en cuenta la
significación que habían tenido durante la transición a la democracia.
Por el contrario, con el regreso de la tradicional democracia de parti-
dos habían perdido su influencia.
No obstante, a principios del siglo XXI, la situación es un poco dife-
rente. Aunque nunca se pudo juzgar debidamente a Pinochet, quien
murió en 2006, ni por violación de derechos humanos ni por los casos
de corrupción que salieron a luz, la influencia de los militares y de los
grupos de ultraderecha se ha minimizado en Chile. Se logró una
amplia coalición de centro-izquierda que ha podido transformar la
sociedad y política chilena en gran medida. El símbolo para ello es la
socialista Michelle Bachelet, que asumió la presidencia chilena 2006, el
mismo año de la muerte del dictador. Ella y su familia habían sido víc-
timas de la opresión del gobierno de Pinochet porque su padre, un
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general, se había opuesto al golpe de Estado. La hija también fue


encarcelada, torturada y tuvo que huir al exilio, de donde volvió cuan-
do los militares todavía mantenían el poder. Como miembro del par-
tido socialista formaba parte del gobierno de la «Concertación de Par-
tidos por la Democracia», primero como ministra de Salud y, a partir
de 2002, como ministra de Defensa. La biografía y carrera política de
Michelle Bachelet, que además es madre soltera, es una prueba de que
los cambios profundos en la sociedad chilena han afectado también los
roles de género y la posición de las mujeres.
Con la transición a la democracia o con los intentos de implantar-
la, en todos los países latinoamericanos se presentaron ante los movi-
mientos femeninos nuevas posibilidades, pero también nuevos dile-
mas, como se evidenció en toda una serie de movimientos sociales. La
primera cuestión que había que dilucidar, era aquella vinculada a la
colaboración dentro de las instituciones estatales recién creadas. ¿Se
debía y podía consolidar así la democracia, o, teniendo en cuenta las
insuficiencias del nuevo ordenamiento político, era mejor continuar
actuando como movimientos sociales al lado de las instituciones esta-
tales, ya que en los años anteriores se había garantizado el anclaje de
muchas organizaciones femeninas en la sociedad civil? Las mujeres
encontraron distintas respuestas a esta pregunta, lo que a su vez con-
dujo a diferentes estrategias y objetivos, e incluso a que algunas muje-
res se retiraran de la política.
Mientras tanto, se había roto la unidad de numerosos movimien-
tos, pero entre las mujeres que permanecieron activas, se mantuvo
como un fundamento común el reconocimiento del postulado básico
del feminismo. El clima social y político marcado por los hombres y a
menudo el culto a la masculinidad (machismo) debe ser transformado
y dar paso a relaciones igualitarias. En muchos países latinoamerica-
nos se han tomado en los últimos años muchas iniciativas ejemplares.
Éstas se basan cada vez menos en programas de ayuda a las mujeres o
en el establecimiento de cuotas, si bien en muchos países todo esto
existe, sino más bien en proyectos concretos, como por ejemplo las
comisarías de policía femeninas instauradas por vez primera y exito-
samente en Brasil, las así llamadas delegacias de defesa da mulher.
Estas unidades están formadas por mujeres policías que se ocupan de
tratar casos de mujeres. Se había demostrado que las mujeres (y no
sólo en Brasil) hasta ese momento no se dirigían a la policía si eran
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objeto de agresiones físicas o de violaciones. Ante los policías hom-


bres no se sentían protegidas, sino más bien atemorizadas, pues a
menudo no las trataban como víctimas de un acto criminal, sino como
«provocadoras». Como un segundo paso, en algunas grandes ciudades
brasileñas se introdujeron cursos obligatorios para los policías mascu-
linos, para que asumieran la violencia sexual como un delito y apren-
dieran a actuar en su contra. Paulatinamente se hizo sentir su efecto. A
largo plazo estos proyectos pueden contribuir tanto a reducir el pro-
blema de la violencia como también a ir cambiando poco a poco la
atmósfera social general de predominio masculino.
Algunas medidas esperanzadoras se han dado también en México,
el país en el que el machismo forma parte de la identidad nacional (por
lo menos entre los hombres). Por primera vez en los años noventa se
comenzó a tomar en serio el problema de los delitos sexuales. La vio-
lación y el acoso sexual, hasta entonces temas exclusivos de la prensa
sensacionalista o de los círculos feministas radicales, comenzaron a
discutirse no sólo ante la opinión pública, sino también en el Parla-
mento. Diferentes leyes establecieron nuevas condenas contra la vio-
lación y la seducción de menores de edad, así como contra el acoso
sexual. Finalmente, en 1997 —el mismo año en que una ley semejante
fue aprobada en Alemania— se reguló jurídicamente como un delito
la violación dentro del matrimonio. El hasta ahora «sacrosanto» y
siempre idealizado bastión de la familia fue visto ahora, por primera
vez, como un espacio también marcado por la violencia.
Si se admite que el acoso sexual es un delito, es porque se parte de
reconocer que la mujer tiene derecho a mantener relaciones sexuales
según su propia voluntad. Pero los debates en torno a esta ley demues-
tran cuán escabroso sigue siendo este terreno. Por ejemplo, se discutió
durante mucho tiempo si el abuso sexual a menores de edad sólo tenía
lugar si la mujer afectada era conocida como «púdica y decente». Las
intervenciones en el Parlamento demuestran que, en estos casos, para
muchos congresistas el objeto a proteger no era tanto el desarrollo y el
prestigio del niño o joven, sino más bien los de la familia. También la
discusión sobre la violación en el matrimonio permitió apreciar el pre-
dominio de las concepciones sobre los «deberes conyugales» de las
mujeres. Pero cuando el acoso sexual fue convertido en delito punible,
los hombres mexicanos se vieron colocados en el límite de lo para ellos
comprensible (o admisible). Consideraron que la cultura nacional y la
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libertad de opinión habían sido puestas en peligro, ahora que ya no se


podía seguir diciéndole piropos a una mujer en la calle sin correr el
riesgo de ser castigado. «¿Por qué debe erradicarse el piropo, este
género literario de la calle, esta forma galante del arte de amar, que
constituye una parte de la sustancia emocional del hombre latino?», se
preguntó un renombrado jurista en una de las intervenciones en el
Parlamento. Y agregaba refiriéndose a la nueva ley: «...se trata de un
comportamiento importado de origen anglosajón, que de ninguna
manera se corresponde con nuestra idiosincrasia o nuestros valores
culturales».61 Con ello expresaba los sentimientos de muchos de sus
coterráneos y de muchos hombres latinoamericanos. Pero lo que ellos
no quieren ver es la diferencia entre el escarceo amoroso basado en la
reciprocidad, que puede tomar formas diferentes en cada cultura y en
cada generación, y el acoso sexual, que se apoya en la unilateralidad y,
frecuentemente, en una relación asimétrica de poder.
La entrada en vigor de estas leyes favorables a las mujeres en los
años noventa, volvió a demostrar la permanencia de los mecanismos
típicos a través de los cuales los derechos de las mujeres han logrado
implementarse en América Latina. Por un lado, estas leyes se inserta-
ron en un contexto internacional que reclamaba un cambio jurídico al
respecto, y por otro lado, con la aprobación de estas leyes los gobier-
nos buscaban crearse una legitimación democrática. Las organizacio-
nes femeninas utilizaron estas situaciones, así como el discurso gene-
ralizado en favor de la modernización, para obtener el apoyo de
algunos hombres. En el plano internacional, la conferencia de la ONU
sobre derechos humanos, efectuada en Viena en 1993, llamó la aten-
ción sobre todas las formas de acoso y explotación sexuales; un año
después, la OEA aprobó una convención sobre la violencia contra las
mujeres, y la tercera conferencia mundial sobre la mujer, celebrada en
Pekín en 1995, hizo lo mismo. Por lo tanto, las mujeres mexicanas
podían invocar estos acuerdos internacionales, que también México
había firmado. En el plano de la política interna, en 1991 se desató en
México la peor crisis de legitimidad del predominio del PRI desde las
protestas estudiantiles de 1968. Por ello, Carlos Salinas de Gortari,
que evidentemente había llegado a la silla presidencial a través de la
manipulación de las elecciones, intentó convencer a sus compatriotas
y al mundo, mediante una serie de reformas, de la seriedad de su pro-
grama de transformaciones. En esta situación, las mujeres fueron
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escuchadas utilizando el argumento de que para lograr la moderniza-


ción social del país y para insertarse en el «Primer Mundo», se preci-
saba un cambio de las relaciones de género y de las leyes que las regu-
laban. Además, el tema de la «violencia contra la mujer» entró en la
agenda de los políticos en el contexto de una discusión general sobre
la seguridad pública.
Durante esta época de apertura política, una segunda gran crisis
sorprendió a México. El día de año nuevo de 1994, la sublevación del
Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), en el sureño esta-
do de Chiapas, confrontó al gobierno tanto con problemas sociales
de carácter general como también con la problemática de género y la
discriminación étnica. Desde entonces ha podido observarse en
México un nuevo fenómeno: un movimiento femenino indígena,
cuya «campaña» por los derechos humanos se divide en dos direccio-
nes opuestas: por un lado hacia fuera, contra la explotación económi-
ca y social, así como contra la marginación cultural de la población
indígena; por el otro hacia adentro. Es decir, las mujeres luchan den-
tro de sus propios grupos indígenas contra las estructuras y tradicio-
nes hostiles a las mujeres. Estas nuevas luchas de las mujeres indíge-
nas se volvieron visibles por primera vez debido a la sublevación
zapatista y han sido fortalecidas decisivamente por ella, aunque tam-
bién hay que tener en cuenta el aporte brindado por el trabajo de las
comunidades eclesiásticas de base y de las organizaciones campesi-
nas, activas desde los años sesenta. Tal como se describió en el caso de
los barrios marginales de Chile, también puede constatarse para las
mujeres indígenas del sur de México una paulatina inserción en la
política, con lo que comenzaron a incidir en la solución de los pro-
blemas de la vida cotidiana y de la crisis económica. En Chiapas ocu-
rrió que las relaciones familiares y de género de los pueblos mayas
que allí vivían sufrieron una transformación paulatina, ya que en los
años setenta muchos hombres se emplearon en la producción de
petróleo y dejaron a sus mujeres la responsabilidad de atender las tie-
rras. A diferencia del caso de Rigoberta Menchú, para la cual la lucha
contra la violencia y la explotación era lo más importante, las mujeres
mayas mexicanas comenzaron a cuestionarse sus propias sociedades
y la visión muy frecuentemente idealizada y armónica sobre las cul-
turas indígenas. A los ojos de ellas no todas las tradiciones son dignas
de ser conservadas, y así estas mujeres intentaron definir su propia
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«modernidad indígena» y su propio «feminismo indígena». Exigie-


ron reflexionar sobre cuáles hábitos y normas tienen pleno sentido, y
cuales limitan a las mujeres o a otros miembros de la comunidad. Exi-
gencias que no siempre encontraron aceptación dentro de las comu-
nidades y las familias indígenas. Las activistas zapatistas promulga-
ron una «ley revolucionaria de mujeres», que entre otras cosas
establecía la igualdad de derechos políticos y civiles de las mujeres, y
también la prohibición de la violencia doméstica y sexual, así como la
libre decisión con respecto al número de hijos.
Las luchas de los grupos femeninos indígenas provocan dificulta-
des entre las feministas blancas o mestizas, que en su mayoría viven en
las ciudades, a pesar de la buena voluntad por ambas partes. Dentro
del movimiento feminista mexicano aún no habían sido superadas del
todo las separaciones entre las «liberal-burguesas» y las «socialistas» o
de «orientación de izquierda». El tema de las relaciones entre las cla-
ses, las etnias y los géneros seguía siendo problemática. Pero para las
mujeres indígenas parecía llegado el momento para finalmente aceptar
la concepción sobre la multilateralidad de las posiciones feministas, la
muy mentada unidad en la diversidad. A fines de 1994 tuvo lugar un
encuentro de diferentes grupos femeninos de Chiapas, tanto indígenas
como urbanos y eclesiásticos. La intercomunicación oral fue muy
difícil, pues muchas delegadas indígenas no hablaban español, y las
citadinas, por su parte, no conocían ninguno de los idiomas indígenas.
Pronto se notó que las mujeres procedentes de las ciudades, con un
nivel de educación mayor, tomaban rápidamente la dirección de los
debates y no prestaban atención a los propósitos de las indígenas que
muchas veces querían discutir detalles de su vida cotidiana para mejo-
rarlos. En su lugar, los debates se centraron en la desmilitarización y
la resistencia contra el neoliberalismo. Las mujeres indígenas sacaron
de este encuentro una conclusión, de tal forma que en el «Primer Con-
greso Nacional de las Mujeres Indígenas», en 1997, las mujeres no
indígenas sólo fueron admitidas como observadoras. Algunas femi-
nistas denominaron esto como «racismo», pero otras indicaron que lo
mismo les ocurría a las mujeres blancas y mestizas en los espacios
dominados por los hombres.
Teniendo en cuenta las diferencias sociales y culturales existentes
entre las mujeres indígenas y las no indígenas, junto con los proble-
mas formales surgieron también otros de contenido. Por ejemplo, la
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«segunda ley revolucionaria» proclamada por las mujeres zapatistas,


incluía la prohibición a la infidelidad conyugal. Las feministas mesti-
zas de las ciudades criticaron esto por considerarlo conservador, y
supusieron que detrás estaba la influencia de la Iglesia católica. Pero
de hecho esta prohibición estaba relacionada con la situación de vida
de la mayoría de las mujeres indígenas, pues la infidelidad masculina
y el hábito de tener una amante traían dificultades para las esposas y
sus hijos y provocaba conflictos —casi siempre violentos— entre los
cónyuges. Por otra parte, las mujeres indígenas no estaban unánime-
mente de acuerdo con la opinión de que la prohibición de la violencia
conyugal, defendida con vehemencia por las feministas de las ciuda-
des, era ventajosa para ellas. Al respecto se quejaban de que los hom-
bres que necesitaban urgentemente para el trabajo, estaban recluidos
en la cárcel.
Las diferencias de opinión al interior del movimiento femenino
mexicano muestran cuán difícil es lograr un equilibrio entre prácticas
culturales y sociales diferentes, incluso para las mujeres mismas. Pero
discutir sin prejuicios y respetando las posiciones del otro constituye
un avance. De otra forma perdura la tensión entre la exigencia de
igualdad entre los géneros y de las culturas y el énfasis tradicional en
las diferencias. Este dilema sólo puede superarse en forma fructífera
comprendiendo que no hay verdades absolutas y que cada solución
parcial debe ser verificada y adaptada ante cada nueva situación. Este
problema lo comparten las latinoamericanas con las mujeres de todo
el mundo, especialmente con aquellas en los antiguos países colonia-
les, en los que las diferencias sociales y culturales dentro de cada país
o incluso región son muy grandes.

«SI ME PERMITEN HABLAR», SOBRE LAS DIFICULTADES EN


EL MANEJO DE LA LITERATURA DE TESTIMONIO

En 1977 Moema Viezzer publicó Si me permiten hablar. Testimo-


nio de Domitila, una mujer de las minas de Bolivia. Pocas veces el títu-
lo del testimonio de vida de una mujer de los sectores pobres ha sido
tan claro y ha expresado tan bien de qué se trata en esa forma de lite-
ratura a la que se le llama de «testimonio». El objetivo es darle voz a
aquellos que en general nunca han tenido la palabra. Esas personas
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ofrecen el testimonio de sus vidas y sus luchas, se estremecen y denun-


cian. Pero al mismo tiempo, y si se quiere que esos libros tengan algún
efecto, deben ser escritos de forma tal que lleguen a un amplio círculo
de lectores. Debido a la poca o ninguna instrucción recibida, a muchas
mujeres les es difícil escribir sus historias de vida, y necesitan de otra
persona que recoja y redacte su «testimonio» y que lo haga llegar a las
editoriales y a los medios de comunicación masiva.
Científicos y periodistas, así como amplios sectores de la opinión
pública, comenzaron en los años sesenta y setenta a interesarse por la
vida de personas marginales y a escucharlos. No es casual que las
mujeres del «Tercer Mundo» despertaran interés especial. Estas muje-
res no estaban representadas en los sindicatos ni en los partidos, pero
la miseria y la represión las golpeaba cuando menos en igual medida
que a los hombres. Por otro lado, las mujeres comenzaban poco a
poco a organizarse, bien en las organizaciones eclesiásticas de base o,
como Domitila, en agrupaciones de amas de casa. Las protagonistas de
los citados testimonios entraban en contacto con personas proceden-
tes de las ciudades de su país o de Europa y los Estados Unidos, las
cuales se interesaban por sus vidas y querían documentarlas. Los tes-
timonios de Domitila Barrios, de Bolivia, y de Rigoberta Menchú, del
pueblo maya de Guatemala y premio Nobel de la Paz, llegaron a ser
conocidos mundialmente, al igual que el diario de Carolina María de
Jesús, una mujer de las favelas brasileñas. Aparecieron testimonios de
todos los países de América Latina, en su mayoría de mujeres pobres
de regiones rurales, pero también de sirvientas domésticas en las ciu-
dades. Es de destacar que los testimonios más conocidos no procedí-
an de simples campesinas o indígenas, sino de activistas políticas como
Domitila Barrios y Rigoberta Menchú. Ésta fue una de las razones que
provocó que estos textos se convirtieran en punto de partida de una
controversia sobre la veracidad de los mismos y con ellos sobre la
validez de sus contenidos. Pero independientemente de este debate, la
literatura de testimonio sigue despertando el interés de los lectores de
Europa occidental y de los Estados Unidos así como en América Lati-
na misma.
El punto de partida de la literatura de testimonio lo constituyen las
investigaciones antropológicas de campo, como la realizada por Ricardo
Pozas (1948) y sobre todo la del estadounidense Oscar Lewis (1961). En
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los años cincuenta, Lewis pasó una larga temporada con una familia
pobre mexicana y describió su vida. Las entrevistas, guardadas en cinta
de grabadora, las reelaboró en forma de libro, que apareció con el título
de Los hijos de Sánchez. Autorretrato de una familia mexicana, en el que
se contaba la historia de la familia Sánchez desde el punto de vista de cua-
tro hijos adultos (dos varones y dos muchachas). Este interesante libro,
que más tarde fue llevado al cine, con Anthony Quinn en el papel del
padre Sánchez, se convirtió en un bestseller. La teoría de la «cultura de la
pobreza», desarrollada por Lewis a partir de estos testimonios, desató un
debate científico, que giró —entre otros temas— en torno a la tesis de
que los niños que crecen en la pobreza incorporan muy temprano en sus
vidas determinados patrones de comportamiento, que más tarde hacen
que les sea casi imposible superar dicha pobreza.
En contraposición a los llamados «indigenistas» (miembros de la
élite intelectual de un país que, a comienzos del siglo XX, intentaron
describir la vida de la población indígena oprimida en novelas o estu-
dios etnológicos, para así motivar a la sociedad a actuar, pero que no
lograron superar sus posiciones patriarcales), Pozas y Lewis dejaron
que fueran los mismos afectados los que hablaran. Lo que les motiva-
ba ante todo era documentar una cultura amenazada de extinción o
poco conocida, pero no les interesaba la agitación política. Sin embar-
go éste fue el objetivo del cubano Miguel Barnet, quien intentó en los
años sesenta documentar una historia sobre la resistencia de los afro-
descendientes en Cuba.
Los autores de lo que a partir de Barnet se llamó «literatura testi-
monial» o también «novela testimonial», en su mayoría antropólogos,
sociólogos o escritores, vinculaban sus libros con objetivos políticos
concretos. Querían proporcionar voz a aquellas personas condenas al
silencio por la cultura y la política dominantes, expresar sus puntos de
vista y así tener algo que contraponer a la literatura patriarcal y elitis-
ta. Al modo hegemónico de ver el mundo le enfrentaban otro; inten-
taban la polifonía, no la armonía. No se trataba de escapismo, sino de
toma de partido, de tal manera que el objetivo declarado de muchos de
estos testimonios consistía en poner al lector «en el lugar del otro»,
sacudirlo emocionalmente y ganarlo para sus propósitos. Para algunas
mujeres, la publicación de sus historias de vida significó la continua-
ción de sus luchas revolucionarias mediante otros medios, el intento
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de encontrar apoyo en los supuestos enemigos del «Primer Mundo»,


tal como expresó un título como: Don’t be Afraid, Gringo. A Hondu-
ran Woman Speaks from her Heart.
El partidismo consciente de la literatura testimonial se amplió,
debido a la intención de hablar para todo un pueblo, una clase o sec-
tor. «No quiero ni por un instante que alguien entienda la historia que
quiero contar sólo como un asunto personal mío. Creo que mi vida
está unida a la de mi pueblo. Lo que me ocurrió pudo haberle pasado
a cientos de personas en mi país», dijo Domitila Barrios.62
El interés especial que estos «testimonios» despertaron puede
explicarse porque desde los años sesenta, precisamente en los «países
en crecimiento» como México y Brasil, se había vuelto visible la otra
cara del desarrollo según el patrón occidental, pues éste había benefi-
ciado sólo a una parte de la población. Pese a un crecimiento económi-
co general, la pobreza no había disminuido, sino todo lo contrario: la
separación entre los ricos y los pobres creció más aún. Las desigualda-
des sociales y regionales de la modernización hicieron crecer los
barrios marginales en torno a las ciudades, sin que esto condujera a un
cambio en las concepciones políticas. El testimonio de esas personas
era necesario para lograr que la sociedad se fijara en esta situación. Se
colocó en el centro de la atención sobre todo a las mujeres, pues ellas
sufrían y sufren una doble marginación. La circunstancia de que la
mayoría de ellas son madres, agrava aún más sus problemas y a la vez
los hace más perceptibles. Domitila Barrios, por ejemplo, cuenta cómo
ella tuvo que mudarse a La Paz con su hija de dos años de edad, ham-
brienta y con frío, para recoger a su esposo de la cárcel, o de como la
asaltó un gran temor, tras ser encarcelada, por el destino de sus hijos
que quedaban desprotegidos. El encarcelamiento y los maltratos la
hicieron perder otro hijo. Pero la historia de Domitila también es la
historia de sus éxitos: ella cuenta que antes de integrar el comité de
amas de casa, ni siquiera se atrevía a quejarse ante el carnicero cuando
le vendía mercancía de mala calidad, pero ahora hacía discursos en
todas partes del mundo. El curso de su vida expresó en forma paradig-
mática la transformación de los roles sociales de las mujeres, y su testi-
monio debía animar a otras a luchar igualmente contra las injusticias.
Las pequeñas historias cotidianas, el idioma simple pero penetran-
te y la capacidad profesional por parte del «editor», convertían las des-
cripciones vivenciales de estas mujeres en interesantísimas novelas,
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como ocurrió por ejemplo con el retrato de la vida de Jesusa Palanca-


res hecho por Elena Poniatowska. La escritora mexicana recogió por
escrito sus conversaciones con esta mujer mexicana, de avanzada
edad, quien había vivido la Revolución como joven soldadera, que
tuvo que lidiar con todo tipo de situaciones, para terminar desilusio-
nada pero no abatida, manteniendo su orgullo y una filosofía vital
propia, y que confió en Elena Poniatowska y le contó su vida.
Poniatowska mostró claramente en su libro la situación de diálogo.
La autora había introducido conscientemente ciertos giros, para indi-
car que lo dicho se dirigía a una persona concreta de la que se podía
esperar que tomara una posición de acuerdo o rechazo, y sobre la cual
se quería provocar una cierta reacción. Este método estilístico no se
encuentra en otros escritos testimoniales. Ni en Domitila Barrios ni
en Rigoberta Menchú puede apreciarse el papel desempeñado por la
«editora», ni la parte que le corresponde en el texto, con excepción de
algunas frases aclaratorias en el prólogo o el epílogo. Muchas veces las
editoras aparecen como autoras en la edición original del libro, pero
en las ediciones en lenguas extranjeras a menudo es la protagonista la
que aparece como autora. El papel de la «editora» es presentado —a
menudo por ella misma— como un simple trabajo de redacción. Pero
en la mayoría de los casos su labor no se limita a grabar y después
transcribir lo que otra persona ha dicho. Ya la misma selección de la
persona que va a narrar su vida, las preguntas que se le hacen, los
temas que se escogen, conforman y condicionan el testimonio que
después aparecerá en forma impresa. Pero en estos libros se escoge la
primera persona del singular para la narración y se eliminan los indi-
cios sobre la autoría de otra persona. Todo esto, además de mantener
un estilo coloquial, produce una atmósfera de autenticidad. Precisa-
mente esta intención de autenticidad se convirtió posteriormente en
objeto de crítica, cuando se estableció que determinados sucesos no
habían tenido lugar en la forma en que se habían narrado. Las inexac-
titudes o incluso las falsedades en la narración de hechos específicos
fueron utilizadas por oponentes políticos para desacreditar todo el
relato. Ante críticas de este tipo, Domitila Barrios añadió, en ediciones
posteriores de su libro, una conversación con la «editora», en el que se
explica cómo se realizó esta obra.
La discusión sobre cuestión de la autenticidad y de la verdad en el
contenido fue especialmente fuerte en el caso de Rigoberta Menchú.
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Ella narró en su libro las experiencias de la población maya en los


años de la guerra civil en Guatemala. Ésta comenzó a principios de
los años sesenta y en los años setenta y ochenta se convirtió en una
guerra especialmente brutal entre los militares y los grupos paramili-
tares, por un lado, y los guerrilleros del otro. Una pequeña revuelta,
que en un inicio tenía sobre todo como objetivo la reinstalación de la
legalidad y la eliminación de la corrupción, condujo a la aparición
repentina de una guerrilla de orientación izquierdista, que siempre
fue relativamente pequeña y estuvo localmente limitada, pero que
provocó una reacción sobredimensionada por parte de los militares
guatemaltecos. Se intentó eliminar en su origen cualquier intento de
difundir toda idea que se considerara «subversiva», costara lo que
costara. Se desarrolló así una espiral de violencia, que marcó la
atmósfera social en Guatemala desde los años setenta. La guerrilla
trasladó sus operaciones al altiplano, poblado por los mayas, para
obtener el apoyo de éstos. Lo logró parcialmente, por lo que los mili-
tares consideraron a todas las comunidades mayas como su enemigo
y actuaron contra ellas con extrema crueldad. Aldeas completas, jun-
to con todos sus pobladores, fueron arrasadas. Otras aldeas quedaron
situadas en la zona del frente, lo que también les trajo consecuencias
terribles. Un intento por parte de organizaciones campesinas y rura-
les de llamar la atención hacia su situación, mediante la ocupación de
la embajada de España, terminó en un ataque de las fuerzas de segu-
ridad, como resultado de la cual casi todos los activistas murieron cal-
cinados, entre ellos Vicente Menchú, el padre de Rigoberta. A partir
de mediados de los años ochenta los militares tuvieron que reconocer
que no podían «pacificar» el país. Se redactó una nueva Constitución
y se convocó a elecciones. Tomó todavía diez años para poder firmar
un acuerdo de paz con los jefes guerrilleros. Tanto el cambio en la
posición de los EE UU (que en los años ochenta, bajo el gobierno de
Ronald Reagan, había apoyado a los militares y al terrorismo de los
paramilitares en América Central), como la acción de la ONU, des-
empeñaron un importante papel en este proceso de paz aún no con-
cluido. Con ayuda de la ONU se constituyó en 1994 una «Comisión
para el esclarecimiento histórico», que rindió su informe en 1999. Los
resultados arrojaron que, entre 1962 y 1996, perdieron la vida alrede-
dor de 20.000 personas, de las cuales más del 80% eran mayas. Ade-
más, se constató que las masacres contra la población civil habían
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sido realizadas en su mayor parte (alrededor del 90%) por las fuerzas
armadas guatemaltecas. Nada de esto había sido conocido por la opi-
nión pública, sobre todo porque el gobierno de Reagan (1981-1989)
había afirmado que en Guatemala no había ningún problema con la
observancia de los derechos humanos. Esto explica la fuerza explosi-
va que tuvo la aparición del libro de Rigoberta Menchú en 1983, y
también las controversias que desató posteriormente.
Rigoberta Menchú describió primero su niñez en una pequeña
aldea en las montañas guatemaltecas, marcada desde muy temprano
por el trabajo en el campo y en la recogida del grano en las grandes
plantaciones de café. En forma impresionante cuenta, por ejemplo,
cómo los trabajadores indígenas, junto con sus hijos y sus animales,
eran apretados como sardinas en un camión, cubiertos por un toldo, y
trasladados por pésimas carreteras hacia las fincas cafetaleras, «como
pollos en un caldero». Uno de sus hermanos menores murió por enve-
nenamiento con los herbicidas con los que trabajaba en las plantacio-
nes; otro murió por desnutrición. Después narraba cómo muchas
jóvenes del campo tenían que trasladarse a la ciudad para trabajar
como sirvientas. Describió el comportamiento humillante al que fue
sometida, pero logró aprender español, algo que posteriormente cam-
biaría su vida. Entró en contacto con la política debido a su padre, un
activista del sindicato de los obreros agrícolas, y en 1977 formó parte
del Comité de Unidad Campesina (CUC). Como podía hablar tanto
k’iche como también español, pronto se destacó como mediadora con
las organizaciones campesinas no indígenas, de tal manera que comen-
zó a realizar tareas por todo el país. En 1979, en uno de los peores
momentos de la represión, perdió a su hermano, asesinado junto a
otros por sospechas de colaborar con la guerrilla. Pocos meses des-
pués su padre murió quemado en la embajada española. Su madre fue
secuestrada, torturada, violada y después «devuelta» a su casa, donde
murió ante los ojos de su hija, sin que nadie se atreviera a acercárseles.
Estas y otras terribles y chocantes escenas, de una brutalidad y des-
precio al ser humano difíciles de imaginar, son descritas en el libro en
forma impresionante. Se explican también concepciones religiosas y
míticas, la estrecha relación con la naturaleza, las tradiciones maya y
los «secretos» de este pueblo.
Poco después del asesinato de sus familiares, Rigoberta Menchú
cruzó la frontera y huyó hacia el estado mexicano de Chiapas, donde
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también viven indígenas mayas. Allí aprendió a leer y escribir y poco


después regresó a Guatemala, pero pronto tuvo otra vez que abando-
nar el país. En 1982, junto con representantes de la oposición guate-
malteca, realizó un viaje a Europa. Allí entró en contacto con Elisa-
beth Burgos, nacida en Venezuela y que en París se había graduado de
antropóloga. Ambas sostuvieron largas conversaciones durante una
semana en la casa de Burgos, las cuales fueron grabadas. Posterior-
mente Burgos las transcribió y ordenó el texto, que apareció publica-
do en 1983 con el título Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la
conciencia. Como autora figuró Elisabeth Burgos. Un año más tarde
apareció una edición inglesa, bajo el título I, Rigoberta Menchú: An
Indian Woman in Guatemala. Esta vez, Elisabeth Burgos apareció
como editora. Posteriormente el libro fue publicado en varios idiomas
y en muchas ediciones. Gracias a este libro, y también al brillo perso-
nal de esta indígena, cuyas capacidades retóricas se habían desarrolla-
do durante su época como catequista en Guatemala, Rigoberta Men-
chú pronto fue mundialmente famosa y se convirtió en un símbolo, no
sólo del sufrimiento de su pueblo, sino de todos los pueblos indígenas
de América. Fue invitada a conferencias y eventos en todas partes del
mundo, sobre todo en Europa y los EE UU. En 1992, medio milenio
después de que Colón pisara por primera vez el territorio americano,
Rigoberta Menchú recibió el premio Nobel de la Paz. Esto consolidó
aún más su posición como vocera de su pueblo y de todos los pueblos
oprimidos de la misma manera. Para entonces ya había regresado a
Guatemala, donde luchó de distintas formas por los derechos huma-
nos y por la educación de los indígenas, sobre todo mediante una fun-
dación que lleva su nombre. Sus ingresos por la venta del libro que la
condujo a la obtención del premio Nobel, la ayudaron decisivamente
a establecer la fundación.
Fue sobre todo en las universidades de los EE UU en las que el
libro de Rigoberta fue utilizado en clase, donde despertó innumera-
bles discusiones y obtuvo un éxito inesperado. Científicos sociales de
distintas especialidades, y también expertos en teoría literaria —que
habían empezado a interesarse en la literatura testimonial— comenza-
ron a ocuparse del libro. Desde el punto de vista de la teoría literaria
se discutieron sobre todo cuestiones vinculadas a los medios estilísti-
cos y a la autoría; es decir, qué parte le correspondía a la «editora» y
cuál a la testigo. ¿Había podido revisar el manuscrito o no? ¿Era su
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conocimiento del idioma español suficiente para ello? En declaracio-


nes posteriores al respecto, Rigoberta Menchú se contradijo a sí mis-
ma y contradijo las declaraciones de Elisabeth Burgos.
El problema de la autoría se convirtió en algo especialmente impor-
tante a fines de los años noventa, cuando el antropólogo estadouniden-
se David Stoll se manifestó muy críticamente sobre los contenidos del
libro. Sobre la base de nuevas entrevistas y de trabajo de archivo, llegó
a la convicción de que la descripción de Rigoberta Menchú contenía
una serie de errores e inexactitudes. Pero el verdadero objeto de su crí-
tica era la forma en la que el mundo académico de los EE UU había
recibido e interpretado este libro. «Señalar errores fácticos es sólo un
medio para lograr un fin. El problema esencial no es cómo Rigoberta
contó su vida, sino cómo creyeron interpretarla lectores extranjeros
favorablemente predispuestos».63 Lo mismo podría decirse con respec-
to a su libro, pues sus críticas fueron utilizadas en los EE UU por los
sectores políticos de derecha, que intentaron con ello desacreditar con-
ceptos e informaciones básicos del libro y al movimiento indígena en
general. Se abrió un debate virulento, que llegó incluso a los titulares de
los más importantes diarios estadounidenses.
Uno de los más importantes elementos sometidos a crítica, cuya
autenticidad ya había levantado dudas anteriormente, fue la descrip-
ción por Rigoberta de la muerte de su hermano Patrocinio. Según su
narración, su hermano, torturado por los militares, fue conducido a su
aldea natal en un camión, junto con otros presuntos guerrilleros, para
que sus familiares pudieran ver el lamentable estado en el que habían
quedado. Y entonces, delante de sus ojos, los soldados incendiaron el
camión y quemaron vivos a los prisioneros. Sin embargo, según el tes-
timonio mantenido firmemente por otros testigos, los supuestos gue-
rrilleros ya estaban muertos cuando fueron conducidos hacia la aldea
para dar un escarmiento. Por lo tanto lo que quemaron los soldados
fueron sus cadáveres. También la tendencia de Rigoberta a idealizar la
vida en las aldeas indígenas y a achacarle la culpa de todo lo negativo a
la influencia de los blancos y los «ladinos» (mestizos o indígenas gua-
temaltecos aculturados) es abiertamente parcial y le valió la acusación
de racista.
Surge entonces la pregunta de si es correcto establecer un contra-
punteo con cada una de las afirmaciones que aparecen en un relato
basado en la memoria, y si ello puede ser motivo para desmontar com-
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pletamente un libro. ¿Es válida esta crítica para la literatura de testimo-


nio, que no tiene como propósito elaborar un tratado científico, sino
que busca estremecer y comprometer? Ello sólo puede lograrlo si el
lector asume el testimonio como verídico y auténtico. Desde el punto
de vista metodológico, la literatura testimonial es oral history, similar a
los relatos autobiográficos escritos, que sólo puede utilizarse como
fuente para análisis históricos y sociólogos bajo determinadas condi-
ciones. Tanto los sociólogos como los historiadores, al igual que los
antropólogos, no los utilizan para determinar el contenido verídico de
determinadas declaraciones o el desarrollo cronológico de los aconte-
cimientos, sino para establecer la percepción que tienen los contempo-
ráneos sobre un hecho, así como sus representaciones sobre el mismo
y sus posiciones al respecto. Aparte de esto, los historiadores obtienen
información sobre la vida cotidiana, difícil de encontrar en otros tipos
de fuentes. Que los recuerdos pueden ser engañosos y que cada perso-
na rememora de una forma diferente un hecho pasado, sobre todo si
fue terrible y traumático, es algo que siempre debe tenerse en cuenta. El
observador o participante toma una determinada perspectiva en la per-
cepción de los acontecimientos, la cual depende —entre otras cosas—
de sus conocimientos previos y de su situación de vida. Si éstos cam-
bian posteriormente, también puede cambiar el recuerdo. Tal vez
Rigoberta Menchú reelaboró inconscientemente el momento traumá-
tico de su hermano torturado y asesinado y de cómo su padre murió
quemado, o tal vez los exageró conscientemente, como forma de
expresar su dolor. Es posible que terceras personas le hayan contado
hechos similares y que ella los haya mezclado. Rigoberta Menchú, al
igual que Domitila Barrios y otras, se entendían a sí mismas como la
memoria colectiva de sus aldeas o de sus pueblos. Elisabeth Burgos
explicó esto posteriormente de la siguiente manera:

Para mí está claro que ellos (Rigoberta y otra persona cuyo testimonio
E. Burgos recogió) me comunicaron, como experiencias propias, cosas
que no habían vivido directamente, pero que había tenido lugar en el
entorno de sus historias propias. No lo hicieron adrede, ni mintieron con
ello. En vez de eso, los animaba un espíritu de pertenencia. Este senti-
miento de pertenencia, de identificación con las personas, se forma cuan-
do ellos se sienten facultados para elaborar su propia versión de la histo-
ria. (...) El acto de contar una historia oral exige recrear lo sucedido en
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imágenes, construir un escenario, tal como lo haría un director teatral, y


hacer una representación, igual que en un teatro. El propósito de Rigo-
berta con su testimonio fue el de conmocionar a la opinión pública, para
obtener todo el apoyo que fuera posible, y eso lo logró».64

Los contextos que rodean todo esto, así como el hecho de que en el
mundo maya la individualidad, en el sentido occidental, sea algo des-
conocido, constituyen elementos que la «editora» debió haber aclara-
do y explicado previamente.
Como se ve, por lo menos para algo la polémica ha servido: tanto
los que testimonian como los que lo recogen y editan, han aprendido
que hay que tener mucho más cuidado en la forma de publicar y
comentar estos textos. Historiadores y sociólogos o antropólogos
posteriores han aprendido de esto y documentan más abiertamente no
sólo el proceso de recoger el testimonio sino su propio rol y su rela-
ción con la persona entrevistada. Pero ellos persiguen más bien un fin
científico que político con esto.
Desde una perspectiva crítica de las fuentes, en el caso del testimo-
nio de Rigoberta Menchú ha de tenerse en cuenta que existen muchas
ediciones en diferentes idiomas, todas con algunas diferencias entre
ellas, sea porque la traducción distorsiona algunas frases, sea porque
—debido a la crítica— se introdujeron algunos pequeños pero impor-
tantes suplementos o añadidos. En los casos de la edición inglesa y de
la alemana esto puede constatarse ya en las primeras frases del libro.
La edición alemana de 1984 (que aquí citamos según la décima edición
de 1993) comienza de la siguiente manera:

Ich heiße Rigoberta Menchú. Ich bin dreiundzwanzig Jahre alt, und
meine Lebensgeschichte soll lebendiges Zeugnis ablegen vom Schicksal
meines Volkes. Es ist keine Geschichte aus Büchern, sondern gemeinsam
mit meinem Volk gelebte Geschichte. Wichtig ist allein — und das möch-
te ich hervorheben —, dass ich nicht nur mein eigenes Leben beschreibe:
Es ist das Leben meines Volkes. Durch meine Geschichte will ich versu-
chen, das Leben aller armen Menschen in Guatemala zu beschreiben.

[Me llamo Rigoberta Menchú. Tengo 23 años, y la historia de mi vida


debe proporcionar un testimonio vivo del destino de mi pueblo. No es
una historia sacada de los libros, sino una historia vivida junto con mi
pueblo. Lo que es importante —y quiero recalcarlo— es que no describo
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sólo mi propia vida: es la vida de mi pueblo. Con mi historia intento des-


cribir la vida de todos los pobres en Guatemala (p. 7).]

En la traducción inglesa (también de 1984) se enfatiza en la identi-


ficación con su pueblo, pero se insinúa indirectamente que puede
haber errores o distorsiones en la narración. En ella se puede leer lo
siguiente:

My name is Rigoberta Menchú. I am twenty-three years old. This is


my testimony. I didn´t learn it from a book and I didn’t´ learn it alone. I´d
like to stress that it´s not only my life, it´s also the testimony of my peo-
ple. It´s hard for me to remember everything that´s happened to me in my
life since there have been many very bad times but, yes, moments of joy
as well. The important thing is that what has happened to me has hap-
pened to many other people too: My story is the story of all poor
Guatemalans. My personal experience is the reality of a whole people».65

[Mi nombre es Rigoberta Menchú. Tengo 23 años. Éste es mi testimo-


nio. No lo aprendí de un libro ni lo aprendí sola. Quiero subrayar que no
se trata sólo de mi vida, sino que es también el testimonio de mi pueblo.
Me es difícil recordar todo lo que me ha pasado en mi vida, pues ha habi-
do muchos malos momentos en ella, pero también momentos de alegría.
Lo importante es que lo que me ha pasado a mí le ha pasado a muchas
otras personas también. Mi historia es la historia de todos los guatemalte-
cos pobres. Mi experiencia personal es la realidad de todo un pueblo.]

Basta con comparar estos dos textos para poder apreciar los resul-
tados del proceso de sucesivos arreglos de la historia de Rigoberta.
Pese a todas las preguntas que todavía continúan abiertas, así como
de las confusiones idiomáticas y culturales, es indiscutible que la
mayoría de los hechos narrados en su libro ocurrieron en esa forma o
en otra similar, y que por lo tanto el tono del mismo es adecuado, aun
cuando se encuentren algunas exageraciones y no todo haya sido vivi-
do personalmente por la protagonista. Seguramente no todos los
«guatemaltecos pobres» estarán de acuerdo con Rigoberta, pero sí la
mayoría de aquellos que vivieron y sobrevivieron a los años de la vio-
lencia. Demostrar algunos errores, por lo tanto, no puede desacreditar
al testigo como tal. El dilema reside en otra circunstancia: en el hecho
de que los testimonios han de ser presentados como una descripción
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verídica, en todos sus detalles, de la vida de la persona que los narra, y


tienen que ser percibidos así por la mayoría de los lectores. Sólo de esa
manera pueden alcanzar y desarrollar un efecto tal que puedan pro-
porcionarle un rostro a los sufrimientos de la población indígena o de
los sectores empobrecidos de América Latina, cuyas penas nunca han
tenido rostro ni nombre, y los conviertan en algo que nos toque y nos
concierna. Las historias de vida y los recuerdos, sobre todo aquellos
referidos a experiencias traumáticas, nunca son imparciales y rara vez
son verídicos en todos sus detalles, pero proporcionan una mirada
estremecedora sobre la situación de vida y la concepción del mundo
de determinadas culturas o grupos sociales.
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Virgen de Guadalupe, Juan de Villegas, México siglo XVII/XVIII


© Museo de América, Madrid
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CAPÍTULO 7
M UJERES Y MADRES ; HOMBRES Y MACHOS
Representaciones de feminidad y hombría en América
Latina

P
ara muchos europeos y norteamericanos, Latinoamérica es tan
sólo el continente de los machos, y esta palabra española ha sido
recogida en muchos idiomas, pues es evidente que describe
muy gráficamente un fenómeno que no se limita sólo a América Lati-
na. El termino «machismo» designa una valoración excesiva de hom-
bría, de predominio masculino y agresividad, tanto hacia las mujeres
como también hacia otros miembros del mismo género y de exagera-
dos celos y sentimiento de honor. En la actualidad esta palabra tiene
una connotación esencialmente negativa, no sólo entre las feministas,
sino también entre muchos hombres latinoamericanos. Por otro lado,
a veces las mujeres latinoamericanas lamentan la pérdida de «verdade-
ros» machos, y seguramente no se refieren al esposo o compañero que
golpea a su mujer y abusa de ella. ¿Qué es entonces lo que se esconde
tras este concepto y por qué se manifiesta aparentemente con tanta
fuerza precisamente en Latinoamérica?
En México el machismo es visto como una característica nacional.
Héroes nacionales como Emiliano Zapata y Pancho Villa se hicieron
fotografiar en numerosas ocasiones en poses de «macho». El concep-
to como tal, sin embargo, comenzó a utilizarse a mediados del siglo
XX. Anteriormente se hablaba más bien de «hombres» y «hombría».
Puesto que el culto a la hombría es tan fuerte precisamente en México,
puede suponerse que en su base se encuentra una larga tradición cul-
tural, ya que también la sociedad azteca fue claramente masculina y
patriarcal. La guerra, la violencia y el pillaje regían la vida de los hom-

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bres; las mujeres estaban limitadas a las labores domesticas y familia-


res y su principal tarea era la de parir futuros guerreros. Ciertamente
la fidelidad marital estaba prescrita para ambos cónyuges, y la infide-
lidad estaba fuertemente castigada en los sectores bajos, aunque la cas-
ta guerrera practicaba la poligamia. La violencia atravesaba todos los
espacios de la vida, si bien estaba fuertemente ritualizada.
Los españoles reforzaron la mentalidad guerrera y trajeron con
ellos al Nuevo Mundo las representaciones mediterráneas acerca del
honor masculino, las cuales fueron reforzadas con la conquista. La
representación sobre la superioridad de los cristianos y la disponibili-
dad de las mujeres indígenas, que fueron consideradas en la mayoría de
los casos como inferiores y subordinadas, crearon una relación de
género marcada por la violencia, las jerarquías sociales y el predominio
masculino. Con respecto a las mujeres indígenas, para los conquista-
dores se trataba no sólo de la dominación física: «Con la humillación,
los españoles se demostraban a sí mismos su supuesta superioridad y
hacían visibles ante los ojos de todos los indios —tanto hombres como
mujeres— su derrota y su debilidad».66 Pocas veces la interrelación
entre poder y sexualidad es tan clara como en el machismo. También el
macho moderno está siempre «dispuesto a la conquista», lo que para él
es más una cuestión de demostración de su hombría —entendida como
sexualidad agresiva— que de satisfacción sexual.
De ahí que muchos autores vean el origen del machismo en la con-
quista y acudan a demostraciones de carácter psicológico. Los machos
estarían inseguros de su hombría y buscarían representar comporta-
mientos «masculinos» mediante exhibiciones exageradas y agresivas.
Los complejos de inferioridad ante los europeos o ante los ricos y
poderosos vecinos norteamericanos son también apuntados como
causas del fenómeno, así como una relación demasiado fuerte con la
madre. En su influyente ensayo El laberinto de la soledad, Octavio
Paz señaló al mestizaje, que tuvo lugar sobre todo en relaciones no
matrimoniales, como una causa importante para la amplia difusión del
machismo en México. La «vergüenza» de haber nacido de una relación
no matrimonial y la falta del padre o de otra figura de referencia mas-
culina habrían conducido a una fijación materna y a un narcisismo
pre-edípico. «Una situación en la que un hombre cree poder liberarse
sólo mediante la prepotencia (en el sentido literal de la palabra) [...] El
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padre biológico ausente fue claramente estilizado como superficie de


proyección para un modelo típico de carácter masculino abusivo y
como una figura ejemplar».67
Pero no debemos limitarnos a estos argumentos psicologizantes,
ya que la transformación sufrida en la época colonial por las concep-
ciones sobre el honor puede servirnos también como explicación.
Según esta línea de argumentación, el espacio de la mujer era el del
hogar y el del hombre, la región de lo público. Esta última no era
entendida en el sentido moderno de un lugar en el que los individuos
llegan a un entendimiento sobre cuestiones sociales, sino como un
lugar de enfrentamiento y rivalidad, en el que regían reglas distintas a
las de la moral cristiana. Por lo tanto las mujeres, que eran concebidas
como las guardianas de los valores morales, debían evitar este espacio.
La representación de los asuntos familiares hacia el exterior incumbía
al hombre, cuya tarea era la de proteger a la familia, pero también con-
trolarla. Si un hombre no podía cumplir con esta tarea, ello iba en
menoscabo de su hombría. Por lo tanto, los hombres tenían que
empeñarse en controlar a sus mujeres y, en la medida de lo posible,
mediante la limitación de sus contactos con el exterior, no exponerlas
al riesgo de hacer peligrar el honor del esposo y de la familia median-
te comportamientos erróneos (de definición sexual en su mayoría). Si
las mujeres los cometían, entonces el hombre se sentía obligado a cas-
tigarlas duramente, o de lo contrario corría el peligro de ser cataloga-
do como un mandilón. Ésa sería, a grandes rasgos, la concepción
dicotómica que rigió hasta más allá de la época colonial.
Además de la imagen del hombre débil y sin poder, en el tránsito
del siglo XIX al XX apareció otra figura como opuesta a la del «verda-
dero» hombre: la del homosexual, el maricón. Muchas sociedades lati-
noamericanas se caracterizan desde entonces por una fuerte homofo-
bia. Esto se aprecia claramente en las consignas cantadas por los
seguidores fanáticos de equipos de fútbol en Argentina, las cuales,
desde hace algunos años, están fuertemente marcadas por imágenes
sexuales. El estadio de fútbol puede servir como un espacio de sociali-
zación masculino por excelencia, en el que los hombres —y aquellos
que quieren serlo— pueden interactuar entre sí ampliamente, con lo
que se construye la hombría. En estas consignas cantadas predominan
dos imágenes, con las que un bando denigra al contrincante: una es la
del niño o hijo; la otra es la del homosexual. Con consignas cantadas
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como la que dice: «Vamos, vamos a ganar/ que si no, los vamos a
vejar», se representa al contrario como alguien que no puede defender
su hombría y se representa al equipo propio como el de los «hombres
verdaderos», que está en condiciones de obligar al otro a asumir el
papel de los «hombres de mentira». Tanto el homosexual, siempre
pensado como la parte pasiva e inferior, como también el niño, son
presentados como la imagen opuesta al «hombre verdadero», el cual
es difundido como una representación de la hombría, que tiene que
ver sobre todo con el dominio, el control y el poder.
En la forma de hablar hoy utilizada por la juventud en los países
andinos, también se denomina como maricón o marica a todo aquel
que haya «traicionado» al grupo. Aquí aparecen otras características
en las que se manifiesta la hombría, en este caso la lealtad y el com-
promiso con la familia o el grupo.
Un entrecruzamiento entre la hombría y la delimitación con res-
pecto a otros grupos sociales se encuentra también cuando jóvenes y
hombres afrodescendientes y mestizos de los sectores populares recla-
man para si la verdadera hombría y le niegan ésta a los «afeminados»
blancos y mestizos pertenecientes a los grupos sociales superiores.
Junto a estas diferenciaciones y entrecruzamientos funcionales de
identidades étnicas y sociales, así como de género, existen también
imágenes contrapuestas más complicadas sobre la hombría, como las
que se manifestaron en las letras de los tangos en Argentina en los años
veinte y treinta. En estos textos se trata a menudo de la búsqueda mas-
culina del amor y la lealtad. El hombre los encuentra la mayoría de las
veces sólo en la madre; la pareja femenina, por el contrario, es a menu-
do la que abandona al hombre por interés propio o por otros motivos.
Con ello el honor del hombre es atacado, pero su reacción puede abar-
car desde la venganza hasta el perdón sin por ello perder su hombría.
Los textos de los tangos presentan por lo tanto varias opciones de
acción y enfrentan, a la imagen caracterizada por el dominio y la vio-
lencia, otra marcada por el amor y las emociones. Con ello el compa-
drito puede mostrar características que comúnmente han figurado
como «femeninas». Es interesante el modo en que estos tangos con-
tienen también una imagen de la mujer que la presenta como una per-
sona autónoma, sobre la que el hombre apenas tiene control.
¿Cómo armonizan unas con otras estas representaciones contra-
dictorias entre sí? ¿Son los tangos expresión de las inseguridades de
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los hombres en una época de rápidas transformaciones socio-econó-


micas que tendría que atemperar el fútbol, que en los años treinta se
convirtió paulatinamente en la forma masculina dominante de inver-
tir el tiempo libre, o ambas podían coexistir? Nuevas investigaciones
llevan a la conclusión de que no existe «el» macho u hombre latinoa-
mericano, de que también en América Latina existen muchas repre-
sentaciones diferentes sobre la hombría, y de que a menudo la norma
y la realidad difieren mucho, puesto que es imposible cumplimentar
todas las exigencias. Así, en México, a la imagen negativa del macho
se le contrapone otra positiva, la cual define a la «verdadera» hombría
de forma totalmente diferente, y que se evidenció en los corridos y
los filmes de los años cuarenta y cincuenta. En ellos el macho no es
agresivo ni hostil hacia las mujeres, sino valiente, honorable y respe-
tuoso —incluso hasta la humildad— tanto hacia sí mismo como hacia
los otros. Su hombría se basaba menos en características externas,
como la violencia y la potencia física, sino más bien en valores inter-
nos como la integridad, la lealtad y la fortaleza de carácter. La divi-
sión entre valores internos y externos recuerda las representaciones
sobre el honor de la época colonial, que también diferenciaban entre
el honor como un bien externo, socialmente establecido, y el honor
como un ethos y una actitud interna.
Un análisis más cuidadoso de las representaciones «buena» y
«mala» del macho muestra que ambas variantes están interrelaciona-
das y que las características negativas del macho constituyen una cari-
catura de la imagen positiva de la hombría. La primera define al macho
ante todo como un hombre valiente y que responde por sus convic-
ciones. Por lo tanto muestra sentido de la responsabilidad, ante todo
por la familia y los niños y respeto hacia sus amigos y sus superiores.
Es además confiable, «una persona que cumple». Valor y firmeza en
las convicciones, sin embargo, pueden conducir fácilmente a la sober-
bia y una auto-conciencia exagerada, lo que puede conducir a la agre-
sividad. La autoridad y la responsabilidad con respecto a la familia
pueden terminar en opresión y coerción sobre la vida de los niños y
las mujeres.
La relación estrecha entre hombría y familia lleva a la conclusión
de que la paternidad es también importante en América Latina para
los hombres y para su hombría. Ella simboliza la llegada definitiva a la
adultez y constituye, al menos teóricamente, un giro decisivo tanto en
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358 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

la vida de un hombre como en la de una mujer. La paternidad es la


demostración pública de la hombría plena y responsable de un hom-
bre. La paternidad tiene por lo tanto también varias dimensiones: una
natural, una hogareña y otra pública. O la hombría tiene diferentes
facetas, cada una de las cuales adquiere mayor peso según el corres-
pondiente ciclo de vida y la situación social. Está la dimensión natural,
la hombría física; está la dimensión hogareña del esposo y el padre, y
está la dimensión pública en las áreas del trabajo y la política. Cada
situación exige características y modos de comportamiento específi-
cos, que pueden ser contrapuestos a los exigidos en otras circunstan-
cias. Es fácil comprender que esto puede ser difícil de manejar para un
hombre. Por otra parte, las representaciones sobre la hombría han
sido sometidas a fuertes cambios en los últimos años, causados ante
todo por la transformación en la imagen de la mujer.
Así pues, la hombría se define mediante la diferenciación de
«otros» hombres, sean hombres de otros sectores sociales u hombres
con otra orientación sexual. Pero, naturalmente, la diferenciación y la
interacción con el otro género, las mujeres, también tiene gran signifi-
cación, y al igual que ocurre con el machismo, también en las imáge-
nes sobre las mujeres tiene lugar la construcción de estereotipos, que
adquieren diferentes significaciones en la práctica según la situación.
A la imagen de masculinidad desbordada del macho, le correspon-
de una imagen complementaria sobre la feminidad, en la que la mujer
queda reducida a la madre abnegada. Puesto que en ella puede apre-
ciarse el modelo religioso cristiano de la madre de Dios, se le denomi-
na también marianismo. La madre personifica el papel de la Virgen
María, y en menor dimensión la mujer joven y soltera. La interrela-
ción entre el machismo, entendido como un sentimiento excesivo de
hombría, que se expresa en una sexualidad desmedida y agresiva y en
la pretensión de dominación sobre la mujer (aunque también sobre
otros hombres), y el marianismo, produce una concepción sobre los
roles de género que —para decirlo en forma extrema— coloca obliga-
damente a toda mujer en la categoría de «santa» o en la de «prostitu-
ta». El marianismo toma como punto de partida la superioridad moral
y espiritual de las mujeres, que se expresa públicamente en el sacrificio
por los otros, sobre todo la familia, y en la paciencia y la sumisión.
«Abnegada», constituye una de las denominaciones más comunes
para esta actitud admirada y apreciada por mucho tiempo en las muje-
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res. La auto-humillación y la sumisión al hombre o a una cosa no eran


interpretadas —como en los hombres— como muestras de debilidad,
sino como fortaleza moral. Un editorial en una revista mexicana for-
muló esto en 1878 de la siguiente manera:

Si nosotras somos físicamente inferiores al hombre, si como él no


podemos siempre usar el libre albedrío, [...] poseemos algunas ventajas
que moralmente nos hacen superiores al hombre. Tenemos un alma más
generosa y compasiva, un corazón más ardiente y sin embargo más casto,
tenemos el poder de derramar en derredor nuestro la paz y el bienestar,
tenemos, en fin, la prerrogativa de formar el corazón y el espíritu de la
futuras generaciones, prerrogativa divina porque cada madre representa el
ángel de la ternura y la abnegación...68

Estas interpretaciones sobre los papeles y propiedades del carácter


de las mujeres no estaban difundidas sólo en América Latina, pero
experimentaron aquí una expresión y longevidad específica. Esto pue-
de deberse a que la representación sobre la superioridad moral del
género femenino se apoya en concepciones míticas y religiosas prove-
nientes tanto del cristianismo como también de las religiones indígenas
y africanas y que se reforzaron mutuamente en la mezclada y sincréti-
ca sociedad latinoamericana. Todas ellas tienen sus raíces en la capaci-
dad femenina de la concepción de la vida. En tanto fuente de la vida, las
mujeres fueron divinizadas en muchas culturas y religiones. La creen-
cia en la Pacha Mama, la diosa andina de la tierra y la vida, se mezcló
con la veneración cristiana a la Virgen María como expresión de lo
puro y lo sagrado. Además, las diosas femeninas son figuras sufrientes
en muchas culturas, por ejemplo, en el sentido de la mater dolorosa.
Puesto que las madres fueron las que facilitaron el mestizaje y
construyeron los vínculos entre las culturas, se constituyeron en sím-
bolos de las nuevas sociedades latinoamericanas y más tarde de los
nuevos Estados independientes. Lo femenino apareció, por consi-
guiente, no sólo como la fuente de la vida, sino también como el ori-
gen de las nuevas sociedades y naciones independientes. En 1531, en
México, supuestamente se le apareció a un indígena la Virgen María,
precisamente en el lugar donde antes se había adorado a la diosa azte-
ca Tonantzin. Después de haber demostrado mediante diversos mila-
gros su carácter divino, devino —como Virgen de Guadalupe— sím-
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360 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

bolo de identificación y patrona de todos los mexicanos. Tanto los


luchadores por la independencia, dirigidos por Miguel Hidalgo a
principios del siglo XIX, como también los revolucionarios liderados
por Emiliano Zapata cien años después, enarbolaron la bandera de
esta Virgen. Significativamente, ella es de piel oscura, al igual que
muchas otras Vírgenes consideradas deidades protectoras de países
latinoamericanos con raíces africanas o indígenas.
En tanto portadoras de la simbología nacional, a las mujeres se les
concedió un lugar importante en la sociedad latinoamericana, aunque
limitado. El espacio de las mujeres, cuya identidad estaba cargada con
la representación de una espiritualidad fuertemente marcada y sólidas
concepciones morales, fue limitado a la religión y la familia. Puesto
que la maternidad y las propiedades con ella asociadas —como el des-
interés, la capacidad para soportar el sufrimiento y la fortaleza
moral— eran altamente valoradas, esto le proporcionó a las mujeres
reconocimiento social y poder informal, en tanto siguieran estos pre-
ceptos. Es interesante que esta concepción, como demuestran algunas
de las más recientes investigaciones sobre la masculinidad en América
Latina, constituye una inversión de la representación europea tradi-
cional que coloca a la mujer más cercana a la naturaleza y al hombre le
asigna un lugar más próximo a lo racional, pues aquí son los hombres
los que siguen sus instintos y pulsiones, mientras que las mujeres tie-
nen mayor control de éstos.
Si bien estos estereotipos abstractos y excesivos no expresan la
experiencia cotidiana de la mayoría de las latinoamericanas y latinoa-
mericanos, tienen no obstante consecuencias en la praxis social. La
supuesta superioridad moral y la espiritualidad de las madres justifi-
can que ellas determinen ampliamente la educación de los niños. De
ello resulta una estrecha relación entre ambos y la aceptación, por par-
te del niño, de la madre como persona dotada de autoridad. Como
consecuencia, las mujeres obtuvieron una sólida posición dentro de
determinados espacios, sobre todo en la familia y el hogar. Esto signi-
ficó que no existiera ningún tipo de competencia con respecto a las
pretensiones masculinas de poder. Los movimientos feministas de
fines del siglo XIX y principios del siglo XX le asignaron importancia
capital a estas representaciones, en tanto sus reclamos políticos fueron
presentados apelando al recurso a la maternidad y a la «otra misión»
de las mujeres. Evita Perón comprendió de forma sobresaliente cómo
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MU J ER E S Y M A D R E S 361

moverse en esta línea y subrayar su subordinación a Perón, de tal


manera que imposibilitó cualquier crítica a su papel político y cual-
quier rivalidad con su esposo. El culto a la maternidad ofreció a las
Madres de Plaza de Mayo una cierta protección ante la represión vio-
lenta por parte de los militares, así como una legitimación a sus activi-
dades. Pero también ellas difundieron el mito de la santidad y el carác-
ter pacífico de las mujeres, al escribir esto:

Mientras los políticos reparten promesas y mentiras, las madres vamos


sembrando ideas y verdad. Las Madres preparamos la tierra para que los
jóvenes puedan cosechar la libertad. Regamos cada surco, con lágrimas.
Entregamos la vida sin guardarnos nada, porque las cadenas del alma se
rompen con el amor. Sembramos ideales para cosechar esperanzas. Mien-
tras la voz de un joven se eleve contra los poderosos, allí estarán las
Madres: sembrando ideales y entregando la vida.69

La claridad en la separación de las representaciones sobre los pape-


les a desempeñar y los espacios atribuidos a cada género, permitió tam-
bién a las mujeres conservadoras, que no aspiraban a ninguna transfor-
mación sustancial de las relaciones de género, ejercer una función
pública y política. Ha saltado a la vista, para observadores y observa-
doras, que en muchos países latinoamericanos, al contrario de lo que
pudiera esperarse de una sociedad «machista», las mujeres han asumi-
do frecuentemente posiciones dirigentes, e incluso hay mujeres que
han ascendido hasta los más altos cargos del gobierno. Esto constituye
ciertamente un nuevo paso de avance, que fue posible ante todo debi-
do al proceso de democratización y a la participación de las mujeres en
el mismo, así como en los nuevos movimientos femeninos. Hasta aho-
ra las mujeres se encontraban en las más altas posiciones en todos los
espacios profesionales que se correspondían con las áreas de la educa-
ción y la enseñanza así como de la salud, lo que podía ser visto como
una extensión del papel materno hacia el espacio público. En una
investigación realizada en los años setenta, Elsa Chaney denominó a
estas mujeres como «supermadres» y destacó que muchas habían apre-
ciado sus desempeños precisamente de esta manera. Esto les había per-
mitido llegar a la cima en profesiones «típicamente femeninas» y tomar
en ellas, con plena conciencia, una posición dirigente. Al mismo tiem-
po, no obstante, otros espacios profesionales continuaron rígidamente
cerrados para ellas, como por ejemplo aquellos de naturaleza técnica.
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362 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

Con relación al «balance de éxitos» logrados en la profesionaliza-


ción femenina, no puede obviarse la circunstancia de que las profesio-
nes «típicamente femeninas» constituyen en parte actividades peor
pagadas, que no son atractivas para los hombres. Mayoritariamente
han sido ejercidas por mujeres provenientes de los sectores medio y
alto, que suelen tener «a su lado» a un esposo mejor remunerado. El
profundo abismo social y económico existente en las sociedades lati-
noamericanas permite a estas mujeres poder combinar más fácilmente
la familia y la profesión, pues existe suficiente personal de servicio dis-
ponible, que por una remuneración mínima se ocupa de las tareas del
hogar y de los niños. En los años ochenta y noventa sobrevinieron
diferentes crisis económicas que afectaron especialmente a los sectores
medios, de tal manera que también en ellos la actividad laboral feme-
nina se convirtió en una necesidad.
Por otra parte, el creciente nivel educacional de las mujeres y un
cambio paulatino y significativo de los roles de género condujeron a
que muchas jóvenes mujeres latinoamericanas aspiraran a obtener una
profesión por razones no materiales. Según las más recientes investi-
gaciones, por ejemplo, en Colombia como promedio sólo el 15% de
los hombres y el 11% de las mujeres son de la opinión de que el lugar
de una mujer es la casa. En Argentina todavía el 18% de los hombres
y el 14% de las mujeres eran de la misma opinión. Aquí se expresa un
cambio en la imagen sobre los roles, que afecta tanto a los hombres
como también a las mujeres y que ha transformado claramente las
relaciones de género en los últimos años también en América Latina.
Pero las imágenes dicotómicas sobre el género presentadas aquí no
han coincidido nunca con la realidad. Muestran tan sólo, respectiva-
mente, un aspecto de una imagen sobre la masculinidad o la femini-
dad, que en lo esencial son más complejas. Así, la imagen de la mascu-
linidad fijada en el macho se limita al hombre joven, en la mayoría de
los casos soltero, mientras que la de la mujer en el marianismo coloca
en el centro a la madre (casada) y a la esposa. Con todo, tanto los hom-
bres como las mujeres viven en diferentes relaciones sociales, cultura-
les y económicas, que marcan sus posibilidades de actuación. Además,
la edad determina las opciones y coloca en primer plano otras imáge-
nes sobre los roles. Si lo que se trata de demostrar al inicio de la vida
adulta es la feminidad o la hombría, la familia y la paternidad o mater-
nidad se colocan en el centro, seguida por la de los abuelos. Esta últi-
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ma apenas ha sido investigada hasta ahora. Cada una de estas tres fases
de la vida trae consigo para los hombres, en las diferentes culturas y
sectores sociales, otras exigencias, límites y posibilidades.
Con todo, las identidades de género no son algo estático, sino un
campo complejo de representaciones y relaciones a veces contradicto-
rias unas con otras, y que según la situación llevan otras marcas. El
lugar, el momento, la situación social, la edad y también la experiencia
personal las marcan, de tal manera que también las representaciones
sobre la masculinidad y la feminidad varían según la situación socio-
económica, la pertenencia étnica y nacional, las situaciones individua-
les y el ciclo de vida. Por lo tanto, la masculinidad y la feminidad pue-
den tener muchos significados en América Latina, y en una misma
persona pueden estar unidas diferentes representaciones. Una persona
puede recurrir a una u otra representación según sea la situación social
o el sentimiento, sin por ello cuestionar su masculinidad o feminidad.
El «macho», el latin lover y la «latina» dulce y mansa son, en el
mejor de los casos, imágenes ideales deseadas, y en el peor, esenciali-
zaciones teñidas de racismo de los múltiples proyectos de vida de las
latinoamericanas y los latinoamericanos. Si hoy existe algo común en
las imágenes sobre los roles de género en Latinoamérica, entonces es
que han empezado a cambiar sustancialmente bajo la influencia de los
desarrollos globales y los movimientos feministas. La urbanización, la
inserción de las mujeres en el mercado de trabajo formal, los movi-
mientos más o menos fuertes de mujeres, la participación de las muje-
res en los movimientos sociales y políticos, y las transformaciones
globales, han conducido a que la imagen de la mujer se haya transfor-
mado sustancialmente, y con ello también las relaciones de género.
Ciertamente para los hombres es éste un desarrollo ambivalente, pues
está vinculado a nuevas oportunidades, así como también a la pérdida
de muchos privilegios.
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ENSAYO BIBLIOGRÁFICO

EXPOSICIÓN GENERAL. LAS MUJERES EN LA BIBLIOGRAFÍA


DE CARÁCTER GENERAL

La historia de las mujeres y de los géneros se ha convertido ya en


un campo de investigación reconocido en la historiografía latinoame-
ricana, aun cuando su consideración en manuales y textos de historia
general deje mucho que desear. Desde mediados de los años setenta
han aparecido una serie de estudios que se ocupan del papel de las
mujeres en las sociedades latinoamericanas de la actualidad o del
pasado, si bien en su mayoría limitados a un solo país o una sola épo-
ca. En los textos y manuales de historia general, hoy como antes, se
les sigue concediendo poco espacio a las mujeres. La edición en varios
tomos de la Cambridge History of Latin America dedica sólo un
capítulo al papel de las mujeres respectivamente en el tomo dedicado
a la época colonial y en el dedicado al siglo XX. Lavrín, Asunción:
«Women in Spanish American Colonial Society», en Bethell, Leslie
(ed.), The Cambridge History of Latin America, T. II, Cambridge,
1984, pp. 321-355; de la misma autora, «Women in Twentieth-Cen-
tury Latin American Society», The Cambridge History, T. VI/1, pp.
483-544. Que la historia de las mujeres en el siglo XIX haya sido
excluida de éste, al igual que de la mayoría de los manuales, refleja el
hecho de que recién en los últimos años esa época ha sido colocada en
el campo de atención de las investigaciones sobre las mujeres y los
estudios de género.

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366 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

ESTUDIOS DE GÉNERO

Los estudios de género encontraron lentamente su inclusión en el


campo más amplio de los estudios latinoamericanos, aunque los muy
necesarios estudios sobre la masculinidad aún son escasos, y referidos
en su conjunto al presente. Pescatello, Ann (ed.): Female and Male in
Latin America. Essays, Pittsburgh, 1973; edición en español: Hembra
y macho en Latinoamérica. Ensayos, México, 1977, apenas contiene
—a pesar del título— artículos dedicados a la concepción de género,
los cuales por lo demás siguen interpretaciones más bien tradiciona-
les sobre la historia de las mujeres. Un trabajo pionero sobre la histo-
ria de las relaciones de género lo constituye Stern, Steve J.: Secret His-
tory of Gender. Women, Men, and Power in Late Colonial Mexico,
Chapel Hill, 1995; edición en español: Stern, Steve J.: La historia
secreta del género. Mujeres, hombres y poder en México en las postri-
merías del periodo colonial, México D. F., 1999. Ciertamente este
libro no constituye una lectura fácil y los resultados atañen a una base
de datos estrecha y regionalmente limitada, pero es una muestra de
cómo la historia de género enriquece nuestros conocimientos sobre
la historia social. También limitados a lo regional, pero con un enfo-
que diferente, existen trabajos más recientes basados en el principio
de la historicidad del género, y que crecientemente colocan al «olvi-
dado» siglo XIX en el centro del análisis (al respecto véase el informe
sobre la bibliografía, más abajo).
Importantes libros colectivos sobre el tema de las relaciones de
género lo constituyen Arango, Luz Gabriela/León, Magdalena/Vive-
ros Vigoya, Mara (eds.): Género e identidad. Ensayos sobre lo femeni-
no y los masculino, Bogotá, 1995; así como Viveros Vigoya,
Mara/Rivera Amarillo, Claudia Patricia/Rodríguez Rondón, Manuel
(eds.): De mujeres, hombres y otras ficciones. Género y sexualidad en
América Latina, Bogotá, 2006. Además, las más recientes antologías
que se ocupan del tema de las mujeres y la familia contienen artículos
sobre las relaciones entre los géneros y sobre la masculinidad. Contri-
buciones interesantes se encuentran, por ejemplo, en O’Phelan
Godoy, Scarlett/Zegarra Flórez, Margarita (eds.): Mujeres, familia y
sociedad en la historia de América Latina, siglos XVIII-XXI, Lima, 2006;
Putnam, Lara: The Company They Kept. Migrants and the Politics of
Gender in Caribbean Costa Rica, 1870-1960, Chapel Hill/London,
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ENSA Y O BIB L IO G R Á FIC O 367

2002; Fernández Aceves, María Teresa/Ramos Escandón, Carmen/


Porter, Susie (eds.): Orden social e identidad de género. México, siglos
XIX y XX, México, D. F./Guadalajara, 2006.

ANTOLOGÍAS SOBRE LAS MUJERES EN AMÉRICA LATINA

La mayoría de los libros colectivos sobre el tema de la historia de


las mujeres abarcan un amplio espacio temático y geográfico. Ellos
constituyen una verdadera mina para todos los temas aquí tratados. Al
trabajo pionero de Lavrín, Asunción (ed.): Latin American Women.
Historical Perspectives, Westport, 1978, le siguió una recopilación de
textos realizada por Hahner, June E. (ed.): Women in Latin American
History, Los Angeles, 1980 y finalmente un libro colectivo que logró
reunir los más importantes textos publicados hasta entonces, incluso
aquellos de naturaleza teórica: Yeager, Gertrude M. (ed.): Confron-
ting Change, Challenging Tradition, Women in Latin American His-
tory, Wilmington, 1994.
Otros inventarios de problemas, así como nuevos aspectos, se
encuentran por ejemplo en: Moscoso, Martha (ed.): Palabras del silen-
cio. Las mujeres latinoamericanas y su historia, Quito, 1995; Potthast-
Jutkeit, Barbara/Menéndez, Susana (eds.): Mujer y familia en Améri-
ca Latina, siglos XVIII-XX, Málaga, 1996; Dore, Elizabeth (ed.):
Gender Politics in Latin America. Debates in Theory and Practice,
New York, 1997; Dore, Elizabeth/Molyneux, Maxine (eds.): Hidden
Histories of Gender and the State in Latin America, Durham/Lon-
don, 2000; Potthast, Barbara/Scarzanella, Eugenia (eds.): Las mujeres
y las naciones. Problemas de inclusión y exclusión, Madrid/Frankfurt
a.M., 2001; Gonzalbo Aizpuru, Pilar/Ares Queija, Berta (eds.): Las
mujeres en la construcción de las sociedades iberoamericanas, Sevi-
lla/México D.F., 2004 y O’Phelan Godoy, Scarlett/Zegarra Flórez,
Margarita (eds.): Mujeres, familia y sociedad en la historia de América
Latina, siglos XVIII-XXI, Lima, 2006.
Muchos ejemplos de casos interesantes sobre la vida de las mujeres
en América Latina se encuentran también en antologías generales
como Andrien, Kenneth J. (ed.): The Human Tradition in Colonial
Latin America, Wilmington, 2002 y Ewell, Judith/Beezley, William
H. (eds.): The Human Tradition in Latin America. The Nineteenth
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368 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

Century, Willmington, 1989, así como en Beezley, William H./Ewell,


Judith (eds.): The Human Tradition in Latin America. Twentieth
Century, Denver 1987, 21993 y Beezley, William (ed.): The Human
Tradition in Modern Latin America, Denver, 1997.
Además, hay para cada país una serie de colecciones de artículos
que aquí no pueden ser presentados por separado.

EXPOSICIONES GENERALES SOBRE LA HISTORIA DE LAS


MUJERES ENAMÉRICA LATINA

Trabajos pioneros sobre la historia de las mujeres en las colonias


iberoamericanas lo constituyen Boxer, Charles: Women in Iberian
Expansion Overseas, 1415-1815. Some Facts, Fancies and Personali-
ties, New York, 1975 y Muriel, Josefina: Las mujeres de Hispanoamé-
rica. Época colonial, Madrid, 1992, que no obstante se mantienen den-
tro de una concepción más bien tradicional sobre el tema. De mayor
amplitud metodológica y temática, si bien más limitada cronológica-
mente, es Socolow, Susan: The Women of Colonial Latin America,
Cambridge, 2000.
El análisis realizado por Miller, Francesca: Latin American
Women and the Search for Social Justice, Hanover, 1991, nos informa
muy bien sobre la génesis y desarrollo de los diferentes movimientos
feministas a partir de fines del siglo XIX, sobre todo en el siglo XX. Este
trabajo brinda también una excelente visión general sobre las posibili-
dades de la educación femenina.
Manuales de varios tomos sobre la historia de las mujeres fueron
publicados en primer lugar ante todo para Europa y los EE UU, si
bien la edición en español del manual sobre historia de las mujeres en
Europa contiene un apéndice con una «Mirada Española», que pre-
senta algunas exposiciones dignas de leerse sobre importantes cuestio-
nes de la historia de las mujeres en España y América Latina: Duby,
Georges/Perrot, Michelle (eds.): Historia de las mujeres en Occidente,
Madrid, 1993, 5 tomos. Desde hace poco contamos por fin con un
manual muy bueno sobre Historia de las mujeres en España y Améri-
ca Latina, compilado por Isabel Morant, Madrid, 2005/2006. Todos
los tomos se ocupan tanto de España como de América Latina (inclui-
do Brasil), y precisamente la perspectiva comparada con España es en
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ENSA Y O BIB L IO G R Á FIC O 369

ciertos puntos muy fructífera, sobre todo si se tiene en cuenta el ante-


rior predominio de la literatura angloamericana en este terreno.
Para casi todos los países latinoamericanos contamos con diferen-
tes recopilaciones de amplitud sobre la historia de las mujeres, como
por ejemplo Magdala Velázquez Toro (ed.): Las mujeres en la historia
de Colombia, tomo 1: Mujeres, historia y política, tomo 2: Mujeres y
sociedad, tomo 3: Mujeres y cultura, Bogotá, 1995. O también Gil
Lozano, Fernanda/Sita, Valeria Silvina/Ini, María Gabriela (eds.):
Historia de las mujeres en la Argentina, 2 tomos, Buenos Aires, 2000.
Para México, véase El álbum de la mujer. Antología ilustrada de las
mexicanas, 4 tomos, México D. F., 1991. Está en preparación una his-
toria en varios tomos sobre la historia de las mujeres en México. Pro-
yectos similares para otros países están en elaboración, o existen expo-
siciones en obras de un tomo, todas las cuales sin embargo no pueden
ser citadas aquí.

HISTORIAS DE FAMILIA E HISTORIAS COTIDIANAS

La historia de la familia, así como la historia de la vida privada o de


la vida cotidiana, ninguna de las cuales puede ser separada de la histo-
ria de las mujeres, tuvieron un enorme crecimiento en el curso de los
años setenta. Un primer acercamiento a la historia de la familia en
América Latina lo ofreció Bernand, Carmen/Gruzinski, Serge: «Los
hijos del Apocalipsis. La familia en Mesoamérica y en los Andes», en
Burguière, André y otros (eds.): Historia de la familia, tomo 2,
Madrid, 1988, pp.163-217.
La historia de la familia se ha encaminado por dos senderos de
investigación diferentes: uno el de la demografía histórica; el otro, el
de los estudios sobre familias de la élite y sus redes. Estos últimos
exponen ante todo aspectos políticos y económicos, aunque en algu-
nos casos, el hecho de que hayan sobrevivido muchas y diferentes
fuentes, entre ellas privadas, permite también una visión sobre las rela-
ciones entre los géneros y el papel de las mujeres. Véase Balmori, Dia-
na/Voss, Stuart/Wortman, Miles: Notable Family Networks in Latin
America, Chicago, 1984 y Balmori, Diana A.: «Family and Politics,
Three Generations (1790-1910)», en: Journal of Family History, tomo
10/3, 1985, pp. 247-257. Como ejemplo para otros estudios monográ-
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370 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

ficos de este tipo, podría recomendarse Lomnitz, Larissa A./Pérez-


Lizaur: A Mexican Elite Family, 1820-1980. Kinship, Class and Cultu-
re, Princeton, 1987; edición en español: Una familia de la élite mexi-
cana (1820-1980), México D. F., 1993.
Una primera presentación de los trabajos demográficos, histórico-
económicos, histórico-políticos y de género en la investigación sobre
la mujer y la familia, lo constituye la serie de tomos en los que se
publicaron los trabajos presentados en congresos de El Colegio de
México y de la UNAM. Nos brindan unas exploraciones iluminado-
ras sobre aspectos específicos para cada área respectiva, y también una
visión general sobre diferentes acercamientos metodológicos: Gon-
zalbo Aizpuru, Pilar y otros (eds.): Familias novohispanas. Siglos XVI
al XIX, Seminario de Historia de la Familia, México D. F., 1991; de los
mismos autores: Historia de la familia, México, 1993; Gonzalbo Aiz-
puru, Pilar/Rabell, Cecilia (eds.): La familia en el mundo iberoameri-
cano, México D. F., 1994; de los mismos autores: Familia y vida pri-
vada en la historia de Iberoamérica, México D. F., 1996; Gonzalbo
Aizpuru, Pilar (ed.): Familias iberoamericanas. Historia, identidad y
conflictos, México D. F., 2001. Véase también O’Phelan Godoy, Scar-
lett y otros (eds.): Familia y vida cotidiana en América Latina. Siglos
XVIII-XX, Lima, 2003.
Mientras tanto, han aparecido historias nacionales de la familia
para muchos países latinoamericanos. Así, por ejemplo Rodríguez,
Pablo: Sentimientos y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada
Siglo XVIII, Bogotá, 1997; Silva, Maria Beatriz Nizza da: Historia da
familia no Brasil colonial, Rio de Janeiro, 1998; Torrado, Susana: His-
toria de la familia en la Argentina moderna (1870-2000), Buenos
Aires, 2003 y Moreno, José Luis: Historia de la familia en el Río de la
Plata, Buenos Aires, 2004.
Importantes también para la historia de las mujeres son las des-
cripciones sobre la vida privada o cotidiana, de las cuales debe desta-
carse la obra en varios tomos Historia de la vida cotidiana en México,
coordinada por Pilar Gonzalbo Aizpuru, 6 tomos, México D.F.,
2004-2005. Notables son también: Novais, Fernando (ed.): História
da vida privada no Brasil, 4 tomos, São Saulo, 1997-1998; Devoto,
Fernando/Madero, Marta (eds.): Historia de la vida privada en
Argentina, 3 tomos, Buenos Aires, 1999-2000 y Castro Carvajal, Bea-
triz (ed.): Historia de la vida cotidiana en Colombia, Bogotá, 1996.
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ENSA Y O BIB L IO G R Á FIC O 371

Algo más numerosos son los estudios científicos sobre la represen-


tación de las mujeres en la literatura o sobre sus propias producciones
en este campo. Una buena visión de conjunto la ofrecen Johnson, Julie
Greer: Women in Colonial Spanish American Literature. Literary
Images, Westport, 1983; Franco, Jean: Plotting Women. Gender and
Representation in Mexico, London, 1989, edición en español corregi-
da: Las conspiradoras. La representación de la mujer en México, Méxi-
co D. F., 1994; Masiello, Francine: Entre civilización y barbarie.
Mujeres, nación y cultura literaria en la Argentina moderna, Rosario,
1997. La obra de María Teresa Medeiros-Lichem, La voz femenina en
la narrativa latinoamericana. Una relectura crítica, Santiago de Chile,
2006, se concentra en las más importantes escritoras del siglo XX.

BIBLIOGRAFÍA PARA PROFUNDIZAR EN EL ESTUDIO EN


CADA UNO DE LOS CAPÍTULOS

No se hará aquí especial referencia a capítulos o ensayos corres-


pondientes a los manuales, textos colectivos y exposiciones generales
mencionados más arriba. No obstante, los artículos de estos libros
colectivos deben ser consultados.
Sí aparecen en esta lista muchos libros en inglés, esto se debe a que,
por un lado, los investigadores que trabajan en universidades latinoa-
mericanas, muchos de ellos de origen local, han sido los primeros en
ocuparse del tema de las mujeres y del género. Además, he intentado
mencionar sobre todo estudios generales que abarcan más de una
región, dado que de forma contraria, la bibliografía hubiese sido inter-
minable. Estas obras, no obstante, son editadas en su mayoría por edi-
toriales norteamericanas o inglesas, mientras que las revistas y mono-
grafías específicas de editoriales de los distintos países latinoamericanos
son a veces difíciles de conseguir fuera del ámbito nacional.

La conquista de América y el papel de las mujeres indígenas

Una buena iniciación general de carácter regional sobre esta pro-


blemática la ofrecen los trabajos de Powers y Kellog: Powers, Karen
Vieira: Women in the Crucible of Conquest. The Gendered Genesis of
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372 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

Spanish American Society, 1500-1600, Albuquerque, 2005, que se ocu-


pa del papel de las mujeres incas y aztecas, no sólo en el período com-
prendido entre 1500 y 1600, sino también más allá, mientras que Susan
Kellog: Weaving the Past. A History of Latin America’s Indigenous
Women from the Prehispanic Period to the Present, Oxford, 2005, tie-
ne en cuenta también las culturas de la cuenca del Amazonas. Su expo-
sición abarca tanto la época prehispánica y la colonial, como también
el siglo XX.
Sobre México y el papel de las mujeres bajo el dominio azteca, así
como sobre el lugar de la Malinche, han aparecido una gran cantidad
de estudios, de los que sólo podemos destacar aquí algunos. Especial-
mente sobre México deben mencionarse los trabajos de June Nash,
quien se ha ocupado del papel de las mujeres aztecas y de la relación
entre la conquista y los cambios de estatus para las mujeres, como por
ejemplo «Aztec Women. The Transition from Status to Class in
Empire and Colony», en: Etienne, Mona/Leacock, Eleanor Burke
(eds.): Women and Colonization, New York, 1980, pp. 134-148. Sobre
el papel de las mujeres indígenas en la época colonial temprana, Schro-
eder, Susan/Wood, Stefanie/Haskett, Robert (eds.): Indian Women of
Early Mexico, Norman/London, 1997, ofrece visiones importantes.
Además, es recomendable para las descripciones correspondientes
sobre la historia de las mujeres y de la familia así como de la vida pri-
vada en México. Sobre el papel de la Malinche hay toda una serie de
investigaciones históricas, aunque la mayoría no son muy convincen-
tes. La primera biografía científicamente fundamentada que relaciona
lo poco que sabemos en concreto sobre su vida combinándolo con los
conocimientos generales sobre el papel de las mujeres en la época
anterior a la llegada de Hernán Cortés y la conquista, es Townsend,
Camilla: Malintzin’s Choices. An Indian Woman in the Conquest of
Mexico, Albuquerque, 2006. Una buena visión general sobre impor-
tantes obras literarias en las que se elabora este tema, la ofrecen Wurm,
Carmen: Doña Marina, la Malinche. Eine historische Figur und ihre
literarische Rezeption, Frankfurt a. M., 1996, así como Cypess, Sandra
Messinger: La Malinche in Mexican Literature. From History to
Myth, Austin, 1991.
Dedicado a explicar el contexto peruano, si bien con una cierta
carencia de matices, tenemos el trabajo de la antropóloga Silverblatt,
Irene: Moon, Sun and Witches. Gender Ideologies and Class in Inca
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ENSA Y O BIB L IO G R Á FIC O 373

and Colonial Peru, Princeton, 1987; la edición en español es: Luna, sol
y brujas. Géneros y clases en los Andes prehispánicos y coloniales, Cuz-
co, 1990. Elinor Bukett toma una perspectiva en cierta forma diferen-
te, y se ocupa de la situación de las mujeres indígenas en la región
peruana de Arequipa en las primeras décadas del dominio colonial:
Burkett, Elinor C.: «La mujer durante la Conquista y la primera épo-
ca colonial», en: Estudios Andinos, volumen 5/1, 1976. Nowack, Kers-
tin: «Aquellas señoras del linaje real de los Incas. Vida y supervivencia
de las mujeres de la nobleza inca en el Perú en los primeros años de la
Colonia», en David Cahill/Blanca Tovías (eds..): Élites indígenas en
los Andes durante la época colonial. Nobles, caciques y cabildantes
bajo el yugo colonial, Quito, 2003, pp. 17-53, así como Rostworowski
de Díez Canseco, María: Doña Francisca Pizarro. Una ilustre mestiza
1534-1598, Lima, 1989, se ocupan del destino de algunas mujeres per-
tenecientes a la nobleza incaica.
Sobre la conquista de la región del Río de La Plata apenas conta-
mos con trabajos que tengan en cuenta el papel de las mujeres indíge-
nas y españolas. Sobre este tema puede verse: Potthast-Jutkeit, Bar-
bara: «Paradies Mohammeds» oder «Land der Frauen»? zur Rolle
von Frau und Familie in Paraguay im 19. Jahrhundert, Köln, 1994;
edición en español: ¿»Paraíso de Mahoma» o «País de las Mujeres»?
El rol de la mujer y la familia en la sociedad paraguaya durante el
siglo XIX, Asunción, 1996, de la misma autora: «Imagen y realidad de
la participación de la mujer española en la conquista Rioplatense», en:
Piñero Ramírez, Pedro/Wentzlaff-Eggebert, Christian (eds.): Sevilla
en el imperio de Carlos V. Encrucijada entre dos mundos y dos épocas,
Sevilla, 1991, pp. 199-206.

La sociedad colonial

Fundamental para los aspectos que aquí nos interesan de la socie-


dad colonial, sigue siendo Mörner, Magnus: Race Mixture in the His-
tory of Latin America, Boston, 1967; edición en español: La mezcla de
razas en la historia de América Latina, Buenos Aires, 1969, así como
los correspondientes textos en los manuales respectivos. El trasfondo
hispánico puede consultarse en el «clásico» ensayo de Castro, Améri-
co: La realidad histórica de España, México, 1976, así como Sicroff,
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374 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

Albert: Controversia sobre los estatutos de limpieza de sangre, Alma-


zán, 1988. La problemática del honor en América Latina está en el
centro de atención de las obras de Ann Twinam y Patricia Seed. En la
introducción del libro de Twinam hay un excelente resumen del esta-
do actual de las investigaciones sobe el tema del honor, la sexualidad y
la familia: Twinam, Ann: Public Lives, Private Secrets. Gender,
Honor, Sexuality, and Illegitimacy in Colonial Spanish America, Stan-
ford, 1999; Seed, Patricia: To Love, Honor and Obey in Colonial
Mexico. Conflicts over Marriage Choice, 1574-1821, Stanford, 1988;
edición es español: Amar, honrar y obedecer en el México borbónico,
México D.F., 1991.
Para otras conclusiones, diferentes a las que Seed saca respecto al
papel de los padres en el arreglo de los matrimonios y los procesos
sociales que lo condicionan, véase Gutiérrez, Ramón: «From Honor
to Love. Transformations of the Meaning of Sexuality in Colonial
New Mexico», en Smith, Raymond T. (ed.): Kinship Ideology and
Practice in Latin America, Chapel Hill, 1984, pp. 237-263; véase tam-
bién del mismo autor: When Jesus came, the Corn Mothers Went
Away. Marriage, Sexuality and Power in New Mexico, 1500-1846,
Stanford, 1991; edición en español: Cuando Jesús llegó, las madres del
maíz se fueron. Matrimonio, sexualidad y poder en Nuevo México,
1500-1846, México D.F., 1993; Shumway, Jeffrey M.: The Case of the
Ugly Suitor and Other Histories of Love, Gender, and Nation in Bue-
nos Aires, 1776 -1870, Lincoln/London, 2005 y Socolow, Susan:
«‘Acceptable Partners’. Marriage Choice in Colonial Argentina 1778-
1810», en Lavrín, Asunción (ed.): Sexuality and Marriage in Colonial
Latin America, Lincoln, 1989, pp. 209-251; edición en español: Sexua-
lidad y matrimonio en la América hispánica, siglos XVI-XVIII, México,
1991. Este último libro reúne una serie de trabajos que se ocupan de la
cuestión de la sexualidad, tan central para la problemática del honor
femenino. Las diferencias en las perspectivas y resultados de los auto-
res citados están vinculadas no sólo con las diferencias en los aspectos
centrales de cada región, sino también con el tipo de fuentes que toma-
ron respectivamente como base. Si consideramos la amplitud de sus
fuentes, los trabajos de Robert McCaa pueden servir como un buen
correctivo. En ellos el autor, tomando como ejemplo la localidad de
Parral, situada en el norte de México, se ocupa del complejo de temas
relacionados con el matrimonio y la sexualidad extramatrimonial, así
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ENSA Y O BIB L IO G R Á FIC O 375

como de los conflictos vinculados con ello, que en última instancia


son también una cuestión de honor; McCaa, Robert: «Marriageways
in Mexico and Spain, 1500-1900», en: Continuity and Change, volu-
men 9/1, 1994, pp. 11-44; versión en español: «Tratos nupciales. La
constitución de uniones formales e informales en México y España,
1500-1900», en Gonzalbo Aizpuru, Pilar/Rabell Romero, Cecilia
(eds.): Familia y vida privada, edición citada, pp. 21-57. Véase tam-
bién del mismo autor: «Gustos de los padres, inclinaciones de los
novios y reglas de una feria nupcial colonial. Parral, 1770-1814», en
Historia Mexicana, volumen XL, 4, 1991, pp. 579-614.
Sobre el tema de los nacimientos ilegítimos y de las cuestiones
sociales relacionadas con ellos, véase Mannarelli, María Emma: Peca-
dos públicos. La ilegitimidad en Lima, siglo XVII, Lima, 1994 y Dueñas
Vargas, Guiomar: Los hijos del pecado. Ilegitimidad y vida familiar en
la Santafé, Santafé de Bogotá, 1997.
Sobre la cuestión del honor en general, véase Johnson, Lyman
L./Lipsett-Rivera, Sonia: The Faces of Honor. Sex, Shame, and Vio-
lence in Colonial Latin America, Albuquerque, 1998, así como Caul-
field, Sueann/Chambers, Sarah C./Putnam, Lara (eds.): Honor, Sta-
tus, and Law in Modern Latin America, Durham/London, 2005.
Sobre la época colonial véase Deusen, Nancy E. Van: Between the
Sacred and the Worldly. The Institutional and Cultural Practice of
Recogimiento in Colonial Lima, Stanford, 2001; edición en español:
Entre lo sagrado y lo mundano. La práctica institucional y cultural del
recogimiento en la Lima virreinal, Lima, 2007. Que estas prácticas no
habían desaparecido aún en el siglo XIX lo demuestra Ruggiero, Kris-
tin: «Wives on ‘Deposit’. Internement and the Preservation of Hus-
bands’ Honor in Late Nineteenth-Century Buenos Aires», en Journal
of Family History, tomo 17, volumen 3, 1992, pp. 253-270.
Los trabajos pioneros sobre la «política familiar» de la Corona y
sobre el papel de las españolas son: Konetzke, Richard: «La emigración
de mujeres españolas a América durante la época colonial», en: Revista
Internacional de Sociología, volumen 3, 1945, pp. 123-150, reimpreso en
Ídem (ed.): Lateinamerika. Entdeckung, Eroberung, Kolonisation.
Gesammelte Aufsätze von Richard Konetzke, Köln/Weimar/Wien,
1983, pp. 1-28 y Borges, Analola: «La mujer pobladora en los orígenes
americanos», en Anuario de Estudios Americanos, tomo XXIX, 1972,
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376 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

pp. 389-444, así como las exposiciones generales sobre el papel de las
mujeres en la época colonial mencionadas al principio.
La dimensión cuantitativa es trabajada en Boyd-Bowman, Peter:
«Patterns of Spanish Emigration to the Indies until 1600», en: HAHR,
volumen 56/4, 1976, pp. 580-604 y, más específicamente para las
mujeres, en Serra Santana, Emma: «Mito y realidad de la emigración
femenina española al Nuevo Mundo en el siglo XVI», en: Pailler, Clai-
re (ed.): Femmes des Ameriques. Colloque international, 18-19 Avril
1985, Toulouse, 1986, pp. 31-42.
Una muy buena exposición resumida de las problemáticas jurídi-
cas se encuentra en el correspondiente capítulo del libro de Arrom,
Silvia M.: The Women of Mexico City, 1790-1857, Stanford, 1985; edi-
ción en español: Las mujeres de la Ciudad de México, 1790-1857,
México D.F., 1988. Explicaciones detalladas desde el punto de vista
histórico y jurídico ofrece Ots Capdequi, José María: El derecho de
familia y el derecho de sucesión en nuestra legislación de Indias,
Madrid, 1921, y del mismo autor: Bosquejo histórico de los derechos de
la mujer en la legislación de Indias, Madrid, 1920, así como Rípodas
Ardanaz, Daisy: El matrimonio en Indias. Realidad social y regulación
jurídica, Buenos Aires, 1977.
También muy influidos por cuestiones jurídicas, pero con un enfo-
que más fuerte en las, a menudo, diferentes realidades de la vida coti-
diana, encontramos por ejemplo los libros de Gauderman, Kimberly:
Women’s Lives in Colonial Quito, Austin, 2003 y Kluger, Viviana:
Escenas de la vida conyugal. Los conflictos matrimoniales en la socie-
dad virreinal rioplatense, Buenos Aires, 2003.
La cuestión de la educación femenina, así como el papel en la mis-
ma de los conventos de monjas e instituciones similares, ha sido mejor
explicada haciendo referencia al caso de Nueva España, donde se
encontraban la mayor cantidad de las mismas. Informaciones detalla-
das al respecto se encuentran en Gonzalbo Aizpuru, Pilar: Las muje-
res en la Nueva España. Educación y vida cotidiana, México, 1987, y
de la misma autora: Historia de la educación en la época colonial. La
educación de los criollos y la vida urbana, México, 1990, así como
Muriel, Josefina: Cultura femenina novohispana, México D. F., 1982,
21994. Sobre los monasterios y los recogimientos véanse también los
trabajos pioneros de Josefina Muriel, especialmente Conventos de
monjas en la Nueva España, México D. F., 1946 y Los recogimientos
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ENSA Y O BIB L IO G R Á FIC O 377

de mujeres. Respuesta a una problemática social novohispana, México


D. F., 1974; además, Penyak, Lee M.: «Safe Harbors and Compulsory
Custody. Casas de Depósito en México, 1750-1865», en HAHR,
volumen 79/1, 1999, pp. 83-99.
El trabajo «clásico» sobre Perú es el de Martin, Luis: Daughters of
Conquistadores. Women of the Viceroyalty of Peru, Albuquerque,
1983, que hace referencia sobre todo a Lima, mientras que el estudio
de Burns, Katheryn: Colonial Habits. Convents and the Spiritual Eco-
nomy of Cuzco, Peru, Durham/London, 1999, se refiere a la vieja capi-
tal incaica. Sobre los recogimientos véase Deusen, Nancy E. van: Bet-
ween the Sacred and the Worldly. The Institutional and Cultural
Practice of Recogimiento in Colonial Lima, Stanford, 2001, versión en
castellano: Entre lo sagrado y lo mundano: la práctica institucional y
cultural del recogimiento en la Lima virreinal, Lima, 2007.
La bibliografía sobre Sor Juan Inés de la Cruz es muy numerosa,
especialmente los análisis literarios de su obra. Mencionamos aquí
solamente Gómez, Miguel (ed.): Respuesta a Sor Filotea de Juana Inés
de la Cruz. Introducción de Iris M. Zavala, Málaga, 2005. Amplia
difusión ha encontrado la biografía de Paz, Octavio: Sor Juana Inés de
la Cruz o las trampas de la fe, Barcelona, 1982, que no obstante no se
corresponde en todos los aspectos con el nivel actual alcanzado por las
investigaciones históricas. Compárese al respecto con Poot Herrera,
Sara (ed.): Sor Juana y su mundo. Una mirada actual, México, 1995.

El papel de las mujeres en la economía

Junto con numerosos estudios especiales, de los cuales algunos han


sido mencionados más arriba, los ya citados trabajos de Arrom y Gau-
derman ofrecen una buena visión de las posibilidades económicas,
aunque deben destacarse también trabajos sobre el Virreinato del
Perú, sobre todo del Alto Perú, con Potosí. Véase al respecto Mangan,
Jane E.: Trading Roles. Gender, Ethnicity, and the Urban Economy in
Colonial Potosí, Durham y otros, 2005; Zulawski, Ann: They Eat
from Their Labor. Work and Social Change in Colonial Bolivia, Pitts-
burgh, 1995 y Glave, Luis M.: Trajinantes. Caminos indígenas en la
sociedad colonial, siglos XVI-XVII, Lima, 1989.
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378 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

La situación económica de las mujeres pertenecientes a los sectores


altos ha sido expuesta en los estudios al respecto, sobre todo en los
siguientes textos: Couturier, Edith Boorstein: «Women in a Noble
Family. The Mexican Counts of Regla, 1750-1830», en: Lavrín, Asun-
ción (ed.): Latin American Women. Historical Perspectives, Westport,
1978, pp. 129-149; sobre el tema, de fecha más reciente: The Silver King,
Albuquerque, 2003; Lavrín, Asunción/Couturier, Edith: «Dowries and
Wills. A View of Women’s Socioeconomic Role in Colonial Guadalaja-
ra and Puebla, 1640-1790», en: HAHR, volumen 59, nº. 2, 1979, pp.
280-304; Metcalf, Alida C.: «Women and Means. Women and Family
Property in Colonial Brazil», en: Journal of Social History, volumen 24,
nº 2 (1990), pp. 277-298, así como también Tutino, John: «Power, Class
and Family. Men and Women in the Mexican Elite, 1750-1910», en: The
Americas, volumen 39, nº 3, 1983, pp. 118-155 y Kicza, John: Colonial
Entrepreneurs, Family and Business in Bourbon Mexico City, Albu-
querque, 1984; del mismo autor: «The Great Families of Mexico. Elite
Maintenance and Business Practices in Late Colonial Mexico City», en:
HAHR, volumen 62, 1982, pp. 429-457.
La vida de Micaela Carrillo fue descrita detalladamente por Cou-
turier, Edith: «Micaela Ángela Carrillo. Widow and Pulque Dealer»,
en: Sweet, David/Nash, Gary: Struggle and Survival in Colonial
Latin America, Berkeley, 1981, pp. 362-375.
Para las relaciones en el campo, véase Borchart de Moreno, Chris-
tina: «La imbecilidad y el coraje. La participación femenina en la eco-
nomía colonial (Quito, 1780-1830)», en: Revista Complutense de His-
toria de América, volumen 17, 1991, pp. 167-182. Premo, Bianca:
«From the Pockets of Women. The Gendering of the Mita, Migration,
and Tribute in Colonial Chucuito, Peru», en: Americas, volumen 57,
nº 1, 2000, pp. 63-94.
El tema de las emigrantes hacia las ciudades, sobre todo con res-
pecto al crecimiento de la población, ha sido tratado expresamente en
los ya mencionados libros de Arrom: Las mujeres de la ciudad de
México, 1970-1857, op. cit.; un complemento al respecto, con miradas
en destinos individuales concretos, lo ofrece Pescador, Juan Javier:
«Vanishing Women. Female Migration and Ethnic Identity in Late-
Colonial Mexico City», en: Ethnohistory, volumen 42/4, 1995, pp.
617-626. Para Perú, véase Burkett, Elinor C.: Early Colonial Peru.
The Urban Female Experience, Pittsburgh, 1975; Vergara Ormeño,
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ENSA Y O BIB L IO G R Á FIC O 379

Teresa: «Migración y trabajo femenino a principios del siglo XVII. El


caso de las indias en Lima», en: Histórica, tomo XXI, volumen1, 1997,
pp.135-157; Salomon, Frank: «Indian Women of Early Colonial Qui-
to as Seen through Their Testaments», en: The Americas, volumen 44,
nº 3, 1987-1988, pp. 324-341, así como los ya mencionados trabajos de
Mangan: Trading Roles y de Zulawski: They Eat From Their Labor.
El desarrollo de la producción de azúcar de caña y de las socieda-
des esclavistas en el Caribe puede reconstruirse muy bien con Mintz,
Sidney W.: Sweetness and Power. The Place of Sugar in Modern His-
tory, New York, 1985. La situación de las esclavas en las islas de habla
inglesa o francesa es tratada por Bush, Barbara: Slave Women in
Carribean Society, 1650-1838, Bloomington, 1974 y por Morrissey,
Marietta: Slave Women in the New World. Gender Stratification in
the Caribbean, Lawrence, 1989, así como por Gautier, Arlette: Les
sœurs de solitude. La condition féminine dans l’esclave aux Antilles du
XVIIe au XIXe siècle, Paris, 1985. Para el Caribe hispanohablante, véa-
se Barcia Zequeira, María del Carmen: La otra familia. Parientes,
redes y descendencia de los esclavos en Cuba, Bogotá, 2003. El libro de
Martínez-Alier (Stolcke), Verena: Marriage, Class and Color in Nine-
teenth-Century Cuba. A Study of Racial Attitudes and Sexual Values
in a Slave Society, Cambridge, 1974 (en español con el título: Sexuali-
dad y racismo en la Cuba colonial, Madrid, 1992) pone el énfasis en la
población afrodescendiente libre.

De las colonias a las repúblicas

El primer texto en el que se trató a las mujeres en el movimiento


independentista no sólo como heroínas nacionales dispuestas al sacri-
ficio, lo constituyó Cherpak, Evelyn: «The Participation of Women in
the Independence Movement in Gran Colombia, 1780-1830», en:
Asunción Lavrín (ed.): Latin American Women. Historical Perspecti-
ves, Westport, 1978, pp. 219-234 y, de la misma autora, «Las mujeres
en la Independencia», en Velázquez Toro: Las mujeres en la historia
de Colombia, tomo. 1, op. cit., pp. 83-116. Le ha seguido más recien-
temente un estudio, inspirado en la historia de la cultura y el análisis
del discurso, de Earle, Rebecca: «Rape and the Anxious Republic.
Revolutionary Colombia, 1810-1830», en Dore/Molyneux (eds.):
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380 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

Hidden Histories, op. cit., pp. 127-146. Sobre Manuela Sáenz véase
Quintero, Inés: «Las mujeres de la independencia. ¿Heroínas o trans-
gresoras? El caso de Manuela Sáenz», en: Potthast/Scarzanella: Muje-
res y naciones, op. cit., pp. 57-76 y Chambers, Sarah C.: «Republican
Friendship. Manuela Sáenz Writes Women into the Nation, 1835-
1856», en: HAHR, volumen 81/2, 2001, pp. 225-257. Véase también
Quintero, Inés: La criolla principal. María Antonia Bolívar, hermana
del Libertador, Caracas, 2003.
Un estudio dirigido sobre todo al análisis del discurso, que investi-
ga textos importantes de la primera mitad del siglo XIX desde el plan-
teamiento de problemas de género, es: Davies, Catherine/Brewster,
Claire/Owen, Hilary (eds.): South American Independence. Gender,
Politics, Text, Liverpool, 2006.

Hogares encabezados por mujeres

Con sus investigaciones sobre São Paulo en la época del tránsito del
siglo XVIII al XIX, Elisabeth Kuznetsof ha señalado por primera vez la
dimensión histórica de la amplia difusión de hogares (en tanto células
económicas domésticas) encabezados por mujeres en las ciudades lati-
noamericanas: «The Role of the Female-Headed Household in Brazi-
lian Modernization. São Paulo 1765 to 1836», en Journal of Social His-
tory, volumen 14, 1980, pp. 589-613, y de la misma autora: «Household
Composition and Headship as Related to Changes in Mode of Produc-
tion. São Paulo, 1765-1836», en Comparative Studies in Society and
History, volumen 22, nº 1, 1980, pp. 78-108. Desde entonces, este fenó-
meno ha sido constatado también para otras ciudades; véanse al respec-
to los artículos aparecidos en el número especial «Female and Family in
Nineteenth-Century Latin America», bajo el cuidado de Robert
McCaa, en Journal of Family History, volumen 16, nº 3, 1991.
Dos contribuciones sobre las transformaciones en las estructuras
de las células económicas domésticas en el campo a las que se ha recu-
rrido aquí son Hagerman Johnson, Ann: «The Impact of Market
Agriculture on Family and Household Structure in Nineteenth-Cen-
tury Chile», en: HAHR, volumen 58, nº 4, 1978, pp. 625-648, así
como McCaa, Robert: Marriage and Fertility in Chile. Demographic
Turning Points in the Petorea Valley, 1840-1976, Boulder, 1983.
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ENSA Y O BIB L IO G R Á FIC O 381

En los últimos años han aparecido una serie de estudios que han
investigado las transformaciones causadas por las concepciones libe-
rales sobre la economía y la sociedad, teniendo presente también a las
relaciones de género. Entre ellos se encuentran en primer plano los
cambios en el concepto de honor desde una interpretación estamental
a una burguesa y las consecuencias sociales y en el derecho civil que
estos cambios tuvieron para los hombres y las mujeres: Hunefeldt,
Christine: Liberalism in the Bedroom. Quarreling Spouses in Ninete-
enth-Century Lima, Pennsylvania, 2000; Chambers, Sarah: From
Subjects to Citizens. Honor, Gender, and Politics in Arequipa, Peru
1780-1854, University Park, 1999; Shumway, Jeffrey M.: The Case of
the Ugly Suitor and Other Histories of Love, Gender, and Nation in
Buenos Aires, 1776 -1870, Lincoln/London, 2005; García Peña, Ana
Lidia: El fracaso del amor. Género e individualismo en el siglo XIX
mexicano, México D. F., 2006; Christiansen, Tanja: Disobedience,
Slander, Seduction, and Assault. Women and Men in Cajamarca,
Peru, 1862-1900, Austin, 2004.
Sobre cuestiones del derecho de propiedad: Rodríguez, Eugenia/
León, Magdalena (ed.): ¿Ruptura de la inequidad? Propiedad y géne-
ro en la América Latina del siglo XIX, Bogotá, 2005; Deere, Carmen
Diana/León, Magdalena: «Liberalism and Women’s Property Rights
in Nineteenth-Century Latin-America», en: HAHR, tomo 85, volu-
men 4, 2005, pp. 627-678.
Mientras tanto, las interrelaciones entre la modernización socioe-
conómica, la inserción cada vez más fuerte de las mujeres en activida-
des asalariadas extra-hogareñas y la transformación de las relaciones
entre los sexos, han sido bien investigadas para países grandes como
Argentina, Brasil, Chile y México. Sobre este conjunto de temas véase
Lavrín, Asunción: Women, Feminism, and Social Change in Argenti-
na, Chile and Uruguay, 1890-1940, Lincoln, 1995; edición en español:
Mujeres, feminismo y cambio social en Argentina, Chile y Uruguay
1890-1940, Santiago, 2005; Guy, Donna J.: Sex and Danger in Buenos
Aires. Prostitution, Family and Nation in Argentina, Lincoln, 1991;
edición en español: El sexo peligroso. La prostitución legal en Buenos
Aires 1875-1955, Buenos Aires, 1994 y Menéndez, Susana: ¿Obreras o
perdidas? Percepciones sobre género y trabajo en Buenos Aires 1900-
1930, Amsterdam, 1997, así como Lobato, Mirta Zaida: Historia de las
trabajadoras en la Argentina, 1869-1960, Buenos Aires, 2007.
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382 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

Un buen examen sobre México lo ofrecen French, William: «Pros-


titutes and Guardian Angels. Women, Work and the Family in Porfi-
rian Mexico», en: HAHR, volumen 72/4, 1992, pp. 529-553 y Vallens,
Vivian M.: Working Women in Mexico during the Porfiriato 1880-
1910, San Francisco, 1978, así como Bliss, Katherine E.: Compromised
Positions. Prostitution, Public Health, and Gender Politics in Revolu-
tionary Mexico City, Pennsylvania, 2001. También Ramos Escandón,
Carmen: Presencia y transparencia. La mujer en la historia de México,
México D. F., 2006 (11987), y de la misma autora: Industrialización y
trabajo femenino en el sector textil mexicano. El obraje, la fábrica y la
compañía industrial, México D. F., 2004.
Para Brasil, se puede consultar Rago, Margareth: Os prazeres da
noite. Prostituição e códigos da sexualidade feminina em São Paulo
(1890-1930), Rio de Janeiro, 1991; también Estévez, Marta de Abreu:
Meninas perdidas. Os populares e o cotidiano do amor no Rio de Janei-
ro da Belle Epoque, Rio de Janeiro, 1989 y Caulfield, Sueann: In
Defense of Honor. Sexual Morality, Modernity, and Nation in Early-
Twentieth-Century Brazil, Durham/London, 2000.
Sobre la cuestión de la política sanitaria en general, véase Mannare-
lli, María Emma: Limpias y modernas. Género, higiene y cultura en la
Lima del novecientos, Lima, 1999; Zulawski, Ann: Unequal Cures.
Public Health and Political Change in Bolivia, 1900-1950, Dur-
ham/London, 2007 y Stepan, Nancy L.: «The Hour of Eugenics».
Race, Gender, and Nation in Latin America, Ithaca, 1991.
Un examen más amplio en el tiempo sobre la problemática del tra-
bajo asalariado femenino en el siglo XX lo ofrece la recopilación de
textos elaborada por John French y Daniel James (eds.): The Gende-
red Worlds of Latin American Women Workers. From Household and
Factory to the Union Hall and Ballot Box, Durham/London, 1997.
Las transformaciones en la vida del personal de servicio domésti-
co (ya fuera esclavo o libre) fueron descritas por Karasch, Mary: Sla-
ve Life in Rio de Janeiro 1808-1850, Princeton, 1987; Graham, San-
dra L.: House and Street. The domestic World of Servants and
Masters in Nineteenth-Century Rio de Janeiro, Cambridge, 1988 y
Meade, Teresa A.: Civilizing Rio. Reform and Resistance in a Brazi-
lian City, 1889-1930, Pennsylvania, 1997. Para épocas más recientes
véase Braig, Marianne: Mexiko, ein andere Weg der Moderne. Wei-
bliche Erwerbsarbeit, häusliche Dienste und Organisation des All-
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ENSA Y O BIB L IO G R Á FIC O 383

tags, Köln, 1992; Arizpe, Lourdes: «Women in the Informal Labour


Sector. The Case of Mexico City», en: Signs, volumen 3/1, 1977, pp.
25-37 y Gill, Lesley: Precarious Dependencies. Gender, Class, and
Domestic Service in Bolivia, New York, 1994. Véase también Kar-
nofsky, Eva: Besenkammer mit Bett. Das Schicksal einer illegalen
Hausangestellten in Lateinamerika, Bad Honnef, 2005.
Una buena síntesis sobre el desarrollo de la educación en el siglo
XIX se encuentra en el libro de Miller, Latin American Women, op.
cit., así como en el volumen III de la Historia de las Mujeres en Espa-
ña y América, (ed. Isabel Morant, op. cit.). La situación a principios
del siglo y las obras de algunas autoras pioneras es descrita en Brews-
ter/Davies/Owen, South American Independence, op. cit. Para más
detalles véanse las monografías sobre el movimiento feminista en los
diferentes países mencionados abajo. Casi todas ellas contienen un
capítulo sobre la educación femenina.

El movimiento femenino

El surgimiento del movimiento feminista en países específicos ha


sido investigado por muchas autoras, las cuales también se refieren
detalladamente al contexto socio-político general de cada región res-
pectiva. Una buena visión de conjunto la ofrece Miller, Francesca:
Latin American Women, op. cit. Un enfoque algo diferente lo tiene
Molyneux, Maxine: Women’s Movements in International Perspecti-
ve. Latin America and Beyond, London, 2001, edición en español:
Movimientos de mujeres en América Latina. Estudio teórico compara-
do, Valencia, 2003.
Para el Cono Sur véase: Lavrín, Asunción: Mujeres, feminismo y
cambio social en Argentina, Chile y Uruguay 1890-1940, Santiago de
Chile, 2005, y especialmente para Argentina, Barrancos, Dora: Muje-
res en la sociedad argentina. Una historia de cinco siglos, Buenos Aires,
2007; Para Brasil Hahner, June E.: Emancipating the Female Sex. The
Struggle for Women’s Rights in Brazil, 1850-1940, Durham, 1990; edi-
ción en portugués: Emancipação do sexo feminine. A luta pelos direi-
tos da mulher no Brasil, 1850-1940, Florianópolis, 2003; Besse, Susan
K.: Restructuring Patriarchy. The Modernization of Gender Inequa-
lity in Brazil, 1914-1940, Chapel Hill, 1996. América Central y Cuba
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384 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

han sido tratados en Rodríguez Sáenz, Eugenia (ed.): Un siglo de


luchas femeninas en América Latina, San José, 2002; así como en ídem
(ed.): Entre silencios y voces. Género e historia en América Central
(1750-1990), San José, 1997; Stoner, K. Lynn: From the House to the
Streets. The Cuban Women’s Movement for Legal Reform, 1989-
1940, Durham, 1991; edición en español: De la casa a la calle. El movi-
miento cubano de la mujer en favor de la reforma legal (1898-1940),
Madrid, 2003.
México representa un caso especial, pues aquí la Revolución consti-
tuyó un acontecimiento de carácter radical también para la situación de
las mujeres. Tanto las exposiciones sobre el papel de las mujeres en la
Revolución como aquellas sobre el movimiento femenino mexicano se
ocupan siempre de ambos aspectos: Macias, Anna: Against All Odds.
The Feminist Movement in Mexico to 1940, Westport/London, 1982,
edición en español: Contra viento y marea. El movimiento feminista en
México hasta 1940, México, 2002; Soto, Shirlene: Emergence of the
Modern Mexican Woman. Her Participation in Revolution and Strug-
gle for Equality, 1910-1940, Denver, 1990; Lau, Ana/Ramos, Carmen:
Mujeres y revolución, 1900-1917, México, 1993; Reséndez Fuentes,
Andrés, «Battleground Women: Soldaderas and Female Soldiers in the
Mexican Revolution», The Americas, 51:4, 1995, pp. 525-553; Lamas,
Marta (ed.): Miradas feministas sobre las mexicanas del siglo XX, México
D. F., 2007; Salas, Elizabeth: Soldaderas in the Mexican Military. Myth
and history, Austin, 1990 y Olcott, Jocelyn: Revolutionary Women in
Postrevolutionary Mexico, Durham/London, 2005.
Ya que la Revolución está bien documentada fotográficamente y
existen imágenes tanto de las soldaderas como de las mujeres «burgue-
sas» y de las luchadoras por los derechos femeninos, podría recomen-
darse un volumen ilustrado (acompañado de textos explicativos) del
Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana:
Las mujeres en la revolución mexicana, 1884-1920, México D. F., 1992.
Sobre Eva Duarte de Perón existe toda una serie de biografías, pero
sólo podemos considerar con fundamento científico la de Navarro,
Marysa: Evita, Buenos Aires, 1994. Con motivo del quincuagésimo
aniversario de su muerte en el año 2000, aparecieron muchas historias
sobre su vida de carácter documental-novelesco, tales como Dujovne
Ortiz, Alicia: Eva Perón. La biografía, Madrid, 1996 y una novela (con
una investigación relativamente buena, pero literariamente modificada)
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ENSA Y O BIB L IO G R Á FIC O 385

de Eloy Martínez, Tomás: Santa Evita, Madrid, 2002. En cambio, el fil-


me musical estadounidense Evita, con Madonna y Antonio Banderas,
se basó considerablemente en una biografía escrita por una tal Mary
Main (su verdadero nombre es María Flores) aparecida poco después de
la muerte de Evita con el título The Women with the Whip. Eva Perón,
New York, 1952; edición en español: La mujer del látigo. Eva Perón,
Buenos Aires, 1955, que recogió o creó muchas leyendas hostiles a Evi-
ta y que tiene poco que ver con el personaje histórico. El filme Eva
Perón, de Juan Carlos Desanzo (1996), guarda más fidelidad a la histo-
ria, aunque tampoco está libre de leyendas. Una reflexión profunda
sobre el significado sociocultural de la persona de Evita, pero también
sobre el secuestro de Aramburu es Sarlo, Beatriz: La pasión y la excep-
ción, Buenos Aires, 2003. Sobre el papel de las mujeres en el peronismo
y la influencia del PPF o de la Fundación Eva Perón, véase Plotkin,
Mariano: Mañana es San Perón. Propaganda, rituales políticos y educa-
ción en el régimen peronista (1946-1955), Buenos Aires, 1993; Bianchi,
Susana/Sanchís, Norma: El partido peronista femenino, Buenos Aires,
1988; así como James, Daniel: Doña Marías Story. Life, History,
Memory and Political Identity, Durham/London, 2000; versión en cas-
tellano: Doña María: Historia de vida, memoria e identidad política,
Buenos Aires, 2004.
Sobre el papel de las mujeres en Cuba ha habido desde hace mucho
tiempo sobre todo voces apologéticas o críticas, pero existen algunos
análisis científicos desde fuera, como las obras de Smith, Lois
M./Padula, Alfred: Sex and Revolution. Women in Socialist Cuba,
New York, 1996 y Safa, Helen I.: The Myth of the Male Breadwinner.
Women and Industrialization in the Caribbean, Boulder, 1995. Tam-
bién es interesante el testimonio de una alemana de la antigua RDA,
que vivió en Cuba por algunos decenios y participó allí decisivamen-
te en la introducción de la educación sexual: Krause-Fuchs, Monika:
¿Machismo? No, gracias. Cuba. Sexualidad en la revolución, Santa
Cruz de Tenerife, 2007.
Igualmente polémico ha sido el tratamiento del papel desempeña-
do por «Tania la Guerrillera». De carácter apologético han sido las
exposiciones «clásicas» de Rojas, Marta/Rodríguez Calderón (eds.):
Tania. La guerrillera inolvidable, La Habana, 1970 (edición en inglés:
Tania. The Unforgettable Guerrilla, New York, 1971); Panitz, Eber-
hard: Der Weg zum Rio Grande. Ein biographischer Bericht über
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386 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

Tamara Bunke, Berlin, 1975, así como Estrada, Ulises: Tania. La


Guerrillera. New York, 2005. Este último libro, escrito por un íntimo
amigo de Tania, que también estuvo en contacto con su madre, se
esfuerza por refutar las acusaciones, en su mayor parte infundadas,
que se encuentran en Zapata, Friedl José A.: Tania. Die Frau, die Che
Guevara liebte, Berlin, 1997.
Por el contrario, exposiciones buenas y políticamente equilibradas
sobre las mujeres en los más recientes movimientos guerrilleros de
América Latina lo constituyen Luciak, Ilja: After the Revolution: Gen-
der and Democracy in El Salvador, Nicaragua and Guatemala, Balti-
more, 2001, así como Kampwirth, Karen: Women and Guerilla Move-
ments. Nicaragua, El Salvador, Chiapas, Cuba, University Park, 2002.
Los libros de Gioconda Belli ofrecen una impresión buena, aunque
también muy personal de una participante, sobre todo su primera nove-
la La mujer habitada, Managua, 1988 y la autobiografía El país bajo mi
piel. Memorias de amor y guerra, Barcelona, 32001. El desarrollo postre-
volucionario es expuesto, entre otros, en Randall, Margaret: Sandino’s
Daughters Revisited. Feminism in Nicaragua, New Brunswick y otros,
1994; edición en español: Las hijas de Sandino. Una historia abierta,
Managua, 2000 y Babb, Florence: After Revolution. Mapping Gender
and Cultural Politics in Neoliberal Nicaragua, Austin, 2002. Sobre los
zapatistas existen numerosas publicaciones, pero no siempre tienen en
cuenta satisfactoriamente la participación de las mujeres. Si se tiene en
cuenta el hecho de que el EZLN ha sido el primer grupo insurgente que
se ha servido de forma intensa y creativa de los nuevos medios de comu-
nicación, parece razonable obtener información directamente desde sus
sitios en Internet. La página oficial de la organización se encuentra en
<http://www.ezlnaldf.org/>. Toda una serie de importantes documen-
tos, desde el inicio de la rebelión, ha sido colocada por una organización
madrileña de apoyo en <http://www.nodo50.org/raz/ezln/htm>
Para los más recientes movimientos femeninos y el papel de las
mujeres durante las dictaduras militares en los años setenta y durante
la transición a la democracia, junto con muchos estudios de casos
detallados, se encuentran también trabajos que traspasan las fronteras
nacionales. Una buena visión general la ofrece la ya mencionada obra
de Miller, Francesca: Latin American Women, op. cit. Véase también
Valdés, Teresa: De lo social a lo político. La acción de las mujeres lati-
noamericanas, Santiago de Chile, 2000; Craske, Nikki: Women and
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ENSA Y O BIB L IO G R Á FIC O 387

Politics in Latin America, New Jersey, 1999; Chant, Sylvia/Craske,


Nikki: Gender in Latin America, New Jersey, 2003; Abbassi, Jenni-
fer/Lutjens, Sheryl L. (eds.): Rereading Women in Latin America and
the Caribbean. The Political Economy of Gender, Oxford, 2002.
Sobre los procesos de transición véase sobre todo Jaquette, Jane S.
(ed.): The Women’s Movement in Latin America. Feminism and the
Transition to Democracy, London, 1989; y Jelin, Elizabeth (ed.):
Women and Social Change in Latin America, Geneva, 1990.
Sobre Chile, véase Toledo, Ana: Partizipation von Frauen wäh-
rend der Militärdiktatur in Chile (1973-1990), Würzburg, 2001 y
Power, Margaret: Right-Wing Women in Chile. Feminine Power and
the Struggle against Allende, 1964-1973, University Park, 2002. Sobre
Brasil véase Álvarez, Sonia E.: Engendering Democracy in Brazil.
Women’s Movements in Transitional Politics, Princeton, 1990.
Sobre el papel de las Madres de la Plaza de Mayo existen también
muchos textos. Es recomendable consultar la documentación recopila-
da por ellas mismas en: Asociación de las Madres de la Plaza de Mayo:
Historia de las madres de Plaza de Mayo, Buenos Aires, 1995. También
las páginas web de los dos grupos de esta organización permiten con-
sultar una serie de documentos fundamentales: <www.madres.org.ar>
y <www.madresfundadoras.org.ar>. Un buen análisis sobre este tema
lo proporciona Guzmán de Bouvard, Marguerite: Revolutionizing
Motherhood. The Mothers of the Plaza de Mayo, Wilmington, 1994.
Sobre todos los países latinoamericanos se encuentran disponibles
historias de vida de mujeres de los sectores más bajos y literatura tes-
timonial, que aquí no pueden ser presentados individualmente. Dig-
nos de ser leídos son los textos «clásicos» de Lewis, Oscar: The Chil-
dren of Sánchez. Autobiography of a Mexican Family, New York,
31961; edición en español: Los hijos de Sánchez. Autobiografía de una
familia mexicana, México D. F., 1965 y Pontiatowska, Elena: Hasta
no verte, Jesús mío, México D. F., 1969; Barrios de Chungara, Domi-
tila: Si me permiten hablar. Testimonio de Domitila, una mujer en las
minas de Bolivia, editado por Moema Viezzer, México D. F., 1979 y
Barrios de Chungara, Domitila: Aquí también, Domitila! Testimonios
recopilados, editado por David Aceby, México D. F., 1985. Desde
hace poco tenemos además un testimonio de otras mujeres del Comi-
té de la Mina Siglo XX: Lagos, María L./Escobar Chavarría, Emilse
(eds.): Nos hemos forjado así. Al rojo vivo y a puro golpe. Historias del
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388 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

Comité de Amas de Casa de Siglo XX, La Paz, 2006. Para un análisis


del desarrollo del movimiento femenino en Bolivia después de la pri-
vatización de las minas y del proceso migratorio resultante hasta los
años 90, véase Zabala, M. Lourdes: Nos/otras en democracia. Mineras,
cholas y feministas (1976-1994), La Paz, 1995 y Gutiérrez Guardiola,
Lola: De Bartolina Sisa al comité de receptoras de alimentos de «El
Alto». Antropología del género y organizaciones de mujeres en Boli-
via, Cuenca, 2000.
Los diarios de Carolina María de Jesús (entre otros Quarto de des-
pejo. Diário de uma favela, São Paulo, 1960, editado por Audálio
Dantas y Casa de Alvenaria, diário de uma ex-favelada, Rio de Janei-
ro, 1961) han perdido muy poco de su actualidad. Sobre la vida de la
autora véase también Levine, Robert: «The Cautionary Tale of Caro-
lina María de Jesus», en LARR, volumen 29/1, 1994, pp. 55-83 y Meu
estranho diário, editado por José Carlos Sebe y Robert M. Levine, São
Paulo, 1996. Para Cuba, la historia de vida de Reyita ofrece una visión
fascinante: Rubiera Castillo, Daisy: Reyita, sencillamente, La Habana,
1997. El debate sobre la historicidad de Cimarrón de Miguel Barnet
constituye una historia interminable. Para ello, véase Zeuske, Michael:
«El ‘Cimarrón’ y las consecuencias de la guerra del 95. Un repaso de
la biografía de Esteban Montejo», en: García, Alejandro/Naranjo
Orovio, Consuelo (coords.): Cuba 1898, Madrid, 1998 (también en
Revista de Indias, volumen LVIII, enero-abril, nº 212, 1998), pp. 65-
84 y del mismo autor: «Novedades de Esteban Montejo», en: Revista
de Indias, volumen LIX, nº 216, 1999, pp. 521-525.
Un intento muy logrado de sustraerse a los problemas de la litera-
tura testimonial y de contextualizar la historia de vida lo constituye el
relato de una activista peronista en Argentina recogida por Daniel
James, Doña Marías Story, op cit.
La polémica sobre la obra de Rigoberta Menchú, quien, mientras
tanto, ha redactado junto con otra persona una continuación de su
historia de vida, ha amainado ciertamente, aunque aún no ha conclui-
do (véase Burgos, Elizabeth: Me llamo Rigoberta Menchú, La Haba-
na, 1983 o Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia,
México D. F., 1985, así como otras ediciones, en la mayoría de las cua-
les Rigoberta Menchú es mencionada como autora y Elizabeth Bur-
gos como editora. Menchú Tum, Rigoberta: Rigoberta. La nieta de los
mayas, Buenos Aires. 1998, [3ª edición]). Al respecto, un primer
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ENSA Y O BIB L IO G R Á FIC O 389

inventario lo ofrece Arias, Arturo (ed.): The Rigoberta Menchú Con-


troversy, Minneapolis, 2001. Sobre el testimonio desde la perspectiva
de la teoría literaria, véase Sklodowska, Elizbieta: Testimonio hispano-
americano, New York, 1992.

Masculinidad, machismo y marianismo

Por mucho tiempo, las investigaciones históricas sobre el tema de


la masculinidad se encontraban sobre todo en obras que se ocupan de
la historia de la sexualidad. Así, por ejemplo, Vainfas, Ronaldo (ed.):
Historia e sexualidade no Brasil, Rio de Janeiro, 1986 y Trexler,
Richard: Sex and Conquest. Gendered Violence, Political Order and
the European Conquest of the Americas, Ithaca, 1995, o Balderston,
Daniel/Guy, Donna J. (eds.): Sex and Sexuality in Latin America,
New York/London, 1997.
Aún continúan siendo relativamente escasos los estudios —sobre
todo históricos— sobre los hombres y la hombría, aun cuando en el
ínterin han aparecido una serie de volúmenes de recopilaciones de
artículos así como monografías sobre países individuales. Los prime-
ros artículos importantes se encuentran en Valdés, Teresa/Olavarría,
José (eds.): Masculinidades y equidad de género en América Latina,
Santiago de Chile, 1998, así como Viveros Vigoya, Mara/Olavarría
Aranguren, José/Fuller, Norma et al.: Hombres e identidades de géne-
ro. Investigaciones desde América Latina, Bogotá, 2001. La perspecti-
va histórica aparece con más fuerza en Matthew C. Gutmann (ed.):
Changing Men and Masculinities in Latin America, Durham/Lon-
don, 2003.
Interesantes estudios de casos son Archetti, Eduardo P.: Masculini-
ties. Football, Polo and the Tango in Argentina, Oxford, 1999; Gut-
mann, Matthew C.: The Meaning of Macho. Being a Man in Mexico
City, Berkeley/Los Angeles/London, 1996; edición en español: Ser
hombre de verdad, México D. F., 1999; Fuller, Norma: Identidades
masculinas. Varones de clase media en el Perú, Lima, 1997; Fuller, Nor-
ma: Masculinidades. Cambios y permanencias. Varones de Cuzco, Iqui-
tos y Lima, Lima, 2001; Ramírez, Rafael L.: Dime capitán. Reflexiones
sobre la masculinidad, Río Piedras, 1999; Mirandé, Alfredo: Hombres y
Machos. Masculinity and Latino Culture, Boulder, 1997 y Viveros
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390 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

Vigoya, Mara: De quebradores y cumplidores. Sobre hombres, masculi-


nidades y relaciones, Santafé de Bogotá, 2002. De interés resulta tam-
bién Peluffo, Ana y Sánchez Prado, Ignacio (eds.), Entre hombres: mas-
culinidades del siglo XIX en América Latina, Madrid/Frankfurt, 2010.
Sobre el marianismo véase Steven, Evelyn P.: «Marianismo. The
Other Face of Machismo», en Pescatello, Ann (ed.): Female and Male in
Latin America: Essays, Pittsburgh, 1973, pp. 90-101, edición en español:
«El marianismo», en: Pescatello (ed.): Hembra y macho, op. cit.; Mon-
tecino Aguirre, Sonia: Madres y huachos. Alegorías del mestizaje chile-
no, Santiago de Chile, 1991 así como Palma, Milagros (ed.): Simbólica
de la feminidad. La mujer en el imaginario mítico-religioso en las socie-
dades indias y mestizas, Quito, 1990. Un análisis que ya no tiene actua-
lidad, pero sigue siendo útil, lo constituye aquel sobre el Chile de los
años 70 de Chaney, Elsa Mae: Supermadre. Women in Politics in Latin
America, Austin, 1979. Una posición más crítica sobre esta dicotomía
demasiado simple entre marianismo y machismo la adopta Fuller, quien
hace referencia a que estas representaciones se basan en sistemas jerár-
quicos premodernos, que permiten diferentes jerarquizaciones según la
situación y el contexto: Fuller, Norma: «En torno a la polaridad Maria-
nismo-Machismo», en: Arrango, Luz Gabriela/León de Leal, Magdale-
na (eds.): Género e identidad. Ensayos sobre lo femenino y lo masculino,
Bogotá, 1995.

Siglas de revistas

HAHR: Hispanic American Historical Review


LARR: Latin American Research Review
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REFERENCIAS

1 Mörner, Magnus, Race Mixture in the History of Latin America, Boston, 1967, p. 22.
2 Seler-Sachs, Caecilie, Frauenleben im Reiche der Azteken. Ein Blatt aus der Kul-
turgeschichte Alt-Mexikos, Berlin, 1984 (19191), p. 51.
3 Díaz del Castillo, Bernal, Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España,
edición crítica de José Antonio Barbón Rodríguez, México D. F., 2005, p. 91 s.
4 Díaz del Castillo, Bernal, ob. cit., p. 91 s.
5 Straubinger, Erika, Zwischen Unterdrückung und Befreiung. Zur Situation der
Frauen in Geschichte und Kirche Perus: Geschichtlicher Rückblick und Gegen-
wartsanalyse, tomo 1, Frankfurt a.M./Bern/New York, 1992, p. 56.
6 Konetzke, Richard (ed.), Colección de documentos para la historia de la formación
social de Hispanoamérica, 1493-1810, tomo 1, Madrid, 1953, p. 77.
7 La encomienda era una institución socioeconómica de origen medieval muy usada
en los comienzos de la colonización española en América. Por ella, el rey concedía a
una persona, en compensación por los servicios que había prestado a la Corona, tie-
rras y el derecho a recibir los tributos de los indios que en ellas residían. A cambio,
el español debía cuidar de ellos tanto en lo espiritual como en lo terrenal, preocu-
pándose de educarlos en la fe cristiana. La realidad, no obstante, era otra y la enco-
mienda fue la institución más importante para la explotación de la mano de obra
indígena durante los siglos XVI y XVII.
8 Schmidel, Ulrich, Derrotero y viaje a España y las Indias, pp. 56-58. Traducido del
alemán según el manuscrito original de Stuttgart, Buenos Aires/México, 1980.
9 «Carta del presbítero Francisco González de Paniagua al Cardenal Juan de Tavi-
ra», 3.3.1545, en Documentos históricos y geográficos relativos a la conquista y
colonización Rioplatense, tomo 2, Buenos Aires 1941, p. 449.
10 «Carta del presbítero Francisco de Andrade al Consejo de Indias», 1.3.1545, en
Documentos históricos y geográficos relativos a la conquista y colonización Riopla-
tense, tomo 2, Buenos Aires 1941, p. 417.

391
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392 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

11 «Carta del Presbítero Francisco González de Paniagua al Cardenal Juan de Tavira»,


3.3.1545, ob. cit., p. 449.
12 Stafford Poole, C. M., «The Politics of Limpieza de Sangre: Juan de Ovando and
his circle in the Reign of Philip II», en The Americas, tomo 55/1, 1998, p. 369.
13 McAlister, L. N., «Social Structure and Social Change in New Spain», en HAHR,
tomo 43/3, 1963, p. 357.
14 Humboldt, Alexander von, Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España,
tomo II, México, 1941, p. 141.
15 «Isabel de Guevara a la princesa Juana», 2.7.1556, en Cartas de Indias, tomo II,
Madrid, 1877; edición facsimilar, Guadalajara, 1970, pp. 619 s.
16 «Isabel de Guevara a la princesa Juana», 2.7.1556, ob. cit., pp. 621 s.
17 Konetzke, Richard, «La emigración de mujeres españolas a América durante la
época colonial», en ídem: Lateinamerika. Entdeckung, Eroberung, Kolonisation.
Gesammelte Aufsätze von R. K., Köln/Weimar/Wien, 1983, p. 3.
18 «Alonso Ortiz a su esposa Leonor González», aprox. 1574/1575, citado en Otte,
Enrique, «Die europäischen Siedler und die Probleme der Neuen Welt», en Jahr-
buch für Geschichte von Staat, Wirtschaft und Gesellschaft Lateinamerikas (1966),
vol. 6, pp. 1-40, aquí p. 31.
19 Gandía, Enrique de, Indios y conquistadores en el Paraguay, Buenos Aires, 1932,
pp. 146 s.
20 Konetzke, Richard, Colección de documentos para la historia de la formación social
de Hispanoamérica 1493-1810, tomo 1, Madrid 1953, Nr. 134, pp. 208 s.
21 «Antón Torijano a su esposa Catalina Ponce», 8.4.1581, y «Luis de Córdoba a su
esposa Isabel Carrera», 5.2.1566, en Otte, Enrique, «Cartas privadas de Puebla del
siglo XVI», en: JbLA, tomo 3 (1966), pp. 68 y 34.
22 Código de las Siete Partidas, Partida III, Título IV, Ley IV, Madrid 1872, p. 39.
23 Twinam, Ann, Public Lives, Private Secrets. Gender, Honor, Sexuality, and Illegi-
timacy in Colonial Spanish America, Stanford, 1999, p. 337.
24 Twinam, ob. cit., p. 59.
25 Sor Juana Inés de la Cruz, «Respuesta a Sor Filotea», en G. Salceda, Alberto (ed.),
Obras completas de Sor Juana Inés de la Cruz, tomo IV, México D. F., 1957, pp.
458 ss.
26 Citado en: Gonzalbo Aizpuru, Pilar, Las mujeres en la Nueva España. Educación
y vida cotidiana, México, D. F., 1987, p. 160.
27 Bock, Gisela, «Frauenräume und Frauenehre. Frühneuzeitliche Armenfürsorge in
Italien», en Hausen, Karin/Wunder, Heide, Frauengeschichte — Geschlechterge-
schichte, Frankfurt/New York, 1992, pp. 25-49 (34).
28 Bock, ob. cit., p. 39.
29 «Carta desde Asunción» (23-3-1593), citado en Garavaglia, Juan Carlos, Mercado
interno y economía colonial, México, D. F./Barcelona/Buenos Aires, 1983, p. 355.
30 Garavaglia, ob. cit., ed. cit, p. 359.
31 Azara, Félix de, Memoria sobre el estado rural del Río de la Plata y otros informes,
Buenos Aires 1943, pp. 4 ss.
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R E F E R EN C IA S 393

32 Zulawski, Ann, «Social Differentiation, Gender and Ethnicity: Urban Indian


Women in Colonial Bolivia, 1640-1725», en LARR, tomo XXV/2, 1990, p. 103.
33 Briceño, s. a., cit. en Quintero, «Las mujeres de la independencia. ¿Heroínas o
transgresoras? El caso de Manuela Sáenz», en Potthast, Barbara y Scarzanella,
Eugenia (eds.), Mujeres y naciones en América Latina. Problemas de inclusión y
exclusión, Madrid/Frankfurt a.M., 2001, 63. Briceño fue casado con una hija de
Luisa Cáceres.
34 Tristan, Flora, Peregrinaciones de una Paria, Santiago de Chile, 1941, pp. 180 s.
35 Bolívar, Simón, «Carta a Señora María Antonia Bolívar, Magdalena, 10 de julio de
1826», en Banco de Venezuela/Fundación Vicente Lecuna (eds.), Cartas del Liber-
tador. Tomo V (1826-Junio de 1827), Caracas, 1967, pp. 241-242.
36 Kerber, Linda, Women of the Republic. Intellect and Ideology in Revolutionary
America, Chapel Hill, 1980.
37 Citado según Godoy Ziogas, Marilyn, Indias, vasallas y campesinas. La mujer rural
en las colectividades tribales, en la colonia y en la república, Asunción, 1987, p. 172.
38 El Imparcial, 1905, citado en: Escandón, Carmen Ramos, «Señoritas porfirianas:
mujer e ideología en el México progresista, 1880-1910», en Escandón, C. R. et al.
(ed.), Presencia y transparencia: La mujer en la historia de México, México, 22006,
p. 161.
39 Lavrin, Asunción, Mujeres, feminismo y cambio social en Argentina, Chile y Uru-
guay, 1890-1940, Santiago de Chile, 2005, p. 164.
40 Véase las cifras en Miller, ob. ci., pp. 54-55.
41 Cit. según Hahner, ob. cit., p. 58
42 Cifras recogidas en Hahner, ob. cit., pp. 20-22 y 102-104.
43 Lavrin, Asunción, Mujeres, feminismo y cambio social en Argentina, Chile y Uru-
guay, 1890-1940, Santiago de Chile 2005, p. 60.
44 Citado en Lavrin, ob. cit., p. 338.
45 Lutz, Bertha, en Revista da Semana, 23 de diciembre 1918, citado en Hahner, June,
Emancipating the Female Sex: The Struggle for Women’s Rights in Brazil, 1850-
1940, Durham, 1990, apéndice F, pp. 224 y 134-140.
46 Reed, John, Insurgent Mexico, New York, 1969 (1914), pp. 45 y 197.
47 Citado en Fraser, Nicholas/Navarro, Marysa, Eva Peron, New York/London,
1980, p. 82.
48 Perón, Eva, La razón de mi vida, Buenos Aires, 1973, p.193.
49 Fundación Eva Perón, Estatutos, 1955, cit. en Navarro, Marisa, Evita, Buenos
Aires 1997, p. 242.
50 Perón, Eva; citado en Navarro, Marisa, Evita, ob. cit., p. 255.
51 Marini, Ana María (1977), citado en: Bauer, Silke, Frauen in der Politik in Chile
und Argentinien. Ihre Partizipation in Parteien, Parlamenten, Gewerkschaften
Wahlen, und Regimewechselprozessen, Heidelberg, 1990, p. 58.
52 Stoner, K. Lynn. From the House to the Streets. The Cuban Women’s Movement
for Legal Reform, 1896-1940, Durham, 1991, p. XIII.
53 Guevara, Ernesto, La guerra de guerrillas, La Habana, p. 140.
54 Ibíd., p. 141.
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394 MADRES , O B R ER A S , A M A N T E S . . .

55 Kampwirth, Karen, Women and Guerilla Movements. Nicaragua, El Salvador,


Chiapas, Cuba. University Park, 2002, p. 114.
56 Según cálculos hechos por F. Miller. Véase Miller, Francesca, Latina American
Women and the Search for Social Justice, Hanover, 1991, p. 60.
57 Las cifras provienen de: Alemán, Eduardo/Guadalupe Ortega, José (eds.), Statistical
Abstracts of Latin America, tomo 38, Los Angeles, 2002, así como de: Miller, France-
sa, Latin American Women and the Serach for Social Justice, Hanover, 1991, p. 60.
58 La cacerola, citado en Miller, Francesca, Latina American Women and the Search
for Social Justice, Hanover, 1991, p. 226.
59 Miller, ob. cit., p. 10.
60 Toledo, Ana, Partizipation von Frauen während der Militärdiktatur in Chile
(1973-1990), Würzburg, 2001, p. 212.
61 Citado en: Lang, Miriam, «Angriffe auf die‚ emotionale Substanz des Latino-Man-
nes’? Sexuelle Belästigung, Vergewaltigung in der Ehe und mexikanische Gesetz-
gebung, 1988 bis 2000», en Lateinamerika Analysen, tomo 2, 2002, p. 13.
62 Barrios de Chungara, Domitila, Wenn man mir erlaubt zu sprechen... Zeugnis der
Domitila, einer Frau aus den Minen Boliviens, Vorwort v. Guenther Wallraf, Ein-
leitung v. Eduardo Galeano, Bornheim-Merten, 1981, p. 19.
63 Stoll, David, Rigoberta Menchú and the Story of Poor Guatemalans, Boulder,
1999, p. XIX.
64 Citado en Stoll, ob cit, pp. 198-199.
65 Menchú, Rigoberta, Leben in Guatemala, Göttingen, 10ª ed., 1993, p. 7; edición
inglesa, London, 1984, p. 1.
66 Rünzler, Dieter, Machismo. Die Grenzen der Männlichkeit, Wien/Köln/Graz,
1988, p. 42.
67 Toledo, Ana, Partizipation von Frauen während der Militärdiktatur in Chile
(1973-1990), Würzburg, 2001, pp. 68 s.
68 «El hijo del trabajo», 7.4.1878, citado según Ramos Escandón, Carmen «Señoritas
porfirianas: Mujer e ideología en el México progresista, 1880-1910», en Ramos
Escandón, Carmen (coord.), Presencia y transparencia: la mujer en la historia de
México, México, 2006 (1a 1987), p. 157.
69 Asociación de las Madres de la Plaza de Mayo, Historia de las Madres de la Plaza
de Mayo, Buenos Aires 1995, pp. 103 s.

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