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La psicopedagogía puede ser, antes que una disciplina o un campo de

incumbencia, una postura ética. Desde esta perspectiva, mucho hemos


debatido sobre la figura del diagnóstico, a la cual me interesa contraponer el
concepto de problematización para, ahora sí, anclar en el terreno de la
psicopatología en la niñez.

El término diagnóstico, cuya etimología refiere al “ser capaz de


discernir a través del conocimiento”, comenzó a ser empleado en el sentido
actual a partir del Renacimiento, circunscribiéndose casi exclusivamente al
universo médico. Algo así como “identificar enfermedades a través del
conocimiento médico”:

Prefijo dia (a través) / Gnosis (conocimiento) / Sufijo tiko (relativo a)

La palabra gnosis tiene raíz en el verbo gnomai -que también se


encuentra en el término pronóstico- y se relaciona con el saber o
conocimiento. Ambas palabras, diagnóstico y pronóstico han sido
atravesadas por el discurso médico y desde ésta matriz llegan a la
psicopatología para delimitar singularidades. Y digo delimitar porque, de
algún modo, clausuran el potencial del desarrollo en aquellos sujetos sobre
los cuales recae la sentencia del diagnóstico y su correlativo pronóstico. El
diagnóstico viene a fijar, a sujetar dentro de un marco que define, mientras
que el pronóstico inherente habla de un devenir capturado por ese
diagnóstico inicial: La patologización es paralizante.

¿Qué quiero decir con esto? Que el diagnóstico psicopatológico cierra


caminos. Obtura esa dirección de la cura que no implica un punto de llegada
sino un desarrollo, un recorrido y una apuesta a la potencia del individuo. Por
esto, es un componente ético el que impulsa al psicopedagogo en la
dirección de la pregunta por sobre la respuesta.

Si continuamos jugando con las etimologías, el psicopedagogo, según


el enfoque que hemos transitado, debe mantenerse agnóstico (a-gnosis). Lo
mencionado implica correrse del lugar del saber y del conocimiento; des-
conocer, como método de conocimiento. Para adoptar éste posicionamiento,
considero imprescindible desentenderse del diagnóstico y abrirse a la
problematización. En este terreno del problema se impone la pregunta y el
pensamiento complejo para ir en búsqueda del entramado en el que se
construye un sujeto. Un sujeto que es cuerpo, que es organismo, que es
deseo y que es inteligencia; pero que inscribe todo esto en un advenimiento
constante, en un proceso evolutivo que encontrará limitaciones en varios de
estos aspectos pero que se traccionan uno a otro en ese recorrido y, por
tanto, no deben parcelarse en su estudio y tratamiento.

Desde la psicopedagogía, la psicopatología se des-construye hasta su


desaparición. ¿Por qué? Porque la concepción misma de psicopatología le es
éticamente ajena. Si el psicopedagogo basa su praxis en la singularidad, no
podrá abordar sus prácticas desde categorías psicopatológicas. Al mismo
tiempo, esto lo obliga a tener máxima consciencia de las dificultades que
pueden darse en los procesos de desarrollo, la maduración y el crecimiento.
En la misma medida está atento a la gravitación de lo subjetivo, en términos
de sujeto psíquico construido desde el deseo, desde la novela familiar, lo
pulsional y lo tópico. Además, el psicopedagogo sitúa al individuo como
sujeto en tanto actor atravesado por lo institucional: la familia, la escuela, la
religión, etc. Y debe atender a los condicionamientos biopolíticos que se
anudan en las instituciones. Una de ellas: el cuerpo. El cuerpo como
institución ha sido construido del otro lado de la sexualidad, de la
subjetividad y de la singularidad.

Desde este pantano se construye la idea de discapacidad. Así como se


construye un cuerpo, se construyen los criterios por los cuales ciertos
cuerpos no son apropiados. En el perverso trasfondo, lo que se esconde es
que ese cuerpo no es productivo. Aquí se evidencian los modos de relación
epocales o culturales: En Egipto se adoraba a los enanos por considerarse
tocados por la divinidad; en Esparta, las deformaciones físicas en los bebés se
castigaban con la muerte por no ser coincidentes con el modelo ideal del
guerrero. En la Modernidad, productivista en su accionar y científica en su
pensar, amplios espectros de discapacidades han ido tomando forma.
Los manuales como el DSM, que no logran definir sustancialmente qué
es un trastorno, realizan un complejo mapa de los mismos a través de la
clasificación categorial: si un individuo presenta cierta cantidad de signos se
le corresponde con un síndrome, un patrón comportamental o psicológico.
Un análisis precario de la singularidad, fenomenológico y extemporáneo. Sin
embargo, la pos-modernidad lejos de repeler estos discursos los ha
ensalzado. Un mundo de comidas rápidas y pastillas para adelgazar no podía
privarse de la farmacologización de la diferencia. El discurso neurológico ha
cobrado gran fuerza para explicar el todo. Encontramos entonces las
flamantes ediciones en las góndolas de Farmacity, junto a los libros de
autoayuda, de neurólogos que satisfacen el sentido común. Esto no significa
que los avances técnicos y conceptuales de la neurología no sean de un
extraordinario valor. Solo refiero que una disciplina es incapaz (insuficiente)
de abordar la complejidad de un sujeto. Se hace necesario un abordaje
transdisciplinar, que difumine el tabicamiento de las especialidades y no
hegemonice el saber en una de ellas. Poder y Saber se han amalgamado y
constituido los parámetros de normalidad, delimitando lo de adentro y lo de
afuera. Invisibilizando sus efectos y multiplicando su efectividad, ordenando
el mencionado sentido común. Y éste es, a mi entender, el némesis del
espíritu psicopedagógico.

Categorías; sentido común; dis-capacidad; trastorno; lo “normal”; lo


“patológico”. Algunos de los campos en los que la psicopedagogía debe
batallar, con su espada de madera y el poder de su convicción.

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