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Arde el cielo
El pájaro de la muerte
En el circo de los ratones
Los operadores humanos, en colaboración con A. E. Van Vogt
No vengas a mí en el blanco invierno, en colaboración con Roger Zelazny
Pisadas
Quebrado como un duende de cristal
Harlam Ellison
(De Wikipedia)
Harlan Jay Ellison (27 de mayo de 1934 - ), nacido en Cleveland (Ohio, EE.UU.), es un
prolífico y brillante escritor de novelas e historias cortas especializado en literatura fantástica, de
terror y, sobre todo, de ciencia ficción.
En 1956 comenzó a enviar historias de ciencia ficción a diversas revistas (más de cien relatos
cortos y artículos) hasta que al año siguiente le llamaron a filas para servir dos años en el ejército
de los EE.UU. (desde 1957 hasta 1959). Posteriormente, en 1962, se mudó a California y
comenzó a tener contacto con el mundo de la televisión, para la que ha escrito numeroso material
para series de ciencia ficción como Outer limits, The twilight zone, Star Trek (la serie original) o
Babylon 5.
A lo largo de cuarenta años de carrera ha ganado multitud de premios por la inmensa cantidad de
libros que ha escrito o editado, así como por sus historias, ensayos artículos y columnas
periodísticas, series de televisión, ... Entre dicho premios cabe destacar los premios Hugo (el
mayor premio que se concede en literatura de ciencia-ficción), Nebula, Bram Stoker, el premio
de la Horror Writers Association, varios Edgar Allan Poe o varios Audie.
Sus cuentos más famosos son La bestia que gritaba amor en el corazón del universo (en inglés,
The beast that shouted love at the heart of the world), No tengo boca y debo gritar (en inglés, I
have no mouth and I must scream) y ¡Arrepiéntete Arlequín!, dijo el Sr. Tic-Tac (en inglés,
Repent, Halerquin! Said the Ticktockman).
Cabe destacar que no resulta sencillo realizar una biografía rigurosamente cierta sobre el autor,
pues existen multitud de versiones distintas de su vida, totalmente disparatadas algunas, pero
muy creíbles otras. Es difícil distinguir los hechos reales de los que no lo son, pues al autor le
gusta bromear (en su página web podemos incluso ver una recopilación de biografías ficticias
muy imaginativas).
Harlan Ellison
Caían llameantes de un cielo ciego, y en los primeros días murieron diez mil de ellos. Los
gritos resonaron en nuestras cabezas y las mujeres corrieron hacia las colinas para no oírlos. Pero
no había ninguna escapatoria posible… ni para ellas ni para ninguno de nosotros. La muerte
ardía en el cielo, y lo más terrible, lo más increíble de todo era que aquella muerte, o mejor dicho
aquella cosa que moría, no éramos nosotros.
Comenzó al caer la noche. El primero apareció como una estrella fugaz surgiendo de la
oscuridad. Apenas se había desvanecido en las tinieblas cuando surgió otro, y luego otro más, y
muy pronto el cielo se convirtió en un brillante cofre resplandeciente con el fuego de
desconocidos diamantes.
Desde el techo del observatorio podía verlos, a todos ellos, minúsculos puntitos brillantes,
una lluvia de fuego cayendo en cascada. Y de pronto, sin que nadie me hubiera dicho nada, supe
que estaba ocurriendo algo importante. No importante en el sentido en que lo es una guerra…
pero tan importante como lo fue la creación del universo y como lo podría ser su muerte. Y supe
que aquello estaba ocurriendo en toda la Tierra.
No cabía la menor duda. Tan lejos como alcanzaba la vista el horizonte llameaba y
relampagueaba sin descanso. El cielo no se veía más claro por ello, sino que parecía como si una
mano desconocida hubiera esparcido un millón de nuevas estrellas que brillaban tan solo durante
una millonésima de segundo.
Mientras contemplaba aquel espectáculo, Portales me llamó desde abajo.
—¡Frank! ¡Baje, Frank! ¡Es algo fantástico!
Me dirigí al domo del telescopio y lo encontré inclinado sobre el ocular. Golpeaba
rítmicamente el cuadrante de corrección Vernier. Era un golpeteo tan inútil como extraño. Un
golpeteo que no tenía el menor significado.
—Mire esto, Frank. Échele una ojeada—su voz reflejaba una creciente incredulidad.
Lo aparté con el codo y me senté en el sillín. El telescopio apuntaba a Marte. El cielo de
Marte también ardía. Los mismos puntos luminosos, los mismos trazos de intenso fuego cayendo
en espirales. Pasamos toda la noche estudiando el planeta rojo, ya que aquella parte del cielo
estaba clara. Podía ver el espectáculo con mucha precisión, los llameantes trazos, luego de nuevo
la oscuridad, cubriendo todo el planeta.
—Llama a Bikel en Wilson—le dije a Portales—. Pregúntale qué está ocurriendo con Venus.
Oí a Portales marcar el número detrás de mí, y luego escuché distraídamente su conversación
con Aaron Bikel, del monte Wilson. Podía ver los reflejos vacilantes de la pantalla vídeo del
teléfono, pero no me giré para contemplar el rostro de nuestro colega. Sabía ya cual iba a ser la
respuesta.
Portales cortó la comunicación, y los colores se desvanecieron.
—Lo mismo—dijo bruscamente, como si me desafiara a hallar una respuesta mejor.
No me molesté en contestarle. Hacía tres años él había hecho todo lo posible por obtener mi
puesto de director del observatorio sin conseguirlo, de modo que ya me había habituado a su
hostilidad. De tanto en tanto tenía incluso que darle un toque de atención para situarlo en su
lugar…
Permanecí un instante más observando el cielo, y luego abandoné la cúpula.
Fui abajo y conecté la radio de onda corta. Intenté captar lo que decían al respecto Tokio,
Heidelberg o Johannesburgo. Durante el tiempo que moví el dial arriba y abajo no conseguí
hallar la menor información acerca del fenómeno. Y sin embargo, estaba seguro de que todo el
mundo debía estarlo observando.
Regresé a la cúpula para cambiar las coordenadas del telescopio.
Comentario de Asimov
Aquí está Harlan. No es posible compilar un volumen de premios Hugo sin Harlan,
¿verdad?
Respecto a Harlan y a mí, creo que existe un malentendido. Muchos lectores
piensan que estamos enfadados el uno con el otro. Pero nada más lejos de la verdad.
Harlan y yo nos queremos mucho.
Lo que sucede es que ninguno de los dos soporta la fisonomía del otro. Yo no
soporto a los bajitos y él no soporta a los rollizos. Por eso, ambos hablamos en
presencia del otro de lo que no soportamos. Es un pequeño pasatiempo que los dos
compartimos, y del que nos reímos de todo corazón.
Por ejemplo, a principios de este año presenté a Harlan en un local de Manhattan,
donde él iba a leer dos de sus relatos (y si no le han oído leer sus relatos, no saben lo
que se han perdido, ya que si es excelente como escritor, lo es más como lector). Al
levantarme para hacer la presentación, con una sonrisa de benevolencia judeocristiana
en mi rostro, le oí musitar detrás de mí:
—Ahora contará un chiste.
¿Cómo pudo pensar eso de mí? Ni se me había ocurrido. Mi intención era hablar
de mi aspecto larguirucho y desgarbado. Naturalmente, sus palabras me espolearon.
No pude reprimirme. Y hablé de los festejos por el nacimiento de Harlan, de cómo
había invitado a todas las hadas de la tierra, excepto a la malvada Diabola, a la que no
invitaron por distracción. Pero en mitad del festejo apareció Diabola entre un remolino
de vapores de azufre, y se inclinó sobre la cuna del bebé Harlan.
—Bien, maldito mocoso —le espetó—, tienes que elegir; o talento o estatura.
¿Hubiese contado esto de no haberme metido Harían lo de los chistes en la
cabeza? Claro que no. Pero debemos poner término a nuestro pequeño juego. Porque
nos aleja al uno del otro. En realidad, nadie puede mantener quince asaltos de insultos
con Harlan, excepto yo. (Harlan me perdona por amor.) Uno de los juegos de las
Convenciones consiste en subir al estrado y darnos mutuamente el tratamiento Don
Rickles. Y esto fue lo que hicimos en la 32.ª Convención de Washington. Cada uno de
nosotros estaba en una plataforma separada, con cuatro mil personas entre ambos, en
tanto los dos procedíamos a lanzarnos comentarios poco halagüeños.
Bueno, supongo que fue algo muy poco digno y elegante. Peor aún: los vapores de
azufre de la malvada Izada Diabola se metieron en la cuna de Harlan, y ahora es muy
hábil en el uso de un lenguaje sulfuroso, que fue el que usó en aquella ocasión.
Lo que no sabíamos era que se hallaba presente un periodista, el cual se quedó
horrorizado. Jamás había oído semejante lenguaje. Una jovencita que estaba sentada
a su lado le tradujo algunas de nuestras expresiones, y él se ruborizó intensamente.
Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 9
Bueno, lo escribió todo para su periódico, y Harlan y yo convinimos en que las
convenciones ya no eran lo bastante íntimas, por lo que hemos abandonado esta
costumbre.
Lástima. El mundo se vuelve viejo.
Esto es una prueba. Pueden tomar notas. Esta prueba supondrá las tres cuartas
partes de su nota final. Pistas: recuerden que, en ajedrez. los revés se anulan
mutuamente y no pueden ocupar cuadros contiguos, y son por tanto todopoderosos y
totalmente impotentes, no pueden influirse el uno al otro. producen tablas. El hinduismo
es una religión politeísta: la secta de Atman adora la llama divina de la vida en el
interior del Hombre: en efecto, dicen «Tú eres Dios». Las condiciones de igualdad de
tiempo no se cumplen si una opinión llega por los medios de comunicación a
doscientos millones de personas antes que una opinión contraria difundida desde una
tribuna improvisada en cualquier rincón. No todos dicen la verdad. Nota para realizar la
prueba: las distintas partes no siguen el orden numérico que indican: ordénenlas de
nuevo para adaptarlas con la mayor claridad posible. Vuelvan la página y empiecen.
1 Y la serpiente era la más astuta de las bestias del campo que el SEÑOR Dios
había creado. Y le había dicho a la mujer: «¿Esto dice Dios, que no puedes comer de
todos los árboles del jardín?».
2 Y la mujer le dijo a la serpiente: «Podemos comer del fruto de los árboles del
jardín».
3 «Pero del fruto del árbol que está en medio del jardín, esto dice Dios, no comerás
de él, ni lo tocarás o morirás. »
TEMAS A TRATAR
(5 puntos por cada respuesta correcta)
1. La obra de Melville Moby Dick empieza con las siguientes palabras: «Me llamo
Ishmael». Se dice que está escrito en primera persona. ¿En qué persona habla el
Génesis? ¿Desde el punto de vista de quién?
2. ¿Quién es el «chico bueno» del relato? ¿Quién es el «malo»? ¿Puedes
presentar argumentos convincentes para invertir los papeles?
3. Por tradición, se dice que la manzana es el fruto que la serpiente ofreció a Eva.
Sin embargo, las manzanas no son propias de Oriente Medio. Selecciona uno de los
siguientes sustitutos, más lógicos, y escribe sobre cómo adquieren existencia los mitos
y cómo se corrompen tras largos períodos de tiempo: aceituna, higo, dátil, granada.
4. ¿Por qué aparece siempre el vocablo SEÑOR en mayúsculas? ¿Por qué la inicial
de Dios también va en mayúscula? ¿Debería ir también en mayúscula la palabra
serpiente? En caso negativo, ¿por qué?
5. Si Dios lo creó todo (ver Génesis, cap. I), ¿por qué se buscó problemas a sí
mismo al crear una serpiente que podía llevar por el mal camino a sus criaturas? ¿Por
qué creó Dios un árbol del que no quería que Adán a Eva supieran nada, y luego se
apartó de sus normas y les advirtió en contra de él?
6. Compara el mural de Miguel Ángel del techo de la Capilla Sixtina, «Expulsión del
Paraíso» y «El jardín de las delicias» de El Bosco.
7. ¿Se comportó Adán como un caballero al cargarle la culpa a Eva? ¿Quién hacía
de colaboracionista? Habla de la condición de «chivato» como defecto de carácter.
8. Dios se enfadó cuando descubrió que había sido desafiado. Si Dios es
omnipotente y omnisciente, ¿cómo es que no lo sabía? ¿Por qué no pudo encontrar a
Adán y Eva cuando éstos se escondieron?
9. Si Dios no quería que Adán y Eva comieran del fruto del árbol prohibido, ¿por
qué no se lo advirtió a la serpiente? ¿Podía prevenir Dios a la serpiente de que no
tentara a Adán y Eva? Si la respuesta es afirmativa, ¿por qué no lo hizo? Si la
respuesta es no, habla de la posibilidad de que la serpiente fuera tan poderosa como
Dios.
Los vientos ponzoñosos aullaron y cayeron sobre el polvo que cubría el suelo. Allí
no había nada vivo. Los vientos, verdes y mortíferos, se cernieron desde el cielo y
escudriñaron la Tierra agonizante, buscando y buscando algo que se moviera, algo
todavía con vida. Pero no había nada. Polvo. Talco. Piedra pómez.
Y la aguja de ónice de la montaña hacia la cual se habían estado dirigiendo Nathan
Stack y la sombra durante toda la primera jornada. Cuando cayó la noche cavaron un
hoyo en la tundra y la sombra lo cubrió de una sustancia lechosa que había estado
guardada en la bolsa de cuello de Stack. Este sólo había dormido a ratos, con la piedra
de calentarse apretada junto al pecho y respirando por un filtro que también había
estado guardado en la bolsa.
En una ocasión se había despertado a causa del ruido de unas criaturas enormes,
parecidas a murciélagos, que volaban sobre su cabeza; las había observado bajar con
lentitud, en amplios círculos, sobre el erial, en dirección al agujero del suelo en que se
encontraba. Sin embargo, no parecieron advertir que en el hoyo estaban él y la sombra.
Los grandes animales defecaron unos hilillos delgados y fosforescentes que bajaron
con un brillo intenso a través de la noche y se perdieron en el llano; entonces las
criaturas se elevaron de nuevo y se dejaron llevar por los vientos. Stack recuperó el
sueño con dificultad.
Por la mañana, helada por la fría luz que daba a todas las cosas un tinte azulado, la
sombra resurgió de entre el polvo acumulado, se arrastró por el suelo y se estiró al
máximo para alcanzar la superficie batida por el viento con sus garras. Tras ella. Stack
surgió también del polvo y alzó la mirada hacia la salida del hoyo, extendió la mano v
pidió ayuda con un estremecimiento.
La criatura de sombras se deslizó por el suelo en lucha con los vientos que durante
la noche se habían hecho más fuertes y regresó al hoyo que había sido su refugio
aquella noche hasta alcanzar a la mano alzada entre el polvo. La asió y los dedos de
Stack se contrajeron convulsivamente. Entonces la sombra que se arrastraba hizo
fuerza y extrajo a Stack del polvo traidor.
Se echaron sobre la tierra el uno junto al otro, luchando por ver algo. luchando por
respirar sin llenar los pulmones con aquella muerte sofocante.
—¿Por qué es así...? ¿Qué ha pasado? —gritó Stack contra el viento.
La criatura de sombras no le respondió, pero se quedó observando a Stack un largo
rato; luego, con movimientos muy cuidadosos, alzó una mano, la puso ante los ojos de
Stack y, poco a poco. haciendo garras de sus dedos, fue cerrándolos primero en forma
de jaula, luego en un puño y luego en una masa compacta que era más elocuente que
cualquier palabra: destrucción.
Luego empezaron a arrastrarse hacia la montaña.
La aguja de ónice de la montaña surgía del infierno y pugnaba por alzarse contra el
cielo hecho jirones. Era de una arrogancia monstruosa. No era posible que nada
hubiera intentado surgir de la desolación de las llanuras, pero aquella montaña lo había
hecho, y el éxito la había acompañado.
Stack descubrió de qué estaban hechos los hilillos fosforescentes que la noche
anterior viera defecar a las criaturas parecidas a murciélagos en la llanura polvorienta.
Se trataba de unas esporas que, a la pálida luz del día, se convirtieron en extrañas
plantas hemofílicas.
Cuando Stack y la sombra empezaron a avanzar a la luz de la aurora, aquellas
pequeñas cosas vivientes que estaban a su alrededor advirtieron su calor y empezaron
a echar brotes a través del polvo. Cuando el embrión color rojo desvaído del sol
agonizante se alzó dolorosamente en el firmamento, las plantas de sangre alcanzaban
ya su estado adulto.
Uno de los tentáculos en forma de zarcillo de aquellas plantas se enroscó en torno
al cuello de Stack y éste gritó. Otro zarcillo le cogió por el tobillo, impidiéndole avanzar.
Unas delgadas capas de sangre negra como jugo de zarzamora cubrían los
zarcillos y dejaban sus marcas en la piel de Stack. Aquellas marcas ardían de un modo
terrible.
La criatura de sombras se volvió sobre su estómago y regresó junto al hombre.
Acercó la cabeza triangular al cuello de Stack y mordió el tentáculo. Cuando éste se
partió de su interior brotó sangre negra, y la sombra siguió royendo con sus dientes
afilados como cuchillos hasta que Stack volvió a respirar con normalidad. Con un
violento movimiento el hombre se encogió sobre sí mismo v sacó de la bolsa de cuello
el cuchillo corto que le proporcionara la sombra y lo clavó repetidamente en el zarcillo
que tenía asido inexorablemente al tobillo. La planta gritó al sentir la herida, con la
misma voz que Stack oyera la noche anterior procedente del aire. El tentáculo herido
se retiró y volvió a hundirse en el polvo.
Stack y la sombra avanzaron lentamente una vez más, con los vientres pegados a
la Tierra agonizante: siempre en dirección a la montaña. En lo alto, en el cielo de color
de sangre, el Pájaro de la Muerte daba vueltas en círculo.
Y aquel hombre no era Jesús de Nazaret. Pudo haber sido más bien Simón. No fue
Gengis Khan. sino quizá un soldado de a pie de sus hordas. No fue Aristóteles, sino
posiblemente uno de los que se sentaban a escuchar a Sócrates en el ágora. Tampoco
fue el cavernícola que descubrió la rueda ni el que por primera vez dejó de pintarse de
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En una ocasión. Dira fue al hombre. Fue muy al principio. Aquel ser tenía el rayo,
pero la luz necesitaba convertirse en energía. Por eso Dira vino al hombre e hizo lo que
tenía que hacer antes de que el loco se enterara. y cuando éste descubrió que Dira. la
Serpiente, había entrado en contacto con el hombre, rápidamente inventó una serie de
fábulas para seguir sometiéndole a su poder.
Esta leyenda nos ha llegado bajo el nombre de la tabula de Fausto.
¿CIERTO O FALSO?
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LECTURA COMPLEMENTARIA
AHBHU
Ayer murió mi perro. Durante once años Ahbhu fue mi amigo más intimo. Fue él el
responsable de que yo escribiera un relato sobre un muchacho y su perro que mucha
gente ha leído. No era un animal de compañía, sino una persona. Sería imposible
convertirlo en antropomorfo, pues él no lo resistiría, pero era una criatura tan
absolutamente ella misma, estaba tan decidido a compartir su vida sólo con las
personas que escogía, tenía una personalidad tan sólidamente formada, que resultaba
imposible pensar en él como un simple perro. Aparte de las características caninas a
FIN
CUESTIONES A TRATAR
1. ¿Tiene algún significado que la palabra inglesa god (dios) sea dog (perro) al
revés? Si lo considera así, ¿cuál es?
2. ¿Está tratando el escritor de transferir cualidades humanas a una criatura no
humana? Hable del antropomorfismo a la luz de la frase «Tú eres Dios».
3. Hable del tipo de amor que el escritor muestra en el ensayo que antecede.
Compárelo con otras formas de amor; el amor de un hombre por una mujer, el de una
madre por un hijo, el de un hijo por su madre, el de un botánico por las plantas, el de un
ecologista por la Tierra.
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Dira vino a Nathan Stack a la hora justa de la aurora y apareció en el despacho del
consorcio industrial que Stack había creado para el imperio familiar.
Stack estaba sentado en la silla neumática que dominaba el escenario donde se
tomaban las decisiones de alto nivel. Estaba solo. Los demás se habían marchado
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Cuando llegaron al pico más alto. Nathan miró a través del frío terrible y ardiente v
del polvo feroz de aquel viento demoníaco y vio el santuario de siempre, la catedral de
la eternidad, el pilar del recuerdo, el puerto de la perfección, la pirámide de las
bendiciones, la juguetería de la creación, la bóveda de la liberación, el monumento de
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SELECCIONE LA RESPUESTA
(Cuenta la mitad del título final)
1. Dios es:
A. Un espíritu invisible dotado de luenga barba.
B. Un perrito muerto y enterrado.
C. Todos los hombres.
D. El mago de Oz.
2. Nietzsche escribió «Dios ha muerto». Con esto quería decir:
A. La vida no tiene sentido.
B. La creencia en deidades supremas ha desaparecido.
C. Nunca hubo un Dios del que partir.
D. Tú eres Dios.
3. La ecología es el nombre por el que se conoce también:
A. El amor de madre.
B. Egoísmo iluminado.
C. Una buena ensalada con especias.
D. Dios.
4. ¿Cuál de las frases siguientes tipifica de manera más profunda el amor?
A. No me dejes con extraños.
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Nada de lo anterior. La luz de las estrellas brilló en los ojos del Pájaro de la Muerte
y a su paso por la noche dejó una sombra en la Luna.
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Nathan Stack alzó la cara entre las manos. A su alrededor, el aire era tranquilo y el
palacio seguía desmoronándose. Ahora ya sabes todo lo que hay que saber, dijo la
Serpiente, al tiempo que se inclinaba hasta posar la rodilla en tierra en señal de
devoción. Pero allí no estaba más que Nathan Stack para recibir tal muestra de
devoción.
—¿Estuvo siempre loco?
Desde el principio.
—En ese caso, los que le entregaron nuestro mundo estaban locos, y tu propia raza
estuvo también loca al permitirlo.
La Serpiente no tenía respuesta.
—Quizá tenían que suceder las cosas así —dijo Stack.
Extendió los brazos y alzó a la Serpiente sobre sus pies y tocó la cabeza de aquella
criatura de sombra.
—Amigo —dijo Nathan.
La raza de la Serpiente era incapaz de derramar lágrimas. Dijo como respuesta:
He esperado más tiempo del que imaginas a que me dirigieran esa palabra.
—Lamento que llegue al final.
Quizá las cosas tenían que ser así.
En aquel instante hubo un remolino de aire. un fulgor en el palacio arruinado, y el
amo de la montaña, el poseedor de aquella Tierra arruinada vino a ellos en forma de
zarza ardiente.
—¿OTRA VEZ, SERPIENTE? ¿OTRA VEZ ME MOLESTAS?
Ha terminado la hora de los juegos.
—¿Y TRAES A NATHAN STACK PARA DETENERME? YO DIRÉ CUÁNDO ES
HORA DE ALGO. YO SERÉ QUIEN LO DIGA: COMO SIEMPRE HA SIDO.
Y luego se dirigió a Nathan Stack:
—ESCAPA. ESCÓNDETE EN ALGÚN LUGAR HASTA OUE VENGA A POR Tí.
Stack hizo caso omiso de la zarza que ardía. Movió la mano y el cono de seguridad
en que todos ellos habían estado se desvaneció.
—Antes de nada, encontrémosle, y luego ya sabré qué hacer.
Al viento de la noche, el Pájaro de la Muerte afilaba sus garras y surcaba los aires
vacíos hasta el suelo polvoriento de la Tierra.
Nathan Stack había tenido una pulmonía en cierta ocasión. Había tenido que acudir
al quirófano, donde e] cirujano había realizado una pequeña incisión en su tabique
pectoral. De no haber sido tan testarudo, de no haber continuado trabajando sin falta
alguna mientras una vulgar infección pulmonar se iba desarrollando hasta formar un
empiema, nunca se le hubiera ocurrido ponerse bajo un bisturí, aun para una operación
tan sencilla como una toractomía. Pero él era un Stack, y por eso no dudó en ir al
quirófano, donde se encontraba con un tubo insertado en su cavidad torácica para
drenar el pus de la cavidad pleural cuando oyó que alguien pronunciaba su nombre.
NATHAN STACK.
Lo oyó como si llegara de muy lejos, de la vastedad del Ártico; lo oyó rebotar e ir de
eco en eco por un corredor sin fondo, como un cuchillo cortante.
NATHAN STACK.
Recordó a Lilith y su cabello de color del vino tinto. Recordó las horas que tardó en
morir bajo la roca mientras sus compañeros de caza de la tribu acababan con los
restos del oso y no atendían sus gritos y rugidos en demanda de ayuda. Recordó el
impacto de la flecha disparada por la ballesta que le desgarraba la cazadora y se
clavaba en su pecho cuando murió en Agincourt. Recordó el agua helada del Ohio que
se cerraba sobre su cabeza y la barcaza que desaparecía de su vista sin que sus
compañeros advirtieran su falta. Recordó el gas mostaza que devoraba sus pulmones
mientras trataba de salir de las trincheras junto a una granja de Verdún. Recordó su
mirada directa al estallido de la bomba y la sensación de que la carne de su rostro se
fundía. Recordó a la Serpiente que acudía a él en su despacho y le extraía de su
cuerpo como un grano de trigo de la espiga. Recordó su sueño en el centro fundido de
la Tierra durante un cuarto de millón de años.
Durante décadas había oído a su madre rogarle que la liberara, que acabara con su
dolor. Utiliza la aguja. Su voz se mezclaba con la de la Tierra que gritaba con dolor
infinito que su carne había sido violada, que sus ríos se habían convertido en arterias
de polvo, que sus gráciles colinas y sus verdes campos se habían transformado en
cristales y cenizas. La voz de su madre y de la Madre que era la Tierra se fundieron en
una sola, que a su vez se confundió hasta ser la de la Serpiente que le decía que él era
el único hombre de la Tierra —el último hombre de la Tierra—, el que pondría fin al
caso definitivo en que se había convertido la Tierra.
Utiliza la aguja. Acaba con la miseria de esta Tierra doliente. Ahora te pertenece.
Nathan Stack se sentía seguro del poder que tenía. Era un poder que sobrepasaba
en mucho al de los dioses o Serpientes o creadores locos que clavaban aguijones en
sus creaciones, que rompían sus juguetes.
NO PUEDES. NO TE LO PERMITIRÉ.
Nathan Stack caminó en torno a la zarza encendida que crepitaba impotente de
rabia. La miró casi con lástima, una lástima que le hacía recordar al Mago de Oz y su
enorme y ominosa cabeza separada del cuerpo que flotaba en la bruma, siempre
encendida, y el pobre hombrecito que, tras la cortina, apretaba los mandos que
creaban aquellos electos. Stack caminaba alrededor del efecto con el convencimiento
de que él tenía más poder que aquella cosa triste y pobre que había tenido a la raza
humana en la esclavitud desde antes de que Lilith le hubiera sido arrebatada.
Y entonces salió en busca de aquel loco que se había hecho con el nombre que le
correspondía a él.
Zarathustra descendió solo de las montañas, sin encontrar a nadie. Cuando llegó al
bosque, apareció de repente ante el un viejo que había dejado su santo refugio en
busca de raíces entre los árboles. Y así le habló el viejo a Zarathustra.
—No es ningún extraño para mí este caminante: muchos años ha pasado de esta
manera. Se llamaba Zarathustra, pero ha cambiado. En aquella época llevaste tus
cenizas a las montañas; ¿vas a traer ahora tu fuego a los valles? ¿No temes ser
castigado como incendiario?
»Zarathustra ha cambiado. Zarathustra se ha vuelto niño. Zarathustra ha
despertado: ¿qué quieres ahora de los durmientes? Vivías en tu soledad como entre
las aguas del mar, y éste te llevaba. ¿Acaso vas a subir ahora a la orilla? ¿Acaso vas a
arrastrar tu cuerpo otra vez?
Y Zarathustra respondió:
—Yo amo a los hombres.
—¿Por qué —inquirió el santo— si no fui yo al bosque y al desierto? ¿No fue por el
hombre al que tanto amaba? Ahora amo a Dios. y no al hombre. El hombre es un ser
demasiado imperfecto. El amor al hombre me mataría.
—¿Y qué está haciendo un santo como tú en este bosque? —preguntó Zaiathustra
Y el santo contestó:
—Hago canciones y las canto; y cuando hago mis canciones río, lloro, canto v
murmuro, pues ello complace a Dios. Con mis risas, lágrimas, canciones y murmullos
complazco al dios que es mi dios. Pero ¿qué nos traes como regalo?
Cuando Zarathustra escuchó estas palabras le dijo adiós al santo y añadió:
— ¿Y que tendría que darte? Mejor será que me marche de prisa antes de que
requiera alguna cosa de ti.
Y así se separaron, el viejo y el hombre, riendo como niños.
Pero cuando Zarathustra estuvo lejos y solo le habló así a su corazón:
—¿Es posible? ¡Ese viejo del bosque todavía no ha escuchado la buena nueva,
que Dios ha muerto!
24
Stack encontró al loco que caminaba por el bosque de los momentos finales. Era un
viejo decrépito y cansado, y Stack se dio cuenta de que con un solo movimiento de la
mano podía acabar en un momento con aquel dios. Sin embargo, ¿que razón había
para ello? Era demasiado tarde incluso para la venganza. Desde el principio había sido
demasiado tarde. Por eso dejó al viejo proseguir su camino, vagar por el bosque
murmurando para sí NO TE DEJARÉ HACERLO con la voz de un niño maniático o con
un patético OH. POR FAVOR. NO QUIERO IR TODAVÍA A LA CAMA. AÚN NO HE
TERMINADO DE JUGAR.
Y Stack regresó adonde estaba la Serpiente, que había cumplido su misión y había
protegido a Stack hasta que éste había aprendido que era más poderoso que el Dios al
que había adorado durante toda la historia de los seres humanos. Regresó adonde la
Serpiente y sus manos se tocaron y el lazo de su amistad se selló para siempre, al fin.
Luego trabajaron juntos y Nathan Stack utilizó la aguja con un rápido movimiento de
la mano y la Tierra no debió dejar escapar ni siquiera un suspiro de alivio cuando por
fin acabó su dolor infinito... pero sí suspiró, y se abrió, y surgió el corazón fundido y
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El Pájaro de la Muerte cerró sus alas sobre la Tierra hasta que al fin, en el
momento final, sólo hubo un gran pájaro posado sobre las cenizas muertas. Entonces
el Pájaro de Fuego alzó la cabeza al cielo repleto de estrellas y repitió el suspiro de
alivio que la Tierra había exhalado al morir. Y entonces cerró los ojos, escondió la
cabeza bajo el ala con gran cuidado y todo terminó.
Lejos de allí, las estrellas esperaron a que el grito del Pájaro de la Muerte llegara
hasta ellas para poder observar el final, por fin, de la raza de los hombres.
26
***
El Rey del Tibet estaba haciendo el amor con una gorda blanca. Se había tirado hacia las
profundidades de un túnel de gelatina, milenios antes, y periódicamente, mientras la pistoneaba,
un suave conejito blanco y rosa con levita y botines hacía temblar el túnel a su paso, estudiando
un reloj de bolsillo que llevaba colgado de una pesada cadena de oro. La mujer blanca era suave
como el sebo, con ojillos negros hundidos bajo prominentes cejas. La muy gorrina gruñía en un
éxtasis insatisfecho, tratando desesperadamente, y sabiendo que nunca podría. Pues nunca había
podido. El Rey del Tíbet tenía dolor de tripas. ¡Oh, estar en otro lugar, haciendo otra cosa, solo!
El paisaje exterior temblaba en oleadas de miedo, que irradiaban desde las cimas le las
montañas muy lejanas. En las cimas de las montañas, parduscos y marchitos viejos consideraban
medios y fines, consideraban ruinas y portentos, consideraban porqués y porconsiguientes... Lo
ignoraban todo... y se dedicaban a enviar más miedo a lugares más alejados. El paisaje temblaba
en la noche, comenzando a estremecerse con un terror que era mayor que el miedo que había
pasado antes.
–¿Que hora es? –preguntó, y no recibió respuesta.
Hacia treinta y siete años, cuando el Rey del Tíbet había sido un muchacho, había un hombre
con una pierna, que había sido su padre por corto tiempo, y una mujer con algo de sangre de
negro en ella, que le había servido de madre.
–Puedes ser cualquier cosa, Charles –le había dicho–. Lo que prefieras ser. Un hombre puede
ser cualquier cosa que desee: el Tío Wiggly, Jomo Kenyatta, el Rey del Tíbet, si es que así lo
deseas. Blanco o negro, Charles, eso no importa. Tan solo tienes que seguir tu camino, ser bueno
y hacer. Eso es lo único que debes recordar.
El Rey del Tíbet pasaba por una mala época. Gordas blancas y colonia barata. Dinámico,
había perdido el horizonte. Exquisito, había tratado con superficies y le habían tratado de forma
similar. Consumido, había cumplido con su tiempo.
–Tengo que irme –le dijo ella.
–Aún no, un poquito más. Por favor. Así que se quedó. Con la bandera en alto, colgando
fláccida ante la ausencia de las brisas de Camelot, se quedó y sufrió. Finalmente, ella lo soltó, y
el Rey del Tíbet se metió bajo la ducha, permaneciendo cuarenta minutos. Su piel dorada se le
despellejó, se embebió; nunca estaba limpio del todo. Perfumado, bañado, aún notaba los olores
de wombats, almizcle de guarida, graneros, fútiles recipientes de fluidos nocivos. Si era un ratón
blanco, ¿por qué no podía ver su molino de ruedas?
–Escucha, muñeca, necesito quinientos pavos. Ya sé que no hemos estado juntos más que un
rato, pero los necesito de mala manera –ella fue a rebuscar en su monedero y regresó.
La odiaba más por hacerlo que por no hacerlo.
Y, por el pasado de ella, sabía que él no formaría parte de ningún futuro reconocible.
–Charlie, ¿cuándo te veré de nuevo? –¡Extraño nunca!
Llevado de allí en la carne plateada del Cadillac, su gran y bella madre-cerda, de una extensa
anchura de trescientos (comprados con su semen) centímetros de rueda a rueda, Eldorado
semidiós de cuatrocientos caballos, intrépidamente cubicando 7200 centímetros, atronando hasta
olvidarse su peso de más de dos toneladas, va... fue... Charlie... Charles... el Rey del Tíbet. Tez
Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 32
marrón dorada, tan limpia como le era posible, quinientas razones y quinientas huidas.
Conducido, conduciendo hacia el exterior.
Siempre dentro, el Rey del Tíbet iba afuera.
***
A lo largo de la ruta, Manhattan, Jersey City, New Brunswick, Trenton. En Norristown,
habiendo comido en un excelente restaurante, Charlie fue detenido en la esquina de una calle por
una voz que hizo pssst desde un buzón. Abrió la rendija y un niño con suéter y corbata sacó su
cabeza y hombros a la noche.
–Tiene que ayudarme –le dijo el chico–. Mi nombre es Batson. Billy Batson. Trabajo para la
estación de radio WHIZ y, si solo pudiera recordar la palabra exacta, y si solo pudiera decirla,
pasaría algo maravilloso. S es por la sabiduría de Salomón, H es por la fuerza de Hércules, A es
por la resistencia de Atlas, Z es por el poder de Zeus... pero después de eso me he olvidado.
El Rey del Tíbet lenta y firmemente empujó la cabeza de nuevo hacia dentro por la rendija
del buzón, y se marchó. Reading, Harrisburg, Mt. Union, Altoona, Nanty, Gb.
En el camino hacia Pittsburgh había un ratón, con manos de cuatro dedos vestido con
pantalón corto rojo y dos grandes botones amarillos en la parte delantera, haciendo auto stop.
Zapatos como dos grandes guantes de boxeo, brillantes ojos sinceros, desamparando y perdido,
permanecía en la curva con el carnoso pulgar en alto, esperando. Charlie pasó zumbando. Aquel
no era su sueño.
Youngstown, Akron, Canton, Columbus y hambriento de nuevo en Dayton.
O.
O hache i o. ¿Por qué se tuvo que ir de allí? Nunca antes había estado. Aquél era un buen
lugar. El río corría negro y el día pasaba por encima como otro río. Se metió en un aparcamiento
y ni siquiera la diosa madre Eldorado. Esperaba paciente, sabiendo que su seno tapizado estaría
pronto repleto de nuevo con el Rey del Tíbet.
–Luego te alimentaré a ti –le dijo al vehículo sensible mientras caminaba hacia el restaurante.
En el interior, en penumbras y con velas encendidas en pleno mediodía, fue acomodado en
un reservado hecho en madera, y allí colocaron frente a él un mantel blanco de lino puro, cinco
cubiertos de plata, una copa de cristal tallado en la que esperaba agua de calidad, y una promesa.
De la promesa seleccionó, arriesgándose, apuestas nueve a cinco y el favorito del día.
Una bruja aterciopelada encaramada en un taburete del bar, frente a él, se volvió, enseñó
pierna y sonrió. El le ofreció cubiertos, agua, una promesa y se pusieron de acuerdo.
Charlie miró los ojos de teca aceitada de ella por encima de la llama de la vela que había
entre ellos. Toda su piel era como una envoltura de sarán humedecida. Todos sus dientes eran
como cardos humedecidos. Toda ella era un misterio de huecos cóncavos bajo los pómulos
Charlie había comprado en cierta ocasión un aparato de televisión, porque la pelirroja del
anuncio era parte de su sueño. Había comprado un cepillo de dientes eléctrico porque la morena
con las fundas en los dientes había indicado que también ella era parte de su sueño. Y,
naturalmente, su gran Eldorado. Ese era el sueño del Rey del Tíbet.
–¿Qué hora es? –pero no recibió respuesta y, limpiándose los labios de los restos de la peche
flambée, él y la bruja aterciopelada abandonaron el restaurante: él con su sueño agrietándose, y
ella con tan solo un producto que vender.
Habla una fiesta en una casa de una colina.
Cuando pasaron por el camino de asfalto, la cinta negra bajo ellos se desenrolló como la
rasposa lengua de una gran serpiente primitiva.
–Te gustará esa gente –dijo ella, y tomó el rostro sensitivo del Rey del Tíbet entre sus manos
y lo besó largamente. Sus uñas tenían color metal plateado y sus palmas estaban ligeramente
húmedas y eran regordetas, con promesas de placeres táctiles.
Caminaron hacia la casa. Iluminada desde dentro, cada ventana tenía una faceta coloreada de
luz. Los sonidos aumentaban mientras se acercaban a la casa. El se puso a un paso por detrás de
Ha sido a causa de la hembra por lo que Nave me hizo bajar al sitio prohibido de
los globos amarillos relucientes, el lugar donde vive la intermente. Y ello se debe a la
hembra que estoy esperando en la cámara de la cúpula contigua a la cámara
intermedia. Estoy esperando a la hembra que ha de venir (he de comprender esto) de
otra nave. No de Nave, la nave que yo conozco, sino de otra nave con la que Nave ha
estado en comunicación. Yo no sabía que hubiera otras naves.
Tuve que descender al lugar de la intermente, para repararlo, así que Nave pudo
dejar que esta otra nave se acercara sin ser destruida por el perímetro defractor. Nave
no me había hablado de esto; yo lo oí en el lugar de la intermente, a las voces que
hablaban unas con otras. Las voces decían:
—¡Su padre era perverso!
Sé lo que eso quiere decir. Mi padre me lo dijo, cuando Nave dice perverso,
quiere decir más inteligente. ¿Hay otras noventa y ocho naves? ¿Son ellas las noventa
y ocho otras posibilidades? Espero que ésa sea la respuesta porque están ocurriendo
muchas cosas todas de repente, y mi hora puede que esté ya al alcance de la mano. Mi
Cuando ella llega a través de la cámara intermedia, va sin ropas lo mismo que
yo. Las primeras palabras que me dirige son:
—Starfighter Ochenta y Ocho dice que le diga que me siento muy feliz de estar
aquí; yo soy la operadora humana de Starfighter Ochenta y Ocho y para mí es un
placer conocerle.
Ella no es tan alta como yo. Yo llego hasta la línea de las planchas del cuarto y
quinto mamparos. Sus ojos son muy oscuros, yo creo que castaños, aunque quizás
sean negros. Tiene una tonalidad oscura bajo sus ojos y sus mejillas no están llenas.
Sus brazos y piernas son mucho más delgados que los míos. Su cabello es mucho más
largo que el mío, le cae por la espalda y es del mismo color marrón oscuro que sus
ojos. Sí, ahora que lo pienso bien sus ojos son castaños y no negros. Ella tiene pelo
entre sus piernas como yo, pero no tiene un pene ni una bolsa del escroto. Sus pechos
son más abultados que los míos, con pezones muy grandes que sobresalen, con
círculos marrón claro ligeramente aplanados en torno a ellos. Hay otras diferencias
entre nosotros: sus dedos son más finos y largos que los míos, y aparte del pelo de su
cabeza que cuelga tan largo, y del pelo entre sus piernas y bajo sus axilas, no tiene
pelo en ninguna otra parte de su cuerpo. O si lo tiene, es muy fino y pálido y no se le
puede ver.
Entonces de repente me doy cuenta de lo que ella ha dicho. Eso es lo que
significan las palabras confusas dichas en el casco de Nave. Es un nombre. Nave es
llamada Starfighter 31 y la operadora vive en el Starfighter 88.
Hay noventa y ocho otras oportunidades. Sí.
Ahora, como si ella estuviera leyendo mis pensamientos, tratando de responder a
preguntas que yo no había aún formulado, ella me dice:
—Starfighter Ochenta y Ocho me dijo que le dijera que yo soy perversa, y que
soy más perversa cada día...
Y ello responde al pensamiento que yo acababa justamente de tener, con el
recuerdo del rostro asustado de mi padre en los días anteriores a que lo matasen,
mientras decía: Cuando Nave dice perverso, Nave quiere decir más inteligente.
A última hora de aquella tarde, tuve que descender a la sala de control para
alterar las conexiones en un panel. La energía tenía que ser derivada de las cámaras
de impulsión hasta la Subcubierta Nueve. Recuerdo que una de las voces hablaba de
ello. Todas la; luces de las computadoras parpadean en una firme advertencia mientras
estoy allí. He estado siendo vigilado estrechamente. Nave sabe que este es un
momento peligroso. Al menos durante medí, docena de veces Nave me ordena:
—¡Sal de ahí... de ahí... de ahí...!
Obedezco cada vez, apartándome todo lo posible de los lugares prohibidos, pues
aún casi siento la necesidad de hacer mi trabajo
A pesar de la inquietud de Nave por el mero hecho de que yo esté en la sala de
control (normalmente una zona prohibida para mí) puedo echar dos maravillosos
vistazos con el rabillo del ojo a lo visores panorámicos de estribor. Allí, para gozo de mi
vista igualando su velocidad con la nuestra, está el Starfighter 88, una di mis noventa y
ocho posibilidades.
Ahora es el momento de aprovecharse de una de esas posibilidades. Perverso
significa más inteligente. Yo he aprendido más de lo que Nave sabe. Quizás.
—¡Pero quizá Nave lo sabe!
¿Qué hará Nave si soy descubierto aprovechándome de una de mis noventa y
ocho posibilidades? No puedo pensar en ello. Debo utilizar el afilado borde del anverso
de mi herramienta de reparación para cortar y hacer una abertura en una de las
conexiones del panel. Y' mientras trabajo, esperando que Nave no haya visto el ligero
movimiento extra que he hecho con la herramienta (pues hago una reparación
perfectamente aceptable de una conexión al mismo tiempo), espero el momento en que
pueda untar con la punta de un dedo cubierta de crema conductora la pared interna del
panel.
Espero hasta que la reparación ha terminado. Nave no ha hecho comentarios
sobre el corte, así que no debe haberse dado cuenta. Mientras aplico la crema
conductora en los sitios apropiados, ahueco un pequeño burujo sobre mi dedo
meñique. Cuando me lavo y seco las manos para reemplazar la cubierta del panel, dejo
el burujo en mi dedo meñique de la mano derecha.
FIN
EN EL BLANCO INVIERNO
Ella se moría y él era el hombre más rico del mundo, pero no podía comprarle la vida. De
modo que hizo lo único que podía hacer. Construyó una casa. Construyó la casa, diferente a
todas. La trasladaron allí en una ambulancia, y sus pertenencias y muebles la siguieron en
muchos camiones.
Llevaban algo más de un año de casados cuando apareció la enfermedad. Los especialistas
sacudieron la cabeza y le dieron un nombre derivado del de la paciente. También pronosticaron
que su muerte se produciría antes de un año y después de los seis primeros meses. Después se
marcharon, dejando tras ellos una serie de recetas y el olor a antiséptico. Pero él no se sintió
totalmente derrotado. Una cosa tan corriente como la muerte no podía derrotarle.
Porque él era el mejor físico empleado por la compañía AT & T en el año de nuestro señor y
presidente Farrar, 1998.
(Cuando uno es incalculablemente rico por nacimiento, siente que el poder personal no vale
nada; por consiguiente, tras haberle sido negadas las alegrías del trabajo duro y pesado y la
miseria más abyecta, un hombre tal ha de labrarse un porvenir por sí mismo. Y él se convirtió,
siendo inmensamente rico, en el mejor físico del mundo y de todos los tiempos. Lo cual fue
suficiente para él... hasta que la conoció. Entonces, deseó mucho más.)
No tenía por qué trabajar para la AT & T, pero le gustaba. Le permitían el uso de los
laboratorios de investigación, con todas las facilidades que ello suponía, para explorar en su
afición favorita: el tiempo y su contracción.
Sabía más respecto a la naturaleza del tiempo que cualquier otro ser humano.
Podía afirmarse que Carl Manos era el mismo Cronos-Ops-Saturno-Padre del Tiempo, ya que
además encajaba en la descripción, con su barba larga y negra, y su bastón semejante a una
guadaña. Conocía al tiempo como nunca lo había conocido hombre alguno, y poseía el poder y la
voluntad, además del amor, de explotar tal conocimiento.
¿Cómo?
Bien, estaba la casa. El mismo la planeó. La hizo construir en menos de seis semanas,
solucionando por sí mismo una huelga a fin de asegurar que quedaría lista a tiempo.
¿Qué tenía de especial aquella casa?
Tenía una habitación; una habitación distinta a todas las demás del mundo entero.
En dicha habitación, el tiempo ignoraba las leyes de Albert Einstein, obedeciendo sólo las de
Carl Manos.
¿Cuáles eran estas leyes y cuál era esta habitación?
Para invertir el orden de las preguntas, la habitación era el dormitorio de su amada Laura, que
padecía de «lora manosismo», una enfermedad del sistema nervioso central cuyo nombre, como
se ha dicho, los médicos habían derivado del nombre de la paciente. La enfermedad era
tremendamente degenerativa; cuatro meses después del diagnóstico la enferma estaría postrada.
Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 51
Cinco meses, y sería una ciega incapaz de hablar. De seis meses a un año...sobrevendría la
muerte. Mientras tanto, vivía en el dormitorio donde el tiempo temía entrar. Vivía allí, mientras
él trabajaba y luchaba por ella. Era así porque por cada año que transcurría fuera del cuarto,
dentro de él sólo pasaba una semana. Carl lo había dispuesto de este modo, y le costaba ochenta
y cinco mil dólares semanales mantener el equipo necesario. Deseaba verla viva y curada, por
muy costoso que ello resultase, aunque el aspecto de su barba cambiase a cada semana
transcurrida para ella. Contrató especialistas y dotó económicamente a una fundación dedicada a
la curación de su amada. Y cada día él envejecía un poco. Aunque ella tenía diez años menos que
él, la diferencia aumentó rápidamente. Y no obstante, él trabajaba para que el tiempo
transcurriese aún más despacio en el dormitorio.
—Señor Manos, el gasto es ahora de cien mil dólares semanales.
—Los pagaré —les dijo a los empleados de las compañías de luz y energía.
Y pagó. Cada año valía solamente tres días.
Y entraba en el dormitorio y hablaba con ella.
—Estamos a nueve de julio —dijo en una ocasión—. Cuando he salido de aquí esta mañana
estábamos en Navidad. ¿Cómo te encuentras?
—Me falta la respiración —jadeó ella—. ¿Qué dicen los médicos?
—Aún nada —respondió él—. Se ocupan de tu problema, pero la respuesta aún no está a la
vista. —No creo..., no creo que la encuentren.
—No seas fatalista, amor mío. Si existe un problema, tiene que haber una solución... y
tenemos mucho tiempo por delante. Todo el tiempo del mundo.
—¿Me has traído un periódico?
—Sí. Esto te mantendrá animada. Ha habido una guerra relámpago en África y ha aparecido
un nuevo candidato presidencial.
—Ámame, por favor.
—Te amo.
—No, esto ya lo sé. Por favor, bésame.
Sonrieron ambos ante el temor a pronunciar ciertas palabras, pero él la besó fervientemente.
Luego, tras aquel corto instante de verdad, él murmuró:
—Laura, he de decirte lo que ocurre. Todavía no hemos llegado a ninguna parte, pero los
mejores neurólogos del mundo trabajan para mí. Ha habido otro caso cómo el tuyo desde que te
encerraste aquí..., bueno, desde que estás aquí, y ya ha muerto. Pero los médicos han aprendido
algo de ese caso y seguirán aprendiendo. Te he traído una nueva medicina.
—¿Pasaremos juntos la Navidad? —preguntó ella.
—Si quieres...
—¡Oh!, sí.
Y él la complació.
Llegó por Navidad, y juntos adornaron el árbol y abrieron los regalos.
—¡Valiente Navidad sin nieve! —comentó Laura.
Pero él le llevó nieve, un leño Yule y su amor.
—Me parece —susurró ella— que a veces ya no puedo mantenerme en pie. Tú haces cuanto
puedes sin lograr nada, de modo que sólo sirvo para molestarte. Lo siento.
Medía metro sesenta de estatura y tenía el cabello negro. ¿Negro? Tanto, que casi era azul, y
sus labios ostentaban un tono rosado, como un par de conchas de coral. Sus ojos eran como un
crepúsculo sin nubes, donde el día se ponía en el azul. Sus manos temblaban levemente cuando
las movía, que era muy pocas veces.
—Laura —repuso él—, mientras ambos estamos aquí sentados, ellos trabajan. La solución, la
cura, vendrá... con el tiempo.
—Lo sé.
—Aunque a veces te preguntas si habrá bastante tiempo. ¡Oh!, sí, lo habrá. El tiempo no pasa
virtualmente para ti, mientras que fuera lo hace con increíble rapidez. No te preocupes.
Descansa. Te devolveré la salud.
Al principio, no acertó a analizar sus sentimientos. Sin embargo, siempre volvía a él como
acompañamiento del recuerdo de aquella visión: las dos mujeres moviéndose en torno a la mesa
repleta de paquetes, hojeando los libros, sosteniendo las cintas magnetofónicas ante sus ojos para
examinar las grabaciones y charlando de los nuevos tesoros, excluyéndole a él por completo.
Era una sensación de alejamiento, como el resultado de una pequeña separación, pero podía
ser algo más. Las dos mujeres tenían algo en común, algo que no existía entre Laura y él.
Compartían el amor por el arte, al que él había concedido muy poco tiempo. Asimismo, estaban
juntas en una zona bélica, solas en una habitación asediada por su enemigo, el tiempo. Y esto las
había unido más aún, pues compartían la experiencia de desafiar a la edad y a la muerte. Poseían
aquella habitación donde él era ya un extraño. Era...
De pronto, decidió que estaba celoso, y la idea le sorprendió. Estaba celoso de lo que las dos
compartían en común. Este pensamiento le asombró, le aturdió. Pero entonces, impresionado por
la sensación de falta de valor personal, reconoció dicha impresión como otra prueba de este
estado. Y trató concienzudamente de apartar este sentimiento lejos de sí.
Pero, por supuesto, nunca había habido otra Laura ni otro ménage como el suyo.
¿Era en la culpa donde debía buscar la respuesta?
No estuvo seguro.
Pidió por clave una taza de café recién hecho, y cuando llegó, sonrió a los ojos, tal vez los
suyos, que le contemplaban a través del vapor y la negrura de la superficie de la taza. Su
conocimiento de los antiguos se había detenido en sus leyendas y teorías del tiempo. Cronos, o el
tiempo, había sido castrado por su hijo, Zeus. Con esto, se decía, los sacerdotes y los oráculos
querían dar a entender que la noción del tiempo no puede brindar cosas nuevas, sino que ha de
repetirse a sí misma, complaciéndose con las variaciones de lo que siempre ha existido. Y por
esto, Carl sonrió.
¿No era la enfermedad de Laura algo nuevo en el mundo? ¿Y no era él el dueño del tiempo?
¿No era este dominio suyo la causa de otra cosa: el remedio de la enfermedad?
Olvidados al mismo tiempo la culpa y los celos, sorbió el café, tabaleando con los dedos para
dejar oír una melodía desconocida, mientras las partículas y antipartículas bailaban ante él en sus
cámaras, y de este modo el tiempo se mantenía quieto.
Y cuando aquella tarde resonó el visor, aquella tarde en que él estaba allí sentado, como humo
blanco, delante del Tachytron, con las arcaicas gafas levantadas hasta la frente, una taza de café
frío delante, sobre el tablero de mando; mientras estaba como sentado en su propio interior,
apartó de sí la recordada culpa para cambiarla por una premonición.
El visor volvió a llamar.
Sería un médico... y tal vez...
Los resultados de tos últimos experimentos (viajes al arco iris, adonde ningún físico había
llegado antes) se habían integrado con la labor de los médicos, y su premonición se transformó
en una realidad maravillosa.
Fue a notificarle a Laura que habían vencido; fue a la habitación fuera de la cual el tiempo
asediaba con frustración creciente; fue a restablecer la plena medida de su amor.
Fue al lugar donde las encontró amándose.
Yolande estaba sentada, leyendo. Otra vez Neruda. ¡Cómo solía volver a él!
En la cama, la que había sido Laura yacía en descomposición. El tiempo, sin darse cuenta de
nada, ni siquiera de su misma existencia, sin saber que todos eran sus víctimas, incluso él mismo,
había obtenido finalmente la victoria.
—«Ven, diminuta vida —leía Yolande—, entre las alas de la Tierra, mientras tú, cristal
helado en el aire machacado, / separando esmeraldas en orden de batalla. / ¡Oh!, aguas salvajes,
cae de las gemas de la nieve. »
Yolande dejó el libro sobre su regazo, y se reclinó en la butaca, con los ojos cerrados. Y para
ella, los años transcurrieron rápidamente.
Éste es mi relato más reciente. Tiene poco más de seis meses. Lo escribí entre las
12 del mediodía y las 7.30 de la tarde en el escaparate de una librería del barrio de
Saint Germain, en París, el miércoles 14 de mayo de 1980.
Como Georges Simenon antes que yo, que se sentó en un escaparate de la
editorial Gallimard en París a principios de siglo (si alguien sabe la fecha exacta, me
sentiré muy agradecido de recibir esa información) y escribió toda una novela en una
semana —dignificando así, como yo más tarde, el acto de crear en público—, he
creado algunas de mis obras ante multitud de gente no sólo en Boston, Los Ángeles,
Metz (Francia), San Diego, Londres y Nueva York, sino también en París...
Simenon ya no está, pero sonrío al pensar que estoy siguiendo sus pisadas.
Las circunstancias fueron interesantes, así como sus condicionantes. Dado que los
periodistas de París —televisión, revistas y periódicos— eran escépticos con respecto
a la empresa (¿acaso ignoraban que Simenon también lo había hecho?) y sugirieron
que podía tratarse de algo amañado de antemano (que yo usaría una historia ya
escrita o que escribiría una la noche antes) decidí hacerlo de la siguiente manera para
asegurar la autenticidad de la espontaneidad.
Los propietarios de la librería —Temps Futurs, en el 8 de la Rué Dante— tenían
que pensar en el tema sobre el que deseaban que yo escribiera. Tenían que imaginar
un punto de partida: una historia de amor, una aventura de piratas, una fantasía.
acerca de las ninfas, lo que fuera..., y hasta que yo no entrara en la tienda con mi fiel
Olympia portátil no iban a decirme cuál iba a ser el tema de mi trabajo de aquel día.
Cuando los periodistas oyeron eso, dijeron que era imposible trabajar de esa forma,
que los artistas no creaban así.
Cuando entré en Temps Futurs, Stan y Sophie Barets me habían preparado una
plataforma en el escaparate, una pesada mesa de caballetes, una silla... y Perrier.
Preparé mi máquina de escribir, papel, pipa y tabaco, mi líquido corrector, plumas,
rotuladores, y Perrier. Hice que pusieran en el estéreo de la tienda una cassette de
Django Reinhardt... y esperé.
Stan, con aspecto avergonzado, me dijo que durante la tarde anterior, mientras
intentaba pensar en algo nuevo e inteligente para que yo lo utilizara como arranque,
había recibido una llamada telefónica de un disc jockey parisino que se hada llamar El
Hombre Lobo. El disc jockey le había dicho que si yo escribía una historia acerca de un
hombre lobo, iba a hacer publicidad de la librería durante todo el día y la noche por la
radio.
De modo que Stan dijo:
—Quiero que escribas una historia acerca de una mujer lobo que al mismo tiempo
es una violadora.
Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 58
Y uno de los empleados de la librería, al oír eso, añadió:
—Y que tenga el pelo rubio y muy largo.
Y Sophie dejó oír su voz:
—Y tiene que ocurrir en París.
Mi respuesta no fue un desánimo completo, pero se le pareció. Porque lo que es
originalidad, había mucha y muy abundante. La idea de los licántropos, hombres o mujeres, era
una idea muy trabajada. Pero añadirle violación, violación de hombres por una mujer, lo cual
es virtualmente imposible, era casi demasiado original como para trabajar en ello. El pelo
rubio no era ningún problema, pero aquél era tan sólo mi segundo viaje a París: apenas
hablaba el idioma, y no conocía la ciudad lo suficiente como para utilizarla en la historia con
un asomo de autenticidad.
Pero acepté los términos del trato, de modo que dije que lo haría. La mente
empezó a funcionar en esa forma que yo denomino el arte de escribir, una forma que
utiliza la habilidad y los subterfugios propios de un candidato presidencial evitando
tomar posiciones en un asunto delicado.
Por ejemplo: ¿quién dice que la mujer tiene que violar al hombre?
Y: la librería está llena de parisinos que conocen la ciudad. ¿No es ésta una
referencia muy a mano para crear una geografía y una ambientación adecuadas?
Sin mencionar: ¿no he leído en algún lugar que los sádicos que brutalizan a sus
parejas descubren que el pene se congestiona y entra en erección en el momento de
mayor dolor o muerte? (.Fue Sade? ¿Gilíes de Rais? ¿Sacher-Masoch? ¡Oh, qué
demonios! ¿Quién va a contradecirme, cuántos husmeantes expertos en cine van a
estar por ahí?
Así que tomé la idea básica para el argumento y empecé a escribir. Durante todo el día los
periodistas acudieron y zumbaron a mi alrededor, tomaron sus fotos y yo firmé libros para los
visitantes, respondí a preguntas estúpidas, escuché a Django, fumé mi pipa, bebí mi Perrier... y
escribí. La historia que tienen ustedes ahí.
Para ella, la oscuridad nunca llegaba a la Ciudad de la Luz. Para ella, la noche era el
tiempo de la vida, un tiempo lleno de momentos de luz más brillantes que todo el neón
barato que mancillaba Champs Elysées.
Como no había llegado nunca a Londres, ni a Bucarest, ni a Estocolmo, ni a
ninguna de las quince ciudades que había visitado en sus vacaciones. Su gira de
gourmet por las capitales de Europa.
Pero la noche había llegado frecuentemente a Los Ángeles.
Precipitando su huida, obligando a la precaución, produciendo dolor y hambre, una
terrible hambre que no podía ser saciada, un dolor que no podía ser arrancado de su
cuerpo. Los Ángeles se había vuelto peligrosa. Demasiado peligrosa para uno de los
hijos de la noche.
Pero Los Ángeles había quedado atrás, y todos los titulares de los periódicos
acerca del carnicero loco, acerca del destripador, acerca de las terribles muertes. Todo
quedaba atrás... y también Londres, Bucarest, Estocolmo, y una docena de otros
pastos. Quince maravillosos salones de banquete.
Ahora estaba en París por primera vez, y la noche se acercaba, con toda su luz y
toda su promesa.
En el Hotel des Saints Peres se bañó meticulosamente, tomándose el tiempo que
siempre se tomaba antes de salir a cenar, antes de salir en busca de la pasión.
Se había quedado sorprendida al descubrir que los hoteles en Francia no proporcionaban
manoplas de baño. Al principio pensó que la doncella había olvidado dejar la suya en la
habitación, pero cuando llamó a la recepción, la chica que respondió al teléfono no pudo
comprender de qué le estaba hablando. El inglés de la recepcionista no era bueno, y el francés
era casi incomprensible para Claire. Claire hablaba muy bien en Los Ángeles, pero eso no le
Fin
Y fue allí, ocho meses más tarde, que Rudy la encontró... en esa enorme y fea casona cercana
a la Western Avenue en Los Ángeles; viviendo con ellos, todos ellos: no sólo con Jonah, sino
con todos ellos.
Era noviembre en Los Ángeles, en el atardecer y soplaba una brisa fría inexplicable en un
sitio tan cercano del sol. El llegó por la vereda y se detuvo frente al lugar. Era una casona gótica,
feísima, con el pasto a medio cortar y la herrumbrada cortadora detenida en medio de un
inacabado sendero: como si el pasto medio cortado fuera un gesto apaciguador dirigido a los
indignados inquilinos de las dos casas de departamentos que se asomaban amenazadoras a cada
lado de la estructura cuadrada.
Qué extraño: los departamentos eran más altos; la vieja casona se agazapaba entre ellos, pero
parecía dominarlos. Qué extraño.
Las ventanas que daban a la escalera estaban cubiertas con cartón.
Había un cochecito de bebé volcado sobre el sendero de entrada.
La puerta era profusamente tallada y ornamentada.
Un pesado respirar parecía brotar desde la oscuridad interior.
Rudy acomodó ligeramente su bolso de lona sobre el hombro. La casona lo atemorizaba. Su
respirar se había hecho dificultoso desde que estaba allí, y un pánico que nunca pudo describir
tensaba los anchos músculos de sus omóplatos. Miraba el cielo oscurecido a los costados de la
casa, como buscando una salida, pero lo único que podía hacer era avanzar. Kristina estaba allí.
Otra joven respondió al llamado saliendo a la puerta.
Lo miró sin hablar, su largo cabello rubio casi ocultaba su cara. Sus ojos lo espiaron a través
de un cortinaje de Clairol y suciedad.
Cuando preguntó por Kris por segunda vez, ella se humedeció los costados de la boca con la
lengua y un tic sacudió su mejilla. Rudy apoyó su bolso con fuerza en el suelo.
—Kris, por favor —dijo con ansiedad.
La rubia se dio vuelta y volvió al sombrío hall de la vieja y pavorosa casa. Rudy se paró en el
umbral y súbitamente —como si la rubia hubiera sido una barrera, y su partida la hubiera
levantado— fue asaltado, como una bofetada, por una vaharada acre. Era el olor a marihuana.
La respiró pensativo y la cabeza le dio vueltas.
Retrocedió un paso, como buscando las últimas pulgadas de luz que se filtraban sobre los
departamentos; luego el sol desapareció. Con la cabeza aún zumbando se adelantó, penetrando
en la casa arrastrando el bolso de lona.
No recordaba haber cerrado la puerta, pero cuando la miró, algún tiempo más tarde, vio que
estaba cerrada tras de él. Encontró a Kris en el tercer piso, tirada contra un oscuro placard, su
mano izquierda acariciaba un desteñido conejito de trapo rosa, su mano derecha estaba en su
boca, el meñique doblado, el anillo del pulgar sostenía un joint medio apagado del cual sorbía las
últimas maravillas. Una infinidad de olores surgían de! armario: el de las medias sucias y
transpiradas era tan penetrante como un guiso, sacos de lanilla que la lluvia había cubierto de
moho al secarse, un burlón estropajo con su fragancia a polvo viejo, endurecido y mugriento, y el
dominante olor de la yerba que ella había estado fumando quien sabe por cuanto tiempo... y que
aún la mantenía bajo sus efectos. Y tan hermosa como podía llegar a ser.
—¿Kris?
Lentamente levantó la cabeza y lo miró. Mucho más tarde, logró enfocar sus ojos y comenzó
a llorar.
—Vete de aquí.
En el vívido silencio de la casona susurrante, en la oscuridad sobre su cabeza, Rudy oyó el
súbito sonido de alas peludas batiendo furiosamente por un segundo, luego nada.
FIN