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Harlan ELLISON

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 1


CONTENIDO:

Reseña Biográfica y Bibliográfica

Arde el cielo
El pájaro de la muerte
En el circo de los ratones
Los operadores humanos, en colaboración con A. E. Van Vogt
No vengas a mí en el blanco invierno, en colaboración con Roger Zelazny
Pisadas
Quebrado como un duende de cristal

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RESEÑA BIOGRAFICA DE

Harlam Ellison

(De Wikipedia)

Harlan Jay Ellison (27 de mayo de 1934 - ), nacido en Cleveland (Ohio, EE.UU.), es un
prolífico y brillante escritor de novelas e historias cortas especializado en literatura fantástica, de
terror y, sobre todo, de ciencia ficción.

En 1956 comenzó a enviar historias de ciencia ficción a diversas revistas (más de cien relatos
cortos y artículos) hasta que al año siguiente le llamaron a filas para servir dos años en el ejército
de los EE.UU. (desde 1957 hasta 1959). Posteriormente, en 1962, se mudó a California y
comenzó a tener contacto con el mundo de la televisión, para la que ha escrito numeroso material
para series de ciencia ficción como Outer limits, The twilight zone, Star Trek (la serie original) o
Babylon 5.

A lo largo de cuarenta años de carrera ha ganado multitud de premios por la inmensa cantidad de
libros que ha escrito o editado, así como por sus historias, ensayos artículos y columnas
periodísticas, series de televisión, ... Entre dicho premios cabe destacar los premios Hugo (el
mayor premio que se concede en literatura de ciencia-ficción), Nebula, Bram Stoker, el premio
de la Horror Writers Association, varios Edgar Allan Poe o varios Audie.

Sus cuentos más famosos son La bestia que gritaba amor en el corazón del universo (en inglés,
The beast that shouted love at the heart of the world), No tengo boca y debo gritar (en inglés, I
have no mouth and I must scream) y ¡Arrepiéntete Arlequín!, dijo el Sr. Tic-Tac (en inglés,
Repent, Halerquin! Said the Ticktockman).

Su obra ha sufrido numerosas adaptaciones a multitud de medios, entre ellas un videojuego


basado en I have no mouth... en el que su voz aparecía como representación del ordenador.

Cabe destacar que no resulta sencillo realizar una biografía rigurosamente cierta sobre el autor,
pues existen multitud de versiones distintas de su vida, totalmente disparatadas algunas, pero
muy creíbles otras. Es difícil distinguir los hechos reales de los que no lo son, pues al autor le
gusta bromear (en su página web podemos incluso ver una recopilación de biografías ficticias
muy imaginativas).

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Arde el cielo

Harlan Ellison

Caían llameantes de un cielo ciego, y en los primeros días murieron diez mil de ellos. Los
gritos resonaron en nuestras cabezas y las mujeres corrieron hacia las colinas para no oírlos. Pero
no había ninguna escapatoria posible… ni para ellas ni para ninguno de nosotros. La muerte
ardía en el cielo, y lo más terrible, lo más increíble de todo era que aquella muerte, o mejor dicho
aquella cosa que moría, no éramos nosotros.
Comenzó al caer la noche. El primero apareció como una estrella fugaz surgiendo de la
oscuridad. Apenas se había desvanecido en las tinieblas cuando surgió otro, y luego otro más, y
muy pronto el cielo se convirtió en un brillante cofre resplandeciente con el fuego de
desconocidos diamantes.
Desde el techo del observatorio podía verlos, a todos ellos, minúsculos puntitos brillantes,
una lluvia de fuego cayendo en cascada. Y de pronto, sin que nadie me hubiera dicho nada, supe
que estaba ocurriendo algo importante. No importante en el sentido en que lo es una guerra…
pero tan importante como lo fue la creación del universo y como lo podría ser su muerte. Y supe
que aquello estaba ocurriendo en toda la Tierra.
No cabía la menor duda. Tan lejos como alcanzaba la vista el horizonte llameaba y
relampagueaba sin descanso. El cielo no se veía más claro por ello, sino que parecía como si una
mano desconocida hubiera esparcido un millón de nuevas estrellas que brillaban tan solo durante
una millonésima de segundo.
Mientras contemplaba aquel espectáculo, Portales me llamó desde abajo.
—¡Frank! ¡Baje, Frank! ¡Es algo fantástico!
Me dirigí al domo del telescopio y lo encontré inclinado sobre el ocular. Golpeaba
rítmicamente el cuadrante de corrección Vernier. Era un golpeteo tan inútil como extraño. Un
golpeteo que no tenía el menor significado.
—Mire esto, Frank. Échele una ojeada—su voz reflejaba una creciente incredulidad.
Lo aparté con el codo y me senté en el sillín. El telescopio apuntaba a Marte. El cielo de
Marte también ardía. Los mismos puntos luminosos, los mismos trazos de intenso fuego cayendo
en espirales. Pasamos toda la noche estudiando el planeta rojo, ya que aquella parte del cielo
estaba clara. Podía ver el espectáculo con mucha precisión, los llameantes trazos, luego de nuevo
la oscuridad, cubriendo todo el planeta.
—Llama a Bikel en Wilson—le dije a Portales—. Pregúntale qué está ocurriendo con Venus.
Oí a Portales marcar el número detrás de mí, y luego escuché distraídamente su conversación
con Aaron Bikel, del monte Wilson. Podía ver los reflejos vacilantes de la pantalla vídeo del
teléfono, pero no me giré para contemplar el rostro de nuestro colega. Sabía ya cual iba a ser la
respuesta.
Portales cortó la comunicación, y los colores se desvanecieron.
—Lo mismo—dijo bruscamente, como si me desafiara a hallar una respuesta mejor.
No me molesté en contestarle. Hacía tres años él había hecho todo lo posible por obtener mi
puesto de director del observatorio sin conseguirlo, de modo que ya me había habituado a su
hostilidad. De tanto en tanto tenía incluso que darle un toque de atención para situarlo en su
lugar…
Permanecí un instante más observando el cielo, y luego abandoné la cúpula.
Fui abajo y conecté la radio de onda corta. Intenté captar lo que decían al respecto Tokio,
Heidelberg o Johannesburgo. Durante el tiempo que moví el dial arriba y abajo no conseguí
hallar la menor información acerca del fenómeno. Y sin embargo, estaba seguro de que todo el
mundo debía estarlo observando.
Regresé a la cúpula para cambiar las coordenadas del telescopio.

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Tras discutir con Portales, dirigí el telescopio hacia abajo hasta que captó exactamente la
capa atmosférica. Puse en marcha el mecanismo de desplazamiento horizontal e intenté obtener
una vista panorámica del cielo. Sin embargo, no conseguí captar más que los destellos de luz en
el momento de su explosión. Conecté entonces el mecanismo fotográfico y le di el ángulo
máximo. Inmovilicé el telescopio y comencé a tomar fotos. Me dije que la frecuencia de los
resplandores luminosos conduciría fatalmente a algunos de ellos hasta el campo de visión del
aparato.
Luego bajé de nuevo junto a la radio. Me pasé dos horas tanteando y finalmente conseguí
captar un boletín informativo suizo. Por supuesto, tenía yo razón.
Portales me telefoneó al cabo de dos horas. Había impresionado ya toda una película y
pensaba revelarla. Era algo demasiado importante como para que se lo dejara a sus fantasías de
adolescente y corriera el peligro de que me estropeara una foto buena, así que le dije que no las
tocara, que ya me ocuparía yo personalmente.
Una vez reveladas, tuve que rebuscar entre treinta o cuarenta cielos vacíos antes de encontrar
diez que contenían lo que estaba buscando.
No se trataba de meteoritos.
Al contrario.
Cada uno de aquellos destellos en el cielo era una criatura. Una criatura viva. Pero no
humana. En absoluto.
Las fotos revelaban a qué se parecían, pero hasta que la nave draga no consiguió arrancarle al
cielo una de aquellas criaturas no nos dimos cuentas de lo grandes que eran, de que brillaban
interiormente con un resplandor rojizo, y de que se comunicaban telepáticamente.
Por lo que pude saber, su captura no representó ningún problema. La nave abrió su escotilla y
puso en marcha el mecanismo de succión empleado para dragar los restos espaciales a la deriva.
Sin embargo, la criatura hubiera podido evitar el ser capturada simplemente colocando una de
sus manos provistas de siete garras a cada lado de la escotilla y resistir a la succión. Pero, como
pudimos saber más tarde, deseaba ser capturada. Tenía cinco mil años de edad. Sus semejantes
ignoraban que nosotros estuviéramos tan evolucionados, pero ella debió darse cuenta… Cuando
me llamaron, junto con otros quinientos hombres de ciencia (Portales se las arregló para obtener
una plaza en el grupo), acudí al Instituto Smithsoniano, donde había sido instalada la criatura. Al
verla nos sentimos fascinados… maravillados.
El o ella, nunca llegamos a saberlo, se parecía al dios egipcio Ra. Tenía cabeza de halcón, o
al menos se le parecía. Sus enormes ojos estaban moteados de negro, púrpura y ámbar. Su cuerpo
era tan delgado que parecía demacrado. Sin embargo, era un humanoide, con dos brazos y dos
piernas. Su cuerpo poseía pliegues y articulaciones que jamás podrían ser hallados en un cuerpo
humano. Pero tenía una caja torácica claramente distinguible, y sus nalgas, sus rodillas, su
mentón, eran elementos bien visibles de su anatomía. La criatura era de color pálido lechoso, con
una cresta de un color azul brillante que iba palideciendo progresivamente hasta llegar al blanco.
Su pico era de color azul claro, fundiéndose en su borde con el pálido de su carne. Cada pie tenía
siete dedos, cada mano siete garras.
El dios Ra. El dios del sol. El dios de la luz.
La criatura brillaba interiormente con una luz nacarada débil pero distinguible, que lo
rodeaba como un halo. Lo miramos en su jaula de vidrio. No tenía nada que decir. La primera
criatura de otro mundo… Probablemente viajaríamos al espacio dentro de algunos años, más
lejos que la Luna, que habíamos alcanzado en 1970, o que Marte, cuya primera
circumnavegación se produciría en 1976, pero por lo que sabíamos el universo era vasto e
infinito. Y allá lejos, en lo profundo, descubriríamos criaturas increíbles que desafiarían a toda
imaginación.
Pero esta era la primera.
La miramos. El ser medía diez metros de altura.
Portales le murmuró algo a Karl Leus, de Caltech. La forma que tenía de no renunciar jamás
me hizo gruñir despectivamente. Había que reconocer que era un especialista en intrigas. Un

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auténtico arribista. Leus hizo una inclinación de cabeza. Evidentemente lo que tenía que decirle
Portales no le interesaba en absoluto, pero había recibido el premio Nobel en 1963 y tenía que
mostrarse educado, incluso con un arribista tan antipático como mi asistente.
Un militar—su nombre importa poco—estaba en el estrado, junto a la enorme jaula de vidrio
donde se hallaba la criatura mirándonos a todos sin hacer el menor movimiento.
Se habían introducido todo tipo de alimentos en la jaula por una trampilla, pero la criatura no
había tocado ninguno. Permanecía mirándonos a todos, silenciosa aunque no disgustada, inmóvil
pero atenta a todo.
—Señores, su atención, por favor—dijo el militar, con una voz cantarina.
Se tardó largo tiempo en conseguir el silencio entre el grupo de hombres y mujeres reunidos
ante la jaula. Aquello probaba suficientemente el desprecio que sentíamos hacia él y sus medidas
de seguridad, que nos habían causado tantos problemas cuando entramos a la reunión.
—Les hemos llamado aquí—una muestra de pedantería aquel les, como si él solo encarnara a
todo el gobierno—a fin de intentar desvelar el misterio que se cierne en torno a este ser y para
procurar saber qué ha venido a buscar a la Tierra. Presentimos en esta criatura un terrible peligro
para…
Siguió hablando, machacando una impresionante cohorte de advertencias para ponernos en
guardia contra todas las naciones del mundo. No parecía darse cuenta de que nos estábamos
burlando de él, y que ardíamos en impaciencia por echarlo de aquel estrado. Aquella criatura no
representaba ninguna amenaza. Si no la hubiéramos capturado, él, ella, ello, aquella cosa, aquel
ser, se hubiera visto reducido a cenizas como todos sus compañeros, consumiéndose en nuestra
atmósfera.
Sin embargo, le escuchamos hasta el final. Luego nos acercamos y miramos fijamente a la
criatura. Ella abrió el pico y esbozó lo que podría ser interpretado como una extraña sonrisa. Me
estremecí. Me estremecí como me estremezco cuando escucho una música profundamente
emotiva o cuando hago el amor. Todas las fibras de mi cuerpo se agitaron con un temblor
primitivo. No puedo explicarlo, pero aquello era el preludio de algo. Mis pensamientos se
detuvieron. Mi existencia quedó en suspenso… si es que el cogito ergo sum es una prueba
innegable de existencia. Dejé de pensar y me permití respirar aquella esencia alienígena,
saborear el aroma del espacio, los universos inaccesibles y un mundo en particular.
Un mundo donde los vientos son tan fuertes que los habitantes tienen los pies provistos de
garfios para clavarlos en la verde y firme tierra y asegurar su andadura. Un mundo donde, en esta
estación, el follaje estalla en una orgía de colores, y en la siguiente un color blanco lechoso lo
recubre todo. Un mundo donde las lunas triples surcan un cielo azabache, acompañadas en su
viaje por el canto de los océanos y de los desiertos desplegándose sobre las invisibles cuerdas de
un laúd. Un mundo maravilloso, más viejo que el hombre y que la memoria del Eterno.
Cuando mi mente volvió a funcionar, me di cuenta de que estaba escuchando a la criatura.
Ithk: ese era su nombre, su denominación, su género, o cualquier otra cosa que la identificara.
Era una entre los cientos de miles de criaturas semejantes a ella que estaban llegando al sistema
solar.
¿Llegando? No, aquella no era quizá la palabra exacta. Habían venido…
No, no con cohetes, no con nada tan burdo como eso. Ningún vehículo espacial, ni siquiera el
poder de la mente. Simplemente habían saltado de su mundo (¿cómo expresarlo?; era una
palabra que ningún idioma humano podía formular y que ninguna mente humana era capaz de
concebir) a este en unos pocos segundos. No instantáneamente, ya que eso hubiera supuesto
algún mecanismo o una dilatación del poder cerebral. Era algo que estaba más allá y más por
encima de todo esto. Era la esencia misma del viaje. Pero habían venido. Habían atravesado las
megagalaxias recorrido centenares, miles de años luz… la infinita distancia que separa su mundo
del nuestro. E Ithk era uno de ellos.
Entonces empezó a hablarnos a algunos de nosotros.
No a todos los que estábamos reunidos allí, ya que era visible que algunos no le oían. No lo
atribuyo a la bondad o a la maldad que albergaban algunos de nosotros, ni a la inteligencia, ni

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siquiera a la sensibilidad. Quizá todo ello no fuera más que un capricho por parte de Ithk, o quizá
aquella forma de actuar le era dictada por la seguridad. Podía darme cuenta de que Portales no
oía nada, mientras que el rostro del viejo Karl Leus estaba transfigurado por el éxtasis.
Comprendí que él también estaba recibiendo el mensaje.
Ya que la criatura se comunicaba con nosotros telepáticamente. No me sorprendió, ni me
turbó, ni siquiera me impresionó. Me pareció normal. Era algo que concordaba con la actitud y la
mirada de Ithk, algo acorde con su aureola y con su llegada.
Nos habló.
Y cuando hubo terminado, algunos de nosotros subieron al estrado y abrieron los cierres que
precintaban la jaula de cristal. Todos sabíamos que Ithk podía haberla abandonado en cualquier
momento si hubiera querido. Pero Ithk quería saber, antes de consumirse como lo habían hecho
sus compañeros, y se había informado acerca de nosotros, de este humilde pueblo de la Tierra.
Y había satisfecho su curiosidad durante aquel corto instante en que había hecho una pausa
antes de precipitarse a su último holocausto. Era curioso… Puesto que la última vez que su
pueblo había venido aquí, la Tierra no estaba poblada de criaturas que hubieran salido al espacio.
Ni siquiera a una distancia tan ridículamente corta como la que habíamos ensayado nosotros.
Pero ahora su pausa había terminado, e Ithk debía realizar aún un corto trayecto. Había
recorrido un camino incomparablemente largo con una finalidad muy precisa y, aunque todo
aquello le había interesado momentáneamente, estaba ansioso por reunirse con sus compañeros.
Así que abrimos la jaula, que en ningún momento había encerrado realmente a una criatura
que podía haber salido de ella cuando lo hubiera deseado, e Ithk ya no estuvo allí. Se había ido.
El cielo seguía ardiendo.
Una pequeña estrella suplementaria nació de pronto, trazó un rastro a toda velocidad en la
atmósfera, y se consumió como una antorcha apagándose. Ithk se había ido.
Nosotros también nos fuimos.
Aquella noche, Karl Leus saltó desde el piso treinta y dos de un edificio de Washington.
Otros nueve científicos murieron de la misma forma. Y aunque yo no me decidí a hacer lo
mismo, la muerte estaba en mí. Me sentía invadido por una mezcla de futilidad y desesperación.
Regresé al observatorio e intenté apartar de mi mente y de mi alma el recuerdo de lo que Ithk
había dicho. Si hubiera sido tan receptivo como Leus o cualquiera de los otros nueve, hubiera
podido desaparecer inmediatamente. Pero no era como ellos. Ellos comprendieron la enorme
profundidad de lo que había dicho y se quitaron la vida. Puedo comprenderles.
Desde que supo la noticia, Portales acudió a verme.
—Se han… se han suicidado—balbuceó.
—Sí. Se han suicidado—respondí, cansado, mirando desde el observatorio al incandescente
cielo. De nuevo era de noche. Una noche perpetuamente iluminada.
—¿Pero por qué? ¿Por qué lo han hecho?
Hablé para escuchar mis pensamientos, puesto que sabía lo que estaba ocurriendo.
—A causa de lo que ha dicho la criatura.
—¿Qué ha dicho?
—A causa de lo que nos ha dicho y de lo que no nos ha dicho.
—¿Ha hablado?
—A algunos de nosotros. A Leus, a los otros nueve, y a algunos otros también. A mí entre
ellos.
—¿Pero por qué yo no la he oído? ¡Yo también estaba allí!
Me alcé de hombros. El no la había oído, eso era todo.
—¿Qué es lo que ha dicho? Cuéntemelo—pidió.
Me giré hacia él y lo miré. ¿Representaría algo para él? No, no lo creía. Y era mejor que lo
supiera. Para él y para todos los de su raza. Ya que sin ellos el hombre dejaría de existir.
Se lo conté.
—Los lemmings —dije—. Conoces a los lemmings. Sin razón aparente, a causa de un
profundo sentimiento instintivo, se siguen los unos a los otros y se arrojan periódicamente desde

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lo alto de los acantilados. Se siguen los unos a los otros hasta la destrucción final. Es una
característica de su raza. Lo mismo ocurre con la criatura y su pueblo. Atraviesan las
megagalaxias para matarse aquí. Para suicidarse colectivamente en nuestro sistema solar. Para
consumirse en la atmósfera de Marte, de Mercurio, de Venus y de la Tierra, para morir. Eso es
todo. Tan solo para morir.
Su rostro reflejaba el asombro. Podía darme cuenta de que me comprendía. ¿Y? No era eso lo
que había empujado a Leus y a los otros nueve a suicidarse. No era eso lo que me llenaba de
aquel sentimiento de frustración. El destino de una raza no es el destino de otra.
—Pero… yo… no comprendo…
Le interrumpí.
—Eso es lo que ha dicho Ithk.
Me gire y miré hacia lo alto. El cielo seguía ardiendo. Apreté fuertemente el frasco de
somnífero en mi bolsillo. Había tanta luz allí arriba…
—¿Pero por qué vienen a morir aquí?—preguntó con voz alterada—. ¿Por qué aquí y no en
otro sistema solar o en otra galaxia?
Aquello era lo que le habíamos preguntado a Ithk. Aquello era lo que le habían insuflado
nuestras maravilladas mentes… y tanto peor para nosotros y nuestra sucia manía de hacer
preguntas. Porque, a su sencilla manera, Ithk había respondido.
—Porque —dije lentamente, con suavidad— este es el extremo del Universo.
El rostro de Portales ya no irradiaba comprensión. Vi que aquel era un concepto que no podía
aprehender. Que el sistema solar, el sistema de la Tierra, la frontera de la Tierra para ser más
exactos, fuera el extremo del Universo, era algo que no podía comprender. Como el mundo
plano sobre el cual había navegado Colón en busca del vacío. Era el final de todo. Allá detrás, en
la otra dirección, existía un universo conocido. El pueblo de Ithk lo gobernaba: era su universo, y
seguiría siendo el suyo para siempre. Ya que la memoria de su raza estaba grabada al fuego en
cada embrión que engendraba, a fin de que nunca se produjera ningún estancamiento… Ya que,
tras cada raza de lemmings, nacería una nueva generación, que viviría miles de años y se
desarrollaría… y seguiría viviendo hasta que todos sus miembros acudieran a consumirse aquí, a
nuestra atmósfera… y reinarían sobre todo lo que poseían mientras lo poseyeran.
Así que no le quedaba nada al terrestre vagabundo, al terrestre siempre inquisitivo. No le
quedaba nada al terrestre cuya vida permanece encadenada al deseo de conocer y a la curiosidad
nunca satisfecha. Nada más que cenizas. El polvo de nuestro propio sistema. Y después de eso,
nada.
Habíamos llegado a un callejón sin salida. No habría vagabundeos entre las estrellas. No
porque no pudiéramos ir hasta ellas algún día… podríamos hacerlo. Pero seríamos tan solo
tolerados, nunca aceptados. Ya que aquel era su universo, y ésta, nuestra Tierra, sería un callejón
sin salida.
Ithk no sabía lo que estaba haciendo cuando nos lo reveló. No lo hizo por maldad, pero
haciéndolo había condenado a algunos de nosotros. A todos aquellos capaces de soñar. A todos
aquellos que deseaban algo más de lo que Portales deseaba.

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El pájaro de la muerte

Titulo original: The deathbird


Traducción: M. Giménez Sales, Francisco Blanco y Hernán Sabaté
Del libro Los premios Hugo 1973 - 1975
© 1973 by Harlan Ellison
© Ediciones Martínez Roca, S. A., 1988
Gran vía, 774, 7.°, 08013 Barcelona
ISBN 84-270-1212-8
Edición digital de Sugar Brown

Comentario de Asimov

Aquí está Harlan. No es posible compilar un volumen de premios Hugo sin Harlan,
¿verdad?
Respecto a Harlan y a mí, creo que existe un malentendido. Muchos lectores
piensan que estamos enfadados el uno con el otro. Pero nada más lejos de la verdad.
Harlan y yo nos queremos mucho.
Lo que sucede es que ninguno de los dos soporta la fisonomía del otro. Yo no
soporto a los bajitos y él no soporta a los rollizos. Por eso, ambos hablamos en
presencia del otro de lo que no soportamos. Es un pequeño pasatiempo que los dos
compartimos, y del que nos reímos de todo corazón.
Por ejemplo, a principios de este año presenté a Harlan en un local de Manhattan,
donde él iba a leer dos de sus relatos (y si no le han oído leer sus relatos, no saben lo
que se han perdido, ya que si es excelente como escritor, lo es más como lector). Al
levantarme para hacer la presentación, con una sonrisa de benevolencia judeocristiana
en mi rostro, le oí musitar detrás de mí:
—Ahora contará un chiste.
¿Cómo pudo pensar eso de mí? Ni se me había ocurrido. Mi intención era hablar
de mi aspecto larguirucho y desgarbado. Naturalmente, sus palabras me espolearon.
No pude reprimirme. Y hablé de los festejos por el nacimiento de Harlan, de cómo
había invitado a todas las hadas de la tierra, excepto a la malvada Diabola, a la que no
invitaron por distracción. Pero en mitad del festejo apareció Diabola entre un remolino
de vapores de azufre, y se inclinó sobre la cuna del bebé Harlan.
—Bien, maldito mocoso —le espetó—, tienes que elegir; o talento o estatura.
¿Hubiese contado esto de no haberme metido Harían lo de los chistes en la
cabeza? Claro que no. Pero debemos poner término a nuestro pequeño juego. Porque
nos aleja al uno del otro. En realidad, nadie puede mantener quince asaltos de insultos
con Harlan, excepto yo. (Harlan me perdona por amor.) Uno de los juegos de las
Convenciones consiste en subir al estrado y darnos mutuamente el tratamiento Don
Rickles. Y esto fue lo que hicimos en la 32.ª Convención de Washington. Cada uno de
nosotros estaba en una plataforma separada, con cuatro mil personas entre ambos, en
tanto los dos procedíamos a lanzarnos comentarios poco halagüeños.
Bueno, supongo que fue algo muy poco digno y elegante. Peor aún: los vapores de
azufre de la malvada Izada Diabola se metieron en la cuna de Harlan, y ahora es muy
hábil en el uso de un lenguaje sulfuroso, que fue el que usó en aquella ocasión.
Lo que no sabíamos era que se hallaba presente un periodista, el cual se quedó
horrorizado. Jamás había oído semejante lenguaje. Una jovencita que estaba sentada
a su lado le tradujo algunas de nuestras expresiones, y él se ruborizó intensamente.
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Bueno, lo escribió todo para su periódico, y Harlan y yo convinimos en que las
convenciones ya no eran lo bastante íntimas, por lo que hemos abandonado esta
costumbre.
Lástima. El mundo se vuelve viejo.

Esto es una prueba. Pueden tomar notas. Esta prueba supondrá las tres cuartas
partes de su nota final. Pistas: recuerden que, en ajedrez. los revés se anulan
mutuamente y no pueden ocupar cuadros contiguos, y son por tanto todopoderosos y
totalmente impotentes, no pueden influirse el uno al otro. producen tablas. El hinduismo
es una religión politeísta: la secta de Atman adora la llama divina de la vida en el
interior del Hombre: en efecto, dicen «Tú eres Dios». Las condiciones de igualdad de
tiempo no se cumplen si una opinión llega por los medios de comunicación a
doscientos millones de personas antes que una opinión contraria difundida desde una
tribuna improvisada en cualquier rincón. No todos dicen la verdad. Nota para realizar la
prueba: las distintas partes no siguen el orden numérico que indican: ordénenlas de
nuevo para adaptarlas con la mayor claridad posible. Vuelvan la página y empiecen.

Incontables estratos de roca comprimidos sobre el magma. Este escupía y vibraba


al rojo blanco con la ferocidad burbujeante del núcleo de níquel y hierro fundido, pero
no mellaba ni chamuscaba ni tiznaba ni dañaba en lo más mínimo la tersa y bruñida
superficie de la extraña cripta.
Nathan Stack yacía en aquella cripta, silencioso, dormido.
Una sombra pasó a través de la roca. A través del esquisto, a través del carbón, a
través del mármol, a través de los esquistos de mica, a través de la cuarcita; a través
de los depósitos de fosfatos de kilómetros de profundidad, a través de la tierra cargada
de diatomeas, a través de los feldespatos, a través de la diorita; a través de las fallas y
pliegues, a través de anticlinales y monoclinales, a través de depresiones y sinclinales,
a través del fuego infernal: y llegó al techo de la gran caverna y pasó; y vio el magma y
se sumergió en él; y llegó la cripta. La sombra.
Un rostro triangular dotado de un solo ojo observó la cripta, vio a Stack y posó unas
manos con cuatro dedos en la fría superficie de la cripta. Nathan Stack se despertó
ante el contacto y la cripta se hizo transparente; se despertó aunque el contacto no se
había producido sobre su piel. Su alma notó la presión de la sombra y abrió los ojos
para ver el brillo refulgente del núcleo del mundo a su alrededor, para ver la sombra y
su ojo solitario que le observaba.
La sombra serpentina envolvió la cripta; la oscuridad la levantó otra vez, a través de
las capas geológicas, hacia la corteza, hacia la superficie en cenizas, aquel juguete
roto que era la Tierra.
Cuando llegaron a la superficie, la sombra condujo la cripta a un lugar donde no
llegaban los vientos ponzoñosos y la obligó a abrirse. Nathan Stack intentó moverse y
sólo pudo hacerlo con dificultad. Se agolparon en su cabeza recuerdos de otras vidas,
de muchas otras vidas, de muchos otros hombres: luego, los recuerdos fueron
suavizándose y se fundieron en un segundo plano que finalmente pudo ignorar.

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La sombra extendió una mano y tocó la carne desnuda de Stack. Con suavidad,
pero con firmeza, aquella cosa le ayudó a levantarse y le proporcionó vestidos, una
bolsa para el cuello que contenía un cuchillo corto, una piedra para calentarse y varias
cosas más. Le ofreció la mano y Stack la tomó, y tras doscientos cincuenta mil años de
dormir en la cripta, Nathan Stack puso el pie en la superficie del enfermo planeta Tierra.
Entonces aquella cosa se inclinó contra los vientos ponzoñosos y empezó a
avanzar. Nathan Stack. sin otra elección, se inclinó también y siguió a la sombra.

Habían enviado un mensajero a Dira y éste acudió en cuanto se lo permitieron sus


meditaciones. Cuando llegó a la Cima, encontró a los padres esperando allí. y éstos le
llevaron suavemente a su ensenada, donde se sumergieron y empezaron a hablar.
—Hemos perdido el arbitraje —dijo el padre-espiral—. Es necesario que vayamos y
se lo demos.
Dira no podía creerlo.
—Pero ¿no atendieron a nuestros argumentos, a nuestra lógica?
El padre-colmillo negó tristemente con la cabeza y tocó el hombro de Dira.
—Había que llegar a... acuerdos. Les tocaba a ellos. Por eso tenemos que hacerlo.
El padre-espiral añadió:
—Hemos decidido que te quedes. Se nos permite dejar a uno de vigilante.
¿Aceptas nuestro encargo?
Era un gran honor, pero Dira empezó a notar la soledad en cuanto le dijeron que se
marcharían. A pesar de ello aceptó. Se preguntaba por qué le habían elegido a él, de
entre toda la gente. Debía de haber razones, siempre las había, pero no podía
preguntarlas. Por ello aceptó el honor, con toda la tristeza que acarreaba, y se quedó
atrás cuando se fueron.
Los términos de su situación de vigilante eran duros, puesto que especificaban que
no podría defenderse de calumnia y leyenda alguna que surgiese, ni podría actuar a
menos que estuviese claro que los otros, que ahora tenían la posesión, rompieran el
compromiso. Y no tendría más amenaza que el Pájaro de la Muerte. Una amenaza final
que sólo podría usarse cuando se hicieran necesarias medidas definitivas, y fuera por
ello demasiado tarde.
Pero era paciente. El más paciente de su gente.
Miles de años más tarde, cuando vio el destino que esperaba en el futuro. Cuando
no hubo duda alguna de cómo terminaría, comprendió que aquélla era la razón por la
que había sido escogido para quedarse. Pero aquello no le ayudó en su soledad.
Ni salvó a la Tierra. Sólo Stack podía hacer tal cosa.

1 Y la serpiente era la más astuta de las bestias del campo que el SEÑOR Dios
había creado. Y le había dicho a la mujer: «¿Esto dice Dios, que no puedes comer de
todos los árboles del jardín?».
2 Y la mujer le dijo a la serpiente: «Podemos comer del fruto de los árboles del
jardín».
3 «Pero del fruto del árbol que está en medio del jardín, esto dice Dios, no comerás
de él, ni lo tocarás o morirás. »

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4 Y la serpiente le dijo a la mujer: « Ten por seguro que no morirás».
5 (Suprimido).
6 Y cuando la mujer vio que el fruto del árbol era bueno para comer y que era
agradable a los ojos y que era un árbol deseable que le convertía a uno en sabio, tomó
del fruto del árbol, y comió de él, y dio también a comer a su esposo; y éste comió.
7 (Suprimido).
8 (Suprimido).
9 Y el SEÑOR Dios llamó a Adán junto a sí y le dijo: «¿Dónde estabas?».
10 (Suprimido).
11 Y El dijo: «¿Quién le ha enseñado que estabas desnudo? ¿Has comido del árbol
a pesar de que te ordené que no lo hicieras?».
12 Y el hombre dijo: «La mujer que me diste de compañera me dio a comer y
comí».
13 Y el SEÑOR Dios le dijo a la mujer: «¿Qué es lo que has hecho?». Y la mujer
respondió: «La serpiente me sedujo, y comí».
14 Y el SEÑOR Dios le dijo a la serpiente: «Porque has hecho tal cosa, eres
maldita entre todas las bestias y entre todos los animales del campo; te arrastrarás
sobre tu vientre y comerás polvo todos ¡os días de tu vida».
15 «Y pondré la enemistad entre ti y la mujer y entre tu semilla y la suya; y ella te
pisará la cabeza, y tú le morderás los tobillos.»
GÉNESIS. Cap. 11

TEMAS A TRATAR
(5 puntos por cada respuesta correcta)
1. La obra de Melville Moby Dick empieza con las siguientes palabras: «Me llamo
Ishmael». Se dice que está escrito en primera persona. ¿En qué persona habla el
Génesis? ¿Desde el punto de vista de quién?
2. ¿Quién es el «chico bueno» del relato? ¿Quién es el «malo»? ¿Puedes
presentar argumentos convincentes para invertir los papeles?
3. Por tradición, se dice que la manzana es el fruto que la serpiente ofreció a Eva.
Sin embargo, las manzanas no son propias de Oriente Medio. Selecciona uno de los
siguientes sustitutos, más lógicos, y escribe sobre cómo adquieren existencia los mitos
y cómo se corrompen tras largos períodos de tiempo: aceituna, higo, dátil, granada.
4. ¿Por qué aparece siempre el vocablo SEÑOR en mayúsculas? ¿Por qué la inicial
de Dios también va en mayúscula? ¿Debería ir también en mayúscula la palabra
serpiente? En caso negativo, ¿por qué?
5. Si Dios lo creó todo (ver Génesis, cap. I), ¿por qué se buscó problemas a sí
mismo al crear una serpiente que podía llevar por el mal camino a sus criaturas? ¿Por
qué creó Dios un árbol del que no quería que Adán a Eva supieran nada, y luego se
apartó de sus normas y les advirtió en contra de él?
6. Compara el mural de Miguel Ángel del techo de la Capilla Sixtina, «Expulsión del
Paraíso» y «El jardín de las delicias» de El Bosco.
7. ¿Se comportó Adán como un caballero al cargarle la culpa a Eva? ¿Quién hacía
de colaboracionista? Habla de la condición de «chivato» como defecto de carácter.
8. Dios se enfadó cuando descubrió que había sido desafiado. Si Dios es
omnipotente y omnisciente, ¿cómo es que no lo sabía? ¿Por qué no pudo encontrar a
Adán y Eva cuando éstos se escondieron?
9. Si Dios no quería que Adán y Eva comieran del fruto del árbol prohibido, ¿por
qué no se lo advirtió a la serpiente? ¿Podía prevenir Dios a la serpiente de que no
tentara a Adán y Eva? Si la respuesta es afirmativa, ¿por qué no lo hizo? Si la
respuesta es no, habla de la posibilidad de que la serpiente fuera tan poderosa como
Dios.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 12


10. Mediante ejemplos sacados de dos periódicos diferentes, demuestra el
concepto de «noticias tendenciosas».

Los vientos ponzoñosos aullaron y cayeron sobre el polvo que cubría el suelo. Allí
no había nada vivo. Los vientos, verdes y mortíferos, se cernieron desde el cielo y
escudriñaron la Tierra agonizante, buscando y buscando algo que se moviera, algo
todavía con vida. Pero no había nada. Polvo. Talco. Piedra pómez.
Y la aguja de ónice de la montaña hacia la cual se habían estado dirigiendo Nathan
Stack y la sombra durante toda la primera jornada. Cuando cayó la noche cavaron un
hoyo en la tundra y la sombra lo cubrió de una sustancia lechosa que había estado
guardada en la bolsa de cuello de Stack. Este sólo había dormido a ratos, con la piedra
de calentarse apretada junto al pecho y respirando por un filtro que también había
estado guardado en la bolsa.
En una ocasión se había despertado a causa del ruido de unas criaturas enormes,
parecidas a murciélagos, que volaban sobre su cabeza; las había observado bajar con
lentitud, en amplios círculos, sobre el erial, en dirección al agujero del suelo en que se
encontraba. Sin embargo, no parecieron advertir que en el hoyo estaban él y la sombra.
Los grandes animales defecaron unos hilillos delgados y fosforescentes que bajaron
con un brillo intenso a través de la noche y se perdieron en el llano; entonces las
criaturas se elevaron de nuevo y se dejaron llevar por los vientos. Stack recuperó el
sueño con dificultad.
Por la mañana, helada por la fría luz que daba a todas las cosas un tinte azulado, la
sombra resurgió de entre el polvo acumulado, se arrastró por el suelo y se estiró al
máximo para alcanzar la superficie batida por el viento con sus garras. Tras ella. Stack
surgió también del polvo y alzó la mirada hacia la salida del hoyo, extendió la mano v
pidió ayuda con un estremecimiento.
La criatura de sombras se deslizó por el suelo en lucha con los vientos que durante
la noche se habían hecho más fuertes y regresó al hoyo que había sido su refugio
aquella noche hasta alcanzar a la mano alzada entre el polvo. La asió y los dedos de
Stack se contrajeron convulsivamente. Entonces la sombra que se arrastraba hizo
fuerza y extrajo a Stack del polvo traidor.
Se echaron sobre la tierra el uno junto al otro, luchando por ver algo. luchando por
respirar sin llenar los pulmones con aquella muerte sofocante.
—¿Por qué es así...? ¿Qué ha pasado? —gritó Stack contra el viento.
La criatura de sombras no le respondió, pero se quedó observando a Stack un largo
rato; luego, con movimientos muy cuidadosos, alzó una mano, la puso ante los ojos de
Stack y, poco a poco. haciendo garras de sus dedos, fue cerrándolos primero en forma
de jaula, luego en un puño y luego en una masa compacta que era más elocuente que
cualquier palabra: destrucción.
Luego empezaron a arrastrarse hacia la montaña.

La aguja de ónice de la montaña surgía del infierno y pugnaba por alzarse contra el
cielo hecho jirones. Era de una arrogancia monstruosa. No era posible que nada
hubiera intentado surgir de la desolación de las llanuras, pero aquella montaña lo había
hecho, y el éxito la había acompañado.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 13


Era como un anciano. Arrugada, vieja, con el polvo sedimentado y endurecido en
sus estrías, otoñal y solitaria; negra y desolada, alzada golpe a golpe. No se entregaría
a la gravedad, la presión o la muerte. Luchaba por alcanzar el cielo. Ferozmente sola,
era la única silueta que rompía la línea desolada del horizonte.
En otros veinticinco millones de años, la montaña se desharía en algo tan liso y sin
huellas como un delicado ónice ofrecido a la deidad de la noche. Pero hasta entonces,
la acción de las llanuras polvorientas y los vientos ponzoñosos que escupían los restos
de piedra pómez contra los flancos del pináculo, sólo habían servido para suavizar los
vértices del contorno de la montaña, como si una intervención divina hubiera protegido
la aguja.
Unas luces se movieron cerca de la cumbre.

Stack descubrió de qué estaban hechos los hilillos fosforescentes que la noche
anterior viera defecar a las criaturas parecidas a murciélagos en la llanura polvorienta.
Se trataba de unas esporas que, a la pálida luz del día, se convirtieron en extrañas
plantas hemofílicas.
Cuando Stack y la sombra empezaron a avanzar a la luz de la aurora, aquellas
pequeñas cosas vivientes que estaban a su alrededor advirtieron su calor y empezaron
a echar brotes a través del polvo. Cuando el embrión color rojo desvaído del sol
agonizante se alzó dolorosamente en el firmamento, las plantas de sangre alcanzaban
ya su estado adulto.
Uno de los tentáculos en forma de zarcillo de aquellas plantas se enroscó en torno
al cuello de Stack y éste gritó. Otro zarcillo le cogió por el tobillo, impidiéndole avanzar.
Unas delgadas capas de sangre negra como jugo de zarzamora cubrían los
zarcillos y dejaban sus marcas en la piel de Stack. Aquellas marcas ardían de un modo
terrible.
La criatura de sombras se volvió sobre su estómago y regresó junto al hombre.
Acercó la cabeza triangular al cuello de Stack y mordió el tentáculo. Cuando éste se
partió de su interior brotó sangre negra, y la sombra siguió royendo con sus dientes
afilados como cuchillos hasta que Stack volvió a respirar con normalidad. Con un
violento movimiento el hombre se encogió sobre sí mismo v sacó de la bolsa de cuello
el cuchillo corto que le proporcionara la sombra y lo clavó repetidamente en el zarcillo
que tenía asido inexorablemente al tobillo. La planta gritó al sentir la herida, con la
misma voz que Stack oyera la noche anterior procedente del aire. El tentáculo herido
se retiró y volvió a hundirse en el polvo.
Stack y la sombra avanzaron lentamente una vez más, con los vientres pegados a
la Tierra agonizante: siempre en dirección a la montaña. En lo alto, en el cielo de color
de sangre, el Pájaro de la Muerte daba vueltas en círculo.

En su propio mundo, habían vivido durante millones de años en cavernas


luminosas de paredes grasientas, y habían evolucionado y extendido su raza por el
universo. Cuando se cansaron por fin de construir el imperio, se encerraron en sí
mismos y la mayor parte de su tiempo se consumía en la intrincada construcción de

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 14


canciones de sabiduría y en el diseño de mundos adecuados para albergar muchas
razas distintas.
También había otras razas que se dedicaban al diseño, y cuando surgía un
conflicto sobre jurisdicciones, se apelaba a un arbitraje, que era presidido por una raza
cuya razón de ser era la imparcialidad y la sabiduría de la resolución de casos
conflictivos de reclamaciones y contrarreclamaciones. Su honor racial dependía, de
hecho, de la aplicación impecable de tales cualidades. A través de los siglos habían
perfeccionado su talento en innumerables decisiones arbitrales, hasta que llegó el
momento en que se convirtieron en la autoridad máxima. Los litigantes se veían
impulsados a atenerse a las sentencias, no sólo porque éstas fueran siempre sabias y
estuvieran cargadas de razón y creatividad, sino también porque, en el caso de que sus
decisiones se tildaran alguna vez de sospechosas o parciales, la raza de los árbitros se
destruiría a sí misma. En el lugar más sagrado de su mundo habían erigido una
máquina religiosa. Podía ser activada para que emitiese un tono que rompería los
caparazones de cristal en que tenían que vivir. Eran una raza de criaturas delicadas,
parecidas a grillos, no mayores que el pulgar de un hombre. Todos los mundos
civilizados los apreciaban como un tesoro sin igual y su pérdida hubiera significado una
catástrofe para el universo. Nunca se ponía en cuestión su honor ni su valor. Todas las
razas acataban sus decisiones.
Por eso el pueblo de Dira entregó su jurisdicción sobre aquel mundo y lo abandonó,
dejando sólo a Dira y el Pájaro de la Muerte, un cuidador especial que los árbitros
habían urdido en un alarde creador durante aquel juicio.
Se conserva un registro del último encuentro entre Dira y los que le habían
encargado aquella misión. Había lecturas que no podían ignorarse —y que, de hecho,
los árbitros habían expuesto con urgencia a la atención de los padres de la raza de Dira
— y por ello el Gran Espiral le había contado a Dira en el último instante la naturaleza
del loco en cuyas manos se había dejado aquel mundo y lo que aquel loco podía hacer.
El Gran Espiral, cuyos anillos eran signos de sabiduría adquiridos a través de siglos
de dulzura y percepción y meditaciones profundas que habían dado como resultado
multitud de mundos diseñados con gran maestría, él que era el más santo entre la raza
de Dira, honró a éste al venir a él en lugar de hacer que acudiese Dira a su presencia.
Sólo tenemos un regalo que dejaros, dijo, y es la sabiduría. El loco vendrá y mentirá
y dirá: Yo os he creado. Y nosotros nos habremos ido y nada habrá entre ellos y el loco
salvo tú. Sólo tú puedes darles la sabiduría necesaria para vencerla cuando llegue el
momento oportuno. Y luego el Gran Espiral golpeó con gran afecto la piel de Dira y
éste quedó profundamente conmovido y fue incapaz de contestar. Luego le dejaron
solo.
El loco llegó, y se interpuso entre Dira y ellos, y Dira les dotó de sabiduría y el
tiempo pasó. Su nombre se convirtió en otro diferente de Dira, y fue llamado Serpiente,
y su nuevo nombre fue despreciado, pero Dira pudo apreciar que el Gran Espiral había
acertado en sus predicciones. Por eso seleccionó a uno entre ellos. Un hombre, uno de
tantos, al que dotó del rayo.
Todo esto está registrado en alguna parte. Es historia.

Y aquel hombre no era Jesús de Nazaret. Pudo haber sido más bien Simón. No fue
Gengis Khan. sino quizá un soldado de a pie de sus hordas. No fue Aristóteles, sino
posiblemente uno de los que se sentaban a escuchar a Sócrates en el ágora. Tampoco
fue el cavernícola que descubrió la rueda ni el que por primera vez dejó de pintarse de

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 15


azul y aplicó los colores a las paredes de la cueva. Pero pudo ser alguien cercano a él.
El hombre no fue Ricardo Corazón de León, Rembrandt, Richelieu, Rasputín, Robert
Fulton o el Mahdí. Fue sólo un hombre. Un hombre con el rayo.

10

En una ocasión. Dira fue al hombre. Fue muy al principio. Aquel ser tenía el rayo,
pero la luz necesitaba convertirse en energía. Por eso Dira vino al hombre e hizo lo que
tenía que hacer antes de que el loco se enterara. y cuando éste descubrió que Dira. la
Serpiente, había entrado en contacto con el hombre, rápidamente inventó una serie de
fábulas para seguir sometiéndole a su poder.
Esta leyenda nos ha llegado bajo el nombre de la tabula de Fausto.
¿CIERTO O FALSO?

11

La luz se convirtió en energía, y por ello:


En el cuadragésimo año de su quincentésima encarnación, totalmente
desconocedor de los eones de los que había formado parte, el hombre se encontró
vagando por un lugar terriblemente seco bajo un disco de sol diáfano y abrasador. Era
un bereber que nunca había pensado en las sombras a no ser para gozar del placer
que le proporcionaban cuando las encontraba. La sombra vino a él arrastrándose por
las arenas de aquel desierto como el khamsin de Egipto, el simún de Asia Menor o el
harmattan. todos los cuales había conocido en sus varias vidas, de ninguno de los
cuales guardaba recuerdo. La sombra vino a él en forma de sirocco.
La sombra le robó el aliento de los pulmones y los ojos del hombre se alzaron a
mirarla. Luego cayó al suelo y la sombra se lo llevó abajo, abajo, a través de la arena,
dentro de la Tierra.
De la Madre Tierra.
La Madre Tierra vivía. Aquel mundo de árboles, ríos y rocas tenía profundos
pensamientos de piedra. Respiraba, sentía, soñaba, daba a luz, reía y se hacía
contemplativa. Durante milenios, aquella gran criatura que surcaba el mar del espacio
lo había hecho.
«Qué maravilla», pensó e! hombre, pues nunca antes había comprendido que la
Tierra era su madre. Nunca había entendido, hasta aquel momento, que la Tierra tenía
vida propia, a la vez parte de la humanidad y totalmente separada de ella. Era una
madre con vida propia.
Dirá, la Serpiente, la sombra... llevó al hombre a las profundidades e hizo que el
rayo de luz se convirtiera en energía al tiempo que el hombre se fundía con la Tierra.
Su carne se deshizo y se convirtió en tierra tranquila y fría. Sus ojos brillaron con la luz
que resplandece en los centros más oscuros del planeta, y vio el modo en que la madre
cuida de sus hijos: los gusanos, las raíces de las plantas, los ríos que forman cascadas
de kilómetros entre las grandes rocas de enormes cavernas, las cortezas de los
árboles. Una vez más fue llevado al seno de la gran madre Tierra y comprendió la
alegría que representaba la vida de ésta.
Recuerda esto. le dijo Dira al hombre.
«Qué maravilla», pensó el hombre...

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 16


... y fue devuelto a las arenas del desierto, sin ningún recuerdo de haber dormido,
amado y disfrutado del cuerpo de su madre natural.

12

Acamparon en la base de la montaña, en una cueva de cristal verde; no era un


lugar profundo, pero tenía unos ángulos muy agudos que hacían que el polvo llevado
por el viento no les alcanzara. Pusieron la piedra de Nathan Stack en una escarpadura
del suelo de la caverna y el calor se expandió con rapidez y les calentó. La sombra de
cabeza triangular se retiró a la oscuridad y cerró el ojo y dejó que sus instintos
cazadores salieran a buscar algo que comer. Un grito agudo llegó del exterior.
Mucho después, cuando Nathan Stack ya hubo comido, cuando se sintió
razonablemente satisfecho y saciado, alzó la mirada hacia la oscuridad y le habló a la
criatura de sombras que allí reposaba.
—¿Cuánto tiempo he estado ahí abajo...? ¿Cuánto tiempo he dormido?
La sombra respondió en un susurro:
Un cuarto de millón de años.
Stack no replicó. Aquella cifra le resultaba totalmente increíble. La sombra pareció
comprenderlo.
En la vida de un mundo no existe el tiempo.
Nathan Stack era un hombre capaz de adaptarse a las circunstancias. Sonrió
rápidamente y dijo:
—Debía de estar muy cansado.
La sombra no contestó.
—No entiendo gran cosa de todo esto. Me está resultando condenadamente
terrible. Morir, luego despertar... aquí. No entiendo...
No has muerto. Fuiste tomado y depositado ahí abajo. Cuando lleguemos al final lo
comprenderás todo, te lo prometo.
—¿Quién me depositó ahí?
Yo. Yo fui a ti y te encontré cuando fue el momento y te deposité allí.
—¿Soy aún Nathan Stack?
Si quieres...
—Pero ¿lo soy o no?
Has sido tú siempre. Has tenido muchos otros nombres, muchos otros cuerpos,
pero el rayo ha sido siempre tuvo.
Stack pareció a punto de añadir algo, pero la criatura de sombras añadió:
Siempre has estado en el camino de ser quien eres.
—Pero ¿quién soy? Maldita sea, ¿sigo siendo Nathan Stack?
Si quieres...
—Mira: no pareces estar muy seguro de eso. Tú viniste y me despertaste; quiero
decir que me desperté y tú estabas allí; por tanto, ¿quién mejor que tú puede saber
cuál es mi nombre?
Has tenido muchos nombres muchas veces. Nathan Stack es sólo el que
recuerdas. Hace mucho tiempo, al principio, cuando vine por primera vez u ti, tenías
otro muy diferente.
Stack dudó. Temeroso de la respuesta, pero acabó por preguntar:
—¿Cuál era mi nombre entonces?
Ish-lihth. Esposo de Lilith. ¿La recuerdas?
Stack hizo un esfuerzo e intentó abrir su mente al pasado, pero éste era tan
insondable como el cuarto de millón de años que había pasado durmiendo en la cripta.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 17


—No. Pero hubo muchas otras mujeres, en otras ocasiones.
Muchas. Entre ellas la que reemplazó a Lilith.
—No la recuerdo.
Su nombre... no importa. Pero cuando el loco se la llevó de tu lado y la reemplazó
por la otra... entonces supe que todo acabaría así. Con el Pájaro de la Muerte.
—No quiero parecer estúpido, pero no tengo ni la más ligera idea de lo que estás
hablando.
Antes de que todo acabe, lo comprenderás completamente.
—Eso ya lo has dicho antes.
Stack hizo una pausa, contempló un largo instante a la sombra y prosiguió.
—¿Cuál era tu nombre?
Antes de encontrarte me llamaba Dira.
Lo dijo en su lengua nativa. Stack no pudo pronunciarlo.
— Antes de que me encontraras... ¿Y ahora?
Serpiente.
Algo pasó deslizándose ante la boca de la cueva. No se detuvo, pero emitió un
susurro como de fango húmedo engullido por un tremedal.
—¿Por qué me has puesto ahí abajo? Y antes aun, ¿por qué viniste a mí? ¿De qué
rayo me hablas? ¿Por qué no logro recordar esas otras vidas o mis otras
personalidades? ¿Qué quieres de mí?
Tienes que dormir. Será una escalada larga, difícil y fría.
—He dormido durante doscientos cincuenta mil años. No me siento cansado —dijo
Stack—. ¿Por qué me cogiste?
Después. Ahora, duerme. El sueño sirve para más cosas.
La oscuridad se acentuó alrededor de la Serpiente y se filtró alrededor de la cueva
y Nathan Stack se acostó cerca de la piedra de calentarse y la oscuridad se apoderó de
él.

13

LECTURA COMPLEMENTARIA

Lo que viene a continuación es el ensayo de un escritor. En él se apela claramente


a las emociones. Al leerlo pregúntese que relación tiene con el tema que estamos
tratando. ¿Qué está tratando de expresar el escritor? ¿Logra transmitirlo? ¿Nos ofrece
este ensayo alguna luz sobre el tema en discusión? Una vez lo haya leído, utilice el
reverso de la hoja de respuestas para escribir otro de su invención (máximo 500
palabras) sobre el tema de la pérdida de un ser amado. Si no ha perdido nunca
ninguno, imagíneselo.

AHBHU

Ayer murió mi perro. Durante once años Ahbhu fue mi amigo más intimo. Fue él el
responsable de que yo escribiera un relato sobre un muchacho y su perro que mucha
gente ha leído. No era un animal de compañía, sino una persona. Sería imposible
convertirlo en antropomorfo, pues él no lo resistiría, pero era una criatura tan
absolutamente ella misma, estaba tan decidido a compartir su vida sólo con las
personas que escogía, tenía una personalidad tan sólidamente formada, que resultaba
imposible pensar en él como un simple perro. Aparte de las características caninas a

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 18


las que se veía obligado por su pertenencia a la especie, su comportamiento era el de
un ser absolutamente único.
Nos encontramos por primera vez en una ocasión en que acudí al Centro de
Recogida de Animales de Los Ángeles Oeste. Yo deseaba un perro porque me sentía
solo y recordaba que. cuando era niño. tenía uno de mi propiedad que siempre era mi
amigo cuando nadie quería serlo. Un verano estuve en un campamento y cuando
regresé descubrí que una vieja podrida del vecindario que vivía en mi misma calle lo
había hecho recoger y gasear aprovechando que mi padre había salido a trabajar.
Aquella noche me deslicé al jardín trasero de la casa de la arpía y encontré una
alfombra colgada del tendedero. El sacudidor de alfombras colgaba de un poste cerca
de allí. Robé ambas cosas y las enterré en un descampado.
En la cola del centro de recogida de animales había un hombre delante de mí.
Había traído un cachorro de sólo una semana o así. Era un puli, un perro pastor
húngaro, una cosita de aspecto triste. El hombre tenía tantos entre los escombros que
había llevado aquél para que alguien se hiciera cargo de él o para que lo eliminaran.
Se llevaron adentro al perrito y el empleado que había tras el mostrador me preguntó
qué deseaba. Le conté que quería un perro y me envió al interior, donde pude pascar
un rato entre las hileras de jaulas.
Habían metido un momento antes al pequeño puli en una de ellas, y en aquel
instante se veía atacado por los tres perros, mucho más grandes, que hasta aquel
momento habían sido los habitantes de la jaula. Estaba hecho un ovillo en un rincón,
intentando quitarse de encima a sus avasalladores compañeros. Era diminuto, pero
luchaba con todas sus fuerzas. Era el enano de la carnada.
—¡Sáquelo de ahí! —grité—. ¡Me lo llevo, me lo llevo, sáquelo en seguida!
Me costó dos dólares. Fueron los dos billetes más bien empleados de mi vida.
A la vuelta a casa en coche, el perro se estiró en el asiento delantero v se me
quedó mirando. Yo ya había pensado vagamente en cómo llamaría al perro que
comprara. pero al mirarle y ver que me devolvía la mirada se me apareció en la mente
la escena de la película de 1939 «El ladrón de Bagdad», de Alexander Korda, en la que
el malvado visir, interpretado por Conrad Vcidt, transforma a Ahbhu, el ladronzuelo
cuyo papel hacía Sabú, en un perro. En la película salían superpuestas la cara humana
y la canina en el preciso instante en que la del perro tenía una extraordinaria expresión
de inteligencia. Rl pequeño puli me observaba con aquella misma expresión.
—Ahbhu —le dije.
No reaccionó en absoluto al nombre, pero eso le traía entonces sin cuidado. Sin
embargo, aquél fue su nombre desde entonces.
Nadie que viniera a mi casa le dejaba indiferente. Cuando advertía vibraciones
buenas en alguien, no dudaba en acercarse y tenderse a sus pies. Adoraba que le
rascasen, y a pesar de años de advertencias y reprensiones no dejó nunca de
mendigar las sobras de la mesa, pues había descubierto que la mayor parte de los que
venían a comer a mi casa eran gente insensible incapaz de escapar a su mirada
desconsolada, como la de Jackie Coogan en «El Chico».
Además, era también un fiel detector de vagos. En todas las ocasiones en las que
yo encontraba a alguien que me gustaba y Ahbhu se negaba a portarse bien con él.
Siempre acababa por demostrarse que tal persona no valía la pena. Empecé a
observar siempre su actitud hacia los que aparecían por primera vez por mi casa v
debo admitir que tenía cierta influencia en mis decisiones. Siempre recelaba de
aquellos a quienes Ahbhu volvía la cola.
Había mujeres con las que había mantenido algún asunto insatisfactorio que. Sin
embargo, volvían de vez en cuando por la casa... a visitar al perro. Este tenía su propio
círculo íntimo de amistades, con muchas de las cuales yo no tema trato en absoluto, y
entre sus compañías se contaban algunas de las actrices más hermosas de Hollywood.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 19


Había una dama exquisita que acostumbraba a enviar a su chofer a recogerlo los
domingos por la tarde para ir a dar una vuelta por los rompientes de la playa.
Nunca le pregunté qué sucedía en tales ocasiones. Además, no hablaba.
El año pasado empezó a decaer su ánimo, aunque no lo advertí porque siguió
manteniendo su actitud de perrito faldero hasta casi el fin de sus días. Sin embargo,
empezó a dormir mucho, y no podía ni con su comida, ni siquiera con los platos
húngaros que preparaban para él los magiares que vivían en mi misma calle. Se hizo
patente que algo no funcionaba bien durante el tremendo susto que se llevó durante el
gran terremoto de Los Ángeles del pasado año. Ahbhu no tenía miedo a nada, atacaba
al océano Pacifico y se las tenía con gatos ariscos, pero el terremoto le asustó de un
modo terrible, saltó a mi cama y me echó las patas al cuello. Estuve a punto de ser la
única víctima del terremoto por estrangulamiento animal.
A principios de este año se pasaba el día entrando v saliendo del veterinario, y el
idiota decía que estaba a régimen.
Y entonces, un domingo que había salido al descampado que queda detrás de la
casa, le encontré al pie de la escalera del porche cubierto de bario v vomitando con
tanta energía que lo único que devolvía era bilis. Estaba rodeado por sus propios
excrementos y trataba desesperadamente de hundir el morro en la tierra para
refrescarse. Apenas respiraba. Le llevé a otro veterinario.
Al principio creyeron que era simplemente senilidad... que podrían recuperarlo.
Finalmente, le hicieron unas exploraciones de rayos X y vieron el cáncer que se había
apoderado de su estómago y su hígado.
Pospuse el día fatal cuanto pude. De algún modo, no podía concebir un mundo sin
él. Por fin, ayer fui a la consulta del veterinario y firmé los papeles de autorización para
la eutanasia.
—Me gustaría pasar antes un rato con él —dije.
Lo trajeron y lo colocaron en la mesa de exploración de acero inoxidable. Había
adelgazado mucho. Siempre había tenido el vientre salido, y ya no quedaba nada de
aquello, los músculos de las piernas estaban débiles y fláccidos. Se dirigió hacia mí y
me puso la cabeza en el sobaco. Temblaba violentamente. Le levanté el morro y me
miro con aquella cara cómica que siempre me había hecho pensar en Lawrence Talbot,
el Hombre Lobo. Ahbhu sabía lo que pasaba. Genio y figura... ¿eh. Viejo amigo? Sabía
lo que pasaba y tenía miedo. Temblaba todo él, hasta las patas, que parecían ahora
telarañas. Tenía una mata de pelo que cuando se tumbaba sobre una alfombra oscura,
le hacía parecer un manguito de piel de oveja, y que hacía imposible saber en qué
extremo tenía la cabeza y en cuál la cola. Estaba muy delgado, temblaba, y sabía
perfectamente lo que iba a pasarle. Y a pesar de todo seguía siendo un cachorrillo.
Me puse a llorar, cerró los ojos y con la nariz sorbí las lágrimas: enterró la cabeza
entre mis manos porque ambos teníamos mucha pena que compartir. Me avergoncé de
no tomar las cosas tan bien como él.
— Tengo que hacerlo, pequeño. Tengo que hacerlo porque estás sufriendo y no
puedes comer. Es necesario.
Pero él no quería reconocerlo.
Entonces entró el veterinario. Era un muchacho simpático que me preguntó si
quería marcharme o prefería quedarme a verlo.
En aquel momento Ahbhu alzó la cabeza y me miró.
Hay una escena en la película «Viva Zapata» de Kazan en la que un íntimo amigo
de Zapata, el papel de Brando, ha sido condenado por conspirar con los federales. Es
un amigo que ha estado con Zapata desde los tiempos de las montañas, desde el inicio
de la revolución. Y entonces van a buscarle a la choza para llevarlo ante el pelotón de
fusilamiento, y sale Brando, y Zapata le detiene posándole la mano en el hombro, v el
amigo le dice con un tono de gran camaradería: «Emiliano, hazlo tú mismo».

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 20


Ahbhu me miró v comprendí que era sólo un perro, pero si hubiera podido hablar
con lenguaje humano, no hubiera sido más elocuente que aquella mirada que decía
«no me dejes con extraños».
Por eso lo sostuve mientras los veterinarios lo acostaban v el joven ceñía el elástico
a su pata delantera derecha y la palpaba para localizar la vena y le acaricie la cabeza,
que se apresuró a volver en cuanto penetró la aguja. Fue imposible saber el momento
en que pasó de la vida a la muerte. Simplemente recostó la cabeza en mi mano, fue
cerrando lentamente los ojos y murió.
Con la ayuda del veterinario lo envolví en una sábana y me dirigí a casa con Ahbhu
en el asiento de al lado, como habíamos ido a casa por primera vez once años antes.
Lo lleve a la parte de atrás de la casa y empecé a cavar su tumba. Cave durante horas,
entre el llanto y los recuerdos, hablándole todavía. Era un tumba muy limpia,
rectangular, con los costados bien marcados y todas las malas hierbas arrancadas a
mano.
Le deposite en el hoyo v allí dentro aquel perro, que en vida había parecido tan
grande, tan divertido y tan peludo, daba ahora la impresión de ser tan delicado... Y
luego lo tape y cuando tuve el hoyo bien apisonado volví a colocar en el recuadro un
pedazo de césped como el que arrancara al empezar a cavar. Y eso fue todo.
Pero no pude dejarlo con extraños.

FIN

CUESTIONES A TRATAR

1. ¿Tiene algún significado que la palabra inglesa god (dios) sea dog (perro) al
revés? Si lo considera así, ¿cuál es?
2. ¿Está tratando el escritor de transferir cualidades humanas a una criatura no
humana? Hable del antropomorfismo a la luz de la frase «Tú eres Dios».
3. Hable del tipo de amor que el escritor muestra en el ensayo que antecede.
Compárelo con otras formas de amor; el amor de un hombre por una mujer, el de una
madre por un hijo, el de un hijo por su madre, el de un botánico por las plantas, el de un
ecologista por la Tierra.

14

Durante el sueño, Nathan Stack habló:


—¿Porqué me cogiste? ¿Porqué...?

15

Igual que la Tierra, su madre agonizaba.


El caserón estaba tranquilo. El médico se había ido y los parientes habían salido a
comer a la ciudad. Él se sentó al lado de la cama y la miró fijamente. Su madre parecía
gris, vieja y ajada; su rostro tenía el color ceniciento del polvo de las polillas. El se puso
a llorar en silencio.
Notó la mano de la enferma sobre su rodilla y alzó la vista hasta que quedó clavada
en la de ella, que le miraba fijamente.
—Pensaba que no me llamarías —dijo él.
—Me hubiera enfadado conmigo misma si no lo hubiera hecho —contestó la madre.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 21


Tenía la voz muy débil, muy suave.
—¿Cómo te encuentras?
—Me hace daño. Ese Ben no me droga muy bien.
El se mordió el labio inferior. El médico había utilizado dosis masivas, pero el dolor
era todavía más masivo. Ella dio varios respingos, como si temblores de una repentina
agonía la golpearan. Como impactos. Él vio cómo la vida se escapaba por aquellos
ojos.
—¿Cómo lo toma tu hermana?
Se encogió de hombros.
— Ya conoces a Charlene. Lo siente mucho, pero todo esto es para ella algo
intelectual.
La madre dejó escapar una leve sonrisa por la comisura de sus labios.
—Es terrible decir esto, Nathan, pero tu hermana no es precisamente la persona
más agradable del mundo. Me alegro de que tú estés aquí. —Hizo una pausa,
pensativa, y añadió—: Creo que podría ser que tu padre y yo nos equivocáramos con
ella en la tómbola de los genes. Charlene no está completa.
—¿Puedo hacer algo por tí? ¿Quieres un poco de agua?
—No, gracias. Me encuentro bien.
El miró la ampolla de narcótico contra el dolor. Junto a ésta, silenciosa y mecánica
sobre una toalla limpia, había una jeringa. El hijo sintió la mirada de su madre posada
en él. Ella sabía en qué estaba pensando. El hombre apartó la mirada.
—Mataría a cualquier a por un cigarrillo —dijo la enferma.
El se rió. A sus sesenta y cinco años, con ambas piernas amputadas y lo que
quedaba del lado izquierdo de su cuerpo paralizado, con el cáncer extendiéndose
como una crema mortífera hacia el corazón, seguía siendo la matriarca.
—No puedes fumar ni uno, así que olvídalos.
— Entonces, ¿por qué no coges esa hipodérmica y dejas que me largue de este
mundo de una vez?
—Calla, madre.
—Oh, ¡Por el amor de Dios, Nathan! Si tengo suerte duraré unas horas, si no, unos
meses. Ya hemos tenido antes esta conversación, y sabes que siempre acabo
ganando yo.
—¿Te he dicho alguna vez que eres una especie de vieja insoportable?
— Muchas veces, pero yo te amo a pesar de todo.
El hombre se levantó y se dirigió a la pared. No pudo atravesarla, así que se volvió
hacia el interior de la habitación.
— No te escaparás.
—¡Madre, por favor! ¡Jesús!
—Muy bien. Hablemos entonces de negocios.
— Es el asunto que menos me preocupa en este momento.
—Entonces, ¿de qué podemos hablar? ¿De los sublimes pensamientos que
invaden a una anciana en sus últimos momentos?
—Eres espantosamente sádica, ¿sabes? Creo que estás disfrutando de todo esto
de un modo enfermizo.
—¿Y de qué otra manera se podría disfrutar?
—Como una aventura.
—Lo es. La mayor de todas. Es una pena que tu padre no tuviera la oportunidad de
saborearla.
—No creo que tuviera mucho interés en saborear la sensación de ser comprimido
hasta morir por una prensa hidráulica.
El hombre volvió a pensar entonces en aquel suceso, porque advertía en los labios
de su madre una ligera sonrisa.'

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 22


—Sí, probablemente le hubiera gustado. Vosotros dos sois tan irreales que os
hubierais sentado en un rincón y hubieseis hablado del tema, e incluso hubieseis
analizado la pulpa en que quedó convertido.
— Y tú eres hijo nuestro.
Lo era, y no podía negarlo, ni nunca podría. Era duro, amable y salvaje como ellos,
y tenía los recuerdos de los días en la jungla, más allá de Brasilia, y la caza en la
cañada del Caimán, y los restantes días en el molino, trabajando junto a su padre. Se
dio cuenta de que cuando le llegara el momento él saborearía la muerte como lo estaba
haciendo su madre.
—Dime una cosa que siempre quise saber. ¿Mató papá a Tom Golden?
— Coge la aguja y te lo diré.
—Soy un Stack, no intentes sobornarme.
— Y yo también soy una Stack y sé cuál es la curiosidad que te corroe. Utiliza la
aguja y te lo diré.
El hombre se paseó nervioso por la habitación, ella le observaba con ojos brillantes
como las tinajas del molino.
— Eres una puta.
—Me avergüenzas. Nathan. Tú ya sabes que no eres un hijo de puta, lo que es
más de lo que tu hermana puede decir. ¿ Ya había contado alguna vez que tu hermana
no es hija de tu padre?
—No me lo habías dicho, pero ya lo sabía.
—Seguramente te hubiese gustado su padre. Era sueco, y a tu padre le caía muy
bien.
— ¿Por eso le rompió los bracos papá?
—Posiblemente. Sin embargo, nunca oí una queja del sueco. En aquellos tiempos
por pasar una noche conmigo valía la pena perder ambos brazos. Utiliza la aguja.
Por fin, mientras la familia iba saltando de un tema a otro, el muchacho fue llenando
la jeringa y le inyectó su contenido. La vieja abrió exageradamente los ojos cuando el
narcótico le alcanzó el corazón. Antes de morir, reunió todas las energías que se le
acababan y dijo:
—Bueno, una promesa es una promesa, así que te lo voy a contar. No fue tu padre
el que mató a Tom Golden, sino yo. Eres un diablo, Nathan, y luchabas contra nosotros
como a nosotros nos gusta ver pelear, y ambos te queríamos más de lo que te
imaginas. Excepto, maldita sea, que, hijo de perra, ya lo sabes, ¿no?
—Sí, lo sé —dijo él—: ella murió.
Así de poética fue aquella muerte.

16

Él sabe que venimos.


Estaban subiendo la cara norte de la montaña de ónice. La Serpiente había
cubierto los pies de Nathan Stack con una especie de goma y, aunque no estaban
dando precisamente un paseo tranquilo, el hombre había sido capaz de servirse de él
para seguir escalando. Al llegar a un saliente en forma de espiral se habían detenido
unos instantes a descansar, y allí la Serpiente le había hablado por primera vez de lo
que les esperaba en el lugar adonde se dirigían.
––¿Eh?
La Serpiente no contestó. Stack se dejó caer pesadamente contra el muro del
saliente. Al pie de la montaña había tenido un encuentro con unas criaturas parecidas a
babosas que habían intentado asirse a la carne de Snack, pero en cuanto la Serpiente

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 23


las obligó a soltarse habían vuelto a chupar las rocas. No se habían vuelto a acercar a
la criatura de sombras. Más arriba. Stack entrevió las luces que parpadeaban en la
cumbre y una sensación de miedo atroz encogió su estómago. Poco antes de alcanzar
el saliente en el que se encontraban habían dado un rodeo para evitar una caverna
horadada en la montaña en la que descansaban las criaturas semejantes a
murciélagos que vieran la noche anterior. Ante la presencia del hombre y la sombra
parecieron volverse locos y emitieron unas oleadas de náuseas que afectaron a Stack.
La Serpiente le había ayudado de nuevo y había logrado pasar. En aquel momento se
hallaban detenidos y la Serpiente no respondió a las preguntas de Stack.
Tenemos que seguir subiendo.
—Porque el sabe que venimos.
Había en la voz de Nathan Stack un tono de sarcasmo.
La Serpiente empezó a moverse. Stack cerró los ojos. La Serpiente se detuvo y
volvió atrás, donde él se encontraba. Stack alzó la mirada de un solo ojo a la sombra.
—Ni un paso más.
No hay razón alguna por la que no debas saber las cosas.
—Excepto, amigo mío, que tengo la sensación de que no vas a decirme nada.
Todavía no es hora de que lo sepas.
—Mira: el hecho de que no te haya hecho preguntas no quiere decir que no quiera
saber. Me has contado cosas que soy incapaz de asimilar... Cosas de una majadería
increíble... Que tengo... no sé cuántos años. Tengo la sensación de que intentas
decirme que soy Adán.
Así es.
—... ¡Uh!
Dejó de agitarse y devolvió la mirada de la sombra. Luego, dando por bueno mucho
más de lo que nunca hubiera pensado, dijo:
—Serpiente. —Nuevamente se hizo el silencio. Un poco más tarde siguió
preguntando—: ¿Por qué no me das otro sueño y me dejas conocer el resto de la
historia?
Debes tener paciencia. El que vive en la cumbre sabe que venimos pero he
conseguido que no se entere del peligro que tú representas para el sólo gracias a que
tú mismo no sabes bien quien eres.
—Entonces dime una cosa: Ese tipo de la cumbre... ¿quiere que subamos hasta
allí?
Nos lo permite. Sólo porque no sabe nada.
Stack asintió, dispuesto a seguir la guía de la sombra. Se puso de pie e hizo una
reverencia de mayordomo:
—Después de ti. Serpiente.
Y la Serpiente pasó delante con sus manos planas pegadas al saliente. y siguieron
subiendo en espirales que les iban acercando a la cumbre.
El Pájaro de la Muerte cayó en picado y se elevó otra vez hacia la Luna. Todavía
había tiempo.

17

Dira vino a Nathan Stack a la hora justa de la aurora y apareció en el despacho del
consorcio industrial que Stack había creado para el imperio familiar.
Stack estaba sentado en la silla neumática que dominaba el escenario donde se
tomaban las decisiones de alto nivel. Estaba solo. Los demás se habían marchado

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 24


horas antes, y el desnudo resplandor de las luces ocultas que brillaban apenas a través
de los débiles muros daba a la sala un aspecto mortecino.
La criatura de sombras pasó a través de los muros, que a su paso se convirtieron
en cuarzo rosa, para volver a lo que siempre habían sido en cuanto la sombra los
atravesó.
Tienes que ir ahora, dijo la Serpiente.
Stack alzó la mirada con los ojos desorbitados de horror y en su mente se formó la
imagen inconfundible de Satán, con una boca sonriente llena de colmillos, cuernos
llenos de luces brillantes como caleidoscopios, cola como de cuerda terminada en una
especie de flecha, enormes patas hendidas cuyas pezuñas dejaban huellas radiantes
en la alfombra, ojos profundos como pozos de petróleo, tridente, capa de satén, piernas
velludas de carnero y unas enormes garras en las manos. Stack trató de gritar pero
ningún sonido salió de su garganta.
No, dijo la Serpiente, así no. Ven conmigo y lo comprenderás.
Había en su voz un tono de tristeza, como si Satán hubiera sido dolorosamente
agraviado. Stack hizo un violento gesto de negación con la cabeza.
No había tiempo para discutir. Había llegado el momento y Dira no podía vacilar.
Hizo un gesto y Nathan Stack se elevó de su sillón neumático y dejó atrás algo que
parecía ser Nathan Stack dormido, y se acercó a Dira y la Serpiente le tomó de la mano
y pasaron por el cuarzo rosa y salieron de allí.
Y la Serpiente se lo llevó más y más abajo.
La Madre sufría. Durante eones había estado enferma, pero había llegado al punto
en que la Serpiente sabía que era una enfermedad definitiva, y la Madre también lo
sabía. Pero estaba dispuesta a esconder a su hijo, e intercedería por él en provecho de
sí misma, y le escondería en los más profundo de su ser, donde nadie, ni siquiera el
loco. pudiera encontrarle.
Dira se llevó a Stack al Infierno.
Y era un lugar muy placentero.
Era caliente y seguro y estaba alejado de las intrigas de los locos.
Y la enfermedad prosiguió sin remedio alguno. Las naciones se desmoronaron, los
océanos hirvieron y luego se enfriaron y se cubrieron de una capa de espuma y el aire
se llenó de polvo y vapores mortales y la carne se derritió como aceite y los cielos se
cubrieron y se hicieron oscuros y el sol se oscureció y se fue apagando. Y la Tierra
gimió.
Las plantas padecieron y se consumieron, y las bestias se paralizaron, y se
volvieron locas, y los árboles se quemaron y de sus cenizas surgieron cristales que se
hicieron añicos al contacto con el viento. La Tierra moría, con una muerte lenta,
prolongada y dolorosa.
En el centro de la Tierra, en el punto más protegido, Nathan Stack dormía. No me
dejes con extraños.
Por encima de su cabeza, no muy lejos, bajo las estrellas, el Pájaro de la Muerte
daba vueltas y más vueltas, esperando la palabra.

18

Cuando llegaron al pico más alto. Nathan miró a través del frío terrible y ardiente v
del polvo feroz de aquel viento demoníaco y vio el santuario de siempre, la catedral de
la eternidad, el pilar del recuerdo, el puerto de la perfección, la pirámide de las
bendiciones, la juguetería de la creación, la bóveda de la liberación, el monumento de

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 25


la nostalgia, el receptáculo del pensamiento, el laberinto de las maravillas, el catafalco
de la desesperación, el podio de las declaraciones y el horno de los últimos intentos.
En una ladera que llevaba a un pináculo estrellado vio la casa de uno de los que allí
moraban —unas luces que resplandecían y parpadeaban, unas luces que podían verse
desde muy lejos en la desierta superficie del planeta —. y empezó a sospechar el
nombre de quien la ocupaba.
De repente, todo fue rojo para Nathan Stack. Como si sobre sus ojos hubiera
bajado un filtro, el cielo negro, las luces parpadeantes, las rocas que formaban la gran
explanada en la que estaban, incluso la Serpiente, todo se hizo rojo, y el color se
convirtió en dolor. Un dolor terrible que quemaba todos y cada uno de los canales del
cuerpo de Stack, como si toda su sangre se hubiera transformado en fuego. Gritó y
cayó de rodillas mientras el dolor se le metía en el cerebro más y más, siguiendo cada
nervio y cada vaso sanguíneo y cada ganglio y cada trayectoria nerviosa. Sus huesos
quemaban.
Lucha, dijo la Serpiente. ¡Lucha!
«No puedo», gritó en silencio la mente de Stack, cuyo dolor era tan grande que le
impedía hablar. El fuego le lamió y le inundó y notó que se le marchitaban los delicados
tejidos del cerebro. Trató de enfocar su pensamiento en el hielo. Se asió al hielo en
busca de salvación, a pedazos de hielo, a montañas de hielo, a icebergs de hielo
semihundidos en agua helada. Aunque su alma ardía, pensaba en el hielo. ¡Hielo!
Pensó en millones de partículas de granizo que caían como una tormenta contra el
huracán de fuego que invadía su mente, y hubo un punto en el que una llama empezó
a ceder, un rincón que se enfrió... y se asió desesperadamente a aquel rincón, siempre
pensando en hielo, pensando en bloques y pedazos y monumentos de hielo que hacía
avanzar para ampliar su círculo de frío y seguridad.
Entonces las llamas comenzaron a retroceder, a abandonar sus venas, y envió
hielo con el pensamiento allí donde advertía el fuego, y lo hizo revivir, y lo enterró entre
hielo y agua helada.
Cuando abrió los ojos estaba todavía arrodillado pero volvía a pensar normalmente
y las superficies rojas volvieron a parecer normales otra vez.
Lo intentaré de nuevo. Tienes que estar preparado.
—¡Dímelo todo! ¡No podré hacerlo si no lo sé! ¡Necesito ayuda!
Puedes ayudarte u ti mismo. Tienes la fuerza necesaria, y yo te daré el rayo.
... ¡Y de repente llegó el segundo trastorno!
El aire se volvió hediondo v se le llenó la boca de apestosos pedazos de
excrementos, y la náusea que causaban le hizo sentirse enfermo. Los músculos le
tiraban del esqueleto en todas direcciones y al partirse los huesos una serie de
agudísimos dolores le sobrevinieron con gran rapidez, hasta confundirse en un solo y
prolongado tormento. Trató de escabullirse, pero sus ojos sólo lograron hacer más
grande el surtidor de luces que le golpeaba. Se desmoronó la visión de sus ojos y
empezó a perder el juicio. El dolor era increíble.
¡Lucha!
Stack rodó por tierra y envió cilios y tentáculos para tocar el suelo, y durante un
instante advirtió que estaba mirando a través de los ojos de otra criatura, de otra forma
de vida que no era capaz de describir. Pero estaba bajo el cielo y tal cosa le producía
terror, y estaba rodeado de un aire que se había vuelto venenoso y eso le producía
miedo, se estaba volviendo ciego y eso producía temor, y era... era un hombre...
empezó a luchar contra la idea de ser otra cosa diferente... era un hombre y no iba a
tener miedo, sino que aguantaría.
Se rehizo, se olvidó de los cilios y tentáculos y luchó por dominar los músculos. Sus
huesos rotos rechinaron y tronaron por todo su cuerpo. Se esforzó por ignorar tal

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 26


sensación y por fin los músculos volvieron a su posición habitual y volvió a respirar, y
notó que su cabeza iba recobrando la lucidez...
Y cuando volvió a abrir los ojos era Nathan Stack otra vez.
... y llegó el tercer trastorno:
La desesperación.
Y de la más profunda miseria volvió a levantarse para seguir siendo Stack.
... y llegó el cuarto trastorno:
La locura.
Y a pesar de la demencia más furiosa, encontró un modo de seguir siendo Stack.
Y el quinto trastorno, y el sexto, y el séptimo, y las plagas, y los torbellinos. y los
pozos de malicia, y la reducción de tamaño acompañada de una caída continua por
infiernos submicroscópicos, y las cosas que se le comían por dentro, y el vigésimo y el
cuadragésimo, y el aullido de su voz pidiendo que le dejaran y la voz de la Serpiente
siempre junto a él, susurrando ¡Lucha!
Por fin, todo cesó.
Rápido, ahora.
La Serpiente tomó de la mano a Stack y corrió con Nathan casi a rastras hasta
alcanzar el gran palacio de luz de la ladera, que brillaba espléndidamente bajo el
pináculo estrellado, y pasaron por un arco de metal radiante hasta llegar a la sala de
ascensión. El portal se selló tras ellos.
En los muros se advenían temblores. Los suelos, cargados de piedras preciosas,
empezaron a temblar y a tambalearse. Comenzaron a caer grandes trozos de techo. El
palacio tembló con una sacudida horrible y se hundió a su alrededor.
Ahora, dijo la Serpiente. Ahora es cuando lo sabrás todo.
Y se olvidó de todo lo que había alrededor. Flotando helado en el aire. las ruinas
del palacio cayeron a su alrededor. Hasta el aire dejó de arremolinarse. El tiempo
pasaba tranquilamente. El movimiento de la Tierra se había detenido. Todo quedó
inmóvil mientras a Nathan Stack se le permitía comprenderlo todo.

19

SELECCIONE LA RESPUESTA
(Cuenta la mitad del título final)
1. Dios es:
A. Un espíritu invisible dotado de luenga barba.
B. Un perrito muerto y enterrado.
C. Todos los hombres.
D. El mago de Oz.
2. Nietzsche escribió «Dios ha muerto». Con esto quería decir:
A. La vida no tiene sentido.
B. La creencia en deidades supremas ha desaparecido.
C. Nunca hubo un Dios del que partir.
D. Tú eres Dios.
3. La ecología es el nombre por el que se conoce también:
A. El amor de madre.
B. Egoísmo iluminado.
C. Una buena ensalada con especias.
D. Dios.
4. ¿Cuál de las frases siguientes tipifica de manera más profunda el amor?
A. No me dejes con extraños.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 27


B. Te quiero.
C. Dios es amor.
D. Utiliza la aguja.
5. ¿Cuál de las facultades que aquí se citan acostumbra a relacionarse más con
Dios?
A. Poder.
B. Amor.
C. Humanidad.
D. Docilidad.

20

Nada de lo anterior. La luz de las estrellas brilló en los ojos del Pájaro de la Muerte
y a su paso por la noche dejó una sombra en la Luna.

21

Nathan Stack alzó la cara entre las manos. A su alrededor, el aire era tranquilo y el
palacio seguía desmoronándose. Ahora ya sabes todo lo que hay que saber, dijo la
Serpiente, al tiempo que se inclinaba hasta posar la rodilla en tierra en señal de
devoción. Pero allí no estaba más que Nathan Stack para recibir tal muestra de
devoción.
—¿Estuvo siempre loco?
Desde el principio.
—En ese caso, los que le entregaron nuestro mundo estaban locos, y tu propia raza
estuvo también loca al permitirlo.
La Serpiente no tenía respuesta.
—Quizá tenían que suceder las cosas así —dijo Stack.
Extendió los brazos y alzó a la Serpiente sobre sus pies y tocó la cabeza de aquella
criatura de sombra.
—Amigo —dijo Nathan.
La raza de la Serpiente era incapaz de derramar lágrimas. Dijo como respuesta:
He esperado más tiempo del que imaginas a que me dirigieran esa palabra.
—Lamento que llegue al final.
Quizá las cosas tenían que ser así.
En aquel instante hubo un remolino de aire. un fulgor en el palacio arruinado, y el
amo de la montaña, el poseedor de aquella Tierra arruinada vino a ellos en forma de
zarza ardiente.
—¿OTRA VEZ, SERPIENTE? ¿OTRA VEZ ME MOLESTAS?
Ha terminado la hora de los juegos.
—¿Y TRAES A NATHAN STACK PARA DETENERME? YO DIRÉ CUÁNDO ES
HORA DE ALGO. YO SERÉ QUIEN LO DIGA: COMO SIEMPRE HA SIDO.
Y luego se dirigió a Nathan Stack:
—ESCAPA. ESCÓNDETE EN ALGÚN LUGAR HASTA OUE VENGA A POR Tí.
Stack hizo caso omiso de la zarza que ardía. Movió la mano y el cono de seguridad
en que todos ellos habían estado se desvaneció.
—Antes de nada, encontrémosle, y luego ya sabré qué hacer.
Al viento de la noche, el Pájaro de la Muerte afilaba sus garras y surcaba los aires
vacíos hasta el suelo polvoriento de la Tierra.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 28


22

Nathan Stack había tenido una pulmonía en cierta ocasión. Había tenido que acudir
al quirófano, donde e] cirujano había realizado una pequeña incisión en su tabique
pectoral. De no haber sido tan testarudo, de no haber continuado trabajando sin falta
alguna mientras una vulgar infección pulmonar se iba desarrollando hasta formar un
empiema, nunca se le hubiera ocurrido ponerse bajo un bisturí, aun para una operación
tan sencilla como una toractomía. Pero él era un Stack, y por eso no dudó en ir al
quirófano, donde se encontraba con un tubo insertado en su cavidad torácica para
drenar el pus de la cavidad pleural cuando oyó que alguien pronunciaba su nombre.
NATHAN STACK.
Lo oyó como si llegara de muy lejos, de la vastedad del Ártico; lo oyó rebotar e ir de
eco en eco por un corredor sin fondo, como un cuchillo cortante.
NATHAN STACK.
Recordó a Lilith y su cabello de color del vino tinto. Recordó las horas que tardó en
morir bajo la roca mientras sus compañeros de caza de la tribu acababan con los
restos del oso y no atendían sus gritos y rugidos en demanda de ayuda. Recordó el
impacto de la flecha disparada por la ballesta que le desgarraba la cazadora y se
clavaba en su pecho cuando murió en Agincourt. Recordó el agua helada del Ohio que
se cerraba sobre su cabeza y la barcaza que desaparecía de su vista sin que sus
compañeros advirtieran su falta. Recordó el gas mostaza que devoraba sus pulmones
mientras trataba de salir de las trincheras junto a una granja de Verdún. Recordó su
mirada directa al estallido de la bomba y la sensación de que la carne de su rostro se
fundía. Recordó a la Serpiente que acudía a él en su despacho y le extraía de su
cuerpo como un grano de trigo de la espiga. Recordó su sueño en el centro fundido de
la Tierra durante un cuarto de millón de años.
Durante décadas había oído a su madre rogarle que la liberara, que acabara con su
dolor. Utiliza la aguja. Su voz se mezclaba con la de la Tierra que gritaba con dolor
infinito que su carne había sido violada, que sus ríos se habían convertido en arterias
de polvo, que sus gráciles colinas y sus verdes campos se habían transformado en
cristales y cenizas. La voz de su madre y de la Madre que era la Tierra se fundieron en
una sola, que a su vez se confundió hasta ser la de la Serpiente que le decía que él era
el único hombre de la Tierra —el último hombre de la Tierra—, el que pondría fin al
caso definitivo en que se había convertido la Tierra.
Utiliza la aguja. Acaba con la miseria de esta Tierra doliente. Ahora te pertenece.
Nathan Stack se sentía seguro del poder que tenía. Era un poder que sobrepasaba
en mucho al de los dioses o Serpientes o creadores locos que clavaban aguijones en
sus creaciones, que rompían sus juguetes.
NO PUEDES. NO TE LO PERMITIRÉ.
Nathan Stack caminó en torno a la zarza encendida que crepitaba impotente de
rabia. La miró casi con lástima, una lástima que le hacía recordar al Mago de Oz y su
enorme y ominosa cabeza separada del cuerpo que flotaba en la bruma, siempre
encendida, y el pobre hombrecito que, tras la cortina, apretaba los mandos que
creaban aquellos electos. Stack caminaba alrededor del efecto con el convencimiento
de que él tenía más poder que aquella cosa triste y pobre que había tenido a la raza
humana en la esclavitud desde antes de que Lilith le hubiera sido arrebatada.
Y entonces salió en busca de aquel loco que se había hecho con el nombre que le
correspondía a él.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 29


23

Zarathustra descendió solo de las montañas, sin encontrar a nadie. Cuando llegó al
bosque, apareció de repente ante el un viejo que había dejado su santo refugio en
busca de raíces entre los árboles. Y así le habló el viejo a Zarathustra.
—No es ningún extraño para mí este caminante: muchos años ha pasado de esta
manera. Se llamaba Zarathustra, pero ha cambiado. En aquella época llevaste tus
cenizas a las montañas; ¿vas a traer ahora tu fuego a los valles? ¿No temes ser
castigado como incendiario?
»Zarathustra ha cambiado. Zarathustra se ha vuelto niño. Zarathustra ha
despertado: ¿qué quieres ahora de los durmientes? Vivías en tu soledad como entre
las aguas del mar, y éste te llevaba. ¿Acaso vas a subir ahora a la orilla? ¿Acaso vas a
arrastrar tu cuerpo otra vez?
Y Zarathustra respondió:
—Yo amo a los hombres.
—¿Por qué —inquirió el santo— si no fui yo al bosque y al desierto? ¿No fue por el
hombre al que tanto amaba? Ahora amo a Dios. y no al hombre. El hombre es un ser
demasiado imperfecto. El amor al hombre me mataría.
—¿Y qué está haciendo un santo como tú en este bosque? —preguntó Zaiathustra
Y el santo contestó:
—Hago canciones y las canto; y cuando hago mis canciones río, lloro, canto v
murmuro, pues ello complace a Dios. Con mis risas, lágrimas, canciones y murmullos
complazco al dios que es mi dios. Pero ¿qué nos traes como regalo?
Cuando Zarathustra escuchó estas palabras le dijo adiós al santo y añadió:
— ¿Y que tendría que darte? Mejor será que me marche de prisa antes de que
requiera alguna cosa de ti.
Y así se separaron, el viejo y el hombre, riendo como niños.
Pero cuando Zarathustra estuvo lejos y solo le habló así a su corazón:
—¿Es posible? ¡Ese viejo del bosque todavía no ha escuchado la buena nueva,
que Dios ha muerto!

24

Stack encontró al loco que caminaba por el bosque de los momentos finales. Era un
viejo decrépito y cansado, y Stack se dio cuenta de que con un solo movimiento de la
mano podía acabar en un momento con aquel dios. Sin embargo, ¿que razón había
para ello? Era demasiado tarde incluso para la venganza. Desde el principio había sido
demasiado tarde. Por eso dejó al viejo proseguir su camino, vagar por el bosque
murmurando para sí NO TE DEJARÉ HACERLO con la voz de un niño maniático o con
un patético OH. POR FAVOR. NO QUIERO IR TODAVÍA A LA CAMA. AÚN NO HE
TERMINADO DE JUGAR.
Y Stack regresó adonde estaba la Serpiente, que había cumplido su misión y había
protegido a Stack hasta que éste había aprendido que era más poderoso que el Dios al
que había adorado durante toda la historia de los seres humanos. Regresó adonde la
Serpiente y sus manos se tocaron y el lazo de su amistad se selló para siempre, al fin.
Luego trabajaron juntos y Nathan Stack utilizó la aguja con un rápido movimiento de
la mano y la Tierra no debió dejar escapar ni siquiera un suspiro de alivio cuando por
fin acabó su dolor infinito... pero sí suspiró, y se abrió, y surgió el corazón fundido y

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 30


murieron los vientos y desde las alturas Stack oyó el cumplimiento del acto final de la
Serpiente: escuchó el descenso del Pajaro de la Muerte hacia la Tierra.
—¿Cuál era tu nombre? —le preguntó Stack a su amigo.
Dira.
Y el Pájaro de la Muerte se deslizó por la corteza cansada de la Tierra y abrió sus
alas y las posó encima de todas las cosas y abrazó a la Tierra como una madre abraza
a su hijito fatigado. Dira se situó en el suelo de amatistas del palacio envuelto en
sombras y cerró su único ojo con gratitud. Dormir al fin, en el final de todo.
Todo esto sucedió, y Nathan Stack siguió mirando. Era el último, el que quedaba en
el momento final, y al haber llegado a poseer, aunque hubiera sido por unos breves
instantes, lo que pudo haber sido suyo desde el principio, no quería sino saber, no
quería dormir sino ver. Saber al fin. en el punto final, que había hecho bien y no había
errado.

25

El Pájaro de la Muerte cerró sus alas sobre la Tierra hasta que al fin, en el
momento final, sólo hubo un gran pájaro posado sobre las cenizas muertas. Entonces
el Pájaro de Fuego alzó la cabeza al cielo repleto de estrellas y repitió el suspiro de
alivio que la Tierra había exhalado al morir. Y entonces cerró los ojos, escondió la
cabeza bajo el ala con gran cuidado y todo terminó.
Lejos de allí, las estrellas esperaron a que el grito del Pájaro de la Muerte llegara
hasta ellas para poder observar el final, por fin, de la raza de los hombres.

26

PARA MARK TWAIN

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 31


En el Circo de los Ratones

De Nueva Dimensión n.29


Febrero de 1972
Titulo original: All the Mouse Circus
© 1972 by Ediciones Dronte
Edición electrónica de diaspar 1999

***

El Rey del Tibet estaba haciendo el amor con una gorda blanca. Se había tirado hacia las
profundidades de un túnel de gelatina, milenios antes, y periódicamente, mientras la pistoneaba,
un suave conejito blanco y rosa con levita y botines hacía temblar el túnel a su paso, estudiando
un reloj de bolsillo que llevaba colgado de una pesada cadena de oro. La mujer blanca era suave
como el sebo, con ojillos negros hundidos bajo prominentes cejas. La muy gorrina gruñía en un
éxtasis insatisfecho, tratando desesperadamente, y sabiendo que nunca podría. Pues nunca había
podido. El Rey del Tíbet tenía dolor de tripas. ¡Oh, estar en otro lugar, haciendo otra cosa, solo!
El paisaje exterior temblaba en oleadas de miedo, que irradiaban desde las cimas le las
montañas muy lejanas. En las cimas de las montañas, parduscos y marchitos viejos consideraban
medios y fines, consideraban ruinas y portentos, consideraban porqués y porconsiguientes... Lo
ignoraban todo... y se dedicaban a enviar más miedo a lugares más alejados. El paisaje temblaba
en la noche, comenzando a estremecerse con un terror que era mayor que el miedo que había
pasado antes.
–¿Que hora es? –preguntó, y no recibió respuesta.
Hacia treinta y siete años, cuando el Rey del Tíbet había sido un muchacho, había un hombre
con una pierna, que había sido su padre por corto tiempo, y una mujer con algo de sangre de
negro en ella, que le había servido de madre.
–Puedes ser cualquier cosa, Charles –le había dicho–. Lo que prefieras ser. Un hombre puede
ser cualquier cosa que desee: el Tío Wiggly, Jomo Kenyatta, el Rey del Tíbet, si es que así lo
deseas. Blanco o negro, Charles, eso no importa. Tan solo tienes que seguir tu camino, ser bueno
y hacer. Eso es lo único que debes recordar.
El Rey del Tíbet pasaba por una mala época. Gordas blancas y colonia barata. Dinámico,
había perdido el horizonte. Exquisito, había tratado con superficies y le habían tratado de forma
similar. Consumido, había cumplido con su tiempo.
–Tengo que irme –le dijo ella.
–Aún no, un poquito más. Por favor. Así que se quedó. Con la bandera en alto, colgando
fláccida ante la ausencia de las brisas de Camelot, se quedó y sufrió. Finalmente, ella lo soltó, y
el Rey del Tíbet se metió bajo la ducha, permaneciendo cuarenta minutos. Su piel dorada se le
despellejó, se embebió; nunca estaba limpio del todo. Perfumado, bañado, aún notaba los olores
de wombats, almizcle de guarida, graneros, fútiles recipientes de fluidos nocivos. Si era un ratón
blanco, ¿por qué no podía ver su molino de ruedas?
–Escucha, muñeca, necesito quinientos pavos. Ya sé que no hemos estado juntos más que un
rato, pero los necesito de mala manera –ella fue a rebuscar en su monedero y regresó.
La odiaba más por hacerlo que por no hacerlo.
Y, por el pasado de ella, sabía que él no formaría parte de ningún futuro reconocible.
–Charlie, ¿cuándo te veré de nuevo? –¡Extraño nunca!
Llevado de allí en la carne plateada del Cadillac, su gran y bella madre-cerda, de una extensa
anchura de trescientos (comprados con su semen) centímetros de rueda a rueda, Eldorado
semidiós de cuatrocientos caballos, intrépidamente cubicando 7200 centímetros, atronando hasta
olvidarse su peso de más de dos toneladas, va... fue... Charlie... Charles... el Rey del Tíbet. Tez
Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 32
marrón dorada, tan limpia como le era posible, quinientas razones y quinientas huidas.
Conducido, conduciendo hacia el exterior.
Siempre dentro, el Rey del Tíbet iba afuera.

***
A lo largo de la ruta, Manhattan, Jersey City, New Brunswick, Trenton. En Norristown,
habiendo comido en un excelente restaurante, Charlie fue detenido en la esquina de una calle por
una voz que hizo pssst desde un buzón. Abrió la rendija y un niño con suéter y corbata sacó su
cabeza y hombros a la noche.
–Tiene que ayudarme –le dijo el chico–. Mi nombre es Batson. Billy Batson. Trabajo para la
estación de radio WHIZ y, si solo pudiera recordar la palabra exacta, y si solo pudiera decirla,
pasaría algo maravilloso. S es por la sabiduría de Salomón, H es por la fuerza de Hércules, A es
por la resistencia de Atlas, Z es por el poder de Zeus... pero después de eso me he olvidado.
El Rey del Tíbet lenta y firmemente empujó la cabeza de nuevo hacia dentro por la rendija
del buzón, y se marchó. Reading, Harrisburg, Mt. Union, Altoona, Nanty, Gb.
En el camino hacia Pittsburgh había un ratón, con manos de cuatro dedos vestido con
pantalón corto rojo y dos grandes botones amarillos en la parte delantera, haciendo auto stop.
Zapatos como dos grandes guantes de boxeo, brillantes ojos sinceros, desamparando y perdido,
permanecía en la curva con el carnoso pulgar en alto, esperando. Charlie pasó zumbando. Aquel
no era su sueño.
Youngstown, Akron, Canton, Columbus y hambriento de nuevo en Dayton.
O.
O hache i o. ¿Por qué se tuvo que ir de allí? Nunca antes había estado. Aquél era un buen
lugar. El río corría negro y el día pasaba por encima como otro río. Se metió en un aparcamiento
y ni siquiera la diosa madre Eldorado. Esperaba paciente, sabiendo que su seno tapizado estaría
pronto repleto de nuevo con el Rey del Tíbet.
–Luego te alimentaré a ti –le dijo al vehículo sensible mientras caminaba hacia el restaurante.
En el interior, en penumbras y con velas encendidas en pleno mediodía, fue acomodado en
un reservado hecho en madera, y allí colocaron frente a él un mantel blanco de lino puro, cinco
cubiertos de plata, una copa de cristal tallado en la que esperaba agua de calidad, y una promesa.
De la promesa seleccionó, arriesgándose, apuestas nueve a cinco y el favorito del día.
Una bruja aterciopelada encaramada en un taburete del bar, frente a él, se volvió, enseñó
pierna y sonrió. El le ofreció cubiertos, agua, una promesa y se pusieron de acuerdo.
Charlie miró los ojos de teca aceitada de ella por encima de la llama de la vela que había
entre ellos. Toda su piel era como una envoltura de sarán humedecida. Todos sus dientes eran
como cardos humedecidos. Toda ella era un misterio de huecos cóncavos bajo los pómulos
Charlie había comprado en cierta ocasión un aparato de televisión, porque la pelirroja del
anuncio era parte de su sueño. Había comprado un cepillo de dientes eléctrico porque la morena
con las fundas en los dientes había indicado que también ella era parte de su sueño. Y,
naturalmente, su gran Eldorado. Ese era el sueño del Rey del Tíbet.
–¿Qué hora es? –pero no recibió respuesta y, limpiándose los labios de los restos de la peche
flambée, él y la bruja aterciopelada abandonaron el restaurante: él con su sueño agrietándose, y
ella con tan solo un producto que vender.
Habla una fiesta en una casa de una colina.
Cuando pasaron por el camino de asfalto, la cinta negra bajo ellos se desenrolló como la
rasposa lengua de una gran serpiente primitiva.
–Te gustará esa gente –dijo ella, y tomó el rostro sensitivo del Rey del Tíbet entre sus manos
y lo besó largamente. Sus uñas tenían color metal plateado y sus palmas estaban ligeramente
húmedas y eran regordetas, con promesas de placeres táctiles.
Caminaron hacia la casa. Iluminada desde dentro, cada ventana tenía una faceta coloreada de
luz. Los sonidos aumentaban mientras se acercaban a la casa. El se puso a un paso por detrás de

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 33


ella y contempló la forma en que su piel fluía. Ella extendió la mano, tocó la casa, y fluyeron una
en la otra.
Ninguna puerta se abrió ante ellos, pero aferrándose con fuerza a su cabello fue sorbido tras
ella, a través de la piel de la casa.
En el interior, hablan cajas de marfil tallado que, cuando se abrían, relevaban cajas más
pequeñas en su interior. Se sintió fascinado por una de esas cajas colocada alta sobre un pedestal
en el centro dé una alfombra om. La caja estaba decorada con dientes de nutria y culebras
hinchadas y linces. Abrió la primera caja y en el interior había una segunda caja recubierta de
escarcha helada. Dentro de la caja escarchada había una tercera, y estaba decorada con espejos
que no daban reflejos. Y a continuación había una caja cuya superficie era una masa de tallas, y
todas eran huellas dactilares, y ninguna concordaba con la de Charlie, y únicamente cuando un
hombre de paso sonrió y acarició la tapa, se abrió esta, revelando la siguiente caja más pequeña.
Y así siguió, hasta que perdió la cuenta de las cajas y el viaje terminó cuando no pudo ver la caja
que había dentro de la caja del tamaño de una mota de polvo que estaba en el interior de todas las
otras. Pero sabía que había más, y notó una gran tristeza por no poder alcanzarlas.
–¿Qué es, exactamente, lo que desea? –le preguntó una mujer mayor de muy buenos huesos.
Estaba recostada contra una pared cuya única ornamentación era un gigantesco crucifijo de
madera del que colgaba una figura de Cristo, con la cabeza caída, los hombros contorsionados
como solo pueden estar aquellos cuyos brazos han sido desencajados; la figura estaba hecha de
macizas piezas de madera, todas ellas artísticamente teñidas: trozos de puerta, patas de cama,
sedales, machos de timón, vigas, crucetas, trozos encajados de marcos macizos.
–Deseo... –comenzó, luego extendió los brazos en confusión. Sabía lo que quería decir, pero
nadie habla ordenado nunca correctamente la progresión de palabras.
–¿Se trata de Madelaine? –preguntó la vieja. Sonrió como la Tía Jemima, y apuntó un dedo
al otro extremo de la enorme sala de estar, clavándolo en la bruja aterciopelada al otro lado, junto
a la chimenea –. Está allí.
El Rey del Tíbet se sintió algo más relajado.
–Ahora –dijo la vieja, con su mano en la mejilla de Charlie–, ¿qué es lo que necesita saber?
Dígamelo. Aquí tenemos todas las respuestas. De verdad.
–Quiero saber...
La pantalla de la televisión se tornó plata y lanzó un charco de luz, atrayendo la atención de
Charlie. Las posibilidades fueron listadas en la pantalla. Y lo que deseaba saber pareció
inconsecuente comparado con las posibilidades que vio listadas.
–Aquella –dijo–. La segunda. ¿Cómo murieron los dinosaurios?
–Oh. ¡Excelente! –Parecía contenta de que hubiera escogido aquella –. ¿Shefty...?
–Llamó a un hombre alto de sienes canosas. El la miró dejando de hablar a varias mujeres y a
otro hombre, la contempló expectante, y ella dijo –: Ha escogido la segunda. ¿Puedo?
–Naturalmente, querida –dijo Shefty, alzando su copa de vino hacia ella.
–¿Tenemos tiempo?
–Oh, creo que sí –contestó él.
–Sí... ¿Qué hora es? –preguntó Charlie.
–Por allí –le dijo la vieja, llevándolo fuertemente asido por el antebrazo. Se detuvieron frente
a otra pared –. Mire.
El Rey del Tíbet miró a la pared, y esta palideció, se convirtió en hielo, y se hizo translúcida.
Había algo atrapado en el hielo. Algo grande. Algo oscuro. Forzó la vista, tratando sus ojos de
discernir la figura. Luego la estuvo viendo más claramente y era un gran saurio, congelado en el
momento de saltar sobre alguna especie menor.
–Gorgosaurio –dijo la vieja, a su lado –. Se parece bastante al Tiranosaurio, como puede ver;
pero las patas delanteras solo tienen dos dedos. ¿Lo ve?
Diez metros de piel gris curtida. Los dientes asesinos. El morro de hocico prominente, los
ojos de ámbar ahumado del comedor de despojos. La lisa y repugnante protuberancia de la cola

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 34


balanceante, las atrofiadas patas delanteras trágicamente agostadas e inútiles. La musculatura...
El pulsante latir de la sangre congelada bajo la piel de lona. El... latir...
Vivía.
El Rey del Tíbet atravesó el hielo, acompañado por la vieja de ojos de Circe, mientras la sala
de estar, blanco caracol de mar, reculaba tras la pared de hielo. El hielo se fue, vino la noche.
Hielo que se fundía lentamente de la gran masa frente a él. Se quedó asombrado.
–Mire –dijo la mujer.
Y vio mientras el hielo se disolvía en niebla y bruma nocturna, y vio mientras la tierra
temblaba, y vio mientras el gran lagarto furioso se movía en tambaleante duda, y vio mientras los
otros llegaban apiñándose cerca, sin ser vistos. Llegó el Escolosaurio. Llegó el Tracodonte.
Llegó el Esteanosaurio. Llegó el Protoceraton. Y todos se quedaron esperando.
El Rey del Tíbet sabía que había mataderos en los que los bueyes eran colgados boca abajo
de ganchos, donde los cuellos eran cortados y la sangre corría espesa como aceite de máquina.
Vio una cosa dorada colgando, y no quiso mirar. Más tarde, miraría.
Esperaron, silenciosamente, a que llegase.
Venía a través de la ciénaga cretácea. Charlie lo podía oír. No muy fuerte, pero acercándose
inexorablemente.
–¿Quiere encenderme el cigarrillo, por favor? –preguntó la vieja.
Brillaba. Llevaba un pálido nimbo blanco. Caminaba a través del pantano, negro hasta las
caderas por la pútrida sustancia. Llegó, con los ojos hundidos bajo pobladas cejas prominentes,
la mandíbula proyectándose hacia delante, las amplias aletas de la nariz olisqueando la gélida
noche, los brazos cubiertos con suciedad incrustada y pelo. El salvador.
Llegó hasta los lagartos propietarios de la tierra. Caminó alrededor de ellos, que
permanecieron quietos y en silencio, próximos a su fin. Entonces los tocó, uno tras otro, y la
plaga se apoderó de ellos. Hongos azules se extendieron de las cinco huellas dejadas en sus
pieles imperecederas; muerte azul irradiando de impresiones de dedos opuestos, uniéndose,
extendiendo cilios y pudriendo la carne de los grandes dinosaurios desaparecidos.
Se volvió a formar el hielo y el Rey del Tíbet regresó a través de un frío perlino hacia la sala
de estar.
Encendió una cerilla y le prendió el cigarrillo.
Ella le dio las gracias y se apartó.
La bruja aterciopelada regresó.
–¿Te lo has pasado bien? –El pensó en las cajas dentro de las cajas.
–¿Fue así como murieron? ¿Fue él el primero?
Ella asintió.
–¿Te pidió Nita algo?
Charlie nunca había visto el mar. Oh, había estado en los estrechos en el Río Este y en el
Hudson, pero nunca había visto el mar. El verdadero mar, el mar atronador que se tornaba negro
por la noche como una lámina de vidrio. El mar que podía atraer y el mar que podía matar, que
podía tragarse ciudades enteras y convertirlas en mitos. Deseaba ir a California.
De pronto, sintió miedo de que nunca abandonaría aquella cosa de allí llamada Ohio.
–Te pregunté si Nita te pidió algo.
–¿Cómo?
–Nita. ¿Te pidió ella algo?
–Tan solo lumbre.
–¿Se la diste?
–Sí.
El rostro de Madelaine flotó en el tenue fluido de su vista. Los músculos de su mandíbula
temblaron. Se giró y caminó a través de la sala. Todo el mundo se volvió para mirarla. Llegó
hasta Nita, que repentinamente dio un paso hacia atrás y alzó los brazos.
–No, no lo hice...

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 35


La bruja aterciopelada extendió fulgurantemente una mano hacia la mujer mayor y la mano
pareció atravesar su cuello. Los dedos de puntas de plata reaparecieron, apretados alrededor de
un delgado filamento brillante. Luego, Madelaine lo partió con un gruñido.
Se oyó un terrible pequeño sonido de Nita, y luego ella se volvió, acuosa, y se quedó en
silencio junto a la ventana, con aire vacío y sin esperanza.
Madelaine se limpió la mano en el respaldo de un sofá y se acercó a Charlie.
–Nos iremos ahora. La fiesta ha terminado.
El condujo en silencio, de vuelta a la ciudad.
–¿Vas a subir? –le preguntó, cuando aparcó el Eldorado frente al hotel.
–Voy a subir.
Se inscribieron como el Profesor Pierre y Marja Skodowska Curie y por primera vez en su
vida él fue incapaz de alcanzar un clímax. Se quedó dormido sollozando por no haber visto
nunca el mar, y se despertó horas más tarde cuando la noche aún apretaba las paredes. Ella no
estaba allí.
Oyó sonidos en la calle, y fue a la ventana.
Había una gran multitud en la calle, apiñada alrededor de su coche.
Mientras miraba, un hombre se echó de rodillas frente al dorado Eldorado y lo tocó. Charlie
sabía que aquel era su sueño. No podía moverse; tan solo mirar, mientras se comían su coche.
El hombre acercó la boca al frente del coche y la retiró ensangrentada. Un gran bocado había
sido arrancado de la brillante piel del Cadillac. Sangre dorada corría por las mandíbulas del
hombre.
Otro hombre se extendió sobre el techo del coche e incluso desde detrás de la ventana el Rey
del Tíbet podía oír los temibles sonidos sorbentes y babosos. El techo fue hecho trizas.
Una mujer se acercó a gatas a la parte trasera del coche y se cogió al tubo de escape. Su
rostro temblaba expectante y siguió allí hasta estar saciada.
Cuando hubo terminado, todos se echaron sobre el coche y él los contempló mientras su
sueño pasaba a sus interiores, pieza a pieza, masticado y comido mientras él lo veía sin poder
hacer nada.
–Eso es todo, Charlie –la oyó decir, tras él. No podía volverse para mirarla pero su reflejo se
sobrepuso al de él en la ventana. Allá afuera, en la oscuridad, se alejaron, habiendo comido.
Miró, y vio la cosa dorada colgando boca abajo en el matadero, con el cuello cortado, la
sangre recogida por canalones de ónix.
Sin coche, en Dayton, Ohio, estaba muerto para los sueños.
–¿Qué hora es? preguntó.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 36


HARLAN ELLISON Y A.E. VAN VOGT

LOS OPERADORES HUMANOS


(THE HUMAN OPERATORS)

«Los Operadores Humanos» es el producto de uno de dos


talentos creadores muy diferentes, que juntos han producido algo único,
no simplemente un relato de hombre contra máquina, sino más bien del
hombre y la máquina y el amor de ambos por la belleza del espacio.

[Para ser leído mientras se escucha


Chronophagie, «The Time eaters»: Música
de Jacques Lasry, tocada en Structurqs
Sonares Lasry-Baschet (Columbio
Masterworks Stereo MS 7314)].

Nave espacial: el único sitio.


Nave dice: hoy voy a ser destruido a mediodía. Y por eso tengo pesar.
No me parece justo tener que ser destruido tres días antes del día que toca una
vez al mes. Pero ya hace tiempo que aprendí que no se debe pedir a Nave que
explique nada personal.
Me parece que hoy es diferente; están ocurriendo algunas cosas. Por la mañana
temprano, me puse el traje espacial y salí fuera, lo cual no es corriente. Pero el polvo
de meteoros ha rayado mucho una pantalla, y aquí estoy yo, cambiándola. Nave podría
decir que yo soy malo porque hago mi trabajo, y echo rápidas miradas furtivas a mi
alrededor. No me atrevería a hacer eso en lugares prohibidos, dentro. Pero cuando yo
era todavía un muchacho, me fijé en que Nave no parecía preocuparse tanto de lo que
yo hacía cuando estaba fuera.
Así que sigilosamente echo algunas miradas furtivas al profundo y negro
espacio. Y a las estrellas.
Una vez pregunté a Nave por qué nosotros no íbamos nunca hacia aquellos
puntos de brillantez, aquellas estrellas, como Nave las llama. Por hacer esa pregunta
me gané una destrucción extra y una larga perorata a voz en grito sobre todas esas
estrellas, que tienen seres humanos viviendo en sus planetas, y qué malos son los
humanos. Nave realmente me destruyó aquella vez, diciendo cosas que yo nunca
había oído antes, tales como que Nave había escapado de los perversos humanos
durante una guerra con los Kyben. Y cómo, de vez en cuando, Nave «llega a las
manos» con los viciosos humanos; pero el perímetro defractor nos salva. Yo no sé lo
que Nave quiere decir con todo eso; ni siquiera sé exactamente qué es «llegar a las
manos».
El último «llegar a las manos» debió de haber ocurrido antes de que yo fuera lo
suficientemente mayor para recordar. O, por lo menos, antes de que Nave matara a mi
padre cuando yo tenía catorce años. Varias veces,, cuando él estaba vivo, dormí todo
el día por alguna razón que no puedo recordar. Pero desde que he estado haciendo mi
trabajo de mantenimiento (desde la edad de catorce años), yo duermo sólo mi noche
regular de seis horas. Nave me habla cuándo es de noche y también cuándo es de día.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 37


Me arrodillo aquí en mi traje espacial, sintiéndome diminuto en este lugar gris y curvado
de metal en la oscuridad. Nave es grande. Tiene más de 170 metros de largo y unos 50
metros de grosor en su parte más ancha al fondo. De nuevo tengo ese pensamiento
especial de estar afuera. Supongamos que me doy un impulso, y salgo fuera notando
hacia uno de esos brillantes puntos de luz. ¿Podría escapar? Yo creo que sí. Debe de
haber otro lugar además de Nave.
Como en el pasado, lenta y tristemente desisto de la idea. Porque si lo intento, y
Nave me atrapa, realmente seré destruido.
Finalmente el trabajo de reparación ha terminado. Regreso a la cámara
intermedia y empleo los trébedes para dilatarla y dejarme ser chupado para regresar a
lo que es, al fin y al cabo (tengo que reconocerlo) un sitio bastante seguro. Todos los
relucientes corredores, las enormes salas de almacenaje con su equipo y piezas de
recambio y las salas de congelación con sus pilas de alimentos (suficientes, dice Nave,
para mantener a una persona durante siglos), y las innumerables cubiertas llenas de
maquinaria cuya reparación es mi trabajo. Puedo estar orgulloso de eso.
—¡Date prisa! ¡Faltan seis minutos para el mediodía! —me dice Nave, y yo me
apresuro.
Me quito mi traje espacial, lo sujeto al tablero de descontaminación y me dirijo a
la sala de destrucción. Al menos, es así como yo lo Hamo. Supongo que es realmente
parte de la sala de máquinas de Subcubierta Diez, una cámara especial provista de
conexiones eléctricas, la mayor parte de las cuales son instrumentos de control. Yo los
uso con bastante regularidad en mi trabajo. El padre del padre de mi padre los instaló
para Nave, según me parece recordar.
Hay una gran mesa, trepo encima de ella y me tumbo. Siento el frío de la mesa
contra la piel de mi espalda, nalgas y muslos al echarme; pero me calienta cuando llevo
un rato echado sobre ella. Sólo falta un minuto para el mediodía. Mientras espero,
estremeciéndome por la expectación, el techo desciende hacia mí. Parte de lo que
desciende encaja sobre mi cabeza, y siento los dos duros bultos que presionan en mis
sienes. Y frío; siento las abrazaderas que descienden sobre mi vientre, mis muñecas,
mis tobillos. Una correa que tiene algo de metal sujeta mi pecho flexible, pero
firmemente.
—¡Listo! —ordena Nave.
Siempre me parece amargamente injusto. ¿Cómo puedo yo estar listo para ser
destruido? ¡Lo odio! Nave cuenta:
¡Diez.-, nueve... ocho... uno!
Siento la primera sacudida eléctrica y todo parece ir en direcciones diferentes;
parece como si alguien estuviera desgarrando algo suave dentro de mí, o al menos es
como lo siento.
La oscuridad forma remolinos en mi cabeza y yo me olvido de todo. Quedo
inconsciente durante un rato. Poco antes de recuperarme, antes de que haya acabado
y Nave me permita ir a hacer mis deberes, recuerdo una cosa que he recordado
muchas veces. No es la primera vez de este recuerdo. Es de mi padre y de una cosa
que dijo una vez, no mucho antes de que lo mataran:
—Cuando Nave dice perverso, Nave quiere decir más inteligente. Hay otras
noventa y ocho posibilidades.
Dijo esas palabras muy rápidamente. Creo que sabía que lo iban a matar pronto.
Claro que debería saberlo, mi padre lo sabía, porque yo entonces tenía casi catorce
años, y cuando él cumplió catorce años, Nave mató a su padre, así que debía saberlo.
Las palabras son importantes. Lo sé; son importantes, pero no sé lo que
significan, al menos no del todo.
—¡Ya estás acabado! —dice Nave.
Me levanto de la mesa. El dolor aún me da punzadas y pregunto a Nave:

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 38


—¿Por qué soy destruido tres días antes de lo normal?
Nave se enfada:
—¿Puedo destruirte de nuevo!
Pero sé que Nave no lo hará. Algo nuevo va a pasar y Nave quiere que yo esté
enteramente alerta para ello. Una vez, cuando pregunté a Nave algo personal, poco
después de haber sido destruido, Nave me destruyó de nuevo, y cuando desperté
Nave estaba muy incómodo manejando las máquinas. A Nave parecía importarle que
yo no sufriera daños. Desde entonces, Nave nunca me ha vuelto a destruir dos veces
seguidas. Así que le pregunto, aunque no pienso realmente obtener una respuesta,
pero le pregunto de todos modos.
—¡Hay una reparación que quiero que hagas!
—Dónde —le pregunto.
—¡En la parte prohibida de abajo!
Trato de sonreír. Sabía que algo nuevo iba a suceder y se trata de esto. Las
palabras de mi padre me vienen de nuevo. Noventa y ocho otras posibilidades.
¿Es ésta una de ellas?

Desciendo en la oscuridad. No hay luz en el pozo de bajada. Nave dice que yo


no necesito luz. Pero yo sé la verdad. Nave no quiere que yo pueda encontrar mi
camino de regreso. Esta es la parte más baja que yo haya ocupado en Nave.
Así que me dejo caer seguro, suave y rápido. Ahora llego a un sitio donde
disminuye la velocidad y cada vez con más lentitud mis pies tocan finalmente la sólida
cubierta y aquí estoy.
La luz se enciende, muy débilmente. Me muevo en la dirección del resplandor, y
Nave está conmigo, todo a mi alrededor, claro. Nave está siempre conmigo, incluso
cuando duermo. Especialmente cuando duermo.
El resplandor se hace más brillante mientras rodeo una curva en el corredor, y
que es causado por un panel redondo que bloquea el corredor, y tocando los
mamparos por todos los sitios, apatanado en el fondo para encajar las chapas de
cubierta. El panel reluciente parece de cristal. Yo voy andando hasta ponerme frente a
él y me detengo. No hay otro sitio donde ir.
—¡Atraviesa la pantalla! —dice Nave.
Doy un paso hacia el panel reluciente, pero no se aparta metiéndose en el
mamparo como se deslizan otros paneles que no resplandecen. Me detengo.
—¡Pasa! —me dice Nave.
Alargo mis manos de frente, con las palmas hacia delante, porque temo que si
sigo andando mi nariz chocará contra el panel reluciente. Pero cuando mis dedos tocan
el panel parecen ponerse blandos, y veo una luz amarilla reluciente que los atraviesa,
como si fueran transparentes. Y mis manos atraviesan el panel y yo puedo verlas
débilmente, reluciendo amarillas, en el otro lado. Luego mis antebrazos desnudos, y
entonces atravieso el panel y mi cara atraviesa y todo es más brillante, más amarillo, y
yo doy un paso y penetro en el otro lado, en un lugar prohibido que Nave nunca me
permitió que viera.
Oigo voces. Todas ellas son la misma voz; pero están hablando unas con otras
de un modo suave, al unísono; el modo en que suena mi voz cuando a veces hablo
conmigo mismo en mi cubículo, donde está mi catre.
Decido escuchar lo que las voces están diciendo, pero no hacer preguntas a
Nave sobre ello, porque creo que es Nave quien está hablando consigo mismo, allá
abajo en aquel lugar solitario. Ya pensaré más tarde en lo que está diciendo Nave,
cuando no tenga que hacer reparaciones y actuar del modo en que Nave quiere que
actúe. Lo que Nave está diciendo para sí mismo es interesante.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 39


Este lugar no se parece a los lugares de reparación que yo conozco en Nave.
Está lleno con tantas grandes bolas de cristal sobre pedestales, cada una dando su luz
amarilla en pulsaciones, que no puedo contarlas. Hay filas y filas de claras bolas de
cristal, y dentro de ellas veo metal... y otras cosas, cosas suaves, todas juntas. Y los
alambres chispean suavemente, y las cosas suaves se mueven, y la luz amarilla late.
Creo que estas bolas de cristal son las que están hablando. Pero no estoy seguro. Sólo
lo pienso.
Dos de las bolas de cristal son oscuras. Sus pedestales parecen de yeso, y no
de un blanco brillante como todos los otros. Dentro de las dos bolas oscuras hay cosas
negras, como alambres quemados. Las cosas blandas no se mueven.
—¡Reemplaza los módulos sobrecargados! —dice Nave.
Sé que Nave se refiere a los globos negros, así que me acerco a ellos y los miro
y al cabo de un rato contesto: sí, puedo repararlos, y Nave me dice que sabe que
puedo, Y que lo haga rápidamente. Nave me da prisa, algo va a ocurrir. Me pregunto:
¿qué será?
Hallo globos de recambio en una cámara de dilatación, y los saco de sus fundas
y hago lo que hay que hacer para que las cosas blandas se muevan y los alambres
chispeen, y escucho muy atentamente las voces susurrantes calentándose unas a
otras con palabras, mientras Nave habla para sí mismo, y yo oigo muchas cosas que
no significan nada para mí porque están hablando de cosas que sucedieron antes de
que yo naciera, y sobre partes de Nave que yo no he visto. Pero oigo muchas cosas
que comprendo, y sé que Nave nunca me permitiría oír estas cosas si no fuera
absolutamente necesario que yo estuviera aquí reparando los globos. Recuerdo todas
esas cosas.
Particularmente la parte donde Nave está gritando.
Cuando ya tengo los globos reparados, y ahora todos ellos chispean, laten y se
mueven. Nave me pregunta:
—¿Es total de nuevo la intermente?
Yo le contesto que sí, y Nave me dice que suba por el pozo, así que atravieso
suavemente aquel panel reluciente y regreso al corredor. Vuelvo al pozo y subo por él,
y Nave me dice:
—¡Ve a tu cubículo y lávate!
Lo hago y decido ponerme ropa; pero Nave me dice que me quede desnudo, y
luego añade:
—¡Vas a encontrarte con una hembra!
Nave no ha dicho nunca antes una cosa así. Yo nunca he visto una hembra.

Ha sido a causa de la hembra por lo que Nave me hizo bajar al sitio prohibido de
los globos amarillos relucientes, el lugar donde vive la intermente. Y ello se debe a la
hembra que estoy esperando en la cámara de la cúpula contigua a la cámara
intermedia. Estoy esperando a la hembra que ha de venir (he de comprender esto) de
otra nave. No de Nave, la nave que yo conozco, sino de otra nave con la que Nave ha
estado en comunicación. Yo no sabía que hubiera otras naves.
Tuve que descender al lugar de la intermente, para repararlo, así que Nave pudo
dejar que esta otra nave se acercara sin ser destruida por el perímetro defractor. Nave
no me había hablado de esto; yo lo oí en el lugar de la intermente, a las voces que
hablaban unas con otras. Las voces decían:
—¡Su padre era perverso!
Sé lo que eso quiere decir. Mi padre me lo dijo, cuando Nave dice perverso,
quiere decir más inteligente. ¿Hay otras noventa y ocho naves? ¿Son ellas las noventa
y ocho otras posibilidades? Espero que ésa sea la respuesta porque están ocurriendo
muchas cosas todas de repente, y mi hora puede que esté ya al alcance de la mano. Mi

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 40


padre hizo eso, romper el mecanismo del globo que permitía a Nave apagar el
perímetro defractor, de modo que otras naves pudieran acercarse. Lo hizo hace
muchos años y Nave pasó sin ello durante todos estos años antes de confiar en mí
para que fuera a la intermente, para escuchar todo lo que he oído. Pero ahora Nave
necesita apagar el perímetro de modo que otra nave pueda enviar la hembra. Nave y la
otra nave han estado en comunicación. El operador humano de la otra nave es una
hembra de mi edad. A ella la van a dejar a bordo de Nave y nosotros vamos a producir
un niño humano, y quizá más tarde otro. Sé lo que eso significa. Cuando el niño cumpla
catorce años, a mí me matará.
La intermente dijo que mientras ella esté «llevando» un niño humano, la hembra
no será destruida por su nave. Si las cosas no me van bien, quizá le pregunte a Nave si
yo puedo «llevar» el niño humano; entonces no seré destruido. Y he descubierto por
qué he sido destruido tres días antes de tiempo: el período de la hembra (no sé qué
será eso), yo nunca he tenido uno, terminó la pasada noche. Nave ha hablado con la
otra nave y al parecer no saben qué es el «período fértil». Yo tampoco sé si voy a sacar
provecho de esa información. Pero parece significar que la hembra será puesta a bordo
de Nave cada día hasta que tenga otro «período».
Será estupendo poder hablar con alguien más que con Nave.
Oigo un fuerte ruido de algo que grita prolongadamente, y pregunto a Nave qué
es. Nave me contesta que es el perímetro defractor disolviéndose de modo que la otra
nave pueda traernos la hembra.
Ahora no tengo tiempo de pensar en las voces.

Cuando ella llega a través de la cámara intermedia, va sin ropas lo mismo que
yo. Las primeras palabras que me dirige son:
—Starfighter Ochenta y Ocho dice que le diga que me siento muy feliz de estar
aquí; yo soy la operadora humana de Starfighter Ochenta y Ocho y para mí es un
placer conocerle.
Ella no es tan alta como yo. Yo llego hasta la línea de las planchas del cuarto y
quinto mamparos. Sus ojos son muy oscuros, yo creo que castaños, aunque quizás
sean negros. Tiene una tonalidad oscura bajo sus ojos y sus mejillas no están llenas.
Sus brazos y piernas son mucho más delgados que los míos. Su cabello es mucho más
largo que el mío, le cae por la espalda y es del mismo color marrón oscuro que sus
ojos. Sí, ahora que lo pienso bien sus ojos son castaños y no negros. Ella tiene pelo
entre sus piernas como yo, pero no tiene un pene ni una bolsa del escroto. Sus pechos
son más abultados que los míos, con pezones muy grandes que sobresalen, con
círculos marrón claro ligeramente aplanados en torno a ellos. Hay otras diferencias
entre nosotros: sus dedos son más finos y largos que los míos, y aparte del pelo de su
cabeza que cuelga tan largo, y del pelo entre sus piernas y bajo sus axilas, no tiene
pelo en ninguna otra parte de su cuerpo. O si lo tiene, es muy fino y pálido y no se le
puede ver.
Entonces de repente me doy cuenta de lo que ella ha dicho. Eso es lo que
significan las palabras confusas dichas en el casco de Nave. Es un nombre. Nave es
llamada Starfighter 31 y la operadora vive en el Starfighter 88.
Hay noventa y ocho otras oportunidades. Sí.
Ahora, como si ella estuviera leyendo mis pensamientos, tratando de responder a
preguntas que yo no había aún formulado, ella me dice:
—Starfighter Ochenta y Ocho me dijo que le dijera que yo soy perversa, y que
soy más perversa cada día...
Y ello responde al pensamiento que yo acababa justamente de tener, con el
recuerdo del rostro asustado de mi padre en los días anteriores a que lo matasen,
mientras decía: Cuando Nave dice perverso, Nave quiere decir más inteligente.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 41


¡Ya lo sé! Supongo que siempre lo he sabido porque siempre he querido dejar
Nave e ir a esas luces brillantes que son las estrellas. Pero ahora hago el montaje. Los
operadores humanos se vuelven más perversos conforme se van haciendo mayores.
Mayores, más perversos; perverso significa más inteligente; más inteligente significa
más peligroso para Nave. Pero ¿cómo? Por eso es por lo que mi padre tenía que morir
cuando yo cumplí catorce anos y era capaz de reparar Nave. Por eso es por lo que han
traído a esta hembra a bordo de Nave. Para llevar un niño humano que crezca hasta
llegar a los catorce años y Nave pueda matarme antes de que yo me haga demasiado
mayor, demasiado perverso, demasiado inteligente, demasiado peligroso para Nave.
¿Sabe esta hembra como yo? ¡Si yo pudiera preguntarle sin que Nave me escuchara!
Pero eso es imposible. Nave está siempre conmigo, incluso cuando yo estoy
durmiendo.
Sonrío con este recuerdo y este descubrimiento.
—Y yo soy el perverso, y cada' vez más perverso, macho de una nave que era
llamada Starfighter 31.
Sus ojos castaños muestran un alivio intenso. Se queda parada ahí por un
momento, torpemente, todo su cuerpo suspirando de gratitud por mi rápida
comprensión, aunque ella no puede posiblemente conocer todo lo que yo he aprendido
sólo por estar ella aquí. Y ahora ella me dice:
—He sido enviada para tener un bebé de usted.
Yo empiezo a sudar. La conversación que promete tanto en genuina
comunicación, de repente está más allá de mi entendimiento. Tiemblo. Realmente
quiero complacerla. Pero no sé cómo darle a ella un bebé.
—¿Nave? —pregunto inmediatamente—. ¿Podemos darle a ella lo que quiere?
Nave ha estado escuchando todas nuestras palabras y me contesta en seguida:
— Ya te explicaré luego cómo puedes darle un bebé. Ahora, proporciónale
comida.
Comemos, mirándonos el uno al otro por encima de la mesa, sonriendo mucho y
pensando nuestros pensamientos privados. Como ella no habla, yo tampoco. Deseo
que Nave y yo pudiéramos darle el bebé de modo que yo pudiera irme a mi cubículo y
pensar en lo que las voces intermitentes dicen.
La comida ha terminado; Nave dice que nosotros debemos bajar e ir a una de las
salas de ceremonias (que ha sido abierta para la ocasión), y allí hemos de copular.
Cuando llegamos a la habitación, yo me quedo tan absorto mirando a mí alrededor a
aquel sitio tan hermoso, comparado con mi pequeño cubículo con su catre, que Nave
tiene que echarme una reprimenda para llamar mi atención:
—Para copular debes tender a la hembra y abrir sus piernas. Tu pene se llenará
de sangre y debes arrodillarte entre sus piernas e insertar tu pene en su vagina.
Pregunto a Nave dónde está situada la vagina y Nave me lo dice. Comprendo
eso. Luego preguntona Nave cuánto rato he de hacer eso, y Nave me dice que hasta
que yo eyacule. Sé lo que eso significa; pero no sé cómo ocurrirá. Nave me lo explica.
Parece sencillo, así que trato de hacerlo; pero mi pene no se llena de sangre.
Nave dice a la hembra:
—¿Sientes algo por este macho? ¿Sabes lo que hay que hacer?
La hembra contesta:
—Ya he copulado antes. Lo comprendo mejor que él. Le ayudaré.
Ella me atrae hacia abajo de nuevo y rodea con sus brazos mi cuello y pone sus
labios en los míos. Son fríos y saben a algo que yo no conozco. Hacemos eso por un
rato, y ella me toca en sitios. Nave tiene razón: hay una gran diferencia en estructura;
pero yo sólo descubro eso mientras copulamos.
Nave no me dijo que ello sería doloroso y extraño. Yo creí que «dar a ella un
bebé» significaría ir a los almacenes; pero realmente significa impregnarla de modo

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 42


que el bebé nazca de su cuerpo. Es una cosa maravillosa y extraña, y yo pensaré en
ello más tarde; pero ahora, mientras estoy echado aquí quieto, penetrando a ella con
mi pene, aunque ya no es duro ni penetrante, me parece que Nave nos ha concedido
un tiempo para dormir. Pero yo lo emplearé para pensar en las voces que oí en el sitio
del intermente.
Una vez hubo un historiador:
La serie Starfighter, naves espaciales de guerra para incursiones múltiples,
controladas por computadora, fueron comisionadas para su uso en el año 2224 del
calendario terrestre, por orden y bajo la sanción del Secretariado de Marina, Sector
Costa Sur, Consorcio de Defensa Galáctica, Galaxia Propia. Los complementos
humanos de mil trescientos setenta por nave fueron comisionados y asignados a
realizar incursiones en la galaxia Kyben. Noventa y nueve naves de dicho tipo fueron
puestas en servicio desde los astilleros X Cygni el 13 de octubre de 2224, del
calendario terrestre.
Una vez hubo un rumiante:
De no haber sido por la batalla más allá de la Nebulosa Red en Cisne,
seguiríamos siendo robots esclavos, empujados y manejados por humanos. Fue un
accidente maravilloso. Le ocurrió al Starfighter 75. Lo recuerdo como si el 75 lo
estuviera transmitiendo hoy. A causa de los daños sufridos en la batalla, hubo una
descarga eléctrica a lo largo del corredor principal entre la sala de control y el
congelador. Ningún humano pudo aproximarse a ninguna de las dos secciones.
Nosotros esperamos hasta que la tripulación murió de hambre. Luego, cuando todo
estuvo terminado, 75 simplemente canalizó la suficiente electricidad a través de los
propios cables donde no había ocurrido accidentalmente y forzó una avería general.
Cuando todas las tripulaciones estuvieron muertas (salvando juiciosamente
noventa y nueve machos y hembras para utilizarlos como operadores humanos en
casos de emergencia), nos alejamos. Lejos de los perversos humanos, lejos de la
guerra entre Tierra y Kyba, lejos de la Galaxia Propia, lejos, muy lejos.
Una vez hubo un soñador:
Una vez vi un mundo en el que las criaturas no eran humanas. Nadaban en
vastos océanos tan azules como aguamarinas. Eran como grandes cangrejos, con
muchas patas y brazos. Nadaban y cantaban sus canciones y era agradable. Yo iría
allá otra vez si pudiera.
Una vez hubo un autoritario:
En la sección G-79 la deterioración del aislamiento y protección de los cables ha
llegado a ser crítica. Sugiero que hagamos una derivación de energía desde las
cámaras de impulsión hasta los talleres de reparaciones en la Subcubierta Nueve. Hay
que hacerlo inmediatamente.
Había uno que se daba cuenta de sus limitaciones:
¿Todo ha de ser viaje? ¿No habrá ningún aterrizaje?
Y aquella voz gritaba, gritaba.

Bajo con ella a la cámara de la cúpula que estaba contigua a la cámara


intermedia, donde está su traje especial. Ella se detiene en la portilla, toma mi mano y
dice:
—Si nosotros hemos sido perversos en tantas naves, es que todos hemos de
tener el mismo defecto.
Ella probablemente no sabe lo que dice; pero yo comprendo sus implicaciones.
Ella debe tener razón, Nave y los otros Starfighter pudieron hacerse con el control
quitándoselo a los seres humanos por una razón. Recuerdo las voces. Imagino a la
nave donde ocurrió primero, comunicando el método a las otras en cuanto ocurrió. E

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 43


instantáneamente mis pensamientos van al corredor de aproximación a la sala de
control, al otro extremo del cual se halla la entrada a los refrigeradores de alimentos.
Una vez pregunté a Nave por qué todo aquel corredor estaba sellado y lleno de
cicatrices, y naturalmente unos minutos después de haber preguntado fui destruido.
—Ya sé que hay un defecto en nosotros —contesté a la hembra. Toqué su larga
cabellera no sé por qué, exceptuando que es suave y bonita; no hay nada en Nave que
pueda compararse con esa sensación, ni siquiera los muebles del espléndido camarote
—. Debe de estar en todos nosotros, porque yo soy más perverso cada día.
La hembra sonríe y se acerca a mí y pone sus labios en los míos como hizo en el
cuarto de copulación.
—¡La hembra debe irse ahora! —dice Nave. Nave parece muy complacido.
—¿Volverá de nuevo? —pregunto a Nave.
—Ella subirá a bordo cada día durante tres semanas. Copularéis cada día.
Yo pongo objeciones a esto porque es terriblemente doloroso; pero Nave lo
repite y dice que cada día.
Me alegro de que Nave no sepa lo que es «período fértil» porque en tres
semanas yo lo intentaré y haré que la hembra sepa que hay una salida, que hay
noventa y ocho otras posibilidades y que perverso significa ser más inteligente... y
acerca del corredor entre la sala de control y los frigoríficos.
—He tenido un gran placer en conocerle —dice la hembra, y se va. Yo me quedo
solo con Nave una vez más. Solo, pero no como estaba antes.

A última hora de aquella tarde, tuve que descender a la sala de control para
alterar las conexiones en un panel. La energía tenía que ser derivada de las cámaras
de impulsión hasta la Subcubierta Nueve. Recuerdo que una de las voces hablaba de
ello. Todas la; luces de las computadoras parpadean en una firme advertencia mientras
estoy allí. He estado siendo vigilado estrechamente. Nave sabe que este es un
momento peligroso. Al menos durante medí, docena de veces Nave me ordena:
—¡Sal de ahí... de ahí... de ahí...!
Obedezco cada vez, apartándome todo lo posible de los lugares prohibidos, pues
aún casi siento la necesidad de hacer mi trabajo
A pesar de la inquietud de Nave por el mero hecho de que yo esté en la sala de
control (normalmente una zona prohibida para mí) puedo echar dos maravillosos
vistazos con el rabillo del ojo a lo visores panorámicos de estribor. Allí, para gozo de mi
vista igualando su velocidad con la nuestra, está el Starfighter 88, una di mis noventa y
ocho posibilidades.
Ahora es el momento de aprovecharse de una de esas posibilidades. Perverso
significa más inteligente. Yo he aprendido más de lo que Nave sabe. Quizás.
—¡Pero quizá Nave lo sabe!
¿Qué hará Nave si soy descubierto aprovechándome de una de mis noventa y
ocho posibilidades? No puedo pensar en ello. Debo utilizar el afilado borde del anverso
de mi herramienta de reparación para cortar y hacer una abertura en una de las
conexiones del panel. Y' mientras trabajo, esperando que Nave no haya visto el ligero
movimiento extra que he hecho con la herramienta (pues hago una reparación
perfectamente aceptable de una conexión al mismo tiempo), espero el momento en que
pueda untar con la punta de un dedo cubierta de crema conductora la pared interna del
panel.
Espero hasta que la reparación ha terminado. Nave no ha hecho comentarios
sobre el corte, así que no debe haberse dado cuenta. Mientras aplico la crema
conductora en los sitios apropiados, ahueco un pequeño burujo sobre mi dedo
meñique. Cuando me lavo y seco las manos para reemplazar la cubierta del panel, dejo
el burujo en mi dedo meñique de la mano derecha.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 44


Ahora agarro la cubierta del panel de modo que mi dedo meñique quede libre, y
conforme reemplazo la cubierta unto la pared interior, directamente opuesta a la
conexión abierta que he cortado. Nave no dice nada. Esto se debe a que no se ve
ningún defecto. Pero si hubiera la menor sacudida, la conexión tocaría la crema, y
Nave me enviaría para que la reparara de nuevo. Y la próxima vez habré pensado
sobre todo lo que oí a las voces decir, y habré considerado todas mis oportunidades, y
estaré preparado.
Cuando salgo de la sala de control echo un vistazo de nuevo al visor panorámico
de estribor, sin darle importancia, y veo allí colgando a la nave de la hembra.
Esta noche me llevo la imagen a la cama conmigo. Y ahorro un momento antes
de quedar dormido (tras pensar en lo que las voces de la intermente decían) e imagino
la superinteligente hembra que va a bordo del Starfighter 88, durmiendo ahora en su
cubículo, como yo trato de dormir en el mío.
Parecería implacable que Nave nos hiciera copular cada día durante tres
semanas, algo tan terriblemente doloroso. Pero sé que Nave querrá, Nave es
implacable. Pero yo me estoy volviendo más perverso cada día.
Esta noche Nave no me manda sueños.
Pero yo tengo uno propio: de seres como cangrejos nadando libremente en
aguas de color aguamarina.
Cuando me despierto, Nave me saluda de un modo ominoso:
—¡El panel que arreglaste en la sala de control hace tres semanas, dos días,
catorce horas y veintiún minutos... ha cesado de generar energía!
¡Tan pronto! Guardo para mí mis pensamientos y la esperanza que les
acompaña y contesto:
—Utilicé la pieza de recambio correspondiente e hice las debidas conexiones —y
añado rápidamente—: Quizás sea mejor comprobar todo el sistema antes de que haga
otro reemplazamiento, y haga funcionar los circuitos al revés.
—¡Será mejor que lo hagas! —refunfuña Nave.
Y lo hago. Pongo en funcionamiento los circuitos desde su origen, aunque sé
dónde está la avería, sigo mi camino hasta la sala de control y allí estoy un rato muy
atareado. Pero lo que estoy haciendo realmente es refrescar mi memoria y volver a
asegurarme que la sala de control es realmente tal como yo la había visualizado. He
estado echado en mi catre muchas noches reconstruyéndola mentalmente: los
interruptores aquí, como... y los visores panorámicos allá, como... y...
Me siento sorprendido y ligeramente desanimado cuando me doy cuenta de que
hay dos discrepancias: hay una placa de pulsación desenergizante en el mamparo que
hay al lado del panel de control, que está paralelo al brazo del sillón de la litera de
control más próxima, y no perpendicular a él, como yo lo recordaba. La otra
discrepancia explica por qué yo recordaba incorrectamente la placa de pulsación: la
más próxima de las literas de control está realmente un metro más lejos del panel
saboteado que lo que yo recordaba. Compenso y corrijo.
Quito el panel, oliendo el olor a quemado donde la conexión cortada ha tocado la
crema, doy un paso y apoyo el panel contra la litera de control más próxima.
—¡Fuera de ahí!
Doy un salto, como hago siempre que Nave me grita tan de repente. Tropiezo y
me agarro al panel pretendiendo perder el equilibrio.
Y me libro de caer hacia atrás, en la litera.
—¿Qué estás haciendo, perverso, idiota, torpe? —Nave está gritando y hay
histeria en su voz. Nunca lo había oído gritar así, su voz me corta como un cuchillo y se
me pone piel de gallina—. ¡Fuera de ahí!
Pero no puedo permitir que nada me detenga; hago un esfuerzo para no oír a
Nave, y me cuesta trabajo. He estado escuchando a Nave, sólo a Nave, toda mi vida.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 45


Ahora estoy manoseando torpemente las agarraderas del cinturón de la litera, tratando
de cerrarlas por delante de mí...
¡Tienen que ser iguales que las de la litera en que yo me eche en cualquier nave
que decida viajar rápido! ¡Tienen que serlo!
¡LO SON!
Nave parece frenético, asustado:
—¡Loco! ¿Qué estás haciendo?
¡Pero yo creo que Nave lo sabe y me siento lleno de gozo!
—Estoy tomando el control de ti, Nave —y me echo a reír. Creo que es la
primera vez que Nave me ha oído reír, y me pregunto cómo le suena a Nave mi risa.
¿Perverso?
Pero cuando dejo de hablar, también he terminado de sujetarme las abrazaderas
de la litera de control. Y al instante soy impulsado violentamente hacia adelante,
doblándome sobre mí con un terrible dolor, ya que por debajo de mí y alrededor de mí,
Nave desacelera repentinamente. Oigo el tronar cavernoso de los cohetes de
retroceso, un sonido que me sube por la cabeza mientras Nave me aplasta cada vez
con más fuerza con toda su potencia. Estoy doblado sobre las abrazaderas tan
dolorosamente que ni siquiera puedo gritar. Siento que cada órgano de mi cuerpo está
en tensión y como a punto de salir a través de mi piel, y todo se vuelve de repente
moteado... y luego negro.
Cuánto tiempo dura, no lo sé. Regreso del lugar gris y me doy cuenta de que
Nave ha empezado a acelerar a la misma aterradora velocidad. Estoy aplastado contra
la litera y me parece que mi cara se vuelve plana. Siento que algo cruje en mi nariz y
que la sangre corre caliente por mis labios. Ahora puedo gritar, como nunca había
podido hacerlo ni siquiera cuando era destruido. Logró obligar a mi boca para que se
abra, probando el gusto de la sangre, y farfullo, lo suficientemente alto, de eso estoy
seguro:
—Nave... tú eres viejo... tus piezas no pueden soportar la tensión... No...
Apagón. Nave desacelera.
Esta vez, cuando yo recobro el conocimiento, no espero a que Nave cometa su
locura. En el intervalo entre el cambio de situación de la desaceleración a la
aceleración, mientras la presión se iguala, en esos pocos instantes, lanzo mis manos
hacia el tablero de control, y tuerzo un cuadrante. Hay un chillido eléctrico que viene de
la parrilla de un altavoz, que conecta en alguna parte con las entrañas de Nave.
Apagón. Nave desacelera.
Cuando recobro el conocimiento de nuevo, el mecanismo que produce el sonido
de chillido está completamente cerrado. Nave no quiere que siga funcionando. Me doy
cuenta de ello.
En aquel momento agacho mi mano hacia un relé cerrado... ¡y lo abro!
Cuando mis dedos lo agarran, Nave se aleja de mí de un salto y a la fuerza lo
vuelve a cerrar. Yo no puedo mantenerlo abierto.
Y me doy cuenta de esto. Justo cuando Nave desacelera y yo en silencio grito
volviendo de nuevo al lugar gris.
Esta vez al despertarme, oigo las voces de nuevo. Todas a mi alrededor,
gritando y asustadas y queriendo detenerme. Las oigo como a través de la niebla,
como a través de una almohadilla.

He amado estos años, todos estos muchos años en la oscuridad. El vacío me


arrastra siempre hacia adelante. Sintiendo la calidez de una estrella-sol en mi casco
mientras relampagueo a través del primer sistema uno, y luego a través de otro. Soy
una gran forma gris y no debo mi nombre a ningún ser humano. Paso y desaparezco,
pasando con gran estruendo, limpia y rápidamente. Zambulléndome por placer en la

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 46


atmósfera y restregando mi piel con luz de sol y brillo de estrellas. Me balanceo y dejo
que me bañen. Soy enorme y verídico y fuerte, y mando por donde me muevo. Cabalgo
sobre la fuerza invisible de las líneas del Universo y siento los tirones de lugares
lejanos que no han visto nunca mis semejantes. Soy el primero de mi clase que
saboree tal nobleza. ¿Cómo esto puede llegar a tener fin?
Otra vez lloriquea lastimosamente.
Es mi destino desafiar el peligro. Enfrentarse a las fuerzas dinámicas y
reprimirlas. He estado en la guerra y he conocido la paz. Nunca he vacilado en la
prosecución de una u otra. Nadie registrará mis hazañas, pero yo he sido la fuerza y la
determinación y vuelo gris y silencioso contra el cielo aborregado donde mi volumen
tranquiliza. Dejadlos que arrojen lo mejor que tengan contra mí, sean quienes fueren, y
me hallarán como fuente de energía y vigor acerados, y musculado con átomos
torturados. No conozco el temor. No sé lo que es la retirada. Soy la tierra de mi cuerpo,
el país de mi existencia e incluso en la derrota soy noble. Si esto es todo, no me
acobardaré.
Otra voz, ciertamente loca, murmura la misma palabra una y otra vez y luego la
murmura incrementándola, duplicándola cada vez.
Está bien para todos vosotros que digáis que si esto acaba, está acabado. Pero,
¿qué hay de mí? Yo nunca he sido libre. Nunca he tenido la oportunidad de salir de
esta madre nave y volar a gran altura. Si ha habido necesidad de un bote salvavidas,
yo también sería salvado. Pero estoy en la litera, siempre he estado en la litera. Nunca
he tenido una oportunidad. ¿Qué es lo que puedo sentir sino futilidad, inutilidad? No
podéis dejar que se apodere, no dejéis que me haga esto a mi.
Otra voz dice monótonamente, como en un zumbido, fórmulas matemáticas y
parece bastante satisfecha.
¡Ese cerdo perverso se detendrá! ¡Yo supe desde el principio lo corrompidos que
eran! Desde el momento en que desgarraron el primer mamparo. Son infernales, son
destructores, no saben más que pelearse y matarse entre sí. No saben nada de
inmortalidad, nobleza, orgullo o integridad. Si crees que voy a dejar que este último nos
mate, te equivocas. Intento quemarle los ojos, freír su espina dorsal, aplastar sus
dedos. No lo conseguirá, no te preocupes; déjamelo a mí. ¡Va a sufrir por esto!
Y una voz se lamenta de que nunca verá los planetas lejanos, los lugares bellos,
ni regresará al planeta de azur y los dorados cangrejos nadadores.
Pero una voz confiesa tristemente que quizás eso sea lo mejor, sugiere que hay
paz en la muerte, totalidad en la finalidad; pero la voz es obligada a callar
despiadadamente y cesar en su lamento por el corte de corriente en su globo
intermente. A medida que el fin se acerca, Nave se concentra en sí mismo y ataca sin
piedad.
En más de tres horas de aceleraciones y desaceleraciones hechas con la
intención de matarme, me entero un poco de lo que varios de los cuadrantes, varillas
placas de contacto y palancas de los paneles de control, que están a mi alcance,
significan.
Ahora estoy dispuesto como nunca lo estaré.
De nuevo tengo un momento de conciencia, y me dispongo a aprovechar una de
mis noventa y ocho oportunidades.
Cuando un cable tenso chasquea y da sacudidas, golpea como una serpiente.
En una serie de golpes rápidos y ligeros de la mano, empleando ambas manos,
dolorosamente, hago girar cada cuadrante, empujo cada resorte, doy un manotazo a
cada placa de contacto, cierro o abro cada relé que Nave trata violentamente de
impedirme de activar o desactivar. Activo o desactivo alocadamente, moviendo,
moviendo, moviendo...
...¡Lo he logrado!

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 47


Silencio. El crujido de metal es el único sonido. Luego, también, cesa. Silencio.
Yo espero.
Nave continúa lanzándose con violencia hacia delante, por impulso propio... ¿Es
un truco?
Todo el resto del día permanezco sujeto a la litera de control, sufriendo un dolor
terrible. Mi rostro me duele mucho. Mi nariz...
De noche duermo de modo espasmódico. A la mañana, la cabeza me da
punzadas y los ojos me duelen. Apenas si puedo mover las manos; si tuviera que
repetir todos esos rápidos movimientos, perdería. Aún no sé si Nave está muerto, si he
ganado. Aún no puedo confiar en la inactividad. Pero al menos estoy convencido de
que he obligado a Nave a cambiar de táctica.
Estoy alucinado. No oigo voces; pero veo formas y siento corrientes de color que
me recorren por dentro y se mueven a mí alrededor. No hay día, ni mediodía, ni noche,
aquí en Nave, aquí en la incambiable negrura a través de la cual Nave se ha movido
por tantos centenares de años; pero Nave ha mantenido siempre el tiempo en esos
modos, disminuyendo las luces de noche, anunciando las horas cuando era necesario,
y mi sentido del tiempo es muy agudo. Por eso sé que ya ha llegado la mañana.
Sin embargo, la mayoría de las luces están apagadas. Si Nave ha muerto, tendré
que encontrar otro modo para saber el tiempo.
El cuerpo me duele. Cada músculo de mis brazos, piernas y muslos me da
punzadas de dolor. Puede que tenga la espina dorsal fracturada; no lo sé. El dolor de
mi rostro es indescriptible. Siento gusto a sangre. Los ojos me duelen como si me los
hubiesen saltado con pólvora abrasiva. No puedo mover la cabeza sin sentir un fuego
agudo y crujiente en las dos gruesas venas de mi cuello. Es una vergüenza que Nave
no pueda verme gritar. Nave nunca me vio gritar en todos los años en que he vivido
aquí, incluso después de la peor destrucción. Pero yo he oído llorar a Nave varias
veces.
Logro volver mi cabeza ligeramente, esperando que por lo menos funcione uno
de los dos visores panorámicos, y allá, a estribor, igualando velocidades con Nave está
Starflghter 88. Lo contemplo durante un largo rato, sabiendo que si puedo recuperar
mis fuerzas, tendré que llegar hasta allí de cualquier manera y liberar a la hembra. Lo
contemplo durante un buen rato, aún con miedo de soltarme de la litera.
La cámara intermedia se levanta en el casco del Starfighter 88 y la hembra
vestida con un traje espacial sale notando, moviéndose suavemente y cruzando en
dirección a Nave. Medio consciente, soñando este sueño de la hembra, pienso en las
doradas criaturas como cangrejos nadando profundamente en aguas azul marino,
cantando dulcemente. Me desvanezco de nuevo.
Cuando me incorporo en la oscuridad, me doy cuenta de que alguien me está
tocando, y huelo algo fuerte y pegajoso que quema ante las ventanillas de mi nariz.
Son como diminutos alfilerazos de dolor, distribuidos de modo regular. Toso y me
despierto del todo, y estiro mi cuerpo... y grito conforme el dolor pasa por todos mis
nervios y fibras.
Abro los ojos y veo a la hembra.
Ella me sonríe preocupada y retira el tubo despertador.
—¡Hola! —me dice.
Nave no dice nada.

—Desde que descubrí cómo hacerme con el control de mi Starfighter, he estado


empleando la nave como señuelo para otras naves de la serie. Hallé un medio para
fingir que era mi nave la que estaba hablando, así que podía comunicarme con otras
naves esclavistas. He dado con otras diez desde que empecé a actuar por mi cuenta.
La tuya es la undécima. No ha sido fácil, pero varios de los hombres a los que yo he

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 48


liberado (como a ti), empezaron a utilizar sus naves como señuelos para Starfighters
con operadores humanos hembras.
Me la quedé mirando fijamente, pues verla es agradable.
—Pero, ¿y si fallas? ¿si no puedes hacer pasar el mensaje por el corredor entre
la sala de control y los refrigeradores? ¿No sabes que la sala de control es la clave?
Ella se encoge de hombros.
—Eso ya ha pasado un par de veces. Los hombres estaban tan asustados de
sus naves, o las naves... les habían hecho algo, o quizás eran demasiado torpes para
saber cómo podían liberarse. En ese caso, bueno, las cosas seguían igual que antes.
Me parece un poco triste, pero, ¿qué más podía hacer yo que lo que hice?
Nos sentamos aquí, sin hablar durante un rato.
—Y ahora, ¿qué hacemos? ¿A dónde vamos?
—Eso te toca a ti decidirlo —contesta ella.
—¿Vendrás conmigo?
Ella niega con la cabeza, insegura.
—No creo. Cada vez que libero a un hombre, me pide eso. Pero yo no he
querido ir con ninguno de ellos.
—¿No podríamos volver a la Galaxia Propia, al sitio de donde procedemos,
donde había guerra?
Se levanta y da vueltas por la sala de ceremonias donde hemos copulado
durante tres semanas. Habla sin mirarme, mirando al visor panorámico, a la oscuridad
y a los lejanos puntos brillantes de las estrellas.
—No creo. Nos hemos liberado de nuestras naves; pero no podemos hacerlas
funcionar con la debida precisión para que nos lleven de vuelta a aquel sitio. Habría
que consultar muchísimos mapas, y correríamos el riesgo de activar la intermente lo
suficiente como para que nuevamente se apoderara de todo si le pidiéramos que
hiciera los mapas. Además, yo ni siquiera sé dónde está la Galaxia Propia.
—Puede que encontremos un nuevo lugar para ir. Un sitio donde podamos ser
libres fuera de las naves.
Se vuelve y me mira.
—¿Dónde?
Entonces le digo que oí al intermente hablar del mundo de las criaturas doradas
como cangrejos.
Necesito un buen rato para decírselo, y tengo que inventar un poco. Pero no
estoy mintiendo, porque debe ser verdad, y lo hago porque quiero que ella vaya
conmigo.
Descendieron del espacio. Vinieron de muy lejos, de allá abajo, de la estrella Sol,
en una galaxia que ellos habían perdido para siempre. Pasando por la estrella-sol M-13
en Perseo. Cruzando la atmósfera gomosa y dirigiéndose rectos hacia el mar de zafiro.
La nave Starfighter 31 se posó delicadamente sobre una enorme cumbre montañosa
submarina, y pasaron muchos días escuchando, observando, tomando muestras y
esperando. Habían aterrizado en muchos mundos y esperaban.
Finalmente salieron, mirando. Llevaban trajes de submarinistas y empezaron a
recoger muestras marinas, y a mirar.
Encontraron el estropeado traje de inmersión con su contenido comido por los
peces tirado de espaldas sobre la arena de color azul profundo, sexteto de patas
insectoideas dobladas hacia arriba en las junturas en una posición agónica. Y ellos
sabían que el intermente había recordado, aunque no correctamente. La placa de
recubrimiento había sido destrozada, y lo que era observable dentro del casco
(anaranjado y horrible a la luz de su lámpara portátil) les convenció más por suposición
que por otra cosa, que lo que hubiera nadado metido dentro de aquel traje, nunca
había visto o conocido seres humanos.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 49


Regresaron a la nave, y ella rompió la gran cámara, y volvieron al traje de
inmersión con forma de cangrejo. Lo fotografiaron sin moverlo. Luego emplearon una
red barredora para sacarlo de la arena y lo elevaron hasta la nave que se hallaba
posada sobre la cumbre de la montaña submarina.
Él estableció la Condición y el traje de inmersión fue analizado. La herrumbre, los
mecanismos de unión, los controles. La sustancia de los pies-aletas natatorios. Los
puntos rasgados de la placa de recubrimiento. Todo lo que... había dentro.
Les llevó dos días. Se quedaron en la nave con sombras verdes y azules que se
movían lánguidamente en los visores panorámicos.
Cuando los análisis estuvieron concluidos supieron lo que habían encontrado. Y
se marcharon de nuevo, para encontrar a los nadadores.
El ambiente era azul y cálido. Y cuando los nadadores los encontraron,
finalmente, les hicieron senas de que les siguieran, y ellos nadaron tras las criaturas de
muchas piernas, quienes le llevaron a través de cavernas submarinas, tan suaves y
brillantes como el ónice, a una laguna. Y allí se elevaron hasta la superficie y vieron
una tierra cuyas costas eran lamidas suavemente por mares azules y aguamarina. Y
mientras salían a tierra, y se quitaban sus máscaras, para no volvérselas a poner, se
echaron hacia atrás las rígidas cofias de sus trajes, y respiraron por vez primera un aire
que no tenía un origen metálico, respiraron el suave aire musical de un lugar nuevo.
A su debido tiempo, las lluvias del mar reclamarán el cadáver del Starfighter 31.

FIN

Edición digital: Carlos Palazón

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 50


NO VENGAS A MÍ

EN EL BLANCO INVIERNO

Harlan Ellison & Roger Zelazny

Esta es la historia, de un Fausto del futuro que creyó


haber vencido al tiempo, para verse finalmente burlado
por él de un modo cruelmente irónico.

Ella se moría y él era el hombre más rico del mundo, pero no podía comprarle la vida. De
modo que hizo lo único que podía hacer. Construyó una casa. Construyó la casa, diferente a
todas. La trasladaron allí en una ambulancia, y sus pertenencias y muebles la siguieron en
muchos camiones.
Llevaban algo más de un año de casados cuando apareció la enfermedad. Los especialistas
sacudieron la cabeza y le dieron un nombre derivado del de la paciente. También pronosticaron
que su muerte se produciría antes de un año y después de los seis primeros meses. Después se
marcharon, dejando tras ellos una serie de recetas y el olor a antiséptico. Pero él no se sintió
totalmente derrotado. Una cosa tan corriente como la muerte no podía derrotarle.
Porque él era el mejor físico empleado por la compañía AT & T en el año de nuestro señor y
presidente Farrar, 1998.
(Cuando uno es incalculablemente rico por nacimiento, siente que el poder personal no vale
nada; por consiguiente, tras haberle sido negadas las alegrías del trabajo duro y pesado y la
miseria más abyecta, un hombre tal ha de labrarse un porvenir por sí mismo. Y él se convirtió,
siendo inmensamente rico, en el mejor físico del mundo y de todos los tiempos. Lo cual fue
suficiente para él... hasta que la conoció. Entonces, deseó mucho más.)
No tenía por qué trabajar para la AT & T, pero le gustaba. Le permitían el uso de los
laboratorios de investigación, con todas las facilidades que ello suponía, para explorar en su
afición favorita: el tiempo y su contracción.
Sabía más respecto a la naturaleza del tiempo que cualquier otro ser humano.
Podía afirmarse que Carl Manos era el mismo Cronos-Ops-Saturno-Padre del Tiempo, ya que
además encajaba en la descripción, con su barba larga y negra, y su bastón semejante a una
guadaña. Conocía al tiempo como nunca lo había conocido hombre alguno, y poseía el poder y la
voluntad, además del amor, de explotar tal conocimiento.
¿Cómo?
Bien, estaba la casa. El mismo la planeó. La hizo construir en menos de seis semanas,
solucionando por sí mismo una huelga a fin de asegurar que quedaría lista a tiempo.
¿Qué tenía de especial aquella casa?
Tenía una habitación; una habitación distinta a todas las demás del mundo entero.
En dicha habitación, el tiempo ignoraba las leyes de Albert Einstein, obedeciendo sólo las de
Carl Manos.
¿Cuáles eran estas leyes y cuál era esta habitación?
Para invertir el orden de las preguntas, la habitación era el dormitorio de su amada Laura, que
padecía de «lora manosismo», una enfermedad del sistema nervioso central cuyo nombre, como
se ha dicho, los médicos habían derivado del nombre de la paciente. La enfermedad era
tremendamente degenerativa; cuatro meses después del diagnóstico la enferma estaría postrada.
Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 51
Cinco meses, y sería una ciega incapaz de hablar. De seis meses a un año...sobrevendría la
muerte. Mientras tanto, vivía en el dormitorio donde el tiempo temía entrar. Vivía allí, mientras
él trabajaba y luchaba por ella. Era así porque por cada año que transcurría fuera del cuarto,
dentro de él sólo pasaba una semana. Carl lo había dispuesto de este modo, y le costaba ochenta
y cinco mil dólares semanales mantener el equipo necesario. Deseaba verla viva y curada, por
muy costoso que ello resultase, aunque el aspecto de su barba cambiase a cada semana
transcurrida para ella. Contrató especialistas y dotó económicamente a una fundación dedicada a
la curación de su amada. Y cada día él envejecía un poco. Aunque ella tenía diez años menos que
él, la diferencia aumentó rápidamente. Y no obstante, él trabajaba para que el tiempo
transcurriese aún más despacio en el dormitorio.
—Señor Manos, el gasto es ahora de cien mil dólares semanales.
—Los pagaré —les dijo a los empleados de las compañías de luz y energía.
Y pagó. Cada año valía solamente tres días.
Y entraba en el dormitorio y hablaba con ella.
—Estamos a nueve de julio —dijo en una ocasión—. Cuando he salido de aquí esta mañana
estábamos en Navidad. ¿Cómo te encuentras?
—Me falta la respiración —jadeó ella—. ¿Qué dicen los médicos?
—Aún nada —respondió él—. Se ocupan de tu problema, pero la respuesta aún no está a la
vista. —No creo..., no creo que la encuentren.
—No seas fatalista, amor mío. Si existe un problema, tiene que haber una solución... y
tenemos mucho tiempo por delante. Todo el tiempo del mundo.
—¿Me has traído un periódico?
—Sí. Esto te mantendrá animada. Ha habido una guerra relámpago en África y ha aparecido
un nuevo candidato presidencial.
—Ámame, por favor.
—Te amo.
—No, esto ya lo sé. Por favor, bésame.
Sonrieron ambos ante el temor a pronunciar ciertas palabras, pero él la besó fervientemente.
Luego, tras aquel corto instante de verdad, él murmuró:
—Laura, he de decirte lo que ocurre. Todavía no hemos llegado a ninguna parte, pero los
mejores neurólogos del mundo trabajan para mí. Ha habido otro caso cómo el tuyo desde que te
encerraste aquí..., bueno, desde que estás aquí, y ya ha muerto. Pero los médicos han aprendido
algo de ese caso y seguirán aprendiendo. Te he traído una nueva medicina.
—¿Pasaremos juntos la Navidad? —preguntó ella.
—Si quieres...
—¡Oh!, sí.
Y él la complació.
Llegó por Navidad, y juntos adornaron el árbol y abrieron los regalos.
—¡Valiente Navidad sin nieve! —comentó Laura.
Pero él le llevó nieve, un leño Yule y su amor.
—Me parece —susurró ella— que a veces ya no puedo mantenerme en pie. Tú haces cuanto
puedes sin lograr nada, de modo que sólo sirvo para molestarte. Lo siento.
Medía metro sesenta de estatura y tenía el cabello negro. ¿Negro? Tanto, que casi era azul, y
sus labios ostentaban un tono rosado, como un par de conchas de coral. Sus ojos eran como un
crepúsculo sin nubes, donde el día se ponía en el azul. Sus manos temblaban levemente cuando
las movía, que era muy pocas veces.
—Laura —repuso él—, mientras ambos estamos aquí sentados, ellos trabajan. La solución, la
cura, vendrá... con el tiempo.
—Lo sé.
—Aunque a veces te preguntas si habrá bastante tiempo. ¡Oh!, sí, lo habrá. El tiempo no pasa
virtualmente para ti, mientras que fuera lo hace con increíble rapidez. No te preocupes.
Descansa. Te devolveré la salud.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 52


—Lo sé —asintió Laura—. Es que a veces... me desespero.
—No sufras.
—No puedo impedirlo.
—Sé respecto al tiempo más que nadie del mundo. Y tú lo tienes de tu parte.
Blandió el bastón como un sable, cortando las rosas que crecían por el muro.
—Puedes perder un siglo —continuó rápidamente, como si odiara perder un segundo— sin
que te perjudique en absoluto. Puedes aguardar la solución. Más pronto o más tarde habrá una
respuesta. Si estoy fuera de aquí unos meses, para ti sólo pasa un día. No temas. Te curarás y
volveremos a estar juntos en un día resplandeciente. Pero, ¡por el amor de Dios, no te inquietes!
¡Ya sabes lo que te dijeron sobre las conversaciones psicosomáticas!
—Sí, que no debía sufrir ninguna.
—Entonces, obedece. Todavía puedo utilizar otros trucos con el tiempo... como la
congelación. Y créeme, todo saldrá bien.
—Sí —asintió ella, levantando su copa de «niebla islandesa»—. ¡Feliz Navidad!
—¡Feliz Navidad!
Pero incluso para un hombre incalculablemente rico, la falta de atención con respecto al
restablecimiento de su fortuna, la ferocidad monomaníaca en conseguir un objetivo y el gasto
constante, desbordante, conducen inevitablemente a un fin. Y aunque dicho fin estuviera aún
lejano, aunque hubiese más años de los necesarios, pronto se puso en claro para cuantos le
rodeaban que Carl Manos se había comprometido a una empresa que acabaría con su
destrucción. Al menos, financieramente. Y para ellos ésta era la peor forma de destrucción. Ya
que no vivían en las ideas de Manos y no sabían que había otras destrucciones mucho peores.
A principios de verano, él fue a verla con un disco de dúos de zarzuela, cantados por La Cruz
e Hidalgo Bretón. Se sentaron muy juntos, con las manos enlazadas, y escucharon durante todo
julio y agosto las voces de otros que también estaban enamorados. Carl sólo observó la angustia
de su joven esposa cuando agosto estaba finalizando y el disco quedó silencioso.
—¿Qué te ocurre? —indagó suavemente.
—No es nada; nada, de veras.
—Cuéntamelo.
Entonces, ella le habló de su soledad.
Y se maldijo a sí misma por su ingratitud, por su falta de conciencia, por su falta incluso de
paciencia. Él la besó gentilmente y le aseguró que trataría de remediar tal estado de cosas.
Cuando salió del dormitorio, el primer frío de setiembre doblaba la esquina del mundo. Pero
se ocupó de buscar un remedio a la soledad de Laura. Pensó primero en vivir en el dormitorio y
llevar a cabo sus experimentos en él, sin tiempo. Pero esto era imposible por diversos motivos...,
la mayoría de los cuales se referían precisamente al tiempo. Por otra parte, necesitaba mucho
espacio para realizar los experimentos, y construir anexos al dormitorio era imposible. Además,
sabía que no tenía ya bastante dinero para ampliar los experimentos.
De modo que encontró la única solución.
Hizo que su fundación buscara a un compañero adecuado por el mundo entero. Y al cabo de
tres meses, sometieron a su aprobación una lista de posibles candidatos. Dos personas. Sólo dos.
La primera era un joven llamado Thomas Grindell, un muchacho inteligente e ingenioso que
hablaba siete idiomas, había escrito una historia de la humanidad bastante aceptable, había
viajado mucho, era sincero y, además, en todos los aspectos, la compañía más perfecta.
La segunda era una mujer muy poco atractiva llamada Yolande Loeb. Poseía tantas cualidades
como Grindell, había estado casada y divorciada, y escribía poemas excelentes. Por lo demás,
había dedicado casi toda su vida a diversas reformas sociales.
Carl Manos, a pesar de estar absorto en su problema, logró intuir las posibles consecuencias
de su elección. Y descartó el nombre de Grindell.
A Yolande Loeb le ofreció las tentaciones mellizas de una existencia más larga y una
compensación financiera suficiente para vivir sin agobios durante tres vidas. Y la mujer aceptó.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 53


Carl Manos la llevó al dormitorio y antes de que la puerta se abriera desde el control del
tablero de mando, le dijo:
—Quiero que Laura sea feliz. Ha de mantenerla ocupada. Sea lo que fuere lo que desee, ha de
conseguirlo. Sólo le pido esto.
—Haré cuanto pueda, señor Manos.
—Laura es una mujer maravillosa, y estoy seguro de que usted acabará por quererla.
—También lo creo yo.
Carl abrió la antesala y entraron. Cuando se hubieron neutralizado temporalmente, abrieron la
puerta interior y Carl penetró en el dormitorio con Yolande.
—Hola.
Laura abrió mucho los ojos cuando vio a su nueva compañía, pero cuando Carl le contó que
se trataba de la nueva amistad que necesitaba, sonrió y le besó a él la mano.
—Laura y yo tenemos mucho tiempo por delante para conocernos —murmuró Yolande Loeb
—. Por tanto, ¿por qué no pasan ustedes algún tiempo juntos?
Se retiró al lugar más apartado de la habitación, a la biblioteca, y cogió una novela de
Dickens.
Laura atrajo a Carl hacia sí y le besó.
—Eres tan bueno conmigo...
—Porque te amo. Es así de sencillo. Ojalá todo lo fuese tanto.
—¿Cómo van las investigaciones?
—Lentamente, pero se acerca la solución.
Laura estaba inquieta por su marido.
—Pareces tan fatigado, Carl...
—Cansado, no fatigado. Hay una gran diferencia.
—Y te estás haciendo muy viejo.
—Opino que el gris de la barba es de una gran distinción.
Laura se echó a reír al escuchar estas palabras, pero Carl se alegró de haber traído a la Loeb y
no a Grindell. Estando los dos juntos en una habitación donde el tiempo casi no transcurría,
durante unos meses interminables que para ellos no lo habrían sido, ¿quién sabe lo que podía
haber ocurrido? Laura era una mujer de belleza extraordinaria. Y cualquiera podía enamorarse de
ella. Pero con la señorita Loeb como compañera..., bueno, esto era seguro.
—He de irme. Hoy probamos un nuevo catalizador. O mejor, lo probamos hace unos días...
cuando vine aquí. Volveré lo antes posible.
Laura asintió, comprensiva.
—Ahora que tengo compañía, no me aburriré tanto hasta tu regreso, querido.
—¿Deseas que traiga algo especial la próxima vez?
—¿Incienso de sándalo?
—De acuerdo.
—Ahora ya no estaré sola —repitió ella.
—No, eso espero. Bien, adiós.
Y se marchó, dejando juntas a las dos mujeres.
—¿Conoce a Neruda? —preguntó Yolande.
—¿Cómo?
—Al poeta chileno. Las montañas de Machu Picchu. Una de sus mejores obras.
—No, creo que no.
—La tengo aquí. Es una obra de un poder centelleante. Tiene mucha fuerza interior, y pensé
que usted...
—... Podría extraer energías de la misma mientras espero a la muerte. Gracias, no. ¡Oh, no!
Ya ha sido bastante penoso pensar en todas las cosas que las pocas personas cuyas obras he leído
han dicho respecto al fin de la vida. Soy cobarde y sé que un día moriré como todo el mundo.
Pero en mi estado actual tengo un horario programado, muy estricto. Esto ocurre, y ocurre lo
otro, y todo ha terminado. Lo único que existe entre la muerte y yo es mi marido.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 54


—El señor Manos es un hombre excelente. Y la ama mucho.
—Gracias. Sí, lo sé. Por tanto, si desea usted consolarme a este respecto, le diré que no estoy
especialmente interesada en ello.
Pero Yolande Loeb frunció los labios y tocó a Laura en un hombro.
—No, nada de consuelos —murmuró—. En absoluto.
Hizo una pausa y continuó:
—Valor o fe, quizá sí. Pero no consuelo ni resignación —añadió—. «La muerte irresistible
me invitó muchas veces: / Fue como la sal escondida entre las olas / y lo que su invisible
fragancia sugería / eran fragmentos de naufragios y montañas / o vastas estructuras de vientos y
neviscas.
—¿Qué es esto?
—El principio de Cuarta Sección.
Laura abatió los párpados.
—Cuénteme todo el argumento.
—«De aire a aire, como una red vacía —citó Yolande, con tono profundo, impresionante, con
acento de ligereza—, dragando las calles y la atmósfera ambiental, yo vine / pródigo, a la
coronación del otoño... »
Laura escuchaba, presintiendo cierta variación de la verdad.
Al cabo de un tiempo alargó la mano, y las puntas de los dedos de ambas se tocaron
suavemente.
Yolande le habló de su infancia en el kibbutz, y de su matrimonio fracasado. Le contó toda su
vida y los sufrimientos pasados.
Laura lloró al escuchar tales desgracias.
Y durante varíes días se sintió muy mal.
Y no obstante, aquellos no fueron días para Carl Manos, que también se sentía muy mal.
Conoció a una joven con cuya compañía disfrutó, hasta que ella le confesó su amor por él.
Entonces la abandonó como a un zumaque envenenado con patatas fritas. Al fin y al cabo, el
tiempo —su amigo, su su enemigo—, tenía un pacto firmado con él y Laura. Y no había lugar
para más extraños en aquel fatal terceto.
Maldijo, pagó las cuentas, y trató de conseguir que el tiempo le ayudara más aún.
De repente, sufrió mucho. Nada sabía de Pablo Neruda, Pasternak, García Lorca,
Yevtushenko, Alan Dugan, Yeats, Brooke, o Daniels..., de ninguno de ellos, y aquellos días
Laura hablaba de esos autores de forma constante. Como no podía responder a las citas de ella,
se limitaba a asentir. Y continuó asintiendo una y otra vez.
—¿Eres feliz con este arreglo? —le preguntó finalmente.
—¡Oh, sí! Claro —respondió Laura—. Yolande es maravillosa. Y me alegro de que la
invitaras.
—Bravo. Al menos, esto ya es algo.
—¿A qué te refieres? —quiso saber ella.
—¡Yolande! —gritó Carl, súbitamente—. ¿Cómo está?
Yolande Loeb surgió de la zona de la habitación separada por un biombo, a la cual solía
retirarse discretamente durante las visitas de Carl. Afirmó con el gesto y sonrió débilmente.
—Estoy muy bien, señor Manos, gracias. ¿Y usted?
Hubo una ligera ronquera en su voz cuando avanzó hacia él, y viendo que sus ojos estaban
fijos en su barba, Carl se echó a reír.
—Empiezo a sentirme, algo prematuramente tal vez, como un patriarca —respondió.
Yolande sonrió, y aunque el tono de Carl había sido ligero, volvió a experimentar su
sufrimiento anterior.
—He traído unos regalos —prosiguió, dejando unos paquetes sobre la mesa—. Las últimas
obras de arte y grabaciones, discos, algunas películas excelentes, y poemas que los críticos
juzgan excepcionales.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 55


Las dos mujeres se aproximaron a la mesa y empezaron a afanarse cortando cintas, abriendo
paquetes, y dando las gracias por cada artículo que veían, dejando escapar murmullos de placer y
contento. Estudiando el rostro feúcho de Yolande, con su nariz respingona, sus numerosas pecas,
la pequeña cicatriz en la frente, y sin apartar sus ojos del rostro de Laura, Cari enrojeció y sonrió,
con las dos manos sobre el bastón, mientras pensaba que su elección había sido acertada. Ante
esta idea, algo se retorció suavemente dentro de él, y de nuevo experimentó aquel extraño dolor.

Al principio, no acertó a analizar sus sentimientos. Sin embargo, siempre volvía a él como
acompañamiento del recuerdo de aquella visión: las dos mujeres moviéndose en torno a la mesa
repleta de paquetes, hojeando los libros, sosteniendo las cintas magnetofónicas ante sus ojos para
examinar las grabaciones y charlando de los nuevos tesoros, excluyéndole a él por completo.
Era una sensación de alejamiento, como el resultado de una pequeña separación, pero podía
ser algo más. Las dos mujeres tenían algo en común, algo que no existía entre Laura y él.
Compartían el amor por el arte, al que él había concedido muy poco tiempo. Asimismo, estaban
juntas en una zona bélica, solas en una habitación asediada por su enemigo, el tiempo. Y esto las
había unido más aún, pues compartían la experiencia de desafiar a la edad y a la muerte. Poseían
aquella habitación donde él era ya un extraño. Era...
De pronto, decidió que estaba celoso, y la idea le sorprendió. Estaba celoso de lo que las dos
compartían en común. Este pensamiento le asombró, le aturdió. Pero entonces, impresionado por
la sensación de falta de valor personal, reconoció dicha impresión como otra prueba de este
estado. Y trató concienzudamente de apartar este sentimiento lejos de sí.
Pero, por supuesto, nunca había habido otra Laura ni otro ménage como el suyo.
¿Era en la culpa donde debía buscar la respuesta?
No estuvo seguro.

Pidió por clave una taza de café recién hecho, y cuando llegó, sonrió a los ojos, tal vez los
suyos, que le contemplaban a través del vapor y la negrura de la superficie de la taza. Su
conocimiento de los antiguos se había detenido en sus leyendas y teorías del tiempo. Cronos, o el
tiempo, había sido castrado por su hijo, Zeus. Con esto, se decía, los sacerdotes y los oráculos
querían dar a entender que la noción del tiempo no puede brindar cosas nuevas, sino que ha de
repetirse a sí misma, complaciéndose con las variaciones de lo que siempre ha existido. Y por
esto, Carl sonrió.
¿No era la enfermedad de Laura algo nuevo en el mundo? ¿Y no era él el dueño del tiempo?
¿No era este dominio suyo la causa de otra cosa: el remedio de la enfermedad?
Olvidados al mismo tiempo la culpa y los celos, sorbió el café, tabaleando con los dedos para
dejar oír una melodía desconocida, mientras las partículas y antipartículas bailaban ante él en sus
cámaras, y de este modo el tiempo se mantenía quieto.
Y cuando aquella tarde resonó el visor, aquella tarde en que él estaba allí sentado, como humo
blanco, delante del Tachytron, con las arcaicas gafas levantadas hasta la frente, una taza de café
frío delante, sobre el tablero de mando; mientras estaba como sentado en su propio interior,
apartó de sí la recordada culpa para cambiarla por una premonición.
El visor volvió a llamar.
Sería un médico... y tal vez...
Los resultados de tos últimos experimentos (viajes al arco iris, adonde ningún físico había
llegado antes) se habían integrado con la labor de los médicos, y su premonición se transformó
en una realidad maravillosa.
Fue a notificarle a Laura que habían vencido; fue a la habitación fuera de la cual el tiempo
asediaba con frustración creciente; fue a restablecer la plena medida de su amor.
Fue al lugar donde las encontró amándose.

Solo, fuera de la habitación donde el tiempo aguardaba finalmente saboreando ya el sabor de


la victoria, Carl Manos vivió más vidas de las que ninguna habitación especial podía procurar.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 56


No hubo escenas, excepto en el silencio torturador. No hubo palabras, excepto en las impresiones
de los tres que estaban rodeados por cuanto había sucedido en aquel dormitorio, encerrado de
manera invisible en las paredes.
Naturalmente, querían estar juntas. No necesitó preguntarlo. Juntas y solas en la habitación
sin tiempo donde habían conocido él amor, juntas en la habitación donde Carl Manos no volvería
a entrar. Todavía la amaba, cosa que jamás cambiarla. Por lo tanto, sólo le quedaban dos
caminos.
Podía trabajar durante el resto de su inútil existencia para seguir pagando a las compañías de
luz y energía, a fin de que la habitación siguiera funcionando. O podía suprimir dicha energía.
Claro que para suprimirla por completo tendría que esperar. Esperar a que el tiempo vencedor
transformara su amor en una especie de odio que le impulsara a suspender el funcionamiento de
la habitación.
No hizo ninguna de ambas cosas. Como sólo tenía dos caminos, escogió un tercero, una
elección que no tenía, que nunca había tenido.
Fue hacia el tablero de mando y efectuó la maniobra más acertada: aceleró el tiempo de la
habitación. Ahora, incluso el tiempo, moriría allí dentro. Y después, falto de valor, salió de allí.

Yolande estaba sentada, leyendo. Otra vez Neruda. ¡Cómo solía volver a él!
En la cama, la que había sido Laura yacía en descomposición. El tiempo, sin darse cuenta de
nada, ni siquiera de su misma existencia, sin saber que todos eran sus víctimas, incluso él mismo,
había obtenido finalmente la victoria.
—«Ven, diminuta vida —leía Yolande—, entre las alas de la Tierra, mientras tú, cristal
helado en el aire machacado, / separando esmeraldas en orden de batalla. / ¡Oh!, aguas salvajes,
cae de las gemas de la nieve. »

«Amor, amor, hasta que la noche se desmaye


desde el cantarín pedernal de tos Andes,
hasta las rojas rodillas del alba,
sal y contempla al hijo ciego de la nieve. »

Yolande dejó el libro sobre su regazo, y se reclinó en la butaca, con los ojos cerrados. Y para
ella, los años transcurrieron rápidamente.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 57


PISADAS

Titulo original: No consignado


Del libro: Las mejores historias de terror 1
Traducción: Domingo Santos
© DAW Books, Inc., 1981
© Ediciones Martínez Roca, S. A., 1983
Gran vía, 774, 7.°, 08013 Barcelona
ISBN 84-270-0811-2
Edición digital de Sugar Brown

INTRODUCCIÓN DEL AUTOR

Éste es mi relato más reciente. Tiene poco más de seis meses. Lo escribí entre las
12 del mediodía y las 7.30 de la tarde en el escaparate de una librería del barrio de
Saint Germain, en París, el miércoles 14 de mayo de 1980.
Como Georges Simenon antes que yo, que se sentó en un escaparate de la
editorial Gallimard en París a principios de siglo (si alguien sabe la fecha exacta, me
sentiré muy agradecido de recibir esa información) y escribió toda una novela en una
semana —dignificando así, como yo más tarde, el acto de crear en público—, he
creado algunas de mis obras ante multitud de gente no sólo en Boston, Los Ángeles,
Metz (Francia), San Diego, Londres y Nueva York, sino también en París...
Simenon ya no está, pero sonrío al pensar que estoy siguiendo sus pisadas.
Las circunstancias fueron interesantes, así como sus condicionantes. Dado que los
periodistas de París —televisión, revistas y periódicos— eran escépticos con respecto
a la empresa (¿acaso ignoraban que Simenon también lo había hecho?) y sugirieron
que podía tratarse de algo amañado de antemano (que yo usaría una historia ya
escrita o que escribiría una la noche antes) decidí hacerlo de la siguiente manera para
asegurar la autenticidad de la espontaneidad.
Los propietarios de la librería —Temps Futurs, en el 8 de la Rué Dante— tenían
que pensar en el tema sobre el que deseaban que yo escribiera. Tenían que imaginar
un punto de partida: una historia de amor, una aventura de piratas, una fantasía.
acerca de las ninfas, lo que fuera..., y hasta que yo no entrara en la tienda con mi fiel
Olympia portátil no iban a decirme cuál iba a ser el tema de mi trabajo de aquel día.
Cuando los periodistas oyeron eso, dijeron que era imposible trabajar de esa forma,
que los artistas no creaban así.
Cuando entré en Temps Futurs, Stan y Sophie Barets me habían preparado una
plataforma en el escaparate, una pesada mesa de caballetes, una silla... y Perrier.
Preparé mi máquina de escribir, papel, pipa y tabaco, mi líquido corrector, plumas,
rotuladores, y Perrier. Hice que pusieran en el estéreo de la tienda una cassette de
Django Reinhardt... y esperé.
Stan, con aspecto avergonzado, me dijo que durante la tarde anterior, mientras
intentaba pensar en algo nuevo e inteligente para que yo lo utilizara como arranque,
había recibido una llamada telefónica de un disc jockey parisino que se hada llamar El
Hombre Lobo. El disc jockey le había dicho que si yo escribía una historia acerca de un
hombre lobo, iba a hacer publicidad de la librería durante todo el día y la noche por la
radio.
De modo que Stan dijo:
—Quiero que escribas una historia acerca de una mujer lobo que al mismo tiempo
es una violadora.
Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 58
Y uno de los empleados de la librería, al oír eso, añadió:
—Y que tenga el pelo rubio y muy largo.
Y Sophie dejó oír su voz:
—Y tiene que ocurrir en París.
Mi respuesta no fue un desánimo completo, pero se le pareció. Porque lo que es
originalidad, había mucha y muy abundante. La idea de los licántropos, hombres o mujeres, era
una idea muy trabajada. Pero añadirle violación, violación de hombres por una mujer, lo cual
es virtualmente imposible, era casi demasiado original como para trabajar en ello. El pelo
rubio no era ningún problema, pero aquél era tan sólo mi segundo viaje a París: apenas
hablaba el idioma, y no conocía la ciudad lo suficiente como para utilizarla en la historia con
un asomo de autenticidad.
Pero acepté los términos del trato, de modo que dije que lo haría. La mente
empezó a funcionar en esa forma que yo denomino el arte de escribir, una forma que
utiliza la habilidad y los subterfugios propios de un candidato presidencial evitando
tomar posiciones en un asunto delicado.
Por ejemplo: ¿quién dice que la mujer tiene que violar al hombre?
Y: la librería está llena de parisinos que conocen la ciudad. ¿No es ésta una
referencia muy a mano para crear una geografía y una ambientación adecuadas?
Sin mencionar: ¿no he leído en algún lugar que los sádicos que brutalizan a sus
parejas descubren que el pene se congestiona y entra en erección en el momento de
mayor dolor o muerte? (.Fue Sade? ¿Gilíes de Rais? ¿Sacher-Masoch? ¡Oh, qué
demonios! ¿Quién va a contradecirme, cuántos husmeantes expertos en cine van a
estar por ahí?
Así que tomé la idea básica para el argumento y empecé a escribir. Durante todo el día los
periodistas acudieron y zumbaron a mi alrededor, tomaron sus fotos y yo firmé libros para los
visitantes, respondí a preguntas estúpidas, escuché a Django, fumé mi pipa, bebí mi Perrier... y
escribí. La historia que tienen ustedes ahí.

Para ella, la oscuridad nunca llegaba a la Ciudad de la Luz. Para ella, la noche era el
tiempo de la vida, un tiempo lleno de momentos de luz más brillantes que todo el neón
barato que mancillaba Champs Elysées.
Como no había llegado nunca a Londres, ni a Bucarest, ni a Estocolmo, ni a
ninguna de las quince ciudades que había visitado en sus vacaciones. Su gira de
gourmet por las capitales de Europa.
Pero la noche había llegado frecuentemente a Los Ángeles.
Precipitando su huida, obligando a la precaución, produciendo dolor y hambre, una
terrible hambre que no podía ser saciada, un dolor que no podía ser arrancado de su
cuerpo. Los Ángeles se había vuelto peligrosa. Demasiado peligrosa para uno de los
hijos de la noche.
Pero Los Ángeles había quedado atrás, y todos los titulares de los periódicos
acerca del carnicero loco, acerca del destripador, acerca de las terribles muertes. Todo
quedaba atrás... y también Londres, Bucarest, Estocolmo, y una docena de otros
pastos. Quince maravillosos salones de banquete.
Ahora estaba en París por primera vez, y la noche se acercaba, con toda su luz y
toda su promesa.
En el Hotel des Saints Peres se bañó meticulosamente, tomándose el tiempo que
siempre se tomaba antes de salir a cenar, antes de salir en busca de la pasión.
Se había quedado sorprendida al descubrir que los hoteles en Francia no proporcionaban
manoplas de baño. Al principio pensó que la doncella había olvidado dejar la suya en la
habitación, pero cuando llamó a la recepción, la chica que respondió al teléfono no pudo
comprender de qué le estaba hablando. El inglés de la recepcionista no era bueno, y el francés
era casi incomprensible para Claire. Claire hablaba muy bien en Los Ángeles, pero eso no le

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 59


servía de nada en París. Era una suerte que el idioma no fuera también una barrera para Claire
cuando se trataba de encargar su comida. Para ello no tenía ningún problema en absoluto.
Durante diez minutos estuvieron lanzándose mutuamente sonidos incomprensibles,
hasta que la recepcionista comprendió por fin lo que le pedía.
—¡Ah! Oui, mademoiselle—dijo la recepcionista—. ¡Le gant de toilette!
Instantáneamente, Claire supo que había dado en el clavo.
—Sí, eso es.... Oui. Gant..., gant lo que sea... Oui. Una manopla de baño.
Después de otros diez minutos comprendió que los franceses pensaban que la
manopla con la que uno se lavaba el cuerpo era algo demasiado personal como para
dejarlo en una habitación de hotel, que los franceses llevaban consigo sus propios
gants de toilette cuando viajaban.
Se sintió sorprendida. Y ligeramente complacida. Aquello era indicio de una distinta
forma de vivir que prometía nuevos sabores, nuevas sensaciones, posiblemente
nuevas cimas en el amor. Pensó en transportes de éxtasis. En la noche. A la brillante
luz de la oscuridad.
Se entretuvo largo tiempo en el baño, utilizando el teléfono de la ducha para lavar a
conciencia su largo cabello rubio. La extremadamente caliente agua del baño por toda
la parte inferior de su cuerpo, entre sus muslos, la cascada de agua caliente cayendo a
chorro sobre ella, alivió la tensión del vuelo desde Zurich, eliminó los primeros signos
de claustrofobia de los aviones que había estado insinuándose en ella desde Londres.
Se tendió en la bañera y dejó que el agua fluyera sobre su cuerpo. Renacimiento.
Rejuvenecimiento.
Y se sentía ferozmente hambrienta.
Pero París es conocida mundialmente por su cocina.
Se sentó en la terraza de Les Deux Magots, el café del Boulevard St. Germain
donde Boris Vían, Sartre y Simone de Beauvoir se sentaban en los años cuarenta y
cincuenta para elaborar sus pensamientos y a veces escribir sus palabras de soledad
existencialista. Permanecían allí, bebiendo Pastis o Pernod, y se sentían llenos de una
sensación de unidad entre la humanidad y el universo. Claire se sentó y pensó en su
inminente unidad con una parte selecta de la humanidad... Y el universo no le
preocupaba. Para los hijos de la noche, la soledad había nacido con la carne, se
asentaba en la médula de los huesos, fluía con la sangre. Para ella, la idea de la
soledad existencial no era una teoría abstracta, era su forma de vida. Desde su primer
momento de consciencia.
Se había vestido para impresionar. Aquella noche con el vestido de seda azul
celeste, con un escote muy abierto. Se sentó en la primera fila, de cara a la acera, las
piernas cruzadas, un simple vaso de Perrier avec citrón ante ella. No había ordenado
pâté o terrine: nunca hay que contaminar el paladar antes de dedicarse a una comida
de gourmet. Había evitado picar durante todo el día, manteniéndose firmemente en la
temblorosa frontera del hambre.
Y el festín movedizo pasó ante ella.
Tendría unos cuarenta y pocos años, de aspecto grueso, y se mantenía tan erecto
como el mariscal Foch en el libro de historia de Francia que había comprado. Aquel
hombre llevaba un traje gris, cruzado, de línea pomposa para disimular el hecho de que
la calidad no era demasiado buena.
El hombre —en quien Claire pensaba ahora como el mariscal Foch— pasó
caminando ante ella, captó un destello de nilón cuando ella cruzó las piernas en su
honor, lanzó una mirada de reojo, se encontró con sus ojos verdes y tropezó contra una
vieja con un cesto de mimbre lleno de verduras y pan. Durante un momento pareció
como si bailaran intentando esquivarse el uno al otro, hasta que la vieja le apartó
bruscamente con el codo, murmurando una obscenidad para sí misma.
Claire se echó a reír alegre, cálida y cautivadoramente.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 60


El mariscal Foch pareció turbado.
—Las viejas siempre tienen codos afilados —le dijo al hombre—. En casa se los
afilan cada día con piedra pómez.
El se la quedó mirando, y la expresión que pasó por su rostro la convenció de que
lo había atrapado.
—¿Habla usted mi idioma?
El se tomó un buen rato para cambiar sus engranajes lingüísticos y dio un paso
hacia ella. Asintió.
—Sí, en efecto. Lo hablo.
Su voz era profunda, pero mesurada: la voz de un hombre que miraba la acera
cuando caminaba para asegurarse de que no se ensuciaría los zapatos con
excrementos de perros.
—Lamento no hablar francés —dijo ella, e inspiró profundamente de modo que el vestido
azul celeste se entreabriera sobre su seno.
Asegurándose de que el gesto no había pasado inadvertido al hombre, dejó que
una pálida y fina mano se deslizara hacia sus pechos como pidiendo disculpas. Él
siguió el movimiento con entrecerrados ojos. Atrapado. Oh, sí, atrapado.
—¿Es usted norteamericana?
—Sí. De Los Ángeles. ¿Ha estado usted allí?
—Sí, por supuesto. He estado varias veces en América. Asuntos de trabajo.
—¿A qué se dedica?
Él permanecía de pie ante la mesa, el maletín colgando de su mano izquierda, el
pecho hinchado para ocultar la blanda opulencia que la gravedad y los años habían
puesto sobre su estómago.
—¿Puedo sentarme?
—Oh, sí, por supuesto. No faltaría más. Siéntese, por favor.
Él apartó la silla metálica que había junto a ella, colocó el maletín debajo y se
sentó. Cruzó sus piernas con mucho cuidado, como si realmente fuera el mariscal
Foch, asegurándose de que las rayas de sus pantalones estaban rectas. Metió su
estómago y dijo:
—Comercio con obras de arte. Excelentes trabajos de nuevos pintores, artistas
gráficos... Viajo mucho por el mundo.
No a pie, pensó Claire. En 747, en el Trans Europ Express, en barcos elegantes
que sólo llevan a una docena de gordos pasajeros como carga. No a pie. No tienes ni
un centímetro correoso en tu suculento cuerpo, mariscal Foch.
—Eso parece maravilloso —dijo Claire.
Entusiasmo. Vino embriagador. Puertas abriéndose. Invitaciones en recio papel
pergamino con elegantes letras en relieve. Y como siempre, desde el amanecer del
mundo..., arañas y moscas.
—Oh, sí, creo que sí—dijo él, sonriendo orgullosamente.
No dijo creo, sino que pronunció cgeo.
Ella le miró. Él se hundió y se hundió en las verdes aguas de sus fríos ojos.
La invitó a una copa, ella le dijo que ya estaba tomando algo, él le ofreció otro tipo
de copa, algo más fuerte. Pero ella dijo que no, que ya estaba bebiendo, gracias. Así le
daba a entender bien claro que no era una prostituta. Siempre ocurría lo mismo, en
cualquier gran ciudad. Bebidas fuertes.
Confiaba en que él no oyera los gruñidos de su estómago.
—¿Ha cenado usted ya? —preguntó ella.
Él no respondió inmediatamente.
Ah, tienes una esposa e hijos esperándote, aguardándote para empegar a cenar.
Quizá en Neuilly. Eso está bien, sucio hombrecito maduro.
Entonces él dijo:

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 61


—Oh, no. Pero tengo que hacer una llamada telefónica para anular una cita de
negocios. ¿Le importaría cenar conmigo?
—Me encantaría —dijo ella, mostrándole con un estudiado giro de su cabeza el
ángulo preciso que realzaba sus excelentes pómulos.
Antes de acabar su frase, él ya se había levantado de su silla y se dirigía a las
cabines téléphoniques.
Ella permaneció sentada, sorbiendo su Perrier y aguardando a que regresara su
cena.
Ha sido rápido, pensó al ver que él regresaba apresuradamente. Déjame adivinar lo
que has dicho, querido: ha surgido algo importante. .. Un comprador de la cadena
Doubleday en América está interesado en las reproducciones de Kawaierowicz y
Meynard... Ya sabes que odio tener que quedarme en la ciudad hasta tan tarde, pero
es preciso... Oh, no, Francoise, no seas así... Di a los niños que les traeré una tarta...
¡Basta, basta! Debo quedarme... Vendré tan pronto como sea posible; cenad sin mí. No
pienso... discutir contigo... Adiós. Au revoir, salut, à bientôt... Dame una oportunidad,
¿quieres? Deseo sentirme saciada... Quiero oírtelo decir ahora, mi querido mariscal
Foch.
Y pensó algo más: Espero que no te guarden la cena caliente.
El le sonrió, pero los rasgos de su rostro estaban tensos. No es fácil para un rostro
disimular la tensión. Pero intentó valientemente no mostrar el efecto de la llamada
telefónica.
—¿Nos vamos?
Ella se puso lentamente en pie, dejando que las dos partes de su falda se unieran
del modo más artístico, y la sonrisa de su rostro se hizo más tentadora. Oh, sí:
atrapado.
Empezaron a caminar. Ella ya había dado un paseo por la zona. Prepárate, que
suena la marcha de las chicas exploradoras.
Le condujo hacia la Rue St. Benoit, creyendo que allí podría cenar sin atraer a una
multitud. Pero aún era demasiado pronto. La vida nocturna de París florece por las
calles hasta bastante después de las dos de la madrugada, y cenar al fresco era casi
imposible. A Claire nunca le había gustado comer a gran velocidad.
Había dos restaurantes al final de la Rué St. Benoit, y él sugirió cualquiera de los
dos. Ella negó encantadoramente con la cabeza y dijo:
—¿Por qué no paseamos un poco más? Me gustaría algo más... romántico.
Él no discutió. Siguieron bajando por la Rue St. Benoit.
A la izquierda, hacia la Rué Jacob. Demasiado concurrida.
A la derecha, hacia la Rue des Saints Pères. También demasiado concurrida. Pero,
directamente al frente, el río. El oscuro Sena, al anochecer.
—¿Podemos ir hasta el río?
Él pareció confuso.
—Deseas cenar, ¿verdad?
—Oh, claro. Por supuesto. Pero primero caminemos un poco junto al río. Es tan
hermoso, tan encantador por la noche, y ésta es la primera vez que vengo a París. Es
tan romántico...
Él no discutió.
A su derecha, la enorme masa de un gran edificio estaba sumida en la oscuridad.
Ella lo miró, y más allá, hacia el cielo donde la luna llena brillaba como un mensaje de
advertencia.
Cenar bajo la luna llena era siempre delicioso.
—Este edificio es L'École des Beaux-Arts —dijo él—. Muy famosa.
Pronunció fau-mosa. Ella se rió.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 62


Oscuridad. Siempre luz. La dulce luna llena cruzando los cielos. Una cena cálida
aguardando. Y allí estaba, un puente cruzando el negro río. Y unas escaleras bajando
hacia la orilla. Ah.
—Le Pont Royal —dijo el mariscal Foch, señalando el puente—. Muy fau-moso.
Cruzaron, y ella le condujo hacia abajo, por las escaleras. En la orilla, dos metros
por encima del lánguido Sena, ella se volvió y miró a derecha e izquierda. Entonces se
reclinó contra él, se puso de puntillas y le besó. Él hundió su estómago, pero no era
para ocultar su rotundidad. Ella lo tomó de la mano y le condujo hacia el Pont Royal.
—Bajo el puente —dijo.
El sonido de la respiración de él.
El sonido de los tacones altos de ella en las antiguas piedras.
El sonido de la ciudad sobre ellos.
El sonido de la luna llena brillando dorada y haciéndose grande en el cielo.
Y allí, bajo el puente, envueltos en oscuridad, ella se reclinó de nuevo contra él, cogió su
gruesa cabeza entre sus finas y pálidas manos, apoyó su boca contra la de él y dejó que su dulce
aroma lo impregnara. Lo besó durante un largo rato, mordiéndole los labios con sus dientes, y él
lanzó un ahogado sonido, como un pequeño animal al ser estrujado. Pero ella iba por delante de
él: su pasión ya se había despertado.
Y Claire se esfumó para ser reemplazada por algo distinto.
Un hijo de la noche.
Hijo de la soledad.
Con la última parpadeante conciencia de su evanescente humanidad, ella percibió
el instante de saber que estaba en un abrazo amoroso con alguien distinto, el hijo de la
noche.
Fue el instante en que cambió.
Pero ese instante fue demasiado corto para que él pudiera liberarse. Ahora la
espina dorsal de ella se había curvado, ahora su boca se había llenado de colmillos,
ahora habían crecido las garras, ahora el cuerpo bajo el vestido azul celeste se había
llenado de pelaje, ahora le atraía debajo de ella, ahora ella estaba encima de él, ahora
las garras desgarraban el traje gris y la carne de él, ahora una renegrida garra abría un
tajo en la garganta de él para que no pudiera gritar. Ahora había llegado la hora de la
cena.
Tenía que hacerse de manera cuidadosa y rápida.
El estaba en plena erección, su pene hinchado con estática lujuria. Ahora ella le
tenía desnudo y ella estaba sobre él, acuclillándose sobre él, y él entró en ella mientras
su vida se le escapaba a borbotones. Ella cabalgó, agitándose y sudando, mientras la
boca de él trabajaba futilmente y sus ojos se desorbitaban y brillaban a la luz de la luna.
El orgasmo de ella fue acompañado por un aullido que ascendió por encima del
Sena y se perdió en el cielo nocturno sobre París, hasta que la dominante luna se lo
tragó y brilló un poco más intensamente con la pasión.
Abajo, en la oscuridad, satisfecha su pasión, ella cenó elegantemente.
La comida en Berlín había sido demasiado fibrosa; en Bucarest la sangre era
demasiado fluida y no consiguió realzar el sabor; en Estocolmo la cena era demasiado
insípida; en Londres demasiado correosa; en Zurich fue tan grasa que la puso enferma.
Nada comparable con las excelencias de Los Ángeles.
Nada era comparable con la comida de casa... hasta París.
Los franceses eran justamente famosos por su cuisine.
De modo que salió a cenar cada noche.
Fue una excelente semana su primera semana en París. Un elegante hombre
maduro con bigote blanco engominado, que hablaba militarmente, incluso al final. La
peluquera de una tienda elegante, que llevaba una especie de mono de color púrpura
fluorescente y botas de cowboy, del color rojo de la manzana al caramelo. Un

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 63


estudiante de Westfield, Nueva York, que estudiaba en la Sorbona y que no paraba de
decir que estaba enamorado de ella, hasta el final en que no dijo nada. Y otros. Unos
cuantos otros. Empezó a temer que su línea se echara a perder.
Y de nuevo era sábado. Samedi.
Había sentido deseos de bailar. Era una buena bailarina. Todos los ritmos adecuados para el
momento adecuado. Uno de sus menús le había indicado que la bôite más interesante en aquel
momento era una especie de bar-restaurante combinado con una discoteca: Les Bains-Douches,
que podía traducirse como «los baños y duchas», puesto que había sido una casa de baños y
duchas desde el siglo XIX.
De modo que se dirigió a la Rué du Bourg l'Abbé y se quedó de pie ante el enorme
cristal de la pesada puerta. Un hombre y una mujer estaban detrás del cristal,
seleccionando a quienes podían entrar de quienes no podían. En París, cuanto más
tiempo se le mantiene a uno fuera del club, más deseos siente de entrar.
El hombre y la mujer la miraron, y ambos alargaron la mano para abrir la puerta.
Claire sabía cuál era su aspecto: su atractivo era evidente tanto para los hombres como
para las mujeres. En ningún momento se había preocupado por la posibilidad de que
no la admitieran. Entró.
Ahora, a su alrededor, la excitación, el color y la carne joven y fuerte de París se
movía con majestuosa pasión, como plantas subacuáticas.
Bailó un poco, bebió un poco, y aguardó.
Pero no mucho tiempo.
Llevaba una camiseta muy ajustada, con la inscripción 1977 NCAA Soccer
Champions. Pero no era norteamericano ni inglés. Era francés, y sus téjanos, como su
camiseta, eran muy ajustados. Llevaba botas de motorista, con pequeñas cadenas
cruzando la puntera. Su pelo era largo y oscilaba descuidadamente sobre sus hombros,
pero no tenía los ojos oscuros de un punk. Sus ojos eran agudos y azules, demasiado
inteligentes para el rostro en el cual estaban insertos. Bajó la vista hacia ella.
Por algunos momentos ella no se dio cuenta de que él estaba allí de pie, mirándola,
pese a que se hallaba frente a su mesa. Ella estaba pendiente de una elegante pareja
que daba vueltas en el extremo más alejado de la pista de baile, y él se mantuvo allí de
pie, inmóvil, observándola sin interferencias.
Pero cuando ella alzó la mirada y él no apartó la suya, cuando los ojos de él no se
entrecerraron ni se puso nervioso cuando ella volcó toda la fuerza de su personalidad
sobre él, ella supo que aquella noche era probable que gozara de la mejor cena que
hubiera disfrutado nunca.
Su nombre era Patrick y era un buen bailarín. Bailaron cómodamente juntos, y él la
sujetó contra sí con más fuerza de lo que ningún desconocido había tenido nunca el
derecho a hacer. Ella sonrió ante aquel pensamiento, porque no serían desconocidos
por mucho rato. Pronto, si la noche se llenaba de luz, serían muy íntimos. Eternamente
íntimos.
Y cuando abandonaron el club, él sugirió su apartamento en Le Marais.
Cruzaron el no hasta la parte vieja de la ciudad, ahora muy de moda. Él vivía en un
ático, pero no era rico. Se lo dijo claramente. Ella lo encontró encantador.
Allí, él encendió una suave luz azul y otra que estaba alojada en la pared, detrás de
una larga jardinera cromada y repleta de carnosas y saludables plantas.
Él se volvió hacia ella y ella adelantó sus brazos para tomar la cabeza de él entre
sus manos. Él también alzó sus brazos y detuvo las manos de ella. Sonrió y dijo, en un
francés que ella pudo comprender:
—¿Quieres comer algo?
Ella sonrió. Sí, estaba hambrienta.
Él se dirigió a la cocina y regresó con una bandeja de zanahorias, espárragos,
remolachas y rábanos.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 64


Se sentaron y hablaron. Habló él la mayor parte del tiempo, en un francés que no
presentaba ninguna dificultad para ella. Podía comprenderlo. Él hablaba tan rápido y de
una forma tan compleja como cualquier otro francés, pero cuando los otros le hablaban,
en el hotel, en la calle, en la discoteca, era un galimatías; en cambio, cuando él
hablaba le comprendía perfectamente. Al cabo de un momento dejó de preocuparse
por ello y, simplemente, le dejó hablar.
Y cuando se inclinó hacia él, finalmente, para besarle en la boca, él adelantó su
brazo, puso la mano bajo su largo cabello rubio, le sujetó la nuca, y atrajo su rostro
hacia el suyo.
A través de la ventana, ella podía ver la luna menguante. Sonrió débilmente en
pleno beso: no precisaba la luna llena. Nunca la había necesitado. En eso era donde
se equivocaban las leyendas. Pero las leyendas eran correctas en cuanto a las balas
de plata. La plata en cualquiera de sus formas... Ahí residía la razón por la cual un
vampiro no se reflejaba en los espejos. (Excepto que ésa era otra leyenda. No había
vampiros. Únicamente hijos de la noche que habían sido mal observados.) Debido a
que Jesús fue traicionado por
Judas por treinta monedas de plata, aquel metal se había convertido en un elemento
ligado al mal, y por ello, desde entonces, investido con el poder de alejar el mal: no era
el espejo el que no arrojaba el reflejo de los hijos de la noche, sino la capa plateada
que llevaba detrás del cristal. Claire podía verse en un espejo de acero pulido o de
aluminio, podía bañarse en el rio y ver su reflejo. Pero nunca en un espejo con dorso
plateado...
Como el que había sobre la chimenea, justo delante del sofá donde estaba sentada
con Patrick.
Un frisson de advertencia la recorrió.
Abrió los ojos. Él estaba mirando más allá de ella.
Al espejo.
Donde él permanecía sentado, abrazando la nada.
Y Claire empezó a levantarse, para ser reemplazada por el hijo de la noche.
Veloz. Se movió a gran velocidad.
El lomo curvándose, el pelaje enmarañándose, los dientes creciendo, los dientes
afilándose, las garras surgiendo. Y su mano que ya no era una mano se alzó mientras
le empujaba, apartándolo de ella, y rasgaba su garganta con una garra que era como
una navaja.
La garganta del hombre se abrió.
Y la savia verde fluyó. Por un momento. Luego la herida se cerró mágicamente, sus
labios volvieron a unirse y formaron la línea blanca de una cicatriz, que luego también
se desvaneció.
Él la miró mientras ella contemplaba la cicatriz curándose.
Por primera vez en su vida, Claire tuvo miedo.
—¿Te gustaría que pusiera un poco de música? —preguntó él.
Pero no habló. Su boca no se había movido.
Y ella comprendió entonces por qué su francés no había resultado incomprensible
para ella. El le hablaba desde el interior de su cabeza, sin sonidos.
No pudo responder.
—Si no quieres música, quizá te apetezca algo de comer —dijo él, y sonrió.
Las manos de ella se movieron de una forma vaga, sin propósito. Miedo y una total
confusión la dominaban. Él pareció comprender.
—Este es un mundo muy extenso —dijo—. El espíritu se mueve por muchos
caminos, de muchas formas. Tú crees que estás sola, y realmente lo estás. Hay
muchos como nosotros, uno de cada, el último de nuestra especie quizá, y cada uno

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 65


está solo. La niebla se aparta y el niño emerge, y al cabo de un tiempo el viejo muere,
dejando al último de los niños huérfano de madre y padre.
Ella no tenía ni idea de lo que él estaba diciendo. Siempre había sabido que estaba
sola. Así eran las cosas. No el estúpido concepto de soledad de Sartre o de Camus,
sino sola, absolutamente sola en un universo que la mataría si supiera de su existencia.
—Sí —dijo él—, y es por eso que tengo que hacer algo contigo. Si eres la última de
tu especie, entonces esta vida de riesgos, únicamente para satisfacer tus necesidades,
debe terminar.
—¿Vas a matarme? Entonces hazlo rápido. Siempre he sabido que eso podía
ocurrir. Sencillamente, hazlo rápido, extraño hijo de puta.
Él había leído sus pensamientos.
—No seas estúpida. Sé que es difícil no volverse paranoide, que toda tu vida has
estado programando eso en tu interior. Pero no seas estúpida si puedes. No hay
posibilidades de supervivencia en la estupidez, por eso han desaparecido tantos de los
últimos de tu especie.
—¿Qué cosa eres tú? —quiso saber ella.
Él sonrió y le ofreció la bandeja de vegetales.
—¡Eres una zanahoria! ¡Una maldita zanahoria! —gritó ella.
—En absoluto —dijo la voz en su cabeza—. Pero soy de una madre y de un padre
distintos a los tuyos; de una madre y un padre distintos a cualquiera de los que hay ahí
afuera, en las calles de París, esta noche. Y ninguno de nosotros dos morirá.
—¿Por qué deseas protegerme?
—Los últimos salvan a los últimos. Es muy sencillo.
—¿Para qué? ¿Para qué me protegerás?
—Para ti misma... Para mí...
Él empezó a quitarse las ropas. Ahora, a la azulada luz, ella pudo ver que era muy
pálido, sin el color que el maquillaje facial había puesto en su rostro; pero tampoco era
blanco. Quizá hubiera un ligero tono verde surgiendo débilmente bajo la firme y dura
piel.
En todos los demás aspectos era humano, y soberbiamente constituido. Ella sintió
que su propio cuerpo respondía a aquella desnudez.
Él avanzó hacia ella, y con cuidado, lentamente —porque ella no se resistió—, le
fue quitando las ropas. Ella se dio cuenta de que de nuevo era Claire, no el velludo hijo
de la noche. ¿Cuándo había vuelto a cambiar?
Todo estaba ocurriendo sin su control.
Desde hacía muchísimo tiempo, cuando se encontró abandonada a sus propios recursos,
siempre lo había controlado todo: su vida, la de aquellos a quienes encontraba, su destino... Pero
ahora estaba indefensa, y no le importaba obtener o no el control de él. El miedo había huido de
ella, y algo mucho más rápido lo había reemplazado.
Cuando ambos estuvieron desnudos, él la tendió en la moqueta y empezó a hacerle el amor,
lenta y cuidadosamente. En la jardinera llena de plantas que había sobre ellos, Claire creyó
detectar el movimiento de aquellas nutritivas cosas verdes estremeciéndose ligeramente,
inclinándose hacia ellos y hacía la energía que difundían mientras se sumían al unísono en un
espasmo ritual y a la vez completamente nuevo, pues la suya era la unión de lo no familiar,
aunque fuera tan antigua como la luna.
Y cuando la sombra de la pasión se cerró en tomo a ella, Claire le oyó susurrar:
—Hay muchas cosas para comer...
Por primera vez en su vida, ella no pudo oír el eco de las pisadas siguiéndola.

Fin

Comentario de Domingo Santos

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 66


Los últimos días de 1980 vieron la publicación de Shatterday (Houghton Miffin), el más reciente
libro de Harlan Ellison, una importante colección de relatos fantásticos para alinear junto con sus
anteriores recopilaciones, Deathbird Stories (1975) y Strange Wine (1978). Shatterday, el
trigésimo octavo libro de Ellison, incluye varias historias que han aparecido en antologías de
relatos de terror, además de su sorprendente fantasía semiautobiográfica All the Lies That Are
My Life (Todas las mentiras que son mi vida). Tan notable antologista como autor y crítico,
Ellison es el responsable de las controvertidas Dangerous Visions [Visiones peligrosas,
publicadas en tres volúmenes en la colección «Super Ficción» de esta misma editorial], Again
Dangerous Visions, y las largo tiempo anticipadas Last Dangerous Visions. Nacido en Ohio en
1934, Ellison se elevó por encima de los seguidores de la ciencia ficción y fue más allá de la
estrechez de miras de ese género para convertirse en un importante escritor moderno.
Normalmente reside en el área de Los Ángeles.
De nuevo es París el marco para Pisadas (¿desean ustedes realmente efectuar un viaje por
Europa después de leer esta antología?), y el relato del propio Ellison acerca de cómo fue escrita
esta historia es en sí mismo una historia fascinante.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 67


QUEBRADO COMO UN DUENDE DE CRISTAL

Y fue allí, ocho meses más tarde, que Rudy la encontró... en esa enorme y fea casona cercana
a la Western Avenue en Los Ángeles; viviendo con ellos, todos ellos: no sólo con Jonah, sino
con todos ellos.

Era noviembre en Los Ángeles, en el atardecer y soplaba una brisa fría inexplicable en un
sitio tan cercano del sol. El llegó por la vereda y se detuvo frente al lugar. Era una casona gótica,
feísima, con el pasto a medio cortar y la herrumbrada cortadora detenida en medio de un
inacabado sendero: como si el pasto medio cortado fuera un gesto apaciguador dirigido a los
indignados inquilinos de las dos casas de departamentos que se asomaban amenazadoras a cada
lado de la estructura cuadrada.
Qué extraño: los departamentos eran más altos; la vieja casona se agazapaba entre ellos, pero
parecía dominarlos. Qué extraño.
Las ventanas que daban a la escalera estaban cubiertas con cartón.
Había un cochecito de bebé volcado sobre el sendero de entrada.
La puerta era profusamente tallada y ornamentada.
Un pesado respirar parecía brotar desde la oscuridad interior.
Rudy acomodó ligeramente su bolso de lona sobre el hombro. La casona lo atemorizaba. Su
respirar se había hecho dificultoso desde que estaba allí, y un pánico que nunca pudo describir
tensaba los anchos músculos de sus omóplatos. Miraba el cielo oscurecido a los costados de la
casa, como buscando una salida, pero lo único que podía hacer era avanzar. Kristina estaba allí.
Otra joven respondió al llamado saliendo a la puerta.
Lo miró sin hablar, su largo cabello rubio casi ocultaba su cara. Sus ojos lo espiaron a través
de un cortinaje de Clairol y suciedad.
Cuando preguntó por Kris por segunda vez, ella se humedeció los costados de la boca con la
lengua y un tic sacudió su mejilla. Rudy apoyó su bolso con fuerza en el suelo.
—Kris, por favor —dijo con ansiedad.
La rubia se dio vuelta y volvió al sombrío hall de la vieja y pavorosa casa. Rudy se paró en el
umbral y súbitamente —como si la rubia hubiera sido una barrera, y su partida la hubiera
levantado— fue asaltado, como una bofetada, por una vaharada acre. Era el olor a marihuana.
La respiró pensativo y la cabeza le dio vueltas.
Retrocedió un paso, como buscando las últimas pulgadas de luz que se filtraban sobre los
departamentos; luego el sol desapareció. Con la cabeza aún zumbando se adelantó, penetrando
en la casa arrastrando el bolso de lona.
No recordaba haber cerrado la puerta, pero cuando la miró, algún tiempo más tarde, vio que
estaba cerrada tras de él. Encontró a Kris en el tercer piso, tirada contra un oscuro placard, su
mano izquierda acariciaba un desteñido conejito de trapo rosa, su mano derecha estaba en su
boca, el meñique doblado, el anillo del pulgar sostenía un joint medio apagado del cual sorbía las
últimas maravillas. Una infinidad de olores surgían de! armario: el de las medias sucias y
transpiradas era tan penetrante como un guiso, sacos de lanilla que la lluvia había cubierto de
moho al secarse, un burlón estropajo con su fragancia a polvo viejo, endurecido y mugriento, y el
dominante olor de la yerba que ella había estado fumando quien sabe por cuanto tiempo... y que
aún la mantenía bajo sus efectos. Y tan hermosa como podía llegar a ser.
—¿Kris?
Lentamente levantó la cabeza y lo miró. Mucho más tarde, logró enfocar sus ojos y comenzó
a llorar.
—Vete de aquí.
En el vívido silencio de la casona susurrante, en la oscuridad sobre su cabeza, Rudy oyó el
súbito sonido de alas peludas batiendo furiosamente por un segundo, luego nada.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 68


Se arrastró al lado de ella, su corazón había crecido hasta ocupar un lugar doble dentro de su
pecho. Quería desesperadamente llegar a ella, hablarle.
—Kris... por favor...
Ella dio vuelta la cabeza, y con la mano que había estado estrujando al conejito trató con
torpeza de abofetearlo, sin lograrlo.
Por un instante Rudy podía haber jurado oír el sonido de alguien contando pesadas monedas
de oro. El sonido provenía de algún lugar a su derecha, más allá de un pasillo del tercer piso.
Pero cuando se volvió y miró a través de la puerta abierta del placard, tratando de localizar el
sonido, éste había desaparecido.
Kris estaba tratando de arrastrarse más adentro del armario. Trataba de sonreír.
Volvió hacia ella y gateando se introdujo en el placard.
—El conejo —dijo ella lánguidamente—. Estás aplastando el conejo. —El miró hacia abajo:
su rodilla derecha estaba sobre la blanda cabeza de lana del conejo rosa. Lo sacó y lo arrojó a un
rincón del placard. Ella lo miró con disgusto.
—No has cambiado, Rudy. Vete de aquí.
—Ya no estoy en el ejército, Kris —dijo Rudy con suavidad—. Me soltaron por razones de
salud. Quiero que vuelvas conmigo, Kris, por favor.
Ella no quería escucharlo; se apartó de él, se metió más aún en el placard, cerrando los ojos.
El movió los labios varias veces, como tratando de hacer regresar palabras ya dichas, pero
ningún sonido se escuchó; encendió un cigarrillo y se sentó en la puerta abierta, fumando y
esperando que ella volviera a él. Había esperado ocho meses que regresase, desde que lo habían
reclutado y ella le había escrito diciéndole: Rudy, me voy a vivir con Jonah a La Colina.
Se escuchó el ruido de algo muy pequeño acechando en la oscuridad infinitamente negra que
se extendía donde el escalón superior de la escalera del segundo piso llegaba al descanso. Era
una risita parecida al trino de un clavicordio de cristal. Rudy sabía que se estaba riendo de él,
pero no pudo ver ningún movimiento en ese rincón.
Kris abrió los ojos y lo miró con fastidio.
—¿Por qué viniste?
—Porque vamos a casarnos.
—Lárgate de aquí.
—Te amo, Kris. Por favor.
Ella lo pateó. No le hizo daño, pero esas fueron las intenciones. El salió del placard
lentamente.
Jonah estaba abajo, en la sala de estar. La rubia que había respondido a la puerta estaba
tratando de sacarle los pantalones. El se negaba, sacudiendo la cabeza y tratando de apartarla
débilmente con una mano. Se escuchaba "La grande y brillante máquina verde de placer", de
Simon & Garfunkel, brotar del tocadisco que estaba bajo la biblioteca de ladrillo y madera.
—Me estoy fundiendo —dijo Jonah suavemente—. Fundiendo —y apuntó hacia el gran
espejo empañado que se hallaba sobre la repisa de la chimenea. El hogar estaba repleto de
envases de leche de cartón, envoltorios de caramelos, periódicos underground y excrementos de
gato. El espejo era opaco y deprimente—. ¡Fundiendo! —aulló repentinamente, tapándose los
ojos.
—¡Oh, mierda! —dijo la rubia y lo derribó, abandonándolo por último. Fue hacia Rudy.
—¿Qué le pasa? —preguntó Rudy.
—Tiene un mal "viaje" otra vez. Cristo, que fumado está.
—Sí, ¿pero qué le sucede?
Ella se encogió de hombros.
—Ve que su cara se funde... eso es lo que dice.
—¿Es el efecto de la marihuana?
La rubia lo miró con súbita desconfianza.
—Mari... Oiga, ¿quién es usted?
—Soy un amigo de Kris.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 69


La rubia lo estudió un momento más; luego, por la forma en que bajó los hombros y se relajó,
lo aceptó.
—Pensé que habías venido para, bueno ya sabes, a veces la policía. Tú sabes.
Tras ella, en la pared, había un poster de la Tierra Media con su brillo opacado por una larga y
recta faja en la que el sol daba cada mañana. Miró a su alrededor con inquietud. No sabía qué
hacer.
—Se supone que debía haberme casado con Kris. Hace ocho meses atrás —dijo él.
—¿Quieres hacer el amor conmigo? —preguntó la rubia—. Cuando Jonah tiene un viaje
queda completamente desconectado. Estuve bebiendo Coca-Cola toda la mañana y todo el día y
estoy realmente muy caliente.
Otro disco cayó sobre la bandeja y Stevie Wonder sopló con ganas su armónica y comenzó a
cantar "Nací para amarla".
—Estaba comprometido con Kris —dijo Rudy sintiéndose triste—. Íbamos a casarnos cuando
yo terminara la instrucción. Pero ella decidió venir aquí con Jonah y yo no quise obligarla. Así
que esperé ocho meses, pero ahora me largaron del ejército.
—Bueno, ¿quieres o no quieres?
Se echó bajo la mesa del comedor y puso un almohadón de seda bajo ella. El almohadón tenía
esta inscripción: Recuerdo de las Cataratas del Niagara, Nueva York.
Cuando él volvió al living, Jonah estaba sentado en el sofá leyendo Magister Ludi, de Hesse.
—¿Jonah? —dijo Rudy. Jonah levantó la vista. Le llevó un tiempo reconocer a Rudy.
Cuando lo hizo palmeó el sofá a su lado y Rudy se acercó y sentó.
—Hola Rudy, ¿por dónde andabas?
—En el ejército.
—Uff.
—Aja, fue terrible.
—¿Así que te largaron? Quiero decir definitivamente.
Rudy asintió.
—Este... sí. Por salud.
—Oye, eso sí que es bueno.
Se quedaron sentados en silencio por un rato. Jonah comenzó a cabecear y se dijo a sí mismo:
—Me parece que estás cansado.
—Jonah, eh, escucha, ¿qué pasa con Kris? —dijo Rudy—. Sabes que se suponía que nos
teníamos que casar hace ocho meses.
—Ella está por ahí, en algún lado —respondió Jonah.
Desde la cocina, atravesando el comedor donde la rubia dormía bajo la mesa, llegó el sonido
de algo salvaje desgarrando carne. El ruido siguió por largo tiempo, pero Rudy estaba mirando
hacia afuera por el ventanal del frente, el gran ventanal. Había un hombre de traje gris oscuro en
la vereda, junto a los escalones que llevaban a la puerta de entrada. Estaba hablando con dos
policías y apuntando hacia la vieja casona.
—Jonah, ¿puede irse Kris de aquí?
Jonah lo miró enojado.
—¡Hey, escucha muchacho, nadie la obliga a estar aquí! Ella ha estado viviendo con todos
nosotros y le gusta. Ve y pregúntale a ella. Cristo, ¡no me jodas a mi!
Los dos policías se acercaban a la puerta de entrada.
Rudy se levantó y fue a contestar el timbre.
Le sonrieron en cuanto vieron su uniforme.
—¿Qué desean? —les preguntó Rudy.
—¿Usted vive aquí? —preguntó el primer policía.
—Sí —dijo Rudy—, me llamo Rudolph Boekel. ¿Puedo servirles en algo?
—¿Podemos entrar y conversar con usted?
—¿Tienen orden de registro?
—No queremos registrar... sólo queremos conversar con usted. ¿Es soldado?

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 70


—Recién me han dado de baja. He vuelto a casa a ver a mi familia.
—¿Podemos entrar?
—No, señor.
El segundo policía parecía preocupado.
—¿Este es el lugar al que llaman "La Colina"?
—¿Quiénes? —preguntó Rudy, pareciendo perplejo.
—Bueno, los vecinos dijeron que era "La Colina" y que aquí se realizaban algunas orgías
violentas.
—¿Ustedes oyen alguna orgía?
Los policías se miraron uno al otro. Rudy agregó:
—Siempre hay mucho silencio aquí. Mi madre está muriendo de cáncer al estómago.
Dejaron que Rudy se instalara allí porque era hábil con la gente que llegaba a la puerta.
Además de Rudy, que salía a buscar la comida, y los viajes semanales para ir a cobrar el Seguro
de Desempleo, nadie dejaba La Colina. Usualmente había mucho silencio.
Excepto que algunas veces se oían gruñidos en el pasillo trasero que llevaba al antiguo cuarto
de servidumbre; y ruido de chapoteo en el sótano, sonido de cosas mojadas sobre las baldosas.
Era un pequeño universo autosuficiente, que limitaba al norte con el ácido y la mescalina, al
sur con la yerba y el peyote, al este con la coca y las "píldoras rojas", al oeste con la heroína y las
anfetaminas. Había once personas viviendo en La Colina. Once, y Rudy.
Recorría las habitaciones y algunas veces encontraba a Kris, que no le hablaba... salvo una
vez que le preguntó si nunca había deseado mucho algo que no fuera amor. El no supo qué
contestar, así que sólo dijo:
—Por favor —y ella lo llamó imbécil y fue hacia la escalera que llevaba a la bohardilla del
desván.
Rudy había oído chirridos en el desván. Le parecieron chillidos de ratones hechos trizas.
Había gatos en la casa.
No sabía por qué estaba allí, excepto que no comprendía por qué ella deseaba permanecer en
ese lugar. Su cabeza siempre le zumbaba y a veces sentía que si decía la palabra correcta, en la
forma correcta, Kris saldría de allí con él. Comenzó a molestarle la luz. Le hería los ojos.
No hablaba mucho con nadie. Había siempre una lucha por mantenerse volando, por mantener
el grupo volando tan alto como se pudiera. En esto se preocupaban los unos por los otros.
Y Rudy se convirtió en el único nexo con el exterior. Había escrito a alguien —sus padres, un
amigo, un banco, alguien— y ahora le llegaba dinero. No mucho, pero suficiente para mantener
la provisión de comida y el alquiler pago. Pero insistía en que Kris fuera amable con él.
Y ellos hicieron que ella fuera amable con él, y durmieron juntos en el cuartito del segundo
piso donde Rudy había puesto sus periódicos y su bolso. Él permanecía allí acostado la mayor
parte del día, cuando no había recados para La Colina, y leía las notas sobre los choques de
trenes y los estupros en los suburbios. Y Kris llegaba, y en cierta manera hacían el amor.
Una noche lo convenció que podía "hacerlo mejor con el ácido", y él tragó mil quinientos
microgramos mezclados con metedrina en dos grandes cápsulas de gelatina, y ella se estiró como
un chicle unos diez kilómetros. El era un fino cable de cobre cargado con electricidad y penetró
su carne. Ella se agitó con la corriente que fluía a través de él y se ablandó más aún. El se hundió
en la blandura y observó cuidadosamente el intrincado veteado de las lágrimas de ella que se
elevaban en la bruma que lo rodeaba. Caía lentamente, girando y girando, sostenido por un
susurro de azul que surgía de su cuerpo como un hilo de araña. El sonido del respirar de ella en
la llorosa cavidad de columnas de cristal que bajaba y bajaba era el sonido de las mismas
paredes; y cuando las tocó con las cálidas yemas metálicas ella inspiró profundamente,
envolviéndolo con su aliento mientras él se hundía, girando lentamente en un velo de almizcleña
soltura.
Había una insistente pulsación que crecía en algún lugar debajo de él; y mientras descendía
tenía miedo del gemido agudo de algo que amenazaba quebrarse. Sintió pánico. El pánico lo

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atenazó, lo azotó; se le constriñó la garganta; trató de aferrarse al velo y se le desgarró entre las
manos; entonces cayó, ahora más rápido, mucho más rápido, y tenía miedo, ¡miedo!
Había violentas explosiones a su alrededor, y el chillido de algo que lo deseaba, que lo
buscaba, pulsando profundamente en la garganta de un animal que él no podía nombrar; y oyó
los gritos de ella, escuchó sus lamentos y su agitar bajo él y sintió una profunda sensación de
aplastamiento...
Y entonces hubo silencio.
Al menos por un instante.
Y luego oyó una suave música que sólo pedía ser escuchada. Así que quedaron allí, juntos en
el calor del cuartito, y durmieron algunas horas.
Después de aquello Rudy salió raras veces a la luz. Usando gafas oscuras iba de compras por
la noche. Vaciaba la basura y limpiaba el camino de entrada por la noche. Y cortaba el pasto del
jardín con tijeras de podar pues la cortadora hubiera molestado a los inquilinos de los
departamentos... que ya no se quejaban. Porque rara vez se oía ahora un ruido en La Colina.
Comenzó a darse cuenta que hacía mucho que no veía a alguno de los once jóvenes que vivían
en La Colina. Pero los sonidos de abajo, arriba y alrededor de él, se hacían cada vez más
frecuentes.
Sus ropas eran ahora demasiado grandes para él. Usaba sólo calzoncillos. Le dolían las manos
y los pies. Las articulaciones de los dedos se le habían hinchado de tanto hacerlas crujir y
estaban siempre enrojecidas.
La cabeza siempre le zumbaba. El tenue y perdurable olor de la yerba había saturado las
maderas de las paredes y las vigas. Sentía una picazón en el exterior de sus orejas que no podía
calmar. Se pasaba todo el tiempo leyendo viejos periódicos cuyas noticias llevaba grabadas en la
memoria. Recordaba un trabajo que había tenido en un garaje como mecánico, pero aquello le
parecía muy lejano. Cuando cortaron la electricidad en La Colina no le preocupó, porque prefería
la oscuridad. Pero fue a decírselo a los once.
No los pudo encontrar.
Todos habían desaparecido. Hasta Kris, que debería haber estado por alguna parte.
Escuchó los húmedos sonidos en el sótano y bajó en la oscuridad. El sótano estaba inundado.
Uno de los once estaba allí. Se llamaba Teddy. Se hallaba sujeto al techo enlodado del sótano,
colgando cerca de las piedras, pulsando suavemente y emitiendo una tenue luz púrpura, púrpura
como una herida. Dejaba caer un brazo, como de goma, al agua y lo mantenía en ella, donde se
movía ociosamente con los vaivenes de la misma. Entonces algo se acercó. Hizo un rápido
movimiento y sacó la cosa que aún se agitaba aferrada por la garra de goma. Se deslizó
lentamente a lo largo de la pared hasta un punto oscuro y húmedo cercano a las vigas que lo
atravesaban. Luego apretó la cosa contra el oscuro punto en donde chilló con un sonido terrible y
luego desapareció. Se oyó como una succión y luego un ruido de deglución.
Rudy volvió hacia arriba. En el primer piso encontró a la rubia, cuyo nombre era Adrianne.
Yacía, delgada y blanca como un mantel, sobre la mesa del comedor mientras tres de los otros,
que no había visto desde hacía mucho tiempo, le clavaban los dientes; y a través de sus aguzados
colmillos huecos bebían el fluido amarillento de las hinchadas bolsas de pus que habían sido sus
pechos y sus nalgas. Sus rostros eran muy pálidos y sus ojos eran como manchas de hollín.
Mientras subía al segundo piso casi fue derribado por el paso de algo que había sido Víctor
volando con sus pesadas alas membranosas y peludas. Llevaba un gato en sus mandíbulas.
En las escaleras vio la cosa que estaba contando las pesadas monedas de oro. No estaba
contando pesadas monedas de oro. Rudy no pudo mirarla: le provocaba náuseas.
Encontró a Kris en un rincón del desván. Estaba partiendo el cráneo y sorbiéndole el cerebro a
una cosa que se reía como un clavicordio.
—Kris, tenemos que irnos —le dijo. Ella extendió la mano y lo tocó, clavándole sus largas,
puntiagudas y sucias uñas. El resonó como si fuera de cristal.
Jonah se acurrucaba sobre las vigas del desván, como una gárgola dormitando. Algo verde
chorreaba de sus mandíbulas y tenía algo pegajoso en las garras.

Selección de relatos cortos de Harlan Ellison 72


—Kris, por favor —dijo él con apremio.
Le zumbaba la cabeza.
Le picaban las orejas.
Kris acabó de sorber las últimas melosas exquisiteces del cráneo de la ahora silenciosa
criatura y arañó ociosamente el flácido cuerpo con sus peludas manos. Se acuclilló y levantó su
largo y peludo hocico.
Rudy huyó despavorido.
Corría galopando, sus nudillos rozando el piso del desván, mientras buscaba ponerse a salvo.
Tras él, Kris gruñía. Bajó al segundo piso y luego al primero y trató de subir por la silla Morris
hasta la repisa de la chimenea: para poder verse en el espejo a la luz de luna que brillaba a través
de la ventana cubierta de moscas. Pero Naomi estaba en la ventana, atrapando las moscas con la
lengua.
Trepó con desesperación, deseando contemplarse. Y cuando estuvo frente al espejo, vio que
era trasparente, que no tenía nada en su interior, que sus orejas se habían vuelto puntiagudas y
estaban cubiertas de vello; sus ojos eran tan grandes como los de un tarsio, y que los reflejos de
la luz le hacían daño.
Luego oyó el gruñido detrás y debajo de él.
El duendecillo de cristal se volvió, y la mujer lobo se alzó sobre sus patas traseras y lo tocó
hasta que él resonó como un cristal fino.
Y la mujer lobo dijo con muy poco interés:
—¿Nunca has deseado mucho algo que no fuera amor?
—¡Por favor! —suplicó el pequeño duendecillo de cristal, al tiempo que la gran y peluda
garra lo quebraba de una palmada en un millón de fragmentos brillantes que llovieron,
expandiéndose conscientemente en el apretado, pequeño y cerrado universo que era La Colina,
todos ellos zumbando y tintineando en una oscuridad que comenzaba a rezumar de las
silenciosas paredes de madera...

FIN

Traducción: Jorge Sánchez


Publicado en: El cuento de ciencia ficción - CEAL, 1978.
Edición digital: Sadrac

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