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HISTORIA DE LAS BIBLIOTECAS EN LA ARGENTINA
UNA PERSPECTIVA DESDE LA BIBLIOTECOLOGÍA1

Alejandro E. Parada2

Resumen

La presente contribución estudia el desarrollo de las bibliotecas en el actual territorio


argentino a partir de una perspectiva histórica y bibliotecológica. Se establece, en un primer
momento, el marco teórico de la investigación dentro de Historia de la Cultura e Historia de
la Lectura. Posteriormente, se identifican las distintas bibliotecas que emergieron en la
Argentina desde el período colonial hasta la actualidad; se señalan sus principales
características, su contexto bibliotecológico y las nuevas tendencias bibliográficas sobre la
Historia de las Bibliotecas.

Palabras clave: <Historia de las Bibliotecas> <Historia de la Bibliotecología> <Argentina>

Abstract

This paper studies the libraries development at present Argentine territory with an historical
and librarianship perspective. First, it provides the theoretical framework of the search
within the History of the Culture, and the Reading. Later, the different libraries that
emerged in Argentina from the Colonial period to the present time are identified, and their
characteristics and context are presented. Finally, the new bibliographical tendencies on the
History of the Libraries are indicated.

Keywords: <History of the Libraries> <History of Library Science> <Argentina>

1. Introducción. El modelo interpretativo y el contexto político y social de la Argentina

Incursionar en la construcción textual de la Historia de las Bibliotecas en la modernidad


constituye, sin duda, un discurso signado por la complejidad y la variedad de
interpretaciones historiográficas que hoy asedian y rediseñan a esta disciplina. La
tradicional Historia de las Bibliotecas, hasta comienzos de la década del ochenta del siglo
pasado, era, inequívocamente, un relato fáctico, de acentuada tendencia historicista, sobre
1
El presente trabajo constituye un avance del Proyecto UBACYT – Código 20020100200004 [01/K004]
(Proyectos trienales de Programación Científica 2011-2014), titulado “Historia de la edición y de la lectura
desde los espacios públicos e institucionales: la participación de la ciudadanía en el ámbito de la cultura
impresa en la Argentina”.
2
Instituto de Investigaciones Bibliotecológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires,
o
Puán 480, 4. piso, oficina 8, (C1406CQJ) Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.
Correo electrónico: aparada@filo.uba.ar; aeparada@fibertel.com.ar

1
los principales hechos y avatares de estas agencias sociales. Sin embargo, en los últimos
lustros, en el universo de la civilización escrita e impresa, se ha producido un conjunto
determinante de transformaciones que, en definitiva, han cambiado el paradigma histórico
de la temática. Entre los numerosos aportes, uno ha resultado fundamental en su renovado
contexto teórico: nos referimos a la “nueva historia” que se agrupó en la publicación
Annales: économies, sociétés, civilisations. Esta concepción historiográfica que impulsó la
denominada histoire totale de Fernand Braudel constituyó, en última instancia, una
reacción al modelo de historia propuesto por Leopol von Ranke, quien sostenía que los
sucesos políticos eran el objeto de la Historia.

En poco tiempo, los “estudios culturales” protagonizaron un auge sin precedentes. En 1989,
Lynn Avery Hunt, propuso la necesidad de identificar la irrupción de este campo con el
nombre de New Cultural History (1989). Dicho epígrafe de identidad curricular trató de dar
solución al encuentro, en el contexto de los estudios culturales, de múltiples áreas de las
Humanidades y Ciencias Sociales: la Antropología, la Historia, la Sociología, la Crítica
literaria, la Bibliotecología, la Historia del Arte, etc. Pero en la confluencia dinámica y
dialéctica de estas esferas del conocimiento, Hunt llamaba la atención sobre el
advenimiento de un novedoso territorio en feraz crecimiento: la Historia de la Lectura.

Los conceptos divulgados por Roger Chartier (1999), concernientes a las “prácticas y
representaciones culturales” de los lectores en el momento de apoderarse de la imposición
tipográfica, han sido determinantes para la reconfiguración de la Historia del Libro y de las
Bibliotecas. A esto debe agregarse la intensa búsqueda que planteó Robert Darnton (1993),
al enfocar sus trabajos, en el área de la Historia Cultural francesa durante el Antiguo
Régimen, en torno a la necesidad de conocer “las respuestas de los lectores” ante el
fenómeno de leer. Numerosos investigadores acompañaron a estos autores, tales como
Guglielmo Cavallo en colaboración con Chartier (1998), Armando Petrucci (1999), Peter
Burke (1993), Carlo Ginzburg (1999) y Michel de Certeau (2000), entre otros. La
Bibliografía no permaneció ajena a estos novedosos procesos de apropiación de la cultura
impresa. En este caso, un bibliógrafo merece una cita especial: nos referimos a D. H.
McKenzie (2005). Este notable académico desde “la sociología de los textos” y la
Bibliografía analítica, demostró que las formas editoriales construyen a quienes leen tanto
como los autores.

De este modo, antes de desarrollar el mundo de las bibliotecas en la Argentina, se vuelve


determinante conceptualizar su evolución en dicho marco teórico. La Historia de las
Bibliotecas, en la esfera de nuestra contemporaneidad, debe analizarse en conjunto con la
Historia de la Edición general de un país o región y, en particular, en su íntima imbricación
con la Historia de la Lectura. Inmersa en un proceso de larga duración donde se manifiestan
las profundas particularidades de los procesos de urbanización de las materialidades y los
registros culturales, el relato “en construcción” de la biósfera bibliotecaria en su vasta
dimensión temporal, constituye la manifestación instrumental de una nueva ciudadanía con
plenos derechos democráticos para el uso de los libros. En este campo, pues, la Historia de
las Bibliotecas traza un profundo surco al saldar la deuda socialmente contraída con el
acceso público de sectores postergados a las dimensiones de la lectura y la escritura.
Escribir y leer fueron gestos plenos de sectores privilegiados y, en consecuencia, el
resultado de estas prácticas, es decir, el depositar, preservar y difundir los impresos en

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lugares denominados “bibliotecas”, resultaron hechos gestados por el poder político. Los
procesos de secularización masiva de la cultura impresa debilitaron la preponderancia de
estos segmentos que detentaban la exclusividad del universo escrito: la Iglesia, las elites de
dominio y decisión, el Estado normalizador (Cicerchia, 1998). La Historia de las
Bibliotecas se afinca, sin duda, en poner en escena la imperiosa necesidad de dirimir su
discurso dentro de los procesos que implican la construcción de una ciudadanía más amplia.
Las bibliotecas, pautadas por sus propias características (tipologías de uso, aspectos
regionales, etc.), tienden a ser una morada de encuentro entre lo individual, la privacidad, lo
público y su publicidad, y el reconocimiento de la diversidad y la alteridad. Este largo
proceso que parte desde la propiedad de los libros por unos pocos hasta el compartir su
materialidad comunitaria, constituye el enfoque medular de la Historia de las Bibliotecas.

Otro punto fundamental a tener en cuenta es el contexto histórico de lo que hoy constituye
la Argentina. Durante la época colonial fue un enorme territorio que abarcó buena parte de
lo que en la actualidad es Paraguay, Bolivia y Uruguay. El proceso de conquista y
colonización (sin dejar de lado el concepto de franca aculturación de los pueblos
originarios) se instrumentó desde el norte hacia el Litoral3. La economía regional se
desarrolló, hasta las primeras décadas del siglo XVIII, en pequeñas ciudades del interior,
principalmente en el noroeste argentino; es decir, en aquellas localidades cuyos caminos
llegaban a Lima y, por ende, al intercambio comercial de metales y bienes con el Virreinato
del Perú. Otra fuente de ingresos en el Río de la Plata fue el contrabando preveniente del
Brasil y de los barcos que recalaban clandestinamente. Hacia el siglo XVIII ocurrieron dos
acontecimientos decisivos para los destinos de estos territorios postergados por la política
imperial española debido a la ausencia de metales preciosos. En un primer momento,
gracias a la ganadería y a las grandes vaquerías, el Litoral argentino adquirió un importante
y trascendental desenvolvimiento. Las llanuras pampeanas (Santa Fe, Entre Ríos y Buenos
Aires) comenzaron a brindar un incremento económico y mercantil inesperado. La ciudad
de Buenos Aires se vio fortalecida por esta situación; en pocos años las grandes vaquerías
mudaron en estancias; posteriormente, ya entrado el siglo XIX, surgió la primera industria
relacionada con la carne vacuna: el saladero. El desarrollo argentino migró su origen
pautado en el centro y norte del territorio y se asentó, casi definitivamente, en la franja
litoral cambiando, de este modo, las costumbres, los usos y las miradas sociales que ahora
se inclinaban hacia los acontecimientos europeos (Halperin Donghi, 1972 y Chiaramonte,
2004). En segunda instancia de importancia, es necesario puntualizar el cambio en la
geopolítica internacional: los imperios coloniales trasladaron sus guerras al Océano
Atlántico. España, Inglaterra y Francia lucharon por conquistar este predominio decisivo.
La reacción de los borbones españoles, ya tardía, fue la de implementar una serie de
reformas militares y administrativas en sus vastos dominios. La gran respuesta para los
futuros países del cono sur americano fue la creación en 1776 del Virreinato del Río de la
Plata. Lentamente, por otra parte, una Ilustración moderada pero importante en el momento
de generar una conciencia política y cultural centrada en los problemas de esta inmensa
geografía, se plasmó publicitariamente en distintas tertulias, espacios públicos y prensa
periódica. Hacia 1810, con una España invadida por las fuerzas napoleónicas, las

3
El Litoral es la región denominada Mesopotamia argentina y abarca las actuales provincias de Misiones,
Corrientes, Entre Ríos, Chaco, Formosa y Santa Fe; esta amplia extensión territorial constituye la región
histórica delimitada por las costas del río Paraná, el río Uruguay y el Delta del Paraná.

3
condiciones estaban dadas para el estallido de los movimientos revolucionarios que
culminaron con la Independencia del antiguo Virreinato del Río de la Plata y su
fragmentación en varios países.

Al resumir el presente punto introductorio, es de real significación el intento de comprender


la Historia de las Bibliotecas en la Argentina inmersa en la complejidad de estas múltiples
divergencias y movimientos. Por un lado, la presencia, dentro de esta disciplina, de una
historiografía moderna que articula su estudio con la Historia de la Lectura, la Edición, y la
Civilización escrita. Por otra parte, el peculiar contexto de la emergencia de la Argentina
como un sector postergado del imperio colonial español que, por diversos acontecimientos
internos e internacionales, adquirió un rango de relevancia política y comercial centrada en
la ciudad de Buenos Aires. Nuestra Historia de las Bibliotecas, pues, tanto en su
concepción teórica como en los procesos de continuidad en el tiempo desde la época
colonial hasta el presente, se hallará influida por estos dos aspectos determinantes; esto es,
su marco teórico y su contexto histórico. En definitiva, en la elección del discurso con el
cual se las relata e interpreta.

2. Hacia una tipología de las bibliotecas argentinas desde el período hispánico hasta
mediados del siglo XIX

Existen distintas formas de estudiar la génesis y el desarrollo de las bibliotecas. Sin duda, el
enfoque cronológico es el que siempre se impone con el objetivo de analizar las principales
características de estas instituciones en los llamados procesos de larga duración. En
consecuencia, la distribución de las bibliotecas en lo que actualmente es la Argentina
respondió a este patrón de colonización territorial durante el período hispánico. Es
necesario, pues, abordar las diversas clases de bibliotecas que existían en el actual territorio
argentino desde el período hispánico hasta mediados del siglo XIX (Parada, 2009: 68-78).

Los primeros libros impresos en Europa que conocieron estas orillas fueron traídos por el
adelantado Pedro de Mendoza durante la conquista del Río de la Plata (Furlong, 1944: 23).
El papel relevante en la gestación de las primeras bibliotecas, al igual que en toda la
América española, estaba reservado al poder evangelizador de la Iglesia Católica y a su
brazo ejecutor: las diversas órdenes religiosas. En primer término, pues, se ubican las
colecciones más destacadas del período colonial: “las bibliotecas de instituciones o
corporaciones religiosas”. Muchas de sus “librerías” (conventos, colegios, monasterios,
misiones) fueron de gran importancia en la historia de nuestra cultura bibliotecaria. A modo
ilustrativo citaremos las bibliotecas de los jesuitas, dominicos, mercedarios, agustinos y
franciscanos, cuyas colecciones, esparcidas en el espacio colonial (Córdoba, Buenos Aires,
Santa Fe, Mendoza, Tucumán, Salta, Santiago del Estero), llegaron a sumar una cantidad de
libros nada desdeñable (Sarmiento, 1930; Furlong, 1944 y 1969; Draghi Lucero, 1949;
Lértora Mendoza, 1991; Rípodas Ardanaz, 1999 y Maeder, 2001).
La mayor biblioteca de una orden religiosa tuvo su epicentro bibliográfico en el interior,
precisamente, en la ciudad de Córdoba. Un enclave privilegiado por su posición geográfica,
pues constituía una ruta obligada en la travesía hacia Lima y donde confluían los caminos
del litoral, los de la marítima Buenos Aires, los territorios de Cuyo y los del Noroeste. En
esa ciudad, en el año 1613, los jesuitas fundaron la única Universidad del período colonial:

4
el Colegio Máximo de Córdoba. Su biblioteca, en el momento de ser expulsada la orden
(1767), contaba con un elenco de más de 12.000 obras. Un aspecto de particular interés
relacionado con las prácticas de lectura de los libros de estos planteles, que estaban
destinados al préstamo dentro de cada corporación, fue que durante el siglo XVIII
comenzaron a satisfacer las demandas de muchos lectores particulares, convirtiéndose, de
hecho, en estas oportunidades, en bibliotecas “cuasi públicas” (Rípodas Ardanaz, 1999, 3:
249). Así pues, sus ejemplares también trascendieron el uso exclusivo de la esfera religiosa
para llegar a otras manos, aunque pertenecieran, inequívocamente, a individuos vinculados
con la elite letrada.

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En un segundo orden de mérito, en cuanto a su caudal bibliográfico y variedad temática,


pues las colecciones de las bibliotecas de las corporaciones religiosas se ceñían
principalmente a los títulos relacionados con la Religión y la Teología, es necesario señalar
la existencia de “las bibliotecas particulares o privadas”. El estudio de su riqueza y
dispersión en el mundo colonial, hoy presente en forma testimonial en el Archivo General
de la Nación y en los provinciales, aún no sido abordado en forma minuciosa y sistemática,
aunque su número se incrementa constantemente gracias al hallazgo de nuevos inventarios
en diversos repositorios. Para tener un panorama de este tipo de bibliotecas, es suficiente
con señalar los propietarios que tuvieron los mayores acervos bibliográficos durante el
interregno hispánico. Ellos son, en líneas generales, los siguientes: Manuel de Azamor y
Ramírez (1.069 obras), Juan Baltasar Maziel (423), Facundo de Prieto y Pulido (336),
Francisco Pombo de Otero (200), Claudio Rospigliosi (166), Manuel Gallego (159), José
Cabeza Enríquez (131), Juan Manuel de Labardén (126), Mariano Izquierdo (110), entre
otros (Rípodas Ardanaz, 1982: 89-92).

Es oportuno señalar, nuevamente, que el carácter privado de estas bibliotecas no era


absoluto y, en consecuencia, oclusivo, tal como aconteció con los fondos de los elencos de
las congregaciones religiosas. Los libros circulaban a través de grupos o redes de lectores
representados por familiares, amigos, allegados y autoridades virreinales, hasta el punto de
constituir una práctica asidua, sutil y constante. Una muestra irrefutable de estas prácticas
lectoras fue la especie de “biblioteca particular circulante” que implementó Facundo de
Prieto y Pulido con el préstamo de sus libros a una gran cantidad de conocidos, cuya
circulación asentó minuciosamente en un documento que ha llegado hasta nosotros: el
“Cuaderno de los libros que me han llevado prestados” (1779-1783). No constituyó un caso
aislado, indudablemente fue un hábito cotidiano y fundamental al que apelaron los lectores
de ese entones para llegar a sus textos deseados (Parada, 2009: 113-135).

En el último tercio del siglo XVIII dos acontecimientos bibliotecarios fueron notablemente
propicios para fomentar la aparición de la Biblioteca Pública de Buenos Aires. Uno de ellos
se encuentra definido por el intento de inaugurar una “biblioteca pública catedralicia”. En
efecto, la última voluntad del obispo Azamor y Ramírez fue entregar sus libros a la
Catedral de dicha ciudad “para que... con ellos... se forme y haga una librería pública”
(Rípodas Ardanaz, 1982: 117). Desafortunadamente, por diversos motivos, el proyecto no

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se concretó, hasta que la Junta de Mayo, en plena Revolución, dispuso que engrosaran la
biblioteca que estaba por fundar. Empero, hay que tener presente que de haberse
materializado, hubiera sido una colección de uso abierto pero a cargo de las autoridades
catedralicias, es decir, bajo la gestión de la Iglesia. No obstante, el segundo acontecimiento
tendría mayor fortuna que el intento del obispo Azamor y Ramírez. Los personajes
involucrados serían el ya citado Facundo de Prieto y Pulido y su esposa. Ambos, en 1794,
de común acuerdo, donaron su biblioteca al convento de la Merced de Buenos Aires.
Existen datos documentales suficientes para afirmar que esta “biblioteca pública
conventual” funcionó desde esa fecha hasta fines del primer decenio del siglo XIX, pues su
apertura fue autorizada por el virrey Nicolás de Arredondo. Nos encontramos ante el más
importante precedente de lectura pública de esa ciudad y su funcionamiento, que dependía
del convento regido por los padres mercedarios, debió influir en la creación, en 1810, de
una entidad similar pero de gestión gubernamental. Ambos hechos, tanto la intencionalidad
del obispo Azamor y Ramírez, como la concreción del matrimonio Prieto y Pulido,
demuestran que hacia fines de la época hispánica, el manejo y la manipulación de las obras
debían responder aún a pautas heredadas del orden imperial predominante hasta entonces,
donde, nuevamente, la Iglesia constituía una garantía para la preservación y diseminación
del conocimiento textual.

Pero estos sucesos que se desarrollaron en lo que hoy constituye la Argentina no fueron
elementos aislados dentro de su territorialidad. En otros lugares de América del Sur se
emprendieron distintas iniciativas en favor del acceso a los libros. Dos casos
aleccionadores, a modo de ejemplo ilustrativo, en el último tercio del siglo XVIII, son la
inauguración de las bibliotecas públicas de Santafé de Bogotá (1777) y de Quito (1792). A
esto debe agregarse la posible influencia de la apertura al público de la Biblioteca Real en
España (1712) y otras experiencias similares que no eran desconocidas por las elites
criollas, tal como la llevada a cabo en Estados Unidos por Benjamin Franklin. Se ha puesto
especial hincapié en esa tendencia por el acceso libre a los libros a partir de o desde los
fondos congregacionales y particulares, porque el advenimiento del uso público y
ciudadano de la cultura tipográfica que se instrumentó con la aparición de biblioteca
pública, es un proceso de larga duración que ya se manifestaba, aunque tímidamente, en la
época colonial y que, en especial, se plasmó con notable intensidad durante el período
revolucionario e independentista. La clave entonces para desentrañar el pasaje de las
bibliotecas coloniales a la biblioteca pública de cuño revolucionario, debe buscarse en este
largo proceso, aún hoy vigente, por el pleno empleo y sin restricción alguna de los bienes
culturales.

Todo este movimiento confluyó definitivamente en un año clave para la Argentina y para
otros países actuales de América Latina: 1810. Esa fecha inaugura el principal acontecer
bibliotecario de la primera mitad del siglo XIX: el establecimiento de la Biblioteca Pública
de Buenos Aires a instancia de la Revolución de Mayo. La Junta revolucionaria hizo de la
Biblioteca Pública, una de sus primeras creaciones de fomento cultural, un instrumento
donde articuló los ideales de la Revolución con los anhelos y las voluntades de los
ciudadanos por poseer una institución de estas características. La Biblioteca Pública
emerge en su novedad, entonces, fuera de la tutela religiosa (sea catedralicia o conventual)
como un fenómeno exclusivo de gestión gubernamental, como un bien de, para y con los
ciudadanos. Su inauguración en marzo de 1812, a instancia de los aportes de numerosas

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donaciones de particulares (a los que debe sumarse el legado de Azamor y Ramírez y el
arribo de ejemplares provenientes de los jesuitas de Córdoba), implicó una significativa
diversificación en los usuarios potenciales y, por añadidura, de la compleja urdimbre de sus
prácticas lectoras (Peire, 2008). La Biblioteca Pública, en esta instancia, incursionó en un
“ámbito de uso extensivo” (antes ceñido a un orden “intensivo”, debido al reducido número
de habitantes que se apropiaba de los libros), pues trató de desacralizar el texto impreso
extendiendo su ubicuidad social a todos los ciudadanos libres.

En la misma época comienza a desarrollarse otra forma de concebir a las bibliotecas que,
sin duda, alentó el enriquecimiento de su tipología durante las primeras décadas del siglo
XIX. La creciente actividad comercial y marítima, centrada en Buenos Aires, propició la
aparición de las “bibliotecas de sociedades de extranjeros o bibliotecas societarias”. La más
conocida fue la biblioteca de la British Commercial Rooms (Cámara de Comercio Inglesa)
que comenzó a funcionar hacia 1811 (Sabor Riera, 1974, 1: 50). Su colección, al parecer,
superó los 600 volúmenes y poseía un significativo fondo de periódicos europeos; además,
contaba con un bibliotecario a cargo de su gestión. Entretanto, el nuevo proceso
revolucionario que finalizaría con la declaración de la Independencia en 1816, tuvo que
instrumentar, de acuerdo con las nuevas realidades políticas y sociales, la organización de
la educación institucional. Esta situación alentó el incremento de la diversidad
bibliotecaria, pues de esta coyuntura surgieron “las bibliotecas de institutos de enseñanza”
(tanto del Gobierno como privadas). Entre las instituciones que se fundaron y cuya
planificación contaba con bibliotecas, merecen mencionarse la Academia de Matemáticas y
Arte Militar (1816) y el Colegio de la Unión del Sud (1818) denominado, en 1823, Colegio
de Ciencias Morales. Otra entidad similar fue la Sociedad Filantrópica de Buenos Aires
(1815). Dicha Sociedad albergó “una mesa de lectura y biblioteca, enriquecida con
donaciones” (Sabor Riera, 1974, 1: 51-54). Pocos años después, las reformas educativas
emprendidas por Bernardino Rivadavia, alentaron la llegada de ilustres personalidades y la
gestación de una importante colonia francesa y anglosajona, que culminaron con la apertura
de algunos colegios que contaban con pequeñas bibliotecas.

La prosperidad económica y la finalización de las Guerras de la Independencia, a pesar del


inicio de los enfrentamientos internos, permitió la aparición de un nuevo tipo biblioteca
cuyo acceso era rentado: “la biblioteca circulante”. Fueron un tipo de agencias, casi
siempre vinculadas a una librería, que compitieron por el uso público de los libros y, en
cierta medida, desalentaron el desarrollo y el afianzamiento de la Biblioteca Pública pues,
con una pequeña cuota, permitían la lectura en sala o la posibilidad de hacerlo en el hogar,
situación esta última que aquella aún no contemplaba. Entre 1826 y 1828 se abrió el primer
plantel de este tipo: la English Circulating Library, a cargo del miniaturista Henry Hervé
(Parada, 1998: 34-36). Los “gabinetes de lectura” fueron una variación de este tipo de
circulación de la cultura tipográfica, que constituyó una importación del comercio librero
francés de ese entonces al Río de la Plata. Desde 1829 Buenos Aires tenía un
establecimiento con estas particularidades: el gabinete de lectura de los hermanos
Duportail. Dicho gabinete formaba parte de la librería de estos comerciantes. Un catálogo
con 508 títulos divulgó, entre los habitantes de la ciudad, la importante riqueza de sus
anaqueles, tanto de obras en francés como en español (Parada, 2005).

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La complejidad y la ambivalencia fueron las características principales de los distintos
tipos de bibliotecas en la vasta y disímil geografía de la Argentina de ese interregno. Si
resumimos esta taxonomía según el criterio de larga duración que hemos optado, dicha
clasificación, al promediar la centuria decimonónica, nos brinda el siguiente panorama: 1)
bibliotecas de órdenes religiosas, 2) bibliotecas particulares, 3) biblioteca pública
conventual/catedralicia, 4) biblioteca pública, 5) bibliotecas societarias, 6) bibliotecas de
instituciones educativas, 7) Bibliotecas circulantes y de gabinetes de lectura. Desde el
período colonial hasta 1850, en una sumaria síntesis de lo expuesto, existieron las
diferentes bibliotecas que hemos señalado que, en ocasiones, se desarrollaron en forma
aislada, esto es, sin una coincidencia temporal, pero que en otras oportunidades
coincidieron en su devenir histórico y cohabitaron. El grado de diversidad, pues, se
incrementa a partir de la Revolución de Mayo en 1810; complejidad que aumentará
exponencialmente a lo largo del siglos XIX y XX. Cada una de estas formas de presentarse
el universo de los libros en aquello que denominamos “biblioteca”, respondió a una gran
cantidad de factores, tanto políticos, sociales y económicos. En el transcurso de la
dominación hispánica, como no podía ser de otra manera, las principales bibliotecas
estaban en la esfera religiosa y la importancia de sus colecciones, tal el caso de la ciudad de
Córdoba o en la región de Cuyo, siguieron el periplo de la colonización del imperio español
en lo que hoy es la Argentina, extendiéndose desde el interior hasta el litoral. Cuando
España decidió la creación del Virreinato del Río de la Plata (1776), ya la hegemonía litoral
comenzaba a ser un hecho y, en consecuencia, la ciudad de Buenos Aires se favoreció por
esta política y se incrementaron sus fondos bibliográficos. Por otra parte, la creación de la
Biblioteca Pública de Buenos Aires (1810) significó un cambio radical en la concepción de
las prácticas y representaciones de los libros en las bibliotecas, pues el sesgo revolucionario
y ciudadano se articuló con esta institución fundamental para el desarrollo bibliotecario de
un país, pero con una nueva fisonomía: la gestión será del Gobierno4 y declinará la
preeminencia de la Iglesia. El movimiento bibliotecario de esta época afirma, entonces, una
tendencia que ya será incontenible en el futuro: la secularización creciente de la cultura
impresa en los distintos estamentos de la sociedad.

No obstante, en cuanto al mundo de los lectores y sus representaciones “puertas adentro”


de las bibliotecas, poco o casi nada se sabe. Desconocemos sus habilidades para conseguir
las obras deseadas más allá de los tipos de bibliotecas, tales como las redes informales de
préstamos y la multitud de recursos para capturar los ejemplares (contrabando, legado,
herencia, hurto, copia manuscrita). A esto debe agregarse que las distintas bibliotecas
solían prestar sus libros a usuarios a los cuales no estaban destinados originariamente esos
impresos (son muy conocidos los casos de circulación de libros fuera de las instituciones
religiosas, ya sea por influencias políticas o propias de la burocracia administrativa, ya por
relaciones de amistad, ya por tratarse de grupos de elite a los que no se les negaba un
ejemplar por su lugar preponderante en la sociedad); también se desconoce, por añadidura,
un hecho determinante: la imposibilidad de determinar el uso de la colección y el tipo de
lectura que hicieron las personas de los contenidos textuales que cayeron en sus manos;
finalmente, no sabemos, a ciencia cierta, la rica articulación que se delineó, en el último
tercio del siglo XVIII y primeras décadas del XIX, entre la esfera privada y la pública,
donde este último campo, ahora pautado por un heterogéneo entramado de apropiaciones

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Se prefiere emplear la palabra Gobierno para distinguirla del concepto moderno de Estado.

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impresas, proyectó a la ciudadanía hacia una modernidad que tomaba distancia de las
prácticas tipográficas imperantes en el Antiguo Régimen (Guerra y Lempérière, 1998).

Antes de finalizar esta primera etapa que se extiende, tal como se ha propuesto, desde los
inicios coloniales hasta 1852 con la caída del gobierno de Juan Manuel de Rosas, es
oportuno mencionar dos acontecimientos relacionados con el universo de las bibliotecas.
En primer término, la apertura de la Librería Argentina (1833-1838) del educador,
bibliotecario y librero Marcos Sastre, quien en 1835 inauguró el Gabinete de Lectura de
mayor influencia intelectual de esa época, pues dicho gabinete constituyó la base
bibliográfica del famoso Salón Literario de 1837, también gestado por iniciativa de Sastre y
del cual surgiría la primera generación romántica de escritores argentinos (Parada, 2008). Y
en segunda instancia, la labor llevada a cabo por la figura del napolitano Pedro de Angelis
en los años del gobierno de Rosas (Sabor, 1995). De Angelis logró reunir una de las
bibliotecas particulares más importantes de primera mitad del siglo XIX (actualmente en el
Brasil) y, además, a él se debe la inauguración de los estudios bibliográficos en la
Argentina con la edición cumbre de ese período: la Colección de obras y documentos
relativos a la historia antigua y moderna de las provincias del Río de la Plata (1836-37).
Debido a conflictos internos (enfrentamientos entre unitarios y federales) y externos
(intervenciones de potencias europeas), el mundo del libro y de las bibliotecas sufrieron un
retroceso significativo al promediar el siglo XIX. Las librerías y las imprentas mermaron, y
el periodismo se encontró reducido a escasas expresiones debido a esta situación. Las
luchas internas fueron pocos propicias para el desarrollo bibliotecario.

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3. El período 1852-1916

Durante el presente período los sucesos políticos que diseñaron a la Argentina fueron
fundamentales en la instrumentación de otro tipo de bibliotecas que, si bien eran herederas
de las anteriores, respondieron, precisamente, a las nuevas realidades sociales. Sin duda,
para intentar una posible descripción e interpretación de esas dimensiones bibliográficas,
resulta complejo abordar una escuela historiográfica en detrimento de otra concepción
histórica. El liberalismo, la concepción conservadora, y el revisionismo se disputan este
campo de debate textual y discursivo. No obstante, en líneas generales, para el interregno
de 1852 a 1916 es factible identificar las etapas siguientes: un decenio de secesión de
Buenos Aires y la Confederación Argentina (1852-1862), la República y su estabilización
política (1862-1880), y la República liberal (1880-1916). A lo que debe sumarse, durante
estos sesenta años, un profundo cambio en la composición y la sociabilidad de los
habitantes del país: el fenómeno de la novedosa articulación de los pobladores nativos y la
enorme masa de inmigrantes de origen europeo que arribaron a la Argentina (Romero,
1979).

A partir de 1848 se destaca la actividad del gobernador Justo José de Urquiza, quien se
ocupó especialmente del desarrollo de la enseñanza superior o preparatoria en la provincia
de Entre Ríos. Dos institutos preparatorios alentados por Urquiza fueron el Colegio del

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Paraná (1848-1850) y, en particular, el Colegio de Concepción del Uruguay (1851), los que
contaron con bibliotecas destinadas, por vez primera, a sustentar la enseñanza superior
dentro de un primer intento de planificación pedagógica. Por otra parte, al asumir Urquiza
como presidente (1854-1860) se instrumentó la nacionalización del Colegio de Concepción
del Uruguay, del Colegio Montserrat y de la Universidad de Córdoba. Durante la
presidencia de Bartolomé Mitre (1862-1868), debido a la escasez de establecimientos de
enseñanza secundaria, se inauguró, en marzo de 1863, el Colegio Nacional de Buenos
Aires; esta casa de estudios, desde su fundación, contó con una biblioteca que, a lo largo
del siglo XIX y durante el XX, terminaría por ser uno de los planteles de libros más
importantes del país con una marcada impronta de carácter enciclopédico en el desarrollo
de su colección. La necesidad de instrumentar la enseñanza preparatoria en otras áreas del
país, llevó rápidamente a fundar otros colegios nacionales en distintas provincias y a
proveer de sus respectivas, aunque modestas, bibliotecas a la mayoría de estas iniciativas.

Otro momento de singular importancia para la estructura bibliotecaria de la Argentina y, en


cierta medida, un anticipo de las concepciones sobre el uso gregario de los libros que
llevaría a cabo Sarmiento, fue la creación, gestión y puesta en servicio de la Biblioteca de
la Universidad de Buenos Aires, durante el notable rectorado de Juan María Gutiérrez
(1861-1873). El relato de su administración y organización, el incremento de su acervo y
las diversas vicisitudes que sufrió esta biblioteca, constituye un logro y a la vez una
frustración de nuestra Bibliotecología, ya que esta extraordinaria experiencia de biblioteca
universitaria se malograría en 1885, cuando la Universidad de Buenos Aires perdió “su
biblioteca central” (Sabor Riera, 1975, 2: 18-24).

En la década de 1870 se concretó uno de los períodos más importantes del impulso
bibliotecario de ese entonces, tanto en sus ideas de concienciación pública de la necesidad
de estas instituciones como en la concreción de diversos emprendimientos. El ambiente
epocal fue propicio en todo tipo de realizaciones en torno al universo del libro. Las
librerías, las nuevas imprentas, las apariciones de las publicaciones periódicas
especializadas, las tertulias político literarias y las casas editoriales alentaron el incremento
de la circulación de obras de distinta temática y, lentamente, fueron llegando a las
demandas de diferentes lectores. Entre otros, es posible citar a algunas personalidades que
formaron parte de este circuito de la cultura impresa: el librero, editor e imprentero Carlos
Casavalle, con su famosa Imprenta y Librería de Mayo (1862); la figura del español Benito
Hortelano, quien había fundado el Casino Bibliográfico (1855); la labor de Luis Jacobsen,
animador de la Librería Europea (1869); y las actividades desempeñadas por editores como
Pablo Emilio Coni, Guillermo Kraft, Jacobo Peuser, Félix Lajouane, Ángel de Estrada,
etcétera. A lo que debe unirse, tal como se detalla en el período de concienciación
bibliotecaria, la aparición de un conjunto de destacados bibliófilos y bibliógrafos
representados por Mitre, Gutiérrez, Antonio Zinny, Andrés Lamas, entre otros.

Sin embargo, 1870 fue el año transcendental de ese período en materia de realizaciones
bibliotecarias. La idea de diseminar las bibliotecas a lo largo y ancho del país, como un
instrumento insoslayable de la educación y la instrucción popular, estuvo representada por
una figura paradigmática en pro de la lectura: Domingo Faustino Sarmiento. Su obra
bibliotecaria de mayor impacto público, sin duda, se materializó con la promulgación de la
Ley no. 419 de Protección a las Bibliotecas Populares, aprobada el 23 de septiembre de

10
1870. Una legislación innovadora que alentaba la articulación entre la iniciativa particular
de los ciudadanos y la ayuda del Gobierno para concretar la propagación de estas agencias.
La Ley, entre otras novedades, fomentaba el préstamo domiciliario de los libros. Un
acontecimiento de vital importancia fue la publicación, por la Comisión encargada de su
implementación, del Boletín de las Bibliotecas Populares (1872), que proveyó la literatura
bibliotecológica fundamental para la fundación de numerosas bibliotecas en la Argentina
durante los años de 1870 a 1876. La creación de las bibliotecas populares por Sarmiento
transcendió las fronteras e influyó en el pensamiento bibliotecario de América Latina de
fines del siglo XIX y la primera parte del XX. A partir de esta fecha, el movimiento
bibliotecario argentino tuvo un gran impulso y una notable actividad en cuanto a la
fundación de diversos tipos de bibliotecas. Fue un dinamismo rico y heterogéneo, aunque
con falencias por la ausencia de una estructura sistemática y por sus aspectos informales
que, finalmente, incidirían en el estado moderno de las bibliotecas en nuestro país, donde el
impulso por el progreso, el liberalismo y el positivismo dejarían una profunda huella en
estas instituciones.

Dichas concreciones en la esfera de las bibliotecas, pues, en una breve síntesis, fueron las
siguientes: la efímera creación de una Biblioteca Nacional y Reparto de Libros (1870-
1879); la instrumentación del Canje Internacional (1870); la implantación de bibliotecas
públicas en los Colegios Nacionales; la fundación de bibliotecas en las escuelas (la
biblioteca escolar); la aparición de las bibliotecas científicas; la habilitación de la
Biblioteca del Congreso de la Nación; el fraccionamiento de la Biblioteca Nacional y
Reparto de Libros (fundada en 1870) en la Oficina de Depósito y Reparto de Publicaciones
(1884), la creación de la Biblioteca Nacional de Maestros (1884) y el Departamento de
Canje Internacional (1885); la nacionalización de la Biblioteca Pública de Buenos Aires en
la Biblioteca Nacional (1884); la fundación de la Biblioteca Pública de La Plata; la
reorganización de la Biblioteca de la Universidad de Córdoba; la implementación de
numerosas bibliotecas especializadas en distintas áreas del conocimiento científico y de las
humanidades; la aparición de las grandes bibliotecas de los diarios de la ciudad de Buenos
Aires (La Prensa, La Nación y La Razón); la edición de importantes títulos y colecciones
de publicaciones periódicas; etcétera (Sabor Riera, 1975, 2: 55-86).

Tal como hemos consignado, la Biblioteca Pública de Buenos Aires (inaugurada en 1812)
hasta su nacionalización en 1884, debido a un sinnúmero de factores (inestabilidad interna,
falta de dedicación por las autoridades, carencia presupuestaria, etc.) no alcanzó una mayor
actividad de gestión bibliotecaria hasta los inicios de la gestión de Vicente G. Quesada
(1871-1877), obra que intentaría continuar José Antonio Wilde (1884-1885), el primer
director nacional de la Biblioteca, pero que no logró implementar debido a su fallecimiento.
La mejor administración de este reservorio bibliográfico nacional, originado a partir de una
biblioteca pública revolucionaria, le corresponderá a Paul Groussac. Bajo su dirección
(1885-1929) la biblioteca incrementó notablemente la colección de libros y publicaciones
periódicas, catalogó y clasificó la totalidad de su acervo y se editó, a la par de las grandes
bibliotecas europeas y estadounidenses el catalogo de sus fondos, trascendiendo, de este
modo, por la organización y publicidad de sus servicios, las fronteras de nuestro país.

Pero este movimiento ascendente de las necesidades y requerimientos bibliotecarios


también se manifestó en los distintos niveles de enseñanza durante el presente lapso. En

11
este tópico fueron fundamentales la reorganización de las bibliotecas universitarias y las de
sus respectivas facultades. Tres universidades se beneficiaron con dichas restructuraciones
o creaciones, tales como la Universidad Nacional de Córdoba, la Universidad de Buenos
Aires y Universidad de La Plata. Entretanto, el país estaba inmerso en un gran momento de
expansión de la civilización impresa que, sin duda, se enriqueció notablemente con los
procesos de inmigración masiva. Hacia el Centenario (1910), no obstante la nueva
impronta de un movimiento proletario que demandaba el reconocimiento de sus derechos y
recibía la represión por parte de las autoridades, la efervescencia cultural era notable, sobre
todo en Buenos Aires y Rosario: lecturas, conferencias públicas, el incremento de las
imprentas y los periódicos, la aparición de dos revistas literarias como Ideas y Nosotros, la
edición de la “La Cultura Argentina” como un proyecto editorial de cuño autóctono, la
inauguración de una gran cantidad de librerías, sin lugar a dudas, coadyuvó y fomento el
establecimiento y el incremento de nuevas bibliotecas.

Resulta, bajo todo punto de vista, imposible reseñar la riqueza de estas bibliotecas, muchas
de ellas vinculadas a las diversas comunidades de inmigrantes: españolas, italianas, sirias,
judías, alemanas, rusas, etcétera. Empero, dos nuevos tipos de estas agencias tuvieron una
participación determinante en la configuración de los lectores en los espacios gregarios de
las salas de lectura y en el mapa de prácticas en el momento de leer y escribir en la
Argentina de entonces: las bibliotecas obreras (a instancias de socialistas, anarquistas y por
impulso de los círculos católicos) y las bibliotecas de las asociaciones y clubes, estas
últimas, configurando una compleja urdimbre, aunque asistemática, en todo el país. Sin
embargo, la proliferación (y su permanencia en el tiempo) de las bibliotecas dependería, tal
como aconteció, de tres factores determinantes: su íntima articulación con la educación
pública, obligatoria y laica; el marcado e irreversible proceso de urbanización; y la
paulatina concienciación de que estas agencias sociales requerían de una organización
profesional. En consecuencia, la continuación o la carencia de instrumentalización de estos
tres aspectos –imprescindibles y solidarios entre sí– fueron, en líneas generales, los que
determinaron el desarrollo de las bibliotecas durante el período que abarca desde 1916
hasta el presente.

4. El universo de las bibliotecas durante el siglo XX y los umbrales de la nueva


centuria

Es posible esbozar, siempre en un acercamiento provisional, un breve resumen panorámico


de los diferentes tipos de bibliotecas que evolucionaron en la Argentina durante el siglo XX
y primeros años del XXI, con novedosas apariciones en algunos casos o a partir de las
creaciones bibliotecarias del período anterior.

La Biblioteca Nacional alcanzó un destacado –aunque insuficiente– incremento de su fondo


bibliográfico. En el año 2011 el inventario de sus existencias comprendía alrededor de
1.200.000 registros, aunque su colección total es mucho más numerosa. Durante el siglo
XX las sucesivas administraciones se enfrentaron con una compleja problemática:
presupuesto exiguo, falta de decisión gubernamental y ausencia de personal calificado
profesionalmente. Otros problemas que incidieron en su desarrollo fueron la falta de apoyo
para elaborar la bibliografía nacional, la tendencia a convertirse en una biblioteca pública
más que en un repositorio nacional y la urgencia de mudarse a un nuevo edificio (hecho que

12
recién se concretó en 1992). Actualmente, este principal repositorio nacional de registros
sobre diversos soportes (manuscritos, impresos, especiales y digitales) se encuentra en un
proceso para alcanzar la gestión informática integral. Otra gran biblioteca de características
similares a la anterior es la Biblioteca del Congreso de la Nación (1859), cuyo catálogo en
línea reproduce en forma eficaz su rico patrimonio enciclopédico y legislativo.

[Insertar – Lámina 3]

Las bibliotecas vinculadas al sistema de educación primaria y secundaria –la escolar y la de


enseñanza media–, salvo algunas excepciones, no alcanzaron un elevado grado de
desarrollo durante el período 1916-2000. La biblioteca escolar careció de una adecuada
coordinación con los distintos planes educativos; a esto debe agregarse la ausencia de una
correcta interrelación entre sus objetivos y las funciones de la biblioteca pública. La
realidad de estos establecimientos en muy disímil y compleja, ya que tanto en las grandes
ciudades como en pequeñas localidades del interior, aunque en forma no sistemática y
gracias a la iniciativa de autoridades y bibliotecarios, se ha logrado implementar algunas
bibliotecas escolares y secundarias con un grado satisfactorio en la prestación de servicios.
En los últimos años, en un vigoroso intento por cambiar esta situación, el Ministerio de
Educación de la Nación y la Organización de Estados Iberoamericanos, llevaron a cabo un
diagnóstico minucioso de dichas bibliotecas en nuestro país, en el marco del Programa
Bibliotecas Escolares y Especializadas de la República Argentina (BERA), coordinado por
la Biblioteca Nacional de Maestros, y del Plan Nacional de Lectura (Las bibliotecas
escolares, 2010). A esto debe sumarse la acción coordinadora del Sistema Nacional de
Información Educativa (SNIE). Actualmente, el Plan Conectar Igualdad, mediante la
distribución de computadoras personales a los alumnos secundarios, está saldando una
importante deuda en favor de reducir la brecha digital y abordar así los nuevos paradigmas
informáticos y virtuales.

La estructuración de la biblioteca pública en la Argentina se encuentra representada por dos


instituciones: las bibliotecas municipales y las bibliotecas populares. Hacia 1926 se creó la
Comisión Honoraria de Bibliotecas Públicas Municipales (luego Dirección) y, a partir de
sus actividades, en 1927 se fundó la primera agencia de este tipo en Buenos Aires, la
biblioteca pública municipal “Miguel Cané”. La Red de Bibliotecas Públicas de la Ciudad
de Buenos Aires está conformada por 30 agencias y posee un Catálogo Centralizado en
línea. La mayoría de las ciudades del interior argentino poseen bibliotecas públicas
gestionadas a partir de sus municipios. Por otra parte, la creación de la Comisión Protectora
de Bibliotecas Populares (1870) posibilitó, durante el período 1916-2012, la difusión de
numerosas agencias de este tipo en toda la extensión del territorio nacional. No obstante la
fluctuación de su número, debido a situaciones institucionales (quiebre del orden
democrático y falta de presupuesto), luego de treinta años de orden institucional, en el
presente, ya superan las 2.000 entidades.

Las bibliotecas universitarias, tanto públicas como privadas, tuvieron un constante


incremento a lo largo del último siglo. Sus fondos bibliográficos figuran entre los elencos
más importantes. Junto con las bibliotecas especializadas constituyen, en consecuencia, las

13
bibliotecas mejor organizadas del punto de vista bibliotecológico. A principios de la década
de 1980 ya existían 26 universidades estatales que totalizaban alrededor de 200 bibliotecas.
En los últimos tres decenios se han creado varias universidades públicas,
fundamentalmente, en la Provincia de Buenos Aires, equipadas con bibliotecas
universitarias en constante crecimiento. Hacia 1942 se fundó el Instituto Bibliotecológico
de la Universidad de Buenos Aires que, entre otras tareas, elaboró un catálogo centralizado.
En diciembre de 1985 se convirtió en el Sistema de Bibliotecas y de Información (SISBI),
integrado por 18 bibliotecas, y cuyo objetivo central es articular los servicios bibliotecarios
de la Universidad de Buenos Aires. En cuanto a las bibliotecas universitarias privadas, es
importante destacar su agrupamiento a través de red AMICUS, la que coordina y normaliza
sus diferentes actividades y servicios. Por otra parte, las bibliotecas especializadas han
logrado el mejor grado de gestión dentro del sistema bibliotecario argentino. A mediados
del siglo XX, este tipo de unidades evolucionaron hacia centros de documentación e
información, tomando como referencia, en líneas generales, los modelos de países
europeos. En 1983 existían alrededor de 800 bibliotecas especializadas en todo el territorio
nacional. Estas instituciones alcanzaron gran importancia en las décadas de 1960 y 1970,
como consecuencia del rápido desarrollo del Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas (CONICET). Una unidad perteneciente a este Consejo, el Centro
Argentino de Información Científica y Tecnológica (CAICYT), lleva a cabo, desde
entonces, la confección del catálogo colectivo de la totalidad de las publicaciones
periódicas recibidas en las bibliotecas especializadas del país.

Las bibliotecas particulares argentinas se destacaron por la riqueza de sus elencos. La


creación en 1928 de la Sociedad de Bibliófilos Argentinos, es una cabal prueba de esta
situación. Sus propietarios, generalmente, pertenecieron a sectores de elite; no obstante,
muchos integrantes de los sectores medios lograron formar notables bibliotecas para su uso
personal o las abrieron al público. Durante el siglo XX el coleccionismo y la afición a
formar esta clase de acervos fueron muy acentuados. Estos repositorios “de la esfera
íntima” se caracterizaron por la calidad de sus libros aunque, lamentablemente, la mayoría
de las colecciones fueron desmanteladas y vendidas en sucesivas subastas públicas durante
los años que siguieron a 1990, cuando muchas obras fueron vendidas al extranjero. No
obstante, parte de estos fondos han sido donados a diversas bibliotecas institucionales y,
además, han retroalimentado el mercado interno librero para formar nuevas colecciones de
estas características (Cáceres Freyre, 1993). En relación con las bibliotecas especiales, cabe
mencionar la Biblioteca Argentina para Ciegos (BAC), de meritoria labor. Otras bibliotecas
de este tipo, aunque modestas y sin una planificación general, han sido las que se
desarrollaron en hospitales y unidades carcelarias y penitenciarias.

Un movimiento bibliotecario de vital trascendencia por su carácter eminentemente popular


fue el desarrollo de las bibliotecas de las sociedades de fomento. En efecto, en las décadas
de 1920 y 1930, gracias a las iniciativas de particulares y vecinos, la cultura barrial alcanzó
un notable desarrollo. En la mayoría de los barrios de las grandes ciudades argentinas, se
fundaron innumerables bibliotecas en clubes deportivos y en sociedades de fomento. El
compromiso vecinal y ciudadano fue el que hizo posible esta realidad de las bibliotecas
como verdaderas agencias sociales. Muchas de estas bibliotecas, nacidas del “fomento
barrial”, decayeron a mediados del siglo pasado, cuando surgieron otras formas de
sociabilidad masiva (Gutiérrez y Romero, 1995).

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A partir del siglo XXI las bibliotecas universitarias y las especializadas en distintas áreas
temáticas, han llevado a cabo diversos procesos de reconversión electrónica y virtual
debido al impacto de las nuevas tecnologías de la información (TIC). Se ha instrumentado
una gran variedad de redes con afinidades temáticas y se creó una importante “Red de redes
de Información” (RECIARIA) integrada por 31 redes de alcance nacional, 4 redes de
alcance internacional que consolidan un universo de más de 2.000 bibliotecas. RECIARA,
además, cumple un rol fundamental en el acceso a la información estratégica en la
Argentina, pues opera bajo el lema y objetivo de la “cooperación y compromiso para un
Sistema Nacional de Información”. Asimismo, han surgido distintas entidades nacionales
que coordinan la gestión de la información, tal como, por citar un ejemplo, la Biblioteca
Electrónica de Ciencia y Tecnología del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación
Productiva, que permite el acceso, desde las instituciones habilitadas, a textos completos de
más de 11.000 títulos de revistas.

El país cuenta con miles de bibliotecas en su vasta y heterogénea geografía. Esta realidad
representa varias clases de bibliotecas: nacional, populares, municipales, escolares,
universitarias, especializadas y académicas, y especiales. Las bibliotecas especializadas,
debido a su inserción en áreas vitales para el Estado y los medios de producción, tanto
públicos como privados, son las que poseen un mayor grado de desarrollo bibliotecario.
Uno de los puntos más delicados de la realidad bibliotecológica argentina es la ausencia de
una bibliografía nacional que, a pesar de numerosos intentos parciales, aún no ha podido
concretarse (Romanos de Tiratel, 2004-05). En los últimos tiempos ha habido un creciente
interés por promover las bibliotecas públicas desde el Gobierno Nacional, pero aún no han
alcanzado un nivel similar a las especializadas. Es importante señalar, nuevamente, la
existencia de varias redes de bibliotecas que, a instancias de los procesos informáticos, han
facilitado el acceso a la información a los ciudadanos. En este contexto, la reducción de la
brecha digital y la alfabetización informativa se han convertido en temas centrales de las
iniciativas bibliotecarias.

5. Historia de la Bibliotecología en la Argentina

Para comprender el universo de las bibliotecas en la Argentina es necesario delinear las


distintas etapas de su desarrollo bibliotecológico. Dentro del marco esquemático del
presente trabajo es posible intentar una periodización de su historia bibliotecaria: una
evolución pautada, a pesar de sus limitaciones, por una gran variedad de metodologías y de
prácticas. Se distinguen, en consecuencia, los períodos siguientes: hispánico, independiente
o de la Revolución de Mayo, de concienciación bibliotecaria, preprofesional, de inicio
profesional, y de consolidación profesional.

El “período hispánico” inaugura la génesis de nuestra protobibliotecología y se


desenvolvió, especialmente, en la esfera de las órdenes religiosas, es decir, en las primeras
colecciones importantes de libros. Uno de los logros de gestión bibliotecaria de esta época
fue el catálogo de la biblioteca de los jesuitas de la ciudad de Córdoba, titulado Index
librorum Bibliothecae Collegii Maximi Cordubensis Societati Iesus (1757) (Fraschini, 2005
y Benito Moya, 2012). También en el ámbito jesuítico, aunque en proporciones más
modestas, existieron este tipo de “índices” en las bibliotecas de los pueblos de las misiones

15
guaraníticas (Furlong, 1969). A esto debe agregarse el “orden de los libros” que optaron, en
forma más o menos similar, las diversas congregaciones religiosas que operaron en lo que
hoy es la Argentina.

La fundación de la Biblioteca Pública de Buenos Aires (1810) marca el principio de una


nueva situación en el ámbito de las bibliotecas: el “período independiente o de la
Revolución de Mayo”. En este nuevo proceso se destaca la personalidad del responsable de
su dirección: el presbítero Luis José Chorroarín. A este infatigable bibliotecario se debe la
redacción del primer Reglamento provisional para el régimen económico de la Biblioteca
Pública de la capital de la Provincias Unidas del Río de la Plata (1812). En esta fecha,
además, se publica el primer ensayo de literatura bibliotecológica de la Argentina, la Idea
liberal económica sobre el fomento de la Biblioteca de esta capital (1812) del Dr. Juan
Luis de Aguirre y Tejeda. Lo notable del texto de Aguirre y Tejeda radica en que
constituye la primera reflexión crítica sobre el papel social y económico que debía
desarrollar la Biblioteca Pública en el epicentro tumultuoso de una Revolución (Parada,
2009: 251-301).

Luego de los años que median entre 1830 y 1869, donde los emprendimientos
bibliotecarios declinaron a consecuencia de las guerras civiles, las iniciativas llevadas a
cabo por Domingo Faustino Sarmiento a partir de 1870 gestaron una nueva realidad: el
“período de concienciación bibliotecaria”. Sarmiento centró sus actividades en tres
dimensiones que resultarían relevantes durante los últimos decenios del siglo XIX y parte
del XX: la necesidad de organizar la escolaridad, el paulatino proceso de alfabetización, y
el concepto de la biblioteca como instrumento educativo de los ciudadanos. Tal como ya
hemos comentado, su principal iniciativa en pro de la lectura pública y domiciliaria, fue la
creación, a partir del compromiso ciudadano en conjunción con el Estado, de una gran
cantidad de bibliotecas populares a lo largo y ancho de nuestra geografía (1870). Es
importante señalar que este momento de concienciación bibliotecaria también se fortaleció
con el auge de la denominada “edad de oro de la Bibliografía argentina”, con bibliógrafos
tan destacados como Antonio Zinny, Bartolomé Mitre, Alberto y Enrique Navarro Viola, y
el ya citado Gutiérrez (Sabor, 1978: 194-210).

El “período preprofesional” se inicia con la publicación de una contribución de índole


claramente profesional en la Argentina: el Catálogo Metódico de la Biblioteca Nacional, a
cargo de Paul Groussac (1893). Una obra bibliotecológica de influencia europea, pues se
fundamenta en la clasificación utilizada por el librero francés Jacques Charles Brunet.
Durante estos años acontece un importante aumento de las actividades bibliotecarias,
gracias a los trabajos de una serie de figuras que implementaron, con cierto rigor técnico,
los estudios bibliotecológicos. Citaremos, entre muchos, las contribuciones de Luis Ricardo
Fors, Federico Birabén, Pablo A. Pizzurno y Juan Túmburus (Finó y Hourcade, 1952).
Constituyó, sin duda, en particular entre 1890 y 1930, una etapa signada por el positivismo
filosófico, el empirismo profesional y, en general, por la imagen del bibliotecario erudito.
Federico Birabén dictó el primer curso de enseñanza de la Bibliotecología (1909-1910) y,
en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, el Dr. Ricardo
Rojas estableció la Escuela de Archiveros y Bibliotecarios (1922). El presente período, por
otra parte, se destacó por significativos emprendimientos desconocidos hasta la fecha, tales
como el Primer Congreso de Bibliotecas Argentinas (1908), la Asociación Nacional de

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Bibliotecas (1908), la Oficina Bibliográfica Nacional (1909), el Segundo Congreso
Nacional de Bibliotecas Argentinas y Salas de Lectura (1910), y las actividades
desplegadas por la Oficina Bibliográfica de Universidad Nacional de Córdoba (1928)
(Sarmiento, 1930; Sabor Riera, 2, 1975 y Romanos de Tiratel, 1996).

A continuación se destaca el “período de inicio profesional”. Al bibliotecario Manuel Selva


le correspondió estructurar el programa y dictar el primer Curso de Biblioteconomía (1937-
1942) en el Museo Social Argentino (Parada, 2009: 65). El Curso de Selva tuvo el mérito
de desarrollar el primer programa regular y técnico de la profesión en la Argentina. Durante
su existencia se formaron varios de los bibliotecarios que, poco tiempo después, serían los
gestores de una de las etapas más alentadoras de nuestra Bibliotecología. Este primer
movimiento profesional finaliza con la inauguración, en 1942, del Instituto
Bibliotecológico de la Universidad de Buenos Aires, a cargo de Ernesto G. Gietz.

Finalmente, desde la década de 1940 hasta el presente, se desarrolla el “período de


consolidación profesional”. Hacia 1943 en el Museo Social se crea la Escuela de
Bibliotecología, bajo la dirección de Carlos Víctor Penna. Con la gestión de Penna
comenzó la influencia bibliotecaria angloamericana en la Bibliotecología moderna
argentina (Finó y Hourcade, 1952). La nueva Escuela contó con un elenco de destacados
docentes y su prestigio se extendió por Latinoamérica. Por otra parte, en 1949, Augusto
Raúl Cortazar diseñó un renovado plan de estudios que actualizó la Carrera de
Bibliotecarios en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Poco tiempo después, se
inauguró la Escuela Nacional de Bibliotecarios en la Biblioteca Nacional (1956). En 1969,
aunque ya había existido un importante antecedente en 1949, comenzó la Carrera de
Bibliotecarios en La Plata. Paulatinamente fueron surgiendo, con distintos grados de
especialización y formación, otras escuelas de bibliotecarios en el interior del país. En 1953
se constituyó la Asociación de Bibliotecarios Graduados de la República Argentina
(ABGRA). Entre sus numerosos objetivos profesionales la Asociación se encargó de la
organización de las Reuniones Nacionales de Bibliotecarios. El movimiento bibliotecario
se extendió al interior del país donde se instituyeron otras asociaciones (Córdoba, Chaco,
Jujuy, Entre Ríos, entre otras provincias). Si bien el aprendizaje de la Bibliotecología a
partir de 1943 se orientó hacia la escuela angloamericana, la influencia europea no
desapareció totalmente de nuestro ámbito profesional. Un ejemplo de ello se materializó en
el desarrollo de la Documentación en nuestro país entre 1950 y 1985.

Una mención aparte merece la fundación del Centro de Investigaciones Bibliotecológicas


de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA, 1967), luego recategorizado como Instituto,
primero en su tipo en América Latina, cuyo trabajo se ha plasmado en numerosos proyectos
de investigación y en la publicación de la primera revista argentina, académica, de
frecuencia regular, Información, Cultura y Sociedad (1999), indizada por importantes
repertorios internacionales. La Carrera de Bibliotecología de la Facultad de Filosofía y
Letras se convirtió, hacia fines de la década del 60, en la unidad académica de mayor
prestigio en la enseñanza de la Bibliotecología, reconocida por la jerarquía de su plantel
docente. Dos importantes ejemplos puntualizaron el nivel alcanzado por sus profesores: El
curso audiovisiual de Bibliotecología para América Latina (1971), implementado en 1969
por Roberto Juarroz, y la publicación de Métodos de enseñanza de la Bibliotecología
(1968) de Josefa E. Sabor, ambos con los auspicios de la Unesco. Merece una especial

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mención otro título de esta última autora: Manual de fuentes de información (3a. ed. 1978),
de obligada consulta en los países iberoamericanos. Además, a nivel internacional, un
bibliotecario argentino, Carlos Víctor Penna, editaba uno de los libros más interesantes y
originales que haya dado la literatura profesional latinoamericana, Planeamiento de los
servicios bibliotecarios y de documentación (1970).

Los años que abarcan entre 1960 y 2010 estuvieron signados por importantes progresos y
por grandes cambios de la Bibliotecología en el ámbito internacional y nacional (Suárez,
1990). Algunos de los acontecimientos más importantes, sólo a modo de ejemplo
ilustrativo, fueron los siguientes: la aparición y el desarrollo de la Documentación, tanto en
su enseñanza como en la difusión de sus técnicas; la creación, en 1964, del actual Centro
Argentino de Información Científica y Tecnológica (CAICYT); la aparición de numerosas
redes y sistemas de información agrupadas por áreas específicas; la renovación constante de
los planes de enseñanza de la Bibliotecología; el rápido incremento de los procesos de
reconversión informática de las bibliotecas ante el advenimiento de las nuevas tecnologías
de información y comunicación; y la implementación en la actualidad de los catálogos en
línea y de los repositorios institucionales. Durante la década del noventa se hicieron
denodados esfuerzos para impulsar un Sistema Federal de Bibliotecas e Información y para
instrumentar un estatuto del Profesional en Bibliotecología y Documentación, instancias
que aún no se han concretado.

6. Hacia una Nueva Historia del Libro y de las Bibliotecas

Es posible identificar, dentro de esta visión panorámica, cuatro etapas o períodos en los
estudios sobre la Historia del Libro y de las Bibliotecas en la Argentina: la etapa inicial de
la historia de sus bibliotecas representada por la personalidad Paul Groussac; un segundo
período que podríamos denominar como “edad de oro de la historiografía bibliotecaria
argentina”, caracterizado por las contribuciones de José Torre Revello y Guillermo
Furlong; la etapa de desarrollo “fáctico o descriptivo”, que se inicia con la publicación de
una gran cantidad de trabajos sobre la imprenta, el libro, el periodismo y las bibliotecas; y,
finalmente, el período de encuentro entre la Historia del Libro y la Historia de la Lectura, a
partir del auge de los estudios culturales.

El primer texto sistemático y panorámico sobre la historia de una biblioteca se debe al


literato e historiador Paul Groussac. Dicho texto, de fines del siglo XIX, forma parte de la
introducción del primer tomo del Catálogo metódico de la Biblioteca Nacional (1893). Se
trata de la historia de la Biblioteca Nacional desde sus orígenes en 1810 (Biblioteca Pública
de Buenos Aires) hasta el año 1892. El perfil historiográfico del relato es de cuño
positivista y constituye una exposición secuencial de los principales hechos de ese
establecimiento.

El decenio de 1940 fue el período más relevante en cuanto a la Historia de las Bibliotecas
en nuestro país. Se caracteriza por la aparición de tres obras que devinieron en un hito en
Latinoamérica: Bibliotecas argentinas durante la dominación hispánica (1944), Orígenes
del arte tipográfico en América (1947), ambas de Guillermo Furlong y, principalmente, El
libro, la imprenta y el periodismo en América durante la dominación española (1940), de
José Torre Revello. Entre otros aspectos novedosos, tanto Furlong como Torre Revello,

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iniciaron los estudios cuantitativos en los legados post mortem de bibliotecas particulares y,
además, se abocaron al estudio de listas de importación de libros “a las Indias”.

La tercera etapa, sin duda la más larga, se extiende desde 1910 hasta mediados de la década
del noventa del siglo pasado. En ese interregno se editó una gran masa de trabajos de
características fácticas y descriptivas. Algunas de las contribuciones más importantes de
este período fueron las siguientes: Nuestras bibliotecas desde 1810 (1910), de Amador L.
Lucero; Historia del libro y de las bibliotecas argentinas (1930), de Nicanor Sarmiento; La
imprenta argentina: sus orígenes y desarrollo (1929), de Félix de Ugarteche; Libros de
derecho en bibliotecas particulares cordobesas: 1573-1810 (1945), de Carlos A. Luque
Colombres; Bibliotecas privadas de Salta en la época colonial (1946), de Atilio Cornejo;
La biblioteca de los jesuitas de Mendoza durante la época colonial (1949), de Juan Draghi
Lucero; Historia y bibliografía de las primeras imprentas rioplatenses (1953), de
Guillermo Furlong; Bibliotecas jurídicas en el Buenos Aires del siglo XVII (1955), de
Vicente Osvaldo Cutolo; Las bibliotecas en Catamarca en los siglos XVII, XVIII y XIX
(1955), de Ramón Rosa Olmos; Bibliotecas cuyanas del siglo XVIII (1961), de Jorge
Comadrán Ruiz; Bibliotecas en el Buenos Aires antiguo (1965), de José Torre Revello;
Historia social y cultural del Río de la Plata: 1536-1810 (1969), de Guillermo Furlong,
etcétera. Sin embargo, el libro más importante de esta etapa fue Contribución al estudio
histórico del desarrollo de los servicios bibliotecarios de la Argentina en el siglo XIX
(1974-75) de María Ángeles Sabor Riera, obra que, a pesar de los años transcurridos, posee
la cualidad de sintetizar el estado de las bibliotecas argentinas desde la época hispánica
hasta 1910.

[Insertar – Lámina 4]

El cuarto y último período comenzó a insinuarse hacia 1970, cuando el modelo empírico-
positivista, fundamentado en el historicismo, fue sustituido por nuevas orientaciones. Otros
usos y modos de abordar la Historia ganaron terreno rápidamente, tales como la “historia
total” y la Escuela de los Annales. Los análisis cualitativos y el extraordinario predominio
de la Historia de la Cultura, en consecuencia, incidieron en la construcción de las
producciones textuales argentinas sobre la génesis histórica de las bibliotecas. En este
contexto, la Historia de las Bibliotecas, ahora influida por los relatos sobre las prácticas y
representaciones de los lectores, confluyó con una vigorosa disciplina multidisciplinar: la
Historia de la Lectura. Esta realidad reconfiguró, desde otras ópticas antes impensadas, el
territorio y la geografía de la Historia de las Bibliotecas.

Varias obras resultan un ejemplo de este escenario historiográfico y su articulación con la


Historia de la Lectura. A modo de ejemplo, y en forma aleatoria, señalaremos algunos de
estas contribuciones: La biblioteca porteña del obispo Azamor y Ramírez (1994) y Libros,
bibliotecas y lecturas (1999), obras de Daisy Rípodas Ardanaz; Sectores populares, cultura
y política (1995), de Leandro H. Gutiérrez y Luis Alberto Romero; El imperio de los
sentimientos (1985), de Beatriz Sarlo; Para una historia de la enseñanza de la lectura y la
escritura en Argentina (2002), contribución dirigida por Héctor Rubén Cucuzza; La dorada
garra de la lectura: lectoras y lectores de novela en América Latina (2002), de Susana
Zanetti; La mujer romántica: lectoras, autoras y escritores en la Argentina: 1830-1870

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(2005), de Graciela Batticuore; El último lector (2005), de Ricardo Piglia; Editores y
políticas editoriales en Argentina: 1880-2000 (2006), dirigido por José Luis de Diego;
Impresiones porteñas: imagen y palabra en la historia cultural de Buenos Aires (2009),
compilado por Laura Malosetti Costa y Marcela Gené; Cuando los lectores nos susurran
(2007), Los orígenes de la Biblioteca Pública de Buenos Aires (2009) y El dédalo y su
ovillo (2012), de Alejandro E. Parada; Infancia y cultura visual: los periódicos ilustrados
para niños (1880-1910) (2007), de Sandra M. Szir; Historia de la Biblioteca Nacional:
estado de una polémica (2010), de Horacio González; Historia de la lectura en la
Argentina: del catecismo colonial a las netbooks estatales (2012), a cargo de Héctor Rubén
Cucuzza y Roberta Paula Spregelburd; etcétera. Este elenco de títulos se completa con el
trabajo de un argentino en el exterior que tuvo amplia repercusión internacional: Una
historia de la lectura (1999), de Alberto Manguel.

7. Reflexiones finales a modo de conclusión

Indudablemente, luego del aporte de los estudios culturales, la Historia de las Bibliotecas
en la Argentina se reconfiguró en sus bases culturales y epistemológicas. El resultado más
alentador es la ampliación crítica de su campo tradicional hacia tópicos que antes habían
sido considerados como irrelevantes y que en el presente aportan una lúcida representación
social y cualitativa. En la actualidad y, por supuesto, en el énfasis coetáneo de los estudios
relacionados con los discursos históricos sobre las bibliotecas, es posible sostener que la
historiografía bibliotecaria argentina, aunque aún en franco desarrollo, ha implementado las
herramientas necesarias para abordar el esfuerzo que representa incursionar “desde la
modernidad” en la Historia de las Bibliotecas y, sin duda, en este ámbito, se encuentra en
concordancia con los emprendimientos internacionales.

Asimismo, es oportuno puntualizar que la Argentina en la década de 1940 estuvo a la


vanguardia en esta clase de investigaciones. La labor pionera de José Torre Revello es una
prueba contundente de ello. A esto debe sumarse las bases bibliotecológicas creadas por
Manuel Selva, Carlos Víctor Penna, Josefa E. Sabor y Roberto Juarroz, entre otros muchos
que trasmitieron y, en muchas ocasiones, llevaron la Bibliotecología argentina a otros
territorios de América del Sur. El momento, entonces, es propicio para encarar, con estos
nuevos paradigmas, toda clase de novedosas contribuciones en un rubro tan apasionante y
aleccionador como es la Historia de las Bibliotecas.

En consecuencia, hay que asumir el desafío de las concepciones desarrolladas por autores
como Roger Chartier, Peter Burke, Robert Darnton, Carlo Ginzburg, Armando Petrucci, y
D. F. McKenzie, donde se vislumbra una migración o encuentro entre esta disciplina y la
Historia de la Lectura. Empero, debemos ser conscientes de un hecho capital: no alcanza
con trasplantar estas concepciones a la heterogénea geografía latinoamericana, cuyos
presupuestos teóricos identifican a los artefactos culturales como registros de información
en procesos de igualdades democráticas. Entretanto, inequívocamente, aún resta mucho por
hacer; por ejemplo, diseñar multidisciplinariamente una “Historia integral de las bibliotecas
y de los lectores en la Argentina” (y por qué no, soñar con un gran texto que integre a las
bibliotecas y sus lecturas con la mirada anhelosa puesta en América Latina).

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Nuestra realidad señala, una y otra vez, que la Historia de las Bibliotecas es un discurso
indispensable para comprender a los hombres y las mujeres en su dinámica construcción
por la representatividad igualitaria. En este punto, la Historia de las Bibliotecas se impone
como un discurso de la inclusión del pueblo y para el pueblo; en un destino rotundo por
conquistar, en su perfil social y político, las facultades de leer y escribir; esto es, sin
necesidad de ocultamiento alguno, la facultad de apropiarse plenamente del universo de
representaciones creadoras y críticas por parte de los ciudadanos.

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