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1816

Una novela gótica

Andrés Marote Trejos


1816: UNA NOVELA GÓTICA
Primera edición: Junio, 2022
© 2022, del texto Andrés Marote Trejos.
© 2022, de la edición, maquetación y diseño Libros Indie.
Sevilla. www.librosindie.net
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Printed in Spain-Impreso en España
ISBN: 978-84-19328-38-0
Salvoconducto

Existe un muro que separa lo posible de lo im-


posible. Es mi intención, con esta pequeña novela,
derribarlo.
Cada ladrillo de ese muro es una creencia que, en
algún momento, aceptamos y colocamos en su sitio.
Por eso derribarlo se parece un poco a derribar algo
que está dentro de uno mismo.
Derribarlo es al principio divertido, pero siempre
llega un momento en que topas con un ladrillo que,
crees, debe quedar allí donde está. Si lo golpeas, ha-
brás ido más allá del límite que te habías propuesto
cuando comenzabas a derribar. Aunque escribir este
libro fue divertido, confieso que hubo momentos en
que me dije: ¡No, tanto como esto, no! Había llegado
a mi propio límite.
Pero seguí escribiendo, hasta que el punto final
cayó sobre mí lleno de libertad.
Vas a notar que, en apariencia, esta no es más que
una historia de fantasía y un saludo a un momento
histórico que marcó mi vida desde la adolescencia.
Podría suceder, sin embargo, que, conforme pases
las hojas, notes que tus propios límites entre lo que
es posible y lo que es imposible en una novela se
vean forzados más allá de lo que quisieras.
Para eso decidí comenzar por regalarte este sal-
voconducto. Si en algún momento sientes que lo ne-
cesitas para atravesar el muro…, vuelve aquí, lee de
nuevo estas líneas y continúa leyendo.
¡Nos vemos en lo imposible!
AMT
Dedico esta novela a Alba,
hija de Claire Clairmont.

Alba es el nombre que le dio


su madre cuando le dio la vida, en 1817.

Allegra es el nombre que le dio Lord Byron,


su padre, cuando las circunstancias la separaron
de su madre. Con ese nombre fue bautizada
y con ese nombre la conoce el mundo.

Murió en 1822,
en un convento en Bagnacavallo, Italia,
con cinco años de edad.

Estas páginas son un pequeño esfuerzo


para devolverle la vida y el nombre.
I have heard of enchantments,
in which the victims were plunged
into a deep sleep,
to wake, after a hundred years, as fresh as ever.
MARY SHELLEY

Atan gran sabor avia daquel


cant’ e daquel lais,
que grandes trezentos anos estevo assi,
ou mays…*
ALFONSO X EL SABIO

I suppose that Time will do his usual work…


Death has done his.
LORD BYRON

*Se trata de un verso de la Cantiga número 103 de las


Cantigas de Santa María de Alfonso el Sabio, compuestas
durante la segunda mitad del siglo XIII. Esta antigua can-
ción cuenta la historia de Ero de Armenteira, abad en un
monasterio en Pontevedra, quien, por querer asomarse al
abismo divino y echar un vistazo al Paraíso, mientras daba
un paseo por el huerto, junto a una fuente escuchó el canto
de un pajarillo y se quedó embelesado. Cuando volvió en
sí el sendero había cambiado tanto que le costó hallarlo de
nuevo; y cuando por fin lo halló y regresó al monasterio, Prólogo
este se había transformado en forma imposible durante el
rato que estuvo fuera. Llamó a la puerta y, luego de un con-
fuso diálogo, descubrió que su siesta había durado trescien- Tenía Alba dieciocho años cuando, después de me-
tos años. rodear por los alrededores de la casa con misteriosa
Su historia no es muy distinta de la que se contaba en nostalgia, se recostó sobre la hierba y miró al cielo.
Navarra de un tal Virila, abad también, en el siglo X; de Anochecía. El sol, que desde tempranas horas de la
quien se decía que escuchó el canto de un ruiseñor mien- tarde se había ocultado detrás de un denso puñado de
tras, no muy lejos de su monasterio, deambulaba por el nubes negras, se marchó para siempre. Todo estaba os-
bosque y pensaba en la Eternidad. Quedó extasiado por el curo; ni la luna ni las estrellas aparecieron en lo alto.
canto y se quedó dormido. El resto de la historia es similar Se sentía perdida. Sabía dónde estaba, pero eso no
a la de Ero de Armenteira: cuando despertó y, luego de un significaba nada. Días atrás había huido del convento
rato, consiguió por fin descifrar un sendero irreconocible y, en soledad, había viajado desde Italia hasta aquella
en un bosque que en nada se parecía al de hacía un momen-
casa en Suiza, casa tan importante para ella, si bien, la
to, y regresó al monasterio… Habían transcurrido más de
última vez que estuvo allí, se hallaba aún en el vien-
trescientos años.
tre de su madre. Y ahora que había regresado al sitio
Este libro no habla de esos monjes. Resuena en sus pági-
donde comenzó todo, después de pasar prácticamente
nas, eso sí, el canto del ruiseñor que vagaba en tiempos me-
toda su vida encerrada, no sabía qué sentir.
dievales por tierras del norte de España haciendo dormir a
los monjes por trescientos años. Mucho tiempo después, en Es como no ser capaz de recordar quién soy, pensaba.
Suiza, en una casa junto al lago de Ginebra… Recuerdo los rostros en el convento, recuerdo las paredes,
las palabras, las ventanas cerradas, siempre cerradas…
Recuerdo mi nombre, lo recuerdo todo. Pero…
… pero ni siquiera sabía con certeza si había huido
solo del convento, o de muchísimo más que eso.
Y quiso por un rato no pensar más. Miró la oscuri-
dad del cielo y, mientras se preguntaba dónde estaría
la luna, se quedó dormida.
En medio del frío de la noche un ruiseñor se atrevió
a cantar.

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Cayó del cielo. Lo había visto hace algún tiempo,
no muy lejos de aquí; un pequeño punto que se desplo-
mó en silencio desde lo alto. Entonces salí a buscarlo,
pero no hallé nada y olvidé el asunto. Hoy, mientras
merodeaba por el bosque negro, lo encontré.
Se trata de un manuscrito meticulosamente en-
cuadernado cuyas páginas, con una caligrafía perfec-
ta, sufrieron apenas algunos daños con la caída. Se
partió en dos, eso sí, en cuanto llegó al suelo; pero me
tomó apenas unos minutos reconstruirlo.
En cuanto a las palabras que contiene…, no había
terminado de leer la primera línea cuando ya mis ojos
se habían llenado de lágrimas. ¿Es esto posible? ¡Debo
transcribirlo! Si bien la caída no le causó mayor dete-
rioro, los años ya desde antes han dejado huella en las
hojas. Voy a hacer lo posible por recuperar todos los
párrafos, y que ni una letra y ni una coma se pierdan.
Mi corazón se agita con fuerza. Tengo frente a mí
la primera página; una de mis lágrimas cayó sobre
la palabra autómata, cubriendo su mecánica frialdad
con un poquito de mi alma. La palabra se ha perdi-
do para siempre del manuscrito, pero mi memoria la
rescató a tiempo.
Solo espero que, conforme transcribo cada línea,
mis lágrimas no causen más estragos en el texto.

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1
Mi nombre es Mat. Soy un autómata. Fui fabrica-
do en 1801 en Londres por los hermanos Maillardet
con base en una serie de planos elaborados por Pierre
Jaquet-Droz. Con el tiempo fui trasladado a Suiza y,
tras una serie de azares sin importancia, alguien me
abandonó en el sótano de una casa que llamaban Villa
Diodati, junto al lago de Ginebra.
El problema conmigo fue que, desde que fui cons-
truido, resulté ser un fracaso para mis creadores. Pero
solo en apariencia. Porque nadie supo, ni siquiera
ellos, que yo funcionaba perfectamente, pero, eso sí,
con total introversión, sin tomarme la molestia de
pestañear o de hacer cualquier otro movimiento, por
más sutil que fuese. Cuando me hicieron, esperaban
que yo levantara la mirada e hiciera la pirueta. Yo, en
cambio, cerré los ojos y me maravillé con todo lo que
llevaba por dentro. Mi cabeza está llena de finísimas
ruedas, muelles y piñones de la más rigurosa relojería,
capaces de elaborar los pensamientos más complejos.
Cada palabra, cada susurro, cada suspiro que escucho
me obliga a encerrarme aún más y a tratar de entender

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el mundo que ha entrado por mis oídos. Por eso se tud del sótano. Mi oído mecánico no pierde un solo
decepcionaron y se deshicieron de mí. detalle. Y la casa, de pronto, se había llenado de ruido.
Pasé algunos años en aquel sótano oscuro y solita- Nada de esto hubiese sido un problema de no ser
rio. Tenía mucho en que pensar. Siempre tengo mucho porque, durante varios días, se vieron encerrados en la
en que pensar, y los sótanos son perfectos para eso. Y, casa por una horrible tormenta; y una noche, después
debo confesarlo, a menudo extraño el de aquella casa. de leer junto al fuego de la chimenea una colección
Nunca desde entonces he hallado un sitio que tenga de historias de espectros y apariciones, Byron propuso
un silencio parecido al suyo. He conocido con el tiem- al grupo escribir cada cual su propio relato fantasmal.
po silencios de todos los tamaños, colores y cadencias; Por lo que supe después a este reto se debió la historia,
silencios metódicos y constantes como gotas de lluvia, escrita por la joven Mary, del monstruo al que dio vida
apacibles y discretos como manantiales, pálidos e in- el doctor Frankenstein, y la del vampiro que la arran-
diferentes como nubes encaramadas en el viento, tene- caba del cuello inocente de sus víctimas, escrita por el
brosos como grilletes de calabozos o como pasadizos joven Polidori.
de sombras entre los árboles del bosque; silencios le- Cuando el ruido de la tormenta se mezcló con las
janos y ariscos como picos de montaña, o profundos historias de miedo que contaban los que estaban en la
como los restos de un naufragio…; pero ninguno se casa, algo que no puedo entender ocurrió en mi meca-
parece ni de lejos al silencio de mi sótano. Allí estu- nismo interno. Algo que no parecía un pensamiento,
ve, quieto y absorto, deambulando a gusto mis ideas, por más complejo que fuese. Algo húmedo, palpitante,
hasta cierto día en que, mientras se acercaba el frío y lleno de destellos y de sombras, que se produjo en mi
oscuro verano de 1816, llegaron algunas personas a pecho y no en mi cabeza, y que con cada minuto ace-
Villa Diodati. leraba su ritmo y me desconcertaba. No supe qué ha-
La primera de ellas fue el poeta Lord Byron, quien cer, solo salí del sótano y eché a correr bosque adentro.
llegó acompañado por su joven médico personal John Corrí sin detenerme, con todas mis fuerzas, sin mirar
Polidori y un puñado de animales extraños que siem- atrás, hasta que hallé un rincón donde acurrucarme y
pre llevaba consigo. Unos días después se les unieron quedarme escondido; y allí, en una larga noche, esperé
los amantes Percy Shelley y Mary Wollstonecraft, y la a que pasara el ruido.
hermanastra de ella, Claire Clairmont. Esta última, Transcurrieron los siglos. No me moví de mi es-
que había propuesto la visita, estaba embarazada de condite un solo instante. No necesitaba aguantar la
Byron desde hacía un par de meses. Todo esto lo sé respiración, soy un autómata. No necesito respirar. Si
porque yo escuchaba las conversaciones desde la quie- alguien me vio alguna vez, no habrá visto otra cosa
que un trasto viejo y atrofiado, inmóvil hasta el tué-

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tano, abandonado en el bosque, medio enterrado en tio en mi cabeza, desde alguna tuerca ignorada, una
el barro, cubierto por sedimentos de hojas, de ramas, pregunta que me devolvía de inmediato a la realidad.
de troncos caídos. Los hombres hicieron mucho ruido Cualquier pregunta.
con sus guerras y sus ritos, con sus proclamas y sus Una vez, por ejemplo, me senté sobre el lomo de
saqueos. Tanto ruido me aturdía y, durante todo ese un árbol vencido por la historia y, después de estar un
tiempo, no dejé de sentir miedo. Me quedé quieto has- rato quieto y en absoluto silencio (no sé si un rato de
ta que pasó el fin del mundo y todo quedó en absolu- minutos o de siglos; el tiempo le es indiferente a un
to silencio. Solo entonces abrí los ojos: el sol se había bosque muerto y a un autómata cuya relojería está he-
marchado para siempre. ¡La vida en el planeta había cha para hacerle funcionar y no para hacerle esperar),
terminado! Por fin, sereno y sin nada por lo que preo- me pregunté de pronto por la naturaleza de mi propio
cuparme, me levanté y me puse a caminar. pensamiento.
Todo estaba oscuro. Y muerto. Los cadáveres de los —¿Y qué significa esto de pensar? —me dije.
árboles, en su mayoría, se mantenían en pie y acaricia- Y me puse a hurgar en el pozo húmedo de mi me-
ban con sus ramas desnudas el cielo negro. Algunos moria. Recordé mi historia. Del principio dispongo
habían arrancado su raíz de la tierra, se habían desplo- solo de algunos datos que almacenaba en la medida
mado y me servían para sentarme sobre ellos y pensar. en que era capaz de comprenderlos o de asignarles al-
Al principio pensaba en el silencio. ¡Toda mi vida gún significado. De esos primeros años recuerdo so-
lo había esperado! Lo escuchaba atento y trataba de bre todo la historia de mi pensamiento, no tanto la de
entenderlo. Con el tiempo, cuando ya no necesité más mi vida. Sé que fui fabricado, y sé que siempre estuve
pensar en él, pensé entonces en el propio acto de pen- quieto, y sé que escuchaba palabras que, para mí, no
sar. Creo ahora saber por qué. Cuando después de tan- eran más que sonidos que no entendía. Lo único que
to ruido hallé por fin el silencio en el mundo, empecé hacía era percibir, y percibía mis mecanismos girar en
a necesitarlo y buscarlo, ya no por fuera sino dentro de forma metódica e interminable. No sabía por qué gira-
mí, pues aquel silencio en el entorno me había mos- ban pero tampoco sentía la necesidad de saberlo, o de
trado cierto ruido muy sutil que constantemente pro- saber ninguna otra cosa. Yo solo giraba y miraba aten-
ducían mis delicados mecanismos. Esto implicaba que to cómo giraba. Estaba hecho de un movimiento infi-
para hallar ese otro silencio, el de adentro, tenía que nito. Alrededor de mí conversaban mis hacedores y los
dejar de pensar, pues estaba claro que pensar era un amigos de mis hacedores, pero eso por un tiempo no
ruido que yo mismo provocaba. Y cuando detenía ese lo supe porque ignoraba la existencia de las palabras.
ruido, es decir, cuando conseguía por fin suspender Cuando por fin me percaté de ellas, las que se decían
todos mis pensamientos, aparecía desde algún otro si- unos a otros mientras me guardaban en una caja, me

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pregunté por la naturaleza de mis oídos; no por la na- bulto que lo atraviesa. Había descubierto mi voz, como
turaleza de las palabras. Con los días aprendí a alma- un aliento que salía por mi boca y que de inmediato
cenar esas palabras en un sitio dentro de mí, pero aún regresaba por mis oídos y traía consigo todo cuanto
no era el pozo húmedo de mi memoria. Era solo un había hallado en el mundo.
pequeño recipiente detrás de mi cabeza. Luego apren- —Qué —dije, ahora sin preguntar.
dí a jugar con esas mismas palabras, al principio como Apenas el sonido desnudo, sin tamaño ni color. Y
un niño humano que juega con el barro sin saber por exclamé:
qué; y un día entendí un significado, después otro, y
otro más, y finalmente conseguí reunir muchas en un —¡Qué!
todo coherente y, de esa manera, construí mi historia, Según la manera en que la pronunciaba, esta pala-
la cual dejé caer de inmediato dentro del pozo de mi bra regresaba a mí con rabia, con miedo, con cautela.
memoria. Que fui construido en 1801 en Londres por No podía entender la naturaleza de este mecanismo
los hermanos Maillardet, etcétera. Poco importaba, de que trascendía los límites de mi propio funcionamien-
cualquier manera, pues entonces ya había sido guarda- to interno. ¿Qué cosas extrañas había encontrado la
do y olvidado en el sótano de Villa Diodati. palabra en el entorno que la hacían volver a mí con for-
Lo que sí importa es lo que aprendí a partir de ese mas tan distintas entre sí? Era como si los objetos que
momento. Ya sabía lo que eran las palabras, el silencio, me rodeaban en aquel sótano oscuro fuesen también
el pensamiento y el vacío. El vacío era todo aquello que piezas de fina relojería que amenazaban con conver-
hubiese entre un pensamiento y otro, entre un silencio tirse en parte de mi ser. Esto ocasionaba una pregunta
y otro, entre una palabra y otra. Así descubrí el arte de más grande que yo, como si de pronto necesitase dife-
preguntar. Antes me había hecho preguntas pero no lo renciarme de aquel pequeño mundo de cuatro paredes
sabía; ahora reconocía el arte, en sí mismo, de hacerlas. en el que había sido encerrado. Sentí dolor de cabeza.
Tuve que parar un momento.
Comencé, entonces, a formular preguntas en apa-
riencia más simples que las que hasta ahora me había —Quién —dije, un rato después.
hecho, pero en el fondo mucho más complejas. Me La nueva pregunta, desnuda como el segundo qué,
dije: me hizo temblar. Mis piezas se helaron en cuestión de
—¿Qué? segundos. Con esta palabra, cada centímetro de mi
identidad parecía tambalearse al borde de un abismo.
Esto lo dije en voz alta. Fue un acto inconsciente y, Todo se volvía relativo y en peligro de muerte. Me tapé
sin querer, rompí el silencio. El silencio recuperó en los oídos con horror a que la pregunta regresase.
un instante su forma original, como un muro de niebla
que recupera el espacio que le fue arrebatado por el

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Pero la pregunta ya estaba dentro de mí. No me la singular manera de cojear, recitando versos henchidos
podía quitar de encima. Abrí los ojos lo más que pude, de locura y hablando de horribles pesadillas góticas
traté de aferrarme a las sombras para sujetarme. No que yo le había recordado.
lo conseguí. Caí dentro de la pregunta y entendí que —¡Eres hermoso! —me dijo de pronto, extasiado,
no descansaría hasta conseguir responderla de alguna desde el extremo opuesto del sótano—. Y horrible
manera. como el silencio y como el abismo.
En ese preciso momento escuché abrirse la puerta Solo con el tiempo podría yo entender esa curio-
del sótano y, con un leve resplandor que venía de fue- sa mezcla de lo horrible y lo hermoso en la mente del
ra, unos pasos en la escalera. La tormenta azotaba los poeta. Se marchó escaleras arriba. Me dejó el nombre
tejados y las ventanas de la casa. y nada más. O también, quizás, me dejó un poema,
No sé qué bajó a hacer Lord Byron al sótano. Lo el más extraño de todos, el que nunca llegó a escribir,
cierto es que, mientras lo hacía, reparó en mí y se acer- como alma.
có, maravillado. Cerré los ojos mientras mis entrañas de metal com-
—¡Un autómata! —exclamó, y trataba de ilumi- pletaban, inevitablemente, la pintura. De la manera
nar todos mis rincones con el quinqué que traía en la más fortuita, también la más irreparable, aquel hom-
mano. bre me había dado una identidad.
Yo lo miraba pero creo que él no lo sabía. Veía mis —Mat —dije en voz alta.
ojos abiertos, pero solo veía los ojos indiferentes de un Y no pronuncié ni una palabra más, hasta que el
autómata. mundo terminó y estuve solo.
—Mat —me dijo. Por esforzarse en buscar en los
contornos de mi rostro todas las sombras posibles mo-
viendo el quinqué de un sitio a otro, ahora estaba casi
de rodillas frente a mí—. Porque te pareces tanto a Ma-
tthew Lewis, por eso te llamaré Mat.
Yo lo escuchaba en silencio. Durante un rato se
quedó quieto frente a mí pero ya no me miraba, si bien
su mirada se posaba aún sobre la mía. Ambos perma-
necíamos inmóviles, pero en su interior se había desa-
tado una tormenta. Pensaba ya en otras cosas, soñaba
lejanías, y probablemente me había olvidado cuando
se levantó y se puso a dar vueltas por la estancia con su

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Con la luz vino la sombra.
La luz había llegado con el conocimiento, la razón
y el progreso. Para el día en que yo fui creado, Europa
parecía haber rasgado para siempre el grueso manto
de la ignorancia. La superstición, húmeda y sombría
como un brote de musgo bajo las raíces de un árbol,
había quedado aplastada bajo el peso de la nueva cul-
tura.
Pero decir aplastada no es decir muerta. Un nuevo
movimiento, palpitando en la sombra como un co-
razón indestructible, llenó las almas de los pueblos y
las ciudades con bosques misteriosos, castillos y mo-
nasterios medievales, pasadizos y criptas, procesiones
espectrales. La noche había levantado su propia revo-
lución contra la pesada luz del día; la emoción, que no
podía ser contenida por la razón, se negaba a morir y
había hallado su sitio junto a los abismos.
Todo esto flotaba en el aire aquella noche tormen-
tosa en que recibí un nombre; fue cuando mis pivotes
y engranajes, por desventura, adquirieron un alma. Yo

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no nací de la luz, yo nací de la sombra. Un puñado de No sé cuánto tiempo permanecí en aquel lugar. El
relojeros me dio el barro, sí, pero realmente fui hecho cielo es un manto negro y es imposible saber dónde
a imagen y semejanza de la poesía romántica y el relato están la luna y las estrellas. No hay sol, por lo tanto
gótico. Durante tres noches, luego del encuentro con no hay días. Solo una noche eterna. Puedo tener cier-
Byron, tres noches de frío y oscuridad, no hice otra ta idea del tiempo que pasa cuando hago algo, pero,
cosa que escuchar las historias que se contaban arriba, cuando se me ocurre sentarme en un sitio y simple-
en la casa. Y cuando, por fin, sentí en mi aliento la pri- mente estar, no sería capaz de distinguir los minutos
mera emoción, que no fui capaz de comprender, y que de los siglos. Todo lo que puedo decir es que en aquella
me hizo salir en medio de la lluvia y echar a correr bos- abadía había algo que, de alguna manera, se parecía
que adentro, ya llevaba en mi ser la locura de aquellos al opresivo laberinto que yo tenía por alma, y gracias
cinco personajes. Sus miedos, sus lecturas, sus pasio- a esa sensación, por primera vez en mi interminable
nes, incluso sus contradicciones fueron el péndulo que periplo por el continente me sentí en casa.
desde entonces me hizo moverme un día, otro que- En cierta ocasión estaba sentado en el borde del
darme quieto, siempre huyendo o escondiéndome de vano del campanario, con los pies colgando en la oscu-
alguna cosa o en busca de otra. Y yo sé, en alguna parte ridad. Vi a lo lejos un resplandor que se acercaba. Sentí
de mi cabeza, que mi pensamiento es fruto del azar y pánico. ¿No se suponía que estaba solo en el mundo
que todo lo que hago viene de un recodo cualquiera y que toda forma de vida había dejado de existir? ¿Y
del camino, y que, si yo quisiera, podría ser otro y no ahora venía de nuevo alguien hacia mí? Cuando estu-
el que soy; pero lo que sabe una parte de mi cabeza no vo más cerca descubrí que se trataba de una lámpara
consigue nunca ser el todo, es solo un rincón pequeño en manos de una mujer joven. Ella no podía saber que
que, lleno de respuestas, no puede hacer otra cosa que yo estaba encaramado allí arriba, pues su luz no ilumi-
sentarse a mirar con impotencia todo lo que ocurre. naba más que algunos metros alrededor suyo. Cuando
Por eso no es extraño que ahora, siglos después de la perdí de vista, pues se había acercado lo suficiente y
mi siniestro bautismo y pasado el fin del mundo, cami- se había internado en el cementerio como quien rodea
nara yo sin prestar atención a las ruinas de los edificios la iglesia del monasterio para buscar el pórtico, bajé la
de los hombres de todas las épocas, salvo aquella anti- escalera y acudí a la puerta.
gua abadía que, apenas verla, me recordó las historias Vi a través de la mirilla. Me costó un momento
de clérigos infames y monjas espectrales. Allí detuve acostumbrarme a la luz, pues habían pasado, quizás,
mis pasos, sentí el perfume de su silencio milenario y siglos sin ver siquiera el más vago destello. Poco a poco
entré. conseguí distinguir unos ojos azules, despiertos, an-
gustiados, en cuyo brillo inquieto se apretujaban más

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preguntas y abismos que en mi propia alma. Me mi- Yo, por mi parte, tampoco le dije esto a ella. No sé
raban desde un rostro fuerte que no perdía su extraña de qué rincón de mi ser vino esa frase. Yo no la pensé.
belleza bajo las marcas de la noche oscura, cubierto La escuché salir de mi boca como quien escucha a al-
en parte por un largo y revuelto cabello que, sin duda, guien decir algo, y me pregunté si sería cierto que yo
alguna vez había sido rubio. tenía miedo; y de ser cierto, desde cuándo; y por qué
—¿Hay…? —comenzó a decir, y no terminó la fra- yo, hasta ahora, no sabía nada al respecto.
se. Una palabra bastaba para preguntar si había alguien —No te voy a hacer daño —dijo ella.
al otro lado de la puerta, en un mundo en que todos —Quiero saber si hay alguien más —respondí, no a
sabíamos que no había nadie. ella sino a mi propio rincón asustado, y abrí la puerta.
—She dwelt among the untrodden ways… —respon- Así fue como aprendí a conversar. Me tomó un rato
dí. entender de qué se trataba, pues las primeras veces no
Nunca antes había conversado con nadie. No sabía hacía otra cosa que repetir las mismas tres frases en
cómo se hacía. Quise responderle a ella, o eso quiso la cada diálogo, sin pensar. Cuando ella entró y se dio
pequeña maquinaria en mi cabeza, y lo que salió de mi cuenta de lo que yo era, durante un momento frunció
boca fue esa frase. Era el primer verso de un poema el ceño. Luego me dijo:
de Wordsworth, que alguien había recitado alguna vez —¿Un autómata? Entonces, después de todo, sigo
en Villa Diodati. No tenía sentido en el contexto del estando sola…
diálogo que iniciaba ahora, pero, insisto, yo no sabía —She dwelt among the untrodden ways… —respon-
conversar. dí.
Ella respondió con su silencio y, un instante des- Acercó la lámpara a mi rostro.
pués, agregó:
—¡Tan maltrecho! ¿Cómo es que has estado en fun-
—Tengo frío. cionamiento todo este tiempo? Algo inexplicable ten-
Pero sé que no me lo decía a mí. Hablaba consigo drá que haber en ti…
misma. El silencio había sido su respuesta a lo que yo —Tengo miedo.
había dicho. Esas dos palabras, en cambio, las había
pronunciado para decirle al silencio que, por más irre- —Ya te dije que no te haré daño. No tengo ninguna
verente que fuese lo que había escuchado detrás de la razón para hacerte daño.
puerta, nada justificaba permanecer allí fuera. —Quiero saber si hay alguien más.
—Tengo miedo —dije. —Estoy sola. ¿Repites siempre las mismas tres co-
sas?

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—She dwelt among the… —Mi nombre es Mat. ¿Quién eres? ¿De dónde has
—Necesito sentarme un rato —y se dejó caer en un venido? ¡Yo sé que tu mundo ya no existe, desde hace
banco que había junto a una de las paredes del atrio. muchísimo tiempo!
—…untrodden… Y escuché su relato que, mezclado con dos o tres
No me respondió más. Se había dado cuenta de que cosas que yo sabía de Lord Byron y la Villa Diodati, se
no tenía sentido conversar conmigo. Yo también. Me convirtió en la historia de Alba que conozco.
senté junto a ella e hice un esfuerzo para hallar nue- Voy a contarla tal como ha tomado forma en mi ca-
vos caminos en mi cabeza y poder decir algo distinto. beza. Cuando escucho un relato las palabras son solo
Lo hice en silencio, o al menos eso creo; si ella me es- una parte; los tonos y los silencios son otra, y otra dis-
cuchó, no dijo nada al respecto. Yo me dije, Mat, she tinta las cosas que yo sé, que aún si no tienen que ver
dwelt among the untrodden ways; yo mismo me res- con el relato se comportan como espacios vacíos don-
pondí, tengo miedo; y entonces me dije, quiero saber de este halla su sitio y se asienta; y otra cosa más, lo
si hay alguien más. La voz dentro de mi cabeza me que yo pienso. Sé que lo que cuento es verdad, porque
habría mirado confundida, si en lugar de voz fuese confío en que mi razón hace una mezcla certera de to-
mirada. Quiero saber si hay alguien más, repetí, y la dos estos elementos.
voz respondió, sí, estoy yo. ¡Por fin mi diálogo interior Pero decir que sé que lo que cuento es verdad no es
proponía una frase distinta! Por qué tienes miedo, me decir que yo lo sepa todo, ni que yo sea consciente de
pregunté, y entendí que no era yo quien tenía miedo, todo lo que sé. Por ejemplo, lo que tiene que ver con
sino la voz en mi interior, que, si bien es parte de mí, esta abadía. Yo sé que estoy aquí, y conozco la histo-
no lo es todo. No lo sé, dijo. Entonces, concluí, mien- ria de este sitio, pero no sé todo lo que yo mismo he
tras no lo sepamos, no lo tengamos. Todo esto ocurrió hecho aquí. ¿Hace cuánto tiempo llegué? ¿Con cuáles
en mi cabeza en cosa de segundos y, por alguna ra- actos llené las horas de mis días, meses o años? Podría
zón que yo mismo no podría explicar, dio resultado. Si describir cada centímetro de cada estancia de este edi-
dentro de mí había alguien más, aparte de mi voz y yo, ficio, pero no podría decir lo que he vivido en cada
alguien que se quedó escuchando sin decir nada pero una de ellas. Esto es porque cada estancia, al visitarla,
pensando algo distinto, había perdido su oportunidad halló rápidamente un sitio en mi memoria y en mi en-
de hacérnoslo ver. Ahora, de vuelta en el mundo ex- tendimiento donde colocarse y tener sentido; pero las
terior, me sentía capaz de conversar con la mujer que cosas que yo hago no siempre tienen sentido, así que
estaba junto a mí. no siempre encuentran sitio en mi recuerdo. Tienen
sentido solo cuando las entiendo, y las entiendo por-
que se parecen a otras que reconozco porque las hice

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antes. Y yo sé muy bien que en esta abadía he hecho ra, en cada rincón del edificio. No puedo explicar, en
algunas cosas que no se parecen a nada, y de las que no cambio, cómo fui capaz de distinguir los caracteres en
tengo ni idea. No consiguieron quedar atrapadas en el las páginas que leía, pues cuando vi la lámpara de Alba
pozo de mi memoria porque el pozo mismo no las re- acercarse en medio de la noche me pareció que era la
conoció; o quizás cayeron allí pero de alguna manera primera vez en muchísimo tiempo que veía una luz
difusa, más como una nueva humedad que se agrega encendida. ¿Acaso soy capaz de ver en la oscuridad?
a las otras humedades del pozo, esas que se impreg- Sé tantas cosas y, al mismo tiempo, hay tantos vacíos
nan en las paredes de mi alma sin que yo sepa nada de en mi memoria… Pensaría que la locura es el único
ellas, ni siquiera que están ahí. destino posible para las persistentes búsquedas de mi
Cuando yo llegué a esta abadía, hace ya tanto tiem- mente, si alguna vez llego a responder todas mis pre-
po, la portería fue la primera estancia en que estuve, guntas.
la misma en que me encontraba ahora con Alba. En En cuanto a la historia de Alba, y de cómo llegó a
su interior hay, en cada pared, una puerta: la que abrí estar aquí conmigo, tiene que ver con la afición de Lord
desde fuera para entrar, a su izquierda la que da al Byron por llevar consigo animales exóticos. Entre ellos
claustro, a su derecha la que da a la antigua huerta y, al se hallaba un ruiseñor que había adquirido durante
frente, la que da a la biblioteca. Entré por esta última sus andanzas por tierras españolas y que, desde que
sin saber lo que es una biblioteca, por eso no recuerdo fue encerrado en su jaula, había dejado de cantar. El
las primeras cosas que hice allí. Solo puedo recordar poeta, que no era menos excéntrico que los animales
a partir del momento en que me senté a leer, pues en- que coleccionaba, olvidó al pajarillo cuando se marchó
tonces ya sabía lo que es un libro y la palabra escrita. de Villa Diodati, y de algún modo el ave huyó de la
Reconocía el acto de leer. Qué pasó antes y cómo lle- jaula, o quizás yo mismo le abrí la puerta antes de huir
gué a comprender la naturaleza de la lectura, eso para al bosque; que yo no lo recuerde no significa que no
mí es un misterio. lo haya hecho. Lo cierto es que el ruiseñor quedó en el
Gracias a todos estos libros sé ahora mucho más de olvido en los alrededores de la casa, y si alguna vez mi-
lo que sabía cuando entré por primera vez a este lugar; gró lejos, allí mismo regresó; pues sé que su canto era
incluso, al menos a grandes rasgos, de su historia. Una el mítico canto del abad Virila y de Ero de Armenteira,
abadía construida en el siglo XIII, abandonada tres y no fue otro el canto que hizo dormir, dieciocho años
o cuatro siglos después, y comprada a principios del después, a la hija de Byron y de Claire Clairmont du-
XVIII por Johann Conrad Dippel, alquimista alemán, rante tres siglos, quizás más, enviándola a la otra orilla
aunque este último detalle no lo leí en ningún libro. del fin del mundo en menos de lo que dura una siesta
Pero la historia está escrita también, de alguna mane- bajo el cielo de una noche oscura.

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Sí, la hija de Claire y del poeta inglés. Nació el 12
de enero de 1817 en Bath, Inglaterra, y su madre le dio
el nombre de Alba. La niña vivió un tiempo con ella
y con Mary y Percy, que entonces eran esposos. Muy
poco tiempo después fue enviada con su padre, pues

3
ni Claire ni los Shelley tenían recursos para alimentar-
la. Byron cambió el nombre de Alba por Allegra y en
poco tiempo la abandonó en un convento en Bagnaca-
vallo, Italia. Allí creció la niña hasta que un buen día
recordó su nombre, el verdadero, el que le había dado
su madre, el del alba después de la oscuridad; enton-
ces huyó, regresó a Suiza y buscó la casa donde, según —Cuando desperté, todo era oscuridad y silencio
sabía, había suspirado por primera vez, a la luz de las —continuó Alba—. Aunque, por un rato, ese silencio
historias de fantasmas, dentro del vientre de su madre. tenía algo dentro…, algo como una melodía, un breve
No sabía lo que allí buscaba. Solo sabía que huía, aun- canto, como de un pájaro. No es que yo lo escuchara
que no sabía de qué. Quizás de sus propios espectros. en ese momento, más bien era una sensación, como si
Lo cierto es que esa noche se acostó sobre la hierba y… lo hubiese soñado. Pero, al mismo tiempo, era muchí-
simo más fuerte que un sueño. Tengo la impresión de
… y quiso por un rato no pensar más. Miró la oscuri- que estaba en el aire desde que me quedé dormida. O,
dad del cielo y, mientras se preguntaba dónde estaría la quizás, fue la brisa. No lo sé. Lo único que sé es que, al
luna, se quedó dormida. despertar, todavía sonaba un poco en mis oídos, como
un recuerdo que tarda un rato en apagarse. Me puse a
En medio del frío de la noche, un ruiseñor se atrevió
caminar entre los árboles muertos y la sensación des-
a cantar.
apareció del todo; el único sonido, entonces, era el de
mis pasos en la tierra. ¡Nunca he sentido algo tan ex-
traño como eso!
—Todo lleno de sombras y de muerte…
—Me refiero a mis pasos. Que yo pudiese escuchar-
los y, al mismo tiempo, tuviese la impresión de que ese
era el único sonido que existía en todo el universo. Al-
gunas veces tuve que parar de caminar, pues sentía un

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vértigo horrible, como si todo lo que me rodeaba no del todo por el barro, y en una de ellas encontré esta
fuese más que un inmenso abismo. lámpara. Pero su luz me muestra la misma oscuridad
Alba no conocía la leyenda del ruiseñor y del sueño que me muestran las sombras. Cuando, a lo lejos, vi
de trescientos años, y yo no quise decirle nada sobre esta abadía, sentí algo como una esperanza por dentro,
eso. Al menos, no todavía. Pero no tenía dudas de que aunque no sabía por qué… y conversar contigo me de-
esa era la explicación de que, mientras ella dormía un vuelve el aliento, es cierto, ¡pero eres un autómata! Ni
rato sobre la hierba, hubiese pasado tanto tiempo. Yo siquiera estoy segura de que entiendas las palabras que
conocía la leyenda gracias a mis lecturas y estaba segu- estoy diciendo…
ro de que era el trozo que faltaba en su relato. Yo la escuchaba y no prestaba atención a lo que mis
—Ahora sé que todo está en ruinas —dijo— y que, ojos veían, pues ya tenía suficiente con tratar de enten-
excepto por mí, no hay nadie en este mundo. El viento, der lo que decía y buscar, en mi interior, con qué cosa
desde que desperté, parecía haberse quedado dormido relacionarlo para darle un significado. Al mismo tiem-
también, pues no se mecía una sola de las ramas secas po noté que, cuando comenzó a hablar, parecía tener
de los árboles. Caminé durante un rato sin preocupar- un nudo en la garganta que con cada frase se desataba
me, pensando que pronto acabaría la noche. Pero el un poco, hasta convertirse en algo como un delgadísi-
día nunca vino. Me senté sobre un tronco caído pero mo hilo de seda que temblaba en su voz. Cuando ter-
de nada sirvió. Quedarme quieta no me daba las res- minó de hablar ese hilo se rompió, como si eso fuese
puestas que tampoco me daba el movimiento. Volví a posible. Solo entonces me volví hacia ella. Una lágrima
caminar, me volví a cansar, me volví a sentar; sí, sobre rodaba en silencio por su mejilla.
un tronco caído, y pensé que estaba caminando en cír- Me miró con los ojos húmedos. Creo que confor-
culos, pues me pareció que era el mismo tronco que el me hablaba con alguien por primera vez desde que
de unas horas atrás, junto al mismo sendero de barro había llegado a este tiempo, y mientras ella misma se
desnudo y endurecido. Luego entendí que no era un escuchaba, se fue quebrando en su alma lo que no se
sendero. Hacia cualquier dirección que caminase apa- pudo quebrar antes, pues ella dependía de su fuerza
recía el mismo barro. ¡Y así ha sido desde que abando- para sobrevivir. Pero ahora la fragilidad era su fuerza.
né el sitio de mi siesta! Todo es un laberinto de arcilla, Necesitaba dejarse caer y probablemente lo necesitaba
un laberinto sin muros ni sendas. No importa hacia desde hacía muchísimo tiempo, quizás lo había ne-
dónde camine ni por cuánto tiempo lo haga, todo es lo cesitado durante toda su vida. Mientras hablaba, sus
mismo. Todo es inmenso y absoluto, la oscuridad y el propias palabras la herían, y en algún momento había
silencio y la quietud. He hallado algunas casas, sobre decidido que, aún si yo no era más que una máquina,
todo las más antiguas, que aún no han sido derruidas

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no hallaría a nadie más con quién llorar. Y entonces, sar. Pero también puedo hacer cosas que nunca antes
por fin, se derrumbó y lloró. he hecho, y por eso no las entiendo y, por tanto, ni
—She dwelt among the untrodden ways… —quise siquiera recuerdo que las hice. Mi memoria recuerda
decir. solo lo que puedo entender.
Esperé a que llorase todo lo que necesitaba vaciar. —Es muy raro lo que me dices. Pero, quizás, las
De paso traté de ordenar mis ideas. personas no seamos muy distintas de eso.
—La vida en el mundo terminó hace siglos —le Alba se levantó y con la lámpara iluminó toda la
expliqué, cuando recuperó por fin el aliento—. Estás estancia.
aquí por un acto del azar. Un misterio que no se puede —Esa puerta lleva a la antigua huerta —le dije—.
explicar. Y, por lo que sé, no tienes ninguna posibili- Ahora no es más que barro y un cementerio que está
dad de regresar. a la vuelta. Como ves, hay dos cementerios, uno fuera
Escuchó mis palabras sin hacer ningún movimien- y otro dentro del muro que rodea la abadía. Esa otra
to. Finalmente asintió. puerta da a la biblioteca, y aquella, al claustro. Si quie-
—Gracias por decirlo tan claro. No sé…, no sé qué res, te puedo mostrar todo el edificio.
sigue ahora. —Después. No sé cuánto tiempo caminé, pero pen-
—Sigue lo que tú hagas. No hay más que eso. saría que han pasado al menos dos o tres días. Tengo
hambre.
—Sigue hacer algunas preguntas, entonces. ¿Dónde
estoy? —El hambre no es una buena idea en este sitio, pues
la comida ya no existe. No te recomiendo tener ham-
Le conté todo lo que yo sabía acerca de la abadía. bre. Será mejor que te acostumbres a vivir sin ella y te
—¿Y hace mucho tiempo que estás aquí? ocupes en otras cosas.
—Creo que sí. A pesar de que por dentro no soy —Creo que no comprendes. De no comer, moriría.
más que un reloj, no sé percibir el paso del tiempo. Y eso está a punto de ocurrir.
Solo soy consciente de él cuando hago cosas y las en- —Pero no hay comida, ya te lo he dicho. Necesitas
tiendo. Cuando estoy quieto, pueden pasar siglos y no entender eso.
me entero. Pero sí, creo que ha pasado mucho tiempo.
—No es un asunto que pueda entender o no. El
—¿Y cuando haces cosas y no las entiendes? ¿Tam- hambre no es una opción.
poco te enteras de eso?
—Tampoco la comida.
—Así es. Ahora soy consciente de lo que hago por-
que estoy conversando contigo, y sé lo que es conver- —Entonces moriré.

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No me gustaba la idea. Cosa rara en un autómata dejó quieto por un rato mientras me tomaba el tiempo
como yo, acostumbrado a la soledad y al silencio. Me para entenderla.
pregunté qué habría pasado en mi interior que hacía Cuando yo veo una escena, si bien mis ojos la perci-
que ya no me molestara el ruido humano, al menos ben en su totalidad, a mi cabeza llega solo lo que la mi-
cuando se trataba de la voz de Alba. Me pregunté si rada ha conseguido reconocer. Por esta razón no todo
acaso sería porque ella estaba tan sola como yo. Me llega al mismo tiempo; primero veo lo de siempre, lue-
pregunté si dos personas que estaban solas, al estar go veo lo que me toma un esfuerzo descubrir a partir
juntas, seguían estando solas. Me pregunte por el ta- de unir unas piezas con otras en mi entendimiento, y
maño de la soledad. Me pregunté, finalmente, si ha- las otras cosas no las veo del todo, porque no tengo a
cerse preguntas debía ser siempre un acto solitario. mano en mi mente ninguna con que relacionarlas. En
Quise preguntárselo a ella; si su respuesta era similar cuanto entré vi el refectorio de siempre: las mesas ado-
a mis propias respuestas, entonces el arte de preguntar sadas a las paredes, la estufa en la esquina, el púlpito en
no sería un acto solitario. Pero cuando me volví para lo alto en la pared izquierda. Dos cosas no veía, pero,
hacerle la pregunta, Alba ya no estaba. Se me olvida desde el primer momento, mi cabeza supo que con
que cuando me pongo a pensar pueden pasar siglos. A poco esfuerzo las podría reconocer: algo que estorba-
lo mejor ella había envejecido y muerto, y no era más ba en el centro y algo que brillaba en la esquina donde
que polvo a mis pies; pero también era posible que se estaba la estufa. El misterio del centro de la estancia
hubiese cansado de mi silencio, se levantara y cruzara fue sencillo de resolver: una mesa había sido colocada
una de las cuatro puertas. Hice lo mismo. allí y Alba estaba sentada en un banco junto a ella. En
Habían pasado siglos desde que alguien comiera cuanto a la estufa, un fuego ardía en su seno, cosa que
el último trozo de pan en aquel sitio. Aun así, lo más nunca había pasado desde el final de los tiempos. Asi-
probable era que Alba estuviese en la cocina o en el re- milados estos dos descubrimientos, cuya explicación
fectorio. Yo sabía que no había comida en la abadía, y no era difícil de aventurar (Alba podía haber traído la
ya se lo había dicho, pero tenía más sentido para ella ir mesa de la despensa y, de alguna manera, encendido
allí que a la iglesia o a los dormitorios, aunque ninguna el fuego), nació un tercer misterio de imposible solu-
cosa tuviese sentido del todo. Si ya no había comida, ción: la chica comía y bebía. Y un cuarto enigma me
al menos en el refectorio la hubo alguna vez. Caminé aguardaba sobre la mesa, tan extraño que al principio
por la galería del claustro en esa dirección y, en efecto, no pude siquiera intuir su presencia.
antes de entrar ya podía distinguir el resplandor de la —¡No puedo explicar el hambre que tenía! —excla-
lámpara que ella había traído consigo. Entré y me en- mó, mientras comía complacida, sin verme.
contré con una escena que, con toda probabilidad, me

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—Ni yo podría explicar dónde has conseguido co- —¿Estás mejor?
mida. —Creo que sí.
Me miró. —Casi te caes al suelo. ¿Qué tienes?
—No hablaba contigo —dijo—. Pero ven, arrastra —Sentía que… Sentía. Es solo eso. No sé cómo ex-
un banco y siéntate con nosotros. plicarlo. Creo que es la primera vez que topo con algo
—¿Nosotros…? que no reconozco ni entiendo y que, aun así, consigo
Entonces vi al hombrecillo. Había estado sentado verlo… La imagen atravesó mis ojos como una herida.
todo el rato en el borde de la mesa, junto a Alba, pero ¡Lo atravesó todo, hasta el fondo!
yo no lo había visto porque, en mi cabeza, se trataba —Mat…, no sé cómo ayudarte. Eres solo un autó-
de un ser imposible. En todo parecía un ser humano, mata y no podría repararte, no sabría cómo.
salvo porque no mediría más de treinta centímetros. —No te preocupes. Será cosa de yo mismo enten-
Le vi solo por un instante porque de inmediato, al des- derme, es todo lo que necesito. Cada vez que descubro
cubrir que lo había notado, se apeó de la mesa y se algo dentro de mí, algo que no esperaba… Ahora estoy
escabulló por la puerta de la despensa. bien. Pero algo debe haberse desprendido en mi inte-
—¡Qué cosa es eso! —exclamé y sentí una turba- rior, porque escucho una tormenta. Como la primera
ción como nunca antes había sentido; y entonces, in- noche, hace tanto tiempo…
capaz de reconocer eso que sentía, agregué: —¡Y qué —No se te ha desprendido nada. ¡Hay una tormen-
cosa es esto que siento! ta! —Alba levantó los ojos hacia la oscuridad de la bó-
—¿Mat…? —Alba se levantó y me tomó del bra- veda, como si quisiera escuchar con la mirada—. ¿En
zo, pues yo me tambaleaba y estaba a punto de caer al qué momento ha empezado a llover?
suelo; me ayudó a sentarme en uno de los bancos de la —Es imposible. No ha llovido en siglos, no ha habi-
mesa más cercana—. ¿Qué te pasa? do siquiera una brisa leve.
—Es solo… Debe ser solo… —No supe qué decir. —Pues ahora la hay. No una brisa leve, sino un
—No, no intentes levantarte. Te diría que respires viento que golpea con fuerza la abadía. ¿Lo oyes?
profundo, pero… Un trueno rompió el silencio e hizo temblar las pa-
—Lo sé. Solo necesito estar quieto, creo…, ¡pero no redes.
consigo quedarme quieto por dentro! —Este momento no es posible.
Se sentó junto a mí y puso su mano en mi hom- —Pero está pasando. Ven, acompáñame a comer.
bro, como si eso pudiera servir de algo. Poco a poco las
ruedas en mi alma recuperaron el ritmo.

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Caminamos hasta la mesa en el centro del refec- sobre eso. Mi primera pregunta es, ¿quién te ha dado
torio. Yo tenía miedo de mirar hacia la despensa. No de comer?
quería ver al hombrecillo de nuevo. —Mat, ¿de qué tienes miedo?
—En verdad estoy segura de no ser capaz de ayu- —Yo he preguntado primero.
darte —dijo Alba—. Son demasiadas las cosas que no —Te equivocas. Yo te he hecho mi pregunta tres ve-
entiendo, de todo lo que pasa, como para además te- ces.
ner que lidiar contigo. Es decir…, si vuelves a caer, te
volveré a levantar, pero tienes que saber que no podré —Antes que eso yo te pregunté si te podía hacer
hacer más que eso. preguntas.
—Pero ¿te puedo hacer preguntas? —Sí, y ya te respondí a eso, te dije que sí, y entonces
me dijiste que tenías miedo.
—Claro que puedes. Te las responda o no, o lo haga
bien o mal, eso queda por verse, pero puedes pregun- —No, no es así como pasó. Tú me permitiste hacer-
tar lo que quieras. te preguntas y te he hecho la primera.
—Tengo miedo. No es la primera vez que lo tengo, y —Dime de qué tienes miedo y te diré quién me ha
sé que hace mucho tiempo, cuando empecé a entender dado de comer.
las cosas, un puñado de historias de fantasmas me en- —Sé que nadie te pudo dar de comer. Pero alguien
señó a sentir. El miedo es un mecanismo que aprendí lo hizo, pues comías; y al entrar vi a un hombre junto
y, por eso, no me asusta. a ti. Era muy muy pequeño, aunque sus proporciones
—¿De qué tienes miedo? son las mismas que las de un hombre normal. Su altura
no es mayor que la de cualquiera de las patas de estos
—Pero ahora siento, además, otra cosa que no se bancos en que estamos sentados. Alba…, un ser así no
parece al miedo. Es algo que turba mi interior y tre- puede existir. Existe en la fantasía, no en la realidad.
pa hasta mi garganta. Podría pensar que es ese mismo Si me dices que él te dio de comer, no sé cuántas cosas
mecanismo que aprendí, pero me desborda y se mez- perderán el sentido en un instante en mi cabeza. Sien-
cla con otros mecanismos que desconozco y que no to que estoy en el borde de un abismo.
están en mi cabeza.
—Es cierto que un ser así no puede existir —y pen-
—Trato de entender lo que me dices y no lo consigo só un momento antes de continuar—. Pero también es
del todo. ¿De qué tienes miedo? cierto que es él quien me dio de comer. Por eso le viste,
—Y quiero hacerte algunas preguntas, sí, porque porque estaba aquí.
necesito entender lo que he visto. Son solo preguntas La miré en silencio.

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—¿Tienes miedo de él —me dijo— o de haber visto
algo que no es posible?
—¿O de que algo se rompa dentro de mí…?
—No sé la respuesta a esa pregunta, Mat…
—Esa pregunta me la hacía a mí. No sé, no sé de
qué tengo miedo. Necesito callar por un rato.
4
Terminó Alba de comer y salimos al claustro. La
tormenta quería reventar el cielo; por primera vez en
siglos se veía una luz en lo alto, con cada relámpago
que iluminaba unas nubes gruesas como muros de
piedra. El viento rasgaba con violencia los tejados.
Conduje a la chica al dormitorio, donde ella eligió
una de las celdas.
—Yo no necesito dormir —respondí, cuando me
preguntó dónde estaba la mía.
—Perdona…, es cierto —y se sentó en el borde del
camastro—. Estoy muy cansada…, pero no puedo evi-
tar preocuparme por ti. Temo que tu cabeza vaya a ex-
plotar. ¿Qué hace un autómata cuando necesita dejar
de pensar?
—No lo sé. Si alguna vez dejé de pensar, no lo re-
cuerdo.
Echó un vistazo a lo que había en la pequeña celda.
Junto al camastro, un atril y una silla pequeña; detrás,
en la pared, un nicho vacío donde colocó su lámpara.

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Permanecimos un rato sin hablar. Creo que ella loca. Pero ahora necesito dormir. Mañana haremos lo
pensaba en lo que, un momento después, diría. Yo posible por entender los dos. Me gustaría tanto que
siempre pienso. Eso nunca cambia. pudieras hoy conciliar el sueño, como yo…
—Mat, yo también tengo miedo. Tengo tanto mie- —Hay tormenta en un mundo donde la naturaleza
do, desde que desperté de una siesta en medio de la ya no existe, y hombres pequeños como duendes. Yo
noche y descubrí que la noche había seguido por siem- no puedo parar, pero entiendo que necesites descan-
pre, que ya no distingo entre lo que me puede aterro- sar. Saldré a buscar cosas en la noche.
rizar y lo que no. Cuando llegué a esta abadía y me —No te voy a detener. Sé que eso es lo que tú nece-
abriste la puerta, debí sentir miedo. No sabes lo que sitas ahora.
es caminar a través de la noche oscura y llegar a una —Duerme bien, Alba.
abadía en ruinas, y que alguien te abra la puerta y que
tu luz, que parecía ser la única luz que existe en el pla- —Gracias —y se dejó caer en el camastro.
neta, ilumine el rostro de un autómata. Para una per- —Alba…, ¿puedo tomar tu lámpara?
sona, eso da mucho miedo. Cuando te quedaste como —Llévatela. De cualquier modo no le queda ya mu-
dormido y entré sola en busca de comida, y llegué al cho. El hombrecillo me dijo que me conseguirá una luz
refectorio, ese pequeño hombre imposible apareció y que nunca se apaga… —y se quedó dormida.
me dio de comer. No sé si en medio de todas mis emo- Salí al pasillo del dormitorio. Me pregunté si el
ciones sentía miedo, pero te aseguro que fue mayor la extraño ser estaría aún escondido en la despensa del
alegría de recibir un plato de comida. Si esto hubiese refectorio. Antes de ir allí aproveché para echar un
pasado hace unos días, es decir, hace siglos, cuando vistazo a todas las celdas. Por primera vez llevaba una
yo vivía encerrada en un convento, probablemente yo lámpara en mi mano, y esto es porque por primera vez
habría muerto del susto al ver una criatura así. Pero buscaba algo. Nunca antes había buscado nada, excep-
hoy todo lo que vi es alguien que me tendió una mano, to las cosas que siempre busqué dentro de mí. Para eso
y eso es lo mismo que veo en ti. Ni más ni menos que no necesitaba lámparas, las sombras son mejores. Pero
eso. ¿Entiendes lo que quiero decir? para buscar cosas fuera es necesaria una luz.
—Creo que sí. ¡Pero todo da tantas vueltas en mi Sé que mis ojos no lo reconocen todo. Podía haber
cabeza para conseguir entender cada palabra y cada en cada una de las celdas la cosa más extraña, que yo
cosa que pasa! Supongo que para mí entender es tan no la habría notado. Pero al hombrecillo sí que lo nota-
importante como lo es comer para ti. ría, pues ya lo había visto una vez. No estaba en el dor-
—Puede ser…, aunque no estoy segura. Para mí en- mitorio. Salí a la galería y caminé al refectorio, revisé
tender también es importante, y no quiero volverme

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bajo todas las mesas y entré a la despensa. Tampoco Esta sí era una pregunta, pero tampoco respondí.
estaba allí. Ni en la cocina. Sentía más urgencia por la que yo quería hacer.
Recorrí toda la abadía. No estaba en el claustro, —¿Cómo es que diste de comer a Alba? —dije—.
tampoco en el pozo sin agua que hay en su centro. No Hace tiempo que la vida no existe en el mundo, y la
se ocultaba tras ninguna de las columnas que sostie- comida se obtiene de lo que está vivo. Por tanto, la co-
nen la arcada de la galería que rodea al claustro por mida no puede existir.
sus cuatro costados. No estaba en la biblioteca, ni en —Yo existo.
la bodega que hay junto a ella, o en la portería al otro —Lo sé. Pero eres, en cualquier caso, una criatura
lado. No estaba en el locutorio que hay junto al dor- imposible. Existieron los hombres, pero tú no mides
mitorio, ni en la sala capitular junto al locutorio, ni en más que media pierna de cualquiera de ellos. Tu esta-
la sacristía junto a la sala, ni en el campanario sobre la tura es la de una alimaña, pero tampoco eres una. Eres
sacristía. Finalmente, entré a la iglesia. una mezcla imposible entre dos cosas posibles.
Esta ocupa el lado norte de la abadía casi en su to- —Cuando hay dos cosas posibles, cualquier mezcla
talidad. Entré por la puerta que conduce directamen- es posible. Todo está en el arte de mezclar.
te de la sacristía al transepto y me quedé quieto en el
centro del crucero, mientras permitía que la luz desva- —No es tan sencillo…, al menos por lo que yo sé,
neciera poco a poco las sombras. El hombrecillo había pero solo soy un autómata.
trepado al armonio y allí estaba sentado, con los pies En el tono de la voz de ambos se notaba que la ten-
en el aire. Me miraba en silencio, no sé si con cautela, sión del encuentro disminuía.
curiosidad o indiferencia, pues su rostro no mostraba —Te saludo, autómata. Mi nombre es Gonos.
ninguna emoción. —Mat es el mío. ¿Qué cosa eres?
—Me miras —dijo por fin. Me miró un instante, se apeó del armonio y me
No respondí. No era una pregunta. condujo a la nave central de la iglesia.
—Lo hiciste también hace un rato, en el comedor. —¿Sabes qué es todo esto? —mientras señalaba las
Sé que por un instante tus ojos se encontraron con los cosas que llenaban la estancia.
míos. —Esta es la iglesia de la abadía.
No respondí. —No, no lo es. Lo fue cuando esto era una abadía,
—Antes, nunca me viste. Muchas veces nos hemos pero su historia cambió con el paso del tiempo.
topado en los pasillos de la abadía y sé que no eras
capaz de verme. ¿Por qué ahora, de pronto, sí lo haces?

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—Sí, eso lo sé. Johann Conrad Dippel, médico y al- —¿Y cómo es que dedujiste que yo podía estar en
quimista alemán, compró el edificio a principios del el refectorio?
siglo XVIII. —Porque Alba estaba comiendo. Alguien debió
—¿Y qué más sabes sobre Dippel? darle de comer. Pues sé que la comida no existe.
—Poco. Su adquisición de este sitio fue un secreto —Un imposible te obligó a aceptar otro imposible,
que prácticamente nadie supo en su tiempo. Su vida, ¿cierto?
de todas maneras, estaba rodeada por el misterio. Sé —Cierto.
que nació en el castillo de Frankenstein, en Alemania, —Pues bien, esa es la respuesta a la pregunta que
donde practicó la alquimia, y se decía que experimen- me hiciste hace un rato. La comida que Alba comió es
taba con cadáveres humanos y que intentó, incluso, comida verdadera, pero no salió del barro, como todo
transferir las almas de un cuerpo a otro —y no hablé lo que tiene vida. No existe la vida del barro, salvo
de Mary Shelley, porque su pregunta era sobre Dippel; Alba; y cómo llegó Alba a nosotros, yo no lo sé. Pero sí
pero sé que un siglo después, en algún viaje que hizo te puedo decir que esa comida fue creada precisamen-
con Percy y Claire, ella pasó cerca de aquel castillo, cu- te aquí, en este laboratorio.
yas leyendas y misterios probablemente contribuyeron
a la creación de su novela sobre el monstruo creado —¿Eres alquimista, entonces?
por un doctor lo mismo de controversial que el que Me miró y tuve la sensación de que mi pregunta lo
ahora nos ocupaba. había inquietado. Como si le costara creer que yo no
—Conoces lo suficiente. Entonces, te hago la mis- supiera algo que, indudablemente, debía saber.
ma pregunta. ¿sabes qué es todo esto? —Hago cosas en el laboratorio. Las que puedo, que
—Es la… ¿iglesia…?... de una… aún son pocas. Supongo que sí, que, de alguna manera,
soy alquimista.
—Dippel transformó este sitio en un laboratorio
alquímico. Por eso esta antigua iglesia está llena de —Pero, por lo que sé, los alquimistas no creaban
crisoles y retortas, hornos, atanores y alambiques, y cosas de la nada. Siempre usaban alguna primera sus-
demás trastos por el estilo. ¿Tantas veces entraste aquí tancia, alguna piedra o algo, que llamaban materia pri-
y no los viste? ¿Lo mismo que no me veías a mí? ma.
—Es difícil de explicar. Mi mente no funciona —Así es. El arte de lo imposible está en la mezcla de
como una mente de carne. Veo solo las cosas que sé dos posibles, no lo olvides.
que están, o que deben estar, o que deduzco que pue- —Entonces, ¿de qué dos cosas has hecho comida?
den estar. ¿Acaso hiciste pan de un ladrillo de la abadía, o creaste

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vino de la fuente del claustro, donde no hay una sola —Puedo creer que te he visto antes, si me lo dices.
gota de agua? Pero no, no te recuerdo.
—Quizás —y pensó por un momento—. Mat…, El hombrecillo se dio la vuelta y se puso a hacer
¿conoces la historia de Alba? ¿Sabes de dónde ha ve- algo en el laboratorio.
nido? —¿Qué haces?
—Contaba una leyenda que, hace mucho tiempo, —Prometí a Alba una luz que nunca se apaga.
antes de que la vida en el mundo terminara, algún —¿Y eres capaz de hacer eso?
monje alguna vez escuchó el canto de un ruiseñor que
le hizo dormir por trescientos años y despertar como —No lo sé.
si nada. Ese canto, por un extraño azar, llegó al sitio —Vas a mezclar posibles.
donde Alba se echó una vez a dormir. Cuando desper- —Sí. Puedes quedarte, si quieres.
tó, el fin de los tiempos había quedado atrás. —No. Mi cabeza está caliente. Voy a salir a la noche,
—¿Y tú? a enfriar mi mente un rato. ¿Necesitas esta lámpara?
—Yo estuve escondido en el bosque. Estaba allí —Llévala contigo. La oscuridad y yo somos buenos
cuando ella se echó a dormir, y estaba allí cuando can- amigos.
tó el ruiseñor. Pero el canto no causó en mí el efecto —La llevaré, aunque tampoco la necesito. Pero creo
que causó en ella. Será porque soy solo un autómata, que es un buen momento para dudar de lo que necesi-
pero lo mismo pasaba en la mayoría de las personas; to y lo que no. Además, he notado que con la luz puedo
para casi todos no era más que cualquier otro canto. crear sombras a mi gusto. Si ilumino aquí, aparece esa
Hay algo misterioso en las pocas personas que han sa- sombra allá; y si muevo la luz hacia acá, aquella otra
bido escucharlo con el alma… Sé que Alba, mientras sombra se muestra por el otro lado. ¿La ves? Es distinta
se quedaba dormida, se preguntaba dónde estaría la de la primera.
luna. Era una noche oscura, y creo que, en su corazón, —Arte.
su pregunta era profunda como un abismo lleno de
sombras y tempestades. —¿Qué has dicho?
Sentí que Gonos tomaba aliento antes de hacerme —Que has hablado como un artista. Has descrito
la siguiente pregunta, como si hubiese deseado por el arte.
mucho tiempo tener la oportunidad de hacérmela, y —No lo sé. Solo decía, por decir.
ahora la tenía por fin. Y me marché de la abadía.
—¿De verdad no me recuerdas? ¿Ni me reconoces?

54 55
He completado la transcripción de los primeros cua-
tro capítulos del manuscrito de Mat. Salí a dar una vuel-
ta. Yo también necesitaba tomar aire. Regresé al bosque
negro, allí donde estas páginas cayeron del cielo.
Hoy no hay en el firmamento una sola nube. Las es-
trellas, esas que en tiempos de Mat habían dejado de
brillar, están ahora en su sitio. Cada una reluce con su
lejanía y su inabarcable pequeñez. Una brisa suave se
desliza con cuidado por entre las hojas de los árboles.
El bosque negro está en el mismo lugar donde, an-
taño, estuvo la abadía. Esta, en realidad, aún está allí,
pero asfixiada por las raíces y los gruesísimos troncos.
Sus muros, que en otro tiempo fueron fronteras maci-
zas e inexpugnables, hoy están atravesados por multitu-
des hechas de musgo, hiedra y madreselva; las lianas se
abren camino por entre los tejados y se descuelgan sobre
las aguas espesas y pantanosas del fondo.
A menudo vengo a este sitio. Es mi refugio. Nadie po-
dría entrar aquí, pues se perdería. Yo no me pierdo por-
que conozco cada escombro de la abadía. Lo que para
otros es un laberinto de árboles irreconocibles es para
mí, y lo será por siempre, el sitio donde conocí a Mat; y
siempre hay algo, al menos un pequeño trozo del pasa-
do, que, aunque aplastado por las gruesas raíces, asoma
lo suficiente para ayudarme a reconocer cada rincón.
Bajo esas gruesas raíces tengo mis escondrijos. En
ellos conservo mis pequeños tesoros; todas esas cosas
antiguas, de aquel tiempo lejano en que brillaba el sol,
y que he encontrado mientras exploro los cimientos del
mundo que habito ahora. Cosas que reconozco de aquel
siglo diecinueve, cuando yo nací, cuando los humanos

57
llevábamos aún la cuenta de los años; también cosas de
mucho antes que eso, y que yo no pude conocer salvo
en los libros de historia; y cosas de mucho después, de
los siglos que siguieron, antes de que llegara el fin de los
tiempos.

5
Hoy trepé hasta la rama que se confunde con lo poco
que queda del pináculo de la iglesia. Me recosté y cerré
los ojos por un rato. Entonces dije en voz alta:
-Mat.
Sin gritar; apenas pronuncié la palabra. Pensando
que, quizás, Mat estaría oculto en medio de los árboles,
La tormenta había cesado. Mis pies se hundían en
como hizo durante varios siglos, antes de que pasara el
el barro y debía tener cuidado con cada paso que daba
ruido. Antes de levantarse y salir a caminar.
para no resbalar. La humedad en el aire me llenaba los
Pero nadie respondió. ojos. Elegí al azar cualquier dirección y me puse a ca-
minar, y tuve dos encuentros; y me empiezo a pregun-
tar qué tan vacío está en verdad este mundo que, hasta
hace muy poco, yo suponía vacío. La noche es eterna.
La lámpara en mi mano es un día que llevo conmigo,
un día pequeño, reducido a pocos metros a la redonda,
y está a punto de agotarse. Las sombras despiertan a
poca distancia de mis pasos, en el límite de la luz, y las
dejo atrás y serenamente regresan a la gran oscuridad.
Aparece frente a mí una nueva criatura y me deten-
go. No entiendo de qué se trata. Sé que es una criatura
porque se mueve; pero, si tuviera que describirla, solo
podría decir que es una caja. Una caja se mueve frente
a mí. No sé si tiene ojos, pero sé que me mira; y se de-
tiene también.
—¿Quién eres? —pregunto.

58 59
No responde. Escucho el latido de su corazón, pero —Temía que no me vieses —me dijo—. Estarías ya
no como una palpitación sino como un leve zumbido. en el fondo de la tierra. Pero por fin te das cuenta de
—Sé que eres alguien —continúo—, pero no puedo que existo.
distinguirte. Mis ojos no me dicen más de ti que lo que —Entonces, ¿también has estado en la abadía? ¿Y
puedo reconocer y, por lo pronto, todo lo que sé es que me has visto allí antes?
eres una caja. —Vivo en la abadía.
Se acerca lentamente. —¡Cosa rara! Me pregunto de cuántos seres he esta-
—¡Detente! do rodeado y por cuánto tiempo.
Intenta tocarme. Busco mis huellas para correr por —Supongo que también has visto a Gonos. Solo es-
donde vine, pero mis huellas no están. Parece que, en tamos nosotros dos, no verás a nadie más. El resto del
el último tramo, he caminado por un barro duro como planeta está vacío.
piedra. No sé si la caja me persigue, solo sé que siento —No lo creo.
el mismo miedo que me hizo correr bosque adentro —¿Por qué lo dices?
hace muchísimo tiempo, cuando huía de los fantasmas
de Villa Diodati. Creo que, si volteo hacia atrás, la caja —Lo digo por Alba, y por la caja que me perseguía.
brincará sobre mí. Trepo por un peñasco y, al llegar —¿Alba? ¿Y una caja…?
a la cresta, olvido detenerme o, al menos, desplazar Me enderecé. Los autómatas no necesitamos des-
el centro de gravedad de mi cuerpo, lo cual es clave cansar. Solo tuve que esperar unos minutos para que
cuando varía la horizontalidad de mi andar. Me des- mis espirales y trinquetes volvieran a su ritmo.
plomo por el lado opuesto al que trepé y caigo en un —Entiendo que no sepas a qué me refiero con la
pequeño pantano. Me hundo. caja, pues yo mismo no lo sé. ¿Pero no conoces a Alba?
—¡Ayuda! —grito. A diferencia de lo que yo pensa- En realidad llegó a la abadía hace muy poco. Creo que
ba, la caja no me ha seguido. Gonos apenas ha tenido un breve encuentro con ella,
—¡Sujeta la vara! —escucho una voz femenina. cuando le dio de comer.
Así conocí a Fana. Su estatura era la misma que la —Ha pasado algún tiempo desde que estoy fuera.
de Gonos; por lo demás, parecía una mujer como cual- Creo que ya es hora de regresar —y se cargó en la es-
quier otra. Me sujeté del bastón que me ofrecía, que palda una mochila casi más grande que ella—. ¿Vienes
para ella era como un cayado que superaba la altura conmigo?
de su cabeza; en cuanto estuve fuera del pantano me —Puedo llevarte sobre mí, si quieres.
desplomé sobre el suelo. —No es necesario. Me gusta caminar.

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Caminamos. ella, y puedo decir que era el sonido de un gran puña-
—¿Qué cosa sois? —pregunté. do de piedras de diversos tamaños.
—No somos ninguna cosa —sin detenerse, me miró —¿Piedras?
con extrañeza—. Aun cuando, por fin, nos puedes ver, —Materia prima —respondió.
¿no sabes quiénes somos? —¿Con esto fabricas los milagros? ¿Con simples
—Tú y Gonos hablan como si debiera saberlo. Pero trozos de barro? ¡Lo más simple de lo posible, para
no, no lo sé. conseguir las cosas imposibles! Gonos me contó del
—¡Eso es muy extraño! Y tú, ¿quién eres? Siempre arte de la mezcla.
lo quise saber. —Es el arte de la alquimia. Sin embargo, yo no fa-
—Yo sí soy una cosa… en algún sentido. Soy un au- brico nada. Él se encarga de eso. Lo mío es estar fue-
tómata. ra. No soporto mucho tiempo en medio de todas estas
—Un autómata… No pareces una cosa. paredes.
—Lo sé. Tampoco me siento como una. Pero debo Fana se quedó un rato en silencio, mientras acomo-
pensar según los hechos, y los hechos son que soy una daba de alguna manera las piedras que había traído.
compleja pieza de relojería. Y solo eso. Una cosa. —Entiendo que hay también un arte de buscar —
La lámpara agotó su luz. La abandoné en el camino. dije—. Al alquimista no le sirve cualquier piedra, para
conseguir sus mezclas maravillosas.
—¿Algún día me diréis por qué habláis como si yo
debiera saber quiénes sois? —pregunté. No me respondió. Pensé en ese momento que no
quería responder mi pregunta; con el tiempo entendí
—Lo haremos. Te advierto, eso sí, que será lo más que Fana amaba el silencio. Amaba irse lejos, sola, y
extraño que has escuchado en tu vida. cuando estaba en la abadía amaba irse aún más lejos
Llegamos a la abadía. Noté, al otro lado del claustro, dentro de sí misma. De pronto callaba y olvidaba que
que había una luz en el refectorio. Pero no nos dirigi- estaba conversando conmigo, pero era solo porque te-
mos allí. nía cosas que hacer en su alma.
—Ven —dijo la pequeña Fana, y entramos al labo- Me cansé de esperar y salí a la galería. Me encaminé
ratorio. hacia el refectorio, donde había percibido un resplan-
Vació el contenido de la mochila en algún sitio jun- dor desde el otro extremo del claustro, y entré.
to a la pared. Como todo estaba oscuro, yo no podía La mesa en el centro del comedor estaba llena de
saber de qué se trataba exactamente; pero en las som- espléndidos manjares. Una luz flotaba por encima de
bras he aprendido a ver con los oídos, lo mismo que esta, en el aire, sin nada que la sostuviese. Alba apenas

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comenzaba a comer. Junto a ella había un banco para cambio, me ha contado mucho. —Al decir esto último,
mí, y Gonos estaba sentado en una de las esquinas de me miró con una extraña sonrisa que no pude com-
la mesa. prender—. Mi nombre es Alba y es un misterio cómo
—Ven —dijo el hombrecillo—. Sé que lo tuyo no es llegué aquí. Algo que tiene que ver con una leyenda
comer, pero la compañía es también alimento. maravillosa. Lo cierto es que me acosté a dormir hace
Tomé asiento. unos días, era el año 1835, y cuando desperté habían
pasado tres siglos y todo había terminado. Pero ahora
—He conocido a Fana —dije. descubro que este mundo puede estar cualquier cosa,
—¿Fana está aquí? —preguntó Alba. menos vacío y acabado.
—Va cuando quiere y vuelve cuando quiere —dijo —Debes estar desolada, si en un instante lo perdiste
Gonos—. Mírala, aquí viene. todo.
Fana trepó a la mesa y se sentó junto al pequeño. —¿Desolada? —Lo pensó un momento—. Al prin-
—¡Cuánta cosa exquisita! —exclamó. cipio me asusté, cuando estaba sola, pero ya no. En
—Aquí nadie pasa hambre —dijo Gonos. cuanto a lo que dejé atrás, creo que lo había perdido
Yo miraba la luz, extrañado. ¿Cómo es que no caía todo desde hacía mucho tiempo. Desde que era una
al suelo? niña.
—Gonos la hizo para mí —dijo Alba—. ¡Tócala! —En cierto sentido, Alba y yo somos hijos de la mis-
ma noche —dije—. ¿Conocéis los mitos de la criatura
Extendí el brazo y la toqué con la punta del dedo. La de Frankenstein, y del elegante y excéntrico vampiro
luz, que parecía una gema que no hacía otra cosa que que chupa la sangre de sus víctimas humanas? Ambos
brillar, se deslizó unos centímetros y se quedó quieta fueron concebidos la noche del 16 de junio de 1816,
de nuevo, sin caer. durante una tormenta en una casa junto a un lago no
—Y puedes tomarla y no quema. —Alba la encerró muy lejos de aquí. Lord Byron, precisamente el padre
suavemente con su puño. La luz se filtraba por entre de Alba, lanzó esa noche una apuesta, y el fruto son
sus dedos, como si se deshiciera en serenos hilos lu- esas historias. Cuando eso ocurría, Alba, tú estabas ya
minosos. Luego la dejó flotar de nuevo por encima de en el vientre de tu madre, allí con todos ellos.
la mesa. —Lo sé. Puede decirse que mi padre era el vampiro.
—Y tú, ¿quién eres? —preguntó Fana a la chica, Aunque sé que mi madre sobrevivió a sus colmillos,
cuando los tres empezaban a comer con entusiasmo. de alguna manera, pero yo no. Nací como Alba, pero
—Cierto, no me conoces. Gonos me ha hablado mi madre no pudo hacerse cargo de mí y me entregó a
de ti, pero tú de mí no sabes nada. De vosotros, en Byron, quien prefirió ignorar mi nombre y mi historia

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y, con el nombre de Allegra, me abandonó en un con- horror a los espectros que no tenían explicación racio-
vento en Italia; allí fui dada por muerta desde niña. Por nal? Tuve que darme un golpe en la cabeza, al menos
muchos años no fui otra que Allegra Byron y olvidada para detener por un momento el giro de mis pensa-
por todos. Ahora tengo dieciocho, mi nombre es Alba mientos. Entonces tomé la copa de vino de Alba y bebí
Clairmont y estoy aquí. Y por fin he podido arrancar un largo trago. No sé por qué lo hice. Fue un impulso
los colmillos que mi padre dejó clavados en mi cuello. desesperado. El líquido, caliente, cayó en el pozo de mi
—En aquel tiempo la historia del vampiro fue escri- alma. Los tres me miraban mientras yo no sabía qué
ta por el joven Polidori, quien, en efecto, veía en Byron hacer conmigo mismo. Devolví la copa a la mesa, y me
al vampiro que le arrancaba la vida a pequeños sor- quedé quieto mientras pasaba la oscuridad que bro-
bos. Polidori era el médico del poeta, pero también era tó de pronto en mis pensamientos. No sé si dije algo
su sombra. El relato sería publicado con el nombre de mientras volvía a mis cabales, pero, cuando desperté,
Byron. Polidori, finalmente, se quitaría la vida. Como Alba secaba una gota en mi mejilla.
veis, la historia está llena de fantasmas en todas las al- —No somos hadas —dijo entonces Gonos—. Pero
mas, y no solo los que aquella noche fueron conjura- puedes beber otro trago, si lo necesitas.
dos en la vieja casa.
—Y tú —quiso saber Gonos—, ¿por qué tú eres
también hijo de esa noche?
—Yo apenas empezaba a llenar mi cabeza con lo
que veía y lo que escuchaba. Y, antes que nada, aprendí
el miedo a los espectros y a todas esas fantasías góti-
cas. En ese momento no supe hacer otra cosa que huir;
ahora me considero afortunado de que tales seres no
existan. Si existieran, estoy seguro de que el horror me
consumiría en un instante.
—Que yo sepa, Fana y yo no somos posibles en el
mundo que conoces. ¿No seríamos, entonces, parte del
terror que tanto temes?
—Sois hadas. No encuentro otra explicación a
vuestra existencia.
Me escuché decir eso sin saber si era en verdad lo
que yo creía. De no ser así, ¿qué tan cerca estaba del

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—¿Dónde comienza la vida y dónde termina? —
continuó Gonos—. Un joven obsesivo abandona sus
estudios y da vida a una criatura humanoide a partir
de trozos de cadáveres; un hombre de la aristocracia
londinense seduce a jóvenes mujeres y clava sus col-
millos en ellas, succionando su sangre y su vida entera.
Con el tiempo el mundo hablaría de condes inmorta-
les gracias al fluido vital que bebían del cuello de sus
víctimas. Tenemos, entonces, una noche de tormenta
en que se habla de muertos y espectros, mientras la
vida brota en el vientre de Claire Clairmont. Del vien-
tre de esa noche brotan unos seres que dan vida y otros
que la quitan. Quien la da será víctima de lo que ha
dado; quien la quita vivirá por siempre gracias a ella.
Y todo esto lo conversamos ahora, en un mundo don-
de la vida ha terminado, pero con nosotros está una
mujer que ha brincado por encima del fin del mundo;
y un autómata que, por lo que sé, no es otra cosa que
una máquina construida con trozos de relojes y, sin
embargo, se ha puesto a beber porque tiene miedo. Y
todo esto, mi buen amigo, cuando aún no te hemos

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contado lo que a Fana y a mí nos ha dado la vida. En- —Sé de un descubrimiento que alguien hizo en
tonces, pregunto de nuevo, ¿dónde comienza la vida y aquel tiempo —continuó—, por los días en que hui
dónde termina? del convento. Hay en la luna mares y bosques, y jardi-
—Y no somos los únicos aquí —agregué, ignorando nes de amapolas; hay allí pequeños bisontes, anfibios
el sarcasmo sobre mis temores y mis bebidas—. Hace que ruedan por las laderas de los montes, castores in-
apenas un rato, mientras yo estaba fuera de la abadía, teligentes y cabras con un solo cuerno; hay, incluso,
poco antes de conocer a Fana, vi algo como una caja hombres que vuelan con alas de murciélago y que han
que caminaba hacia mí. No puedo decir exactamente construido templos de zafiro. Sabemos que la vida ter-
qué era, pues mi mente no ha sido capaz de comparar- minó aquí, pero no sabemos qué pasó allá arriba. A lo
lo con nada para reconocerlo, pero con toda seguridad mejor allí todo sigue igual.
esa cosa tenía vida. —Aun si eso fuera cierto —dijo Fana, luego de pen-
—Diría yo que fue una alucinación —dijo Fana—. sarlo un momento—, ni siquiera sabemos si la luna
Hace tiempo que me dedico a viajar por los alrede- sigue allí. Todo en el cielo es oscuridad, como si no
dores y puedo asegurar que estamos solos. Somos las quedase nada por encima de nosotros.
únicas criaturas con vida o con algo parecido a la vida, —O, quizás, es más bien demasiado lo que hay en-
flotando como una mota de polvo en el universo. cima de nosotros, tanto que nos impide ver lo que hay
—¿Alucinación? No. Los autómatas no alucinamos. allá en el cielo. Recién pasó una tormenta, ¿hace cuán-
Es posible que yo no tenga idea de lo que he visto, pero to estaban esas nubes ahí? Y es evidente que aún no se
si lo vi es porque allí estaba. han descargado del todo.
—Si un día el viento echa una brizna dentro de tu —Con nubes o sin nubes —dije—, las criaturas que
cabeza, y va y se te enreda en el pivote del pensamien- describiste son imposibles, Alba.
to, te aseguro que alucinarías, como cualquiera de no- —¿Como nosotros? —preguntó Gonos, desafiante.
sotros —sentenció Gonos. —Sí, como vosotros.
—En el planeta —aventuró Alba—. Flotando como —Mat, tendrás que hacer algo con tus fronteras de
una mota de polvo… en el planeta. lo imposible. No puedes pensar que solo es posible lo
—¿Qué quieres decir? —preguntó Fana. que eres capaz de razonar o reconocer, más aún tratán-
—Que estamos solos en el planeta, pero no en el dose de la inteligencia de un autómata, que debería ser
universo. certera como una flecha y no dar tantos rodeos para
Todos la miramos, desconcertados. entender lo que tienes frente a ti.

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—Yo no puedo elegir lo que pienso. El arte de pen- —Le pasó también cuando lo conocí —explicó
sar también es un arte de mezclar, como tus alquimias. Alba—. Cuando apenas aprendía el arte de comuni-
Pienso la mezcla de dos cosas que son reales. Aceptar carse. ¿Mat…?
tu existencia exigió de mí la mezcla de dos posibles —She dwelt… Yo no…
que, juntos, hacen un imposible. Me refiero a tu apa- Y entré en un profundo silencio del que no pude
riencia y tu tamaño. Juntos no pueden ser. Eso dañó en salir. Por más que me preguntaron qué pasaba conmi-
alguna medida mis engranajes, estoy seguro. No pue- go, no fui capaz de responder. Sabía que mi cabeza se
do darme el lujo de seguir aceptando lo que, evidente- esforzaba más de lo que podía, tratando de asimilar
mente, no puede ser. cosas que no me era posible asimilar. Debía resolver
—Entonces —dijo Alba—, no te quedaría otra que la cuestión de que yo mismo era un ser imposible y,
aceptar la posibilidad de la alucinación, pues lo que mientras tanto, no sería capaz de existir. Finalmente
dices es que no estás dispuesto a aceptar lo que está me levanté y me retiré al dormitorio. Entré en la pri-
frente a tus ojos. mera de las celdas y me acosté en el camastro. Cerré
—Tampoco es posible que un autómata alucine. los ojos e, incapaz de cualquier otra cosa, esperé.
—Yo comenzaría por aceptar que ni siquiera es Cuando fui de nuevo consciente de lo que pasaba a
posible que un autómata se comporte como tú —dijo mi lado, Alba estaba sentada en el borde del camastro.
Fana, que había estado un rato abstraída—. También —¿Existen? —pregunté.
he leído los libros de la biblioteca; muchas veces los —¿Los hombres de la luna?
leí a tu lado, mientras tú no me veías. Y te aseguro que
los autómatas de tu tiempo no hacían más que trazar —No… Gonos y Fana.
dibujos y tocar pequeñas melodías. Y siempre, por —También —y tomó mi mano.
cierto, la misma melodía y el mismo dibujo. Mecánica —Entonces…, también existo yo.
pura. Compleja, sí, pero no más que relojería. El sim- —Y yo misma soy imposible, aquí contigo. Gonos
ple hecho de que puedas hablar no es posible para al- me habló de lo que le contaste sobre mí. De la leyenda
guien de tu especie. Mat, ¡tú mismo eres un imposible! y el ruiseñor. Lo que me pasó también es imposible,
Por un rato no supe qué decir. Mis ideas no conse- ¿cierto?
guían ponerse en orden. Dije por fin: —Todo. Todo es imposible.
—She dwelt among the untrodden ways. Y agregué, después de un momento:
—¿Qué dice? —preguntó Gonos. —Pero está.

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—Podrías dudar, mejor, de las cosas posibles — —¿Y ahora? ¿Aún lo eres?
sonrió—. Sería más sencillo para ti. —No. Creo que eres un monstruo solo si hay al-
—Si quieres hacerme reír, no lo vas a conseguir. Los guien que piensa que lo eres. Aquí, nadie ve en mí más
autómatas no reímos. que lo que soy. Tú, por ejemplo, si no entiendes algo de
—Estás sonriendo. mí, me lo preguntas. Y no decides, antes de preguntar
—No…, eso es imposible. o de tratar de entender, que soy un monstruo.
Y Alba echó a reír. Quizás yo también, no lo sé. —Pero… Antes, en aquel 1835, ¿te veían como un
monstruo? Si yo fuera humano, sé que pensaría que
Me enderecé y me senté junto a ella. eres un bello ser.
—No soy bueno para mezclar —dije—. Todo mi —No sé cómo explicarlo. Quizás sea muy extraña
esfuerzo por hacer la mezcla de dos cosas que veo es mi manera de ver las cosas, pero creo que todos nos
apenas para entender lo que ya existe; y ni siquiera eso veíamos como monstruos. Espero, al menos, yo nunca
lo consigo del todo. Siento que mi cabeza se desgasta haber sido así; pero, como a ti, me pasa que yo misma
para reconocer la realidad, cuando a vosotros os basta no siempre estoy segura de lo que soy. Lo que quie-
con abrir los ojos y mirar. ro decir es que las personas a mi alrededor, todas, de
—Cada cabeza tiene sus propios montes que trepar. alguna manera veían las diferencias como horribles
No eres el único. Cada cual a su manera. monstruosidades, y todas, a la vez, eran diferentes en
—Lo sé. A veces pienso que para ninguno de noso- algo. Pero supongo que yo siempre me sentí más dife-
tros puede ser tan difícil como para ti. Alba… ¿De qué rente que cualquiera… Quizás por pensar estas cosas
huías, cuando te fuiste del convento? Llegaste tan lejos tan extrañas. No lo sé.
y ahora estás tan sola, ¡rodeada por seres imposibles! Las palabras de Alba me hicieron sentir algo dolo-
—Os prefiero a vosotros antes que todo lo que me roso en el pozo húmedo de mi pecho.
rodeaba, aunque apenas os conozco. Aun con eso, es —¿Será que, para mí, Gonos y Fana son dos peque-
mejor lo extraño que lo que conocía. El mundo que ños monstruos…? Después de todo, no fui siquiera ca-
conocía… Yo no existía en ese mundo, ¿entiendes? Yo paz de percibirlos… También parece esa una manera
era imposible en ese mundo. Encerrada toda mi vida, de pensar que lo son. Como si no existieran.
sabía que lo que había afuera no era mejor que lo que —Mat… —Hizo una pausa antes de continuar—.
había donde yo estaba. Por eso cuando hui del con- De eso quiero hablarte. De ellos.
vento no se me ocurrió otra cosa que viajar a la casa
donde nacieron los monstruos. Yo, en cierto modo, era La miré. El tono de su voz había cambiado, como si
un monstruo también. se hubiese enfriado de pronto.

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—¿Qué pasa con ellos? que fueron… creados… o… es decir… en el labora-
—Son obra tuya. Tú los creaste. torio… She… dwelt… ¡Espera! Gonos y Fana… ¿son
Mi cabeza no hizo ningún esfuerzo por mezclar con homúnculos?
nada lo que ella me decía. No tenía con qué entender- Alba me tomó con una mano, con la otra tomó la
lo; la idea era del todo abrumadora. Solo permanecí luz perpetua que flotaba en el aire junto a nosotros y
inmóvil, esperando que continuara. me condujo al laboratorio. En cuanto entramos reco-
—Gonos me lo contó. Él y Fana lo saben. Por eso nocí muchísimas cosas que antes no había reconocido.
les sorprende que hasta ahora no los hayas reconocido. De pronto estaban allí, y siempre habían estado allí,
aunque parecía como si nunca antes las hubiese visto.
—Yo… Cómo… Recordé, pues en algún sitio recóndito de mi memoria
—Al principio, cuando ellos comenzaron a existir, reposaba, cuando entré alguna vez allí mismo y encen-
no sabían de dónde habían venido. Fana estuvo prime- dí el fuego del atanor, y coloqué el alambique sobre él;
ro; Gonos, un tiempo después. Tú estuviste aquí desde recordé cómo controlaba el fuego con la misma exac-
siempre, aunque no los veías. Su mundo era el labora- titud con que mi cabeza elabora sus más finos pensa-
torio de alquimia, pues allí habían nacido; después su mientos, llevando la temperatura de un extremo a otro
mundo fue toda la abadía, y más tarde Fana se aven- del calor sin titubear un solo instante; cómo mezclaba
turó a investigar los alrededores. Luego aprendieron el las sustancias en el alambique y lo colocaba en el sitio
arte de la alquimia, y al entender su funcionamiento, exacto, mientras el horno lo incubaba con el mismo
junto con las evidencias que en el laboratorio habían celo con que yo lo mantenía encendido; y cómo, des-
quedado, comprendieron su propia historia. pués, conservé a la criatura en el recipiente con los ma-
—¿Y cuál es esa historia…? yores cuidados, llevándola del calor al frío, del rocío a
—Es, en cierto modo, la tuya también. Sé que no la sequedad, hasta que despertó y me miró, y con los
eres consciente de todo lo que haces, y que solo re- ojos me preguntaba qué soy. Y recordé ahora que, en-
conoces lo que entiendes, incluso en tus propios ac- tonces, todo eso lo hice; pero sin saber que lo hacía, ni
tos; y que, por eso, hay cosas que has hecho de las que lo que hacía, ni por qué, como un experto alquimista
no conservas el menor recuerdo. Hace algún tiempo, y a la vez como un niño que lo ignora todo. Dos veces
cuando llegaste aquí, aprendiste a usar los aparatos del lo hice. Gonos y Fana, en efecto, existían gracias a mi
laboratorio. ¿Has leído algo de los homúnculos que imprudente paso por el laboratorio.
creaban los alquimistas? —¡Mi agua desborda el pozo que llevo dentro!
—Sí… Pequeños seres, en todo como hombres, la Quiero llorar, pero no sé cómo.
única diferencia es su tamaño. Y que no han nacido;

76 77
—Recordar de pronto todo esto es mucho para ti. seguro. ¡Y todo eso dentro de mí! Claro que es ma-
¿Quieres estar solo? ¿Quieres quedarte aquí? ¿Quieres ravilloso… Pero lo maravilloso quema mi cabeza. No
quedarte conmigo? quiero que nada sea maravilloso.
—Vamos al campanario. —A veces me pregunto cuál es la diferencia entre
No recuerdo nada desde que abandonamos el labo- un autómata y yo. —Alba miró al cielo negro—. O en-
ratorio hasta que estuvimos en el campanario. Mi ca- tre cualquier humano y un autómata.
beza estaba nublada. Cuando volvimos a conversar yo —Naciste y un día vas a morir. Yo solo fui construi-
estaba sentado en el borde del vano, con los pies en el do. Soy un reloj por el que no pasa el tiempo. No voy a
aire, como cuando Alba llegó a la abadía; pero, ahora, morir. Mis días acabarían solo si me desplomara y me
ella estaba junto a mí. partiera en mil pedazos.
—Todo esto es muy confuso —dije. —No quiero que eso pase.
—Cuando pase la confusión, verás que es simple- —¿Por qué a veces tomas mi mano…?
mente impresionante. Muere toda vida en el planeta, —¡Mira! —y señaló a lo alto.
pero un autómata queda por descuido en funciona- Por un instante, solo por un instante, una mancha
miento… y, sin saber lo que hace, ¡por accidente!, do- blanca apareció en medio de las sombras.
mina las artes alquímicas y devuelve la vida al mundo;
una vida pequeña, al menos. Por otro lado, un pajarillo —¡Es la luna! ¡Estoy segura!
de leyenda me trae a mí para ser parte de esto. ¡Yo creo —Solo vi un leve resplandor. Pero no estoy ahora
que es maravilloso! para ponerme a pelear con lo que veo. Además, decir
—Lo es, lo sé…, ¡pero quema mi cabeza! que la luna sigue allá arriba tiene más sentido ahora
que cualquier excusa para no creerlo.
—No pienses mucho en eso. Lo que no entiendas
ahora lo entenderás más tarde. ¿Sabes? Me gusta la Las nubes negras lo cubrieron todo de nuevo.
manera en que comprendes las cosas. Lo que no en-
tiendes, en algún sitio lo guardas hasta que seas capaz
de entenderlo. Eso también es maravilloso, Mat.
—Ese sitio que dices es como un pozo que llevo
dentro, al menos así le llamo. Y mi cabeza no es capaz
de asomarse allí. A veces me atrevo a llamarle alma,
aunque sé que no lo es. Es solo agua, pero es un agua
muy extraña. Es un abismo lleno de tormentas, estoy

78 79
7
Me despertó un leve empujón en el hombro. Nos
habíamos quedado dormidos en el campanario.
El problema es que los autómatas no dormimos.
Y no solo eso: había tenido un sueño. Los autómatas
tampoco soñamos.
Soñé con un mar inmenso, cuyas olas desafiaban
el cielo como si fueran enormes montañas. Las nubes
tenían un profundo color rojo, como el de la sangre,
y un viento ruidoso y pesado cabalgaba con violen-
cia sobre las aguas. Yo navegaba en un pequeño barco,
pero, continuamente, la tormenta púrpura me lanzaba
al mar. En cuanto trepaba por la borda era devuelto al
abismo. Si acaso lograba sostenerme por un momento
en la embarcación, miraba al fondo de las aguas y veía
la sombra de monstruos descomunales que luchaban
contra las corrientes, a pesar de sus tamaños gigantes-
cos. Era tanta la rabia del océano que aquellas bestias
chocaban unas con otras, de tal manera eran empuja-
das por los golpes del agua bajo la superficie. De vez en

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cuando una de ellas era lanzada por una tromba hacia —¡Mat!
el cielo para, al instante, desplomarse en el mar. La caja giró hacia ella. La miró un momento y luego
Abrí los ojos. Traté de encontrar en algún sitio regresó hacia mí.
dentro de mí una explicación a mi extraño comporta- —¡Alba! —grité, mientras sentía que la gárgola, tan
miento. No la había. Miré a mi lado, buscando los ojos antigua y tan dañada por los siglos, estaba a punto de
de Alba, y junto a mí había una sombra. ¿Quién me desprenderse—. ¿Reconoces qué es lo que me persi-
había despertado? gue?
Alba aún dormía a un par de metros de donde yo Pero la gárgola cedió. Caí en el vacío y, mientras lo
estaba. La luz perpetua flotaba en el aire junto a ella. hacía, cerré los ojos y preferí no sentir. Y aquí es don-
Me levanté de un salto y miré la sombra que estaba de comienza mi aventura gótica, pues hasta ahora mi
a mi lado. La reconocí en cuanto se movió hacia mí: mente no había hecho otra cosa que conocer, con rela-
era la caja que me había perseguido en el barro. Di tiva serenidad, a los seres que el misterioso azar había
un paso atrás sin pensar en nada y caí por el vano del puesto en mi camino y que, al no significar para mí
campanario. Me detuvo la cubierta de la iglesia, por ningún peligro, no habían despertado en mi espíritu
la que rodé hasta sujetarme de uno de los pináculos los tormentos del horror. Tormentos que no desperta-
que sobresalían del edificio. La caja, lentamente pero ron aún mientras caía, pues no tuve tiempo para pen-
con movimientos seguros, se deslizó hacia mí. Me dejé sar en las posibles consecuencias del golpe, pero que
caer unos metros más y me sujeté con fuerza de la gár- fueron reales cuando, no sé cuánto tiempo después,
gola; ahora no había bajo mis pies más que el barro, abrí de nuevo los ojos.
y la caída sería alta. La caja extendió un brazo largo y Al principio pensé que estaba acostado, pues todo
delgado e intentó sujetar mi mano. mi cuerpo se apoyaba en una superficie sólida. La os-
—¡Quién eres! —exclamé. curidad y el silencio eran absolutos.
La miré con atención. Aún no era capaz de reco- Esta vez no hubo el sueño del barco en el mar, ni
nocer más que una caja, que tenía el tamaño de una cualquier otro sueño. Pero sabía que también había es-
mesa pequeña, pero pude distinguir sus ojos, que eran tado un rato, o quizás una eternidad, inconsciente. La
dos lucecillas de color verde esmeralda. Uno de los dos única explicación para este desvanecimiento era que el
parpadeaba. Me miraba sin decir nada. mecanismo de mi mente se había detenido. ¿Por qué?
La poca luz que salía del campanario se acercó a ¿Necesitaba descanso? ¿Comenzaba a deteriorarse? ¿O
la noche. Alba había despertado. Al instante la vi aso- lo hacía con algún propósito, como dar tiempo a otras
marse por el vano, sosteniendo con una de sus manos partes de mi cuerpo para que hicieran sus propias ca-
la luz perpetua. vilaciones? En cualquier caso eso podría explicar los

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desmayos, pero no el sueño anterior. ¿De dónde había Entonces, estoy atado.
venido la imagen del barco? Estas cuestiones echaron Ahora bien, dije atado porque pensé en cuatro
a andar poco a poco el giro de las ruedas dentro de mi cuerdas que apretaban mis cuatro extremidades; pero
cabeza, como un lento despertar. Tardé un rato en ha- si intento extender las manos o los pies, el sonido al
cerme la pregunta más urgente: ¿dónde estaba? golpear contra la pared no es el de una cuerda. Esto
Mi pensamiento giraba con cautela. Aun si todo es- son cadenas. ¡Encadenado! Puedo pensar que mis mu-
taba oscuro tenía mis ojos muy abiertos. Estaba atento ñecas y mis tobillos son prisioneros de cuatro grilletes
al menor sonido, aunque todo era silencio y quietud. de metal.
Entonces intenté levantarme y descubrí que no estaba —Estoy en pie, esclavo de una pared. Cuatro cade-
acostado. nas me impiden huir, probablemente empotradas a las
—¿Qué pasa…? gruesas piedras que conforman el muro.
Pero es difícil para un autómata saber lo que pasa Me siento desolado. Después de siglos de tener las
cuando no se cuenta con el sentido de tacto. No estoy ideas más perspicaces, descubro hoy que no soy capaz
hecho de piel. ¿De qué estoy hecho? Nunca antes me lo de distinguir entre estar acostado y estar de pie. Lo más
pregunté. ¿Soy acaso de bronce? obvio, como la gravedad o el paso del tiempo, escapa
—Lo importante ahora es saber lo que pasa. a mi comprensión. Necesito forzar las diminutas pie-
Mi boca no decía lo que yo pensaba. Creo que en zas de mi cabeza hasta el punto de la genialidad para
ese momento había dos partes de mi mente funcio- siquiera diferenciar una cadena de una cuerda, cuan-
nando: una que se entretenía en pensar, como siempre do esta me tiene atado. O encadenado. Soy prisionero
ha sido, y que se preguntaba todo lo que le era posible de algo que no comprendo, pero, peor que eso, y aun
preguntarse, aun si no era el momento para eso; y otra si pudiera echar a correr como hice hace tiempo, soy
que pensaba en voz alta y que quería saber dónde esta- prisionero del hecho terrible de no saber comprender.
ba y, si era necesario, y posible, salir de ahí. —Tira… ¡Tira con fuerza!
Si bien mi creador no puso en mí el sentido del tac- Mi voz se empeña en salvarme. Mi cabeza se em-
to, aún tengo el de la escucha. Puedo tamborilear con peña en lanzarse a todos los abismos que llevo dentro.
mis dedos sobre la superficie: esto podría ser ladrillo. Tiro con fuerza, pero es inútil. Las cadenas no ceden.
Estoy de pie, así que debe tratarse de una pared. Pienso Entonces algo ocurre dentro de mi pecho. Es algo
que no me puedo mover, pero, después de intentar una frío. Dejo de pensar en lo que pensaba y pienso en lo
serie de movimientos en todas las direcciones, descu- que pasa en mi pecho. Tampoco eso lo puedo com-
bro que puedo mover cualquier parte de mi cuerpo prender. Por momentos me hace temblar.
salvo mis muñecas y mis tobillos.

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—¿Hay alguien aquí? Necesito saber si hay alguien cerca, y reconozco el sonido de unos pasos. Finalmen-
aquí. ¡Algo me pasa! te, una puerta se abre.
¿Es esto el miedo…? El ser que entra porta una luz. La luz se proyecta
—¿El miedo? —Mi voz ha escuchado lo que yo hacia mí y me impide ver su rostro, pero sí me muestra
pensaba. parte del recinto. Se trata de una especie de calabozo,
Y me sorprendo por haber preguntado eso. En ver- probablemente de algún antiguo castillo; no creo que
dad, ¿es esto el miedo? Nunca antes había estado en se trate de la abadía, la habría reconocido con más fa-
una situación así. Cuando hui de Villa Diodati, lo hice cilidad. Cuando mis ojos se acostumbran a la luz, sé
porque podía huir. Ahora no puedo. Cuando hui de que quien la lleva en su mano es la caja que me ha per-
Villa Diodati no llegué a sentir este frío por dentro. No seguido en dos ocasiones. No tiene rostro.
es exactamente un frío, pero no puedo describirlo. De —¿Qué quieres de mí? —le pregunto.
nuevo tiemblo. No quiero estar aquí. No quiero estar Se acerca unos pasos. No puedo distinguir si lo que
así. lleva en la mano es una lámpara; todo lo que veo es la
Una vez más intento soltarme, sin conseguirlo. luz, que cae directamente sobre mis ojos. Su brazo no
Siento algo que sube del pecho a la garganta. Es un me parece ahora tan largo como la última vez; no es,
grito. Tengo miedo, pero temo también gritar. El grito de hecho, más largo que el mío. ¿Tiene la capacidad de
es el horror, y lo llevo dentro. Ahora tengo miedo; si extenderlo a su antojo? En cuanto al resto de su apa-
dejo escapar el grito, será el horror. Empiezo a mover- riencia, no puedo hacer otra cosa que escudriñar por
me con violencia, como nunca antes lo había hecho. un rato. Le miro de pies a cabeza, aunque no tenga ni
Correr hace siglos, por más prisa que llevara, no con- cabeza ni pies. Pero mientras le miro mi mente aco-
tenía toda esta violencia. Mientras me muevo me doy moda los elementos, relaciona unas cosas con otras,
cuenta de que estoy gritando. reconoce, consigue darle una forma. Es cierto que no
—¡Calla! tiene cabeza, pero sí tiene pies. O patas, diría yo; y son
cuatro. Y no es una caja, es un arcón. Muy antiguo, que
Por un instante me quedo quieto y en silencio. Y camina sobre cuatro patas pequeñas y regordetas, he-
estoy a punto de gritar de nuevo, y de forcejear con cho con alguna madera muy oscura recubierta por un
las cadenas y con el muro, pero escucho algo que no armazón de herrajes negros. En la madera del frente
soy yo. Parece ser algo que palpita, y me pregunto si hay figuras talladas en relieve, y creo que en su parte
no habrá dentro de mí alguna cosa parecida a un co- superior también, pero no reconozco qué son estas fi-
razón, que ha estallado como una tormenta y golpea guras.
con fuerza mi garganta una y otra vez; pero no, no está
dentro de mí. Viene de allá, ahora de allí, cada vez más

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He visto antes arcones como estos, había varios en
Villa Diodati.
Pero nunca vi uno caminando.

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—¿Qué quieres de mí? —insistí.
El arcón no respondió. Se acercó y extendió hacia
mi cuerpo una de las correas de cuero que colgaban
de su costado. Con una punzada se clavó en mi pe-
cho, luego en mi cuello, luego en mi cabeza. Yo no
puedo sentir dolor físico y, sin embargo, grité como
si lo sintiera. Creo que mi mente me hizo gritar pues
reconocía el peligro en que estaba. Las punzadas en el
cuerpo me dolían en la mente. El horror dentro de mí
era cada vez mayor, tanto que por momentos mi vista
se nublaba.
—¡Para! ¡Déjame en paz!
El arcón no respondía; tampoco dejaba de hacer lo
que hacía en mí. Sus movimientos eran fríos y exac-
tos. Sin retirar la punzada de mi sien derecha, extendió
otro de sus delgados brazos y lo deslizó a pocos centí-
metros de todo mi cuerpo, de pies a cabeza. En la pun-
ta de ese brazo sostenía una tenue luz de color rojo.
Unos minutos después retiró todos sus tentáculos y se

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desplazó al otro extremo del calabozo, y allí se quedó Luego supe que no habían pasado siglos, solo unos
en silencio un rato. Finalmente, se marchó. minutos, pues pronto vería a Alba y sería aún la chi-
Pasó algún tiempo antes de que yo recibiera la si- ca de dieciocho años que había conocido hacía poco
guiente visita. Era un espectro vestido de blanco. Una tiempo. Pero eso pasaría solo cuando consiguiera es-
mujer muy alta, muy delgada, cuyos ojos enormes res- capar del castillo.
plandecían en sus cuencas y, aun cuando posaban su Que, pronto descubriría, no era un castillo; era solo
mirada sobre mí, no me miraban. Esta aparición me una gran torre. Llegué a una especie de bodega llena de
visitó varias veces, y no siempre entraba por la puer- cosas que yo no era capaz de reconocer. ¿Eran alimen-
ta. Era capaz de atravesar cualquiera de los muros. La tos? ¿Eran armas? Reconocí una: el arcón estaba echa-
primera vez no le dije nada. La segunda, le pregunté do en el suelo, contra la pared. No estaban sus brazos,
quién era y no me escuchó. La tercera, se detuvo un tampoco se veían sus patas. Sus ojos estaban apagados.
momento como si escuchara, pero no respondió. ¿Estaría dormido? Subí al siguiente aposento.
Un día, por fin, se volteó hacia mí. No dijo nada Era un salón amueblado. Reconocí una mesa y va-
pero sé que sabía que yo estaba frente a ella. Acarició rias sillas alrededor; el resto de las cosas era un miste-
mi rostro con sus manos fantasmales, de las que no rio. Como en todas las estancias, una antorcha ardía en
pude sentir la piel pero sí el frío, como si estuviesen la pared. Me acerqué a una de las ventanas y empujé el
hechas de niebla helada. Se fue y, cuando regresó, traía postigo; la luz de la luna se derramó sobre mi rostro.
en una de sus manos etéreas una llave con la que soltó ¡La luna! Me asomé y vi por primera vez el paisaje que,
los grilletes que me aprisionaban. Se marchó sin decir hasta ahora, la oscuridad había mantenido en secreto.
nada. ¡Qué distinta era la tierra después del fin del mundo!
La puerta de la mazmorra no estaba cerrada con lla- No había bosques, todo estaba desierto y, sin embargo,
ve. Salí. Lo primero que encontré fue una antorcha que todo era hermoso. Después de la tormenta de barro
ardía en una pared. Al verla retrocedí un paso, pen- los valles y los montes se habían convertido en un caos
sando que era la luz en la mano del arcón. Cada paso caprichoso de acantilados, picos afilados, abismos y
que doy me obliga a recorrer interminables caminos toscos senderos que serpenteaban como cornisas por
dentro de mi cabeza para reconocer, a duras penas, lo las paredes de los riscos, y cementerios de árboles que,
que hay frente a mí. Subí por una escalera de caracol, aun en pie, acariciaban con sus dedos negruzcos y es-
y pensé, mientras subía, que cada uno de sus escalones queléticos los bancos de niebla que flotaban en el aire.
me tomaba un siglo. ¡Tanto esfuerzo en cada paso para El firmamento se había quedado vacío de los pesados
no perder el equilibrio ni la dirección que daba vueltas nubarrones que, hasta ahora, habían permanecido por
sobre sí misma! siglos, pero era tal el resplandor de la luna que no con-

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seguí distinguir, detrás de ella, una sola de las estrellas Corrí escaleras abajo con la cuerda que había fabrica-
del cielo. do y la descolgué por la ventana del salón, pues sabía
—Alba… ¡Te preguntabas dónde estaría la luna! — que no había más ventanas en la bodega; la mazmorra,
suspiré y quise correr a la abadía; esta se hallaba lejos con toda probabilidad, estaba bajo tierra, aunque la al-
de la torre, pero no tanto como para impedirme dis- tura de la ventana sobre el suelo era aún considerable.
tinguirla, y solo algunos peñascos y hondonadas me Me deslicé tan rápido como pude hasta posarme en el
separaban de ella. mundo de barro y eché a correr hacia la abadía.
Corrí escaleras arriba, aunque sabía que la puerta Solo una vez miré hacia atrás. El espectro de la
al exterior debía estar abajo. Sin embargo, ¿por qué no mujer me miraba desde la ventana del dormitorio.
la había visto? Llegué a una estancia llena de ventanas Me pregunté si alguna vez entendería yo el misterio
y de aparatos que no podía relacionar con nada que de aquella aparición y del arcón que me torturó en el
hubiese visto antes en mis andanzas o en los libros. calabozo. Pero, al menos por ahora, no era necesario
Pensé que eran tan extraños como los que alguna vez ocuparme de eso.
vi en el laboratorio alquímico, y por eso no los podía Algunas partes del terreno se habían convertido en
reconocer; sería algo tan misterioso como uno de esos pantanos por los que no era capaz de pasar. Trepaba a
laboratorios ancestrales, dedicados antaño a las arca- un peñasco cada vez que lo hallaba a mi paso, y desde
nas artes mágicas. allí identificaba la mejor ruta para seguir corriendo.
Subí al último aposento, que era un dormitorio. Varias veces tuve que deslizarme con cuidado por las
—¡La puerta! ¡Dónde está la puerta! —exclamaba, y cornisas en las paredes de los montes, en las que ape-
subí a la cima del torreón. nas podía apoyar los talones.
Me asomé hacia abajo por una de las almenas. Po- Llegué por fin al cementerio junto a la abadía, lo
dría lanzarme desde allí, o por alguna de las ventanas atravesé a toda prisa y traté de empujar la puerta con
más bajas, pero corría el riesgo de partirme en pedazos. todas mis fuerzas. Estaba cerrada.
Regresé al dormitorio y me puse a hacer una soga con —¡Alba! —exclamé—. ¡Fana! ¡Gonos!
las cobijas y los tapices. Mientras lo despedazaba todo Alguien asomó por la mirilla.
para hacerla encontré una especie de cuaderno cuyas —¿Alba…? —dudé.
tapas estaban hechas con un cuero desconocido para —¿Quién eres? —preguntó una voz de varón.
mí; sus hojas, también de una seda extraña, estaban
llenas de textos escritos en caracteres irreconocibles. Una voz que yo no conocía.
También tenía muchos dibujos. ¿Era un bestiario? ¿O —Yo… soy Mat…
un grimorio? Decidí llevarlo conmigo bajo el brazo. —¿Qué quieres?

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—Vivo… ¿aquí…? certaba. Delgado y rugoso en su apariencia, por dentro
El cerrojo giró y la puerta fue abierta. La luz de la tenía una presencia robusta e imponente. Nunca deja-
luna se mezcló con la de una lámpara que sostenía ba de mirar, y si bien sus ojos penetraban hasta lo más
un hombre de unos cincuenta años, largo y tortuoso profundo, lo hacían sin llevar nada con ellos, como si
como una rama seca, cuyos ojos me miraron con des- su alma estuviese vacía. Hablaba despacio, haciendo
confianza. sentir el peso de cada palabra que pronunciaba, y con
—No eres humano. la extraña costumbre, o al menos esto me pareció, de
poner los acentos en las consonantes.
—Soy un autómata. ¿Cómo es que hay un hombre
aquí…? —Tampoco te mentiré en lo que tiene que ver con
mi oficio. Soy un cazador de monstruos. He viajado
—No te voy a mentir. Así que lo diré de una vez. por el mundo entero, sin perder mi tiempo en tener la
Te mataré si descubro que eres una amenaza. Por lo menor compasión por toda criatura que escape a las
pronto no sé si pensar que un autómata que habla y leyes de la naturaleza; y ahora he viajado también a
que camina es, o no, un monstruo. través de los siglos. Y, como comprenderás, un autó-
—¡Un monstruo! ¡Soy solo un autómata! mata que se comporta como un ser vivo cumple, en
—Ya veremos. Sígueme. alguna medida, con esa descripción.
Entramos en la biblioteca. Deduje, gracias a lo que —Yo…
pude ver, que antes de llegar yo el hombre se entretenía —Sin embargo, desde el primer instante en que te
con el estudio de los antiguos libros de los monjes. Nos vi supe que no debo, al menos por ahora, destruirte.
sentamos. Primero, porque al ser un autómata eres fruto de la
—Mat —repitió mi nombre, como para comprobar inteligencia humana. ¿Escapa eso a las leyes de la na-
que lo había memorizado bien—, como te he dicho, no turaleza? Eres una obra de relojería ingeniosa, y siendo
te quiero engañar. No necesito mentir porque no temo también que eres capaz de conversar, si bien no pare-
a nada ni a nadie. Mi oficio, de hecho, es enemigo del ces ser inteligente, diría que eres una máquina mara-
miedo y de la mentira. Mi nombre es Gabriel Gautier villosa; pero, aun con todo eso, creada por el hombre.
y vengo de… de muy lejos, muy lejos en el tiempo. Su- Y segundo, porque mi manera de matar es, y siempre
pongo que ya lo sabes. Todos aquí venimos, de una lo ha sido, el distinguido arte del envenenamiento.
manera o de otra, de ese sitio que está detrás de los No ha existido bestia, por más descomunal o salvaje
siglos. ¿Cierto? que fuera, que no haya caído frente a mí gracias a los
Asentí. No sabía si debía tener miedo o si, aun sin efectos de mis elegantes pociones y brebajes, ingeridos
conocerle, podía confiar. Aquel hombre me descon- mediante el impecable método del engaño. Como ves,

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puedo mentir una vez que he decidido matar, para ha- —Soy solo un autómata.
certe beber tu muerte; pero antes te habré dicho que te —Pues bien. Charlemos un rato, entonces.
mataré. En tu caso, sin embargo, ¿es posible envenenar —Charlemos. ¿Dónde está Alba?
a un autómata que, deduzco, no come ni bebe? Si me
dices que comes y bebes sabría de inmediato que eres —¿Alba? —aunque no se movió de su sitio, tuve la
un monstruo, una terrible criatura del infierno que es- impresión de que acercaba su mirada a la mía—. ¿La
capa a toda definición; pero, por lo pronto, no veo más extrañas, Mat?
que una máquina maravillosa. Esas son las dos razones —Solo quiero saber dónde está. Ella y… Solo quie-
por las que aún no he decidido acabar contigo. ¿He ro saber dónde está ella.
sido claro? —¿Ella y…?
No supe qué decir. Este hombre me hacía temblar —Solo ella. Cuando yo me fui, ella quedó sola, aquí
más que las cadenas que me inmovilizaron en la torre en la abadía.
y que las punzadas que el arcón clavara en mi cuerpo. —Sería muy curioso si la extrañas, pues eso signifi-
¿Qué era todo esto que pasaba en este mundo oscuro? caría que tienes sentimientos. Lo cual me haría pensar
¿Qué hacía yo en este tiempo lleno de todas estas si- que sí eres un monstruo. Un autómata que habla, un
tuaciones incomprensibles? genio puede construirlo; pero un autómata que siente,
—¿Qué es lo que sigue, entonces? —continuó Ga- eso es inconcebible.
briel Gautier—. Conversar a gusto. Eso es todo. Te —Solo he preguntado dónde está ella. Es una pre-
contaré mi historia, me contarás la tuya, o hablaremos gunta matemática.
de cualquier cosa. En algún momento apretará el ham- —¿Cómo viajaste en el tiempo, Mat?
bre y pasaremos al refectorio. Yo comeré y beberé, y
si no eres más que un autómata, seguiremos conver- —Yo no viajé en el tiempo. Solo estoy aquí. Siempre
sando a gusto. Si eres, en cambio, un monstruo, tarde estuve aquí.
o temprano te delatará la tripa. ¿Intentarás comerme? —¡Claro! —Luego de pensarlo un momento—. Un
¿Te quedarás dormido? Algo te pasará, y antes que a autómata que quedó en funcionamiento… eso puedo
mí, pues yo tendré la energía que me darán el pan y el creerlo.
vino. Ahora bien, si eres un monstruo y quieres que —¿Y tú? ¿Cómo llegaste aquí?
nos ahorremos todo ese largo y tedioso camino, pue- —Esa pregunta tiene dos respuestas. Primero, cómo
des decirlo ahora, o mostrar tus fauces de una buena llegué aquí; después, como llegué al ahora. En cuanto
vez, y te atravesaré el alma en un instante. ¿Qué dices, a lo que me trajo a la abadía, en 1897 vine en busca de
Mat? un vampiro. En ese entonces el mundo estaba infesta-

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do de ellos, y de monstruos de toda especie. El brote —No es una iglesia, desde hace mucho tiempo. Es
inició en el oscuro verano de 1816, y para el año en que un laboratorio. Pero lo fue desde antes de 1897, el año
yo nací no había ya cementerio en el planeta donde no en que dices haber llegado aquí. ¿Cómo es que, enton-
se ocultase al menos una de esas criaturas detestables. ces, la hallaste llena de monjes?
Pero ¿sabes qué fue lo peor? ¡Los humanos! La mis- —Decir llena de monjes es mucho decir. Solamente
ma humanidad parecía llevar en el alma esa horrible tres la habitaban. Y no eran monjes de Dios, por lo que
plaga. Llegó un momento en que no era necesario que supe. Eran precisamente alquimistas, aunque creo que
los monstruos escapasen de sus tumbas; eran los mis- nunca llegaron a serlo con éxito; solo pretendían ser-
mos humanos, hombres y mujeres, quienes acudían y lo, con tanta torpeza que no consiguieron dominar del
escarbaban en la tierra, haciendo sangrar sus dedos, todo los instrumentos que en la antigua iglesia habían
dejando las uñas en las piedras, para sacar a la fuerza a hallado. Pero eran, de cualquier manera, hombres que
aquellos diablos desgraciados y dejar caer el cuello so- jugaron con las artes prohibidas.
bre sus horribles colmillos. ¡Buscaban el infierno por —¿Y eso los convierte en monstruos, también?
placer! Era demasiado tarde. La peste había llegado al
corazón de todas las personas. Nada podía detener ya —No lo sé, pero tuve que envenenar sus copas. No
esa violencia, pues emanaba con su pestilencia desde podía quedarme con la duda. Aún si no eran capaces,
todos los extremos. Y aun así, aun consciente de que con las retortas y los alambiques, de hacer otra cosa
el problema ya no tenía solución, vine a esta abadía que torpes explosiones y, quizás, un buen día quemar
con el fin de extinguir a uno de esos engendros que, el sitio, sabían lo que pasaba en el cementerio; y desde
sabía yo, se ocultaba en este cementerio. Invité a la bes- el momento en que llegué aquí no dijeron una palabra
tia a cenar a la medianoche, con el consentimiento de sobre ello. Lo ocultaron.
los monjes que aquí vivían, y con el veneno listo en —¿Y qué pasaba en el cementerio?
la copa. Pero, entonces, descubrí varios secretos sobre —¡Una legión de vampiros! —a veces Gabriel Gau-
este sitio. tier hablaba como si de verdad quisiera contarme sus
Hizo silencio por un momento, como si esperara descubrimientos y crímenes monstruosos; como si no
una reacción de mi parte. fuese su único interés entretenerme hasta hacerme
—¿No sabes de qué secretos hablo, Mat? sentir hambre y descubrir en mí un atisbo de humani-
dad que me delatase como un monstruo al que enve-
—No. nenar de inmediato—. ¡El cementerio estaba infestado
—Me has dicho que vives aquí. ¿Acaso no has nota- de esas aberraciones! Fue entonces cuando, por fin,
do algo extraño en la iglesia? entendí que mi batalla estaba perdida. No podía, aun
con todo el veneno del mundo, invitar a una copa a

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todos los monstruos que poblaban la tierra. ¡Eran de- —Aún no me has dicho nada de una última fron-
masiados! El asunto se había salido de control. tera, que también hiciste desaparecer. Pues, evidente-
—Eran todos. Tenías que envenenarlos a todos. mente, ya no estamos en 1897.
Monstruos y humanos, monjes y alquimistas. Para ti, Permaneció en silencio un rato. Sin dejar de mirar-
todos eran la misma cosa. me. Silencio y mirada suficientes para hacerme ver que
—Cuidado con donde pisas con tus palabras, Mat. quien había sido llevado al rincón de la conversación
—Solo soy un autómata. Solo pienso. Trato de con- era yo.
vertir lo que dices en una conclusión razonable. Lle- —Precisamente aquí —dijo por fin—, en esta bi-
gaste a un sitio en el que desapareció la línea entre lo blioteca, hallé algo oculto entre los libros. Fue escon-
monstruoso y lo humano. Eso es lo que mecánicamen- dido con el máximo cuidado, y lo acompaña un diario
te deduzco. que explica lo que es. Mira, te lo voy a mostrar.
—¿Y dónde quieres llegar con eso? Me llevó a un armario y sacó algo que yo no cono-
—A ningún lugar. Ya llegué al final del pensamien- cía.
to. —¿Sabes qué es esto?
—Sé lo que intentas hacer. ¿Pretendes tomar el con- —No.
trol de esta conversación? ¿Me estás llevando al rin- —Es un fonógrafo. Un invento del siglo en que yo
cón, hasta hacerme decir que, finalmente, yo me con- nací. ¿Ves este cilindro? En cilindros como este, que
vertí en un monstruo también? están hechos de cera, puedes grabar sonidos. Luego
Qué gran error mío, en efecto, pensar que por un los colocas aquí mismo, giras la manivela, y el aparato
momento tuve el control. Convencido de que así era, reproduce el sonido. No lo haré ahora por razones que
dije: en un momento entenderás. Este fonógrafo perteneció
—Yo no he dicho eso, Gabriel. Tú mismo lo has di- a un hombre que tenía el extraño oficio de coleccionar
cho. Tú mismo te has ido al rincón. —Y entonces sentí ruidos. ¿Vivía oculto en este convento? ¿O regaló esto
vértigo. No estaba acostumbrado a vencer. Con dos o a los monjes para que lo ocultasen ellos? Eso último es
tres cosas que había dicho, y sin habérmelo propuesto, lo que yo pensaría. Todo lo que sabemos de ese hom-
había vencido con las palabras a aquel hombre. bre es que era sordo, y que grabar sonidos extraños y
misteriosos era para él una obsesión. Los colecciona-
O, al menos, eso creía. La realidad era que había ba, aunque sabía que jamás sería capaz de escucharlos.
llegado a la cima para no hallar en ella otra cosa que Y, por lo que asegura en el diario, había registrado en
la posibilidad de caer. Debí haberme dado la vuelta y este cilindro el canto de un ruiseñor del que se hablaba
marcharme. En cambio, triunfante, seguí hablando. en ciertas leyendas del norte de España…

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—…y que te hace dormir por trescientos años —le muertos salen de las tumbas por legiones, como anta-
interrumpí—. Entonces escuchaste el canto, y por eso ño, dormiré de nuevo por trescientos años.
estás aquí. —Pero… ¿has dicho que mataste a uno de ellos…?
—¿Sabías ya sobre esto, entonces? —¿Qué es lo que percibo en tus ojos, Mat? ¿Estás a
—De este aparato no sabía nada, pero sí sé del can- punto de llorar? ¡Una sola lágrima te delataría! ¿Eres
to. Sé muchas cosas. amigo de esos monstruos? Después de todo, tú vives
—Pues ahora, también, sabes por qué estoy aquí aquí, lo mismo que ellos.
contigo. En cuanto leí el diario supe que nada perdía No respondí. Mi cuerpo se estremecía como nunca
con hacer girar el cilindro. Si la leyenda era cierta, lle- antes. Quería lanzarme sobre aquel hombre y golpear-
garía al futuro. Si el mundo seguía poblado de mons- lo hasta destrozar su cabeza, pero me contuve. Nece-
truos, lo haría girar otro tanto. Y así seguiría, de eter- sitaba un rato para ordenar el caos que tomaba for-
nidad en eternidad, hasta que llegase a un instante en ma en mi mente. Sobre todo, necesitaba tiempo para
que el mundo estuviese libre de bestias. entender un deseo que hasta ahora no conocía: el de
—Huirías por siempre. matar. Yo, que sin darme cuenta había devuelto la vida
—Por siempre, pero solo por un rato. La cera del ci- al mundo, ¿iba ahora a quitarla con plena conciencia
lindro no es eterna. Se gastará. Sé que no podré viajar de ello?
todas las veces que quiera. Por lo pronto decidí que- —¿Aceptarías una copa, misterioso autómata? —
darme aquí. El mundo sigue lleno de monstruos, pero mientras hurgaba con su mirada inexpresiva en lo
son tres o cuatro. Es fácil acabar con ellos. profundo de mis ojos—. Si en verdad eres solo lo que
—Te equivocas. El mundo está acabado. No hay dices ser, la beberás y no te hará ningún daño. Te to-
monstruos. —Me tembló la voz. mará solo un momento; dejar que el vino gotee por tu
interior y se escurra hasta el suelo sin pena ni gloria.
—¿Que no los hay, dices? No es eso lo que yo he No tienes nada que temer, ¿o sí? ¿Aceptarías beber esta
hallado. He visto a la chica por la que has pregunta- copa conmigo, Mat?
do, pero no solo a ella. ¡Hay monstruos en esta abadía!
Los descubrí al volver de un paseo por los alrededo-
res, pensando que no encontraría aquí dentro ninguna
amenaza. Y los vi. Son unas criaturas muy pequeñas,
monstruosas por el simple hecho de existir. He conse-
guido matar a una de ellas. Desde entonces, la chica
y la otra criatura se han ocultado. Les hallaré. Y si los

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El relato de Mat sobre su encuentro con Gabriel Gau-
tier me impresionó. Abandono por un rato el manuscri-
to y vengo a buscar el fonógrafo. Lo tengo ahora frente a
mí. Es parte de mi colección.
La cera del cilindro aún conserva un poco del canto
del ruiseñor. Si ahora mismo lo hiciese girar y durmiese
por trescientos años más…, ¿qué encontraría? ¿Habrá
terminado todo? ¿Habrá comenzado de nuevo? ¿Estará
aún Mat vagando por allí, con su andar interminable?
—Mat —pronuncio de nuevo en voz alta, pero nadie
me responde.
Guardo de nuevo el fonógrafo bajo las raíces del ár-
bol, junto con algunas cosas que encontré hace unos
días: un viejo catalejo, una escopeta con unos cuantos
perdigones, algún objeto más que no conozco. Aban-
dono el bosque negro, regreso a casa, y continúo con la
transcripción.

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9
Salimos al claustro, Gabriel Gautier y yo. No quise
arriesgarme a beber de su vino envenenado. Soy solo
un autómata, pero ¿qué son todas estas emociones que
a mí mismo me hacen sospechar? El miedo que an-
taño me hizo correr de un sitio a otro, la impaciencia
que me hizo correr a la abadía para ver a Alba, ahora
la insoportable tristeza que sentía al saber que aquel
hombre había matado a uno de los homúnculos… No
quise arriesgarme. Le dije que lo bebería, sí, y le pro-
puse beberlo bajo la luz de la luna. Por eso salimos del
refectorio. Entonces eché a correr, una vez más; hacia
el pozo que hay en el centro del patio y, sin siquiera ver
atrás para saber si el cazador de monstruos me pisaba
los talones, me lancé al vacío.
Mientras caía me preguntaba: ¿qué hace un autó-
mata lanzándose al pozo para salvar su vida? ¿No es
eso también característico de un humano y no de un
ser que, por complejo que parezca, no es más que un
reloj? Pero los golpes rápidamente me hicieron olvidar
la pregunta. Cuando me detuve en el fondo, a duras

107
penas pude levantarme; y cuando intenté caminar des- —Lo sé —y, con prisa por temor a que viniese tras
cubrí que uno de mis pies estaba fracturado. mis pasos, les conté mi conversación con Gabriel Gau-
—Ahora cojearé por siempre, como Lord Byron — tier.
dije en voz alta, mientras caminaba con torpeza por el —¡Monstruos! —replicó Fana al acabar yo mi rela-
pasadizo que jamás imaginé que había allí abajo—. Por to—. ¡Nosotros no somos monstruos!
siempre, porque no existe en este mundo un relojero —También eso lo sé. Fana… Sé quiénes sois. Alba
que pueda repararme. ¿Y por qué hablas en voz alta, me lo ha dicho.
Mat? ¿Tienes miedo y quieres alejarlo con tu propio Fana me miró sin decir nada, como si esperase que
ruido? ¿Y por qué yo mismo me hago esa pregunta? yo dijera algo más.
¿Acaso debo responderla…?
—Yo… Yo no sé qué sentir. Os he creado, pero fue
O quizás hablaba para percibir, con el eco de mi solo un accidente. No sabía lo que hacía.
propia voz, lo que había más adelante en el oscuro pa-
sillo. ¿Cómo no supe yo hasta ahora que bajo la abadía —Hablas como si tuvieras que disculparte por ha-
se ocultaba un laberinto de pasadizos secretos y mis- bernos dado la vida —sonriendo, Fana dejó caer una
teriosas criptas? Caminé a través de las sombras hasta gota más en los labios de Gonos.
que distinguí, a lo lejos, un resplandor. Al acercarme —No… No es eso. Es solo que…
reconocí la luz perpetua de Alba flotando en el centro —No tienes que decir nada —intervino Alba—.
de una pequeña estancia. Mat, ¿qué fue de ti? ¿Dónde estuviste todo este tiem-
—¡Mat! —me abrazó. po? ¿Y qué era esa cosa extraña que te persiguió por la
Yo no puedo sentir un abrazo, porque no tengo piel cubierta de la iglesia?
como las personas. Sin embargo, aquel no sentir era lo Les conté también mi aventura en la misteriosa to-
más grande que había vivido. rre.
En un rincón yacía Gonos, desvanecido. Junto a él, —¡Eso sí que es una historia! —exclamó Fana—.
Fana le hacía beber gota a gota un brebaje espeso y Propongo que vayamos allí. Ahora cualquier sitio es
verdoso que guardaba en una pequeña botella. mejor que este.
—Yo misma lo preparé —dijo—. Con esto, Gonos —Pero debemos esperar a que Gonos se recupere
estará bien. —dijo Alba.
—Fue envenenado —agregó Alba. —Gonos estará bien. Yo misma puedo cargarlo, y
mejor aún si tú lo llevas en brazos, o Mat.

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—Me temo que me he destrozado un pie. Ni siquie- —Es extraño. No veo por ningún sitio la torre de la
ra podré caminar a prisa. que hui. Estoy seguro de que ya no está donde la dejé.
—Ya prepararé algo para sanarte. ¿Puedes andar a —Esta tierra es muy confusa —dijo Fana—. ¿Estás
paso lento, por lo pronto? seguro de que estaba en esta dirección?
—Puedo caminar, sí. Y no creo que puedas prepa- —Sí, a menos que la luna se haya vuelto loca en el
rar nada para mí. Lo que necesito es un relojero. cielo y no camine hacia donde debe.
—Ya veremos. Si tu pie tiene solución, la encontra- —Seguiremos, entonces. No son tiempos para con-
remos. Y si no la tiene, habrás descubierto una nueva tar con la cordura de la luna. Pero antes necesito hacer
manera de andar. Alba, llevarás a Gonos en brazos. algo. Alba, ¿puedes recostar a Gonos aquí? Necesito
—¿Ahora mismo? ausentarme por un momento. No os mováis de este
—Sí. Ahora mismo. No podemos quedarnos aquí. sitio.
—Pero ¿podemos salir? —quise saber—. Y, ¿dónde —¿Dónde vas?
estamos? ¡No tenía idea de que había todo esto aquí Fana no respondió. Se marchó a brincos ladera aba-
abajo! jo, como si buscase cualquier boquete entre las rocas,
—Conozco estos pasadizos de memoria —respon- y desapareció.
dió Fana—. No olvides que lo mío es hallar sitios don- —Siéntate —me dijo Alba, que se había sentado
de buscar la materia prima. Y esos sitios siempre están sobre una piedra y abrazaba sus piernas flexionadas
bajo tierra. Conozco estos pasillos y las cavernas que mientras miraba hacia lo alto.
hay allá fuera; y donde no las había, yo misma he cava- —Da igual. No me cansaré.
do algunas de ellas. —Pero así como estás no podemos conversar a gus-
Fana tomó la luz y se encaminó por un pasadizo to.
distinto al que a mí me había llevado hasta allí. Alba Me senté junto a ella. Mientras miraba el cielo, yo
tomó a Gonos en brazos y la seguimos. En pocos mi- miraba la tierra frente a nosotros. Recordé aquella vez,
nutos salimos por detrás de una de las tumbas del en el laboratorio, cuando me puse a crear sombras con
cementerio y nos alejamos de la abadía. Al principio la luz. Gonos me había dicho que eso era arte. Ahora
Fana ocultó la luz bajo su ropa y caminamos en silen- era la luna quien pintaba sombras gigantescas detrás
cio. Cuando creímos estar lo suficientemente lejos de de cada peñasco. Yo pensaba que era hermoso, pero
las posibles miradas de Gabriel Gautier, trepamos a luego pensé que eso no era un pensamiento. Lo último
un monte de barro y piedra y contemplamos el paisaje sí fue un pensamiento, pero no lo primero. Lo primero
que nos mostraba la luz mortecina de la luna. era simplemente hermoso.

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Cosas que pasan por un autómata, pero no por su el cielo negro, y es como ver navegar, en libertad, a una
cabeza. Solo pasan por él. No puedo explicarlo. Cosas vieja amiga. Amo este momento, Mat.
que siento. Entonces pienso, y tuve un hermoso pen- —Alba… En todos esos años, ¿no saliste nunca del
samiento también. Pensé que si, de alguna manera, yo convento?
pudiese ver al hombre que un día me construyó, le di- —No.
ría que le agradecía por todos los errores que cometió
al hacerme. Gracias por todo lo que salió mal, le diría. —¿Y nunca supiste de todos esos vampiros de los
Gracias por fracasar. Pues aquel paisaje, tan despro- que me habló Gautier? ¿Los que infestaron la tierra y
visto de cualquier ciencia mecánica, era más bello que acabaron con ella?
cualquier otra cosa que yo hubiese visto antes. —Yo sé que, por alguna razón, ni me permitían sa-
Cosas que pasan por un autómata. Y se van. Me lir a mí ni salía nadie. Si en el exterior había algo fui la
quedo con el pensamiento. Me quedo pensando que única en no saberlo. Y cuando por fin salí, no vi nada.
es hermoso, y entonces no sé qué hacer con ese pen- Ni hablé con nadie. Solo caminé hasta llegar a la casa
samiento. Mi naturaleza regresa, la naturaleza de dar junto al lago. De cualquier modo, para ese entonces
vueltas y vueltas por dentro, y ya no recuerdo qué Gautier sería apenas un pequeño niño, si es que había
hacía con las sombras de los peñascos en mi mirada. nacido.
¿Qué hacía con ellas? Pensaba que son hermosas, sí. —Qué mundo extraño. Yo solo sé que estuve oculto
Pero ¿por qué lo pensaba? ¿Por qué lo son? en el bosque por siglos y que un día terminó el rui-
—No preguntes por qué —respondió Alba. do. Ni vampiros ni humanos. Nada. Y que caminé por
siempre, y que aquí estoy contigo. Y que estás aquí
—Perdona. No sabía que hablaba en voz alta. conmigo, lo cual no es menos extraño. Y que todo
La miré. La luz de la luna, cuando tocaba su rostro, terminó y de alguna manera todo comienza de nue-
se humedecía y brillaba. Pensé que… vo, como una paradoja abismal. Soy un descuido de la
Nada. ciencia, y tú estás aquí por un descuido de un pajarillo
Cosas que pasan por un autómata. o, quizás, por un descuido de eso que llamamos reali-
—En el convento donde viví desde niña no tenía dad. Y un descuido más, en el que la magia se mezcla
otra cosa que una ventana en lo alto de la pared. A con lo que yo soy, ha hecho que Gonos y Fana estén
través de ella podía ver la luna, al menos por un rato. también aquí. Y ese cazador de monstruos, y ese arcón
Cuando hui y llegué a Villa Diodati la luna no estaba, y que camina en una torre que ya no está donde hace
ahora ha regresado. La veo allá arriba, navegando por muy poco estaba, cuyas paredes atraviesa también un
espectro… ¡Qué mundo extraño y qué extraños seres
lo poblamos, por tan extrañas razones!

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—El simple hecho de que tú te puedas maravillar —No es lo mismo porque aprendiste que no es lo
por algo a mí me parece lo más extraño de todo. mismo.
—Es cierto. Yo no debería hacer otra cosa que… —Yo no he aprendido nada. Yo solo… sé.
¿Para qué he sido creado…? Ni siquiera eso sé. Y no —¿Y qué es lo que sabes? Tú mismo me contaste
puedo hacer otra cosa que preguntarme qué cosa soy. tu historia, Mat. También tu pensamiento es el fruto
Para mí lo más extraño es lo que llevo dentro, y no de un gran descuido. Tu mente nació en una noche
consigo ni empezar a entenderlo. de fantasmas. Fantasmas que ni siquiera existen, por
—¿Sabes algo? —me miró—. Es bello que te pre- más que tengas la cabeza llena de ellos. Todo por una
guntes esas cosas. Yo siento a menudo que no necesi- noche de historias de espectros que mi madre, y cuatro
to preguntarme nada…, pero eso es porque no quiero personas más, contaban junto al fuego. Quizás, desde
hacer otra cosa que huir. Es lo que quise hacer desde entonces, todo lo que has aprendido es a tener miedo,
siempre, y es lo que quiero hacer ahora. pero eso es porque es lo que había. Es lo que tenías a
—Tú no corres peligro con Gautier. No eres un mano para nacer. Pudo ser cualquier otra cosa.
monstruo. —Sé que lo que dices es cierto. Pero tú no eres tan
—No, no me refiero a él. Tampoco sé si huir es la distinta, ¿o sí? ¿Por qué quieres aún huir? ¿No será
palabra correcta. Cuando miro la luna puedo sentir porque es lo que aprendiste desde siempre? ¿A querer
que ella es el único sitio donde podría llegar para huir huir?
de la tierra, pero otras veces siento que simplemente —Sí. Yo no aprendí a desear otra cosa que eso. Pero
quiero estar allí. Sin que eso signifique huir de ningún mientras lo deseaba, me enamoré de la luna por la ven-
sitio. Solo estar en ella. tana pequeña y alta de mi celda. Y ahora quiero llegar
—¿Llegar a la luna? Eso no es posible. Y, de todas a ella. No me importa si eso signifique huir o no.
maneras, ¿qué esperarías encontrar en ella? —En el fondo da igual. La tierra gira sobre sí misma
—En la luna florece la vida, tanto como floreció sin saberlo, y creo que todos en ella hacemos lo mismo.
aquí en la tierra, o acaso más. Te lo dije el otro día. Gonos suspiró, de pronto.
—No lo creo —miré la bola blanca que flotaba en el —¿Gonos?
cielo negro—. Es solo un trozo de arena perdido en el —¿Qué ha pasado…? —mientras abría de par en
firmamento. par sus ojos diminutos.
—Estamos sentados sobre un trozo de barro perdi- Le contamos todo lo que había ocurrido en las úl-
do en el firmamento. timas horas.
—No es lo mismo.

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—¿Dónde está mi mochila? —preguntó en cuanto —¿Lo ves? —La chica me miró, sonriendo—. Hay
terminamos de hablar. vida en la luna.
—¿Te refieres a este pequeño zurrón? —Alba se lo —Aunque la hubiese, no podrías llegar a ella —in-
entregó. sistí.
Revisó su contenido y se lo echó al hombro. —Depende —concluyó Gonos.
—¿Qué haces? ¿Dónde vas?
—Tenemos que hallar esa torre de la que hablas. No
podemos volver a la abadía, y de todas maneras me
mata la curiosidad. Quiero saber qué hay allí.
—Pero ¿no esperaremos a Fana?
—No conocéis a Fana. Podrían pasar semanas antes
de que regrese. Lo suyo son los pies, siempre y cuando
no estén quietos en un solo sitio. Ya dará ella con no-
sotros. ¡Andando!
Y comenzamos a bajar la loma.
—¿Qué pasa con tu pie?
—Me lo he destrozado al caer por el pozo.
Sin responder, el homúnculo escudriñó durante
unos minutos todo lo que nos rodeaba. Levantó del
suelo una piedra con forma afilada, muy pequeña;
buscó un sitio en el barro y la enterró; hizo una mezcla
de cosas que llevaba en el zurrón y la vertió sobre la
piedra; en pocos minutos sacó del barro un bastón y
me lo entregó.
—Con esto podrás ayudarte a caminar.
—Tus artes son increíbles —dijo Alba.
—Todo es increíble. O no lo es. Depende de lo que
cada cual esté dispuesto a creer.

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No sé por cuánto tiempo caminamos en busca de la
torre. La luna nos acompañaba; el sol nunca apareció
en el cielo. Poco a poco regresaron las nubes, a veces
encerrando a la luna por un rato, a veces a ras del suelo
en forma de una niebla espesa y blanquísima.
Caminábamos en círculo. No sé si alguno de ellos
lo sabía; ninguno dijo nada. Yo, por razones mecáni-
cas, soy capaz de caminar en línea recta sin desviarme.
Pero eso fue antes de la cojera. Ahora mi mecanismo
interno proponía dirección y avance, pero mi pie des-
trozado respondía con curvas y devaneos. Conforme
avanzábamos me di cuenta de que no lo hacíamos,
pues los mismos peñascos volvían una y otra vez a
nuestros pasos. Se los dije.
—Lo importante es que no regresemos a la abadía
—dijo Gonos.
—No sabría cómo evitarlo —respondió Alba—. No
recuerdo de qué dirección venimos.
—Entonces, nos hemos perdido. Lo cual, ahora, da
lo mismo. Aun si supiésemos dónde estamos, no sabe-

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mos dónde ir. Si tenemos suerte será porque la torre —Quiero hacer algo con este sitio —fue su única
aparezca en nuestras narices. explicación.
—Hay una brisa húmeda —dije. Entramos a la caverna y allí nos quedamos. A me-
—¿Cómo lo sabes? nudo salía Gonos sin decirnos nada, con su misterioso
—La humedad es mi manera de sentir, porque la zurrón al hombro, y al regresar tenía en los labios la
llevo por dentro; en una pequeña cantidad. Mi pozo sonrisa de un niño travieso.
húmedo, le llamo. Allí conservo mis memorias, que —¿Qué tanto haces fuera, en el pantano?
son como misterios que no entiendo y que flotan o se —Muy pronto lo veréis. Ahora, a dormir un rato.
impregnan en las paredes. —Yo no duermo. Solo una vez me quedé dormido.
—¿Misterios? —preguntó Alba—. ¿No razones? Fue la cosa más rara. Por hoy me sentaré a pensar.
—Solo un descuido de mis creadores. Se les habrá Gonos se acurrucó en un rincón de la caverna.
roto una copa, cuando me dieron por terminado y —Pensar solo sirve para llegar donde ya estás —y se
brindaron. quedó dormido.
—¡Emociones! —dijo Gonos—. O algo parecido… —Todas esas cosas que piensas —me preguntó
—Pues percibo una emoción que viene de allá. Alba—, ¿las anotas en tu cuaderno?
—Vamos. A lo mejor encontramos el mar, si es que —Yo no tengo un cuaderno.
todavía existe. —Entonces, ¿qué es eso que llevas siempre bajo el
Fuimos. Llegamos a la orilla de un pantano. La nie- brazo, desde que regresaste de la torre?
bla no nos permitía ver el otro lado. —¡Esto! ¡Lo había olvidado! ¿Lo he llevado siempre
—¿Es esto el mar? —pregunté—. ¿O es otra cosa? conmigo?
—Si fue el mar, ahora es otra cosa —respondió Go- —Siempre, desde que volviste. No lo sueltas ni por
nos—. Sea lo que sea, o lo que haya sido, nunca antes un segundo.
había visto tanta agua junta. Le mostré el cuaderno que había hallado en la torre
—Pero nada profunda —dijo Alba, que había cami- misteriosa.
nado varios metros hacia dentro—. Es solo un charco. —No entiendo nada —dijo al echarle un vistazo—.
Un charco enorme. ¿Qué son estos dibujos tan raros? ¿Y estos caracteres,
Gonos propuso que nos quedásemos un tiempo más raros aún?
dentro de una caverna que hallamos al pie de un risco, —No tengo idea. Voy a entretenerme con esto
junto a aquellas aguas espesas. mientras duermes.

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Y así lo hice. Unas horas después despertó Gonos. —De todas maneras —continuó Gonos— siempre
—¿Qué es eso que lees? es fácil saber dónde se mete Fana. Hallarás en el sitio
Le conté cómo lo había hallado. un hilo como este. —Y, en efecto, el extremo de un hilo
delgadísimo estaba atado a una roca en la pared de la
—Está escrito en un idioma que, estoy seguro, no caverna; era muy largo, y su otro extremo rodeaba la
es de este mundo —continué—. Si no vuelvo a olvidar pequeña cintura de ella.
que lo llevo bajo el brazo, después de varias lecturas
pacientes comenzaré a entenderlo. Siempre hay una —Siempre que bajo en busca de materia prima
lógica oculta detrás de cualquier lenguaje, por extraño —explicó Fana— uso lo que, seguramente, conoces
que este parezca. como un hilo de Ariadna. Así puedo ir donde quiera y
no tengo problema para regresar.
—Déjame verlo… No es un tratado de alquimia,
eso te lo puedo asegurar. —¡Fana! —Alba despertó.
—Ya os contaré de qué trata cuando yo mismo lo —Hola, Alba. Veo que habéis descansado. En fin…
sepa. ¿Qué es ese ruido? ¡Viene de lo más profundo de Es cierto que no es mucho lo que podremos hacer con
la caverna! estas piedras sin un atanor. La materia prima debe pa-
sar por el fuego para elevarse hasta el cielo del horno,
—Es posible que sea Fana. Mírala, allí viene. ¡Ya era y desde ahí caer como el rocío y empapar el fondo. Mi
tiempo de que nos encontraras! esperanza es que en la torre podamos construir uno.
—No os buscaba. Solo salía. Mirad, he hallado cu- —¡La torre que no tenemos idea de dónde está! —
riosas piedras bajo la tierra. —Fana dejó caer en el sue- exclamó Alba, mientras se quitaba el sueño del rostro
lo un pesado bulto—. Para las artes. Me refiero a las con las manos.
artes alquímicas, Mat. Estas piedras que sacamos del
fondo son lo que llamamos materia prima. —¿Había…? —insistí.
—Sin un horno, no podremos hacer gran cosa con —¿De qué hablas, Mat?
ellas. —Gonos, has dicho que allá fuera había un panta-
—¡Un momento! —interrumpí—. Gonos…, tengo no.
la impresión de que, desde el principio, sabías que Fana —Sí, eso he dicho. Creo que os vais a sorprender de
estaba en el interior de esta caverna, y por eso nos he- lo que hay ahora.
mos quedado aquí. ¿Cómo es posible que lo supieras? Alba salió la primera. Yo el último, porque cojea-
—Tenía otra razón, además de esa. En verdad quise ba. Además, a punto de salir tuve que regresar porque
hacer algo con el pantano que había fuera. había olvidado el bastón que Gonos había hecho para
—¿Había has dicho? mí. Lo recordé cuando caí de bruces en el suelo. No es

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que me duela, solo es un retraso en mi andar. Aunque, estos árboles cuyas ramas se enlazan unas con otras en
quizás, entre una y otra caída me he hecho más daño. medio de las sombras. Pero allí dentro, en esas mis-
¿Cómo saberlo? Si tuviese una abolladura en la cara no mas sombras, podría haber otras formas de vida. Yo
podría sentirla, ni con el dolor físico ni con el tacto de he creado un bosque, eso es todo lo que he hecho. ¿Se
mis dedos. trata solo de un millar de árboles, o es mucho más que
—¡Mat! —exclamó Alba—. ¡Mira esto! eso?
Salí. Frente a nosotros, en el sitio donde apenas hace —No lo sabemos —concluyó Fana.
unas horas hubo un pantano, se extendía un inmenso —Exacto. Yo he creado el bosque pero es el pantano
bosque de árboles enormes cuyas copas reflejaban la quien corre por sus venas; y yo no he creado el panta-
luz plateada de la luna. Las sombras entre los gruesos no. Reconocí en su aroma la esencia del bosque, pero
troncos erguidos parecían entradas a un oscuro labe- no sé si contenía, también, otras esencias. En cualquier
rinto. caso, es solo cuestión de entrar con cautela. Si lo he
—¿De dónde ha salido esto? creado es para entrar en él.
—Lo he creado yo —respondió Gonos—. Aunque, Nos acercamos a las primeras raíces que, macizas
en esencia, ya existía en las aguas del pantano. Todo y corpulentas, sobresalían del barro como si quisieran
está en dejar caer las piedras adecuadas en los sitios impedirnos la entrada. Trepamos por ellas con dificul-
adecuados y en los momentos adecuados. Y saber es- tad y nos detuvimos sobre una pequeña superficie de
perar cuando hay que esperar. También eso es alqui- espesísimo musgo, en medio de los primeros árboles
mia. del bosque. Quisieron continuar, pero yo no conseguí
—¡Es increíble! —Los ojos de Alba brillaban, como dar el siguiente paso.
las hojas de aquellos árboles—. ¿Podemos entrar? —¿Qué tienes? —se volvió Alba.
—Entremos. Pero recomiendo que no vayamos a lo —No… no puedo. No puedo entrar.
profundo, al menos al principio. Es un bosque miste- —¿Por qué?
rioso. Los bosques misteriosos pueden ser muy peli- —Tengo miedo.
grosos. —¡Nada te va a pasar! —dijo Gonos.
—Podríamos perdernos. —Mat padece miedo gótico —explicó Alba—. De
—No solo eso, Mat. Esas piedras que he dejado eso está hecha su cabeza. Y en los relatos góticos, los
caer, al mezclarse con las aguas pantanosas se convir- bosques misteriosos son cosa seria. ¿Es eso, Mat?
tieron en semillas que fueron destrozadas por la vida —Entrad vosotros. Yo os esperaré aquí.
que llevaban dentro. Esa vida es esto que vemos ahora,

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—No. Eso no va a pasar —insistió Gonos—. De —El horror está en tu cabeza. Da un paso, Mat. Ven.
alguna manera tendremos que sacar ese miedo de tu —No puedo.
cabeza. —Ya lo hiciste. Ahora da uno más.
—Si haces eso, mi cabeza quedaría vacía. —No, no lo hice.
Yo no mentía. ¿Cómo ignorar los profundos bos- —Ya son dos. Da un tercero y toma mi mano.
ques, llenos de horrores innombrables, que abundaban
en las historias góticas de las noches en Villa Diodati? —¡Yo no he dado ningún paso!
¿Y cómo olvidar aquel primer bosque al que hui en —Eso es. ¡Muy bien! ¿Te das cuenta de que no es
1816, en el que estuve quieto y en silencio durante si- imposible? Puedes apoyarte un rato en mi hombro, si
glos? Esos terrores góticos habían sido en su momento quieres.
mi refugio; tanto más me aterrorizaban ahora, pues —¿De qué hablas? ¡Yo no me he movido de aquí!
significaban el miedo y significaban también el origen —Ya estamos dentro. Olvida que no te habías mo-
de mi memoria. Quise darme la vuelta y echar a correr vido, porque hace rato que estás caminando conmigo.
a la caverna, o a la abadía, o a esconderme en cualquier Nunca supe si en verdad me había movido o no. Sé
sitio; pero al hacerlo tropecé con mi propio bastón, y lo que recuerdo, no lo que pasó. Ahora caminábamos
la caída sobre las raíces que trepaban por encima del dentro del bosque y la luz perpetua flotaba frente a no-
suelo me recordó mi cojera. ¡Jamás podría correr de sotros.
nuevo! Necesitaba hallar una nueva manera de huir.
—¿Dónde está Fana?
Pero yo sabía que no la había. Ahora, el único sitio
para huir era dentro de mí. Hacerme un ovillo e igno- —Lo sabrá ella —respondió Gonos—. Ya la vais co-
rarlo todo. Pero Alba me recordaba que en mi meca- nociendo.
nismo interno giraba algo tan parecido a la vida que yo En el bosque no había senderos. Trepábamos por
no podía simplemente comportarme como si ese algo las raíces y nos deslizábamos por las pendientes, y a
no existiese. veces atravesábamos claros que nos recordaban que,
—Mat, yo quiero entrar —me dijo Alba—. Y odia- después de tantos siglos, la luz de la luna había regre-
ría no poder hacerlo para quedarme aquí contigo, pero sado al mundo. Caminamos hasta darnos cuenta de
lo haré si no entras tú también. que, una vez más, estábamos perdidos. Se los hice ver,
con miedo.
Miré sus ojos. En ellos brillaba un trozo de la luna.
—Y nos perderemos de nuevo, si es necesario —fue
—Aun si quisiera entrar… ¿qué puedo hacer? Mis la respuesta—. Hasta que encontremos lo que busca-
piernas no responden. El horror no me permite mo- mos.
verme.

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—¿Qué buscamos? —¿Habéis visto las ramas más altas, a los lados?
—No lo sabemos. Por eso tenemos que perdernos. Pero solo a los lados. Arriba, nada. ¡Eso que vimos era
Si no, nunca lo vamos a encontrar. el cielo, y estaba negro! Las nubes han vuelto. La luna,
—Eso no tiene sentido. una vez más, nos abandona.
—Exacto. Una gruesa gota de agua reventó en la frente de
Alba. Parecía que los nubarrones nos habían escucha-
El pensamiento de Gonos, a veces, me desconcer- do. Sabían que los habíamos descubierto.
taba. Creo que su cabeza, por dentro, se parecía al la-
boratorio en que yo lo había creado, con sus hornos a —Habrá tormenta.
tope y sus mezclas de sustancias enloqueciendo en la
retorta. La cabeza de Fana, en cambio, era un torbelli-
no incontenible cabalgando en el viento. En cuanto a
Alba…
—Yo me perdí cuando vine al mundo. En el vientre
de mi madre ya estaba perdida. Lo estábamos las dos.
No recuerdo un solo día en mi vida en que haya sabido
en verdad dónde estoy —y levantó la mirada al cielo,
buscando la luna.
Nunca supiste dónde estás, le quise decir, pero
siempre has sabido dónde quieres estar.
No se lo dije.
—No la veo por ningún sitio. Ni siquiera un res-
plandor. ¡Todo está oscuro, de nuevo!
—Demasiados árboles —dije—. Sigamos caminan-
do, hasta que lleguemos a un claro.
—No, no es eso —dijo Gonos—. ¿Puedo tomar un
momento la luz perpetua?
Y la lanzó hacia lo alto. La luz se elevó con suavi-
dad, dio algunas vueltas en el aire y regresó a nosotros.

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La lluvia se nos vino encima.
—¿Qué hacemos?
—Nada.
—¡Habrá que correr a escondernos!
—Ya no es necesario correr, Mat.
—Pero…
—Huirías de la lluvia a la lluvia. No tiene sentido.
Quedémonos aquí.
La luz perpetua era solo una mancha blanca y bo-
rrosa en medio del aguacero. Gonos la guardó en su
zurrón.
—No la necesitamos —dijo.
Solo los relámpagos interrumpían la oscuridad.
Cada vez que el rostro de Alba se iluminaba, se la veía
más contenta. Gonos, emocionado, veía hacia todos
los sitios.
—¡Es maravilloso! —exclamó.
—¿Qué cosa?

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—¡Todo! La vida. Estos torrentes. ¿Nos preguntába- —Te lo recordaré —respondió—. Será lo primero
mos dónde estaba el mar? Pues aquí lo tenemos. ¡Todo que haga en cuanto pare la lluvia. Te lo prometo.
el tiempo estuvo encima de nosotros! —Podrías ser un pez —sugirió Gonos, que se suje-
El trueno retumbó con fuerza. taba a mi cuello para que no lo llevara el viento—. O
—¿Mat? —Alba me miró de pronto, preocupada—. un caminante en el fondo del mar. Así, podrás ser feliz
¿Tienes miedo? siempre que quieras.
—No lo sé. Déjame pensar. —Habrá que buscar el mar, entonces. Pero, por
Pero, en lugar de pensar, recordé. ¿Cuántas tormen- ahora, esto es suficiente.
tas habían caído sobre mí durante los siglos que estuve Alba esbozó una gran sonrisa, llena de agua de llu-
oculto en mi bosque? ¿Y no era esto lo mismo? via.
—¡Que me lleva el agua! —dijo Gonos—. Necesito —¡Me alegra tanto verte así, Mat! Ya lo ves. ¡El mie-
trepar. do no es más que pensar mucho y seguir pensando!
Subió hasta sentarse en mi hombro. El agua nos lle- —Al menos el vuestro —agregó Gonos—. ¡Que yo
gaba casi a las rodillas. moriré si me descuido y caigo al agua, por más vacía
—Creo que un río ha elegido nacer justo aquí, don- que tenga la cabeza!
de estamos —continuó—. Movámonos hacia esa loma. Los tres reímos. O, al menos, eso me dijo Alba un
Recordé el sueño que tuve en el campanario. Aquel rato después, cuando me lo contó todo. Los autóma-
mar tormentoso y lleno de monstruos. Pensé que, aho- tas no podemos reír. Eso lo digo ahora, porque lo sé.
ra, yo mismo era un mar por dentro. Mi pozo húmedo Entonces no lo sabía, porque no pensaba. Entonces
no iba a ser, mientras durase el aguacero, un miste- reía. Ahora sé que es imposible, y que no lo hice. ¡Son
rio perdido en mi interior; yo, de pies a cabeza, era un realidades tan contradictorias, lo que no sé y lo que
misterio. Imaginé que me vaciaba de pensamientos; recuerdo!
caían por mis oídos, por mi nariz, por mis ojos, como —Mat, te quiero preguntar algo —dijo Gonos—.
cascadas que se perdían a mis pies. Y se marchaban. Aprovechando que el agua se ha llevado tu cabeza, y
Desembocaban en algún sitio que ya no era yo. Y me que no podrás responderme con otra cosa que el co-
sentía bien. razón. ¿Qué sientes, al saber que me creaste? ¿Y que
Se lo dije a Alba, antes de que dejase de llover y, yo no existiría de no ser por ti? ¿Qué sientes al verme?
seco, lo olvidase todo y volviese a pensar. —Nada. ¡Fue solo un accidente! —y reímos de nue-
—Para que, cuando el agua se haya ido, me lo digas. vo.
Así lo sabré. Que, por un instante, fui feliz.

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—Pero, lo digo en serio —insistió, un momento —Mat… —Alba me miraba con grandes preguntas
después—. ¿Qué sientes? en su rostro; me pareció que los labios le temblaban—.
—Creo que hablaba en serio —comentó Alba—. La ¿Por qué preguntas eso? ¿Por qué ahora? ¿Qué te ha
risa ha sido su respuesta. ¿Qué sientes tú, Gonos? hecho pensar en eso?
—¿Por estar encaramado sobre el hombro de mi —Es evidente que no soy como vosotros. Solo quie-
creador? Pues… ro saber.
Y soltó una nueva carcajada. Por lo visto, tampoco —Aquí nadie es como nadie. Yo soy un homúnculo.
sentía nada. Solo existíamos, y eso era suficiente. Alba es una mujer. No necesitas ser más que Mat. Con
Cosas como estas, creo, pasan solo bajo un aguace- eso basta.
ro. Y yo no las entiendo. Solo escribo lo que Alba me —Lo sé, pero…
dijo en cuanto la lluvia cesó. Las aguas abandonaron —No hagas esto —dijo Alba.
mi mente y todo lo que yo pensaba regresó. Ellos me lo Quise responderle, pero no lo hice. Cuando Alba
contaron todo y reían, pero yo estaba serio. Sentí una me pedía que abandonase la pregunta, no lo hacía por
repentina tristeza en los ojos de Alba cuando se dio mí. Lo hacía por ella. Lo vi en sus ojos. Quise enton-
cuenta de que yo era, nuevamente, un autómata. Una ces saber qué pasaba dentro de ella, qué pensaba y
tristeza muy grande, como si hubiese visto algo que, qué sentía, pero tampoco dije nada al respecto. Me di
hasta ahora, no había querido ver. cuenta de que había iniciado una conversación que le
—No olvides lo que te dije —me dijo Gonos—. dolía. Yo no sabía por qué, pero le dolía. Gonos tam-
Que, siempre que quieras, podrías ser un pez. bién lo notó, y no supo qué decir.
Pero ya lo había olvidado. Pensaba en otra cosa, y —No tiene importancia. Gracias por contarme lo
sobre eso les pregunté. que fui en el aguacero.
—¿Cómo soy? Con media sonrisa me dijo que se alegraba de que
—¿Qué quieres decir? —Gonos brincó al suelo. Ya yo lo supiera.
no necesitaba mi hombro para sobrevivir. —Y no lo olvides —agregó—. Un pez.
Aunque ya no llovía, aún el agua chorreaba de las Miramos alrededor. El bosque se había llenado
ramas de los árboles. de riachuelos y pequeñas lagunas. La luna había re-
—Vosotros sabéis lo que parecéis —continué—. Yo, gresado y pintaba de plata la superficie de las aguas.
a menos que tuviese un espejo… ¿Cómo es un autó- Nos pusimos a caminar, un rato en silencio y, luego,
mata? ¿A qué se parece? maravillándonos por todo lo que encontrábamos. No
cantaban los pajarillos pero sí flotaba en el aire cierta

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melodía, gracias a la danza de la brisa con las hojas de brota exactamente de la gota, nace del reflejo de la luna
los árboles y al vagabundeo de los arroyos que bus- en esta. Un duende puede aparecer en un agujero bajo
caban, por primera vez, su lugar en el mundo. Yo me las raíces del árbol, pero no ha nacido del agujero, ni
asombraba con cada cosa que veía; entonces me pre- de la raíz ni de la tierra; ha nacido de la sombra que allí
guntaba si estaba bien asombrarme, y trataba de igno- se oculta, o quizás del silencio. Criaturas extrañas, es-
rar el pensamiento; entonces veía cómo Alba respiraba tos seres elementales. Son, diría yo, las emociones de la
profundamente, como si pudiese tragarse un trozo del naturaleza, que florecen de su alma y no de la materia.
paisaje y llevárselo al alma, y yo trataba de ignorar el —¿Y has visto a alguno de esos seres? Yo puedo
asombro, porque los autómatas no sabemos respirar; sentir sus miradas, pero no he visto a uno solo.
entonces me asombraba con una nueva flor, una nueva —Tampoco yo los veo. No es fácil verlos, porque
cascada, un nuevo rayo de luna. O me asombraba por no se les ve con los ojos. O, dicho de otra manera, es
la otra danza, la que había dentro de mí, maravillosa necesario que el corazón suba a los ojos para recono-
también, entre el pensamiento y el asombro. cerles. Me cuesta explicarlo, yo mismo no lo entiendo
—Me pregunto si, alguna vez, volverá todo a estar del todo. Están aquí y ahora, pero para ellos es otro
tan habitado como lo estuvo antes de la oscuridad — sitio y otro tiempo.
dijo Alba. —¿Y a nosotros? ¿Nos pueden ver, a nosotros?
—Cada vez lo está más —respondió Gonos—. Y no —No lo creo. Les costará lo mismo, o más. Somos
lo digo solo por nosotros, que por accidente lo hemos muy pesados para su mirada.
poblado de nuevo. ¿Habéis notado que no estamos so-
los? —¿Aun tú, que eres tan pequeño?
—Sí. Desde hace un rato tengo la impresión de que —No tiene que ver con el tamaño. Hay hadas como
alguien nos mira. Alguien que se mantiene oculto en castillos, o aún más grandes. Hubo duendes que se
las sombras. quedaron dormidos sobre poblados enteros y sus gen-
tes nunca se enteraron… Solo enloquecieron y nunca
Yo, naturalmente, no había notado nada. Miré a supieron por qué.
todos lados, busqué, no encontré; y, como si hubiese
encontrado, sentí miedo. —Quiero ver un hada. ¿Qué pasa si nos sentamos
aquí y nos quedamos un rato sin hablar? ¿Acaso no se
—No están ocultos. Son algo parecido a lo que, en dejarían ver?
otro tiempo, llamabais hadas y duendes. Nacen espon-
táneamente. No de la carne ni de la alquimia, mucho —No depende solo de que se dejen ver. Depende
menos de la relojería. Un hada puede brotar de la gota más de ti, de que te permitas verlos. Haremos esto: nos
de agua que duerme sobre la hoja del árbol, pero no separaremos por un rato. Tú irás por entre aquellos ár-

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boles y yo bajaré por la orilla de este arroyo; tú, Mat, te
quedarás aquí. Cuando estéis solos no hagáis ningún
ruido y quedaos quietos. Quizás así veamos algo.
Y me dejaron solo.

12
No puedo explicar el horror que sentí. En cualquier
sitio al que mirase había una sombra, y ahora yo sabía
que esa sombra podía contener una mirada. Cuando
el mundo estaba desierto todo era una gran sombra,
inmensa, y yo sabía que esa sombra era todas las som-
bras; aquí, en cambio, cada una era un mundo oscuro
que se diferenciaba de los otros mundos. Y, por lo que
Gonos había dicho, esos mundos no estaban desiertos.
No me senté, ni me quedé quieto, ni evité hacer rui-
do. Caminé por donde Alba se había ido. El bastón se
hundía en los pequeños abismos de barro que había
entre las raíces, y a menudo yo resbalaba en el musgo
y caía al suelo. Las ramas más delgadas me arañaban
el rostro, y las más gruesas no me dejaban caminar en
paz.
El miedo me nublaba la vista. No sabía qué hacer.
Mis pasos no me llevaban a ningún lugar. Los árboles
eran paredes de un laberinto y, en medio de ellos, todo
era pasadizos oscuros como abismos. Una mirada en
la maleza me habría tranquilizado un poco, pero, por

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no ver ninguna, las imaginaba todas. Un millar de ojos taban y combatían entre sí. ¿Por qué mis creadores,
diabólicos sobre mí, sin que yo pudiese encontrarme cuando me construyeron, no se limitaron a ponerme
con uno solo de ellos. ojos para ver lo que hay por fuera? ¿Cómo es que no se
Cansado y sin esperanza, quise gritar el nombre de les ocurrió llenarme de oscuridad absoluta, para que
Alba. Nada salió de mi boca. El horror se había atora- así yo no fuese capaz de percibir la tormenta que soy
do en mi garganta. Y, cuando pensaba que no podía por dentro?
hacer ya otra cosa que sentarme y esperar a que pasara Alba salió del agua. Cuando levantó los brazos para
otro puñado de siglos, mientras los trasgos poblaban bajar su ropa del árbol, su piel húmeda me dolió más
el bosque y corrían sobre mí como quien corre sobre que nunca. Sin ninguna prisa se secó, se vistió y se sen-
una loma, y las raíces se extendían por encima de mis tó sobre una piedra a mirar la luz que se reflejaba sobre
hombros y me aplastaban con su olvido contundente y la pequeña laguna. La superficie del agua poco a poco
macizo… Sí, cuando pensaba todo eso y, una vez más, se calmaba y se quedaba quieta, pero no la de las aguas
me disponía a hacerme un ovillo y esperar a que pa- de mi alma. Caminé con torpeza y me senté junto a
sara el fin del mundo…, distinguí a lo lejos el destello ella.
de una luz. Me arrastré hacia allí y, al llegar y descu- —¡Mat! ¿Dónde estabas?
brir de qué se trataba, me quedé quieto tras un tronco; Me abrazó. Era un abrazo torpe. Ella se dio cuenta
mientras mi cabeza intentaba, sin éxito, entender lo y me soltó. Dos gotas de agua se deslizaron por mis
que sentía. mejillas para aliviar la marea que había subido a mi
La luz perpetua flotaba sobre un remanso del arro- cabeza. Alba pensó que eran lágrimas.
yo. La ropa de Alba colgaba de una rama y ella se des- —¿Qué te pasa?
lizaba con suavidad sobre las aguas. No pude entender
su cuerpo desnudo. Todo, de pronto, se volvió pesa- No pude decirle nada. Solo la miré. Sé que en mis
do en el engranaje metálico de mi alma. Sentía, al ver ojos vio con claridad lo que yo no conseguía descifrar
a la chica, algo que no se parecía a nada que hubiese de mí mismo, porque me dijo:
sentido antes. Me preguntaba si ese algo era la pasión —Eres un autómata.
incontenible de que hablaban los románticos de Villa Su voz era dulce y serena. Su verdad, dolorosa.
Diodati; otra parte de mí se preguntaba si no sería ya el —Yo… ¿Qué quieres decir?
momento de ignorar para siempre que yo no era más —Quise decir lo que dije, Mat. No puedo ser más
que un autómata; otra más advertía que eso sería un clara que de esa manera, y creo que decírtelo así es lo
paso hacia la locura de la que ya nunca podría regre- mejor, y cuanto antes. Eres solo… —Se detuvo un mo-
sar. Todos los pensamientos en mi cabeza se enfren- mento, como si se arrepintiera de lo que recién había

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dicho—. No quiero herirte. Y, sí, a veces pienso que do explicar muchos de tus comportamientos, pero sé
pareces tener sentimientos como si fueses un hombre. lo que eres.
A mí, también, me ha costado poner en orden mi ca- No dije nada. Sus ojos brillaban. Yo no sabía cuál de
beza. Pero olvidar lo que somos, y más en este mundo los dos era más cruel: ella al decir esas palabras, o yo
del que no entendemos nada, es lo peor que nos puede al necesitar escucharlas y obligarla a hacerlo. Por un
pasar. Yo misma… yo misma me pregunto, por ejem- instante pareció acercarse a mi rostro para besarme,
plo, si al querer llegar a la luna estoy olvidando lo que como si quisiera no dejarme caer aún; pero de inme-
soy. Y lo que puedo hacer y lo que no. Pero eso que diato se dio cuenta de que era mejor para mí ver la
siento en tu mirada, Mat… Eso no es posible. Eres un realidad en un solo momento. Y, más bella que nunca,
autómata. Necesito que pares y que recuerdes eso, por- me explicó lo que entonces haría y por qué lo haría;
que sé que lo has estado olvidando cada vez más. No luego se levantó y se marchó. No volteó para mirarme
tiembles, por favor. por última vez, y no sé si lloraba. No sé si sus rodillas
El vacío en mi alma se hizo más grande que mi pro- temblaban mientras se alejaba. No sé si su corazón pal-
pio cuerpo. Le dije, pausadamente, aunque sabía que pitaba con fuerza, o si luchaba tanto con ella misma
cada palabra era como caminar por el borde de un pre- como había luchado con mi ceguera para hacerme ver
cipicio: quién soy. Y desapareció entre los árboles.
—Yo no estoy seguro de ser un autómata. Alba…, Un horror más grande de lo que yo podía soportar
cada minuto de mi existencia me pregunto por qué cayó sobre mí. El horror de tener que despertar, de re-
siento cosas que un autómata no puede sentir. Yo no conocer que mi realidad seguía siendo lo que siempre
estoy seguro de ser lo que digo ser… había sido, y de aceptar que, en medio de humanos,
—Una existencia que duró siglos enteros, sentada homúnculos, espectros y hadas, yo estaba solo, pues
en un rincón esperando. Mat, eres un autómata —y no existía nadie como yo; y que no había en mi pecho
golpeó suavemente mi frente, como si quisiera demos- un alma de la que brotasen las emociones que sentía, y
trarme algo con el sonido metálico del golpe; con su que estas no eran otra cosa que el perfectísimo produc-
otra mano sostenía la mía, como si pudiese, al tiempo to de un puñado de artilugios capaces de imitar lo que
que me destruía, protegerme de sí misma, pero esta- un hombre podía sentir; que podía correr a Gabriel
ba segura de que decirme aquello, y decirlo de aquella Gautier y beber su vino envenenado, y no pasaría nada
manera, era lo correcto—. Entiendo tus dudas, y de conmigo. Dispuesto a perder la vida con tal de demos-
verdad la genialidad de quien te creó es un misterio trarme, con mi último aliento, que estaba equivocado,
que no puedo comprender, pero sé lo que veo. No pue- que sí palpitaba un corazón dentro de mí, me lancé al
remanso. Me sumergí hasta el fondo y allí me quedé,

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y el agua entró en mí por todas partes y, sin embargo, recías enterarte. No hacías otra cosa que caminar sin
no dejé de existir. No sé cuánto tiempo había pasado darte cuenta de nada.
cuando me puse en pie y salí caminando, chorreando —Lo hice para poder salir del bosque —mentí.
por todos los costados el río que llevaba dentro, y me —¿Qué tienes, Mat?
alejé sin mirar atrás y sin pensar en nada.
—Nada. Es solo que estoy cansado. ¿Por qué has di-
Caminé en línea recta. La cojera no me lo impidió, cho que esto no es una torre?
pues el bastón se había convertido en una parte de mí.
Los autómatas podemos caminar en línea recta eterna- —Porque sé lo que es una torre. ¿No te enteras de
mente, que no nos desviaremos ni un centímetro. Los que no es una torre lo que ves?
hombres no pueden hacer eso; cada emoción, si los —Yo veo una torre. Pero está claro que no siempre
distrae al menos por un momento, los puede desviar y, veo lo que hay.
aun si creen que caminan hacia donde van, ahora van —Sí, lo sé. ¿Sabes qué fue de Gonos y de Alba?
hacia otro lado. No se dan cuenta al principio pero lo —Se fueron en busca de hadas. Yo salí del bosque.
sabrán cuando lleguen donde no iban. Los autómatas ¿Qué es esto, entonces?
no tenemos ese problema; conocí una vez un autómata —No lo sé. Nunca había visto algo igual. Entremos.
que olvidó eso y creyó sentir, pero… Detuve el pen-
samiento. De haberlo completado, habría desviado mi —Pero ¿cómo? No hay una puerta, solo algunas
paso. ventanas muy altas. Yo dejé una soga que construí y
con la que me ayudé para huir. Podemos rodear la to-
La ventaja de caminar en línea recta es que, tarde o rre y buscarla.
temprano, dejas de estar donde estabas. Un buen día
salí del bosque. Llamo días a esos ratos en que la luna —Mat…, ¿de verdad estás bien? ¿Por qué tu voz se
brilla en el cielo; llamo noches a esos otros en que el quiebra?
pequeño astro descansa sobre las nubes negras y no —Caí al río y tragué mucha agua. Mira cómo cho-
vemos más que su cama oscura y espesa. Caminé, por rreo. Alguna piedrecilla debe haberse atorado en mi
decir algo, durante cuarenta días con sus cuarenta no- garganta.
ches, y llegué a la torre. —Eso explica por qué tienes las mejillas empapa-
—¡Eso no es una torre! —escuché la voz a mi lado. das. Probablemente traes un mar en la cabeza. Ya pa-
—¿Hace cuánto que caminas junto a mí? sará. Ven, busquemos esa soga. Quiero entrar.
—Hace algún tiempo, desde que te vi andar en so- Rodeamos la torre varias veces y no encontramos
ledad por el desierto —respondió Fana—. Pero no pa- nada.

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—Deben haberla robado —dije, mientras nos sen-
tábamos a descansar en una loma.
Fana se quedó dormida. Era siempre tan inquie-
ta que me parecía extraño verla dormir. Yo miraba la
luna y me preguntaba si sería cierto que estaba habita-

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da. Sabía que no era posible que lo estuviera pero me
lo preguntaba porque, de estarlo, yo podría correr a
Alba y decírselo. ¡Qué mente compleja la mía, capaz de
engañarme a mí mismo! Podía tener frente a mí lo que
evidentemente era real, que si quería creer otra cosa
hallaría la manera de hacerlo. Cerré los ojos y traté de
sentir cómo sería esta cabeza mía por dentro, si pudie- Estábamos en el calabozo. Esta vez nadie nos había
se verla. encadenado, pero la puerta estaba cerrada. Una antor-
—Creo que sería como las estrellas que la luna no cha ardía en la pared.
nos deja ver —dije en voz alta, con los ojos cerrados—. —¿Cómo es que, sin enterarnos ni mover un dedo,
Así, tan lejanas… de pronto estamos aquí?
—¿Qué dices? —Fana despertó—. Y…, ¿dónde es- —Alguna extraña alquimia —respondió Fana—. O
tamos? magia, que no es lo mismo. ¿Qué son estas paredes?
Abrí los ojos. No sabía cuánto tiempo los había te- ¿De qué están hechas?
nido cerrados, pero ya no estábamos en la loma. Yo, —Es una mazmorra. Mira, esas son las cadenas en
sin embargo, sabía que no me había movido, y aún es- las que estuve preso.
taba sentado. —Ya te he dicho que no es una torre, y tampoco
puede ser esto una mazmorra. Estas paredes no son de
piedra. Y eso, te lo aseguro, no son cadenas. ¿Dices que
estuviste sujeto a ellas?
—Sí, por mis muñecas y mis tobillos. Si no son ca-
denas, ¿qué cosa son?
—No lo sé. Algo parecido a una soga, pero también
de un material que no conozco.
Recorrió la estancia, mirándolo todo con atención.

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—¡Mira esto! —Había hallado algo en el suelo que —¡Que flota en el aire! Eso no es posible.
para mí no era otra cosa que un ladrillo más. Tiró de —Y, sin embargo, es real. Bajé hasta donde termi-
ello y abrió una puerta secreta. na tu torre y te aseguro que no hay nada por debajo
—¿Qué hay allí dentro? de ella. Solo la tierra, pero un centenar de metros más
—Una escalera. Ven, bajemos. abajo. Ven, terminemos de subir la escalera.
Me pregunté si no habría, dentro de mí, una de esas Llegamos a otra puerta secreta que nos llevó al dor-
puertas, y una de esas escaleras, para bajar a un sitio mitorio que yo había despojado de cobijas y tapices
donde mis pensamientos se quedasen dormidos y yo para construir la soga con la que hui. La misma ha-
pudiese descansar. bitación en la que había hallado el cuaderno que aún
Tomé la antorcha y seguí a Fana con torpeza. Era llevaba bajo el brazo.
una escalera muy estrecha, y al final hallamos un oscu- —Me pregunto cuántos pasajes secretos tiene este
ro pasadizo que nos llevó a otra escalera que subía. Era sitio —dijo Fana—. Ya hemos hallado el primero.
espiral, como la que yo antes había conocido, pero tan —Yo me pregunto eso y mil cosas más. Tú, al me-
angosta que para subir raspaba mis codos; lo cual era nos, ves una torre y ya sabes que no es una torre. Yo,
una ventaja, pues así tendía menos a perder el equi- en cambio… No sé cómo es que mi cabeza no ha ex-
librio. A mitad de la escalera hallamos una ventana, plotado. ¡Nunca entiendo nada de nada, y eso que ape-
empujamos el postigo y vimos la tierra abajo. nas me entero de algunas cosas entre todas las que no
—No entiendo. Hemos subido pocos escalones; de- entiendo!
beríamos estar apenas a la altura de la bodega que ha- —Tampoco yo tengo muy claro lo que pasa. Mat,
llé por encima del calabozo cuando hui, y sin embargo ¿podrías terminar de descifrar el cuaderno? Ven, sen-
ahora la torre es muchísimo más alta que entonces. témonos aquí. Creo que entender lo que hay allí escri-
—Ya te he dicho que no es una torre. ¿Puedes soste- to es lo mejor que podemos hacer ahora.
ner esto? —Me entregó el extremo del hilo que usaba —Lo intentaré. Pero es la cosa más extraña, te lo
para no perderse en las cavernas. aseguro. Podría tomarme siglos.
—¿Qué haces…? —Exploraré el sitio mientras tanto. ¿Esta es la esca-
Se descolgó por fuera de la ventana, mientras yo la lera por la que subiste cuando huiste la primera vez?
sostenía con el hilo. Regresó en pocos minutos. —Sí, pero preferiría que…
—Nunca había visto nada como esto. ¡Este sitio flo- Fana ya no estaba.
ta en el aire!

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—… que no te vayas —terminé de decir, aunque ya —Los monstruos existen, Mat —respondió Gabriel
no me escuchara. Gautier con frialdad—. Aquí y en otros mundos. No
Tengo aquí conmigo, mientras escribo mi histo- los ves porque no crees que puedan existir, pero ahí
ria, una traducción que yo mismo hice del cuaderno. están. Y cuanto más tiempo tardes en aprender a ver-
Muchas cosas escritas en él las empecé a entender en los, más cerca estarán de ti para clavar sus colmillos en
aquella ocasión, en el dormitorio de la torre, y otras las tu cuello.
entendí después. Poco a poco me familiarizaba con los —¡Qué va! No lo entiendes. No todo lo de otros
caracteres, descubría nuevas palabras que arrojaban mundos es monstruoso. Es solo de otros mundos, y
luz sobre las anteriores, y asimilaba conceptos que, al nada más.
unirlos con los dibujos, me ayudaban a comprender lo —Tu estrecha relojería no te permite ver más allá de
que al principio era solo oscuridad. Con el paso de los tu nariz. Afortunadamente, eres un trasto inofensivo.
años, cuando pude entender lo suficiente, escribí mi ¡Qué sería del mundo sin héroes como yo, dispuestos
propia traducción del finismundario. a cualquier cosa con tal de salvar la pureza humana!
Un día, conversando con Gabriel Gautier, cazador Otro día, conversando con Gonos en el bosque, le
de monstruos, le conté que lo más difícil de traducir el dije que, cuanto más entendía del finismundario, más
finismundario había sido aceptar que la realidad, una me dolía en el pecho.
vez más, se hinchaba hasta herir y quebrar los lími- —Porque cada cosa que comprendía me recordaba
tes de mi propia comprensión. Conversar con Gabriel a Alba y su insistencia en pensar que la luna está habi-
Gautier era sencillo porque él solo mataba por enve- tada. Yo sabía que la luna no estaba habitada, pero lo
nenamiento. Bastaba con no aceptar una copa. Era, a que yo sabía era una gota cada vez más pequeña en el
decir verdad, un villano imponente pero de muy corto mar de todas las cosas que ignoraba. Y cuando leía este
alcance una vez que se le conocía. cuaderno, que había viajado por tantos y tan diversos
—Quizás lo hubiese comprendido en su totalidad mundos, que había recogido en sus páginas las his-
en los primeros cinco minutos —le dije—, de no ser torias más insólitas de las almas más lejanas, y cuyos
porque lo que leía era (¡una vez más!) imposible. Cada dibujos reproducían las civilizaciones más asombro-
párrafo proponía algo que, para mí, no podía ser. Tuve sas…, cada frase, cada palabra, me obligaba a aceptar
que realizar grandes ajustes en mi alma para finalmen- que Alba podía estar en lo cierto.
te aceptar que la realidad es más grande que lo que yo —La vida es más grande que la realidad —respon-
percibo de ella. dió Gonos—. La realidad es solo el cerco de un huerto;
pero la vida, inquieta como es, puede trepar siempre

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por encima de ese cerco. Y, porque puede, lo hace. Y se —Entonces… La realidad es que soy un autómata.
mete en lo imposible, y allí lo sigue haciendo. Pero la verdad es que soy mucho más. ¿Es eso lo que
—Tú mismo eres un poco de eso, Mat —me dijo quieres decir?
Fana en otra ocasión, sentados en lo alto de un acan- —La realidad es un orden de las cosas para que po-
tilado de arena blanca, mientras mirábamos cómo el damos entenderlas. Pero existe solo en apariencia; o,
planeta del que habíamos venido flotaba en el espacio más aún, es la manera en que interpretamos esas cosas
como una hermosa esfera de tonos azules salpicados para creer que las hemos entendido. Y ese orden no
de nubes negras—. Fuiste creado a imagen y semejan- es, de hecho, el único posible. Piensa en el romanti-
za de la ciencia, sí; pero el aliento de vida lo recibiste cismo que te dio la vida… ¿Qué son las historias de
de un puñado de poetas románticos, y ese aliento te fantasmas? ¿Qué son esas novelas góticas de espectros
desborda tanto como la vida desborda la realidad. Eres y aparecidos? Son emoción, Mat. Son el caos que se re-
un complejo mecanismo de relojería, pero tu corazón sistió a ser enterrado bajo el manto de la razón. Y son
es un poema mucho más grande y honesto que ese una realidad, también. Son una manera de interpretar
mecanismo. el mundo, tan válida como cualquier otra. Quizás no
La miré. Estoy seguro de que en el brillo de mis ojos fue la más aceptada por los hombres en los últimos
se mezclaba la esperanza con el desconsuelo. años de su historia, pero, desde que su mundo termi-
—Pero, a fin de cuentas, soy solo un autómata… ¿O nó, ¡mira cuál es la realidad que ha trascendido! Tú
acaso soy más que eso? mismo, que crees ser una máquina de pensar, ¿no te
has dado cuenta de que, cada vez que un pensamiento
—El que te dio el nombre de Mat era solo un poeta. tuyo se quiebra, es donde más vida encuentras?
Pero ¿no tiene el poema más vida que el poeta? Tú me
diste la vida. ¿No soy yo más grande que tu acto in- —La realidad es el orden de las cosas… ¡Pero el
consciente, y accidental, de crearme? ¿O acaso el aire caos es el aliento que las anima y que no puede ser
que yo respiro depende de cada aliento que tú exhalas? contenido!
—Yo… ni siquiera respiro. —¡Exacto! Da igual que seas un autómata o no. Hay
algo dentro de ti que no se conformó con eso. Algo
Fana miró hacia la Tierra, en silencio. que te desbordó. Algo que de ninguna manera fue el
—Esa es tu realidad —dijo por fin—. Pero tu vida es resultado de la lógica o la razón. Algo que no es efecto
más grande que eso. De todas maneras, ¿no es el acto de una causa; no hubo un antes del que, por conse-
de respirar, en un hombre o en un homúnculo, tam- cuencia, vino un después. Simplemente pasó. Sin ex-
bién un complejo mecanismo y nada más?

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plicaciones. Explicarlo sería reducir sus dimensiones, Se marchó a través de la pared.
¡y eso sí que es imposible! Seguí leyendo el finismundario. Entonces llegó
—Entonces, creo, todas las preguntas que me he he- Fana, con la mochila vacía.
cho desde que existo, ¡no tienen respuesta! —Solo una cosa he podido entender de este lugar
—No la necesitan. Cuando pienso en los libros que —dijo—: ¡todo lo que contiene no es de este mundo!
los hombres escribieron y los signos de interroga- —Así es. ¡Esta torre cayó del cielo!
ción que usaron… Esos signos no deberían tener un
punto, ¿sabes? Deberían quedarse caminos sinuosos,
como son, pero sin ese horrible punto final por de-
bajo. Cuanto más lejos te lleven, mejor. Llegar a una
respuesta destruye la pregunta, y solo la pregunta te
puede llevar de un sitio a otro. Y yo creo que quedar-
nos en un único sitio no tiene sentido. Si tuviéramos
raíces, nos estaría bien clavarnos seguros en el suelo;
pero ¡teniendo pies…!
Y no siguió hablando, porque lo que trataba de de-
cirme ya no podía ser explicado con palabras.
—¡Tanto misterio! —exclamé.
—Solo pensar en que seas capaz de maravillarte por
eso… ¿Te das cuenta?
Ahora, mientras pienso en todo esto, pienso tam-
bién en esos mundos imposibles que describe el finis-
mundario de Tsira de Tulúa. Cuando estaba en el dor-
mitorio, intentando comprender al menos un poco de
lo que había escrito en sus páginas oscuras, pasó junto
a mí la mujer vestida de blanco. El espectro. Le dije su
nombre, pues recién lo había descifrado en la primera
hoja del cuaderno. Se detuvo y me miró con ojos de
niebla.
—Tsira —repetí.

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Estoy de nuevo en el bosque negro.
Fue en un bosque como este, pero de color verde,
donde dije a Mat lo que dije. Yo misma no entendía. Ni
a él ni a mí. Y ahora veo que no entender está bien.
Estaba asustada. Ya no lo estoy.
Hace siglos, cuando yo nací, todos los bosques eran
verdes. Ahora los hay de todos los colores. Me gusta este
porque, cuando la luna lo ilumina, las sombras se oscu-
recen. Cuanto más blanca la luz, más negras las hojas
de los árboles. Las gotas de rocío no se deciden, y juegan.
Ahora las miro y son blancas; ahora las miro y son ne-
gras. Me gusta.
Tomo el catalejo, el que conservo en uno de los escon-
drijos, junto con el fonógrafo y la escopeta. Trepo a lo
más alto del árbol y miro a través del instrumento.
¿Dónde están esos mundos lejanos de los que habla
Tsira de Tulúa? ¿En cuál de todas esas estrellas? ¿O se-
rán planetoides que caen a la deriva, en libertad?
Miro también hacia la luna. Y me descubro pronun-
ciando en voz alta, una vez más:
—Mat.

157
14
Las últimas páginas del finismundario de Tsira de
Tulúa habían sido escritas con prisa, y eran una espe-
cie de testamento. Gracias a ellas supe quién fue ella y
qué es un finismundario.
Se trata, este último, de una especie de libro de via-
je, manuscrito, compuesto por miles de hojas delga-
dísimas hechas con un papel muy raro, pues son muy
pocos los planetas en que brota del suelo el magma
con que se fabrica.
Su autora se llamó Tsira de Tulúa. Siempre viajó
sola. Nació hace muchísimo tiempo en un planetoide
que ya no existe. Su piel tenía el color de los abismos
del espacio y sus ojos parecían dos pequeñas nebulosas
por las que asomaba un alma llena de preguntas. Su
cabello era como una cascada de agua, sedosa y trans-
parente, que le cubría la espalda. Yo la conozco como
una mujer alta y delgada, vestida de blanco, pero lo
que yo conozco de ella es su espectro; cuando estaba
viva vestía de muchos otros colores, y viajaba por las
galaxias en una nave que a mí me parece una torre, en

159
busca de mundos donde hubo vida y ya no la hay. En entonces se dirigía a esos planetas, y antes de bajar a
cuanto se enteraba de que un mundo había llegado a tierra enviaba al explorador para asegurarse de que el
su fin iba y pasaba una temporada en él, y anotaba en sitio en verdad hubiese llegado al fin de sus tiempos.
su libro todo lo que veía. Su finismundario abunda en Pero, al llegar aquí, algo salió mal.
descripciones de desolados paisajes, narraciones muy «El explorador, cuando regresó de su caminata de
peculiares de antiguos mitos locales, y poemas y can- reconocimiento, me dijo que hay vida en este planeta.
ciones que evocan antiguas civilizaciones. Los mundos ¿Cómo es eso posible, si es evidente que las civilizacio-
que visitaba no eran necesariamente planetas; podían nes que lo poblaron perecieron hace tiempo? Quise irme,
ser desde asteroides donde hubo poblaciones efímeras pues no soporto los sitios habitados; amo los vestigios
hasta estaciones espaciales que quedaron vacías y flo- pero no a quienes los provocaron. Al bajar a toda prisa
taban en silencio por el espacio. del dormitorio, sin embargo, para poner la nave en mar-
Los dibujos de Tsira de Tulúa son hermosos, tanto cha, un hombre me esperaba. Estuve a punto de huir,
cuando se retrató ella misma como cuando pintó todo pero, muy sereno, me dijo que solo quería conversar un
lo que veía en mundos en otro tiempo habitados. No rato conmigo, y que después de hacerlo se marcharía sin
hallé, sin embargo, dibujos hechos en la luna, ni refe- demora. Nos sentamos, me invitó a una copa, charla-
rencia alguna al satélite. ¿Es posible que estuviera ella mos unos minutos y se fue. Ha pasado muy poco tiempo
a la espera de que acabase la vida allí? Eso me pregun- desde eso, pero el malestar crece en mi vientre y no quise
taba yo mientras, emocionado, pasaba las páginas del hacer otra cosa que subir al dormitorio y escribir esta
finismundario. En la última página, ella describe el día última página de mi finismundario. Sé que mi propio fin
de su muerte. ha llegado y lamento que, después de siglos en soledad,
«El explorador me ha engañado», escribe. El explo- mi último relato sea el de mi encuentro con un descono-
rador es un autómata, como yo. Pero no tiene forma cido… He intentado explicar, en pocas palabras, quién
humana. Es solo un aparato con la forma de una caja soy y lo que me hizo feliz por una breve eternidad. Aho-
que se desplaza por los sitios y tiene una serie de arti- ra me acostaré a dormir. Me pregunto ahora, si acaso no
ficios, como brazos mecánicos y sensores de todo tipo, despierto, si alguien alguna vez podrá leer estas historias
que despliega a su gusto para investigar todo cuanto llenas de silencio y soledad…».
encuentra a su paso. ¡No puede ser otro que el arcón!, ¡Cuánta furia sentí al saber que Gabriel Gautier ha-
pensé mientras leía; me pregunté por dónde andaría bía subido a la torre y había asesinado a Tsira de Tulúa!
ahora. Cuando Tsira viajaba por el espacio, las alme- Aquel espectro blanco que atravesaba las paredes del
nas de la torre detectaban a enormes distancias los úl- navío estelar, y al que yo tanto temí, pertenecía a una
timos alientos de vida en los planetas que agonizaban; mujer que había cruzado el espacio a escondidas de

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toda forma de vida, y que había tomado por doquier Por lo pronto no bajaré de la nave. Este planeta me
las estelas de antiguas civilizaciones y las había plas- produce una profunda inquietud, pero no sé por qué.
mado en su finismundario; que, por cierto, era el libro Esperaré un poco más, hasta convencerme de que el si-
más bello que yo había leído. lencio es absoluto».
Unos párrafos antes Tsira hablaba de mí. Derramé Y finalmente:
unas gotas del agua de mi alma, que se deslizaron sin «Me pregunto si no sería lo más prudente irme de
prisa por mis mejillas, cuando, temblando mis ojos, aquí. ¿Está en verdad este planeta tan acabado como
leí esas líneas. Se trataba del relato de la aventura del se supone que está? Ahora el explorador me habla de
autómata explorador, cuando este había ya bajado al posibles formas de vida; hay un sitio, no muy lejos de
planeta, mientras la torre aún orbitaba alrededor. aquí… Esperaré un rato. En cuanto el autómata por fin
«El explorador me envía, desde allá abajo, una serie despierte y podamos terminar las investigaciones con él,
de impresiones que ha capturado sobre un ser que ca- despegaremos y sobrevolaremos el sitio. Para echar un
mina sobre la tierra. Pero, para mi tranquilidad, no es vistazo, nada más».
un ser vivo. Parece ser un autómata que, quién sabe por Y eso es todo. La siguiente página, escrita con an-
cuánto tiempo, ha quedado en funcionamiento y deam- gustia, es la que traduje hace un rato; cuando el ex-
bula por el mundo desierto. plorador regresa de un nuevo paseo por los alrededo-
Esto me ha hecho dudar por un momento si bajar res con evidencia de vida en el planeta. Yo, entonces,
o no. Me he mantenido en órbita unos días, para estar todavía estaba en la nave. Despertando, posiblemente.
segura. El explorador me dice que, con excepción del No sé cómo pudo pasar que estuve inconsciente ni por
inexplicable autómata, no hay criatura alguna sobre la cuánto tiempo. Deduzco que fue el explorador quien
faz de la tierra. Le he pedido que, en cuanto yo aterrice me indujo a ello para facilitar sus experimentos con-
la nave, traiga al autómata y averigüe alguna cosa más migo. Puedo suponer que, mientras yo despertaba y
sobre él». descubría que estaba prisionero en una mazmorra,
Más adelante escribe: Gabriel Gautier llegaba a la abadía. Desde allí no le ha-
«He aterrizado. El autómata está ya en la nave, pero brá sido difícil hallar la torre. Asesinó a Tsira de Tulúa
no he querido verle. El explorador está con él e investiga mientras yo estaba cautivo, pues fue su espectro quien
ahora su interior. Me dice que aún duerme. La investi- me liberó. Probablemente fue lo primero que hizo, ya
gación tomará varios días. Le he pedido que no le haga muerta. Quizás fue la razón por la que quiso ser un
daño; nunca había topado en mis viajes con un vestigio espectro. En realidades góticas, la muerte no es sufi-
que, después de tantos siglos, se mantenga en pie. ciente para pasar al descanso eterno.

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Aún tenía una duda. ¿Cómo había entrado Gabriel —¿Y qué haces tú aquí? —grité al cazador de mons-
Gautier a la nave? truos.
Tuve la respuesta algún tiempo después, cuando Comprendí que la nave tenía el poder de traer a al-
vine a la torre luego de una temporada en el bosque. guien a bordo desde la tierra, por arte de magia.
Me gusta venir aquí para estar solo. De vez en cuando —No es la primera vez —respondió.
pasa el espectro junto a mí, pero ya me he acostum- Y como siempre pasaba cuando me encontraba
brado a que no se percate de mi presencia y se marche con él, tuve que sentarme a conversar. Hablamos de
en soledad a través de las paredes. Un día fue tanto finismundarios, de traducciones y de monstruos; y yo
su descuido que fue a mí a quien atravesó, como si yo luchaba por contener la rabia que sentía por dentro.
fuese una pared más. Por un instante sentí a Tsira por Finalmente le dije:
dentro, como una brisa llena de estrellas, materia os-
cura y agujeros negros. —Tú mataste a Tsira de Tulúa.
Aquel día en que volví del bosque, yo me había sen- —Yo mato monstruos, Mat.
tado en el salón, junto a la ventana, y noté que la torre No recuerdo qué más conversamos. Solo recuer-
se elevaba un centenar de metros sobre el suelo. do lo que pasó dentro de mí. El agua, oscura y espe-
—¿Qué pasa? ¿Otra vez? —pues recordé que lo sa como nunca antes la había sentido, trepó desde mi
mismo había pasado cuando estuve aquí con Fana. pozo e inundó todos mis pensamientos. Gautier se
había levantado y miraba por la ventana. Me levanté
Subí a la siguiente estancia, donde están los contro- yo también. Mis rodillas temblaban. Mi mente retum-
les de mando. Allí estaba el arcón, a quien hacía tanto baba. Me acerqué con el bastón en alto. El hombre era
tiempo no veía, pilotando la nave. solo una sombra que me daba la espalda, recortada
—¡Qué haces! ¡Eres solo un explorador, no te co- en la luz de la luna que brillaba al fondo. Descargué
rresponde elevar la torre! el bastón con todas mis fuerzas sobre su cabeza y, sin
Pero no podía responderme. No era un autómata darle tiempo para recuperarse, lo empujé y lo vi caer
inteligente, como yo. Solo hacía las cosas que hacía. por el cielo hasta estrellarse contra el pináculo de la
Bajaba esta palanca, subía esta otra, y en un momento abadía.
la nave estaba sobre el bosque y en el otro se detenía —Ya no matarás más monstruos —dije, con la se-
sobre la abadía. Pulsó entonces una especie de clavija renidad con que se invita a alguien a tomar una copa.
de color rojo y de inmediato Gabriel Gautier apareció Permanecí largo rato apoyado en el marco de la
junto a nosotros. ventana, sin pensar. No pensaba porque, de pronto,
había olvidado cómo hacerlo. El mecanismo en mi

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cabeza se había quedado quieto, como si esperase ins-
trucciones de alguien para elaborar su siguiente pen-
samiento. ¡Como si eso fuese posible, cuando era él
quien siempre daba las instrucciones! Y ahora no sabía
cuál dar. Mi mente estaba en silencio; pero era un si-

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lencio extraño, no vacío, sino rotundo y pesado. Solo
me moví de aquel sitio cuando la torre se alejó de la
abadía; el arcón, de nuevo, manipulaba las palancas. Se
detuvo sobre el bosque y bajó lentamente hasta posar-
se sobre un claro. Entonces subí a la cima del torreón y
me acurruqué contra el muro. El cielo, en cuestión de
minutos, se había convertido en una inmensa nube ne- Caminé por mucho tiempo sin saber si la casa esta-
gra, y la única luz que me iluminaba era el resplandor ría aún en pie. Lo estaba, y estaba el lago junto a ella.
del espectro que, de pie, estaba junto a mí. La faz de la tierra había sido transformada por el fin de
Nos miramos en silencio. Ella no se movía. Yo tam- los tiempos, como un puñado de arcilla en manos de
poco. Ninguno de los dos intentó siquiera decir algo un alfarero enloquecido; pero, por alguna misteriosa
con la mirada. La lluvia se descargó sobre nosotros, y razón, aquel pequeño rincón del mundo había perma-
las furiosas aguas comenzaron a desdibujar su imagen necido intacto. Llamé a la puerta.
blanca. Cerré los ojos. Cuando los abrí, el espectro ya Un criado salió a mi encuentro. Era un autómata.
no estaba. Yo sabía que no fui el único de mi especie en aquella
Bajé al bosque y deambulé sin dirección. Solo que- casa, y que los autómatas no éramos raros en la época
ría un rincón donde sentarme tres o cuatro siglos, has- del romanticismo; pero sí que creía ser el único con la
ta que todo lo que no entendía hubiese quedado atrás y fatalidad de permanecer en funcionamiento y de tener
no tuviese más que nuevas oscuridades en que pensar. un alma inquieta. Ahora descubría que al menos uno
Pero, en lugar de eso, me descubrí caminando a paso más había corrido mi misma suerte.
lento, con mi inevitable cojera, fuera del bosque y ha- Sin embargo, cuando encendimos el fuego del salón
cia Villa Diodati, la casa donde todo comenzó. y nos sentamos a conversar, me di cuenta de que, más
allá de algunas palabras y algunos movimientos mecá-
nicos, no tenía mucho que ofrecer. Sin duda, jamás se
había hecho las preguntas que yo me empeño en hacer.
La conversación fue muy breve:

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—¿Has salido alguna vez de la casa? —le dije. otro tiempo, cuando me gustaba usar la luz para crear
—Con gusto leeré para usted una historia de fantas- mundos imposibles con las sombras. El criado entró al
mas, señor, a salvo de la tormenta y al calor del fuego. salón y reanimó el fuego en la chimenea.
—Estoy bien de historias de fantasmas, por ahora. —Con gusto leeré para usted una historia de fantas-
Mi nombre es Mat. mas, señor, a salvo de la tormenta y al calor del fuego.
—Con gusto leeré para usted una historia de fantas- —She dwelt among the untrodden ways —respondí.
mas, señor, a salvo de la tormenta y al calor del fuego. —Con gusto leeré para usted una historia de fantas-
—¿Será que la vida no ha hecho contigo lo que hizo mas, señor, a salvo de la tormenta y al calor del fuego
conmigo? ¿No sabes decir otra cosa…? —dijo.
—Con gusto leeré para usted una historia de fantas- Una voz a mi lado le respondió:
mas, señor, a salvo de la tormenta y al calor del fuego. —No será necesario. Creo que mi buen amigo tiene
—Entiendo. una y está impaciente por contarla.
Se levantó y se marchó. La misma escena se repitió El autómata se marchó. Junto a mí, sentado en otro
todas las noches: entraba al salón, del que yo nunca de los sillones, me miraba el fantasma de Lord Byron.
salí ni me moví del sofá; encendía el fuego, me ofrecía El hombre cuya poesía, por un gran descuido, había
la historia de fantasmas, ignoraba mi respuesta o mi creado mi alma una noche de junio de 1816. Suspiré
silencio, y se iba. Así pasé largo tiempo, pensando en para hacer sitio en mi pecho y le conté mi historia.
mi horrible crimen, pensando también en los horri- Cuando terminé de hablar no estábamos solos.
bles crímenes de Gabriel Gautier, pensando entonces Cuatro espectros más habían aparecido y se habían
en mi valiente hazaña, para de inmediato olvidarla y sentado a escuchar. Allí estaban John Polidori, el mé-
pensar, de nuevo, en mi horrible crimen. Mi vida se dico personal de Byron; Mary Wollstonecraft y su es-
convirtió en una rutina que se repetía hora tras hora, poso Percy Shelley; y la hermanastra de Mary, Claire
sin siquiera una lágrima que rodara por mis mejillas Clairmont, ¡la madre de Alba! Cada quien atento en su
para diferenciar una noche de la anterior. sitio, o levantándose alguno de vez en cuando para dar
Un día algo cambió en el entorno. La luna se ocultó; una vuelta por el salón, exclamando sus impresiones
me di cuenta porque su luz pálida no entró más por mientras escuchaba mi relato.
la ventana. En el cielo estalló una espantosa tormenta —Tú mismo eres la historia de fantasmas más ex-
que disparaba sobre los tejados y los cristales. Los re- traña que yo haya escuchado —dijo Byron, cuando
lámpagos tropezaban con las cortinas y proyectaban hube completado mi relato—. ¡Qué mundo pavoroso
extrañas siluetas en los tapices de las paredes. Recordé describes!

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—Lo que más me impresiona —dijo Percy— es el que a menudo percibo como unas aguas que me des-
abismo que se ha abierto dentro de ti. No tanto las co- bordan…
sas que te han pasado, como el laberinto que tú mismo —Y que, quizás, no sean más que aguas, si bien un
has montado en tu cabeza. Varias veces, mientras nos día ves en ellas mares y, al día siguiente, solo pequeñas
hablabas, has dicho que crees tener un alma. ¿Cómo lágrimas —concluyó Percy.
es eso? —No seremos nosotros quienes podamos enten-
—Yo… Simplemente es algo que siento. No sabría derlo —dijo Claire—. ¿No es una pasión, precisamen-
de qué otra manera llamarle, si no le llamase alma… te, algo que nos desborda por encima de lo que somos?
—Es fácil llamarle alma, cuando quieres ahorrarte ¿No nos convierte, al menos por un instante, en algo
algunos trabajos para entender la complejidad de lo infinitamente mayor que un ser humano? Quizás tu
que eres. Pero es solo eso, complejidad, y nada más. caso sea algo como eso. ¡Un autómata que se ha des-
Eres un autómata lleno de vericuetos y espirales, como bordado sobre sí mismo y que ha llegado a ser más que
cualquiera de nosotros. su propia naturaleza!
—Pero vosotros no sois autómatas. —¿Naturaleza? —Polidori se levantó, pensativo, y
—No. Somos humanos. Tan inexplicables como tú. dio vueltas por el salón mientras pensaba—. ¿Cuál es
Ni más ni menos. la naturaleza de este tal Mat? No ha sido creado, ha
En ese momento entendí que ellos no sabían que sido construido. ¿Dónde está la naturaleza en algo que
eran fantasmas. Solo sabían que estaban sentados jun- no ha venido del barro?
to al fuego, en una noche de tormenta, como siempre —¿Y dónde está la naturaleza de la poesía, enton-
habían estado. ces? —dijo Mary—. ¿No es lo mismo? ¿No ha sido la
—Hay pasión en ti —intervino Mary—. Más que poesía construida, en lugar de creada? ¿Y no le llama-
en muchas personas de carne y hueso. ¡Todos esos de- mos también creación?
lirios y arrebatos que hemos percibido en tu voz mien- —Creación, alma… ¡Son solo palabras! —pero Per-
tras te escuchábamos! Aun si eres solo un autómata, cy, levantándose también, ya no parecía tan convenci-
no dejas de ser un atisbo importante de lo misteriosa do de lo que él mismo decía—. Autómata es solo una
que es la vida. palabra. Mecanismo es solo una palabra y Mat es solo
—Pero… Creo que no entendéis. Soy un autómata, un mecanismo; pero el corazón tampoco es más que
sí. Es cierto que eso es todo lo que soy, pero las cosas un mecanismo. Y corazón es, por cierto, otra palabra
que pasan dentro de mí no pueden ser explicadas des- más grande que la primera —y cerraba los ojos bus-
de la ciencia o la relojería. Hay algo más. Un alma, sí, cando en su alma, o en su corazón, o en algún meca-

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nismo dentro de sí, la pregunta que de pronto le dolía de ser parte del mundo de los que son como él. ¿Cier-
en el pecho. to?
—Alto. ¡Alto! —exclamó Byron—. Pensad en esto: —¿Y qué propones que hagamos con eso? —dijo
cuanto más creativa, más dolorosa es la vida para el Polidori.
ser humano, ¿no es cierto? Las mentes simples, planas —Supongamos que, vencidos por esa desespera-
como la tierra cuando era plana, se conforman con el ción, empujados a un sitio sin salida y sin regreso, no
engaño de ser solo esa planicie, con abismos por los ven otra opción que hacer un pacto con el diablo. ¿Os
cuatro costados que la mantienen segura en tierra fir- dais cuenta de la diferencia, del problema tan distinto
me, sin correr riesgos. La mente creativa, en cambio, que enfrentaría cada uno de ellos?
es capaz de imaginar los peores escenarios, pues no es —¡Mat no tendría un alma con que negociar!
otra cosa que eso la creatividad: imaginación, ¡imagi-
nación pura! Que fácilmente se mezcla con la pasión —¡Esperad, esperad! —interrumpió Percy—. ¿Y
que la inflama y abandona la tierra en busca de esos quién dice que Alba tiene un alma o que la tiene cual-
peores escenarios, pues hay en ellos más vida que en quiera de nosotros?
el continente. ¿No es eso, acaso, lo que le pasa a este —¿Y quién dice que no? —dijo Polidori—. No digo
pobre aparato? Su relojería es tan fina y, más aún, tan que un alma sea cosa del cielo; pero algo hay en el
irreverente, que es capaz de apasionarse y de imaginar hombre que no se explica simplemente como una cosa
mundos enteros más allá de su nariz y de lanzarse a compleja. Un autómata, en cambio…
ellos. No creo importante aquí la diferencia entre car- —No lo sé —comentó Mary—. Tomemos diez tro-
ne y metal; la pasión que veo dentro de este autómata zos de diez cadáveres distintos y construyamos con
es la misma que veo en un poeta. ¡La misma! ellos un ser. Cuando este ser abra sus ojos y consiga ver
—Os propongo un juego —dijo de pronto Claire, cara a cara a su creador, ¿será solo una cosa compleja o
que había estado meditando por un rato—. Si el relato tendrá un alma? Y si la tiene, ¿de dónde la ha tomado?
de Mat es cierto, mi hija está en algún sitio lejos de ¿De cuál de los diez trozos? No quiero decir nada con
aquí, probablemente sola, en un bosque lleno de seres esto, son solo cábalas. ¡Preguntarse cosas como estas
perversos como trasgos y ninfas. Podría estar ahora es, de por sí, oscuro como los asuntos espirituales!
mismo desesperada, al borde del abismo, incapaz de —¿Y si, para construir ese ser, tomamos mejor cin-
regresar a un mundo de humanos como ella. Este au- co trozos de cinco cadáveres y cinco trozos de cinco
tómata que ha llegado a esta casa también está solo, autómatas? —aventuró Byron—. ¿Qué tendremos?
pues no existe otro ser en su extraña situación. Ahora ¿La mitad de un alma?
mismo está desesperado, al borde del abismo, incapaz

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—Pero —insistió Claire—, lo que yo quiero decir aquí? ¿Tan mal andáis en matemáticas? ¿No os dais
es… Da igual si está hecho de trozos o de una sola cuenta de que sois un puñado de muertos en pena, en
cosa. Lo cierto es que el autómata no podría vender su esta casa endemoniada? ¿Qué cosa sois ahora, si no
alma, ¿o sí? No penséis en lo que es real, que de todas sois solo almas en su estado puro, despojadas de sus
maneras poco sabemos de lo que lo es y lo que no. En carnes desde hace tiempo?
vuestras poesías; pensadlo en vuestras poesías. ¿Es lo Me levanté y me marché.
mismo la complejidad de una máquina que la comple- —¡Al menos por un rato no pensé en mi horrible
jidad de un poeta? Haya sido hecho ese poeta de un crimen! —me dije mientras me alejaba; y quise pensar
solo trozo o de todo un cementerio, ¿es lo mismo? de nuevo en él, pero las aguas se habían revuelto y no
—Quizás nunca podamos responder estas cosas — conseguí pensar más que en Alba.
concluyó Mary—. Quizás sea el alma algo tan distinto Cuando vi atrás por última vez, cinco fantasmas me
para cada persona y para cada ser… Quizás, como los miraban por la ventana a través de la lluvia. Un relám-
poemas, venga cada alma de un sitio único, que no se pago me mostró por un instante los ojos de Claire, y
parece a ningún otro. me pareció que una lágrima estaba a punto de saltar
—Venga de donde venga —lanzó Polidori—, y vaya mejillas abajo. Seguí mi camino sin voltear más, tan
donde vaya el alma, pensemos en Alba un momento. rápido como me permitían mi bastón y mi pie destro-
Creemos, o podría al menos creer yo, que hay en ella zado, a través de los torrentes de barro que se precipi-
un alma. Si esta misma noche, mientras duerme, se taban sobre el planeta aquella noche.
posa sobre ella un vampiro y succiona cada gota de su
vida…, ¿acaso su alma también ha…?
—¡No más! —grité, cuando mi cabeza estaba a
punto de explotar.
Los cinco espectros me miraron expectantes, sin
decir palabra.
—Ya que os gustan tanto los misterios, os dejaré
con este: ¿puede cualquiera de vosotros vivir más de
trescientos años?
Respondieron con el silencio.
—¿Y no os he dicho que he regresado a esta casa
trescientos años después del día en que estuvisteis

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Llovía tanto que no me di cuenta del momento en
que dejé atrás los ríos y entré al mar. Cuando lo noté,
ya estaba dentro. No me detuve. Bajé al abismo. A pie y
tranquilamente, sin necesidad de empujones ni tropie-
zos. Porque quise. Caminaba en medio de los bosques
de arrecifes. Mi alma, que es solo una pequeña can-
tidad de agua, salía de mí con libertad y se mezclaba
con el océano, y regresaba a mi interior llena de las his-
torias de los naufragios del mundo antiguo. Así supe,
gracias a un ejemplar del diario The sun de agosto de
1835, año en que Alba abandonó el convento y la era
humana; resguardado, el ejemplar, en un cofre perdi-
do entre los restos de un barco que se había hundido
no muy lejos de Fisterra, cuando viajaba de América
a Inglaterra; de la noticia de un astrónomo británico
que había descubierto con su telescopio que había en
la luna mares y bosques, y jardines de amapolas; y que
estaba habitada por pequeños bisontes, anfibios que
rodaban por las laderas de los montes, castores inteli-
gentes y cabras con un solo cuerno; que había, incluso,
hombres que volaban con alas de murciélago y que ha-

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bían construido templos de zafiro; tal como nos había preguntas en mi cabeza, o en mi pecho, o no sé en qué
contado Alba alguna vez. ¿Había llegado esa noticia parte de mí!
a sus oídos en aquel tiempo? ¿Era por eso por lo que Gonos, sin responderme, metió la retorta en el hor-
sabía de la vida en la luna? no encendido. Lo miró en silencio.
No sé cuánto tiempo caminé por los desiertos y por —¿Qué esperas?
el fondo de los mares. Cuando llegué a la abadía solo —No tengo qué decirte, Mat. No tengo las respues-
Gonos estaba allí. El cielo era negro. tas. No dejes nunca de hacerte todas esas preguntas,
—Mat —me dijo en cuanto me vio. eso es lo único que te puedo decir.
Nunca antes había entendido lo hermosa que era Se sentó en un taburete frente al atanor y continuó:
esa palabra. No por su brevedad, ni por su sencillez, ni —Yo sé qué es lo que metí en este horno, pero no
por su sonido certero y puntual; simplemente porque puedo estar seguro de lo que saldrá de él en cuaren-
era mi nombre. ta días o doce meses. No lo sé. Algo así pasa con esas
Le hablé de muchas cosas. Le conté también cómo preguntas… Solo déjalas estar. Si no son respondidas,
había matado a Gabriel Gautier, cuyos restos, posible- al menos se transformarán en otras mayores. Dentro
mente, colgaban aún del pináculo de la iglesia. de ellas habrá ciertas respuestas, aunque no las notes
—No sé si podría reparar eso que se ha fracturado por pensar en la nueva pregunta. Y conforme pase el
dentro de ti. ¿Que si hiciste bien o mal? Tampoco eso tiempo entenderás que de eso vive el alma. O no lo
lo sé. Si no lo hubieras hecho, quizás yo estaría muerto entenderás… Supongo que no. Pero puedes confiar en
ahora. Y, aun así, no lo sé. que es así como funciona el mecanismo del alma.
—Hay algo, sin embargo… No es solo el haberle —¿Y al final? —yo permanecía de pie junto al pe-
matado. Es… Es el hecho de, en alguna parte dentro queño homúnculo—. ¿Tendré al menos una certeza,
de mí, haber sentido el impulso de hacerlo. Haber sido algún día, con la que pueda sentarme a descansar?
capaz de sentir ese impulso. ¿Entiendes? Soy un au- —¿Cuál es el final? No sé qué final esperas. ¿Sabes
tómata, Gonos. Y cada día que pasa siento cosas que, qué pretendo ahora hacer en este horno? Si la mezcla
se supone, no debería sentir. ¡Son demasiadas pregun- que he creado es la correcta, y si he calculado bien el
tas!, y las certezas no me ayudan gran cosa. Gautier tiempo y la intensidad del fuego, y si dejo caer el rocío
ya está muerte y quizás haya sido lo correcto… Pero en el instante que corresponde y no un minuto antes
esa fractura, como la has llamado, es algo para lo que ni uno después, de este atanor saldrá, sosteniéndose
yo no estaba preparado. En realidad nunca estuve en su propio pie, un nuevo ser. Más complejo que yo
preparado para nada, y aun así las cosas pasan; y, sin mismo, a quien tú creaste; y más complejo que el bos-
haberlas comprendido, pasan otras más. ¡Son muchas

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que lleno de hadas, que brotó de una semilla más bien es la vida, Mat, cuando tú mismo eres la mayor de sus
pequeña. paradojas! ¡Y cómo explicar dónde comienza y dónde
—¿Un hombre? ¿Es eso lo que intentas hacer ahora? termina, y qué es vida y qué no lo es!
—¿Sabías que los sitios tienen algo que podríamos Y agregó, después de un momento:
llamar alma también? Las sombras, los olores, los si- —Y cómo explicar tu alma fracturada… ¿No se-
lencios, todo eso se mezcla con el tiempo y crea algo rán esas roturas las que la han creado, donde antes no
que, a su manera, palpita en los lugares. Y las personas había más que un delicado mecanismo de relojería?
dejan su perfume también, que se mezcla con el aire Ven… Se me ocurre algo.
de los sitios y permanece. Lo que ahora pretendo es Fuimos a la biblioteca. Me preguntó dónde estaba el
traer de vuelta a este laboratorio uno de sus primeros fonógrafo de Gabriel Gautier.
perfumes. —Aquí lo tenía cuando conversé con él —conduje a
—¡Dippel! ¡Quieres devolver la vida a Dippel, el al- Gonos al sitio—. Sí, en efecto, aquí está.
quimista que creó el laboratorio! —Tómalo. Vamos al bosque.
—Solo quiero saber si es posible hacerlo. Y para sa- El bosque estaba lejos. Más de lo que yo recordaba.
berlo no tengo otra opción que intentarlo. Pero no sé
lo que resultará. Es como tus preguntas. Yo he hecho —Debo haberme vuelto más lento —dije—. O ne-
una pregunta al horno, y eso es todo. ¿Qué me res- cesito otro bastón.
ponderá? No lo sé. Pero yo no podía guardarme esta —Ese es suficiente. No eres más lento.
pregunta. —Pero hemos caminado tanto… ¿No deberíamos
Me senté junto a Gonos. haber llegado ya?
—¡Todo esto es una locura! —dije—. Este mundo Gonos se detuvo un momento. Levantó la nariz y
debería estar muerto y parece más vivo que nunca. ¡La aspiró profundamente, como si quisiera reconocer el
vida no se queda quieta! Y todo es una serie de azares aroma del bosque.
que nadie podría explicar. Tú mismo, el más desafor- —Vamos mal. Es en aquella otra dirección.
tunado de mis accidentes, creas algo mientras recono- —Pero ¿es que nos hemos perdido?
ces que no podrías hacerte responsable de ello; y, sin —Hace tiempo que no salía del laboratorio.
embargo, no te detienes.
Dos o tres veces más tuvimos que detenernos a oler.
—Todo es una locura, sí. En un hombre, por ejem-
plo, un corazón es una locura, porque se mantiene he- —No. Es por allá.
rido y sangrante para no morir. ¡Cómo explicar lo que —Gonos…

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—No te preocupes. Casi llegamos. —También. ¿Qué esperabas de un bosque creado
—Yo… por un alquimista? ¡Calla, Mat! Creo que la hemos en-
—Te lo dije. Mírale. Allí está. contrado…
Entramos. Ya no me asustaba. —¿A quién…?
—Ha cambiado un poco —dije—. O, al menos, todo Vimos, a un centenar de metros de distancia, un
en él ha crecido. Los árboles, los ríos, las piedras… resplandor entre los árboles.
—Es más bosque que antes. Eso es todo. —¿Reconoces esa luz?
—Y ahora, ¿qué cosa buscamos? ¿Hadas, de nuevo? —Sí —respondí—. Es la luz perpetua. Tú mismo la
creaste.
—Si quisiéramos verlas, lo mejor es no buscarlas.
Eso he aprendido, pero no. No buscamos hadas. Baje- —Así es. La hice para Alba, ¿recuerdas? Y no hay
mos por este sendero… ninguna razón para pensar que no sea ella quien aún
la tiene. Así que podemos estar seguros de que está allí.
—Hace un rato subimos por aquí mismo.
—¡Alba! Gonos, yo no sé si…
—Entonces, por aquel otro.
—Ve, Mat, y entrégale el fonógrafo.
—Por ese bajamos primero…
—¿Qué…? ¿El canto del ruiseñor? Pero…
—No es lo mismo.
—Solo vas y se lo entregas.
—¿Qué dices? ¡Un sendero es un sendero!
—¿Por qué tendría que dárselo?
—No siempre. Al menos en este bosque. Confía,
Mat. Vamos por allá. —Porque ella no sabe que existe.
—¿Y ahora qué? ¿No es este el primero de todos? —No entiendo. ¿Lo necesita?
¡Por aquí vinimos de fuera, hace un rato! —No lo sé.
—¿Ves una salida? —Si no lo sabes, ¿por qué quieres que ella lo tenga?
—Pues, no… —Ya te lo he dicho. No sé si lo necesita o no, pero
—Entonces, ya no es una entrada. ella no sabe que existe. Eso es todo.
—No entiendo qué pasa… ¡Esto es más confuso —Pero ¿qué pasa si hace girar el cilindro?
que mi propia mente! —Tú lo sabes. Despertará dentro de trescientos
—Exacto. Estos senderos se mueven. Nunca se que- años. Dáselo y dile eso. Dile para qué sirve. Y te vas.
dan en el mismo sitio. —¡Yo no puedo hacer eso! Ella podría…
—¡Es una locura! —¿Qué? ¿Podría usarlo?

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—¡Sí! leyendas. Hablamos de Fana, también. Le pregunté
—Precisamente de eso se trata. ¿Lo necesita o no? qué sabía de ella.
No tenemos idea. Tú te fuiste y yo he estado en el labo- —¿Fana? En movimiento, como siempre. Antes,
ratorio. Ha pasado mucho tiempo. Poco sabemos aquí solo se metía en las cavernas. ¿Recuerdas el hilo que
los unos de los otros. Nadie conoce la necesidad de na- usa para no perder el camino de vuelta? A ella no la he
die. Si Alba lo necesita, quizás lo use. Si no lo necesita, vuelto a ver, pero he visto ese hilo asomar de los sitios
quizás lo conserve. más disparatados. Las hadas deben haberle enseñado
—¡O, quizás, se equivoque y lo use sin necesitarlo! otras maneras de andar y otros sitios donde meterse.
—Eso no es tu problema. Tú le estás ofreciendo una En fin, somos distintos. Lo mío es el laboratorio. Ella,
opción. Porque sabes que la hay. Ella no lo sabe. en cambio…
—No entiendo a qué quieres llegar con todo esto. Pensó un momento y agregó:
—No necesitas una razón para darle el fonógrafo. —Yo estoy. Ella no está. Eso es lo que hacemos. Es
Simplemente, has tenido la suerte de saber que existe. nuestra manera de ser hermanos.
Sabes lo que es, sabes lo que hace. Eso es una pregun- —Hermanos… ¡Qué palabra tan maravillosa! Y tan
ta. Este aparato es una pregunta en tus manos. Tú no extraña…
tienes la respuesta; quizás otro la tenga. O, quién sabe, —¿Qué tiene de extraña?
el fonógrafo podría ser una respuesta para una pre- —Para alguien como Alba o como yo…
gunta que alguien tiene. Puedes conservarlo, puedes —Algo tenéis el uno del otro, Mat. No olvides quién
esconderlo, puedes destruirlo. Pero tú tampoco sabes es su padre. ¿Y quién te dio a ti el alma gótica que tie-
si necesitas hacer eso o no. Tú no sabes nada. Ni yo. nes? ¿Quién te dio el nombre?
Solo sabemos que tú tienes en tu poder el canto del
ruiseñor, y no lo necesitas, y no lo vas a usar. ¿Lo vas a Se levantó y se marchó de regreso a la abadía. Nun-
conservar o lo vas a dejar ir? ca le volví a ver.
—Gonos… ¿Por qué haces esto? Siento que fractu-
ras mi alma un poco más.
—Lo hago porque puedo. ¿Ves? Es lo mismo, Mat.
Y no hablamos más del asunto. Conversamos de
otras cosas. Conversamos de la luna y del finismunda-
rio de Tsira de Tulúa; y de ninfas, y duendes, y antiguas

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Caminé hacia la luz. Perdí el bastón cuando caí en
la madriguera de un trasgo; o, simplemente, lo dejé
allí. Yo recuerdo una cosa, pudo haber sido otra.
Alba estaba vestida con el color del bosque. Su ca-
bello, más largo y oscuro que la última vez que la vi,
caía sobre las hojas que los árboles habían dejado en
el suelo. Hundía sus manos con esmero en un agujero
que había hecho en la tierra.
—Alba…
Levantó la mirada. El azul de sus ojos se había re-
vuelto, como un mar en tormenta, y los rasgos de su
rostro se habían endurecido como el barro con el sol
después de la lluvia. El hoyuelo en su barbilla se había
pronunciado. No había en todo ello el menor atisbo
de oscuridad. Al contrario, sentí que estaba ahora más
viva que nunca.
—¡Mat!
Me senté junto a ella. No quise hablarle del fantas-
ma de su madre; no quise, de hecho, contarle nada de
todo lo que había pasado desde que nos separamos.

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Tampoco quise quedarme en silencio, así que coloqué Pero no te arrepientes, ¿verdad? Esos ojos rasgados…
el fonógrafo en el suelo y le dije lo que contenía. Me gustan más.
Tomó el cilindro de cera y lo apretó contra su pe- —Ha sido el viento en la cara. —Sentí que una lá-
cho. grima escapaba de su sitio.
—¡Este es el canto que un día me trajo aquí! —¡Eso me gusta también! Que sonrías. ¿Ves? Me
Cerró los ojos. Sentía. haces sonreír a mí.
—Alba… ¿Estás bien? ¿Estás bien aquí… y ahora? —¿Sonreír? ¡Yo pensaba que lloraba! Es una mueca
¿Aún quieres llegar a la luna? inconsciente. No le hagas mucho caso.
Colocó el cilindro de vuelta en el fonógrafo. Los Miré el agujero que había hecho en la tierra.
guardó en una mochila que había tejido con la corteza —¿Qué buscas? ¿Materia prima, como Fana?
de los árboles. —No. Hago algo que aprendí de ti.
—La torre de la que nos hablaste —dijo por fin—. Escarbó un poco más y sacó un objeto. Con cui-
Sé lo que es. Y sé dónde está ahora. dado, y con ayuda de un trozo de madera, le quitó el
Entonces, Alba podía hacer lo que quisiera. Podía barro de encima.
llegar a la luna, o podía marcharse lejos en el tiempo. —¡Mira! ¡Es un catalejo!
Tomó una de mis manos. —No entiendo. ¿Qué aprendiste de mí?
—Me duele tu piel fría, Mat. Me duele un poco. —A cavar profundo. A no descansar hasta entender
Pero me gusta sentirte. ¿Tú estás bien? quién soy.
—Yo… Yo no sé qué es estar bien. Pero sospecho —¿Qué tiene que ver eso con un catalejo?
que no debo detenerme a pensarlo mucho. —Nada. No es el catalejo, ni las otras cosas que he
—Tus ojos han cambiado. Han pasado cosas. encontrado. De hecho, las cosas que encuentro nunca
—¿Ves en ellos algo malo? ¿Algo que no veías antes? son cosas que busco. Como tú. Nunca sabes qué cosas
Yo pensaba en Gabriel Gautier. Pensaba en la muer- buscas. Solo estás inconforme, te inquietas, te agitas.
te. ¡Caminas! Tú preguntas porque, en verdad, no sabes
—No. Veo más senderos que antes. Cuando te co- cuál es la respuesta. Gritas, sin saber si alguien escu-
nocí, cuando vi tus ojos por primera vez, había mucha cha. Y siempre hay alguien que escucha.
inocencia. Muy pocas huellas en tu alma. ¡Ahora veo —Pues debo decirte que al final del camino no he
muchas! Cosas que han pasado y que te han obligado encontrado nada…
a recorrer más caminos de los que hubieses querido.

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—Caminaste. ¿No es esa la respuesta? Y no es el fi- —La razón no la sé. Y no solo cambia, se desplaza
nal. Pero no estás donde comenzaste. Entonces, algo también. Cuando salgas verás que no tienes ni idea de
has encontrado. dónde estás. Va por donde quiere.
—¿Y qué puedo hacer con eso que he encontrado? —¡Un bosque que camina! Eso es…
Me has dicho que no buscabas ese catalejo. Solo hiciste —¿… imposible?
un agujero en el suelo. ¿Qué vas a hacer con él, ahora? —Olvídalo. Sé lo que vas a decir.
—Lo guardo en mi mochila. Me gusta conservar las —Si algo fuera imposible, no podrías ni imaginarlo.
cosas que encuentro. Pero da igual que sea un catalejo,
o una escopeta, o un libro de poemas. Lo que me gus- —Te pedí que no lo dijeras.
ta es cavar. Cuando lo hago, mi alma no puede evitar —No. Solo dijiste que…
ponerse a cavar también. Yo encuentro cosas que no —No lo digas.
buscaba… El sendero subía por una pendiente.
—… y tu alma encuentra cosas, también. —Reconozco este árbol —señalé—. Pero hace un
—Cosas que no buscaba. rato no estaba el terreno elevado, como está ahora.
—Cosas de ti. —El bosque estará trepando una montaña.
—Y que no tenía idea de que existían. ¿Lo ves? —¿Cómo es que se mueve pero no sentimos su mo-
Cada día conozco algo más de mí. Y eso es gracias a vimiento?
que miro donde no debía, y pregunto lo que no debía, —Tampoco eso lo sé. Cada bosque tiene sus cosas.
y voy donde no debía. Como tú, Mat. —¿Cada bosque? ¿Es que hay otros?
Como yo, que, hace mucho, en lugar de decir soy —Sí. Pequeños, aún. Pero los hay. Por donde este
un autómata, dije solo soy un autómata. Y esa palabra pasa, luego aparece otro. Los va dejando a su paso.
tan pequeña y fría, solo, creó un mundo alrededor. Si
era solo una cosa, era porque también había otras. Y, —¿Y caminan también?
entonces, fui mucho más que un autómata. —Algunos. A veces salgo de este y exploro otro,
—Ven. Sígueme. —Me llevó por un sendero que, para ver cómo es. A los bosques rojos les gusta hun-
desde hacía unos minutos, había aparecido junto a no- dirse en el suelo. Los amarillos salen a flotar en el mar.
sotros. Los más oscuros tienden a quedarse en un solo sitio.
Hace algún tiempo vi uno, de un hermoso color vio-
—¿Cómo es que este bosque cambia a su antojo? leta, que me pareció que quería aprender a volar…
Todavía no se despegaba mucho del suelo, pero, te lo
aseguro, estaba en el aire.

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—¡Bosques de colores! —Yo tampoco lo sé. Pero no respondiste mi pre-
—Imposible, ¿verdad? gunta.
—Como todo. —Ni tú la mía. No me has dicho adónde vamos.
Reímos. —Estamos a punto de llegar.
—¿Cómo es que ríes, Mat? ¡No llueve! —¿Cómo lo sabes? En un bosque donde los sende-
—Yo no he reído. Ya sabes, es solo una mueca. ros se han vuelto locos, no veo cómo podrías orien-
tarte.
Reímos.
—No tan locos. Con el tiempo te das cuenta de que
—Alba…, ¿adónde vamos? el bosque tiene un ritmo. Los senderos son como las
—Ya lo verás. Hace un rato me preguntaste si aún mareas en el océano. Tienen su sitio, aunque no lo pa-
quiero subir a la luna, ¿recuerdas? rezca.
—Sí. Y recuerdo que no me respondiste. El nuestro serpenteaba entre árboles gruesos como
—Te respondo ahora que sí. Quiero subir a la luna. cabañas. Noté que nos acercábamos a un prado ilumi-
También quiero saber cómo será el mundo dentro de nado por la luz de la luna.
trescientos años, y ahora que me has dado este apa- Alba se detuvo un momento.
rato, yo podría… Pero, Mat, yo no quiero hacer nada —Me alegra verte, Mat.
de eso sin saber antes algunas cosas más sobre mí. Las
que sea. No busco una en particular. Solo exploro, y Mis aguas estaban serenas.
por eso encuentro. Así que, por lo pronto, estoy bien —Has perdido el bastón. Perdona, había olvidado
donde estoy. ¿Y tú? Ahora te lo pregunto yo a ti: ¿estás que lo necesitas. ¿Quieres que busquemos otro?
bien aquí, y ahora? —No hace falta. Me he acostumbrado a caminar
—Yo no sé si ese canto, en mis oídos, causaría el roto. Y no está tan mal.
mismo efecto que en ti. Salimos al prado. Allí estaba la torre.
—Esa no fue mi pregunta.
—De todas maneras, ya sabes que no tengo proble-
ma con estar aquí dentro de trescientos años, o mil.
Basta con sentarme a esperar. Mientras no me ponga a
hacer nada, el tiempo pasa y no me entero. Ni siquie-
ra sé hace cuánto nos vimos por última vez. ¿Pasaron
meses? ¿Años?

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El arcón, autómata explorador de Tsira de Tulúa,
había dejado de funcionar. No creo que haya caído de
lo alto ni cosa parecida, simplemente cesó. Yacía a po-
cos metros de la torre, oculto por la maleza casi por
completo.
—¿Habrá muerto su memoria también? —me pre-
gunté en voz alta—. Tuvo que haber en ella registro de
tantos mundos lejanos…
—Los tienes en el finismundario. Fana me contó
todo sobre este sitio, hace tiempo. Y sobre Tsira de
Tulúa.
—El arcón visitó algunos más. Tsira solo bajaba
cuando él se había asegurado de que estuviesen vacíos
de toda vida. Solo se equivocó con este. ¿Qué hay de
ella? ¿La has visto?
—¿Su espectro? Algunas veces, pero en el bosque.
Probablemente abandonó la nave cuando ya no tenía
sentido permanecer en ella. Ahora atraviesa los árbo-
les, como hacía antes con las paredes.

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Contemplé la torre. allá. Los colores, el tiempo, el vacío… ¡Todo funciona
—Si supieras cómo hacerla funcionar, con ella po- distinto en cada sitio!
drías llegar a la luna. —Eso es hermoso.
—No es para eso que me gusta venir aquí. Entremos. —Es lo que leí en el cuaderno. Y Tsira tampoco se
Lo mismo que el arcón, la nave estaba cubierta por molestaba en entenderlo todo. Decía que ella misma
cuanto le había echado encima el bosque. Trepamos tenía un criterio para comprender que no le habría
por una liana y entramos por la ventana del salón. Ba- sido útil a nadie más. Que su realidad no era válida
jamos a la bodega, también al calabozo, subimos por para entender otras realidades. Y yo… Yo aprendí que
la escalera secreta, buscamos en el cuarto de mando la realidad no es suficiente ni siquiera para compren-
y en el dormitorio, y no hallamos rastro del espectro. derse a sí misma.
En la cima de la torre, apoyados en las almenas, nos Alba me miró.
asomamos al mundo. —Admiro lo que hiciste, Mat. ¡Todo lo que has pa-
—Desde aquí, Tsira debe haber visto mil paisajes sado, no para encontrar una respuesta sino, al menos,
desolados —dijo Alba—. Y ahora nosotros vemos uno para no quedarte en el camino!
que se negó a morir. No se conformó con renacer de —Aún falta.
las cenizas, lo inventó todo de nuevo. Cuando leíste Una nube gigantesca lo pintó todo de negro. Alba
el finismundario, ¿supiste de algo como esto? ¿Algún tenía la luz perpetua en la mochila, pero no la sacó.
planeta con algo siquiera parecido a la extraña mezcla Yo escuchaba su respiración, serena, en medio de una
que somos? oscuridad absoluta. Me pregunto si ella escuchaba el
—Te sorprenderías. Todo el universo está lleno de ir y venir de mis trinquetes, mis piñones y mis ruedas.
magia. Pero es cierto lo que dices. Exactamente así, —Alba…
como nosotros… ¡nada! Es decir…, ningún sitio se pa-
recía a ningún otro. Aun todos muertos, habían tenido —¿Qué pasa?
una manera distinta, y única, de morir. Cada historia —¿Cuándo termina?
está llena de cosas que no se pueden comparar con —¿Qué cosa, Mat?
nada. Incluso los planetas cercanos, esos que podemos —Eso que has dicho. Pasar por tanto para, al me-
ver desde aquí, existieron según sus propias reglas. La nos, no quedarme en el camino… ¿Dónde está el ho-
naturaleza nunca fue la misma. La realidad en un lu- rizonte? ¿Dónde termina? ¿Hay algún sitio donde el
gar no tiene sentido en los otros. El caos aquí es orden alma podría, siquiera, descansar un rato?
Su respiración se contuvo un momento.

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—Yo apenas comienzo, Mat. Te lo diría si lo supiera. Como si hubiese escuchado la voz de su hija, Clai-
Y agregó, un instante después: re se detuvo y levantó la vista hacia donde estábamos.
—Solo te pido que no olvides eso. Que te admiro. El resto del cortejo la abandonaba lentamente. Alba se
mantuvo en silencio, muy atenta pero sin hacer nin-
Y, finalmente: gún movimiento. Claire quiso trepar por el muro de la
—Y que aprendí de ti más, ¡mucho más!, que de to- torre; pero igual que, como dijo una vez, yo no tenía
das las personas que conocí en el mundo del que vine. un alma con que negociar, ella no tenía carne ni hueso
Permanecimos en silencio. Era tanta la oscuridad en las manos para asirse a la roca. En ese instante la
que, por un rato, no sé lo que pasó. Si ella lloraba, o nave comenzó a elevarse.
si se acercó y me abrazó, incluso si besó mi piel, yo —Mamá… —susurró Alba.
no podría saberlo. Puedo ver y puedo escuchar. Nada Aún se miraban la una a la otra cuando yo corrí,
más. Su respiración, que volvió a llenarse de calma y, como pude, escaleras abajo para ver quién había acti-
un momento después, se agitó, cuando vio el resplan- vado el mecanismo de la torre. El fantasma de Tsira de
dor, al principio muy tenue, en cierta parte del bosque. Tulúa no pareció percatarse de mi presencia.
Miró hacia el cielo, pensando que las nubes habían
comenzado a disiparse. Pero todo estaba negro; todo —¿Tsira? —No quise pedirle que se detuviera. Solo
salvo aquella pequeña mancha blanca que continuaba quería saber si podía siquiera escucharme.
su paso lento por el bosque. Pero no podía. Solo conducía la nave como siem-
—Creo que sé de qué se trata —dije. pre lo había hecho, sin darse cuenta de nada. Yo sabía
que no debía desaprovechar la que podría ser mi úni-
En efecto, cuando la luz se acercó y entró al prado, y ca oportunidad: me quedé quieto junto a ella, atento a
pasó junto a la torre para seguir su camino por el otro cada uno de sus movimientos. Vigilaba cada cosa que
lado del bosque, vimos cinco espectros que camina- hacía, por más sutil que fuese. Dónde ponía la mira-
ban en fantasmal procesión, emitiendo su mortecina da, qué hacía con cada una de sus manos, hacia dónde
luz blanca que bañaba los árboles del camino. Allí aba- giraba cada clavija y cada palanca, cuál de cada una
jo estaba Mary, seguida por Percy, Polidori, Byron y, de estas cosas hacía mientras hacía otra más. De esta
última en la fila, distraída con todo lo que hallaba a su manera, cuando el espectro desapareciera por las pa-
paso, Claire Clairmont. redes, quizás yo habría aprendido a mover la torre a
—Ella… ¿es mi madre? mi antojo.
—Sí. Su espectro. Sin distraerme un solo momento. Debía permanecer
con la mirada clavada en ella. Alba, naturalmente, no

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bajó conmigo. Tsira observaba con cuidado el espacio Por eso, yo no podría decir cuándo habrán pasado
exterior por la ventana y guiaba la nave; y el tiempo pa- trescientos años. Además, en el espacio el tiempo juega
saba. Sé que atravesamos el muro de nubes porque la conmigo. Cada planeta que visito tiene su propia ma-
luz de la luna entró de lleno en la estancia. Yo no podía nera de medirlo, y he conocido unos en los que los días
apartar los ojos del espectro; cada instante era esencial son más largos que los años. La Tierra, por ejemplo, es
para entender por completo su oficio. ¿Pasaron unos el más extraño de todos los planetas: su sol, el que marca
minutos? ¿Pasó un año? De nuevo no lo sé. ¡De nuevo los días, murió hace tiempo, y ni ella ni la Luna parecie-
soy incapaz de distinguir un siglo de un segundo! ron darse cuenta. Y el tiempo pasa.
Yo, que fui construido a imagen y semejanza de un Un minuto o un siglo. No lo sé. Cuando Tsira de
reloj. Después, viajando por los universos, me di cuenta Tulúa se desvaneció, yo había aprendido el arte de
de que llevaba conmigo uno de esos antiguos aparatos, llevar la torre donde yo quisiera. Entonces subí la es-
cuyo péndulo aún oscilaba con meticulosa obediencia. calera en busca de Alba, pero, tal como lo temía, ya
Es posible que lo haya traído de Villa Diodati, la última no estaba. ¿Había saltado a la Tierra cuando la torre
vez que estuve allí. También es posible que siempre lo despegaba? ¿Había hecho girar el cilindro en el fonó-
tuviera conmigo. Me pasó con el finismundario, que lo grafo? Tampoco eso lo sé, y si hizo lo primero, sé que
llevé bajo el brazo y no lo supe hasta que alguien me no la veré nunca más. Si, por el contrario, durmió por
lo dijo. Quizás este reloj estuvo siempre en mi bolsillo. trescientos años, tengo esperanza de verla; pero ¿cómo
No sé si tengo un bolsillo, porque el movimiento de mi podría yo saber cuánto tiempo son trescientos años?
cuello no me permite mirar cómo es mi ropa. Esta es De cualquier modo, en aquel momento tenía algo
la vida de un autómata. Y la de un alma que lo habita. más urgente en qué pensar. ¿Dónde estaba? ¿Hasta qué
Conservo el reloj en el dormitorio de la torre, que, de parte remota del universo me había llevado la torre?
todas maneras, no me sirve para dormir porque yo no Leí el finismundario una y otra vez, pero Tsira nun-
duermo. Allí me siento largas noches, en el borde de la ca se preocupó por dejar constancia de la ubicación
cama, y miro el péndulo mecerse hacia un lado, mecerse de los planetas que visitó. Solo amaba la poesía del fin
hacia el otro, y trato de memorizar su oficio con la espe- de los tiempos, dondequiera que la hallase. Aun si yo
ranza de, algún día, entender qué es el tiempo. Quizás reconocía en el cuaderno algún planeta al que el azar
cuando lo entienda termine de entender quién soy yo. me llevaba, no tenía idea de dónde estaba ese planeta
Pero, ¡cosa rara!, me resulta más fácil aprender a ma- respecto al que había sido mi origen.
nejar una nave intergaláctica que aprender a percibir el
paso del tiempo. Un día, el azar me llevó de regreso. Cuando distin-
guí el planeta en que yo había sido construido, me ale-

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gré tanto que olvidé la manera correcta de conducir la Noté que el silencio de la Luna era distinto a cual-
nave. También me distrajo el hecho de haberme ale- quier otro que yo hubiese conocido. Era delgado y
grado, cosa imposible para mí. Estrellé la torre contra quebradizo, y se iba entre mis dedos, como la arena.
la superficie blanca de la luna. —Algún día, no sé cómo, espero regresar a la Tie-
Abandoné la nave junto al cráter en que había caído rra. Y a Villa Diodati. Hay allí muchos relojes, ¿sabes?
y caminé por la orilla del mar, siguiendo unas peque- Los robaría todos y me sentaría con ellos en el bosque,
ñas huellas en la arena. No sé si Alba tenía razón en y no me levantaría hasta entender.
todo lo que creía sobre la luna, pero sí que era cier- —Eso te podría tomar mucho tiempo, Mat.
to que sus mares no eran manchas oscuras. Las olas —Sí, pero yo sabré cuánto.
bañaban mis pies y una brisa plateada refrescaba mi
rostro. Cojeé con prisa hasta llegar donde estaba Fana
y subimos a uno de los montes. Nos sentamos a mirar
la tierra y le conté mis desventuras.
—¿Cómo llegaste hasta aquí? —le pregunté, cuan-
do ya no teníamos nada que hablar de mí.
—Vine hace algún tiempo. Las hadas me ayudaron
a lanzar el hilo hasta aquí. Ese que siempre me ayudó a
volver donde había salido esta vez me sirvió para tre-
par más lejos que nunca. Luego pasó un meteorito y
reventó el hilo, así que tuve que quedarme.
Miré hacia el espacio. El hilo aún flotaba en el vacío,
no muy lejos, pero lo suficiente para no poder darle
alcance. Una ventisca, quizás… Pero no hay ventiscas
donde tampoco hay nada.
—¿Hay alguien aquí, contigo? —pregunté—. ¿Está
la Luna habitada, como pensaba Alba?
—Es posible.
—¿Es eso un sí o un no?
—Lo que tú quieras.

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He terminado el manuscrito. Miro hacia la luna.
¿Mat? ¿Aún estás ahí?
Tomo la escopeta y los perdigones. Echo el fonógrafo
en la mochila, por si acaso. Si lo que voy a intentar no
da resultado, puedo aún hacer girar los siglos y buscar
ese resultado en tiempos futuros. Pero, por lo pronto, lo
haré hoy.
Salgo del bosque negro y busco algún peñasco solita-
rio. Lejos de todas las miradas. No hay en la Tierra más
humanos, solo yo; pero sí que se ha vuelto un planeta
muy poblado. Y amo a los seres imposibles y maravillo-
sos que lo pueblan, pero necesito, ahora, saber si podré
traer de vuelta a Mat.
He traído también el catalejo. Miro cada una de to-
das las sombras blancas de la Luna. ¿Dónde estás?
Levanto el cañón de la escopeta hacia el cielo y dispa-
ro. Lo hago varias veces. Disparo, espero un momento;
disparo, espero. Disparo. Espero.
Me quedo quieta. Contengo la respiración. Al prin-
cipio parece que no ha pasado nada fuera de lo común;
como si el universo no se quisiera enterar de mi estrate-
gia. Todo flota donde antes flotaba. Pero, unos instantes
después, comienza el gran espectáculo. El Sol, que de por
sí lleva siglos inútil e indiferente en el firmamento, se
derrumba, herido de muerte y se pierde en el vacío. Los
planetas se despeñan también, ganando cada vez más
velocidad, y tropiezan unos con otros; se destrozan, se
dispersan, se ausentan en mil pedazos. Uno de estos tro-
zos golpea a la luna y la detiene. La luna se queda quie-

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ta, como yo, mientras miro al cielo. Y, de tan quieta, se Epílogo
nos viene encima.
Cae muy cerca de aquí, al otro lado del bosque negro.
El día que la Luna cayó al suelo, la Tierra quedó
Corro hasta llegar a ella. Me detengo en medio de mil
libre. Se fue navegando por el espacio. Ya no tenía un
trozos de luna y, recuperando el aliento, digo en voz alta:
sol que la atase a un centro.
—Mat.
Conoció muchos soles más. El universo está lleno
Y, unos metros más allá, le oigo decir: de estrellas.
—Alba. Pero nunca se quedó con ninguno.
Ese día, Alba y Mat se sentaron a conversar sobre
un trozo de luna. ¡Tenían tanto que contarse!
—¿Gonos? Hace algún tiempo se fue, cuando la
abadía se convirtió en un sitio inhabitable. Lo último
que supe es que encontró un nuevo lugar donde en-
cerrarse y se puso a escribir la historia de este mun-
do. Nuestra historia. Al menos, eso escuché decir a un
hada en el bosque. ¿Y tú? ¿Sabes algo de Fana?
—Se quedó conmigo unos días, porque su hilo se
fue volando por el espacio. Luego se le ocurrió hacer
uno nuevo con la ropa que tenía puesta. Lo lanzó al
cielo y desde entonces no la he visto más. Se estará co-
lumpiando de estrella en estrella… No se me ocurre
otra cosa.
—La vida, que no se queda quieta.
En absoluto. Se mueve y no se detiene. Dobla la es-
quina y va por donde nadie la espera. El fin del mundo
habría sido solo una pausa; y la muerte, un trámite. Las
hadas poblarían los bosques, los bosques poblarían la
tierra. Esta, libre de tiempos y espacios, fue cuando
quiso y donde quiso. Los espectros se organizaron en
comunidades que flotaban sobre la niebla; se reunían

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en torno a sus fuegos fatuos y contaban increíbles le- Y quizás, solo quizás, alguien juró haberles visto al-
yendas de carne y hueso. ¿Eso es verdad?, preguntaban guna vez. ¡Enormes, gigantescos!, decía. ¡Él, maltrecho
los más pequeños, asustados. Son solo cuentos, decían y pensativo, lleno de remiendos! ¡Y le hablaba a ella,
los más grandes, aunque no muy convencidos; y mira- y ella tenía el nombre del amanecer, cuando todo co-
ban a un lado y al otro, esperando no ver algo que, en mienza de nuevo…! Pero le reprendían y le decían que
lugar de flotar, apoyase el pie en tierra firme. Sí que sa- no hay que creer en todo lo que se dice.
bían de la existencia de las hadas, y las hadas sabían de Sí. La vida, que no se queda quieta.
los espectros; ambos etéreos, y no tan distintos; pero Alba y Mat se despidieron con la sospecha de que
casi nadie corría el riesgo de visitar sus afueras. Los algún día se volverían a ver. A ella le gustaba escuchar
espectros habitaban la niebla, y las hadas, el bosque. de vez en cuando el canto del ruiseñor en su fonógra-
Cuando la niebla atravesaba el bosque, había que tener fo; solo un poco, para no gastarlo del todo. Así visi-
cuidado de no quedarse enredado en lo ajeno; se con- tó muchísimas épocas futuras, muy distintas unas de
taba de una vez que… Pero no. No puede ser cierto. otras; todas inesperadas, sorprendentes, fascinantes.
Quizás hubo más homúnculos; quizás cubrieron la Mat, mientras tanto, recorría aquel planeta vagabundo
faz de la tierra con su pequeñez. Quizás encendieron que flotaba de galaxia en galaxia. Con cuidado ambos
también sus fogatas, pequeñas velas ardiendo sobre las de no acercarse a los sitios más habitados. No querían
mesas en las antiguas abadías. Quizás contaron histo- asustar a nadie.
rias que nadie podía creer, acerca de los gigantes que Ocasionalmente coincidían en el tiempo. Cada vez
hubo antes que ellos. Los más osados hablarían de que Alba dormía por trescientos años, lo primero que
épocas inmemoriales, cuando Gonos y Fana existie- hacía al despertar era ver si Mat estaba cerca.
ron, aunque les llamarían con nombres muy distintos.
Algunos, incluso, se atreverían a mencionar los mitos —Mat —decía.
ancestrales, cuando todo comenzó. Cosmogonías que Ya no le preocupaba si él no respondía. Sabía que,
narraban las andanzas de un autómata de tamaño des- tarde o temprano, le vería de nuevo. A veces Mat esta-
comunal que había traído la vida al mundo por error, ba muy lejos, en sus largas caminatas, recorriendo el
llamando a los seres a la existencia en cada sitio en mundo. Cruzaba los mares a pie, y entonces era feliz.
ruinas que accidentalmente visitaba; y de una diosa Salía por la otra orilla y subía las montañas, se sentaba
que había venido de otro sitio, uno imposible, cuyas en los picos más altos, y tocaba los planetas y las nebu-
civilizaciones creían en la luz del sol y en el paso del losas con la punta de los dedos. Es posible que encon-
tiempo. Cosas increíbles, que las nuevas generaciones trase a su paso algún otro laboratorio, o cosa parecida;
no quisieron creer. pero, si así fue, no recuerda haber hecho nada en él.

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Como no envejecía, pero sí que tropezaba de vez en —Qué va. Me dolía antes, cuando todo era tan pre-
cuando, aprendió a hacer reparaciones en su propio ciso y exacto.
cuerpo. Diría que llegó a ser un gran relojero, pero eso Salieron de la casa. El atardecer pintaba la super-
sería mentir. En su cabeza, afortunadamente, nunca ficie del lago. Vino la noche, pero era solo una luna
consiguió reparar nada. que pasó de largo. Amaneció el nuevo día; la tierra,
Un día en que visitaba las ruinas de Villa Diodati, inquieta y libre, se lo sacudió de encima. El atardecer,
encontró un reloj roto en el suelo. Habían pasado mil de nuevo, pintaba la superficie del lago.
años desde la última vez que estuvo en aquel sitio. Se —Lo tendrá difícil, Gonos. ¡Contar la historia de
quedó otros mil años con el reloj en las manos. Alba, todo esto! Nadie se lo va a creer.
que iba también a la casa de vez en cuando por si acaso Pero Alba ya no estaba. Una vez más, el ruiseñor la
se dejaba ver algún espectro, notó que Mat se había había llevado muy lejos.
perdido en sus pensamientos, pero no quiso interrum-
pirle. Durmió, junto a él, una de sus siestas de tres si- Aun así, sabiendo que era imposible que ella le es-
glos. Cuando despertó, el autómata todavía estaba allí. cuchase, Mat le dijo:
—Antes —dijo él, después de dejar el reloj en el sue- —Te deseo cosas imposibles.
lo—, ¡todo era tan preciso y exacto! Ahora, cada vez
que miro al cielo encuentro nuevas constelaciones y
nuevas lunas. Cada sol que pasa, mientras pasa, deja
un día distinto al anterior. Cada uno de esos días es de
otro color, y de otro tamaño. Cada uno tiene un tiem-
po distinto. Si es que no se lo traga un agujero negro…
Relojes y calendarios nunca tuvieron tan poco senti-
do como ahora. Un día despiertas y, si te descuidas, la
Tierra giró hacia donde quiso y ya es otro día, o volvió
al anterior, o se metió en un minuto eterno. Vamos de
sol en sol, y el nuevo día empuja al anterior y le quita
su sitio; o nos metemos en un enjambre de lunas aje-
nas y tenemos tres noches en una… y, con suerte, nos
llevamos una de esas noches a cuestas. ¡Todo es una
locura!
—¿Y eso te duele?

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