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Consuelo Triviño Anzola - Prohibido Salir A La Calle
Consuelo Triviño Anzola - Prohibido Salir A La Calle
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No era fácil callar a los niños. Lloraban al mismo tiempo, parecía que se
pusieran de acuerdo. Esos niños lloran como unos descosidos, decía Felisa
desesperada, sin saber a quién atender primero. A veces se calmaban con el
chupo, pero otras era imposible distraerlos. Se ponían morados y ya no
respiraban. Felisa los sacudía, les tocaba los pañales a ver si estaban mojados
o les ponía el biberón por si tenían hambre. Yo siempre la ayudaba con Pepe
que era un poco más tranquilo. Pacho se arañaba la cara y saltaba como una
pelota de caucho. De tanto llorar, el ombligo se le salió. Parecía una pepa de
cereza. Mamá se lo tapó con un botón y lo selló con esparadrapo.
¡Dios mío!, cómo los quise cuando eran pequeños, eran igual que dos
garrapatas cuando les acercaba la mano. Un día la tía Ana y mamá
aparecieron cada una con un bulto azul en los brazos. Entraron en la sala y
nos llamaron a Tomás y a mí. Aquí están sus hermanitos, tenemos que
cuidarlos mucho. Tomás se escondió debajo de la mesa y no quiso salir hasta
que lo convencieron dándole unos dulces. Estaba celoso porque ya no era el
más pequeño, es decir, el más consentido. Cada vez que se acercaba trataba
de hacerles una maldad. Para mí, en cambio, eran dos cositas pequeñas y
graciosas, con los pelos muy negros y lisos, los ojos cerrados e hinchados,
una mezcla de animalitos y humanos que se retorcían tapándose la boca con
los puños siempre cerrados, pujando como perritos recién nacidos. A veces
pujaban con más fuerza para hacer caca o dejaban salir de la boca una baba
que mamá les limpiaba con un pañal humedecido con agua.
Cuando los cambiaban, yo subía a la cama para mirarlos. De tanto ver,
aprendí a hacerlo. Primero les quitaban el gancho y luego enrollaban el pañal
sucio. Después los limpiaban con un algodón en las ingles y en los pliegues
de la piel para que no se quemaran. Mamá decía que había que hacerlo con
cuidado porque era una parte muy delicada. Yo le pedía permiso para tocarles
el pipí tan raro, con una bolsita más oscura, debajo, y marcada con una línea,
como una costura, en toda la mitad. A veces no resistía la tentación y hundía
el dedo con suavidad en aquella cosa blanda. Cuidado, decía mamá, ¿para
qué es eso?, preguntaba yo, extrañada de esas formas, pensando que allí se
guardaban los orines. Eso es una puquería, decía mamá, y yo seguía sin
entender su significado.
Todas las noches los bañaban y a mí me encantaba alcanzar el jabón, el
aceite y los talcos. Cuando les quitaban la ropa berreaban. No les gustaba que
los dejaran desnudos. Por eso se cerraban como garrapatas. De un solo
impulso encogían las piernas y los brazos y apretaban los puños. Pero mamá
les echaba agua poco a poco y los sumergía en la tina, hasta que le
encontraban gusto y chapoteaban.
Bien bañados y oliendo a talco Johnson, los gemelos eran dos muñecos.
Yo entretenía a Pepe mientras le daban de mamar a Pacho y vigilaba para que
Tomás no le metiera los dedos en los ojos. Si nos descuidábamos, él se venía
encima de los niños y les hurgaba los ojos. Cuando me despertaban por la
mañana, yo iba siempre a verlos, mientras Felisa hacía el desayuno. Pero
empecé a aburrirme porque no podíamos hablar y yo era muy habladora.
Felisa decía que yo parecía una lora mojada. Claro que también hablaba con
visitas imaginarias, aunque recuerdo que algunas veces sacudía a la muñeca
con rabia porque no conseguía arrancarle una palabra. Nené, diga ten-go
ham-bre; nené, diga ma-ma. Era inútil que me esforzara, ellos no respondían.
Nadie me lo pidió, pero yo me dedicaba a enseñar a hablar a los gemelos
y a Tomás. A él no le perdonaba un error. Quero cocholate, le decía a Felisa,
y yo saltaba encima como un grillo: qui-e-ro-cho-co-la-te, se dice cho-co-la-
te. Él no me hacía caso, seguía hablando igual y, si yo insistía mucho,
empezaba a llorar. Cuando no tenía con quién hablar me iba a la cocina a
conversar con Felisa, que se reía de las cosas que le contaba. La mitad eran
inventos o trozos de cuentos que mamá me contaba por la noche, como el de
la “Señorita hormiguita”. Ese me encantaba porque imitábamos las voces de
los animales y yo lo contaba siempre como si fuera la primera vez. Si Felisa
me interrumpía, me ponía furiosa y volvía con la historia desde el principio.
Casi nunca peleábamos, pero si Felisa se reía de mí, la encerraba en la
cocina. Le trancaba la puerta con un pasador por fuera y me iba al patio a
buscar animales en la tierra. Al rato volvía a abrirle y la encontraba sentada
en la mesa pelando papas. Ni siquiera levantaba la cabeza para mirarme. Lo
que más me ofendía es que no me hablara. Pero yo me olvidaba de ella. Me
encantaba quedarme en el patio sacando lombrices con un palito. Era muy
fácil porque se enroscaban. A los ciempiés los dejaba caminar siguiendo la
línea de una baldosa y enderezándolos con el palito, para que se desviaran.
Entre las materas también había animales muy raros, tortugas pequeñitas con
su caparazón. Mamá les decía viejitas. También cazaba unos bichos con
antenas, como escorpiones, muy pequeños. Pero los cucarrones eran mis
víctimas más frecuentes. Grandes, torpes y ciegos, se estrellaban contra la
pared y caían al suelo. Algunas mañanas el patio aparecía totalmente cubierto
de cucarrones, tantos que ya no me entusiasmaba verlos. De puro
aburrimiento cogía uno y lo desbarataba lentamente hasta que no quedaba
nada de él. Primero le quitaba las alas blandas. Lo dejaba moverse un rato
porque ya no podía escapar. Luego le quitaba las patas una por una y después
le sacaba de la barriga una masa blancuzca que me ponía nerviosa. Me
producía asco hacer eso tan sucio, pero quería destriparlos y ver lo que tenían
dentro. Yo quería tocar esa masa babosa con los dedos, pero no me atrevía.
Entonces la pisaba hasta hacerla desaparecer. En el suelo quedaba una
mancha parda. Nunca pensé que pudiera dolerles lo que hacía. En cambio con
las viejitas era distinto. A ellas las dejaba escapar. Eran tan bonitas, siempre
agachadas como si estuvieran rezando.
Cuando Felisa me veía hurgando la tierra con un palito, me decía, parece
una gallina, y yo le respondía, a usted, ¿qué le importa? Pues se le va a caer
la lengua por grosera. Y así seguíamos hasta que yo empezaba a gritar y ella
me dejaba en paz. Un día encontré una lombriz enorme y se la dejé encima de
la mesa de la cocina, para que gritara. Si sigue mortificándome, le voy a decir
a su mamá que le dé unas palmadas, me amenazaba. Pero eso no me
importaba porque mamá llegaba a la hora del almuerzo y entonces Felisa ya
no se acordaba de mis travesuras.
Me encantaban los animales. Mamá me contó que las hormigas pardas le
declararon la guerra a las negras que eran pequeñas e inofensivas. Las pardas
clavaban los aguijones en la carne y dejaban una ampolla enorme. Me
fascinaba la vida de las hormigas, caminando en fila llevando la comida hasta
las profundidades de la tierra donde tenían una despensa secreta. Yo hurgaba
con un palo en lo más hondo para obligarlas a salir. Felisa me decía que si les
ponía azúcar, se volverían locas de felicidad. Cada vez que podía, entraba en
la cocina a robar un poco de azúcar. Lo ponía en el hueco de las hormigas y
esperaba a que salieran. Si me aburría, dispersaba el azúcar con el zapato y
me sentaba contra una de las columnas del patio hasta que Felisa me llamaba
a tomar el biberón. ¿Tan grande y todavía con biberón?, me decían las amigas
de mamá. Miraba a Beatriz y pensaba que ella era una lombriz y yo la
enroscaba en un palo y la echaba al pantano, para que aprendiera a no
meterse en lo que no le importaba. Beatriz se peinaba con una moña tan alta,
como si tuviera una lámpara en la cabeza.
Me acuerdo mucho de cuando tenía cinco o seis años. Aún no iba a la
escuela, pero mamá me dejaba tareas todos los días, palitos y palotes, luego
las vocales. Poco a poco aprendí a leer. Me encantaba dibujar animales y
plantas. La casa donde vivíamos era muy grande y llena de zonas oscuras y
luminosas. El patio era mi lugar preferido. Siempre estaba iluminado. Allí me
entretenía con seres diminutos que existían de una manera extraña. Las zonas
oscuras eran los cuartos cerrados donde vivían los espíritus que no me atrevía
a imaginar. Todavía tengo un cuaderno lleno de aes, oes y ues de diferentes
tamaños y en columnas tan torcidas que dan risa. A Felisa le parecían muy
bonitos los dibujos que le regalaba y los guardaba en el baúl de su ropa.
Me gustaba cuando Felisa me decía, venga, Clarita, acompáñeme a darle
un vistazo a los gemelos, no sea que se ahoguen. Si estaban dormidos, ella los
ponía con cuidado boca abajo y los dejaba tranquilos otro rato hasta que
llegaba la hora del biberón. No teníamos que despertarlos porque eran como
un relojito. Cuando en el radio decían faltan cinco minutos para las doce,
empezaban a llorar. Felisa iba con los biberones y yo detrás. Se los metíamos
en la boca y ellos se aferraban al frasco. Felisa tenía que sacárselos de la boca
de vez en cuando para que tomaran aire. Acababa uno y seguíamos con el
otro y luego ella los recostaba en su hombro y les sacaba los gases. Casi
siempre vomitaban un poco de leche. Por eso tenían un olor agrio. Cuando
acababan, los metíamos en la cuna dormidos. Yo tenía que esperar a que se
despertaran para jugar con ellos. an-gu-gu era todo lo que decían, hasta que
un día se les escapó un ta-ta-ta. Ya sé lo que dicen, le decía a Felisa, me
gusta, me gusta el tete, eso es lo que están diciendo. Y me daba mucha
alegría saber que podíamos hablar.
Pero los gemelos tardaron en salir de an-gu-gu-ta-ta-ta, a pesar de que
me quedaba horas frente a ellos tratando de arrancarles otra palabra. Me
miraban y se reían mucho, pero nada más. Eso era todo lo que conseguía con
un día de esfuerzo. Poco a poco aprendieron a quedarse sentados y Felisa me
dejaba sostener uno, si me ponía en la cama de mamá que era grande. Cuando
se despertaban de buen humor, escupían unos sonidos que les salían de la
garganta y parecía como si se estuvieran entrenando. Si los oía hacer gárgaras
con la saliva, dejaba lo que estaba haciendo y corría a verlos. Llegué a
sospechar que me tomaban del pelo porque cuando me veían, se quedaban
mudos. Solo me miraban y reían, y yo empezaba a hacerles cosquillas en las
plantas de los pies y en la barriga. Al acercarles la cabeza, agarraban un
puñado de pelo y no lo soltaban. Tenía que llamar a Felisa para que me los
quitara de encima porque eran como dos monstruos. Quieto, nené, gritaba
Felisa, y ellos se asustaban y ponían cara de llanto, entonces había que
consolarlos.
¿Por qué no hablan todavía, mamá?, preguntaba yo, y ella me decía,
cuando menos lo pensemos van a soltar la lengua, pero aún no porque son
muy pequeños, ni siquiera caminan. Yo hubiera preferido que hablaran
primero. Por eso me empeñaba en comunicarme con ellos. Llegué a pensar
que an-gu-ta-ta era vamos a jugar, el tete está rico, me gusta la cuna, quiero el
chupo. an-gu-ta-ta era todo. Yo preguntaba, nené, ¿cómo está el teté? Y
Pacho respondía, an-gu-ta-ta. Pero, de un momento a otro, vinieron gu-ga-ga,
es decir caca y gu-gu, es decir, rico. Con esas tres palabras empezamos a
entendernos muy bien.
Cuando mamá llegaba de la escuela yo le tenía una pequeña sorpresa
sobre los gemelos. Ella anotaba las cosas importantes en el álbum que les
regalaron al nacer. “Hoy, 20 de noviembre de 1963, Pepe y Pacho sonrieron
por primera vez”. También escribía las medidas y el peso. Pacho medía unos
centímetros menos, pero lloraba más. Yo prefería a Pepe. Me parecía más
bueno y atento a lo que le enseñaba. Pero me entretenía con el más inquieto.
Cuando intentaron sentarse en la cuna, mamá también anotó en el álbum:
“Pachito se sienta con esfuerzo y Pepe parece que lo imita”. Si Tomás pedía
que anotaran cosas de él, mamá escribía: “Hoy Tomás me pidió que
escribiera algo sobre él en el álbum. Voy a poner que se porta muy bien y que
es un niño muy obediente y cariñoso con su madre”. Tomás se reía entre
incrédulo y contento. De mí escribió: “Clarita es una niña muy juiciosa que
cuida a sus hermanitos y les enseña muchas cosas, parece una profesora”. Eso
anotó el 20 de noviembre de 1963.
Aquel día quizás maté unos cuantos cucarrones pero no se lo conté a
nadie. A mamá no le gustaba que fuera tan sucia y Felisa me acusaba de ser
cruel con los pobres cucarrones. Esta noche vendrán las almas de los
cucarrones a asustarla, me advertía. Pero yo no le creía porque sabía que los
cucarrones no tenían alma.
Entonces el tiempo no parecía llevar a ninguna parte. Podía quedarme
una tarde observando los movimientos de los gusanos y poniéndoles trampas.
Las cosas ocurrían muy despacio. Yo no tenía idea del correr de los días, pero
disfrutaba los cambios de los gemelos. Les asomaba un diente, se querían
poner de pie, empezaban a gatear, cogían la cuchara y había que perseguirlos
por la casa. Lo más cómico es que cuando a ellos les salieron los dientes de
abajo, a mí me arrancaron uno de arriba. Felisa me lo arrancó con un hilo y se
lo dejamos al ratón Pérez. Mamá lo guardó en un cofre y yo se lo mostraba a
las visitas muy orgullosa.
Un día la adelfa que estaba en el patio amaneció llena de orugas. Eras
muchas, y tan gordas que daban ganas de vomitar. Tal vez lo que más me
molestaba era su color rosa pálido y su inmovilidad. Enroscadas a las ramas
se aferraban desesperadamente cuando intentaban desprenderlas. Felisa
gritaba cada vez que me acercaba. Tuvimos que llamar al señor de la tienda
de fertilizantes para que nos aconsejara un veneno contra las orugas. El señor
nos aconsejó que rociáramos la adelfa con petróleo disuelto en agua. Y así las
matamos a todas. Al día siguiente muchas estaban en el suelo. Mamá y Felisa
les prendieron fuego y nunca más volvimos a saber de ellas. Esta noche
vendrán las almas de las orugas a asustarla, le dije a Felisa, y ella empezó a
gritar y a taparse la cara con un trapo. Y todo el día estuve gritándole eso,
hasta que amenazó con encerrarme en el baño si seguía. Yo sabía que Felisa
no haría una cosa así. Por eso seguía gritándole lo mismo, sin parar, hasta que
me cansé.
Me imagino que tenía muchas cosas que hacer, no sólo atormentar a
Felisa. A veces me acordaba de las tareas que me dejaba mamá y me ponía a
hacer las vocales. Felisa sacaba un asiento y una mesa pequeña y los
colocaba en el patio. Venga para acá, Clarita, dibújeme unas orugas y yo le
dibujé la adelfa con las orugas. Pero hice una mezcla de cosas. No se
distinguían las hojas de los gusanos. De todas formas, a Felisa le gustó y lo
guardó en el lugar de siempre. “Hoy, 2 de diciembre de 1963, acabamos con
una plaga de orugas que se estaba comiendo la adelfa del patio. Clarita dibujó
la mata con todas las orugas agarradas a las ramas”, anotó mamá, en su
Cuaderno de recuerdos y poesía.
El 2 de diciembre de 1963 ocurrió otra cosa importante que no sé por
qué no figura en el álbum ni en el cuaderno de mamá. Entre el alboroto por
las orugas muertas y la visita del señor de la tienda de fertilizantes, los
gemelos empezaron a berrear y mamá me pidió que fuera a cuidarlos
mientras ella y Felisa hacían la hoguera. Yo le puse el chupo a Pepe y traté de
calmar a Pacho, haciéndole cosquillas en la barriga. Este empezó a sonreír y
soltar todos los sonidos que yo conocía, pero de repente se agarró las patas y
dijo muy claro, pa-pa. Lo repitió varias veces. Ahora, nené, le ordené yo,
diga, ma-ma, pero se quedó mirándome con ojos de bicho raro y luego se rio.
Yo salí corriendo a contárselo a todo el mundo. Recuerdo que grité, pero
nadie me hizo caso.
Me quedé viendo cómo se retorcían las orugas mientras ardían. Cuando
terminaron mamá se sentó a tomar café con el hombre de los fertilizantes. De
vez en cuando yo tiraba de la falda de mamá para que me escuchara y en
medio del alboroto decía, mamá, Pacho ya sabe decir pa-pa, pero ella no me
escuchaba y seguía con la conversación. Al oírlo decir pa-pa, me pregunté
sorprendida, ¿dónde estará papá?, ¿por qué no viene? Papá está trabajando,
decía mamá, y un día de estos vendrá. Con tanto como se habló de ese tema
no veo nada en el Cuaderno de recuerdos y poesía, solo un comentario:
“Hoy, 7 de agosto de 1962, Pedro salió furioso y se llevó la ropa”. El
cuaderno es marca Cardenal. Tiene las tapas azul pálido y las letras color azul
oscuro, casi negro. Abajo lleva un recuadro: “Cuaderno de: Recuerdos y
poesía, Pertenece a: Sara de Osorio”. Las hojas están amarillas y la tinta
escurrida emborrona las letras. Antes se escribía con tinta y plumero. Ya no
se usan esas cosas, ahora escribimos con esferos. Mamá copia pensamientos
y poemas, y ensaya una novela en la que cuenta cómo era su vida cuando era
pequeña. Si está de buen humor, me lee un trozo. Desde pequeña yo la veía
coger su cuaderno del cajón del armario y me sentaba a mirarla escribir.
Mamá, léame, le rogaba, y ella me leía un trozo y paraba, siga mamá, le
pedía, y ella dejaba de escribir y me contaba una historia. No me importaba
que la repitiera porque siempre era como si me la contara por primera vez.
Cuando ella no estaba, yo subía en un asiento y bajaba el cuaderno del
armario. Me gustaba leer sus recuerdos: “Papá nos mandaba a la montaña a
buscar las bestias. La neblina no nos dejaba distinguir a los animales.
Angustiadas empezábamos a llamar a los caballos, Azabache, Furia, ¿dónde
están?..., preguntábamos con lágrimas en los ojos, pensando que papá podía
disgustarse”.
La familia
La idea que yo tenía de una abuela era la de mamá Atala repartiendo comida
y sacándonos de la cocina. Abuela era una señora de moña agarrada con una
peineta de carey, vestido gris o de tonos blanco y negro, saco de lana negro,
zapatos negros, cartera pequeña, pañuelo blanco entre la manga del saco y
billetes enrollados en una bolsita que guardaba en el pecho. Abuela era un
rostro lleno de arruguitas con colorete rosa en los labios, polvos Ramillete de
Novia y algo de rubor en las mejillas. Abuela era una señora ya un poco
encorvada de tanto hacer arepas en la cocina, de preparar las comidas, y de
recoger las cosas del suelo.
Todo eso era mi abuela Atala que a veces me recitaba poesías, me
recordaba los deberes en forma de refranes y cuando estaba de buen humor
nos contaba los mismos chistes y las mismas adivinanzas: “Si el enamorado
es bien correspondido, ahí va el nombre de la dama y el vestido”. Elena y el
vestido morado, respondíamos en coro. Esa era la idea que tenía de mi
abuela, hasta que conocí a la otra.
No es que no supiera que existía mi abuela Inés, pues en el álbum de la
familia que mamá guardaba en la parte más alta del armario, había una foto
de ella, peinándose frente al espejo. Cada vez que se refería a ella, mamá
decía, la vieja Inés o la vieja esa de su abuela. Yo no tenía ninguna curiosidad
por conocerla, hasta que un sábado por la mañana nos arregláramos
divinamente porque íbamos a visitarla.
Saqué mi mejor vestido, uno verde de talle largo, plisado, y un saco rojo,
regalo del Niño Dios. Los zapatos estaban pelados y viejos, pero la abuela les
echó Griffin para disimular. Luego me pasé el cepillo por el pelo y me lo
agarré con una hebilla, pero mamá dijo que así estaba mal y que con lo
criticona que era esa vieja, iba a decir que estábamos muy abandonados.
Los gemelos empezaron a llorar porque no los llevaban y la abuela
intentaba calmarlos con una galleta. Mamá estaba nerviosa y no le parecía
bien nada. Yo perdí la paciencia y le dije que llevara a Tomás que tenía
zapatos nuevos. Ella se negó rotunda, no es como usted quiere, es como yo
mando y me tiró tan fuerte el pelo que me hizo llorar. Al final me agarró una
coleta y me puso varios ganchos para que no se me vinieran los mechones a
la cara. Y así, un poco incómoda con el peinado, salimos a coger el micro.
Caminamos por la décima y fuimos al paradero del parque a coger uno que
nos llevó por lugares que no había visto antes. Mamá se aferraba a la cartera
antes de cerrar los ojos y yo me perdía entre los letreros o miraba todas las
ventanas, imaginando historias sobre las personas que vivían en esas casas.
Entre más avanzábamos, crecía más mi ansiedad. ¿Para qué nos querrá esa
otra abuela?, me preguntaba.
La voz de mamá me sacaba de tantos interrogantes. Cuando salude a la
vieja, hágame el favor de vocalizar, nada de mostrarse tímida, ni azorada,
como si acabara de venir del campo, ¿me oyó? Sí, señora, le respondí con
desgano y volví a perderme entre los árboles, hasta que doblamos por un sitio
que decía Ciudad Universitaria. En la fachada de un edificio vi un mapa de
Colombia. ¿Qué es eso?, pregunté. Es la ciudad universitaria, donde estudia
Gerardo, el hijo de Natalia. Me quedé mirando el montón de gente que iba de
un sitio a otro con libros en los brazos. ¿Qué estudian allí, mamá? De todo,
mija, de todo, respondió. Seguí mirando los edificios hasta que doblamos por
otra avenida. ¿Ya casi vamos a llegar, mamá? Ya casi, hay que prepararse,
me dijo levantándose, pues su lema era “diciendo y haciendo” y lo practicaba
siempre. En cambio, el de nosotros era “ya voy, ya voy”.
Creo que caminamos cinco cuadras desde la avenida hasta la casa.
Dimos varias vueltas buscando la dirección porque había muchas
transversales y diagonales, pero al fin dimos con una casa de verja de hierro y
un antejardín lleno de rosas. Tocamos al timbre y salió una señora con
tacones muy altos, el pelo pintado de rubio, levantado en una moña en forma
de campana, las uñas nacaradas largas y un collar de piedras de muchos
colores. Buenos días, abuela, de dije. Esa no es su abuela, corrigió mamá
disimulando su mal humor. Creo que enrojecí hasta el cuero cabelludo y se
me cortó la voz. Ya no supe en qué dirección mirar. Cortinas, jardines,
espejos y cuadros, todo, todo se juntó y me quedé quieta cerca de la puerta.
Ven para acá, nena, dijo la señora, su abuela está arriba esperándolas.
Subimos por una escalera de madera que conducía a un pasillo. Del
fondo salió una mujer. Buenos días, Sara, le dijo a mamá. Buenos días,
señora Inés, respondió mamá secamente. Esta debe ser Clara, dijo,
mirándome de extraña manera. ¿Ya cuántos años tiene? Diez y voy a cumplir
once respondí, satisfecha de haber vocalizado bien.
Nos quedamos en silencio un buen rato, antes de entrar a la habitación
donde había una cama muy ancha con un edredón púrpura y unos grandes
cojines del mismo estilo. A un lado había una mesa de noche alta con una
lámpara pequeña y al otro, un tocador lleno de figuras de porcelana, de cajas
de talcos, que me moría por oler, frascos de perfume y esmaltes. También
había un joyero de cristal y una camándula colgando de una esquina del
espejo y en un rincón una repisa pequeña con la imagen de la virgen y una
veladora encendida. En la pared había fotos antiguas y una de mi hermano
Tomás, que me extrañó ver en ese lugar.
Cerca de la ventana encontramos dos sillas donde nos sentamos. La
abuela Inés se acomodó en la orilla de la cama, cruzando las piernas, mientras
buscaba el paquete de cigarrillos y el encendedor. Me pareció raro ver a una
abuela fumando, apretando bien fuerte el cigarrillo entre los dedos índice y
corazón, abriendo hacia afuera el meñique bien estirado y tieso. La mano
abierta de esa manera le daba un aspecto tan elegante que pensé, cuando sea
grande fumaré como ella y me pintaré las uñas de rojo. Después me fijé en
sus tacones de puntilla, sus medias veladas negras, su falda también negra y
el buzo rojo de cuello alto.
Las mandé llamar porque tengo noticias de Pedro, nos explicó después
de la primera chupada. Un primo que estuvo viajando por Cúcuta, me pidió
que las buscara para darles la plata que mandó mi hijo. Como él no tiene la
dirección de ustedes, me pidió que las buscara a través de Elvira. Nunca
vienen a visitarme, se quejó, ni siquiera me llaman, así no es fácil la
comunicación. Tuve que hacer por los menos dos viajes donde Elvira para
que me hiciera el favor de buscarlas, añadió, pero mamá no respondió nada.
Tampoco preguntó por papá, simplemente recibió la plata que estaba en el
sobre y sin contarla la metió en la cartera. Y los niños ¿cómo están?,
preguntó la abuela Inés. Muy bien a Dios gracias, no les falta nada, hasta
ahora nos hemos defendido bien solos. Su papá está trabajando mucho para
comprarles la casa, dijo, dirigiéndose a mí, como si mamá no existiera. Sí, me
lo imagino, respondió mamá casi entre dientes.
Poco a poco el ambiente se hacía tan incómodo que empecé a desear que
nos fuéramos. ¿Por qué no me deja a Clarita para ir a comprarle ropa?,
propuso la abuela. Si quiere, que se quede, dijo mamá, pero yo no puedo
volver por ella, hay que hacer el mercado de la semana. Otro día que tenga
tiempo, me la deja un fin de semana, respondió la abuela, mirándose las uñas.
Rogué para que mamá se arrepintiera y al final accediera. Ya veremos, señora
Inés, de todas maneras ahí tiene la dirección, por si quiere ver a los niños, le
dijo, dándole un papelito.
Mamá salió echando chispas de la rabia, diciendo que esa vieja
desgraciada era una hipócrita que nunca me había querido y que lo que
esperaba es que le dejaran a Tomás. Vieja infeliz y alcahueta e hipócrita, si
quería regalarle ropa, ¿por qué no le dio la plata? Ganas de dárselas de mucho
café con leche, se creen más de lo que son, pero en las fotos se ve que ni
siquiera tenían presencia, solo lujo y apariencia, porque la casa ni siquiera es
de ellas, y seguía quejándose de la guerra que le hicieron el primer año de
casada, antes de que le saliera el traslado a La Laguna. Ella es la culpable de
que su papá no se haya querido responsabilizar porque todo se lo celebra, me
decía, olvidándose de que yo era la hija. Y su papá, ¿por qué tiene que
mandarnos plata con esa vieja?, si él quisiera, podía llamar donde Ana y
mandar un giro, esos son cuentos, quién sabe qué se traen entre manos, madre
e hijo se tapan con la misma cobija, sólo un hombre como él es capaz de
dejar a la familia saltando matones, él que es un irresponsable y borracho. Ya
me llegaron los chismes de que todo lo que se gana se lo gasta con las
vagabundas y viene a hacerse el santo con miserables cien pesos que no
alcanzan ni para un mercado, porque no creo que nos haya mandado más.
Mientras decía eso, trataba de abrir la cartera y luego la cerraba por
temor a los ladrones. Después me dijo que me fijara dónde había una
cafetería para descansar y contar la plata, pero luego se arrepintió. Le propuse
entrar al baño a contar los billetes, mientras me tomaba la coca cola, pero no
me hizo caso.
Caminamos unas dos cuadras sin que parara un bus. Tuvimos que ir
hasta un semáforo a esperar. Ella insistía en esperar un bus que era más
barato, pero al final subimos al micro. No cabíamos más de diez personas y
todo el que llegaba saludaba. La persona que se sentaba en el último puesto,
le pasaba la plata del pasaje al vecino y así iba de mano en mano, hasta llegar
al conductor y este, a su vez, mandaba las vueltas de la misma manera y
todos iban en paz, no como en el bus donde empujaban y pisaban y se
armaban tantas peleas, sin contar con los robos que eran normales, aunque a
mamá nunca le robaban porque ella llevaba su cartera muy apretada.
Al fin llegamos a la casa a las once y rápido cogimos bolsas y canastos
para ir al mercado. Por el camino le recordé que no habíamos contado todavía
la plata de papá. Ya habrá tiempo, me respondió, tanto afán, para lo que hay
que ver. Me quedé callada todo el camino. Siempre que íbamos al mercado
seguíamos un orden, pero tenía que recordárselo porque se le olvidaba.
Primero comprábamos las verduras y luego la fruta y la carne, después el
arroz, los fríjoles, las lentejas y las alverjas. Cuando alcanzaba la plata
pasábamos por el puesto de los quesos. Aquella vez me atreví a pedir una
ensalada de frutas con crema. No sé qué pasó, pues me la compró sin
quejarse, aunque recordando que no confiaba en la comida que hacían en la
plaza de mercado. Se quedó un rato cuidando el canasto y la bolsa, hasta que
terminé la ensalada y salimos a coger un taxi.
Cada vez que llevábamos el mercado en taxi, yo iba a tocar a la puerta,
mientras mamá pagaba. Luego salía la abuela a ayudarnos con la bolsa y
mamá seguía con el canasto hasta la cocina, ¡ay! ¡Qué cansancio!, traigan un
vaso de limonada. Yo tenía que correr a preparársela. La abuela iba
ordenando todo en la despensa, mientras mamá se quitaba los zapatos y se
sentaba a descansar.
Ya más tranquila, me mandó a buscar el sobre debajo del colchón de su
cama. Había dos billetes de cincuenta y dos de cien. Por cierto, miren con lo
que sale este hombre después de cuatro años sin dar señales de vida, dizque
con trescientos pesos, comentó. La abuela le respondió desde la cocina, algo
es algo, peor es nada, pobre hombre, sabrá Dios si está pasando necesidades.
Ay, mamá, cómo se le ocurre compadecerlo, si es más malo que Caín,
contestaba. La abuela le decía, hay otros peores, y contaba la historia de su
cuñado que todos los días le pegaba unas palizas tremendas a la mujer, que
jamás les había dado nada a los hijos y que no murió hasta asegurarse de que
los dejaba en la calle.
Los hombres de antes eran peores, comentaba. Papá, sí era una alma de
Dios, decía mamá. Eso sí, respondía la abuela, pero se quedaba callada un
buen rato. Aquel día tenía deseos de salir y hacer muchas cosas, pero nada se
me ocurría. Todo me ponía nerviosa: la visita donde la otra abuela, la llegada
de papá. Aunque mamá no se cansara de repetir que él era lo peor, yo nunca
pensé que fuera malo. Iba a cumplir seis años cuando se fue y su imagen se
llenaba de sombras en mis recuerdos. Entonces juntaba pedazos, pero no
podía ver su cara completa. En cambio, ahora recuerdo con claridad sus
palabras porque estas se me quedaron grabadas en la mente.
Lo que recordaba era una canción que todos sabíamos, “tipi tipi ton,
zapatero remendón”. Me la enseñó a mí; yo a Tomás y este; a los gemelos.
También me acordaba de unos zapatos que me regaló y de un cuaderno donde
me ponía planas de palotes y bolitas. Con insistencia miraba las fotos del
matrimonio, de mi bautizo, de Tomás recién nacido. Me costaba trabajo creer
que ese señor mudo fuera papá. Quizás por eso me empeñaba en recordar
aquella canción.
La abuela Inés dijo que nos iba a comprar una casa y eso no se me
olvidaba. Ojalá sea más grande que la de la tía Ana, pensaba yo, con una
habitación para mí sola porque estoy cansada de dormir con la abuela,
mientras Tomás tiene una habitación solo para él. Me decían que él era el
hombre de la casa y debía acostumbrarse a dormir solo... ¿Y los gemelos qué
son?, les preguntaba con ironía.
Tampoco dejé de pensar en cómo íbamos a dormir cuando llegara papá
y sobre eso estuvimos hablando con Marta. Lo normal era que el hombre y la
mujer durmieran solos en una habitación, como su papá y su mamá. Entonces
los gemelos dormirán con Tomás. Es normal que los hombres duerman con
los hombres y las mujeres con las mujeres, pensamos. Mejor estoy con mi
abuela, me dije, aunque algunas veces me aburre porque apaga la luz muy
tarde y luego se queda rezando en voz baja. Abuela Atala, ¿ya se durmió?,
preguntaba yo cuando la sorprendía sentada. Y ella me respondía, duérmase
ya niñita, no piense cosas.
No alcancé a escuchar lo que la abuela y mamá hablaron de la otra
abuela. Pero algo pude oír de la plata. Mamá decía que no iba a comprar
nada, que mejor abría una cuenta en el banco a nombre mío o de Tomás
porque ella lo conocía muy bien y sabía que nos iba a echar en cara toda la
vida esa limosna. Yo en cambio pensaba que podían comprarme unas botas
go-go y unas medias ye-ye, como las de Marta. También quería un vestido de
flores con cuello blanco, que estaba de moda. No me compraré ni un dulce
para mí, remataba mamá. Entonces empecé a mostrarle los viejos y gastados
zapatos blancos, a ver si se le ocurría llevarme al Restrepo a comprar mis
botas. No me atormente que ahora no sé siquiera si tengo tiempo, me dijo.
Pero yo estaba tan obsesionada con las botas go-go que no descansé hasta que
las tuve.
¿No mandó nada la abuela Inés?, preguntó Tomás. Nada mijo, esa es
una vieja hambrienta, respondió mamá. Entonces yo aclaré, papá nos mandó
trescientos pesos. Con eso pueden comprarme el carro de pilas y el balón de
fútbol, dijo. Trescientos miserables pesos no alcanzan para nada, mejor
abrimos una cuenta en la Caja de Ahorros y así los acostumbro a ahorrar,
respondió mamá. Y ¿cuándo va venir papá?, preguntaron los gemelos. Un día
de estos, mis reyes preciosos y adorados, les dijo. Desde entonces
empezamos a vivir como si en cualquier momento llegara papá.
El día que llegó papá
Había pasado mucho tiempo desde que fuimos a visitar a la otra abuela y
todavía pensaba en las cosas que me habría comprado, si mamá me hubiese
dejado con ella. Me imaginaba paseando por el barrio con las botas hasta la
rodilla y las medias ye-ye, que todas las niñas lucían los domingos. Y es que
me sentía menos que ellas con mis zapatos blancos llenos de peladuras. No
quería ir a la fiesta de la primera comunión de Marta así. Mamá decía con ese
tono que mataba las ilusiones, va con lo que tiene, como si fuera fácil
aguantar que te miraran como a una pobrecita.
Pero yo no renunciaba tan fácilmente. Sabía que ella se ablandaría al
final, si me ofrecía a hacer el oficio y prometía obedecerle siempre. Tenía que
controlarme, para no contestarle con brusquedad y quedarme callada cuando
me regañara. También me propuse cuidar a los gemelos y tratar de no pelear
con Tomás, aunque eso no era fácil, porque él estaba provocándome.
Durante una semana hablé de lo bonitas que eran las botas de Marta y lo
baratas que le habían costado a su mamá. Las vendían en el Restrepo, cerca
de la plaza del mercado donde íbamos los sábados. A mamá la desesperaba
tanta insistencia, pero no me decía nada. Entonces yo le pedía a la abuela que
me ayudara a convencerla. Hasta que lograba un, ya veremos, hay que pagar
primero el arriendo y los servicios.
Tomás y yo dábamos por hecho que papá llegaría de un momento a otro.
Mamá se preocupaba más por el orden de la casa y aunque no lo dijera, se le
notaba contenta. Claro que de vez en cuando decía, cuando Pedro entre por
esta puerta, yo salgo por la otra y ahí los dejo con él, a ver si por fin se
responsabiliza. A la abuela Atala no le gustaba que dijera esas cosas, ganas
de hablar por hablar, me decía. Si la abuela estaba de buen humor, yo
aprovechaba el momento de irnos a la cama para conversar sobre lo que me
preocupaba. ¿Será que papá se va a quedar a vivir con nosotros? Dios quiera
que sí, respondía. ¿Y si de verdad nos va a comprar una casa?, ¿a dónde nos
vamos a vivir? No hagamos castillos en el aire, no sea que pase lo de la
lechera, contestaba, entre Ave Marías, duérmase de una vez que mañana no
hay quien la levante.
En realidad quería que habláramos de papá todo el tiempo y me las
arreglaba para poner el tema. En el colegio mis amigas sabían que él estaba
trabajando para comprarnos una casa y que ya nos había mandado trescientos
pesos con la otra abuela, y que mamá había metido la plata en el banco
porque nos quería abrir una cuenta. Se me escapaban todas esas confidencias.
No podía controlarme.
La maestra se puso contenta cuando supo que él iba a volver. Me dijo
que esa era la mejor noticia de la semana, lo feliz que estará la mamá,
comentó, entre risas y no me digas admirativos, y tiene que decirle que venga
a la próxima reunión de padres de familia. La reunión de padres de familia
era en junio y todavía faltaba mucho para eso. Yo aposté con Maritza una
coca cola y un paquete de papas a que mis padres irían juntos a esa reunión.
Mamá también les contó a sus hermanas lo de los miserables trescientos
pesos, sin un saludo, ni un recuerdo para los niños, pobrecitos que se mueren
por él. Un domingo nos fuimos donde la tía Ana, los cuatro vestidos como
siempre, Tomás, pantalón de pana azul y suéter verde, los gemelos
pantaloncitos cortos amarillos y chaqueticas azul celeste, yo con mi vestido
de talle largo color verde y el suéter rojo y los desdichados zapatos blancos
llenos de Griffin para disimular la vejez. Llegamos a la hora del almuerzo con
la abuela, pero antes nos había dado un poco de caldo, porque ella hacía
comida todos los días aunque estuviéramos invitados.
El almuerzo de los domingos era sancocho con costilla. Los grandes se
sentaban en la mesa del comedor y los gemelos en una mesita en la cocina.
Les ponían un trapo colgando del cuello para que no se mancharan y mamá
iba a verlos cada cinco minutos, pobrecitos mis chinitos. Mis primos, Tomás
y yo, acabábamos pronto para que nos dejaran ver la televisión.
Ese domingo no quise ver la televisión. Preferí quedarme en la mesa
escuchando las conversaciones de los mayores. Cómo le parece, Ana, que la
vieja esa −se refería a la abuela Inés− ni siquiera preguntó por los gemelos,
parecen animales, los dos, madre e hijo, es ella la culpable de todo, se
quejaba mamá, y la tía Ana insistía, no, es él que no tiene sentimientos, todos
son iguales, pero la sangre tira, añadía la abuela, como hablando para ella
sola porque no le hacían mucho caso. Si cree que voy a mantenerlo, está muy
equivocado, decía mamá, con trescientos pesos no nos soluciona la vida, lo
conozco y sé que tarde o temprano los va echar en cara, para otras sí tienen,
decía la tía Ana, como aquella que sabemos... Cuando decían, aquella que
sabemos, se referían a Matilde y yo me adelantaba, ya sé, Matilde. Niñita
entrometida, no se le ocurra repetir eso delante de otras personas, me decían,
y seguían hablando, sin darse cuenta de que yo estaba con ellas, pero a veces
me miraban y hacían el gesto de, vaya a ver que están haciendo los niños,
para parar oreja no hay quien le gane. Yo sabía que Matilde tenía un mozo
que le regaló una nevera y un carro.
En mi familia, ser la moza de alguien parecía una cosa terrible. Pero la
abuela comentaba, pobre, esa es una loca que hay que compadecer en vez de
criticar y la tía Ana, muy liberada, decía, a lo mejor hay que ser así, porque
nada se gana en esta esclavitud de la casa, claro, la de mostrar es otra y uno
aquí, más o menos, como la sirvienta y hasta peor, porque a la sirvienta se le
paga un sueldo.
Conclusión: no hay hombre bueno. Sí, decía mamá, pueden jurar amor
eterno, arrodillarse y llorar y negar que tienen otra, pero la tienen, eso me lo
contó un profesor de La Laguna que era un mujeriego de siete suelas... Ya sé,
les decía, el profesor Rincón que se enamoró de una alumna y se escapó con
ella... Quieta, niña, no derrame la sal que trae mala suerte, me reprochaban
las dos al mismo tiempo.
Tenía entonces la costumbre de derramar sal sobre la mesa e ir
dibujando figuras, mientras las escuchaba, haciendo como que no oía y
pensando, esto es mentira y esto es verdad, pues aunque dijeran que papá era
un hombre malo yo me negaba a admitirlo.
Matilde era la mala de la familia, pero a mí me gustaba como iba
vestida. Llevaba el pelo largo, hasta la cintura y se lo echaba hacia atrás con
un movimiento de cabeza que me parecía muy elegante y que yo imitaba
frente al espejo. Decía que ella era la chica go-go de su barrio, con botas de
cuero negras y vestido de rayas azules y blancas. Tenía pestañas postizas y se
ponía una línea negra sobre los párpados que gastaba horas en trazarse
porque, si perdía el pulso, se le torcía y ya no le gustaba. Un día que estuvo
en la casa visitando a la abuela, me pintó las uñas y me hizo la raya en los
ojos. Quiero tener el pelo como ella, me dije. Entonces me negué a que mamá
me lo cortara todos los meses.
Cuando la tía Ana y mamá se juntaban, despellejaban a toda la familia.
El día que llegue papá, no sé lo que harán, pensaba yo, tendrán que inventarse
otro tema. Pero a veces mamá se angustiaba porque era muy nerviosa y por
eso le pedía consejos a la tía Ana, ¿qué actitud debo tomar?, Señor, Dios de
los ejércitos, ilumíname. ¿Lo recibo?, ¿no lo recibo? Será recibirlo y
atenderlo bien, pobre hombre, decía la abuela, sabrá Dios por las que habrá
pasado por allá en esa lejura.
Las palabras de la abuela me ponían triste. Me imaginaba a papá perdido
en una ciudad, entrando en una humilde habitación, sin nada que comer y con
la ropa ajada y rota, como un pobre infeliz que tomaba cerveza para olvidarse
de su patria y de su familia. Si viene y se vuelve a ir, me dije, le pediré que
me lleve, así no estará tan solo.
Mamá y la tía Ana no se quedaban mucho tiempo en un mismo lugar.
Iban del comedor a la cocina, de la cocina a la habitación y de allí al cuarto
de la costura. Yo las seguía con el oído, porque algunas veces me quedaba
sentada en el pasillo, lejos de sus miradas. La rabia que me da es que se
mueran por él, se quejaba mamá, ya los veo lanzándosele al cuello, como si
no hubiera pasado nada, me dan ganas de entregárselos, pero no soy capaz,
sobre todo por la niña, Virgen Santísima, con los casos que se ven. Yo no
sabía de qué casos hablaban, pero me imaginaba que se trataba de algo
terrible, aunque me decía para mí, no es verdad lo que dicen, no es verdad, lo
que pasa es que están un poco locas. ¡Dios mío!, tantas palabras que me trae
el viento.
No sé lo que pasó aquel domingo. Fue como si de tanto nombrarlo le
hubiéramos dado vida. Por la noche mi mente parecía una bombilla
encendida llena de avispas que no me dejaban dormir. Me hubiera gustado
hacer que el tiempo corriera rápido y borrara la oscuridad. No podía
dormirme y entonces le pedí permiso a la abuela para levantarme e ir al
armario a preparar la ropa del día siguiente y a comprobar si los zapatos
estaban limpios de verdad. Qué niña tan necia, Dios me perdone, me dijo,
pero al final aceptó que encendiera la luz.
Cada vez que la abuela nos regañaba, se arrepentía pronto y nos
compensaba con algo. Quizás aquella vez comprendió un poco lo que me
pasaba y dejó que me levantara, sin protestar por el ruido que hacía abriendo
y cerrando los cajones del armario, porque no era fácil encontrar las cosas.
Aquella noche necesitaba moverme, mantenerme activa. No podía cerrar los
ojos ni borrar mi ansiedad ni imaginar aventuras que me llevaran por los ríos
y las montañas donde viajaban Kalimán y el pequeño Solín.
La abuela dijo que podía ponerme a leer esos monachos que tanto nos
gustaban a Tomás y a mí. Llamaba libro de monachos a todos los cómics que
me prestaban en el colegio y que yo guardaba debajo del colchón. Tenía una
historieta de Rico McPato. Mamá nos prohibía meter cosas debajo de los
colchones, pero yo escondía monedas, recortes de revistas y cartas secretas
que le escribía a papá cuando me entraban deseos de escaparme de la casa.
Ocultaba los cómics debajo del colchón para que los gemelos no los
encontraran porque ellos rompían todo lo que tocaban. También los ocultaba
de Tomás que los cambiaba por cromos. Al muy atrevido le costaba tanto
trabajo respetar lo ajeno. Siempre cogía mis cosas y las vendía o las regalaba,
sin que le pasara por la imaginación que hacía algo indebido. Por eso
peleábamos y yo estaba segura de tener la razón, pero nadie me la daba.
Mamá decía que era muy feo que me acostumbrara a ser egoísta y la abuela
decía que la envidia entre los hermanos era una cosa mala. Además, por ser la
mayor, la culpa era mía.
Cuando acabé de leer la historieta, la abuela todavía estaba despierta. Al
apagar la luz ella hizo su ruido típico, algo así como “ummm… jum”, que
más o menos quería decir que se daba cuenta de todo lo que hacíamos. Al
final me dormí, o el sueño y la realidad se me juntaron. Primero pensé en
todas las cosas que había querido tener y que mamá no me había comprado.
Pensé en un televisor Phillips, en unos patines, en una bicicleta, en una
muñeca que dijera mamá, en una cocinita con todas las ollas y la vajilla para
jugar con Marta. Es verdad que me parecieron demasiadas cosas para mí sola.
Pero me tranquilicé al pensar que el televisor era para toda la familia y que
podía prestarle la bicicleta a Tomás, igual que los patines. Lo único de verdad
para mí eran la muñeca y la cocinita.
Con todos esos juguetes estaba soñando cuando se escucharon unos
golpes en la puerta. Eran las tantas de la noche. Se habían acabado Los
Chaparrines y las noticias. Mamá había dejado el radio encendido en una
emisora musical. En la calle alcancé a escuchar una pelea. En medio de ese
silencio yo contaba los carros que pasaban.
Tal vez mamá estaba despierta porque al oír los golpes saltó de la cama
y fue a preguntar a la abuela ¿quién podrá ser a estas horas?, ¿qué habrá
pasado?, ¡Virgen Santísima! La abuela se echó la bendición y dijo que
primero nos asomáramos a la ventana. Como no se veía nada, mamá fue a la
puerta y yo la seguí descalza. Los ladrones no llaman nunca a la puerta,
comentó mamá. Pero yo pensé que a lo mejor era una trampa y cuando
abriéramos nos iban a amarrar a todos de las patas de las sillas.
Mamá preguntó en tono autoritario, ¿quién es?, y al otro lado dijeron,
soy yo, Sara, ábrame. ¿Quién es yo? Me acordé de la pregunta que
ensayábamos cuando se nos presentara un espíritu, ¿de parte de Dios o del
diablo?
Me acerqué tímidamente, pensando que mamá podía ponerse furiosa,
pero la abuela me animó, salude a su papá como Dios manda, mija. Entonces
le di un beso cerca del bigote que me pinchó la piel, produciéndome una
sensación muy extraña. Sin decir nada la abuela fue a la cocina a pelar
plátanos para hacer tajadas con huevos fritos. En su olla secreta tenía un
pedazo de carne aliñada. Menos mal que se me ocurrió guardar este trocito,
decía con mucha satisfacción, yo tuve una corazonada esta tarde y no quise
gastar toda la carne del almuerzo. Claro que la abuela se contradecía muchas
veces porque, si alguno de nosotros quería guardar su comida para más tarde,
decía, el que guarda, guarda pesares.
Venía con una caja llena de mercado. Traía Chocavena que nos
encantaba, ponqué, galletas, Corn Flakes de Kellogs, Milo, gelatina Royal de
todos los sabores, fríjoles, garbanzos, chocolate y una cantidad de paqueticos
que mamá colocaba sobre la mesa del comedor, puras golosinas, comentaba
disgustada. Papá decía que lo dejara para el otro día, pero ella insistía en
sacar todo el contenido de la caja. También traía un maletín pequeño y un
periódico. Mamá revisó por encima el maletín y preguntó, ¿esa es toda la
ropa que trae? No, la dejé donde mamá para que la arreglara, contestó, y
mamá torció la boca.
Rogaba a Dios para que papá no se diera cuenta de los desaires y me
ponía al lado de la abuela que parecía tan contenta como yo. Ella sí le
preguntó por el viaje y recibió con ilusión el mercado, se nos estaba acabando
la pasta, decía, de una vez dejamos una lentejas en agua para mañana... y
hacemos las gelatina para el desayuno, añadí yo, para que supiera cuánto nos
gustaba la gelatina.
Llevaba un pantalón de dacrón azul oscuro, un saco de color gris y una
camisa a cuadros. No usaba chaleco ni corbata, como en las fotos. Tenía el
pelo muy negro, ondulado, los ojos también muy negros, como los míos, la
nariz recta. No era gordo ni flaco y su aspecto era elegante, pensé con
satisfacción que papá era mucho mejor que el de Marta. Sentado en la mesa
del comedor se miraba las uñas de vez en cuando y yo creía que no me iba a
decir nada, hasta que se le ocurrió abrir la boca. Esta es mi Clarita que
camina como la tía Lolita. Entonces me acordé de una canción que me
enseñó, “La señorita Lolita es la lorita del barrio, dicen que es la más bonita,
pero tiene una bolita que le daña la naricita...”.
Con el olor de la comida se animó el ambiente y mamá fue cambiando
su tono de voz. Se puso al otro lado de la mesa y empezó a bombardearlo con
preguntas, que cuántas horas había durado el viaje, que si se quedaba en
Bogotá, que cómo era la vida en ese país, que si hacía mucho calor porque ya
se estaba vistiendo como los calentanos y papá se reía diciendo que la corbata
era un adorno inútil. Pero hasta Pedro Picapiedra lleva corbata, dije yo, y él
dijo que la culpa era de Vilma.
El chisporroteo de la carne frita, el olor y el bullicio, despertaron a
Tomás que entró asustado y se quedó petrificado al vernos en semejante
situación. Mijito, salude a su papá, le dijo la abuela. ¿Qué te tomas, Tomás?,
preguntó papá, y mi hermano que estaba medio dormido le respondió, nada.
Entonces él le pasó la mano por encima de la cabeza y le dijo, habla con su
papá. Mamá comentó un poco molesta, déjelo tranquilo que está medio
dormido, y lo sentó en sus piernas, arrullándolo como si todavía fuera
pequeño. Es que él es el rey de la casa, replicó la abuela, y papá dijo en
broma ¡Cómo va a ser eso, qué responsabilidad tan grande! Y todos nos
reímos, menos Tomás que no entendía nada, el pobre.
Papá comió hasta que quedó satisfecho y de vez en cuando le alcanzaba
a mamá un trozo de carne que ella recibía con vacilación, sintiéndose tal vez
extraña al hacerlo. La abuela parecía estar más contenta que nosotros. Pasaba
y pasaba tajadas, porque al final todos nos animamos a comer. De vez en
cuando nos recordaba la hora, no se olviden que mañana tienen que
madrugar. Es verdad dijo mamá, poniendo a Tomás en el suelo y recogiendo
los platos. Deje ahí, que mañana lavamos todo, mamá. Pero la abuela no le
hizo caso y se puso a lavar platos.
Antes de irnos a la habitación, papá sacó de la bolsa una caja de
chocolatinas y advirtió que eran para llevar al colegio. Mamá las puso encima
de la despensa aclarando con firmeza: soy yo la que reparte. Me acosté
pensando en las cosas que nos trajo y en el momento en que iba a contárselo
a la maestra. No podía dormirme con tantos sentimientos que me asaltaban.
No alcanzaba a creer que papá ya estuviera con nosotros, debe ser un sueño,
me dije.
Papá en casa
La llegada de papá cambió las cosas para bien y para mal. Para mal, porque
casi todos los días había una pelea o una discusión. Para bien, porque la vida
era más divertida. Él siempre estaba inventando juegos en los que participaba
hasta la abuela. A veces nos ponía a resolver problemas. Supongamos que
hay un incendio en la cocina, ¿qué es lo primero que se hace? A. Traer un
balde de agua. B. Ir por una cobija de lana y echarla encima de las llamas. C.
Tratar de buscar la salida. Lo decía todo de una manera tan circunspecta que
no dudábamos en dejar lo que estábamos haciendo para ponernos a pensar.
De acuerdo a las respuestas, analizábamos las consecuencias. Mamá
decía que eso era perder el tiempo en suposiciones y, él, que solo quería
enseñarnos a pensar. Debe estar de mal genio porque es muy tarde, es mejor
dejarlo para mañana, decía él, como si se sintiera regañado, y nosotros nos
íbamos a la cama tratando de resolver el problema. Mamá refunfuñaba, por
qué no juega a resolver los problemas que tenemos ahora, ganas de hablar
basura.
Otras veces papá se dedicaba a la culinaria. Por la tarde llegaba con una
bolsa de moras y las ponía en la mesa de la cocina. Vamos a hacer un dulce,
decía frotándose las palmas de la mano y mirándonos con cierta malicia,
¿quién me ayudará a lavar estas moritas?, preguntaba nada más por preguntar
porque sabía que yo corría a hacerlo encantada. Levantaba la mano y él
buscaba a la abuela Atala para que me diera un delantal. Hacer eso era
problemático porque en la casa no existían las cosas que él pedía. Póngase
este trapo agarrado al cuello, decía la abuela que siempre tenía la solución en
la mano. Papá me remangaba el suéter y me colocaba dos ladrillos para que
quedara al mismo nivel del fregadero.
Mientras lavaba las moras y les quitaba los cogollos, él revolvía la
despensa o merodeaba por los rincones tratando de encontrar la olla precisa.
Al final tenía que contentarse con lo que le daba la abuela, porque no había
más. Pero trataba de tomárselo con humor y acababa haciendo chistes sobre
las ollas viejas. Los gemelos también participaban, aunque de lejos, para
evitar accidentes. A ellos los ponía a recoger las cáscaras y las migajas que
caían al suelo. Sin que se dieran cuenta, echaba algo de mugre para que no se
aburrieran. Tomás tenía que controlar el tiempo. Toda la tarde era una fiesta
para nosotros. Cuando mamá llegaba, le gritaba desde la cocina, Sara, no
entre que estamos preparando una sorpresa. A mamá le gustaban los dulces y
los postres. Pero papá gastaba todo el azúcar y mamá se ponía furiosa cuando
iba a endulzar el café y se daba cuenta que no quedaba ni una pizca. Si tiene
antojos, compre usted mismo los ingredientes, acuérdese que el gas cuesta, la
luz, el agua, todo, todo tenemos que pagarlo a fin de mes.
Papá no le hacía caso y seguía vigilando la olla, buscando nuestra
complicidad. Al poco rato nos llegaba el aroma del dulce, un olor intenso que
invadía la casa y nos llenaba de agua la boca y era tan apetitoso que ni
siquiera mamá podía resistirse. Yo le pedía a Tomás que se acercara, para ver
en qué punto estaba. Y la espera se nos hacía eterna. De vez en cuando papá
nos dejaba ver el aspecto del dulce. Con mucho cuidado sacaba un poco del
almíbar y lo ponía a enfriar antes de darnos a probar. Aquello nos embriagaba
de felicidad. Cuando el almíbar estaba en su punto, pedía que le pasáramos la
dulcera y nos ordenaba salir de la cocina. Eso era apenas el comienzo de la
espera, porque el dulce estaba tan caliente que nadie lo podía comer. Tomás y
yo nos manteníamos ansiosos todo el tiempo. Saber que aquello estaba en lo
más alto y que nadie lo podía comer nos inquietaba. Papá nos dejaba la olla
para consolarnos y así nos entreteníamos un buen rato. Primero raspábamos
con la cuchara, hasta que la abuela se quejaba, Dios mío, dejen de hacer tanto
ruido. Luego metíamos el dedo, después la mano entera y finalmente la
lengua. La olla quedaba tan limpia que la abuela comentaba con sarcasmo,
¡Qué ansia!, parece que nunca hubieran probado el dulce de mora. Y en el
fondo era verdad porque cada vez que nos daban dulce de mora era como si
lo probáramos por primera y última vez.
El dulce de mora con arequipe se llamaba matrimonio y era más que la
gloria. El día que papá hizo aquel postre no pudimos dormir pensando en el
almuerzo del día siguiente. El postre tenía que reposar un día como mínimo.
No se podía comer en las noches porque entorpecía la digestión y producía
catástrofes, diarreas, dolor de estómago, según mamá. Sin embargo, ellos se
servían una ración de postre a espaldas nuestras.
Un sábado mamá tuvo que ir a una reunión de profesores en la escuela.
Papá se levantó muy animado, hoy vamos a tenerle una sorpresa a su mamá,
vamos a hacer matrimonio, ¡yuuupi!, gritamos Tomás y yo saltando de
alegría. Rápido fuimos al mercado y preparamos la cocina. La abuela no
estaba muy contenta porque le quitábamos espacio, pero tratándose de papá,
ella colaboraba. Papá cuidaba el arequipe con paciencia y la abuela vigilaba
las moras.
Así pasamos la mañana hasta la hora del almuerzo que empezábamos sin
mamá porque era muy tarde. El arequipe y las moras estaban en su punto y
solo hacía falta mamá. ¿Qué le habrá pasado?, se preguntaba la abuela sin
disimular su preocupación. Estábamos recogiendo los platos cuando mamá
timbró y fuimos corriendo a saludarla, adivine mamá lo que hicimos,
déjenme descansar primero que vengo con la cabeza como un tambor, dijo,
abriéndose paso.
Papá fue a darle un beso y ella retiró la cara. Eso fue como un insulto
para él, esta mujer, lo que quiere es que me vaya, dijo furioso, buscándonos
con la mirada, para que nos diéramos cuenta de la verdad, pero nosotros
asustados nos escondimos detrás de la puerta, temiendo que cogieran las
cosas y se las tiraran a la cara, como una vez que mamá cogió un plato de la
vajilla nueva que le habían regalado el día del maestro, pero se arrepintió y lo
volvió a poner sobre la mesa, tal vez por no descompletarla, porque ella
siempre se quejaba de que nada nos duraba.
Había momentos en que papá apretaba los puños y en la cara se le veía
que era capaz de cualquier cosa. Tomás y yo nos agarrábamos haciendo
fuerza para que no pasara nada. La abuela furiosa dijo una vez que si las
cosas seguían así, ella armaba viaje porque ya estaba muy vieja para que le
faltaran al respeto, pero mamá, ¿qué puedo hacer?, le dijo llorando, ¿no ve
que este hombre no se inmuta por nada?, si sigue así tendré que mantenerlo
hasta mi muerte y en ese caso prefiero que lo mantenga su mamá que para
eso tiene plata. Como siempre que no estaba de acuerdo, la abuela se quedó
muda, pero cuando mamá se fue masculló entre dientes, todo no se puede
tener en esta vida, hay que aprender a resignarse, es mejor aceptar las cosas
como vienen.
Papá se encerró en la habitación y mamá se sentó en la mesa del
comedor con la cabeza hundida entre las manos. ¡Qué voy a hacer! Cuando
llego y lo veo, tan fresco, sin trabajo, sin preocupaciones, como si no tuviera
ninguna obligación, me dan ganas de sacarle los cuatro trapos a la calle pero,
al mismo tiempo, pienso que se puede ir, sabrá Dios a dónde, y me da pesar...
pero qué diablos, él no se merece tanta consideración, una, de bruta... Y nos
miraba como si estuviera muy lejos de nosotros y, luego, decía, pero claro, se
mueren por él. Yo no entendía muy bien por qué decía eso, pero me sentía
culpable y un poco avergonzada de querer más a papá que a mamá. Tomás en
cambio no lo dudaba nunca, él prefería a mamá.
La abuela pensaba que la presencia del hombre era importante, por los
niños. Sí, pero con la sola presencia no van a comer, respondía mamá. De
todas maneras... por el respeto..., decía la abuela con voz apagada, y mamá,
como si no escuchara, seguía recordando los defectos de papá, y lo que no le
perdono es que me haya tocado ir sola a la clínica cuando nacieron los
gemelos, y aun así se vuelven locos cuando lo ven, la vida es así. De todos
modos, la abuela tenía sus ideas y nadie se las podía cambiar y en secreto,
cuando nos íbamos a dormir, me decía, mijita, tiene que querer a su papá,
porque el papá es el papá y la sangre tira.
Yo no entendía bien eso de la sangre tira, aunque lo había escuchado
más de una vez cuando contaban historias de la familia. Como la del
muchacho que se sentó al lado de mi tío y empezó a hablarle como si lo
conociera de toda la vida y mi tío le preguntó, y usted, joven, ¿de quién es
hijo?, pues de Berta la de la quebrada y de usted, y entonces mi tío que ya
estaba borracho, al oír eso se puso a llorar como un niño y lo invitó a tomar
cervezas y se quedaron en esa tienda tres días, bebiendo sin parar, hasta que
el muchacho dijo que se tenía que ir a trabajar y la dueña de la tienda tuvo
que mandar a mi tío a la casa con dos hombres porque no se podía mantener
en pie. La abuela remataba la historia diciendo, la sangre siempre tira, sea
donde sea y por más malo que sea el hombre. Pero mamá pensaba que eso era
puro teatro porque mi tío jamás fue a visitar a Berta ni a saber de los hijos
que tenía con ella, pero que el muchacho era noble, decía, porque no le
guardaba rencor, a pesar de que ni un infeliz dulce le había merecido, pero
algo es algo, decía la abuela, a lo mejor hasta se decide un día y les da el
apellido, pero el apellido no sirve para comer, respondía mamá en voz baja,
para no llevarle la contraria.
La abuela decía que era muy feo que la gente provocara las peleas en
lugar de aprender a vivir en paz. Que se atreva a pegarme, decía mamá,
porque, él todavía no me conoce y es que de esta casa sale, tal como vino,
con una mano adelante y otra atrás, y una caja de mercado, recordaba
Pachito, sí, y que no dio ni un brinco, aclaraba mamá, pero ya más calmada y
con una sonrisa, para sus adorados gemelos que no paraban de recordar las
cosas que papá les había regalado. Eran como discos rayados, no olvidaban
nada de lo que hacían y a cualquier extraño que veían le contaban con lujo de
detalles las cosas que ocurrían en nuestra casa. No callan ni un pedo, mis
chinitos, decía mamá, hay que tener cuidado con ellos porque seguro van a
contarle a los vecinos lo que pasa aquí. Entonces decidimos hablar en clave
cuando se trataba de algo secreto.
Si las discusiones eran fuertes, papá se iba y volvía muy tarde, cuando
todos dormían. Al día siguiente me levantaba con el temor de no encontrarlo
y, con disimulo, me asomaba al cuarto de mamá. ¡Dios mío!, no quería que
pasara nada malo. Un bulto en la orilla derecha de la cama y el olor a
cigarrillos me tranquilizaban. Aquella vez que hicimos el matrimonio, mamá
tuvo un problema grave en la escuela porque los padres de familia se
quejaron de una maestra que le pegaba a los niños y estaban dispuestos a
demandarla. Decía que se sentía sola y sin nadie que la respaldara y pensaba
que si papá fuera responsable, ella no tendría que saltar matones ni sufrir con
los buses ni madrugar para cumplir con el mes.
Mientras ella se quejaba, papá se metió en el baño, como si no pasara
nada. Se afeitó, se puso loción, se acomodó el saco, se despidió de los cuatro,
le dijo adiós a la abuela y tiró la puerta con fuerza, que se largue de una vez,
dijo mamá, ya estoy cansada.
Con lo que nos gustaban los dulces, nadie volvió a acordarse del
matrimonio, hasta la hora de la comida, que mamá y la abuela fueron a la
cocina. Mamá destapó las ollas y metió la cuchara, está bueno dijo, vamos a
servirles a los niños. Se me atragantó por primera vez el postre. Algo en mi
interior se removió y sentí que estaba traicionando a papá. Entonces retiré el
plato a medio acabar, creo que me duele el estómago, me quejé, eso debe ser
que ya le metió cuchara, comentó mamá malignamente y tuve que
controlarme para no llorar.
Papá no vino esa noche y aquel domingo por la mañana, aunque mamá
no hizo ningún comentario se notaba que estaba preocupada. Nos vamos a la
misa todos, dijo, no hay que perder las buenas costumbres. Y nos arreglamos
lo más rápido que nos fue posible porque eran las diez y queríamos ir a la
misa de once. La abuela puso el almuerzo mientras bañaban y vestían a los
gemelos. Yo saqué un platón y me lavé en el patio para ganar tiempo.
Faltando cinco para las once salimos todos limpios y apresurados.
Las ideas de papá sobre la religión eran opuestas a las de mamá y oírlos
discutir a diario me confundía. Mamá pensaba que todos los ateos se
acordaban de Dios a la hora de la muerte y papá siempre hablaba mal de los
curas, lo cual hizo que yo también aprendiera a desconfiar de ellos. La abuela
aunque rezaba mucho e iba a misa los domingos no le llevaba la contraria a
papá. La misa me parecía larga y aburridora, pero me daba tiempo de soñar
mientras miraba la cúpula, las imágenes y el altar. Mamá tenía que darme un
codazo para que la siguiera, arrodíllese, levántese, me decía y yo le obedecía,
pero contra mi voluntad. Lo que me gustaba de la misa era ver a la gente
recién bañada y bien vestida. Así me daba cuenta de las cosas que estaban de
moda. Mamá, quiero un vestido como ese, insistía, y ella respondía burlona,
sí, me lo imaginaba.
Ese domingo el cura dijo que los niños de primera comunión tenían que
inscribirse para el curso en la parroquia. Mamá dijo que ya tenía edad de
hacer la primera comunión. Entonces esperamos a que se acabara la misa y
fuimos a inscribirnos. Enseguida pensé en el vestido que quería y en una
fiesta con piñata. No cante victoria, dijo mamá, se hará una cosa sencilla con
la familia. No esperaba gran cosa. Me contentaba con el hábito de monja, el
ponqué, los postres y las cosas que iban a regalarme.
Cuando volvimos de misa nos encontramos a papá comiendo postre, casi
no me dejan, comentó, como si no pasara nada, ¡Dios, mío! Ojalá no se
pongan a pelear, dije para mis adentros. Y creo que esa vez Dios me oyó
porque mamá puso cara sonriente y le dijo que estaba muy bueno y que si no
hubiese venido ese día, a lo mejor no hubiera encontrado, el que no se halla a
la muerte de su padre no le toca herencia, dijo la abuela, y papá sonrió, eso es
verdad señora Atala, casi me quedo sin herencia. Entonces se me abrió el
apetito y le rogué a mamá que me sirviera un poquito de postre.
Papá, voy a hacer la primera comunión en diciembre, le dije, y él me
miró sorprendido ¿y eso, para qué sirve?, pues para recibir a Dios, dije,
saliendo de la habitación porque no quería hablar con él. No le haga caso a su
papá, que habla por hablar, me dijo en secreto mamá. Pero él insistía en el
tema, Dios debe pesar toneladas porque dicen que es infinito, imagínese ese
peso tan enorme sobre los hombros. No se haga el pendejo, respondía mamá,
usted también hizo la primera comunión, ¿yoooo?, me disfrazaron y me
llevaron, yo no tengo la culpa, alegaba. Pero Clara va a hacer la primera
comunión y punto, decía mamá cerrando la discusión y papá nos miraba a
todos, con picardía, bueno, bueno, pues que la haga. Yo no pensaba renunciar
al hábito de monja, por nada del mundo, de eso estaba segura.
Por esos días mamá y yo hacíamos planes en secreto. Fuimos al Centro a
ver vestidos para hacernos una idea de los precios. La abuela dijo que si salía
muy caro, nos ayudaba con sus ahorritos. La tía Ana propuso que se lo
pidiéramos prestado a unas primas lejanas, pero mamá se puso furiosa, ni
más faltaba, ni que estuviéramos en las últimas, la primera comunión sólo se
hace una vez. A mamá le gustaban las cosas con mucha anticipación. Y eso
estuvo bien porque tuvimos tiempo de ir a muchos almacenes a comparar
precios. Tomás iba a cumplir ocho años y a mamá se le ocurrió que también
tenía edad para hacer la primera comunión. Yo me negué. Que la haga con
los gemelos. Es mejor un gasto, de una vez, dijo mamá, pero yo insistí en que
prefería sola porque lo lógico era que los hombres la hicieran juntos. Cuando
los gemelos cumplieran ocho años Tomás tendría once, es decir mi edad, y
entonces estaría más preparado para eso. Tal vez tenga razón dijo mamá, pero
de todas formas lo pensaré. Y yo hacía fuerza para que me dejaran sola
porque con Tomás al lado recibiría menos regalos y menos plata. Papá no
volvió a opinar sobre la primera comunión. Nos dejaba cuchichear como si
no se diera por aludido. De vez en cuando nos contaba la historia de algún
papa malvado, precisamente el año que nos visitaba el santo papa Pablo VI al
que Tomás llamaba “Pablo vi” porque aún no sabía los números romanos.
El disfraz
Nuestro barrio estaba formado en su mayoría por casas de dos plantas con
antejardín. Pero había algunos lotes abandonados y sin cercas que rompían la
armonía de las manzanas. Frente a casa había uno de esos lotes. Por lo
general, la gente los utilizaba para lanzar bolsas de basura, latas, botellas,
colchones viejos, muebles rotos y plásticos. Por lo sucio que estaba el terreno
teníamos ter-mi-nan-te-men-te prohibido jugar allí. Nunca hicimos caso y lo
utilizábamos como escondedero, como campo de exploración, como cuarto
de confidencias, como refugio contra las tormentas, como lejana jungla
africana poblada de fieras, como cielo y purgatorio desde donde nos
recriminaba nuestra madre muerta, que convertida en alma en pena venía a
pedir cuentas por todos los males que hacíamos. De allí no salíamos si no era
de un tirón de orejas o bajo la seria amenaza de una tunda, de esas que ya
sabemos, decía mamá con ese tono que helaba la sangre. La hierba no era
hierba sino la espesa vegetación de la selva de Tarzán o la superficie helada
del polo, las piedras no eran piedras, sino armas mortales, monedas, bancos,
mesas, tesoros, las latas no eran latas, sino ollas, estanques, escudos,
armaduras que adornaban nuestras aventuras.
Pero ese lote de enfrente, poco a poco se fue transformando ante
nuestras miradas curiosas. Era mediodía y nos aburríamos como lagartijas,
sin poder salir ni jugar con mesitas y cocinitas, sin patines, sin bicicleta, ni
carros de pilas ni cometas. No nos quedaba otra alternativa que espiar por la
ventana. Tomás y yo llamábamos a eso misión secreta imposible. Yo
empezaba una frase y él seguía con otra. Se acerca un carro azul oscuro con
un misterioso conductor. Cruza la calle una anciana coja, decía yo, y Tomás
añadía, que lleva una bolsa con objetos valiosos. Sale al encuentro un perro
pastor alemán... entrenado para atacar a los ladrones de niños. Se acerca una
bruja con un niño escondido en el costal... listo para convertirse en
salchichón. Viene una radio patrulla con unos atracadores de banco. Salta
Sangrenegra herido... de la azotea de la casa de Marta. Está a punto de
aterrizar el avión de Avianca... la línea aérea internacional colombiana. Se
detiene un camión con Pony Malta... la bebida de los campeones. Pasa el
carro de leche Algarra... que vende leche con agua y porquerías. Se baja de
un taxi... Dick Tracy. Y así seguíamos dando cuenta de todo lo que se movía
en la calle, hasta que una volqueta se detuvo frente a nuestro lote preferido,
descargando una enorme cantidad de arena.
De la volqueta se bajaron unos hombres con palas y empezaron a
recoger la basura del lote y a echarla en costales. Qué raro, pensamos, para
qué traerán esa arena y a dónde se llevan la basura, ¿será que tiene dueño ese
lote? Pues claro, nos dijo, la abuela, todos los lotes tienen dueño aunque no
aparezca.
Ese día nos distrajeron otras cosas y no volvimos a mirar hacia al frente,
pero a la mañana siguiente, cuando salí por el pan del desayuno, vi que
habían descargado más arena y un montón de ladrillos y que unos hombres se
disponían a trabajar. La abuela que también era curiosa, pero lo disimulaba
ante nosotros, se asomó a la puerta, pensando en voz alta, ¿qué será lo que
hacen esos hombres? Pues, cercarán el lote, respondió mamá, sin darle mucha
importancia. Tomás se asomó a la ventana, como si se tratara de algo
extraordinario. ¡Ay!, yo quiero ver, yo quiero, ver, decía, y la abuela,
decepcionada por la pobreza de los acontecimientos, se dio la vuelta hacia la
cocina, tanto misterio por unos hombres que están trabajando, dijo echándose
el trapo de la cocina al hombro.
Con los obreros trabajando al frente la abuela y mamá doblaron su
vigilancia conmigo, tenga cuidado con esa gente, me decían, cuando iba a la
tienda. Los trabajadores silbaban a las muchachas que pasaban por la calle,
adiós mamacita, decían, y, si iban acompañadas de la mamá, decían, adiós
suegra. Mamá entró furiosa una tarde porque uno de “esos indios” le dijo
¡qué culo!, habrase visto, mamá, semejante indio asqueroso, sin dientes, se
quejó, pero lo que es, volveré por la esquina de la izquierda para no tropezar
con ellos.
A la hora del almuerzo venía una mujer con un porta comidas y ellos se
sentaban a comer en el andén casi al frente de nuestra casa, pero antes iban a
la tienda a comprar cervezas. Algunas veces tuve que ir a la tienda por una
coca cola y me encontré al que no tenía dientes, chata, narata, me dijo. Hice
como si no fuera conmigo, pero salí corriendo, para que no me hiciera nada.
Los hombres estuvieron en el barrio casi una semana levantando un
muro y colocando un portón de lata. El lote quedó totalmente cerrado, pero
ellos seguían trabajando dentro. La abuela y yo de vez en cuando nos
asomábamos a la puerta a ver si podíamos ver los cambios, pero era inútil
desde nuestro primer piso. En cambio Marta que vivía en parte de arriba me
contaba que estaban arrancando la hierba, apisonando la tierra, haciendo
zanjas que llenaban de piedra y levantando otros muros. Era claro que
empezaban a construir una casa. Al muro de fuera le pusieron una cresta de
vidrios rotos para evitar los ladrones.
Al comienzo nos dolió que sellaran de esa forma nuestro campo de
exploración secreto, pero pronto nos acostumbramos al muro y al portón de
lata y encontramos una forma de aprovecharlo. Tomás y yo, queriendo ser
malos, tirábamos botellas al otro lado, a ver si golpeábamos a un ogro
dormido, pero no pasaba nada. Cuando me dejaban subir a la casa de Marta,
jugábamos un rato en la terraza y mirábamos al frente con obsesión.
Imaginábamos que durante el día dormía un vampiro que de noche se
introducía en nuestras casas para chuparnos la sangre.
Pronto el muro se llenó de carteles anunciadores que le hacían
publicidad a las peleas de lucha libre en el coliseo el Campín o las corridas de
toros en la plaza de Santa María. La visita del papa, que llegó a Bogotá en
agosto, empapeló todos los muros de la Décima y la Caracas, también cubrió
el del frente de nuestra casa. 1968 era el año del Congreso eucarístico, pero
yo no sabía lo que quería decir esa palabra. Tomás y yo también escribimos
cosas en el muro, a escondidas de la abuela que decía, escribir en la muralla
es papel de la canalla, pues en Bogotá hay muchos canallas, pensé, porque no
hay muro sin mensaje. Pacho, te quiero, Rosa. Vote Lleras, y debajo, Abajo
Lleras, etc. Yo dibujé un corazón con el nombre de Mario, mi novio secreto
de la esquina que se quedaba mirándome sin decir nada. Tomás escribió las
palabras caca y pedo. Hasta los enemigos del gobierno escribieron con
aerosol Abajo Lleras. Nosotros nos divertíamos viendo los carteles y los
mensajes, era como si alguien se vengara de los que nos quitaron el campo de
juego.
Con el tiempo, el muro acabó sirviendo de refugio del que tenía que
taparse los ojos cuando jugábamos a las escondidas, como paredón donde
ejecutábamos a los bandidos, como superficie para rebotar la pelota, como
barra donde cogíamos impulso para emprender carrera, como blanco de
nuestras iras, pues cuando alguien estaba furioso la emprendía con el muro y
empezaba a tirarle piedras. El muro nunca se quejó, mudo, quieto y sólido
seguía diciendo Abajo Lleras. Pero los carteles quedaban prácticamente
ilegibles porque nos encantaba arrancar el papel y dejar sin sentido el
anuncio: “L–H- L–E -N -L CO-–O ––IN”. Mamá o la abuela se asomaban
para vigilarnos y a veces nos sorprendían agarrados a la pared rasgando el
papel, ¿qué hacen, niñitos?, nada, nada, respondíamos dándonos la vuelta y
ocultando las manos en la espalda.
Mucho tiempo después un camión se detuvo frente al muro. Marta y yo
jugábamos a la pelota, ensayando los diez pases, por debajo de la pierna, de
frente, de espaldas, en la pared y en el suelo, doble rebote, etc. De la cabina
se bajaron una mujer y un hombre. La mujer nos miró huraña, comentando
despectiva. ¡Cómo está esto de sucio! Parecía como si nos echara la culpa.
Marta y yo nos retiramos entendiendo que ya no se podía jugar allí y nos
sentamos en el antejardín a observar con descaro.
Bajaban cajas de cartón, colchones, camas amarradas con cuerdas,
mesas, y asientos, atados enormes de ropa, una estufa de gasolina y ollas.
¿Dónde van a vivir, si sólo es un lote con paredes?, nos preguntamos. Desde
la casa de Marta habíamos visto una especie de caseta, pero el resto del lote
estaba formado por muros a medio levantar.
El camión fue y vino varias veces en el día. La abuela descorrió la
cortina para ver con más claridad. Luego cogió la escoba y se puso a barrer el
antejardín, deteniéndose un buen rato, apoyada en la escoba, como esperando
que sucediera algo o que alguien la saludara. Pero nadie dijo nada. La mujer
no volvió a salir. Hombres cargando palos y ladrillos y algunas tejas de
uralita iban y venían presurosos. Desde la casa se escuchaban martillazos.
Dandy no paraba de ladrar en el patio de atrás. Tenía ter-mi-nan-te-men-te
prohibido asomarse a la calle porque una vez casi lo mata un carro. A raíz de
eso su carácter se había transformado. Veía en nosotros a sus enemigos y nos
mostraba los dientes cuando queríamos robarle su cobija. Tomás ya no
jugaba con él como al principio. Claro que lo seguíamos queriendo y hasta
nos daba pesar verlo tan encerrado. Pero Dandy hacía sentir su presencia una
y otra vez y nos obligaba a asomarnos para calmarlo.
Toda la noche hubo movimiento en el lote de enfrente y toda la noche
ladró el perro. Parecen gente de tierra caliente decía la abuela, se les ve un
poco paliduchos y creo que tienen un niño. Son dos decía Tomás, vi uno casi
de mi edad, qué niño tan mentiroso, decía la abuela, a lo mejor es uno que
pasó por ahí y él ya da por hecho que es hijo de los vecinos.
El caso es que en mucho tiempo no pudimos saber con precisión cuánta
gente vivía allí. Qué cosa tan rara, decía la abuela, entran y salen a las horas
más extrañas, como si escondieran algo. Papá decía que dejaran a la gente en
paz, que tantos ojos detrás de las cortinas iban a acabar rompiendo los
cristales de las ventanas. Pero la abuela no descansó hasta que la saludaron.
Fue uno de los hombres que tropezó con sus ojos y no tuvo más remedio que
decirle, buenos días, señora. Deben ser santandereanos porque hablan a botes,
comentó.
Puesto que los teníamos en nuestras narices, los vecinos eran motivo de
conversación a diario. La mujer que nunca salía de esa casucha, el niño que
escuchábamos llorar sin parar, el hombre que llegaba por la noche y salía a la
madrugada. La niña que iba por los mandados a la tienda, vestida todavía
como una campesina, con trenzas, tenis rojos y un vestido de flores chillonas
que no me hubiera puesto ni aunque me mataran. Dejen de criticar, se
quejaba la abuela cuando nos escuchaba, porque ella estaba en la cocina,
parando oreja y si por casualidad cuchicheábamos, salía a preguntar, ¿qué
están haciendo? −siempre era así−, no se pueden dejar solos ni un minuto.
A veces queríamos hacer algo malo para divertirnos. ¿Por qué no
salimos y tiramos una piedra en el lote y corremos? Yo fui la de la idea, pero
Tomás la ejecutó. Después entramos a escondernos en el patio de atrás. A los
pocos minutos se escuchó la puerta, ¿quién será a estas horas?, dijo la abuela,
descorriendo las cortinas de la ventana. Nosotros pegamos el oído a la pared
con el corazón encogido. Claro que los reprenderé, señora, usted no se
preocupe que no lo volverán a hacer, eso se lo garantizo, dijo la abuela.
Cuando se cerró la puerta, la sentimos venir encendida de furia, esto ya no se
puede tolerar, lo que necesitan es la mano dura del papá. Nos defendimos al
comienzo con férrea voluntad, pero la abuela estaba tan furiosa que nos
empujó a escobazos y amenazó con contárselo a papá y a mamá para que nos
reprendieran. Tomás tenía tanto miedo que papá le pegara que se lavó las
manos como Pilatos, fue ella la que me mandó, dijo cobardemente. No, yo lo
pensé en voz alta y él lo hizo por su propia voluntad, respondí, y la abuela,
debería darle vergüenza, tan grande, la inteligencia no sé para qué le sirve,
pero la tunda que le van a dar es cosa seria, acuérdese de mí. Papá no puede
pegarme, pensé, seguro que hablamos antes. Pero de pronto imaginé que me
daba un latigazo y me estremecí. Mamá me pegaba muchas veces cuando
estaba de mal genio y yo me encendía de furia y humillación, pero el rencor
se me pasaba al otro día. ¿Si papá me pega lo seguiré queriendo? Creo que
no, pensé, eso sería lo peor que podría ocurrirme en la vida.
Me asustó tanto la idea de un correazo que sin pensarlo me escondí en la
casa de Marta. La señora Doris con su delantal de lunares me recibió
encantada. Martica está ayudándome a cortar papel para hacer unas flores. La
casa de la vecina estaba llena de arreglos florales, carpetas y bordados, hasta
la licuadora tenía un vestido de cuadros rojos y arandelas que me
impresionaba. Mamá estaba donde la tía Ana y papá con la otra abuela.
Mientras cortaba el papel, pensé que lo mejor era irme para siempre. El lugar
más lejano era la finca de los abuelos. Caminaría y caminaría hasta la
autopista para coger una flota, le rogaría al chofer que me llevara, buscaría
trabajo, como Oliver Twist.
De ese tamaño eran mis cavilaciones cuando se escucharon unos golpes
secos en la puerta. Furioso como jamás lo había visto, me sacó de allí a
empellones. Ni siquiera saludó. Clara, haga el favor de venir inmediatamente,
ordenó con los ojos enrojecidos. Tiró de mi brazo con todas sus fuerzas. Se
desabrochó el cinturón y me dio dos latigazos que me quemaron la carne y el
corazón. Lloré lágrimas de sangre, pero solo un segundo, pues enseguida me
mandó a meterme en la regadera de agua fría. Por la noche me ordenó
recoger la mesa y lavar los platos. Eso sí… ¡Quién le manda ser
desobediente!, decía mamá, sin mostrar compasión. Claro, ella debe estar
feliz, pensaba yo, con dolor y furia, sintiendo que jamás volvería a querer a
papá, imaginando que ese señor era un intruso que se había metido en nuestra
casa.
Yo no le hablaba, pero él hacía como si no se diera cuenta y me
mandaba a traerle cosas: el paquete de cigarrillos, los fósforos, el saco, los
zapatos. Obedecía sin mirarle a los ojos y él hacía comentarios, como, y ese
pelo en la cara, ¿no la volverá bizca? Y así estuvimos no sé cuánto tiempo. A
veces organizaba juegos de preguntas en los que me obligaba a participar,
pero lo hacía sin ningún entusiasmo, hasta que un día, cansado tal vez de mi
actitud, hizo un único comentario, igual de rencorosa a la mamá, ¡qué vaina!,
yo que pensé que eran más Osorio. Cómo me dolió no poder decirle que no
era mi culpa, que el dolor era más fuerte que yo.
Jamás volvimos a hablar de lo ocurrido. Los vecinos siguieron
construyendo su casa hasta hacerla más parecida a las del barrio. Claro que se
veía como un parche con la fachada de ladrillo rústico y el segundo piso: un
planchón de cemento con unas varillas de hierro entrelazadas en las cuatro
esquinas. Al menos pusieron un portón decente y un letrero que decía:
Miscelánea Claudia. Vendían botones, cremalleras, hilos, cuadernos, tarjetas,
bolígrafos, tinta, plumillas, papel de regalo, juguetes, dulces, porcelanas, etc.
La gente del barrio tardó mucho en entrar a comprarles. Luz Marina, que
así se llamaba, la niña de trenzas, se cortó el pelo y empezó a vestirse de una
forma más parecida a la nuestra. Tenía unos ojos negros muy bonitos y los
muchachos de nuestra edad la silbaban cuando iba por la calle. Un día salió a
jugar con una pelota de letras y empezamos a hablar. Venían de San José de
Pare, Boyacá, un lugar lejano y extraño para mí, donde había serpientes y
cazaban chigüiros, un animal que jamás había visto y que no podía imaginar
aunque ella se esforzara en describirlo. El papá había vendido una finca para
comprarse el lote y hacer la casa. No me dijo nada de la piedra que lanzamos.
Me hubiera muerto de la vergüenza.
No hay cosa que me haya perturbado más que aquella falta asociada a la
única vez que papá me dio un correazo. Que mamá me pellizcara y me diera
una bofetada, casi me parecía normal, aunque odiara eso. Pero que papá me
hubiese dado un correazo y además me humillara, era algo que no podía
aceptar. Ver a Luz Marina me incomodaba por dentro, tanto que evitaba
encontrarme con ella, a pesar de que quería ser su amiga.
Diablo y héroe
Diablo y Héroe, los amigos del Fantasma, siempre a su lado, le advertían del
peligro. El Fantasma iba tras los asesinos de chimpancés que, amparados en
un instituto de investigaciones científicas británico, compraban a algunas
tribus africanas, ofreciéndoles unas pocas monedas a cambio de las cabezas
de los chimpancés. La guarida de los maleantes estaba en lo más profundo de
la selva. Había que atravesar ríos caudalosos, quebrados por inmensas
cataratas, arenas movedizas, difíciles de evitar sin un profundo conocimiento
del terreno, ríos plagados de pirañas y cocodrilos agazapados bajo la pútrida
vegetación, alertas al menor ruido. El Fantasma tenía que enfrentarse a ellos
con su certero puñal. Diablo ladraba desesperado en una orilla y Héroe
relinchaba asustado, hasta que su amo los calmaba.
Todos los peligros esperaban a nuestros valientes amigos, que nunca
iban solos, pues en la selva tenían ayudantes que acudían en su auxilio en
caso de necesidad, que era casi siempre, porque salían de una aventura para
meterse a otra y nosotros esperábamos las aventuras todos los domingos en la
cama de mamá que las leía en voz alta, a veces, diciendo, niña, no tan encima
que me clava los huesos, niño, sáquese ese dedo de la nariz, etc. El resto de la
semana, las seguíamos mirando, hasta que desaparecían porque la abuela las
utilizaba para recoger la basura. Otras veces las encontrábamos cortadas a
cuadritos encima de la cisterna. Mamá nos escondía el rollo de papel
higiénico que estaba muy caro y jamás aparecía cuando lo necesitaba. Lo que
más la enfurecía era encontrarlo empapado. Nadie respondía a la pregunta
¿quién será el gracioso que siempre deja caer el papel en la taza? Ahora que
se limpien con periódico, para que aprendan. A mí me gustaba encontrarme
los cuadritos de papel cortados por la abuela. Los pegaba en el suelo y los
juntaba hasta que empezaban los golpes en la puerta, niña, abra de una vez,
¿qué será lo que se mete a hacer que se queda eternidades?, salga que
necesito entrar, ya voy mamá, es que no puedo, si se tomara el salvado de
trigo todas las mañanas se le pasaría, pero, como tiene que hacer siempre lo
que le da la gana... abra de una vez, ya voy, ya voy, mamá.
Rex quería acompañar al Fantasma en sus arriesgadas aventuras, pero él
prefería dejarlo con la elefanta que hacía de niñera o con Diana Palmer. El
Fantasma salvó a Rex de una muerte segura. Se lo encontró en la selva,
abandonado cuando solo tenía unos meses. Los padres habían sido atacados
por una fiera hambrienta que se compadeció del cachorro humano. Educado
para proteger a la selva y a sus nativos, Rex se preparaba para ser el próximo
Fantasma. Él no lo sabía y nosotros sí, lo sospechamos desde que el Fantasma
lo llevó a la cueva donde descansaban los huesos de sus antepasados y le
explicó por qué el fantasma nunca muere. Lo que no entendimos fue cómo
ese niño tan pequeño pudo sobrevivir a las largas ausencias del fantasma.
El Fantasma libraba batallas con los enemigos todos los domingos. Pero
había semanas en las que Rex no aparecía. Teníamos que esperar mucho
tiempo a que nos dieran noticias suyas. De repente lo encontrábamos con
ocho años, aprendiendo a cazar, lanzándose desde una elevada catarata,
montando en su elefanta y corriendo con Diablo en la espesa jungla.
El Fantasma era en el fondo un amante de la naturaleza que protegía los
intereses de la selva, que entendía el lenguaje de los animales y que,
generación tras generación, había jurado defender a los débiles. Su vida era
un misterio para los nativos que pensaban que era inmortal.
Si el Fantasma estaba en peligro, Guizz le avisaba a la leona Katina, la
reina de la selva, y esta se lo contaba a Nefertiti, que se lo decía a Héroe y
este a Diablo, el más fiel. Los delfines se entendían mejor con los caballos y
estos se llevaban mejor con los perros. Perros y delfines no se comprendían
porque mientras los unos se carcajeaban el otro ladraba nervioso. En cambio,
el caballo movía la cola y la crin con elegancia, como diciendo a todo que sí,
cosa que les encantaba a los delfines.
Guizz era una chimpancé tan simpática que hacía reír a Diana con sus
piruetas. Le gustaba sorprenderla a la hora del desayuno con una buena
cantidad de frutas, mientras Héroe ladraba alegre alrededor.
El Fantasma estaba presente, pero no se dejaba ver la cara. Nadie lo
había visto jamás, excepto Diana Palmer, su único contacto con la
civilización. Tal vez el Fantasma caminaba por la carrera Décima sur, vestido
de civil, con el periódico bajo el brazo y nadie lo reconocía. Sin duda entraría
en la pastelería Cyrano a comerse una repolla rellena de crema de leche y un
kumis.
Diablo, Héroe y yo nos poníamos en la ventana a mirar la gente pasar y
analizábamos su manera de caminar, a ver si encontrábamos algo raro que
nos hiciera pensar que podría tratarse del Fantasma. La leona Katina se ponía
celosa porque aparecía muy poco en la aventura, pero el Fantasma la
tranquilizaba diciéndole que era la reina de la selva. Desde la ventana
veíamos la selva verde a lo lejos unos cuantos lotes abandonados, en uno de
ellos decía “se vende” y Diana siempre le preguntaba a su mamá ¿cuánto
cobrarán? El Fantasma proponía que tomáramos posesión por la noche,
plantando la bandera de los independientes de la tierra, pero Diana decía,
ganas de hablar mierda, lo que necesitamos es plata para tomar posesión de
ese pedazo de tierra. A lo mejor el dueño está muerto y no tiene herederos,
insistía el Fantasma y Diana Palmer le daba la espalda furiosa.
Diana Palmer trabajaba como profesora de primaria en una escuela de
niños en el barrio Kennedy. Veía al Fantasma muy pocas veces al año. Él
decía que si quería verlo, podía coger una flota directo hasta el corazón de la
selva. Ir a su encuentro significaba emprender un largo viaje lleno de
dificultades que Diana no se sentía capaz de afrontar. Tal vez hubiera sido
mejor alquilar un helicóptero, pero el Fantasma nunca tenía plata, porque
vivía del aire.
Diana se quejaba de las largas ausencias de ese hombre, porque para ella
el Fantasma era un hombre común y corriente, un tipo que no buscaba trabajo
y que se hacía el loco cuando le abría el periódico en la sección de los avisos
limitados. A Diana en el fondo le importaba un comino la tragedia de los
chimpancés del centro de África. Los hubiera matado a todos, para que el
Fantasma se centrara más en sus obligaciones familiares, porque lo que la
gente no sabía, pero nosotros sí, era que el Fantasma tenía una familia. Pobre
Diana Palmer, cogiendo la buseta todas las mañanas en compañía de la leona
Katina que era insoportable porque peleaba con todos los niños de la escuela
y además no había forma de que se aprendiera las lecciones de naturales. ¿Por
qué la leona Katina no conseguía aprender que la rana respira por branquias y
que se reproduce por medio de huevos? El secreto estaba en que la leona no
conocía el significado de la palabra reproducción. De esto se dio cuenta
Diana Palmer casi al final del curso. Entonces furiosa le preguntó a la leona
Katina, a ver, leona ¿cómo hace la rana para tener renacuajitos? Pues casarse
con un sapo, respondió, y ahí paró el asunto, porque Diana se enredó en las
preguntas y Katina la embarró diciendo que el sapo la embarazaba primero y
de la tripa de la rana salían los renacuajos, qué leona más bruta, Dios mío,
dame paciencia, decía casi llorando.
Mientras Diana le enseñaba la lección a la leona Katina, el Fantasma se
escapaba a la jungla que era el café La Estrella del Sur donde hablaba con sus
amigos o jugaba al billar. Antes de salir, Diana Palmer intentaba retenerlo
porque sabía que se gastaba la plata con ellos, pero el Fantasma se defendía
alegando que la cerveza le salía gratis, pues ganaba todas las partidas de
billar. Si se hacía tarde, el Fantasma enviaba mensajes con los nativos. Estos
los transmitían a través de los tambores.
Los tambores eran el correo más seguro del Fantasma. Así descubrió la
guarida de los facinerosos y calmó las iras profundas de Diana Palmer que
sospechaba de la existencia de otras mujeres que llegaban al café y con las
que se gastaba lo poco que ganaba.
La mamá de Diana Palmer era muy buena, pero llamaba a comer en los
momentos más interesantes de la aventura. No le gustaba que la comida se
enfriara y se asomaba una y mil veces a la selva para llamar a nuestros
desobedientes amigos. Sus tambores de guerra eran en realidad ollas y tapas,
platos y tazas, que hacían un ruido infernal. Todo ese ruido hacía difícil
interpretar los mensajes de los nativos que habían descubierto una hoguera
apagada y latas de comida abiertas.
Sin duda los bandidos habían acampado allí antes de iniciar la ruta de
los chimpancés. El Fantasma abría trocha con un sable después de pedirle
permiso a los árboles que se quejaban, pero entendían que debían darle paso
al salvador para que acabara con los enemigos. En las ramas vivían
aterrorizados pequeños simios que veían su fin, tan pronto como los bandidos
acabaran con los chimpancés.
El Fantasma conocía importantes hombres de ciencia entre quienes
trataba de averiguar los secretos propósitos del gobierno británico. Los
británicos comían carne de caballo y tal vez de perro, pero jamás se les
hubiera ocurrido servir un pedazo de chimpancé asado. Por eso el Fantasma
estaba seguro de que los necesitaban para experimentos científicos.
Entre los científicos había gente buena que trabajaba por el bien de la
humanidad, nos explicaba el Fantasma. Gracias a la ciencia, Diana Palmer se
había curado de una enfermedad de los riñones. En cambio, otros querían
aterrorizar a la humanidad con inventos monstruosos. El Fantasma había
acabado con el brujo que quería convertir a los hombres en zombis para
ponerlos a trabajar en sus minas y para obligarlos a matar a todos los que se
opusieran a sus planes asesinos. La mano de obra esclava era la base del
enriquecimiento escandaloso, de los ambiciosos empresarios que se
adueñaban de los bienes terrenales. El Fantasma era amigo de todos los que
trabajaban por el bien de la humanidad.
Un científico, el doctor Smith, le contó al Fantasma que el propósito de
los bandidos era vender a los simios a un psicópata que quería sus cerebros
para trasplantarlos a los presos condenados a muerte. Quería ver cómo se
comportaba un cerebro de simio en un cuerpo de delincuente. El hombre se
había vuelto loco porque un antiguo condiscípulo se había ganado el premio
Nobel por descubrir la vacuna contra la fiebre tifoidea y él quería destacar
por algo mucho más sorprendente. Las grandes empresas del mundo me lo
agradecerán, decía orgulloso, tendremos una especie de hombres a nuestro
servicio por un plátano.
Entonces el Fantasma fraguó un plan tan siniestro como el del científico
loco. Habló con Guizz y le pidió que reuniera a toda su familia en las ramas
de un árbol situado a pocos kilómetros del campamento de los asesinos. El
Fantasma había hecho un curso de explorador en las montañas nevadas de
Canadá donde le enseñaron a hacer trampas para los osos. Cerca de la ceiba
cavaron una fosa muy grande. Debajo pusieron una red de alambre de púas
que luego taparon con hierbas secas.
Cuando los asesinos se acercaron creyendo que iban a realizar la mejor
cacería del día, los chimpancés se pusieron a gritar como locos. En realidad
querían atraer la atención de los enemigos. Uno de los nativos que
acompañaba a los cazadores de chimpancés disparó una flecha que la víctima
supo evadir a tiempo, cogiéndola en el aire y devolviéndola con fuerza. Era
Guizz, entrenada especialmente por el Fantasma para defenderse de los
ataques de los enemigos. El nativo huyó aterrorizado, pensando que había
regresado un habitante del planeta de los simios para vengarse de las
humillaciones a que estaban condenados sus hermanos de la selva. Los
cazadores, furiosos, lo hicieron regresar por medio de azotes, pero el nativo
prefirió que lo mataran.
Los cazadores estaban cerca de la trampa, pero no caían en ella, hasta
que un chimpancé se colgó de una rama y empezó a balancearse. Los
asesinos lo vieron tan cerca que creyeron poder alcanzarlo con las manos y se
lanzaron sobre él. Fue mucho más fácil de lo que se esperaba, pues todos
cayeron en el foso y se quedaron atrapados en la red de alambre de púas,
hasta que vino el Fantasma a encadenarlos para entregarlos a la justicia.
Katina pensaba que era mejor entregárselos a una tribu de caníbales para que
prepararan una buena sopa. Pero nos desilusionamos al ver que el Fantasma
los había entregado a Scotland Yard. Hubiéramos preferido un castigo más
severo para los asesinos, algo así como entregárselos a los simios para que se
colgaran de sus piernas y brazos, como si fueran ramas de árboles y así
someterlos a la vergüenza pública.
El científico fue encerrado en una clínica para enfermos mentales, con
camisa de fuerza y altas medidas de seguridad. Dicen que grita y hace
piruetas, como si fuera un chimpancé. Nadie sospecha que está planeando la
fuga y aprovecha el descanso de la cárcel para concebir horrendos crímenes.
Diablo y Héroe olfatean la cercanía de los asesinos y todos se preparan para
una nueva aventura. Esta vez se trata de una mina de diamantes escondida en
la selva africana donde un tirano esclaviza a una tribu. Hasta el tranquilo
refugio del Fantasma y de Diana llegan los mensajes.
El Fantasma no ha terminado de reponerse y ya tiene que salir. ¿Cuándo
será que este hombre empieza a trabajar?, se pregunta Diana Palmer,
mirándose las manos desconsolada, esta tiza me está resecando la piel, tendré
que frotarme las manos con una cáscara de limón. A Diana no le gusta coger
el bus hasta el barrio Kennedy y gritar porque esos niñitos no entienden de
otra manera y encima vienen las quejas de los profesores y las de los padres
de familia que la están volviendo loca y llega a la casa a buscar tranquilidad y
lo que se encuentra son problemas. Con el Fantasma a su lado se siente tan
sola porque nunca lo ve cuando lo necesita y siempre aparece cuando ella
está abrumada, malhumorada y tan alterada que se molesta hasta por el vuelo
de una mosca. La leona Katina, Diablo, Héroe y Guizz se van al patio de atrás
a refugiarse en su tienda, mientras llega el Fantasma a darles una nueva tarea
en la siguiente aventura.
Cuaderno de recuerdos
Mamá leyó en voz alta la noticia de El Tiempo en un tono que parecía una
amenaza, pero después se preguntó decepcionada, ¿y para qué sirve esa ley,
si el hombre no trabaja? Según la primera dama, su esposo nunca fue
indiferente al abandono de la mujer y del niño en Colombia, leyó mamá,
mirando de reojo a papá hundido entre las cobijas. ¿Dónde está su papá,
papá? Se me ocurrió preguntarle. ¡Qué voy a saber yo! Ni siquiera mamá lo
sabe. Pero... al menos lo conoció... Por ahí, hay una foto. ¿Pero se acuerda de
él? No mija, dicen que se fue como secretario del juez a Buenaventura y ni
más, el hombre se perdió.
Qué raro me pareció tener un abuelo y no saber si vivía o estaba muerto.
Algunas veces me imaginaba que papá y yo íbamos a buscar al abuelo por
todos los pueblos hasta que lo encontrábamos, solo en una casita de paja,
sentado en el centro del patio, tomando el sol y cosiendo un viejo maletín de
cuero. No sé por qué lo imaginaba así, tal vez porque inclinado como estaba
no podíamos verle la cara y mamá decía que en los sueños es imposible
atrapar los rostros de la gente. El abuelo sin rostro era una imagen que se
colaba en los sueños y no sabía si eso era bueno o malo.
Mamá escribía en su Cuaderno de recuerdos y poesía, que el abuelo era
el patrón más bueno del mundo. Si alguien le robaba, hacía como que no se
daba cuenta y más bien le regala yucas y plátanos al personaje, porque él
pensaba que al ladrón hay que darle las llaves. Ella nunca hablaba de querer
al papá sino del respeto que sentía. Pero a veces me parecía que le tenía
mucho miedo, por qué, mamá, le preguntaba yo, se asustaba tanto cuando la
mandaban a traer los caballos, una de bruta, mija, me decía, sin saber ella
misma por qué le tenía tanto miedo a un señor tan bueno.
Los mayores nunca decían que se querían. La abuela regañaba por todo,
por saltar, por jugar con la pelota dentro de la casa, por no hacer nada, por no
obedecerle en el acto. Intentar agradarla no era fácil. Si le dedicábamos una
canción, decía que nos burlábamos; si barría, encontraba basura en el lugar
más escondido; si lavaba los platos, protestaba porque los dejaba con jabón.
Pero algunas veces, cuando me cansaba de pedirle plata a mamá para unas
medias bonitas o una diadema, ella sacaba la bolsita de crochet del pecho y
me entregaba un billete bien enrollado y yo iba corriendo a la Miscelanea
Claudia a comprar antojos. Entonces sentía que la adoraba, igual que cuando
me llamaba aparte para darme en secreto huevos pericos. Cuando recité el
poema A la madre muerta, se le aguaron los ojos y, aunque no pude llorar,
por dentro sentí algo muy extraño. Quise abrazarla, como si ella fuera la niña
pequeña, pero no me atreví.
La abuela no nombraba al abuelo. Mamá, en cambio, comentaba a
menudo, como decía papá... Alguna vez conseguimos que la abuela nos
contara cómo se conocieron, pero lo hizo con tanta brevedad que era muy
difícil imaginárselos jóvenes y enamorados. La gente mayor, tan llena de
secretos y yo muerta de la curiosidad... Quería saber lo que hacían o lo que
pensaban cuando eran niños. Me gustó saber, por ejemplo, que mamá era
desobediente. A veces tenía la suerte de oírlas hablar entre sí, como si los
hijos no estuviéramos. Ellas querían darnos a entender que eran perfectas,
que jamás desobedecían, ni levantaban la voz, ni rompían las cosas. Yo les
recordaba todo eso y se reían mucho, cómo le gusta pleitiar, decían en coro.
Quería que me contaran su vida para escribirla. También me gustaba
escribir las cosas importantes del día. Por eso me compré un cuaderno y lo
marqué: Cuaderno de recuerdos. Pertenece a Clara Osorio. Primer Capítulo.
Ese era mi secreto y lo guardaba celosamente en el cajón del armario.
Primero hice un retrato de papá, después otro de mamá. En clase de lenguaje
nos pusieron a hacer un ejercicio: la caricatura, la descripción y el retrato. Yo
hice el retrato de papá.
Ese diciembre hice mi primera comunión. Durante una semana asistí al curso
de catequesis en la parroquia. Estaba arrepentida por todos los pecados
cometidos. Me esforzaba por recordar mis malos pensamientos, mis rencores,
la envidia, las peleas con Tomás, la falta de respeto a mamá, la pereza, las
conversaciones sobre temas tan prohibidos: ¿cómo nacen los niños?, ¿qué es
lo que hacen el hombre y la mujer? Cuando Marta me lo contó yo no lo podía
creer. Me parecía inconcebible que un hombre metiera su cosa dentro de la
mujer y ella se dejara. ¿Entonces papá y mamá hacen eso?, me preguntaba
horrorizada. A veces los miraba y me decía, no es posible que hagan algo
semejante. De ese calibre eran mis malos pensamientos y debía espantarlos
para poder recibir a Cristo en el corazón.
Tenía el firme propósito de ser muy buena para alcanzar el cielo. Pero lo
que más me ilusionaba era ver el vestido de santa Teresa colgado en el
armario. Un traje color beige y café con cruz de madera y un cordón grueso,
el cirio, el libro de Mi primera comunión y los registros que compramos
como recuerdo, para regalar a los primos y a los amigos.
Papá no estuvo esa semana en la casa y mejor que así hubiera sido.
Sabía que él no creía en nada de lo que hacíamos y yo prefería que no opinara
sobre el tema. La primera comunión era muy importante para mamá y para
mí. Compartir los preparativos nos unía mucho más. El vestido había costado
muy caro, pero ella dijo que la primera comunión se hacía una vez en la vida,
Dios proveerá, comentó, cuando le pagó a la mujer del almacén. Gracias
mamá, le dije emocionada, pero no me atreví a besarla. Quería decirle tantas
cosas y las palabras se me atoraban en la garganta. Lo mejor, pensé, es sentir
que estamos de acuerdo, que no discutimos. Me hice el firme propósito de
obedecerle en todo, de no responderle mal, de estar pendiente de lo que ella
necesitara, de cuidar a los gemelos y no pelear con Tomás.
La abuela Atala también estaba muy entregada a la preparación de la
fiesta. La tía María trajo dos pavos de la finca. No me gustaba el pavo con la
cabeza llena de protuberancias rojas, me daba asco su aspecto de bruja, pero a
ellas les encantaba. Los pobres estuvieron una noche amarrados en el patio
esperando el día de la ejecución. Al día siguiente nos despertaron haciendo
un escándalo: Dandy ladraba sin parar y ellos respondían enloquecidos. La tía
María vino con Diana y Alberto, que tenía la edad de Tomás. Yo dormí a los
pies de la abuela. Alberto se quedó con Tomás y los gemelos. Diana y tía
María durmieron en mi cama.
En toda fiesta de primera comunión, cumpleaños o matrimonio, se partía
un ponqué. Mamá se puso a hacer cuentas y no le alcanzaba. La abuela la
escuchó quejarse de ese hombre que se largó sin dejarnos plata, y sacó su
rollito de billetes. Encargamos un ponqué negro relleno de fruta confitada,
pasas y nueces. Era algo demasiado exquisito para nosotros. Mamá dijo que
no podía salir con cualquier cosa porque había invitado al secretario de
Educación, a dos compañeras de la escuela, a la tal Irene que me cayó tan
mal, a otros familiares y, por supuesto, a Natalia y a mi primo Gerardo, que a
pesar de ser grande se apuntaba a todo, porque era muy buena muela, decía la
abuela. No pensé jamás que mi primera comunión se convirtiera en una fiesta
grande. Marta nos prestó el Pick-up con los discos que me gustaban, Óscar
Golden, Enrique Guzmán, Palito Ortega, Los Melódicos. Ella y su hermano
pequeño estaban invitados. También venían los hijos de la señora de la tienda
de la esquina que algunas veces nos fiaba, por lo que les estaba muy
agradecida.
Mamá usó la vajilla nueva y la tía Ana prestó las copas para servir
champaña. A los niños decidieron servirles en platos de cartón y vasos de
plástico, con lo dañinos que son no hay más remedio, comentó mamá. En las
dos fiestas a las que había asistido nos habían servido en platos de cartón con
dibujos, ojalá compren de esos, pensé, sin atreverme a pedir nada. También
daban sorpresas y yo no veía las mías por ningún lado. Le pregunté en secreto
a la abuela y ella me dijo que no me preocupara, que todo iba a salir muy
bien.
La tía Ana llegó muy misteriosa con mis dos primos. Traía varias bolsas
y se encerró con mamá en su habitación. Marcela, que todo lo contaba, vino a
decirme que no me podía contar lo que traían porque era un secreto. Ya sé, ya
sé, son las sorpresas, respondí. Y ¿cómo lo adivinó? Porque sí, le respondí
con un el aire de importancia que me permitía por ser tres años mayor que
ella. Como no tenía nada más que ocultar, me describió con lujo de detalles
lo que traían. Unas bolsitas blancas, con el cáliz y la hostia por un lado y por
el otro el corazón de Jesús, con una inscripción que decía, Recuerdo de mi
primera comunión, por dentro iban a meter dulces, bolas de cristal, pitos,
bombas, carritos y confites, para los niños y, para las niñas, dulces, confites,
anillos, hebillas para el pelo, bombas, pitos, muñequitos. Las bolsitas estaban
amarradas con una cinta azul para los niños y rosada para las niñas. Como era
costumbre, las entregaba cuando los despedían en la puerta.
En la primera comunión de Marta nos habían regalado canasticas
blancas de papel crepé, con cintas y flores, que hizo la vecina. Por dentro
traían muchas más cosas: chocolatinas, pulseras, collares, anillos, dulces,
chicles, cajitas con perlitas para encajar en unos hoyuelos. La mía era una
cara de payaso y había que meter cada perlita en los ojos y la punta de la
nariz. Casi nunca se conseguía y una acababa tirando la cajita. No sé por qué
nos regalaban eso, tal vez porque hacía bulto.
Otra cosa que me le ilusionaba de la primera comunión eran las
sorpresas que recibiría de la gente más variada. Ya podía imaginar a cada
invitado entregándome un regalo. Dios mío, ojalá alguien se acuerde de
regalarme un reloj, me dije poniendo toda la fe que podía en mis palabras.
Era lo que más deseaba en el mundo y me parecía imposible alcanzarlo antes
de los quince años, fecha límite que puso mamá. En las primeras comuniones
se regalaban cajitas de música, aretes, cadenas, piyameras en forma de
muñeca −una bolsa con cremallera para meter la piyama−, juegos de tocador:
cepillo, peinilla, espejo, juegos de mesa como Hágase rico, loterías, dominó
o ajedrez, álbumes de fotografía donde decía Recuerdo de mi primera
comunión, libros de cuentos, etc.
La noche anterior llegó papá con una caja de luces de bengala, totes,
volcanes, marranos y no sé cuántas cosas más. Estaba borracho y se sentó en
el sofá. Mamá no quiso preguntarle de dónde venía. Pero yo creo que estaba
contenta de verlo. Con tanta gente en la casa nadie le prestó mucha atención.
La abuela rellenaba el pavo con una receta que le dieron a la tía María,
aceitunas, zanahoria, huevo, carne molida y no sé qué más. Nadie podía
entrar a interrumpirlas. Estaban nerviosas porque tenían invitados
importantes. Sin embargo, la abuela fue rápido a prepararle comida.
Teníamos de todo porque de la finca habían traído plátanos, carne adobada,
quesos, arepas y envueltos. Papá comió con gran apetito y haciendo bromas.
De modo que ¿Clarita hace la primera comunión? Pues, sí, respondí, sin dar
lugar a conversación. Ni siquiera los gemelos fueron a hablar con papá, con
tanto griterío, no se escuchaba la televisión. Papá subió el volumen y se
quedó ahí hasta que se acabó la programación.
Yo me fui a la cama sin poder conciliar el sueño. Cuando sentí llegar a
la abuela le pregunté si debía rezar algo. Ella me dijo que rezara el padre
nuestro despacio y con devoción y así traté de hacerlo, pues no lograba
concentrarme pensando en la fiesta y en todas las cosas que me iban a
regalar. Me desvelé imaginando lo que sentiría al recibir la hostia, temiendo
que se me atragantara o se quedara pegada al paladar y no pudiera empujarla
con la lengua, como le pasó a Marta. Todo el mundo me decía que no podía
morder el cuerpo de Cristo y yo estaba muy asustada. Temía cometer un
sacrilegio y condenarme. El cura nos habló mucho del infierno y yo alcancé a
creer que podía ir con facilidad al infierno.
A las seis de la mañana me despertaron. La abuela calentó una olla de
agua y me preparó el baño en un platón de agua tibia. Todo lo que me puse
era nuevo: los pantalones, la combinación, las medias, los zapatos. Sentía
algo muy agradable al verme envuelta en cosas nuevas. La tía María pensaba
peinarme, pero mamá dijo que la toca de monja me tapaba la cabeza y no era
necesario. De todos modos me secaron muy bien el pelo y me lo agarraron
con ganchos para que no se me escurriera. Todos tomaron café solo porque el
desayuno era para después de la misa. Tomás estaba muy elegante con un
suéter de rombos rojos y azules, corbatín rojo de lunares, un pantalón de pana
azul, muy bien peinado con la Glostora que le ponían, para domarle el copete.
Los gemelos llevaban pantaloncitos cortos de pana verdes y suéter amarillo
quemado, zapatos negros y medias verdes. La abuela se puso un vestido
nuevo que le regaló la tía. Era gris con rayitas negras y verdes muy discretas.
Mamá llevaba una falda de terciopelo color café que hacía juego con un
chaleco y una blusa de seda color crema, tacones y cartera también color
café. La tía María iba muy elegante con botas y minifalda azul, con chaqueta
de cuatro botones. Mi prima Marcela llevaba un traje marinero, Diana tenía
una falda a cuadros y una blusa con muñecas bordadas a los lados.
Todos fuimos a la misa con afán porque ya iban a ser las ocho y
queríamos coger puesto en los primeros bancos. Tres niños y una niña
hicieron la primera comunión conmigo. Al entrar se nos acercó un fotógrafo
para ofrecerse a tomarnos las fotos. En ese momento mamá se acordó que no
había comprado el rollo para la cámara. Era domingo y casi todos los
almacenes estaban cerrados. Será pagarle la gana al hombre, dijo, pero solo
una foto cuando esté recibiendo la comunión y nada más.
Me pareció raro no sentir nada al recibir en cuerpo de Cristo. Yo me
había imaginado que era algo así como si una luz se encendiera dentro del
pecho y de repente todo se iluminara y una se elevaba unos pocos centímetros
del suelo. La foto donde estoy arrodillada, empujando la hostia con la lengua,
salió muy bien. De verdad me parezco a santa Teresa de Jesús, tanto que no
creo que esa sea yo. Mamá la mandó ampliar y enmarcar y la puso en la sala,
a lado de la de su matrimonio.
No sé qué me hacía más feliz, si escuchar tanto alboroto en la casa o
pensar en la fiesta que estaba a punto de celebrarse. Mamá y mis tías ya
habían decidido dar el almuerzo tarde −plato frío, pavo relleno y ensalada− y
después llevar a los niños a un cuarto, mientras los invitados conversaban en
la sala. Papá tuvo que levantarse temprano a desayunar porque mamá se negó
a servirle en la cama. Tenemos mucho que hacer y el tiempo vuela, le dijo
sacudiendo las cobijas y abriendo la ventana, qué olor a cigarrillo, Dios mío.
Él fue a bañarse rápido mientras nosotros desayunábamos cada uno donde
podíamos. Tomás y Alberto recogían la basura del patio e iban de un lugar a
otro colocando cosas. Diana estaba en la cocina ayudándole a la abuela a
secar la loza.
La abuela no quería ponerme ningún oficio, pero yo también estaba
preocupada e iba con el trapo del polvo revisando los muebles. Mamá me
dijo que me quitara el vestido mientras tanto y me lo volviera a poner para las
fotos. Comimos cantidad de cosas en desorden: un pedazo de queso por aquí,
media arepa, por allá, un trozo de envuelto, galletas, pan. Al final la abuela
encontraba restos de comida en el piso y nos regañaba, ¿no les he dicho que
tirar la comida es pecado?
A eso de la una llegó Gerardo con el rollo, haciendo bromas, ¿dónde
está la sardina que hizo la primera comunión? Fue todo un problema volver a
vestirme. Mamá insistió en que debía esperar a que los invitados me vieran
con el traje. La abuela y las tías se quitaron los delantales, se maquillaron y
posaron para la foto. Algunos invitados empezaron a llegar. Mamá ya no
podía de los nervios. Yo me asaba de calor y suplicaba que me dejaran quitar
la toca. Papá salió en mi auxilio y dijo que era suficiente con las fotos de la
familia y que no tenía por qué esperar al tal Secretario de Educación vestida
de monja.
Cuando me quité el vestido de Santa Teresa, tía María me entregó un
paquete, Clarita, estrene su regalo, me dijo, y yo sentía que no podía con
tantas emociones. Era un vestido bazá, como los que estaban de moda, con
tonos azul claro, blanco y azul oscuro. Enseguida fui a buscar a Marta para
que me viera. Ella y su hermano venían con el regalo, pero no quisieron
entregarlo en la puerta. Entraron primero a saludar a mamá y a la abuela y me
dieron el paquete delante de ellas, muchas gracias, Martica, no era para tanto,
dijo mamá. Yo me lancé sobre el regalo. No rasgue el papel que después nos
sirve, advirtió mamá. Era un estuche de tocador con jabones, crema, talco y
loción. Nunca imaginé llegar a tener mi propia loción. Es igual que la mía,
dijo Marta. ¡Qué detalle! A mí no se me hubiera ocurrido algo así, comentó
mamá. Luego fui a mostrársela a la abuela, pero recordé que ella odiaba los
perfumes y preferí hacerlo desde lejos.
Los otros invitados llegaron casi al mismo tiempo, primos de mamá con
sus parejas. El secretario de Educación fue el último en llegar y el primero en
despedirse. Hasta que no apareció no se sirvió el plato frío. A los niños los
mandaron a jugar al cuarto mío y de la abuela. Yo repartí mi tiempo entre los
mayores que apenas me miraban y los niños. Marta y yo organizamos el
juego de la maestra y pusimos tareas a los más pequeños. Encima de la cama
se colocaron los regalos. Me los entregaban casi al mismo tiempo y no
alcanzaba a abrirlos. Además la gente me preguntaba cosas un poco tontas
¿rezó mucho?, ¿qué se siente recibiendo a Cristo? Debía ser amable con
todos y responder con el debido respeto y educación, sí señor, no señora,
muchas gracias, permiso, palabras que se me cruzaban y que mamá debía
ponerme en la lengua a empujones.
Papá se sentó a tomar cerveza con un primo de mamá y con Gerardo.
Mamá lo llamó cuando entró el Secretario de Educación, doctor Guarnizo, le
presento a mi esposo, mucho gusto se dijeron y se hicieron la venia y se
dieron la mano como el Rin Rin y doña Ratona. Y ahí se quedaron hablando
de política. Le hice dos o tres preguntas y ese hombre no supo qué responder,
comentó papá con desdén, y mamá salió en su defensa, no todo es hablar,
dijo. Algunos parientes me regalaban plata. Alcancé a juntar quinientos
pesos.
Trato de encontrar a papá entre los recuerdos de mi primera comunión y
su imagen aparece borrosa. No sé si se emborrachó porque estaba triste. De
tanto beber ya no pudo encender la pólvora con nosotros. Gerardo y la tía
María salieron a la calle y colocaron los volcanes. A los pequeños les dimos
luces de bengala. Lástima la plata, rumiaba mamá, no ocurrírsele a este
hombre otra cosa mejor. La pólvora está bien, Sara, ¿no ve lo contentos que
están los sardinos?, respondió Gerardo. Déjelo que traiga lo que quiera, dijo
la tía María, hay otros que ni eso se les enreda para los hijos.
Yo estaba tan contenta que me parecía mentira vivir lo que estaba
viviendo. El primo Gerardo me regaló Veinte mil leguas de viaje submarino.
Sabía que era suyo, pero lo importante era el detalle, además el libro me
gustó mucho. Natalia me dio un par de medias. La abuela el ponqué y unos
pantalones, Irene, la mala, una caja de música, cosa que me imaginaba, el
secretario de Educación una lámpara de mesa de noche, también me
regalaron la piyamera, un suéter y una falda de paño que me cosió la tía Ana.
Pero lo mejor de todo es que las amigas de mamá me regalaron ¡Un reloj! No
sé cómo pude soportar entonces tanta felicidad, no es para llevarlo puesto
todos los días, porque se lo roban, advirtió mamá. Si tengo un reloj es para
ponérmelo todos los días, no para guardarlo, pensé. Puesto en la muñeca, el
reloj me daba un aire de seriedad y elegancia. Cada cinco minutos miraba la
hora. Poder controlar en tiempo, saber en cada momento la hora que era, me
parecía maravilloso. Qué hora es, preguntaba Marta, las siete y treinta y cinco
minutos. La pulsera era de cuero negro, el reloj cuadrado, con números y
manecillas doradas. Lo malo era tener que darle cuerda todas las noches.
Mamá lo hacía, siempre diciendo, guarde el reloj para cuando sea más
grande, pero yo lo sacaba y lo miraba todos los días. Se lo van a robar, decía
la abuela, si me veía salir con el puesto.
Lo cierto es que al año siguiente cuando entré en el nuevo colegio, vi
que dos niñas de mi clase llevaban reloj y no pude controlarme. Entonces lo
saqué a escondidas una mañana. En el bus tuve cuidado de que nadie me lo
viera, pero en clase levantaba la mano para que se notara. Todo fue perfecto
hasta la salida. Solo que al subir al bus algo pasó. La maleta por un lado, la
plata por otro. Tanta confusión que no supe en qué momento un gamín me lo
robó. Solo sentí un rasguño. Grité, lloré, hasta que una señora se compadeció,
me ayudó a subir al bus y me pagó el pasaje, no pasa nada, mijita, es más
importante la vida que un reloj. No sé por qué lloré más, si por la pérdida del
reloj o por el temor al regaño de mamá. Claro que ella no se enteró hasta
mucho tiempo después, pero yo estuve guardando ese secreto con terror,
tanto que a veces deseaba que lo descubrieran pronto, para acabar con la
tortura.
Al día siguiente
Si primero de bachillerato fue un año malo, segundo fue tal vez el peor de mi
vida. No es que no entendiera el método del colegio, es que no me
concentraba estudiando ni me interesaba ser la mejor de la clase, yo veré esas
notas, me decía mamá cuando me descubría jugando con la muñeca, porque
todavía me gustaba vestir a Lolita y ponerla encima de mi cama. Lo único
que me alegraba la vida era llegar a la hora de almorzar y jugar con
Esperanza que cada vez se ponía más gordita y graciosa con los vestidos que
le regalaba la tía Ana. En realidad, primero no fue tan malo por ella y por mi
nueva amiga del colegio con quien investigábamos la calle.
Un día a Claudia y a mí nos pareció que sería emocionante tener una
aventura y nos escapamos hasta la Sesenta para ver a los hippies. Mis amigas
grandes se contaban sus cosas en el paradero y una de ellas decía que su
novio era un hippie que predicaba el amor libre y que cuando acabara los
exámenes de fin de año, se iba con él a San Andrés. Todas esas historias de
los hippies nos tenían tan intrigadas que queríamos verlos de cerca.
Angustiada por mi tardanza, la abuela fue a decirle a la vecina que la dejara
llamar a la tía Ana. La familia se alborotó porque llegué tres horas tarde.
Mamá me dio unos correazos y me arrancó un manojo de pelo. Yo estaba
decidida a irme de la casa, si seguían pegándome, pero en el fondo de mí algo
me decía que esa conducta no era correcta y tenía que comerme el orgullo.
Los muchachos del barrio empezaban a dejarse crecer el pelo y a
ponerse medallones con el signo de paz y amor. Peace and Love, decía en las
camisetas. Dos niñas de Sexto aparecieron con maxi ruana y florecitas en el
pelo y la rectora les llamó la atención, este es un centro educativo para niñas
decentes, hagan el favor de venir vestidas correctamente. Eso era muy
revolucionario porque a la gente no le gustaba ver cómo las jóvenes se
rebelaban vistiendo igual que degeneradas.
Mi primo Gerardo se dejó crecer la barba y se consiguió una novia más
hippie que él. Solo un día la llevó a la casa y la abuela se escandalizó de esa
pinta tan rara. Me dio tristeza verlo llegar con su novia porque ya no me
contaba las cosas de la universidad ni me aconsejaba sobre mi futuro,
qu’íhubo, sardina, era todo lo que me decía, ¿haciendo las maletas para el
viaje a la luna? Yo me ponía roja porque hablaba de mis cosas delante de su
novia. Creo que esa novia fue la culpable de que se alejara de nosotros.
Durante un tiempo me sobresaltaba cuando ponían el tema de Natalia y de lo
que sufría sacando adelante a ese muchacho que no quería ayudarla y que
desaparecía por temporadas, eso se hereda, comentaba la abuela, porque el
papá era muy andariego, por eso lo mataron en la Violencia, no sólo eso
comentaba mamá, también le gustaba el trago.
Bogotá estaba llena de peligros y no había modo de que confiaran en mí.
Muchas veces pensé en buscar a la otra abuela para que me dijera dónde
estaba papá. Me parecía que la solución era irme a vivir con él. Pero nadie
podía hablar de papá. Estaba prohibido recordarlo. Claro que cuando mamá y
la tía Ana cuchicheaban, a la fija hablaban mal de él. Ya no despotricaban
con libertad en mi presencia porque me acusaban de revirar, claro, contestaba
yo, ahora no se acuerda de la mala cara que le hacía cuando llegaba por las
noches cariñoso y lleno de planes para nuestro futuro, haga el favor de no
responderme porque la mechoneo. Si yo seguía contestando, la situación se
ponía fea.
Ella se quejaba, lloraba y me echaba en cara lo desagradecida que era, si
se muere por él, decía, ¿por qué no se larga con esa familia? Eso es lo que
voy a hacer, pensaba yo, imaginando la falta que les haría, porque ¿quién iba
a cuidar a Esperanza mejor que yo? Es como una segunda mamá, le decía a
sus amigas, es la responsable de la niña, eso sí, asentía la abuela, yo no tengo
que recordarle que hay que darle el biberón porque está pendiente. Pero esto
no era suficiente para que las cosas entre mamá y yo funcionaran bien. No sé
por qué discutíamos todos los días y ella me lanzaba zapatos o se ponía a
llorar. Era como si de repente una de las dos sobrara en la casa. Entonces me
encerraba a llorar en mi cuarto y trataba de escribir poemas de sufrimientos
porque no me animaba a escribir los recuerdos tristes.
Claro que sacaba adelante las materias, al fin y al cabo, algo sabía de
todo lo que explicaban, pero pasaba con tres raspado. La profesora de historia
me ayudaba con la nota, tal vez porque le caí bien desde el primer día, pero
en matemáticas nadie me salvaba y a última hora tenía que decirle a una
compañera que me explicara. Me daba pereza estudiar, prefería entrar en casa
de la vecina y hablar con Marta de las niñas grandes del barrio que ya tenían
novio y pensar en los muchachos que más nos gustaban. El hijo de la señora
de la tienda de la esquina nos decía cosas, pero de lejos, porque de cerca se
atontaba. Y nosotras nos reíamos en su cara para ponerlo nervioso. A veces le
tocaba despachar, pero cuando nos veía entrar se equivocaba, como si le diera
vergüenza que le pidiéramos las cosas, una libra de arroz, decíamos, no, de
chocolate, no una docena de huevos, no, no mejor dos chicles de canela. Él
ponía las cosas encima del mostrador y se hacía el que estaba ocupado. Esa
era nuestra aventura con Marta.
Cuando mamá vio mi libreta de calificaciones en junio, puso el grito en
el cielo, tanto trabajo que me costó conseguirle esa beca para que al final me
salga con que perdió el año. Se sentó a cantarme la tabla, como ella decía, y
es que lo mejor va a ser meterla en un internado porque estoy cansada. ¿Un
internado? Eso es como una cárcel, me dije aterrorizada, pero la amenaza no
fue suficiente para hacerme cambiar.
En realidad yo no podía ser de otra manera. Hiciera lo que lo que hiciera
a nadie le parecía bien. Era como si mis manos y mi cuerpo entero se
encargaran de meter la pata en todo momento: rompía más platos de lo
normal, tropezaba cuando iba corriendo a alcanzar alguna cosa, me ponía roja
cuando los muchachos del barrio me decían, mamacita, y sobre todo, me daba
vergüenza que me asomaran unas punticas debajo de la blusa, ya tiene tetas,
ya tiene tetas, decía el estúpido de Tomás y yo me ponía a llorar, estúpido, no
se meta en lo que no le importa. Hasta los gemelos intentaban tocarme
cuando me descuidaba y por eso teníamos unas peleas horribles porque yo los
agarraba del pelo con furia y los hacía llorar. Con todo ese alboroto, la abuela
decía que vivíamos en un infierno y que la gente decente no hacía esos
papelones, y si a Esperanza le daba por berrear, el ambiente llegaba a tal
extremo que la abuela sacaba la escoba y empezaba a repartir escobazos a
diestra y siniestra, o respetan las canas, o cabras dan leche, gritaba, eso de
cabras dan leche era una amenaza que solo lanzaba en las situaciones más
críticas y que resultaba efectiva porque hasta Esperanza se callaba.
Desde entonces yo me volví un problema familiar, por todos los peligros
que me esperaban en la calle. La abuela salía al antejardín a recibirme y ya no
me pidió hacer más mandados. Tenía ter-mi-nan-te-men-te prohibido salir a
la calle si no me acompañaba Tomás, joven, haga el favor de acompañar a su
hermana donde Ana, le ordenaba secamente. Así Tomás se convirtió en mi
espía, aunque a él no le gustaba hacerlo. Sin embargo, eso le daba cierta
superioridad. Era como si mamá y la abuela confiaran más en él que en mí,
váyase por la acera de enfrente le decía yo. El pobre se aburría por tener que
ir conmigo a todas partes, donde la tía Ana, donde Claudia que vivía un poco
lejos. También se volvió el mensajero porque me traía los saludos de un
vecino del barrio que lo invitaba a coca cola en la tienda. Que dice Carlos que
si quiere ser su novia, me escupía al oído, ¿cómo?, decía yo, si es un
grandulón, que le está cambiando la voz y le salen unos gallos muy cursis,
pero es chévere, es el que más gasta, el papá le da mucha plata, decía. La
abuela paraba oreja desde la cocina, ¿de qué están hablando?, preguntaba
muerta de curiosidad, no, no, de nada, le decíamos.
Era inútil guardar un secreto en la casa, todo se sabía, Carlos, Carlos,
Carlos, gritaban los gemelos, y mamá decía, no molesten a la niña que ella
todavía no está en edad de pensar en novios, primero tiene que estudiar. Así
fue creciendo la idea de llevarme a un internado. Es lo mejor, decía la tía
Ana, sin el papá no hay forma de sacarlos adelante. Mamá se acercó a la
Secretaría de Educación con una palanca que le consiguieron las amigas, la
pobre Sara con tantos muchachos y criando otra vez..., decían con lástima.
Yo no creía que fuera verdad lo del internado. Eso son amenazas porque
mamá quiere que le ayude a cuidar a Esperanza, pensaba.
Mientras tanto, el barrio se estaba poniendo emocionante. Cuando nos
daban permiso para ir a jugar básquet al parque, Marta, Tomás y yo salíamos
con nuestro balón y nos poníamos a rebotar en la cancha. Si veíamos gente
cerca, la invitábamos a un partido y formábamos equipo. Así era como
empezábamos a hacer amigos. Carlos se acercaba esperando que lo invitara,
pero yo hacía que no lo veía y Tomás me tiraba de la blusa, oiga, que si lo
invitamos. Hasta que le dije, bueno, que entre. Pero yo no pude jugar bien,
me puse nerviosa, no me gustaba, me hacía sentir cosas raras, como si me
quemara con pequeños chispazos de corriente. Yo quería quitarme la
sensación y la sensación se me quedaba pegada a la piel. Lo mejor es no salir
a la calle cuando esté él, pensé, pero eso era imposible porque siempre lo veía
recostado en la verja de la esquina, esperando que saliéramos a jugar.
No sé por qué en los mejores momentos nos sorprenden las malas
noticias. El barrio me encantaba, Marta y yo aprendíamos trucos para hacer
amigos y nos contábamos nuestros secretos, lo que empezaba a pasarnos, lo
que no quería contarle a mamá pero que ella acabó descubriendo, Dios mío,
no quiero que me pase eso, rogaba yo, pero no se podía evitar, la sangre venía
y venía, primero poco a poco, después como si algo se hubiera roto, qué
incomodidad, no, no quiero que me diga cómo tengo que ponerme eso, y ella,
déjeme que le explique, y yo, que no, que no, yo sola puedo. La abuela me
preparó una agüita de manzanilla y me la llevó a la cama. Dije que no quería
ir al colegio y mamá aceptó. Que nadie me hable, que Tomás no sepa, que los
gemelos no entren, le pedí a la abuela. Solo Esperanza, que ya caminaba se
asomó a mi cama y me sonrió. También ella crecerá y le pasará lo mismo que
a mí, pero estaba tan lejos ese día... Me tiró el pelo y tuve que sentarla un rato
en las piernas y le regalé mi muñeca Lolita, sin importarme que le arrancara
los ojos y la dejara calva.
Todo eso me estaba pasando y Marta lo sabía, pero yo no quería que me
viera en la cama, con el ánimo por el suelo. Hasta después de tres días que
nos encontramos no se lo conté. A ella le había pasado primero que a mí,
pero no le dio la misma importancia, parecía que le gustaba y que eso la hacía
sentirse importante. Además se había estirado tanto que yo me veía más baja
a su lado. Tal vez por eso se comportaba como la hermana mayor, pero a mí
no me importaba, no quería llevar la batuta, pues ya en mi casa mandaba a los
gemelos y a Tomás y era de verdad la mayor.
Hasta ese momento no había pensando que Marta desapareciera de mi
vida, con tantos planes que hacíamos para el futuro, convertidas en dos
personas famosas. Ella quería ser periodista y yo decidí que sería antropóloga
y me iría a la selva a pasar muchas aventuras y escribir todas las cosas que
me sucedieran, es decir, sería dos cosas a la vez, escritora y antropóloga,
estudiaría la vida de los indios del Amazonas y conocería a un explorador
famoso con quien me casaría a los veintidós años, después de haber pasado
por muchos peligros. Por eso se me heló la sangre cuando me contó que su
papá había comprado una casa en el Norte y que se iban a trasladar en
diciembre. No lloré delante de ella, pero en la casa dejé que se me escaparan
las lágrimas. La abuela, muy comprensiva conmigo, se acercó a consolarme a
su manera, aquí tiene un sorbo de agua de manzanilla, me dijo, poniéndome
el pocillo en las narices. No, no me duele el estómago, es que la vecina se va
en diciembre, me quejé, no llore por pendejadas, me reprochó, las gentes van
y vienen y esa es la vida, paz con todos y amistad con nadie. Cómo puede ser
tan dura, me preguntaba yo, e importarle tan poco las amigas, Marta es la
persona en la que más confío. Claudia era otra cosa, me gustaba que fuera tan
lanzada y que se le ocurrieran locuras, pero sabía que en el fondo yo no iba a
atreverme a seguirla. La escapada a la Sesenta me había asustado, no por la
fuetera de mamá, sino por lo que pudo ocurrirnos, porque un hombre salió de
un local y nos invitó a pasar y yo rogué para que Claudia dijera que no y
estuvo a punto de decir que sí, si no hubiera sido porque una mujer lo llamó
desde adentro. Ella dijo que estaba enmarihuanado, que tenía los ojos rojos.
Yo no sabía distinguir esas cosas, solo presentí que no estaba bien entrar en
ese lugar, aunque el olor que salía de adentro era muy agradable...
Marta era diferente, pensaba hacer muchas cosas en la vida, tenía ideas
interesantes, leía y me prestaba los libros. En cambio Claudia era loca y
quería emociones, novios y vida de hippie. Yo también quería emociones y
tener un novio sobre todo después de ver Love Story, que fue la película que
más me hizo llorar, pero no era fácil que me gustaran los chicos del barrio,
unos eran demasiado grandes para mí y otros eran pequeños y tontos. Marta
decía que yo podía llamarla por teléfono y que algún domingo le diría a su
mamá que nos dejara ir a cine, pero yo sabía que no iba a ser tan fácil con
mamá y la abuela pensando que era mejor no tener amigas.
Más o menos en octubre mamá vino con la noticia de que por fin había
conseguido una beca en un internado cerca de Bogotá donde podrían ir a
verme algunos fines de semana. Me tomé la noticia con resignación: adiós al
barrio, a Marta, al colegio, a Claudia, a los peligros de Bogotá. La lista del
equipo era tan grande y todo tan caro que la familia tuvo que ayudar: sábanas,
toallas, uniformes, ropa interior, artículos de aseo personal, más los libros y
veinte mil detalles, una maleta, unas cobijas y una sobrecama blanca. Y era
tanto el ir y venir de un sitio para otro que en eso se nos fueron los días. Las
vacaciones de diciembre pasaron sin pena ni gloria, sin viaje a la finca, sin
fiestas. La abuela se fue dos semanas y volvió cuando empezaron las
matrículas en la escuela de mamá, pero antes fueron a matricularme en aquel
colegio que nadie conocía, con una rectora de mirada amenazante y una
directora de internas pechugona y tiesa.
Se me encogió el corazón cuando dije, adiós mamá. Sé que ella también
se fue llorando porque sin tenerlo muy claro, las dos sospechábamos que era
mejor así. Yo la vi salir de la secretaría y perderse por el pasillo que conducía
a la puerta de salida. Estaba tan confundida y tan triste solo pensé en
escribirle muchas cartas a papá, pero ¿a dónde se las iba a mandar?