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Prohibido salir a la calle

CONSUELO TRIVIÑO ANZOLA


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© 1996, Consuelo Triviño Anzola


© 2014, SCRD-Idartes y Ministerio de Cultura

Edición digital: Bogotá, febrero de 2014


ISBN: 978-958-8321-88-2 (epub)

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Contenido

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Créditos

PROHIBIDO SALIR A LA CALLE


Primeras palabras
La familia
La abuela
Las tías
El hombre de la casa
La que nos va a sacar adelante
Llega un extraño
La otra abuela
El día que llegó papá
Papá en casa
Como un sueño
Papá y los postres
El disfraz
Las peleas
La clausura
Dandy
Las vacaciones en casa
Los nuevos vecinos
Diablo y héroe
Cuaderno de recuerdos
La calle
La primera comunión
Al día siguiente
Esperanza
Adiós mamá
A mis padres y a mi abuela Zoila.
Primeras palabras

No era fácil callar a los niños. Lloraban al mismo tiempo, parecía que se
pusieran de acuerdo. Esos niños lloran como unos descosidos, decía Felisa
desesperada, sin saber a quién atender primero. A veces se calmaban con el
chupo, pero otras era imposible distraerlos. Se ponían morados y ya no
respiraban. Felisa los sacudía, les tocaba los pañales a ver si estaban mojados
o les ponía el biberón por si tenían hambre. Yo siempre la ayudaba con Pepe
que era un poco más tranquilo. Pacho se arañaba la cara y saltaba como una
pelota de caucho. De tanto llorar, el ombligo se le salió. Parecía una pepa de
cereza. Mamá se lo tapó con un botón y lo selló con esparadrapo.
¡Dios mío!, cómo los quise cuando eran pequeños, eran igual que dos
garrapatas cuando les acercaba la mano. Un día la tía Ana y mamá
aparecieron cada una con un bulto azul en los brazos. Entraron en la sala y
nos llamaron a Tomás y a mí. Aquí están sus hermanitos, tenemos que
cuidarlos mucho. Tomás se escondió debajo de la mesa y no quiso salir hasta
que lo convencieron dándole unos dulces. Estaba celoso porque ya no era el
más pequeño, es decir, el más consentido. Cada vez que se acercaba trataba
de hacerles una maldad. Para mí, en cambio, eran dos cositas pequeñas y
graciosas, con los pelos muy negros y lisos, los ojos cerrados e hinchados,
una mezcla de animalitos y humanos que se retorcían tapándose la boca con
los puños siempre cerrados, pujando como perritos recién nacidos. A veces
pujaban con más fuerza para hacer caca o dejaban salir de la boca una baba
que mamá les limpiaba con un pañal humedecido con agua.
Cuando los cambiaban, yo subía a la cama para mirarlos. De tanto ver,
aprendí a hacerlo. Primero les quitaban el gancho y luego enrollaban el pañal
sucio. Después los limpiaban con un algodón en las ingles y en los pliegues
de la piel para que no se quemaran. Mamá decía que había que hacerlo con
cuidado porque era una parte muy delicada. Yo le pedía permiso para tocarles
el pipí tan raro, con una bolsita más oscura, debajo, y marcada con una línea,
como una costura, en toda la mitad. A veces no resistía la tentación y hundía
el dedo con suavidad en aquella cosa blanda. Cuidado, decía mamá, ¿para
qué es eso?, preguntaba yo, extrañada de esas formas, pensando que allí se
guardaban los orines. Eso es una puquería, decía mamá, y yo seguía sin
entender su significado.
Todas las noches los bañaban y a mí me encantaba alcanzar el jabón, el
aceite y los talcos. Cuando les quitaban la ropa berreaban. No les gustaba que
los dejaran desnudos. Por eso se cerraban como garrapatas. De un solo
impulso encogían las piernas y los brazos y apretaban los puños. Pero mamá
les echaba agua poco a poco y los sumergía en la tina, hasta que le
encontraban gusto y chapoteaban.
Bien bañados y oliendo a talco Johnson, los gemelos eran dos muñecos.
Yo entretenía a Pepe mientras le daban de mamar a Pacho y vigilaba para que
Tomás no le metiera los dedos en los ojos. Si nos descuidábamos, él se venía
encima de los niños y les hurgaba los ojos. Cuando me despertaban por la
mañana, yo iba siempre a verlos, mientras Felisa hacía el desayuno. Pero
empecé a aburrirme porque no podíamos hablar y yo era muy habladora.
Felisa decía que yo parecía una lora mojada. Claro que también hablaba con
visitas imaginarias, aunque recuerdo que algunas veces sacudía a la muñeca
con rabia porque no conseguía arrancarle una palabra. Nené, diga ten-go
ham-bre; nené, diga ma-ma. Era inútil que me esforzara, ellos no respondían.
Nadie me lo pidió, pero yo me dedicaba a enseñar a hablar a los gemelos
y a Tomás. A él no le perdonaba un error. Quero cocholate, le decía a Felisa,
y yo saltaba encima como un grillo: qui-e-ro-cho-co-la-te, se dice cho-co-la-
te. Él no me hacía caso, seguía hablando igual y, si yo insistía mucho,
empezaba a llorar. Cuando no tenía con quién hablar me iba a la cocina a
conversar con Felisa, que se reía de las cosas que le contaba. La mitad eran
inventos o trozos de cuentos que mamá me contaba por la noche, como el de
la “Señorita hormiguita”. Ese me encantaba porque imitábamos las voces de
los animales y yo lo contaba siempre como si fuera la primera vez. Si Felisa
me interrumpía, me ponía furiosa y volvía con la historia desde el principio.
Casi nunca peleábamos, pero si Felisa se reía de mí, la encerraba en la
cocina. Le trancaba la puerta con un pasador por fuera y me iba al patio a
buscar animales en la tierra. Al rato volvía a abrirle y la encontraba sentada
en la mesa pelando papas. Ni siquiera levantaba la cabeza para mirarme. Lo
que más me ofendía es que no me hablara. Pero yo me olvidaba de ella. Me
encantaba quedarme en el patio sacando lombrices con un palito. Era muy
fácil porque se enroscaban. A los ciempiés los dejaba caminar siguiendo la
línea de una baldosa y enderezándolos con el palito, para que se desviaran.
Entre las materas también había animales muy raros, tortugas pequeñitas con
su caparazón. Mamá les decía viejitas. También cazaba unos bichos con
antenas, como escorpiones, muy pequeños. Pero los cucarrones eran mis
víctimas más frecuentes. Grandes, torpes y ciegos, se estrellaban contra la
pared y caían al suelo. Algunas mañanas el patio aparecía totalmente cubierto
de cucarrones, tantos que ya no me entusiasmaba verlos. De puro
aburrimiento cogía uno y lo desbarataba lentamente hasta que no quedaba
nada de él. Primero le quitaba las alas blandas. Lo dejaba moverse un rato
porque ya no podía escapar. Luego le quitaba las patas una por una y después
le sacaba de la barriga una masa blancuzca que me ponía nerviosa. Me
producía asco hacer eso tan sucio, pero quería destriparlos y ver lo que tenían
dentro. Yo quería tocar esa masa babosa con los dedos, pero no me atrevía.
Entonces la pisaba hasta hacerla desaparecer. En el suelo quedaba una
mancha parda. Nunca pensé que pudiera dolerles lo que hacía. En cambio con
las viejitas era distinto. A ellas las dejaba escapar. Eran tan bonitas, siempre
agachadas como si estuvieran rezando.
Cuando Felisa me veía hurgando la tierra con un palito, me decía, parece
una gallina, y yo le respondía, a usted, ¿qué le importa? Pues se le va a caer
la lengua por grosera. Y así seguíamos hasta que yo empezaba a gritar y ella
me dejaba en paz. Un día encontré una lombriz enorme y se la dejé encima de
la mesa de la cocina, para que gritara. Si sigue mortificándome, le voy a decir
a su mamá que le dé unas palmadas, me amenazaba. Pero eso no me
importaba porque mamá llegaba a la hora del almuerzo y entonces Felisa ya
no se acordaba de mis travesuras.
Me encantaban los animales. Mamá me contó que las hormigas pardas le
declararon la guerra a las negras que eran pequeñas e inofensivas. Las pardas
clavaban los aguijones en la carne y dejaban una ampolla enorme. Me
fascinaba la vida de las hormigas, caminando en fila llevando la comida hasta
las profundidades de la tierra donde tenían una despensa secreta. Yo hurgaba
con un palo en lo más hondo para obligarlas a salir. Felisa me decía que si les
ponía azúcar, se volverían locas de felicidad. Cada vez que podía, entraba en
la cocina a robar un poco de azúcar. Lo ponía en el hueco de las hormigas y
esperaba a que salieran. Si me aburría, dispersaba el azúcar con el zapato y
me sentaba contra una de las columnas del patio hasta que Felisa me llamaba
a tomar el biberón. ¿Tan grande y todavía con biberón?, me decían las amigas
de mamá. Miraba a Beatriz y pensaba que ella era una lombriz y yo la
enroscaba en un palo y la echaba al pantano, para que aprendiera a no
meterse en lo que no le importaba. Beatriz se peinaba con una moña tan alta,
como si tuviera una lámpara en la cabeza.
Me acuerdo mucho de cuando tenía cinco o seis años. Aún no iba a la
escuela, pero mamá me dejaba tareas todos los días, palitos y palotes, luego
las vocales. Poco a poco aprendí a leer. Me encantaba dibujar animales y
plantas. La casa donde vivíamos era muy grande y llena de zonas oscuras y
luminosas. El patio era mi lugar preferido. Siempre estaba iluminado. Allí me
entretenía con seres diminutos que existían de una manera extraña. Las zonas
oscuras eran los cuartos cerrados donde vivían los espíritus que no me atrevía
a imaginar. Todavía tengo un cuaderno lleno de aes, oes y ues de diferentes
tamaños y en columnas tan torcidas que dan risa. A Felisa le parecían muy
bonitos los dibujos que le regalaba y los guardaba en el baúl de su ropa.
Me gustaba cuando Felisa me decía, venga, Clarita, acompáñeme a darle
un vistazo a los gemelos, no sea que se ahoguen. Si estaban dormidos, ella los
ponía con cuidado boca abajo y los dejaba tranquilos otro rato hasta que
llegaba la hora del biberón. No teníamos que despertarlos porque eran como
un relojito. Cuando en el radio decían faltan cinco minutos para las doce,
empezaban a llorar. Felisa iba con los biberones y yo detrás. Se los metíamos
en la boca y ellos se aferraban al frasco. Felisa tenía que sacárselos de la boca
de vez en cuando para que tomaran aire. Acababa uno y seguíamos con el
otro y luego ella los recostaba en su hombro y les sacaba los gases. Casi
siempre vomitaban un poco de leche. Por eso tenían un olor agrio. Cuando
acababan, los metíamos en la cuna dormidos. Yo tenía que esperar a que se
despertaran para jugar con ellos. an-gu-gu era todo lo que decían, hasta que
un día se les escapó un ta-ta-ta. Ya sé lo que dicen, le decía a Felisa, me
gusta, me gusta el tete, eso es lo que están diciendo. Y me daba mucha
alegría saber que podíamos hablar.
Pero los gemelos tardaron en salir de an-gu-gu-ta-ta-ta, a pesar de que
me quedaba horas frente a ellos tratando de arrancarles otra palabra. Me
miraban y se reían mucho, pero nada más. Eso era todo lo que conseguía con
un día de esfuerzo. Poco a poco aprendieron a quedarse sentados y Felisa me
dejaba sostener uno, si me ponía en la cama de mamá que era grande. Cuando
se despertaban de buen humor, escupían unos sonidos que les salían de la
garganta y parecía como si se estuvieran entrenando. Si los oía hacer gárgaras
con la saliva, dejaba lo que estaba haciendo y corría a verlos. Llegué a
sospechar que me tomaban del pelo porque cuando me veían, se quedaban
mudos. Solo me miraban y reían, y yo empezaba a hacerles cosquillas en las
plantas de los pies y en la barriga. Al acercarles la cabeza, agarraban un
puñado de pelo y no lo soltaban. Tenía que llamar a Felisa para que me los
quitara de encima porque eran como dos monstruos. Quieto, nené, gritaba
Felisa, y ellos se asustaban y ponían cara de llanto, entonces había que
consolarlos.
¿Por qué no hablan todavía, mamá?, preguntaba yo, y ella me decía,
cuando menos lo pensemos van a soltar la lengua, pero aún no porque son
muy pequeños, ni siquiera caminan. Yo hubiera preferido que hablaran
primero. Por eso me empeñaba en comunicarme con ellos. Llegué a pensar
que an-gu-ta-ta era vamos a jugar, el tete está rico, me gusta la cuna, quiero el
chupo. an-gu-ta-ta era todo. Yo preguntaba, nené, ¿cómo está el teté? Y
Pacho respondía, an-gu-ta-ta. Pero, de un momento a otro, vinieron gu-ga-ga,
es decir caca y gu-gu, es decir, rico. Con esas tres palabras empezamos a
entendernos muy bien.
Cuando mamá llegaba de la escuela yo le tenía una pequeña sorpresa
sobre los gemelos. Ella anotaba las cosas importantes en el álbum que les
regalaron al nacer. “Hoy, 20 de noviembre de 1963, Pepe y Pacho sonrieron
por primera vez”. También escribía las medidas y el peso. Pacho medía unos
centímetros menos, pero lloraba más. Yo prefería a Pepe. Me parecía más
bueno y atento a lo que le enseñaba. Pero me entretenía con el más inquieto.
Cuando intentaron sentarse en la cuna, mamá también anotó en el álbum:
“Pachito se sienta con esfuerzo y Pepe parece que lo imita”. Si Tomás pedía
que anotaran cosas de él, mamá escribía: “Hoy Tomás me pidió que
escribiera algo sobre él en el álbum. Voy a poner que se porta muy bien y que
es un niño muy obediente y cariñoso con su madre”. Tomás se reía entre
incrédulo y contento. De mí escribió: “Clarita es una niña muy juiciosa que
cuida a sus hermanitos y les enseña muchas cosas, parece una profesora”. Eso
anotó el 20 de noviembre de 1963.
Aquel día quizás maté unos cuantos cucarrones pero no se lo conté a
nadie. A mamá no le gustaba que fuera tan sucia y Felisa me acusaba de ser
cruel con los pobres cucarrones. Esta noche vendrán las almas de los
cucarrones a asustarla, me advertía. Pero yo no le creía porque sabía que los
cucarrones no tenían alma.
Entonces el tiempo no parecía llevar a ninguna parte. Podía quedarme
una tarde observando los movimientos de los gusanos y poniéndoles trampas.
Las cosas ocurrían muy despacio. Yo no tenía idea del correr de los días, pero
disfrutaba los cambios de los gemelos. Les asomaba un diente, se querían
poner de pie, empezaban a gatear, cogían la cuchara y había que perseguirlos
por la casa. Lo más cómico es que cuando a ellos les salieron los dientes de
abajo, a mí me arrancaron uno de arriba. Felisa me lo arrancó con un hilo y se
lo dejamos al ratón Pérez. Mamá lo guardó en un cofre y yo se lo mostraba a
las visitas muy orgullosa.
Un día la adelfa que estaba en el patio amaneció llena de orugas. Eras
muchas, y tan gordas que daban ganas de vomitar. Tal vez lo que más me
molestaba era su color rosa pálido y su inmovilidad. Enroscadas a las ramas
se aferraban desesperadamente cuando intentaban desprenderlas. Felisa
gritaba cada vez que me acercaba. Tuvimos que llamar al señor de la tienda
de fertilizantes para que nos aconsejara un veneno contra las orugas. El señor
nos aconsejó que rociáramos la adelfa con petróleo disuelto en agua. Y así las
matamos a todas. Al día siguiente muchas estaban en el suelo. Mamá y Felisa
les prendieron fuego y nunca más volvimos a saber de ellas. Esta noche
vendrán las almas de las orugas a asustarla, le dije a Felisa, y ella empezó a
gritar y a taparse la cara con un trapo. Y todo el día estuve gritándole eso,
hasta que amenazó con encerrarme en el baño si seguía. Yo sabía que Felisa
no haría una cosa así. Por eso seguía gritándole lo mismo, sin parar, hasta que
me cansé.
Me imagino que tenía muchas cosas que hacer, no sólo atormentar a
Felisa. A veces me acordaba de las tareas que me dejaba mamá y me ponía a
hacer las vocales. Felisa sacaba un asiento y una mesa pequeña y los
colocaba en el patio. Venga para acá, Clarita, dibújeme unas orugas y yo le
dibujé la adelfa con las orugas. Pero hice una mezcla de cosas. No se
distinguían las hojas de los gusanos. De todas formas, a Felisa le gustó y lo
guardó en el lugar de siempre. “Hoy, 2 de diciembre de 1963, acabamos con
una plaga de orugas que se estaba comiendo la adelfa del patio. Clarita dibujó
la mata con todas las orugas agarradas a las ramas”, anotó mamá, en su
Cuaderno de recuerdos y poesía.
El 2 de diciembre de 1963 ocurrió otra cosa importante que no sé por
qué no figura en el álbum ni en el cuaderno de mamá. Entre el alboroto por
las orugas muertas y la visita del señor de la tienda de fertilizantes, los
gemelos empezaron a berrear y mamá me pidió que fuera a cuidarlos
mientras ella y Felisa hacían la hoguera. Yo le puse el chupo a Pepe y traté de
calmar a Pacho, haciéndole cosquillas en la barriga. Este empezó a sonreír y
soltar todos los sonidos que yo conocía, pero de repente se agarró las patas y
dijo muy claro, pa-pa. Lo repitió varias veces. Ahora, nené, le ordené yo,
diga, ma-ma, pero se quedó mirándome con ojos de bicho raro y luego se rio.
Yo salí corriendo a contárselo a todo el mundo. Recuerdo que grité, pero
nadie me hizo caso.
Me quedé viendo cómo se retorcían las orugas mientras ardían. Cuando
terminaron mamá se sentó a tomar café con el hombre de los fertilizantes. De
vez en cuando yo tiraba de la falda de mamá para que me escuchara y en
medio del alboroto decía, mamá, Pacho ya sabe decir pa-pa, pero ella no me
escuchaba y seguía con la conversación. Al oírlo decir pa-pa, me pregunté
sorprendida, ¿dónde estará papá?, ¿por qué no viene? Papá está trabajando,
decía mamá, y un día de estos vendrá. Con tanto como se habló de ese tema
no veo nada en el Cuaderno de recuerdos y poesía, solo un comentario:
“Hoy, 7 de agosto de 1962, Pedro salió furioso y se llevó la ropa”. El
cuaderno es marca Cardenal. Tiene las tapas azul pálido y las letras color azul
oscuro, casi negro. Abajo lleva un recuadro: “Cuaderno de: Recuerdos y
poesía, Pertenece a: Sara de Osorio”. Las hojas están amarillas y la tinta
escurrida emborrona las letras. Antes se escribía con tinta y plumero. Ya no
se usan esas cosas, ahora escribimos con esferos. Mamá copia pensamientos
y poemas, y ensaya una novela en la que cuenta cómo era su vida cuando era
pequeña. Si está de buen humor, me lee un trozo. Desde pequeña yo la veía
coger su cuaderno del cajón del armario y me sentaba a mirarla escribir.
Mamá, léame, le rogaba, y ella me leía un trozo y paraba, siga mamá, le
pedía, y ella dejaba de escribir y me contaba una historia. No me importaba
que la repitiera porque siempre era como si me la contara por primera vez.
Cuando ella no estaba, yo subía en un asiento y bajaba el cuaderno del
armario. Me gustaba leer sus recuerdos: “Papá nos mandaba a la montaña a
buscar las bestias. La neblina no nos dejaba distinguir a los animales.
Angustiadas empezábamos a llamar a los caballos, Azabache, Furia, ¿dónde
están?..., preguntábamos con lágrimas en los ojos, pensando que papá podía
disgustarse”.
La familia

La familia está compuesta por el padre, la madre y los hijos. ¿Qué es la


familia?, preguntaba la maestra, respondiendo muy seria, la familia, niños, es
la base de la sociedad. Eso lo aprendíamos de memoria, pero entonces no lo
entendíamos muy bien. Familia y sociedad en el fondo eran cosas demasiado
difíciles de explicar porque todas las familias no eran iguales y sociedad era
una palabra rara. La maestra nos pidió hacer un dibujo de la familia. El padre
era la cabeza del hogar y tenía que dibujarlo y eso no era fácil. Preferí pintar
al señor Forero que venía de La Laguna y nos traía quesos, naranjas,
mazorcas tiernas, para hacer los envueltos, alverjas, morcillas y costilla de
cerdo.
El señor Forero llegaba en su camión muy temprano, antes de irme al
colegio. Nosotros hacíamos tanto alboroto que la abuela se ponía furiosa,
cualquiera dirá que nos estamos muriendo de hambre, decía entre dientes,
añadiendo, hay que agradecer el detalle, pero sin tanta alharaca. Él empezaba
a contarnos chistes mientras preparaban el café y nosotros no hacíamos caso
a nadie. Me gustaba ese señor, pero no tanto como para desear que fuera mi
papá. Sin embargo, me pareció más fácil pensar en él cuando hice el dibujo
de la familia. La madre quedó más grande que el padre y los gemelos
parecían hormigas. El título estaba arriba en colores: la familia. Debajo de
cada persona escribí lo que era. Yo me dibujé al lado derecho de la madre y
puse: hija mayor, a mi lado Tomás: hijo segundo, y a la izquierda de la
madre, el señor Forero con ruana y sombrero: padre −falso− y los gemelos:
hijos menores.
Mamá se extrañó de ver al padre con ruana y sombrero y me pidió que
lo cambiara, pero me negué diciendo que estaba cansada. Qué niñita tan
dominante, le dijo a la abuela. Me tapé los oídos, como hacía siempre que no
quería oírlas. Algunas veces pensaba que mi familia era falsa y que la
verdadera había hecho un viaje muy largo, pero regresaría algún día por mí.
Además del dibujo, debíamos explicar el papel del padre y la madre. El
padre: la cabeza del hogar: sostiene la casa, va a trabajar y trae la plata. La
madre: cuida a los hijos, los educa y hace el oficio de la casa, escribían todos.
¿Qué es educar a los hijos?, preguntaba la maestra, y respondía enseguida,
enseñarles a vivir en sociedad. Mamá nos enseñaba a rezar, a saludar, a
recitar, a no responder queeé, sino señora, a dar las gracias, a decir permiso,
disculpe, fuera tan amable, etc. Eso de, fuera tan amable, jamás me salía
aunque lo ensayara frente al espejo.
Vivir en sociedad, pensé, debe ser algo importante, cosa de personas
grandes, como estar en una fiesta. Yo no sabía lo que tenía que hacer si me
encontraba alguna vez en sociedad. En el periódico había una página
especial: Sociales de Bogotá. Allí había fotos de matrimonios en la iglesia de
La Porciúncula o Las Aguas, de fiestas de quince años, de bailes, de bautizos
y cumpleaños, de señoras con moñas y capul, de niñas con diademas y niños
con corbatín. Eso era para mí la sociedad.
Papá no vivía con nosotros desde antes de nacer los gemelos. Un día le
dijo a mamá, me voy a Venezuela a trabajar. Ella decía que no tenía que irse
tan lejos a aventurar, que eran cosas que Jorge le metía en la cabeza. Su
amigo Jorge volvió, pero él se quedó buscando trabajo. Eso debe ser que
consiguió otra mujer, hasta tendrá hijos. Sin estar, él nos miraba desde la
pared central de la sala, en la foto de matrimonio, encima del sofá. También
se encontraba en el tocador de mamá. Yo tenía diez días de nacida y me
llevaba en brazos. En el álbum familiar había otra foto con mamá, Tomás y
yo. Su cara no se veía bien, parecía distraído, mirando a un lado y mamá
estaba agachada, vigilando a Tomás.
No sé por qué después de cerrar mi cuaderno de tareas miré la foto de la
sala y me sentí mal. No me gustaba decir mentiras como a Maritza que
mentía con descaro. Decía que era vecina de Óscar Golden, el que cantaba
“Boca de chicle”, y que por las mañanas se encontraba con él en la avenida y
la saludaba. Todo el mundo en el colegio sabía que eso no era verdad, pero
ella juraba que se encontraban.
En clase siempre levantaba la mano para leer las tareas, cosa que le
encantaba a la maestra, pero aquella vez ni siquiera levanté la cabeza del
cuaderno. Me puse a imaginar respuestas que no despertaran sospechas. ¿Su
papá, por qué no vive con su mamá?, ¿están separados?, ¿está muerto?,
¿dónde trabaja? Todas las preguntas eran tan incómodas, que hubiera
preferido decir que estaba muerto. No sé cómo se me ocurrió algo tan feo.
¿Por qué papá no vive con nosotros?, ¿vendría alguna vez?, me
preguntaba a menudo. Si hablábamos de él, mamá cambiaba de tema o nos
decía, en tono desesperado, no me atormenten más. Solo cuando nos
sentábamos alrededor en su cama y escuchábamos la historia de cuando se
conocieron, yo aprovechaba la ocasión para preguntarle. Ella decía que tal
vez estaba ahorrando plata para comprarnos una casa. Yo leía a escondidas su
Cuaderno de recuerdos y poesía pero no encontraba nada sobre él. Lo último
que vi fue el poema número veinte de Neruda que me enseñó una noche:
“aunque este sea el último dolor que ella me cause y estos sean los últimos
versos que yo le escriba...”.
A veces ella estaba tan contenta que decía, esta noche creo que viene su
papá, hay que estar atentos al timbre de la puerta. Empezábamos a imaginar
que bajaba del bus, frente a la panadería de la esquina, que venía caminando
y contábamos los pasos, cien, hacia atrás, noventa y nueve, noventa y ocho...
Al llegar a cero se nos paralizaba el corazón de emoción y luego se encogía,
porque el timbre no se escuchaba. Eso fue que lo dejó el bus, decía Tomás, y
mamá cambiaba de tema.
El papá de Marta, mi vecina, llegaba todas las noches con las onces del
colegio, papas fritas, chitos, néctares de fruta. A nosotros no nos daban onces,
porque según ella esas porquerías quitaban el apetito. Pero yo pensaba que si
papá viviera con nosotros, nos traería onces todos los días. Una vez
jugábamos en el antejardín de Marta y llegó el señor con el periódico debajo
del brazo y una bolsa. Me saludó con un guiño. ¡Qué rabia me dio! Se me
subieron los colores a las mejillas. Marta empezó a reírse y a decirme, mi
papá no come gente. Tener un papá, pensé, es tener a quien esperar para
comer. Nosotros en cambio comíamos en la cocina. A medida que
llegábamos, la abuela nos servía y se sentaba a nuestro lado a preguntarnos
cómo nos había ido. Solo nos sentábamos en el comedor cuando había
invitados, es decir, casi nunca.
Mi familia estaba formada por una mamá y una abuela muy raras, que
no me dejaban salir al antejardín sin permiso y me prohibían hablar con los
extraños. Podía ir donde la vecina, pero rogándoles y ofreciéndome a hacer
oficio sin protestar. En cambio la mamá de Marta era muy buena, aunque un
poco gorda. No le ponía oficio a los hijos y les compraba lo que pedían.
Marta ya tenía botas go-go, pulseras, aretes y una carterita con cadena. A
veces le preguntaba a mamá el porqué de tanta diferencia y ella respondía,
tienen un papá. Pero ella tampoco hace oficio, alegaba yo, y mamá me salía
con que trabajaba para darnos de comer y no podía hacer todo.
Yo veía que lo que me enseñaban en la escuela sobre la familia era lo
contrario de lo que pasaba en mi casa: la cabeza del hogar no estaba, la mamá
no hacía los trabajos domésticos. La abuela ocupaba el lugar de la mamá y
mamá el del papá. Por nada del mundo quería contarle eso a la maestra.
La familia era algo confuso y aburrido. Por eso me inventé otras
historias con otros personajes: un papá que iba todas las mañanas a la oficina
y venía a almorzar y luego regresaba a las siete de la noche, un papá que nos
llevaba al parque los sábados y los domingos a cine; que compraba
chocolatinas y nos daba papas fritas con coca cola, una mamá que se quedaba
en la casa barriendo y arreglando los cuartos; que hacía pasteles, postres y
galletas, un papá que nos iba a comprar en navidad un televisor, como el de la
tía Ana.
Escribí esas historias, pero no las leí en clase porque me hubiera sentido
como Pinocho. Preferí acomodar la realidad y escribir otra mentira, pero
basada en una verdad. La maestra pasó por todos los pupitres mirando los
dibujos y cuando se detuvo en el mío preguntó si papá era más bajito que
mamá. Le dije que no, que tal vez no me había dado cuenta de ese detalle.
Toda la clase se puso a reír y los colores se me subieron a la cara. Me
confundí cuando me pidieron hablar de mis padres. Dije que mamá era la
directora de una escuela, cosa que era verdad, que papá vivía en una finca y
cada mes nos traía quesos, mazorcas, naranjas y morcillas. No supe qué
responder cuando me preguntaron en qué trabajaba papá. Me puse a llorar y
la maestra me llevó a un sitio aparte y me dio un chicle. A la hora del recreo,
pedí permiso para quedarme en el salón. No quería que me preguntaran lo
que me pasaba.
Las niñas de la clase empezaron a inventar historias sobre papá: que era
un tipo raro, que nos había abandonado, que tenía otra esposa. Maritza dijo
que su mamá pensaba que mamá no estaba casada. Cuando me lo contaron
me puse furiosa y la esperé a la salida del colegio para hacerle el reclamo.
Ella salió corriendo, burlándose de mí, se puso roja, se puso roja, ja, ja, decía.
Al medio día volví a la casa con la falda rasgada y una idea fija: bajar el
retrato del matrimonio y llevarlo al colegio. Lo descolgué a toda prisa y lo
envolví en un periódico. Le di un beso a la abuela y salí corriendo. En la calle
me tranquilicé y me senté a pensar en lo que debía hacer. Decidí quedarme en
la puerta y mostrárselo a Maritza a espaldas de la maestra. Pero llegó tarde y
tuve que esperar al recreo. Cuando la maestra nos dijo, pueden salir, niñas,
desenvolví el retrato y se lo puse delante de las narices. La muy atrevida me
empujó. El vidrio se rompió en varios pedazos que saltaron al suelo y yo caí
encima. Empecé a llorar, pensando en lo que me pasaría cuando mamá se
diera cuenta.
Al recoger los pedazos rotos se me clavó una astilla en el dedo y sangré
tanto que me desmayé. La maestra vino enseguida con un frasco de
Mertiolate y un poco de algodón. La señora Berta, la directora, apareció
alarmada, dispersando a los niños. Era la primera vez que usábamos el
botiquín y todo el mundo quería ayudar. Como no paraba de salir la sangre,
no se podía ver el pedazo de vidrio. El pulgar se me hinchó y empezó a
dolerme mucho. Al final salió la astilla y me vendaron la mano. La maestra
me copió los ejercicios, pero yo no pude escribir hasta que no se me cerró por
completo la herida. A Maritza le bajaron la nota en conducta ese mes.
La abuela le dijo a mamá que el retrato se había roto limpiando el polvo
y fue una suerte que no preguntara nada más. Mientras estuve vendada no me
dejaron salir a jugar. Falté dos días al colegio por la fiebre que me dio. En
casa hablaba poco, cosa que le extrañaba a la abuela que a mis espaldas decía,
no hay quien la calle. Cuando volví al colegio la maestra me recibió muy
cariñosa. No le hablé a Maritza en mucho tiempo, pero después volvimos a
ser amigas porque nos hicieron contentar.
Mis tías que eran otra parte de la familia vinieron el fin de semana a
visitar a la abuela y me vieron con el dedo vendado, intentando escribir, ¿qué
le pasó a esta niña?, preguntaron, poniendo cara de brujas. Odiaba que se
refirieran a mí diciendo, “esta niña”. Odiaba también que empezaran a hablar
mal de los hombres, en general, y de papá, en particular. Mamá les mostró la
foto y ellas dijeron que para tener un marido de adorno era mejor no tener
nada. De todos modos, mamá lo volvió a enmarcar y lo colgó en el mismo
lugar.
Mis tías siempre estaban aconsejando a mamá. Le decían que no
siguiera guardándole la espalda a ese hombre, que a lo mejor estaba muy
contento con otra, que ni una letra, ni unos saludos, ni nada. La abuela
insistía en eso del respeto y la importancia de tener aunque fuera la sombra de
un marido para proteger la casa. Yo sabía de memoria lo que iban a decir
porque siempre que se juntaban era igual. Me preguntaba si no se les
olvidaría alguna vez la cantaleta, si dentro de la mente no tendrían más que
un disco rayado. A ninguna de ellas se les ocurría pensar que le hubiera
pasado algo grave, que estuviera enfermo, que se encontrara solo y triste.
Para no oírlas, me tapaba y destapaba los oídos y escuchaba un cotorreo
intermitente. Tomás y yo jugábamos al cine mudo. Los dos nos escondíamos
detrás de una puerta con los oídos taponados de algodón. Nos divertía verlas
hacer gestos, manotear, llevarse la mano a la cabeza, persignarse, apretar la
mano contra la boca y retorcerse y entonces nos entraban tantas ganas de reír
que teníamos que morder un trapo para que no nos oyeran. Mire a ver qué
tiene que hacer, me decía mamá cuando me sentaba a escucharlas y yo me iba
furiosa por no saber responderle y mucho más si al volver la espalda la sentía
cuchichear porque sabía que hablaban de mí.
La abuela sola, sin sus hijas cotorras, era otra persona. Se portaba bien
conmigo aunque no me quisiera como a Tomás. A él le daba a escondidas
plata para sus dulces y todo el tiempo le estaba diciendo, ahí viene el hombre
de la casa, para eso soy el hombre de la casa. Y cuando lo bañaba le hacía
cosquillas en el pipí y es que aquí tengo el mercado y tápese esas puquerías y
todo eso me parecía ridículo porque Tomás no crecía, tal vez para que no lo
pusieran a hacer oficio. También era el preferido de mis tías. Mamá daba la
vida por los gemelos. Cuando los veía jugar, decía, pobres mis chinitos, y ese
hombre ni los conoce.
Con frecuencia imaginaba que papá venía y las sorprendería hablando
mal. Ojalá las oiga, decía yo, y entonces salía muy despacio, abría la puerta
de la calle y la cerraba con cuidado. Las cuatro hablaban al mismo tiempo.
Por eso no me sentían salir. Luego timbraba y venían, preguntándose, ¿quién
será a estas horas? No abramos sin mirar antes, Sara, asómese primero a la
ventana, qué peligro, puede ser un ladrón. Mamá abría la ventana y me
descubría. China condenada, decía, un día hay que dejarla en la calle un buen
rato, a ver qué hace, para que se le quite la costumbre. Pero yo sabía que en el
fondo mi ocurrencia las hacía reír.
La abuela

La abuela vino a vivir con nosotros cuando nos trasladamos a Bogotá.


Después de tanto insistir ante la Secretaría de Educación, mamá consiguió el
traslado. Muchas veces la acompañé a hacer las diligencias. Cogíamos un bus
a las cuatro de la mañana y a las siete ya estábamos en Bogotá. El viaje a esas
horas se me hacía muy largo, pero también es cierto que casi siempre me
dormía. Cuando nos acercábamos a la sabana, ya eran las seis y media. Me
gustaba ver los extensos potreros verdes con algunas vacas dispersas.
Conocía de memoria ese recorrido. A lo lejos se divisaban las montañas con
casitas que parecían de juguete. Al pasar el Puente del Común encontrábamos
un castillo misterioso y enseguida estábamos en Bogotá. Entonces me distraía
viendo las vallas publicitarias, hasta que entrábamos en el Centro. Mamá se
ponía nerviosa y agarraba muy fuerte el maletín y con el otro brazo apretaba
la cartera contra el costado.
Antes de entrar en la oficina del secretario de Educación, tomábamos un
café con leche y un buñuelo. Ella se peinaba, se pintaba los labios y ensayaba
lo que tenía que decir. No siempre la recibía. Tuvo que conseguir la ayuda de
un político. El señor Martínez le presentó al doctor Renjifo Lopera,
representante en la asamblea. Con una llamada suya salió el nombramiento.
Lo que es la palanca, le dijo Beatriz, la lombriz. La abuela dijo que tocaba
llevarle un pisco a ese doctor y mamá, que eso ya no se usaba, que lo mejor
era averiguar la dirección de la casa y enviarle un buen ramo de flores. El
señor Martínez aconsejó ayudarle en la campaña. Mamá no entendía de
política, pero colaboró. Tuvo que participar en una fiesta para recoger fondos.
Ella también pagó la cuota de la entrada e invitó a mis tías, pagando. El
doctor Renjifo llegó y saludó a todo el mundo de la mano y se fue enseguida
en su Mustang rojo.
Desde el nombramiento la familia se revolucionó. Nadie estaba
preparado para cambiar de ambiente. Primero hubo que buscar una casa cerca
de la escuela. Los arriendos eran muy caros y en la mayoría de los
apartamentos había que compartir la cocina. Por fin encontramos un primer
piso totalmente independiente, con un antejardín para jugar y un patio interior
donde la abuela dijo que se podía tener una gallina. Antes de decidir que ella
venía con nosotros, mamá empezó a buscar una persona para que nos cuidara,
¡qué peligro los niños solos!, hay que estar encima de ellos, evitar que salgan
a la calle, que no le abran la puerta a nadie y que no vayan a jugar con el gas,
porque son tan tremendos que incendiarían la casa en un abrir y cerrar de
ojos, se quejaba.
Mamá estaba preocupada porque no encontraba ninguna persona
responsable. Entonces la abuela se ofreció a cuidarnos. Lo único que le
molestaba era el frío, pero dijo que poco a poco se acostumbraría. Todos
estuvieron de acuerdo en que era más cómodo para ella vivir en Bogotá, no
solo por el tratamiento médico, sino también porque había menos trabajo que
en la finca, pero de vez en cuando hay que ver los animales y darse cuenta del
rancho, decía en voz baja.
Acostumbrarse a la vida de Bogotá no es fácil, se quejaban ellas. En
cambio nosotros nos adaptamos desde el primer momento. En las tiendas
había cantidad de cosas que no se veían en La Laguna. En el barrio teníamos
un parque donde podíamos jugar básquet y a dos calles de la casa había un
lugar donde alquilaban bicicletas. Los sábados y domingos podíamos ir al
cine o visitar a la familia y ver la televisión donde la tía Ana. Mamá insistía
en que la gente de los pueblos era más sana, en La Laguna no me daba miedo
dejarlos en manos de Felisa que es muy irresponsable, decía. Felisa hacía
hogueras en el patio. Un día casi nos incendia la casa, pero mamá no lo supo.
Lo que le preocupaba era que Felisa, tan volantona, se enamorara y se
escapara o se quedara embarazada. Yo siempre me la imaginaba saliendo por
la ventana volando. Entonces mamá prefirió llamar al papá y entregársela.
Abundino, ahí se la dejo, como me la trajo, le dijo muy seria, y Felisa lloró al
despedirse. Yo también. Me dio mucha tristeza verla partir con su cajita de
cartón. Ya no teníamos con quién jugar, ni con quién subir a los árboles a
coger mandarinas. A veces Felisa se disfrazaba de muerta viva y nos
asustaba. Le pedíamos que blanqueara los ojos y nos daba tanto miedo verla
así que gritábamos como locos, hasta que mamá se ponía furiosa y decía,
Felisa, mire a ver qué le falta en la cocina. La abuela, en cambio, parecía
estar siempre de mal humor. A su paso nos iba diciendo, dejen pasar, cojan
oficio, el tiempo perdido los santos lo lloran, juego de manos, juego de
villanos.
Ella no paraba de quejarse, una sola golondrina no hace verano, ahora
¿cómo hacemos?, con lo caros que están los arriendos, todo sea por estos
muchachos que tendrán que ir al colegio y luego a la universidad y aunque no
me gusta para nada Bogotá, hay que aguantarse. Eso sí, voy a echar de menos
la tranquilidad. Y la abuela le hacía coro, uno se acostumbra a todo. Sí, sí, el
hombre es un animal de costumbres, dijeron anoche en la televisión,
comentaba mi tía. Mamá, que no podía soportar ese aparato, le respondía,
nunca me acostumbraré a perder el tiempo de esa manera, unos viejos
discutiendo de cosas que no se entienden y unos mechudos moviéndose como
borrachos. Pero a mí me encantaba ir a Bogotá y quedarme los fines de
semana donde la tía Ana, para ver el Club del Clan. La abuela que tampoco
soportaba la televisión, preguntaba, ¿a eso le llaman cantar?
La abuela no hablaba mucho, pero decía cosas con su silencio. Cada vez
que presenciaba una pelea trataba de aplacarla con señas. Shisst, no le paren
bolas que no está bien de la cabeza, nos decía cuando discutíamos con
Héctor. Déjenlo solo y no le hagan caso. Y no valía que le explicáramos que
él se metía primero con nosotros, que nos tiraba piedras y que no nos dejaba
bajar las mandarinas porque decía que el árbol era suyo. El huérfano, lo
llamábamos, porque la mamá murió cuando él era pequeño.
Le encantaba hacer huevos pericos con chocolate y tajadas de plátano
frito. Cuando no había nadie por los alrededores, me llamaba en secreto y
comíamos en silencio para que no nos descubrieran. Entonces me atrevía a
preguntarle cosas de su vida y ella me contaba historias. En esos momentos
su cara cambiaba y a mí me parecía que me quería. Lo único que no me
gustaba es que a veces se ponía en contra mía.
Cuando pasábamos vacaciones en la finca, se quedaba sentada,
pensando y moviendo la mandíbula. Nosotros nos acercábamos a escuchar.
Yo creía que estaba rezando. Tomás decía que hablaba con las almas del
purgatorio y les pedía favores. La mirábamos un buen rato, tapándonos la
boca para que no se nos escaparan las carcajadas. Ella cabeceaba y luego se
levantaba sorprendida, preguntando, ¿qué horas serán?, hay que empezar a
desgranar maíz para los animales que están rondando la casa. Y entonces nos
nombraba a todos, a medias, Tom-Hec-Jua-Cla-Clara, niñita, tal vez porque
se le olvidaban las caras de los nombres.
En la finca podíamos escondernos todo un día y no nos encontraban.
Subíamos a los árboles y la dejábamos llamar a sus gallinas. Tuco, tuco, tuco,
les decía y todas se acercaban a picotear granos de maíz. A mí me gustaba
desgranar el maíz y era la primera que llegaba. ¿Qué estaban haciendo?, nos
preguntaba muy seria. Veníamos del río, respondíamos. ¿Cuántas veces tengo
que decirles que al río no pueden ir solos? Es mentira, estábamos detrás de la
casilla, contradecía otro. No, en el árbol, decía yo. Pues por decir mentiras les
va a pasar lo de Gustavo el mentiroso. ¿Qué le pasó a Gustavo el mentiroso?
Y ella nos contaba la historia del pastor que asustaba a los campesinos
diciéndoles, ¡El lobo! Cuando los pobres hombres llegaban, él se burlaba. Y
Gustavo repitió tanto la historia que la gente ya no le creyó más, hasta que
una vez vino el lobo de verdad y, aunque él gritó desesperadamente, nadie
quiso ayudarlo. Así el lobo se comió las ovejas de Gustavo el mentiroso.
Esas historias nos encantaban, pero también queríamos saber cómo era
el abuelo y de qué había muerto. De una enfermedad grave, en ese tiempo no
se sabía mucho, decía, como queriendo resumir el tema. Entonces todavía no
pasaban los buses y eran más de tres horas de camino hasta el pueblo.
Cuando el médico llegaba no había nada que hacer. Y, ¿cómo se curaban los
enfermos? Pues, con hierbitas, con remedios caseros. Tomás y yo sabíamos
que tuvo otros hijos que murieron antes de que naciéramos nosotros. Debe ser
que las hierbitas no les sirvieron para nada, pensamos. Solo quedaron mamá,
mis dos tías y un tío que iba de sitio en sitio, buscando quién sabe qué cosas,
decía la abuela, ganas de ir detrás de lo que no se le perdió.
De repente el tío Eliseo llegaba con la barba de tres días y la ropa sucia.
Dios mío, decía la abuela, debe tener hambres atrasadas. Entonces volaba a la
cocina y preparaba café con leche, carne asada, huevos fritos, arepas y
plátano. El tío comía a toda velocidad y luego nos miraba. Y ¿esta de quién
es?, preguntaba. La mayor de las de Sara, decía la abuela. No es ni fea la
condenada, comentaba, y volvía a sus pensamientos.
En realidad se llamaba Aurelia, pero todo el mundo le decía Atala. La
bautizaron dos veces porque a la bisabuela no le gustó el primer nombre. Un
día salió a escondidas y la mandó a bautizar en otra parroquia. Y ¿por qué la
bisabuela prefería el nombre de Atala? Pues, porque Atala era su novela
preferida. ¿Y por qué era su novela preferida? Porque es la historia de amor
más hermosa que se escribió sobre la tierra. Le rogamos que nos contara la
historia, pero dijo que otro día porque era muy triste y daban ganas de llorar.
Nos tenía tan intrigados con la novela que todos los días le rogábamos
que contara la historia de Atala. Unas veces decía que no se acordaba y otras,
que era muy triste porque los enamorados sufrían mucho. Igual que la
bisabuela Lucrecia, que la mandaron a un internado para separarla de su
enamorado, es decir, el que llegó a ser padre de la abuela y se llamaba don
Euclides, un músico que iba de finca en finca dando serenatas y enamorando
a las muchachas. Qué nombres tan raros, pensábamos. En esa época era así,
decía la abuela.
Todo ocurrió en esta misma casa, hace tantos años, suspiraba la abuela.
Mamá estaba enamorada de su música y sus canciones, pero la familia se
oponía a esos amores porque él no hacía nada más que cantar, irse de
parranda con amigos y emborracharse. Ella se escapó del internado y la
familia escandalizada los buscó hasta encontrarlos. Querían obligarlos a que
se casaran para evitar un escándalo, pero ellos ya se habían adelantado. De
todos modos los separaron. Cuando la abuela nació también la separaron de
la mamá y la dejaron al cuidado de unas tías. Luego la llevaron a un
internado. La bisabuela no dejó de luchar hasta que la rescató. ¿Por qué eran
tan malos? ¿Por qué les gustaba separar a los enamorados y a las madres de
sus hijos?, nos preguntábamos desconcertados. En esa época era así, decía la
abuela, siempre conforme con el pasado.
La finca de los abuelos estaba llena de historias secretas y de baúles
llenos de libros, muchos comidos por los ratones. En ese baúl encontré Atala
y emocionada leí la historia de los desdichados enamorados, pensado que
eran mis bisabuelos. La leí a escondidas debajo de los naranjos y escuchando
los rumores del río. Lloré muchísimo por todo lo que sufrieron y miré a la
abuela con un poquito de tristeza y ya no volví a preguntarle por la bisabuela.
Con nosotros vivían los personajes que habitaron la casa, como
Nemesio, especialista en mentiras fantásticas y Martina, experta en preguntas
necias. Martina no era una muerta sino un ser mágico que resucitaba cada vez
que la nombraban, cuando se hacía una pregunta necia. Abuela, ¿esta es la
masa de las arepas? No hagan preguntas necias como misia Martina, decía.
También se hablaba de ayudantas de la cocina, de jornaleros, mendigos y
huéspedes que se quedaban a vivir, como Alejandro cuya visita duró diez
años. Pero lo que más nos impresionaba era saber que las ánimas en pena
rondaban por la casa y se quejaban en la noche, si no rezábamos el rosario.
Los muertos tenían costumbre de despedirse antes de iniciar el viaje al
otro mundo. Ella estaba segura de eso. Antes de morir su hermana que vivía
en un pueblo, lejos de la finca, a un día de camino, la abuela escuchó una voz
que le dijo, adiós, Atala, me tengo que ir. Al comienzo creyó que se trataba
de una alucinación, pero al día siguiente vinieron con la noticia de la muerte
de su hermana. Los muertos también aparecían en sueños y preguntaban por
los seres queridos o hacían advertencias. Tenían el poder de ver el futuro,
pero no decían nada del otro mundo. Cuando les preguntaban cómo estaban
en ese lugar y qué sentían, desaparecían del sueño.
Y ¿cómo era el abuelo?, le preguntábamos a mamá. Un alma de Dios,
mamá era la que regañaba. Una sola mirada de papá bastaba para entender
que había que obedecer en el acto. No tenía necesidad de hablar. La abuela
transmitía sus mensajes, que dice Ulises que hay que desyerbar el patio, decía
en voz baja. Y todo el mundo iba a buscar un azadón. Él, sentado en el
corredor, miraba el atardecer, pensando. Ella siempre en la cocina
organizando la comida de los trabajadores, moliendo café, desgranando maíz,
pelando y asando plátanos, amasando harina. Él desensillaba el caballo y
ordenaba guardar los aperos. Había que hacerlo en el acto, no como ustedes,
que empiezan, ya voy, no, eso no se veía en mis tiempos. Él era diferente del
resto de los hombres de la familia, borrachos, pendencieros y jugadores.
Malos tenían que ser, decía tía Ana, hay que ser malos para encender el
cigarrillo con los billetes y no darle de comer a los hijos, como hacía Ernesto
con la tía Laura.
A Ernesto, el primo de la abuela, le gustaba engañarnos, hacernos
maldades y regalarnos dulces con picante. Se irá al infierno, pensaba yo,
cuando me hacía esas bromas. Lo que no podía entender es por qué fue tan
malo con los hijos. Debe ser que no le gustan los niños, pensé, pero ¿por qué
se casaría? Un día que mamá me pegó le pregunté para qué me había tenido y
se puso a llorar. Los hijos los manda Dios y hay que aceptarlos, dijo la
abuela.
No conocí otra persona más resignada ni más buena con los pobres.
Todos los campesinos de los alrededores de la finca la querían y sonreían
cuando los regañaba. La gente que pasaba por el camino se detenía a
saludarla y se sentaba con ella a tomar café en la cocina, su lugar favorito, de
donde salía únicamente para darle maíz a las gallinas.
Los mejores momentos con la abuela los pasé en la cocina ayudando a
moler la masa para las arepas. Eso le encantaba. Me hacía sudar dándole
vueltas al molino, aunque metía poquitos granos para que no me costara
trabajo. Cuando acabábamos decía, venga mi trabajadora. Yo me quedaba
admirada de verla hacer las arepas con tanta rapidez. A mí se me rompían
siempre. Ella me regalaba un poco de masa para que ensayara en un sitio al
lado de la mesa. La arepa mía era distinta de las demás, torcida y gruesa,
como una plasta. La ponía en un sitio aparte y decía, esta es la arepa de la
niña. En ese momento había algo especial entre las dos. No decíamos nada,
pero había paz y cariño, porque en el fondo me daba tristeza verla trabajar
tanto en unas arepas que casi no nos gustaban, pues todos preferíamos el pan.
Las comíamos cuando no había más y escondía los pedazos que los gemelos
tiraban debajo de los muebles.
¡Dios mío! Nunca se quedaba sin hacer nada en la finca. Pero en nuestra
casa se dormía en una silla y al rato se despertaba preocupada, buscaba algo
de qué agarrarse, un trapo de la cocina o una escoba. Creo que le hacían falta
sus gallinas. No acababa de despertarse cuando volvía al oficio de la cocina.
Al comienzo nos costó acostumbrarnos a ella, pues no era fácil complacerla.
Además, nos aburríamos todo el tiempo dentro de la casa y empezábamos a
suplicar que nos dejaran ir a ver la televisión donde la vecina. Paz con todos
y amistad con nadie, decía.
Cuando me mandaban por la leche y el pan, yo entraba donde mi amiga
Marta a esperar que empezara la televisión. Al principio no empezaba sino
hasta las seis. A esa hora ponían Flipper que era uno de mis programas
favoritos. Allí me quedaba con la botella de leche y el pan, hasta que Tomás
tocaba la puerta. Mamá y la abuela no se atrevían a llamarme, solo me
amenazaban con que un día iban a sacarme de las mechas por desobediente,
pero al final se acostumbraron. Alguna vez les compraré un televisor para que
dejen la gana, decía mamá ya cansada, aunque eso es malo para los ojos.
Los domingos armábamos paseo donde la tía Ana. Tomás y yo
saltábamos de felicidad porque nos fascinaba Viaje al fondo del mar y
Perdidos en el espacio, y la abuela comentaba, ¿qué le verán a esa caja?, yo
no sé ni lo que pasa en Losi o como se llame, Lassie, corregíamos nosotros,
dizque un perro hablando, eso no tiene fundamento. Y yo pensaba, mientras
la escuchaba, pobrecita la abuela, ella no sabe de esas cosas. Entonces la veía
como si fuera más pequeña que yo y sentía que la quería desde el fondo de
mí, aunque a veces no la comprendiera.
Las tías

Mamá se quejaba de la carestía de Bogotá, pero cuando vivíamos en La


Laguna, un cagadero, según ella, se quejaba de la gente entrometida, de las
compañeras y de los niños insoportables. Lo que más le alegraba la vida era
la visita de sus hermanas. Por un lado le gustaba el pueblo y por otro le
molestaba que la gente estuviera pendiente de los demás. Las tías venían a
visitarnos alguna vez. Llegaban a la hora del almuerzo cargadas de paquetes.
Traían maletines de cuero, bolsas de plástico con cajas y latas de comida y
una malla donde metían las galletas y el pan, unos panes enormes en forma
de trenza, rellenos de pasas y adornados con coco rallado.
Al verlas se ponía nerviosa de alegría. Ellas se miraban satisfechas entre
sí, como queriendo hablar al mismo tiempo. Inspeccionaban los alrededores
antes de entrar en el lugar preferido, la cocina. Allí dejaban los paquetes y
enseguida decían, Felisa, llévese ese maletín y traiga la malla para darles un
pedazo de pan a los niños. Luego se quitaban los zapatos, exclamando, ¡qué
cansancio! Yo me moría por saber qué había dentro de las otras bolsas porque
casi siempre traían sorpresas para cada uno.
Cuando nos acercábamos para saludarlas, comentaban, ¡ay!, cómo están
de grandes y bonitos y, mirando a Tomás, la misma cara de la mamá, ja, ja, es
la cara de Sara cuando era chiquita, qué cosa tan exacta y a los gemelos, ¿a
quién se parecerán?, a mí se me hace que a Eliseo, o a Teo, el hermano de
mamá, decía Ana, no, no, mírelos bien, salieron vaciados a Pedro Pablo, el
primo de papá y a mí me miraban, sin encontrarme parecido con nadie, está
bonita la chinita, decían y asentían con la cabeza y mamá me pedía que les
recitara La parábola del retorno. Ellas escuchaban, repitiendo en voz baja las
últimas palabras de cada verso... “señora buenos días, señor muy buenos días,
decidme, ¿esta es la hacienda, la que fue de Ricard?”. Luego hacían
comentarios entre sí, como si yo no estuviese, tuvo que salir inteligente a
papá que leía mucho, esos viejos de antes cómo sabían de cosas, siempre
citando dichos y refranes y Sara también se aprendía poesías largas. Y
empezaban a contar historias de cuando iban al colegio. Pero hablaban de
tantas cosas a la vez que yo nunca acababa de saber cómo era la vida de ellas
cuando pequeñas.
Después repartían los regalos. Una camisa para Tomás, pantalones para
los gemelos y para mí una muñeca y un par de medias que estrenaba al día
siguiente, aunque mamá decía, déjelas para ir a Bogotá. Y mis tías insistían,
no, que se las ponga de una vez, para eso son. La fiesta seguía alrededor de
ellas donde se amontonaban pedazos de papel y periódicos. Mamá le
ordenaba a Felisa, no tire los papeles a la basura, dóblelos bien que nos sirven
para cuando no haya papel toilette. Y la pobre Felisa empezaba a hacer mala
cara, pero mamá, como si no se diera cuenta, seguía la charla, diciendo en
voz baja, hace mala cara porque no la dejo parar oreja.
Con las tías todo era alegría en la casa. Se comían dulces y pan con
mantequilla y mermelada. Se abrían latas de sardinas, se preparaban natillas y
gelatinas. La cocina estaba llena de cosas y cada cinco minutos entrábamos a
ver qué podíamos robar. Felisa iba de un sitio para otro, lavaba platos, secaba
cubiertos, ponía a hacer café, recogía la loza sucia, ordenaba la alacena,
pelaba papas y plátanos, ponía a hervir el agua para desplumar las gallinas.
Mamá sudaba yendo de un sitio para otro y nosotros estorbábamos en todas
partes. Entonces yo me ofrecía a acompañar a la tía Ana a dar un paseo por el
pueblo y Tomás y los gemelos se quedaban con María. La tía me llevaba de
la mano y hablaba de los sitios donde había vivido antes de casarse, pero en
realidad era yo la que hablaba hasta por los codos, como decía Felisa cuando
se enojaba conmigo.
Claro que cuando llegamos a Bogotá la tía Ana se portaba de otra
manera. Seguía siendo atenta, pero ya no nos hacía regalos. Me parecía que
no era tan cariñosa, como antes. Me exigía demasiado por ser la mayor. Me
reprochaba todo el tiempo, que la pobre Sara, sola en esta vida y no le
agradecen, tan desobediente y altanera, en lugar de colaborarle a su mamá.
No sé por qué lo hacía, era como si se unieran en contra mía.
Tal vez cambió porque me estaba haciendo mayor o porque no volaba
cada vez que me decían, vaya a darse cuenta de los niños. Claro que yo no
salía corriendo a obedecerles. Ellas eran muy cansonas y no me dejaban en
paz. Mamá decía, vamos de visita, pero la visita tiene que ser corta para no
aburrir a los de la casa. Y eso era verdad. El primer día de visita no tenía nada
que ver con el último. Al principio me consentía, como a mi prima. Me
regalaba dulces que sacaba de lugares secretos. Me dejaba ver la televisión el
tiempo que yo quería, que era casi hasta que se acababa la programación. Por
la mañana sacábamos los juguetes de mis primos: trenes eléctricos, carritos a
control remoto, piano, armónica, triángulos y trompeta como para armar una
orquesta, muñecas enormes, cocinitas, ollitas, tacitas en las que preparábamos
comidas con harina y granos que nos robábamos de la cocina. Así pasábamos
el día entero. Nos interrumpía sólo para comer.
Más o menos al tercer día, mi tía cambiaba. Ya no me dejaba en paz ni
un minuto. Quería que le ayudara a sostener la ropa que estaba torciendo en
el lavadero, que le alcanzara las cosas de la cocina, que fuera a la tienda a
comprar la leche y el pan. Y en cuanto poníamos la televisión, nos gritaba,
Dios mío bendito, apaguen esa televisión, qué vicio, ojalá se les dañara un
día. Las primeras veces yo le obedecía sin protestar. Pero cuando se pasaba
de la raya, me hacía la que no oía o me escondía en los closets.
Lo que sí me gustaba era salir a la calle. En cuanto decía, ¿quién me
comprará la leche y el pan?, yo estaba lista. Me ponía los zapatos de salir y
un suéter porque no nos dejaban ir a la calle sin abrigarnos. Cogía la plata y
apretaba la mano, para que no se me perdiera y me iba a la tienda. Allí me
ponía a hablar con la dueña que no paraba de preguntarme cosas, que dónde
vivía, con quién y yo le contaba todo, que estaba por vacaciones, que papá
estaba en Venezuela. También le contaba cuántos hermanos éramos y cómo
se llamaba cada uno. Al final, la señora siempre me daba un dulce. Así me
iba tan contenta, comiendo rápido para que no me regañaran. Al entrar en la
casa la tía decía, ya casi iba por usted, ¿cuándo aprenderá a hacer un favor
bien hecho?, las cosas se necesitan para ya, no para el día siguiente. En esos
momentos prefería estar con mamá y ya empezaba a contar los días que
faltaban para que llegara.
Cuando mamá venía por mí, la tía Ana le decía, se ha vuelto un poco
desobediente, es que hace falta que la corrijan, y mamá decía, pero uno solo
no puede darse cuenta de todo. Por el camino me defendía de los reproches,
aunque era inútil porque no me creía. Hay que aguantar la caña, decía, ya un
poco más tranquila, porque es el único sitio a donde podemos llegar. Por eso,
cuando supe que nos íbamos a vivir a Bogotá, descansé al saber que
tendríamos nuestra casa. Sin embargo, seguimos visitándola con frecuencia y
yo pasaba algunos fines de semana jugando con los primos.
Los domingos no teníamos nada que hacer por la tarde. Entonces nos
arreglábamos muy bien y nos íbamos a tomar onces donde ella. Mamá pasaba
por la panadería y compraba un pan relleno de frutas y unas almojábanas y
cogíamos el bus en la Caracas. Subir a la abuela no era nada fácil. Teníamos
que gritarle al chofer que esperara un rato porque también iban los gemelos a
los que metíamos por debajo de la registradora. Claro que había unos buses
que decían “Todo niño paga” y el chofer nos miraba mal y yo le reprochaba
que hiciera eso, pero ella decía furiosa, déjeme a mí que yo sé por qué hago
las cosas. Al final era tan complicado eso de subirse a un bus urbano con la
abuela, que mamá acababa aceptando que era mejor pagar un taxi aunque nos
saliera un poco más caro. Y la abuela se ponía contenta porque sufría cada
vez que le tocaba bajarse de esos buses. Lo malo es que en el taxi a veces nos
ponían problema por ser tantos, pero ella insistía en que los niños pequeños
no ocupaban espacio porque iban en las piernas de los mayores. A mí me
tocaba llevar a uno de los gemelos que siempre querían estar al lado de la
ventana porque les gustaba mojarse el dedo con saliva y hacer garabatos en la
ventanilla y la abuela les pegaba cada vez que lo sorprendía, qué niño necio,
murmuraba, y les daba en la mano, pero Pachito y Pepe seguían haciendo esa
suciedad. El viaje en taxi se nos hacía tan corto. En esos momentos hubiera
preferido que la tía Ana viviera más lejos. Nada más acomodarnos, Tomás y
yo empezábamos a leer en voz alta todos los letreros de la calle: Panadería la
Estrella del Sur, Estación de Servicio Esso, Shell, Mobil Oil, Miscelánea,
Lavandería Paula, Cream 2001, Papelería Panamericana, Ropa el Roble,
Almacén de Calzado Panam, Croydon, Stanton, La Corona, Almacenes Nena,
Expendio de carnes, Se hacen ojales, Se remallan medias, Se alquilan
bicicletas, Venta de helados, Modas Paty, Corte y confección, Academia de
baile, y eran tantos y tantos los letreros que parecía que no acabábamos
nunca. Cuando el taxi paraba, la abuela decía, ya llegamos, gracias a Dios, y
se echaba la bendición. Era algo que también hacía al salir de la casa. Mamá
miraba el taxímetro y si no le daban las vueltas completas, empezaba a
discutir. Yo miraba para otro lado, temiendo que la gente que pasaba por la
calle se diera cuenta de la pelea. Pero cuando todo iba bien, me adelantaba
para timbrar. Mi tía salía al balcón y nos saludaba desde allí, mientras mi
primo y mi prima bajaban corriendo las escaleras.
Algunos fines de semana nos encontrábamos también con la tía María
que tenía cuatro hijos y un bebé que lloraba todo el tiempo. Y se armaba
tanto alboroto porque todos empezábamos a corretear por la sala. Mis tías
decían, a la azotea, antes de que nos vuelvan locas. Y arriba cogíamos las
sábanas que estaban tendidas en las cuerdas y armábamos un toldo. Debajo
poníamos una mesa con banquitos y jugábamos a la maestra. Yo era la
maestra. Los sentaba a todos frente a mí. A mamá le encantaba que los
calmara. Mi prima bajaba corriendo a pedir colores y pedazos de papel. Yo
hacía cuadernitos para cada uno. Los gemelos aún no sabían escribir, pero les
enseñaba a hacer palotes y círculos. Al rato los soltaba al recreo, y
armábamos la ronda o jugábamos a El puente está quebrado, hasta que nos
llamaban a tomar el chocolate. Tenían que gritar muchas veces porque ya no
nos interesaba bajar de la azotea.
La tía María nunca le pegaba a los hijos. Los dejaba hacer todo lo que
les daba la gana. Cuando se ponían insoportables, decía, yo los dejo…, que
los corrija el papá que se hace respetar más, a mí no me hacen caso. Pero
todos eran malísimos. Jamás se iban de un sitio sin romper algo. Ellos
empezaban las peleas y después salían llorando a dar quejas. Un día me
agarré con Javier porque cada vez que pasaba frente a él, me hacía zancadilla.
Entonces le arranqué un puñado del pelo y lo sacudí, él cogió una escoba y
me dio con el palo en la frente y yo le arañé la cara, hasta sacarle sangre.
Después de la sangre era muy difícil explicar quién había empezado. La tía
Ana fue a sacar Mertiolate y la abuela se puso a consentirlo, venga a ver qué
le hizo esa uñilarga, ahora me le va a dejar la cara como un mapa.
La tía María que lo conocía bien, decía, él es un atrevido, no se dejen. Se
me formó un huevo en la frente y tuvieron que aplastarlo con una cuchara y
un poco de crema Número Dos. La operación me hizo gritar del dolor. Para
colmo, mamá se puso furiosa conmigo y empezó a buscar el abrigo y la
cartera, amenazando con no volver, si nos portábamos mal. Luego puso el
ejemplo de los hijos de su prima Nelly, qué niños tan bien educados, es que
no se oye un grito en esa casa, ni una pelea, en cambio los míos son el diablo.
Yo que conocía de verdad a los hijos de Nelly, le dije que eso no era cierto
porque David me había robado mi esfero de tres minas y era un hipócrita,
pero no me creyeron.
No es que mis tías fueran malas, lo que pasaba es que cuando se
juntaban con mamá, se desahogaban hablando hasta por los codos. Eran
como tres hadas malas que predecían el futuro. Siempre estaban diciendo, se
lo dije, pero no me hizo caso. Todo lo malo que iba a ocurrir, ellas ya lo
habían visto en la bola de cristal. Si sale a la calle desabrigada, se va resfriar,
y era fijo, empezaba a toser por la noche. No coma tantos mangos que le va a
dar dolor de estómago, y pasaba. Si sigue saltando se caerá, y me daba el
golpe. No tome tanta aguadepanela que se va a orinar en la cama... y así se
adelantaban a los hechos.
No hay hombre bueno, era el lema de las tres. Papá, el primero, después
el marido de la tía María y luego el de la tía Ana que era cumplidor de su
deber, pero muy mujeriego. Los hombres son todos muy corrompidos, decía
la tía Ana. Y mamá comentaba, una de bruta, todavía les cree, pero me dijo
un señor muy decente, que ni siquiera cuando lloran son sinceros. Qué
hombres tan malos, decían y volvían a acordarse del marido que colgaba a la
mujer de las vigas del techo y la azotaba. Era una santa, decía ella, y yo
pensaba, en secreto, ¿por qué se dejaría pegar?, ¿no tendría al lado una
escoba o una piedra? Y pasaban por todos los hombres conocidos y
desconocidos, hasta que llegaban de nuevo a papá. Ese es el peor decía la tía
Ana, no quiere los hijos porque ni siquiera conoce a los gemelos ni sabe
cómo se llaman, Antonio, por lo menos cumple con la casa, de eso no puedo
quejarme.
Después de los maridos, venían los hijos, todos tan tremendos y tan
malagradecidos, tanto sacrificarse para saber que van a pagar mal. Me llevan
la contraria y me hacen tener rabias, se quejaba mamá, y la tía María decía,
dejarlos que se maten, yo cumplo con alimentarlos y darles estudio, para que
sean alguien en la vida. La tía Ana, en cambio, no hablaba mal de sus hijos.
Tampoco les ponía oficio. Por eso no eran desobedientes. Siempre que ellos
pedían algo, se los servía enseguida, lo único era que no los dejaban ni
asomarse a la calle, solo iban al parque el domingo y con el papá. Después de
salir de misa, paseaban y volvían pronto a la casa.
Pero yo me escapaba cuando podía. Por ese motivo me dieron unos
cuantos pellizcos en el brazo. Salieron al papá, de eso no cabe duda, decían,
refiriéndose a nosotros. Y los malos nos poníamos en un rincón, planeando la
forma de hacerles una broma. Entonces nos disfrazábamos de fantasmas y
hablábamos en nombre de misia Martina, la de las preguntas necias y la
abuela decía, qué susto, Virgen Santísima, resucitó misia Martina. Unas
veces se reían mucho, pero otras, nos regañaban por ensuciar las sábanas
recién lavadas.
El hombre de la casa

Tomás era el preferido. Se notaba porque la abuela lo trataba de un modo


muy especial y mamá todavía lo consentía como si fuera un bebé. A casi
todas partes iba con él. Por la mañana lo levantaba con paciencia. A veces lo
llevaba al cuarto de baño alzado. Le lavaba la cara y esperaba a que se
cepillara los dientes. Si él estaba de mal genio, tiraba las cosas al suelo.
Mamá las recogía diciendo, ¡Virgen Santa!, a la madre no se le trata así. A
mí, seguro que me hubiera dado un pellizco por hacer eso. Luego lo peinaba
con un poco de Glostora para que no se le desbaratara el copete y le untaba
colonia en el cuello. Tan buen mozo que quedó el hombre de la casa, decía la
abuela.
Cuando lo arreglaban con tanto copete, sabía que se iban al Centro. Yo
protestaba porque me dejaban con los gemelos y mamá decía que era mi
obligación cuidar de los niños. Por ese motivo empezaban muchas peleas
hasta que se decidió que nos turnáramos. Tomás la acompañaba a las visitas y
a las compras y yo al médico. Creo que ella prefería ir conmigo porque
Tomás era un despistado. Mamá, es por aquí, le decía, pues ella se perdía en
Bogotá. Así cogí fama de tener muy buen sentido de la orientación, cosa que
me gustaba y hacía que me esmerara todavía más. No me la imaginaba dando
vueltas con el hombre de la casa.
Lo que más me molestaba de Tomás era que le hablaran como si tuviera
dos años. Cuando se quejaba como un nené, yo les decía, sí, muy buen mozo,
pero perdió aritmética el mes pasado, y mamá respondía, pero él va a ser
juicioso de ahora en adelante y recuperará la nota. Y no había manera de
luchar contra el hombre de la casa que dejaba todo tirado para que se lo
recogieran. Niña, guarde esos zapatos, me ordenaba, pero si no son míos,
protestaba yo, no importa, decía, ¿cuándo me hará caso sin protestar?
Tomás sin mamá y la abuela era otra persona. Entonces jugábamos a
policía y ladrón, a Kalimán y el pequeño Solín, a Los Vengadores o a Batman
y Robin. Tomás, tráigame un vaso de agua, le decía, y él venía
inmediatamente. Cuando armábamos un toldo en el patio, inventábamos
muchas historias. Cogíamos la ropa de dormir, las levantadoras y los
babydolls y nos disfrazábamos. A los gemelos los tratábamos como a los
criados del reino y ellos, encantados, obedecían. Tomás era el rey y yo la
reina. En esos momentos él se portaba como un niño normal. Hablaba claro
y, si se golpeaba, no lloraba para que vinieran a consentirlo. Debajo del toldo
poníamos ladrillos y encima de los ladrillos colocábamos los cojines de la
sala. Luego traíamos bancos y poníamos una mesa donde se servía comida de
tierra y hierbas. Mi muñeca estaba siempre en el centro del toldo.
Así pasábamos las tardes soleadas, hasta que nos sorprendían. ¿Qué
están haciendo?, los deja uno solos y se vuelven como locos, a recoger todo
el desorden y a dejar la casa como estaba, decían. Yo miraba a Tomás a ver si
reaccionaba, pero se hacía el que no entendía. Entonces me le acercaba y le
murmuraba al oído, ayude a recoger o si no, no le hago la tarea de aritmética.
El obedecía, aunque de mala manera. Pero eso no me importaba. Lo que
quería era ponerlo a hacer algo, para que no se creyera el rey de la casa.
Tomás y yo cambiábamos el pan del desayuno por obligaciones. Si me
limpia los zapatos, le doy un pan todos los días de la semana, proponía yo. Y
Tomás aceptaba encantado porque lo que más le gustaba en el mundo era el
pan por la mañana. Otras veces conseguía que hiciera su cama y la mía, a
cambio de ayudarle en las tareas. Un día lo descubrí robándole la plata a
mamá y, como tenía tanto terror a que le dieran un fuetazo, prometió hacer lo
que le mandara, con tal de que no dijera nada.
Mamá me pidió que le trajera la cartera de su habitación. Yo miré a
Tomás que dejó lo que estaba haciendo y fue por la cartera. Se lo mandé a
usted, no al niño, rectificó. Pero él quiere ir, respondí. No, no, yo no quiero ir,
se quejó. ¿Qué está pasando?, hagan el favor de decirlo ya, si no quieren que
les pegue a los dos. Es que Clara me manda a hacer todo el oficio, se quejó
Tomás. Y eso, ¿desde cuándo?, preguntó. Los dos nos quedamos en silencio,
sin saber qué responder, hasta que yo me arriesgué con una mentira. Es que él
me pegó una patada y yo le puse como castigo hacer todo el oficio. Aquí la
única que pone los castigos soy yo, ahora se me quedan ahí quietos, hasta
nueva orden. No nos dejaron asomar a la calle en toda la semana, solo a mí
que me tocaba hacer mandados, pero me esperaban con reloj en mano. Tiene
quince minutos para ir por el pan y la leche y si se demora, téngase de atrás.
Pero yo seguía mandándolo, Tomás, tráigame ese lápiz y él me
contestaba, vaya por él, china pendeja, mandona y uñilarga, y yo le
respondía, ¿quiere que le cuente a mamá quién es el que le roba la plata?
Entonces cogía el lápiz y me lo tiraba. Así seguimos actuando cuando nadie
nos veía.
Un domingo por la mañana la abuela se dio cuenta que no había sal y así
no podía adelantar el almuerzo. Desde la cocina gritó, niña, niñita, venga
inmediatamente. Yo estaba ocupada bañando a mi muñeca y fui de mala
gana. La abuela cogió la plata de la repisa y me mandó por una libra de sal y
un paquete de cominos. Tomás estaba sentado en el antejardín. Había pedido
permiso para quedarse un rato viendo pasar la gente. Cuando abrí la puerta
me lo encontré en el quicio con la cara larga y tirando piedrecitas al andén.
La abuela no lo dejaba sacar la pelota. Ni más faltaba, decía, a lo mejor pasa
algún chino de la calle y se la roba. Ahí quietico puede tomar el sol, pero
media hora, nada más. Entonces aproveché la ocasión y le pedí que hiciera el
mandado, mientras yo seguía con mi muñeca que estaba flotando en el
lavamanos.
Al rato salió la abuela al antejardín a ver qué pasaba. Desde el baño la oí
decir, ah, niña desobediente, tanto que le digo que no se quede conversando
con los extraños, ahora tengo que esperar hasta que se le ocurra venir. Yo me
quedé quieta detrás de la puerta. Pero ella se acordó de Tomás y empezó a
buscarlo por toda la casa. El niño, ¿dónde está el niño?, ¿qué se hizo el niño?
Como no paraba de buscar por todos los rincones, decidí salir a contarle la
verdad. Tomás fue a hacer el mandado, él mismo se ofreció. Ojalá no le pase
nada, o la muenda que le va a dar su mamá, va a ser algo serio. Yo no me
meto en nada, pero acuérdese, me advirtió.
Mamá se había ido con los gemelos a visitar una amiga y no volvía hasta
las cuatro de la tarde. La abuela apretaba los puños o se agarraba la cabeza,
diciendo, ¡Ave María Purísima, protégenos! Yo fui a la tienda a buscar a
Tomás, pero me dijeron que no tenían sal y la vecina lo mandó a la tienda de
la otra esquina que estaba cerrada.
La abuela se puso llorar, ¡Dios mío!, el niño, ¡Santo Dios bendito!, que
no le pase nada, ¿quién me mandó a hacerme cargo de estos muchachos?, con
lo tranquila que estaba yo en mi rancho y ahora qué vamos a decirle a Sara.
Yo también me puse a llorar. No sé si por la abuela, por Tomás, o por ambos
o por el miedo a los fuetazos que me esperaban. Se me ocurrió que podíamos
llamar por teléfono a la tía Ana para que nos ayudara.
La tía empezó a gritar, ¡Virgen Santísima!, ¿esto qué contiene, ahora
dónde vamos a buscar a Sara?, mejor esperemos una media hora, antes de
llamarla. A pesar de ser tan desconfiada con los vecinos, la abuela me dejó
pedir ayuda donde Marta. La señora Doris vino a nuestra casa a consolar a la
abuela que no paraba de llorar. Luego llamó a su marido. El señor se ofreció
a dar una vuelta por el barrio y preguntar si habían visto a un niño de siete
años.
El papá de Marta y yo entramos en las tiendas de los alrededores, pero
fue inútil. Entonces nos acercamos a la parroquia a pedirle ayuda al cura. El
cura prometió avisar en las misas siguientes y pedir la colaboración de los
vecinos. Todo el barrio se enteró de la desaparición de Tomás y algunas
personas se acercaron a ofrecer su ayuda.
Cuando volvimos a la casa encontramos a la tía Ana consolando a la
abuela, no pasa nada, a lo mejor, se escondió por ahí, como son tan
tremendos, ya no se sabe si creerles, decía. Por suerte la tía Ana tenía el
teléfono de Laura, la amiga de mamá. Enseguida me agarró de la mano y nos
fuimos a llamar. La señora Doris ofreció su casa para hacer todas las
llamadas, pero mi tía pensó que estábamos poniendo mucho pereque. Ante la
insistencia de la vecina, entré en su casa, huyendo de la abuela que me agarró
del lazo del vestido, un momento, niña, procure no pasarse de la raya.
Me escurrí entre las piernas de las señoras y me metí donde la vecina.
Mario, el papá de mis primos, se puso a sermonearme, pero yo me tapé los
oídos, que busque el teléfono de Laura Álvarez, le grité. Y lo hizo, pero sin
dejar de quejarse por el gasto de teléfono y lo malos que son con su mamá y
lo desagradecidos. Mamá empezó a gritar. ¡Dios mío! Yo me sentí horrible y
tan culpable que hubiera deseado no nacer. ¿Ahora qué hacemos?, decía
llorando.
Todas repetíamos una y mil veces, ¡Dios mío, qué podemos hacer! El
vecino le dijo que buscara una foto del niño para llevarla al periódico y
propuso que fuéramos también a Radio Santafé. El mismo marcó el número
de la emisora. Enseguida sintonizamos la radio. Al poco tiempo escuchamos,
atención Bogotá, esta mañana desapareció al salir de su domicilio, ubicado en
la carrera décima con calle veintidós sur, el niño Tomás Osorio de siete años,
lleva un pantalón de pana azul marino, camisa blanca y suéter verde. La
persona que lo haya visto puede ponerse en contacto con esta emisora o
llamar al teléfono, 402930. Los familiares angustiados esperan noticias del
pequeño. Después nos fuimos con mamá a la parroquia y esperamos a que el
cura terminara la misa de doce. Cuando la iglesia quedó vacía, buscamos al
curita, que no tenía ninguna noticia para nosotros y mamá aprovechó para
pagar una misa por el alma del abuelo.
Hubo tanto movimiento que nadie volvió a acordarse del almuerzo,
hasta que los gemelos empezaron a llorar. Mamá fue a la cocina a prepararles
una maizena y la tía Ana puso a freír plátano. La abuela y sus hijas se
quedaron comentando que qué señora tan buena persona y qué señor tan
decente, hay que ver la forma como la trata, con tanta suavidad, qué
matrimonio tan bonito, la mala suerte que uno tuvo y ese hombre por allá y
uno solo en esta vida, saltando matones y él a lo mejor gastándose la plata
con mujeres de la vida, es como un animal porque no le importa lo que nos
pase, no sabe lo que es llevar a los niños al hospital con cuarenta de fiebre...
Y siguieron hablando, hasta que la vecina tocó la puerta.
La vecina venía con un plato de comida. Qué vergüenza, dijo mamá,
tanto pereque. Hoy por ti, mañana por mí, contestó. Por un momento nos
olvidamos de Tomás y empezamos a comer el arroz con pollo. Luego
pusieron a hacer café con leche y aguadepanela. A la abuela se le olvidó
contar que la culpa de todo la tenía yo. Pero mamá empezó a preguntar cómo
había ocurrido y se lo soltó. La mirada de mamá me puso a temblar. Me
defendí diciendo que Tomás estaba tan aburrido en el antejardín, que se
ofreció a hacer el mandado. ¿Cómo se le ocurre mandar al niño solo?, él
todavía es pequeño y no conoce el barrio, ojalá no le pase nada porque la
mato. Su cara iba tomando la forma de una bruja que se lanzaba sobre mí sin
piedad. Fui a la habitación y me encerré en el closet a llorar. Estuve tanto
tiempo allí que me quedé dormida, por eso no me di cuenta cuando llegó el
hombre de la casa.
A las cinco de la tarde llamaron donde la vecina para decir que lo vieron
llorando en una esquina. La mujer que lo encontró dio la dirección de su casa
para que fueran a recogerlo. Cuando mamá y el vecino llegaron, lo
encontraron comiéndose un bizcocho. La abuela me contó después que estaba
morado de tanto llorar, que se había tranquilizado con un vaso de leche tibia.
Mamá le dio un baño y una aguadepanela con limón y lo metió a la cama.
Esa semana el hombre de la casa, que estuvo a punto de convertirse en
salchichón, fue el rey de la casa y yo una especie de bicho raro a la que le
ponían todo el oficio. Ahora tendrá que hacer los mandados, sin protestar,
advirtió mamá. El hombre de la casa me miraba con cara de consentido, pero
yo pensaba, tarde o temprano vendrá para que le ayude en las tareas. Y
cuando se ponía antipático pensaba, ojalá se lo hubieran robado para hacer
salchichón, pero en el fondo me aliviaba saber que estaba con nosotros,
aunque fuera tan consentido y se portara como un nené.
Quitándole esos defectos Tomás era simpático y tenía chispa para decir
cuentos y vacilar con trucos: “Tengo dos caballitos, uno se llama Pedro y otro
se llama Juan. Váyase Pedro, váyase Juan. Véngase Pedro, véngase Juan”. El
truco consistía en pegar con saliva dos papelitos en las uñas de los dedos
índice. Luego colocaba los dedos sobre la mesa, primero uno, después el otro,
cada uno con su nombre. Después echaba hacia atrás un dedo y luego el otro.
Rápidamente los ponía sobre la mesa, pero los dedos estaban cambiados. La
gente pensaba que los papeles desaparecían y aparecían con magia. Él los
hacía volver, poniendo el dedo que era. Cuando llegaban las visitas, Tomás le
pedía permiso a mamá para hacer lo de Pedro y Juan y todo el mundo se reía.
También hacíamos el truco de entrelazar las manos y esconder un dedo.
¿Cuántos dedos tengo? Nueve. Cuente bien. Nueve. Y el otro que se le estira,
decía balanceando el dedo escondido y todo el mundo, qué risa, cómo se les
ocurren de cosas, y eso, ¿dónde aprenden tanto?
La que nos va a sacar adelante

La maestra era muy especial conmigo. Antes de terminar la clase me decía,


Clara, venga un momento. Al comienzo me daba miedo porque pensaba que
me iba a regañar por distraerme en clase. Pero ella solo quería que la
esperara, mientras recogía sus libros de la mesa. Lo hacía despacio, como si
no tuviera afán y mientras tanto me preguntaba cosas. ¿Sabe algo de su papá?
No sé si mentía al decirle que iba a venir en diciembre. Era lo que yo soñaba,
de todas formas. La maestra tenía las uñas largas pintadas de rojo, los dedos
muy blancos, pero con los nudillos muy gruesos y agrietados. En el anular
llevaba un anillo con una aguamarina y una argolla de oro parecida a la de
mamá. Dejaba caer con elegancia la esclava y el reloj de pulso dorado.
Explicaba historia y naturales subiendo y bajando el reloj y mirándolo
para que no se le pasara la hora. Al terminar la clase se quitaba la tiza con un
pañuelo, diciendo, ¡ay, mis manos, se me están acabando! ¿Cómo está la
mamá?, me preguntaba. Muy bien, decía yo. Y, ¿la abuelita? En la casa,
haciendo la comida.
Desde el primer día supimos que la maestra estaba casada. La directora
del colegio nos dijo, les presento a la señora Eudora de Ramírez que se va a
encargar del curso quinto de primaria, cualquier problema que tengan, se lo
pueden consultar, ella será como una segunda madre para ustedes. A veces
me imaginaba que el marido era un señor de traje azul oscuro con camisa
blanca almidonada, corbata, pisacorbata y mancornas doradas, como las del
marido de mi tía Ana. Me la imaginaba en su casa, sentada en la mesa,
comiendo con ese señor recién afeitado y oliendo a colonia Old-Spice.
Me elevaba tanto pensando cosas de la maestra que cuando me decía,
Clara, agarre un momento los libros, no entendía muy bien lo que quería y
me lo tenía que repetir. Yo me ponía roja cada vez que me equivocaba y me
daba rabia por eso. Pero luego me tranquilizaba pensando que no estábamos
en clase y que nadie nos estaba viendo.
Por un lado me gustaba que las niñas me vieran saliendo del salón con
los libros de la maestra. Por otro me sentía incómoda porque podían pensar
que le estaba dando cepillo. Casi siempre cogíamos por la carrera décima y
entrábamos en una tienda. Ella decía, vamos a comprar una cosita, pida lo
que quiera. Yo pedía una chocolatina Bonfruit. A veces me compraba dos,
otra para que se la reparta a los hermanitos, decía. Pero no siempre les daba a
los gemelos su parte, solo un mordisco. En cambio, a Tomás nunca le tocó, él
llegaba más tarde. Al despedirse de mí, la maestra me decía, me voy porque
me deja el microbús y usted, cuidado al pasar la calle y no hable con
extraños.
Yo estudiaba más para que ella estuviera contenta. Se le notaba que le
gustaba escuchar mis tareas. En la casa ayudaba a la abuela a servir el
almuerzo y luego me sentaba a hacer las tareas. Si tenía que hacer un dibujo,
intentaba que fuera el mejor. Si había que resolver un cuestionario, le pedía
ayuda a mamá. ¿Qué está haciendo la niña?, preguntaba. Estudiando, ahí la
tiene, respondía la abuela. Con tal de que estudie, así no haga oficio, me
contento con eso, comentaba mamá, todo para que lleguen a ser alguien en la
vida, para eso es que uno se mata trabajando.
Los gemelos se acercaban a molestarme y yo gritaba, dígales que se
vayan. Dejen estudiar a la niña, decía y, mirando a Tomás, y usted, joven,
debería seguir el ejemplo de su hermana mayor. No importa, para eso soy el
hombre, le decía la abuela, y mamá completaba, siempre es mejor un hombre
culto, que un burro como Ernesto que solo encontró trabajo de mensajero y
eso porque le enseñé a leer, la inteligencia triunfa sobre la fuerza bruta,
aunque a su papá de nada le sirve saber tanto, si es como un animal sin
sentimientos. Si todo iba mal, era culpa de papá por habernos abandonado. Si
todo iba bien, mucha gracia de Sara, porque una sola golondrina no hace
verano.
Yo seguía con mis tareas a pesar de las interrupciones de los gemelos.
Tomás pasaba cerca y me empujaba, haciéndome rayar el cuaderno y yo
gritaba. Deje el escándalo, qué niña tan remilgada, déjelo, no le haga caso,
decía la abuela y yo contestaba, cómo quieren que saque el primer puesto este
mes, si no me dejan concentrarme. Dejen concentrar a mi chinita, que ella es
la que nos va a ayudar a todos cuando sea grande. Ella es la primera que
saldrá a trabajar para ayudar a la mamá. Al comienzo no pensaba muy bien lo
que quería decir eso de “nos va a ayudar”. Luego entendí que era trabajar y
darle la plata. Eso fue lo que ella hizo con su primer sueldo y se sentía muy
orgullosa por eso.
En el fondo, ser la mayor se notaba porque los gemelos me obedecían
cuando mamá no estaba. El único problema era Tomás que siempre se
refugiaba en la abuela. Cuando rompía cosas o cuando robaba comida de la
despensa, yo amenazaba con acusarlo, pero la abuela se ponía en medio
quitándole importancia a la falta, mañana compramos chocolate, decía, déjelo
que se lo coma, a lo mejor tiene hambre. Lo mismo pasaba con las galletas de
soda.
Un día la abuela le dio la caja entera y lo sentó en el patio de atrás para
que se las comiera. No me mortifique más pidiéndome una galleta, coma,
coma hasta que se ahíte, le dijo. Y así fue porque en la noche se quejó de
dolor de tripa y empezó a vomitar. Desde entonces odió las galletas de soda.
Cuando veíamos el anuncio en la televisión le cantábamos, “y con Saltinas La
Rosa... Tomás, toda la sopa dejó”. Nos reíamos de él delante de las visitas,
así no podía tirarnos piedras, ni gritar, ni dar quejas, ni protestar.
Tomás era desaplicado, desobediente, desordenado y despistado.
Rompía los juguetes el mismo día que se los regalaban. Le quitaba plata a
mamá. Le pegaba a los compañeros de la clase y se aprovechaba de ser hijo
de la profesora. Mamá se quedaba hasta tarde ayudándole en las tareas.
Muéstreme el cuaderno para ver qué le dejaron, le ordenaba. Era una lucha
conseguir que se sentara a hacer sus deberes. La rana se reproduce por medio
de huevos, leía mamá, metamorfosis de la rana, respiración de la rana. ¿Cómo
se reproduce la rana?, preguntaba. Él se quedaba mudo un buen rato y yo
gritaba, ¡por huevos! Déjelo, me reprochaba mamá, ya a punto de perder la
paciencia. Tráiganme una correa porque la letra con sangre entra y no nos
vamos a la cama hasta que no se aprenda la lección de la rana.
Yo iba por la correa y Tomás empezaba a llorar. La abuela protestaba
desde su cama, qué ganas de mortificar al muchacho, ya aprenderá cuando se
le abra la inteligencia, eso mismo le pasó a Teodomiro que parecía retrasado
mental hasta los diez años que empezó a aprender a leer a escribir y a
memorizar todo lo que enseñaban en la escuela. Yo no sabía eso, respondía
mamá. Claro, porque usted era muy pequeña y ya no se acuerda. Y
empezaban a hablar de tantas personas que eran parte de unos recuerdos que
yo no había vivido, pero que estaban dentro de mí. Y así se salvaba Tomás de
la fuetera. Entonces me daba pesar porque se veía que para él era un martirio
estudiar.
Lo que más le gustaba a mamá era recordar con la abuela historias de la
familia, de parientes lejanos y extraños que pasaban por la finca. A mí
también me gustaba saber los detalles de esas vidas. Creo que hablar de esos
tiempos, como decían ellas, las tranquilizaba, mucho más que hablar mal de
los hombres en general. Era evidente que si se quejaban de lo malos que eran,
se ponían nerviosas y nos callaban o nos mandaban al patio. En cambio,
cuando recordaban sus vidas nos dejaban preguntar y nos perdonaban las
faltas. Dejémoslo de ese color, le decía mamá a Tomás, pero mañana no se
me escapa. A mí me acercaba la cara para que le diera el beso de las buenas
noches.
En sueños me imaginaba que crecía muy rápido y me veía vestida como
Marisol en una película donde tiene una falda de cuadros y un suéter rojo,
con el pelo largo bajando de un avión saludando a mis hermanos que me
esperaban junto con mamá y la abuela. En el sueño no sabía si las cosas que
había comprado para ellos les iban a quedar bien. A cada cual una muda de
ropa completa, a mamá una cartera para que remplazara esa vieja que llevaba
todos los días a la escuela y a la abuela un chal. Pero en el momento de
abrazarlos, algo pasaba. Como si el tiempo se detuviera, yo me quedaba
clavada a la escalera sin poder moverme. Intentaba gritar inútilmente. Al otro
lado, separados por un cristal, los veía agitar los brazos, pero ellos no me
escuchaban ni yo podía hablarles.
Algunas veces recordaba ese sueño tratando de entender por qué no
podía bajar de ese avión y pensaba en mi familia y en lo sola que me sentiría
cuando me fuera, cosa que pensaba con frecuencia, sobre todo cuando mamá
desesperada nos decía que ya no sabía qué hacer con nosotros, que la íbamos
a volver loca y que cuando llegara papá nos iba a entregar para que por fin se
hiciera cargo de sus hijos. Me angustiaba oírla hablar de nosotros como si no
fuéramos suyos. Pero luego besaba a los gemelos y les decía, mis chinitos,
cómo voy a dejarlos solos si son la luz de mis ojos. Yo pensaba, a lo mejor
voy a tener que trabajar, por si acaso nos quedamos solos alguna vez, porque
la abuela también quiere dejarnos.
Cuando se ponía de mal humor, la abuela nos amenazaba con irse. Si no
entran inmediatamente, no respondo de ustedes, ¿qué voy a hacer si los
atropella un carro o si pasa un ladrón y se los roba? Tantas cosas que suceden
porque la gente se busca las desgracias, mejor me voy a mi tierra a ver los
animales, porque esa finca está abandonada y yo aquí perdiendo el tiempo
con unos niños tan pícaros e inquietos. Cuando la abuela estaba de mal genio
parecía una cacatúa, soltando la retahíla: quién me mandó a mí a hacerme
cargo de estos muchachos, con lo tranquila que estaba yo en mi rancho, por
lástima está uno aquí, si por lo menos respetaran las canas, pero hay que ver
lo altaneros que son, Dios me perdone, un día cojo mi maleta y ojos que te
vieron... Y a pesar de todo lo malo se quedaba. Una vez la oí decirle a su
hermano, pobres muchachos, sin padre y Sara sola, sin tener quien le ayude,
uno tiene que estar ahí, por si algo pasa, nunca se sabe, Bogotá está llena de
peligros.
No sé por qué tenían tanto miedo de Bogotá. Yo salía a la calle y no me
pasaba nada. Me gustaba el barrio y mis vecinos. Tenía una amiga donde
podía ir a mirar televisión. También me gustaba el colegio, una casa en la
esquina que no parecía un colegio. Se sabía que era un colegio por un letrero
de lata muy grande que decía: “Liceo los Ángeles, kínder y primaria,
aprobado por resolución oficial número 00222 del Ministerio de Educación”.
Mamá dijo que le salía muy caro, pero que en una escuela pública no me
metía por nada del mundo y que ahí me tenía que quedar ese año hasta que
presentara el examen de admisión, para empezar el bachillerato en un colegio
oficial. Mi tía le decía que era mejor estudiar para normalista, pues así podía
salir a trabajar pronto como profesora. Pero yo me ponía furiosa porque no
quería ser una profesora. Venga, mi profesorita, decía mamá cuando estaba
de buen genio conmigo, venga la profesorita que nos va ayudar a salir
adelante cuando empiece a trabajar. Y yo gritaba con todas mis fuerzas, no,
no, no quiero ser una profesora, yo lo que quiero es ser aviadora y después
astronauta, como Valentina Tereshkova. Esas son ideas que le entran en la
cabeza, porque se pone a leer las revistas de Rusia que dejó Gerardo.
Gerardo era mi primo, hijo de una prima de mamá, me encantaba porque
me enseñaba adivinanzas y me contaba muchas historias de la universidad.
Decía que quería irse a estudiar medicina a Argentina o a Rusia porque allí la
educación era gratis. Si uno no pasa en la Nacional, se jodió, tía Atala, le
decía a la abuela y ella movía la cabeza, como hacía cada vez que no entendía
una cosa. Pero mamá y la abuela estaban convencidas que lo mejor para mí
era ser profesora y empezar a trabajar pronto para ayudarle a mis hermanos, y
pagarme una carrera por la noche. Hay que trabajar y estudiar, decía mamá, y
me ponía el ejemplo de una compañera de la escuela que estudiaba derecho
por las noches.
Tanto me molestaba que hicieran planes con mi futuro, que escaparme
me parecía una solución, para que nadie me dijera lo que tenía que hacer. A
veces me imaginaba que me iba como Marco Polo a la China, otras veces
daba la vuelta al mundo con Julio Verne, cuando no me encontraba en la
Selva viviendo una de las aventuras de Tarzán. Todas la aventuras me
encantaban, pero mucho más las del Fantasma. Era tan misterioso, metido en
esa cueva de sus antepasados. ¿Se quitará la máscara cuando besa a su novia
Diana Palmer?
Los domingos mamá me mandaba por el pan del desayuno y por el
periódico y antes de llegar a la casa ya estaba hojeando las aventuras porque
quería saber lo que pasaba con el Fantasma. Rex, el futuro Fantasma, se
vestirá algún día con el traje que fue de todos los Fantasmas. Yo quería ser
Diana Palmer y vivir en esa casita de jade, en la playa dorada.
Marta y yo ensayábamos a vivir en el desierto y probábamos a soportar
la sed sin beber una gota de agua. Muchas veces pensábamos en cómo
sobreviviríamos, en caso de encontrarnos abandonadas en medio de la jungla.
Lo mejor es aprender a cazar y a hacernos vestidos con la piel de los
animales. Un día nos propusimos caminar y caminar sin detenernos, pasar las
fronteras, escaparnos en un barco y llegar a las montañas del Tíbet donde
estaban los monjes lamas que salían en Kalimán, la única radionovela que
escuchábamos. Pero solo llegamos hasta la avenida Caracas, más allá nos
daba miedo seguir.
Ella era Kalimán y yo el pequeño Solín. Superábamos toda clase de
peligros, siempre salíamos victoriosas, aunque cayéramos prisioneras en
manos de los brujos. Uno de los brujos era mamá que me decía, niña, venga
para acá, y yo contestaba, ya voy mamá, hasta tres veces. Si no viene la traigo
de las mechas, decía. Entonces no tenía más remedio que despedirme de
Marta. Me necesitarán para hacer un mandado, le decía a Marta. Pero no
siempre era así. A veces, solo me querían para preguntarme si no tenía tareas.
Ojalá pudiera esconderme en la cueva del fantasma. Ojalá el fantasma viniera
a rescatarme, pensaba yo, con unos deseos inmensos de ser mayor y libre.
Llega un extraño

Una mañana antes de levantarnos se escucharon golpes fuertes en la puerta.


La abuela se asomó a la ventana de la sala, para asegurarse de que no le iba
abrir a los ladrones. La radio Santafé cantaba las noticias con una voz que mi
primo Gerardo imitaba muy bien, “Aaaatención, Bogotá…” y que nos hacía
morir de risa. Hasta que empezaba La simpática escuelita de doña Rita, no
llegaba mi hora de desayunar. Cuando iba a la cocina a decir buenos días,
mamá y la abuela hablaban del almuerzo y era muy difícil escuchar a doña
Rita y a sus alumnos. Aunque siempre me pedían que bajara el volumen, yo
lo subía para oír a la maestra tomando la lista... Sevelinda Parada... Aquí
sentada sin hacer nada, y mamá, niña, bájele a ese radio que me pone a
noventa.
En la cocina había un extraño que la abuela trataba con mucha
familiaridad. Siéntese aquí, Clemente, mientras está el café. Él la llamaba por
el nombre, cosa que me extrañó porque casi todo el mundo le decía señora
Atala. El hombre llevaba un traje de paño un poco arrugado y con la bota
doblada hacía arriba, sombrero y un bastón de caña que no dejaba de mover
mientras hablaba con el acento de los campesinos de la finca. Bueno, misia
Atala, le dijo, de manera que vende la finca o esa gente seguirá llevándose la
madera al otro lado del río. Usted verá si les damos su tatequieto. Y, cómo es
eso preguntó la abuela. Pues les ponemos una denuncia, pero tiene que
hacerla usted personalmente, respondió con energía. La abuela no dijo nada,
estaba absorta pescando los puntos negros del café y tirándolos en el
lavaplatos. Al verme de pie en la puerta hizo el gesto de, niña, vaya arréglese
antes de saludar y deje de escuchar las conversaciones de los mayores.
El hombre dijo en un tono burlón, con que esta es la hija de Sara y del
lujoso maridito que la abandonó. Quería quedarme un poco más, pero la
abuela echó la cabeza para atrás, luego hacia arriba y eso era definitivo. Me
parecía tan raro que un extraño la tratara así, quería saber quién era. Por eso
me lavé rápido para no perder palabra. Debí hacerlo a gran velocidad porque
mamá se dio cuenta, ¿para dónde va con semejante urgencia?, preguntó. Ella
aún no había ido a la cocina. No le gustaba que la vieran en bata. No sé por
qué corrí tanto, pues al final la esperé. No me atrevía a entrar sola. Mamá era
eterna en el baño. A veces me preguntaba qué haría. Eso era un misterio para
mí. Luego salía maquillada y oliendo a talcos de Elizabeth Arden que
guardaba en lo más alto del gabinete del baño. Había que poner una butaca
para alcanzarlos. Hay que ir bien arreglada porque de lo contrario la miran a
una como si fuera un bicho raro, decía, las maestras siempre se gastan el
sueldo en chiros y cosméticos, yo, como tengo obligaciones, no puedo, pero
tampoco me voy a quedar atrás. Esa es la diferencia entre Bogotá y La
Laguna, allá era casi como en una vereda, no hacía falta echar lujo. Y la
abuela decía, es mejor no desentonar, la pobreza hay que llevarla con
dignidad. Todo el mundo decía que mamá era bonita. A mí me parecía que
estaba un poco gorda. Ella también se quejaba de su cuerpo, ya con tres
partos y estas bolas de grasa, decía mirándose al espejo. Pero se pintaba los
labios de rojo y se arqueaba las pestañas. Por la noche usaba Silka para que le
crecieran las pestañas... Aunque una ya para qué, decía, pero se preocupaba
por la belleza. Recuerdo sus ojos color miel, su piel trigueña y suave, la veo
pintándose el pelo con coca cola y agua oxigenada. Tomás salió moreno con
los ojos color miel, iguales a los de ella.
Cuando mamá salió del baño preguntó, ¿quién será a estas horas? Un tal
Clemente, le respondí. Ah, Clemente, el primo de papá, hace años que no lo
veo, debe estar ya viejito, tan buena persona que es, siempre le aconsejaba a
papá en sus negocios. Toca atenderlo bien porque cuando nosotros los
visitábamos echaban la casa por la ventana, pobrecito, cómo sufrió en la
Violencia...
Lo que supe de Clemente despertó todavía más mi curiosidad y me
empujó a la cocina a escucharlo. Al principio no sabía bien qué era eso de la
Violencia, pero oía a toda la familia contar cosas terribles que ocurrieron. Me
parecía que la Violencia era el nombre de un pueblo o una vereda. En la
Violencia les desollaban los pies y los hacían caminar sobre brasas, en la
Violencia a las mujeres embarazadas les sacaban el niño de la barriga y a los
hombres les sacaban la lengua por el cuello para que se viera como una
corbata... Yo creía que era una vereda donde la gente se emborrachaba y
amenazaba con machete. Después entendí que fue algo que pasó, pero me
imaginaba que había sido miles de años atrás. Ay, Virgen Santísima,
conforme fueron de malos esos godos, decía la tía Ana, apretando los puños y
llevándose una mano a la frente.
De modo que los malos fueron los godos, me dije, ¿pero quiénes son los
godos?, ¿dónde están? Los godos no tenían rostro para mí, eran como
fantasmas que llegaban en masa a robar y a matar a los liberales que eran los
buenos. Cuando mamá fue a la cocina, Clemente estaba tomando café. Hola,
Sara, siempre tan buena moza. Ese fue el saludo y mamá le pasó el brazo
encima del hombro. Eso era en otros tiempos, decía. Y la abuela interrumpía
para seguir preguntando.
Pasar por la finca de la abuela era someterse a un interrogatorio que
empezaba así: Usted ¿de quién es hijo?, ¿de dónde viene?, ¿para dónde va?,
¿qué lleva en esa mochila?, etc. La tía Ana y mamá se reían de la preguntas
de la abuela. Será ya por lo viejita que se ha vuelto tan preguntona,
comentaba mamá. No, ella siempre fue así, toca dejarla, porque le encanta
confesar al prójimo, decía la tía. Pero, eso sí, se reían de cuando una vecina le
contestó furiosa, a usted qué le importa, vieja chismosa. Y reían tanto que
hasta les saltaban lágrimas.
La abuela era feliz preguntando por todo el mundo. Clemente, y ¿qué es
de la vida de las Castro?, y al fin ¿qué pasó con Milciades que estaba tan
malo?, ¿si recibió el purgante que le mandé? Y mamá respondía, para lo que
le agradecen, porque ni siquiera van a echarle un vistazo a la finca, con lo
bonitos que eran esos cafetales y tanto que los cuidaba papá. A mamá se le
humedecían los ojos y yo sentía mucho miedo porque cada vez que la veía
llorar me parecía que el mundo se derrumbaba e íbamos a quedarnos solos.
Pero con el olor del plátano frito y el café se les olvidó la tristeza y volvieron
a recordar historias que también les sacaban lágrimas, pero de risa.
Después entró Tomás a la cocina y Clemente lo saludó con un gesto
muy divertido. Ole, señor Osorio, ¿cómo me le va? Y Tomás no supo qué
responderle. Salude, mijo, le ordenó la abuela, salude al primo de su abuela.
Buenos días, señor. ¡Qué señor, ni qué pan caliente!, Clemente, con ganas,
que para eso soy primo en cuarto grado, ¿o en tercero?, le preguntó a la
abuela. Y otra vez volvió a desviarse la conversación, pero yo aproveché para
reírme de Tomás, “buenos días, se-ñor”. Cállese, china pendeja, me gritó y,
mamá, dejen el fastidio, qué tortura, desde tan temprano.
En la casa había mucha inquietud por la presencia de Clemente. Nadie
quería perderse una sola palabra de la conversación. La abuela afanada sacó
un poco de carne de una ollita y la puso a freír. La escuelita de doña Rita, el
chisporroteo del aceite y la charla de los mayores se convirtieron en un solo
zumbido. Yo me puse detrás de la abuela, a ver si se acordaba de mi
desayuno.
Me ordenó llevar los platos a la mesa del comedor, pero Clemente
insistía en quedarse en la cocina, siéntese aquí y tómese el café conmigo, le
decía. No había poder humano que lograra sentarla un minuto. Ya voy, decía,
y seguía, destapando la sartén y dándole vueltas a la carne. Luego abrió la
bolsa de Clemente y sacó un queso de bola muy grande y unas arepas
envueltas en hojas de plátano, parecidas a las que hacía ella. En otra caja
había unos huevos amarillos enormes y un trozo de mantequilla también
envuelta en hojas de plátano. La abuela le puso mantequilla al plátano frito y
mamá, ¡qué delicia! Y todo parecía tan alegre como si por un momento
viajáramos en el tiempo y estuviéramos de vacaciones en la finca.
Mamá tuvo que salir corriendo para no quería llegar tarde a la escuela.
Con tanto afán, Tomás se dejó la bolsa de los lápices que le tejió la abuela. La
dejó, en parte porque se le olvidó, pero también porque los niños se burlaban
de la “bolsita de nena”. Luego se levantaron los gemelos y empezaron a pedir
su desayuno. Vengan, las prendas queridas, saluden primero y luego
siéntense a tomarse el tetero, como niños decentes que son. Cuando los
gemelos vieron a Clemente no se atrevieron a entrar. Tuvo que salir a
hacerles carantoñas para convencerlos de que pasaran a la cocina.
Clemente y la abuela se quedaron hablando en voz baja y yo fui a coger
mi maleta antes de que se me hiciera tarde. Al despedirme, me regaló un peso
y salí contenta porque podía comprar una coca cola y un paquete de papas
fritas. Lástima que ese día hubo mucha cola en la cooperativa del colegio y
no alcancé a comprar nada. Entonces doblé el peso y me lo metí entre las
medias para que no se perdiera.
En la clase de naturales la maestra me llamó dos veces la atención
porque me distraje pensando en las cosas que podía comprar: cinco chicles
Bubble-gum, diez centavos de frijolitos de todos los colores, un refresco
Tang y un herpo. Ese día la maestra se quedó corrigiendo los ejercicios y yo
salí corriendo del salón. Quería llegar temprano para no perderme ni un
minuto lo que estaba pasando. Tal vez por eso se me olvidó entrar a la tienda,
o quizás porque quería ahorrar ese peso para comprarme algo mejor, no lo sé.
Al regresar a casa la abuela estaba preparando un sancocho, comida que
solo se hacía los domingos. Cuando le pregunté si Clemente se había ido, me
respondió, ah niñita, a quién saldría tan preguntona, pero después se
arrepintió y me lo dijo, se fue a hacer unas diligencias y ya deje de meterse en
las conversaciones de los mayores, las niñas deben aprender a ser prudentes
como la serpiente y a hablar solo cuando les preguntan. Pero a Marta no le
dicen eso, ella puede hablar con la mamá y preguntar todo lo que quiera y se
sienta con las visitas, le respondí. La abuela se quedaba muda. Era su manera
de acabar con las discusiones, aunque a veces decía, pero sin dirigirse a una,
“palabras necias, oídos sordos”. Yo no entendía muy bien el significado de la
palabra necia. Me imaginaba una señora muy viejita y encorvada, otras veces
pensaba que era una especie de duende y otras, como el chirrido de una
puerta vieja. En cambio, cuando discutía con mamá, ella respondía: A una la
enseñaron de otra manera, en mis tiempos nos sacaban de un coscorrón o de
un pellizco que dejaba la piel ardiendo, pero eso era con tanto disimulo que la
visita no se daba cuenta. Y, ustedes ¿por qué se dejaban pegar así?, le
preguntaba yo. Todo, menos llevarle la contraria a la madre, respondía muy
orgullosa.
Era inútil discutir con la abuela porque me mandaba a ver a los gemelos.
Deben estar haciendo diabluras, no los oigo, comentaba, y seguía con el
oficio. Las visitas ponían nervioso a todo el mundo. La abuela se secaba
muchas veces las manos en el delantal e iba a uno y otro lado de la cocina, de
modo que cualquiera que entraba le estorbaba. Yo tuve que ir inmediatamente
a hacer las camas y aunque no sabía barrer bien, me obligó a pasar la escoba
y a recoger toda la ropa.
El baño estaba mojado y el lavamanos lleno de pelos. Yo me negaba a
limpiarlo porque no podía soportar ver tantos pelos por ahí desparramados.
La abuela tuvo que pasar un trapo con jabón, pero no dejó de protestar, ¡ah!,
niñita tan misteriosa, y yo haciéndome la sorda. No era fácil escapar de la
abuela cuando le daba por la limpieza, mire a ver qué le falta, decía
husmeando detrás de las puertas, buscando la mugre, ya está todo, le decía, y
ella, también haciéndose la sorda, entonces vaya a darse cuenta de los
gemelos. Con tanta mandadera, una se aburría de estar en casa y sentía deseos
de desaparecer.
Entonces dejé a los gemelos en el solar jugando con tierra y llenándose
de mugre. Salí muy despacito para que no me escucharan. Cerré la puerta con
cuidado. Pasé la verja y timbré donde Marta. La mamá, muy simpática, me
recibió con su delantal de lunares encima de su gran pechera. Creo que tenía
brassier talla cuarenta ocho porque el de mi mamá era treinta y seis y no se
podía comparar con eso. Doña Pechuga, como la llamaba Tomás, me dijo que
Marta estaba arriba tocando la flauta, pero que podíamos jugar, hasta la hora
del almuerzo.
Marta empezó a sacar su cocinita y su muñeca preferida y jugamos a
hacer comidas y a atender visitas. Pero nos aburrimos de ese juego tan tonto y
sacamos la cuerda de saltar. Al rato vino la mamá con jugo de guayaba y
después nos hicieron pasar a la mesa. Pero en ese momento llamaron a la
puerta. Debe ser su mamá, me dijo Marta. No me importa, respondí
desafiante. Intentó ser lo más amable que pudo, pero se le notaba que estaba
pálida de la rabia. ¿Cómo se le ocurre salirse sin permiso?, me dijo. Y me fue
sacando del brazo con fuerza. Luego me tiró del pelo y me sentí tan
humillada que me escondí en la habitación a llorar de la rabia.
Dentro de mí se mezclaban toda clase de sentimientos. Por un lado
quería probar el sancocho y por otro me negaba a aceptar que me pegaran.
Quería oír las historias de Clemente y estar allí en la mesa, para ver qué
decían. Pero me daba vergüenza que me viera después de lo que me habían
hecho. Venga para acá la chinita, oí que decía Clemente. Como no tenía
confianza con él, no me atrevía a llegar hasta la mesa. Lo que más me
enfureció es que Tomás entrara a mirarme indolente. Déjela que el hambre la
hará volver, comentó mamá. Al oírla supe que estaba furiosa solo con ella por
haberme humillado delante de la vecina y de Clemente. Entonces me dije por
dentro, “no comeré ese sancocho ni aunque me maten, ni siquiera si me lo
piden de rodillas”.
Pero la abuela fue incapaz de comer tranquila. Enseguida se levantó y
me trajo la taza de caldo con cilantro y cebolla picada por encima y empezó a
ponerme la cuchara frente a la cara. Tómese un sorbo de caldo, para que se le
calmen los nervios, me dijo con la voz más cariñosa que le salió. Antes de
tragarme el primer sorbo, se me saltaron de nuevo las lágrimas y ella me las
secó con el delantal. No llore que eso hace mucho daño, me decía, ahora se
acaba el caldito y luego le traigo los trocitos con el pernil. Yo seguí comiendo
callada y de verdad se me acabó el llanto. Al poco rato entró la abuela con un
plato lleno de trozos de plátano y yuca, un pernil y un ala. Algo insólito
porque nunca nos daban dos presas de pollo, sobre todo cuando había visita.
Lo mejor siempre era para los invitados y a nosotros nos daban pedazos de
presas que la abuela juntaba para formar las raciones. Según mamá, ella era
perfecta para repartir.
Mientras comía sola en la habitación oía las carcajadas de Clemente que
recordaba historias de la familia, pero mi orgullo no me dejaba salir.
Esperaba que mamá viniera a decirme alguna palabra y al mismo tiempo no
quería porque todavía tenía rabia. Hecha un mar de dudas, me metí en la
cama con ropa. Antes de dormirme oí que la abuela y mamá se asomaban.
Déjela que descanse, dijo la abuela y no supe más, hasta la noche que me
despertaron para comer algo y ponerme la piyama. Entonces mamá me habló
como si nada hubiera pasado y yo también hice lo mismo.
Al día siguiente le pregunté a la abuela por Clemente y me dijo que
vendría muy pronto. Todavía estaba dolida por lo que mamá me había hecho.
Me propuse no darle el beso de los buenos días, pero no fui capaz de
retirarme cuando me acercó la cara. Lo hice rápido, sin pensar en lo que
sentía, sin saber que al hacerlo quedábamos en paz los unos con los otros,
como en la misa. Me senté en el comedor con el libro de lectura abierto, así
podía escuchar lo que se hablaban en la cocina. La abuela le estaba diciendo
que no quería vender esa finca porque al fin y al cabo era su rancho, que ella
misma iría a darse cuenta de todo en Semana Santa. Qué le va hacer caso esa
gente, mamá, esos no se van a ir de allí. Si les dejan hacer casa alegarán
derecho de posesión y cada vez irán arrimando más la cerca para el lado
nuestro. Con el tiempo no habrá quien los saque, decía mamá.
Pobre gente, comentaba la abuela, dejarles un pedacito, a lo mejor así
nos cuidan. Y mamá subía y subía la voz, ¿quién iba a creer que sacaran las
uñas? Se hacen los santos cuando uno va, pero por detrás, hasta rabia nos
tendrán, alguien tiene que quedarse cuidando, no tenemos por qué regalarles
la tierra y mamá tampoco puede vivir sola por allá. Niña, tráigame mi cartera,
rapidito, y llame a Tomás que parece una marmota, ordenó mamá. No me
atreví a preguntar quién iba a robarse la finca donde éramos tan felices en las
vacaciones.
La otra abuela

La idea que yo tenía de una abuela era la de mamá Atala repartiendo comida
y sacándonos de la cocina. Abuela era una señora de moña agarrada con una
peineta de carey, vestido gris o de tonos blanco y negro, saco de lana negro,
zapatos negros, cartera pequeña, pañuelo blanco entre la manga del saco y
billetes enrollados en una bolsita que guardaba en el pecho. Abuela era un
rostro lleno de arruguitas con colorete rosa en los labios, polvos Ramillete de
Novia y algo de rubor en las mejillas. Abuela era una señora ya un poco
encorvada de tanto hacer arepas en la cocina, de preparar las comidas, y de
recoger las cosas del suelo.
Todo eso era mi abuela Atala que a veces me recitaba poesías, me
recordaba los deberes en forma de refranes y cuando estaba de buen humor
nos contaba los mismos chistes y las mismas adivinanzas: “Si el enamorado
es bien correspondido, ahí va el nombre de la dama y el vestido”. Elena y el
vestido morado, respondíamos en coro. Esa era la idea que tenía de mi
abuela, hasta que conocí a la otra.
No es que no supiera que existía mi abuela Inés, pues en el álbum de la
familia que mamá guardaba en la parte más alta del armario, había una foto
de ella, peinándose frente al espejo. Cada vez que se refería a ella, mamá
decía, la vieja Inés o la vieja esa de su abuela. Yo no tenía ninguna curiosidad
por conocerla, hasta que un sábado por la mañana nos arregláramos
divinamente porque íbamos a visitarla.
Saqué mi mejor vestido, uno verde de talle largo, plisado, y un saco rojo,
regalo del Niño Dios. Los zapatos estaban pelados y viejos, pero la abuela les
echó Griffin para disimular. Luego me pasé el cepillo por el pelo y me lo
agarré con una hebilla, pero mamá dijo que así estaba mal y que con lo
criticona que era esa vieja, iba a decir que estábamos muy abandonados.
Los gemelos empezaron a llorar porque no los llevaban y la abuela
intentaba calmarlos con una galleta. Mamá estaba nerviosa y no le parecía
bien nada. Yo perdí la paciencia y le dije que llevara a Tomás que tenía
zapatos nuevos. Ella se negó rotunda, no es como usted quiere, es como yo
mando y me tiró tan fuerte el pelo que me hizo llorar. Al final me agarró una
coleta y me puso varios ganchos para que no se me vinieran los mechones a
la cara. Y así, un poco incómoda con el peinado, salimos a coger el micro.
Caminamos por la décima y fuimos al paradero del parque a coger uno que
nos llevó por lugares que no había visto antes. Mamá se aferraba a la cartera
antes de cerrar los ojos y yo me perdía entre los letreros o miraba todas las
ventanas, imaginando historias sobre las personas que vivían en esas casas.
Entre más avanzábamos, crecía más mi ansiedad. ¿Para qué nos querrá esa
otra abuela?, me preguntaba.
La voz de mamá me sacaba de tantos interrogantes. Cuando salude a la
vieja, hágame el favor de vocalizar, nada de mostrarse tímida, ni azorada,
como si acabara de venir del campo, ¿me oyó? Sí, señora, le respondí con
desgano y volví a perderme entre los árboles, hasta que doblamos por un sitio
que decía Ciudad Universitaria. En la fachada de un edificio vi un mapa de
Colombia. ¿Qué es eso?, pregunté. Es la ciudad universitaria, donde estudia
Gerardo, el hijo de Natalia. Me quedé mirando el montón de gente que iba de
un sitio a otro con libros en los brazos. ¿Qué estudian allí, mamá? De todo,
mija, de todo, respondió. Seguí mirando los edificios hasta que doblamos por
otra avenida. ¿Ya casi vamos a llegar, mamá? Ya casi, hay que prepararse,
me dijo levantándose, pues su lema era “diciendo y haciendo” y lo practicaba
siempre. En cambio, el de nosotros era “ya voy, ya voy”.
Creo que caminamos cinco cuadras desde la avenida hasta la casa.
Dimos varias vueltas buscando la dirección porque había muchas
transversales y diagonales, pero al fin dimos con una casa de verja de hierro y
un antejardín lleno de rosas. Tocamos al timbre y salió una señora con
tacones muy altos, el pelo pintado de rubio, levantado en una moña en forma
de campana, las uñas nacaradas largas y un collar de piedras de muchos
colores. Buenos días, abuela, de dije. Esa no es su abuela, corrigió mamá
disimulando su mal humor. Creo que enrojecí hasta el cuero cabelludo y se
me cortó la voz. Ya no supe en qué dirección mirar. Cortinas, jardines,
espejos y cuadros, todo, todo se juntó y me quedé quieta cerca de la puerta.
Ven para acá, nena, dijo la señora, su abuela está arriba esperándolas.
Subimos por una escalera de madera que conducía a un pasillo. Del
fondo salió una mujer. Buenos días, Sara, le dijo a mamá. Buenos días,
señora Inés, respondió mamá secamente. Esta debe ser Clara, dijo,
mirándome de extraña manera. ¿Ya cuántos años tiene? Diez y voy a cumplir
once respondí, satisfecha de haber vocalizado bien.
Nos quedamos en silencio un buen rato, antes de entrar a la habitación
donde había una cama muy ancha con un edredón púrpura y unos grandes
cojines del mismo estilo. A un lado había una mesa de noche alta con una
lámpara pequeña y al otro, un tocador lleno de figuras de porcelana, de cajas
de talcos, que me moría por oler, frascos de perfume y esmaltes. También
había un joyero de cristal y una camándula colgando de una esquina del
espejo y en un rincón una repisa pequeña con la imagen de la virgen y una
veladora encendida. En la pared había fotos antiguas y una de mi hermano
Tomás, que me extrañó ver en ese lugar.
Cerca de la ventana encontramos dos sillas donde nos sentamos. La
abuela Inés se acomodó en la orilla de la cama, cruzando las piernas, mientras
buscaba el paquete de cigarrillos y el encendedor. Me pareció raro ver a una
abuela fumando, apretando bien fuerte el cigarrillo entre los dedos índice y
corazón, abriendo hacia afuera el meñique bien estirado y tieso. La mano
abierta de esa manera le daba un aspecto tan elegante que pensé, cuando sea
grande fumaré como ella y me pintaré las uñas de rojo. Después me fijé en
sus tacones de puntilla, sus medias veladas negras, su falda también negra y
el buzo rojo de cuello alto.
Las mandé llamar porque tengo noticias de Pedro, nos explicó después
de la primera chupada. Un primo que estuvo viajando por Cúcuta, me pidió
que las buscara para darles la plata que mandó mi hijo. Como él no tiene la
dirección de ustedes, me pidió que las buscara a través de Elvira. Nunca
vienen a visitarme, se quejó, ni siquiera me llaman, así no es fácil la
comunicación. Tuve que hacer por los menos dos viajes donde Elvira para
que me hiciera el favor de buscarlas, añadió, pero mamá no respondió nada.
Tampoco preguntó por papá, simplemente recibió la plata que estaba en el
sobre y sin contarla la metió en la cartera. Y los niños ¿cómo están?,
preguntó la abuela Inés. Muy bien a Dios gracias, no les falta nada, hasta
ahora nos hemos defendido bien solos. Su papá está trabajando mucho para
comprarles la casa, dijo, dirigiéndose a mí, como si mamá no existiera. Sí, me
lo imagino, respondió mamá casi entre dientes.
Poco a poco el ambiente se hacía tan incómodo que empecé a desear que
nos fuéramos. ¿Por qué no me deja a Clarita para ir a comprarle ropa?,
propuso la abuela. Si quiere, que se quede, dijo mamá, pero yo no puedo
volver por ella, hay que hacer el mercado de la semana. Otro día que tenga
tiempo, me la deja un fin de semana, respondió la abuela, mirándose las uñas.
Rogué para que mamá se arrepintiera y al final accediera. Ya veremos, señora
Inés, de todas maneras ahí tiene la dirección, por si quiere ver a los niños, le
dijo, dándole un papelito.
Mamá salió echando chispas de la rabia, diciendo que esa vieja
desgraciada era una hipócrita que nunca me había querido y que lo que
esperaba es que le dejaran a Tomás. Vieja infeliz y alcahueta e hipócrita, si
quería regalarle ropa, ¿por qué no le dio la plata? Ganas de dárselas de mucho
café con leche, se creen más de lo que son, pero en las fotos se ve que ni
siquiera tenían presencia, solo lujo y apariencia, porque la casa ni siquiera es
de ellas, y seguía quejándose de la guerra que le hicieron el primer año de
casada, antes de que le saliera el traslado a La Laguna. Ella es la culpable de
que su papá no se haya querido responsabilizar porque todo se lo celebra, me
decía, olvidándose de que yo era la hija. Y su papá, ¿por qué tiene que
mandarnos plata con esa vieja?, si él quisiera, podía llamar donde Ana y
mandar un giro, esos son cuentos, quién sabe qué se traen entre manos, madre
e hijo se tapan con la misma cobija, sólo un hombre como él es capaz de
dejar a la familia saltando matones, él que es un irresponsable y borracho. Ya
me llegaron los chismes de que todo lo que se gana se lo gasta con las
vagabundas y viene a hacerse el santo con miserables cien pesos que no
alcanzan ni para un mercado, porque no creo que nos haya mandado más.
Mientras decía eso, trataba de abrir la cartera y luego la cerraba por
temor a los ladrones. Después me dijo que me fijara dónde había una
cafetería para descansar y contar la plata, pero luego se arrepintió. Le propuse
entrar al baño a contar los billetes, mientras me tomaba la coca cola, pero no
me hizo caso.
Caminamos unas dos cuadras sin que parara un bus. Tuvimos que ir
hasta un semáforo a esperar. Ella insistía en esperar un bus que era más
barato, pero al final subimos al micro. No cabíamos más de diez personas y
todo el que llegaba saludaba. La persona que se sentaba en el último puesto,
le pasaba la plata del pasaje al vecino y así iba de mano en mano, hasta llegar
al conductor y este, a su vez, mandaba las vueltas de la misma manera y
todos iban en paz, no como en el bus donde empujaban y pisaban y se
armaban tantas peleas, sin contar con los robos que eran normales, aunque a
mamá nunca le robaban porque ella llevaba su cartera muy apretada.
Al fin llegamos a la casa a las once y rápido cogimos bolsas y canastos
para ir al mercado. Por el camino le recordé que no habíamos contado todavía
la plata de papá. Ya habrá tiempo, me respondió, tanto afán, para lo que hay
que ver. Me quedé callada todo el camino. Siempre que íbamos al mercado
seguíamos un orden, pero tenía que recordárselo porque se le olvidaba.
Primero comprábamos las verduras y luego la fruta y la carne, después el
arroz, los fríjoles, las lentejas y las alverjas. Cuando alcanzaba la plata
pasábamos por el puesto de los quesos. Aquella vez me atreví a pedir una
ensalada de frutas con crema. No sé qué pasó, pues me la compró sin
quejarse, aunque recordando que no confiaba en la comida que hacían en la
plaza de mercado. Se quedó un rato cuidando el canasto y la bolsa, hasta que
terminé la ensalada y salimos a coger un taxi.
Cada vez que llevábamos el mercado en taxi, yo iba a tocar a la puerta,
mientras mamá pagaba. Luego salía la abuela a ayudarnos con la bolsa y
mamá seguía con el canasto hasta la cocina, ¡ay! ¡Qué cansancio!, traigan un
vaso de limonada. Yo tenía que correr a preparársela. La abuela iba
ordenando todo en la despensa, mientras mamá se quitaba los zapatos y se
sentaba a descansar.
Ya más tranquila, me mandó a buscar el sobre debajo del colchón de su
cama. Había dos billetes de cincuenta y dos de cien. Por cierto, miren con lo
que sale este hombre después de cuatro años sin dar señales de vida, dizque
con trescientos pesos, comentó. La abuela le respondió desde la cocina, algo
es algo, peor es nada, pobre hombre, sabrá Dios si está pasando necesidades.
Ay, mamá, cómo se le ocurre compadecerlo, si es más malo que Caín,
contestaba. La abuela le decía, hay otros peores, y contaba la historia de su
cuñado que todos los días le pegaba unas palizas tremendas a la mujer, que
jamás les había dado nada a los hijos y que no murió hasta asegurarse de que
los dejaba en la calle.
Los hombres de antes eran peores, comentaba. Papá, sí era una alma de
Dios, decía mamá. Eso sí, respondía la abuela, pero se quedaba callada un
buen rato. Aquel día tenía deseos de salir y hacer muchas cosas, pero nada se
me ocurría. Todo me ponía nerviosa: la visita donde la otra abuela, la llegada
de papá. Aunque mamá no se cansara de repetir que él era lo peor, yo nunca
pensé que fuera malo. Iba a cumplir seis años cuando se fue y su imagen se
llenaba de sombras en mis recuerdos. Entonces juntaba pedazos, pero no
podía ver su cara completa. En cambio, ahora recuerdo con claridad sus
palabras porque estas se me quedaron grabadas en la mente.
Lo que recordaba era una canción que todos sabíamos, “tipi tipi ton,
zapatero remendón”. Me la enseñó a mí; yo a Tomás y este; a los gemelos.
También me acordaba de unos zapatos que me regaló y de un cuaderno donde
me ponía planas de palotes y bolitas. Con insistencia miraba las fotos del
matrimonio, de mi bautizo, de Tomás recién nacido. Me costaba trabajo creer
que ese señor mudo fuera papá. Quizás por eso me empeñaba en recordar
aquella canción.
La abuela Inés dijo que nos iba a comprar una casa y eso no se me
olvidaba. Ojalá sea más grande que la de la tía Ana, pensaba yo, con una
habitación para mí sola porque estoy cansada de dormir con la abuela,
mientras Tomás tiene una habitación solo para él. Me decían que él era el
hombre de la casa y debía acostumbrarse a dormir solo... ¿Y los gemelos qué
son?, les preguntaba con ironía.
Tampoco dejé de pensar en cómo íbamos a dormir cuando llegara papá
y sobre eso estuvimos hablando con Marta. Lo normal era que el hombre y la
mujer durmieran solos en una habitación, como su papá y su mamá. Entonces
los gemelos dormirán con Tomás. Es normal que los hombres duerman con
los hombres y las mujeres con las mujeres, pensamos. Mejor estoy con mi
abuela, me dije, aunque algunas veces me aburre porque apaga la luz muy
tarde y luego se queda rezando en voz baja. Abuela Atala, ¿ya se durmió?,
preguntaba yo cuando la sorprendía sentada. Y ella me respondía, duérmase
ya niñita, no piense cosas.
No alcancé a escuchar lo que la abuela y mamá hablaron de la otra
abuela. Pero algo pude oír de la plata. Mamá decía que no iba a comprar
nada, que mejor abría una cuenta en el banco a nombre mío o de Tomás
porque ella lo conocía muy bien y sabía que nos iba a echar en cara toda la
vida esa limosna. Yo en cambio pensaba que podían comprarme unas botas
go-go y unas medias ye-ye, como las de Marta. También quería un vestido de
flores con cuello blanco, que estaba de moda. No me compraré ni un dulce
para mí, remataba mamá. Entonces empecé a mostrarle los viejos y gastados
zapatos blancos, a ver si se le ocurría llevarme al Restrepo a comprar mis
botas. No me atormente que ahora no sé siquiera si tengo tiempo, me dijo.
Pero yo estaba tan obsesionada con las botas go-go que no descansé hasta que
las tuve.
¿No mandó nada la abuela Inés?, preguntó Tomás. Nada mijo, esa es
una vieja hambrienta, respondió mamá. Entonces yo aclaré, papá nos mandó
trescientos pesos. Con eso pueden comprarme el carro de pilas y el balón de
fútbol, dijo. Trescientos miserables pesos no alcanzan para nada, mejor
abrimos una cuenta en la Caja de Ahorros y así los acostumbro a ahorrar,
respondió mamá. Y ¿cuándo va venir papá?, preguntaron los gemelos. Un día
de estos, mis reyes preciosos y adorados, les dijo. Desde entonces
empezamos a vivir como si en cualquier momento llegara papá.
El día que llegó papá

Había pasado mucho tiempo desde que fuimos a visitar a la otra abuela y
todavía pensaba en las cosas que me habría comprado, si mamá me hubiese
dejado con ella. Me imaginaba paseando por el barrio con las botas hasta la
rodilla y las medias ye-ye, que todas las niñas lucían los domingos. Y es que
me sentía menos que ellas con mis zapatos blancos llenos de peladuras. No
quería ir a la fiesta de la primera comunión de Marta así. Mamá decía con ese
tono que mataba las ilusiones, va con lo que tiene, como si fuera fácil
aguantar que te miraran como a una pobrecita.
Pero yo no renunciaba tan fácilmente. Sabía que ella se ablandaría al
final, si me ofrecía a hacer el oficio y prometía obedecerle siempre. Tenía que
controlarme, para no contestarle con brusquedad y quedarme callada cuando
me regañara. También me propuse cuidar a los gemelos y tratar de no pelear
con Tomás, aunque eso no era fácil, porque él estaba provocándome.
Durante una semana hablé de lo bonitas que eran las botas de Marta y lo
baratas que le habían costado a su mamá. Las vendían en el Restrepo, cerca
de la plaza del mercado donde íbamos los sábados. A mamá la desesperaba
tanta insistencia, pero no me decía nada. Entonces yo le pedía a la abuela que
me ayudara a convencerla. Hasta que lograba un, ya veremos, hay que pagar
primero el arriendo y los servicios.
Tomás y yo dábamos por hecho que papá llegaría de un momento a otro.
Mamá se preocupaba más por el orden de la casa y aunque no lo dijera, se le
notaba contenta. Claro que de vez en cuando decía, cuando Pedro entre por
esta puerta, yo salgo por la otra y ahí los dejo con él, a ver si por fin se
responsabiliza. A la abuela Atala no le gustaba que dijera esas cosas, ganas
de hablar por hablar, me decía. Si la abuela estaba de buen humor, yo
aprovechaba el momento de irnos a la cama para conversar sobre lo que me
preocupaba. ¿Será que papá se va a quedar a vivir con nosotros? Dios quiera
que sí, respondía. ¿Y si de verdad nos va a comprar una casa?, ¿a dónde nos
vamos a vivir? No hagamos castillos en el aire, no sea que pase lo de la
lechera, contestaba, entre Ave Marías, duérmase de una vez que mañana no
hay quien la levante.
En realidad quería que habláramos de papá todo el tiempo y me las
arreglaba para poner el tema. En el colegio mis amigas sabían que él estaba
trabajando para comprarnos una casa y que ya nos había mandado trescientos
pesos con la otra abuela, y que mamá había metido la plata en el banco
porque nos quería abrir una cuenta. Se me escapaban todas esas confidencias.
No podía controlarme.
La maestra se puso contenta cuando supo que él iba a volver. Me dijo
que esa era la mejor noticia de la semana, lo feliz que estará la mamá,
comentó, entre risas y no me digas admirativos, y tiene que decirle que venga
a la próxima reunión de padres de familia. La reunión de padres de familia
era en junio y todavía faltaba mucho para eso. Yo aposté con Maritza una
coca cola y un paquete de papas a que mis padres irían juntos a esa reunión.
Mamá también les contó a sus hermanas lo de los miserables trescientos
pesos, sin un saludo, ni un recuerdo para los niños, pobrecitos que se mueren
por él. Un domingo nos fuimos donde la tía Ana, los cuatro vestidos como
siempre, Tomás, pantalón de pana azul y suéter verde, los gemelos
pantaloncitos cortos amarillos y chaqueticas azul celeste, yo con mi vestido
de talle largo color verde y el suéter rojo y los desdichados zapatos blancos
llenos de Griffin para disimular la vejez. Llegamos a la hora del almuerzo con
la abuela, pero antes nos había dado un poco de caldo, porque ella hacía
comida todos los días aunque estuviéramos invitados.
El almuerzo de los domingos era sancocho con costilla. Los grandes se
sentaban en la mesa del comedor y los gemelos en una mesita en la cocina.
Les ponían un trapo colgando del cuello para que no se mancharan y mamá
iba a verlos cada cinco minutos, pobrecitos mis chinitos. Mis primos, Tomás
y yo, acabábamos pronto para que nos dejaran ver la televisión.
Ese domingo no quise ver la televisión. Preferí quedarme en la mesa
escuchando las conversaciones de los mayores. Cómo le parece, Ana, que la
vieja esa −se refería a la abuela Inés− ni siquiera preguntó por los gemelos,
parecen animales, los dos, madre e hijo, es ella la culpable de todo, se
quejaba mamá, y la tía Ana insistía, no, es él que no tiene sentimientos, todos
son iguales, pero la sangre tira, añadía la abuela, como hablando para ella
sola porque no le hacían mucho caso. Si cree que voy a mantenerlo, está muy
equivocado, decía mamá, con trescientos pesos no nos soluciona la vida, lo
conozco y sé que tarde o temprano los va echar en cara, para otras sí tienen,
decía la tía Ana, como aquella que sabemos... Cuando decían, aquella que
sabemos, se referían a Matilde y yo me adelantaba, ya sé, Matilde. Niñita
entrometida, no se le ocurra repetir eso delante de otras personas, me decían,
y seguían hablando, sin darse cuenta de que yo estaba con ellas, pero a veces
me miraban y hacían el gesto de, vaya a ver que están haciendo los niños,
para parar oreja no hay quien le gane. Yo sabía que Matilde tenía un mozo
que le regaló una nevera y un carro.
En mi familia, ser la moza de alguien parecía una cosa terrible. Pero la
abuela comentaba, pobre, esa es una loca que hay que compadecer en vez de
criticar y la tía Ana, muy liberada, decía, a lo mejor hay que ser así, porque
nada se gana en esta esclavitud de la casa, claro, la de mostrar es otra y uno
aquí, más o menos, como la sirvienta y hasta peor, porque a la sirvienta se le
paga un sueldo.
Conclusión: no hay hombre bueno. Sí, decía mamá, pueden jurar amor
eterno, arrodillarse y llorar y negar que tienen otra, pero la tienen, eso me lo
contó un profesor de La Laguna que era un mujeriego de siete suelas... Ya sé,
les decía, el profesor Rincón que se enamoró de una alumna y se escapó con
ella... Quieta, niña, no derrame la sal que trae mala suerte, me reprochaban
las dos al mismo tiempo.
Tenía entonces la costumbre de derramar sal sobre la mesa e ir
dibujando figuras, mientras las escuchaba, haciendo como que no oía y
pensando, esto es mentira y esto es verdad, pues aunque dijeran que papá era
un hombre malo yo me negaba a admitirlo.
Matilde era la mala de la familia, pero a mí me gustaba como iba
vestida. Llevaba el pelo largo, hasta la cintura y se lo echaba hacia atrás con
un movimiento de cabeza que me parecía muy elegante y que yo imitaba
frente al espejo. Decía que ella era la chica go-go de su barrio, con botas de
cuero negras y vestido de rayas azules y blancas. Tenía pestañas postizas y se
ponía una línea negra sobre los párpados que gastaba horas en trazarse
porque, si perdía el pulso, se le torcía y ya no le gustaba. Un día que estuvo
en la casa visitando a la abuela, me pintó las uñas y me hizo la raya en los
ojos. Quiero tener el pelo como ella, me dije. Entonces me negué a que mamá
me lo cortara todos los meses.
Cuando la tía Ana y mamá se juntaban, despellejaban a toda la familia.
El día que llegue papá, no sé lo que harán, pensaba yo, tendrán que inventarse
otro tema. Pero a veces mamá se angustiaba porque era muy nerviosa y por
eso le pedía consejos a la tía Ana, ¿qué actitud debo tomar?, Señor, Dios de
los ejércitos, ilumíname. ¿Lo recibo?, ¿no lo recibo? Será recibirlo y
atenderlo bien, pobre hombre, decía la abuela, sabrá Dios por las que habrá
pasado por allá en esa lejura.
Las palabras de la abuela me ponían triste. Me imaginaba a papá perdido
en una ciudad, entrando en una humilde habitación, sin nada que comer y con
la ropa ajada y rota, como un pobre infeliz que tomaba cerveza para olvidarse
de su patria y de su familia. Si viene y se vuelve a ir, me dije, le pediré que
me lleve, así no estará tan solo.
Mamá y la tía Ana no se quedaban mucho tiempo en un mismo lugar.
Iban del comedor a la cocina, de la cocina a la habitación y de allí al cuarto
de la costura. Yo las seguía con el oído, porque algunas veces me quedaba
sentada en el pasillo, lejos de sus miradas. La rabia que me da es que se
mueran por él, se quejaba mamá, ya los veo lanzándosele al cuello, como si
no hubiera pasado nada, me dan ganas de entregárselos, pero no soy capaz,
sobre todo por la niña, Virgen Santísima, con los casos que se ven. Yo no
sabía de qué casos hablaban, pero me imaginaba que se trataba de algo
terrible, aunque me decía para mí, no es verdad lo que dicen, no es verdad, lo
que pasa es que están un poco locas. ¡Dios mío!, tantas palabras que me trae
el viento.
No sé lo que pasó aquel domingo. Fue como si de tanto nombrarlo le
hubiéramos dado vida. Por la noche mi mente parecía una bombilla
encendida llena de avispas que no me dejaban dormir. Me hubiera gustado
hacer que el tiempo corriera rápido y borrara la oscuridad. No podía
dormirme y entonces le pedí permiso a la abuela para levantarme e ir al
armario a preparar la ropa del día siguiente y a comprobar si los zapatos
estaban limpios de verdad. Qué niña tan necia, Dios me perdone, me dijo,
pero al final aceptó que encendiera la luz.
Cada vez que la abuela nos regañaba, se arrepentía pronto y nos
compensaba con algo. Quizás aquella vez comprendió un poco lo que me
pasaba y dejó que me levantara, sin protestar por el ruido que hacía abriendo
y cerrando los cajones del armario, porque no era fácil encontrar las cosas.
Aquella noche necesitaba moverme, mantenerme activa. No podía cerrar los
ojos ni borrar mi ansiedad ni imaginar aventuras que me llevaran por los ríos
y las montañas donde viajaban Kalimán y el pequeño Solín.
La abuela dijo que podía ponerme a leer esos monachos que tanto nos
gustaban a Tomás y a mí. Llamaba libro de monachos a todos los cómics que
me prestaban en el colegio y que yo guardaba debajo del colchón. Tenía una
historieta de Rico McPato. Mamá nos prohibía meter cosas debajo de los
colchones, pero yo escondía monedas, recortes de revistas y cartas secretas
que le escribía a papá cuando me entraban deseos de escaparme de la casa.
Ocultaba los cómics debajo del colchón para que los gemelos no los
encontraran porque ellos rompían todo lo que tocaban. También los ocultaba
de Tomás que los cambiaba por cromos. Al muy atrevido le costaba tanto
trabajo respetar lo ajeno. Siempre cogía mis cosas y las vendía o las regalaba,
sin que le pasara por la imaginación que hacía algo indebido. Por eso
peleábamos y yo estaba segura de tener la razón, pero nadie me la daba.
Mamá decía que era muy feo que me acostumbrara a ser egoísta y la abuela
decía que la envidia entre los hermanos era una cosa mala. Además, por ser la
mayor, la culpa era mía.
Cuando acabé de leer la historieta, la abuela todavía estaba despierta. Al
apagar la luz ella hizo su ruido típico, algo así como “ummm… jum”, que
más o menos quería decir que se daba cuenta de todo lo que hacíamos. Al
final me dormí, o el sueño y la realidad se me juntaron. Primero pensé en
todas las cosas que había querido tener y que mamá no me había comprado.
Pensé en un televisor Phillips, en unos patines, en una bicicleta, en una
muñeca que dijera mamá, en una cocinita con todas las ollas y la vajilla para
jugar con Marta. Es verdad que me parecieron demasiadas cosas para mí sola.
Pero me tranquilicé al pensar que el televisor era para toda la familia y que
podía prestarle la bicicleta a Tomás, igual que los patines. Lo único de verdad
para mí eran la muñeca y la cocinita.
Con todos esos juguetes estaba soñando cuando se escucharon unos
golpes en la puerta. Eran las tantas de la noche. Se habían acabado Los
Chaparrines y las noticias. Mamá había dejado el radio encendido en una
emisora musical. En la calle alcancé a escuchar una pelea. En medio de ese
silencio yo contaba los carros que pasaban.
Tal vez mamá estaba despierta porque al oír los golpes saltó de la cama
y fue a preguntar a la abuela ¿quién podrá ser a estas horas?, ¿qué habrá
pasado?, ¡Virgen Santísima! La abuela se echó la bendición y dijo que
primero nos asomáramos a la ventana. Como no se veía nada, mamá fue a la
puerta y yo la seguí descalza. Los ladrones no llaman nunca a la puerta,
comentó mamá. Pero yo pensé que a lo mejor era una trampa y cuando
abriéramos nos iban a amarrar a todos de las patas de las sillas.
Mamá preguntó en tono autoritario, ¿quién es?, y al otro lado dijeron,
soy yo, Sara, ábrame. ¿Quién es yo? Me acordé de la pregunta que
ensayábamos cuando se nos presentara un espíritu, ¿de parte de Dios o del
diablo?
Me acerqué tímidamente, pensando que mamá podía ponerse furiosa,
pero la abuela me animó, salude a su papá como Dios manda, mija. Entonces
le di un beso cerca del bigote que me pinchó la piel, produciéndome una
sensación muy extraña. Sin decir nada la abuela fue a la cocina a pelar
plátanos para hacer tajadas con huevos fritos. En su olla secreta tenía un
pedazo de carne aliñada. Menos mal que se me ocurrió guardar este trocito,
decía con mucha satisfacción, yo tuve una corazonada esta tarde y no quise
gastar toda la carne del almuerzo. Claro que la abuela se contradecía muchas
veces porque, si alguno de nosotros quería guardar su comida para más tarde,
decía, el que guarda, guarda pesares.
Venía con una caja llena de mercado. Traía Chocavena que nos
encantaba, ponqué, galletas, Corn Flakes de Kellogs, Milo, gelatina Royal de
todos los sabores, fríjoles, garbanzos, chocolate y una cantidad de paqueticos
que mamá colocaba sobre la mesa del comedor, puras golosinas, comentaba
disgustada. Papá decía que lo dejara para el otro día, pero ella insistía en
sacar todo el contenido de la caja. También traía un maletín pequeño y un
periódico. Mamá revisó por encima el maletín y preguntó, ¿esa es toda la
ropa que trae? No, la dejé donde mamá para que la arreglara, contestó, y
mamá torció la boca.
Rogaba a Dios para que papá no se diera cuenta de los desaires y me
ponía al lado de la abuela que parecía tan contenta como yo. Ella sí le
preguntó por el viaje y recibió con ilusión el mercado, se nos estaba acabando
la pasta, decía, de una vez dejamos una lentejas en agua para mañana... y
hacemos las gelatina para el desayuno, añadí yo, para que supiera cuánto nos
gustaba la gelatina.
Llevaba un pantalón de dacrón azul oscuro, un saco de color gris y una
camisa a cuadros. No usaba chaleco ni corbata, como en las fotos. Tenía el
pelo muy negro, ondulado, los ojos también muy negros, como los míos, la
nariz recta. No era gordo ni flaco y su aspecto era elegante, pensé con
satisfacción que papá era mucho mejor que el de Marta. Sentado en la mesa
del comedor se miraba las uñas de vez en cuando y yo creía que no me iba a
decir nada, hasta que se le ocurrió abrir la boca. Esta es mi Clarita que
camina como la tía Lolita. Entonces me acordé de una canción que me
enseñó, “La señorita Lolita es la lorita del barrio, dicen que es la más bonita,
pero tiene una bolita que le daña la naricita...”.
Con el olor de la comida se animó el ambiente y mamá fue cambiando
su tono de voz. Se puso al otro lado de la mesa y empezó a bombardearlo con
preguntas, que cuántas horas había durado el viaje, que si se quedaba en
Bogotá, que cómo era la vida en ese país, que si hacía mucho calor porque ya
se estaba vistiendo como los calentanos y papá se reía diciendo que la corbata
era un adorno inútil. Pero hasta Pedro Picapiedra lleva corbata, dije yo, y él
dijo que la culpa era de Vilma.
El chisporroteo de la carne frita, el olor y el bullicio, despertaron a
Tomás que entró asustado y se quedó petrificado al vernos en semejante
situación. Mijito, salude a su papá, le dijo la abuela. ¿Qué te tomas, Tomás?,
preguntó papá, y mi hermano que estaba medio dormido le respondió, nada.
Entonces él le pasó la mano por encima de la cabeza y le dijo, habla con su
papá. Mamá comentó un poco molesta, déjelo tranquilo que está medio
dormido, y lo sentó en sus piernas, arrullándolo como si todavía fuera
pequeño. Es que él es el rey de la casa, replicó la abuela, y papá dijo en
broma ¡Cómo va a ser eso, qué responsabilidad tan grande! Y todos nos
reímos, menos Tomás que no entendía nada, el pobre.
Papá comió hasta que quedó satisfecho y de vez en cuando le alcanzaba
a mamá un trozo de carne que ella recibía con vacilación, sintiéndose tal vez
extraña al hacerlo. La abuela parecía estar más contenta que nosotros. Pasaba
y pasaba tajadas, porque al final todos nos animamos a comer. De vez en
cuando nos recordaba la hora, no se olviden que mañana tienen que
madrugar. Es verdad dijo mamá, poniendo a Tomás en el suelo y recogiendo
los platos. Deje ahí, que mañana lavamos todo, mamá. Pero la abuela no le
hizo caso y se puso a lavar platos.
Antes de irnos a la habitación, papá sacó de la bolsa una caja de
chocolatinas y advirtió que eran para llevar al colegio. Mamá las puso encima
de la despensa aclarando con firmeza: soy yo la que reparte. Me acosté
pensando en las cosas que nos trajo y en el momento en que iba a contárselo
a la maestra. No podía dormirme con tantos sentimientos que me asaltaban.
No alcanzaba a creer que papá ya estuviera con nosotros, debe ser un sueño,
me dije.
Papá en casa

La noche que llegó papá todas las emociones me atropellaron. La abuela


tardó mucho tiempo en arreglar la cocina y fue la última en irse a la cama.
Luego se quedó un rato largo diciendo sus oraciones. Papá pidió que le
calentaran agua para bañarse y mamá se quedó buscando una toalla limpia.
Yo aprovechaba que la abuela estaba despierta para decirle lo que
pensaba, pero ella me callaba. Es muy tarde, deben ser por los menos las dos
de la mañana y hay que levantarse a las seis. Me quedé mirando el techo,
tratando de inventarme una historia, como hacíamos Marta y yo, que
poníamos a las muñecas a representar personajes. Mi muñeca Lolita hacía de
hija y Patty Duke, la de Marta, hacía de mamá. Normalmente
representábamos el papel de la hija arrepentida que se escapa de la casa y
vuelve a pedir perdón a la madre. Así pasábamos toda la tarde en un dialogo
que no acababa jamás porque iban ocurriendo muchas cosas. Por eso, cuando
nos llamaban a comer, decíamos ya vamos, ya vamos, tres y hasta cuatro
veces.
A veces juntaba a todos los muñecos que había en casa. El osito, el
conejo y hasta la muñeca de la piyamera mía, regalo de una compañera de
mamá, a la que le metíamos otro muñeco dentro y decíamos luego que estaba
embarazada. Mamá le decía a la abuela, qué niños tan ocurrentes, solo los
míos son capaces de algo así. Pero lo decía entre admiraciones y quejas. Los
de Ana no hacen maldades, decía, y Tomás y yo nos mirábamos con
complicidad, si las pobres supieran lo que hacen las dos joyitas, se
desmayarían, pensábamos.
El primo Andrés le metió un lápiz en el culo a una gallina, a ver si le
rompía el huevo que iba a poner y la pobre cacareaba como loca, pero mi
prima Marcela la agarraba del pico para que la tía Ana no la oyera.
Comparados con ellos, nosotros éramos santos. Nuestros juegos secretos en
la azotea salían de la cabeza de Andresito. A él le encantaba sacarse el pipí y
estirarlo como si fuera de chicle y obligaba a Tomás a que se lo mostrara para
ver cuál de los dos era más largo. Algunas veces hacían pis delante de
Marcela y mío y nos perseguían para mojarnos. Pero mamá estaba
convencida de que nosotros éramos los peores y no había forma de
convencerla de lo contrario.
Muchas cosas pasaban por mi mente como en una película. La cara que
iba a poner Maritza cuando le contara que papá había llegado. Las cosas que
él nos compraría, mis botas y mis medias y todos los juguetes que me
faltaban y el vestido nuevo que la tía Ana me iba a coser para la primera
comunión de Marta que se celebraba en mayo. Pero en el fondo tenía miedo
de que todo eso no fuera más que sueños.
Me gustaban las fantasías aunque les tenía miedo porque al día siguiente
la vida me decía no a casi todas las cosas que más deseaba. Pero entonces mis
sueños se imponían sobre las palabras negativas y mi mente inagotable los
producía a gran velocidad. A diferencia de otros días, esa mañana quise
levantarme temprano con la abuela, pero era claro que no me iba a dejar.
¿Qué va a hacer detrás de mí, dando vueltas como un ente, sin ningún
fundamento?, ¡qué ocurrencias!, mejor quédese hasta que esté el café, me
dijo, cuando me senté en la cama. Pero no le hice caso. Esperé a que acabara
de peinarse. Tan pronto se metió a la cocina, me levanté muy despacio y
empecé a vestirme. Luego fui al baño, tratando de hacer el menor ruido
posible. Pero la suerte no me ayudó y se me cayó el vaso de enjuagarse la
boca que era de cristal e hizo un estruendo terrible y para colmo dejó cantidad
de pedazos dispersos.
Al escuchar el estruendo mamá se levantó furiosa y con una cara muy
extraña. No haga ruido que se despierta su papá, no me diga que quiere que la
sacuda de las mechas, para que deje de ser necia. Me sentí tan humillada que
no pude reprimir el llanto. Entonces la abuela vino en mi auxilio. No le diga
nada que no tuvo la culpa, comentó. Pero mamá se hacía la sorda y seguía, no
vengamos ahora con delicadezas, barra bien ese suelo, no sea que los niños se
levanten descalzos y se corten y arréglese rapidito que necesito entrar.
Mientras me agachaba a recoger los pedazos de cristal me preguntaba
por qué tenía que llorar en un día tan feliz. Llegué a pensar que la felicidad
era como una gran mentira que uno se decía por la noche y que la verdad era
todo eso que uno tenía que soportar durante el día.
Desayuné entre sollozos y palabras de consuelo de la abuela. Tome esta
galletica, mija, y llévese este peso para sus onces, me dijo. Casi me puse
feliz. Pero unas onces suculentas en el recreo no eran suficientes para
espantar la tristeza.
Me parecía absurdo no ser capaz de disfrutar la presencia de papá
después de cinco años. En realidad estaba triste por ese tiempo y necesitaba
un motivo para llorar. Lo que quiere es que su papá la oiga llorar, comentó
mamá en la mesa. Y eso me dolió más que todo lo que dijo, porque no era
verdad. Por nada del mundo hubiera permitido que él me viera llorar.
Muchas veces lloraba encerrada en el clóset, sin saber por qué, con unos
largos quejidos que me gustaba prolongar. Al comienzo lloraba porque algo
muy dentro me dolía, pero al poco tiempo empezaba a gustarme. Cuando
sentía que acababan las lágrimas, me entraban deseos de salir, pero me
arrepentía al pensar que ni siquiera se acordaban que yo estaba allí encerrada
y que podía morir ahogada.
La única que iba a golpear era la abuela, pero a veces se le olvidaba y mi
llanto solitario se perdía en la oscuridad. Lo que quería, por un lado, era que
viniera mamá arrepentida a pedir perdón; por otro, no quería que viniera
porque por dentro me moría de furia. Pero, de todas formas, después de llorar
me sentía mejor, ya no odiaba a nadie. Acababa sin fuerzas, sin peso y
tranquila. Era como si al sacar todas las lágrimas me limpiara el alma.
Entonces no veía las cosas de esa forma. Fue después cuando traté de
comprender por qué lloraba tanto.
Caminando hacia el colegio tuve tiempo de pensar cómo le daría la
noticia a mis amigas y a la maestra. Al entrar al salón se me olvidó el regaño
de mamá. Ese día teníamos clase de geografía y la tarea era dibujar el mapa
de Colombia con sus cordilleras, mesetas y sabanas.
Me gustaba dibujar mapas en papel mantequilla, con tinta china. Para
conseguir el azul de los mares cogía una cuchilla de afeitar y le sacaba
escamitas a la punta del lápiz. Luego esparcía el color con un copo del
algodón, muy suavemente, para no salirme de la línea. Tenía una caja de 24
colores Prisma que eran mi mayor orgullo y motivo de disgusto porque los
gemelos los cogían y me los gastaban.
Las cordilleras siempre iban en forma de espina de pescado, unas veces
verdes y otras marrón o con una mezcla de los dos colores. Cada día
intentaba ponerle un detalle más al mapa, una línea doble de otro color para
destacar el trazado, una variación de tonos, cualquier cosa para despertar la
admiración de la maestra. Quería que mi mapa fuera el más bonito y que se lo
mostraran a toda la clase de ejemplo.
La maestra se llevaba los trabajos a la casa y al día siguiente los
entregaba. A mí me dejaba para el final, qué maravilla, explícales cómo lo
hiciste. Yo me ponía al lado del escritorio y les explicaba. A la hora de recreo
algunas niñas me imitaban burlonas, pero eso ya no me importaba, yo les
sacaba la lengua y les daba la espalda. Sabía que, de todas formas, me iban a
imitar en la próxima tarea.
Ese día esperé a que todas entregaran su tarea, antes de acercarme al
escritorio de la maestra. En realidad quería ser la última para tener
oportunidad de hablar con ella. Pero no fui capaz de reaccionar cuando dijo
que ya no recibía más trabajos. No sé lo que me pasó. Dudé antes de
moverme y cuando quise salir corriendo, tropecé con la pata del pupitre y fui
a dar a los pies de mi compañera.
Estaba tan nerviosa que empecé a reírme. ¿Qué le pasa esta mañana a
Clara Osorio?, preguntó muy enojada la maestra. La vi tan malhumorada que
no pude inventar una disculpa ni decirle nada. Me tape la boca con la manga
del suéter intentando controlar la risa y me senté inclinada contra la superficie
del pupitre. Rapidito, niña, saque el cuaderno de geografía que vamos a
empezar a explicar la división política de Colombia, con sus departamentos,
intendencias y comisarías.
En la clase teníamos un globo terráqueo donde estaban los continentes.
Colombia era un pedazo minúsculo en América del Sur. Ya había leído La
vuelta al mundo en ochenta días y creía que era muy fácil saltar de montaña
en montaña y abarcar enormes superficies en un paracaídas o en un sencillo
globo. Imaginaba que salía de la tierra y en segundos estaba en la luna y así
abarcaba todo el sistema solar y luego más allá, hasta el infinito profundo
donde me perdía, como la astronauta rusa, Valentina Tereshkova.
Pensaba en los viajes espaciales cuando la maestra preguntó, ¿La capital
del Valle, Clara? Cali, grité, como autómata. Muy bien, pero baje de esa nube
ya, si no quiere que la ponga aquí, dijo señalando el escritorio con la misma
vara que utilizaba para mostrar en el mapa los departamentos. Yo estaba muy
distraída. La maestra se puso nerviosa y me dejó sin recreo.
Entonces fue cuando le conté que papá había llegado de Cúcuta esa
noche. No lo puedo creer, cómo va a ser eso, qué contenta debe estar la
mamá. La maestra, muy comprensiva, me dijo que podía disfrutar de los
minutos que quedaban de recreo y yo fui a buscar a Maritza para que me
pagara la apuesta, la coca cola y el paquete de papas fritas. Pero ese día no le
habían dado plata para las onces y fui yo quien tuvo que compartir la coca
cola y las papas con ella.
Estaba tan contenta hablando de las cosas que papá nos iba a comprar
que exageraba. Yo era consciente de la parte de mentira y de la parte de
verdad que tenían mis palabras y en el fondo me avergonzaba por todas las
cosas que añadía. Quería despertar la envidia de Maritza. A veces nos
reíamos mucho jugando a las escondidas, a cunclí, una dos y tres por mí, y
todas esas cosas, pero yo no olvidaba lo cruel que era conmigo. Aunque solo
fuera por presumir con Maritza, las mentiras salían sin control. Claro que me
daba miedo que alguien me delatara o que la maestra le hiciera un comentario
a mamá y ella lo desmintiera. Para tranquilizar mi conciencia, me portaba
muy bien y prestaba atención a la clase. En realidad, el gusanillo de la
conciencia estaba carcomiéndome por dentro. Lo único que deseaba es que
sonara el timbre para salir corriendo y refugiarme en el patio de la casa.
Por suerte, ese día la maestra no me pidió que la acompañara, mientras
recogía sus cosas y se quitaba la tiza de las manos. Así pude escapar pronto
de ella y de Maritza que algunas veces me pedía que la acompañara hasta la
esquina donde se encontraba con la mamá que la esperaba con el perro y el
hermanito pequeño.
Cuando llegué a casa me encontré a la abuela atareada en la cocina,
levantando las tapas de las ollas y probando la comida, bajando o subiendo el
fuego. No vaya a dejar los libros tirados en la sala, me advirtió, antes de que
le diera el beso, y salude a su papá que está en el patio, jugando con Pachito y
Pepe.
Buenas, papá, le dije, sin atreverme a darle un beso. Me lo tuvo que
recordar estirando el cuello y diciendo, un beso para su papá. Los gemelos
empezaron a buscar en los bolsillos, a ver si les traía caramelos o
chocolatinas. ¿Cómo está mi doctora? Astronauta, le corregí. Eso es, mi
Valentina. Pues muy bien, le dije, hoy vimos en clase de geografía la división
política de Colombia.
Me sentía rara hablando con él. Aún no sabía lo que significaba ser hija
de un papá. No sabía cómo comportarme, ni qué decirle. Claro que quería
agradarlo y contarle muchas cosas, pero no encontraba el momento. Entonces
le hablé de la maestra, de mi colegio, de la apuesta con Maritza y aproveché
para decirle lo de la reunión de padres de familia. Me pidió que fuera a mirar
si ya estaba el almuerzo y salí corriendo, suponiendo que a un papá había que
obedecerle en el acto.
Como un sueño

Tardé mucho tiempo en acostumbrarme a tener un papá real. Él seguía siendo


como el fantasma, lejano y misterioso. Cuando lo tenía al frente, no sabía qué
decirle. Empezaba a hacer chistes sobre los refranes de la abuela o sobre los
gemelos. Al verlos montar a caballo en palos de escoba y vestirse como el
llanero solitario, me decía, Clara vaya a saludar a los justicieros, y me
guiñaba el ojo para que les siguiéramos la cuerda. Si yo no entendía muy bien
el significado de una palabra, le preguntaba y me lo explicaba con ejemplos.
Lo que aprendí no se me olvidó jamás. Mamá también nos enseñaba cosas,
pero como era profesora, tenía un estilo diferente. Si le hablábamos estando
ocupada, se molestaba porque la interrumpíamos. Por eso, desde que papá
volvió a la casa, decidí preguntarle las tareas a él. Me gustaba oírlo. Hablaba
acariciando las palabras, dándoles formas y colores. Esas palabras, de
repente, se convertían en seres vivos que saltaban alrededor, como en una
película de dibujos animados.
Mamá escuchaba con desconfianza lo que papá decía. Claro que cuando
eran temas importantes, empezaba dice su papá y al final añadía, y de qué le
sirve saber tanto si no lo pone en práctica. ¿Qué significa “equidad”, papá?,
pregunté una vez. Equidad, dijo, viene de igual, que viene de equal. Me puso
el ejemplo de la abuela Atala que repartía con equidad los alimentos. Eso no
es verdad, alegué, porque a usted le pone el pedazo de carne más grande y la
mejor presa de pollo. Quiere decir que la abuela piensa en cada persona y
reparte las raciones de acuerdo al tamaño y edad de cada uno. Sí, pero cuando
alguien empieza una pelea, ella defiende a los culpables, contestaba yo, y él
explicaba, los culpables necesitan más ayuda que los inocentes que, al fin y al
cabo, se encuentran libres de pecado, esa es su manera de practicar el
cristianismo. ¿Acaso usted no es ateo?, preguntaba mamá, y él decía, eso es
otro tema, sí, existió un hombre llamado Jesús, eso se puede probar, otra cosa
es que lo convirtieran en hijo de Dios. Yo memorizaba las ideas de papá,
haciéndolas mías y predicándolas en el colegio después de la clase de religión
que para nosotros siempre fue como un cuento.
Jesús ya no era hijo de Dios, sino un tipo muy chévere que predicaba el
amor, igual que los hippies que iban apareciendo por la calle con el pelo hasta
los hombros y los pantalones ajustados, escandalizando a la abuela y a mamá.
Los romanos, decía papá, lo vieron como a un revolucionario y por eso lo
mandaron crucificar. Mis amigas que iban a misa todos los domingos, me
miraban incrédulas. Lo que más me gustaba era saber cosas que otros
ignoraban para sentirme importante. Solo podía ser amiga de Marta que leía
El Tesoro de la Juventud. Casi siempre hablábamos de los hombrecitos que
vivían en Marte y que un día invadirían el planeta tierra. Imaginábamos todo
lo que nos podría ocurrir cuando llegara la tripulación de Marte. Temíamos
que la tierra fuera destruida y preferíamos soñar con una era milagrosa en la
que todo surgía de unas maquinitas mágicas como la lámpara de Aladino.
Juguetes, comida, ropa bonita, paisajes, animales, películas, salían de aquella
maravillosa maquinita, igual que en la serie Perdidos en el espacio, que me
encantaba.
Marta y yo pensábamos que si nadie moría, llegaría un día en que la
tierra se llenaría de gente y tendríamos que emigrar a otros planetas. Eso de
viajar de planeta en planeta con solo meternos en una cápsula, nos
entusiasmaba casi tanto como ver desde una bola de cristal lo que ocurría en
el universo. Ya los rusos habían mandado varios astronautas al espacio.
Cuando mamá leía las noticias comentaba, qué inteligencia la de esos
hombres. Papá decía que tal vez existía en Venus una vida espiritual, más
perfecta que la nuestra. Los seres que imaginaba eran monstruos y plantas
carnívoras, como los que aparecían en Perdidos en el espacio.
Con papá nos daban las diez y once de la noche imaginando cosas e
inventando juegos. Cuando nos íbamos al colegio, él todavía dormía, pero
luego se levantaba y se ponía a arreglar chécheres destartalados. A la abuela
Atala le hizo un mango de palo para la sartén, porque cada vez que quería
retirarla del fuego se quemaba las manos. A los gemelos les hizo caballos con
los palos de escoba que encontró en el solar. A Tomás una cometa y a mí una
cajita de madera para guardar los lápices. Al comienzo era una novedad
sentarnos a la mesa con él. Luego nos fuimos acostumbrando, hasta que se
nos olvidó que se había ido de casa alguna vez. Los gemelos se mostraron
esquivos y agresivos, después cogieron confianza. Él los trataba de otra
forma, les hablaba igual que a los mayores y ellos ponían cara de viejitos. Pe-
pe-a-cio-asi-co-a-pis-toa, decía Pacho y papá preguntaba, deletreando muy
despacio, ¿qué fue lo que hi-zo-e-se-ban-di-do? Pacho parecía que no
entendía nada, pero luego reaccionaba y repetía correctamente lo que papá le
decía y todos nos reíamos de su forma de aprender. Pepe repetía lo que decía
Pacho.
La abuela también cambió con la llegada de papá. Si hacíamos algo
malo, nos amenazaba con contarle a él, ¿qué va a decir su papá cuando la vea
jugando en la calle?, arreglen bien esa casa, no sea que su papá los regañe, no
hagan ruido que su papá está leyendo, ahora mismo llamo a su papá a ver si
con él es altanera, por ahí viene su papá. Y así era todo el tiempo. Cuando
mamá la oía, respondía de mal humor, déjelos que corran y hagan bulla −se
refería a los gemelos− porque no tienen nada más con qué entretenerse. Muy
raras veces mamá se mostraba cariñosa con él, al contrario, siempre hacía
comentarios irónicos. Cuando él le explicaba dónde había estado, hacía como
que no entendía bien, sabrá Dios dónde fue, convencido de que voy a creerle
que estaba donde su mamá, comentaba, sin dejarle terminar las explicaciones.
Papá salía todos los días por la tarde y llegaba por la noche. Algunas veces yo
estaba en la cama despierta y alcanzaba a oír sus discusiones. Lo que más le
molestaba a mamá era que se emborrachara.
La primera vez que lo vimos borracho nos dio mucha risa porque no
podía quedarse de pie. Se agarraba de la puerta de la cocina y le decía chistes
a la abuela Atala, señora Atala, es usted la matrona más respetable que
conozco, no sé cómo agradecer lo que hace por mis hijos. La abuela ponía
cara de poca importancia y asentía con la cabeza. Él se sentaba a su lado
mientras se calentaba el caldo de menudencias, pero mamá protestaba furiosa,
que lo atiendan allá donde le dan trago, qué vicio. Entonces él nos llamaba a
todos, esta es mi prole, decía, y nos pedía que nos sentáramos a su lado, lo
importante es esto, comentaba, señalando la cabeza con el dedo del corazón.
Luego pedía que le entregáramos a mamá los bizcochos.
A ella le encantaban esos bizcochos de colores y enseguida se le pasaba
el mal genio. Cogía el que más le gustaba, uno relleno de crema de leche.
Después nos daba a elegir. La abuela se negaba a comer “esas galguerías
hostigantes”. Es mejor que los acompañen con café con leche, decía, mientras
ponía a calentar un jarro. Cuando nos servía, ya todos habíamos terminado el
bizcocho y apenas probábamos el café. Dios me perdone, tan cara que es la
leche y estos niñitos desperdiciándola, se quejaba. A la cama, ordenaba
mamá, y así terminaba la fiesta. Los gemelos insistían en quedarse con papá y
él se los llevaba, cada uno en un hombro, y los metía en la cama.
Papá se levantaba muy tarde aunque la abuela le llevaba temprano el
café. Después del café dormía otro rato y luego leía en la cama. Más o menos
a las once se levantaba. Cuando yo llegaba del colegio, él estaba recién
afeitado, jugando con los gemelos que lo esperaban en la puerta. Si no hacía
juguetes de madera, hacía figuritas de papel que los niños colocaban en la
mesa del centro de la sala. Palomas, perros, camellos, conejos, barcos, kepis
y cajitas, eran su especialidad. Los gemelos pedían otra y otra figura y él no
se cansaba de sacar formas. A veces la abuela tenía que llamarlo a comer dos
y tres veces, pero él no iba hasta que terminaba, porque jamás dejaba una
cosa a medio hacer.
Mamá llegaba entre la una y las dos de la tarde. ¿Y Pedro, dónde anda?,
preguntaba sin esperar una respuesta, ¿leyendo?, como si no tuviera que
buscar trabajo, le decía a la abuela. Una vez mamá empezó a leer en voz alta
los avisos limitados del periódico y papá se puso a reír. Se necesita cajista, se
necesitan maestros de obra, se necesita tornero con experiencia y referencias,
se necesita ayudante de panadería, necesitamos linotipistas, se necesita
electricista con experiencia. La lista de oficios era larguísima. Mamá ponía
un acento especial en cada trabajo. Yo no sabía qué significaban tornero y
linotipista y papá me explicó lo que era. En ninguno de esos oficios hay que
utilizar la cabeza, comentaba, eso lo puede hacer cualquier bruto. Pues el
marido de una amiga es electricista y no es nada bruto, le respondía mamá, el
caso es tener un oficio en la vida, añadía, porque “todo trabajo dignifica”.
Pero papá alegaba que él no iba a alquilarle la vida a un rico ignorante.
¿Entonces qué era lo que hacía por allá, le preguntó mamá? Pues ayudarle a
un amigo, respondió evasivo.
Yo no pensaba en el pasado de papá, pero mamá estaba obsesionada por
saber qué había hecho en los cinco años que nos dejó solos. Seguro que tenía
una moza y a lo mejor con hijos, le decía a mis tías, siempre que se
encontraba con ellas. Y se lamentaba por no tener una sola prueba de eso. La
que debe saber la verdad es esa vieja Inés, ellos se tapan con la misma cobija,
decía en voz alta, para que se enterara.
Cuando mamá empezaba a alegar, papá la escuchaba en silencio. La
dejaba acabar y se metía en el libro, como si no pasara nada. Yo me
encerraba en mi cuarto a rogar porque la pelea no avanzara, pero a veces
mamá era tan insistente que papá se levantaba y se iba a dar una vuelta. La
primera vez que lo hizo creí que no volvería jamás. Al final regresaba, pero
yo siempre me decía, esta vez no volverá, seguro que nos va a dejar solos. En
realidad, siempre temí que nos dejara. Marta decía que eso era imposible, que
papá volvió porque nos quería y a mí me gustaba pensar eso. Cuando papá no
estaba, el problema era que no estaba. Cuando llegó, el problema era que
estaba, pero no hacía nada. Mamá no sabía si quería verlo sentado leyendo en
la cama o empujarlo a la calle. Sabe Dios dónde andará ese hombre, pensaba
en voz alta. A veces yo me atrevía a responderle, no se acuerda mamá que
esta mañana, cuando se despidieron, le dijo que iba donde la abuela Inés a
que le prestara plata. Esas son disculpas, decía, cómo va uno a saber si fue
donde ella. Me contestaba, sin darse cuenta de que era yo quien le hablaba, y
seguíamos la conversación. Si trae ropa nueva, seguro que viene de donde la
abuela, decía yo para ayudar. Y mamá ya desesperada decía, no me responda
más porque me da dolor de cabeza, y no vuelva a meterse en las
conversaciones de los mayores, yo sé cómo le quito esa costumbre de parar
oreja.
Mamá quería desahogarse conmigo, pero se daba cuenta de que yo
todavía era una niña y ponía cara de mamá seria. Después de regañarme por
entrometida, me preguntaba, ¿qué vamos a hacer con su papá que no quiere
trabajar? Y luego, como pensando en voz alta, comentaba, imposible que la
inteligencia no le sirva para un carajo. Será decirle al doctor Renjifo que le
consiga una corbata en un Ministerio, porque yo no me lo imagino trabajando
de tornero o haciendo turnos en una fábrica. Dios me perdone, no se sabe qué
es mejor, si el remedio o la enfermedad.
Aunque ellas veían a papá como un problema, yo no lo sentía así. Si le
pedíamos para la leche, él siempre sacaba billetes del bolsillo. Si los gemelos
querían helados, los llevaba a correr al parque y se los compraba. Pero un
domingo mamá dijo que no había plata para el mercado y nos mandó a
decírselo. No me sentía capaz de hablarle y le pedí a Tomás que se lo pidiera,
pero, el muy cobarde, tampoco se atrevió y me tocó ir a mí. Con titubeos se
lo solté, que dice mamá que no hay para el mercado. Y ¿cómo hacían cuando
yo no estaba? Tuve miedo de que se le borrara la sonrisa y salí corriendo
donde mamá. Pídanle ustedes que para eso son los hijos, yo no necesito nada,
nos respondió. Entonces se metió en la cocina y cerró la puerta furiosa.
Quería desaparecer y me escapé donde Marta. Allí me quedé un rato
mirando la calle desde el balcón. Después vino Tomás a buscarme de parte de
la abuela porque ya casi estaba el almuerzo. No me atreví a preguntar por él.
Mamá se había metido en la cama y los gemelos eran los únicos que gritaban.
Pa-pa-a-cio-pum, decía Pepe, y Pacho repetía, pum-pum. Eso quiere decir
que rompió la puerta de la cocina de un golpe, me aclaró Tomás. La abuela
estaba de mal genio, dejen pasar, cojan oficio, no atormenten, terminen esa
comida, etc. Es hora de salir a la calle, pensaba yo cuando se venía ese tropel
de palabras que parecían piedras.
Y ahora ¿qué va a pasar?, preguntó Tomás. Pues que todo seguirá igual
que antes, tonto, le dije yo, también contagiada de mal humor. Sentía un
vacío en el estómago, como si me hubieran sacado las tripas. No me gustaba
nada lo que pasaba en mi casa. No me gustaba que mamá peleara tanto con
papá y que nos mirara mal cuando lo saludábamos con emoción. Creo que
papá se irá y esta vez es para siempre, pensaba yo, asustada por mis
presentimientos. La abuela no decía nada, pero yo sospechaba que no estaba
de acuerdo con mamá, por los comentarios que hacía, es como si no les
gustara vivir en paz, o, qué ganas de mortificar a la gente.
El Fantasma a veces aparecía en mis sueños rescatándome de las arenas
movedizas de mi casa. Me veía hundida con mis libros, mis lápices, mis
plumas, mi regla, mis compases, mi mesita, mis dibujos, mis piedritas de
colores y mis frascos de hormigas. Si me voy, pensaba, todo eso irá a la caja
de los chécheres. Tenía miedo de que no se acordaran de mí cuando estuviera
grande. Seguro que los gemelos no me conocerán... Pensar en todas esas
cosas me producía una sensación de vacío, algo muy raro que no podía
distinguir pero que a veces tenía que sacar de dentro llorando. Deje la
lloradera, niña, decía la abuela, eso es falta de un correazo.
Papá y los postres

La llegada de papá cambió las cosas para bien y para mal. Para mal, porque
casi todos los días había una pelea o una discusión. Para bien, porque la vida
era más divertida. Él siempre estaba inventando juegos en los que participaba
hasta la abuela. A veces nos ponía a resolver problemas. Supongamos que
hay un incendio en la cocina, ¿qué es lo primero que se hace? A. Traer un
balde de agua. B. Ir por una cobija de lana y echarla encima de las llamas. C.
Tratar de buscar la salida. Lo decía todo de una manera tan circunspecta que
no dudábamos en dejar lo que estábamos haciendo para ponernos a pensar.
De acuerdo a las respuestas, analizábamos las consecuencias. Mamá
decía que eso era perder el tiempo en suposiciones y, él, que solo quería
enseñarnos a pensar. Debe estar de mal genio porque es muy tarde, es mejor
dejarlo para mañana, decía él, como si se sintiera regañado, y nosotros nos
íbamos a la cama tratando de resolver el problema. Mamá refunfuñaba, por
qué no juega a resolver los problemas que tenemos ahora, ganas de hablar
basura.
Otras veces papá se dedicaba a la culinaria. Por la tarde llegaba con una
bolsa de moras y las ponía en la mesa de la cocina. Vamos a hacer un dulce,
decía frotándose las palmas de la mano y mirándonos con cierta malicia,
¿quién me ayudará a lavar estas moritas?, preguntaba nada más por preguntar
porque sabía que yo corría a hacerlo encantada. Levantaba la mano y él
buscaba a la abuela Atala para que me diera un delantal. Hacer eso era
problemático porque en la casa no existían las cosas que él pedía. Póngase
este trapo agarrado al cuello, decía la abuela que siempre tenía la solución en
la mano. Papá me remangaba el suéter y me colocaba dos ladrillos para que
quedara al mismo nivel del fregadero.
Mientras lavaba las moras y les quitaba los cogollos, él revolvía la
despensa o merodeaba por los rincones tratando de encontrar la olla precisa.
Al final tenía que contentarse con lo que le daba la abuela, porque no había
más. Pero trataba de tomárselo con humor y acababa haciendo chistes sobre
las ollas viejas. Los gemelos también participaban, aunque de lejos, para
evitar accidentes. A ellos los ponía a recoger las cáscaras y las migajas que
caían al suelo. Sin que se dieran cuenta, echaba algo de mugre para que no se
aburrieran. Tomás tenía que controlar el tiempo. Toda la tarde era una fiesta
para nosotros. Cuando mamá llegaba, le gritaba desde la cocina, Sara, no
entre que estamos preparando una sorpresa. A mamá le gustaban los dulces y
los postres. Pero papá gastaba todo el azúcar y mamá se ponía furiosa cuando
iba a endulzar el café y se daba cuenta que no quedaba ni una pizca. Si tiene
antojos, compre usted mismo los ingredientes, acuérdese que el gas cuesta, la
luz, el agua, todo, todo tenemos que pagarlo a fin de mes.
Papá no le hacía caso y seguía vigilando la olla, buscando nuestra
complicidad. Al poco rato nos llegaba el aroma del dulce, un olor intenso que
invadía la casa y nos llenaba de agua la boca y era tan apetitoso que ni
siquiera mamá podía resistirse. Yo le pedía a Tomás que se acercara, para ver
en qué punto estaba. Y la espera se nos hacía eterna. De vez en cuando papá
nos dejaba ver el aspecto del dulce. Con mucho cuidado sacaba un poco del
almíbar y lo ponía a enfriar antes de darnos a probar. Aquello nos embriagaba
de felicidad. Cuando el almíbar estaba en su punto, pedía que le pasáramos la
dulcera y nos ordenaba salir de la cocina. Eso era apenas el comienzo de la
espera, porque el dulce estaba tan caliente que nadie lo podía comer. Tomás y
yo nos manteníamos ansiosos todo el tiempo. Saber que aquello estaba en lo
más alto y que nadie lo podía comer nos inquietaba. Papá nos dejaba la olla
para consolarnos y así nos entreteníamos un buen rato. Primero raspábamos
con la cuchara, hasta que la abuela se quejaba, Dios mío, dejen de hacer tanto
ruido. Luego metíamos el dedo, después la mano entera y finalmente la
lengua. La olla quedaba tan limpia que la abuela comentaba con sarcasmo,
¡Qué ansia!, parece que nunca hubieran probado el dulce de mora. Y en el
fondo era verdad porque cada vez que nos daban dulce de mora era como si
lo probáramos por primera y última vez.
El dulce de mora con arequipe se llamaba matrimonio y era más que la
gloria. El día que papá hizo aquel postre no pudimos dormir pensando en el
almuerzo del día siguiente. El postre tenía que reposar un día como mínimo.
No se podía comer en las noches porque entorpecía la digestión y producía
catástrofes, diarreas, dolor de estómago, según mamá. Sin embargo, ellos se
servían una ración de postre a espaldas nuestras.
Un sábado mamá tuvo que ir a una reunión de profesores en la escuela.
Papá se levantó muy animado, hoy vamos a tenerle una sorpresa a su mamá,
vamos a hacer matrimonio, ¡yuuupi!, gritamos Tomás y yo saltando de
alegría. Rápido fuimos al mercado y preparamos la cocina. La abuela no
estaba muy contenta porque le quitábamos espacio, pero tratándose de papá,
ella colaboraba. Papá cuidaba el arequipe con paciencia y la abuela vigilaba
las moras.
Así pasamos la mañana hasta la hora del almuerzo que empezábamos sin
mamá porque era muy tarde. El arequipe y las moras estaban en su punto y
solo hacía falta mamá. ¿Qué le habrá pasado?, se preguntaba la abuela sin
disimular su preocupación. Estábamos recogiendo los platos cuando mamá
timbró y fuimos corriendo a saludarla, adivine mamá lo que hicimos,
déjenme descansar primero que vengo con la cabeza como un tambor, dijo,
abriéndose paso.
Papá fue a darle un beso y ella retiró la cara. Eso fue como un insulto
para él, esta mujer, lo que quiere es que me vaya, dijo furioso, buscándonos
con la mirada, para que nos diéramos cuenta de la verdad, pero nosotros
asustados nos escondimos detrás de la puerta, temiendo que cogieran las
cosas y se las tiraran a la cara, como una vez que mamá cogió un plato de la
vajilla nueva que le habían regalado el día del maestro, pero se arrepintió y lo
volvió a poner sobre la mesa, tal vez por no descompletarla, porque ella
siempre se quejaba de que nada nos duraba.
Había momentos en que papá apretaba los puños y en la cara se le veía
que era capaz de cualquier cosa. Tomás y yo nos agarrábamos haciendo
fuerza para que no pasara nada. La abuela furiosa dijo una vez que si las
cosas seguían así, ella armaba viaje porque ya estaba muy vieja para que le
faltaran al respeto, pero mamá, ¿qué puedo hacer?, le dijo llorando, ¿no ve
que este hombre no se inmuta por nada?, si sigue así tendré que mantenerlo
hasta mi muerte y en ese caso prefiero que lo mantenga su mamá que para
eso tiene plata. Como siempre que no estaba de acuerdo, la abuela se quedó
muda, pero cuando mamá se fue masculló entre dientes, todo no se puede
tener en esta vida, hay que aprender a resignarse, es mejor aceptar las cosas
como vienen.
Papá se encerró en la habitación y mamá se sentó en la mesa del
comedor con la cabeza hundida entre las manos. ¡Qué voy a hacer! Cuando
llego y lo veo, tan fresco, sin trabajo, sin preocupaciones, como si no tuviera
ninguna obligación, me dan ganas de sacarle los cuatro trapos a la calle pero,
al mismo tiempo, pienso que se puede ir, sabrá Dios a dónde, y me da pesar...
pero qué diablos, él no se merece tanta consideración, una, de bruta... Y nos
miraba como si estuviera muy lejos de nosotros y, luego, decía, pero claro, se
mueren por él. Yo no entendía muy bien por qué decía eso, pero me sentía
culpable y un poco avergonzada de querer más a papá que a mamá. Tomás en
cambio no lo dudaba nunca, él prefería a mamá.
La abuela pensaba que la presencia del hombre era importante, por los
niños. Sí, pero con la sola presencia no van a comer, respondía mamá. De
todas maneras... por el respeto..., decía la abuela con voz apagada, y mamá,
como si no escuchara, seguía recordando los defectos de papá, y lo que no le
perdono es que me haya tocado ir sola a la clínica cuando nacieron los
gemelos, y aun así se vuelven locos cuando lo ven, la vida es así. De todos
modos, la abuela tenía sus ideas y nadie se las podía cambiar y en secreto,
cuando nos íbamos a dormir, me decía, mijita, tiene que querer a su papá,
porque el papá es el papá y la sangre tira.
Yo no entendía bien eso de la sangre tira, aunque lo había escuchado
más de una vez cuando contaban historias de la familia. Como la del
muchacho que se sentó al lado de mi tío y empezó a hablarle como si lo
conociera de toda la vida y mi tío le preguntó, y usted, joven, ¿de quién es
hijo?, pues de Berta la de la quebrada y de usted, y entonces mi tío que ya
estaba borracho, al oír eso se puso a llorar como un niño y lo invitó a tomar
cervezas y se quedaron en esa tienda tres días, bebiendo sin parar, hasta que
el muchacho dijo que se tenía que ir a trabajar y la dueña de la tienda tuvo
que mandar a mi tío a la casa con dos hombres porque no se podía mantener
en pie. La abuela remataba la historia diciendo, la sangre siempre tira, sea
donde sea y por más malo que sea el hombre. Pero mamá pensaba que eso era
puro teatro porque mi tío jamás fue a visitar a Berta ni a saber de los hijos
que tenía con ella, pero que el muchacho era noble, decía, porque no le
guardaba rencor, a pesar de que ni un infeliz dulce le había merecido, pero
algo es algo, decía la abuela, a lo mejor hasta se decide un día y les da el
apellido, pero el apellido no sirve para comer, respondía mamá en voz baja,
para no llevarle la contraria.
La abuela decía que era muy feo que la gente provocara las peleas en
lugar de aprender a vivir en paz. Que se atreva a pegarme, decía mamá,
porque, él todavía no me conoce y es que de esta casa sale, tal como vino,
con una mano adelante y otra atrás, y una caja de mercado, recordaba
Pachito, sí, y que no dio ni un brinco, aclaraba mamá, pero ya más calmada y
con una sonrisa, para sus adorados gemelos que no paraban de recordar las
cosas que papá les había regalado. Eran como discos rayados, no olvidaban
nada de lo que hacían y a cualquier extraño que veían le contaban con lujo de
detalles las cosas que ocurrían en nuestra casa. No callan ni un pedo, mis
chinitos, decía mamá, hay que tener cuidado con ellos porque seguro van a
contarle a los vecinos lo que pasa aquí. Entonces decidimos hablar en clave
cuando se trataba de algo secreto.
Si las discusiones eran fuertes, papá se iba y volvía muy tarde, cuando
todos dormían. Al día siguiente me levantaba con el temor de no encontrarlo
y, con disimulo, me asomaba al cuarto de mamá. ¡Dios mío!, no quería que
pasara nada malo. Un bulto en la orilla derecha de la cama y el olor a
cigarrillos me tranquilizaban. Aquella vez que hicimos el matrimonio, mamá
tuvo un problema grave en la escuela porque los padres de familia se
quejaron de una maestra que le pegaba a los niños y estaban dispuestos a
demandarla. Decía que se sentía sola y sin nadie que la respaldara y pensaba
que si papá fuera responsable, ella no tendría que saltar matones ni sufrir con
los buses ni madrugar para cumplir con el mes.
Mientras ella se quejaba, papá se metió en el baño, como si no pasara
nada. Se afeitó, se puso loción, se acomodó el saco, se despidió de los cuatro,
le dijo adiós a la abuela y tiró la puerta con fuerza, que se largue de una vez,
dijo mamá, ya estoy cansada.
Con lo que nos gustaban los dulces, nadie volvió a acordarse del
matrimonio, hasta la hora de la comida, que mamá y la abuela fueron a la
cocina. Mamá destapó las ollas y metió la cuchara, está bueno dijo, vamos a
servirles a los niños. Se me atragantó por primera vez el postre. Algo en mi
interior se removió y sentí que estaba traicionando a papá. Entonces retiré el
plato a medio acabar, creo que me duele el estómago, me quejé, eso debe ser
que ya le metió cuchara, comentó mamá malignamente y tuve que
controlarme para no llorar.
Papá no vino esa noche y aquel domingo por la mañana, aunque mamá
no hizo ningún comentario se notaba que estaba preocupada. Nos vamos a la
misa todos, dijo, no hay que perder las buenas costumbres. Y nos arreglamos
lo más rápido que nos fue posible porque eran las diez y queríamos ir a la
misa de once. La abuela puso el almuerzo mientras bañaban y vestían a los
gemelos. Yo saqué un platón y me lavé en el patio para ganar tiempo.
Faltando cinco para las once salimos todos limpios y apresurados.
Las ideas de papá sobre la religión eran opuestas a las de mamá y oírlos
discutir a diario me confundía. Mamá pensaba que todos los ateos se
acordaban de Dios a la hora de la muerte y papá siempre hablaba mal de los
curas, lo cual hizo que yo también aprendiera a desconfiar de ellos. La abuela
aunque rezaba mucho e iba a misa los domingos no le llevaba la contraria a
papá. La misa me parecía larga y aburridora, pero me daba tiempo de soñar
mientras miraba la cúpula, las imágenes y el altar. Mamá tenía que darme un
codazo para que la siguiera, arrodíllese, levántese, me decía y yo le obedecía,
pero contra mi voluntad. Lo que me gustaba de la misa era ver a la gente
recién bañada y bien vestida. Así me daba cuenta de las cosas que estaban de
moda. Mamá, quiero un vestido como ese, insistía, y ella respondía burlona,
sí, me lo imaginaba.
Ese domingo el cura dijo que los niños de primera comunión tenían que
inscribirse para el curso en la parroquia. Mamá dijo que ya tenía edad de
hacer la primera comunión. Entonces esperamos a que se acabara la misa y
fuimos a inscribirnos. Enseguida pensé en el vestido que quería y en una
fiesta con piñata. No cante victoria, dijo mamá, se hará una cosa sencilla con
la familia. No esperaba gran cosa. Me contentaba con el hábito de monja, el
ponqué, los postres y las cosas que iban a regalarme.
Cuando volvimos de misa nos encontramos a papá comiendo postre, casi
no me dejan, comentó, como si no pasara nada, ¡Dios, mío! Ojalá no se
pongan a pelear, dije para mis adentros. Y creo que esa vez Dios me oyó
porque mamá puso cara sonriente y le dijo que estaba muy bueno y que si no
hubiese venido ese día, a lo mejor no hubiera encontrado, el que no se halla a
la muerte de su padre no le toca herencia, dijo la abuela, y papá sonrió, eso es
verdad señora Atala, casi me quedo sin herencia. Entonces se me abrió el
apetito y le rogué a mamá que me sirviera un poquito de postre.
Papá, voy a hacer la primera comunión en diciembre, le dije, y él me
miró sorprendido ¿y eso, para qué sirve?, pues para recibir a Dios, dije,
saliendo de la habitación porque no quería hablar con él. No le haga caso a su
papá, que habla por hablar, me dijo en secreto mamá. Pero él insistía en el
tema, Dios debe pesar toneladas porque dicen que es infinito, imagínese ese
peso tan enorme sobre los hombros. No se haga el pendejo, respondía mamá,
usted también hizo la primera comunión, ¿yoooo?, me disfrazaron y me
llevaron, yo no tengo la culpa, alegaba. Pero Clara va a hacer la primera
comunión y punto, decía mamá cerrando la discusión y papá nos miraba a
todos, con picardía, bueno, bueno, pues que la haga. Yo no pensaba renunciar
al hábito de monja, por nada del mundo, de eso estaba segura.
Por esos días mamá y yo hacíamos planes en secreto. Fuimos al Centro a
ver vestidos para hacernos una idea de los precios. La abuela dijo que si salía
muy caro, nos ayudaba con sus ahorritos. La tía Ana propuso que se lo
pidiéramos prestado a unas primas lejanas, pero mamá se puso furiosa, ni
más faltaba, ni que estuviéramos en las últimas, la primera comunión sólo se
hace una vez. A mamá le gustaban las cosas con mucha anticipación. Y eso
estuvo bien porque tuvimos tiempo de ir a muchos almacenes a comparar
precios. Tomás iba a cumplir ocho años y a mamá se le ocurrió que también
tenía edad para hacer la primera comunión. Yo me negué. Que la haga con
los gemelos. Es mejor un gasto, de una vez, dijo mamá, pero yo insistí en que
prefería sola porque lo lógico era que los hombres la hicieran juntos. Cuando
los gemelos cumplieran ocho años Tomás tendría once, es decir mi edad, y
entonces estaría más preparado para eso. Tal vez tenga razón dijo mamá, pero
de todas formas lo pensaré. Y yo hacía fuerza para que me dejaran sola
porque con Tomás al lado recibiría menos regalos y menos plata. Papá no
volvió a opinar sobre la primera comunión. Nos dejaba cuchichear como si
no se diera por aludido. De vez en cuando nos contaba la historia de algún
papa malvado, precisamente el año que nos visitaba el santo papa Pablo VI al
que Tomás llamaba “Pablo vi” porque aún no sabía los números romanos.
El disfraz

No es que yo fuera un dechado de virtudes, pero a veces me esforzaba por


agradar a los mayores. Verme estudiar y leer los hacía felices. Eso también
me libraba de ciertas obligaciones, como lavar platos. Cuando me pedían
hacer oficio, aplazaba el momento con un, ya voy, espérese que estoy
estudiando, hasta que se les olvidaba. Qué niña tan desobediente, se
quejaban, pero al menos estudia.
Muchas veces intenté complacerlos haciendo oficio en la casa, pero no
se notaba. Mejor no hago nada de eso, me decía, total, no sirve para nada.
Que fuera la mejor en la clase complacía a mamá y a la abuela. La abuela me
regalaba plata y me dejaba salir a la calle, para que me despejara después de
estudiar, vaya, si no se revienta, decía, y yo corría, antes de que me pusiera
condiciones. Desde que se perdió Tomás, mamá y la vecina eran casi amigas
y había más confianza. La señora Doris me recibía siempre muy bien y
mucha veces me ponía como ejemplo, cosa que me hacía sentir muy
importante. En su casa se sentía un calor muy especial, se hacían bromas y
parecía que vivían en paz.
Aquella casa era un refugio en las tormentas. Pero a mamá no le gustaba
que me quedara a comer. Cuando llamen a la mesa, usted se despide, repetía
furiosa, ¿es que no va a aprender nunca?, pero ella insiste, me defendía yo, es
por educación, recriminaba mamá. Parecen gente bien, respondía la abuela
que ya era amiga de la vecina, pero no quería confesarlo. Las dos se daban
cita en el antejardín y se ponían a conversar un buen rato.
Yo le explicaba matemáticas a Marta y la vecina me ofrecía onces,
chocolate, almojábanas, queso y roscones. Al despedirme, me daba plata en
secreto. La mayor parte del tiempo jugábamos a las visitas. Preferíamos
inventar obras de teatro, bailar frente al espejo, maquillarnos con los
cosméticos de la mamá y disfrazarnos de mayores. La señora Doris se moría
de la risa con todas las cosas que se nos ocurrían y muchas veces se metía en
nuestros juegos. Mamá, déjese poner este moño, decía Marta, y ella se
quedaba quieta. Le gustaba que la peináramos y que hiciéramos experimentos
con su cabeza.
Qué tanto hace, metida en esa casa, protestaba mamá, al verme llegar
tarde, yo le contaba que nos maquillábamos y nos disfrazábamos. Ella no
paraba de recordarme que estaba haciendo el último año de primaria y que en
el bachillerato debía ser más responsable. Desde las vacaciones de julio
empezó con su musiquita, cuando entre al bachillerato, ya no podrá jugar
tanto, el colegio es de una disciplina estricta y con un nivel académico muy
alto, si se descuida, afuera, y yo no respondo. Me parecía terrible el futuro,
pero también tenía muchos deseos de ponerme un uniforme nuevo y empezar
una vida diferente.
Me daba tristeza saber que no volvería a ver a la señora Eudora. El
colegio nuevo era un viejo edificio de piedra enorme y antiguo, parecía una
cárcel, con los muros tan altos con las puntas de las rejas destacando. Entrar
al bachillerato era hacerse mayor. Las de bachillerato miraban a las de
primaria por encima del hombro, sabían palabras en inglés y parecía que se
burlaban de las pequeñas. Entre ellas se decían okey, senquiu, gud morning.
Yo también empecé a hablar así el primer año, aunque mi primo Gerardo ya
me había enseñado algunas palabras.
Durante muchos años aquel colegio siguió produciéndome escalofrío,
aunque jamás me pasó nada. Los profesores se especializaban en asustarnos
recordándonos que la vida era muy dura allá afuera y que teníamos que dejar
de ser unas niñas de papi. Con todo eso tan terrible esperándome, crecer me
aterrorizaba.
El Liceo los Ángeles donde hice mi último año de primaria era un
colegio muy pequeño y una se sentía como en su casa. La dueña entraba en la
clase y hacía bromas. En el recreo animaba a las que se quedaban solas en los
rincones. Cuando izábamos la bandera, la señora Berta repetía que el colegio
era nuestra segunda casa. Si alguien estaba mal del estómago, iba a la cocina
y le daban agüita aromática. Si sufría un accidente, la señora Berta estaba
lista a prestar su ayuda. Mamá decía que era una vieja usurera, que nunca
entregaba cuentas claras de las contribuciones de los padres de familia, que la
única ventaja era tener el colegio cerca.
La señora Berta tenía un hijo tonto que no salía de primero de primaria y
era mayor que yo. Siempre se metía con las niñas, pero no podíamos decirle
nada, por ser el hijo de la rectora. Tenía los pies hacia dentro y levantaba una
polvareda cuando corría detrás de nosotras en el patio de recreo. Llevaba
unas botas horribles y unos pantalones cortos siempre escurridos, a punto de
caérsele. Pobre la maestra, que le toca soportarlo, se quejaba Maritza. No,
pobre la que le toque sentarse con él, porque siempre trataba de levantarles la
falda a las niñas.
El colegio era solo de niñas, pero la señora Berta decidió aceptar niños y
había dos o tres en los primeros cursos. Me daba tristeza dejar aquel lugar.
Estábamos preparando la clausura. Marizta y yo participábamos en una obra
de teatro. Como despedida a los padres, se les ofrecía ponqué y una copa de
champaña. La maestra nos entregó una circular invitando a los padres a la
reunión de octubre. Papá se negó rotundo a asistir. Mamá nunca podía ir por
su trabajo. Está enfermo, dije para disculparlo. Fui la única que no dio
contribución para la fiesta de clausura y eso me hizo sentir muy mal.
No es que me decepcionara que papá no asistiera a la reunión, no, en el
fondo no me lo imaginaba hablando del precio de los disfraces y de los
preparativos de la fiesta. Aunque mamá no estaba de acuerdo con tantos
gastos, aceptó comprarme la tela del disfraz que tía Ana confeccionó, después
del curso de alta costura en la Academia de Corte y Confección Patty. Papá
nos oyó hablar del disfraz y propuso aprovechar el papel periódico. Mamá lo
fulminó con la mirada, no va a salir como la peor, gritó, al fin y al cabo es el
último año de primaria y hay que hacerle unas fotos. Entonces me alegré de
que no fuera a la reunión a hacerme quedar mal con sus ideas. Ningún padre
de familia iba a proponer una cosa igual.
El tiempo de los exámenes se acercaba y todo el mundo se ponía
nervioso. Perder un año me parecía lo peor que podía ocurrirle a una persona
y en mi familia todo el mundo lo veía así. El castigo a los perdedores era
ejemplar, para que no les quedaran ganas de perder otro año. Traté de
imaginar mi vida repitiendo, castigada y humillada durante un año y no me
pareció tan terrible. Me preocupaban otras cosas que no tenía claras, un
malestar, un encogimiento de estómago y una angustia por no saber qué iba a
ser de mayor.
Estaba furiosa con papá, pero lo disimulaba. No quería decirle lo que
pensaba porque me daba miedo que se enojara conmigo. De todos modos se
me notaba porque no quería estar con él como al principio. Al medio día
llegaba del colegio, saludaba a mi abuela y no preguntaba por él. La abuela
me decía, mija, salude a su papá. Me hacía la sorda, pero ella insistía, ya voy,
ya voy, espérese, le decía, controlándome todo lo que podía. Entonces me iba
a la habitación, me quitaba el suéter y volvía a la cocina, pero ella machacaba
de nuevo, no saludó a su papá. Cuando el almuerzo estaba listo, iba a
llamarlo. Lo encontraba tirado en la hierba leyendo mientras los gemelos se
balanceaban en el columpio. Papá, que dice la abuela que ya está el almuerzo,
y él sorprendido se levantaba, ¿cómo va ser, Clarita no le da un beso al papá?
Yo le daba el beso y volvía a la cocina.
En la mesa me preguntaba sobre los ensayos. Son los miércoles y los
jueves por la tarde, hoy no me toca. Él me preguntaba sobre la obra, son las
tres hijas del rey, la mayor se llama Elena, la mediana Dorotea, la más
pequeña Isabel, yo soy Isabel. No me perderé esa representación por nada del
mundo, decía alargando las erres, reeeeeeeeepresentación, mirándome con
gestos teatrales, a ver si me sacaba una sonrisa, pero yo cambiaba de tema y
le preguntaba a la abuela si había más sopa.
La situación era insostenible. Papá no me dejaba en paz, todo lo
contrario, insistía con sus bromas sobre mí. Para no hablar, me metía una
gran cantidad de comida y me demoraba un montón masticando. Él se
burlaba de mi forma de comer. Atención, señora Atala, Pachito, Pepe, a
Clarita se le va a salir la comida por entre los ojos y los oídos, ¿qué será esa
manera tan extraña de comer?, ¿dónde lo aprenderá?, ¿allí en la casa vecina,
donde doña Doris Lunares? Y seguía hablando de mí, como si no existiera y
yo sentía que quería llorar, pero me aguantaba, hasta que llegaba mamá.
Esos días solo quería hablar con ella y salir juntas a hacer tantas cosas,
el disfraz, el vestido de la primera comunión, las diligencias del colegio.
Todas las tardes teníamos algo que hacer o de qué hablar. Un día me peinó
con dos hebillas y me dijo que me pusiera el vestido nuevo. Clara, salga
disimuladamente, para que no nos vean los gemelos. Sabía que se trataba de
un asunto importante. Fuimos a Foto-Centro a hacerme unas fotos tamaño
carné. A los dos días pasamos a recogerlas. Salí con el cuello del vestido un
poco torcido, no le dije, niña, le insistí para que se lo arreglara, reprochó
mamá, pero la abuela dijo que estaba muy bien. Después pasamos a la oficina
del registro a mandarme hacer la tarjeta de identidad.
Fue la primera vez en mi vida que ensayé una firma e imité la de mamá:
Clara Osorio Linares, escribí presionando tanto el esfero que se levantó el
relieve de la cartulina. Luego puse la huella dactilar. Unos días después
pasamos a recogerla. Mamá la guardó en la cartera y en casa me la entregó
para que me responsabilizara de mis cosas. No sabía dónde dejarla. A veces
la guarda en los cajones del armario, pero se revolvía con la ropa y no la
encontraba. Otras veces la metía en el cajón de la mesita de noche, hasta
donde llegaban los gemelos. Un peligro dejar las cosas al alcance de sus
manos destructoras. Mamá guárdemela, por favor, supliqué. Ella la metió en
su cuaderno de Recuerdos y poesía. Hay que regalarle una cartera a la niña,
dijo la abuela.
Un viernes por la tarde fuimos a Lafayette con la tía Ana a buscar la tela
del disfraz. La tía Ana dijo que lo mejor era comprar el raso que se usaba
para forrar los vestidos de paño. El vestido era azul y blanco con adornos
dorados. Para darle vuelo mamá pidió prestados unos aros de alambre. Yo
quería el disfraz de princesa ese fin de semana y me quedé con la tía Ana.
Cuando estaba de buen genio mi tía era muy complaciente, vaya,
jueguen hasta más no poder, nos decía. Y sacábamos cuanto había en los
viejos baúles. Me gustaba desparramar su tarrito de botones y hebillas. Pero
ese fin de semana yo iba detrás de ella, ¿tía, cuándo va a empezar a cortarme
el vestido? Ya voy, mija, ya voy, mija, déjeme acabar de planchar. Yo le
ayudo a planchar le decía, y ella me dejaba repasar las sábanas dobladas y las
toallas, porque le daba miedo que me quemara y le quemara la ropa. Me
parecía que nunca iba a empezar e iba al cuarto de la costura a extender la
tela y a imaginarme vestida de Isabel.
Le toca aprenderse bien el papel, una princesa tartamuda no convence,
decía tomándome las medidas. Esos comentarios eran típicos de ella. No me
gustaba que me lo dijera, pero tenía que olvidarme de eso para que me hiciera
el vestido de buen humor. Yo vigilaba los cortes que hacía y estaba encima,
por aquí tía, por allá tía, hasta que la ponía nerviosa y me mandaba a jugar
con los primos, déjeme sola, que es mejor así.
A mis primos les encantaba asomarse a la ventana e insultar a la gente.
En la azotea nos dedicábamos a llenar globos de agua y a lanzarlos a la calle.
La gente que pasaba se asustaba al ver estallar el agua en el pavimento.
Nosotros tirábamos el globo y corríamos a escondernos. Hijueputas, voy a
llamar a la policía, nos gritó un hombre muerto de la furia. Son esos niños de
arriba, nos delató una vecina. El hombre se puso a dar patadas en las rejas. La
bruja Tontina, como le decíamos a la vecina, lo animaba, son unos groseros e
irrespetuosos. Por suerte para nosotros, la tía Ana era muy desconfiada y no
le abría a nadie que no conocía. Por eso nunca supo lo que hicimos. ¿Qué
será tanto alboroto, se preguntaba? Y nosotros, un raponero que acaban de
coger, Virgen Santa, cierren bien las ventanas, nos decía, y Marcela y yo nos
tapábamos la boca, para que no nos estallaran las carcajadas.
El vestido de princesa quedó muy bonito y mamá se emocionó porque se
acordó de cuando era niña y participaba en las comedias de su escuela. La
abuela le cosía los vestidos en su máquina de manijita que todavía utilizaba
en la finca. Me gustaba imaginar a mamá vestida de gitana, diciendo su
papel. Mamá cuéntenos cuando tropezó en el escenario. Ella volvía a
contarnos la historia y cuando la recordaban, ella y las hermanas lloraban de
risa.
Las peleas

Cada vez que mamá llegaba de la escuela y encontraba a papá en la cama


durmiendo, empezaba a renegar. Cerraba y abría las puertas con violencia,
qué desgracia la mía, este hombre nada que busca trabajo, ¿estará pensando
que lo voy a mantener?, más me valía estar sola o irme con otro, una que no
quiere ser mala, por la moral, sobre todo, y el respeto a los hijos, a otras les
va mejor... lujos, buenos restaurantes y viajes, como ya sabemos quién..., y
seguía hablando sola, ni un cine le merezco... Yo la escuchaba en silencio,
pensando que exageraba. Papá la invitaba a salir los domingos, pero a ella no
le gustaba.
Él no tendrá plata pero es buena persona, lo defendía la abuela. Es
verdad que él era perfecto para mí, hasta que fui viendo sus fallos, pero eso
no impedía que lo quisiera. Si le pedíamos algo, de verdad, se salía por la
tangente y eso nos desesperaba, pero mucho más a mamá que empezaba con
indirectas y acaba con directas. Con el discurso de mamá era imposible no
despertarse. Él seguía en la cama un rato largo. Que tenía paciencia, nadie lo
podía negar, aunque mamá llamaba a eso ser conchudo. Después lo sentía
toser, como diciendo ya voy. Mamá aprovechaba para lanzar flechas más
punzantes. Dios me perdone, la gente que vive llena de pereza, ese es el
ejemplo que le da a los hijos, bonita vida, tomar y fumar como una
chimenea...
En esos momentos me sentía fuera de lugar y lo único que deseaba era
escaparme a otro planeta. La abuela decía que al marido había que atenderlo
bien para que no se fuera con otra, mamá, que eso era antiguamente cuando
las mujeres eran esclavas, la abuela, que todo no se podía tener. Y no dejaba
de poner ejemplos de hombres malos que golpeaban a las santas y abnegadas
esposas. Déjelo que duerma hasta que lo aburra la cama, decía ya cansada de
oír tanto alegato. Pero mamá indignada insistía en que el arriendo iba a subir
el próximo año y si no se responsabilizaba de la casa, ¿quién sabe a dónde
nos toca ir? Cada vez que mamá decía eso, yo empezaba a temblar. Me
parecía que los dueños vendrían un día a sacarnos a la fuerza por no pagar el
arriendo.
Tenía una amiga en el barrio, un parque, una iglesia donde iba a hacer la
primera comunión, una larga avenida que llevaba al centro, un sitio donde
vendían unos helados de fruta en los que pensábamos siempre que estábamos
contentos. Cada vez iba encontrando más cosas alrededor y la idea de dejar el
barrio me llenaba de tristeza. Aquel era mi mundo y cada vez me aferraba a
él, como si temiera que alguien me lo fuera a quitar.
Irnos de allí me parecía terrible, sobre todo porque ya me había hecho a
la idea de cuál era mi casa. No importaba que fuera de arriendo, decía mamá,
pero era independiente y no teníamos que darle cuentas a nadie. Papá
prometió muchas cosas al principio, un televisor, una biblioteca, una vajilla
nueva, porque la que usábamos estaba incompleta y la otra era para ocasiones
especiales. Mamá quería creerle y le daba rabia aceptar que él no era capaz de
cumplir ni una cita ¿En qué le servimos el caldo a este niño?, preguntaba la
abuela, revolviendo en el armario de la cocina. Pues, en los platos de la lujosa
vajilla que nos regaló Pedro, decía mamá, estará esperando que la compre
porque aquí la única que gana soy yo.
Todos los días, y por los detalles más insignificantes, ella entonaba su
discurso, hasta que un día papá salió furioso y no volvió esa noche ni la otra.
Fue un día que mamá estalló porque le habían robado en el bus, todo por
estar pendiente de este niño, que a veces me desespera, dijo, señalando a
Tomás que no musitaba palabra. Tomás no se podía estar quieto en ninguna
parte y como el bus iba lleno a esa hora, ella no le quitaba ojo de encima. Se
escuchaban muchas historias de niños robados y vivía nerviosa. Tal vez,
Tomás disfrutaba haciéndola sufrir y se ponía a jugar a las escondidas porque
se aburría. Lo cierto es que no podía quitarle esa manía, aunque le pegara.
Cuando se dio cuenta del robo, le fue dando pellizcos y tirones de pelo hasta
que entraron en la casa.
Aquel día papá estaba levantado, leyendo en el patio y entró a saludar.
Mamá volvió la cara para otro lado y no dejó que la besara, cosa que a él lo
ofendía en el alma. ¿Qué diablos le pasa a esta mujer?, interrogó furioso,
como jamás lo había visto. Ella no respondió. Para romper el hielo, le conté
que la habían robado en el bus. ¿Acaso tengo la culpa de todo lo que pase?
Claro que sí, porque me toca llevar sola esta carga y usted tan tranquilo.
¿Pero no le mandé trescientos pesos?, ¿para lo que sirven miserables
trescientos pesos?, será todo lo que ha dado en la vida, ahí los tiene en el
banco para que se los tome con los amigos o las mozas, ¿no les dije yo que
nos iba a echar en cara los miserables trescientos? ¿Quién la manda a
entregarle mi plata a los bancos para que capitalicen?, ¿acaso cree que se va a
volver rica con trescientos pesos?, mejor hubiera sido emborracharme durante
tres días antes que ayudar a hacer más ricos a los ricos de este país, prefiero
prestar al diez por ciento, como mamá.
Papá no se callaba, seguía contestando y cada vez con más ironía, hasta
que ella no pudo más y se puso a llorar desesperada. Entonces él dijo, me
voy, me voy, es imposible vivir con esta mujer. Sin mirarnos entró al baño.
Cogió la brocha, la máquina de afeitar. Luego fue al cuarto. Sacó la ropa que
tenía en el armario, dos pares de medias y unos calzoncillos, nada más. Yo
me ofrecí a ayudarle a recoger las cosas, esperando que dijera, vamos.
Parecía tan fácil decir, papá, lléveme, pero esas dos palabras se me
atragantaron y me que quedé sin saliva.
Los gemelos lloraban asustados. Tomás fue a consolar a mamá y ella lo
retiró de un empujón. Entonces buscó a la abuela que lo sentó en las piernas y
se puso a consentirlo, el hombre de la casa, no debe estar triste ni debe llorar
porque es muy valiente. Tomás pasó de ocho años a cinco y así hasta que se
convirtió en un bebé, hablando a media lengua. Yo no sabía qué hacer ni
dónde quedarme y me fui a entretener a los gemelos. Al rato sentí un portazo
que me sacudió por dentro. Papá se fue sin decirnos adiós y mamá se quedó
llorando toda la tarde. La abuela hizo agua de manzanilla y se la llevó a la
cama.
Por la noche, más calmada, empezó a preguntarme los detalles, que si se
llevó toda la ropa, que si se despidió de la abuela, que si le dio un beso a los
gemelos, que si me dijo cuándo volvía. Nos fuimos a la cama muy tarde,
pensando que papá podía volver en cualquier momento. La abuela que
hablaba como un profeta, dijo, él va a volver pronto, lo vi en sus ojos cuando
se despidió, un hombre desesperado tiene que salir y buscar cosas en el
mundo, ¡pobre!, debe sufrir por no tener un trabajo. Mamá decía que la culpa
era suya por irresponsable, porque le consiguieron una corbata en un
ministerio y no fue nunca. Tenía que hacer de mensajero y dijo que estaba
muy viejo para ser sirviente de un individuo que sabía menos que él.
También se colocó en una tapicería y solo duró una semana porque no pudo
soportar el olor de las lacas. Mamá decía que todo eran disculpas, que no le
gustaba trabajar.
Lo que a él le gustaba era la aventura. Creo que por eso se iba de viaje
con su amigo. Mamá decía que el tal Felipe era un borracho mujeriego que
llevaba mercancías en un camión, de Cúcuta a Bogotá y de Bogotá a Cúcuta.
No le pagaba un sueldo fijo pero, en cambio, le daba mucha cerveza. Después
de vender la mercancía, se emborrachaban y dejaban la mitad en los cafés, se
quejaba ella. La mujer de Felipe odiaba a papá porque, decían que lo inducía
al trago y a las mujeres. Por eso cuando a mamá le mencionaban Cúcuta, era
como nombrarle la muerte.
Papá fue mensajero, tapicero, vendedor, ayudante y acompañante de
camionero, cocinero y otras cosas más. Aparte de las aventuras, lo que más le
gustaba era quedarse toda la mañana en la casa leyendo. Yo me preguntaba si
no podría encontrar un trabajo en el que se dedicara sólo a eso. Tal vez
podríamos conseguirle un puesto de bibliotecario, le dije a mamá. Pues un
bibliotecario tiene que atender al público, no puede quedarse todo el tiempo
leyendo, decía, el que quiere trabajar, hace lo que le manden y se aguanta,
mucho más, él, que ni siquiera tiene título de primaria. ¿Cómo?, ¿es que no
terminó la primaria?, ¿eso quiere decir que yo tengo más estudios que papá?,
entonces, ¿cómo es posible que pueda ayudarme en las tareas? Todo lo
aprende en los libros y oyendo a otras personas, inteligencia le sobra, lo que
le falta es voluntad y responsabilidad.
Los días que él estuvo fuera mamá cogió su cuaderno de Recuerdos y
poesía y nos enseñó el “Poema número veinte” de Neruda... “Puedo escribir
los versos más tristes esta noche...”. Y siguió escribiendo recuerdos de
cuando se conocieron: “¿señorita, me permite una pieza? Qué hombre tan
educado, pensé”. Me impresionó saber que papá no acabó la primaria. Sabía
de todo, del espacio, de las plantas, de los animales, de política, de
espiritismo. De la tierra y de Venus. Nos gustaba imaginar formas de vida
diferentes. El decía, concentrémonos. Y nos concentrábamos. Vamos a viajar
por el Espacio. Describíamos lo que veíamos, pero con base en lo que le
escuchábamos al otro. Todo es oscuro, decía yo, pero hay una lucecita roja,
decía Tomás, es la linterna del señor X, decía papá y así seguíamos, sin parar,
hasta que llegaba la hora de dormir, pero siempre nos íbamos a la cama con
la sensación de que no habíamos imaginado suficiente y en sueños cada uno
acababa su aventura y al día siguiente la contaba.
A Tomás no le gustaba leer como a mí, sólo el Pato Donald o Superman.
A mí también me gustaban esas aventuras, pero me encantaban las historias
en las que tenía que imaginar la cara de los personajes y los paisajes que me
describían. Mamá no nos mandaba hacer nada si nos veía leyendo un libro.
En cambio, si nos sorprendía con los cómics, nos criticaba. Leer cómics era
un vicio. Se sentía orgullosa de mí cuando me encontraba leyendo otras
cosas.
Papá volvió una noche y borracho. Creo que era la única manera que
encontraba para convencer a mamá. ¿Dónde está mi mujer?, preguntó cuando
le abrimos la puerta, que venga hasta aquí y me diga que me vaya, pero de
frente, que me niegue el derecho a estar con mis hijos. Hacía mucho frío esa
vez y él no quería entrar hasta que mamá no viniera hablar con él. Ya estoy
en la cama gritó mamá, que venga insistía él. Como no hacía caso, lo dejé en
la puerta y fui a convencerla. Eso es teatro, comentó, los borrachos saben
siempre lo que hacen. Pero al final se puso la bata y se asomó a la puerta.
Papá estaba tirado en el suelo como un perro. Mamá se agachó para
ayudarlo a ponerse de pie, pero él no colaboraba, estaba encogido como un
tres. Ahora va coger una gripe y va a ser peor, murmuraba. El gruñía algunas
cosas incomprensibles para nosotros y ella, entre ofuscada y preocupada,
insistía, no entiendo lo que dice este hombre, Clara, pregúntele a su papá qué
quiere decir. Él quería que mamá lo acariciara y le pidiera que se quedara,
pero ella no se atrevía, tal vez porque nosotros estábamos presentes. Tomás
también se levantó al oír nuestras voces en la puerta. La abuela fue la única
que no se asomó, yo no miro lo feo, decía, y seguía con sus oraciones. Creo
que con un beso papá hizo el esfuerzo de levantarse. Se apoyó en el hombro
de mamá y yo le cogí una mano. Así lo llevamos en la cama. Traté de quitarle
los zapatos, pero fue imposible. Tuvo que hacerlo mamá que tenía más
fuerza. Le quité las medias y le desabotoné la camisa. Papá nos pidió que nos
quedáramos un rato. ¿Ustedes sí quieren a su papá?, nos preguntó,
arrastrando su voz de borracho. Sí, respondimos turbados. Pero su mamá no
me quiere. Cállese ya, deje de decir tonterías, le reprochó. Yo quería que nos
quedáramos otro rato hasta que se sintiera mejor, pero mamá dijo que era
muy tarde... y mañana hay que madrugar, repetimos Tomás y yo.
Esa noche no pude evitar sentir lástima por él. La abuela decía que los
hombres se emborrachaban cuando estaban tristes y que en el fondo había
que tenerles lástima. Mamá preguntaba, ¿lástima?, ¿de qué? y la abuela nunca
respondía. Pero yo me quedaba pensando en eso. Me daba lástima de papá
porque no tenía dónde ir y porque viajaba por el mundo sin una casa, sin su
familia, como el judío errante, en un camión llevando mercancía a Cúcuta.
Menos mal que se le ocurrió venir a la casa, pensé, si no, se hubiera quedado
en la calle muerto de frío.
La clausura

En época de exámenes los gemelos berreaban sin parar y Tomás se mostraba


más distraído que de costumbre. Mamá se desesperaba repasando con él
matemáticas y ciencias. La abuela nos preparaba aguadepanela con leche.
Aquella vez papá estaba en uno de esos viajes a Cúcuta. Fue una lástima no
tenerlo para que nos ayudara a estudiar.
Desde la última pelea las cosas entre ellos mejoraron. Él ayudaba en el
oficio de la casa, limpiaba la hierba del solar, hacía arreglos en la cocina y de
vez en cuando llegaba con algo de comida para completar el almuerzo,
huevos, o carne, alguna fruta o bizcochos. Papá decía que teníamos que poner
orden en la casa, mamá, que no quería cambiar nuestra manera de vivir. Le
molestaba que él impusiera leyes, pero trataba de acomodarse.
A él le gustaba que nos sentáramos a comer a todos en la mesa, incluida
la abuela. Eso era difícil estando pendiente de servirnos y de vigilar. Cuando
acabábamos la sopa, ella se levantaba a traernos el seco. Al final no nos
poníamos de acuerdo sobre si era mejor dejarlo servido, que yo me levantara
o que mamá repartiera y acabábamos haciéndolo como siempre para que la
abuela se sintiera bien.
Yo estaba de acuerdo con mamá en que era muy complicado sentarnos
todos y seguir un orden estricto. Además me tocaba recoger los platos y
lavarlos inmediatamente. Él me miraba y yo me levantaba sin protestar.
Mamá entraba a la cocina triunfante, me encanta ver cómo obedecen en el
acto, decía. Yo guardaba la furia para mis adentros y disimulaba la sensación
de que algo no marchaba bien dentro de ese orden. Tomás, me preguntaba yo,
¿qué oficio hace?, ¿sólo los mandados? Eso no es una obligación, eso es casi
un juego para él que es un callejero.
Entonces papá no me parecía tan simpático como cuando tomaba
cerveza en la tienda de la esquina. Tomás y yo nos acercábamos y
permanecíamos un rato a su lado escuchando las conversaciones. Él nos decía
que pidiéramos lo que quisiéramos. Nos poníamos como locos mirando la
vitrina y pidiendo chicles, mentas, gomas, herpos, papas fritas. Entre más
borracho estuviera, mucho mejor. Mamá nos veía llegar a la casa cargados de
golosinas y nos reprochaba el despilfarro, no ocurrírseles traer la leche del
desayuno, los huevos, el café, tantas cosas que faltan.
Durante los exámenes los horarios se cambiaban. Trabajábamos mucho
y poníamos cara de responsables, hasta la tía Ana participaba, pues tenía que
hacerle una falda a mamá para el día de la clausura. La abuela ponía cara de
preocupación. También para ella las notas eran motivo de alegría o de
tristeza. Se sentaba en la sala al lado de la ventana. De vez en cuando
levantaba la persiana, como si presintiera una visita. Quieta con las manos en
el canto, nos miraba distante, pero atenta a nuestras necesidades. Yo me
ponía frente a ella para que me tomara el papel de Isabel. Ensayaba con el
disfraz para verme en el espejo, tal como me iba a presentar en público.
Mamá me hizo una diadema de cartón y la forró con papel dorado. Hable
despacio y con entonación, corregía la abuela. No me gustaba que me
criticara porque me hacía perder el hilo, pero intentaba la entonación que me
pedía, solo que me parecía muy cursi.
Los gemelos se ponían insoportables por la noche. Mientras los
entreteníamos con un papel y lápices de colores, todo iba bien. Pero se hacía
tarde y les daba sueño y empezaban a molestar, hasta que se ganaban una
palmada y arrancaban a llorar, los dos al tiempo, para atormentarnos más. La
abuela trataba de calmarlos, pero no la dejaban acercarse. Querían que mamá
o yo los consintiéramos y nos fuéramos a la cama con ellos. No les gustaba
quedarse en la habitación y era mejor no dejarlos solos porque hacían de las
suyas, decía mamá. Algo raro se les ocurría, pero tenían que salir con una
maldad, como sacar los cajones de la mesita de noche, derramar los orines de
la bacinilla, romper porcelanas y abrir los frascos de las pastillas, cuando no
se las comían, que era lo que más temíamos.
La abuela intentaba quedarse, pero ellos la alejaban, qui-te-fea, decían, y
ella se reía. Si seguían molestando, mamá sacaba la chancleta y ellos
amenazaban, le-cuen-to-a-pa-pa, con el miedo que le tenemos, les decía. Yo
me reía por dentro porque mamá también nos amenazaba con contarle a papá.
Si no podíamos callarlos es que era muy tarde y teníamos que recoger las
cosas y dejar todo preparado para madrugar, ella a corregir los exámenes, yo
a estudiar.
Al día siguiente no teníamos otro tema que los resultados del examen
anterior y las preguntas del que habíamos presentado. Saqué muy buenas
notas en sociales y lenguaje, pero en matemáticas no me fue tan bien. Cometí
dos errores y eso me bajo la nota, confesé yo, a ver qué pasaba. Le pareció
imperdonable ese descuido. Pero la abuela dijo que tres ocho era casi cuatro y
esa era una nota buena. Mamá no pensaba igual.
El último día de la semana nos dieron las notas. En el Liceo los Ángeles
casi nadie perdía el año, solo el hijo de la rectora que era burro. No me
parecía justo que todos aprobaran. En mi clase había gente que jamás hacía
tareas. La señora Eudora les subía la nota para que pasaran. Eso es negocio,
decía mamá, si no aprueban, los padres se desilusionan y cambian de colegio
a sus hijos. Entonces, para qué estudiar, me decía yo, si lo que importa es
aprobar y hasta el más burro pasa al siguiente curso. Pero me dijeron que solo
llegaban al otro lado los buenos estudiantes.
No sabía muy bien lo que significaba llegar al otro lado. Mi primo
Gerardo decía que en la escuela no enseñaban a pensar, que enseñaban a
obedecer, nada más. Al otro lado sólo llegaban los obedientes. Yo era
desobediente, con lo que no podría llegar jamás al otro lado. ¿En qué lado
estará mi primo Gerardo?, me preguntaba, cada vez que lo veía llegar con su
mochila sucia y sus libros.
Para mí, el otro lado era irme a las misiones con Marta. Graduarme de
exploradora y conocer los lugares más apartados del mundo. Cuando tenía
once años me gustaba el lado donde ocurrían aventuras emocionantes, como
estar en peligro de muerte y salvarse. También me gustaban personajes como
Francisco de Asís, en una cueva, ayunando y conversando con los animales.
De todos modos, mi conciencia estaba tranquila porque había aprobado el
curso y para escapar a mi lado no necesitaba salir de la casa.
Mamá decía que tenía que ayudar a sacar al otro lado a Tomás. ¿Si una
docena de huevos cuesta tres pesos, cuánto cuestan seis huevos? Era difícil
resolver el problema si una no sabía que una docena eran doce huevos.
Tomás no sabía eso. La abuela confiaba en que algún día se le abriría la
inteligencia y para ayudarlo le daban kola granulada JGB, la del tarrito rojo,
disuelta en un vaso de leche caliente. La abuela lo llamaba aparte y le daba el
remedio en secreto, como si fuera un bebedizo mágico. Era tan misteriosa que
llegué a pensar que la kola tenía propiedades sobrenaturales. Cada vez que
podía, entraba en la cocina y me robaba un puñado de esos granitos. A veces
me descubría con la boca llena, ¿qué tiene en la boca? Yo salía corriendo
atragantándome por el camino, sin poder disfrutar el sabor dulzón de la kola.
Si la abuela se daba cuenta que el tarrito disminuía, lo escondía en lugares
recónditos, pero a veces, por casualidad, lo encontraba y no podía resistir la
tentación de robarme un puñado.
Yo le ponía a Tomás un ejercicio de matemáticas todos los días. Pero
siempre tenía que ayudarle un poquito, por lo que sospeché que la kola servía
para otras cosas, menos para abrir la inteligencia a las matemáticas. Mamá se
lamentaba de lo brutico que era el chinito, pero la abuela se empeñaba en que
era distraído porque entendía muy bien todos los programas de la televisión y
siempre ganaba cuando jugábamos a las cartas. Y era verdad, eso no se podía
discutir.
La clausura en el Liceo los Ángeles se celebró a la semana siguiente de
los exámenes. Fue un sábado a las once de la mañana y esperábamos que
papá llegara el viernes por la noche. Además de hacer el papel de Isabel, yo
tenía que leer el programa y decir las palabras de despedida de las niñas de
quinto: “Señora directora, señores profesores, queridos padres, niños y niñas,
es muy grato para las alumnas de quinto...”. También había baile, obra de
teatro, coros, fono mímica, entrega de diplomas, medallas y copa de
champaña.
Yo esperaba con ansiedad la llegada de papá, quería que la profesora
Eudora lo conociera. En el fondo también quería que las de mi clase lo
vieran, en especial Maritza que tenía un papá muy feo, con la cara llena de
barros. Estábamos muy ilusionados con las cosas que traería papá. Tomás y
yo hicimos una lista llena de peticiones: muñeca, patines, tren de pilas, carro
a control remoto, vestidos, medias, zapatos y un televisor. ¿Existirá un tren
con maquinista dentro?, se preguntaba Tomás. Tal vez, ni siquiera existían
las cosas que pedíamos, pero nos llenaba de ilusión pensar que podríamos
tenerlas.
La semana pasó sin que tuviéramos noticias de papá y de Felipe. La
mujer de Felipe decía que nunca venían el día que decían sino cuando podían
o cuando les daba la gana. Mamá estaba de mal genio, ella era muy puntual y
odiaba esperar. El viernes por la noche fue un problema porque no pude
concentrarme en el ensayo pensando que en cualquier momento podía llegar
papá. A los gemelos no les gustaba que estuviéramos tan serias y hacían una
diablura. Lo peor que se les ocurrió fue subir con un banco hasta el gabinete
del baño y bajar el perfume de mamá. Raro hubiera sido que no lo rompieran,
dijo la abuela. Mamá se puso a llorar porque le había costado muy caro. Yo
sentí lástima de ella y pensé ahorrar para comprárselo. Estaba tan triste que ni
siquiera quiso pegarles. La casa se impregnó de ese olor y la abuela no hizo
más que quejarse porque odiaba los perfumes.
El sábado nos levantamos muy temprano. Mamá vistió a los gemelos
con la ropa nueva y a Tomás le levantó el copete con Glostora. Yo fui la
última en bañarme. La abuela la primera, pero se quedaba una hora
arreglándose. Al final salió con el vestido gris que aún no se había estrenado.
Se sentó en la orilla de la cama y me pidió que le alcanzara la bolsa de los
cosméticos. Tenía una caja de colorete pequeña, para ponerse rubor en las
mejillas, otra de vaselina perfumada para las cejas y otra de polvos ramillete
de novia para empolvarse la cara y colorete rosado encendido que se ponía en
los labios. Eso era todo, pero era eterna. Claro que la moña era un poco
complicada. Primero se desenredaba los cabellos y luego se los retorcía y se
los enroscaba. Al final se agarraba la moña con una peineta de carey. Mamá
se sentaba en la silla a esperarla, sin dejar de mirar el reloj y comentar, ella es
eterna, toca tener paciencia, pero se impacientaba y empezaba a dar
golpecitos en la mesa. Ya listas para salir, la abuela se daba cuenta que no se
había puesto las medias veladas. Tocaba buscarlas debajo de los cojines y
esperar otro rato. Mamá le reprochaba que escondiera las medias, no es que
las esconda, es que después no las encuentro, da lo mismo, si no se acuerda
dónde las guarda.
Cuando todo estuvo en orden, mi vestido, la diadema, el papel y el
programa, salimos los seis. Por un momento pensé que papá podía llegar y no
había quién le abriera. Nos fuimos despacio, en silencio, como si nos hiciera
falta algo o alguien. Pero de repente mamá decidió acelerar y yo cogí a la
abuela de la mano. A lo mejor está llegando, me dijo casi al oído. Le agradecí
que me ayudara a confiar y en adelante solo pensé en mi papel de Isabel.
El salón de actos estaba lleno y nos costó trabajo encontrar asientos
seguidos. Tuvimos que colocarnos en filas distintas. La abuela adelante con
Tomás y atrás mamá con los gemelos. La señora Eudora me recibió muy
cariñosa y me llevó aparte. El escenario estaba decorado con festones, farolas
y banderitas hechas por nosotras durante la clase de trabajos manuales.
Pasamos muchas horas cortando cartulinas y haciendo figuritas para pegar en
la pared: Bienvenidos, queridos padres, decía a la entrada. Las maestras
caminaban un poco tiesas, algunas con minifalda y moñas de rizos, como las
reinas de belleza, pero otras un poco más hippies y modernas, como la de
kínder que se vestía go-go, ye-ye y tenía las uñas pintadas con esmalte blanco
nacarado y pestañas postizas. Me lo dijo Marizta que la miraba muy bien.
Algunas de mi clase no saludaban porque estaban con sus padres. Rogué para
que la señora Eudora no me preguntara por papá, pero no pude evitarlo, yo
misma me había encargado de repetir que ese día sí iba a venir. Tuvo un
problema en Cúcuta, le dije a la maestra, poniéndome roja como un tomate.
La maestra me hizo leer el programa con acentuación correcta, muy
despacio. Yo luchaba contra el nudo en la garganta y la saliva espesa. A pesar
de tantos ensayos, me equivoqué dos veces, pero la maestra me llamó para
felicitarme. Sentí que la quería mucho y me dio tristeza pensar que no la vería
más. Claro que mamá me dijo que el colegio estaba muy cerca y podía
hacerle una visita. Lo hice ya estando en el nuevo colegio, dos o tres veces,
después se me olvidó.
Antes que empezara la obra de teatro pusieron música para darme
tiempo de vestirme. Mamá entró a ayudarme, pero se puso nerviosa porque
no encontraban con qué agarrarme el pelo. La señora Eudora me regaló una
hebilla y unos ganchos. Así me clavaron la corona. Hable más despacio,
parece que la van persiguiendo, decía mamá, y la señora Eudora me miró
sonriendo, es por los nervios, ¿verdad, Clarita?
Me gustó verme vestida de princesa. Eso me animó a entonar como la
abuela me enseñó. El acto salió muy bien. No me equivoqué ni una sola vez.
En cambio, Maritza titubeó tanto que tuve que soplarle. Al final la gente nos
aplaudió mucho. La abuelita se veía contenta en la fila con su pañuelo en la
mano. Cuando le hicimos la venia al público, me encontré con sus ojitos
llorosos. Ella siempre se emocionaba con esas cosas, no sé si es que se
acordaba de cuando era pequeña.
Luego vinieron los diplomas y las medallas. Yo gané el segundo puesto,
pero me dieron más medallas que a Maritza, la de compañerismo, la de
disciplina, la de creatividad. La maestra me dio un regalo especial, una
cadena de oro con la medalla del niño Jesús. Mamá dijo que era un regalo
muy caro. ¿La abuelita, verdad?, preguntó la maestra y sin esperar respuesta
le puso la mano en el brazo, la felicito por esa nieta. A la abuela se le
volvieron a humedecer los ojos y yo la abracé, creo que fue la primera y
única vez que lo hice.
Volvimos a la casa tan contentas por todos los premios y las notas. A
mamá le pareció muy bonita la despedida de las niñas de quinto. Tomás imitó
a Maritza titubeando y mamá lo reprendió, no hay que alegrarse del mal
ajeno. Luego vinieron los comentarios sobre el ponqué que a mamá le pareció
muy seco y a la abuela muy dulce. Ellas eran muy criticonas, siempre le
ponían peros a todo. Tomás fue el único que repitió.
Antes de entrar mamá me mandó por una coca cola y unos huevos. La
vecina empezó a hacer alboroto al verme peinada y maquillada. ¿Dónde fue
la fiesta, Clarita?, ¿Cuál es el motivo? Venimos de la clausura, dijo Tomás,
haciéndose el importante. Me dieron diplomas y medallas y saqué el segundo
puesto, le dije. La vecina salió de detrás del mostrador y me dio un beso. Pida
lo que quiera, Clarita. Un herpo, dije tímidamente. Me dio una caja entera
para que la repartiera con mis hermanos. Tomás y yo volvimos tan felices
que se nos olvidó la coca cola, pero mamá dijo que una limonada estaba bien.
Le entregué los herpos para que los repartiera después del almuerzo.
Estábamos de verdad muy contentas. Mamá le leyó a la abuela los
comentarios de la maestra: “Es responsable, colaboradora e imaginativa,
felicitaciones”. Eso sí es verdad, dijo la abuela, pero mamá se quedó callada.
Dandy

Un día papá llegó de Cúcuta tambaleándose, con un bolsillo rasgado y los


zapatos llenos de barro. Traía un perrito negro y blanco escondido debajo del
saco. Se llama Dandy y va a cuidar la casa, es chiquito, pero es una fiera, nos
dijo. El perro se escondió debajo de la mesa del centro y tuve que hurgar con
el palo de la escoba para obligarlo salir. Iba de un lado para otro aturdido. Yo
lo agarraba de la cola y se me escurría entre las manos. No era fácil cogerlo
sin hacerle daño. Mamá estaba nerviosa y el pobre empeoró las cosas dejando
su charquito en el lugar más visible.
Dandy supo desde el principio quién mandaba. No quiero animales en
esta casa, mañana mismo lo echo a la calle, gritó ella. Yo mismo limpio los
orines, un periódico, Clarita, dijo papá. Corrí a la cocina. Él se puso a
limpiar, pero muy mal. De repente se dobló y fue a dar encima de mamá. Ella
empujó la silla hacia atrás desconfiada. La abuela se puso en medio con el
trapero y nos ordenó despejar el lugar. Ni se encariñe con el canchoso porque
no se va a quedar en esta casa, refunfuñó mamá.
Papá borracho era gracioso y eso nos animaba a hablar. En coro
empezamos a interceder, qué dientes tan diminutos tiene y qué ojitos tan
negros. Dandy era un gosque con colita de ratón y pipi goteando. Dandy,
Dandy, un poco de leche, dije llevándolo a la cocina. Nada de leche, la leche
es para el desayuno, si tiene hambre comerá lo que le pongan. Cogí un plato y
le serví sopa y la abuela me regañó, los animales no comen en el mismo plato
que la gente. Entonces, ¿dónde le damos de comer? Busque una vasija vieja,
tiene que haber algún trasto en el patio.
En el patio encontrábamos cucharas enterradas que nos llevábamos para
nuestros juegos, la pareja del zapato que se había refundido, lápices, huesos,
cuadernos que los gemelos destrozaban, palos que nos servían para armar
toldos y sobre todo botellas y tarros que la abuela no nos dejaba tirar a la
basura porque creía que en cualquier momento nos podían servir. Entre esos
montones encontré la tapa de un tarro de galletas y ahí le pusimos la sopa. Se
lanzó sobre ella como una fiera y con la lengua salpicó los alrededores.
Tomás y yo nos quedamos hasta que terminó y luego lo alzamos como a
un bebé. Para no pelear decidimos turnarnos. A mí me gustó el perro, pero a
Tomás mucho más. Ese animal debe tener pulgas, comentó mamá. Mañana
vamos a comprarle un plato a Dandy, nos dijo papá en secreto. Papá, papá,
saqué cuatro en ciencias, saltó Tomás alborotado. Y yo cinco en sociales.
¡Cómo va a ser eso!, dijo papá admirativo! Hagan el favor de sentarse y
contármelo todo, quiero que mis hijos me cuenten su vida, hay que dialogar.
Mamá no quería hacer comida, pero la abuela fue a calentar sopa. La
única que me quiere en esta casa es mi suegra, decía tumbado en el sofá, mi
mujer no quiere oírme, porque no me comprende, nos asaltaron y de puro
milagro estamos vivos, y ahora quiero oír a mis hijos. Es tarde, protestó
mamá, mañana pueden hacerlo. Pero nosotros no teníamos sueño.
La llegada de papá encendía nuestras mentes. Queríamos contarle todo
en una noche. El ambiente se ponía de fiesta, hablábamos al mismo tiempo.
Se mueren por él, decía mamá. Yo me sentía un poco traidora, pero solo un
poco porque la abuela nos apoyaba, es solo una noche y están en vacaciones,
decía. Mamá hacía esfuerzos por escuchar, pero se le salían las ofensas y
papá tenía que volver a empezar la frase. Por ejemplo soltaba cosas como:
son puros ardides; seguro que acabaron en un café; las mujeres los pelaron;
por fin se acordó que tenía familia; claro, vino ya con los bolsillos vacíos;
pero sí supo dónde está la casa; los borrachos saben lo que hacen; sabrá Dios
de dónde sacó ese animal, etc.
Yo subía la voz para que papá no oyera los comentarios, pero la abuela
me obligaba a bajar el tono, los vecinos nos oyen, se quejaba. Entre tanta
algarabía se mezclaban las historias del colegio, las notas, los preparativos de
la clausura, las adivinanzas de Tomás, la última aventura de Kalimán y el
pequeño Solín, el niño que le dejó el ojo morado en la escuela, mi vestido de
princesa, el ladrón que se quería meter en el patio de la vecina, la herida que
se hizo Pacho en la quijada y el dedo que se quemó Pepe por estar jugando
con vela de la Virgen del Carmen, el uniforme del colegio de bachillerato,
falda a cuadros azules y rojos, suéter azul oscuro, medias blancas, zapatos
azules, ¡qué uniforme tan azul!, decía papá, ¿no será goda la rectora?, ¿qué es
godo, papá?, la abuela dice que no hay godo bueno, y tiene que ser así, si lo
dice la señora Atala, pues hasta ahora no conozco el primero, pero el marido
de la vecina es godo, y ¿cómo lo sabe?, porque son de un pueblo muy godo,
dijimos Tomás y yo, ¡Qué niños! No se puede hacer ningún comentario
delante de ellos, todo lo cuentan, no callan ni un pedo, Dios me perdone, yo
no dije eso, simplemente hice un comentario, se defendió la abuela, con un,
dejen comer a su papá que se enfría la sopa.
Y los gemelos, como siempre, se despertaban y empezaban a quejarse y
mamá, como siempre, Clara, vaya a darse cuenta de los niños, y yo, como
siempre, por qué no mandan a Tomás y mamá, como siempre, él es todavía
muy chiquito y yo, como siempre, pero cuando yo tenía los mismos años que
él ya era grande y, Tomás, como siempre encogido entre las faldas de la
abuela que le decía, como siempre, él es mi hombre, venga mi hombre, el
hombre de la casa y él, como siempre, hablando a media lengua y mamá,
hable claro, que para eso le enseñé a vocalizar bien, y los gemelos gritando,
hasta enloquecer, Dios mío, mi cabeza revienta, donde están las aspirinas, y
yo corra, Pepito, Pachito, adivinen quién llegó y adivinen qué trajo, un perrito
que se llama Dandy. Pero si son los guardianes de mi sangre que vienen a
saludarme, eso es lo que se dice lealtad, dispuestos a dar la vida por su
capitán, atención... y los gemelos desconcertados sin saber si tenían que reír o
llorar porque estaban de mal humor y asustados. Dandy encogido como un
gusanito sin atreverse a mover la cola, aunque poco a poco, con el calor de
Tomás cogía confianza y escondía el hocico debajo de su brazo.
Con la familia desvelada mamá no podía poner disciplina, pero la abuela
empezaba a bostezar, ¿qué será el almuerzo de mañana?, pues dejemos unas
lentejas en agua, menos mal que nos acordamos, decían satisfechas de saber
qué se comía al día siguiente. Papá pidió que le calentaran un poco de agua, y
¿a estas horas?, se quejó mamá. Es que me quiero bañar. La abuela y yo nos
fuimos a la cama y ellos se quedaron hablando mientras estaba el agua.
Antes de irnos a la cama preguntamos dónde iba a dormir el perro.
Tomás dijo que se lo llevaba, pero mamá se puso furiosa porque no quería
que le llenaran la cama de pulgas. Hacía poco había echado polvos de Bayer.
Los gemelos se levantaban con picaduras. Las pulgas se los comían y mamá
les tenía declarada la guerra entre las ranuras del piso y las esquinas de las
camas. Decidieron entonces que Dandy dormía en la cocina sólo por esa
noche porque al día siguiente lo ponían de paticas en la calle. Yo fui a buscar
una caja de cartón y unos trapos para hacerle la camita. Lo dejamos debajo de
la mesa de la cocina, pero él iba detrás de Tomás y mamá buscó una cuerda y
lo amarró.
Después de que apagaron las luces, Dandy empezó a aullar y yo traté de
asomarme a ver qué quería, pero la abuela no me dejó, qué niña tan necia,
protestó, tanto misterio con ese animal, ya se le pasará cuando vea que nadie
le hace caso. Pero a lo mejor tiene frío, insistí. Los animales son animales.
No entendía cómo la abuela podía ser tan dura. Cada vez que me hacía una
cosa de esas me ponía furiosa. Ella lo sabía y entre sueños me decía,
duérmase tranquila. Yo lo veía como nosotros, solo que en animal. Los perros
juegan, baten la cola de alegría, gruñen cuando no les gusta algo y paran las
orejas cuando hablamos de ellos. Dandy era la vida en forma de perro. Esa
noche me quedé pensando un buen rato en él y me dio frío imaginar el frío
que tendría y lo asustado que estaría con esa cuerda. ¿Y si se ahorca, abuela?
Pero ella no respondió, solo un, ujum, gruñó entre sueños. Es mi oportunidad
de salir, pensé, pero el sueño me dominó.
Los fines de semana nos levantábamos más tarde. En cambio, la abuela
seguía madrugando y despertándonos con el aroma del café recién hecho. El
café venía de la finca y era el único que a ella le gustaba. De no haber sido
por Dandy, me hubiera levantado más tarde. Pero quería jugar con él y fui
descalza a la cocina a comprobar que no era un sueño la llegada de papá. Al
ver la cajita vacía me di cuenta de que el perro era real. Enseguida se me
ocurrió ir al cuarto de Tomás y los gemelos y allí lo vi, lamiéndole la cara y
él roncando como una foca. Lo llevé de nuevo a la cocina y la abuela se
quejó, no quiero perros aquí, afuera, al patio, allá es donde tiene que hacer
sus necesidades. No quiso sopa, pero yo le di pedazos de pan a escondidas y
se los comió.
Los gemelos se levantaron después, vengan mis adorados, dijo la abuela
y les sirvió changua. Yo me senté con ellos. Si los dejábamos solos,
empezaban a jugar con la comida. Tenían que obligarlos o hacerles juegos,
hasta que acababan, esta por su mamá, esta por su papá, esta, por Tomás, esta
por la tía Ana, esta por el primo Andrés, y esta por Dandy.
Cuando vieron a Dandy se lanzaron encima. Lo tiraron de la cola y lo
arrastraron y el perro aullaba, hasta que amenacé con pegarles si le hacían
una maldad. Pacho fue a quejarse donde la abuela, uñilarga, hágame el favor
de no pegarles a los niños. Son ellos los que me pellizcan, me defendí,
sabiendo la respuesta, ellos son más chiquitos y usted ya es mayor.
Ser la mayor puede ser un castigo y así lo sentí por mucho tiempo. Era
responsable de los gemelos y además la culpable de que me pegaran, ya me
las pagarán, le decía yo a los dos, cuando me regalen herpos no les voy a dar
y tampoco vuelvo a jugar con ustedes que son unos sapos. A-be-la, ca-ra dice
que somos sapos. Sí, sapos, sapos, renacuajos eso es lo que son. Y se ponían
a gritar porque odiaban la palabra renacuajo, tal vez les sonaba a una cosa
muy horrible. Dios mío, atormentando desde tan temprano, eso es por falta de
oficio, niña, venga a ayudarme a desgranar estas alverjas y dejen de hacer
ruido que despiertan a su papá.
Después se levantó mamá, ¿qué es la bulla?, ¿quién empezó? Ella,
decían los sapos y mamá, muy bonito, eso es porque está el papá y tiene que
lucirse. Un día así era malo para mí porque tenía que disimular mi mal humor
y no sabía hacerlo. Además seguro que rompía un plato y me ganaba un tirón
de pelo. A veces prefería romper algo, de una vez, para que la cosa estallara y
me castigaran, quería ser mala y sentirme mala porque me aburría de ser la
mayor.
Solo me gustaba ser la mayor cuando me contaban secretos y me decían
cosas como, vamos a dormir temprano a los gemelos y salimos de compras.
Ellos nunca se querían quedar y armaban escándalo porque los dejaban solos.
A veces nos íbamos las tres con la abuela, aunque a ella no le gustaba el
Centro. Había muchos ladrones y el olor de la gasolina le quitaba el apetito.
Pero no podíamos comprarle nada si no se lo medía. La abuela me daba la
mano y yo me sentía como si la llevara, mija, deme una mano, me decía
cuando subía escaleras.
Sentaba bien ser la mayor cuando me llevaban a ver películas de
Cantinflas. En la taquilla se leía “Mayores de trece años”, pero papá decía
que nadie me iba a preguntar la edad. Me gustó ser mayor cuando me
hicieron fotos para la tarjeta de identidad y tuve que firmar por primera vez,
tratando de imitar la firma de mamá. Señales particulares: ninguna. No sabía
que existían señales particulares ni que el color de mi piel era trigueño. Me
gustó ser mayor cuando me regalaron la carterita para guardar la tarjeta de
identidad. ¿Qué más pongo adentro?, me pregunté. Entonces empecé a reunir
las cosas: una peinilla, un pañuelo limpio y recién planchado que me regaló
la abuela y un monedero viejo de la tía Ana.
Por ser la mayor me tocó la parte menos agradable de Dandy. Lo único
que convenció a mamá es que un perro le ladraba a los ladrones o a cualquier
sospechoso que se acercara al antejardín. Se quedó con la condición de que
me responsabilizara de limpiarle la caca y los orines. Por lo menos que nos
turnemos con Tomás, protesté. Eso es cosa de ustedes dos, arréglense como
puedan. Lo único que les advierto es que a la primera plasta o charco que vea,
Dandy se va. Tomás empezó a saltar de alegría. Nunca me imaginé que se
pusiera tan contento. El trato fue turnarnos para jugar con él y limpiar la
mierda, pero eso jamás se cumplió.
Papá también se puso contento porque el perro se quedaba. Ese día nos
mandó a recoger unas tablas del patio. Vamos a hacerle una casita. Mamá
dijo que no le tocaran sus tablas que eran de una madera muy buena. Papá
nos mandó a la tienda a buscar cajas de tomates viejas. Luego tuvimos que
pedirle prestado a la vecina un martillo. Lo único que compramos fueron las
tachuelas.
La casa quedó terminada y lista para ser habitada. Papá dijo que todavía
hacía falta pintarla y ponerle su nombre. Dandy parecía entender que ya tenía
casita y trataba de meterse dentro. Tomás quería tenerlo en los brazos y
mamá y la abuela furiosas, o lo suelta o le doy un correazo, la una, va a
entecar ese animal, la otra, a lavarse la manos, dijo papá. Con esas tres
órdenes Tomás no sabía qué hacer y lo dejo caer y el perro empezó quejarse.
Yo no me atrevía a mirar si se había roto una pata. Fue papá el que lo
examinó por todos lados y no le encontró nada. Esa noche se quedó en la
cocina amarrado. La abuela le puso candado para que Tomás no pudiera
llevárselo a la cama.
Con el tiempo mamá también aprendió a querer a Dandy y él a ella.
Cuando lo hacíamos rabiar, nos enseñaba los dientes, pero a ella jamás le
hacía una cosa así. A veces tuve que pegarle porque se comía las medias y los
zapatos y era un problema no saber cómo educarlo. Cuando lo perseguía con
la escoba le decía, Dandy, gracias a que le limpié los orines y la mierda vive
en esta casa, si no, sería un perro callejero y así es como me agradece, perro
ladrón y la abuela se reía, ¿quién la manda ser tan desordenada?, eso es para
que aprenda a recoger sus cosas.
Las vacaciones en casa

Cuando no teníamos clase nos aburríamos en la casa. Los cuatro


desayunábamos solos y nos íbamos a tomar el sol con Dandy. Nada de tareas
ni mandados ni oficio. Dandy corría detrás de Tomás, saltando y gruñendo
contento, detrás de su trapo de dormir. Sabía que era suyo y se ponía furioso
si alguien lo cogía. Tomás tiraba el trapo lejos y Dandy iba a recogerlo.
Tomás se lo quitaba y lo hacía girar como una honda. El perro saltaba hasta
que lo atrapaba y le clavaba los dientes. Tomás lo arrastraba y el perro iba
ensartado en la tela sacudiendo la cabeza como autómata. Cuando la situación
se ponía color de hormiga, Tomás soltaba el trapo y el perro empezaba a
ladrar, como si dijera, esto es mío, de nadie más. La abuela decía que el pobre
animal se iba a convertir en una fiera por culpa nuestra.
Mientras tanto, los gemelos hacían hoyitos con un palo. Luego los
llenaban de orines. Si los regañaba, se volvían hacia mí amenazando con
mojarme. A sus pies quedaba un charco de barro donde pataleaban,
salpicando la ropa. A veces enterraban cosas en el barro. A los pocos minutos
estaban de mugre hasta las orejas. Parecían cerditos revolcándose en la
cochera, marranos, se quejaba mamá, regañándome por no impedirlo. Yo los
dejaba hacer lo que querían. Intentar que estuvieran limpios era casi
imposible. Lucio Sucio es un marrano, decía mamá, recordando la historia de
Lucio Sucio. Los gemelos eran iguales. No se podía decir eso de pobres pero
aseados, porque ellos, rotos, sucios y pícaros, berreaban, amenazaban, tiraban
piedras y se mojaban.
Algunas veces me levantaba con la idea de hacer juguetes para mi
muñeca, una cama, una mesa o una silla. Empezaba a explorar el patio en
busca de tablas, latas, piedras o ladrillos. Con Tomás levantábamos ladrillos
y retirábamos los chécheres que estaban contra la pared. Allí encontrábamos
objetos que hacía tiempos se nos habían perdido. Mi hebilla del pelo ya
oxidada. La rueda del carro que le regaló el primo Arturo a Tomás. La
carterita con cromos del álbum Conozca a Colombia que jamás completamos.
Pero la mayoría de nuestras exploraciones eran interrumpidas. De repente
mamá venía a organizarnos la vida. Tomás a hacer tareas. Los gemelos planas
con bolitas y palotes. Yo a ordenar el cuarto. La abuela hacía su cama, pero
yo tenía que hacer la mía y además recoger la ropa y barrer. Después de
acabar con eso, me dejaban ir a jugar con Marta. Claro que a última hora
había que hacer un mandado. Ya a punto de salir, me decían, no se vaya
todavía que falta recoger esta basura.
De papá no sabíamos hasta la hora del almuerzo. Primero le llevaban un
tinto. Siempre se lo tomaba fumándose un cigarrillo. Cuando no tenía
cigarrillos me mandaban a comprar un paquete. Desayunaba en la cama y
dormía un rato. Luego se ponía a leer. Después iba al baño a arreglarse y se
demoraba tanto afeitándose que antes de entrar mamá nos advertía, si tienen
ganas de orinar, entren rapidito. El que no aprovechaba, tenía que aguantarse
o coger una bacinilla. Papá se dirigía a la cocina, frotándose las manos, ¿qué
tenemos de almuerzo, señora Atala? Nada del otro mundo, decía la abuela. El
siempre elogiaba la comida de la abuela aunque solo fuera una sopa de
verduras con menudencias y un arroz con plátano frito.
Después de almuerzo me aburría en la casa y empezaba a puyar a mamá
¿qué vamos a hacer esta tarde? Nada, porque no hay plata. Aunque sea, un
peso para alquilar una bicicleta, rogaba. Ni hablar, después se la roban y nos
toca pagarla. Entonces veinte centavos para un refresco Tang. No me
atormente que no hay plata, ¿a dónde vamos a parar con esta carestía? Eso es
ga-de-jo (ganas de joder), le comentaba a la abuela, imposible que tengan
hambre, acabamos de almorzar. Pero tenemos sed, insistía yo. Mamá decía
que el agua era lo mejor para la sed. Una gaseosa solo cuesta cuarenta
centavos, decíamos Tomás y yo, llegando a la conclusión de que mamá era la
mujer más tacaña del mundo. No veíamos que se arruinara por eso y
seguíamos pidiendo en coro.
En las caricaturas de El Tiempo del domingo, Chapete pintaba la
situación. Algunas veces aparecía una canasta muy alta: la canasta familiar,
decía, y abajo se veía una familia harapienta. ¡Qué carestía!, se quejaba todo
el mundo: mi tía Ana, la vecina, la de la tienda, todas las mujeres, mamá
decía que eso era quejarse por gusto, para que no les fueran a pedir prestado,
uno que vive de un sueldo y con tantos muchachos..., suspiraba, mirando de
medio lado a papá.
Tomás y yo no nos dábamos por vencidos y bajábamos la oferta a diez
centavos que nos servían para comprar unos dulces pequeños en forma de
frijolitos de colores. Con suerte conseguíamos los diez centavos, otras veces
teníamos que contentarnos con un pedazo de bocadillo. A papá no le
pedíamos, si sospechábamos que no tenía. Pero de repente se iba por ahí y
llegaba tarde. Entonces por la mañana nos llamaba, vayan a comprar huevos
para el desayuno. Ese día sabíamos que podíamos pedir un helado y alquilar
una cicla.
No todos los días había huevo al desayuno. Solo cuando papá tenía
plata. Yo lo pedía tibio, Tomás frito. Los gemelos tibio también, pero en una
taza. La abuela, mamá y papá, pericos. El olor de la cebolla picada frita y el
tomate impregnaba la casa y alegraba la cara de la abuela. El desayuno era
como una celebración. Había ambiente de fiesta. Y el ánimo cambiaba. Si
había plátano frito y queso, las cosas eran aún mejor. Mamá y la abuela se
dejaban sobrados en el plato. Comían y de vez en cuando les pasaban un
bocado a los gemelos. El desayuno se alargaba y entonces el almuerzo era
más tarde. Esto pasaba raras veces, cuando algún pariente venía y se quedaba
a dormir. A la mañana siguiente me despertaba el olor a carne frita y huevos
pericos.
La abuela atendía muy bien a la gente. Le gustaba ofrecer café a cada
rato. Si la persona no estaba comiendo, le parecía que no la atendía como es
debido. ¿Otro café? No gracias, misia Atala. Pero la abuela insistía, para que
no fueran a creer que ofrecía sin convencimiento. En cambio, a ella había que
invitarla una, dos y hasta tres veces, para que aceptara. La primera vez se
negaba. Si no le insistían, entendía que lo hacían por quedar bien, sin
intención. A mí no me gustaba que insistiera tanto. Me parecía que la visita
aceptaba por educación. Papá tampoco estaba de acuerdo con esa costumbre
de llenarle la panza a los invitados, decía que los pobres iban a salir
reventados. Pero mamá opinaba que papá y la otra abuela eran tacaños y no
estaban acostumbrados a ofrecer ni un “miserable café”. Mamá era como la
abuela, pero no tan exagerada.
¿Otro café?, que no, misiá Atala, no se moleste, pero si no es molestia
servirlo, me da pena ponerla en tantos trabajos, eso no le hace... Y lo servía y
se lo ponía al frente. En casa siempre había café. Si se acababa una olla, la
abuela ponía otra. Con papá era lo mismo, pero él siempre lo recibía, tal vez
porque sentía que esa era la forma como la abuela le decía que lo quería.
La abuela tenía otra manera de atender a las visitas de confianza. A estas
ni siquiera les hacía preguntas. Si yo le preguntaba a la tía Ana, ¿un café?, la
abuela me decía, eso no se pregunta, se sirve, ella sabrá si se lo toma. Casi
siempre se lo tomaban porque lo primero que hacía la gente al entrar en la
casa era tomarse un café.
Con papá en casa no hacían falta las visitas para tener desayunos
especiales. Estos podían ocurrir en el momento menos pensado. A lo mejor
un miércoles tenía plata. Entonces me llamaba en el primer café de la
mañana. Pedía lápiz y papel y me dictaba: siete huevos, cinco pesos de pan,
una botella de leche, siete tabletas de chocolate y un cuarto de queso. Mamá
jamás hubiera comprado siete tabletas de chocolate. En todo caso una libra y
una docena de huevos para la semana. Pero la abuela le decía en voz baja que
lo dejara, algo es algo, peor es nada.
De algún modo papá cambió el orden de la casa. Ya no íbamos donde la
tía Ana los domingos. Él se levantaba muy tarde y el tiempo no alcanzaba.
Yo me sentía capaz de coger el bus sola e irme con Tomás, pero no nos
dejaban. Nos gustaba visitar a la tía los domingos. Ofrecía chocolate con
roscones y nos dejaba ver la televisión toda la tarde. Algunos fines de semana
dormíamos con mis primos y jugábamos en el antejardín con los vecinos
hasta que oscurecía. La tía nos vigilaba desde el balcón. Nosotros no
teníamos juguetes. En cambio los primos llenaban un cuarto. Nos gustaba
probar sus juguetes, pero al final se quedaban tirados en la azotea porque
preferíamos jugar a las escondidas.
A papá no le gustaba que los domingos nos fuésemos donde la tía Ana.
Mamá decía que eran ganas de ver televisión. Un día él se puso muy serio,
como si estuviera haciendo cuentas, se arregló el cuello de la camisa, se frotó
las manos, se puso de pie y dijo: ¡Vamos a comprar un televisor para mi
gente! Nadie se imagina lo felices que nos pusimos, nos parecía increíble una
cosa igual. Por ese motivo empezaron a discutir. Ella dijo que era mejor
ahorrar para la cuota inicial de una casa; él, que no le daba su sangre a los
urbanizadores; ella, que ganas de hablar mierda; la abuela, en voz baja, algo
es algo, peor es nada. Él se fue donde la otra abuela y cuando nos quedamos
solas mamá me dijo en secreto mija vamos a cogerle la caña a este hombre.
Al día siguiente nos fuimos a la casa Philips a averiguar precios, pero estaban
por las nubes, mucho más arriba de la canasta familiar. La solución era
pagarlo a plazos. Ella no estaba muy convencida. Jamás había comprado nada
a plazos y le daba miedo. Eran mil o dos mil pesos, no me acuerdo muy bien.
En todo caso, se podía pagar a doce o veinticuatro meses, pero si se atrasaba
en las cuotas era un problema porque venían los intereses. Papá insistió en
que muy pobre tendría que estar para no sacar doscientos al mes. Según él,
sacaba más de mil en un viaje y con uno al mes era suficiente.
Cuando papá tenía plata invitaba a mamá al cine y a veces me llevaban.
Veíamos películas de Eastwood. Eran sus preferidas. A ella le gustaban las
que hacían reír porque las otras no las entendía. A mí las de Enrique Guzmán.
A la entrada del cine yo pedía mentas y maní. A la salida íbamos a comer
pastas al Cisne. Después pasábamos por Cyrano y comprábamos una caja de
pasteles. Conocía de memoria el plan, pero cada paso lo vivía con la emoción
de la primera vez.
Mamá se llenaba de perfume y me echaba un poco detrás de las orejas.
Papá se ponía la colonia Old Spice y salíamos contentos. En la calle me
gustaba mirar las señoras con guantes y abrigos y verme en las vitrinas de la
mano de papá. Con mamá, en cambio, íbamos más rápido, rápido, rápido,
rápido, niña, que va a cambiar el semáforo, decía nerviosa.
Me quedaba extasiada mirando las relojerías y me imaginaba como se
vería uno de esos relojes en mi muñeca. Iba a cumplir once años y lo único
que me faltaba para sentirme mayor, de verdad, era el reloj, pero mamá decía
que ese era el regalo de los quince y todavía faltaba mucho. Ni siquiera había
hecho la primera comunión. Yo estaba empeñada en tener uno igual al de
Marta, cuadrado y con una correa negra y en esos viajes al Centro
aprovechaba para recordárselo a ella. Durante las vacaciones de quinto de
primaria papá jugaba con nosotros después del almuerzo. Por las mañanas
leía en el cuarto, echado en la cama, se quejaba mamá, con el cigarrillo en la
mano. Ella estaba furiosa porque no dejaba ventilar la habitación. Él iba de
un lado a otro sin encontrar su lugar, como si la casa no estuviera hecha para
él. Si no tenía un libro en la mano, hacía trabajitos de madera o figuritas de
papel. Creo que se aburría sin hacer nada y empezaba a limarse la uñas. Al
rato decía, me voy a dar una vuelta. Mamá sospechaba que salía a buscar
mujeres.
Él solo iba hasta la tienda donde se ponía a beber cerveza con el vecino.
Los dos se sentaban sobre los bultos de papa y empezaban a hablar de
política. Mamá nos mandaba a pedirle para la leche del desayuno y él muy
orgulloso, les decía a sus amigos que yo había sacado el segundo puesto y
que pasaba al bachillerato el próximo año. Era muy raro que presumiera de
eso, porque el colegio no le parecía tan importante.
Papá, ¿cuándo nos trae el televisor?..., preguntábamos en coro. Un día
de estos, nos decía. Mamá se hacía una cruz en el cuello, gesto que quería
decir no lo puedo creer o... amanecerá y veremos. Y la abuela le decía, quién
quita, a lo mejor es verdad.
Aunque todavía faltaban muchos meses, soñé que el veinticuatro de
diciembre por la noche iba a encontrarme la sorpresa. Pero el tiempo pasaba y
ese sueño se alejaba. Claro que él hacía las cosas a su manera y una tarde que
mamá y Tomás se fueron donde la tía Ana, llegó con una caja muy grande.
La abuela y yo nos sentamos en la sala a ver qué había adentro. Papá nos
miró con los ojos muy abiertos, ¿a que no adivinan qué traigo aquí? Un
mercado, dijimos las dos. No seamos pendejos, nos dijo, cómo no son
capaces de adivinar, y fue rasgando el cartón, pero dentro había un andamio
de madera y tuvimos que pedir prestado un martillo para desarmarlo. Cuando
vi la marca Philips, supe de qué se trataba y me fui dando brincos donde
Marta.
La abuela y yo nos sentamos a esperar a que instalaran el aparato.
Dandy daba vueltas alrededor de papá y batía la cola, como si el regalo
también fuera para él. Hacía dos días que papá se había ido y mamá estaba
furiosa. Nadie lo esperaba. Por eso nadie de la familia se imaginó que
tuviéramos un televisor tan pronto.
Cuando mamá y Tomás llegaron, nos escondimos en el baño. La abuela
salió a abrir demostrando en su cara que algo pasaba. Mamá preguntó
enseguida, ¿qué pasa? Nada, nada, entren primero. Tomás empezó a dar
saltos, ¡el televisor, mamá, el televisor!, ¡¡¡yujuuu!!! No puede ser, decía
mamá. Papá salió a explicar cómo funcionaba. Pero solo escuchábamos un
pitido porque todavía no eran las seis de la tarde. Los gemelos corrían de la
cocina a la sala y de la sala a la cocina y Dandy iba detrás de ellos gruñendo.
Papá miraba a mamá con cierta burla, como diciéndole, ¿que no soy
capaz? Ella disimulaba la alegría, hasta que se contagió al ver a los gemelos
tan felices. A ella, como a la abuela, no le gustaba que se les notara la alegría
en ciertos momentos. La abuela decía que no se debía “demostrar tanto”.
Nosotros no aprendimos jamás esas reglas. Lo único que deseábamos era que
empezara la programación y Tomás y yo nos adelantábamos, “Muévanse
todos aaa bailar, que el Club del Clan ya va a empezaaaar”...
El televisor se quedó en medio de la sala. La abuela le puso un plástico
encima para que no se llenara de polvo, mientras mamá le hacía una carpeta
de crochet. A los gemelos les repitieron mil veces que estaba ter-mi-nan-te-
men-te prohibido tocar la pantalla y los botones. Papá puso una cara tan sería
que nos imaginamos lo peor. Creíamos que de repente todo podía estallar.
Mamá dijo que la televisión dañaba los ojos y que había que sentarse lejos.
Pero nosotros queríamos estar en el suelo a pocos pasos de la pantalla. La
abuela dijo que a ella no le gustaba eso, que no entendía por qué la gente se
embobaba con esos monachos, que el radio era mejor.
Lo primero que vimos fue El mundo al vuelo... “Avianca, la línea aérea
internacional de Colombia, presenta El mundo al vuelo”. Buenas noches,
decía el locutor. La abuela respondía, buenas noches. Nosotros no decíamos
nada, pero por dentro nos reíamos. Los gemelos cantaban los comerciales en
coro. No había quién nos despegara del televisor. Así fue los primeros días.
Después empezaron a poner una serie de normas. Solo papá o mamá podían
encenderlo. Nadie podía cambiarlo de canal. Nadie podía tocar los botones.
Nadie podía acercarse a la pantalla ni tocarla por equivocación. Dandy
también se sentó a ver la televisión con nosotros y ladraba cuando pasaban a
los comerciales.
Por un tiempo el televisor cambió nuestra vida. Ya no queríamos salir a
jugar por la noche. Después de almuerzo preguntábamos la hora cada dos por
tres. Minutos antes de que empezara la programación, nos sentábamos a
esperar. Papá tampoco salía a tomar. Al menos se queda en la casa, le decía
mamá a la abuela. A las ocho la abuela nos hacía aguadepanela con leche y la
tomábamos mirando la televisión. Los gemelos se iban a la cama con la
Familia Telerín. A Tomás y a mí nos dejaban un poco más, solo por las
vacaciones.
Mamá hizo muy pronto la carpeta de crochet. Ya empezaba a ver
algunas peladuras en los bordes y no paraba de quejarse, ¿quién será la
persona dañina que hace estas maldades?, preguntaba, mirando a los gemelos.
La tía Ana hizo un forro, para que no le entrara el polvo. Papá decía que así
se calentaba más, pero mamá quería cuidarlo para que durara toda la vida.
Las cosas tienen que acabarse algún día, respondía él y ella, empeñada en que
duraran aumentaba sus cuidados: el forro, la carpeta, el plástico, la placa
protectora, el televisor era como un enfermo que necesitaba muchos
cuidados.
Los nuevos vecinos

Nuestro barrio estaba formado en su mayoría por casas de dos plantas con
antejardín. Pero había algunos lotes abandonados y sin cercas que rompían la
armonía de las manzanas. Frente a casa había uno de esos lotes. Por lo
general, la gente los utilizaba para lanzar bolsas de basura, latas, botellas,
colchones viejos, muebles rotos y plásticos. Por lo sucio que estaba el terreno
teníamos ter-mi-nan-te-men-te prohibido jugar allí. Nunca hicimos caso y lo
utilizábamos como escondedero, como campo de exploración, como cuarto
de confidencias, como refugio contra las tormentas, como lejana jungla
africana poblada de fieras, como cielo y purgatorio desde donde nos
recriminaba nuestra madre muerta, que convertida en alma en pena venía a
pedir cuentas por todos los males que hacíamos. De allí no salíamos si no era
de un tirón de orejas o bajo la seria amenaza de una tunda, de esas que ya
sabemos, decía mamá con ese tono que helaba la sangre. La hierba no era
hierba sino la espesa vegetación de la selva de Tarzán o la superficie helada
del polo, las piedras no eran piedras, sino armas mortales, monedas, bancos,
mesas, tesoros, las latas no eran latas, sino ollas, estanques, escudos,
armaduras que adornaban nuestras aventuras.
Pero ese lote de enfrente, poco a poco se fue transformando ante
nuestras miradas curiosas. Era mediodía y nos aburríamos como lagartijas,
sin poder salir ni jugar con mesitas y cocinitas, sin patines, sin bicicleta, ni
carros de pilas ni cometas. No nos quedaba otra alternativa que espiar por la
ventana. Tomás y yo llamábamos a eso misión secreta imposible. Yo
empezaba una frase y él seguía con otra. Se acerca un carro azul oscuro con
un misterioso conductor. Cruza la calle una anciana coja, decía yo, y Tomás
añadía, que lleva una bolsa con objetos valiosos. Sale al encuentro un perro
pastor alemán... entrenado para atacar a los ladrones de niños. Se acerca una
bruja con un niño escondido en el costal... listo para convertirse en
salchichón. Viene una radio patrulla con unos atracadores de banco. Salta
Sangrenegra herido... de la azotea de la casa de Marta. Está a punto de
aterrizar el avión de Avianca... la línea aérea internacional colombiana. Se
detiene un camión con Pony Malta... la bebida de los campeones. Pasa el
carro de leche Algarra... que vende leche con agua y porquerías. Se baja de
un taxi... Dick Tracy. Y así seguíamos dando cuenta de todo lo que se movía
en la calle, hasta que una volqueta se detuvo frente a nuestro lote preferido,
descargando una enorme cantidad de arena.
De la volqueta se bajaron unos hombres con palas y empezaron a
recoger la basura del lote y a echarla en costales. Qué raro, pensamos, para
qué traerán esa arena y a dónde se llevan la basura, ¿será que tiene dueño ese
lote? Pues claro, nos dijo, la abuela, todos los lotes tienen dueño aunque no
aparezca.
Ese día nos distrajeron otras cosas y no volvimos a mirar hacia al frente,
pero a la mañana siguiente, cuando salí por el pan del desayuno, vi que
habían descargado más arena y un montón de ladrillos y que unos hombres se
disponían a trabajar. La abuela que también era curiosa, pero lo disimulaba
ante nosotros, se asomó a la puerta, pensando en voz alta, ¿qué será lo que
hacen esos hombres? Pues, cercarán el lote, respondió mamá, sin darle mucha
importancia. Tomás se asomó a la ventana, como si se tratara de algo
extraordinario. ¡Ay!, yo quiero ver, yo quiero, ver, decía, y la abuela,
decepcionada por la pobreza de los acontecimientos, se dio la vuelta hacia la
cocina, tanto misterio por unos hombres que están trabajando, dijo echándose
el trapo de la cocina al hombro.
Con los obreros trabajando al frente la abuela y mamá doblaron su
vigilancia conmigo, tenga cuidado con esa gente, me decían, cuando iba a la
tienda. Los trabajadores silbaban a las muchachas que pasaban por la calle,
adiós mamacita, decían, y, si iban acompañadas de la mamá, decían, adiós
suegra. Mamá entró furiosa una tarde porque uno de “esos indios” le dijo
¡qué culo!, habrase visto, mamá, semejante indio asqueroso, sin dientes, se
quejó, pero lo que es, volveré por la esquina de la izquierda para no tropezar
con ellos.
A la hora del almuerzo venía una mujer con un porta comidas y ellos se
sentaban a comer en el andén casi al frente de nuestra casa, pero antes iban a
la tienda a comprar cervezas. Algunas veces tuve que ir a la tienda por una
coca cola y me encontré al que no tenía dientes, chata, narata, me dijo. Hice
como si no fuera conmigo, pero salí corriendo, para que no me hiciera nada.
Los hombres estuvieron en el barrio casi una semana levantando un
muro y colocando un portón de lata. El lote quedó totalmente cerrado, pero
ellos seguían trabajando dentro. La abuela y yo de vez en cuando nos
asomábamos a la puerta a ver si podíamos ver los cambios, pero era inútil
desde nuestro primer piso. En cambio Marta que vivía en parte de arriba me
contaba que estaban arrancando la hierba, apisonando la tierra, haciendo
zanjas que llenaban de piedra y levantando otros muros. Era claro que
empezaban a construir una casa. Al muro de fuera le pusieron una cresta de
vidrios rotos para evitar los ladrones.
Al comienzo nos dolió que sellaran de esa forma nuestro campo de
exploración secreto, pero pronto nos acostumbramos al muro y al portón de
lata y encontramos una forma de aprovecharlo. Tomás y yo, queriendo ser
malos, tirábamos botellas al otro lado, a ver si golpeábamos a un ogro
dormido, pero no pasaba nada. Cuando me dejaban subir a la casa de Marta,
jugábamos un rato en la terraza y mirábamos al frente con obsesión.
Imaginábamos que durante el día dormía un vampiro que de noche se
introducía en nuestras casas para chuparnos la sangre.
Pronto el muro se llenó de carteles anunciadores que le hacían
publicidad a las peleas de lucha libre en el coliseo el Campín o las corridas de
toros en la plaza de Santa María. La visita del papa, que llegó a Bogotá en
agosto, empapeló todos los muros de la Décima y la Caracas, también cubrió
el del frente de nuestra casa. 1968 era el año del Congreso eucarístico, pero
yo no sabía lo que quería decir esa palabra. Tomás y yo también escribimos
cosas en el muro, a escondidas de la abuela que decía, escribir en la muralla
es papel de la canalla, pues en Bogotá hay muchos canallas, pensé, porque no
hay muro sin mensaje. Pacho, te quiero, Rosa. Vote Lleras, y debajo, Abajo
Lleras, etc. Yo dibujé un corazón con el nombre de Mario, mi novio secreto
de la esquina que se quedaba mirándome sin decir nada. Tomás escribió las
palabras caca y pedo. Hasta los enemigos del gobierno escribieron con
aerosol Abajo Lleras. Nosotros nos divertíamos viendo los carteles y los
mensajes, era como si alguien se vengara de los que nos quitaron el campo de
juego.
Con el tiempo, el muro acabó sirviendo de refugio del que tenía que
taparse los ojos cuando jugábamos a las escondidas, como paredón donde
ejecutábamos a los bandidos, como superficie para rebotar la pelota, como
barra donde cogíamos impulso para emprender carrera, como blanco de
nuestras iras, pues cuando alguien estaba furioso la emprendía con el muro y
empezaba a tirarle piedras. El muro nunca se quejó, mudo, quieto y sólido
seguía diciendo Abajo Lleras. Pero los carteles quedaban prácticamente
ilegibles porque nos encantaba arrancar el papel y dejar sin sentido el
anuncio: “L–H- L–E -N -L CO-–O ––IN”. Mamá o la abuela se asomaban
para vigilarnos y a veces nos sorprendían agarrados a la pared rasgando el
papel, ¿qué hacen, niñitos?, nada, nada, respondíamos dándonos la vuelta y
ocultando las manos en la espalda.
Mucho tiempo después un camión se detuvo frente al muro. Marta y yo
jugábamos a la pelota, ensayando los diez pases, por debajo de la pierna, de
frente, de espaldas, en la pared y en el suelo, doble rebote, etc. De la cabina
se bajaron una mujer y un hombre. La mujer nos miró huraña, comentando
despectiva. ¡Cómo está esto de sucio! Parecía como si nos echara la culpa.
Marta y yo nos retiramos entendiendo que ya no se podía jugar allí y nos
sentamos en el antejardín a observar con descaro.
Bajaban cajas de cartón, colchones, camas amarradas con cuerdas,
mesas, y asientos, atados enormes de ropa, una estufa de gasolina y ollas.
¿Dónde van a vivir, si sólo es un lote con paredes?, nos preguntamos. Desde
la casa de Marta habíamos visto una especie de caseta, pero el resto del lote
estaba formado por muros a medio levantar.
El camión fue y vino varias veces en el día. La abuela descorrió la
cortina para ver con más claridad. Luego cogió la escoba y se puso a barrer el
antejardín, deteniéndose un buen rato, apoyada en la escoba, como esperando
que sucediera algo o que alguien la saludara. Pero nadie dijo nada. La mujer
no volvió a salir. Hombres cargando palos y ladrillos y algunas tejas de
uralita iban y venían presurosos. Desde la casa se escuchaban martillazos.
Dandy no paraba de ladrar en el patio de atrás. Tenía ter-mi-nan-te-men-te
prohibido asomarse a la calle porque una vez casi lo mata un carro. A raíz de
eso su carácter se había transformado. Veía en nosotros a sus enemigos y nos
mostraba los dientes cuando queríamos robarle su cobija. Tomás ya no
jugaba con él como al principio. Claro que lo seguíamos queriendo y hasta
nos daba pesar verlo tan encerrado. Pero Dandy hacía sentir su presencia una
y otra vez y nos obligaba a asomarnos para calmarlo.
Toda la noche hubo movimiento en el lote de enfrente y toda la noche
ladró el perro. Parecen gente de tierra caliente decía la abuela, se les ve un
poco paliduchos y creo que tienen un niño. Son dos decía Tomás, vi uno casi
de mi edad, qué niño tan mentiroso, decía la abuela, a lo mejor es uno que
pasó por ahí y él ya da por hecho que es hijo de los vecinos.
El caso es que en mucho tiempo no pudimos saber con precisión cuánta
gente vivía allí. Qué cosa tan rara, decía la abuela, entran y salen a las horas
más extrañas, como si escondieran algo. Papá decía que dejaran a la gente en
paz, que tantos ojos detrás de las cortinas iban a acabar rompiendo los
cristales de las ventanas. Pero la abuela no descansó hasta que la saludaron.
Fue uno de los hombres que tropezó con sus ojos y no tuvo más remedio que
decirle, buenos días, señora. Deben ser santandereanos porque hablan a botes,
comentó.
Puesto que los teníamos en nuestras narices, los vecinos eran motivo de
conversación a diario. La mujer que nunca salía de esa casucha, el niño que
escuchábamos llorar sin parar, el hombre que llegaba por la noche y salía a la
madrugada. La niña que iba por los mandados a la tienda, vestida todavía
como una campesina, con trenzas, tenis rojos y un vestido de flores chillonas
que no me hubiera puesto ni aunque me mataran. Dejen de criticar, se
quejaba la abuela cuando nos escuchaba, porque ella estaba en la cocina,
parando oreja y si por casualidad cuchicheábamos, salía a preguntar, ¿qué
están haciendo? −siempre era así−, no se pueden dejar solos ni un minuto.
A veces queríamos hacer algo malo para divertirnos. ¿Por qué no
salimos y tiramos una piedra en el lote y corremos? Yo fui la de la idea, pero
Tomás la ejecutó. Después entramos a escondernos en el patio de atrás. A los
pocos minutos se escuchó la puerta, ¿quién será a estas horas?, dijo la abuela,
descorriendo las cortinas de la ventana. Nosotros pegamos el oído a la pared
con el corazón encogido. Claro que los reprenderé, señora, usted no se
preocupe que no lo volverán a hacer, eso se lo garantizo, dijo la abuela.
Cuando se cerró la puerta, la sentimos venir encendida de furia, esto ya no se
puede tolerar, lo que necesitan es la mano dura del papá. Nos defendimos al
comienzo con férrea voluntad, pero la abuela estaba tan furiosa que nos
empujó a escobazos y amenazó con contárselo a papá y a mamá para que nos
reprendieran. Tomás tenía tanto miedo que papá le pegara que se lavó las
manos como Pilatos, fue ella la que me mandó, dijo cobardemente. No, yo lo
pensé en voz alta y él lo hizo por su propia voluntad, respondí, y la abuela,
debería darle vergüenza, tan grande, la inteligencia no sé para qué le sirve,
pero la tunda que le van a dar es cosa seria, acuérdese de mí. Papá no puede
pegarme, pensé, seguro que hablamos antes. Pero de pronto imaginé que me
daba un latigazo y me estremecí. Mamá me pegaba muchas veces cuando
estaba de mal genio y yo me encendía de furia y humillación, pero el rencor
se me pasaba al otro día. ¿Si papá me pega lo seguiré queriendo? Creo que
no, pensé, eso sería lo peor que podría ocurrirme en la vida.
Me asustó tanto la idea de un correazo que sin pensarlo me escondí en la
casa de Marta. La señora Doris con su delantal de lunares me recibió
encantada. Martica está ayudándome a cortar papel para hacer unas flores. La
casa de la vecina estaba llena de arreglos florales, carpetas y bordados, hasta
la licuadora tenía un vestido de cuadros rojos y arandelas que me
impresionaba. Mamá estaba donde la tía Ana y papá con la otra abuela.
Mientras cortaba el papel, pensé que lo mejor era irme para siempre. El lugar
más lejano era la finca de los abuelos. Caminaría y caminaría hasta la
autopista para coger una flota, le rogaría al chofer que me llevara, buscaría
trabajo, como Oliver Twist.
De ese tamaño eran mis cavilaciones cuando se escucharon unos golpes
secos en la puerta. Furioso como jamás lo había visto, me sacó de allí a
empellones. Ni siquiera saludó. Clara, haga el favor de venir inmediatamente,
ordenó con los ojos enrojecidos. Tiró de mi brazo con todas sus fuerzas. Se
desabrochó el cinturón y me dio dos latigazos que me quemaron la carne y el
corazón. Lloré lágrimas de sangre, pero solo un segundo, pues enseguida me
mandó a meterme en la regadera de agua fría. Por la noche me ordenó
recoger la mesa y lavar los platos. Eso sí… ¡Quién le manda ser
desobediente!, decía mamá, sin mostrar compasión. Claro, ella debe estar
feliz, pensaba yo, con dolor y furia, sintiendo que jamás volvería a querer a
papá, imaginando que ese señor era un intruso que se había metido en nuestra
casa.
Yo no le hablaba, pero él hacía como si no se diera cuenta y me
mandaba a traerle cosas: el paquete de cigarrillos, los fósforos, el saco, los
zapatos. Obedecía sin mirarle a los ojos y él hacía comentarios, como, y ese
pelo en la cara, ¿no la volverá bizca? Y así estuvimos no sé cuánto tiempo. A
veces organizaba juegos de preguntas en los que me obligaba a participar,
pero lo hacía sin ningún entusiasmo, hasta que un día, cansado tal vez de mi
actitud, hizo un único comentario, igual de rencorosa a la mamá, ¡qué vaina!,
yo que pensé que eran más Osorio. Cómo me dolió no poder decirle que no
era mi culpa, que el dolor era más fuerte que yo.
Jamás volvimos a hablar de lo ocurrido. Los vecinos siguieron
construyendo su casa hasta hacerla más parecida a las del barrio. Claro que se
veía como un parche con la fachada de ladrillo rústico y el segundo piso: un
planchón de cemento con unas varillas de hierro entrelazadas en las cuatro
esquinas. Al menos pusieron un portón decente y un letrero que decía:
Miscelánea Claudia. Vendían botones, cremalleras, hilos, cuadernos, tarjetas,
bolígrafos, tinta, plumillas, papel de regalo, juguetes, dulces, porcelanas, etc.
La gente del barrio tardó mucho en entrar a comprarles. Luz Marina, que
así se llamaba, la niña de trenzas, se cortó el pelo y empezó a vestirse de una
forma más parecida a la nuestra. Tenía unos ojos negros muy bonitos y los
muchachos de nuestra edad la silbaban cuando iba por la calle. Un día salió a
jugar con una pelota de letras y empezamos a hablar. Venían de San José de
Pare, Boyacá, un lugar lejano y extraño para mí, donde había serpientes y
cazaban chigüiros, un animal que jamás había visto y que no podía imaginar
aunque ella se esforzara en describirlo. El papá había vendido una finca para
comprarse el lote y hacer la casa. No me dijo nada de la piedra que lanzamos.
Me hubiera muerto de la vergüenza.
No hay cosa que me haya perturbado más que aquella falta asociada a la
única vez que papá me dio un correazo. Que mamá me pellizcara y me diera
una bofetada, casi me parecía normal, aunque odiara eso. Pero que papá me
hubiese dado un correazo y además me humillara, era algo que no podía
aceptar. Ver a Luz Marina me incomodaba por dentro, tanto que evitaba
encontrarme con ella, a pesar de que quería ser su amiga.
Diablo y héroe

Diablo y Héroe, los amigos del Fantasma, siempre a su lado, le advertían del
peligro. El Fantasma iba tras los asesinos de chimpancés que, amparados en
un instituto de investigaciones científicas británico, compraban a algunas
tribus africanas, ofreciéndoles unas pocas monedas a cambio de las cabezas
de los chimpancés. La guarida de los maleantes estaba en lo más profundo de
la selva. Había que atravesar ríos caudalosos, quebrados por inmensas
cataratas, arenas movedizas, difíciles de evitar sin un profundo conocimiento
del terreno, ríos plagados de pirañas y cocodrilos agazapados bajo la pútrida
vegetación, alertas al menor ruido. El Fantasma tenía que enfrentarse a ellos
con su certero puñal. Diablo ladraba desesperado en una orilla y Héroe
relinchaba asustado, hasta que su amo los calmaba.
Todos los peligros esperaban a nuestros valientes amigos, que nunca
iban solos, pues en la selva tenían ayudantes que acudían en su auxilio en
caso de necesidad, que era casi siempre, porque salían de una aventura para
meterse a otra y nosotros esperábamos las aventuras todos los domingos en la
cama de mamá que las leía en voz alta, a veces, diciendo, niña, no tan encima
que me clava los huesos, niño, sáquese ese dedo de la nariz, etc. El resto de la
semana, las seguíamos mirando, hasta que desaparecían porque la abuela las
utilizaba para recoger la basura. Otras veces las encontrábamos cortadas a
cuadritos encima de la cisterna. Mamá nos escondía el rollo de papel
higiénico que estaba muy caro y jamás aparecía cuando lo necesitaba. Lo que
más la enfurecía era encontrarlo empapado. Nadie respondía a la pregunta
¿quién será el gracioso que siempre deja caer el papel en la taza? Ahora que
se limpien con periódico, para que aprendan. A mí me gustaba encontrarme
los cuadritos de papel cortados por la abuela. Los pegaba en el suelo y los
juntaba hasta que empezaban los golpes en la puerta, niña, abra de una vez,
¿qué será lo que se mete a hacer que se queda eternidades?, salga que
necesito entrar, ya voy mamá, es que no puedo, si se tomara el salvado de
trigo todas las mañanas se le pasaría, pero, como tiene que hacer siempre lo
que le da la gana... abra de una vez, ya voy, ya voy, mamá.
Rex quería acompañar al Fantasma en sus arriesgadas aventuras, pero él
prefería dejarlo con la elefanta que hacía de niñera o con Diana Palmer. El
Fantasma salvó a Rex de una muerte segura. Se lo encontró en la selva,
abandonado cuando solo tenía unos meses. Los padres habían sido atacados
por una fiera hambrienta que se compadeció del cachorro humano. Educado
para proteger a la selva y a sus nativos, Rex se preparaba para ser el próximo
Fantasma. Él no lo sabía y nosotros sí, lo sospechamos desde que el Fantasma
lo llevó a la cueva donde descansaban los huesos de sus antepasados y le
explicó por qué el fantasma nunca muere. Lo que no entendimos fue cómo
ese niño tan pequeño pudo sobrevivir a las largas ausencias del fantasma.
El Fantasma libraba batallas con los enemigos todos los domingos. Pero
había semanas en las que Rex no aparecía. Teníamos que esperar mucho
tiempo a que nos dieran noticias suyas. De repente lo encontrábamos con
ocho años, aprendiendo a cazar, lanzándose desde una elevada catarata,
montando en su elefanta y corriendo con Diablo en la espesa jungla.
El Fantasma era en el fondo un amante de la naturaleza que protegía los
intereses de la selva, que entendía el lenguaje de los animales y que,
generación tras generación, había jurado defender a los débiles. Su vida era
un misterio para los nativos que pensaban que era inmortal.
Si el Fantasma estaba en peligro, Guizz le avisaba a la leona Katina, la
reina de la selva, y esta se lo contaba a Nefertiti, que se lo decía a Héroe y
este a Diablo, el más fiel. Los delfines se entendían mejor con los caballos y
estos se llevaban mejor con los perros. Perros y delfines no se comprendían
porque mientras los unos se carcajeaban el otro ladraba nervioso. En cambio,
el caballo movía la cola y la crin con elegancia, como diciendo a todo que sí,
cosa que les encantaba a los delfines.
Guizz era una chimpancé tan simpática que hacía reír a Diana con sus
piruetas. Le gustaba sorprenderla a la hora del desayuno con una buena
cantidad de frutas, mientras Héroe ladraba alegre alrededor.
El Fantasma estaba presente, pero no se dejaba ver la cara. Nadie lo
había visto jamás, excepto Diana Palmer, su único contacto con la
civilización. Tal vez el Fantasma caminaba por la carrera Décima sur, vestido
de civil, con el periódico bajo el brazo y nadie lo reconocía. Sin duda entraría
en la pastelería Cyrano a comerse una repolla rellena de crema de leche y un
kumis.
Diablo, Héroe y yo nos poníamos en la ventana a mirar la gente pasar y
analizábamos su manera de caminar, a ver si encontrábamos algo raro que
nos hiciera pensar que podría tratarse del Fantasma. La leona Katina se ponía
celosa porque aparecía muy poco en la aventura, pero el Fantasma la
tranquilizaba diciéndole que era la reina de la selva. Desde la ventana
veíamos la selva verde a lo lejos unos cuantos lotes abandonados, en uno de
ellos decía “se vende” y Diana siempre le preguntaba a su mamá ¿cuánto
cobrarán? El Fantasma proponía que tomáramos posesión por la noche,
plantando la bandera de los independientes de la tierra, pero Diana decía,
ganas de hablar mierda, lo que necesitamos es plata para tomar posesión de
ese pedazo de tierra. A lo mejor el dueño está muerto y no tiene herederos,
insistía el Fantasma y Diana Palmer le daba la espalda furiosa.
Diana Palmer trabajaba como profesora de primaria en una escuela de
niños en el barrio Kennedy. Veía al Fantasma muy pocas veces al año. Él
decía que si quería verlo, podía coger una flota directo hasta el corazón de la
selva. Ir a su encuentro significaba emprender un largo viaje lleno de
dificultades que Diana no se sentía capaz de afrontar. Tal vez hubiera sido
mejor alquilar un helicóptero, pero el Fantasma nunca tenía plata, porque
vivía del aire.
Diana se quejaba de las largas ausencias de ese hombre, porque para ella
el Fantasma era un hombre común y corriente, un tipo que no buscaba trabajo
y que se hacía el loco cuando le abría el periódico en la sección de los avisos
limitados. A Diana en el fondo le importaba un comino la tragedia de los
chimpancés del centro de África. Los hubiera matado a todos, para que el
Fantasma se centrara más en sus obligaciones familiares, porque lo que la
gente no sabía, pero nosotros sí, era que el Fantasma tenía una familia. Pobre
Diana Palmer, cogiendo la buseta todas las mañanas en compañía de la leona
Katina que era insoportable porque peleaba con todos los niños de la escuela
y además no había forma de que se aprendiera las lecciones de naturales. ¿Por
qué la leona Katina no conseguía aprender que la rana respira por branquias y
que se reproduce por medio de huevos? El secreto estaba en que la leona no
conocía el significado de la palabra reproducción. De esto se dio cuenta
Diana Palmer casi al final del curso. Entonces furiosa le preguntó a la leona
Katina, a ver, leona ¿cómo hace la rana para tener renacuajitos? Pues casarse
con un sapo, respondió, y ahí paró el asunto, porque Diana se enredó en las
preguntas y Katina la embarró diciendo que el sapo la embarazaba primero y
de la tripa de la rana salían los renacuajos, qué leona más bruta, Dios mío,
dame paciencia, decía casi llorando.
Mientras Diana le enseñaba la lección a la leona Katina, el Fantasma se
escapaba a la jungla que era el café La Estrella del Sur donde hablaba con sus
amigos o jugaba al billar. Antes de salir, Diana Palmer intentaba retenerlo
porque sabía que se gastaba la plata con ellos, pero el Fantasma se defendía
alegando que la cerveza le salía gratis, pues ganaba todas las partidas de
billar. Si se hacía tarde, el Fantasma enviaba mensajes con los nativos. Estos
los transmitían a través de los tambores.
Los tambores eran el correo más seguro del Fantasma. Así descubrió la
guarida de los facinerosos y calmó las iras profundas de Diana Palmer que
sospechaba de la existencia de otras mujeres que llegaban al café y con las
que se gastaba lo poco que ganaba.
La mamá de Diana Palmer era muy buena, pero llamaba a comer en los
momentos más interesantes de la aventura. No le gustaba que la comida se
enfriara y se asomaba una y mil veces a la selva para llamar a nuestros
desobedientes amigos. Sus tambores de guerra eran en realidad ollas y tapas,
platos y tazas, que hacían un ruido infernal. Todo ese ruido hacía difícil
interpretar los mensajes de los nativos que habían descubierto una hoguera
apagada y latas de comida abiertas.
Sin duda los bandidos habían acampado allí antes de iniciar la ruta de
los chimpancés. El Fantasma abría trocha con un sable después de pedirle
permiso a los árboles que se quejaban, pero entendían que debían darle paso
al salvador para que acabara con los enemigos. En las ramas vivían
aterrorizados pequeños simios que veían su fin, tan pronto como los bandidos
acabaran con los chimpancés.
El Fantasma conocía importantes hombres de ciencia entre quienes
trataba de averiguar los secretos propósitos del gobierno británico. Los
británicos comían carne de caballo y tal vez de perro, pero jamás se les
hubiera ocurrido servir un pedazo de chimpancé asado. Por eso el Fantasma
estaba seguro de que los necesitaban para experimentos científicos.
Entre los científicos había gente buena que trabajaba por el bien de la
humanidad, nos explicaba el Fantasma. Gracias a la ciencia, Diana Palmer se
había curado de una enfermedad de los riñones. En cambio, otros querían
aterrorizar a la humanidad con inventos monstruosos. El Fantasma había
acabado con el brujo que quería convertir a los hombres en zombis para
ponerlos a trabajar en sus minas y para obligarlos a matar a todos los que se
opusieran a sus planes asesinos. La mano de obra esclava era la base del
enriquecimiento escandaloso, de los ambiciosos empresarios que se
adueñaban de los bienes terrenales. El Fantasma era amigo de todos los que
trabajaban por el bien de la humanidad.
Un científico, el doctor Smith, le contó al Fantasma que el propósito de
los bandidos era vender a los simios a un psicópata que quería sus cerebros
para trasplantarlos a los presos condenados a muerte. Quería ver cómo se
comportaba un cerebro de simio en un cuerpo de delincuente. El hombre se
había vuelto loco porque un antiguo condiscípulo se había ganado el premio
Nobel por descubrir la vacuna contra la fiebre tifoidea y él quería destacar
por algo mucho más sorprendente. Las grandes empresas del mundo me lo
agradecerán, decía orgulloso, tendremos una especie de hombres a nuestro
servicio por un plátano.
Entonces el Fantasma fraguó un plan tan siniestro como el del científico
loco. Habló con Guizz y le pidió que reuniera a toda su familia en las ramas
de un árbol situado a pocos kilómetros del campamento de los asesinos. El
Fantasma había hecho un curso de explorador en las montañas nevadas de
Canadá donde le enseñaron a hacer trampas para los osos. Cerca de la ceiba
cavaron una fosa muy grande. Debajo pusieron una red de alambre de púas
que luego taparon con hierbas secas.
Cuando los asesinos se acercaron creyendo que iban a realizar la mejor
cacería del día, los chimpancés se pusieron a gritar como locos. En realidad
querían atraer la atención de los enemigos. Uno de los nativos que
acompañaba a los cazadores de chimpancés disparó una flecha que la víctima
supo evadir a tiempo, cogiéndola en el aire y devolviéndola con fuerza. Era
Guizz, entrenada especialmente por el Fantasma para defenderse de los
ataques de los enemigos. El nativo huyó aterrorizado, pensando que había
regresado un habitante del planeta de los simios para vengarse de las
humillaciones a que estaban condenados sus hermanos de la selva. Los
cazadores, furiosos, lo hicieron regresar por medio de azotes, pero el nativo
prefirió que lo mataran.
Los cazadores estaban cerca de la trampa, pero no caían en ella, hasta
que un chimpancé se colgó de una rama y empezó a balancearse. Los
asesinos lo vieron tan cerca que creyeron poder alcanzarlo con las manos y se
lanzaron sobre él. Fue mucho más fácil de lo que se esperaba, pues todos
cayeron en el foso y se quedaron atrapados en la red de alambre de púas,
hasta que vino el Fantasma a encadenarlos para entregarlos a la justicia.
Katina pensaba que era mejor entregárselos a una tribu de caníbales para que
prepararan una buena sopa. Pero nos desilusionamos al ver que el Fantasma
los había entregado a Scotland Yard. Hubiéramos preferido un castigo más
severo para los asesinos, algo así como entregárselos a los simios para que se
colgaran de sus piernas y brazos, como si fueran ramas de árboles y así
someterlos a la vergüenza pública.
El científico fue encerrado en una clínica para enfermos mentales, con
camisa de fuerza y altas medidas de seguridad. Dicen que grita y hace
piruetas, como si fuera un chimpancé. Nadie sospecha que está planeando la
fuga y aprovecha el descanso de la cárcel para concebir horrendos crímenes.
Diablo y Héroe olfatean la cercanía de los asesinos y todos se preparan para
una nueva aventura. Esta vez se trata de una mina de diamantes escondida en
la selva africana donde un tirano esclaviza a una tribu. Hasta el tranquilo
refugio del Fantasma y de Diana llegan los mensajes.
El Fantasma no ha terminado de reponerse y ya tiene que salir. ¿Cuándo
será que este hombre empieza a trabajar?, se pregunta Diana Palmer,
mirándose las manos desconsolada, esta tiza me está resecando la piel, tendré
que frotarme las manos con una cáscara de limón. A Diana no le gusta coger
el bus hasta el barrio Kennedy y gritar porque esos niñitos no entienden de
otra manera y encima vienen las quejas de los profesores y las de los padres
de familia que la están volviendo loca y llega a la casa a buscar tranquilidad y
lo que se encuentra son problemas. Con el Fantasma a su lado se siente tan
sola porque nunca lo ve cuando lo necesita y siempre aparece cuando ella
está abrumada, malhumorada y tan alterada que se molesta hasta por el vuelo
de una mosca. La leona Katina, Diablo, Héroe y Guizz se van al patio de atrás
a refugiarse en su tienda, mientras llega el Fantasma a darles una nueva tarea
en la siguiente aventura.
Cuaderno de recuerdos

Desaparecen los hijos sin padre


Eficaz intervención de la primera dama en pro de la
expedición de las leyes sobre la protección de la familia.
Desaparecen los hijos sin padre en Colombia. Es la esencia
fundamental de la nueva ley que sancionó ayer el presidente de la
República, Carlos Lleras Restrepo −que establece la paternidad
responsable− y un sueño de la primera dama de la nación
convertido en realidad.

Mamá leyó en voz alta la noticia de El Tiempo en un tono que parecía una
amenaza, pero después se preguntó decepcionada, ¿y para qué sirve esa ley,
si el hombre no trabaja? Según la primera dama, su esposo nunca fue
indiferente al abandono de la mujer y del niño en Colombia, leyó mamá,
mirando de reojo a papá hundido entre las cobijas. ¿Dónde está su papá,
papá? Se me ocurrió preguntarle. ¡Qué voy a saber yo! Ni siquiera mamá lo
sabe. Pero... al menos lo conoció... Por ahí, hay una foto. ¿Pero se acuerda de
él? No mija, dicen que se fue como secretario del juez a Buenaventura y ni
más, el hombre se perdió.
Qué raro me pareció tener un abuelo y no saber si vivía o estaba muerto.
Algunas veces me imaginaba que papá y yo íbamos a buscar al abuelo por
todos los pueblos hasta que lo encontrábamos, solo en una casita de paja,
sentado en el centro del patio, tomando el sol y cosiendo un viejo maletín de
cuero. No sé por qué lo imaginaba así, tal vez porque inclinado como estaba
no podíamos verle la cara y mamá decía que en los sueños es imposible
atrapar los rostros de la gente. El abuelo sin rostro era una imagen que se
colaba en los sueños y no sabía si eso era bueno o malo.
Mamá escribía en su Cuaderno de recuerdos y poesía, que el abuelo era
el patrón más bueno del mundo. Si alguien le robaba, hacía como que no se
daba cuenta y más bien le regala yucas y plátanos al personaje, porque él
pensaba que al ladrón hay que darle las llaves. Ella nunca hablaba de querer
al papá sino del respeto que sentía. Pero a veces me parecía que le tenía
mucho miedo, por qué, mamá, le preguntaba yo, se asustaba tanto cuando la
mandaban a traer los caballos, una de bruta, mija, me decía, sin saber ella
misma por qué le tenía tanto miedo a un señor tan bueno.
Los mayores nunca decían que se querían. La abuela regañaba por todo,
por saltar, por jugar con la pelota dentro de la casa, por no hacer nada, por no
obedecerle en el acto. Intentar agradarla no era fácil. Si le dedicábamos una
canción, decía que nos burlábamos; si barría, encontraba basura en el lugar
más escondido; si lavaba los platos, protestaba porque los dejaba con jabón.
Pero algunas veces, cuando me cansaba de pedirle plata a mamá para unas
medias bonitas o una diadema, ella sacaba la bolsita de crochet del pecho y
me entregaba un billete bien enrollado y yo iba corriendo a la Miscelanea
Claudia a comprar antojos. Entonces sentía que la adoraba, igual que cuando
me llamaba aparte para darme en secreto huevos pericos. Cuando recité el
poema A la madre muerta, se le aguaron los ojos y, aunque no pude llorar,
por dentro sentí algo muy extraño. Quise abrazarla, como si ella fuera la niña
pequeña, pero no me atreví.
La abuela no nombraba al abuelo. Mamá, en cambio, comentaba a
menudo, como decía papá... Alguna vez conseguimos que la abuela nos
contara cómo se conocieron, pero lo hizo con tanta brevedad que era muy
difícil imaginárselos jóvenes y enamorados. La gente mayor, tan llena de
secretos y yo muerta de la curiosidad... Quería saber lo que hacían o lo que
pensaban cuando eran niños. Me gustó saber, por ejemplo, que mamá era
desobediente. A veces tenía la suerte de oírlas hablar entre sí, como si los
hijos no estuviéramos. Ellas querían darnos a entender que eran perfectas,
que jamás desobedecían, ni levantaban la voz, ni rompían las cosas. Yo les
recordaba todo eso y se reían mucho, cómo le gusta pleitiar, decían en coro.
Quería que me contaran su vida para escribirla. También me gustaba
escribir las cosas importantes del día. Por eso me compré un cuaderno y lo
marqué: Cuaderno de recuerdos. Pertenece a Clara Osorio. Primer Capítulo.
Ese era mi secreto y lo guardaba celosamente en el cajón del armario.
Primero hice un retrato de papá, después otro de mamá. En clase de lenguaje
nos pusieron a hacer un ejercicio: la caricatura, la descripción y el retrato. Yo
hice el retrato de papá.

Papá es inteligente. Tiene buen sentido del humor. Es un


hombre elegante, tiene ojos negros, pelo crespo y cejas muy
pobladas, nariz recta. Usa chaleco. Le gusta leer, hablar de política,
ir al cine. Nos enseña a hacer cajitas de madera para los lápices, a
sembrar un árbol, a preparar dulce de mora y matrimonio, a
sembrar semillas de fríjol, de lenteja y de arroz y a esperar a que
broten las raíces y luego las hojas. Lo que más me gusta de él es
que nunca nos aburrimos.

En las vacaciones de diciembre de 1968 empecé a llenar mi Cuaderno


de recuerdos. Era un diario donde anotaba las cosas que pasaban durante el
día, pero también escribía lo que recordaba y lo que me contaban. Muchas
veces exageraba, pero no podía controlarme y me reía sola de las
descripciones que hacía de la abuela o de Tomás. Mamá y papá no paraban
de pelear: Tanta mandadera, decía ella, y él, la plata no hace la felicidad. A
mamá se le acababa la plata y no había para el mercado del fin de semana.
Me tocaba ir a pedirle, cosa que odiaba hacer. Papá, que dice mi mamá que
no hay para el mercado. Él, muy sorprendido respondía, ¿siiii? Me tocará
asaltar un banco, ¿Qué hacían entonces cuando yo no estaba? No podía
decirle eso a mamá e inventaba una disculpa. Ella se ponía furiosa y me
empujaba hasta la pieza, sacúdalo, si es necesario, seguro que se hace el
dormido.
Tomás y yo salíamos al patio con los gemelos y nos tapábamos los
oídos. Nos daba miedo que ocurriera algo grave. La abuela se ponía muy
sería, niños dejen de molestar, decía, sacudiendo el trapo de la cocina y
cambiando de sitio las ollas. Era como si una tormenta removiera la casa e
hiciera temblar los vidrios. Ojalá no pase nada malo, decíamos Tomás y yo
agarrados de la mano, ojalá, papá no le haga nada a mamá. Por eso, cuando
los veíamos tan contentos, nos volvía el alma al cuerpo.
Algunas veces él llegaba a las doce de la noche con un presente, carne
adobada, tamal, en todo caso algo de comer, y despertaba a mamá. Por ser la
mayor, siempre me levantaba a compartir. Ella hacía café y se sentaban a
conversar, a la cama, niña, me decía con un gesto. Yo me cepillaba los
dientes y me acostaba tranquila. ¡Dios mío!, ahora que lo pienso fui muy feliz
aquel año que llegó papá porque además pasaron cosas importantes en el
mundo.
En 1968 no se habló de otra cosa que de la visita del papa. Las amigas
de mamá lloraban de la emoción de solo pensar que podían ver a “Santo
padrecito de Roma”. Aunque iba a misa y rezaba el rosario cuando necesitaba
pedirle favores a las almas, ella no era fanática del papa, un viejo, como
cualquier otro, decía, al ver a la vecina haciendo mil señales de la cruz cada
vez que lo nombraba. ¿Para qué vamos a morirnos de calor y a exponernos a
que nos roben?, le decía a la abuela que tampoco mostró muchos deseos de
verlo.
Pero vimos la transmisión en directo en casa de la tía Ana. Muchas
mujeres se desmayaron de la emoción. Las comunidades religiosas de todo el
país vinieron a escuchar la misa, los colegios desfilaron en un orden
impecable y él repartió bendiciones y sonrisas. Todos querían que bendijese
los escapularios y las imágenes. La foto del papa apareció hasta en los
rincones más apartados de Colombia. 1968. Año del Congreso Eucarístico
Internacional, se leía debajo.
El primo Gerardo dijo que sus amigos de la universidad habían hecho
dos muñecos representando al papa y al Tío Sam. ¿Quién es el Tío Sam? El
imperialismo gringo, hermana. Desde que entró a la universidad nos decía a
todos “hermana” y “hermano” y a veces brother o sister. ¿Pero por qué el
papa y el Tío Sam van juntos? Porque son cómplices, hermanita, eso es una
cosa que debe saber desde ya.
Jamás me hubiera imaginado que el papa fuera malo, pero si Gerardo lo
decía era por algo, además, papá lo confirmaba, contándonos que hubo papas
asesinos, como los Borgia. ¿Por qué nos enseñaran tantas mentiras en el
colegio?, me preguntaba. Debe ser que las maestras, pobrecitas, no tienen
quien les diga la verdad. Me acordaba de mi maestra, con cara de buena
persona, recién casada, con su argolla, sus manos muy blancas, con las uñas
pintadas de rojo, diciendo, niñas, ahora vamos a hablar de la visita que el
arcángel Gabriel le hizo a María. La pobre, creía de verdad que el espíritu
santo había dejado embarazada a la Virgen. Me daba un poco de tristeza no
poder decirle la verdad, que la Iglesia nos había engañado para que no nos
levantáramos contra los ricos.
El primo Gerardo y papá tenían muchas cosas en común. Tal vez por eso
se hicieron amigos, aunque mi primo no estaba de acuerdo con todo lo que
papá decía. Gerardo era del partido comunista y papá defendía al MRL.
Siempre discutían, pero al final, se iban a tomar cerveza. Ese debe ser
marihuanero, comentaba papá. No sabía cómo se escribía la palabra
marihuana, pero anoté en mi Cuaderno de recuerdos: “La marihuana es una
hierba que vuelve idiotas a las personas ¡Qué raro, fumar una hierba que lo
vuelve a uno idiota o vago!”.
Fumar marihuana era lo peor que podía hacer una persona. Cuando un
degenerado pasaba por la calle, la gente lo señalaba con el dedo, ese se volvió
marihuanero, ya no trabaja, ni hace nada, está todo el día en la casa,
durmiendo y escuchando esa música y por la noche se mete en las discotecas,
antros oscuros donde la gente se echa perder. Me daba miedo volverme
mayor. Tenía la idea de que el mundo estaba lleno de peligros: la marihuana,
los hombres malos que abusaban, los comunistas, el Tío Sam, el papa, su
cómplice.
Visto así, el mundo de los mayores no me gustaba nada. Mamá y la tía
Ana intentaban convencerme para que estudiara en la Normal. Yo no quería
ser maestra como ellas. Prefería ser exploradora, inventora, astronauta,
detective, carreras que no existían en la universidad. Pero el primo Gerardo
me animaba para hiciera solo lo que me gustaba.
Muchas hijas de las maestras estudiaban secretariado comercial, según
mamá. En Bogotá había academias donde enseñaban contabilidad, taquigrafía
y mecanografía. No se meta jamás a eso, Clarita, me aconsejaba Gerardo, eso
es barro −barro fue otra palabra que aprendí de él−. Ser secretaria era lo peor
que le podía ocurrir a una mujer, desde el punto de vista de mi primo. Otras
niñas hacían cursos de inglés en el Meyer, no sé para qué, tal vez porque
querían aprender las nuevas canciones o seguir con secretariado bilingüe que
era otra cosa de moda. Eso es barro, me decía Gerardo y así me confundía
mucho más.
También se estudiaba para ser azafata, cosa que me encantaba porque las
señoritas de Avianca iban con una ruana roja muy bonita, parecían
maniquíes, bajando del cielo con una elegancia para mí muy difícil de
alcanzar. Marta y yo ensayábamos a caminar como las niñas grandes y nos
balanceábamos frente al espejo. Gerardo decía que la azafata era una sirvienta
aérea. Entonces, ¿qué voy a ser cuando grande?, me preguntaba yo muy
preocupada.
Mis conclusiones finales eran que lo único que podía ser cuando grande,
no me gustaba y lo que me atraía de ese mundo real, era barro, según
Gerardo. Solo me ofrecían dos alternativas: maestra o secretaria. Las
profesiones de exploradora o astronauta, no existían en la realidad. Muchas
veces llegué a pensar que lo mejor sería irme muy lejos. Tal vez en otro lugar
una niña podía llegar a ser astronauta. Claro, decía Gerardo, abriendo las
revistas de la URSS. Valentina fue una niña como usted, hermana. Pues me
voy a la URSS, le dije a mamá un día, ganas de hablar basura, me respondió
enojada, esos son cuentos que le mete en la cabeza Gerardo. Mi primo y yo
nos mirábamos con complicidad, como diciendo, pobrecita, no entiende nada.
Papá, en cambio se ilusionaba con la idea de verme convertida en una
astronauta famosa. Los norteamericanos habían enviado muchas cápsulas
espaciales y el viaje a la luna parecía inminente. Los periódicos hablaban de
los adelantos sorprendentes en la carrera espacial y en las Lecturas
Dominicales se publicaban muchos poemas a la luna, mientras se mostraban
las fotos de su superficie con cráteres horribles donde suponíamos que
dormían monstruos milenarios.
¡Dios, mío! Cómo me gustaban las aventuras. Quería que me pasaran
muchas cosas en la vida. Imaginaba un recorrido por todo el mundo,
visitando los monasterios del Tíbet, subiendo al Polo Norte, introduciéndome
en la selva, durmiendo en una cueva, alimentándome de raíces. Pues la vida
de hippie es la más apropiada para eso, hermanita, me decía Gerardo. Los
hippies iban por el mundo, comiendo hongos alucinógenos, viviendo en sus
paraísos, durmiendo al aire libre, en las playas, en los prados, en las cuevas.
Pero yo no me veía de hippie. Mi sueño era un viaje al fondo del mar o al
centro de la tierra.
Los mayores se quejaban de que en Bogotá las cosas cambiaban a un
ritmo vertiginoso. Mamá y la abuela se admiraban de ver cantidad de
melenudos en el centro. “Los jóvenes de ahora saben lo que no quieren, pero
no saben lo que quieren”, leía mamá en un artículo de Cromos que hablaba de
los revolucionarios de la Ciudad Universitaria. Mi primo tiraba piedras a la
policía y nos hacía reír con sus bromas. Ese año Lleras mandó la caballería
para aplacar a los estudiantes. Fue cuando un estudiante mató al caballo y
después hicieron la canción de El corrido del caballo turco... “pero un
estudiante, siempre decidido, le metió un varillazo en la yugulaaar, y la
policía en el cementerio, le rindió honores a lo militaaaaar”. Lleras salía en la
televisión regañando a los colombianos. Era un presidente un poco
cascarrabias. Los estudiantes hacían manifestaciones de protesta y él se ponía
rojo de la furia. Gerardo decía que el man −man era otra palabra que utilizaba
con frecuencia− era cómplice de los gringos, que les regalaba nuestro
petróleo. ¡Abajo el imperialismo norteamericano! Eso era lo que se decía en
las manifestaciones. Yo quiero saber cómo es una manifestación, le rogaba,
pero él insistía en que era peligroso porque la “bota militar” no respetaba a
una niña de once años.

Una religión que no cree en nada ni venera imágenes ni ofrece


salvaciones. Toman el café en enormes tazas que van pasando de
boca en boca y comparten el tabaco, la mujer y el vino. Cada uno
constituye un santón que propaga el contagio e inocula el virus.

¿Qué es el movimiento hippie?, preguntaba mamá. Papá intentaba


explicarle que no era nada, simplemente una manera de nombrar a un grupo
de jóvenes contrarios a la sociedad de consumo. ¿Qué es sociedad de
consumo?, preguntaba yo, y me respondía, aquella en la que la gente solo
encuentra la felicidad comprando cosas que no necesita: casas, televisores,
neveras, carros, electrodomésticos, etc., pero mamá saltaba diciendo que era
mucha pobreza no tener un rancho donde caerse muerto. Entonces soy
inmortal, respondía papá, porque no tengo donde caer muerto.
Por él fuera, nos mandaba a vivir debajo de un puente, pero claro, él,
muy bien acomodado donde la mamá. ¿Acaso Jesús no predicó la humildad?,
preguntaba papá, y la abuela que no soportaba las peleas le decía a todo que
sí. Claro, mi suegra es la única que me comprende en esta casa. En 1968 la
enanita Emilia compró un lotecito para fabricarse la casita que le regaló
Madeflex y mamá dijo, hasta el más infeliz tiene para comprarse un pedacito
de tierra donde caer muerto.
Por la televisión, en las revistas, en las caricaturas de Chapete se hablaba
del Nadaísmo, algo que casi nadie entendía, pero que alarmaba: gentes que
decían palabrotas. El primo, Gerardo, estudiante de sociología en la
Universidad Nacional, decía que era nadaísta, hippie y comunista y nos leía
algunos poemas, para que cambiáramos el repertorio de Juan de Dios Peza o
de Julio Flórez. “No me da la gana / no me da la gana/ soy una haragana”, me
enseñaba, y mamá decía que eso no era poesía, ni nada. Pero a mí me gustaba
repetirlo cuando me mandaban a hacer algún oficio.
Mamá leía en voz alta su horóscopo: Leo-Amor. “En esta semana puede
obtener las explicaciones deseadas. Haga lo posible por comprender al ser
querido. Ceda y logrará restablecer el común entendimiento entre ustedes”.
Hasta el horóscopo me comprende, comentaba papá. Ella, haciéndose la
sorda, leía a todos, incluso a los gemelos que se reían desconcertados. Así se
nos escapaba el tiempo, hasta que llegaba la hora de hacer la comida y la
reunión se dispersaba. Pero yo me quedaba pensando en tantas cosas que
pasaban y que asaltaban mi mente como una plaga de cucarrones y entonces
cogía mi nuevo Cuaderno de recuerdos, lo abrazaba mientras pensaba lo que
iba a escribir y me escondía en la habitación.
La calle

Un día mamá y yo fuimos al centro a inscribirme para el examen de admisión


en el nuevo colegio. El bus nos sale muy caro, es mejor que aprenda a
desenvolverse sola, me dijo, en un tono de voz muy distinto del que siempre
utilizaba cuando me hablaba. Eso me gustó, que me dejaran coger el bus sola
y me trataran como a una persona grande. Así empecé a salir a la calle sin la
compañía de los mayores. Al principio iba hasta el Ley o el Tía de la Séptima
a comprar galletas. Claro que me daban miedo los gamines. Cuando los veía,
me colocaba cerca de la primera señora decente que encontraba.
En el bus se me pasaba el miedo. Casi siempre estaba tan repleto que
nadie se fijaba en mí. La puerta de salida era la meta y hacia allí todos
trataban de llegar a empellones. A veces tenía suerte de encontrar asiento.
Una vez me tocó al lado de una señora muy buena que se sorprendió de que
una niña tan pequeña saliera sola, con lo peligrosa que es Bogotá. Pues a mí
nunca me pasará nada porque corro a gran velocidad. Soy la primera en
atletismo de mi curso, respondí, con tono auto suficiente. No es que me
gustara mentir. Lo que pasaba es que no quería que me hablara de todos los
peligros que me esperaban.
Salir a la calle en Bogotá se convirtió de pronto en una aventura. Las
gentes llegaban alarmadas a sus casas a describir las extravagancias que
veían. Una amiga de mamá nos contó que se había encontrado con una
pareja, que los dos iban de espaldas abrazados y no se distinguía muy bien
quién era el hombre ni quién la mujer, porque ambos tenían el cabello largo,
sandalias y pantalones. La situación era insólita y simplemente no cabía en
ninguna cabeza que un hombre se vistiera como una mujer o que una mujer
se vistiera como un hombre.
La abuela no paraba de decir, esto qué contiene, cada vez que se
encontraba con una sorpresa de esas. Pero la prima Matilde fue quien la dejó
muda subiéndole a la falda. Al principio solo diez centímetros arriba de la
rodilla, pero con el tiempo le subió tanto que las modistas le decían culifalda.
Mi tía me hacía los vestidos cinco centímetros arriba de la rodilla aunque yo
le pedía que le subiera al dobladillo. Si la falda era demasiado larga me sentía
como Luz Marina, la del lote de enfrente, recién llegada de San José de Pare.
Las modistas comentaban asombradas las exigencias de la clientela que
pedía las faldas cada vez más cortas y los obreros de la construcción se
desgañitaban gritando, adiós mamacita, a todas las niñas de piernas
descubiertas, de cabellos largos y lisos que el viento arrastraba de un lado a
otro. La moda venía del “Club del Clan” donde se presentaban nuevas
cantantes, con largas melenas y otras con cabellos muy cortos, con capul y
orejas descubiertas, con un rabillo de pelo que parecía una patilla de hombre.
“Corazón loco, que te quiere tanto, que te perdona todo lo que has hecho,
tarde o temprano así lo pagarás, lo pagarás, así lo pagarás, lo pagarás, lo
paaagarás, porque la verdad no la dices jamáaaas...”. Eso cantábamos todo el
tiempo, moviendo las melenas y ensayando en el espejo.
La moda se veía en las primeras comuniones y cumpleaños del barrio.
Solo me habían invitado a dos fiestas y no me sentí muy cómoda con el
vestido que me hizo la tía Ana. Me gustaban más los vestidos de las demás
niñas. Mi pelo además, era todo un problema, ni largo, ni corto y siempre
tapándome los ojos.
Marta y yo mirábamos la calle desde la terraza de su casa, el lugar
perfecto para decir o gritar insultos y escondernos luego. Una vez vimos
pasar un hippie y le dijimos, adiós hippie, el hombre nos miró medio
alucinado y gritó, paz y amor, nosotras nos pusimos a reír pensando que se
había vuelto loco. Se veía muy flaco y sucio, como si estuviera enfermo. Una
amiga de la vecina estaba desesperada porque el hijo mayor se había metido a
hippie. Marta me contaba la historia a pedazos, a medida que se iba
enterando. Un día el muchacho abandonó la universidad y les dijo adiós para
siempre. Después averiguaron que estaba en San Andrés vendiendo camisetas
psicodélicas.
La peor desgracia que podía ocurrirle a una familia era que un hijo se
metiera a hippie. Por eso mamá doblaba su vigilancia conmigo, por el mundo
hay gente muy dañada −se refería especialmente a los hombres− y las niñas
tienen que cuidarse, repetía hasta desesperarme. No sé lo que quiere mamá,
de todos modos, el próximo año cogeré sola el bus por la mañana y al
mediodía, pensaba, entonces me voy a ganar un sermón diario, ya sé, ya sé,
respondía a sus advertencias.
Me gustaban los hippies porque me recordaban a los Beatles. Por la
televisión pasaban los Beatles en dibujos animados. A todos nos encantaba su
música aunque no entendíamos la letra, solo sabíamos que “Yellow
Submarine” era submarino amarillo. Cuando los escuchaba me entraban
deseos de ser mayor muy pronto y volverme hippie. Los hippies eran libres,
se iban de la casa, hacían lo que les daba la gana, vivían en grupo, hablaban
de la paz y del amor. Pero también me parecían gente extraña y tal vez no me
hubiese atrevido a escaparme con ellos, me gustaban de lejos. Entre ellos
imaginaba a mi primo Gerardo, aunque él no se dejaba todavía el pelo largo,
claro que tenía sus ideas nadaístas y discutía con mamá y con la abuela.
En la calle se veían muchas cosas que la abuela y mamá no alcanzaban a
comprender. Se leían anuncios como Cream 200, Cream Helado, donde se
servían helados en copas, cosa que jamás había visto. Solo fuimos una vez al
Monteblanco con una amiga de mamá, pero la comida no les gustó nada.
Servían unas verduras lavadas a medio cocinar, papas fritas y pechuga de
pollo apanada y una crema sin ningún sabor especial. Mamá, furiosa, decidió
que jamás volveríamos a pagarles la gana por una comida tan simple. La
abuela seguía pensando que era mejor comprar una gallina y prepararla en la
casa. En cambio a mí me gustaba conocer todos los lugares, porque sí, no
solo por la comida. Había tantos letreros que encerraban verdaderos
misterios, Palladium, 2001, Dary, Bolívar Bolo Club, Robin Hood, puertas
inaccesibles que atrapaba desde las ventanas de los buses.
Aunque me entraba tristeza dejar el Liceo los Ángeles, tenía muchos
deseos de entrar al nuevo que representaba un cambio de vida muy grande.
Coger un bus, bajarme sola, subir una calle, doblar la esquina y llegar a la
enorme puerta. A la salida, pasar la calle con tantos buses formando un nudo,
pitando y vomitando un fuerte olor a gasolina que se pegaba al pelo y a la
ropa. Mamá había hablado con varias compañeras de la escuela y estaba
tranquila al saber que las niñas salían en grupo. Es mejor que se venga
acompañada, me decía. Pero en el barrio no conocíamos a nadie que estudiara
en el mismo colegio.
En la calle también corría peligro de encontrarme con locos. Cuando la
tía Ana nos regañaba, no dejaba de amenazarnos con la loca Margarita. La
loca Margarita era una señora vestida de rojo que en la Séptima con Jiménez
se ponía a gritar ¡Viva el Partido Liberal! Nunca la vi, pero no dejé de
buscarla en mis visitas al centro. Ya en sueños se me aparecía con un
sombrero muy grande, corriendo con un costal detrás de los niños
desobedientes. En cambio, tropecé con otros locos, el que dirigía el tráfico, el
que daba discursos políticos en el Parque Santander, el letrado que iba
siempre con un cuaderno de notas −¿qué escribiría el pobre en su cuaderno
sucio?−. El rabioso, que corría a los transeúntes con un palo, casi nos alcanza
una vez. ¡Qué susto nos dio!
Salir también significaba ir a visitar parientes desconocidos para mí,
buscar direcciones complicadas y meterse por barrios muy raros. Una vez
visitamos a Natalia, sobrina de la abuela y mamá de Gerardo. Vivía en un
barrio de casas de pueblo, parecidas a las de La Laguna. Se me hizo raro
encontrar en Bogotá casas con patio y alberca en el centro. Vivía sola con el
hijo único. Ese día recité y canté para ella “Las Acacias”. Natalia y la abuela
se abrazaron y empezaron a llorar tanto que me asusté. Gerardo me contó que
lloraban porque al papá lo mataron en la Violencia. Pero también les
quemaron la casa y les robaron el ganado. La abuela nos contó que en ese
tiempo eran los más ricos de la familia y ahora no tenían nada. ¿Qué fue la
Violencia y por qué paso?, seguía preguntándome, sin entender.
Natalia y Gerardo vivían en un cuartico con la cocina dentro, el
reverbero en la mesita cubierta con un periódico y todo muy limpio y
ordenado. Por fin se acordó de los pobres, tía Atala, decía Natalia, siempre
que la visitábamos. Gerardo tenía la pieza llena de afiches de Cristo y del Che
Guevara que fue asesinado en Bolivia −él me lo dijo en secreto−. La pieza,
no era exactamente pieza, era una parte del cuarto separada por una cortina.
Pero en ese rincón tenía su mesita y su silla, su baúl lleno de libros, y
ganchos en la pared donde colgaba la ropa. Siempre estaba muy limpio y
mantenía todas sus cosas en orden, ojalá salga a trabajar pronto, decía
Natalia, le estoy buscando puesto en un banco, pero no quiere. Barro,
hermana, barro, me decía él en voz baja, la vieja no entiende que ando en otra
onda.
Al resto de la familia no la veíamos, mamá decía que a lo mejor
pensaban que íbamos a pedirles algo y no quería darles ese gusto. Seguro que
son gente rara, me decía yo cuando se ponían a recordar la infancia y
hablaban de tantos primos que ahora no nos saludaban, ni querían
identificarnos como parte de la familia.
Un día llegó una visita muy extraña. Una sobrina de la abuela, envuelta
en una falda muy ajustada, con una chaqueta corta, como las de Jacquelin
Kennedy, guantes, cartera negra y zapatos negros, muy bien sentada. Así la
encontré al llegar a la casa. Tía Atala vengo a invitarla a almorzar el próximo
domingo, dígale a Sara que la lleve. La abuela agradeció la invitación, pero se
disculpó porque no había con quién dejar a los niños. Entonces Irene se dignó
mirarme. ¿Es esta la mayor? Sí, es Clarita, acérquese a saludar, niña, dijo la
abuela, casi empujándome. Me senté al lado de Irene a conversar, mientras la
abuela preparaba las onces. No me gustó que preguntara por papá. Está en
Cúcuta trabajando para comprarnos una casa, le dije muy seria. Qué bueno,
tía Atala, eso no me lo contó. La abuela hizo un gesto de, aguarde un
momento que se vaya esta y hablaremos.
Se discutió mucho sobre si se aceptaba o no la invitación de Irene. En el
fondo de mí quería que aceptaran. Así podía conocer otra casa y saber cómo
vivía esa prima de mamá. Por un lado, me gustaba su vestido y, por otro lado,
desconfiaba de su manera de hablar y de mirarnos. Al final arreglamos las
cosas. Gerardo nos hizo el favor de quedarse con Tomás y los gemelos.
Con un televisor en la casa Gerardo nos visitaba más a menudo. Le
gustaba ver Los Monstruos. Nos moríamos de la risa con German Munster y
las excentricidades de su mujer. Él se sentaba en el suelo y la abuela le traía
café con leche y pan. Thank’s you, tía Atala, le decía. Y ella, desconcertada,
se preguntaba, ¿qué será lo que quiere decir este muchacho? Que gracias,
abuela, que gracias. Ujum, respondía incrédula, otro modo d’ir a misa... Los
dos sentíamos que hablábamos un idioma diferente al de los mayores y eso
nos producía una extraña sensación. El día que Gerardo no venía a ver Los
Monstruos, me llenaba de inquietud, a cada minuto preguntaba por él. Abuela
Atala, ¿por qué no vendrá Gerardo? Ella me respondía con sequedad, deje de
molestar y no fastidie tanto cuando está con él, tiene que ir aprendiendo a
comportarse como una señorita. Debe estar un poco loca, pensaba yo, por
ponerse de mal genio cuando estoy con mi primo.
Después de ver la televisión, Gerardo y yo empezábamos a jugar, él me
contaba chistes, decía adivinanzas, me enseñaba trucos, hablaba de la
universidad, mi tema favorito. Papá lo quería, pero lo veía como un pobre
imbécil que no sabía dónde estaba parado. No se puede ser nadaísta y
comunista al mismo tiempo. El nadaísta, como su nombre lo indica,
explicaba él muy serio, no cree en nada. Gerardo prefiere la paz, el amor... y
la marihuana, añadía con ironía. Dejó la carrera de economía para entrar en
sociología, la ciencia que se ocupa del hombre en la sociedad, en el presente,
en el pasado y el futuro, explicaba yo, muy orgullosa.
Quiero estudiar sociología, me dije. Ya no me interesa ser una aviadora
famosa, ni astronauta. Gerardo quería ser poeta y sociólogo, un poeta tiene
que ser un sociólogo, tía Atala, decía, y la abuela, ujumm. Una vez se
encontró con un amigo que le gritó, adiós poeta. Me sonó raro aquello porque
para mí todos los poetas estaban muertos y vivían muy lejos, como Neruda y
Gabriela Mistral que eran de Chile, muy al sur, demasiado lejos para mí.
Cuando Gerardo llegó, mamá me pidió que arreglara la ropa. Un suéter
verde, la falda roja, las botas ye-ye. La única condición que me pusieron fue
lavarme bien la cara, las orejas, limpiarme las uñas y dejarme el pelo mojado
para que me lo pudieran agarrar. Aunque mi primo me dijo que estaba
elegante con la cola de caballo, yo no conseguía acostumbrarme. De vez en
cuando me llevaba la mano a la cabeza, tratando de sacarme el caucho que
me tiraba el pelo, pero mamá me fulminaba con la mirada.
Siempre había algo que no me gustaba de mí y esa cola de caballo no me
dejaba estar bien. Me volvía tímida, como si no fuera yo, luchando por sacar
mi lado más sociable, pero acababa muda o monosilábica. La abuela se
preguntaba por qué estaba entufada y mamá respondía, en el fondo es mejor
así, a veces se va de la lengua y nos hace quedar mal. Contaré todo y las haré
quedar como un zapato viejo, para que no se metan más conmigo, me decía,
comiéndome las uñas, con ganas de salir corriendo.
La casa era de ladrillo con tejas de barro, mansarda, chimenea, escaleras
de madera, pisos de parquet, sin una partícula de polvo. De todos modos el
piso crujía con nuestras pisadas y había en el ambiente un extraño olor a viejo
que no me gustaba. Nos sentaron en una mesa ovalada, con cristal y mantel
debajo del cristal. Irene, su sobrino que tenía la edad de Gerardo y parecía
mudo, el hermano mayor, Felipe, que no hacía más que recordar al abuelo,
mamá, la abuela y yo. Sirvieron una sopa muy sosa que llamaban crema, una
simple sopa de Durena sin sustancia, comentó mamá. Después vino una
ensalada de atún, con arroz y carne asada. La abuela dijo que para un
almuerzo tan simple no hacía falta una invitación tan especial, pero que, de
todas maneras había que agradecer el detalle. El postre era helado de vainilla
y eso fue lo que más me gustó. Durante la comida no derramé ni un grano de
arroz en la mesa.
Luego se sentaron en la sala y a mí me mandaron a ver la televisión a un
cuarto frío, lleno de cojines. El famoso sobrino se encerró en su habitación a
tocar la guitarra. No había niños en aquella casa, solo una sirvienta negra se
acercó para preguntarme si quería coca cola. Fue la visita más aburrida de mi
vida. Me hubiera gustado deslizarme por la baranda de la escalera, patinar
con trapos por el largo pasillo, subir a los árboles del jardín, jugar a las
escondidas con tantos rincones, baño auxiliar, lavandería, cuarto de la
plancha, etc.
Entonces me escapé hasta la cocina y allí me puse a hablar con la
muchacha negra que tenía unos dientes blanquísimos. Quería que me contara
toda su vida y empecé a bombardearla con preguntas. Era de Condoto
−Condoto estaba en el Chocó−, se la habían traído con engaños. Una señora
dijo que le ayudaba con el estudio y convenció a la familia para que la dejara
venir. ¿Y cómo llegó a esta casa?, le pregunté aterrada. Por una vecina que se
la sonsacó a otra vecina, una amiga de la señora Irene, dijo con resignación.
Maraldy se llamaba aquella muchacha de ojos enormes y dedos muy largos.
La palma de su mano era de un color mucho más claro. Déjeme ver las
manos, le pedí. Las extendió muerta de la risa. Me contó que tenía muchos
hermanos que quería mandarles una carta, pero todavía no sabía escribir.
Irene me pareció una mujer mala, por tener prisionera a Maraldy. Fue
muy difícil que me quitaran de la cabeza esa idea. Prefiero ir donde Natalia,
les dije a la abuela y a mamá, cuando salimos de esa casa a respirar el aire de
la calle. ¿Por qué dice eso? Por nada, respondí, cambiando de tema
enseguida. Era mejor no decirles nada. Seguro que no me hubieran entendido.
Muchas veces soñé con Maraldy e imaginé que iba a rescatarla de las garras
de la bruja Irene, en compañía de Diablo y Héroe. Tenemos que llegar a
Condoto, les decía yo, y nos metíamos en una selva oscura. No podía
olvidarme de esos ojos tan grandes y aquellos dedos, largos, largos,
ensartados en una mano que no sabía escribir.
La primera comunión

Ese diciembre hice mi primera comunión. Durante una semana asistí al curso
de catequesis en la parroquia. Estaba arrepentida por todos los pecados
cometidos. Me esforzaba por recordar mis malos pensamientos, mis rencores,
la envidia, las peleas con Tomás, la falta de respeto a mamá, la pereza, las
conversaciones sobre temas tan prohibidos: ¿cómo nacen los niños?, ¿qué es
lo que hacen el hombre y la mujer? Cuando Marta me lo contó yo no lo podía
creer. Me parecía inconcebible que un hombre metiera su cosa dentro de la
mujer y ella se dejara. ¿Entonces papá y mamá hacen eso?, me preguntaba
horrorizada. A veces los miraba y me decía, no es posible que hagan algo
semejante. De ese calibre eran mis malos pensamientos y debía espantarlos
para poder recibir a Cristo en el corazón.
Tenía el firme propósito de ser muy buena para alcanzar el cielo. Pero lo
que más me ilusionaba era ver el vestido de santa Teresa colgado en el
armario. Un traje color beige y café con cruz de madera y un cordón grueso,
el cirio, el libro de Mi primera comunión y los registros que compramos
como recuerdo, para regalar a los primos y a los amigos.
Papá no estuvo esa semana en la casa y mejor que así hubiera sido.
Sabía que él no creía en nada de lo que hacíamos y yo prefería que no opinara
sobre el tema. La primera comunión era muy importante para mamá y para
mí. Compartir los preparativos nos unía mucho más. El vestido había costado
muy caro, pero ella dijo que la primera comunión se hacía una vez en la vida,
Dios proveerá, comentó, cuando le pagó a la mujer del almacén. Gracias
mamá, le dije emocionada, pero no me atreví a besarla. Quería decirle tantas
cosas y las palabras se me atoraban en la garganta. Lo mejor, pensé, es sentir
que estamos de acuerdo, que no discutimos. Me hice el firme propósito de
obedecerle en todo, de no responderle mal, de estar pendiente de lo que ella
necesitara, de cuidar a los gemelos y no pelear con Tomás.
La abuela Atala también estaba muy entregada a la preparación de la
fiesta. La tía María trajo dos pavos de la finca. No me gustaba el pavo con la
cabeza llena de protuberancias rojas, me daba asco su aspecto de bruja, pero a
ellas les encantaba. Los pobres estuvieron una noche amarrados en el patio
esperando el día de la ejecución. Al día siguiente nos despertaron haciendo
un escándalo: Dandy ladraba sin parar y ellos respondían enloquecidos. La tía
María vino con Diana y Alberto, que tenía la edad de Tomás. Yo dormí a los
pies de la abuela. Alberto se quedó con Tomás y los gemelos. Diana y tía
María durmieron en mi cama.
En toda fiesta de primera comunión, cumpleaños o matrimonio, se partía
un ponqué. Mamá se puso a hacer cuentas y no le alcanzaba. La abuela la
escuchó quejarse de ese hombre que se largó sin dejarnos plata, y sacó su
rollito de billetes. Encargamos un ponqué negro relleno de fruta confitada,
pasas y nueces. Era algo demasiado exquisito para nosotros. Mamá dijo que
no podía salir con cualquier cosa porque había invitado al secretario de
Educación, a dos compañeras de la escuela, a la tal Irene que me cayó tan
mal, a otros familiares y, por supuesto, a Natalia y a mi primo Gerardo, que a
pesar de ser grande se apuntaba a todo, porque era muy buena muela, decía la
abuela. No pensé jamás que mi primera comunión se convirtiera en una fiesta
grande. Marta nos prestó el Pick-up con los discos que me gustaban, Óscar
Golden, Enrique Guzmán, Palito Ortega, Los Melódicos. Ella y su hermano
pequeño estaban invitados. También venían los hijos de la señora de la tienda
de la esquina que algunas veces nos fiaba, por lo que les estaba muy
agradecida.
Mamá usó la vajilla nueva y la tía Ana prestó las copas para servir
champaña. A los niños decidieron servirles en platos de cartón y vasos de
plástico, con lo dañinos que son no hay más remedio, comentó mamá. En las
dos fiestas a las que había asistido nos habían servido en platos de cartón con
dibujos, ojalá compren de esos, pensé, sin atreverme a pedir nada. También
daban sorpresas y yo no veía las mías por ningún lado. Le pregunté en secreto
a la abuela y ella me dijo que no me preocupara, que todo iba a salir muy
bien.
La tía Ana llegó muy misteriosa con mis dos primos. Traía varias bolsas
y se encerró con mamá en su habitación. Marcela, que todo lo contaba, vino a
decirme que no me podía contar lo que traían porque era un secreto. Ya sé, ya
sé, son las sorpresas, respondí. Y ¿cómo lo adivinó? Porque sí, le respondí
con un el aire de importancia que me permitía por ser tres años mayor que
ella. Como no tenía nada más que ocultar, me describió con lujo de detalles
lo que traían. Unas bolsitas blancas, con el cáliz y la hostia por un lado y por
el otro el corazón de Jesús, con una inscripción que decía, Recuerdo de mi
primera comunión, por dentro iban a meter dulces, bolas de cristal, pitos,
bombas, carritos y confites, para los niños y, para las niñas, dulces, confites,
anillos, hebillas para el pelo, bombas, pitos, muñequitos. Las bolsitas estaban
amarradas con una cinta azul para los niños y rosada para las niñas. Como era
costumbre, las entregaba cuando los despedían en la puerta.
En la primera comunión de Marta nos habían regalado canasticas
blancas de papel crepé, con cintas y flores, que hizo la vecina. Por dentro
traían muchas más cosas: chocolatinas, pulseras, collares, anillos, dulces,
chicles, cajitas con perlitas para encajar en unos hoyuelos. La mía era una
cara de payaso y había que meter cada perlita en los ojos y la punta de la
nariz. Casi nunca se conseguía y una acababa tirando la cajita. No sé por qué
nos regalaban eso, tal vez porque hacía bulto.
Otra cosa que me le ilusionaba de la primera comunión eran las
sorpresas que recibiría de la gente más variada. Ya podía imaginar a cada
invitado entregándome un regalo. Dios mío, ojalá alguien se acuerde de
regalarme un reloj, me dije poniendo toda la fe que podía en mis palabras.
Era lo que más deseaba en el mundo y me parecía imposible alcanzarlo antes
de los quince años, fecha límite que puso mamá. En las primeras comuniones
se regalaban cajitas de música, aretes, cadenas, piyameras en forma de
muñeca −una bolsa con cremallera para meter la piyama−, juegos de tocador:
cepillo, peinilla, espejo, juegos de mesa como Hágase rico, loterías, dominó
o ajedrez, álbumes de fotografía donde decía Recuerdo de mi primera
comunión, libros de cuentos, etc.
La noche anterior llegó papá con una caja de luces de bengala, totes,
volcanes, marranos y no sé cuántas cosas más. Estaba borracho y se sentó en
el sofá. Mamá no quiso preguntarle de dónde venía. Pero yo creo que estaba
contenta de verlo. Con tanta gente en la casa nadie le prestó mucha atención.
La abuela rellenaba el pavo con una receta que le dieron a la tía María,
aceitunas, zanahoria, huevo, carne molida y no sé qué más. Nadie podía
entrar a interrumpirlas. Estaban nerviosas porque tenían invitados
importantes. Sin embargo, la abuela fue rápido a prepararle comida.
Teníamos de todo porque de la finca habían traído plátanos, carne adobada,
quesos, arepas y envueltos. Papá comió con gran apetito y haciendo bromas.
De modo que ¿Clarita hace la primera comunión? Pues, sí, respondí, sin dar
lugar a conversación. Ni siquiera los gemelos fueron a hablar con papá, con
tanto griterío, no se escuchaba la televisión. Papá subió el volumen y se
quedó ahí hasta que se acabó la programación.
Yo me fui a la cama sin poder conciliar el sueño. Cuando sentí llegar a
la abuela le pregunté si debía rezar algo. Ella me dijo que rezara el padre
nuestro despacio y con devoción y así traté de hacerlo, pues no lograba
concentrarme pensando en la fiesta y en todas las cosas que me iban a
regalar. Me desvelé imaginando lo que sentiría al recibir la hostia, temiendo
que se me atragantara o se quedara pegada al paladar y no pudiera empujarla
con la lengua, como le pasó a Marta. Todo el mundo me decía que no podía
morder el cuerpo de Cristo y yo estaba muy asustada. Temía cometer un
sacrilegio y condenarme. El cura nos habló mucho del infierno y yo alcancé a
creer que podía ir con facilidad al infierno.
A las seis de la mañana me despertaron. La abuela calentó una olla de
agua y me preparó el baño en un platón de agua tibia. Todo lo que me puse
era nuevo: los pantalones, la combinación, las medias, los zapatos. Sentía
algo muy agradable al verme envuelta en cosas nuevas. La tía María pensaba
peinarme, pero mamá dijo que la toca de monja me tapaba la cabeza y no era
necesario. De todos modos me secaron muy bien el pelo y me lo agarraron
con ganchos para que no se me escurriera. Todos tomaron café solo porque el
desayuno era para después de la misa. Tomás estaba muy elegante con un
suéter de rombos rojos y azules, corbatín rojo de lunares, un pantalón de pana
azul, muy bien peinado con la Glostora que le ponían, para domarle el copete.
Los gemelos llevaban pantaloncitos cortos de pana verdes y suéter amarillo
quemado, zapatos negros y medias verdes. La abuela se puso un vestido
nuevo que le regaló la tía. Era gris con rayitas negras y verdes muy discretas.
Mamá llevaba una falda de terciopelo color café que hacía juego con un
chaleco y una blusa de seda color crema, tacones y cartera también color
café. La tía María iba muy elegante con botas y minifalda azul, con chaqueta
de cuatro botones. Mi prima Marcela llevaba un traje marinero, Diana tenía
una falda a cuadros y una blusa con muñecas bordadas a los lados.
Todos fuimos a la misa con afán porque ya iban a ser las ocho y
queríamos coger puesto en los primeros bancos. Tres niños y una niña
hicieron la primera comunión conmigo. Al entrar se nos acercó un fotógrafo
para ofrecerse a tomarnos las fotos. En ese momento mamá se acordó que no
había comprado el rollo para la cámara. Era domingo y casi todos los
almacenes estaban cerrados. Será pagarle la gana al hombre, dijo, pero solo
una foto cuando esté recibiendo la comunión y nada más.
Me pareció raro no sentir nada al recibir en cuerpo de Cristo. Yo me
había imaginado que era algo así como si una luz se encendiera dentro del
pecho y de repente todo se iluminara y una se elevaba unos pocos centímetros
del suelo. La foto donde estoy arrodillada, empujando la hostia con la lengua,
salió muy bien. De verdad me parezco a santa Teresa de Jesús, tanto que no
creo que esa sea yo. Mamá la mandó ampliar y enmarcar y la puso en la sala,
a lado de la de su matrimonio.
No sé qué me hacía más feliz, si escuchar tanto alboroto en la casa o
pensar en la fiesta que estaba a punto de celebrarse. Mamá y mis tías ya
habían decidido dar el almuerzo tarde −plato frío, pavo relleno y ensalada− y
después llevar a los niños a un cuarto, mientras los invitados conversaban en
la sala. Papá tuvo que levantarse temprano a desayunar porque mamá se negó
a servirle en la cama. Tenemos mucho que hacer y el tiempo vuela, le dijo
sacudiendo las cobijas y abriendo la ventana, qué olor a cigarrillo, Dios mío.
Él fue a bañarse rápido mientras nosotros desayunábamos cada uno donde
podíamos. Tomás y Alberto recogían la basura del patio e iban de un lugar a
otro colocando cosas. Diana estaba en la cocina ayudándole a la abuela a
secar la loza.
La abuela no quería ponerme ningún oficio, pero yo también estaba
preocupada e iba con el trapo del polvo revisando los muebles. Mamá me
dijo que me quitara el vestido mientras tanto y me lo volviera a poner para las
fotos. Comimos cantidad de cosas en desorden: un pedazo de queso por aquí,
media arepa, por allá, un trozo de envuelto, galletas, pan. Al final la abuela
encontraba restos de comida en el piso y nos regañaba, ¿no les he dicho que
tirar la comida es pecado?
A eso de la una llegó Gerardo con el rollo, haciendo bromas, ¿dónde
está la sardina que hizo la primera comunión? Fue todo un problema volver a
vestirme. Mamá insistió en que debía esperar a que los invitados me vieran
con el traje. La abuela y las tías se quitaron los delantales, se maquillaron y
posaron para la foto. Algunos invitados empezaron a llegar. Mamá ya no
podía de los nervios. Yo me asaba de calor y suplicaba que me dejaran quitar
la toca. Papá salió en mi auxilio y dijo que era suficiente con las fotos de la
familia y que no tenía por qué esperar al tal Secretario de Educación vestida
de monja.
Cuando me quité el vestido de Santa Teresa, tía María me entregó un
paquete, Clarita, estrene su regalo, me dijo, y yo sentía que no podía con
tantas emociones. Era un vestido bazá, como los que estaban de moda, con
tonos azul claro, blanco y azul oscuro. Enseguida fui a buscar a Marta para
que me viera. Ella y su hermano venían con el regalo, pero no quisieron
entregarlo en la puerta. Entraron primero a saludar a mamá y a la abuela y me
dieron el paquete delante de ellas, muchas gracias, Martica, no era para tanto,
dijo mamá. Yo me lancé sobre el regalo. No rasgue el papel que después nos
sirve, advirtió mamá. Era un estuche de tocador con jabones, crema, talco y
loción. Nunca imaginé llegar a tener mi propia loción. Es igual que la mía,
dijo Marta. ¡Qué detalle! A mí no se me hubiera ocurrido algo así, comentó
mamá. Luego fui a mostrársela a la abuela, pero recordé que ella odiaba los
perfumes y preferí hacerlo desde lejos.
Los otros invitados llegaron casi al mismo tiempo, primos de mamá con
sus parejas. El secretario de Educación fue el último en llegar y el primero en
despedirse. Hasta que no apareció no se sirvió el plato frío. A los niños los
mandaron a jugar al cuarto mío y de la abuela. Yo repartí mi tiempo entre los
mayores que apenas me miraban y los niños. Marta y yo organizamos el
juego de la maestra y pusimos tareas a los más pequeños. Encima de la cama
se colocaron los regalos. Me los entregaban casi al mismo tiempo y no
alcanzaba a abrirlos. Además la gente me preguntaba cosas un poco tontas
¿rezó mucho?, ¿qué se siente recibiendo a Cristo? Debía ser amable con
todos y responder con el debido respeto y educación, sí señor, no señora,
muchas gracias, permiso, palabras que se me cruzaban y que mamá debía
ponerme en la lengua a empujones.
Papá se sentó a tomar cerveza con un primo de mamá y con Gerardo.
Mamá lo llamó cuando entró el Secretario de Educación, doctor Guarnizo, le
presento a mi esposo, mucho gusto se dijeron y se hicieron la venia y se
dieron la mano como el Rin Rin y doña Ratona. Y ahí se quedaron hablando
de política. Le hice dos o tres preguntas y ese hombre no supo qué responder,
comentó papá con desdén, y mamá salió en su defensa, no todo es hablar,
dijo. Algunos parientes me regalaban plata. Alcancé a juntar quinientos
pesos.
Trato de encontrar a papá entre los recuerdos de mi primera comunión y
su imagen aparece borrosa. No sé si se emborrachó porque estaba triste. De
tanto beber ya no pudo encender la pólvora con nosotros. Gerardo y la tía
María salieron a la calle y colocaron los volcanes. A los pequeños les dimos
luces de bengala. Lástima la plata, rumiaba mamá, no ocurrírsele a este
hombre otra cosa mejor. La pólvora está bien, Sara, ¿no ve lo contentos que
están los sardinos?, respondió Gerardo. Déjelo que traiga lo que quiera, dijo
la tía María, hay otros que ni eso se les enreda para los hijos.
Yo estaba tan contenta que me parecía mentira vivir lo que estaba
viviendo. El primo Gerardo me regaló Veinte mil leguas de viaje submarino.
Sabía que era suyo, pero lo importante era el detalle, además el libro me
gustó mucho. Natalia me dio un par de medias. La abuela el ponqué y unos
pantalones, Irene, la mala, una caja de música, cosa que me imaginaba, el
secretario de Educación una lámpara de mesa de noche, también me
regalaron la piyamera, un suéter y una falda de paño que me cosió la tía Ana.
Pero lo mejor de todo es que las amigas de mamá me regalaron ¡Un reloj! No
sé cómo pude soportar entonces tanta felicidad, no es para llevarlo puesto
todos los días, porque se lo roban, advirtió mamá. Si tengo un reloj es para
ponérmelo todos los días, no para guardarlo, pensé. Puesto en la muñeca, el
reloj me daba un aire de seriedad y elegancia. Cada cinco minutos miraba la
hora. Poder controlar en tiempo, saber en cada momento la hora que era, me
parecía maravilloso. Qué hora es, preguntaba Marta, las siete y treinta y cinco
minutos. La pulsera era de cuero negro, el reloj cuadrado, con números y
manecillas doradas. Lo malo era tener que darle cuerda todas las noches.
Mamá lo hacía, siempre diciendo, guarde el reloj para cuando sea más
grande, pero yo lo sacaba y lo miraba todos los días. Se lo van a robar, decía
la abuela, si me veía salir con el puesto.
Lo cierto es que al año siguiente cuando entré en el nuevo colegio, vi
que dos niñas de mi clase llevaban reloj y no pude controlarme. Entonces lo
saqué a escondidas una mañana. En el bus tuve cuidado de que nadie me lo
viera, pero en clase levantaba la mano para que se notara. Todo fue perfecto
hasta la salida. Solo que al subir al bus algo pasó. La maleta por un lado, la
plata por otro. Tanta confusión que no supe en qué momento un gamín me lo
robó. Solo sentí un rasguño. Grité, lloré, hasta que una señora se compadeció,
me ayudó a subir al bus y me pagó el pasaje, no pasa nada, mijita, es más
importante la vida que un reloj. No sé por qué lloré más, si por la pérdida del
reloj o por el temor al regaño de mamá. Claro que ella no se enteró hasta
mucho tiempo después, pero yo estuve guardando ese secreto con terror,
tanto que a veces deseaba que lo descubrieran pronto, para acabar con la
tortura.
Al día siguiente

La casa amaneció hecha un desastre. Mientras nosotros encendíamos la


pólvora, los mayores bailaban, bebían y conversaban o se besaban, como mi
primo Gerardo que salió al patio con la más bonita de la fiesta. Marta me
contó que había distintas clases de besos: normales, de tornillo y con lengua.
Si dos se cuadraban y se besaban con lengua ya eran novios de verdad. Papá
y mamá bailaron, pero no se besaron. Un día ensayé con Tomás a ver cómo
era un beso con lengua, pero me dio asco sentir sus babas. No sé cómo
alguien puede besarse así y quedar lleno de babas, pensé extrañada. No me
atreví a preguntarle a Gerardo qué se sentía besando de esa manera.
Los mayores se quejaban porque hacíamos mugre y gritábamos. Pero
aquella noche ellos hicieron cosas peores. El piso quedó irreconocible, lleno
de rayones, de restos de comida aplastada, de confites enredados entre los
muebles y de colillas de cigarrillo. La cocina, repleta de loza, la basura llena
de vasos de plástico, platos de cartón, servilletas, botellas de gaseosa y de
cerveza, papeles y desperdicios. Dandy ya no pudo comer más sobras y hubo
que tirar comida a la caneca.
La abuela fue la primera en levantarse. La siguió tía María y después yo.
Quería ver de nuevo mis regalos, pero la abuela dijo que había mucho que
hacer. La vida volvía a ser igual y tocaba empezar a recoger los papeles y a
barrer la sala. Pero nos animamos a trabajar comentando los incidentes de la
fiesta.
Nos moríamos de risa de la forma de bailar de la vecina cuando, de
repente, apareció mamá con una cara muy extraña, salga de la cocina un
momento, me dijo cerrando la puerta. La oí quejarse y gemir, pero no entendí
lo que pasaba. Imaginé que había peleado con papá. Algo grave debía
suceder para que se comportara de ese modo.
Por lo general mamá estaba siempre en su lugar y el suyo era el de la
razón. Ella era una víctima, una mujer abandonada, sola con sus cuatro hijos,
bregando por sacarlos adelante. Él era un irresponsable, borracho, que tenía el
descaro de llegar sin nada en el bolsillo, después de gastarse la plata con los
amigos y tal vez con otras, esas mujeres de los cafés que les sonsacaban la
plata; o algo peor. Él era un hombre falso −porque todos mentían
descaradamente− que la engañaba con otra con la que tendría hijos y a esa sí
le daba la plata, porque, ¿cómo era posible que no se le viera un peso?
Ella, en cambio, hacia milagros con su plata, pero quién sabe hasta
cuándo porque la situación era cada día más difícil, menos mal que el
secretario de Educación le había conseguido la beca para mí... Sí, sí, mucho
querer a los hijos, pero no pensar para nada en el futuro. Tantos castillos en el
aire, porque obras son amores... y esos amigos de borracheras que vienen por
él y no lo sueltan sino hasta después de tres días.
El discurso era el mismo, pero añadiéndole las quejas causadas por los
desengaños que rebosaban la copa. Cuando mamá decía, la copa se rebosó,
había que esperar lo peor. Yo sospechaba que algo grave iba a ocurrir y tenía
mucho miedo. Papá me llamó y fui corriendo a la habitación, mija, dígale a
su abuela que me regale un tinto. Di varios golpes en la puerta, pero nadie me
abrió. Tuve que volver con las manos vacías. No se puede, papá, no quieren
abrirme. Entonces decidí entretenerlo mostrándole todos los regalos. ¡Virgen
Santa, que montón de regalos!, exclamó en ese tono suyo entre socarrón y
tierno. Mire, papá, un reloj, dije estirando la mano, ¿cómo va a ser, y eso?...
Las amigas de mamá. Preste, a ver si es fino. Era marca Omega. Papá lo
destapó y yo me puse a temblar de solo pensar que me lo dañara. No, papá,
nooo, le grité. No sea pendeja, es para ver cuántos rubíes tiene. ¡Tres rubíes!,
exclamó, ¡no seamos pendejos! Eso les costó un montón de plata.
Yo no sabía nada de relojes, pero me volvió el alma al cuerpo cuando lo
cerró y me lo puso de nuevo en la muñeca. Cada cosa que le mostraba
merecía un comentario elogioso. Yo sonreía con tristeza, presintiendo algo
muy malo. No me gustaba saber que papá y mamá peleaban. Era como si un
muro de hielo se clavara en el centro de la casa, aislándonos a todos.
El me pidió que le pasara los cigarrillos y fui corriendo a buscarlos en el
saco: segundo bolsillo interior del lado izquierdo. Siempre me impresionó la
cantidad de bolsillos que tenía un saco de hombre y el hecho de cada uno
estuviera destinado a un objeto específico. El pequeño exterior de arriba, para
el pañuelo de adorno, los dos exteriores de los lados, para papeles sin
importancia y un libro, si era pequeño. El de adentro, para el bolígrafo, la
billetera, el otro para los cigarrillos, el de más abajo para nada.
Sin que papá me lo pidiera, volví de nuevo la cocina, a ver si por fin
podía hablar con la abuela. La puerta estaba entreabierta y mamá había
salido. La abuela calentaba una olla de café. Le dije que papá ya estaba
despierto y ella se puso a retirar los granitos del café. Siempre que le servía a
papá, trataba de que no se le pasara una sola partícula del café molido. Yo le
decía que usara colador de tela, pero a ella le daba asco. Había que tener
paciencia y esperar a que pescara todos los granitos.
Él fumaba mirando fijamente al techo, haciendo coronas con el humo,
cosa que nunca pude conseguir, por más que intentó enseñarme muchas
veces. Me extrañó no verlo leer, pues lo primero que hacía era coger el libro
de la mesa de noche y esperar el tinto. No pareció escucharme cuando le dije,
papá, ahí está el tinto. Tuve que repetirlo dos veces. Gracias, mija respondió
sin mirarme. En ese momento entró mamá. Salga, niña, inmediatamente, con
ese tono que hacía pensar que no te quería nada. Abuela, ¿por qué estará
mamá de mal genio? Deje de hacer preguntas y mire a ver qué oficio
encuentra, acabe de recoger la sala. Nadie me decía nada y yo debía sacar
conclusiones de los gestos, los silencios y los portazos. La idea de que algo
malo pasaba en la habitación no me dejaba en paz. Entré entonces en el
cuarto de Tomás que dormía con Alberto, pues tía María y la abuela dejaban
de hablar cuando yo entraba. Entonces fui al cuarto de Tomás y los gemelos.
Le quité las cobijas y le agarré el cuello con las manos frías. Antes de que
empezara a chillar le pregunté qué haría si nos dejaran solos. Yo me iría con
la abuela, respondió sin pensarlo. Yo con mi primo Gerardo y su mamá que
son pobres pero muy buenos, le dije. Y ¿qué hacemos con los gemelos? No
se nos había ocurrido pensar en Pachito y Pepe. Pero mamá nunca nos va a
dejar, respondió Tomás muy seguro de sí mismo... Y, ¿si le pasa algo? El
corazón se me encogió de solo imaginar que pudiera caer una desgracia sobre
nosotros.
Me imaginaba a papá en el cuarto fumando ausente, esforzándose por no
oír los reproches de mamá, pero contando los minutos que le quedaban para
vestirse y marcharse. Desde que regresó, más o menos a mediados de abril, se
había ido tres veces a Cúcuta y muchas donde la otra abuela. Pero nos
acostumbramos a esas ausencias y aprendimos a valorar el hecho de que
llegara de sorpresa cargado de regalos y golosinas. Nos sentíamos incómodos
cuando mamá lo recibía mal e intentábamos compensar esa situación siendo
simpáticos y contándole nuestras cosas. Él nos escuchaba sonriendo y
haciendo bromas que nos desconcertaban. Sentíamos que de alguna manera
traicionábamos a mamá, pero confiábamos en que ellos dos se arreglarían y
así podíamos vivir más felices, como gente normal, decía la abuela.
Pero a veces nuestras esperanzas se frustraban porque la batalla era larga
y las sátiras e indirectas cada vez más hirientes. Rígido en un cojín, papá se
quedaba mirándonos sin mirarnos, ¿por qué esta mujer no deja vivir?,
pensaba en voz alta, y se iba a emborrachar en la tienda de la esquina.
Cuando no tenía plata, le sacaba a mamá veinte pesos de la cartera. Eso
motivó la pelea más grande que pudimos presenciar. Se tiraron zapatos a la
cabeza, se rompieron cuadros, se rasgaron vestidos, se desajustaron las
puertas, como si un huracán hubiera pasado por la casa. Tomás y yo
aterrorizados abrazábamos a los gemelos, nos tapábamos los ojos y los oídos
y repetíamos no, no, no, no es verdad.
A veces estábamos jugando en paz y por una palabra o un simple
comentario se iniciaba la más encarnizada discusión. Nos veíamos obligados
a interrumpir los juegos y salir de la habitación, ¿por qué mamá no se
quedará callada?, me preguntaba yo, intentando reconstruir la situación hasta
llegar al punto donde todo estallaba. Por ejemplo, empezábamos a hablar de
los sitios que conocíamos. Bastaba con que papá mencionara un lugar y se
extendiera en detalles para que mamá lo bombardeara con preguntas: ¿y,
cuándo estuvo por allá? Hace tres meses. ¿Acaso no me dijo que estaba en
Cúcuta? Sí, pero pasamos por allí y nos quedamos una semana. Eso no fue lo
que me contó la otra vez, solo mentiras, sabrá Dios con quiénes se largaron.
Papá intentaba en vano cambiar de tema, pero no había modo. Ella seguía
haciendo preguntas y comentarios mordaces, hasta que él se aburría y
suspendíamos la charla. Tomás y yo nos íbamos a la cama confundidos y
tristes. No creía que papá dijera mentiras y no entendía por qué mamá no
quería creerle.
Me hubiera gustado detener el tiempo y quedarme en la fiesta de mi
primera comunión repartiendo sorpresas y recibiendo regalos, observando a
los mayores desde una esquina y espiando a los que se besaban. Tenía miedo
de que empezara una pelea fuerte y papá se volviera como una fiera. No
quería ayudar a recoger ni barrer, por eso me metí en la cama con Tomás y
traté de dormirme, de borrar esa mañana. Los gemelos se despertaron y
saltaron sobre nosotros. Alberto nos ayudó a hacer un toldo con las cobijas.
Jugamos a que era de noche y nos encontrábamos en un campamento de
indios pieles rojas. Alberto vigilaba fuera de la tienda para alertarnos sobre
los peligros. Un lobo aullaba a la luna y los gemelos reventaban de la risa
porque yo les hacía cosquillas en la barriga. Lo que más nos gustaba a mis
primos y a mí, era jugar bajo un toldo. Estuvimos mucho tiempo escondidos,
jugando a los indios, sin darnos cuenta de lo que pasaba en la casa.
Fue como recibir un balde de agua helada. Para nosotros era normal que
papá se diera un portazo después de una discusión. Pero yo presentí que esta
vez era para siempre. Mamá estaba llorando en la habitación y no quería que
nadie entrara. La abuela trabajaba en silencio sin darse cuenta de nosotros.
Como una autómata le preparó el desayuno a los gemelos, pobrecitos, mis
muñecos, dijo la tía María, y sentí que la odiaba ¿por qué somos pobrecitos,
me pregunté indignada? Pepe, Pacho, los llamé −haciendo uso de la autoridad
que me daba ser la hermana mayor− a desayunar. Tomás volvió a ser un bebé
en el canto de la abuela. Yo me encerré en el closet, abrazada a mí Cuaderno
de recuerdos, rogando a Dios que me quitara la vida sin quitármela porque
quería ver cómo lloraban mi ausencia, arrepentidas por tratarme mal. Solo si
me enfermo o estoy a punto de morir, pensé, conseguiré que papá regrese,
pero ¿dónde buscarlo? Mamá me sacó a la fuerza del clóset y me obligó a
almorzar. Todavía quedaba caldo de la fiesta y un poco de pavo que
acompañamos con arroz. Ya está muy mayorcita para hacer esos papelones,
dijeron en coro mamá y la tía, poniendo cara de brujas. No respondí ni media
palabra. Me aferré al briquet que papá había dejado olvidado en la mesita de
noche. Algún día volverá, me dije, y traerá muchas cosas para nosotros y les
tapará la boca a todas.
Esperanza

Después de la primera comunión hicimos el viaje a la finca. Faltaban muy


pocos días para la Navidad. Tomás y yo hacíamos cábalas sobre lo que traería
el niño Dios. Pero yo solo pensaba en los felices que seríamos si papá viniese
con nosotros. Casi siempre pedíamos una larga lista de juguetes. Claro que al
levantar la almohada solo encontrábamos ropa, aun así, nuestra emoción era
indescriptible. Aquel veinticuatro de diciembre lo celebramos con la abuela,
con cantidad de primos y parientes que llegaron de Bogotá y de otros lugares.
Entre tantos árboles frutales nos sentíamos en el paraíso. Estábamos en la
casa donde nació la abuela Atala y donde murió de amor la bisabuela y
todavía nos quedaban muchos rincones por explorar.
Mamá que era la más animada de las hermanas estuvo distante, de mal
humor y con nauseas. Un día me senté a llorar debajo de los naranjos porque
me regañó. La tía María se acercó a hablar conmigo y me explicó que estaba
enferma y había que comprenderla, pero yo no tengo la culpa, me quejé, de
todas formas... Y así eran ellas, nunca nos daban la razón. La abuela le hacía
a mamá caldos especiales y jugo de naranja por las mañanas. El primero que
se levantaba subía al árbol de naranjas y las tiraba al patio.
En la tierra caliente y húmeda, llena de olores tibios, no nos importaba
que el Niño Dios llegara pobre. Entendimos que la primera comunión arruinó
a mamá y nos conformamos con los detalles, eso quiere decir que se acuerda
de nosotros, dijo ella, para disculparlo. El mejor regalo era explorar los
cafetales, ayudar a coger los granos, descubrir especies de gusanos, escarbar
la tierra y sacar lombrices para las gallinas, bajar guayabas para hacer jalea,
acompañar a la abuela a arrancar yucas para asarlas a la brasa y comerlas con
sal y mantequilla.
Vivíamos indigestos porque no parábamos de comer plátanos asados,
naranjas, guayabas, mandarinas, guamas, de todo lo que encontrábamos en el
camino. Por la noche tenían que darnos agüitas aromáticas para el dolor de
estómago. Lo que más nos emocionaba eran las excursiones. Los amigos de
la abuela nos invitaban a sus fincas y preparaban maravillosos piquetes de
gallina guisada y trozos de yuca y plátano sobre las verdes hojas de plátano
puestas en una mesa al aire libre. Era muy rico poder coger lo que queríamos,
sin que la abuela racionara lo que le tocaba a cada uno.
Aunque una estuviera triste, no podía quedarse así tanto tiempo porque
se perdía de muchas cosas buenas. Íbamos al río, cada uno con su fiambre de
comida y allí nos quedábamos hasta las cinco de la tarde. Por la noche
mirábamos la luna y las estrellas y cantábamos. La tía María decía que
cuando ellas eran jóvenes contaban trece estrellas en un espejo durante trece
noches y después soñaban con el futuro esposo. Yo lo hice trece noches, pero
no pude imaginar ninguna cara, ni siquiera la mía cuando estuviera en edad
de casarme.
Otra cosa que nos gustaba hacer por la noche era perseguir cocuyos,
meterlos en un frasco y hablarles. También nos dejaban escuchar las
conversaciones de los mayores hasta que nos dormíamos en la mesa y nos
llevaban a la cama en brazos. Nos hubiéramos muerto antes que irnos a la
cama en la oscuridad después de oír hablar de las almas en pena. De parte de
Dios o del diablo, eso era lo que diríamos en caso de necesidad, pero tal vez
nos diera un paro cardiaco antes de abrir la boca.
Las vacaciones se iban volando y de repente nos encontrábamos
haciendo maletas, niña vaya recoja toda la ropa, me ordenaban, busque el
zapato izquierdo de este niño y los cordones ¿dónde están los cordones? Era
desesperante tanta mandadera y tantos nervios porque no encontrábamos el
zapato de Pepe, será llevarlo descalzo, para que aprenda a ser ordenado,
decían y nos metíamos debajo de la cama, movíamos el armario, hasta que lo
encontrábamos en el lugar menos pensado. Al día siguiente nos levantaban a
las cinco de la mañana y nos obligaban a vestirnos medio dormidos. A la seis
íbamos hacia la carretera con maletas, cajas de naranjas, panela, plátanos y
tantas cosas que sabían y olían a la finca y que pesaban como un cargo de
conciencia.
Mamá tenía que llegar a la escuela a organizar las matrículas y hacer la
compra de los útiles escolares. Qué alegría me daba forrar los cuadernos
nuevos, marcarlos y empezar a hojear los libros. Tomás me pedía que lo
ayudara y yo lo hacía también encantada. La tía Ana me cosió la falda del
uniforme: plisada de paño a cuadros rojos y azules. Luego fuimos al Restrepo
a comprar el suéter azul y la camisa blanca y los zapatos azules. La tía Ana
hizo la falda muy larga porque, según ella, ese año iba a darme una buena
estirada. Yo me veía como una boba y a escondidas me la enrollaba en la
cintura.
La novedad del año es que los gemelos entraban a kínder. Mamá dijo
que no tenía más remedio que meterlos a primero en la escuela porque no
había plata para pagarles colegio. Compró una cartilla Charry para los dos y
un cuaderno a cada uno, algo harán, comentó. Tomás entraba a tercero de
primaria y mamá le dijo que tenía que concentrarse desde el principio, si no
quería correazos, pero él hacía como que no escuchaba. No le digo, mamá,
decía ella mirando a la abuela, lo que pasa es que no presta atención, y la
abuela, déjelo, no lo mortifique porque lo va a hacer odiar el estudio. El
primer día en el nuevo colegio fue toda una aventura para mí. La noche
anterior no pude dormir. Desperté a la abuela varias veces para que me dejara
ver la hora. Me levanté a comprobar si tenía en orden mis libros. Ya me
habían dado el horario y sabía que a las siete menos cuarto tocaba
matemáticas. Me daba miedo el colegio, los buses y la calle. Me daba miedo
que me robaran los libros o me pasara alguna desgracia. Pero también
deseaba verme con el uniforme nuevo.
Estaba en la jornada de la mañana y había que madrugar mucho. La
abuela y yo nos levantamos cuando todavía estaba oscuro. A las seis me fui a
la avenida a coger el bus, mirando a todos lados a ver si salía alguna niña con
mi uniforme, pero ese día no apareció nadie.
En aquel colegio inhóspito y frío las profesoras y los profesores nos
observaban distantes, como si nos estuvieran examinando. Nos advirtieron
que si perdíamos tres asignaturas, nos echaban en junio. La encargada de
nuestro curso fue más amable y nos dijo que el bachillerato no era como la
primaria, que ya éramos mayores y debíamos aprender a ser responsables.
El lema del colegio era “aprender con el otro para trascender”, frase
cuyo significado no comprendí. Tampoco quise preguntar para que no fueran
a creer que era tonta. Los primeros días no hubo clase. Los profesores
entraban y nos explicaban en qué consistía la asignatura y hacían énfasis en la
disciplina. La única maestra que me cayó bien fue la de historia y menos mal,
porque esa era una de las materias que más me gustaba. “Todos los
profesores tienen caras malignas, van persiguiendo a las niñas que cometen
una falta para lanzarse encima como cuervos. No parece que hayan sido
felices jamás”, escribí en mi Cuaderno de recuerdos.
A la primera semana de clase ya tenía una amiga que vivía cerca de mi
casa. Se llamaba Claudia y también era hija de una profesora de una escuela
de Bogotá. Me dio mucha alegría tener una amiga con una vida tan parecida a
la mía. No nos íbamos al colegio juntas, pero a la salida cogíamos el mismo
bus. En mi barrio había tres niñas del mismo colegio. Eran de quinto y sexto
y al principio no me atrevía a hablarles. Algunas veces ellas llegaban primero
a la avenida, otras era yo. Al principio me moría por ser su amiga y rogaba
para que empezaran a hablarme. Qué feliz me sentí cuando me preguntaron el
nombre. Fue como si me soltaran la lengua, después de estar un mes
amordazada. No paré. Creo que les caí muy bien porque se ofrecieron a
recogerme en la casa. La abuela siempre tan curiosa salía a despedirme y les
daba las gracias. Se ve que son decentes, le decía a mamá.
Una de las cosas que más nos entristeció ese nuevo año fue la pérdida
del televisor. Ya se habían recibido varios avisos donde nos notificaban los
recargos por el incumplimiento de las cuotas. Mamá los tiraba a la basura,
diciendo, odio comprar a plazos, cuando quiera la nevera ahorro y voy a
traerla de contado. Un día llegaron dos hombres del almacén y se llevaron el
televisor. Tomás empezó a llorar y los gemelos, creyendo que eran ladrones,
gritaban sin parar. La abuela que miraba desde la puerta de la cocina, se secó
sus lagrimitas con el delantal. Tuvimos que encerrar a Dandy para que no
mordiera a esos hombres, pero no nos faltaron ganas de echárselo encima. Yo
no solté una lágrima, a pesar de que estaba triste. Mamá dijo que mucho
mejor que se lo hubieran llevado porque así estudiábamos más, que la
televisión era un vicio malo para los ojos y para la inteligencia. No pude
resignarme, era como si me arrancaran parte de los recuerdos de papá. Nadie
lo decía, pero todos, incluida la abuela, pensamos en papá con tristeza.
Durante un tiempo y para subirnos la moral, a eso de las seis de la tarde nos
sentábamos en el sofá, frente al hueco de la televisión y empezábamos a
representar los programas. Tomás hacía los anuncios y yo las presentaciones.
A medida que pasaban los días mamá empezaba a engordar, ya no le
servía la ropa y la tía Ana tuvo que coserle varias blusas. Mis hijos, dijo entre
cariñosa y triste, dentro de poco vamos a tener la visita de un hermanito. Los
gemelos iban diciendo a los vecinos que mamá tenía un niño en la barriga,
pero ya se notaba tanto que no importaba. Un mes antes del parto, mamá
empezó a arreglar la maleta de la clínica. Lavó y planchó sus mejores camisas
de dormir. Compró talcos, jabón de glicerina, aceite Jonhson para niños,
algodón, agua destilada... Un día nos fuimos al centro a elegir la tela de dulce
abrigo. La tía Ana cosió camisitas abiertas y cerradas. Al verla tan laboriosa,
me dieron ganas de ayudar y aprendí a hacer crochet. Tejí unos patines, pero
me quedó uno más grande que otro.
Mamá también compró una cantidad de paquetes marca Kotex. ¿Qué es
eso?, pregunté desconcertada. Ella se quedó pensativa, como si no me
escuchara. Tuve que repetirle la pregunta. Venga para acá, me dijo, como si
se tratara de un terrible secreto. Toda niña, empezó, llega a una edad en que
se desarrolla, eso quiere decir que se convierte en mujer, se le forman los
senos y le baja la menstruación, ya sé, ya sé, pensé con horror, entonces es
verdad lo de la sangre, me dije, sintiéndome horrorizada por todo lo que
significaba hacerse mayor, crecer, ser mujer y estar en peligro en todo
momento.
Y a los hombres ¿qué les pasará?, nos preguntábamos Marta y yo.
Parece que les sale una cosa blanca, les cambia la voz y les crece la barba.
Pero nadie les dice que están en peligro, pensaba yo. No quería que me
explicaran más cosas misteriosas y terribles. Pero tuve que quedarme a
escuchar. Quiere decir, seguía mamá, que, desde el momento en que baja
sangre se pueden tener hijos. Luego vino el tema de los hombres que
manosean a las niñas y del peligro de quedar embarazadas y todas esas cosas
que no quería oír. Preferí olvidar aquello y pensar en cómo sería la niña que
estaba por llegar. Mamá, déjeme oír, le dije, cambiando de tema bruscamente.
Me acercó la cabeza y escuché unos latidos ¿cómo será y qué estará pensando
allá adentro?, me pregunté. A lo mejor está escuchando nuestra conversación,
respondió mamá, tal vez sabe que hablamos de él, o de ella, corregí yo.
Mamá tuvo un embarazo triste, aunque trataba de disimularlo. Por las
tardes cogía su cuaderno de Recuerdos y poesía. Se sentaba en la mesa del
comedor y miraba a la ventana de la calle, como si esperara a alguien. Cogía
un lápiz y se inspiraba, pero estaba tan triste que no escribía nada. Cuando
ella no estaba yo me encaramaba encima del armario y leía su cuaderno.
“Esta tarde en mi hogar pienso en él... Debe tener el corazón de piedra... Para
olvidar el fruto del amor... ¿Quién no siente ternura del hijo? ¿Quién no se
conmueve con su llanto? ¿Quién no lo espera con ansiedad?”.
Todos rogamos para que fuera una niña y no sé si eso influyó. El caso es
que en las vacaciones de julio de 1969, cuando el primer hombre pisó la luna,
nació la niña más hermosa que yo haya visto. Mamá, podemos ponerle
Esperanza, por favor, le rogué en la clínica, y mamá aceptó. Yo me acerqué
para darle un beso. Dormida parecía un botón de rosa, con los puños cerrados
y la boquita entreabierta. Mamá dijo que teníamos que darle mucho cariño y
cuidarla entre todos. Y realmente Esperanza se convirtió en el centro de la
casa. Entre la tía Ana y yo sacamos la cuna de los gemelos y la pusimos en el
cuarto de mamá. Tomás no paraba de cantarle, “Esperanza, Esperaaanza, solo
sabe bailar chachachá”.
Por las mañanas, antes de irme al colegio, iba a mirarla un rato hasta que
abriera los ojos, sintiendo que algo muy fuerte nos unía. Nadie hablaba de
papá, pero yo le decía en secreto, papá no está, pero algún día vendrá y esta
vez será para siempre. Y fue tan emocionante tenerla con nosotros, verla
sonreír y escuchar sus balbuceos, ponerle los aretes para que no la
confundieran con un niño.
La abuela, aunque no se quejaba, no estaba para criar y eso tenía tan
preocupada a mamá que no hacía más que comentar con la tía Ana, ¡Dios,
mío!, ilumíname, ayúdame a encontrar una solución. Yo sospechaba que una
solución era un cambio y temblaba ante nuestro futuro tan incierto, pensando
por dentro y con todas las fuerzas que la abuela tenía que quedarse con
nosotros y que yo iba a ayudarla con Esperanza todo lo que pudiera.
Adiós mamá

Si primero de bachillerato fue un año malo, segundo fue tal vez el peor de mi
vida. No es que no entendiera el método del colegio, es que no me
concentraba estudiando ni me interesaba ser la mejor de la clase, yo veré esas
notas, me decía mamá cuando me descubría jugando con la muñeca, porque
todavía me gustaba vestir a Lolita y ponerla encima de mi cama. Lo único
que me alegraba la vida era llegar a la hora de almorzar y jugar con
Esperanza que cada vez se ponía más gordita y graciosa con los vestidos que
le regalaba la tía Ana. En realidad, primero no fue tan malo por ella y por mi
nueva amiga del colegio con quien investigábamos la calle.
Un día a Claudia y a mí nos pareció que sería emocionante tener una
aventura y nos escapamos hasta la Sesenta para ver a los hippies. Mis amigas
grandes se contaban sus cosas en el paradero y una de ellas decía que su
novio era un hippie que predicaba el amor libre y que cuando acabara los
exámenes de fin de año, se iba con él a San Andrés. Todas esas historias de
los hippies nos tenían tan intrigadas que queríamos verlos de cerca.
Angustiada por mi tardanza, la abuela fue a decirle a la vecina que la dejara
llamar a la tía Ana. La familia se alborotó porque llegué tres horas tarde.
Mamá me dio unos correazos y me arrancó un manojo de pelo. Yo estaba
decidida a irme de la casa, si seguían pegándome, pero en el fondo de mí algo
me decía que esa conducta no era correcta y tenía que comerme el orgullo.
Los muchachos del barrio empezaban a dejarse crecer el pelo y a
ponerse medallones con el signo de paz y amor. Peace and Love, decía en las
camisetas. Dos niñas de Sexto aparecieron con maxi ruana y florecitas en el
pelo y la rectora les llamó la atención, este es un centro educativo para niñas
decentes, hagan el favor de venir vestidas correctamente. Eso era muy
revolucionario porque a la gente no le gustaba ver cómo las jóvenes se
rebelaban vistiendo igual que degeneradas.
Mi primo Gerardo se dejó crecer la barba y se consiguió una novia más
hippie que él. Solo un día la llevó a la casa y la abuela se escandalizó de esa
pinta tan rara. Me dio tristeza verlo llegar con su novia porque ya no me
contaba las cosas de la universidad ni me aconsejaba sobre mi futuro,
qu’íhubo, sardina, era todo lo que me decía, ¿haciendo las maletas para el
viaje a la luna? Yo me ponía roja porque hablaba de mis cosas delante de su
novia. Creo que esa novia fue la culpable de que se alejara de nosotros.
Durante un tiempo me sobresaltaba cuando ponían el tema de Natalia y de lo
que sufría sacando adelante a ese muchacho que no quería ayudarla y que
desaparecía por temporadas, eso se hereda, comentaba la abuela, porque el
papá era muy andariego, por eso lo mataron en la Violencia, no sólo eso
comentaba mamá, también le gustaba el trago.
Bogotá estaba llena de peligros y no había modo de que confiaran en mí.
Muchas veces pensé en buscar a la otra abuela para que me dijera dónde
estaba papá. Me parecía que la solución era irme a vivir con él. Pero nadie
podía hablar de papá. Estaba prohibido recordarlo. Claro que cuando mamá y
la tía Ana cuchicheaban, a la fija hablaban mal de él. Ya no despotricaban
con libertad en mi presencia porque me acusaban de revirar, claro, contestaba
yo, ahora no se acuerda de la mala cara que le hacía cuando llegaba por las
noches cariñoso y lleno de planes para nuestro futuro, haga el favor de no
responderme porque la mechoneo. Si yo seguía contestando, la situación se
ponía fea.
Ella se quejaba, lloraba y me echaba en cara lo desagradecida que era, si
se muere por él, decía, ¿por qué no se larga con esa familia? Eso es lo que
voy a hacer, pensaba yo, imaginando la falta que les haría, porque ¿quién iba
a cuidar a Esperanza mejor que yo? Es como una segunda mamá, le decía a
sus amigas, es la responsable de la niña, eso sí, asentía la abuela, yo no tengo
que recordarle que hay que darle el biberón porque está pendiente. Pero esto
no era suficiente para que las cosas entre mamá y yo funcionaran bien. No sé
por qué discutíamos todos los días y ella me lanzaba zapatos o se ponía a
llorar. Era como si de repente una de las dos sobrara en la casa. Entonces me
encerraba a llorar en mi cuarto y trataba de escribir poemas de sufrimientos
porque no me animaba a escribir los recuerdos tristes.
Claro que sacaba adelante las materias, al fin y al cabo, algo sabía de
todo lo que explicaban, pero pasaba con tres raspado. La profesora de historia
me ayudaba con la nota, tal vez porque le caí bien desde el primer día, pero
en matemáticas nadie me salvaba y a última hora tenía que decirle a una
compañera que me explicara. Me daba pereza estudiar, prefería entrar en casa
de la vecina y hablar con Marta de las niñas grandes del barrio que ya tenían
novio y pensar en los muchachos que más nos gustaban. El hijo de la señora
de la tienda de la esquina nos decía cosas, pero de lejos, porque de cerca se
atontaba. Y nosotras nos reíamos en su cara para ponerlo nervioso. A veces le
tocaba despachar, pero cuando nos veía entrar se equivocaba, como si le diera
vergüenza que le pidiéramos las cosas, una libra de arroz, decíamos, no, de
chocolate, no una docena de huevos, no, no mejor dos chicles de canela. Él
ponía las cosas encima del mostrador y se hacía el que estaba ocupado. Esa
era nuestra aventura con Marta.
Cuando mamá vio mi libreta de calificaciones en junio, puso el grito en
el cielo, tanto trabajo que me costó conseguirle esa beca para que al final me
salga con que perdió el año. Se sentó a cantarme la tabla, como ella decía, y
es que lo mejor va a ser meterla en un internado porque estoy cansada. ¿Un
internado? Eso es como una cárcel, me dije aterrorizada, pero la amenaza no
fue suficiente para hacerme cambiar.
En realidad yo no podía ser de otra manera. Hiciera lo que lo que hiciera
a nadie le parecía bien. Era como si mis manos y mi cuerpo entero se
encargaran de meter la pata en todo momento: rompía más platos de lo
normal, tropezaba cuando iba corriendo a alcanzar alguna cosa, me ponía roja
cuando los muchachos del barrio me decían, mamacita, y sobre todo, me daba
vergüenza que me asomaran unas punticas debajo de la blusa, ya tiene tetas,
ya tiene tetas, decía el estúpido de Tomás y yo me ponía a llorar, estúpido, no
se meta en lo que no le importa. Hasta los gemelos intentaban tocarme
cuando me descuidaba y por eso teníamos unas peleas horribles porque yo los
agarraba del pelo con furia y los hacía llorar. Con todo ese alboroto, la abuela
decía que vivíamos en un infierno y que la gente decente no hacía esos
papelones, y si a Esperanza le daba por berrear, el ambiente llegaba a tal
extremo que la abuela sacaba la escoba y empezaba a repartir escobazos a
diestra y siniestra, o respetan las canas, o cabras dan leche, gritaba, eso de
cabras dan leche era una amenaza que solo lanzaba en las situaciones más
críticas y que resultaba efectiva porque hasta Esperanza se callaba.
Desde entonces yo me volví un problema familiar, por todos los peligros
que me esperaban en la calle. La abuela salía al antejardín a recibirme y ya no
me pidió hacer más mandados. Tenía ter-mi-nan-te-men-te prohibido salir a
la calle si no me acompañaba Tomás, joven, haga el favor de acompañar a su
hermana donde Ana, le ordenaba secamente. Así Tomás se convirtió en mi
espía, aunque a él no le gustaba hacerlo. Sin embargo, eso le daba cierta
superioridad. Era como si mamá y la abuela confiaran más en él que en mí,
váyase por la acera de enfrente le decía yo. El pobre se aburría por tener que
ir conmigo a todas partes, donde la tía Ana, donde Claudia que vivía un poco
lejos. También se volvió el mensajero porque me traía los saludos de un
vecino del barrio que lo invitaba a coca cola en la tienda. Que dice Carlos que
si quiere ser su novia, me escupía al oído, ¿cómo?, decía yo, si es un
grandulón, que le está cambiando la voz y le salen unos gallos muy cursis,
pero es chévere, es el que más gasta, el papá le da mucha plata, decía. La
abuela paraba oreja desde la cocina, ¿de qué están hablando?, preguntaba
muerta de curiosidad, no, no, de nada, le decíamos.
Era inútil guardar un secreto en la casa, todo se sabía, Carlos, Carlos,
Carlos, gritaban los gemelos, y mamá decía, no molesten a la niña que ella
todavía no está en edad de pensar en novios, primero tiene que estudiar. Así
fue creciendo la idea de llevarme a un internado. Es lo mejor, decía la tía
Ana, sin el papá no hay forma de sacarlos adelante. Mamá se acercó a la
Secretaría de Educación con una palanca que le consiguieron las amigas, la
pobre Sara con tantos muchachos y criando otra vez..., decían con lástima.
Yo no creía que fuera verdad lo del internado. Eso son amenazas porque
mamá quiere que le ayude a cuidar a Esperanza, pensaba.
Mientras tanto, el barrio se estaba poniendo emocionante. Cuando nos
daban permiso para ir a jugar básquet al parque, Marta, Tomás y yo salíamos
con nuestro balón y nos poníamos a rebotar en la cancha. Si veíamos gente
cerca, la invitábamos a un partido y formábamos equipo. Así era como
empezábamos a hacer amigos. Carlos se acercaba esperando que lo invitara,
pero yo hacía que no lo veía y Tomás me tiraba de la blusa, oiga, que si lo
invitamos. Hasta que le dije, bueno, que entre. Pero yo no pude jugar bien,
me puse nerviosa, no me gustaba, me hacía sentir cosas raras, como si me
quemara con pequeños chispazos de corriente. Yo quería quitarme la
sensación y la sensación se me quedaba pegada a la piel. Lo mejor es no salir
a la calle cuando esté él, pensé, pero eso era imposible porque siempre lo veía
recostado en la verja de la esquina, esperando que saliéramos a jugar.
No sé por qué en los mejores momentos nos sorprenden las malas
noticias. El barrio me encantaba, Marta y yo aprendíamos trucos para hacer
amigos y nos contábamos nuestros secretos, lo que empezaba a pasarnos, lo
que no quería contarle a mamá pero que ella acabó descubriendo, Dios mío,
no quiero que me pase eso, rogaba yo, pero no se podía evitar, la sangre venía
y venía, primero poco a poco, después como si algo se hubiera roto, qué
incomodidad, no, no quiero que me diga cómo tengo que ponerme eso, y ella,
déjeme que le explique, y yo, que no, que no, yo sola puedo. La abuela me
preparó una agüita de manzanilla y me la llevó a la cama. Dije que no quería
ir al colegio y mamá aceptó. Que nadie me hable, que Tomás no sepa, que los
gemelos no entren, le pedí a la abuela. Solo Esperanza, que ya caminaba se
asomó a mi cama y me sonrió. También ella crecerá y le pasará lo mismo que
a mí, pero estaba tan lejos ese día... Me tiró el pelo y tuve que sentarla un rato
en las piernas y le regalé mi muñeca Lolita, sin importarme que le arrancara
los ojos y la dejara calva.
Todo eso me estaba pasando y Marta lo sabía, pero yo no quería que me
viera en la cama, con el ánimo por el suelo. Hasta después de tres días que
nos encontramos no se lo conté. A ella le había pasado primero que a mí,
pero no le dio la misma importancia, parecía que le gustaba y que eso la hacía
sentirse importante. Además se había estirado tanto que yo me veía más baja
a su lado. Tal vez por eso se comportaba como la hermana mayor, pero a mí
no me importaba, no quería llevar la batuta, pues ya en mi casa mandaba a los
gemelos y a Tomás y era de verdad la mayor.
Hasta ese momento no había pensando que Marta desapareciera de mi
vida, con tantos planes que hacíamos para el futuro, convertidas en dos
personas famosas. Ella quería ser periodista y yo decidí que sería antropóloga
y me iría a la selva a pasar muchas aventuras y escribir todas las cosas que
me sucedieran, es decir, sería dos cosas a la vez, escritora y antropóloga,
estudiaría la vida de los indios del Amazonas y conocería a un explorador
famoso con quien me casaría a los veintidós años, después de haber pasado
por muchos peligros. Por eso se me heló la sangre cuando me contó que su
papá había comprado una casa en el Norte y que se iban a trasladar en
diciembre. No lloré delante de ella, pero en la casa dejé que se me escaparan
las lágrimas. La abuela, muy comprensiva conmigo, se acercó a consolarme a
su manera, aquí tiene un sorbo de agua de manzanilla, me dijo, poniéndome
el pocillo en las narices. No, no me duele el estómago, es que la vecina se va
en diciembre, me quejé, no llore por pendejadas, me reprochó, las gentes van
y vienen y esa es la vida, paz con todos y amistad con nadie. Cómo puede ser
tan dura, me preguntaba yo, e importarle tan poco las amigas, Marta es la
persona en la que más confío. Claudia era otra cosa, me gustaba que fuera tan
lanzada y que se le ocurrieran locuras, pero sabía que en el fondo yo no iba a
atreverme a seguirla. La escapada a la Sesenta me había asustado, no por la
fuetera de mamá, sino por lo que pudo ocurrirnos, porque un hombre salió de
un local y nos invitó a pasar y yo rogué para que Claudia dijera que no y
estuvo a punto de decir que sí, si no hubiera sido porque una mujer lo llamó
desde adentro. Ella dijo que estaba enmarihuanado, que tenía los ojos rojos.
Yo no sabía distinguir esas cosas, solo presentí que no estaba bien entrar en
ese lugar, aunque el olor que salía de adentro era muy agradable...
Marta era diferente, pensaba hacer muchas cosas en la vida, tenía ideas
interesantes, leía y me prestaba los libros. En cambio Claudia era loca y
quería emociones, novios y vida de hippie. Yo también quería emociones y
tener un novio sobre todo después de ver Love Story, que fue la película que
más me hizo llorar, pero no era fácil que me gustaran los chicos del barrio,
unos eran demasiado grandes para mí y otros eran pequeños y tontos. Marta
decía que yo podía llamarla por teléfono y que algún domingo le diría a su
mamá que nos dejara ir a cine, pero yo sabía que no iba a ser tan fácil con
mamá y la abuela pensando que era mejor no tener amigas.
Más o menos en octubre mamá vino con la noticia de que por fin había
conseguido una beca en un internado cerca de Bogotá donde podrían ir a
verme algunos fines de semana. Me tomé la noticia con resignación: adiós al
barrio, a Marta, al colegio, a Claudia, a los peligros de Bogotá. La lista del
equipo era tan grande y todo tan caro que la familia tuvo que ayudar: sábanas,
toallas, uniformes, ropa interior, artículos de aseo personal, más los libros y
veinte mil detalles, una maleta, unas cobijas y una sobrecama blanca. Y era
tanto el ir y venir de un sitio para otro que en eso se nos fueron los días. Las
vacaciones de diciembre pasaron sin pena ni gloria, sin viaje a la finca, sin
fiestas. La abuela se fue dos semanas y volvió cuando empezaron las
matrículas en la escuela de mamá, pero antes fueron a matricularme en aquel
colegio que nadie conocía, con una rectora de mirada amenazante y una
directora de internas pechugona y tiesa.
Se me encogió el corazón cuando dije, adiós mamá. Sé que ella también
se fue llorando porque sin tenerlo muy claro, las dos sospechábamos que era
mejor así. Yo la vi salir de la secretaría y perderse por el pasillo que conducía
a la puerta de salida. Estaba tan confundida y tan triste solo pensé en
escribirle muchas cartas a papá, pero ¿a dónde se las iba a mandar?

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